level
stringclasses
2 values
text
stringlengths
643
8.71k
category
stringclasses
1 value
level-3
stringclasses
1 value
complex
“Nadie puede poner en duda que yo la quisiera. O que le negara capricho alguno. Lo juro. Cuarenta años, tres meses y cuatro días a su lado, desde que una primavera me deslumbraran sus piernas torneadas a fuego. Porque yo, en aquel tiempo, la esperaba cada tarde con cierto disimulo, la sentía pasar moviendo las caderas y la seguía con los ojos hasta que se perdía, al torcer la esquina, hacia la plaza. Luego, el día que me dirigió la primera sonrisa, me volvió loco aquella morena de ojos verdes. A partir de entonces fui su sombra. Sin hablar. Sin atreverme. Sólo le seguía los pasos y la dejaba ir en la distancia, silencioso, melancólico, tristísimo. El desconsuelo me duraba las veinticuatro horas siguientes hasta que ella aparecía de nuevo y me destinaba la anhelada sonrisa cómplice. Un día me decidí. Le descubrí mi nombre y ella repitió: “Manolo”. E inmediatamente sentenció: “Yo me llamo Soledad”. Y la quise; mía y para siempre. Y hasta ahora, que, después de tantos años, me seguía hipnotizando al pronunciar mi nombre. Cuando se rompió el cuello del fémur y el hueso de la cadera, me dolieron como si hubieran sido míos. No se puede ir a las rebajas de verano el primer día, no señor. Esa avalancha de gente, esa codicia por conseguir cualquier prenda, cualquier cosa. Total por un mal descuento. Cuando ella sabía de sobra que yo no le iba a negar ningún gasto. A ningún precio. “Sole, mira que no te conviene ese trasiego. Vas siempre a la carrera. Acuérdate: la osteoporosis. Y además hace mucho calor, Sole”. Pero la dejé marchar a los grandes almacenes. Porque yo me aburro muchísimo en esas circunstancias, ¿sabe usted? Luego, tras la caída, vinieron el ingreso en el hospital, la convalecencia sin fin, la silla de ruedas. Y yo, hechizado por su llamada: Manolo esto, Manolo aquello. Llama a la enfermera, Manolo. Manolo, Manolo, Manolo… Y mi apego no fue sino un bálsamo para remediar el sufrimiento de aquellas piernas que en tiempos la habían permitido menear las caderas como nadie en el mundo. El día que la llevé en el carrito a las rebajas de invierno, bien a mi pesar –como es de suponer- la dispuse casi al alba. Porque ella ni siquiera tuvo paciencia para esperar a la cuidadora. Esa mañana, digo, yo mismo la arreglé y la vestí como si fuéramos a una celebración. Hasta perfume le puse, ese carísimo que le compré por nuestro aniversario. Y envuelta en su buen abrigo, por aquello de la ola de frío. Lo que pasó después no fue culpa mía. La muchedumbre nos llevó por delante. Nos empujó, espoleó la silla de ruedas por las escaleras mecánicas y sólo tuve tiempo de escuchar un Manolooo… Hasta aquí lo que usted ya sabe por mi anterior declaración, señor juez. Porque yo la quería. Puedo jurarlo. Lo único que me consuela es saber que cumplí con mi deber. La volví a llevar a las rebajas, como a ella le gustaba, a pesar de que a mí me aburrieran tantísimo. Así pues, tengo la conciencia tranquila. Que usted lo sepa, señoría”. Y la sala, toda entera, se estremeció con el dolor de aquel inculpado, tan devoto de su difunta esposa. Y más de un pañuelo furtivo enjugó alguna lágrima improcedente. - ¿Silvia? Hola encanto, soy yo, tu Manolo. Aquí estoy, sano y salvo. Nada, ni un día de condena. Libre como un águila. Deseando llevarme a mi corderita. No te puedes imaginar qué papelón. De Hollywood: “Yo la quería tanto, señor juez…” Cuarenta años y un pico, cautivo, con esa mala pécora. ¿Qué cuándo nos vamos? Ahora mismo, si tú quieres. Oye, y mañana sacas los billetes para ese destino del Caribe, que aquí tienes prójimo de sobra. Me encanta que me llames Lolo. Suena tan dulce… ¿Al notario dices? Pues esta misma tarde, faltaría más. Ya sabes que todo lo mío va a ser tuyo muy pronto. Tampoco va a pasar nada si la firma se adelanta a la boda. Un beso. Dos. Mejor te lo digo luego. Adiós cielo mío. ¡Pero qué curvas se gasta esta hembra, Dios mío, qué curvas! El quiosquero, al colocar la prensa de la mañana, comenta, contrariado, la noticia de titulares con el empleado de la limpieza: - ¿No fue éste el hombre acusado de matar a su esposa el año pasado? - Sí señor, eso parece. Sí. El mismo. - ¡Qué mala suerte! Pobre hombre. Primero la desgracia de su esposa. Quedó claro que fue un accidente, después de todo. Y ahora, según parece, va, se resbala y se viene a ahogar en la laguna de los cisnes, en el centro del parque. Así, sin más, a la hora de cerrar. Sin nadie. Tan solo, a pesar de su fortuna. Seguro que echaba de menos a su esposa. La quería tanto… - Es que no somos nadie. - Eso. Nadie.
N/A
N/A
complex
Un estudiante de zen se quejaba de que no podía meditar: sus pensamientos no se lo permitían. Habló de esto con su maestro diciéndole: "Maestro, los pensamientos y las imágenes mentales no me dejan meditar; cuando se van unos segundos, luego vuelven con más fuerza. No puedo meditar. No me dejan en paz". El maestro le dijo que esto dependía de él mismo y que dejara de cavilar. No obstante, el estudiante seguía lamentándose de que los pensamientos no le dejaban en paz y que su mente estaba confusa. Cada vez que intentaba concentrarse, todo un tren de pensamientos y reflexiones, a menudo inútiles y triviales, irrumpían en su cabeza. El maestro entonces le dijo: "Bien. Aferra esa cuchara y tenla en tu mano. Ahora siéntate y medita". El discípulo obedeció. Al cabo de un rato el maestro le ordenó:"¡Deja la cuchara!". El alumno así hizo y la cuchara cayó obviamente al suelo. Miró a su maestro con estupor y éste le preguntó: "Entonces, ahora dime quién agarraba a quién, ¿tú a la cuchara, o la cuchara a ti?
N/A
N/A
simple
Ana, era una niña de 10 años que vivía en una zona fría de Europa con unas tías, hermanas de su padre. En un accidente automovilístico, en el que ella viajaba con sus padres cuando era un bebé, ellos perdieron la vida y la niña fue la única sobreviviente. Afortunadamente pudo quedarse con unas tías. Ella tuvo tanto amor, que no sintió la ausencia de los seres más importantes en la vida de todo ser humano, nuestros padres. La tía Julia era una gran pianista y Ana aprendió a tocar el piano con mucha pasión, destacando en todas las actividades en las que podía participar, ya sea en el colegio, la iglesia o en reuniones familiares. Ana también tocaba la guitarra, era bailarina de ballet y dibujaba muy bien. “¿Cómo puede hacer tanto una niña?”, decían las amistades de las tías. “¡Ah!, es que ella es muy disciplinada. No pierde el tiempo. Es una niña pero sueña con llegar muy lejos. Sabe que la constancia y tener metas claras, hará que logre todo lo que se propone, así como nosotras”, decía la tía Lupe. “¡Sí!”, decían sus hermanas a la vez. Ana tenía buenos ejemplos y eran una familia luchadora que no se rendía ante nada. “Todo tiene solución”, decían siempre. La constancia es muy importante. “Debemos perseguir nuestros sueños”, repetían en sus conversaciones. Ana siempre recordaba lo que oía y sobre todo lo que veía, como todos los niños que aprenden por imitación. Hacen todo lo que ven.
N/A
N/A
simple
En una reunión de la iglesia, unos muchachos se sentaron en la parte posterior de uno de los salones donde se reunían cada semana. Gaby era una niña muy respetuosa y Juana demasiado graciosa e irreverente, al punto de olvidar que en la iglesia no se debe contar chistes. Juana trataba de llamar la atención de sus amigos. Era inevitable reírse oyendo todo lo que contaba Juana, por distraer la atención de los demás niños. Entonces algunas personas mayores le pidieron a Juana muy amablemente que mejor se retire al patio de la iglesia, y así permita que los niños aprendan las historias de Jesús. “Qué vergüenza. Se lo merece. Ya era hora de que la saquen”, pensaba Gaby. Al terminar la reunión, los amigos de Juana salieron al patio y al verla sola empezaron a reírse de ella. Gaby al ver esto se acercó y preguntó a todos si les gustaría que les hagan lo mismo. Todos quedaron en silencio y burlándose le dijeron: “¿y a ti?” ¡No!, respondió Gaby, muy enérgica. “Se supone que son sus amigos, ¿o no?”, dijo Gaby. “Parece que ya no, vamos Gaby”, respondió Juana y ambas se retiraron, quedando en silencio los demás muchachos.
N/A
N/A
complex
Cuentan que una vez fue un cura de Córdoba a predicar a un pueblo el día del santo patrón, que era San Roque. El cura fue de mala gana, porque le habían dicho que en aquel pueblo pagaban muy mal los sermones. Cuando llegó a la iglesia, antes de celebrar la misa, se metió en el confesionario para confesar a la gente. Una vez que había terminado de mandarle la penitencia a una buena señora que pecaba poco, le dijo: - Señora, perdone usted mi curiosidad, pero ¿sabría decirme por qué pagan tan mal los sermones en este pueblo? Y la mujer le contestó: - Ay, señor cura, que no debería decírselo, pero como ha sido tan bueno y comprensivo con mis pecados... - Pecadillos, señora; cosillas que en el cielo ya están perdonadas... - Mire usted, padre, si no se lo cuenta a nadie, se lo digo. - Alma de Dios, ¿a quién se lo voy a decir? Descuide usted, señora, que esto quedará como secreto de confesión. Lo que sucede tengo curiosidad por saber por qué pagan siempre tan mal el sermón en este pueblo. Entonces la mujer se lo dijo: - Pues mire usted, señor cura. Es que los que vienen a predicar casi nunca dicen nada de San Roque, y por eso les pagan tan mal. Siempre que viene algún cura el día del santo a echar el sermón, se pone el alguacil debajo del púlpito con una caña y una navaja, y cada vez que el cura mienta a San Roque hace una raya en la caña con la navaja, y cuando el cura termina va el alcalde y le paga un real por cada raya. Y eso es todo. El cura, como ya estaba advertido, se subió al púlpito y comenzó el sermón así: - Queridos hermanos: Ya saben ustedes que hoy es el día de San Roque. Y el alguacil, clan, una raya en la caña. Y sigue el cura: - Y en este día de San Roque todos debemos darle gracias a San Roque. Y el alguacil, clan, clan, dos rayas. Y sigue el cura: - ¡Oh, bendito San Roque! ¡Sapientísimo San Roque! ¡San Roque, el amante de los perros! ¡San Roque, el que comía mendrugos y daba el pan tierno a los necesitados! Por eso: ¡Todos adoran a San Roque! ¡Todos a San Roque claman! ¡Todos a San Roque gritan! ¡Hasta las ranas, en vez de croar, dicen hoy: Roque, Roque, Roque! Y el alguacil, clan, clan, clan, clan..., venga rayas. Y el cura que seguía con la retahíla: - Porque todos le debemos favores a San Roque. Una vez fue San Roque a visitar un pueblo y todos salieron a recibir a San Roque. Todas las mujeres le besaban la mano a San Roque, y los niños le besaban la mano a San Roque, y hasta los hombres le besaban la mano a San Roque. Y el alguacil con la navaja: Clan, clan, clan, clan... Y el cura que no paraba: - Y cuando San Roque regresó a su pueblo, también salieron todos a recibirle, y todas las mujeres le besaban la mano a San Roque, y los niños le besaban la mano a San Roque, y hasta los hombres de su pueblo le besaban la mano a San Roque; en fin, todo el mundo le besaba la mano a San Roque. Y el alguacil que perdía la cuenta: clan, clan, clan, clan... - Y como hacía mucho tiempo que había estado fuera de San Roque, que diga de su pueblo, unos querían que San Roque fuera a ver a un niño enfermo, otros que San Roque curara a un ciego, una mujer que San Roque le curara a su madre, y el marido que San Roque no la curara, otra que San Roque curara a su hija, que tenía la lepra, y le buscara novio; una que San Roque le quitara el novio a otra; en fin, todos le pedían algo a San Roque, porque San Roque era muy milagroso, y porque... En esto que sale el alguacil de debajo del púlpito y dice: -¡Alto ahí, señor cura, que se me ha acabado la caña y voy por otra! Y salta el alcalde: -¡Eso, eso, pero que sea para partírsela en las costillas como vuelva a nombrar a San Roque!
N/A
N/A
complex
Soporté las injurias de Fortunato lo mejor que pude. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme y no pronuncié la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso y coronaba su cabeza con un sombrerillo adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento. -Querido Fortunato, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas. -¿Cómo? ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval! -Por eso mismo le digo que tengo mis dudas, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión. Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Y él me dirá... -Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez. Vamos, vamos allá. -No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre. -A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo y me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar el Carnaval. Cogí dos antorchas y le guie a través de distintos aposentos hacia la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera hasta que, por fin, llegamos al suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors. -¿Y el barril? -Está más allá. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva. -¿Salitre? -Salitre. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos? -No es nada. -Venga. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. No debe usted malograrse. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi... -Basta. Esta tos carece de importancia. No me matará. -Verdad, verdad. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad. Beba. -Bebo a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro. -Y yo, por la larga vida de usted. -Esas cuevas son muy vastas. -Los Montresors era una grande y numerosa familia. -He olvidado cuáles eran sus armas. -Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón. -¡Muy bien! Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. -El salitre. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos... -No es nada. Continuemos. Vamos por el amontillado. -Bien. Seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta. Tres lados de aquella cripta interior estaban adornados con restos humanos alineados como en las grandes catacumbas de París. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veías otro recinto interior. -Adelántese. Ahí está el amontillado. En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro. Rodeé su cintura con los eslabones, para sujetarlo, en cuestión segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto. -Pase usted la mano por la pared y podrá sentir el salitre. Permítame que regrese, ¿no? No me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano. -¡El amontillado! -Cierto, el amontillado. No tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedras de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé a tapar la entrada del nicho. La embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. Encima de la primera hilera coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Entonces las furiosas sacudidas de la cadena hicieron que interrumpiera mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos para deleitarme con su sonido. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción mi trabajo. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar, cuando salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. -¡Ah...! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo a propósito de nuestro vino! -El amontillado. -¡Ah, sí, el amontillado! Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos. -Sí; vámonos ya. -¡Por el amor de Dios, Montresor! -Sí; por el amor de Dios. En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. -¡Fortunato! ¡Fortunato! Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado.
N/A
N/A
complex
En una oscura y oculta dimensión del Universo se encontraban reunidos todos los grandes dioses de la antigüedad dispuestos a gastarle una gran broma al ser humano. En realidad, era la broma más importante de la vida sobre la Tierra. Para llevar a cabo la gran broma, antes que nada, determinaron cuál sería el lugar que a los seres humanos les costaría más llegar. Una vez averiguado, depositarían allí las llaves de la felicidad. -Las esconderemos en las profundidades de los océanos -decía uno de ellos-. -Ni hablar -advirtió otro-. El ser humano avanzará en sus ingenios científicos y será capaz de encontrarlas sin problema. -Podríamos esconderlas en el más profundo de los volcanes -dijo otro de los presentes-. -No -replicó otro-. Igual que sería capaz de dominar las aguas, también sería capaz de dominar el fuego y las montañas. -¿Y por qué no bajo las rocas más profundas y sólidas de la tierra? -dijo otro-. -De ninguna manera -replicó un compañero-. No pasarán unos cuantos miles de años que el hombre podrá sondear los subsuelos y extraer todas las piedras y metales preciosos que desee. -¡Ya lo tengo! -dijo uno que hasta entonces no había dicho nada-. Esconderemos las llaves en las nubes más altas del cielo. -Tonterías -replicó otro de los presentes-. Todos sabemos que los humanos no tardarán mucho en volar. Al poco tiempo encontrarían las llaves de la Felicidad. Un gran silencio se hizo en aquella reunión de dioses. Uno de los que destacaba por ser el más ingenioso, dijo con alegría y solemnidad: -Esconderemos las llaves de la Felicidad en un lugar en que el hombre, por más que busque, tardará mucho, mucho tiempo de suponer o imaginar... -¿Dónde?, ¿dónde?, ¿dónde? -preguntaban con insistencia y ansiosa curiosidad los que conocían la brillantez y lucidez de aquel dios-. -El lugar del Universo que el hombre tardará más en mirar y en consecuencia tardará más en encontrar es: en el interior de su corazón. Todos estuvieron de acuerdo. Concluyó la reunión de dioses. Las llaves de la Felicidad se esconderían dentro del corazón de cada hombre.
N/A
N/A
complex
Al principio, Dios creó los cielos y la tierra. La tierra era informe y estaba vacía, sólo habitada por tinieblas. Entonces Dios creó las estrellas para iluminar la tierra, y se preguntó: “¿Cuántos años las haré vivir en la inmensidad del cielo”? Después de haber reflexionado, Dios anotó en su gran libro de cuentas: “Estrellas: ¡Millones de años!”. Luego creó la vegetación, y los árboles frutales. “Árboles: Decenas de años, incluso siglos...”, anotó Dios. Por último, cuando todo estaba listo para recibir al hombre, meta final de la Creación, Dios hizo los seres animados, es decir, a los animales y los seres humanos. En su registro de cuentas, Dios escribió: “Seres animados: ¡Treinta años!” Es decir, treinta años para cada uno, sin establecer diferencias... Treinta para el hombre, treinta para el león, treinta para el burro... Pero el hombre, orgulloso de haber sido creado a imagen de Dios y consciente de tener una inteligencia superior a la de los animales, protestó y se rebeló: ¿por qué tenían que corresponderle a él treinta años de vida tan solo, como al resto? El Creador, seguramente se había equivocado. ¡Aún peor! Lo había rebajado al nivel de los animales... El hombre fue a defender su causa ante los animales y armó tal jaleo que algunos, para que los dejaran en paz, se resignaron. El burro por su parte, razonó así: -Hermano hombre, treinta años de vida son demasiados para mí. Si quieres, y sin que lo sepa el creador, te regalo la mitad; así llegarás a los cuarenta y cinco años. El perro, a su vez, exclamó: -Hermano hombre, estoy de acuerdo con el burro. Yo también te ofrezco quince años de mi vida; así llegarás a los sesenta. Por último, el mono también le ofreció otros quince años y así podría vivir hasta los setenta y cinco. Dios oyó todo esto y se dijo que ya jugaría alguna mala pasada a aquel ser orgulloso e insatisfecho al que había llamado “hombre” y que pretendía cambiar las reglas de la creación en su propio beneficio. Así pues, Dios corrigió los datos en su gran libro, redujo a la mitad la duración de la vida de los animales que habían mostrado tanto espíritu de sacrificio y añadió esos años a la cuenta del hombre. Pero se olvidó, intencionadamente o no, de incluir algunos retoques indispensables para la correcta transmisión al hombre del favor animal. Por eso, durante los primeros años de su vida, es decir aquellos concedidos por el Creador, el hombre vive como un hombre. Luego, durante los quince años siguientes, se ve obligado a trabajar como un burro para mantener a los suyos. Después, durante los otros quince años, debido a las dificultades de la existencia, lleva una vida de perro. Y más tarde, en su edad avanzada, se convierte en el hazmerreír de malvados y bromistas, que se burlan de él y se divierten a su costa como si fuera un mono.
N/A
N/A
complex
Mi abuelo notó que las abejas estaban molestas. Aunque hacían lo mismo de siempre, él noto que algo o alguien las había molestado. Esto pasó en verano, cuando las abejas están más ocupadas haciendo la miel y vuelan incesantemente en oleadas rubias. En los días siguientes, mi abuelo se quedó mirando fijamente la colmena, descuidando la casa. En esa época vivíamos en las afueras de Blaustein y la colmena estaba situada al final de la propiedad y allí se escondía a vigilar al intruso. Yo lo vi antes que él. Era el mayor de los Fischer que dejaba su bicicleta y daba un largo rodeo para meterse en el fondo de la casa. Yo sabía que el abuelo llevaba su escopeta y corrí para avisarle. Entonces vimos al mayor de los Fischer saltar la valla y dirigirse a la colmena. Mi abuelo me hizo una señal para que no hiciera ruido. Aunque a menudo lideraba la banda de los que insultaban en la escuela, a mí me pareció muy valiente, de pie, sin importarle el amenazante zumbido de las abejas. Dio media vuelta y se marchó en dirección al camino. Al atardecer, mi abuelo me hizo señas de que subiera a la camioneta. Nos detuvimos frente a una casa de tejas de madera gastadas. Dos niños más pequeños que yo salieron a recibirnos, pero al fondo pude ver la cabeza rubia del mayor de los Fischer asomándose temblorosa. -Frank, pasa... María, ¿recuerdas al señor Steuer? -Seguro, ¿cómo está usted? -Muy bien, gracias. María sirvió tres tazas de café y luego se quedó de pie detrás de su marido, secándose las manos en su delantal. - Muy buen café. Los años vividos solo después de la muerte de mi abuela no lo habían hecho muy bueno para las conversaciones. María cogió de una caja tres galletas, que puso frente a mí en un plato. Los niños estiraron el cuello y pude ver que las galletas eran muy importantes para ellos. -Come. Me lleve una a la boca por cortesía y mi abuelo comenzó a decir. -He tenido un problema con mis abejas. Uno de tus niños estuvo fisgoneando en la colmena. Mira, no quiero que lo castigues, así empecé yo también en este negocio, pero a mis abejas no le gustan los extraños y cuando alguien viene no dan miel. He pensado que quizás él pueda dejar de hacerlo si a cambio yo le ayudo en este asunto. En la camioneta tengo una caja con medio centenar de abejas y una reina que estaba reservando para armar una segunda colmena. Sí estás de acuerdo, se la dejaré y vendré dos veces por semana para ayudarle a desinfectarlas y a extraer la miel, todo a cambio de que deje de rondar mi propiedad. -¿Qué te parece a ti? ¿Crees que puedes hacerte cargo de ellas? El mayor de los Fischer asintió. Entonces todos salimos de la casa. Al salir vi que los niños se abalanzaban sobre las galletas que yo no había comido. Mi abuelo sacó de la camioneta la caja con las abejas y la amarró a un árbol, mientras le daba instrucciones al mayor de los Fischer. Nadie se movía. El mismo aire parecía haberse detenido. Entonces el menor se zafó del brazo del brazo de su madre y empezó a saltar alrededor de la colmena. Estábamos tan pendientes de mi abuelo que nadie pareció notarlo. Pero entonces el menor de los Fischer se asustó y empezó a correr en dirección a la casa. Un enjambre de abejas, que habían escapado cuando mi abuelo había retirado la caja, lo perseguía. Mi abuelo le gritó que se quedara quieto, pero el niño intentó espantarlas con las manos. Entonces comenzaron a picarlo. Era una inmensa nube de abejas que le picaban en el brazo, en el cuello, en el rostro. Mi abuelo trajo su rociador de humo y roció con él al niño para espantar a las abejas. El niño lloraba tirado en el suelo, mientras montones de abejas morían lentamente. Mientras las miraba, tuve pena por ellas, pero también sentí pena por mi abuelo, cuya esposa había muerto hacía algunos años, un poco después de la muerte de mi madre y antes de que mi padre tuviera ese accidente en la fábrica y volviera conmigo a Blaustein a dejarse morir mirando un paisaje monótono que no era el de su infancia -en el que había minaretes y quizá también oliera a ajonjolí y a té y a hierbabuena- sino el paisaje de la infancia de su esposa. Mi abuelo curó rápidamente al menor de los Fischer mientras el señor Fischer abrazaba a su mujer, que no paraba de llorar. El mayor se había escondido detrás de la casa, como si él fuera el culpable de todo. Yo pensaba que tenía que tener pena por el niño, pero, en realidad, sólo sentía pena por mí. Cuando volví a mirar, el menor de los Fischer sonreía y mostraba sus picaduras con el orgullo de un sobreviviente. Mi abuelo balbuceaba una excusa que yo no llegué a escuchar. Mientras caminábamos hacia la camioneta, a mis espaldas, pude escuchar a la mujer del señor Fischer, que le decía algo. Yo conseguiría aún acordarme de lo que ella dijo porque fue la primera vez que lo escuché y su significado me estremeció y me hizo sentir una intrusa. La mujer dijo: -No necesitamos nada suyo. Dile que se lleve sus abejas a otra parte. Y también a esa turca de mierda.
N/A
N/A
complex
Un hombre, morbosamente apasionado por el juego, había pasado una vez más, toda la noche en un casino. Salió del lugar totalmente rendido... estaba a punto de amanecer. Cuando el cielo se tiñó de rojo y el sol empezó a salir, sintió un escozor en sus ojos somnolientos. Vio un gran árbol en el jardín y decidió sentarse a sus pies para descansar un rato antes de volver a casa. En un abrir y cerrar de ojos, el jugador cayó en un sueño profundo. Durmió todo el día y toda la noche. Había dormido exactamente 24 horas cuando se despertó. Era el alba, y el sol estaba empezando a subir al cielo. - ¡Que suerte! -exclamó contento- casi me duermo.
N/A
N/A
simple
Esta historia empieza con Coco, un peligroso cocodrilo que siempre estaba escondido al fondo de su cocina ideando platos nuevos y exquisitos dulces para venderlos en su tienda. Aunque Coco cocinaba muy bien, su tienda siempre estaba vacía ya que la gente que vivía por allí le tenía miedo y no se atrevían tan si quiera a acercarse. Coco, al no recibir nunca visitas y no vender sus deliciosos pasteles, tenía que comérselos para que no se pusieran malos, pero de tanto comer pasteles llegó a ponerse muy gordo y feo haciendo que la gente le tuviese aún más miedo. Un día un niño nuevo en el pueblo decidió acercarse a la tienda de Coco para comprar un dulce. Al sonar la campanita de la puerta, Coco que ya pensaba que nadie entraría jamás en su tienda, salió de un salto hacia el mostrador. Pablo, que era el nombre del niño, al ver acercarse a un cocodrilo tan grande y feo se asustó y retrocedió tres pasos. Coco al ver la reacción del niño le dijo que no se asustara, que era el primer niño que se había atrevido a entrar y que le iba a regalar tantos pasteles como él quisiera, pero Pablo inseguro no pudo evitar preguntar por qué nunca había entrado nadie en su tienda. Coco, con la mirada triste le explicó a Pablo que la gente le tenía miedo y que se sentía muy solo sin nadie a su lado. Pablo enseguida sintió lástima por Coco y poco a poco fueron trabando una amistad muy fuerte, tan fuerte que los dos juntos se pasaban el día cocinado y haciendo montañas de nata… Pero Pablo no quería que el cocodrilo se pasase el día en esa tienda sin conocer a nadie, así que decidió llevarlo a dar una vuelta por el pueblo. Todo el mundo quedó alarmado e incluso aconsejaron a Pablo que se alejara, aunque él nunca lo hizo. A medida que fueron pasando los meses Coco fue ofreciendo sus exquisitos pasteles por el pueblo y ganando cada vez más y más amigos. Al final todo el mundo le pidió disculpas por los años en que habían desconfiado de él y le montaron una gran fiesta. Ahora Coco es un cocodrilo feliz y querido por todos.
N/A
N/A
simple
Una madre que pensaba cómo enseñarle a su hija a tener el deseo de ayudar en la casa quería que su hija tuviera iniciativa y pensó que si le contaba historias bonitas podría hacer que su hija se motive y con entusiasmo empiece a ayudarle en los quehaceres de la casa. Una tarde cuando iban por la calle, miró un árbol grande y hermoso. También vio un árbol seco y feo. Por eso se le ocurrió una idea e inventó una historia: “Hija, mira la belleza de aquel árbol. Ese es el resultado de cuidados que tuvo desde la raíz. Cuando era pequeño, estoy segura que muchos jardineros lo limpiaron, lo regaron y cuidaron. Mira, tiene un tronco muy derecho, grandes ramas, hermosas hojas y flores lindas. Así somos las personas. Cuando desde niños nuestros padres nos enseñan a ser obedientes, ellos nos van formando nuestro carácter a través de pequeñas cosas, aunque a veces nos incomode hacer, como ayudar en la casa o recoger las cosas que dejamos en desorden. Si hacemos lo mejor, seremos mejores personas y si hacemos todo lo contrario seremos como ese otro árbol torcido y seco que ves allí. Por eso hay personas que no son agradables en su trato y les gusta hablar feo y hacen cosas para lastimar a los demás. Estoy segura que a esas personas no les dieron amor, no los guiaron como debe ser y no aprendieron a ser disciplinados. Por eso no te molestes cuando te diga lo que debes hacer. Mejor haz lo que sabes que es correcto para que no te lo tenga que repetir. A mí también me incomoda hacerlo”. La niña sonrió complacida mientras secaba sus lágrimas, abrazó a su madre y dijo: “Mamita, es la mejor historia que me has contado estos días. Gracias por enseñarme y quererme como lo haces, te prometo dar buenos frutos como el árbol bonito de la historia que me enseñaste”.
N/A
N/A
simple
Alex era un chico muy inteligente pero un poco vago. Prefería salir a la calle con sus amigos antes que quedarse a estudiar en casa porque siempre aprobaba los exámenes sin problemas. Su hermano Daniel, en cambio, no era un chico demasiado listo pero se pasaba horas estudiando para sacar buenas notas en los exámenes. Durante muchos años Alex y Daniel estuvieron sacando exactamente las mismas notas, pero Daniel estaba realmente enfadado con su hermano porque no veía justo que mientras él se pasaba las horas estudiando en casa, su hermano estuviera disfrutando en la calle sin hacer nada, sin esforzarse lo más mínimo. Un día su profesor de matemáticas decidió hacer un examen sorpresa para el que ninguno de los dos hermanos estaba preparado. El examen era mucho más complicado de los que solía poner aquel profesor así que ambos empezaron a temblar. Una vez delante del examen, Daniel, el hermano responsable que siempre estudiaba, vio claras las respuestas de inmediato porque eran preguntas que había visto en años anteriores y que al haber estudiado en profundidad, aún recordaba. Alex, por otro lado, se puso muy nervioso, toda la vida había confiado en su inteligencia, jamás se había preocupado por repasar cosas de años anteriores o estudiar, y, delante de ese examen se quedó totalmente en blanco. Poco a poco los años fueron pasando y los cursos eran cada vez más difíciles. Daniel siguió estudiando durante muchos años, y llegó a convertirse en un abogado de éxito. Ganaba mucho dinero y era feliz con su trabajo, mientras que Alex, movido por su pereza dejó los estudios y nunca llegó a ser astronauta, su sueño de toda la vida, aunque era el más inteligente de los dos hermanos.
N/A
N/A
complex
La noticia de la desaparición de Elaine Coleman nos agitó a todos. Por un tiempo se aconsejó a las mujeres que no salieran solas por la noche, pero poco a poco los carteles con su foto borrosa se ensuciaron y arrugaron con el agua, y sólo quedó una débil inquietud que se disolvió con la llegada del otoño. Según los periódicos, la última persona que la había visto con vida había sido una vecina quien la saludó cuando llegaba a la casa donde tenía dos habitaciones alquiladas en el segundo piso. La casera, la señora Walters, que vivía en la planta baja y que la oyó esa noche subir las escaleras, la describió como una persona discreta, formal y muy educada. Se acostaba temprano, nunca recibía visitas y pagaba el alquiler el primer día del mes. Contó que al día siguiente, viendo que su coche permanecía aparcado delante, imaginó que estaba enferma y subió para llevarle una carta. La puerta estaba cerrada con llave y tuvo que usar un duplicado para acceder a la vivienda. Durante días no hablábamos de otra cosa. Algunos recordábamos vagamente a una Elaine, compañera de clase de hacía catorce o quince años, una chica callada, anodina, que vestía de manera discreta. Un detalle de su desaparición que nos preocupó mucho fue que en la mesa de la cocina encontraron un llavero con seis llaves; y entre ellas estaba la de su apartamento. La policía descartó que ella u otra persona tuvieran un duplicado. Al igual que no resultaba creíble que hubiera salido por una de las cuatro ventanas del apartamento. Su vecina de planta, una viuda de setenta años, relató que había oído abrir y cerrar la nevera, el tintineo de un plato, el pitido de la tetera... No había oído ningún ruido extraño, ni gritos ni voces... De hecho, a partir de las siete en el apartamento de Elaine Colleman reinó un silencio absoluto según su testimonio. Yo no era el único que no paraba de intentar recordarla. Aunque la recordaba con claridad al fondo del aula, no podía visualizar ningún detalle de ella. Los periódicos informaron de que al acabar el instituto Elaine Colleman se especializó en administración de empresas en la universidad de Vermont y que sus padres por esos años se fueron a vivir a California. Ella volvió a la ciudad cuando acabó sus estudios, trabajaba en una tienda de material de oficina de una ciudad cercana y la gente la recordaba como una mujer callada, trabajadora. No parecía tener amigos. Tuve un recuerdo vívido de Elaine Colleman un día. Era durante el instituto y yo había salido con Roger a dar un largo paseo por un barrio desconocido del otro extremo de la ciudad. Pasábamos por delante de un garaje donde una chica trataba de encestar una pelota de baloncesto en un aro. La pelota tocó el aro y bajó botando hacia nosotros por el camino. Yo la cogí y se la tiré. Reconocí a Elaine Colleman. Dijo “gracias” y titubeó un momento antes de bajar los ojos y alejarse. Parecía que nos invitaba a hacer unos tiros, pero Roger me lanzó una mirada intensa y dijo: “No.” Lo que perturbó mi recuerdo era la sensación de que Elaine había visto esa mirada, ese juicio; ella debía ser hábil interpretando señales de rechazo. Tuve un segundo recuerda de ella, en una fiesta, pero fui incapaz de evocar más imágenes. Tampoco era capaz de verle la cara. Era como si no tuviera ni cara ni facciones. El desconcierto de la policía, la puerta cerrada con llave, las ventanas cerradas, me hicieron preguntar si estábamos formulando el problema como era debido. Se consideraban sólo dos posibilidades: secuestro y huida. Parecía más razonable que Elaine se había ido por iniciativa propia. Sola, sin amigos y desgraciada, se había entregado a la atracción de una aventura. Las llaves, el billetero, el abrigo y el coche se convertían en las pruebas de la naturaleza radical de su ruptura. Pero esa teoría terriblemente romántica no respondía más que a nuestros deseos y no tenían por qué haber sido los suyos. Me pregunté si no podía haber otra explicación para la desaparición, una teoría más osada que pidiera una lógica distinta, más elusiva y peligrosa. Si no había habido secuestro ni huida, entonces la desaparición debía de haber tenido lugar dentro del mismo apartamento. Parecía haber desaparecido de las habitaciones del mismo modo que había desaparecido de mi mente, dejando atrás sólo un puñado de pistas que sugerían que había estado alguna vez allí. Una noche me desperté sobresaltado por un sueño. Al cabo de un rato la verdad me sacudió como un golpe en la sien. Elaine Colleman no había desaparecido repentinamente, como sostenía la policía, sino poco a poco, a lo largo del tiempo. A menudo debía de haberse sentido casi invisible. Si es cierto que existimos al dejar una impronta de nosotros mismos en la mente de los demás, aquella chica callada y anodina en la que nadie reparaba debía de haber tenido la sensación de volverse etérea, como si poco a poco se evaporara por falta de atención. El proceso de borrado debió comenzar mucho antes de su paso por el instituto y para cuando regresó de la universidad, el borrado había avanzado más. La persona imposible de visualizar que nadie lograba recordar con claridad, se iba oscureciendo, se apagaba, desaparecía, como una habitación a oscuras. Esa última noche, cuando su vecina la saludó en la penumbra sin llegar a verla, Elaine Colleman era apenas una sombra. Subió las escaleras, cerró la puerta con la llave, dejó la leche en la nevera y colgó la chaqueta en el respaldo de la silla. Detrás de ella, en el espejo de segunda mano, apenas se vía su reflejo. Preparó una taza de té y dejó la taza encima de una postal en la mesita de noche. Se puso su grueso camisón blanco con pequeñas flores azules. Sacó la almohada de la colcha y se recostó con un libro. Encendió la lámpara y trató de leer. Le pesaban los párpados y se le empezaron a cerrar los ojos. Imagine un cansancio no del todo desagradable, de difusión. Al día siguiente, encima de la cama no habría nada más que un camisón y un libro. Pudo haber sido un poco diferente: una noche, dándose cuenta de lo que estaba sucediendo, abrazó su destino y se alió con los poderes de la disolución. No es la única. En las esquinas de las calles en penumbras, en los pasillos de los cines a oscuras, detrás de las ventanillas de los coches en los aparcamientos de los tristes centros comerciales, a veces ves a las Elaine Colleman de este mundo. Bajan la vista, dan media vuelta y desaparecen en la oscuridad. Tal vez la policía, al sospechar que se trataba de un crimen, no había andado tan desencaminada. Porque nosotros, los que no vemos ni recordamos, los que no tenemos curiosidad, ya no somos inocentes; somos cómplices de la desaparición. Yo también asesiné a Elaine Colleman. Que conste este testimonio en acta.
N/A
N/A
simple
Mateo era un chico realmente listo. Sabía resolver cualquier problema y sacaba muy buenas notas; era bastante guapo pero no tenía muchos amigos y… seguramente ustedes (sí, ustedes que están leyendo este cuento) se preguntarán por qué. Pues lo cierto es que Mateo era egoísta y criticaba todo lo que hacían los demás porque pensaba que nada estaba lo suficientemente perfecto si no lo hacía él mismo. Eso hizo que la gente poco a poco se alejara de él y nadie quisiera nunca pasar los recreos a su lado. Aunque al principio se sintió mal, Mateo se acostumbró a la soledad y a pasar muchas horas sin ningún tipo de compañía. En el colegio pronto iban a hacer el concurso de historia que tanto le gustaba a Mateo, pero este año había un pequeño requisito, los grupos debían ser de cuatro personas para poder participar, por lo que debía buscarse tres acompañantes más. Al no tener amigos Mateo se vio obligado a pagar dinero a algunos de sus compañeros para que le acompañasen y así pudiera participar, pero con un requisito: ellos no debían responder a ninguna pregunta (recuerden que a Mateo le gustaba hacer las cosas él solamente para estar seguro de que todo salía bien). Llegado el día del concurso, Mateo tuvo que concursar contra otro grupo de cuatro personas…. Pasada ya media hora, la puntuación entre ambos grupos estaba empatada y solo la pregunta final lograría desempatarlos. Se le formuló una pregunta realmente difícil al equipo contrario de Mateo, y no la supieron responder, por lo que el turno pasó directamente a nuestro protagonista, el cual a pesar de su inteligencia, tampoco sabía la respuesta. Uno de sus compañeros de equipo le susurró al oído una respuesta, pero al no ser suya no quiso aceptarla, así que el hombre que preguntaba tuvo que hacer una nueva pregunta al equipo contrario y este ganó. Mateo destrozado, fue a preguntar cuál era la pregunta correcta y cuando el señor que hacía las preguntas le respondió a Mateo, esto hizo que se sintiera peor aún pues la respuesta que le dijo era exactamente la que su compañero le había susurrado y él se había negado a decir. En ese momento se dio cuenta de lo egoísta que había sido, y en lo mal que había tratado a los demás en este tiempo. Pidió perdón a sus compañeros y a toda esa gente que había subestimado y se comprometió a cambiar. Poco a poco Mateo empezó a darse cuenta que era mejor contar con amigos y desde ahora difícilmente se encuentre solo.
N/A
N/A
simple
En un parque residencial, jugaban un grupo de niños a las escondidas en una tarde de verano. Angélica era una niña que llevaba en la mano una pulsera de plata, entre otros accesorios. La joya tenía un valor especial en el corazón de la niña pues era un regalo de su madre. Así era ella, llevaba puesto todo lo que le gustaba aprovechando que la mamá trabajaba. Regresando a su casa, Angélica se dio cuenta que le faltaba la pulsera que su mamá le regaló en su último cumpleaños. En la pulsera estaba grabado su nombre y decía también: “Para Angélica, la mejor hija”. La angustia la invadió al punto de regresar corriendo sin fijarse al cruzar la pista. Buscó y rebuscó en el parque desesperadamente antes de que se hiciera de noche y sea demasiado tarde, pero nunca la encontró. El dolor no era en sí por la pérdida de la pulsera sino porque su madre regresaría pronto de trabajar y no quería decepcionarla. Ella le dijo que no sacara la pulsera cuando saliera a jugar en el parque y que debía usarla en ocasiones especiales solamente. Pero como muchos niños, ella no hizo caso y desobedeció. Cansada de buscar la pulsera, pensó en regresar a la casa. Fue muy difícil, pero con mucha pena Angélica tuvo que decir la verdad. Sabía del esfuerzo que su mamá hizo para comprarle aquel regalo y de lo triste que iba a sentirse. La madre, enterada de todo, dijo a su hija: “Hiciste mal en desobedecerme, pero lo mejor de todo es que has dicho la verdad y que nada malo te sucedió. Lo material no es tan importante pero espero que aprendas la lección y no vuelvas a hacerlo. Haz siempre lo correcto pase lo que pase. Cuando crezcas me lo agradecerás algún día”, dijo con ternura la madre.
N/A
N/A
complex
En un reino lejano de Oriente se encontraban dos amigos que tenían la curiosidad y el deseo de saber sobre el Bien y el Mal. Un día se acercaron a la cabaña del sabio Lang para hacerle algunas preguntas. Una vez dentro le preguntaron: -Anciano díganos: ¿qué diferencia hay entre el cielo y el infierno?... El sabio contestó: -Veo una montaña de arroz recién cocinado, todavía sale humo. Alrededor hay muchos hombres y mujeres con mucha hambre. Los palos que utilizan para comer son más largos que sus brazos. Por eso cuando cogen el arroz no pueden hacerlo llegar a sus bocas. La ansiedad y la frustración cada vez van a más. Más tarde, el sabio proseguía: -Veo también otra montaña de arroz recién cocinado, todavía sale humo. Alrededor hay muchas personas alegres que sonríen con satisfacción. Sus palos son también más largos que sus brazos. Aun así, han decidido darse de comer unos a otros.
N/A
N/A
simple
Rick era un perro que vivía con una familia que le adoraba. Cada mañana se despertaba en su camita junto a 3 juguetes: un pollo, un erizo y un hueso de peluche, y eso le hacía muy feliz, pero había algo que no le gustaba… Él sabía que era un perro y deseaba ser algo más, deseaba ser una persona de carne y hueso y poder hacer las cosas que hacían sus dueños, quería comer con cuchillo y tenedor, dormir en una cama y andar con las dos piernas. Rick sabía que sus sueños eran imposibles y que pasar de perro a humano era algo que nunca pasaría, sin embargo seguía con la esperanza de que algo pasara y pudiera saber cómo es la vida siendo humano. Una tarde mientras salía a pasear encontró unos zapatos rotos en una esquina, y mientras los olisqueaba pensó que quizás si se los ponía podría parecer una persona de verdad. Al llegar a casa Rick fue directo a ponerse sus zapatos, quería saber lo que se sentía cuanto antes pero había un problema, debía atarse los cordones y con sus patitas era imposible, así que fue lo más rápido que pudo hacia Carlos, uno de sus amos, y mediante un par de ladridos consiguió que le atara los cordones y se fue a dormir a su cama junto a sus juguetes. A la mañana siguiente Rick se despertó sintiéndose nervioso, algo muy raro en él ya que era un perro muy tranquilo, notaba que algo en él estaba cambiando así que asustado salió de casa corriendo. Cuando llegó a un callejón sin salida empezó a pensar que podía pasarle, y vio que sus piernas se estaban alargando, que su cabello se estaba cayendo y que su cuerpo en general ya no era el de un perro… ¡Era el de un humano! Rick volvió a casa caminando con sus dos nuevas piernas, y les explicó a sus dueños lo que había pasado; aunque ellos al principio no se lo creyeron al final acabaron confiando en sus palabras y le acogieron como un miembro más de su familia, comprándole una cama nueva, decorando una habitación a su gusto y llevándole a miles de viajes a lo largo del mundo.
N/A
N/A
simple
Martín era un niño muy soñador, le gustaba pasarse el día imaginando cómo sería su vida con todo lo que él quería y deseaba. Sus padres no tenían mucho dinero, por lo que Martín muchas veces se sentía celoso de los demás niños, que tenían muchos juguetes y dinero para la merienda. Una mañana la madre de Martín le despertó dándole un beso, pero Martín no quiso hacerle caso y siguió durmiendo. Estaba enfadado con sus padres porque no le daban las cosas que él quería; no tenía ni el cochecito que salía en la televisión ni las suculentas meriendas que tenían sus amigos cada día en el colegio… De un grito y movido por su rabia Martín saltó de la cama y les dijo a sus papás: “Ojalá tuviera otros padres con más dinero”; al momento se sintió mal pero no quiso hacerle caso a su consciencia y siguió durmiendo. Al cabo de unas horas despertó y fue al salón a pedir perdón a sus padres por haberles dicho algo tan feo, pero sus pensamientos quedaron a un lado cuando… ¡Sorpresa! Su salón era totalmente diferente, estaba lleno de muebles caros y de una televisión enorme, los cajones de la cocina estaban llenos de dulces y golosinas, había una habitación llena de juguetes y, lo más impresionante, sus padres habían cambiado. Ante esa situación Martín dio un salto de alegría y fue corriendo a abrazar a sus nuevos padres; que le dijeron que ahora no tenían tiempo porque tenían que ir a trabajar. El chico se pasó el día en su casa jugando con sus nuevos juguetes y atiborrándose de golosinas. Al cabo de un par de semanas Martín ya había jugado con todos los juguetes y comido todas las cosas que había en la cocina para merendar, empezaba a sentirse solo así que quiso visitar a sus nuevos padres para pasar el rato en compañía. La nueva madre de Martín no quiso estar con él porque tenía muchos papeles que organizar, y su padre había ido a una reunión; así que en ese momento Martín recordó lo buenos que eran sus antiguos papás y deseó volver con ellos. Su deseo se cumplió y se dio cuenta de que lo que importan no son los juguetes, es la compañía de aquellas personas que le querían: sus padres.
N/A
N/A
simple
Martín era un conejo bebé que recién había aprendido a caminar. Un día salió a pasear por el bosque aprovechando que sus papás habían salido a buscar zanahorias para el almuerzo. Caminaba y caminaba mirando los árboles y jugando con las mariposas, mientras veía cómo en sus alas se reflejaba la luz del sol. Cuando de pronto vio a lo lejos algo marrón que le se acercaba rápidamente. El conejito se quedó mirando pero no sabía qué era. De pronto, se dio cuenta y pensó: “Es un zorro!!! Y seguro me quiere comer!!!”. Entonces, se tranquilizó y se le ocurrió una idea genial. Cogió un hueso que estaba cerca de él, disimuló e hizo como si no hubiera visto nunca al zorro. Cuando el zorro estaba a punto de lanzarse encima del conejo, lo encontró sentadito con un hueso en la boca. El zorro se sorprendió de verlo tan tranquilo ante su presencia, así que le preguntó: “¿No estás asustado?” Y El conejo respondió: “Pues no.” Entonces se inicia un breve diálogo: Zorro: “Mmm… ¿y qué es ese hueso que tienes en la boca?” Conejo: “Bueno, es que tenía hambre y me tuve que comer a un zorro que pasaba por aquí.” Zorro: “Esteeee… ehhh… ah ya, seguramente ya no tienes hambre ¿verdad?” El conejo: “Pues la verdad es que como no he tomado desayuno y como mi mamá aún no me ha dado mi almuerzo, todavía tengo hambre” El zorro: “¡Ay por favor no me comas!, yo tengo muchos hijos que mantener y también tengo esposa y te prometo que te voy a conseguir muchas zanahorias todos los días!!!” Al poco rato llegaron los papás de Martín a la casa y lo encontraron en su habitación con muchas zanahorias y contento.
N/A
N/A
simple
Esta es la historia de Rose, una niña muy guapa y bonita a la que todo el mundo adoraba. Era muy servicial y siempre ayudaba a sus padres y amigos, tenía tres perros a los que daba mucho cariño y una pequeña ardilla que siempre iba con ella. Pero una mañana al despertarse sintió algo raro dentro de ella. Un brujo que tenía envidia de todo el amor que el pueblo sentía por ella le lanzó un hechizo que la convirtió en una niña criticona y cruel con los demás. De pronto Rose empezó a tratar mal a sus queridos perros, olvidaba dar de comer a su ardilla, no ayudaba en casa e insultaba a sus padres y compañeros. A medida que el tiempo iba pasando Rose era más y más mala, hasta que un día sus padres pidieron ayuda a un sabio viejito que siempre daba muy buenos consejos. El sabio les dijo que debían dejar de escucharla si querían que dejase de portarse mal, que si conseguían ignorar a su hija durante un tiempo, se daría cuenta de que sus insultos y su horrible comportamiento eran inútiles porque ya a nadie le importaban. Así que sus padres, muy apenados con la noticia, decidieron hacer caso al sabio. Durante los primeros días los gritos de Rose eran tan grandes que llegaron a tumbar la casa (aunque gracias a su seguro de hogar pudieron volver a construirla). Pasadas unas semanas, la pequeña empezaba a sentirse sola. Ni sus animales, ni sus padres, ni sus amigos querían estar con ella. Se había convertido en una persona muy desagradable. Así que al ver que toda su vida había cambiado, decidió hacer un gran esfuerzo para volver a ser la buena persona que era y… LO CONSIGUIÓ. Con mucha dedicación logró romper el hechizo que la obligaba a ser tan cruel con los demás, y empezó a mostrar su mejor cara. Poco a poco la gente volvió a recobrar la confianza en ella y pudo volver a sentirse querida por el pueblo. El brujo entonces hizo de nuevo el hechizo y se dio cuenta que no pudo influir más en ella. De esta forma el hechicero se dio por vencido y se fue a otro pueblo a ver si podía hacerle lo mismo a otra niña.
N/A
N/A
simple
Hubo una vez, un albañil llamado Pablo. Él era muy conocido en su pueblo y era el mejor trabajador de don Juan, un exitoso empresario que era su jefe y además conocido por ser muy pero muy renegón y gritón. Muchas veces trataba mal a Pablo y al resto de sus trabajadores pero nadie le decía nada porque le tenían miedo. Pablo tenía trabajando 30 años como albañil de don Juan y ya se acercaba el día de su jubilación. Pablo estaba contento porque por fin podría pasar más tiempo con su familia y a la vez podría hacer muchas cosas que antes no hubiera podido hacer por dedicarse al trabajo la mayor parte de su tiempo. Don Juan le dijo a Pablo: “Se acerca el día en que ya no tendrás que trabajar para mí. Quisiera saber si es que estarías dispuesto a hacer algo por mí; sería tu último trabajo. Pero como últimamente no me ha estado yendo bien en mis finanzas personales, quisiera saber si es que podrías hacer el trabajo sin yo tener que pagarte”. Pablo no quería hacerlo porque no recibiría nada a cambio. Pero pensó: “Si no acepto seguramente recibiré menos dinero de mi jubilación. Más me vale que acepte si no puede que tenga problemas con mi dinero. Como es el último trabajo y don Juan no me va a pagar, no me esforzaré y lo haré lo más rápido posible. No se dará cuenta si es que algo sale mal”. Entonces Pablo aceptó, tomó sus herramientas y se fue muy rápido a empezar su trabajo. Se trataba de hacer una casa de lujo. A Pablo le habían enseñado de pequeño a que aunque alguien no se portara bien con él, no debía portarse igual y debía tratar a todos de la misma forma en que él quisiera que lo traten. Por ello Pablo no debería estar resentido con su jefe y al contrario debería hacer bien su trabajo. Pero Pablo decía mentalmente: “Va a vender una casa de lujo, ¿y no me quiere pagar? Con todo este dinero me podría pagar 20 veces mi sueldo. Me parece que don Juan me está engañando”. Este pensamiento hacía que Pablo se olvide de lo que le habían enseñado de pequeño y por el contrario hacía que él haga su trabajo cada vez peor. Pablo terminó en 1 mes lo que normalmente le demoraría 3 meses. Don Juan se alegró cuando Pablo terminó de construir la casa de lujo y le dijo: “Pablo, quiero que sepas que este es mi regalo para ti. Has sido tan buen trabajador que te he regalado una casa de lujo para ti y tu familia. Espero que me disculpes por mi forma de ser y por no haberte tratado bien durante todos estos años.” Pablo se sintió mal porque todo el desastre que había realizado, ahora era su nueva casa. Y también se sintió mal porque supo que su jefe en realidad no era una mala persona como él creía.
N/A
N/A
complex
Un pobre labrador acababa de vender con su burro una carga de melones a tres pesetas el kilo. Por el camino de regreso a su pueblo tenía miedo de que alguien le fuera a robar y se decía así: -¿Dónde guardaré el dinero?; ¿en el bolsillo? En el bolsillo, no. ¿En la cartera? En la cartera tampoco -y mirando al burro-. Ya lo tengo, lo meteré en el culo del burro –y allí fue metiendo todas las monedas. Cuando llegó a su pueblo fue a pasar por delante de la casa de su compadre, que era muy rico, y al que le debía cincuenta duros: - Mejor será que apriete el paso, no sea que aparezca el compadre. Le dio un palo al burro, el animal pegó un respingo y cagó una peseta. Otro palo, y otra peseta. Su comadre, que vio esto desde la ventana, salió a la calle y le dijo así: -¡Eh, compadre, venga usted aquí! Compadre, ¿me vende usted el burro? -No, comadre, porque con este me gano yo la vida y ya ve usted que me da muchas pesetas. -Por cierto, compadre, ¿no le debía usted cincuenta duros a mi marido? -¡Vaya por Dios! Está bien, le doy el burro y ya estamos en paz. ¡Ea, Lucero, ya tienes nuevo amo! Y le dio tal cantidad de palos al burro hasta que echó la última peseta. La comadre, viendo esto, muy apurada, le dijo así: -¡Quieto, compadre, que no va a quedar nada para nosotros! Dígame, ¿qué es lo que come el burro y dónde hay que ponerlo? -El burro sólo come garbanzos. Muchos garbanzos y mucha agua. Los garbanzos en plato fino y el agua en vaso de cristal. Y eso sí, hay que tenerlo en el salón, porque es muy señorito. ¡Claro que el animal merece la pena...! Adiós, bonito. Y con esta sonrisa, se despidió. Y la mujer así lo hizo. Cuando llegó su marido le contó muy contenta el cambio que había hecho con su compadre. Él desconfió enseguida. -Pero, vamos, mujer no seas tonta. ¿Desde cuándo ha tenido mi compadre un burro semejante? Fueron entonces al salón y no podían abrir la puerta, como si hubiera algo muy pesado por detrás. -¿Lo ves, maridito? No se puede abrir la puerta de tantas pesetas como hay. Por fin pudieron abrir un poquito y vieron al burro despanzurrado en el suelo, con la barriga hinchada de tanto comer garbanzos y de tanta agua como había bebido. El pobre animal había reventado. El marido, furioso, salió a buscar a su compadre. Éste, que sabía lo que le esperaba, estaba preparado. Había comprado dos conejos blancos, igualitos, igualitos. Después de hablar con su mujer, le dejó un conejo y se fue con el otro a la taberna. Nada más salir, se presenta en la casa el compadre rico: -¡Comadre!, ¿dónde está el sinvergüenza de tu marido? -¡Ay, por Dios, compadre!, ¿por qué dice usted eso? Mi marido no ha hecho más que salir por la puerta. Pero siéntese, hombre, siéntese, que viene usted muy sofocado… Ahora mismo mando al conejo a buscarlo. -¿Cómo dices? ¡A qué conejo! -¿A cuál va a ser?: Al que nos hace los "mandaos". -¡Ah, pero...! -Ahora mismo lo va a ver. Cogió la comadre el conejo blanco, lo puso en la puerta y le dijo muy seria: -Anda, conejito, corre a la taberna y dile a mi marido que venga en seguida, que lo está esperando su compadre. El conejo, como es natural, se las piró y pasó corriendo por delante de la taberna. Pero el marido, que lo vio perderse, con el otro conejo en brazos se presentó en su casa al momento. El compadre rico no se lo podía creer. -Pero, ¿es posible? -¿Si es posible el qué?, ¿lo del conejo? Ah, ¿pero usted no lo sabía? -Pues, mira, no lo sabía... Oye, ¿cuánto quieres por el conejo? -El conejo no se vende compadre.- ¡Véndemelo, hombre! Te pago..., lo que tú me pidas. -Está bien. Está bien. Ya que insiste… Lo hago por ser usted quien es, que si no...Bueno, deme cincuenta duros antes de que me arrepienta. Pagó el compadre rico los cincuenta duros y se fue con el conejo a su casa. Le explicó a su mujer la magnífica compra que había hecho. Y le dijo que para celebrarlo iban a invitar al alcalde, y que el "mandado" de la invitación lo iba a hacer el conejo. El hombre puso el conejo en la puerta de la casa y el animal salió de estampida. Pasó una hora, y otra, y otra... Y allí no se presentaban ni el alcalde ni el conejo. -Anda, que eres todavía más tonto que yo -le dijo su mujer. -¡Ahora mismo se va a enterar el compadre de quién soy yo!-y salió echando pestes, dispuesto a lo que fuera. Pero el compadre, que sabía de sobra lo que iba a pasar, lo estaba esperando con otra de las suyas. Había comprado dos vejigas de ternera, las llenó de sangre, y le dijo a su mujer: -Tú, métete eso debajo del delantal mientras yo me hago el dormido. A esto que llega el compadre rico hecho una furia: -¿Dónde está tu marido, que lo rajo ahora mismo? -¡Ay, compadre, no se ponga usted así! Mi marido está echando la siesta y no me atrevo a despertarlo porque se despierta de muy mal humor y la paga conmigo. -¡Entra ahora mismo y despiértalo, que no respondo de mí! -Bueno, hombre, bueno... Pero es que yo ni me atrevo a entrar. Desde aquí mismo lo llamo: ¡Maridooo…! ¡Maridooo…! Entonces sale el otro como muy enfadado y con un cuchillo en la mano. -¿No te he dicho que no me despiertes mientras estoy durmiendo la siesta? ¡Ahora verás! Y se fue para la mujer y le pegó dos puñaladas en la barriga. Claro, al momento, un charco de sangre. Y la mujer que pega un "chillío" y se tira al suelo, como si estuviera muerta. -¡Compadre, qué bestia eres! -No te preocupes. No es la primera vez que pasa. Cogió la guitarra y se puso a tocarla a la que estaba en el suelo. -¿Pero qué haces, animal? ¿Te has vuelto loco? ¿Encima vas a tocarle la guitarra? -Espera, hombre, ya verás. Le toco tres fandangos o una bulería y ya está. Al momentillo empieza la otra a menear el pescuezo, haciendo como que revivía. Y se levanta tan fresca. -Compadre, ¿cuánto quieres por la guitarra? -¿La guitarra? Eso sí que no. La guitarra no se vende, compadre. ¡No ves que mato muchas veces a mi mujer! Ni hablar. -Venga, hombre, no seas así, que soy tu compadre y quiero a tus hijos como si fueran míos... -No siga que me está tocando el corazón. Y eso ya... Venga, ¡cincuenta duros y no se hable más! Pagó religiosamente los cincuenta duros, se presentó en su casa con la guitarra y le contó a su mujer las propiedades de la guitarra. La otra salió corriendo como alma que se la lleva el diablo. Y el marido con un cuchillo detrás. -¡No corras, mujer, si no te va a pasar nada! ¡Ya lo verás! Hasta que la alcanzó y le clavó el cuchillo dos o tres veces. Al momento la otra, muerta. Se pone el rico a tocar la guitarra..., pero nada; la muerta, muerta. El otro se tiraba de los pelos dando gritos, jurando vengarse. Reunió a unos cuantos a amigos, les contó lo que había pasado y fueron a por el compadre. Lo cogieron, lo metieron en un saco y le dijeron que lo iban a tirar al río. Al pasar por la taberna dice el rico: -Os convido a una copa por la muerte de este canalla. Todos se metieron en la taberna y dejaron el saco en la calle. A esto que pasa un pastor con sus cabras, cuando oye gritar al del saco: - ¡Socorro, sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! Se acerca el pastor y le preguntó que qué le pasaba: -Es que quieren casarme con la hija del rey y yo no quiero. -¿Y qué puedo hacer yo? -Si quieres, métete en el saco y te casarás con la hija del rey, porque ha dicho el rey que así lo hará con el primero que aguante un viaje de aquí a Madrid metido en un saco. -Pues yo me he de casar con la hija del rey -dijo el ingenuo del pastor. Desató el saco, salió el compadre pobre y se metió el pastor. El otro entonces volvió a atar el saco y se fue con las cabras. Salieron de la taberna los otros, ¡bastante bebidos por cierto!, cargaron con el saco y al llegar al río lo tiraron. El pobre pastor, se ahogó. Ya volvían para el pueblo cuando oyen venir un rebaño de cabras. Miran para atrás y ven al compadre pobre tan jirocho con la piara. Todos estaban maravillados, y el rico más que ninguno. -Pero, oye, ¿no hace un momento que te tiramos al río? -Sí, ya lo creo. Pero miren ustedes si hay cabras y carneros dentro del agua, que cuanto más hondo, más cabras se sacan. Los otros se acercaron a la orilla y vieron reflejadas todas las cabras en el agua, y como estaban medio borrachos, pues allá que van y empiezan a tirarse. El primero, el compadre rico, y como no sabían nadar, allí estarán todavía buscando cabras en el agua.
N/A
N/A
simple
Era verano en un pequeño pueblo llamado Blue -sí, como azul en inglés-. Ahí, en una casita de madera de la calle Capricornio vivía junto a sus dueños un bonito perrito pastor alemán de pura raza. Pepe era un cachorro joven pero bien grandecito, de pelo largo y revoltoso de color marrón con manchas negras, los ojos eran como su pelo ¡y al darle el sol se le ponían más bonitos aún!, su boca era grande y sus colmillos perfectos (parecía que los tenía de porcelana…) Pero no todo en él era tan precioso… a veces tenía las uñas sucias por jugar en la tierra. Pepe era también un perrito muy orgulloso… Como era verano, en Blue hacía mucho sol y muchísima calor, tanta que parecía que la carretera se estuviese derritiendo como si de una tableta de chocolate en pleno desierto se tratase. Si había una cosa que Pepe odiara era salir a pasear con tanto sol. Era un poco vago… le gustaba meterse en su casita de madera y no salir de ahí en todo el día. Su dueña estaba un poco preocupada, porque cuando era un perrito bebé, a Pepe le encantaba pasear por la playa y hacerse amigo de los otros perritos, pero ya no. Se quedaba casi todo el día a la sombra de su casita de madera, donde dormía, comía, y bebía nada más y nada menos que… ¡¡Coca Cola Zero!! La culpa de que tomase refrescos en vez de agua… era de Karmy, la perrita cocker de la vecina. Era la única amiga de Pepe. A ella le encantaba beber gaseosas bajas en azúcar. Era una perrita que cuidaba mucho su aspecto y un poco presumida y orgullosa también. Una noche, Karmy fue a visitar a su amigo Pepe y le ladró: — ¡Hola amiguito Pepe! ¿Te puedo decir una cosa sin que te moleste?— —¡¡¡Holaaaaaaaa Karmy!!!— Pepe se alegró mucho porque era la única amiga que tenía. —Pues… creo que deberías dejar de tomar tanta Cola o salir más a pasear!— —¡¡¡Pero si fuiste tú la que me la dio de tomar la primera vez!!!— le contestó de mala manera Pepe. —¡¡¡VETE DE MI CASA PERRITA PRESUMIDA!!!— le gritó. Y la pobre Karmy, apenada se marchó y no volvió a visitar a Pepe nunca más… En ese mismo momento el pastor alemán se arrepintió de cómo había tratado a su amiga: —Lo siento mucho perrita—, pensó Pepe. —Creí que te reías de mí por no salir a pasear nunca y ser un cachorro grandecito…— Pero al ser un gran perro pastor alemán, su orgullo le impidió decirle a Karmy que lo sentía mucho y que volviesen a ser amigos. Y así, el pobre Pepe se quedó triste tomando su Coca Cola, pensando en Karmy…
N/A
N/A
simple
Nico, era un padre joven al que despidieron de su trabajo, como a muchas personas. Nadie espera que esto pase pero es una realidad hoy en día. Nico debía mantener a tres niños y a su esposa que solo se dedicaba al hogar por tener hijos pequeños. Julia, la esposa de Nico, tuvo uno de los pequeños con problemas de asma y fiebre, lo que preocupaba mucho más a la familia. Debían pensar pronto en ganar dinero y se les ocurrió preparar unas deliciosas hamburguesas de carne para que su esposo las venda en un mercado donde pasaba mucha gente. Ellos sabían que allí había negocios de comida y que ellos podrían ganar dinero para la comida. No podían creer al final del día, que ganaron más dinero que en el trabajo anterior de Nico. Fue todo un éxito, pero los esposos eran conscientes de que esto era solo el comienzo y trabajaron mucho más aún. Compraron las medicinas para el bebé y lo que quedó lo invirtieron en comprar galletas. Nico quería tener más cosas qué vender y así poco a poco fue comprando caramelos y chocolates. Él era muy amable y gracioso; creo que vendía más por su trato que porque la gente quería los dulces. Nico y Julia comprendieron que las cosas no suceden por casualidad. A veces los cambios suceden para darnos cuenta de que más allá de lo que vemos nos espera una mejor oportunidad, como sucedió con ellos. El detalle está, en tomar las cosas con calma. Sabían que dos personas pueden solucionar mejor las cosas. Pasaron unas semanas y compraron un carro para vender sándwiches. En pocos meses ya tenían un lugar donde vendían comida por las mañanas y por las tardes hamburguesas. Creció tanto el negocio que Julia tuvo que contratar una niñera y una cocinera porque solos ya no podían con la demanda del negocio que crecía sin parar. No hay duda que esta pareja de esposos, transformaron una experiencia triste en una gran oportunidad de éxito para sus vidas.
N/A
N/A
simple
Era de noche y llovía. Las luces brillaban como estrellas en el firmamento. La noche prometía ser larga. Karen y Carlos eran amigos desde la infancia y ahora ya eran adolescentes. Se encontraron después de algún tiempo y acordaron ir a un lugar donde pudieran conversar. Karen tosía a cada rato. Carlos, que tenía un tío que era médico, le dijo preocupado que fuera a su consultorio y que le harían un chequeo para ver que estuviera bien de salud. A la mañana siguiente Karen fue al consultorio y después de unos análisis, le diagnosticaron un problema en los pulmones, que felizmente con tratamiento se podía mejorar. Ella vivió entre personas que no consideraban que había niños en casa y fumaban, lo que afectó su salud sin darse cuenta. El médico dijo a Karen: “Muchacha, lo más probable es que te haya afectado el hecho de que en tu casa fumaban cuando eras pequeña. Tienes cáncer pulmonar“. El doctor le contó que él perdió a su padre por el vicio del cigarro y cuando él era pequeño también sufrió las consecuencias de los errores de su padre ya que al respirar inhalaba sin querer el humo tóxico del cigarro cuando fumaba. También le dijo a la joven: “Aprende a vivir y disfrutar cada detalle de la vida. Aprende de los errores pero no vivas pensando en ellos, pues siempre suelen ser un recuerdo amargo que te impiden seguir adelante. Deja que la vida te sorprenda y no te afanes por nada y recuerda, lo mejor siempre está por venir. La vida es una gran oportunidad, disfrútala.
N/A
N/A
simple
Un domingo de mañana a la hora del desayuno, entre todos servíamos la mesa con nuestro padre. Muy sonriente como siempre, aprovechando que nuestra madre aún seguía en la cocina, en una actitud muy cómplice, para que ella no lo oyera ni por casualidad, nos dijo en voz baja: “Ya se acerca el día de las madres, debemos hacer algo especial”. Para nosotros, todos los días eran felices y especiales, por eso murmurábamos qué podíamos hacer. Ese domingo debía ser único, inolvidable, el mejor. De eso nos encargaríamos todos porque adorábamos a nuestra madre. Había un detalle que no podía pasar por alto. A mi madre le encantaba que todo lo hagamos con amor y si habían regalos tendríamos que hacerlo nosotros mismos, así como todo lo que ella hacía por nosotros. Cuando lavaba, lo hacía cantando y si cocinaba era para sus príncipes como ella decía. Si nos enfermábamos era la mejor enfermera del mundo, se encargaba de mitigar nuestro dolor aún antes de darnos las medicinas. Su ternura y alegría parecía ser todo lo que necesitábamos para sentir alivio. Ella era muy especial, era puro amor decía nuestro padre, quien repetía siempre:” No sé qué haría sin ella”. Era la persona más importante de nuestra vida. Se acercaba el día tan ansiado y nosotros alistábamos tarjetas y adornos hechos con nuestras propias manos. Nuestra madre amaba eso más que cualquier otra cosa material. Ella prefería nuestros regalos, mal hechos e imperfectos, arrugados pero los conservaba como la joya más valiosa. Nos gustaba verla tan contenta. ” Cuando sean madres me entenderán” le decía a mis hermanas. Cuando llegó el gran día mi padre, le cantó una ranchera a mi madre de esas que él le cantaba al oído cuando se enamoraron, mis hermanos tocaban la trompeta y la guitarra, los más pequeños aplaudíamos al ver a nuestros padres cantando y bailando. Luego, mis hermanos mayores servían los platos favoritos de la reina de nuestras vidas. ¡Éramos tan felices! Hacíamos lo mejor que podíamos por nuestra madre cada día, muy conscientes de que nadie es eterno en esta vida. Pasaron los años y tuvimos que enseñarle a nuestros hijos que la abuela era un ser especial. Ella decía: “Mis hijos no tienen por qué gastar dinero para hacerme regalos. Si me van a dar algo, si lo hacen con sus manos, para mí es mejor”. Ahora no vamos solos a celebrar el día de nuestra reina, ahora vamos con sus nietos a celebrar al cementerio y seguimos con nuestra tradición, de hacerlo todo con nuestras manos, aprendimos a hacer las flores de papel que tanto le gustaban y escribimos al lado una tarjeta que dice: “Felicidades en tu día Rosita”, para que donde ella esté, desde el cielo las vea porque se la damos con mucho amor.
N/A
N/A
complex
En un lujoso palacio vivía un brahmino, gobernador de una región y dueño de un maravilloso perro. El animal era corpulento, fiero y de temperamento orgulloso. No era difícil que se enfrentara a otros perros, por lo que casi siempre lo paseaban atado con una correa. Perro y amo eran caracteres jactanciosos merecedores el uno del otro. Cada vez que el perro se encontraba con otro can, empezaba a tirar de la correa con todas sus fuerzas. Su amo, sin dejar de sujetarlo con determinación, intentaba calmarlo hablándole dulcemente: " no hagas así...déjale al pobrecito tranquilo". También se agachaba y le rodeaba con el brazo como para protegerle mientras que el bravo animal mostraba todo su repertorio de amenazas. Parecía de verdad un perro fiero e implacable. Dado su tamaño y su furor, todos le temían. Un día, el brahmino encargó a un nuevo sirviente que paseara al perro, pero olvidó advertirle sobre el carácter del animal, quizás dando por hecho que todo el mundo tenía que saber que el perro del brahmino era algo especial. No obstante, para el sirviente, éste era únicamente un perro como muchos, por lo cual ignoraba su excentricidad. Como era previsible, nada más encontrarse en contacto visual con otro can, el animal del brahmino dio rienda suelta a su violento temperamento y, de repente tiró enérgicamente de la correa. El siervo, que no estaba preparado para tal situación, no supo reaccionar adecuadamente y soltó la cinta. El perro perdió ligeramente el equilibrio hacia delante, dándose así cuenta de que no estaba siendo sujetado. Ahora estaba libre de sujeción y que la acción dependía exclusivamente de él, se encontró frente a un dilema: o dar séquito a sus amenazas iniciales empezando la batalla, o evitar la confrontación. El imperioso animal titubeó: al fin y al cabo el otro perro, aún más pequeño, no había dado signos de sumisión y estaba listo para la lucha. "Seguramente -se dijo el noble perro- podría matarle fácilmente, pero si me mordiera, ¿qué sería de mi noble aspecto? No, no merece la pena. Por esta vez le dejaré vivir". Emitió unos gruñidos y volvió donde el servidor. Una vez en el palacio, el doméstico relató lo ocurrido al brahmino, el cual vislumbró la verdad sobre la naturaleza de su perro y la del hombre y, desde entonces, acostumbró a pasear al animal sin ataduras. No sólo el perro dejó de amenazar a los otros animales, sino que también los súbditos del brahmino vivieron más felices. El perro le había mostrado a su dueño la manera sabia de gobernar.
N/A
N/A
simple
Había una vez en un pequeño pueblo cerca del mar, un grupo de amigos que odiaban el lugar donde vivían; no les gustaba el sol ni la playa, odiaban ver las montañas y pasar calor día y noche, no les gustaba el ruido de las águilas y el “cucucú” de las palomas. Solían reunirse en un sótano de uno de ellos a criticar todas las cosas que no les gustaban de su pueblo, a hablar sobre lo que pensaban hacer en un futuro y en lo lejos que querían llegar a vivir. Solían fantasear con ir a las grandes ciudades donde, según ellos, todo sería mejor, las casas serían más altas, la gente más variada y las tiendas más bonitas. Este grupo de chicos no tenían apenas 12 años, pero a medida que el tiempo fue pasando y ellos fueron creciendo sus ideas no cambiaron, así que un día decidieron juntar algo de dinero para poder realizar un viaje a una de esas ciudades que tanto admiraban, en este caso decidieron viajar a Nueva York. Cuando llegó el momento del gran viaje, el grupo de chicos se reunió en el aeropuerto tan ilusionado como nervioso, pensando las grandes cosas que les podía deparar esa ciudad. Pasadas las 7 horas de vuelo por fin llegaron a su destino; los edificios eran tan altos que apenas podían ver su final, las tiendas eran originales y llamativas, y la gente parecía ir firmemente hacia un destino sin mirar atrás. Durante los dos primeros meses estando allí todo fue genial, iban a fiestas continuamente, conocían a gente interesante y sus vidas parecían sacadas de una película, pero faltaba algo. Todos empezaron a pensar en los buenos momentos vividos en su pueblo, en la calidez del sol y el olor que llegaba directamente del mar; en sus seres queridos y aquellos sitios donde siempre quedaban por las tardes. Por algún motivo Nueva York ya no les parecía tan buena… añoraban su hogar.
N/A
N/A
simple
Teresa era una niña un tanto especial; le gustaba mucho el color rosa y sus muñecas, comer helado y comprar pulseras. Cada mañana su madre le llevaba el desayuno a la cama con servilletas rosas y tazas con brillantes. En su habitación tenía toda clase de juguetes y peluches, aunque ya saben que lo que más le gustaba eran sus muñecas. Cada muñeca tenía su propio vestidito, aunque a Teresa le gustaba mucho cambiárselos. Sus padres no tenían mucho dinero, pero todo el que tenían se lo daban a ella, comprándole regalos y juguetes nuevos. Un día unos ladrones entraron en la tienda de sus papás y les quitaron todo el dinero y cosas valiosas, hasta un reloj de Cuco muy bonito que a Teresa le encantaba. Sus padres al quedarse sin dinero, tuvieron que vender algunas cosas, como las muñecas de Teresa, aunque eso a ella no le sentó nada bien. Al ver que cada vez tenía menos y menos juguetes, se enfadó y empezó a gritar a sus padres y a romper los platos que había en la mesa. Sus padres intentaron explicarle lo que había pasado, pero ella no quiso hacerles caso y siguió gritando por toda la casa, quejándose de que ya no tenía tantos juguetes ni muñecas. Al día siguiente, yendo de camino al colegio, se encontró con un compañero de clase que jugaba con un palito del suelo, y le preguntó que qué estaba haciendo con ese ridículo palo; el niño le respondió que no era un ridículo palo, que era su único juguete y que, realmente era divertido. Teresa al ver que había gente como su compañero que no tenía ni un solo juguete, se dio cuenta de lo mala niña que había sido con sus papás, que siempre le habían dado todo lo que ella quería: ido a viajes, comido en los mejores restaurantes, comprado mil juguetes, etc. Sus papás la perdonaron después de mucho rogar, aunque le hicieron prometer que nunca más se comportase de ese modo.
N/A
N/A
complex
Él trabajó durante toda su vida en una ferretería del centro. A las ocho y media de la mañana llegaba a la parada del autobús. Ella trabajó también durante toda su vida en una mercería. Solía coger el autobús tres paradas después de la de él y se bajaba una antes. Debían salir a horas diferentes, pues por las tardes nunca coincidían. Jamás se hablaron. Si había asientos libres, se sentaban de manera que cada uno pudiera ver al otro. Cuando el autobús iba lleno, se ponían en la parte de atrás, contemplando la calle y sintiendo cada uno de ellos la cercana presencia del otro. Cogían las vacaciones el mismo mes, agosto, de manera que los primeros días de septiembre se miraban con más intensidad que el resto del año. Él solía regresar más moreno que ella, que tenía la piel muy blanca y seguramente algo delicada. Ninguno de ellos llegó a saber jamás cómo era la vida del otro: si estaba casado, si tenía hijos, si era feliz. A lo largo de todos aquellos años se fueron lanzando mensajes no verbales sobre los que se podía especular ampliamente. Ella, por ejemplo, cogió la costumbre de llevar en el bolso una novela que a veces leía o fingía leer. A él le pareció eso un síntoma de sensibilidad al que respondió comprándose todos los días el periódico. Lo llevaba abierto por las páginas de internacional, como para sugerir que era un hombre informado y preocupado por los problemas del mundo. Si alguna vez por la razón que fuera, ella faltaba a esa cita no acordada, él perdía el interés por todo y abandonaba el periódico en un asiento del autobús, sin haberlo leído. Así, durante una temporada en que ella estuvo enferma, él adelgazó varios kilos y descuidó su aseo personal hasta que le llamaron la atención en la ferretería: alguien que trabajaba con el público tenía la obligación de afeitarse a diario. Cuando al fin regresó, los dos parecían unos resucitados: ella, porque había sido operada a vida o muerte de una perforación intestinal de la que no se había quejado para no faltar a la cita; él, porque había enfermado de amor y melancolía. Pero, a los pocos días de volver a verse, ambos ganaron peso y comenzaron a asearse para el otro con el cuidado de antes. Por aquellas fechas, él ascendió a encargado de la ferretería y se compró una agenda. Entonces, se sentaba tan cerca cómo podía de ella, la abría, y con un bolígrafo hacía complicadas anotaciones que sugerían muchos compromisos. Además, comenzó a llevar corbata, lo que obligó a ella, que siempre había ido muy arreglada, a cuidar más los complementos de sus vestidos. En aquella época ya no eran jóvenes, pero ella comenzó a ponerse unos pendientes muy grandes y algo llamativos que a él le volvían loco de deseo. La pasión, en lugar de disminuir con los años, crecía alimentada por el silencio y la falta de datos que cada uno tenía sobre el otro. Pasaron otoños, primaveras, inviernos. A veces llovía y el viento aplastaba las gotas de lluvia contra los cristales del autobús, difuminando el paisaje urbano. Entonces, él imaginaba que el autobús era la casa de los dos. Había hecho unas divisiones imaginarias para colocar la cocina, el dormitorio de ellos, el cuarto de baño. E imaginaba una vida feliz: ellos vivían en el autobús, que no paraba de dar vueltas alrededor de la ciudad, y la lluvia o la niebla los protegía de las miradas de los de afuera. No había navidades, ni veranos, ni semanas santas. Todo el tiempo llovía y ellos viajaban solos, eternamente, sin hablarse, sin saber nada de sí mismos. Abrazados. Así fueron haciéndose mayores, envejeciendo sin dejar de mirarse. Y cuantos más mayores eran, más se amaban; y cuanto más se amaban más dificultades tenían para acercarse el uno al otro. Y un día a él le dijeron que tenía que jubilarse y no lo entendió, pero de todas formas le hicieron los papeles y le rogaron que no volviera por la ferretería. Durante algún tiempo, siguió tomando el autobús a la hora de siempre, hasta que llegó al punto de no poder justificar frente a su mujer esas raras salidas. De todos modos, a los pocos meses también ella se jubiló y el autobús dejó de ser su casa. Ambos fueron languideciéndose por separado. Él murió a los tres años de jubilarse y ella murió unos meses después. Casualmente fueron enterrados en dos nichos contiguos, donde seguramente cada uno siente la cercanía del otro y sueñan que el paraíso es un autobús sin paradas.
N/A
N/A
simple
Un gato que paseaba por un parque, tenía varios días sin comer y estaba débil. Incluso los ratones eran más rápidos que él y se le escapaban. Un día, estando muy débil, ya no soportaba más el hambre y al ver unos árboles de manzana en el jardín de una vecina, se animó a ir por ellas. Estaba tan débil, que ya no podía saltar lo suficiente. Pero era tanto el hambre que el gato empezó a saltar desesperado. Muy cansado, sin lograr tener siquiera una manzana, decidió darse por vencido y pensó que mejor era irse a su casa a dormir. El gato no pensó que trepando por un muro que estaba al costado del árbol, hubiera podido alcanzar fácilmente las manzanas, sin intentar en vano saltar y gastar sus energías para no obtener nada. Por no detenerse a pensar un momento, se rindió y perdió una gran oportunidad.
N/A
N/A
complex
¿Cuál es la diferencia entre mi ego y mi ser espiritual? Tengo entendido que Freud decía que el ego era el ser físico, emocional y mental. ¿El ego, es lo que los sicólogos llaman el “yo”? Imagínate por un momento que eres una manzana con una preciosa cáscara brillante. Pules la cáscara cada día, y parece hermosa a la vista de todo el mundo. Esa manzana es como nuestras personalidades. Nuestras personalidades están llenas de máscaras. Llenas de conceptos ideales de cómo tendríamos que comportarnos y qué tendríamos que hacer. Estos conceptos ideales nos dicen que deberíamos ser gente buena, que no deberíamos enojarnos, que deberíamos ser exitosos, que deberíamos ser padres amorosos. Nos proveen con un billón de presunciones acerca de cómo tendríamos que ser. Y caminamos durante toda nuestra vida pretendiendo ser eso. Continuamos puliendo el afuera, pero el centro y la esencia de quienes somos tiene un gusano muy grande arrastrándose por dentro. Y este gusano ha sido creado por rabia, depresión, auto-abandono, pérdida del espíritu y pérdida de la verdad de quienes somos. Para que la parte exterior de la manzana sea realmente brillante – sea realmente perfecta, sea realmente luminosa - tenemos que ir adentro y remover lo que no es real. Ese gusano grande y feo ha estado nadando alrededor de nuestra conciencia, bloqueando la luz del amor incondicional en nuestras raíces o en nuestro centro. Así es que este Sistema va hacia adentro y comienza a desintegrar a este gusano. Lo empieza a sacar pedazo a pedazo. Y a medida que los pedazos van saliendo, comenzamos a ver las mentiras. Comenzamos a ver las máscaras, comenzamos a ver la falta de verdad. Comenzamos a escuchar las voces que nos mantienen en limitación. En realidad, comenzamos a ser conscientes de nosotros mismos. Y al mismo tiempo, nos hacemos conscientes de lo que no somos. La esencia o el centro de lo que somos es la unidad, que es ilimitada, el amor que nunca cambia. Y lo que no somos también se vuelve muy claro. Entonces, nos permitimos ser eso y ver a través de ello. Nos permitimos ser esos pedazos del gusano que están atrapados dentro de esta hermosa manzana y los expulsamos. Expulsamos cada pedazo que no sirve. Y luego el centro, o el amor, que se había hecho diminuto, nuevamente comienza a brillar. Y el interior de la manzana se limpia y todo se completa. Entonces la superficie adquiere una nueva brillantez más luminosa – que es la verdad, que es lo natural – porque ha abrazado cada aspecto de sí misma. Ha abrazado cada una de las partes que no quería ver. Es la unidad de la unión. Siempre digo que para poder ser divino, uno tiene que estar dispuesto a ser un cien por ciento humano. Tenemos que estar dispuestos a abrazar cada aspecto que juzgamos de nosotros mismos. Necesitamos abrazar la codicia, necesitamos abrazar el miedo. Necesitamos abrazar los celos. Necesitamos abrazar la ira. Necesitamos abrazar el egoísmo. Necesitamos abrazar cada una de las partes que hemos estado escondiendo bajo la falsa brillantez de la cáscara de la manzana, para poder llegar a ser absolutamente completos. Una persona iluminada no es una “buena persona”. Una persona iluminada no es una persona que “da y da para recibir aprobación”. Una persona iluminada no es una persona que abandona su grandeza para poder “encajar”. Una persona iluminada no es una persona arrogante, o “dueña de sí misma”, o que enmascara de alguna otra manera una multitud de cosas que percibimos como pecados. Una persona iluminada es solo un niño inocente que vive en cada momento un cien por ciento, dándole amor a su Ser y a todos los demás, sabiendo que también son el Ser. Ese es el yo de la unión, ese el yo de la Unidad, ese es el yo de la iluminación. El yo de la personalidad, o el ego, es apenas ese gusano gordo que ha estado merodeando por ahí, comiéndose el interior de la manzana e impidiendo que la luz emane desde el centro. Y es muy importante que también amemos a ese gusano, porque él también es la Unidad.
N/A
N/A
simple
Salomón era hijo del rey David. Salomón siendo muy joven, fue elegido por Dios para gobernar a su pueblo. Salomón no tenía muy claro cómo podría gobernar al pueblo de Dios siendo tan joven. Un día mientras dormía, oyó una voz que le decía: —Salomón, Soy el señor tu Dios y he decidido permitirte que me pidas un deseo. —Señor, soy muy joven y lo que más deseo ahora es que me des sabiduría para poder tomar buenas decisiones y poder guiar a tu pueblo. —Como no has pedido riquezas ni propiedades sino sabiduría, he decidido entregarte mucha sabiduría pero no solo eso sino que además tendrás muchas riquezas y serás un gran hombre. Todos te respetarán y oirán de ti y tu sabiduría. —Gracias señor, te prometo que no defraudaré. Entonces Salomón ahora tenía más confianza en sí mismo. Unos días después, al palacio del rey salomón vinieron dos mujeres a visitarle. Ellas se estaban peleando por la posesión de un bebé. Cada una decía que el bebé era suyo pero eso era imposible pues solo una de ellas tenía que ser la madre verdadera. La primera de ellas le decía al rey Salomón que en la mañana despertó con un bebé que era el suyo y que estaba muerto. La segunda mujer decía que eso era mentira y que la primera lo estaba inventando para quedarse con su hijo. Entonces el rey Salomón lo pensó por un momento y llamó a uno de sus guardias. Le dijo al guardia: —Saca tu cuchillo y corta a este bebé en dos. Dale la mitad del bebé a cada una de las mujeres. Entonces la primera de ellas dijo: — ¡No! Sabio rey Salomón, no lo haga por favor. ¡Prefiero que se lo den a ella pero no le quiten la vida a mi hijo! Entonces el rey Salomón supo que verdaderamente la primera mujer era la madre del pequeño. Entonces así el rey Salomón pudo resolver el problema de las dos mujeres y el bebé con su sabiduría.
N/A
N/A
complex
Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer. A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide. Después se levantaba repentinamente de la cama metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si se avergonzase de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales. En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, se desvestía y se lavaba también, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos juntos, medio desnudos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados. Pero de pronto Elide: -¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras. Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama. La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía. Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después empezaban a preparar la comida: cena para los dos, la merienda que él se llevaba a la fábrica, la colación que ella se llevaría al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde. Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse. La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos. Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera. Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.
N/A
N/A
simple
Félix era un ornitorrinco muy nervioso y activo. Era incapaz de quedarse un segundo quieto y necesitaba hacer cosas continuamente. Aunque era muy listo no sacaba buenas notas, ya que no podía concentrarse en una sola cosa a la vez; le encantaba jugar pero muchas veces llegaba a aburrirse de los juegos y de la manera que jugaban los demás; pausadamente y sin emoción. Había un juego que le gustaba especialmente, y que se le daba de maravilla (o eso parecía): el escondite. Durante los recreos y el tiempo libre proponía a alguno de sus compañeros jugar con él al escondite, apostándose la merienda o algo de dinero, ya que sabía que era invencible en ese juego. Durante muchos meses Félix estuvo ganando dinero y meriendas a sus compañeros, pero nadie lograba explicarse cómo podía hacerlo tan bien. Un día vino una ornitorrinco nueva al colegio, a quien Félix propuso jugar al escondite y ella aceptó ingenuamente, arriesgando perder su merienda que con tanto esmero había preparado su mamá, empezaron a jugar. Félix se había escondido bastante bien y a la ornitorrinco le estaba costando encontrarle. Si ella conseguía encontrarle, Félix debería devolver todo el dinero que había conseguido con ese juego, por lo que más le valía que eso no pasara. Una de las reglas esenciales del juego es que una vez hubiera elegido un escondite no le estaba permitido moverse hasta que fuera encontrado pero, al presentir que la ornitorrinco se acercaba, fue con mucho cuidado a buscar otro escondite, es decir, hizo trampa. Félix no pensó en que el resto de sus compañeros pudiesen verlo y, así ocurrió. Entre todos fueron dándole pistas a la nueva ornitorrinco para que acabase encontrando a Félix, y pudiesen recuperar su dinero. Al cabo de veinte minutos la nueva ornitorrinco encontró a Félix, mientras intentaba ir de un lado a otro, desenmascarando su engaño y dejándole en evidencia. Félix perdió el dinero, pero sobretodo, perdió la confianza de sus compañeros, que nunca más quisieron volver a jugar con él.
N/A
N/A
complex
No hay que ser agricultor para saber que una buena cosecha requiere de buena semilla, buen abono y riego. También es obvio que quien cultiva la tierra no se detiene impaciente frente a la semilla sembrada, y grita con todas sus fuerzas: ¡Crece, maldita sea! Hay algo muy curioso que sucede con el bambú y que lo transforma en no apto para impacientes: Siembras la semilla, la abonas, y te ocupas de regarla constantemente. Durante los primeros meses no sucede nada apreciable. En realidad no pasa nada con la semilla durante los primeros siete años, a tal punto que un cultivador inexperto estaría convencido de haber comprado semillas infértiles. Sin embargo, durante el séptimo año, en un período de sólo seis semanas la planta de bambú crece ¡más de 30metros! ¿Tardó sólo seis semanas crecer? No, la verdad es que se tomó siete años y seis semanas en desarrollarse. Durante los primeros siete años de aparente inactividad, este bambú estaba generando un complejo sistema de raíces que le permitirían sostener el crecimiento que iba a tener después de siete años. Sin embargo, en la vida cotidiana, muchas personas tratan de encontrar soluciones rápidas, triunfos apresurados, sin entender que el éxito es simplemente resultado del crecimiento interno y que éste requiere tiempo. Quizás por la misma impaciencia, muchos de aquellos que aspiran a resultados en corto plazo, abandonan súbitamente justo cuando ya estaban a punto de conquistar la meta. Es tarea difícil convencer al impaciente que sólo llegan al éxito aquellos que luchan en forma perseverante y saben esperar el momento adecuado. De igual manera es necesario entender que en muchas ocasiones estaremos frente a situaciones en las que creemos que nada está sucediendo. Y esto puede ser extremadamente frustrante. En esos momentos (que todos tenemos), recordar el ciclo de maduración del bambú japonés, y aceptar que en tanto no bajemos los brazos -, ni abandonemos por no “ver” el resultado que esperamos-, si está sucediendo algo dentro nuestro: estamos creciendo, madurando. Quienes no se dan por vencidos, van gradual e imperceptiblemente creando los hábitos y el temple que les permitirá sostener el éxito cuando éste al fin se materialice. El triunfo no es más que un proceso que lleva tiempo y dedicación. Un proceso que exige aprender nuevos hábitos y nos obliga a descartar otros. Un proceso que exige cambios, acción y formidables dotes de paciencia. Tiempo… Cómo nos cuestan las esperas, qué poco ejercitamos la paciencia en este mundo agitado en el que vivimos… Apuramos a nuestros hijos en su crecimiento, apuramos al chofer del taxi… nosotros mismos hacemos las cosas apurados, no se sabe bien por qué… Perdemos la fe cuando los resultados no se dan en el plazo que esperábamos, abandonamos nuestros sueños, nos generamos patologías que provienen de la ansiedad, del estrés…
N/A
N/A
simple
Adrián era un niño muy inquieto de ojos muy vivaces. Una noche que no lograba dormir, se detuvo a mirar cómo giraban las agujas del reloj. Rápidamente se le ocurrió que podía jugar con ellas y se levantó de un solo salto hacia el reloj. Empezó a bostezar pero luego abrió los ojos y continuó observándolo todo mientras pensaba: — ¡Ah!, si yo pudiera detener el tiempo, o tal vez retrocederlo podría ser muy pequeñito otra vez. O a lo mejor podría adelantarlo y ser más grande y hacer todo lo que quiera como mis hermanos mayores. Sí, ¡eso es! Adrián adelantó las agujas del reloj dando muchas vueltas hasta cansarse y de los 10 años que tenía se convirtió en un joven de 18 años, muy apuesto y con chicas alrededor, listos todos para ir a celebrar un mega concierto. Pero esa noche Adrián y sus amigos quisieron manejar la moto de un amigo. Adrián no tenía licencia y ninguna experiencia manejándola. Lo único que había hecho es ver a sus hermanos mayores cómo lo hacían. Y así se montó en la moto y empezó a manejarla. Pero olvidó que era muy importante llevar el casco puesto. Al voltear a gran velocidad una curva, Adrián casi se sale de la pista pero para suerte de él chocó contra un montículo de arena junto con su acompañante, una joven que salió sin permiso de casa. Afortunadamente salieron ilesos, pero cuando llevaban a Adrián al hospital para los chequeos respectivos él cerrando los ojos deseaba fuertemente volver a sus 10 años y estar al lado de su madre como antes. Cuando despertó estaba en su cama, alrededor estaban sus padres mientras su mamá le daba una deliciosa sopa de pollo para que se recupere. Desde entonces nunca más quiso adelantarse a vivir experiencias que por su edad no le correspondían. Entendió por fin que todo llega a su tiempo y debe asumirse con gran responsabilidad.
N/A
N/A
complex
Cuentan que una vez se reunieron en algún lugar de la Tierra todos los sentimientos y cualidades de los seres humanos. Cuando el Aburrimiento había bostezado por tercera vez, la Locura, como siempre tan loca, les propuso: “¡Vamos a jugar al escondite!”. La Intriga levantó la ceja intrigada y la Curiosidad, sin poder contenerse, le preguntó: “¿Al escondite? Y, ¿cómo es eso?”. “Es un juego —explicó la Locura— en el que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón, y, cuando yo haya terminado de contar, el primero de ustedes al que yo encuentre ocupará mi lugar para continuar el juego”. El Entusiasmo bailó entusiasmado secundado por la Euforia. La Alegría dio tantos saltos que terminó convenciendo a la Duda, e incluso a la Apatía, a la que nunca le interesaba hacer nada. Pero no todos querían participar. La Verdad prefirió no esconderse… ¿para qué? si al final siempre la hallaban. Y la Soberbia opinó que era un juego muy tonto (en realidad lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido suya). Y la Cobardía prefirió no arriesgarse. “Uno, dos tres…”, comenzó a contar la Locura. La primera en esconderse fue la Pereza. Como siempre tan perezosa se dejó caer tras la primera piedra del camino. La Fe subió al cielo, y la Envidia se escondió tras la sombra del Triunfo que, con su propio esfuerzo, había logrado subir a la copa del árbol más alto. La Generosidad casi no alcanzó a esconderse, cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos. Que si un lago cristalino para la Belleza; que si una hendida en un árbol, perfecto para la Timidez; que si el vuelo de una mariposa, lo mejor para la Voluptuosidad; que si una ráfaga de viento, magnífico para la Libertad;… Y así terminó por acurrucarse en un rayito de sol. El Egoísmo, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio: aireado, cómodo,… pero sólo para él. La Mentira se escondió en el fondo de los océanos (mentira, se escondió detrás del arco iris). La Pasión y el Deseo, en el centro de los volcanes. El Olvido,… se me olvidó dónde se escondió el Olvido, pero eso no es lo más importante. La Locura contaba ya novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve… Y el Drogamor no había aún encontrado sitio para esconderse entre sus flores. Un millón contó la Locura y comenzó a buscar. La primera a la que encontró fue la Pereza,… a sólo tres pasos detrás de unas piedras. Después se escuchó la Fe discutiendo con Dios sobre Teología, y a la Pasión y el Deseo los sintió vibrar en los volcanes. En un descuido encontró a la Envidia y, claro, pudo deducir dónde estaba el Triunfo. Al Egoísmo no tuvo ni que buscarlo, él solo salió disparado de su escondite, que había resultado ser un nido de avispas. De tanto caminar sintió sed, y al acercarse al lago descubrió a la Belleza. Y con la Duda resultó más fácil todavía, pues la encontró sentada en una cerca sin decidir aún dónde esconderse. Así fue encontrando a todos. Al Talento entre la hierba fresca, a la Angustia en una oscura cueva, a la Mentira detrás del arco iris (mentira,… en el fondo del mar). Hasta el Olvido,… que ya se había olvidado que estaba jugando a las escondidas. Pero, sólo el Amor no aparecía por ningún sitio. La Locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada arroyo del planeta, y en la cima de las montañas, y cuando estaba por darse por vencida divisó un rosal y pensó: “El Amor, siempre tan cursi, seguro se escondió entre las rosas”. Y tomando una horquilla comenzó a mover las ramas,… cuando de pronto se escuchó un doloroso grito… Las espinas habían herido los ojos del Amor, y la Locura no sabía qué hacer para disculparse. Lloró, rogó, pidió perdón y hasta prometió ser su lazarillo. Desde entonces, desde que por primera vez se jugó en la Tierra al escondite, el Amor es ciego,… y la Locura siempre lo acompaña.
N/A
N/A
complex
Es cierto! Siempre he sido nervioso; muy nervioso, tremendamente nervioso. Y aún lo soy. Pero con la enfermedad, mis sentidos se agudizaron. Y mi oído era el más agudo de todos. Oigo todo lo que hay que oír en el cielo y en la tierra. Entonces… ¿cómo puedo estar loco? Escuchen con qué cordura, con qué calma les puedo contar toda la historia. No sé cómo me vino la idea a la cabeza. No había ningún motivo. Yo quería al viejo. Nunca había sido injusto conmigo. Jamás me insultó. Yo no deseaba su dinero. ¡Creo que fue su ojo! Sí, eso fue. Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido recubierto de una telilla. Cada vez que ese ojo caí sobre mí me helaba la sangre. Y así, paso a paso, decidí matar al viejo y librarme para siempre de aquel ojo. Ustedes suponen que estoy loco, pero los locos no saben nada… ¡Y tendrían que haberme visto con qué disimulo, con qué precaución, con qué previsión realicé mi trabajo! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante toda la semana anterior a matarlo. Cada noche, hacia las doce, abría con suavidad el picaporte de su puerta y entonces introducía una linterna totalmente cerrada para que no se filtrara ni un rayo de luz. Luego, metía mi cabeza, muy…, muy despacio para no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora introducir toda la cabeza por la abertura para poder verlo tumbado en su cama. Y cuando ya la tenía toda dentro del cuarto iba abriendo la linterna con mucha cautela, ¡oh, sí! muy, muy cautelosamente porque las bisagras chirriaban, hasta que un rayo de luz caí sobre su ojo de buitre. Pero durante los siete días siempre encontré el ojo cerrado y no pude hacer mi trabajo, porque no era el viejo el que exasperaba, sino su Mal de Ojo. Y después cada mañana cariñosamente le preguntaba cómo había pasado la noche. En la octava noche, tenía ya la cabeza dentro y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi dedo resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se incorporó gritando: ¿Quién anda ahí? Me mantuve completamente quieto y sin decir palabra. No moví un músculo y en todo ese tiempo no le oí volver a acostarse. Sentado en la cama escuchando. Al poco rato oí un débil gemido y supe que era el gemido del terror a la muerte. Cuando hube esperado un largo rato, decidí abrir una rendija pequeña, muy pequeña, en la linterna y un débil rayo de luz dio de lleno en el ojo de buitre. Llegó a mis oídos un sonido rápido, monótono y ahogado. Era el latir del corazón del viejo. A cada instante era más y más rápido y más y más fuerte. Pensé que su corazón tendría que estallar. ¡Pero el latido resonaba más y más! ¡Algún vecino podría oírlo! ¡La hora del viejo había llegado! Así que con un fuerte alarido abrí de par en par la linterna y de un brinco entré en la habitación. Él dio un solo grito… sólo uno. Lo arrastré al suelo y volqué el catre sobre él. Su corazón dejó de latir. El viejo había muerto. No había ningún latido. Estaba totalmente muerto. Su ojo no volvería a molestarme. La noche iba pasando y yo trabajaba apresuradamente, sin ruido. Lo descuarticé, quité tres tablas del entarimado de la habitación y lo deposité todo allí. Luego, volví a colocar las tablas tan hábilmente que ningún ojo humano, incluso el suyo, podría haber encontrado algo anormal. No había ninguna gota de sangre. Todo lo recogí en un cubo. A la cuatro, llegaron tres policías alertados por un grito que había oído un vecino. Sonreí… ¿qué tenía que temer? Les explique que el grito lo había dado yo en sueños. Les dije que el viejo estaba en el campo. Recorrí con ellos toda la casa y les rogué que registraran, que registraran bien. Les conduje a su habitación, les llevé sillas y les rogué que descansaran allí de las molestias que se habían tomado. Yo coloqué mi silla sobre el lugar exacto en el que descansaba el cadáver de m víctima. Yo me encontraba a gusto. Ellos estaban satisfechos y convencidos con mis explicaciones. Charlaban y yo contestaba animosamente. Pero empecé a sentir que empalidecía, me dolía la cabeza y sentía un zumbido en los oídos. Pero ellos continuaban charlando y sentados. Yo charlaba mucho para librarme de aquel zumbido, cada vez más intenso. Era un sonido rápido, monótono y ahogado. Respiraba jadeante y los agentes seguían sin oír nada. Hablé más deprisa, y a pesar de todo, el ruido aumentaba. ¡Oh, Dios! ¿Por qué no se irían? Desvariaba, juraba… Hice girar la silla y la arrastré por el suelo arañando las tablas. ¡Pero el ruido se hizo más y más fuerte! Y sin embargo, los hombres hablaban y sonreían. ¿Sería posible que no oyeran nada? ¡No, no! ¡Oían y sospechaban y sabían! ¡Se estaban burlando de mi terror! ¡No pude soportar más sus sonrisas hipócritas! ¡Tenía que gritar! -¡Basta ya de fingir, canallas! ¡No disimulen más! ¡Confieso que lo maté! ¡Arranquen esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
N/A
N/A
complex
Un chiquillo, reiteradamente decepcionado y traicionado por alguien que él creía amigo, se lo contó a su padre preguntándole por qué pasan estas cosas. El padre le respondió contándole esta historia: Un día un escorpión llegó a la orilla de un río y, teniendo que pasar al otro lado, empezó a buscar un medio que le llevase sin riesgo de ahogarse. De repente, viendo a una rana que estaba tomando el sol, una idea hizo mella en su mente. Decidió formularle su propósito preguntándole: - Oye rana, ¿podrías llevarme a la otra orilla nadando conmigo en la espalda? La rana le contestó: - ¿De verdad me crees tan idiota? Sé muy bien que una vez subido en mi espalda me clavarás tu aguijón matándome. - No seas tonta -replicó el escorpión- ¿cómo podría hacerte eso? ¿Acaso no sabes que nosotros no sabemos nadar y que si yo te matase moriría contigo? La rana, reasegurada por este razonamiento lógico pensó: " Es verdad. Si me matara, él también se moriría... y no creo que esa idea le guste... - De acuerdo, sube. Te llevaré -dijo el batracio. El escorpión se acomodó en la espalda de la rana y ésta empezó a cruzar el río. Una vez llegados a la mitad del torrente, en el punto más profundo, el escorpión levantó su pincho y, de un rápido golpe, lo clavó en la cabeza de la rana. Esta, agonizando atónita, apostrofó: - ¿Qué has hecho, imbécil? ¡Ahora te vas a morir tú también, cretino! - Lo sé -contesto el alacrán- pero soy un escorpión y esta es mi naturaleza.
N/A
N/A
complex
Cuando regresé del trabajo había una carta en el buzón. Reconocí la letra con alegría, sabía que no tendría remitente, para que así no pudiera contestarle. Me senté en la cama dejando el sobre a mi lado, siempre me hacía ilusión recibir cartas suyas, era emocionante ver los folios doblados cubiertos de letras que me dirían algo, era como caminar por la playa y encontrar en la orilla del mar una botella con un mensaje dentro. Su caligrafía era dura e incorregible, pésima y complicada, transmitía un inmenso desorden emocional, no respetaba los márgenes y había fragmentos en los que la punta del bolígrafo atravesaba la hoja. Sin embargo, el contenido de su correspondencia era completamente distinto, como si fuese capaz de reflejar su propia alma en un espejo, como esos lagos que invitan a caminar a la mirada sobre la tersura de su superficie, siendo una parte más del cielo. “Llevo años escribiendo un libro, todavía no sé cuándo lo terminaré, siquiera si tiene algún final. Es algo muy extraño, la gente suele pensar que al hecho de escribir le rodea un halo de magia o de misterio. No es para nada así. No hay nada de mágico en encontrar un momento de soledad, prepararme un café, sentarme en un abandonado silencio, poner música, siempre Mahler y siempre el adagietto de la quinta sinfonía en Do sostenido menor para saber por dónde empezar, quitarme el reloj de pulsera, dejarlo a un lado del ordenador. Y el vértigo, cada vez más acuciado y ensordecedor, de abrir el Word y no saber lo que voy a encontrar de mí mismo allí dentro. Y la tarde detrás de la ventana, y la noche deshaciendo el azul, y tantas veces el amanecer, los coches que se marchan calle abajo, las conversaciones, el traqueteo de una maleta con ruedas sobre la acera, la algarabía de unos niños camino del colegio. He escrito en tantas casas, en tantas ciudades diferentes, en tantos países y a tantas edades, ha entrado tanta gente en la habitación mientras lo hacía. Una madre, un hermano, un amigo, una llamada de teléfono, un timbrazo en el portero automático, una mujer. Me desanimo al pensar que no concluiré jamás la historia y que he vuelto a borrar un montón de páginas que ya no me decían nada, quizá porque la persona que las escribió ya no existe, porque he cambiado, porque de una página a otra me han pasado demasiadas cosas. Me apena cuando tengo que dejar morir a un personaje, por accidente o en una solitaria habitación de hospital, que en el fondo es lo mismo, o que el amor dure siempre tan poco. A veces, cuando me siento culpable, rescato a algunos personajes, les doy una vida más pequeña en otro cuento, les escribo algún poema sin que nadie lo sepa. Creo que Dios hizo algo parecido conmigo. Y me pregunto el porqué de tanto tiempo a solas, el porqué de tanta ausencia necesaria. Cuando pienso en el resto de personas del mundo, con sus vidas, con su ir y venir de allá para acá, con sus planes de futuro, sus muebles y sus casas a plazos, hablando de trabajo, de política o de fútbol, no entiendo cómo pueden vivir sin la escritura, sin la lectura al menos. O a lo mejor es que, en el fondo, no me comprendo a mí mismo y los cuestiono para defenderme. No importa, termino regresando aquí. Pero ellos, cuando se enteran, hacen preguntas. ¿Cuántos ejemplares has vendido? ¿Con qué editorial lo publicaste? ¿Cuánto dinero has ganado? Suelo sonreír lastimosamente, dar tres o cuatro explicaciones, cambiar de tema, mientras anhelo regresar al adagietto o al Riders on the Storm. En realidad te escribo porque hoy he visto a una chica haciendo fotos a la ciudad y me he quedado mirándola, ella se ha llevado la cámara al pecho al cruzarse nuestras miradas. Supongo que lo trasnochado de mi rostro le ha infundido miedo y pensaba que fuera a robársela, yo iba camino de la compra y el frío me empujaba a caminar rápido. Ella no sabía que me recordaba a otra mujer. Ella no sabía que iba a formar parte de esta carta, quizá me haya tirado una foto de espaldas o puede ser que haya dejado de hacer fotos por un rato. ¿No te parece increíble? Hacía cuatro grados bajo cero y ella estaba allí tratando de captar un instante, escribiendo con la luz, tratando de encajar la mirada en un encuadre asomada a un puente. ¿Crees que se merece un personaje en el libro o una vida pequeña? ¿Cómo debería llamarla? O mejor dejarlo así, mejor la chica de la cámara de fotos”.
N/A
N/A
simple
Manejando por el interior del país me sorprendió ver a unos niños jugar muy contentos pero sin zapatos. Luego pensé: “Es que ellos son del lugar. Deben estar acostumbrados a jugar así, sin zapatos”. Yo crecí en un ambiente donde no falta nada material, ni juguetes y menos los zapatos. Me detuve, bajé del auto a observar a los niños y se me ocurrió jugar un rato con ellos, como cuando era niño y lo hacía en el colegio. Es más, les propuse hacer unas adivinanzas y les dije: “Al que adivina más, le compro un par de zapatillas y una pelota de fútbol”. Hubieran visto esas caritas sucias de amplia sonrisa y de hermosos ojos azules. Lo que ellos no sabían es que esa era mi excusa para comprarles a todos un buen par de zapatillas. En realidad no pude soportar la idea de pasar indiferente pensando que no tenían calzado y yo sí, cuando en mis manos estaba la posibilidad de resolver ese problema. Mi familia y yo tuvimos una gran empresa familiar de ropa para deportes y sabía del espíritu de mis padres. Los niños jugaron conmigo y al conocer al ganador pensé que estarían tristes, para mi sorpresa estaban muy contentos, lo que me partió el corazón más aún. Me conmovió tanto ver la escena que les ofrecí más de lo que yo mismo pensé. Además del calzado les regalé el equipo completo de fútbol. No puedo explicar lo bien que me sentí. Nuestros padres tuvieron la sabiduría de no darnos todo y nos enseñaron que si vamos a ayudar a alguien que lo hagamos bien si está en nuestras posibilidades. Aquel día, aprendí que no hay nada mejor que ver feliz a un niño compartiendo un poco de lo que la vida sí me dio a mí. Ahora mis hijos y yo una vez al mes vamos a aquél lugar llevando algo que ellos puedan compartir.
N/A
N/A
complex
No es fácil perder un amigo, en ningún momento y a ninguna edad. Enrique fue mi mejor amigo por tanto tiempo que ya casi ni recuerdo cuánto. Tuvimos una hermosa amistad que supo acomodarse al tiempo y a las diferentes situaciones que éste nos ofrecía. Éramos muy distintos, tanto que muchas me pregunté cómo podíamos ser tan amigos. Con el tiempo entendí que tal vez esas diferencias, nos unían o complementaban. Enrique era un “alma libre” como él decía. No se había casado, no tenía hijos. Tampoco tenía padres o hermanos. No se ataba a ningún trabajo y no ambicionaba nada en particular. Le alcanzaba con que le alcanzase y no buscaba nada más. Vivía en una pequeña casa alquilada con la única compañía de su otro gran amigo, su perro Indio. Yo, en cambio, tenía esposa, hijos, casa propia y un trabajo del que cualquiera podría sentir orgullo. Cierto día me dijo: - ¿Sabes qué? Es un gran beneficio no tener nada. Imagínate qué fácil será cuando yo muera, no habrá nadie para reclamar nada-rio y yo pensé que algo de razón tenía. Estaba muy equivocado. Enrique murió de repente. ¿Estaría enfermo y yo no lo sabía? Tal vez ni él lo sabía. Tal vez era su hora y así, de pronto me quedé sin mi amigo. No hubo velorio y yo lo despedí en el cementerio como pude, torpemente, amargamente, con una sensación de infinita soledad. Al día siguiente fui a su casa, alguien debía ocuparse de las pocas cosas que Enrique había dejado y allí lo encontré. Indio estaba ahí, esperando a mi amigo, sin resignarse como yo. Tanta era mi desazón que no me había acordado que el perro estaba solo en la casa. Le di de comer y de tomar y me senté junto a él en el piso. Indio esperaba, no se daba por vencido, y por un momento yo esperé también, como si el regreso de nuestro amigo fuese posible. El timbre nos sobresaltó a ambos, pero no se trataba de un milagro que nos devolvía a Enrique, era el propietario de la casa. -Su amigo me pagó hasta fin de mes, así que –hasta que llegué ese día- tiene tiempo de desocupar este desorden-No dijo más que eso y se fue. Y comenzó para mí una rutina diaria. Todos los días pasaba por la casa de Enrique, no tanto para desocuparla, sino para darle de comer a Indio y hacerle compañía. Con las pocas pertenencias de mi amigo terminé al poco tiempo, no era mucho realmente y doné todo. Sin embargo, quedaba Indio. Cada día cuando llegaba a verlo, sabía que él seguía esperando a Enrique, pero un día me di cuenta que me esperaba a mí también. Ambos nos hacíamos compañía y compartíamos ese dolor indescriptible que significaba haber perdido a nuestro mejor amigo. El tiempo pasaba y fin de mes se acercaba. Sabía que algo debía hacer con Indio. Ya no sólo nos unía el recuerdo de Enrique, había un vínculo entre nosotros. Sabía que no sería fácil convencer a mi esposa y no lo fue. Sin embargo, ella aceptó que Indio no podía quedar sólo y que si alguien debía hacerse cargo de él, ése era yo. Y el último día del mes cuando llegué a la que fuera la casa de Enrique, Indio me esperaba moviendo su colita. -Vamos amigo, tienes que conocer tu nuevo hogar-le dije. Y mientras ambos caminábamos hacia mi casa, pensé en qué equivocado había estado Enrique. Es cierto, no había dejado dinero, ni joyas, ni nada de valor material, pero me había dejado a Indio, a su otro mejor amigo. Recibí la herencia más importante que se pueda dejar, una herencia de amistad, de amor y de cuidado. Mi gran amigo me había dejado como legado a otro amigo ¡Qué mayor tesoro podría haber recibido de él! Indio ya no estaba solo, yo tampoco. Estoy seguro que Enrique sonreía feliz mientras nos veía marchar hacia casa.
N/A
N/A
simple
Hace mucho tiempo, al atardecer, toda la gente se apuraba y dejaba de hacer sus cosas para irse a su casa. En el campo, las casas estaban lejos una de la otra por los bosques que hay entre ellas. El lugar estaba lleno de brujas muy feas y malas, la gente la pasaba asustada y no podían dormir por las voces y risas burlonas de las brujas que paseaban por el bosque. En las noches, algunas personas desaparecían; especialmente los niños. Nadie quería encontrarse con una bruja y todos en sus casas aseguraban las puertas y ventanas. Una noche, un niño llamado Pedro que era muy inquieto y no se cansaba de jugar, en un gran descuido olvidó cerrar bien la ventana. Era tarde y como no tenía sueño, se puso a jugar en la cama. Al escuchar un trueno, se levantó asustado. Tiró los juguetes y se acercó a la ventana, pero grande fue su sorpresa que quedó paralizado al ver con terror cara a cara a unas brujas muy cerca de su ventana, observándolo. Pedro quiso llamar a su papá pero se quedó sin voz de la impresión. Las piernas le temblaban y parecía que su pecho iba a explotar y el corazón se le saldría. El niño intentó correr pero tropezó con una silla y cayó al piso. Al escuchar el ruido el papá de Pedro se levantó y vio que en ese momento la bruja quiso abrir la ventana de la sala. El papá de Pedrito corrió desesperado al ver la escena para cerrar y asegurar la ventana para que las brujas no entren a su casa. Las brujas, al ver frustrado su intento, se fueron desafiantes dando a entender que regresarían. Esa noche nadie quiso dormir en casa de Pedro. Pero a la mañana siguiente, algo sucedió. Al parecer las malvadas brujas entraron a otra casa pero los vecinos esta vez reaccionaron de otra manera: Sin miedo. Pedro y su padre encontraron los cuerpos de las brujas atados a unos árboles. Todas ellas fueron quemadas. La gente de los alrededores las encontró asustando a otros niños y cansados de la maldad de las brujas, en la noche anterior las atraparon y les dieron su merecido. Así comenzó la calma entre los pobladores del bosque y nunca más aparecieron brujas por la aldea. Las que aún quedaban fueron advertidas de pasar por lo mismo y prometieron nunca más asustar a ningún niño. Por ello es que las brujas son muy poco vistas por los seres humanos y no se dejan ver fácilmente. Y por eso es que también en Halloween los niños no les tienen miedo a las brujas sino que más bien celebran ese día con mucho humor y emoción.
N/A
N/A
simple
Recuerdo que cuando éramos niños, a mis compañeros de estudios y a mí, nos gustaba hacer intercambio de regalos. Y aún hasta ahora que estamos más grandecitos, nos reunimos para llevar a cabo esa grata actividad. Era divertido averiguar los gustos favoritos de nuestros compañeros; no era fácil. No había un motivo especial sino que lo hacíamos por el gusto y la emoción de compartir y ver qué nos tocaba recibir a cada uno. Óscar y David, eran fanáticos de los carros a control remoto, pero tenían que ser de color rojo y azul, no sé por qué. Por eso a ellos siempre les tocaba un carro de regalo sin importar el tamaño o la marca. Un domingo de mañana, David y Óscar, jugando entre amigos sacaron sus juguetes y organizaron una carrera para ver cuál de los autos era más veloz. Cuando empezó la competencia, todos daban gritos y aliento como si se tratara de una apuesta. Todo estaba bien e iba ganando el auto rojo de Óscar… en ese momento recordó David que las pilas de su carro estaban gastadas y que olvidó cambiarlas. Se puso a llorar de rabia. Grande fue su malestar, pero Óscar, al ver a su amigo tan frustrado, se acercó, lo abrazó y le dio una palmada de esas que lo dicen todo sin palabras. Cuando David le contó lo sucedido, le dijo: “Eso no importa, lo mejor de todo es que estamos juntos, como siempre, en las buenas y en las malas”. “La carrera la perdió David antes de que terminara”, comentaron todos, pero no importaba quien ganara, lo mejor de todo era compartir grandes momentos y competir sanamente. Al final terminaron todos comiendo un gran sándwich y un delicioso refresco como siempre, entre amigos.
N/A
N/A
simple
Hubo una vez un niño de 5 años llamado Pepito, al que le encantaban los juguetes como a todos los niños. Se acercaba la navidad y Pepito estaba impaciente porque todavía no veía que sus papás le compraran un regalo para Navidad. Sus papás siempre compraban los regalos antes de Navidad y los guardaban muy bien para que Pepito no los viera. Pero lo que no sabían ellos era que Pepito siempre sabía dónde guardaban los regalos. Este año Pepito se había propuesto abrir los regalos antes de Navidad porque estaba desesperado por saber qué le regalarían esta vez. Un día, cuando faltaban dos días para Navidad, muy tarde llegó el papá trayendo un regalo enorme. Era mucho más grande que cualquiera de los regalos de otras navidades anteriores. A Pepito se le salía el corazón de la emoción. Entonces sus papás luego de esconder muy bien el regalo (si supieran que Pepito tenía todo bien planeado), se durmieron. Pepito entonces se despertó muy despacio a eso de las 3 de la mañana. Muy despacio juntó tres sillas y las puso una encima de otra con el objetivo de alcanzar el regalo que estaba muy en lo alto del ropero de sus padres. Entonces, Pepito trataba de alcanzar con sus manitos el regalo, pero no podía. Parece que necesitaba poner una cuarta silla para poder llegar pero eso sería un poco peligroso porque con 3 sillas estaba perdiendo un poco el equilibrio. Pepito empezó a estirarse y a estirarse para lograr coger el regalo por una esquina… hasta que lo logró!!! Pepito muy contento tenía su regalo en la mano. Pepito abrazó su regalo fuerte y ahora lo que seguía era ir a su cuarto para ver su regalo. Pero al momento de bajar de las tres sillas, Pepito perdió el equilibrio y zas!!! Pobre Pepito!!! Al día siguiente Pepito despertó en el hospital acompañado de sus padres y con su regalo al costado. El regalo era auto a control remoto que se transformaba en un robot y que podía volar por los aires!!! Pero se había roto!!! Entonces los papás de Pepito abrazaron fuerte a su hijo y le dijeron: —Mi amor, no importa que el regalo esté roto. Lo que importa es que estás bien. Pero esperamos que hayas aprendido la lección y nunca más vuelvas a cometer una travesura como esta. —No lo volveré a hacer nunca más. Se los prometo —dijo Pepito con lágrimas en los ojos y abrazando a sus padres.
N/A
N/A
simple
Toto era un castor muy bueno, le encantaba mordisquear troncos siempre que podía y pasear por el campo, tenía muchos amigos y el pueblo entero le adoraba. Solía estar siempre rodeado de otros animales con los que se pasaba horas y horas jugando, siempre y cuando no tuviese que trabajar. A la hora de trabajar Toto iba siempre a las afueras del pueblo, junto a un profundo lago en el que siempre iba a beber y jugar con el agua; debía alejarse tanto porque en esa zona estaba la mejor madera con la que podía trabajar. Una mañana mientras recogía los troncos que acababa de talar, una fuerte ventisca le arrastró hasta el borde del río, y aunque el trataba de resistirse con todas sus fuerzas, finalmente lo tiró al río. Aunque Toto era muy bueno en su trabajo, apenas sabía nadar y con la fuerza del viento era muy difícil mantenerse a flote. Pero de repente un águila que paseaba por ahí aprovechando la corriente, vio a Toto a punto de ahogarse y decidió hacer algo para ayudarle. Como Franco, que así se llamaba el águila, tenía mucha fuerza, arrancó una rama de un árbol y se la lanzó al castor para que pudiese sujetarse y no hundirse. Con ayuda de la rama Toto consiguió salir de aquel río sano y salvo; pero nada más levantar la vista se percató de que un cazador apuntaba ya con el arma en dirección a Franco. Al verlo, Toto empezó a hacer burbujas en el lago que estaba muy cerca del cazador. Las burbujas distrajeron al cazador y luego el castor salió y fue corriendo con todas sus fuerzas para morderle el talón. Debido al susto el cazador no apuntó correctamente y el águila se salvó. Ambos pudieron volver a sus casas con sus familias y fueron muy amigos a partir de lo que ocurrió ese día.
N/A
N/A
complex
Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor encargado del tormento y precedido por dos familiares del Santo Oficio descendió a un calabozo. El Inquisidor penetró en un hueco mefítico. Un destello dejaba percibir un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado un hombre andrajoso, de edad indescifrable. Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, "duro como su piel", había rehusado la abjuración. Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, pronunció estas palabras: -Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse... pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos... ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme. Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó tiernamente. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas. El rabí Abarbanel miró sin atención precisa la puerta cerrada. Había entrevisto el resplandor de las linternas por la hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente atrajo la puerta hacia él. Por un azar el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta. Se arrastró hasta un corredor. Una luz pálida lo iluminaba. El fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo martirizaba una llaga. De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó. Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano y la cogulla baja. El rabino estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Siguió arrastrándose hacia la evasión posible y el corredor parecía alargarse; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora. De nuevo resonaron unos pasos. Las figuras blancas y negras de dos inquisidores emergieron en la penumbra, hablando en voz baja con viveza. Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Pero los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo. Al cabo de unos minutos los discutidores continuaron su camino a pasos lentos. No lo habían visto. De pronto notó frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta y sintió como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta. Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró. La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire y el viento lo reanimó. Y para bendecir a su Dios, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Entonces creyó ver la sombra de una alta figura junto a la suya. Confiado, bajó la mirada. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba como el pastor que encuentra la oveja descarriada. Mientras el rabino adivinaba que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos: -¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos?
N/A
N/A
complex
Akela era un perro sano y fuerte. Pero esto no es todo, ya que era un perro especial y muy conocido por una rarísima particularidad: era supe inteligente. Un día, viendo que tanto Akela como su dueño habían desaparecido, los amigos de éste último decidieron ir a su casa para ver qué había pasado. Subieron todas las escaleras que llevaban al último piso donde vivían Akela y su amo. Con sorpresa, encontraron al dueño de Akela en un estado depresivo piadoso. "¿Qué te pasa?" -preguntaron los amigos preocupados- "es que... es que... ¡Akela se ha muerto!". El dueño empezó a llorar sin ni siquiera poder hablar. Por mucho que los amigos le preguntaran cómo había pasado, él no podía articular frase a causa de su desesperación. Sólo podía reiterar y hacer hincapié en la extraordinaria inteligencia de Akela, en el hecho que seguramente no encontraría otro perro así y en que era mucho más inteligente que muchos humanos y sólo le faltaba el habla. Alguien preparó una tila para que el consternado dueño se calmara. Al cabo de un largo rato el pobre hombre estaba listo para resumir los hechos que habían llevado a Akela a su fin. "Ya sabéis -dijo- en esta casa acostumbramos a tener las ventanas cerradas, Un día me olvidé de cerrar una. En la calle había un perro que ladraba y Akela le oyó. Saltó por la ventana y... ¡Pobre Akela...era tan inteligente...!".
N/A
N/A
simple
El pequeño Matías era un murciélago de apenas seis años de edad, que como a todos los murciélagos le gustaba la noche y la oscuridad, de hecho uno de sus juegos favoritos era el escondite ya que así podía esconderse siempre que quería en los lugares más oscuros posibles aunque eso sí, siempre en lugares de poca altura ya que nuestro querido Matías tenía verdadero pánico a las alturas. Sus amigos preferían otro tipo de juegos, solían jugar a las camas elásticas colocándose sobre unos paneles de madera realmente altos y dejándose caer sobre las camas para poder saltar. Lo cierto es que era un juego realmente divertido pero Matías, debido a su miedo no podía jugar, y mientras ellos jugaban con las camas, él tenía que quedarse solo leyendo un libro en una esquina. A pesar de que siempre había tenido miedo, nunca había intentado superarlo, más de mil veces sus amigos le habían ofrecido jugar con ellos pero él, atemorizado, se negaba a aceptar la propuesta. Un día su mejor amiga Tina decidió que ya era hora de que las cosas cambiasen y de que Matías pudiese jugar con los demás como un murciélago normal y corriente. Para que pudiera superar sus miedos, lo llevó hasta lo alto de un barranco donde, disimuladamente, le dio un empujón. Matías cayó al vacío pero, como era un murciélago, desplegó sus alas y pudo volar y subir hasta lo alto, como si de un avión en un viaje a París se tratara. En ese momento se dio cuenta de que las alturas no debían ser un problema para él ya que al tener alas nunca podría caerse ni hacerse daño. Desde entonces Matías juega cada día junto a sus compañeros a la cama elástica y es feliz en su pequeña cueva.
N/A
N/A
simple
Ariana, era una Madre muy joven y que lamentablemente tuvo que soportar ver la enfermedad de uno de sus hijos. Estando en el hospital, pudo notar que el dolor de muchos niños era grande. Tratando de aliviar los malestares de su hijo, pensó que debería hacer algo por los demás pequeños. Ariana sentía en su corazón que podía hacerlo, pero necesitaría del apoyo de otras madres. Una de esas tardes Ariana se encontró con su amiga del colegio Rosa, a quien no veía hace años, la cual también visitaba a su hija, a la que habían operado recientemente. Conversaron y llegaron a la conclusión que juntas podían hacer mucho. Se pusieron de acuerdo para alegrar a los niños colaborando al menos con un granito de arena, como decían ellas. Una de esas tardes, Ariana llevaría unas narices rojas con las que jugaban sus hijos y Rosa iría vestida de enfermera. Cada una contaría un cuento corto inventado por ellas, inspirado en sus hijos. En otras palabras debían ponerle todo su corazón y cariño en ese cuento; sería un regalo de amor, un pedazo de ellas mismas. “Sin duda el amor y el ingenio de las madres no tiene límites”, decía el esposo de Ariana que observaba todo lo que hacía en casa. Llegó el gran día y Ariana y Rosa muy decididas empezaron a contar sus cuentos cautivando a niños y grandes. Así, hacían lo mismo cada vez que podían inspirando que otras madres colaboren con ellas con su tiempo o con donativos. Con el tiempo se organizaron como voluntarias para visitar el pabellón infantil de los hospitales. Continuaron con el apoyo de otras personas de buen corazón y con el personal del hospital. Se hacían llamar: “Las voluntariHadas de los niños”. Así les pusieron de nombre a una fundación que se organizó por amor a los pequeños que sufren en los hospitales.
N/A
N/A
complex
Belisa Crepusculario tenía por oficio vender palabras. Recorría el país instalándose en ferias y mercados para atender a su clientela y no necesitaba pregonar su mercancía. Todos la conocían y la aguardaban de un año para otro. Entregaba versos de memoria, escribía cartas de enamorados e inventaba insultos para enemigos irreconciliables. También recitaba largas historias que llevaban las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas y así se enteraban de las vidas de otros. A quien le pagara cincuenta centavos, ella le regalaba una palabra secreta para espantar la melancolía. Cada uno recibía la suya con la certeza de que nadie más la empleaba para ese fin. Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía nombres para llamar a sus hijos y hasta que cumplió doce años no tuvo otra ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre. Le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió que llegaba su turno, decidió echar a andar por las llanuras en dirección al mar, a ver si en el viaje lograba burlar a la muerte. Pero Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al llegar a una aldea en las proximidades de la costa, el viento colocó a sus pies una hoja de periódico. Tomó aquel papel amarillo y quebradizo y se acercó a un hombre. -¿Qué es esto? -La página deportiva del periódico. Son palabras, niña. Allí dice que Fulgencio Barba noqueó al Negro Tiznao en el tercer round. Ese día Belisa Crepusculario se enteró que las palabras andan sueltas sin dueño y cualquiera con un poco de maña puede apoderárselas para comerciar con ellas. Vender palabras le pareció una alternativa decente. A partir de ese momento ejerció esa profesión y nunca le interesó otra. Varios años después, se encontraba Belisa Crepusculario en una plaza, cuando se escucharon de pronto galopes y gritos. Se trataba de los hombres del Coronel, que venían al mando del Mulato, un gigante conocido en toda la zona por la rapidez de su cuchillo y la lealtad hacia su jefe. Ambos, el Coronel y el Mulato, habían pasado sus vidas ocupados en la Guerra Civil y sus nombres estaban unidos al estropicio y la calamidad. Los guerreros entraron al pueblo y no quedó en el mercado otra alma viviente que Belisa Crepusculario. -A ti te busco. Dos hombres cayeron encima de la mujer, la ataron de pies y manos y la colocaron atravesada sobre la grupa de la bestia del Mulato. Emprendieron galope en dirección a las colinas. Horas más tarde, sintió que se detenían y la depositaban en tierra. Intentó ponerse de pie pero se desplomó hundiéndose en un sueño ofuscado. Despertó varias horas después ante la mirada del Mulato quien le alcanzó su cantimplora para que bebiera un sorbo de aguardiente con pólvora. -Por fin despiertas, mujer. Le explicó que el Coronel necesitaba sus servicios y la llevó ante su presencia. - ¿Eres la que vende palabras? -Para servirte. -Quiero ser Presidente. Estaba cansado de guerras inútiles, pero lo que en verdad le fastidiaba era el terror en los ojos ajenos. Deseaba entrar en los pueblos entre banderas de colores y flores, que lo aplaudieran y le dieran de regalo huevos frescos y pan recién horneado. Por eso había decidido ser Presidente. Su idea consistía en ser elegido por votación popular en los comicios de diciembre. -Para eso necesito hablar como un candidato. ¿Puedes venderme las palabras para un discurso? Toda la noche y buena parte del día siguiente estuvo Belisa Crepusculario buscando en su repertorio las palabras apropiadas para un discurso presidencia. Escribió el discurso en una hoja de papel y luego la condujeron nuevamente donde el Coronel. Le pasó el papel y aguardó. -¿Qué carajo dice aquí? -¿No sabes leer? -Lo que yo sé hacer es la guerra. Ella leyó en alta voz el discurso. Lo leyó tres veces, para que su cliente pudiera grabárselo en la memoria. Cuando terminó vio la emoción en los rostros de los hombres de la tropa y notó que los ojos amarillos del Coronel brillaban de entusiasmo. -Si después de oírlo tres veces los muchachos siguen con la boca abierta, es que esta vaina sirve, Coronel. -¿Cuánto te debo por tu trabajo, mujer? -Un peso, Coronel. -No es caro. -Además tienes derecho a una ñapa. Te corresponden dos palabras secretas. -¿Cómo es eso? Ella le explicó que por cada cincuenta centavos que pagaba un cliente, le obsequiaba una palabra de uso exclusivo. Se aproximó y se inclinó para entregarle su regalo. Entonces el Coronel sintió el olor de animal montuno que se desprendía de esa mujer, el calor de incendio que irradiaban sus caderas, el roce terrible de sus cabellos, el aliento de hierbabuena susurrando en su oreja las dos palabras secretas a las cuales tenía derecho. -Son tuyas, Coronel. Puedes emplearlas cuanto quieras. En los meses siguientes, el Coronel pronunció su discurso recorriendo el país en todas direcciones. Todos estaban deslumbrados, contagiados de su deseo tremendo de corregir los errores de la historia y alegres por primera vez en sus vidas. Era un fenómeno nunca visto, aquel hombre surgido de la guerra civil, lleno de cicatrices y hablando como un catedrático..., y así creció el número de sus seguidores y de sus enemigos. - Vamos bien, Coronel. Pero el candidato no lo escuchó. Estaba repitiendo sus dos palabras secretas, como hacía cada vez con mayor frecuencia. Las decía cuando lo ablandaba la nostalgia, las murmuraba dormido, las llevaba consigo sobre su caballo y las pensaba antes de pronunciar su célebre discurso. Y en toda ocasión en que esas dos palabras venían a su mente, evocaba la presencia de Belisa Crepusculario y se le alborotaban los sentidos. Empezó a andar como un sonámbulo y sus propios hombres comprendieron que se le terminaría la vida antes de alcanzar el sillón de los presidentes. -¿Qué es lo que te pasa, Coronel? -La culpa de mi ánimo son esas dos palabras que llevo clavadas en el vientre. -Dímelas, a ver si pierden su poder. -No te las diré, son sólo mías. Cansado de ver a su jefe deteriorarse como un condenado a muerte, el Mulato se echó el fusil al hombro y partió en busca de Belisa Crepusculario hasta encontrarla en un pueblo del sur. -Tú te vienes conmigo. Ella lo estaba esperando y en silencio trepó al anca del caballo. No cruzaron ni un gesto en todo el camino. Tres días después llegaron al campamento y de inmediato condujo a su prisionera hasta el candidato, delante de toda la tropa. -Te traje a esta bruja para que le devuelvas sus palabras, Coronel, y para que ella te devuelva la hombría. El Coronel y Belisa Crepusculario se miraron largamente, midiéndose desde la distancia. Los hombres comprendieron entonces que ya su jefe no podía deshacerse del hechizo de esas dos palabras endemoniadas, porque todos pudieron ver los ojos carnívoros del puma tornarse mansos cuando ella avanzó y le tomó la mano.
N/A
N/A
complex
Esta es la historia de un joven que no podía dormir casi nunca puesto que un fantasma espectral le aparecía en sueños y le angustiaba revelándole todos los secretos más íntimos que él albergaba, demostrándole así que lo sabía todo acerca de él. El joven estaba desesperado, hasta el punto que llegó a detestar el momento de acostarse pese al cansancio acumulado. Había visitado doctores y psicólogos, había confesado su problema a amigos, lo había intentado todo, pero sin resultados: el espectro seguía presentándose cada noche y le recordaba todos los rincones más íntimos y dolorosos. Ya al borde de un colapso nervioso, decidió pedir auxilio de un célebre maestro zen que practicaba en la misma provincia. Fue a ver al maestro que le recibió amistosamente. Tras haberle explicado el dilema, el joven añadió: " Ese fantasma lo sabe todo, absolutamente todo acerca de mí, ¡incluso conoce mis pensamientos! No puedo sustraerme a su dominio”. El maestro pensó que la solución no estaba fuera del alcance del chico y le sugirió que hiciera un trato con el fantasma. “Esta noche, antes de acostarte -le dijo- coge un puñado de lentejas al azar y no las sueltes. Luego acuéstate y espera. Cuando el espectro se presente proponle un trato. Dile que si adivina cuántas lentejas tienes en la mano será para siempre tu dueño y que si no lo adivina deberá desaparecer para siempre. Vamos a ver qué pasa”. El chico procedió del modo que le aconsejo el maestro. Poco después de acostarse el fantasma apareció y le dijo: " Sé que intentas librarte de mí. También sé que te has ido a ver aquel bobo del monje zen para que te ayude a echarme, pero tus esfuerzos no te servirán para nada "." Bueno -respondió el joven- ya sabía que me habrías descubierto, así como supongo que indudablemente sabrás cuantas lentejas tengo en el puño”. El fantasma desapareció para no volver nunca jamás. Lo que no sabía el chico no lo podía saber su fantasma.
N/A
N/A
complex
Había una vez en el lejano Oriente un hombre considerado muy sabio. Un joven viajero decidió visitarle para aprender de él. -Maestro, me gustaría saber cómo llegar a ser tan sabio como usted... -Es realmente sencillo, -le dijo- yo solo me dedico a descubrir perlas de sabiduría. ¿Ves aquel gran baúl de perlas? -Sí. -Son todas las que he acumulado durante mi vida. -Sí pero... ¿dónde puedo encontrarlas? -Están en todas partes. Es cuestión de aprender a discernirlas. La sabiduría siempre está preparada para quien esté dispuesto a tomarla. Es como una planta que nace dentro del hombre, evoluciona dentro de él, se nutre de otros hombres y da frutos que alimentan a otros hombres. -Aaahhhhh, ya, ya.... Lo que me está diciendo es que tengo que ir descubriendo lo que hay de sabio en cada persona para crear mi propia sabiduría y compartirla con los demás... En aquel momento, las palabras de aquel joven parecía como si se fueran formando una pequeña nube de vapor de agua que se condensaba hasta solidificarse en una pequeña perla. Inmediatamente el maestro la recogió para ponerla junto al resto de perlas. El maestro le dijo: -Realmente, mi única sabiduría es recopilar estas perlas para después saber utilizarlas en el momento oportuno.
N/A
N/A
simple
En cierta ocasión, un grupo de niños del colegio se preparaba para iniciar la gran aventura de sus vidas. Pasarían un fin de semana en un campamento en las afueras de la ciudad donde vivían. Aquél lugar era espectacular. Pero con tantos niños, las maestras fueron acompañadas de algunos padres. Llegando al lugar debían organizarse, pero unos niños lograron burlar el cuidado estricto y se desviaron del camino, a pesar de que los padres les dijeron que el sitio podría ser peligroso si es que se alejaban mucho. Cuando llegó la hora de pasar lista, notaron la ausencia de tres niños. Estos alumnos se perdieron y confundieron la ruta hasta que llegaron cerca de un río. Hacía tanto calor que los niños decidieron bañarse. César que no sabía nadar, empezó a ahogarse y a gritar desesperadamente por lo que sus compañeros arrojaron unas ramas para sujetarlo pero la corriente pudo más y arrastró a César. Los padres que estaban cerca de la orilla del río, vieron al niño y uno de los padres que era salvavidas se lanzó a rescatarlo. Afortunadamente, se salvó César, pero quedó con algunas heridas que pudieron solucionarse gracias al seguro de salud escolar que todo colegio debe tener en casos de emergencia. Desde ese día, César y todos sus amigos entendieron que era mejor obedecer ya que así no pasarían por momentos desagradables. Entendieron que lo que les exigen sus padres y maestros es para el bienestar de ellos.
N/A
N/A
simple
Terminaba el año escolar y Anita, Gaby y sus demás compañeros hacían planes para las vacaciones de verano. Llegó el momento y Anita en su casa empezó a dormir hasta muy tarde, a comer mucho y a ver televisión. Cuando era hora de desayunar, Anita dormía. A la hora del almuerzo ella recién desayunaba viendo televisión. Ese desorden ocasionaba un caos en el hogar aprovechando que sus padres trabajaban. Cuando menos lo esperaba sus padres le impusieron un castigo, lo que puso a Ana de muy mal humor. Ellos por la noche llegando del trabajo se acercaron al dormitorio de su hija y le dieron un tierno beso en la frente, lo que la despertó. Abrazando a sus padres se echó a llorar al recordar su castigo (le quitaron el televisor). —En ese momento el padre le pregunta— ¿Te parece que perder el tiempo es la mejor manera de disfrutar tus vacaciones? —La niña se incorporó y dijo— No papito, no es la mejor forma, discúlpame. —Entonces a partir de mañana antes de ir a trabajar muy temprano iremos a correr todos y desayunaremos juntos. Tendrás que estudiar en la mañana y después de almorzar puedes salir a casa de alguna amiga o a manejar bicicleta. Tienes que utilizar tus días útilmente y ser disciplinada en todo para que te vaya bien en la vida, ¿de acuerdo? — ¡De acuerdo papá! —respondió Ana, recordando que lo que sus padres quieren es únicamente lo mejor para ella.
N/A
N/A
complex
Al rayar el alba el setero sale de su casa con un bastón y una cesta. Toma la carretera hasta que llega a un pinar. De tanto en tanto se para. Aparta con el bastón la capa de pinocha seca y va recogiendo setas. De golpe ve el sombrero redondeado, escarlata y jaspeado de blanco, de la amanita muscaria. Para que nadie la coja le da un puntapié. En medio de la nube de polvo que la seta forma al desangrarse, aparece un gnomo con gorro verde, barba blanca y botas puntiagudas con cascabeles, flotando a medio metro del suelo. - Buenos días, buen hombre. Soy el gnomo de la suerte que nace de algunas amanitas cuando se desintegran. Eres un hombre afortunado. Sólo en una de cada cien mil amanitas hay un gnomo de la suerte. Formula un deseo y te lo concederé. El setero lo miró despavorido. - No me lo puedo creer. - Te lo creerás. Formula un deseo y verás cómo, pidas lo que pidas, aunque parezca inmenso o inalcanzable, te lo concederé. ¿Qué pedir? El gnomo le lee el pensamiento. - Pide cosas tangibles. Nada de abstracciones. Si lo que pides te hace o no realmente feliz, es cosa tuya. El setero dudaba. ¿Cosas tangibles? ¿Un yate? ¿Una compañía aérea? ¿El trono de un país de los Balcanes? El gnomo pone cara de impaciencia. - No puedo esperar eternamente. Antes no te lo he dicho porque pensaba que no tardarías tanto, pero tenías cinco minutos para decidirte. Ya han pasado tres. - Quiero… - ¿Qué quieres? Di. - Es que elegir así, a toda prisa, es una barbaridad. No se puede pedir lo primero que a uno se le pase por la cabeza. - Te queda un minuto y medio. Quizá más que cosas, lo mejor sería pedir dinero: una cifra concreta. Mil billones, por ejemplo. O un trillón. No se decide por ninguna cifra porque, en realidad, en una situación como ésta, tan cargada de magia, pedir dinero le parece vulgar, poco sutil, nada ingenioso. - Un minuto. La rapidez con que pasa el tiempo le impide razonar fríamente. Es injusto. ¿Y si pidiera poder? - Treinta segundos. Cuanto más le apremia el tiempo más le cuesta decidirse. - Quince segundos. Renuncia definitivamente al dinero. Un deseo tan excepcional como éste debe ser más sofisticado, más inteligente. - Dos segundos. Di. - Quiero otro gnomo como tú. Se acaba el tiempo. El gnomo se esfuma en el aire y de inmediato, en el lugar exacto que ocupaba aparece otro gnomo, igualito al anterior. - Buenos días, buen hombre. Soy el gnomo de la suerte que nace de algunas amanitas cuando se desintegran, Eres un hombre afortunado. Sólo en una de cada cien mil amanitas hay un gnomo de la suerte. Formula un deseo y te lo concederé. Han empezado a pasar los cinco nuevos minutos para decidir qué quiere. Sabe que si no le alcanzan le queda la posibilidad de pedir un nuevo gnomo igual a éste, pero eso no lo libra de la angustia.
N/A
N/A
complex
En un monasterio budista dos discípulos destacaban particularmente por su brillante inteligencia, si bien fueran muy diferentes el uno del otro, el primero solía pedir al abad que le dejara salir del monasterio para ver el mundo y en él poder poner en práctica su zen. El otro se contentaba con la vida monástica y, aunque le hubiera gustado ver el mundo, esto no le creaba ningún afán en absoluto. El abad, que nunca había accedido a los pedidos del primer monje, pensó un día que tal vez los tiempos eran maduros para que los jóvenes monjes fueran puestos a prueba. Les convocó, anunciándoles que había llegado el momento de que se fueran por el mundo durante todo un año. El primer monje exultaba. Dejaron el templo el día siguiente al amanecer. El año transcurrió rápido y los dos monjes regresaban al monasterio con muchas experiencias para contar. El abad quiso verles para conocer lo que ese año había supuesto para ellos y qué habían descubierto durante su estancia en el mundo laico. El primer monje, el que quería conocer el mundo material, dijo que la sociedad está llena de distracciones y tentaciones, y que es imposible meditar ahí fuera. Para practicar el zen no existe mejor lugar que el monasterio. El otro, por el contrario, dijo que salvo algunos aspectos superficiales no encontró gran diferencia a la hora de meditar y practicar el zen en el mundo exterior. Por tanto, a su parecer, quedarse en el templo o vivir en sociedad, le resultaba igual. Tras haber escuchado ambos relatos, el abad les dio a conocer su decisión: al segundo monje le concedió la autorización para que se fuera. Al primero le dijo: "será mejor que tú te quedes aquí, todavía no estás preparado".
N/A
N/A
simple
Por la noche tuve un sueño. En él hablaba con mi abuela, (ella ya no está) pero la sensación que me dejó aquel sueño me cambió la vida por completo a pesar de mis doce años. Al despertar por la mañana, se oía el cántico de las aves alrededor de los árboles del parque. El aire fresco invitaba a caminar. Los niños iban al colegio y los grandes a trabajar algunos, quizá a estudiar otros, no lo sé. Pero lo cierto es que era una mañana de esas que dan ganas de hacer cosas diferentes con gusto y alegría. ”Tal vez era mi forma de ver las cosas”, pensé. Salí a caminar y lo que vi en el camino, era lo mismo de siempre. Sin embargo ese día vi las cosas de otro modo, sin saber por qué. Las flores que caían de los árboles antes me parecían algo sucio y feo en el piso. Esa mañana, lo mismo me parecía una alfombra roja de pétalos en la vereda. La bulla de los niños antes me incomodaba pero esta vez me daba gusto escucharlos. “Son el futuro de la patria”, pensaba. Si alguna vez me angustiaba el futuro, ahora solo me ocupo del presente y de vivir como si fuera la última vez. Si recordar el pasado, antes habría mis heridas, ahora solo recuerdo las lecciones que aprendí en él. Mi abuela me decía en mis sueños: “Alguna vez quise tener un súper restaurante en Francia. Perseguí mis sueños, no tenía dinero pero lo conseguí, movida por la fe y por la confianza que tuvieron mis familiares y amigos. Solo sé que con el tiempo uno empieza a explorarse a sí mismo, a reencontrase con los sueños que uno suele tener cuando es niño, encontrando su camino. Ahora sé, que la vida la vemos según el cristal por donde la queremos ver, como decía mi abuela.
N/A
N/A
simple
En un internado de niñas y señoritas, ellas se levantaban muy temprano antes de ir al salón de clases. Todas tenían permiso para que las visiten una vez por semana y salían cada quince días si eran indisciplinadas. La escuela estaba ubicada en una zona llena de árboles, en el campo. En aquel internado para señoritas, una mañana llegó una niña muy bonita. Ella era pelirroja y de grandes ojos azules. Se llamaba Claudia. Su padre la llevó, porque aunque la niña aparentaba ser muy dócil, en realidad no lo era. Sus padres dijeron a la niña: “Aquí no harás las cosas que estas acostumbrada a hacer en casa. No creo que aquí te lo permitan.” Como si ellos no tuvieran suficiente autoridad sobre la niña. Claudia pensaba sin decir una sola palabra: “¿Será esto un reformatorio? Se supone que aquí vengo a estudiar. Tal vez si me porto mal, me harán daño”, pensaba preocupada. Grande fue su sorpresa cuando la directora la recibió con una gran sonrisa y un fuerte abrazo sin conocerla, lo que dejó con la boca abierta a los padres. Ellos eran personas con mucho dinero, pero con muy pocos modales. Trataban a su hija con hostilidad y esperaban de ella lo mejor, lo cual no es posible, ya que somos lo que aprendimos a ser según nos enseñaron en la casa. Tuvieron una charla previa los padres y la niña con la directora y ella terminó la charla diciendo: “Este es un centro de estudios donde prevalecen los principios y las buenas costumbres. Es importante que la niña saliendo cada fin de semana, se mantenga en casa lo aprendido aquí”. No esperen que hagamos con su hija lo que ustedes no están dispuestos a hacer. Tienen que colaborar en su educación de manera integral, ¿estamos de acuerdo?”. Los padres se miraron muy atentos y asentaron la cabeza diciendo: “Sí, señora directora”. A la semana siguiente la niña regresó tranquila y más obediente a casa. Les contó a sus padres que aquel internado era el hogar que ella quería tener. Ahí, todos se trataban con respeto, afecto, y como una familia de verdad. Los padres aprendieron que el cambio de su hija era el inicio de un gran cambio también para ellos y a partir de ese día todo fue diferente y Claudia empezó a cambiar.
N/A
N/A
complex
Un importante catedrático universitario se encontraba últimamente en extraños estados de ánimo: se sentía ansioso, infeliz y si bien creía ciegamente en la superioridad que su saber le proporcionaba, no estaba en paz consigo mismo ni con los demás. Su infelicidad era tan profunda cuan su vanidad. En un momento de humildad había sido capaz de escuchar a alguien que le sugería aprender a meditar como remedio a su angustia. Ya había oído decir que el zen era una buena medicina para el espíritu. En su región vivía un excelente maestro y el profesor decidió visitarle para pedirle que le aceptara como estudiante. Una vez llegado a la morada del maestro, el profesor se sentó en la humilde sala de espera y miró alrededor con una clara -aunque para él imperceptible- actitud de superioridad. La habitación estaba casi vacía y los pocos ornamentos sólo enviaban mensajes de armonía y paz. El lujo y toda ostentación estaban manifiestamente ausentes. Cuando el maestro pudo recibirle y tras las presentaciones debidas, el primero le dijo: "permítame invitarle a una taza de té antes de empezar a conversar". El catedrático asintió disconforme. En unos minutos el té estaba listo. Sosegadamente, el maestro sacó las tazas y las colocó en la mesa con movimientos rápidos y ligeros al cabo de los que empezó a verter la bebida en la taza del huésped. La taza se llenó rápidamente, pero el maestro sin perder su amable y cortés actitud, siguió vertiendo el té. El líquido rebosó derramándose por la mesa y el profesor, que por entonces ya había sobrepasado el límite de su paciencia, estalló airadamente tronando así: " ¡Necio! ¿Acaso no ves que la taza está llena y que no cabe nada más en ella?". Sin perder su ademán, el maestro así contestó: "Por supuesto que lo veo, y de la misma manera veo que no puedo enseñarte el zen. Tu mente ya está también llena".
N/A
N/A
complex
No era frecuente ver a Ramón entrar en el bar. Ni en el Parada, ni en ningún otro del barrio. De su casa al trabajo, jornadas tan largas que faltan dedos para contarlas… Once años en tierra, pero siempre alrededor del pescado. Antes con el barco de su padre hasta que se hartó y lo dejó. Muy duro para un jornal tan incierto. Pero allí estaba Cutilla, empezando, y necesitaba gente de confianza, muy trabajadora, para lo que él mandara, sin horas, trabajo y más trabajo; que supieran cómo se manipulaba el pescado, y que cogieran el camión, y luego lo descargaran, y volvieran a cargar; y ahora a por el hielo que se ha acabado y no tenemos bastante. No, no era frecuente ver a Ramón en el bar, por eso y por otras cosas que no vienen a cuento. Y si ese día entró fue porque la Carmen le había pedido que le trajera tabaco, que había vuelto otra vez. No podía decirle que no a su primo Juan, casi vecinos y al que apenas le veía. Así que una cerveza rápida, que a las cuatro le esperaba un camión que venía de Algeciras, con pescado del moro y había que descargarlo. Juan sí seguía en lo suyo, en la mar, con sus hermanos, con más aguante que dinero para cargar el depósito de gasoil, salir mar adentro, echar las redes para al final recoger fango. Pero así eran las cosas. Cuando no soplaba levante, entraba tormenta, y si no, mar de fondo, y lo que tocaba era pescar más fango. Se resistía a trabajar para otro por un sueldo. Pensaba que para depender de alguien, mejor esclavo de la mar. -Es una cabrona, primo, pero la ves venir y, si la entiendes, ella te avisa -, decía con ese deje de la bahía que deja los tonos arriba-. ¿Otra cerveza? -No, tengo la comida puesta, otro día… Si raro era ver a su primo en el Parada, más lo era ver al Cutilla. Andaba buscando a Diego, al contratista. Se traían entre manos un capricho de su señora, una piscina de seis por doce para esos días en los que no hay quien aguante en la playa al levante. Y a esa hora, siendo viernes, dar con él era tan fácil como localizar la gasolinera del pueblo. Sebastián Ramos, el Cutilla, entrador y distribuidor de pescado, jamás había conseguido que le llamaran Chano. Quizá fuera por esa habilidad disuasoria mostrada con sus operarios ante las peticiones que no estaba dispuesto a conceder: “Ya sabes, si no te gusta, grande es la puerta…” El contratista aún no había llegado y se fue derecho para Juan ofreciéndole una cerveza que llevaba en mano. -Y ¿qué? ¿Otro día sin coger nada? -Para qué te cuento; Dios mío qué aburrimiento, Cutilla, fango y más fango. ¡Qué disparate! ¡Qué te voy a contar! Tú estás viendo lo que entra en el muelle… Nada. Y lo que entra, no tiene valor, ni está pagado. Y nada más que gastos. Pero Juan había aprendido a no rendirse. Fracaso tras fracaso, mar adentro, a veinte millas, que los peces al despertarse con la primera luz tienen hambre, como los niños, y cuando se mueven para ver qué pillan, y allí están ellos, esperándoles con sus redes, con la esperanza de que ése será por fin el día que rompa tanta mala suerte. Y a no desesperar nunca: si ahora hay que darle a la brocha, luego a limpiar con su mujer las casas de otros alquilan a los forasteros; lo que haga falta, pero siempre libre. No quería ser esclavo de otro por un mísero sueldo. Sentía que en la mar era alguien, podía engañar a los peces, pero en tierra por un sueldo, el pescado era él. Cutilla desde hacía años le echaba el anzuelo. Lo quería en su nave. Sus hermanos eran dos chuflas y éste tenía talento. Pacientemente dejaba que la desesperanza hiciera su trabajo con el fin de pescarlo. Tener al Hermano Mayor de la Virgen del Carmen a sueldo significaba cubrir con su manto protector la secular economía del pueblo. En el muelle, en el mercado, en la industria de distribución del pescado, Cutilla había puesto su sello. Ahora sólo le quedaba cobrarse esa presa y la Virgen del Carmen era la carnaza apropiada para prenderla del anzuelo. Aquel año de lluvias fue de los que no se recuerdan. No hubo tregua y la techumbre de la capilla de los marineros se estaba viniendo abajo. Juan estaba achicando aguas en el barco de sus creencias, tan suyo como aquél en el que se hacía a la mar, cuando Cutilla se presentó con Ramón, el contratista. Cubos diseminados por el suelo simulaban ser los floreros receptores de aquél desastre. Cutilla dio un paso al frente, por derecho: -Todo esto tiene solución, si el Hermano Mayor de la Hermandad de la Virgen del Carmen da su visto bueno… -Cutilla, sabes que no me voy a trabajar contigo ni muerto. -¿Quién habla de eso? -Entonces, ¿qué quieres? -Que aceptes mi ayuda, al fin y al cabo también soy hermano del Carmen, ¿no? -Sí, de los pocos con dinero. -Con mucho dinero. El techo arreglado, y el manto terminado de bordar, y pagado, para lucirlo en la procesión de este año. -¿A cambio? -Nada, cabrón, demostrarte que no soy tan malo. Juanito, no te hagas el digno, guárdate el orgullo, anda; que tú y yo hemos compartido de chicos pupitre en las monjas, y ya nos conocemos… -Cutilla, hecho, pero no me vengas con trampas, ponte la medalla. Aquel 16 de Julio fue un Carmen tan largo y esplendoroso como el de todos los años. El levante dio una tregua y un suave poniente puso el punto fresco a la jornada. Un Cutilla humilde, hasta discreto, secreto sabedor de su triunfo, cargaba las andas del paso de la Virgen camuflado con el resto de los hermanos cargadores. Llegó el invierno. El otoño había dejado salir a los barcos, pero los bolsillos andaban vacíos, presas de los malos tiempos. Y aunque hubo pescado para vender, pocos podían comprar y los precios se vinieron abajo. Ahora, por otra causa, otro duro invierno. Tocaba aguantar. Juan lo tenía claro, el que resiste, gana. Y hasta que pasara el chaparrón de los malos tiempos, quietos, a no ponerse nerviosos, que siempre alguien agradecido llegaba regalando algo de su huerto. Corrían los días próximos a la Inmaculada y un Cutilla nervioso se presentó en el puerto: -El camión que conducía tu primo desde Algeciras, un niñato gilipollas adelantando lo ha tirado fuera de la carretera por no comérselo. -Vámonos. Ni preguntó por él. Se montó en el todo terreno y Cutilla lo puso al tanto. Su primo estaba bien. Ya estaban en camino una ambulancia y la grúa para rescatar al camión. El hermano pequeño de Cutilla con un camión frigorífico ya había salido para recoger la mercancía. La Barca de Vejer quedaba a pocos kilómetros y cuando llegaron, la Guardia Civil no daba abasto para poner orden en aquel desconcierto. Los madrileños, como aves migratorias de puente, se desplazaban a la costa y colapsaban los accesos al cruce. Su primo Ramón y el acompañante ya habían sido evacuados camino del hospital Virgen del Mar. Nada importante, la suerte se había puesto de su parte. El gilipollas de turno con su Ibiza de atronantes altavoces, se dio a la fuga pero acabó interceptado a la entrada de Barbate, cargado hasta las cejas de pastillas y alcohol. Juan se aprestó a echar una mano. La grúa ya había hecho su trabajo y las dos traseras de los camiones se aproximaron para hacer más fácil el traslado de la mercancía de uno a otro. Sólo estaban los tres Cutilla, y él; nadie más. Aquello le resultó extraño, salvo Sebastián, los dos Cutilla menores eran un cero a la izquierda. Nadie más de la empresa. La mercancía tan poco salió mal parada del percance, pero algunas cajas se habían abierto y los calamares andaban sueltos. Había que volver a recogerlos y meterlos en cajas. Juan conocía bien el cuerpo de los calamares y enseguida notó que grosor y peso no eran normales. Retiró la cabeza de uno de ellos y al apretar sus dedos por el otro extremo, una sustancia compacta y parda ascendió desde su barriga. Discretamente se acercó a Cutilla y lo apartó del resto: -Coño, Cutilla, no sabía que te dedicaras a la importación de los calamares rellenos. Menudo cabrón estás hecho. ¿Desde cuándo tienes a mi primo metido en esto, porque a él no se le nota? -Tu primo, no sabe nada. Sólo transporta lo que yo le digo a dónde yo quiero. -¡Qué cabrón eres! -Chitón, que ahora todos estamos pringaos y tú también, como el primero. -¡Quieto, que yo no tengo nada que ver con esta mierda! -Curita, no te pongas estupendo. ¿De dónde crees que sale tanto oro bordado para tu Virgen, la banda de música y el techo…? Juan se dio media vuelta y sin que la Guardia Civil, a lo suyo, sospechara nada, volvió como pudo al pueblo. Las pocas veces que coincide con Cutilla en el Parada, éste invita en voz alta a una ronda y pide ración de calamares rellenos. Hace un año que dejó el cargo de Hermano Mayor del Carmen, no pudo soportar que por encima del penetrante incienso, un olor dulzón a calamares rellenos enturbiara su fe de marinero.
N/A
N/A
complex
Dos monjes estaban peregrinando de un monasterio a otro y durante el camino debían atravesar una vasta región formada por colinas y bosques. Un día, tras un fuerte aguacero, llegaron a un punto de su camino donde el sendero estaba cortado por un riachuelo convertido en un torrente a causa de la lluvia. Los dos monjes se estaban preparando para vadear, cuando se oyeron unos sollozos que procedían de detrás de un arbusto. Al indagar comprobaron que se trataba de una chica que lloraba desesperadamente. Uno de los monjes le preguntó cuál era el motivo de su dolor y ella respondió que, a causa de la riada, no podía vadear el torrente sin estropear su vestido de boda y al día siguiente tenía que estar en el pueblo para los preparativos. Si no llegaba a tiempo, las familias, incluso su prometido, se enfadarían mucho con ella. El monje no titubeó en ofrecerle su ayuda y, bajo la mirada atónita del otro religioso, la cogió en brazos y la llevó al otro lado de la orilla. La dejó ahí, la saludó deseándole suerte y cada uno siguió su camino. Al cabo de un rato el otro monje comenzó a criticar a su compañero por esa actitud, especialmente por el hecho de haber tocado a una mujer, infringiendo así uno de sus votos. Pese a que el monje acusado no se enredaba en discusiones y ni siquiera intentaba defenderse de las críticas, éstas prosiguieron hasta que los dos llegaron al monasterio. Nada más ser llevados ante el Abad, el segundo monje se apresuró a relatar al superior lo que había pasado en el río y así acusar vehementemente a su compañero de viaje. Tras haber escuchado los hechos, el Abad sentenció: "Él ha dejado a la chica en la otra orilla, ¿tú, aún la llevas contigo?".
N/A
N/A
simple
Hubo una vez, hace mucho tiempo, una familia que era muy pobre pero que era muy honrada. Esa navidad la pasarían como todas las anteriores: sin regalos ni banquetes pero unidos en familia. Ya estaban acostumbrados a pasarla juntos, sin cosas materiales. La señora Libeth trabajaba reciclando objetos que la gente desechaba y el pequeño Territo acompañaba siempre a su mami para ayudarle. Un día encontraron una impresora vieja que recogieron con la intención de repararla y venderla para poder comprar al menos un panetón para la familia. El papá sabía un poco de impresoras y la reparó. Quiso probarla para ver si imprimía bien. Entonces fue a la casa de un amigo que tenía internet, buscó la imagen de un carrito —mientras pensaba en que él daría lo que fuera por tener algo de dinero para regalarle a Territo un carrito como ese— y le dio clic al botón “imprimir”. Entonces ocurrió algo extraño. A medida que iba entrando el papel a la impresora, ¡iba saliendo el carrito! ¡Pero era un carrito de verdad! El padre asombrado, se sobó ambos ojos para saber si es que estaba soñando. Pero el carrito seguía ahí y él se puso contento. Esto tiene que ser magia. Iré a contárselo a mi familia. ¡No me creerán si no lo ven! —dijo entusiasmado el padre. Entonces, la familia se puso muy contenta porque se les ocurrió montar un negocio para esa navidad en donde todos los juguetes que los niños deseaban, los podían conseguir en la nueva tienda de la familia. Habían llegado tantos clientes que necesitaban más impresoras pero eso era imposible ya que solo tenían una impresora mágica. La familia ya había obtenido mucho dinero, pero ellos querían seguir teniendo más y más. Así que la avaricia los cegó e hicieron funcionar la impresora mucho más tiempo de lo que se podía. Cuando ya estaba funcionando un mes sin parar, la impresora colapsó y se malogró. Empezaron a salir sapos en lugar de bonitos juguetes. La magia se había terminado. Entonces la familia se puso triste porque nunca más iban a tener una impresora igual. Entendieron que debieron tomarlo con calma y no ser impulsivos. Con el dinero que habían ganado, pudieron abrir un restaurante en donde vendían comida a un precio muy bajo para que todas las personas de bajos recursos puedan disfrutar de un rico almuerzo. Se habían propuesto ganar poco dinero pero lo necesario para vivir, al mismo tiempo que hacían una obra de bien social lo cual es invaluable. Ahora todas las navidades, la familia organiza un gran evento en el restaurante para que todos aquellos que no tienen recursos, puedan pasarla con ellos como una sola gran familia en la que todos comparten un bonito momento.
N/A
N/A
complex
¿Han jugado alguna vez con su chica a ser un desconocido? Esto es lo que les ocurrió a los protagonistas de esta historia. Ellos eran dos jóvenes enamorados. Llevaban un año de relación y estaban entregados el uno al otro. Él lo que más apreciaba de su chica era su pureza, algo que no entraba en otras mujeres que había conocido. Sin embargo ella, sufría porque notaba que le negaba algo; lo que da el amor superficial, el flirteo. Era una chica seria, pero no sabía ser ligera, y por eso sufría. El caso es que era su primer día de vacaciones y se dirigían en coche a los Montes Trata. De pronto, se estaban quedando sin gasolina pero pudieron llegar a la gasolinera más próxima. Y como a la chica los servicios le daban asco, se dirigió a un bosquecillo cercano y salió a esperarlo en la carretera mientras él repostaba. Cuando vio que se acercaba, le hizo señales como las que hacen los autoestopistas a los coches desconocidos. Al chico este detalle le encantó; disfrutaba cuando su chica estaba alegre. Y el joven, parando y bajando la ventanilla le dijo algo así: - Vaya, parece que hoy estoy de suerte. En cinco años que llevo conduciendo, nunca había cogido a una autoestopista tan guapa. Al principio él se empeñó en dedicarle zalamerías, pero eso no hizo más que avivar los celos de ella: veía cómo su chico se ligaba a una desconocida. Luego ella abandonó sus celos, y se aplicó en el papel de seductora experimentada. Y al desplegar sus encantos, se sentía sorprendida y encantada. Y él, por su parte, abandonó la galantería con que no quería más que halagar a su chica y se entregó al papel de hombre duro, dueño de sí mismo y sarcástico. La vida de ficción, estaba atacando a la vida sin ficción, decidieron, seguir jugando a ser infieles. Cuando llegaron a un cruce de caminos, él en vez de coger el que les llevaría a los Montes Trata, se dirigió a una ciudad desconocida. La verdad es que la habitación de los Tatra podía esperar hasta el día siguiente y no estaba mal celebrar el primer día de vacaciones con algo inesperado. Y así, llegaron a una ciudad a esa desconocida, y mientras él resolvía el fastidio de la habitación, la chica le esperó en el coche. Pensó que otras mujeres con las que se encontraba en sus viajes de trabajo, también lo esperarían en el coche, como ella ahora. Y esa imagen no le produjo dolor. Ahora la mujer extraña era ella; y ser esa mujer indecente e irresponsable, que tantos celos le provocaba, le resultó hermoso. Les había ganado la mano a todas, se había apoderado de sus armas; le producía satisfacción darle a su chico lo que no había sabido darle: ligereza, informalidad, inmoralidad… Y el juego continuó. Se sentaron en una mesa del restaurante del hotel y ella pidió para los dos una bebida dura: vodka. Él sentado cara a cara, notaba que no eran sólo las palabras las que hacían de su chica una persona diferente, sino que estaba cambiando por entero sus gestos, su mímica; todo le recordaba a ese tipo de mujer que conocía tan bien y que le producía verdadero rechazo. Hubo más vodka con sifón. Y el joven estaba cada vez más irritado por lo bien que sabía ser esa mujer lasciva, ¿y si realmente lo era? Al abrir la jaula con la excusa del juego, ¿no estaba conociendo a la chica que en realidad es? La que estaba sentada frente a él no era una mujer extraña dentro del cuerpo de su chica; era su propia chica, nadie más que ella. Sentía un desagrado cada vez mayor. Y por otra parte, cuanto más dejaba de ser la chica que él conocía, más la deseaba físicamente. Tenía la sensación de ver hoy por primera vez el cuerpo de su chica. A ella, sin embargo, como siempre tenía miedo de cada palabra que tenía que dar, de pronto se sentía completamente suelta. Esa vida ajena era una vida sin determinaciones biográficas, sin pasado, sin ataduras…; se sentía excepcionalmente libre. Sentía que tenía un buen cuerpo y no se avergonzaba de su hermosura, como antes. El problema de este juego raro era que el joven no dejaba de ver en la autoestopista desconocida a su chica. La veía seducir a un hombre desconocido y tenía el paradójico honor de ser él mismo objeto de su infidelidad. La conversación entre ellos se fue calentando y se dijeron barbaridades porque un medio borracho le hizo un comentario cuando ella volvía del servicio. Ella venía sintiendo cada uno de los movimientos de su cadera…: “No me extraña tiene aspecto de furcia. No me molesta. ¡Debería haberse ido con él! Le tengo a usted. Puede irse después. Es que él, no me gusta. No creo que tenga inconveniente en estar una misma noche con más de uno. Si son guapos ¿por qué no?” El juego les tenía atrapados y no podían salirse del tablero. El chico estaba tan molesto que llamó al camarero, pagó la cuenta, y se dirigieron a la habitación. Tenía deseos de humillarla. No a la autoestopista, sino a su propia chica. El juego se había confundido con la vida. El joven se olvidó que estaban jugando. En la habitación, le dijo que se desnudara, y le tiró un billete de cincuenta. La chica lo abrazó y trató de llegar con su boca a la de él. Pero le puso los dedos en la boca y la apartó suavemente: “Sólo beso a las mujeres cuando las quiero.” Nunca se había desnudado así. Estaba frente a él confiada, descarada, iluminada… En ese momento se dijo que el juego había terminado, que al quitarse la ropa se había quitado también el disfraz. Esbozó una sonrisa tímida y confusa para que él la interpretara, pero sólo veía el hermoso cuerpo extraño de su chica, a la que odiaba. Ella quiso acercarse pero no la dejó. La obligó a que subiera a una mesilla que había junto a la pared para verla mejor. La chica hizo un gesto de súplica pero el joven le dijo: “Ya has cobrado.” Con lágrimas en los ojos se subió a la mesa. Y el joven incrementó su autoritarismo: la obligaba a que tomara distintas posturas, bailara, le decía palabras que ella nunca le había oído decir… Era grosero y lascivo. Ella le llamó por su nombre pero él le gritó que no tenía derecho a tratarlo con tanta confianza. Entonces, mientras bailaba, estuvo a punto de caerse. El chico la sostuvo en el aire y la arrastró a la cama. La penetró. Y pronto hubo dos cuerpos perfectamente fundidos, sensuales y ajenos. Ella sabía que había atravesado la frontera prohibida porque se movía sin protestar, participando. Más allá de la frontera, le horrorizó comprobar que nunca había sentido tal placer y tanto placer como esta vez. Luego todo terminó. Él apagó la luz…, no deseaba ver la cara de la chica. Estaba acostado junto a ella de manera que sus cuerpos no se tocaran. Luego se oyó un suave gemido y a ella que le decía: “Yo soy yo, yo soy yo…” Él no dijo nada. Después el gemido se transformó en llanto y todavía tenían por delante trece días de vacaciones.
N/A
N/A
simple
Después de un gran almuerzo en una ciudad lejana, una familia celebraba la graduación de uno de sus hijos. Para continuar la charla fueron a otro ambiente de la casa, mientras que los niños que aún tenían energía para jugar salieron al inmenso jardín con los gemelos David y Andrés, sus amigos y primos. Los gemelos jugaban a las escondidas, algunos a las carreras, mientras otros buscaban palitos de algunas ramas, piedritas y cualquier cosa que les sirva para jugar. Pero de pronto uno de los primos de los gemelos llamado Pedro, se detuvo a observar un largo desfile de muchas hormigas cada una de ellas llevaban granos de arroz, semillas y pedazos de hojas hacia un hueco en un rincón del jardín. Todas iban muy rápido y en fila lo que llamó la atención del niño. —Mi mamá me contó que ellas guardan comida para el invierno y que son muy organizadas —dijo David. —Sí, la maestra Lucy que enseña en la escuela dice lo mismo —dijeron los demás. Pedro agarró una de las hormigas y la soltó para pisarla. Al ver esto los niños quisieron hacer lo mismo pero la mamá de los gemelos que lo observaba todo los llamó en voz alta y dijo: — ¿Qué están haciendo? —Nada —dijo el niño algo nervioso mientras los demás se alejaron un poco. — ¿Acaso no sabes que las hormigas están trabajando y solo almacenan con tiempo su alimento? No las deben molestar, ellas no le hacen daño a nadie. Lo que debemos hacer todos es aprender de ellas pues son muy trabajadoras y son un ejemplo de orden y organización que nosotros debemos seguir. Ellas no se cansan y pueden cargar cincuenta veces su peso sin quejarse para que no les falte el alimento ni a ellas ni a su familia. —Qué interesante —dijo uno de los niños—. Y todos los demás estaban en silencio y asombrados. Los gemelos dijeron juntos: A partir de ahora nadie las molestará y les pondremos granos de arroz y algunas migas de pan para que tengan mucha comida para todos en invierno.
N/A
N/A

About this dataset

The dataset Coh-Metrix-Esp (Cuentos) (Quispesaravia et al., 2016) is a collection of 100 documents consisting of 50 children fables (“simple” texts) and 50 stories for adults (“complex” texts) scrapped from the web. If you use this data, please credit the original website and our work as well (see citations below).

Citation

If you use our splits in your research, please cite our work: "A Benchmark for Neural Readability Assessment of Texts in Spanish".

@inproceedings{vasquez-rodriguez-etal-2022-benchmarking,
    title = "A Benchmark for Neural Readability Assessment of Texts in Spanish",
    author = "V{\'a}squez-Rodr{\'\i}guez, Laura  and
      Cuenca-Jim{\'\e}nez, Pedro-Manuel and
      Morales-Esquivel, Sergio Esteban and
      Alva-Manchego, Fernando",
    booktitle = "Workshop on Text Simplification, Accessibility, and Readability (TSAR-2022), EMNLP 2022",
    month = dec,
    year = "2022",
}

Coh-Metrix-Esp (Cuentos)

@inproceedings{quispesaravia-etal-2016-coh,
    title = "{C}oh-{M}etrix-{E}sp: A Complexity Analysis Tool for Documents Written in {S}panish",
    author = "Quispesaravia, Andre  and
      Perez, Walter  and
      Sobrevilla Cabezudo, Marco  and
      Alva-Manchego, Fernando",
    booktitle = "Proceedings of the Tenth International Conference on Language Resources and Evaluation ({LREC}'16)",
    month = may,
    year = "2016",
    address = "Portoro{\v{z}}, Slovenia",
    publisher = "European Language Resources Association (ELRA)",
    url = "https://aclanthology.org/L16-1745",
    pages = "4694--4698",
}

You can also find more details about the project in our GitHub.

Downloads last month
0
Edit dataset card