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Crítica del juicio seguida de las observaciones sobre el asentimiento de lo bello y lo sublime Immanuel Kant TRADUCIDA DEL FRANCÉS POR ALEJO GAR- CÍA MORENO, doctor en filosofía y letras,y JUAN RUVIRA, doctor en Derecho Civil y Canónico, y abogado del ilustrecolegio de esta Corte. CON UNA INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR FRANCÉS F. BARNI. MADRID. LIBRERÍAS DE FRANCISCO IRAVE- DRA, ANTONIO NOVO. 1876. Indice Prólogo del traductor francés 6 Prefacio 27 Introducción 37 DIVISIÓN GENERAL DE LA OBRA 107 Analítica de lo bello 109 Analítica de lo sublime 212 Dialéctica del juicio estético 453 Crítica del juicio teleológico 504 Dialéctica del juicio teleológico 567 Metodología del juicio teleológico 646 Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime 822 Prólogo del traductor francés Desde principios de este siglo, o sea desde la época en que ciertos escritores como M. Villers, M. de Tracy, M. de Gerando, madama Stael1, 1 La filosofía de Kant, por M. Carlos Villers, es del año 1801.
En el mismo año apareció el Ensayo de una exposición sucinta de la crítica de la razón pura, por Kinker, traducida del idioma holandés, y esta pequeña obra, notable por su claridad, aunque algo superficial, suministró a M. de Tracy materia para una Memoria leída en el Instituto el 7 Floreal del año X de la República, o sea el 27 de Abril del año 1802 (Memorias del Instituto nacional, ciencias morales y políticas, tomo IV, pág.544). Es curioso ver cómo fue acogido Kant en Francia por el discípulo de una escuela a quien él había hecho tan cruda guerra en Alemania, y el que, muy potente todavía entre nosotros a principios de este siglo, iba bien pronto a perder en dominación y su crédito. M. de Gerando acometió la empresa de bosquejar y criticar en su Historia comparada de los sistemas de filosofía en relación con los principios de los conocimientos humanos, que apareció en 1804, la filosofía crítica (tomo II, cap.
XVI y XVII); y si este bosquejo y crítica son todavía superficiales e incompletos, no dejan de tener algún interés, sobre todo si se atiende a la época en que esta historia se escribía.Es necesario también tener en cuenta lo que el mismo M. de Gerando nos dice en una nota de su obra (tomo II, pág. 174), donde manifiesta que cinco años antes de la publicación de este trabajo, había presentado al Instituto una noticia sobre la filosofía crítica, la cual había sido pre-miada; pero que él, juzgándola por demás insuficiente, había prohibido su impresión, y dos años después mandó una noticia más detallada. El libro titulado la Alemania que contiene algunos pasajes brillantes sobre Kant (parte tercera, cap. VI), impre-so en 1810 y suprimido, como sabemos, en el mismo año por el gobierno imperial, apareció en París en el año 1814. Después de haber hablado de los primeros trabajos que se produjeron en Francia con motivo de la filosofía de Kant, debemos citar una colección de trozos escogidos publicados por El Conservador en el año 1800.
(El Conservador, o colección de trozos inéditos de historia, de política, de literatura y filosofía, sacados de los manuscritos de N. Francisco (de Neufcastel), París, Crapelet, año VIII, tomo II); que contiene: 1.º una noticia literaria sobre M. Manuel Kant, y sobre el estado de la Metafísica en Alemania en la época en que este filósofo empezó a llamar la atención, sacado de El Espectador del Norte.2 º Una traducción de un corto escrito de Kant, titulada: Idea de lo que podría ser una historia universal según los aspectos de un ciudadano del mundo. 3.º Una traducción del Compendio de la Religión dentro de los límites de la razón. Este compendio, del cual recientemente han publicado una nueva traducción los señores Lortet y Bouiller (Teoría de Kant sobre la religión dentro de los límites de la razón, traducida por el doctor Lortet, y precedida de una introducción por M. F. Bouiller (París y Lion, 1842)), se atribuye aquí a Kant, y se denomina bajo este título: Teoría de la pura religión moral, considerada en sus relaciones con el puro cristianismo. El traductor Fil.
Huldiger ha añadido a esto aclaraciones y consideraciones generales sobre la filosofía de Kant.En esta época había aparecido ya la traducción de una pequeña obra que llevaba por título: Proyecto de paz perpetua (París, 1796), y un corto escrito, del cual yo he publicado una nueva traducción a continuación de la Crítica del Juicio (Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, traducido por Payer Imboff, París, 1796). Se ve, pues, con esto, la gran curiosidad que había despertado el nombre de Kant a últimos del siglo pasado, y a principios del presente. Mas no se podía pensar entonces en traducir sus obras más importantes, y hubo que limitarse a hacerlo de algunos de sus cortos escritos.
Recordemos también que M. Maine de Biran y M. Royer-Collard, estos espíritus valientes que fueron los primeros en emprender la reforma filosófica con que se honra nuestro siglo, no dejaron de examinar y discutir, el primero en sus escritos, y el segundo, en sus explicaciones, algunas opiniones del filósofo alemán, aunque sin atribuirle por entonces toda la importancia que muy pronto había de merecer, y que revelaron estudios más detenidos.M. Laromiguiere habla también algo de Kant (Lecciones de filosofía, segunda parte, lección VI); pero lo hace de tal modo, que parece probar que le conocía llamaron la atención de Francia sobre Kant, su doctrina ha venido interesando a todos los pensadores; mas falta que aún hoy mismo sea bien conocido entre nosotros, y se le tributen los honores que merece.
M. Cousin, que ha elevado en Francia el estudio de la historia de la filosofía a la altura que el método exige, y que ha trabajado tanto por el progreso de este estudio, no es posible que permaneciera indiferente al lado de una filosofía, que había tenido tanto eco en Alemania, y que, cuando empezaba a excitar la curiosidad de los franceses, había ya producido al otro lado del Rhin tan poderosa y fecunda agitación.En un tiempo en que no se conocía en Francia la filosofía de Kant más que por algunos ligeros bosquejos, este hombre acometió la empresa de explicarla y criticarla en su enseñanza muy poco. Debo citar, por último, el artículo de M. Stapfer en la Biografía Universal.
pública2; aun el traductor de Platón pensó, por algunos momentos, serlo también de Kant; mas otras ocupaciones le distrajeron de llevar a cabo este trabajo, el que todavía hoy está casi sin empezar; pues de las tres críticas de Kant, es decir, de sus tres obras más importantes, sólo se ha traducido una3; las otras, apenas son co-2 Véase el Curso de Historia de la filosofía moderna durante los años 1816 y 1817, del cual va a publicar M. Cousin una nueva edición (casa de Ladrange, París, 1846), y principalmente el Curso de Historia de la filosofía moral del siglo XVIII durante el año 1820, parte tercera.-Filosofía de Kant (París, Ladrange, 1842). 3 La Crítica del la razón pura, traducida por M. Tissot (París, Ladrange, 1836).
M. Tissot acaba de publicar una nueva edición de su traducción (París, Ladrange, 1845), en cuya obra ha tenido la feliz idea de seguir el ejemplo dado por Rosenkranz en su excelente edición de obras de Kant, o sea el reproducir la primera edición de obras de Kant, o sea el reproducir la primera edición (1781), indicando por medio de notas, o en un apéndice, las modificaciones in- nocidas entre nosotros4, y deben traducirse a nuestro idioma; y por esta razón, aunque este género de trabajo sea muy difícil y aun desagradable bajo cierto punto de vista, yo me he troducidas por el autor, en la segunda (1787).Es importante y curioso notar estas modificaciones, y seguir a Kant de la primera a la segunda edición. 4 Los diversos análisis que hasta aquí se han hecho de estas dos obras en francés o traducidas del alemán, no son de utilidad alguna; pues en vez de procurarse en ellos disminuir las dificultades que pudiera ofrecer el estudio del texto, se limitan a reproducir este, disgregándolo y desfigurándolo.
La Aca-demia de Ciencias morales y políticas, habiendo señalado entre sus obras de concurso el Examen crítico de la filosofía alemana, ha dado ocasión a que se hagan importantes estudios sobre Kant, aunque todavía no son conocidos.Véase el repertorio interesante que acaba de publicar M. de Remusat (París, Ladrange, 1845), al que nosotros debemos un excelente fragmento de la Crítica de la rezón pura (Ensayo de filosofía, tomo I). aventurado a emprenderlo. Presento por ahora la traducción de la Crítica del Juicio, y espero publicar muy pronto la de la Critica de la razón práctica, cuyo trabajo está ya muy adelantado.
Cuando se trata de un hombre como Kant y de monumentos como la Crítica de la razón pura, la de la Razón práctica o la del Juicio, no bastan simples análisis, por más exactos y detallados que estos sean; sino que, a pesar de los defectos que en ellos haya, y por más que abiertamente pugnen con el genio de nuestra lengua, se debe traducir a Kant, y traducirle literalmente; porque en filosofía nada puede dispensarnos del estudio de los monumentos: mas tampoco debemos contentarnos con traducir a Kant; el estudio de sus obras es difícil, y aun disonante y desagradable, principalmente para los lectores franceses; y de aquí la necesidad de prepararlos para este estudio, iniciándolos en las doctrinas de la filosofía alemana, por medio de una exposición sencilla y clara, y en su lenguaje, por medio de una explicación de sus términos y fórmulas.
Así es que yo no debía concretarme al simple papel de traductor, sino que debía pensar en añadir a mi traducción un trabajo destinado a facilitar el estudio de la obra; mas, como la importancia de este trabajo, y las dificultades que había de ofrecer me detendrían mucho, y de otro lado ya no quiero retardar demasiado la publicación de esta traducción, impresa ya desde hace algún tiempo, me he decidido a publicarla ahora, prometiendo dar a luz muy pronto la Introducción.Nada diré en este prólogo de la Crítica del Juicio, puesto que he de hablar de ella a mi satisfacción en la Introducción que estoy prepa-rando; aquí solamente me propongo decir algunas palabras sobre el sistema de traducción que he creído debía seguir. M. Cousin en sus lecciones sobre Kant5, ha caracterizado con tal precisión y claridad los defectos de este como escritor, que yo no puedo por menos de repro-5 Lección II, pág. 25 y26. ducir aquí su juicio.
«Esta obra, dice Cousin, hablando de la Crítica de la razón pura, tiene el defecto de estar mal escrita; lo que no quiere decir que no haya en ella mucho ingenio en los detalles, y aun de vez en cuando trozos admirables; pero, como el mismo autor lo reconoce con modestia en el prólogo de la edición de 1781, si bien tiene una gran claridad lógica, tiene muy poco de esta otra claridad que él llama estética, y que consiste en el arte de hacer pasar al lector de lo conocido a lo desconocido, de lo fácil a lo difícil; arte tan raro, especialmente, en Alemania, y que no tiene en manera alguna el filósofo de Koenigsberg.
Cojamos el cuadro de materias de la Crítica de la razón pura, y como en él no puede presentarse cuestión sino acerca del orden lógico y del enlace de todas las partes de la obra, nada podemos hallar bajo este punto de vista mejor sistemati-zado, más precioso y de mayor claridad que aquél; pero cojamos cada uno de sus capítulos por sí solos y todo cambia en el momento; el orden que separadamente debe encerrar cada uno de dichos capítulos, no existe; cada idea se halla expresada con la mayor precisión, pero sin ocupar siempre el lugar debido para acomodarse fácilmente al espíritu del lector.Hay que añadir a este defecto, el de la lengua alemana llevado al último extremo; quiero decir, este carácter extremadamente sintético de su frase, que forma un contraste, tan sorprendente con el analítico de la francesa.
No es esto todo; independientemente de este lenguaje, todavía rudo, y que tan poco se acomoda a la descom-posición del pensamiento, Kant tiene un lenguaje propio, una terminología, que, una vez comprendida, es de una claridad perfecta, y aun de un uso cómodo; pero que, presentada de repente, y sin la preparación necesaria, todo lo ofusca y a todo da una apariencia oscura y extravagante.» Los defectos que M. Cousin vitupera en la Crítica de la razón pura, y que, como él ha hecho notar, han retrasado en el país mismo de Kant el éxito de esta obra inmortal, son los mismos que se encuentran en la Crítica del Juicio y en la Crítica de la razón práctica.
Solo que en estas dos últimas obras aparece Kant, en general, más sobrio y menos difuso que en la primera, y el carácter mismo de las materias que en ellas se tratan, como son, ya aquí los principios de la moral y los sentimientos y las ideas a que esta se refiere, ya allá lo bello y lo sublime, las bellas artes, las causas finales, etc., todo esto, pues, da a veces a su estilo un tinte menos severo y menos claro, a pesar de que reaparecen y dominan siempre los mismos defectos.Después de esto, se comprenderá cuán difícil debe ser una traducción literal de estas obras. Además, toda traducción que quita y añade, y resume y parafrasea, no presenta al autor como es, y no puede hacerse del texto; y una traducción literal corre el gran riesgo de resultar bárbara, y de violentar a cada instante los hábitos de nuestra lengua y de nuestro espíritu.
A nosotros nos parece que el problema debe resolverse, traduciendo a Kant de tal mo- do que, reproduciendo en todo fielmente el texto, se atenúen en algún tanto los defectos; es decir, se introduzcan en aquel, pero sin modifi-carlo, las cualidades propias de nuestro lenguaje.Una traducción que llene estas dos condiciones, teniendo un doble mérito, hará un doble servicio al autor. He aquí el problema que nos hemos propuesto, y demasiado comprendemos las dificultades que encierra para lisonjearnos de haberlo resuelto. Esperamos al menos que nuestros esfuerzos no habrán sido del todo inútiles.
Como la lengua francesa tiene la virtud de esclarecer todo lo que transforma o traduce, este mismo carácter debemos aplicarlo, tratándose de Kant; y puesto que la oscuridad que en él se reprueba proviene en parte, según exactamente nota M. Cousin, del carácter extremadamente sintético de su frase, en contraposición al esencialmente analítico de la frase francesa, traducir a Kant en francés, debe ser lo mismo que esclarecerlo, corrigiendo o ate- nuando en él el defecto que repugna a nuestra lengua.Mas, hemos insistido bastante sobre los defectos de la forma de Kant, y es ya tiempo de presentarlo bajo otro punto de vista. En Francia no se sabe bien que este escritor, que hemos tratado de bárbaro, ha sabido algunas veces acercarse a los mejores de los nuestros, lo que se observa en la mayor parte de sus pequeños escritos, y especialmente en el que lleva por título: Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, que apareció en 1764, esto es, veinte y seis años antes de la Crítica del Juicio6.
A pesar de ciertos ensayos de traducción, estos pequeños escritos son en general poco conocidos en Francia, y bien traducidos, mostrarían a Kant bajo un aspecto enteramente nuevo.7 Por 6 La primera edición de la Crítica del juicio es de 1790.7 Ya he indicado más arriba los pequeños escritos de Kant que han sido traducidos al francés. Volviendo esto es por lo que aparece Kant, como se nota algunas veces en ciertos pasajes de sus obras más importantes, especialmente en las observaciones y notas, un hombre de gran espíritu, en el sentido francés moderno de esta palabra; un observador atento y delicado de la naturaleza humana, y un escritor de los más ingeniosos; porque este pensador profundo, este genio de lo abstracto, este escritor bárbaro, era también todo eso. Su principal obra bajo este respecto es, sin contradicción, la que acabo de citar. También se han hecho de ella tres traducciones a traducir los ya traducidos, y agregando a ellos los que todavía no lo han sido, se podría formar con todos una colección curiosa y agradable.
M. Cousin ha pensado también en este trabajo, y hubiera sido digno de la pluma del traductor de Platón, el trasla-dar a nuestro idioma las mejores producciones de Kant, bajo el punto de vista literario.Yo, heredero de esta promesa, me esforzaré en justificar la benevolencia que me ha confiado. en francés8, pero es conveniente volverla a traducir, y yo he querido unir esta nueva traducción a la de la Crítica del Juicio, puesto que ambas obras, aunque muy diferentes en el fondo y en la forma, tienen una materia común, lo bello y lo sublime; y porque es curioso el reunir estas dos formas distintas en que Kant ha tratado la misma materia con veinte y seis años de intervalo. Con todo, no se debe buscar en las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime el origen de la teoría expuesta en la Crítica del Juicio, y mucho menos todavía una teoría filosófica sobre la cuestión de la idea de estos dos 8 La primera traducción es la que he indicado más arriba; es de 1796.
La segunda es de M. Keratry; está precedida de un extenso comentario (Examen filosófi-co de las consideraciones sobre el sentimiento de lo sublime y de lo bello de Kant, París, 1823).Otra traducción se publicó en el mismo año por M. Weyland bajo este título: Ensayo sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime. sentimientos. Kant no tiene tan alta pretensión; se propone únicamente, como él lo advierte en el prefacio, presentar algunas observaciones sobre la idea de los mismos, considerándolos en relación a los objetos, a los caracteres de los individuos, a los sexos y sus relaciones entre sí, y por último, en relación a los caracteres de los pueblos. Esta pequeña obra no es más que una colección de observaciones; no aparece en ella el profundo y abstracto autor de la Crítica de la razón pura; Kant no es todavía en este tiempo más que el bello profesor de Koenigsberg, como se le apellidaba en su villa natal9. Esto supues-to, sobresale tanto en el género a que pertenece este escrito, como en la metafísica.
Se muestra en él tan delicado y espiritual observador, co-mo de otro lado sutil y profundo analista; allí hay que admirar la exactitud, y muchas veces 9 Véase el prefacio de Rosenkranz, en el tomo que contiene la Crítica del Juicio, y las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime (Vorrede, 8, VIII.)la delicadeza de sus observaciones, una feliz y rara mezcla de finura y naturalidad,10 y por último, la dirección ingeniosa y viva que da a sus ideas, en lo que aparece claramente la influencia de la literatura francesa. Si bien es cierto que entre sus observaciones hay algunas que han dejado de ser verdade-ras11, y otras nos parecen estrechas y mezqui-nas12, con todo se revela en la mayor parte de ellas una penetrante observación, y una elevada inteligencia de la naturaleza humana. Pero 10 Esta mezcla de finura y naturalidad, es una de las cualidades más sobresalientes del carácter de Kant; es, puede decirse, un rasgo que tiene de común con Sócrates, con el cual justamente se le ha comparado. 11 Tal es, por ejemplo, como lo nota Rosenkranz (pág.
9 del prefacio ya citado), el juicio que tiene de los franceses (pág.304 de la traducción); juicio al cual después ha venido a dar un solemne mentís la revolución francesa. 12 Por ejemplo, su juicio sobre la arquitectura de la Edad Media (pág. 319 de la traducción). la parte más notable de este pequeño escrito, es, sin duda alguna, aquel en que Kant trata de lo bello y lo sublime en sus relaciones con los sexos. En él se ocupa de las cualidades esencialmente propias de las mujeres, sobre el género de educación particular que a estas conviene, y sobre el atractivo y las ventajas de la sociedad con las mismas; observaciones llenas de sentido y delicadeza, dignas de las páginas de Labruyere o de Rousseau13. Kant vuelve a ocuparse después de esto, de la teoría tan admirablemen-te desenvuelta en la última parte del Emilio, de que la mujer, teniendo una misión particular, tiene también cualidades que le son propias, y que deben desenvolverse y cultivarse conforme a los votos de la naturaleza, por una bien entendida educación.
Ningún otro ha hablado de las mujeres en el siglo XVIII con más delicadeza 13 También el autor de las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, fue apellidado el Labruyere de Alemania.y respeto14; me atrevería a creer con el nuevo editor de Kant, Rosenkranz15, que el corazón del filósofo no ha permanecido siempre indiferente a los atractivos de que él tan bien habla; pero no quiero rebajar con mis comentarios el encanto de esta pequeña obra. Es útil también el unirla a la Crítica del Juicio, porque no habrá más que notar diferencias entre ambas; y por esto, si a ejemplo de Rosenkranz, hemos reunido estas dos obras en la traducción, es porque el contraste nos ha parecido ingenioso.
Kant16 había hecho interfoliar para su uso un ejemplar de este pequeño escrito, y después de haber llenado de adiciones cada una de las pá-14 Reprueba en Rousseau a quien por otra parte se complace en reconocer como un gran apologista del bello sexo, el haber osado decir, que una mujer no es nunca otra cosa que un gran niño; y dice Kant, que no hubiera escrito tal frase por todo el oro del mundo.15 Prefacio ya citado, pág. X. 16 Prefacio ya citado, pág. VI y V. ginas agregadas y las márgenes del texto de muchos pasajes, lo regaló en 1800 al librero Nicolovins para una nueva edición. Después de Rosenkranz, que ha tenido al arreglar su edición este ejemplar a la vista, estas adiciones consisten en observaciones variadas y alguna vez ingeniosas, que se agregan a la misma materia, el sentimiento de lo bello y lo sublime; pero que esparcen en todas direcciones y toman diversas formas. En unos puntos, Kant desenvuelve por completo su pensamiento, en otros se limita a indicarlo, y alguna vez le basta una sola palabra.
Rosenkranz no ha creído de su deber servirse de este borrador, puesto que lo que en él se contiene de importante se encuentra en otras obras de Kant.Yo he seguido el texto de su edición. En cuanto a la Crítica del Juicio, me he servido de la tercera edición (1799)17 y de la de Rosenkranz. Prefacio Podemos llamar razón pura la facultad de conocer por principios a priori; y Crítica de la razón pura el examen de la posibilidad y límites de esta facultad en general, sin que nunca com-prendamos al hablar de ello más que la razón considerada en un sentido teórico, como ya lo 17 Ya he indicado la fecha de la primera edición, 1790, es decir, nueve años después de la Crítica de la razón pura, y dos años después de la Crítica de la razón práctica. La segunda edición es de 1793. J. Bar-ni. 15 de diciembre de 1845 hicimos bajo este título en nuestra primera obra, y sin que intentemos jamás someter también a este examen la facultad práctica determinada por sus propios principios.
La crítica de la razón pura, no comprende, pues, más que nuestra facultad de conocer las cosas a priori; no trata más que de la facultad de conocer, con abstracción de sus facultades de sentir y de querer; y aun al ocuparse de la facultad del conocer, no lo hace más que del sentimiento, en el cual busca los principios a priori, haciendo abstracción del Juicio y de la razón (en tanto que se consideran como facultades que igualmente pertenecen al conocimiento teórico), puesto que desde luego hallamos que ninguna otra facultad de las que corresponden al conocer, más que la del entendimiento, puede conducirnos al conocimiento de dichos principios; y por esto la crítica, cuando examina las otras facultades del conocer, para determinar la parte que cada una de ellas puede tener por sí misma en la adqui-sición del conocimiento, no se ocupa de otra cosa más que de lo que el entendimiento presenta a priori como una ley para la naturaleza y todos sus fenómenos, (cuya forma se da también a priori), y deja todos los demás conceptos puros para las ideas que trascienden de la facultad del conocer teórico, cuyos conceptos, lejos por esto de ser inútiles o superfluos, sirven, por el contrario, de principios reguladores.
De este modo, esta facultad descarta por un lado las pretensiones peligrosas del entendimiento, el cual (suministrando a priori las condiciones de la posibilidad de todas las cosas que se pueden conocer), circunscribe a sus propios límites esta posibilidad en general, y, por otra parte, dirige al entendimiento mismo en la consideración de la naturaleza, a favor de un principio de perfección que jamás puede obtener, pero que le está señalado como el objeto final de todo conocimiento.Es indudablemente al entendimiento, el cual tiene su dominio propio en la facultad del conocer, en tanto que contiene a priori los principios constitutivos del conocimiento, a quien la crítica designada con el nombre de crítica de la razón pura, debe asegurar una posesión fija y determinada contra todas las demás que quie-ran disputarle el puesto. Del mismo modo la crítica de la razón práctica, determina la posesión de la razón, en tanto que solo contiene principios constitutivos, relativos a la facultad de querer.
Sin embargo, el Juicio, que viene a ser dentro de nuestras facultades de conocer un término medio entre el entendimiento y la razón, ¿tiene también por sí mismo principios a priori?¿Son estos principios constitutivos o simplemente reguladores, no suponiendo, por tanto, un dominio particular? ¿Suministra esta facultad a priori una regla al sentimiento como un término medio entre la facultad de conocer y la de querer, del mismo modo que el entendimiento prescribe a priori leyes a la primera, y la razón a la segunda? He aquí de lo que se ocupa la presente crítica del Juicio. Una crítica de la razón pura, es decir, de nuestra facultad del conocer, según los principios a priori, sería incompleta, si la del Juicio, que, como facultad de conocer, reclama también para sí tales principios, no fuese, tratada como una parte especial de la crítica; y sin embargo, los principios del Juicio no constituyen un principio de filosofía pura, una parte propia entre la parte teórica y la práctica, sino que puede considerarse, según los casos, en cualquiera de estas dos partes.
Pero si este sistema ha de llegar a la perfección, bajo el nombre general de metafísica (y posible es perfeccionarlo, y de la mayor importancia para el ejercicio de la razón bajo todos sus aspectos), es necesario antes que la crítica sondee muy profundamente el fondo de este edificio, para descubrir los primeros fundamentos de la facultad que nos suministra principios independientes de la experiencia, con el fin de que ninguna de las partes parezca como dudosa; pues esto llevaría consigo inevitablemente la ruina de todo.Por donde podemos concluir acerca de la naturaleza del juicio (cuyo uso conveniente es tan necesario y tan generalmente útil como puede serlo el del sentido común, nombre con que se designa esta facultad), que debemos hallar grandes dificultades en la investigación del principio propio de la misma (la cual debe en efecto contener uno a priori; pues de lo contrario, la crítica, aun la más vulgar, no lo consideraría como facultad de conocer). Este principio no puede derivarse de otros a priori: estos corresponden al entendimiento, y el Juicio no trata más que de su aplicación.
El Juicio no puede, pues, suministrar un concepto que nada nos hace conocer, y que solamente sirve de regla a sí mismo, aunque no de regla objetiva, a la cual pudiera acomodarse; porque entonces, necesitaríamos otra facultad de juzgar, para resolver si es o no ocasión de aplicar la regla.Esta dificultad que presenta el principio subjetivo u objetivo de la facultad de juzgar, se nota principalmente en aquellos juicios llama- dos estéticos, que tratan de lo bello y lo sublime, de la naturaleza o del arte; y sin embargo, la investigación crítica del principio de estos juicios es la parte más importante de esta facultad. En efecto: aunque ellos por sí mismos nada nos dan para el conocimiento de las cosas, no por esto dejan de pertenecer a la facultad de conocer, y revelan una relación inmediata de esta facultad con la del sentimiento, fundada sobre algún principio a priori, que nunca se confunde con los motivos de la facultad de querer, porque esta saca sus principios a priori de los conceptos de la razón.
No sucede lo propio en los juicios teleológicos de la naturaleza; en estos, mostrándonos la experiencia una conformidad de las cosas con sus leyes, la cual no puede comprenderse ni explicarse con la ayuda del concepto general que el entendimiento nos da de lo sensible, saca la facultad de juzgar de sí misma un principio de relación de la naturaleza con el mundo inaccesible de lo supra- sensible, del cual no puede servirse más que en vista de sí misma en el conocimiento de la naturaleza; pero este principio, que puede y debe aplicarse a priori al conocimiento de las cosas del mundo, y nos abre al mismo tiempo vastos horizontes para la razón práctica, no tiene relación inmediata con el sentimiento.Por lo que, la falta de esta relación es precisamente la que produce la oscuridad del principio del juicio, y hace necesaria para esta facultad una división particular de la crítica; porque el juicio lógico, que se funda sobre conceptos de los cuales jamás se puede sacar consecuencia inmediata para el sentimiento, habría podido en rigor unir la parte teórica de la filosofía con el examen crítico de los límites de estos conceptos.
Como no me propongo estudiar el gusto ni el juicio crítico, con el fin de formarlo ni culti-varlo (porque esta cultura bien puede exceder de esta especie de especulaciones), sino que lo hago bajo un punto de vista trascendental, espero que haya indulgencia para con los vacíos que se noten en este trabajo.Pero en cierto mo-do es necesario que se haga con el más severo examen, y únicamente habrá que dispensarnos de algún resto de oscuridad que no se pueda evitar enteramente, por la gran dificultad que presenta la solución de un problema naturalmente tan embrollado. Con tal que quede claramente sentado que el principio se ha expuesto con exactitud, se nos podrá dispensar de no haber deducido el fenómeno del Juicio con toda la claridad que por otra parte se puede rigurosamente exigir, es decir, de no haberlo deducido de un conocimiento fundado en conceptos, el cual creo haber hallado en la segunda parte de esta obra. Aquí terminaremos nuestro estudio crítico, y entraremos sin tardanza en la doctrina, con el fin de aprovechar, si es posible, el tiempo todavía favorable de nuestra creciente vejez.
Se comprende perfectamente que el juicio no tiene parte especial en la doctrina, puesto que la crítica pertenece a la teoría; pero conforme a la división de la filosofía en teórica y práctica, y la de la filosofía pura en varias partes, la metafísica de la naturaleza y las costumbres, constituirá esta nueva obra.Introducción - I - De la división de la filosofía Cuando se considera la filosofía como la que suministra por medio de conceptos los principios del conocimiento racional de las cosas, y no como la lógica, que solamente lo hace de los principios de la forma del pensamiento en general, haciendo abstracción de los objetos, se puede con toda razón dividir, como comúnmente se hace, en teórica y práctica. Mas para esto es de todo punto indispensable que los conceptos que sirven de objeto a los principios de este conocimiento racional, sean diferentes en su especie, pues de lo contrario, no estaría-mos autorizados para una división, la cual supone siempre oposición en los principios del conocimiento racional, cual corresponde a las diversas partes de una ciencia.
Según esto, no existen más que dos especies de conceptos, los cuales llevan en sí otros tantos principios diferentes de la posibilidad de sus objetos; estos conceptos son los de la naturaleza y el de la libertad.Y como los primeros hacen posible con el auxilio de principios a priori, un conocimiento, teórico, y el segundo no contiene relativamente a este conocimiento más que un principio negativo, una simple oposición, al paso que establece para la determinación de la voluntad principios de gran extensión, los cuales por esta razón se denominan prácticos, con derecho podemos dividir la filosofía en dos partes en un todo diferentes, por lo que toca a los principios: la una teórica, en tanto que filosofía de la naturaleza, y la otra práctica, en tanto que filosofía moral (pues así se denomina la legislación práctica de la razón fundada sobre el concepto de la libertad).
Pero hasta hoy, la gran confusión en el uso de estas expresiones ha trascendido a la división de los diversos principios, y por consi- guiente a la de la filosofía, y se ha identificado lo que es práctico bajo el punto de vista de los conceptos de la naturaleza, con lo que es práctico bajo el punto de vista del concepto de la libertad; y con estas mismas expresiones de filosofía teórica y filosofía práctica, se ha establecido una división que en realidad no lo es, puesto que las dos partes de esta división pueden tener los mismos principios.La voluntad, como facultad de querer, es una de las diversas causas naturales que existen en el mundo; es la que obra en virtud de conceptos; y todo lo que la voluntad se representa como posible o como necesario, se llama prácticamente posible para distinguirlo de la posibilidad o de la necesidad física, de un efecto, cuya causa no es determinada por conceptos, sino por mecanismo como en la materia inanimada, o por instinto como entre los animales.
Por esto aquí, al hablar de práctica, lo hacemos de una manera general, sin determinar si el concepto que sirve de regla a la causa- lidad de la voluntad es un concepto de la naturaleza o un concepto de la libertad.Pero esta última distinción es esencial; porque si el concepto que determina la causalidad es un concepto de la naturaleza, los principios son técnicamente prácticos; y si es un concepto de la libertad, son moralmente prácticos; y como en la división de una ciencia racional se trata únicamente de una distinción de objetos, cuyo conocimiento reclama principios diferentes, los primeros se refieren a la filosofía teórica (o a la ciencia de la naturaleza), mientras que los otros constituyen por sí solos la segunda parte, o sea la filosofía práctica o la moral. Todas las reglas técnicamente prácticas (es decir, las del arte o de la industria en general), y aun aquellas que se refieren a la prudencia, o sea la habilidad que da influencia sobre los hombres y su voluntad, deben ser consideradas como corolarios de la filosofía teórica, en tanto que sus principios se fundan en conceptos.
En efecto: dichas reglas no se refieren más que a la posibilidad de las cosas, cuando ésta se funda en conceptos de la naturaleza; y nosotros no nos ocupamos solamente de los medios de investigación de la naturaleza, sino también de los de la voluntad (como facultad de querer, y por tanto, como facultad natural), en tanto que pueda ser determinada, conforme a estas reglas, por móviles naturales...Sin embargo, estas reglas prácticas no se denominan leyes (como las leyes físicas), sino preceptos; porque como la voluntad no cae solamente bajo el concepto de la naturaleza, sino también bajo el de la libertad, queda el nombre de leyes para los principios de la voluntad relativos a este último concepto, y estos solos principios, con sus consecuencias, constituyen la segunda parte de la filosofía, o sea la parte práctica.
Así como la solución de los problemas de la geometría pura no constituyen una parte especial de esta ciencia, ni la agrimensura merece tampoco el nombre de geometría práctica en oposición a la geometría pura, que en tal caso sería la segunda parte de la geometría en general, del mismo modo, y aun con mayor fundamento, no nos es permitido considerar como una parte práctica de la física el arte mecánico o químico de las experiencias y observaciones, ni unir a la filosofía práctica la economía doméstica, la agricultura, la política, el arte de vivir en sociedad, la dietética, ni aun la teoría de la felicidad, que es el arte de refrenar y reprimir las pasiones y afectos en vista de la felicidad, como si todas estas artes constituyesen la segunda parte de la filosofía en general.
En efecto; dichas artes no contienen más que reglas que se refieren a la industria humana, las que, por consiguiente, no son más que técnicamente prácticas o destinadas a producir un resultado posible, según los conceptos naturales de las causas y los efectos, y que, compren-diéndose en la filosofía teórica o en la ciencia de la naturaleza, de la cual son simples corola- rios, no pueden reclamar un puesto en esta filosofía particular, que llamamos filosofía práctica; por el contrario, los preceptos moralmente prácticos, que en un todo se hallan fundados en el concepto de la libertad, y excluyen toda participación de la naturaleza en la determinación de la voluntad, constituyen una especie particular de preceptos, a que llamamos verdaderamente leyes, como a las reglas que rigen la naturaleza; pero aquellas no se apoyan, como estas, en condiciones sensibles; se fundan en un principio supra-sensible, y forman por sí solas al lado de la parte teórica de la filosofía, otra parte de la misma, bajo el nombre de filosofía práctica.
Por donde se ve que un conjunto de preceptos prácticos suministrados por la filosofía, no constituye una parte especial y opuesta a la parte teórica de esta ciencia, por sólo ser prácticos; porque no dejarían de serlo, aun cuando esos mismos principios, en tanto que reglas técnicamente prácticas, derivasen del conoci- miento teórico de la naturaleza; se necesita además que el principio en que se apoyen, no se derive del concepto de la naturaleza, siempre sujeto a condiciones sensibles, sino que descanse sobre el de lo supra-sensible; pues sólo el concepto de la libertad nos permite conocer, por medio de leyes formales, para que de este modo los preceptos sean moralmente prácticos, esto es, para que no sean únicamente reglas relativas a tal o cual fin, sino leyes que no suponen ningún objeto, ningún designio previo.- II - Del dominio de la filosofía en general El uso de nuestra facultad de conocer por medio de principios, o sea la filosofía, no reconoce más límites que los de la aplicación de conceptos a priori.
Pero el conjunto de objetos a que se refieren estos conceptos, para de ellos constituir, si es posible, un conocimiento, puede ser dividido, según que basten o no nuestras facultades para ello, o según que sean suficientes de tal o cual manera.Si consideramos los conceptos como refiriéndose a objetos, y hacemos abstracción de la cuestión de saber si un conocimiento de estos objetos es o no posible, estaremos en el campo de estos conceptos, el cual se determina únicamente conforme a la relación de su objeto con nuestra facultad de conocer en general. La parte de este campo en donde es posible para nosotros un conocimiento, es el territorio (territo-rium) de estos conceptos, y de la facultad de conocer, que supone este conocimiento. La parte de este territorio en donde dichos conceptos sirven de ley, es el dominio de ellos (ditio), y el de las facultades de conocer que los producen.
Así, los conceptos empíricos tienen su territorio en la naturaleza, considerada como el conjunto de todos los objetos sensibles, mas en esto no hay nada de dominio, sino que solo existe un domicilio (domicilium), puesto que estos conceptos, aunque formados de una manera regular, no sirven de leyes, y las reglas que en ellos se fundan son empíricas, y por tanto contingentes.Nuestra facultad de conocer tiene dos especies de dominio; el de los conceptos de la naturaleza, y el del concepto de la libertad, pues que por medio de estas dos clases de conceptos es únicamente legisladora a priori; por lo cual la filosofía se divide también, como esta facultad, en teórica y práctica. Pero el territorio sobre el cual entiende su dominio y ejerce su legislación no es más que el conjunto de objetos de toda experiencia posible, en cuanto se consideran como simples fenómenos; porque de otro modo no se podría concebir una legislación del entendimiento relativa a estos objetos.
La legislación contenida en los conceptos de la naturaleza es dada por el entendimiento, es teórica; la que contiene el concepto de libertad, proviene de la razón, y es puramente práctica.Por lo que la razón solo puede legislar en el mundo práctico; en lo que se refiere al conocimiento teórico (o de la naturaleza) no puede hacer más que deducir, de leyes dadas (de las que se instruye por medio del entendimiento), consecuencias que no salen de los límites de la naturaleza. Además, la razón no es en absoluto legislativa cuando existen reglas prácticas, porque estas reglas pueden ser técnicamente prácticas. La razón y el entendimiento tienen, pues, dos clases de legislaciones sobre un mismo territorio, el de la experiencia, sin que la una pueda sobreponerse a la otra; porque el concepto de la naturaleza tiene tan poca influencia sobre la legislación suministrada por el concepto de la libertad, como este sobre la legislación de la naturaleza.
La posibilidad de concebir, al menos sin contradicción, la coexistencia de dos legislaciones y de las facultades a que ellas se refieren, ha sido demostrada por la crítica de la razón pura, la que, revelándonos en esto una ilusión dialéctica, ha descartado las objeciones.Pero es imposible que estos diferentes dominios, que se limitan constantemente, no ciertamente en sus legislaciones, sino en sus efectos en el seno del mundo sensible, no constituyan más que uno sólo; pues el concepto de la naturaleza puede muy bien representar sus objetos en la intuición, pero solo como simples fenómenos, y no como cosas en sí; y por el contrario, el concepto de la libertad puede representar, por medio de su objeto, una cosa en sí, pero no en la intuición; por consiguiente, ninguno de estos dos conceptos puede dar un conocimiento teórico de su objeto (ni aun del sujeto que piensa) como cosa en sí, o sea de lo suprasensible; esta es una idea que se debe aplicar a la posibilidad de todos los objetos de experiencia, pero que jamás se puede extender ni elevar hasta constituir un conocimiento de ellos.
Existe, pues, un campo ilimitado, pero inaccesible también para nuestra facultad de conocer, el campo de lo supra-sensible, donde no hallamos parte de territorio para nosotros, y en donde, por tanto, no podemos buscar, ni por medio de los conceptos del entendimiento, ni por medió de los de la razón, un dominio perteneciente al conocimiento teórico.Este campo, o sea el uso, tanto teórico como práctico de la razón, debe llenarse de ideas; mas nosotros no podemos dar a estas ideas, en su relación con las leyes que derivan del concepto de la libertad, más que una realidad práctica, lo que no eleva en nada nuestro conocimiento teórico hasta lo supra-sensible. Pero aunque existe un abismo insondable entre el dominio del concepto de la naturaleza o lo sensible, y el dominio del concepto de la libertad, o lo supra-sensible, de tal suerte, que es imposible pasar del primero al segundo (por medio de la razón teórica), y que se consideran como dos mundos diferentes, de los cuales, el uno no puede ejercer acción sobre el otro, es indudable que debe haber alguna influencia entre ellos.
En efecto; el concepto de la libertad debe realizar en el mundo sensible el objeto determinado por sus leyes, y para esto es indispensable que se pueda concebir la naturaleza de tal suerte, que en su conformidad con las que constituyen su forma, no excluya al menos los fines que deben ser dirigidos según las primeras.Así es que debe haber un principio que haga posible el acuerdo de lo supra-sensible, sirviendo de fundamento a la naturaleza, con lo que contiene de práctico el concepto de la libertad; un principio cuyo concepto sea sin duda insuficiente para dar un conocimiento bajo el punto de vista teórico ni bajo el punto de vista práctico, y no teniendo por tanto dominio propio, permita sin embargo, al espíritu pasar de uno al otro mundo.
- III - De la critica del juicio, considerada como lazo de unión de las dos partes de la filosofía La crítica de las facultades de conocer consideradas en lo que pueden suministrarnos a priori, no tiene propiamente un dominio relativo a los objetos, puesto que no constituye una doctrina, sino que su único objeto es averiguar si es posible que nuestras facultades nos lo su-ministren, y cuándo lo es, según la condición de las mismas.Su campo se extiende tan lejos como sus pretensiones, con el objeto de concretar estas en los límites de su legitimidad. Mas lo que no entra en la división de la filosofía, puede, sin embargo, caer bajo el dominio de la crítica de la facultad pura de conocer en general, si esta facultad contiene principios que no tienen valor para su uso teórico ni para su uso practico. Los conceptos de la naturaleza, que contienen el principio de todo conocimiento teórico a priori, descansan sobre la legislación del entendimiento. El concepto de la libertad, que contiene el principio de todos los preceptos prácticos a priori e independientes de las condiciones sensibles, descansa sobre la legislación de la razón.
Así es que ninguna facultad, fuera de estas dos, puede lógicamente aplicarse a los principios, cualesquiera que ellos sean; además, cada una de estas tiene su legislación propia en cuanto a su contenido, sobre lo cual no existe ninguna otra (a priori), y esto es lo que justifica la división de la filosofía en teórica y práctica.Pero en la familia de las facultades superiores de conocer, existe además un término medio entre el entendimiento y la razón: este término medio es el Juicio. Se puede presumir por analogía que este contiene también si no una legislación particular, al menos un principio que le es propio y que se debe investigar, según leyes, un principio que es indudablemente a priori puramente subjetivo, y que, sin tener co- mo dominio ningún campo de objetos, puede, no obstante, tener un territorio para el cual solamente él tenga verdadero valor. Existe, además (a juzgar por analogía), una razón para unir el Juicio a otro orden de nuestras facultades representativas, cuya unión, parece más importante todavía que el parentesco de las facultades de conocer.
Esta razón consiste en que todas las facultades o capacidades del alma pueden reducirse a tres, y que no pueden por menos de derivarse de un principio común, y son: la facultad de conocer, la de sentir y la de querer18.18 Cuando hay alguna razón para suponer que los conceptos empleados como principios empíricos tienen afinidad con la facultad de conocer puro a priori, es conveniente, por causa de esta misma relación, buscarles una definición trascendental, es decir, definirlos por categorías puras, en tanto que ellos por sí solos nos dan suficientemente la diferencia del concepto de que se trata con los demás. Se sigue en esto el ejemplo del matemático que deja indeterminados los datos empíricos de su problema, y que no toma para los conceptos de la aritmética pura más que la relación de estos datos con una síntesis pura, generalizando por lo mismo la solución de aquel.
Se nos ha censurado de haber empleado tal método (véase el prefacio de la Crítica de la razón práctica), y por haber defluido la facultad de querer, diciendo que es la facultad que por medio de sus representaciones es causa de la totalidad de los objetos de estas mismas representaciones; pues se dice los simples deseos son también voliciones, y sin embargo, todos reconocen que aquellos no bastan para que sus objetos sean realizados.Pero esto no prueba más que en el hombre hay deseos, en los cuales se encuentra en contradicción consigo mismo, puesto que tiende por su sola representación a la realización del objeto, aunque no puede llegar a ella, teniendo conciencia de que sus fuerzas mecánicas (para llamar así las que no son psicológicas), y que deberían ser determinadas por esta representación para realizar el objeto (por tanto mediatamente), o no son suficientes, o encuentran aún algo de imposible como, por ejemplo, el cambiar lo pasado (O mihi proeteri-tes...etc. ), o el destruir en la impaciencia del que espera, el intervalo que nos separa del momento deseado.
Aunque en estos deseos fantásticos tengamos conciencia de lo insuficiente (y aun de la impotencia) de nuestras representaciones para llegar a las causas de un objeto, sin embargo, la relación de estas representaciones a la cualidad de causas, y por consiguiente, la representación de su causalidad, se halla contenida en todo deseo, y aparece principalmente a cuando este es una afección, es decir, cuando es un verdadero deseo* En efecto; estas especies de movimientos, ensanchando y suavizando el corazón, y por tanto, consumiendo sus fuerzas, muestran que estas fuerzas se hallan siempre atraídas por representaciones, pero que concluyen siempre por dejar caer al espíritu en la inacción, convencido de la imposibilidad de la cosa deseada.
Las oraciones mismas dirigidas al cielo para evitar las terribles desdichas que se miran como inevitables, y ciertos medios que emplea la superstición para llegar a fines naturalmente imposibles; demuestran la relación causal de las representaciones con sus objetos, En el terreno de la facultad de conocer, sólo el entendimiento es legislador, pues que esta puesto que esta causalidad no puede ser detenida por el conocimiento de su impotencia para producir el efecto.Pero ¿por qué existe en nosotros esta tendencia a formar deseos que la conciencia declara vanos? Es una cuestión que corresponde a la teología antropológica. Parece que si no empleáramos nuestras fuerzas más que cuando estuviésemos seguros de su aptitud para producir un objeto, quedarían las más veces sin emplear, porque nosotros no aprendemos ordinariamente a conocerlas más que ensayándolas. Esta ilusión que producimos con los deseos inútiles, no es, pues, más que una consecuencia de la benevolente disposición que preside a nuestra naturaleza**. _ *Sehnsucht, propiamente deseo ardiente. -J. B.
**Rosenkranz no pone esta nota.-J. B. facultad (como debe serlo cuando se la considera en sí misma independiente de la facultad de querer), se refiere como facultad de conocimiento teórico a la naturaleza, y solamente en relación a la naturaleza (considerada como fenómeno) nos es posible hallar leyes en los conceptos a priori de la misma, esto es, en los conceptos puros del entendimiento. La facultad de querer, considerada como facultad superior determinada por el concepto de la libertad, no admite otra legislación a priori que la de la razón (en la cual únicamente reside este concepto).
Supuesto que el sentimiento tiene su sitio o se halla colocado entre la facultad de conocer y la de querer, así como el Juicio la tiene entre el entendimiento y la razón, se puede suponer, al menos provisionalmente, que el Juicio contiene en sí mismo un principio a priori, y que así como el sentimiento se halla necesariamente ligado con la facultad de querer, ya porque dicho sentimiento sea anterior a ella, como sucede en la facultad inferior de querer, ya porque, como sucede en la superior, derive únicamente de la determinación producida en dicha facultad por la ley moral, así también el Juicio verifica una transición a la facultad pura de conocer, esto es, establece el tránsito del dominio de los conceptos de la naturaleza al dominio de la libertad, del mismo modo que, bajo el punto de vista lógico, hace posible el paso del entendimiento a la razón.
Por esto, aunque la filosofía no se pudiese dividir más que en dos partes, la teórica y la práctica; aunque todo lo que pudiéramos decir de los principios propios del Juicio deba colocarse en la parte teórica, o sea en la que se ocupa del conocimiento racional, fundado sobre conceptos de la naturaleza, la crítica de la razón pura, que debe tratar todo esto antes de dar principio a la ejecución de su sistema, se compone de tres partes: crítica del entendimiento puro, crítica del Juicio puro, y crítica de la razón pura; facultades que se llaman puras, porque son legislativas a priori.- IV - Del juicio como facultad legislativa «A priori.» El juicio es la facultad de concebir19 lo particular como contenido en lo general. 19 He traducido denken, que significa propiamente pensar, por concebir, porque es palabra de un uso más cómodo.
Traduciendo con menos exactitud la palabra alemana, muy bien se podría emplear como sinónima de pensar, tomada en el sentido que la emplea Kant, lo que tiene además la ventaja de aproximarse mas a la palabra concepto (Begriff), que Si lo general (la regla, el principio, la ley) es dado, el Juicio que subsume lo particular aunque como Juicio trascendental suministre a priori las condiciones que por sí solas hacen posible esta subsunción), es y se llama determinante.Pero si sólo es dado lo particular, y el Juicio debe hallar en ello lo general, dicho Juicio es simplemente reflexivo. El Juicio determinante, sometido a las leyes generales y trascendentales del entendimiento, no es más que el que subsume; le es dada la ley a priori; y de este modo no necesita cuidarse de una regla para poder subordinar a lo general lo particular que se halla en la naturaleza. Pero tanto como hay de diversidad en las formas de la naturaleza, otro tanto hay de modificaciones en los conceptos generales y trascendentales de la misma, los cuales dejan indeterminadas las leyes suministradas a priori por significa precisamente, ya la condición ya el resultado del pensamiento, como Kant lo explica. -J.
B. el entendimiento puro, puesto que estas no se refieren más que a la posibilidad de una naturaleza en general (como objeto de los sentidos).Debe haber, pues, también para estos conceptos leyes, las cuales como conceptos empíricos pueden ser contingentes a los ojos de nuestro entendimiento, pero que puesto que se llaman leyes (como lo exige el concepto de la naturaleza), deben considerarse como necesarias en virtud de un principio que, aunque sea desconocido para nosotros, nos dé la unidad en la variedad. El Juicio reflexivo que necesita subir de lo particular, que halla en la naturaleza, a lo general, necesita un principio que no puede derivarse de la experiencia, puesto que debe servir de fundamento a la unidad de todos los principios empíricos, colocándose sobre los más superiores de estos, y por tanto, a la posibilidad de la coordinación sistemática de estos principios.
Es necesario que este principio trascendental lo halle en sí mismo el Juicio reflexivo para hacer de él su ley; no puede sacarlo de otra parte, pues que entonces sería juicio determinante; ni tampoco prescribirlo a la naturaleza, puesto que si la reflexión sobre sus leyes se acomoda a sí misma, no se regirá por aquellas condiciones, conforme a las que tratamos de formarnos un concepto contingente o relativo de esta reflexión.Dicho principio no puede ser más que éste: como las leyes generales de la naturaleza tienen un principio en nuestro entendimiento que las prescribe a la misma (pero sólo bajo el punto de vista de concepto general de la naturaleza co-mo tal), las leyes particulares y empíricas relativamente a lo que las primeras dejan en ellas de indeterminado, deben considerarse en relación a una unidad semejante a la que pudiera establecer un entendimiento distinto del nuestro, el cual diera estas leyes teniendo en cuenta nuestra facultad de conocer, y queriendo hacer posible un sistema de experiencia fundado sobre leyes particulares de la naturaleza misma.
Esto no significa que se deba admitir tal enten- dimiento (porque sólo el Juicio reflexivo es el que hace un principio de esta idea para reflexionar y no para determinar), sino que la facultad de juzgar se dé por sí misma una ley, y no por medio de la naturaleza.Mas como el concepto de un objeto, en tanto que contiene también el principio de la realidad de este objeto, se llama fin, y como la conformidad de un objeto con una disposición de las cosas, que sólo es posible en relación a los fines, se llama finalidad de la forma de estas cosas, el principio del Juicio relativamente a la forma de las cosas de la naturaleza, sometidas a leyes empíricas en general, es la finalidad de la naturaleza en su diversidad; lo que significa que nos representamos la naturaleza por medio de este concepto, como si un entendimiento con-tuviese el principio de su unidad en la diversidad de sus leyes empíricas.
La finalidad de la naturaleza es, pues, un concepto particular a priori, que tiene su origen únicamente en el Juicio reflexivo; porque no podemos atribuir a sus producciones nada que pueda estimarse como una relación de sí misma con los fines, sino solamente servirse de este concepto para reflexionar sobre ella según el enlace de los fenómenos que en la misma se producen conforme a las leyes empíricas.Este concepto es muy diferente de la finalidad práctica (de la finalidad de la industria humana o de la moral), aunque se le confunde por analogía con esta última especie de finalidad. - V - El principio de la finalidad formal de la naturaleza, es un principio trascendental del juicio Se llama trascendental el principio que representa la condición general, a priori, bajo la cual únicamente pueden las cosas llegar a ser objetos de nuestro conocimiento en general. Por el contrario, se llama metafísica el principio que representa la condición a priori, según la cual solo los objetos cuyo concepto puede darse empíricamente pueden ser determinados a priori.
Así, el principio del conocimiento de los cuerpos como sustancias, y como sustancias que cambian, es trascendental cuando significa que este cambio debe tener una causa; pero es metafísico cuando significa que debe tener una causa exterior: en el primer caso, basta concebir los cuerpos a modo de predicados ontológicos (o de conceptos puros del entendimiento), co-mo sustancias, por ejemplo, para conocer a priori la proposición que el último predicado (el movimiento producido por una causa exterior) conviene al cuerpo.De igual suerte, como mostraremos muy pronto, el principio de la finalidad de la naturaleza (en la variedad de sus le- yes empíricas), es un principio trascendental; porque el concepto de los objetos, en tanto que se los concibe como sometidos a un principio, no es más que el concepto puro de objetos de un conocimiento de experiencia posible en general, y no contiene nada por el contrario, que supone la idea de la determinación de una voluntad libre, es un principio metafísico, puesto que el concepto de la facultad de querer, considerada como voluntad, debe darse empíricamente (no pertenece a los predicados trascendentales).
Estos dos principios no son, sin embargo, empíricos; son principios a priori, porque el sujeto que funda en ellos sus juicios no tiene necesidad de ninguna experiencia ulterior para enlazar el predicado con el concepto empírico que posee, pues puede percibir perfectamente este enlace a priori.Que el concepto de una finalidad de la naturaleza pertenece a los principios trascendentales, es lo que muestran suficientemente las máximas del juicio que sirven a priori de fun- damento para la investigación natural, las que, sin embargo, no se refieren más que a la posibilidad de la experiencia, y por tanto a la del conocimiento de la naturaleza, no simplemente de ella en general, sino determinada por leyes particulares y diversas.
Estas son como sentencias de la sabiduría metafísica, que con motivo de ciertas reglas cuya necesidad no puede demostrarse por conceptos, se presentan con frecuencia en el curso de esta ciencia aunque esparcidas, como se ve en estos ejemplos: la naturaleza sigue el camino más corto (lex parcimoniae); no tiene intervalos en la serie de sus cambios, ni en la coexistencia de sus formas específicamente diferentes (lex continui in natura); en la gran variedad de sus leyes empíricas hay una unidad formada por un pequeño número de principios (principia praeter necesitatem non sunt multiplicanda), y otras máximas del mismo género.Pero querer mostrar el origen de estos principios y hacerlo por un procedimiento psicoló- gico, es desconocer por completo el sentido de los mismos. En efecto; ellos no nos dicen el hecho, esto es, conforme a qué reglas nuestras facultades de conocer llenan realmente sus funciones y cómo se juzga, sino cómo se debe juzgar.
La conformidad de la naturaleza con nuestras facultades de conocer, o la finalidad que nos revela el ejercicio de las mismas, es, pues, un principio trascendental de los juicios, y por tanto esta finalidad necesita una deducción trascendental que investigue a priori en las fuentes del conocimiento el origen de dicho principio.Encontramos desde luego algo de necesario en los principios de la posibilidad de la experiencia, como son las leyes generales, sin las cuales no se puede concebir la naturaleza en general (como objeto de los sentidos); estas leyes descansan sobre las categorías aplicadas a las condiciones formales de toda intuición posible, en tanto que esta es dada también a priori. El Juicio sometido a estas leyes es determi- nante, porque no hace otra cosa que subsumir bajo reglas dadas. Por ejemplo, el entendimiento dice: todo cambio reconoce una causa (es ley general de la naturaleza): el Juicio trascendental no tiene más que suministrar la condición que permita subsumir bajo el concepto a priori del entendimiento, y esta condición es la sucesión de las determinaciones de una misma cosa.
Por lo que, esta ley es reconocida como absolutamente necesaria para la naturaleza en general (como objeto de experiencia posible).Pero los objetos del conocimiento empírico, no obstante esta condición formal de tiempo, son todavía determinados, o pueden serlo, tanto que podemos juzgar a priori de diversas maneras: así naturalezas específicamente distintas, independientemente de lo que tienen de común en cuanto pertenecen a la naturaleza en general, pueden servir de causas, según una infinita variedad de maneras, y cada una de estas maneras (conforme al concepto de una causa general) debe tener una regla que revista el carác- ter de ley, y por tanto el de necesidad, aunque la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer no nos permitan percibir esta necesidad.
Cuando consideramos, pues, la naturaleza en sus leyes empíricas, concebimos en ella como posible una infinita variedad de estas leyes, que son contingentes a nuestros ojos (no pueden ser conocidas a priori), y referimos dichas leyes a una unidad, que miramos también como contingente, o sea la unidad posible de la experiencia (como sistema de leyes empíricas).Por donde de un lado es necesario suponer y admitir esta unidad, y de otro es imposible hallar en los conocimientos empíricos un enlace perfecto, que permita formar un todo de experiencia; porque las leyes generales de la naturaleza nos muestran perfectamente este enlace, cuando consideramos las cosas generalmente, esto es, como cosas de la naturaleza en general; pero no cuando las consideramos específicamente, o sea como seres particulares de aquella.
El Juicio debe, pues, admitir como un principio a priori para su aplicación propia, que lo que es contingente a la vista de nuestro espíritu en las leyes particulares (empíricas) de la naturaleza, contiene una unión que no podemos penetrar ciertamente, pero que podemos concebir, y que es el principio de unidad de los elementos diversos en una experiencia posible en sí.Y puesto que esta unidad que nosotros admitimos por una necesidad del entendimiento pero al mismo tiempo como contingente en sí, es representada como una finalidad de los objetos (de la naturaleza), el Juicio, que relativamente a las cosas sometidas a las leyes empíricas posibles (todavía por descubrir), es simplemente reflexivo, debe concebir la naturaleza en relación a estas cosas, conforme a un principio de finalidad para nuestra facultad de conocer, el cual se ha mostrado ya en las precedentes máximas del Juicio.
Este concepto trascendental de una finalidad de la naturaleza, no es ni un concepto de la misma, ni un concepto de la libertad, porque nada atribuye al objeto (a la naturaleza); él no hace más que representar la única manera de proceder en nuestra reflexión sobre los objetos de ella para llegar a una experiencia, cuyos elementos se hallan perfectamente enlazados entre sí; es por tanto un principio subjetivo, una máxima del Juicio.También sucede que cuando nosotros hallamos, como por una feliz casualidad favorable a nuestro objeto, entre dos leyes puramente empíricas, semejante unidad sistemática, sentimos un gran placer (hallándonos libres ya de la necesidad), aunque debamos necesariamente admitir la existencia de tal unidad, sin poder percibirla ni demostrarla.
Si queremos convencernos de la exactitud de esta deducción del concepto de que nos ocupamos, y de la necesidad de admitir este concepto como un principio trascendental de conocimiento, pensemos en la magnitud de este problema que existe a priori en nuestro entendimiento: con las pe percepciones suministradas por la naturaleza, que contiene una variedad infinita de leyes empíricas, formar un sis- tema coherente.Es cierto que el entendimiento posee a priori leyes generales de la naturaleza, sin las que no podría tener la experiencia de un solo objeto de ella; pero además hay necesidad de cierto orden en sus reglas particulares, las que el entendimiento no conoce más que empíricamente, y que con relación al mismo son contingentes. Estas reglas, sin las cuales el entendimiento no podría pasar de la semejanza universal contenida en una experiencia posible general a la semejanza particular, pero cuya necesidad no conoce ni puede conocer, es necesario que las conciba como leyes (es decir, como necesarias), porque de lo contrario, estas no constituirían un orden en la naturaleza.
Así, aunque relativamente a estas reglas (a los objetos), el entendimiento nada puede determinar a priori, debe, no obstante, con el fin de descubrir las leyes llamadas empíricas, tomar por fundamento de toda reflexión sobre la naturaleza, un principio a priori, conforme al cual concibamos que puede haber un orden natural, y que se puede reconocer en sus leyes un principio como el que arrojan las proposiciones siguientes: Existe en la naturaleza una disposición de géneros y de especies que nosotros podemos aprender; estos géneros se unen siempre en relación a un principio común, de tal modo, que al pasar de un género a otro nos elevamos a uno más superior; aunque parece a primera vista que es inevitable para nuestro entendimiento admitir para los efectos naturales específicamente diferentes otras tantas diversas especies de causalidad, no es así; pues estas especies se pueden reducir con todo a un pequeño número de principios, que nosotros debemos investigar.
El juicio supone a priori esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, con el fin de poder reflexionar sobre aquella, considerada en sus leyes empíricas; pero el entendimiento la mira como objetivamente contingente, y el juicio no le atribuye más que como una finalidad trascendental (relativa a la facultad de conocer), y por es- to, sin dicha suposición, no concebiríamos ningún orden natural en sus leyes empíricas, y no tendríamos, por tanto, dirección que nos guiara en el conocimiento y en la investigación de estas leyes tan varias.
Así es que se concibe sin dificultad, que a pesar de la uniformidad de las cosas de la naturaleza, consideradas en su relación con las leyes generales (sin las que sería imposible la forma de un conocimiento empírico general), pueda ser tan grande la diferencia de sus leyes empíricas y de sus efectos, que no sea posible a nuestro entendimiento descubrir en ella un orden fácil de aprender, ni dividir sus producciones en géneros y especies, ni concebir la manera de aplicar los principios de la explicación y de la inteligencia de la una a la explicación y a la inteligencia de la otra, y formar de una materia tan complicada para nosotros (porque es infinitamente varia y no apropiada a la capacidad de nuestro espíritu), una experiencia coherente.
El Juicio, pues, contiene también un prin- cipio a priori de la posibilidad de la naturaleza, pero sólo bajo el punto de vista subjetivo, en virtud de cuyo principio prescribe, no a la naturaleza (como por autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), sino a sí mismo (como por bella autonomía), una ley para reflexionar sobre aquella, que se podría llamar ley de su especificación considerada en sus leyes empíricas.El Juicio no halla a priori esta ley en la naturaleza, pero la admite con el fin de hacer asequible a nuestro entendimiento el orden seguido por la misma en la explicación que hace de sus leyes generales, cuando quiere subordinar a estas leyes la variedad de las particulares.
Así, cuando se dice que la naturaleza especifica sus leyes generales conforme al principio de una finalidad relativa a nuestra facultad de conocer, esto es, cuando las especifica para apropiarse la función necesaria del entendimiento humano, que consiste en hallar lo general a que debe reducirse lo particular, suministrado por la percepción, y el lazo que une lo diverso (que es lo general para cada especie) a la unidad del principio, no se prescribe por este una ley a la naturaleza, ni la observación nos enseña nada (aunque podría confirmarlo).Por esto no es un principio del juicio determinante, sino del juicio reflexivo; no tiene más objeto que, cualquiera que sea la disposición de la naturaleza en sus leyes generales, poder buscar su leyes empíricas por medio de este principio y de las máximas que en él se fundan co-mo una condición sin la cual no podemos hacer uso de nuestro entendimiento para extender nuestra experiencia y adquirir el conocimiento.
- VI - De la unión del sentimiento del placer con el concepto de la finalidad de la naturaleza La conformidad de la naturaleza, considerada en la variedad de sus leyes particulares, con la necesidad que tenemos de reconocer en ella principios universales, debe apreciarse o estimarse como contingente a la vista de nuestro espíritu, pero al mismo tiempo como indispensable, a causa de la necesidad de nuestro entendimiento, y por tanto, como una finalidad por la cual la naturaleza se conforma con nuestras propias intuiciones, en cuanto se trata del conocimiento.Las leyes generales del entendimiento, que son al mismo tiempo leyes de la naturaleza, son tan necesarias (aunque derivadas de la espontaneidad) como las leyes del movimiento de la materia; y para explicar su origen no hay necesidad de suponer ningún fin ni objeto en nuestra facultad de conocer, porque nosotros no obtenemos, en primer lugar, por estas leyes más que un concepto de lo que es el conocimiento de las cosas (de la naturaleza), y éste se aplica necesariamente a la naturaleza de los objetos de nuestro conocimiento general.
Pero que el orden de la naturaleza en sus leyes particulares, en esta variedad y en esta heterogeneidad al menos posibles que exceden nuestra facultad de concebir, sea realmente apropiado a esta facultad, es lo que aparece como contingente según nuestra percepción, y el descubrimiento de este orden es obra del entendimiento al dirigirse a un fin a que necesariamente aspira, o sea a la unidad de los principios, cuya obra debe el Juicio atribuir a la naturaleza, puesto que el entendimiento no puede prescribirle la ley.El acto por el cual el espíritu alcanza este fin va acompañado de un sentimiento de placer; y si la condición de este acto es una representación a priori, un principio como el del juicio reflexivo en general, el sentimiento de placer es también determinado por una razón a priori, que le da un valor universal, pero no se refiere más que a la relación del objeto con la facultad de conocer, sin que el concepto de la finalidad se relacione en nada con la facultad de querer, que es lo que la distingue enteramente de la finalidad práctica de la naturaleza.
Así se ve que la conformidad de las percepciones con las leyes fundadas sobre conceptos generales de la naturaleza (las categorías), no produce ni puede producir en nosotros el menor efecto sobre el sentimiento del placer, puesto que el entendimiento obra aquí necesariamente según su naturaleza y sin designio alguno; por el contrario, el descubrimiento de la unión de dos o más leyes empíricas heterogéneas en un solo principio, es el origen de un gran placer, y aun a veces de una admiración tal, que no cesa sino cuando el objeto es para nosotros suficientemente conocido.Ciertamente que no hallamos un placer notable al percibir esta unidad de la naturaleza en su división en géneros y especies, la cual sólo hacen posible los conceptos empíricos, por cuyo medio la conocemos en sus leyes particulares; pero este placer ha tenido ciertamente su época, y por esto sin él no hubiera sido posible la experiencia más concisa y ordinaria, pues que se ha confundido insensiblemente con el simple conoci- miento, y no se ha caracterizado particularmente.
Existe, pues, algo que en nuestros juicios sobre la naturaleza nos hace que atendamos a su conformidad con nuestro entendimiento, y es el cuidado que ponemos en reducir en lo posible las leyes heterogéneas a leyes más elevadas, aunque siempre empíricas, con el fin de experimentar, si lo conseguimos, el placer que nos proporciona esta conformidad de la naturaleza con nuestra facultad de conocer, la que miramos como simplemente contingente.Nosotros experimentaríamos, por el contrario, un gran disgusto en una representación de la naturaleza en la que estuviéramos amenazados de ver nuestras menores investigaciones, cuando excedieran de la experiencia más vulgar, detenidas por una heterogeneidad de leyes, que no permitiera a nuestro entendimiento reducir las particulares a las empíricas generales; porque esto repugna al principio de la especificación subjetivamente final de la naturaleza y al Juicio que refleja sobre esta especificación.
Sin embargo, esta suposición del Juicio determina tan poco hasta qué punto debe extenderse esta finalidad ideal de la naturaleza para nuestra facultad de conocer, que si se nos dice que un profundo o más amplio conocimiento, experimental de la naturaleza debe hallar al fin una variedad de leyes que ningún entendimiento humano podrá reducir a un principio, no dejaremos por ello de estar satisfechos, pues que, a pesar de todo, queremos mejor esperar, y esperamos, que cuanto más penetremos en lo interior de la naturaleza y mejor conozcamos las partes exteriores que al presente descono-cemos, tanto más la encontraremos simple en sus principios y uniforme en la aparente heterogeneidad de sus leyes empíricas.En efecto; nuestro Juicio nos da la ley para perseguir tan lejos como nos sea posible el principio de la apropiación de la naturaleza a nuestra facultad de conocer, sin decidir (porque no es el juicio determinante el que nos da esta regla), si tiene o no límites, puesto que así como es posible determinar los límites relativamente al uso racional de nuestras facultades de conocer, esto es imposible en el campo de la experiencia.
- VII - De la representación estética de la finalidad de la naturaleza Lo que en la representación de un objeto es puramente subjetivo, es decir, lo que constituye la relación de esta representación al sujeto y no al objeto, es una cualidad estética; pero lo que en ella sirve o puede servir a la determinación del objeto (al conocimiento), constituye su valor lógico.El conocimiento de un objeto de los sentidos puede considerarse bajo estos dos puntos de vista. En la representación sensible de las cosas exteriores, la cualidad de espacio donde ellas se nos representan, es el elemento puramente subjetivo de la representación que tene- mos de estas cosas (no se determina lo que ellas pueden ser como objetos en sí); también el objeto es concebido simplemente como un fenómeno; pues el espacio, a pesar de su cualidad puramente subjetiva, es también un elemento del conocimiento de las cosas como fenómenos.
Del mismo modo que el espacio es simplemente la forma a priori de la posibilidad de nuestras representaciones de las cosas exteriores, la sensación (aquí la sensación exterior) espresa el elemento puramente subjetivo de estas representaciones, pero especialmente el elemento material (lo real, aquello por que es dada alguna cosa como existente), y sirve también para el conocimiento de los objetos exteriores.Mas el elemento subjetivo que en una representación no puede ser un elemento de conocimiento, es el placer o la pena mezclada con esta representación; porque estos sentimientos no nos hacen conocer nada del objeto de la representación, aunque bien pudieran ser ellos el efecto o resultado de cualquier conocimiento. Por don- de la finalidad del objeto, en tanto que es representada en la percepción, no es una cualidad del objeto mismo (porque tal cualidad no puede percibirse) aunque pueda deducirse de un conocimiento de los objetos.
Por consecuencia, la finalidad que precede al conocimiento de un objeto, la que aun cuando no queramos servirnos de la representación de aquel respecto de un conocimiento, se halla completamente ligada a esta representación, es por esto un elemento subjetivo que no puede constituir uno de los del conocimiento.Nosotros no hablamos en este caso de la finalidad del objeto sino porque su representación se halla inmediatamente ligada al sentimiento de placer, y es una representación estética de la finalidad. Resta únicamente saber si hay en general tal representación de la finalidad. Cuando el placer se halla ligado a la simple aprensión (aprehensio) de la forma de un objeto de intuición, sin que esta aprensión se refiera a un concepto, y sirva a un conocimiento deter- minado, la representación no es referida al objeto, sino al sujeto; y el placer no puede producir otra cosa que la conformidad del mismo objeto con las facultades de conocer que se ponen en juego en el juicio reflexivo, y solo en tanto que den por resultado como consecuencia una finalidad formal y subjetiva de dicho objeto.
En efecto; esta aprensión de formas que opera la imaginación, no puede tener lugar sin que el Juicio reflexivo las compare, aunque sea sin un fin determinado, con la facultad que tiene de referirlas a las intuiciones de los conceptos; por lo que si en esta comparación la imaginación (en tanto que facultad de las intuiciones a priori), se halla por efecto natural de una representación dada de acuerdo con el entendimiento o la facultad de los conceptos, y de esto resulta un sentimiento de placer, debe estimarse el objeto como apropiado al Juicio reflexivo.Juzgar de este modo, es llevar un juicio estético sobre, la finalidad del objeto, un juicio que no está fundado sobre un concepto actual del obje- to, y no nos suministra ninguno otro.
Y cuando juzgamos de manera que el placer unido a la representación de un objeto tiene su origen en la forma de este (y no en el elemento material de su representación considerada como sensación) tal como la hallamos en la reflexión que de esto hacemos, sin tener por fin el obtener un concepto del objeto mismo, juzgamos también que este placer está necesariamente unido a la representación de dicho objeto, y que por tanto, es necesario, no solamente para el sujeto a quien satisface esta forma, sino para todos los que puedan juzgar, y el objeto se llama entonces bello, y la facultad de juzgar en medio de un placer de esta especie, y al mismo tiempo de un modo aceptable para todos, se llama gusto.
En efecto; como el principio del placer se halla colocado simplemente en la forma del objeto tal como se presenta a la reflexión en general, y no en una sensación del mismo, y además no existe relación para con un concepto que contenga un fin determinado, lo que conviene con la re- presentación de dicho objeto en la reflexión, cuyas condiciones tienen un valor universal a priori, es lo que únicamente constituye el carácter de legalidad del uso empírico que el sujeto hace del juicio en general, o sea la armonía de la imaginación y el entendimiento; y como esta conformidad del objeto con las facultades del sujeto es contingente, resulta de aquí una representación de la finalidad de aquél, para las facultades de conocer de este.
Por donde el placer de que aquí se trata, como todo placer o toda pena que no son producidas por el concepto de la libertad, esto es, por la determinación previa de esta facultad, la cual tiene su principio en la razón pura, no puede nunca considerarse en relación a los conceptos como necesariamente ligado a la representación de un objeto; la reflexión solamente es la que debe mostrarlo unido a esta representación; por consecuencia, este, como todos los juicios empíricos, no puede atribuirse una necesidad objetiva, ni aspirar a obtener un valor a priori.Pero el juicio del gusto tiene también, como cualquier juicio empírico, la pretensión de tener un valor universal, y a pesar de la contingencia interna de este juicio, esta pretensión es legítima; pues lo que hay aquí de singular y de extraño proviene únicamente de que aquélla no es un concepto empírico, sino un sentimiento de placer, que, como si se tratara de un predicado ligado a la representación del objeto, debe atribuirse a cada uno para el juicio del gusto y hallarse unido a aquella representación.
Un juicio individual de experiencia, por ejemplo, el juicio del que percibe una gota de agua móvil en un cristal de roca, puede con justicia reclamar el asentimiento de cada uno, puesto que, fundado sobre las condiciones generales del Juicio determinante, cae bajo las leyes que reducen la experiencia posible a experiencia general.Del mismo modo sucede que aquel que en la pura reflexión que hace de la forma de un objeto sin tener en cuenta ningún concepto, experimenta placer, obteniendo como resultado un juicio empírico e individual, tiene derecho a pretender el asentimiento de cada uno; porque el principio de este placer se halla en la condición universal, aunque subjetiva, de los juicios reflexivos, esto es, en la conformidad exigida por todo conocimiento empírico de un objeto (de una producción de la naturaleza o del arte), con la relación de las facultades de conocer entre sí (la imaginación y el entendimiento).
Así el placer en el juicio del gusto depende ciertamente de una representación empírica, y no puede hallarse unido a priori a ningún concepto (no se puede determinar de este mo-do, qué objeto es o no conforme al gusto; es necesario hacerlo por medio de la experiencia); pero es el principio de este juicio, por la sola razón de que existe el convencimiento de que descansa únicamente sobre la reflexión y sobre condiciones generales, aunque subjetivas, que determinan el acuerdo de aquella con el cono- cimiento de las cosas en general, a las que se apropia la forma del objeto.Por esto es por lo que los juicios del gusto suponen un principio a priori, y se hallan también sometidos a la crítica, aunque este principio no sea ni un principio de conocimiento para el entendimiento, ni un principio práctico para la voluntad, ni por tanto sea determinante a priori.
Pero la capacidad que nosotros tenemos de hallar en nuestra reflexión sobre las formas de las cosas (de la naturaleza, como del arte), un placer particular, no produce solamente una finalidad de los objetos para el Juicio reflexivo bajo el punto de vista del concepto de la naturaleza, sino también bajo el punto de vista de la libertad del sujeto en su relación con los objetos considerados en su forma, y aun en la privación de toda forma; de donde se sigue que el juicio estético no tiene solo relación con lo bello como juicio del gusto, sino que también la tiene con lo sublime, en tanto que se deriva de un senti- miento del espíritu; y que de este modo esta crítica de juicio estético debe dividirse en dos grandes partes correspondientes a estas dos divisiones.
- VIII - De la representación lógica de la finalidad de la naturaleza La finalidad de un objeto dado en la experiencia puede ser representada, o bien bajo un punto de vista del todo subjetivo, como en la conformidad que muestra su forma en una aprensión (apprehensio), anterior a todo concepto con las facultades de conocer, y que da por resultado la unión de la intuición y de los conceptos en un conocimiento general, o bien bajo un punto de vista objetivo, como en la conformidad de la forma con la posibilidad de la cosa misma, según el concepto de esta cosa que con anterioridad contiene el principio de su forma.Hemos visto que la representación de la primera especie de finalidad descansa sobre el placer íntimamente unido a la forma del objeto, en una simple reflexión sobre esta forma; y que la segunda, por el contrario, en donde no se trata de la relación de la forma del objeto con las facultades de conocer del sujeto, en la aprensión de este objeto, sino de su relación con un conocimiento determinado o con un concepto anterior, no hay nada que desenvolver acerca del sentimiento de placer unido a los objetos, sino acerca del entendimiento y su manera de juzgar de las cosas.
Cuando es dado el concepto de un objeto, la función del Juicio es formar un conocimiento de exhibición (exhibitio), esto es, colocar al lado del concepto una intuición correspondiente; y esto tiene lugar por efecto de nuestra propia imaginación, como sucede en el arte cuando realizamos un concepto que previamente nos hemos formado y que nos proponemos como fin, o bien cuando la naturaleza está por sí misma en movimiento, como sucede en la técnica de la misma (en los cuerpos organizados),cuando le aplicamos nuestro concepto de fin para apreciar sus producciones: en este último caso no es solamente la finalidad de la naturaleza en la forma de la cosa, sino la producción misma, la que es representada como fin de aquella.
Aunque nuestro concepto de una finalidad de la naturaleza en las formas que esta toma conforme a las leyes empíricas no sea un concepto de objeto, sino un principio empleado por el Juicio para formarse los conceptos en medio de esta variedad natural, y poderse orientar de ellos, sin embargo, nosotros, por medio de este concepto, atribuimos a la naturaleza una relación con nuestra facultad de conocer análoga a la de fin; así es que podemos considerar su belleza como una exhibición del concepto de una finalidad formal (puramente subjetiva), y sus fines como exhibiciones del concepto de una finalidad real (objetiva): nosotros apreciamos la primera por el gusto (estética- mente, por medio del sentimiento de placer), y la segunda por el entendimiento y la razón (lógicamente, por medio de los conceptos).
Este es el fundamento de la división de la crítica del Juicio, en critica del juicio estético, y critica del juicio teleológico; se trata por una parte de la facultad de juzgar la finalidad formal (llamada también subjetiva) por medio del sentimiento del placer o la pena, y por otra parte, de la facultad de juzgar la finalidad real (objetiva) de la naturaleza, por medio del entendimiento y la razón.La parte de la crítica del Juicio que contiene el juicio estético, es una parte esencial de ella, pues que por sí sola encierra un principio sobre el cual funda el juicio a priori su reflexión sobre la naturaleza, y es el principio de una finalidad formal de la misma en sus leyes particulares (empíricas) para nuestra facultad de conocer, de una finalidad sin la cual el entendimiento no podría reflejarse.
Aquella otra, por el contrario, en donde no puede darse ningún principio a priori, en la que no es posible siquiera sacar tal principio del concepto de la naturaleza considerada como objeto de la experiencia, así en general como en particular, debe sin duda, contener fines objetivos de aquella, es decir, de las cosas que no son posibles más que como fines de la misma; y relativamente a estas cosas debe el juicio, sin contener por esto un principio a priori, suministrar solamente la regla que en casos dados (de ciertas producciones) permita emplear en apoyo de la razón el concepto de fin, cuando el principio trascendental del juicio estético ha preparado ya el entendimiento para aplicar este concepto a la naturaleza (al menos en cuanto a la forma).
Mas el principio trascendental en virtud del cual nos representamos la finalidad de la naturaleza en la forma de una cosa, como una regla para apreciar esta forma, y por consiguiente bajo el punto de vista subjetivo y relativamente a nuestra facultad de conocer, este principio no determina en manera alguna donde y en qué casos hemos de apreciar una producción según la ley de la finalidad, sino que solamente lo hace según las leyes generales de la naturaleza, y deja al juicio estético el cuidado de decidir por medio del gusto, de la conformidad de la cosa (o de su forma), con nuestras facultades de conocer (no descansando esta decisión sobre conceptos, sino sobre el sentimiento).
El juicio teleológico, por el contrario determina las condiciones que nos permiten juzgar de cualquier cosa (por ejemplo, de un cuerpo organizado), según la idea de un fin de la naturaleza; aunque no pueda sacar del concepto de la misma, considerada como objeto de experiencia, un principio que nos dé el derecho de atribuirle a priori una relación con los fines, ni aun el de sacarla de una manera indeterminada de la experiencia real que tenemos en este género de cosas; la razón de esto, es que se necesita considerar en la unidad de su principio, muchas experiencias particulares, para poder reconocer empíricamente una finalidad objetiva de un determinado objeto.El juicio estético es, pues, un poder particular de juzgar las cosas conforme a una regla, pero no conforme a conceptos. El juicio teleológico no es un poder particular, sino el juicio reflexivo en general, en tanto que procede, no solamente como sucede siempre en el conocimiento teórico, según los conceptos, sino en relación a ciertos objetos de la naturaleza, según principios particulares, o sean los de un juicio que se limita a reflexionar sobre los objetos, pero que no determina ninguno de ellos.
Por consiguiente, este juicio, considerado en su aplicación, se une a la parte teórica de la filosofía, y en virtud de los principios que supone, y que no son determinantes, cual conviene a una doctrina, constituye una parte especial de la crítica, mientras que el juicio estético, no llevando nada al conocimiento de los objetos, no debe entrar en la crítica del sujeto que juzga ni en la de sus facultades de conocer, ni en la propedéutica de toda la filosofía, sino en tanto que estas facultades son capaces de principios a priori, cualquiera que sea por lo demás su empleo, (ya sea teórico ya práctico).- IX - Del juicio como vínculo entre las leyes del entendimiento y la razón El entendimiento es legislativo a priori para la naturaleza considerada como objeto de los sentidos, de los que se sirve para formar mi conocimiento teórico en una experiencia posible. La razón es legislativa a priori para la libertad y para su propia causalidad, considerada como el elemento suprasensible del sujeto, y suministra un conocimiento práctico incondicional.
El dominio del concepto de naturaleza, sometido a la primera de estas dos legislaciones, y el del concepto de la libertad, sometido a la segunda, se hallan colocados al amparo de toda influencia reciproca (la que cada una pueda ejercer, según sus leyes fundamentales) en el abismo que separa de los fenómenos, lo supra- sensible.El concepto de la libertad nada determina relativamente al conocimiento teórico de la naturaleza, del mismo modo que el concepto de ésta nada determina relativamente a las leyes prácticas de la libertad, y por consiguiente, es imposible establecer el paso de uno y otro dominio. Pero si los principios que determinan la causalidad, según el concepto de la libertad (y según la regla práctica que contiene), no residen en la naturaleza, y lo sensible no puede determinar lo supra-sensible en el sujeto, lo contrario es sin embargo posible, no relativamente al conocimiento de la naturaleza, sino relativamente a las consecuencias que este puede tener sobre aquel. Es lo que desde luego supone el concepto de una causalidad de la libertad, cuyo efecto debe tener lugar en el mundo, conforme a las leyes formales de la misma.
La palabra causa, por otra parte, aplicada a lo supra-sensible, dice simplemente la razón que determina la causalidad de las cosas de la natu- raleza, para producir un efecto, conforme a sus propias leyes particulares, mas de acuerdo al mismo tiempo con el principio formal de las leyes de la razón; es decir, con un principio cuya posibilidad ciertamente no se puede percibir, pero que está suficientemente justificado contra el reproche de una pretendida contra-dicción20.El efecto que se produce conforme al 20 Una de las contradicciones que se pretende hallar en toda esta distinción de la causalidad natural y de la causalidad de la libertad, es la que se me atribuye, diciendo que hablar de los obstáculos que la naturaleza opone a la causalidad fundada sobre las leyes de la libertad (las leyes morales), o del concurso que ella le presta, es conceder a la primera una influencia sobre la segunda. Pero si se quiere comprender bien lo que se ha dicho, la objeción desaparece sin dificultad.

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