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CHARLES HOWARD HINTON: RELATOS CIENTÍFICOS
Si no me engaño, Edith Sitwell es autora de un libro titulado The English Eccentrics. Nadie con más derecho a figurar en sus hipotéticas páginas que Charles Howard Hinton. Otros buscan y logran no pocas veces la nombradía; Hinton casi ha logrado la tiniebla. No es menos misterioso que su obra. Los diccionarios biográficos lo ignoran; no hemos hallado más que unas pocas referencias fugaces en el Tertium Organum (1920) de Ouspenskyy la Geometry of Four Dimensions (1928) de Henry Parker Manning. Wells no lo menciona, pero el primer capítulo de su admirable pesadilla, The Time Machine (1895), invenciblemente sugiere que no sólo lo conocía sino que lo estudió para su deleite y el nuestro. Debemos hacer notar que A New Era of Thought (1888) incluye una aclaración de los revisores del libro en la cual se dice: «El manuscrito que es la base de este volumen nos fue entregado por su autor (Hinton), en vísperas de su partida de Inglaterra hacia un remoto y desconocido destino. Nos dejó total libertad para ampliar o modificar el texto pero hemos usado ese privilegio lo menos posible». Esta última frase insinúa un probable suicidio o —lo que sería más verosímil— una evasión de nuestro fugitivo amigo hacia esa cuarta dimensión que ya había logrado entrever, según él mismo afirma, mediante una obstinada disciplina. Hinton creía que esta disciplina no exigía facultades sobrenaturales. Daba una dirección en Londres donde el posible interesado podía adquirir, mediante una suma irrisoria, varios juegos de pequeños poliedros de madera. Con estas piezas había que construir pirámides, cilindros, prismas, cubos, etcétera, respetando ciertas rígidas y prefijadas correspondencias de aristas, planos y colores que llevaban nombres extraños. Aprendida de memoria cada heterogénea estructura había que ejercitarse en la imaginación de los movimientos de sus diversas piezas. Por ejemplo, el desplazamiento del cubo rosa-oscuro hacia arriba y hacia la izquierda desencadenaba una compleja serie de movimientos de todo el conjunto. A fuerza de semejantes ejercicios mentales, el devoto lograría intuir paulatinamente la cuarta dimensión.
Solemos olvidar que los elementos de la geometría que se aprenden en la escuela primaria parten de conceptos abstractos, que en nada corresponden a la llamada «realidad». Esos conceptos son el punto, que no ocupa espacio alguno; la línea, que cualquiera que sea su longitud consta de un número infinito de líneas, una adherida a la otra, y el volumen, hecho de un número infinito de planos como una baraja infinita. A tales conceptos, Hinton —anticipado por los llamados platonistas de Cambridge, singularmente por Henry More, del siglo XVII— agregó otro: el del hipervolumen formado por un número infinito de volúmenes y limitado por volúmenes, no por planos. Creyó en la realidad objetiva de hipercubos, de hiper-prismas, de hiperpirámides, de hiperconos, de hiper-conos truncados, de hiperesferas, etcétera. No consideró que de todos los conceptos geométricos, el único real es el volumen, ya que no hay cosa en el universo que carezca de profundidad. Para una lupa y más aún para un microscopio, la partícula más tenue abarca las tres dimensiones. Hinton pensó que hay universos de dos, de cuatro, de cinco, de seis dimensiones y así infinitamente hasta agotar la serie natural de los números. El álgebra denomina 3 al cuadrado a 3 multiplicado por 3,3 al cubo a 3 × 3 x 3; esta progresión nos lleva a un número infinito de exponentes y, según las hipótesis de la geometría pluridimensional, a un número infinito de dimensiones. Como se sabe, esa geometría existe; lo que no sabemos ni concebimos es si hay en la realidad cuerpos que corresponden a ella.
Para ilustrar su curiosa tesis, que fue refutada, entre otros, por Gustav Spiller (The Mind of Man, Londres, 1902), publicó varios libros, uno de relatos fantásticos del que se ofrecen dos en estas páginas.
Para ayudar a nuestra imaginación a aceptar un mundo de cuatro dimensiones, Hinton, en el primer relato de este libro, propone un ámbito no menos ficticio, pero de acceso más posible: un mundo de dos. Lo hace con una probidad tan minuciosa y tan infatigable que seguirlo suele ser arduo, pese a los escrupulosos diagramas que complementan la exposición. Hinton no es un cuentista, es un razonador solitario que instintivamente se ampara en un orbe especulativo que nunca lo defrauda, porque él es su creador y su fuente. Querría, como es natural, compartirlo; en forma abstracta ya lo había intentado en A New Era of Thought, y en The Fourth Dimensión; en estas páginas, que pertenecen a Scientific Romances (1888), buscó la forma narrativa. A su secreta geometría se unía en él un grave sentido moral; éste se deja traslucir en «The Persian King», el tercer relato de este libro, que al principio parece ser un juego a la manera de Las Mil y Una Noches y, al fin, es una parábola del universo, no sin alguna inevitable incursión a las matemáticas.
Hinton tiene un lugar asegurado en la historia de la literatura. Sus Scientific Romances son anteriores a las sombrías imaginaciones de Wells. El mismo título de la serie prefigura de manera inequívoca el oleaje, al parecer inagotable, de obras de science-fiction que han invadido nuestro siglo.
¿Por qué no suponer que la obra de Hinton fue tal vez un artificio para evadir un destino desventurado? ¿Por qué no suponer lo mismo de todos los creadores?
GILBERT KEITH CHESTERTON: EL OJO DE APOLO
El mundo era muy viejo, amigo mío, cuando nosotros éramos jóvenes…», escribe Gilbert Keith Chesterton en la dedicatoria de El hombre que fue jueves. En efecto, la adolescencia de Chesterton, que nació en 1874, corresponde a los años desesperados y crepusculares del simbolismo y del decadentismo. De esa negación lo salvaron la gran voz americana de Whitman y la de Stevenson, muriendo en una isla del Pacífico y «cantando como un pájaro canta en la lluvia». Afirmar que un hombre bondadoso y afable como G. K. C. fue también un hombre secreto, que sentía el horror de las cosas, puede asombrarnos, pero su obra, contra su voluntad, lo atestigua. Así compara las plantas de un jardín con animales encadenados, el mármol con una luz de luna maciza, el oro con una hoguera congelada y la noche con una nube mayor que el mundo y un monstruo hecho de ojos. Pudo haber sido Kafka o Poe pero valerosamente optó por la felicidad o fingió haberla hallado. De la fe anglicana pasó a la católica, que, según él, está basada en el sentido común. Arguyó que la rareza de esa fe se ajusta a la rareza del universo, como la extraña forma de una llave se ajusta exactamente a la extraña forma de la cerradura.
En Inglaterra, el catolicismo de Chesterton ha perjudicado su fama, pues la gente persiste en reducirlo a un mero propagandista católico. Innegablemente lo fue, pero fue también un hombre de genio, un gran prosista y un gran poeta.
No deja de ser significativo que sus dos espléndidas epopeyas, The Ballad of the White Horse (1911) y Lepanto (1912), conmemoren victorias de cristianos sobre paganos. La primera celebra una batalla de Alfredo el Grande contra los vikingos; en la segunda van apareciendo el Sultán de Bizancio, Mahoma en su terrible paraíso, Felipe II, el Papa en su capilla secreta, Miguel de Cervantes envainando la espada y soñando ya con Don Quijote y la sombra constante de Don Juan de Austria, tensa hacia la gloria. Sin desmedro de su gran amor por Inglaterra y por Francia, Chesterton siempre vio en Roma el centro del mundo. Leemos en una de sus cartas: «Es insensato ir a Roma si no se tiene la convicción de volver a Roma».
La labor crítica de Chesterton —los libros sobre Dickens, Browning, Stevenson, Blake y el pintor Watts— es no menos encantadora que penetrante; sus novelas, compuestas a principios de siglo, aúnan lo místico a lo fantástico, pero su renombre actual se debe ante todo a lo que podría llamarse la Gesta del Padre Brown. Cabe prever una época en que el género policial, invención de Poe, haya desaparecido, ya que es el más artificial de todos los géneros literarios y el que más se parece a un juego. El propio Chesterton ha dejado escrito que la novela es un juego de caras y el relato policial un juego de máscaras… Pese a esta observación y al posible eclipse del género, estoy seguro de que los cuentos de G. K. C. siempre serán leídos, ya que el misterio que sugiere un hecho imposible y sobrenatural, es tan interesante como la solución de orden lógico que nos dan las últimas líneas.
Antes de ensayar la literatura, Chesterton ensayó la pintura y toda su obra narrativa es memorablemente visual.
Su secretaria y mejor biógrafa, Maisie Ward, ha cometido la buena indiscreción de confiarnos que el maestro, antes de iniciar el dictado, trazaba furtivamente con el cigarro la señal de la cruz. Este obeso gigante no dejó nunca de entregarse al amparo divino.
Nuestro volumen incluye el que yo siento el mejor cuento de Chesterton, que arma con un largo camino blanco, con húsares blancos y con caballos blancos una hermosa jugada de ajedrez. Me refiero a «Los tres jinetes del Apocalipsis». En «Extraños pasos» se inventa un nuevo modo de disfraz; en «El honor de Israel Gow», el tétrico castillo de Escocia es parte esencial de un misterio aparentemente insoluble; en «El ojo de Apolo», el culto de un antiguo dios sirve para la ejecución de un crimen; el título de «El duelo del doctor Hirsch» —no quiero ser demasiado explícito— ya es una petición de principio. El antiguo tema del doble, que ha inspirado libros famosos a Stevenson y a Dostoyevski, se renueva aquí con originalidad, de muy diversos modos que no anticiparé al lector, pero que éste, suspicazmente, irá descubriendo con renovada admiración.
La literatura es una de las formas de la felicidad; quizá ningún escritor me haya deparado tantas horas felices como Chesterton. No comparto su teología, como no comparto la que inspiró la Divina Comedia, pero sé que las dos fueron imprescindibles para la concepción de la obra.
Chesterton, cierta vez, estuvo a punto de visitar Buenos Aires, yo iba a ser invitado a la comida de recepción; el hecho me alegró, pero no pude dejar de sentir que mágicamente era mejor que no viniera y que permaneciera en su límpida lejanía. Además, pensé que lo conocía como a mi mejor amigo y que eso ya era suficiente.
VOLTAIRE: MICROMÉGAS
La crítica señala dos fuentes de los relatos de Voltaire. Una, el libro de Las Mil y Una Noches que Antoine Galland, acaso su mejor traductor, reveló a Europa a principios del siglo XVIII; otra, Los Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift. El hecho es indudable, pero los materiales de una obra no son otra cosa que estímulos para la imaginación del creador. Las fábulas de Las Mil y Una Noches fueron pensadas para ser creídas por los oyentes; los lúcidos relatos de Voltaire son puros y altos juegos que no exigen credulidad sino una voluntaria y gozosa participación. Swift, hombre de amargura esencial, quería que Los Viajes de Gulliver fueran un alegato contra el género humano; intelectualmente, Voltaire se propuso lo mismo, pero algo había en él que propendía al regocijo y a la dicha y que, por fortuna para nosotros, hizo del alegato una burla espléndida.
Leibniz, que siempre subordinó su filosofía a las exigencias de la hora, sostenía que el mundo es el mejor de todos los mundos posibles; Voltaire, para burlarse de tal inverosímil doctrina, ideó la palabra optimismo que es el subtítulo de Candide. No le fue difícil acumular ejemplos de catástrofes y desdichas, pero lo hizo con tal prodigalidad y con un estilo tan ingenioso que el efecto logrado no es una desoladora tristeza sino todo lo contrario. ¿Cómo puede ser malo el universo si ha producido un hombre como Voltaire? Él se creía pesimista, pero su temperamento le vedó esa posibilidad melancólica. (Inútil agregar que pesimismo fue acuñada como reverso del neologismo polémico de Voltaire.)
Según se sabe, una de las consecuencias de la obra casi infinita que nos ha legado Voltaire, fue la Revolución francesa; ciertamente, ésta lo habría escandalizado, ya que su utopía fue, alguna vez, la monarquía constitucional de Inglaterra, como lo indica en La Princesse de Babylone. Abominó de la Iglesia Católica, que apodaba la infame, y en especial de la Compañía de Jesús y abominó, a la par, de los ateos, que serían sus más devotos lectores. Fue partidario de la religión natural, no de la religión revelada, y edificó una iglesia en Annecy con la inscripción Deo erexit Voltaire (Para Dios la erigió Voltaire). Dijo que era la única en la tierra dedicada a Su culto, ya que todas las otras glorificaban el almanaque de vírgenes y de santos.
El primer relato que hemos elegido, «Memnon ou la sagesse humaine», refiere las previsibles malandanzas de un joven «que concibe el insensato proyecto de ser perfectamente juicioso». El genio que aparece al final para socorrerlo, bien puede ser una caricatura de Leibniz. Otro, «Les deux consoles», es la parodia de cierto tratado de Séneca, continuado siglos después por Petrarca y por Quevedo, y pretende consolar a los desdichados, acumulando ilustres antecedentes de la desdicha que padecen. Obviamente, el método resulta ineficaz. «Histoire des voyages de Scarmentado» agota la geografía de algunos continentes en un divertido catálogo de intolerancias y de torturas. El ámbito que abarca «Micromégas» es aún más ambicioso y magnifica de manera astronómica las andanzas de Gulliver. Los habitantes de Saturno viven quince mil años y se quejan de tan breve período, comparable a un instante. El tema de «Le Blanc et le Noir» es el conflicto del ángel bueno y del ángel malo, a través de vertiginosas transformaciones, que reflejan los avatares de la doctrina pitagórica y de las mitologías del Indostán. Voltaire, en casi todos sus relatos, usa la geografía de Las Mil y Una Noches y de la Antigüedad, pero el lector no tarda en advertir que Babilonia significa París y que los brahmanes o druidas son los prelados de la Iglesia de Roma. La Princesse de Babylone, al principio, observa esa risueña convención; a medida que la fábula se dilata, los dos amantes recorren los reinos de Europa, y Albión, Germania o Galia existen en dos planos del tiempo. Son lo que fueron en los primeros días de la historia y en el presente de Voltaire. Ambos planos, ahora se confunden en el pasado, en un solo esplendor de unicornios y de pájaros mágicos. En las otras narraciones de este volumen Voltaire dirige desde afuera la acción, como un irónico espectador que no se compromete; en ésta se deja arrastrar por sus apasionados vaivenes, como si supiera que sueña y condescendiera, con alegría o con piedad, a seguir soñando. La psicología de los héroes es elemental pero justa; la princesa no es otra cosa que una muchacha enamorada, a quien poco le importan los ejércitos que van a destruir a su padre, y que sólo busca a Amazán, animado por idéntico fuego. Quizá Voltaire pensó que la humanidad no merece un análisis más complejo. Es probable que no se equivocara.
Hay un agrado en comprobar que el consenso general de los hombres puede ser justo. No siempre los lugares comunes entrañan un error; Voltaire ha escrito la mejor prosa de la lengua francesa y quizá del mundo.
Murió a los ochenta y cuatro años, en París, en 1778, poco después del clamoroso estreno de su tragedia, Irene. Al concluir el quinto acto, el palco fue invadido por una multitud de admiradores que le ofrecieron una corona de laurel. Voltaire agradeció con la exclamación: Vous m’ettouffez sous des roses!
RUDYARD KIPLING: LA CASA DE LOS DESEOS
A los cuarenta años de su muerte, que ocurrió en el sur de Inglaterra, Kipling es todavía un hombre famoso, pero es también un hombre secreto. La crítica no pronuncia su nombre con ese tono reverencial que reserva para Joyce o para Henry James. ¿A qué se debe esa condescendencia, casi esa negligencia? El hecho, que no ha dejado nunca de asombrarme, puede explicarse así. Ocasionalmente, Kipling escribió para niños, y quien escribe para niños corre el albur de que esa circunstancia contamine su imagen. Pensemos en el caso de Stevenson, uno de sus maestros. Hay otra explicación que es de orden político. Suele juzgarse a un escritor por sus opiniones —lo más superficial que hay en él— más que por su obra; Kipling fue encasillado como cantor del Imperio Británico. El hecho, que nada tiene de deshonroso, bastó para mermar su fama, especialmente en Inglaterra. Sus compatriotas nunca le perdonaron del todo su persistente recordación del Imperio. Sus grandes contemporáneos, Bernard Shaw y Wells, eran socialistas y prefirieron ignorarlo. Kipling vio en el Imperio Británico una continuación del Imperio Romano y acabó por identificarlos. Es significativo, asimismo, que jamás cantó las victorias, sino las asperezas, los trabajos y los deberes de un destino imperial. No exaltó la mera violencia, como lo haría Hemingway. Ya cerca de la muerte, comprendió, no sin alguna melancolía, la vanidad de ser lo que hoy llamamos un escritor comprometido. Recordó a Swift, que se propuso hacer un alegato contra el género humano y cuyo alegato es ahora un libro para niños. Escribió que los dioses pueden permitir a los hombres que inventen fábulas, pero no que sepan la moraleja. Es la doctrina platónica de la musa o la doctrina hebrea del espíritu. El escritor debe resignarse a ser su dócil amanuense.
Kipling fue siempre un solitario. De joven fue amigo de Rider Haggard; ya maduro y mundialmente famoso compartió la amistad de un sargento retirado de infantería, con el cual charlaban sobre la India, y del Rey de Inglaterra. No quiso ser poeta laureado porque temió que tal honor trabara su libertad para criticar al gobierno. Poco o nada le importaba la fama. La muerte de su hijo, que se había enrolado como voluntario entre los primeros cien mil hombres que Inglaterra envió al continente, durante la Primera Guerra Mundial, ensombreció su vida. Muy reservado, nos ha dejado la menos íntima de las autobiografías y está bien que sea así; cualquier confidencia hubiera falseado su lejanía de caballero inglés. Curiosamente, fue devoto de Horacio, que lo acompañó durante largas noches de insomnio, y no de Virgilio.
Su imaginación, su delicada artesanía (craftsmanship), su oído, su economía verbal y su probidad son parejamente admirables. Poemas como «Harp Song of the Dañe Women» o «Chant-Pagan» o «The Runes on Weland’s Sword» no han sido superados. En 1901 publicó Kim, que pudorosamente definió como novela picaresca, vale decir como una serie de irresponsables aventuras, pero que esencialmente es la historia de la salvación de dos hombres, uno por la vida contemplativa, el otro por la activa.
En muchos de sus cuentos abordó lo sobrenatural, que siempre se revela gradualmente, a diferencia de los cuentos de Poe. En «The Wish House» una mujer refiere a otra mujer una historia mágica y dolorosa; ambas son demasiado humildes para el asombro; aceptan lo increíble con la misma resignación con que aceptan los hechos cotidianos. Kipling, nativo de Bombay, supo el idioma hindi antes de llegar al inglés; un sikh me dijo que, leyendo «A Sahib’s War», sintió que cada frase había sido pensada en la lengua vernácula y luego traducida al inglés. La fiebre y la presencia del opio hacen que lo sobrenatural sea más verosímil.
Sobre «A Madonna of the Trenches», cuyo fondo es la guerra de 1914, cae la alta sombra del Canto V del Infierno.
«The Eye of Allah» no es un relato fantástico, pero es un relato posible.
De los cuentos que elegí para este volumen, quizá el que más me conmueve es «The Gardener». Una de sus peculiaridades es que en él ocurre un milagro; la protagonista lo ignora pero el lector lo sabe. Todas las circunstancias son realistas, pero la historia referida no lo es.
Kim es la última novela que Kipling escribió, sólo en apariencia abandonó el género, cada uno de sus apretados relatos tiene el poderío y la densidad de una larga novela.
ROBERT LOUIS STEVENSON: LA ISLA DE LAS VOCES
Me es tan difícil escribir sobre Stevenson como escribir sobre un amigo íntimo. El hecho es que se trata de un amigo íntimo, aunque él murió en una isla perdida del Pacífico en 1894 y yo naciera en Buenos Aires, una ciudad perdida del sur, cinco años después. Hay escritores cuya imagen es harto más vívida que su obra; Byron y Goethe son ilustres ejemplos. Lo contrario ocurre con otros; a Shakespeare casi no lo vemos entre la multitud de sus personajes y Sherlock Holmes y el doctor Watson han conseguido que Sir Arthur Conan Doyle sea un hombre invisible. En el caso de Stevenson, el escritor y su obra, el soñador y el sueño, perduran con pareja intensidad.
Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo en 1850 y, en sus muchas andanzas por la tierra, no dejó nunca de sentir el amor de Escocia. Sus mayores fueron constructores de faros y en uno de sus poemas celebra the towers wefounded and the lamps we lit (las torres que fundamos y las lámparas que encendimos). Estudió ingeniería y derecho, pero desde temprano su vocación fue la literatura. La tuberculosis lo empujó hacia el sur; viajó por Bélgica, por Francia y por Suiza siempre pintando y escribiendo. Esta sensibilidad visual de los primeros años de aprendizaje ilumina toda su obra, como ocurrirá con Chesterton. En uno de sus viajes llegaron con su hermano a una posada. Era de noche; por la ventana vieron alrededor del fuego a un grupo de personas desconocidas. Entre ellas había dos mujeres; Stevenson señaló la mayor y le dijo a su hermano: «¿Ves esa mujer? Voy a casarme con ella». Cuando se conocieron se enteró que era norteamericana, casada, que su nombre era Lloyd Osbourne y que vivía en San Francisco de California. Años después supo que había enviudado. No le escribió, como emigrante atravesó el Atlántico y luego, en un vagón de tercera clase, el continente. Se casaron y él la llevó a Escocia, tenía entonces treinta años. Impulsado por la urgencia de su mal Stevenson siempre quiso adelantarse a su destino. En un otoño lluvioso, escribió la Isla del tesoro para su hijastro, en tantas noches como capítulos. Había empezado dibujando en el suelo, con tiza de colores, una isla fantástica, llena de bahías, de bosques y de montañas; ese mapa le revelaría después las acechanzas y caminos de sus piratas. La vida de este hombre valeroso fue en buena parte una fuga, un éxodo en busca de la salud. En 1890, su necesidad de un clima benigno lo llevó a las islas del Pacífico, de las que no volvió. Los nativos le habían dado el apodo de Tusitala, el Narrador de Cuentos. Ahí escribió, en colaboración con su hijastro, la menos famosa y acaso la mejor de sus novelas, The Wrecker, El comprador de naufragios. Dejó una vasta obra en la que conviven la historia, el drama, el ensayo crítico o autobiográfico, el cuento, la novela y el verso. Su poesía es tan perfecta que suele parecemos inevitable y aun fácil.
A veces, la nostalgia lo llevó a usar el dialecto de su patria. Murió súbitamente en Vailima el 4 de diciembre de 1894.
Según se sabe, existe en Escocia el mito celta del fetch, el doble que los hombres ven antes de morir. Este tema, el de un doble, le inspiró trabajos de muy diversa índole; el más famoso es El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, publicado en 1886. El título sugiere una pluralidad que luego resulta ilusoria. Quienes han intentado la versión cinematográfica han utilizado siempre un solo actor; más eficaz hubiera sido recurrir a dos, para que su identidad final fuera más asombrosa. Oscar Wilde recordaría a Jekyll y Hyde cuando imaginó El retrato de Dorian Gray. Uno de los relatos de este volumen —no diremos cuál— vuelve a esa obsesión.
Stevenson fue un artífice del estilo. Creía que el ejercicio de la prosa es más difícil que el del verso, ya que, una vez compuesto un verso, éste nos da el modelo para los otros, en tanto que la prosa exige variaciones continuas, gratas y encadenadas. Estudió el predominio de un sonido sobre otro y el juego eficaz de sus transiciones. El hecho de que en todas las literaturas el verso es anterior a la prosa parece justificar su tesis.
El fantástico Londres que nos encanta en las ficciones de Chesterton ya había sido descubierto por Stevenson en sus Nuevas mil y una noches (1878), que incluye la asombrosa aventura del Club de los suicidas. La crítica ha consagrado como sus obras maestras a The Master of Ballantrae, El Señor de Ballantrae (1889), cuyo tema es el odio entre hermanos, y Weir of Hermiston, que narra la insalvable discordia de un padre y su hijo y que dejó inconclusa la muerte. No quiero olvidarme de The Ebb Tide (1894), también escrita en colaboración con Lloyd Osbourne; Bernard Shaw juzgó que esta colaboración fue benéfica, pues obligaba a Stevenson a atenerse al argumento e impedía que se dejara llevar por su demasiado generosa imaginación. En la enumeración de sus libros he olvidado su epistolario que tiene la mágica virtud de que ese hombre muerto siga ganando nuevos e íntimos amigos.
Dos de los cuentos de este volumen tienen por escenario los mares del sur. «Markheim» ocurre en una ciudad indeterminada; «Thrawn Janet» en Escocia. Los he elegido porque son los que siguen perdurando en mi vieja memoria.
Desde la niñez, Robert Louis Stevenson ha sido para mí una de las formas de la felicidad.