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El Indostán atribuye sus vastas epopeyas a un dios, a un hombre legendario, a un personaje de la misma obra o al tiempo; en la edificación de Las Mil y Una Noches han colaborado los siglos y los reinos. Se conjetura que el núcleo primitivo de la serie proviene precisamente del Indostán, que del Indostán pasó a Persia, de Persia a Arabia y de Arabia a Egipto, creciendo y multiplicándose. La redacción definitiva correspondería al siglo XIV y a Egipto. Para justificar el título tenían que ser exactamente mil y una; esta necesidad hizo que los copistas intercalaran en la obra textos fortuitos. Así, en una de sus noches, Schahrasad refiere la historia de Schahrasad, sin sospechar que se trata de sí misma; si hubiera persistido en tal distracción habríamos alcanzado el vértigo y la felicidad de un libro infinito. A primera vista, Las Mil y Una Noches sugieren un ejercicio ilimitado de la fantasía; sin embargo, a poco de explorar este laberinto descubrimos, como en el caso de otros, que no es un mero caos irresponsable, una orgía de la imaginación. El sueño tiene sus leyes. Abunda en ciertas simetrías: la repetición del número tres, las mutilaciones, las metamorfosis de cuerpos humanos en animales, la hermosura de las princesas, la pompa de los reyes, los talismanes mágicos, los genios todopoderosos que son esclavos del capricho de un hombre. Estos repetidos dibujos forman la trama y constituyen el estilo personal de esta gran obra colectiva, impersonal por excelencia.
Podemos afirmar sin hipérbole que hay dos tiempos. Uno es el tiempo histórico, en el que se trama nuestro destino; el otro, el tiempo de Las Mil y Una Noches. Pese a los infortunios y a los azares, a las metamorfosis y a los demonios, el caudaloso tiempo de Schahrasad nos deja un sabor que no es menos raro en los libros que en la vida. El sabor de la dicha. Abunda en fábulas y apólogos, pero su moraleja no es lo que importa; abunda en crueldades y en erotismos, pero en ellas hay la inocencia de formas inconclusas en un espejo.
En este volumen se incluye una sola pieza famosa, la historia de Aladino y la lámpara que De Quincey juzgaba la mejor y que no figura en los textos originales. Se trata acaso de una feliz invención de Galland, el orientalista francés que reveló, a principios del siglo XVIII, Las Mil y Una Noches al Occidente. Aceptada esta conjetura, Galland sería el último eslabón de una larga dinastía de narradores.
Al compilar este volumen me ha acompañado la esperanza de que no sacie la curiosidad del lector y lo invite al goce de perderse en la querida y dilatada región de la obra original.
LAS MIL Y UNA NOCHES SEGÚN BURTON
En Trieste, en 1872, en un palacio con estatuas húmedas y obras de salubridad deficientes, un caballero con la cara historiada por una cicatriz africana —el capitán Richard Francis Burton, cónsul inglés— emprendió una famosa traducción del Quitab aliflaila ua laila, libro que también los rumies llaman de las 1001 Noches. Uno de los secretos fines de su trabajo era la aniquilación de otro caballero (también de barba tenebrosa de moro, también curtido) que estaba compilando en Inglaterra un vasto diccionario y que murió mucho antes de ser aniquilado por Burton. Ése era Eduardo Lañe, el orientalista, autor de una versión harto escrupulosa de las 1001 Noches, que había suplantado a otra de Galland.
En algún lugar de su obra, Rafael Cansinos-Asséns jura que puede saludar las estrellas en catorce idiomas clásicos y modernos. Burton soñaba en diecisiete idiomas y cuenta que dominó treinta y cinco: semitas, dravidios, indoeuropeos, etiópicos… Ese caudal no agota su definición: es un rasgo que concuerda con los demás, igualmente excesivos. Nadie menos expuesto a la repetida burla de Hudibras contra los doctores capaces de no decir absolutamente nada en varios idiomas: Burton era hombre que tenía muchísimo que decir, y los setenta y dos volúmenes de su obra siguen diciéndolo. Destaco algunos títulos al azar: Goa y las Montañas Azules, 1851; Sistema de ejercicios de bayoneta, 1853; Relato personal de una peregrinación a Medina, 1855; Las regiones lacustres del África Ecuatorial, 1860; La Ciudad de los Santos, 1861; Exploración de las mesetas del Brasil, 1869; Sobre un hermafrodita de las islas del Cabo Verde, 1869: Cartas desde los campos de batalla del Paraguay, 1870; Última Thule o un verano en Islandia, 1875; A la Costa de Oro en pos de oro, 1883; El Libro de la Espada (primer volumen), 1884; El jardín fragante de Nafzauí, obra póstuma entregada al fuego por Lady Burton, así como una Recopilación de epigramas inspirados por Príapo. El escritor se deja traslucir en ese catálogo: el capitán inglés que tenía la pasión de la geografía y de las innumerables maneras de ser un nombre, que conocen los hombres. No difamaré su memoria, comparándolo con Morand, caballero bilingüe y sedentario que sube y baja infinitamente en los ascensores de un idéntico hotel internacional y que venera el espectáculo de un baúl… Burton, disfrazado de afghán, había peregrinado a las ciudades santas de Arabia: su voz había pedido al Señor que negara sus huesos y su piel, su dolorosa carne y su sangre, al Fuego de la Ira y de la Justicia; su boca, resecada por el samún, había dejado un beso en el aerolito que se adora en el Caaba. Esa aventura es célebre: el posible rumor de que un incircunciso, un nazraní, estaba profanando el santuario, hubiera determinado su muerte. Antes, en hábito de derviche, había ejercido la medicina en El Cairo —no sin variarla con la prestidigitación y la magia, para obtener la confianza de los enfermos. Hacia 1858, había comandado una expedición a las secretas fuentes del Nilo: cargo que lo llevó a descubrir el lago Tanganika. En esa empresa lo agredió una alta fiebre; en 1855 los somalíes le atravesaron los carrillos con una lanza. (Burton venía de Harrar, que era ciudad vedada a los europeos, en el interior de Abisinia.) Nueve años más tarde, ensayó la terrible hospitalidad de los ceremoniosos caníbales del Dahomé; a su regreso no faltaron rumores (acaso propagados, y ciertamente fomentados, por él) de que había «comido extrañas carnes». Los judíos, la democracia, el Ministerio de Relaciones Exteriores y el cristianismo, eran sus odios preferidos: Lord Byron y el Islam, sus veneraciones. Del solitario oficio de escribir había hecho algo valeroso y plural: lo acometía desde el alba, en un vasto salón multiplicado por once mesas, cada una de ellas con el material para un libro— y alguna con un claro jazmín en un vaso de agua. Inspiró ilustres amistades y amores: de las primeras básteme nombrar la de Swinburne, que le dedicó la segunda serie de Poems and Ballads —in recognition of a friendship which I must always count among the bighest honours of my life— y que deploró su deceso en muchas estrofas. Hombre de palabra y hazañas, bien pudo Burton asumir el alarde del Diván de Almotanabí:
El caballo, el desierto, la noche me conocen.
El huésped y la espada, el papel y la pluma.
Se advertirá que desde el antropófago amateur hasta el polígloto durmiente, no he rechazado aquellos caracteres de Richard Burton que sin disminución de fervor podemos apodar legendarios. La razón es clara: el Burton de la leyenda de Burton, es el traductor de las Noches. Yo he sospechado alguna vez que la distinción radical entre la poesía y la prosa está en la muy diversa expectativa de quien las lee: la primera presupone una intensidad que no se tolera en la última. Algo parecido acontece con la obra de Burton: tiene un prestigio previo con el que no ha logrado competir ningún arabista. Las atracciones de lo prohibido le corresponden. Se trata de una sola edición, limitada a mil ejemplares para mil suscriptores del Burton Club, y que hay el compromiso judicial de no repetir. (La reedición de Leonard C. Smithers «omite determinados pasajes de un gusto pésimo, cuya eliminación no será lamentada por nadie»; la selección representativa de Bennett Cerf —que simula ser integral— procede de aquel texto purificado.) Aventuro la hipérbole: recorrer Las Mil y Una Noches en la traslación de Sir Richard no es menos increíble que recorrerlas «vertidas literalmente del árabe y comentadas» por Simbad el Marino. Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lañe; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lañe (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de Fitz Gerald… La solución «prosaica» del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses —procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica.
He mencionado la diferencia fundamental entre el primitivo auditorio de los relatos y el club de suscriptores de Burton. Aquéllos eran picaros, noveleros, analfabetos, infinitamente suspicaces de lo presente y crédulos de la maravilla remota; éstos eran señores del West End, aptos para el desdén y la erudición y no para el espanto o la risotada. Aquéllos apreciaban que la ballena muriera al escuchar el grito del hombre; éstos, que hubiera hombres que dieran crédito a una capacidad moral de ese grito. Los prodigios del texto —sin duda suficientes en el Kordofán o en Bulak, donde los proponían como verdades— corrían el albur de parecer muy pobres en Inglaterra. (Nadie requiere de la verdad que sea verosímil o inmediatamente ingeniosa; pocos lectores de la Vida y Correspondencia de Carlos Marx reclaman indignados la simetría de las Contrerimes de Toulet o la severa precisión de un acróstico.) Para que los suscriptores no se le fueran, Burton abundó en notas explicativas «de las costumbres de los hombres islámicos». Cabe afirmar que Lañe había preocupado el terreno. Indumentaria, régimen cotidiano, prácticas religiosas, arquitectura, referencias históricas o alcoránicas, juegos, artes, mitología —eso ya estaba elucidado en los tres volúmenes del incómodo precursor. Faltaba, previsiblemente, la erótica. Burton (cuyo primer ensayo estilístico había sido un informe harto personal sobre los prostíbulos de Bengala) era desaforadamente capaz de tal adición. De las delectaciones amorosas en que paró, es buen ejemplo cierta nota arbitraria del tomo séptimo, graciosamente titulada en el índice capotes mélancoliques. La Edinburgh Review lo acusó de escribir para el albañal; la Enciclopedia Británica resolvió que una traslación integral era inadmisible y que la de Edward Lane «seguía insuperada para un empleo realmente serio». No nos indigne demasiado esa oscura teoría de la superioridad científica y documental de la expurgación: Burton cortejaba esas cóleras. Por lo demás, las muy poco variadas variaciones del amor físico no agotan la atención de su comentario. Éste es enciclopédico y montonero, y su interés está en razón inversa de su necesidad. Así el volumen 6 (que tengo a la vista) incluye unas trescientas notas, de las que cabe destacar las siguientes: una condenación de las cárceles y una defensa de los castigos corporales y de las multas; unos ejemplos del respeto islámico por el pan; una leyenda sobre la capilaridad de las piernas de la reina Belkís; una declaración de los cuatro colores emblemáticos de la muerte; una teoría y práctica oriental de la ingratitud; el informe de que el pelaje overo es el que prefieren los ángeles, así como los genios del doradillo; un resumen de la mitología de la secreta Noche del Poder o Noche de las Noches; una denuncia de la superficialidad de Andrew Lang; una diatriba contra el régimen democrático; un censo de los nombres de Mohámed, en la Tierra, en el Fuego y en el Jardín; una mención del pueblo amalecita, de largos años y de larga estatura; una noticia de las partes pudendas del musulmán, que en el varón abarcan del ombligo hasta la rodilla, y en la mujer de pies a cabeza; una ponderación del asado del gaucho argentino; un aviso de las molestias de la «equitación» cuando también la cabalgadura es humana; un grandioso proyecto de encastar monos cinocéfalos con mujeres y derivar así una subraza de buenos proletarios. A los cincuenta años, el hombre ha acumulado ternuras, ironías, obscenidades y copiosas anécdotas; Burton las descargó en sus notas.
Queda el problema fundamental. ¿Cómo divertir a los caballeros del siglo diecinueve con las novelas por entregas del siglo trece? Es harto conocida la pobreza estilística de las Noches. Burton, alguna vez, habla del «tono seco y comercial» de los prosistas árabes, en contraposición al exceso retórico de los persas; Littmann, el novísimo traductor, se acusa de haber interpolado palabras como preguntó, pidió contestó, en cinco mil páginas que ignoran otra fórmula que dijo —invocada invariablemente. Burton prodiga con amor las sustituciones de ese orden. Su vocabulario no es menos dispar que sus notas. El arcaísmo convive con el argot, la jerga carcelaria o marinera con el término técnico. No se abochorna de la gloriosa hibridación del inglés: ni el repertorio escandinavo de Morris ni el latino de Johnson tienen su beneplácito, sino el contacto y la repercusión de los dos. El neologismo y los extranjerismos abundan: castrato, inconséquence, hauteur, in gloria, bagnio, langue fourée, pundonor, vendetta, Wazir. Cada una de esas palabras debe ser justa, pero su intercalación importa un falseo. Un buen falseo, ya que esas travesuras verbales —y otras sintácticas— distraen el curso a veces abrumador de las Noches. Burton las administra: al comienzo traduce gravemente Sulayman, Son of David (on the twain he peacel); luego —cuando nos es familiar esa majestad— lo rebaja a Salomón Davidson. Hace de un rey que para los demás traductores es «rey de Samarcanda en Persia», a King of Samarcand in Barbarianland; de un comprador que para los demás es «colérico», a man of wrath. Ello no es todo: Burton reescribe íntegramente —con adición de pormenores circunstanciales y rasgos fisiológicos— la historia liminar y el final.
CUENTOS ARGENTINOS
Siempre las letras argentinas en algo difirieron de las que dieron al castellano los demás países del continente. A fines del siglo pasado se produjo aquí un género singular, la poesía gauchesca; ahora ya son muchos los escritores que se inclinan hacia la literatura fantástica y que no ensayan una mera transcripción de la realidad.
Según se sabe, el modernismo renovó, a fines del siglo XIX y a principios del XX, las diversas literaturas de la vasta lengua española. Esta renovación abarcó principalmente el verso; en lo que se refiere a la prosa, no fue más allá de lo musical y de lo decorativo. La única excepción digna de recuerdo la constituyen Las fuerzas extrañas de Leopoldo Lugones (1874-1938). Este libro se publicó en 1906.
De los relatos que lo integran el más notable nos parece «Yzur». Algún crítico ha indicado el influjo de Edgar Allan Poe y de Wells, ambos escritores estaban al alcance de todos y ninguno, salvo Lugones, aprovechó este influjo.
Hemos hablado del exceso decorativo en que incurrieron casi todos los modernistas; el argumento de Lugones exigía que su narrador fuera un hombre de ciencia, hecho que debemos agradecer, ya que le impuso un estilo severo. Pasó casi inadvertido por ello mismo. La historia es singular; para no delatar su contenido, sólo la juzgaremos a grandes rasgos. Puede ser leída de dos maneras. La primera sería considerarla la narración de un experimento extraordinario; la segunda es la crónica de dos seres que, a lo largo del tiempo, se enloquecen y de algún modo amalgaman la bestialidad y la humanidad. La página final puede ser realista, pero asimismo puede ser alucinatoria.
La carrera literaria de Adolfo Bioy Casares es harto extraña. Empieza por el caos, tal es el adecuado nombre de uno de sus primeros libros y arriba a la claridad clásica y a la trama originalísima. «El calamar opta por su tinta» no sólo es un cuento fantástico, sino también un alegato contra la estupidez y la cobardía. Nos da de modo magistral el ambiente de un pueblo de la llanura, que poco o nada se parece a la pampa de los hombres de letras.
Como tantas narraciones fantásticas de la más novedosa actualidad, «El destino es chambón» de Arturo Cancela y Pilar de Lusarreta, escrito hacia 1920, es fundamentalmente un juego con el tiempo. Los Tres relatos porteños de Arturo Cancela, de la lejana cepa judía, son ahora clásicos. La prosa que aquí se incluye, de marcado acento satírico, conserva, sin la menor condescendencia sentimental, un Buenos Aires ya perdido para nosotros.
Menos famosos que sus novelas, los cuentos de Julio Cortázar son acaso mejores. El tema de la «Casa tomada» es la gradual intromisión del mundo fantástico en este otro mundo que, por una manida convención, llamamos mundo real. El estilo moroso conviene al creciente horror del relato.
Manuel Mújica Laínez es uno de los primeros escritores de la Argentina. Los ídolos no es quizá la más famosa de sus obras, pero bien puede ser la mejor. La fábula historiada en «La galera» ocurre en tiempos del virreinato, pero el autor ha tenido la elegancia de prescindir de arcaísmos incómodos. Todo es trabajoso, tortuoso, polvoriento y destartalado como el viaje que nunca agota la llanura y como el alma de la sórdida protagonista. El argumento nos depara un final que asombra.
Autora del admirable libro de poemas Enumeración de la patria, Silvina Ocampo ha logrado también no menos admirables volúmenes de prosa narrativa. Los distingue una muy personal imaginación, un minucioso estilo visual y cierta delicada aceptación de le crueldad humana y de la desdicha. Tal, en el cuento «Los objetos» la suerte ineludible y gradual de Camila Ersky.
Federico Peltzer ejerce la abogacía y es camarista. El relato que figura en este volumen acontece en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, pero posee la singular virtud de haber podido acontecer en cualquier sitio y en cualquier siglo. No nos asombraría descubrirlo en el Libro de las Mil y Una Noches.
Manuel Peyrou (1902-1973) nació en el norte de la provincia de Buenos Aires. Chesterton fue su primer maestro; luego pasó a duras narraciones de malevos y finalmente a la novela satírica de los diversos gobiernos que ha padecido esta república. Una sola vez que sepamos, ensayó el género fantástico. En su relato «Pudo haberme ocurrido» el ayer y el hoy se confunden y su extraño abrazo es inútil.
María Esther Vázquez une a un estilo siempre límpido una imaginación melancólica, acaso de remota raigambre celta. En «El elegido» se juntan con felicidad dos sueños que las generaciones de los hombres siguen soñando desde hace dos mil años. El desenlace es una justa rebeldía contra la impiedad de un destino atroz y fantástico.
Por razones obvias la visión que este volumen ofrece es necesariamente parcial, no faltará ocasión en el porvenir de complementar estas páginas. En ellas, pese a su brevedad, se oye nuestra voz que de algún modo es incapaz de olvidar estas soledades del Sur.
LORD DUNSANY: EL PAÍS DEL YANN
La literatura, nos dicen, empieza por cosmogonías y mitos; Edward John Moreton Drax Plunkett, Lord Dunsany, ensayó con felicidad ambos géneros en The gods of Pegana (1905) y Time and the Gods (1906). Se ha comparado la cosmogonía de Dunsany con la de William Blake, anterior en un siglo. Hay una diferencia esencial: la de Blake corresponde a una renovación total de la ética, que procede de Swedenborg y que Nietzsche prolongará; la de Lord Dunsany, a un libre y gozoso juego de la imaginación. Lo mismo cabe decir de los otros textos que integran su vasta obra.
Es extraordinario que nuestro tiempo, tan generoso de sonora publicidad, insista en ignorar a Lord Dunsany. Los diccionarios biográficos y las historias de la literatura lo omiten; no sin trabajo hemos reunido las siguientes noticias. Lord Dunsany nació en 1878 en el condado de Meath, no lejos de Dublín. Y murió, como todo irlandés que se respeta, en Inglaterra en 1957. A los doce años heredó el título de barón. Fue soldado: militó en Sudáfrica y en la Primera Guerra Mundial; fue cazador de leones: ese censurable hábito le inspiró las pocas páginas autobiográficas de su obra. Fue un diestro ajedrecista y ha dejado muchos problemas de ajedrez. Fue un buen jugador de cricket. Escribió poemas intensos y epigramáticos. Jamás condescendió a la polémica, toda su obra tiene su raíz en los sueños. Matthew Arnold, en 1867, había declarado que lo esencial de la literatura celta es el sentimiento mágico de la naturaleza; la obra de Dunsany confirmaría espléndidamente esa aseveración. En 1921 manifestó: «No escribo nunca sobre las cosas que he visto; escribo sobre las que he soñado».
Acaso sin saberlo o sin proponérselo todo escritor deja dos obras. Una, la suma de sus textos escritos o, tal vez, el más vivido; otra, la imagen que del hombre se forman los demás. En el caso de Dunsany la figura de un aristócrata afortunado y verosímilmente frívolo ha borrado centenares de buenas páginas.
Este caballero alto y delgado, buen conversador y cordial, fue amigo de Kipling, de Moore y de Yeats. Por una indiscreción de Pedro Henríquez Ureña, que lo trató en los Estados Unidos, donde se había resignado a dar conferencias, sabemos de su conmovedora necesidad de ser admirado.
Schopenhauer pensaba, como los místicos, que la vida es fundamentalmente onírica; todos los cuentos de Lord Dunsany son los de un soñador. «En donde suben y bajan las mareas» el sueño es una pesadilla; empieza el día de hoy en Londres y se proyecta, agigantándose, en siglos de soledad y de fango. Sucesivas y casi infinitas generaciones heredan un solo hecho atroz. También son plurales las generaciones de «La espada y el ídolo», pero la fábula corresponde a un antiguo ayer y no a un impreciso mañana. La protagonista es una espada de hierro. El mecanismo de infinitas postergaciones de «Carcasona» prefigura a Kafka; su ámbito medieval, en cambio, corresponde a las hermosas osadías y riesgos del ciclo de Bretaña. Puede leerse, asimismo, como alegórico del destino del hombre y, terminada su lectura, sentimos como nuestra la desolación y la inutilidad de la vasta empresa. En «Días de ocio en el país del Yann» las maravillas se acumulan y se sobrepasan. La historia fluye como el río que navegan los héroes y el canto del timonel va ritmando los días y las noches de ese tiempo íntimo, que está fuera del tiempo. En «El campo» el movimiento es inverso; se pasa de una felicidad a la sombra y a la proyección de algo terrible. El tema secreto de «Los mendigos» es el inesperado descubrimiento de la belleza en una gran ciudad; nada más diremos para no echar a perder la sorpresa de esta curiosa fábula.
El ambiente de todas estas piezas es de antigua y fresca leyenda o de cuento de hadas; ello ciertamente no ocurre con las dos últimas de esta serie. En las otras todo es maravilloso y el pájaro que canta, el inocente arroyo silencioso y el oscuro vino que resplandece en la copa de plata, no son menos mágicos que la espada o el talismán. Ahora, en «El bureau d’Échange de Maux», lo sobrenatural está en un solo hecho, que es o parece consecuencia de cotidianas rutinas. «Una noche en una taberna» es una breve pieza dramática, el ambiente es vulgar y deliberadamente plebeyo; lo fantástico se reserva para los minutos finales e irrumpe con horror cuando nadie, ni los protagonistas ni el auditorio, podían prever la catástrofe.
En nuestro siglo de notorios escritores comprometidos o de conspiradores que ansiosamente buscan su cenáculo, y quieren ser los ídolos de una secta, es insólita la aparición de un Lord Dunsany, que tuvo mucho de juglar y que se entregó con tanta felicidad a los sueños. No se evadió de las circunstancias. Fue un hombre de acción y un soldado, pero, ante todo, fue el hacedor de un arrebatado universo, de un reino personal, que fue para él la sustancia íntima de su vida.
CUENTOS RUSOS
Fatalmente imaginamos a Dostoyevski (1821-1881) como un personaje de Dostoyevski. Su vida incluye la pobreza, la conspiración, la condena, el encarcelamiento en Siberia, la humillación, el alcohol, el juego, la epilepsia y, como la de todos los hombres, la ventura y la desventura, pero tales hechos, que parecen confirmar nuestra primera imagen, quedan anulados por uno solo: su vasta y múltiple labor literaria. El típico héroe de Dostoyevski pasa de la angustia a la culpa, a la efusiva confesión y al arrepentimiento; no lo pensamos entregado día tras día a la compleja ejecución de ficciones. Si Dostoyevski fue Raskólnikov, lo fue en la medida en que Shakespeare fue las Tres Parcas o fue Hamlet o en que Cervantes fue Alonso Quijano, que quería ser don Quijote. Lo vemos a través de sus sueños que son, al fin, lo que perdura del extraño destino del escritor.
Diríase también que nuestro tiempo atribuye una desmesurada importancia a las vicisitudes políticas; la burocrática y jerárquica Rusia que nos muestran los libros de Dostoyevski no es acaso muy distinta de la de ahora. Cuando habla de la estepa nos parece que habla de la pampa; las grandes y ramificadas familias que imaginó podían ser las del sur de este continente.
La minuciosa burocracia, exaltada satíricamente, es el tema esencial de la inconclusa fantasía de «El cocodrilo». El ambiente es de sueño y está a punto de caer en la pesadilla, pero no se hunde en sus repetidos abismos gracias al tono de humorismo y a lo deleznable y trivial de los protagonistas. El lector sospecha que Dostoyevski no supo salir de su cocodrilo y ello explicaría por qué sus páginas no han logrado su desenlace y se dispersan en episodios circunstanciales. Es curioso que Rafael Cansinos-Asséns, en el proemio de la traducción española, parece no haber advertido que la obra es un fragmento. Prefigurando a Kafka, la situación gira sobre sí misma y es de hecho una sola que nos va revelando los caracteres. Lo mismo ocurre en El Quijote, que consta de una sola aventura con variaciones que van presentando y profundizando en las almas de Alonso Quijano y de Sancho. Puede ser juzgada arbitraria la vecindad, en este volumen, de Andréiev y de Dostoyevski. Cabría, sin embargo, observar que los dos coinciden en el patético ímpetu y en la desconsolada visión de un mundo enemigo.
Es habitual hablar de la polémica del realismo y del simbolismo. Se olvida que esas escuelas antagónicas asumieron forma distinta en cada país y significan en cada caso cosas diversas: el realismo ruso, digamos, tiene poco o nada en común con el italiano. Leónidas Andréiev (1871-1919) fue, a su manera eslava, un eminente devoto de ambas capillas. Al realismo corresponden Sawa y Anfisa; al simbolismo, La vida del hombre, Anatema, El océano y Las máscaras negras. Hemos elegido para este libro el cuento que se titula «Lázaro». En 1855 el escritor inglés Robert Browning había tratado el mismo tema en un curioso y largo poema. El Lázaro de Browning redescubre, como un niño asombrado, las cosas mínimas y evidentes del mundo; el de Andréiev, después de haber estado en la muerte, siente que todo aquí es deleznable y que la aniquilación es el término. Desolado y aterido rehuye la compañía de los hombres; en su mirada atroz, que para los demás es intolerable, parece estar escrito ese fin. Este admirable relato, que puede, como si fuera un hecho personal, modificar nuestro concepto del mundo, refleja, en su cristal, el doloroso destino de Andréiev. Conoció muy de cerca la pobreza y fue acosado por la voluntad del suicidio. El éxito literario que lograron Los siete ahorcados y El abismo estuvo oscurecido por las persecuciones políticas que sufrió. Partidario de la Revolución e incomprendido por sus camaradas, huyó a Finlandia urgido por la amenaza de que lo asesinaran. Murió allí en la pobreza, despojado como Lázaro, su protagonista, su doble, de toda esperanza.
No es una hipérbole afirmar que el último cuento de nuestra serie es uno de los más admirables que la literatura pueda ofrecernos. En términos teológicos cabría decir que su tema esencial es la salvación por la gracia, no por las obras. Pero esta afirmación abstracta corre el albur de profanar la certidumbre y el inesperado esplendor de las últimas páginas.
En los dos textos anteriores, lo fantástico es notorio desde el principio; en «La muerte de Iván Ilich» de León Tolstói (1828-1910) la revelación sobrenatural nos llega al final, inevitable y asombrosa, como la última experiencia de un alma.
No debemos privarnos de la lectura de esta excelente pieza de Tolstói, tan justicieramente famoso, donde se conjugan el conocimiento del hombre y la perfección literaria.