text
stringlengths
0
8.99k
EDGAR ALLAN POE: LA CARTA ROBADA
A la obra escrita de un hombre debemos muchas veces agregar otra quizá más importante: la imagen que de ese hombre se proyecta en la memoria de las generaciones. Byron, por ejemplo, es más perdurable y más vivido que la obra de Byron. Edgar Allan Poe es más visible ahora que cualquiera de las páginas que compuso y aun más que la suma de esas páginas.
Dos escritores norteamericanos hay sin los cuales la literatura de nuestro tiempo sería inconcebible o, por lo menos, muy distinta de lo que es: Poe y Walt Whitman. De Walt Whitman proceden el verso libre, el amor de las muchedumbres y de las empresas de nuestra época atareada; no menos rico es el influjo de Poe y harto más diverso. El concepto del arte como una operación de la inteligencia y no como un don del espíritu fue formulado por primera vez en su «The Philosophy of Composition», que data de 1846, y se prolonga en Baudelaire, en el simbolismo, y en Paul Valéry. Cinco años antes había publicado «Murders in the Rue Morgue», que inventa el género policial y cuya progenie es innumerable. Su mejor prosa debe buscarse en el cuento fantástico, al que agrega una premeditación y un rigor que hasta entonces no eran propios del género. Alguien lo acusó de imitar a los románticos alemanes. Poe replicó: «El horror no es de Alemania; es del alma». Lo fue también de su destino.
Nació en Boston en 1809. Hijo de actores de la legua, le gustaba soñarse descendiente de una antigua estirpe normanda; ese anhelo romántico no es menos real que las pobres circunstancias de su nacimiento. Huérfano de temprana edad, fue recogido por un hombre de negocios, John Allan, cuyo apellido tomó. Con sus padres adoptivos fue a Inglaterra; los años que pasó como alumno interno en un viejo colegio pueden adivinarse en el extraño cuento «William Wilson», donde se juega con el tema del doble. Menos fidedigno es el viaje a Rusia que tan amplio lugar ocupó en su diálogo. De regreso a su patria estudió en la Universidad de Virginia, donde frecuentó, con el riesgo que es de prever, la compañía de tahúres. Después vendría el alcohol. En 1827 se alistó en el ejército y fue cadete en la Academia Militar de West Point. Ya había empezado a publicar, sin mayor resonancia. Su voluntaria negligencia hizo que le dieran la baja. En 1835 se casó con su prima, Virginia Clemm, de trece años. Según parece, el matrimonio no llegó a consumarse. En 1845 su mujer murió de tuberculosis. Las circunstancias son complejas; se ha dicho que Edgar estaba enamorado de la madre, Marta Clemm, y no de la hija. Durante esos diez años ejecutó lo mejor de su obra. Ya viudo buscó la intimidad de otras mujeres que le inspiraron inolvidables piezas poéticas. Más de una vez el solitario desengañado pensó en esa puerta abierta, el suicidio. Perdido en los delirios del alcohol, murió en un hospital de Baltimore. Un compañero de la sala recordaría sus últimas palabras; eran las de uno de sus personajes, el náufrago, cuya muerte soñó en Arthur Gordon Pym (1838), libro que prefiguraba a Moby Dick y es, como éste, una pesadilla del color blanco. (Arthur Gordon Pym es, evidentemente, una variación de Edgar Allan Poe.) Las neurosis y la pobreza de Poe fueron, a no dudarlo, desdichas, pero la vida le deparó una incesante felicidad: la invención y la ejecución de una obra espléndida. También podría decirse que la desdicha fue su instrumento necesario.
Fuera de alguna desafortunada incursión en el género humorístico, la palabra pesadilla es aplicable a casi todas las narraciones de Poe. Para este libro hemos elegido cuatro de sus más apasionadas piezas y el relato policial «The Purloined Letter». A diferencia de los ulteriores cuentos de Wells, «MS Found in a Bottle» no quiere parecer verídico, pero es tan concreto y tan poderoso como lo son las alucinaciones; en «The Facts in The Case of M. Valdemar» el horror físico se agrega al horror de lo sobrenatural; en «The Man of the Crowd» los temas centrales son la soledad y la culpa; «The Pit and the Pendulum» es una exaltación gradual del terror.
El señor John Allan, a quien tantos justificados disgustos dio su hijo adoptivo, no sospechó nunca que éste le daría también un nombre inmortal.
He escrito en el principio de esta página dos altos nombres americanos, Whitman y Poe. El primero, como poeta, fue infinitamente superior al segundo; pero ahora Edgar Allan Poe está mucho más cerca de mí. Hace casi setenta años, sentado en el último peldaño de una escalera que ya no existe, leí «The Pit and the Pendulum»; he olvidado cuántas veces lo he releído o me lo he hecho leer; sé que no he llegado a la última y que regresaré a la cárcel cuadrangular que se estrecha y al abismo del fondo.
P'U SUNG-LING: EL INVITADO TIGRE
Las Analectas del muy razonable Confucio aconsejan que debemos reverenciar a los seres espirituales, pero inmediatamente agregan que es mejor mantenerlos a distancia. Los mitos del taoísmo y del budismo han mitigado ese milenario dictamen; no habrá un país más supersticioso que el chino. Las vastas novelas realistas que ha producido —el Sueño del Aposento Rojo, sobre el que volveremos— abundan en prodigios, precisamente porque son realistas y lo prodigioso no se juzga imposible, ni siquiera inverosímil.
Las historias elegidas para este libro pertenecen en su mayoría al Liao-Chai de P’u Sung-Ling, cuyo apodo literario era el Último Inmortal o Fuente de los Sauces. Datan del siglo XVII. Hemos seguido la versión inglesa de Herbert Allen Giles, publicada en 1880. De P’u Sung-Ling se sabe muy poco, salvo que fue aplazado en el examen del doctorado de letras hacia 1651. A ese afortunado fracaso debemos su entera dedicación al ejercicio de la literatura y, por consiguiente, la redacción del libro que lo haría famoso. En la China, el Liao-Chai ocupa el lugar que en el Occidente ocupa el libro de Las Mil y Una Noches.
A diferencia de Edgar Allan Poe y de Hoffmann, P’u Sung-Ling no se maravilla de las maravillas que refiere. Más lícito es pensar en Swift, no sólo por lo fantástico de la fábula, sino por el tono de informe, lacónico e impersonal, y por la intención satírica. Los infiernos de P’u Sung-Ling nos recuerdan a los de Quevedo; son administrativos y opacos. Sus tribunales, sus lictores, sus jueces, sus escribientes son no menos venales y burocráticos que sus prototipos terrestres de cualquier lugar y de cualquier siglo. El lector no debe olvidar que los chinos, dado su carácter supersticioso, tienden a leer estos relatos como si leyeran hechos reales, ya que para su imaginación, el orden superior es un espejo del inferior, según la expresión de los cabalistas.
En el primer momento, el texto corre el albur de parecer ingenuo; luego sentimos el evidente humor y la sátira y la poderosa imaginación que con elementos comunes —un estudiante prepara su examen, una merienda en una colina, un imprudente que se embriaga— trama, sin esfuerzo visible, un orbe tan inestable como el agua y tan cambiante y prodigioso como las nubes. El reino de los sueños o mejor aún, el de las galerías y laberintos de la pesadilla. Los muertos vuelven a la vida, el desconocido que nos visita no tarda en ser un tigre, la niña evidentemente adorable es una piel sobre un demonio de rostro verde. Una escalera se pierde en el firmamento; otra, se hunde en un pozo, que es habitación de verdugos, de magistrados infernales y de maestros.
A los relatos de P’u Sung-Ling hemos agregado dos no menos asombrosos que desesperados, que son una parte de la casi infinita novela Sueño del Aposento Rojo. Del autor o de los autores, poco se sabe con certidumbre, ya que en la China las ficciones y el drama son un género subalterno. El Sueño del Aposento Rojo o Hung Lou Meng es la más ilustre y quizá la más populosa de las novelas chinas. Incluye cuatrocientos veintiún personajes, ciento ochenta y nueve mujeres y doscientos treinta y dos varones, cifras que no superan las novelas de Rusia y las sagas de Islandia, que, a primera vista, pueden anonadar al lector. Una traducción completa, que no ha sido intentada aún, exigiría tres mil páginas y un millón de palabras. Data del siglo XVIII y su autor más probable es Tsao-Hsueh-Chin. «El sueño de Pao-Yu» prefigura aquel capítulo de Lewis Carroll en que Alicia sueña con el Rey Rojo, que está soñándola, salvo que el episodio del Rey Rojo es una fantasía metafísica, y el de Pao-Yu está cargado de tristeza, de desamparo y de la íntima irrealidad de sí mismo. «El espejo de viento-luna», cuyo título es una metáfora erótica, es acaso el único momento de la literatura en que se trata con melancolía y no sin cierta dignidad el goce solitario.
Nada hay más característico de un país que sus imaginaciones. En sus pocas páginas este libro deja entrever una de las culturas más antiguas del orbe y, a la vez, uno de los más insólitos acercamientos a la ficción fantástica.
NATHANIEL HAWTHORNE: EL GRAN ROSTRO DE PIEDRA
Nathaniel Hawthorne nació en 1804 en el puerto de Salem, que adolecía, ya por entonces, de dos rasgos anómalos en América; era muy viejo y estaba en decadencia. En esta vieja y decaída ciudad de honesto nombre bíblico, Hawthorne vivió hasta 1836; la quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, los fracasos, las enfermedades, las manías; esencialmente no es mentira decir que nunca se alejó de ella. Cincuenta años después, en Londres o en Roma, seguía en su aldea puritana de Salem; por ejemplo, cuando desaprobó que los escultores, en pleno siglo XIX, modelaran estatuas desnudas… Su padre, el capitán Nathaniel Hawthorne, murió en 1808, en las Indias orientales, en Surinam, de fiebre amarilla; uno de sus antepasados, John Hawthorne, fue juez en los procesos de hechicería de 1692, en los que diecinueve mujeres, entre ellas una esclava, Tituba, fueron condenadas a la horca. En esos curiosos procesos, ahora el fanatismo tiene otras formas, John Hawthorne obró con severidad y sin duda con sinceridad. «Tan conspicuo se hizo en el martirio de las brujas —escribió Hawthorne— que es lícito pensar que la sangre de esas desventuradas dejó una mancha en él. Una mancha tan honda que debe perdurar en sus viejos huesos, en el cementerio de Charter Street, si ahora no son polvo.» Cuando el capitán Hawthorne murió, su viuda se recluyó en su dormitorio; lo mismo hicieron sus hijos Louisa, Elizabeth y Nathaniel. Ni siquiera comían juntos, casi no se hablaban; frente a la puerta de sus respectivas habitaciones les dejaban la comida en una bandeja. Nathaniel pasaba los días escribiendo «Wakefield» o «El velo negro del pastor»; a la hora del crepúsculo de la tarde salía a caminar. Ese furtivo régimen de vida duró doce años. En 1837 le escribió a Longfellow: «Me he recluido; sin el menor propósito de hacerlo, sin la menor sospecha de que eso iba a ocurrirme. Me he convertido en un prisionero, me he encerrado en un calabozo, y ahora ya no doy con la llave, y aunque estuviera abierta la puerta, casi me daría miedo salir». Hawthorne era alto, hermoso, flaco, moreno. Tenía un andar hamacado de hombre de mar. En aquel tiempo no había, sin duda felizmente para los niños, literatura infantil; Hawthorne había leído a los seis años el Pilgrirrís Progress; el primer libro que compró con su plata fue The Faerie Queen; dos alegorías. También leyó, aunque sus biógrafos no lo digan, la Biblia; quizá la misma que el primer Hawthorne, William Hawthorne de Wilton, trajo de Inglaterra con una espada, en 1630. Edgar Allan Poe acusó a Hawthorne de ejercer la alegoría, género que juzgaba indefendible. Lo mismo pensó Croce, que acusaba a la alegoría de ser un fatigoso pleonasmo… Hawthorne se casó en 1842; su vida, hasta esa fecha, había sido puramente imaginativa. Trabajó en la aduana de Boston, fue cónsul de los Estados Unidos en Liverpool, tuvo la suerte de vivir en Florencia y en Roma, pero su realidad fue, siempre, el tenue mundo crepuscular de la imaginación puritana.
Ante el primer relato de nuestra serie, ningún lector contemporáneo prescindirá de la imagen de Kafka. Es idéntico el mecanismo de infinitas postergaciones, pero Hawthorne, sin desmedro de la angustia y de la tensión, nos advierte desde el principio el desenlace de la fábula. «Wakefield» es el mejor relato de Hawthorne y acaso uno de los mejores de la literatura. El doble es uno de los temas recurrentes de la imaginación de los hombres; el agua y los espejos lo prefiguran. Lo encontramos tratado de un modo inesperado y original en «El Gran Rostro de Piedra», que recoge, asimismo, otro tema antiguo, el buscador que, sin saberlo nunca, es el objeto de su busca. «El holocausto del mundo» corresponde admirablemente a la mística especulación de los trascendentalistas de New England, que fueron los amigos de Hawthorne; la mente humana, no el mundo tangible y visible, es la realidad esencial. Poe inventaría en 1841 el hoy caudaloso género policial cuatro años antes, Hawthorne había publicado «La catástrofe del señor Higginbotham» que anticipa sorpresas y artificios. Hawthorne acentúa lo cómico; si el texto hubiera sido escrito ahora, su desenlace sería trágico y hubiera sido el punto de partida. «El velo negro del pastor», última pieza de la serie, es pura y descaradamente una alegoría y, pese a serlo, es no sólo eficaz sino inolvidable. Hawthorne ha escrito los mejores y los peores cuentos del mundo; en esta selección ofrecemos al lector los primeros.
Como Beda el Venerable, Nathaniel Hawthorne murió soñando. Su muerte ocurrió en la primavera de 1864, en las montañas de New Hampshire. Nada nos prohíbe imaginar la historia que soñaba y que la muerte coronó o borró. Por lo demás, toda su vida fue una serie de sueños.
HENRY JAMES: LOS AMIGOS DE LOS AMIGOS
A pesar de la fecha de su nacimiento, 1843, y de la fecha de su muerte, 1916, Henry James es uno de los máximos escritores de nuestra época. Es menos un contemporáneo de Kipling o de Tolstoi que un contemporáneo de Kafka. Fue un insuperado maestro de la ambigüedad y de la indecisión, tan cotidianas hoy en el arte. Antes de James, el novelista era un ser omnisciente, que penetraba hasta en los sueños del alba, que el hombre olvida al despertar. Partiendo, acaso sin saberlo, de la novela epistolar del siglo XVIII, James descubre el punto de vista, el hecho de que la fábula se narra a través de un observador, que puede y suele ser falible. Este observador define a los otros, pero, sin darse cuenta, está definiéndose. Los lectores de James se ven obligados a una continua y lúcida suspicacia que, a veces, constituye su deleite y otras su desesperación. El texto puede falsear los hechos, o no entenderlos, o sencillamente mentir.
He usado la palabra observador, que asimismo corresponde al pasivo destino de Henry James.
James nació en New York, un 15 de abril. Su padre, hostil a todo localismo, había decidido que sus hijos fueran cosmopolitas; se educaron en París, en Londres, en Ginebra y en Roma. Hacia 1862, ya en su patria, Henry emprendió el estudio del derecho en la universidad de Harvard. Su primer libro fue una biografía de Hawthorne, que firmó con el nombre Henry James, júnior. Pensó que América no ofrecía temas propicios para la novela psicológica y se fijó en Europa, donde pasó casi toda su vida. En primer término se dedicó a observar. A observar sin excesos, oía una anécdota cualquiera, formulaba una o dos preguntas y no perdía detalles. Ya poseía la semilla de una larga novela o de un inolvidable relato. A semejanza de Marcel Proust, tan parecido y a la vez tan distinto, pensó que la observación del género humano puede no excluir las clases altas, quizá no menos reales que la promiscuidad del tugurio. El ambiente mundano es típico de toda su obra, pero la parte última incluye lo sobrenatural, la fatalidad y el infierno. Su tema preferido fue el americano que se siente extranjero en la complejidad de Europa; concluyó al fin con el del hombre que es un extranjero en el mundo, tal vez porque él también era un extranjero entre todos los hombres. En 1915 renunció a la ciudadanía norteamericana y se hizo inglés para testimoniar su adhesión a los aliados.
Un año más tarde moriría venerado, solitario, admirado y poco leído. Kipling, Wells y Shaw, sus contemporáneos, eran arrebatados y discutidos. Tenía la obsesión de la palabra justa; a punto de morir halagó al misterio anunciando: «y ahora esa cosa distinguida, la muerte».
Para esta antología hemos elegido cuatro relatos muy diversos. En «La vida privada» se conjugan lo fantástico y lo satírico, el tantas veces recreado tema del doble, caro a Stevenson y a Papini, y la burla a las espléndidas nulidades que cruzan los visibles escenarios del mundo. «Owen Wingrave» puede parecer, al principio, un alegato pacifista; vemos después que la gravitación de lo antiguo y de lo espectral no excluye lo épico. «Los amigos de los amigos» encierra una profunda melancolía y es, al mismo tiempo, una exaltación del amor elaborado en el más secreto misterio. A estos tres relatos fantásticos hemos agregado otro que no lo es, pero que constituye quizá la obra maestra de Henry James en el cuento. «La humillación de los Northmore» es la crónica de una paciente venganza, tanto más atroz cuanto que ignoramos su última realidad.
Nos quedan dos inolvidables fotografías de Henry James, ejecutadas en 1906 por Alice Boughton. La primera guarda para siempre la imagen de un desdeñoso caballero doliente que trata en vano de ocultar, bajo elegantes atributos convencionales —el sombrero de copa, el cuello almidonado y el bastón que soportan las manos—, lo que denuncia su mirada tristísima: que es el más desdichado de los hombres. La segunda nos muestra a Henry James con el mismo atuendo, mirando, no sin asombrada incredulidad, el primer retrato. Ese juego del hombre visto por los otros, del hombre visto por sí mismo, fue sin duda sugerido por James. El rostro que cualquiera de las fotografías rescata corresponde, estoico y ausente, a la inexorable imagen que la obra deja traslucir.
GIOVANNI PAPINI: EL ESPEJO QUE HUYE
No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco —bajo ese nombre lo conocí— para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, Lo trágico cotidiano y El piloto ciego, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las Mil y Una Noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones. Años después, abordé sin mayor fortuna la Historia de Cristo, Gog y el libro sobre Dante, volúmenes compuestos, cabe sospechar, para ser best-sellers.
A semejanza de Poe, que sin duda fue uno de sus maestros, Giovanni Papini no quiere que sus relatos fantásticos parezcan reales. Desde el principio el lector siente la irrealidad del ámbito de cada uno. He mencionado a Poe; podríamos agregar que esa tradición es la de los románticos alemanes y la de Las Mil y Una Noches. Esa convicción de irrealidad corresponde asimismo a lo que sabemos de su destino, al que siempre acechó la pesadilla, que inexorablemente lo cercó en los años finales. Despojado de casi todos los sentidos por un entraño mal, dictó sus últimas Schegge a su nieta Ana Paszkowski cuando ya sólo la razón le quedaba.
«Due immagini in una vasca» renueva la leyenda del doble, que para los hebreos significaba el encuentro con Dios y para los escoceses la cercanía de la muerte. Ninguno de estos caminos es el que Papini siguió; prefirió vincularlo a lo constante y a lo mutable del yo de Heráclito. La presencia del agua muerta y el antiguo y abandonado jardín cubierto de hojas secas crean un tercer personaje, que gravita sobre los otros dos, que siendo dos son uno.
«Storia completamente assurda» es desleal a su título; un hombre que asombrosamente recupera todo lo que debemos olvidar para seguir viviendo correría la suerte de su héroe.
«Una morte mentale» expone un método personal de suicidio; no es difícil adivinar que este dramático relato es la apenas vedada confidencia de un plan que el escritor pudo haber acariciado en etapas de abatimiento y soledad. «L’ultima visita del Gentiluomo Malato» presenta de un modo íntimo, nuevo y triste la secular sospecha de que el mundo —y en el mundo, nosotros— no es otra cosa que los sueños de un soñador secreto.
«Non voglio piü essere quello che sonó» es la expresión perfecta de un anhelo que han sentido todos los hombres y que nadie, que yo sepa, había escrito.
«Chi sei?» refiere el descubrimiento atroz de que no somos nadie, fuera de nuestras circunstancias y de la certidumbre ilusoria que nos dan los otros, que también son nadie.
Otro descubrimiento, el de ese anónimo y genérico ser que es el hombre común, nos espera en «II mendicante di anime».
«II suicida sostituto» narra el inútil sacrificio de un hombre, que a los treinta y tres años, voluntariamente, muere por otro; el relato deja presentir la aún lejana Historia de Cristo.
Dos ideas se unen en «Lo specchio che fugge»: la del tiempo que se detiene y la de nuestra vida pensada como una insatisfecha e infinita serie de vísperas.
«II giorno non restituito» es otro juego con el tiempo, un juego nostálgico y angustioso, como todos los de Papini.
Podríamos reprochar a Papini el hecho de que sus personajes no viven fuera de la ficción que sucesivamente animan. Esto es otra manera de decir que nuestro escritor fue incurablemente un poeta y que sus héroes, bajo múltiples nombres, son proyecciones de su yo.
Sospecho que Papini ha sido inmerecidamente olvidado. Los cuentos de este libro proceden de una fecha en que el hombre se reclinaba en su melancolía y en sus crepúsculos, pero la melancolía y los crepúsculos no han cesado aunque ahora el arte los vista con disfraces distintos.