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HISTORIA DE LOS ECOS DE UN NOMBRE
Aislados en el tiempo y en el espacio, un dios, un sueño y un hombre que está loco, y que no lo ignora, repiten una oscura declaración; referir y pesar esas palabras, y sus dos ecos, es el fin de esta página.
La lección original es famosa. La registra el capítulo tercero del segundo libro de Moisés, llamado Éxodo. Leemos ahí que el pastor de ovejas Moisés, autor y protagonista del libro, preguntó a Dios Su Nombre y Aquél le dijo: Soy El Que Soy. Antes de examinar estas misteriosas palabras quizá no huelgue recordar que para el pensamiento mágico, o primitivo, los nombres no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen. Así, los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la tribu vecina. Entre los antiguos egipcios prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nombre verdadero o gran nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso el mayor. También importa conocer los verdaderos nombres de los dioses, de los demonios y de las puertas del otro mundo. Escribe Jacques Vandier: «Basta saber el nombre de una divinidad o de una criatura divinizada para tenerla en su poder» (La religión égyptienne, 1949). Parejamente, De Quincey nos recuerda que era secreto el verdadero nombre de Roma; en los últimos días de la República, Quinto Valerio Sorano cometió el sacrilegio de revelarlo, y murió ejecutado…
El salvaje oculta su nombre para que a éste no lo sometan a operaciones mágicas, que podrían matar, enloquecer o esclavizar a su poseedor. En los conceptos de calumnia y de injuria perdura esta superstición, o su sombra; no toleramos que al sonido de nuestro nombre se vinculen ciertas palabras. Mauthner ha analizado y ha fustigado este hábito mental.
Moisés preguntó al Señor cuál era Su nombre: no se trataba, lo hemos visto, de una curiosidad de orden filológico, sino de averiguar quién era Dios, o más precisamente, qué era. (En el siglo IX Erígena escribiría que Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quién.)
¿Qué interpretaciones ha suscitado la tremenda contestación que escuchó Moisés? Según la teología cristiana, Soy El Que Soy declara que sólo Dios existe realmente o, como enseñó el Maggid de Mesritch, que la palabra yo sólo puede ser pronunciada por Dios. La doctrina de Spinoza, que hace de la extensión y del pensamiento meros atributos de una sustancia eterna, que es Dios, bien puede ser una magnificación de esta idea: «Dios sí existe; nosotros somos los que no existimos», escribió un mejicano, análogamente.
Según esta primera interpretación, Soy El Que Soy, es una afirmación ontológica. Otros han entendido que la respuesta elude la pregunta; Dios no dice quién es, porque ello excedería la comprensión de su interlocutor humano. Martin Buber indica que Ehych asher ehych puede traducirse también por Soy el que seré o por Yo estaré donde yo estaré. Moisés, a manera de los hechiceros egipcios, habría preguntado a Dios cómo se llamaba para tenerlo en su poder; Dios le habría contestado, de hecho: «Hoy converso contigo, pero mañana puedo revestir cualquier forma, y también las formas de la presión, de la injusticia y de la adversidad». Eso leemos en el Gog und Magog.
Multiplicado por las lenguas humanas —Ich bin der ich bin, Ego sum qui sum, I am that I am—, el sentencioso nombre de Dios, el nombre que a despecho de constar de muchas palabras, es más impenetrable y más firme que los que constan de una sola, creció y reverberó por los siglos, hasta que en 1602 William Shakespeare escribió una comedia. En esta comedia entrevemos, asaz lateralmente, a un soldado fanfarrón y cobarde, a un miles gloriosus, que ha logrado, a favor de una estratagema, ser ascendido a capitán. La trampa se descubre, el hombre es degradado públicamente y entonces Shakespeare interviene y le pone en la boca palabras que reflejan, como en un espejo caído, aquellas otras que la divinidad dijo en la montaña: «Ya no seré capitán, pero he de comer y beber y dormir como un capitán; esta cosa que soy me hará vivir». Así habla Parolles y bruscamente deja de ser un personaje convencional de la farsa cómica y es un hombre y todos los hombres.
La última versión se produjo hacia mil setecientos cuarenta y tantos, en uno de los años que duró la larga agonía de Swift y que acaso fueron para él un solo instante insoportable, una forma de la eternidad del infierno. De inteligencia glacial y de odio glacial había vivido Swift, pero siempre lo fascinó la idiotez (como fascinaría a Flaubert), tal vez porque sabía que en el confín la locura estaba esperándolo. En la tercera parte de Gulliver imaginó con minucioso aborrecimiento una estirpe de hombres decrépitos e inmortales, entregados a débiles apetitos que no pueden satisfacer, incapaces de conversar con sus semejantes, porque el curso del tiempo ha modificado el lenguaje, y de leer, porque la memoria no les alcanza de un renglón a otro. Cabe sospechar que Swift imaginó este horror porque lo temía, o acaso para conjurarlo mágicamente. En 1717 había dicho a Young, el de los Night Thoughts: «Soy como ese árbol; empezaré a morir por la copa». Más que en la sucesión de sus días, Swift perdura para nosotros en unas pocas frases terribles. Este carácter sentencioso y sombrío se extiende a veces a lo dicho sobre él, como si quienes lo juzgaran no quisieran ser menos. «Pensar en él es como pensar en la ruina de un gran imperio» ha escrito Thackeray. Nada tan patético, sin embargo, como su aplicación de las misteriosas palabras de Dios.
La sordera, el vértigo, el temor de la locura y finalmente la idiotez, agravaron y fueron profundizando la melancolía de Swift. Empezó a perder la memoria. No quería usar anteojos, no podía leer y ya era incapaz de escribir. Suplicaba todos los días a Dios que le enviara la muerte. Y una tarde, viejo y loco y ya moribundo, le oyeron repetir, no sabemos si con resignación, con desesperación, o como quien se afirma y se ancla en su íntima esencia invulnerable: Soy lo que soy, soy lo que soy.
Seré una desventura, pero soy, habrá sentido Swift, y también Soy una parte del universo, tan inevitable y necesaria como las otras, y también Soy lo que Dios quiere que sea, soy lo que me han hecho las leyes universales, y acaso Ser es ser todo. Aquí se acaba la historia de la sentencia; básteme agregar, a modo de epílogo, las palabras que Schopenhauer dijo, ya cerca de la muerte, a Eduard Grisebach: «Si a veces me he creído desdichado, ello se debe a una confusión, a un error. Me he tomado por otro, verbigracia, por un suplente que no puede llegar a titular, o por el acusado en un proceso por difamación, o por el enamorado a quien esa muchacha desdeña, o por el enfermo que no puede salir de su casa, o por otras personas que adolecen de análogas miserias. No he sido esas personas; ello, a lo sumo, ha sido la tela de trajes que he vestido y que he desechado. ¿Quién soy realmente? Soy el autor de El mundo como voluntad y como representación, soy el que ha dado una respuesta al enigma del Ser, que ocupará a los pensadores de los siglos futuros. Ése soy yo, ¿y quién podría discutirlo en los años que aún me quedan de vida?». Precisamente por haber escrito El mundo como voluntad y como representación, Schopenhauer sabía muy bien que ser un pensador es tan ilusorio como ser un enfermo o un desdeñado y que él era otra cosa, profundamente. Otra cosa: la voluntad, la oscura raíz de Parolles, la cosa que era Swift.
EL PUDOR DE LA HISTORIA
El 20 de setiembre de 1792, Johann Wolfgang von Goethe (que había acompañado al duque de Weimar en un paseo militar a París) vio al primer ejército de Europa inexplicablemente rechazado en Valmy por unas milicias francesas y dijo a sus desconcertados amigos: En este lugar y el día de hoy, se abre una época en la historia del mundo y podemos decir que hemos asistido a su origen. Desde aquel día han abundado las jornadas históricas y una de las tareas de los gobiernos (singularmente en Italia, Alemania y Rusia) ha sido fabricarlas o simularlas, con acopio de previa propaganda y de persistente publicidad. Tales jornadas, en las que se advierte el influjo de Cecil B. de Mille, tienen menos relación con la historia que con el periodismo: yo he sospechado que la historia, la verdadera historia, es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver. Tácito no percibió la Crucifixión, aunque la registra su libro.
A esta reflexión me condujo una frase casual que entreví al hojear una historia de la literatura griega y que me interesó, por ser ligeramente enigmática. He aquí la frase: He brought in a second actor (Trajo a un segundo actor). Me detuve, comprobé que el sujeto de esa misteriosa acción era Esquilo y que éste, según se lee en el cuarto capítulo de la Poética de Aristóteles, «elevó de uno a dos el número de los actores». Es sabido que el drama nació de la religión de Dionisos; originariamente, un solo actor, el hipócrita, elevado por el coturno, trajeado de negro o de púrpura y agrandada la cara por una máscara, compartía la escena con los doce individuos del coro. El drama era una de las ceremonias del culto y, como todo lo ritual, corrió alguna vez el albur de ser invariable. Esto pudo ocurrir pero un día, quinientos años antes de la era cristiana, los atenienses vieron con maravilla y tal vez con escándalo (Víctor Hugo ha conjeturado lo último) la no anunciada aparición de un segundo actor. En aquel día de una primavera remota, en aquel teatro del color de la miel ¿qué pensaron, qué sintieron exactamente? Acaso ni estupor ni escándalo; acaso, apenas, un principio de asombro. En las Tusculanas consta que Esquilo ingresó en la orden pitagórica, pero nunca sabremos si presintió, siquiera de un modo imperfecto, lo significativo de aquel pasaje del uno al dos, de la unidad a la pluralidad y así a lo infinito. Con el segundo actor entraron el diálogo y las indefinidas posibilidades de la reacción de unos caracteres sobre otros. Un espectador profético hubiera visto que multitudes de apariencias futuras lo acompañaban: Hamlet y Fausto y Segismundo y Macbeth y Peer Gynt, y otros que, todavía, no pueden discernir nuestros ojos.
Otra jornada histórica he descubierto en el curso de mis lecturas.
Ocurrió en Islandia, en el siglo XIII de nuestra era; digamos, en 1225. Para enseñanza de futuras generaciones, el historiador y polígrafo Snorri Sturluson, en su finca de Borgarfjord, escribía la última empresa del famoso rey Harald Sigurdarson, llamado el Implacable (Hardrada), que antes había militado en Bizancio, en Italia y en África. Tostig, hermano del rey sajón de Inglaterra, Harold Hijo de Godwin, codiciaba el poder y había conseguido el apoyo de Harald Sigurdarson. Con un ejército noruego desembarcaron en la costa oriental y rindieron el castillo de Jorvik (York). Al sur de Jorvik los enfrentó el ejército sajón. Declarados los hechos anteriores, el texto de Snorri prosigue: "Veinte jinetes se allegaron a las filas del invasor; los hombres, y también los caballos, estaban revestidos de hierro. Uno de los jinetes gritó:
—¿Está aquí el conde Tostig?
—No niego estar aquí —dijo el conde.
—Si verdaderamente eres Tostig —dijo el jinete— vengo a decirte que tu hermano te ofrece su perdón y una tercera parte del reino.
—Si acepto —dijo Tostig— ¿qué dará al rey Harald Sigurdarson?
—No se ha olvidado de él —contestó el jinete—. Le dará seis pies de tierra inglesa y, ya que es tan alto, uno más.
—Entonces —dijo Tostig— dile a tu rey que pelearemos hasta morir.
Los jinetes se fueron. Harald Sigurdarson preguntó, pensativo:
—¿Quién era ese caballero que habló tan bien?
—Harold Hijo de Godwin." Otros capítulos refieren que antes que declinara el sol de ese día el ejército noruego fue derrotado. Harald Sigurdarson pereció en la batalla y también el conde (Heimskringla, X, 92).
Hay un sabor que nuestro tiempo (hastiado, acaso, por las torpes imitaciones de los profesionales del patriotismo) no suele percibir sin algún recelo: el elemental sabor de lo heroico. Me aseguran que el Poema del Cid encierra ese sabor; yo lo he sentido, inconfundible, en versos de la Eneida («Hijo, aprende de mí, valor y verdadera firmeza; de otros, el éxito»), en la balada anglosajona de Maldon («Mi pueblo pagará el tributo con lanzas y con viejas espadas»), en la Canción de Rolando, en Víctor Hugo, en Whitman y en Faulkner («la alhucema, más fuerte que el olor de los caballos y del coraje»), en el Epitafio para un ejército de mercenarios de Housman, y en los «seis pies de tierra inglesa» de la Heimskringla. Detrás de la aparente simplicidad del historiador hay un delicado juego psicológico. Harold finge no reconocer a su hermano, para que éste, a su vez, advierta que no debe reconocerlo; Tostig no lo traiciona, pero no traicionará tampoco a su aliado; Harold, listo a perdonar a su hermano, pero no a tolerar la intromisión del rey de Noruega, obra de una manera muy comprensible. Nada diré de la destreza verbal de su contestación: dar una tercera parte del reino, dar seis pies de tierra.
Una sola cosa hay más admirable que la admirable respuesta del rey sajón: la circunstancia de que sea un islandés, un hombre de la sangre de los vencidos, quien la haya perpetuado. Es como si un cartaginés nos hubiera legado la memoria de la hazaña de Régulo. Con razón escribió Saxo Gramático en su Gesta Danorum: «A los hombres de Thule (Islandia) les deleita aprender y registrar la historia de todos los pueblos y no tienen por menos glorioso publicar las excelencias ajenas que las propias».
No el día en que el sajón dijo sus palabras, sino aquel en que un enemigo las perpetuó marca una fecha histórica. Una fecha profética de algo que aún está en el futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano. La oferta debe su virtud al concepto de patria; Snorri, por el hecho de referirla, lo supera y trasciende.
Otro tributo a un enemigo recuerdo en los capítulos últimos de los Seven Pillars of Wisdom de Lawrence; éste alaba el valor de un destacamento alemán y escribe estas palabras: «Entonces, por primera vez en esa campaña, me enorgullecí de los hombres que habían matado a mis hermanos». Y agrega después: «They were glorious».
Buenos Aires, 1952
NUEVA REFUTACIÓN DEL TIEMPO
Vor mir war keine Zeit, nach mir wird keine seyn. Mit
mir gebiert sie sich, mit mir geht sie auch ein. Daniel
von Czepko: Sexcenta monodisticha sapientum, III.
(1655).
NOTA PRELIMINAR
Publicada al promediar el siglo XVIII, esta refutación (o su nombre) perduraría en las bibliografías de Hume y acaso hubiera merecido una línea de Huxley o de Kemp Smith. Publicada en 1947 —después de Bergson—, es la anacrónica reductio ad absurdum de un sistema pretérito o, lo que es peor, el débil artificio de un argentino extraviado en la metafísica. Ambas conjeturas son verosímiles y quizá verdaderas; para corregirlas, no puedo prometer, a trueque de mi dialéctica rudimentaria, una conclusión inaudita. La tesis que propalaré es tan antigua como la flecha de Zenón o como el carro del rey griego, en el Milinda Pañha; la novedad, si is hay, consiste en aplicar a ese fin el clásico instrumento de Berkeley. Éste y su continuador David Hume abundan en párrafos que contradicen o que excluyen mi tesis; creo haber deducido, no obstante, la consecuencia inevitable de su doctrina.
El primer artículo (A) es de 1944 y apareció en el número 115 de la revista Sur; el segundo, de 1946, es una revisión del primero. Deliberadamente, no hice de los dos uno solo, por entender que la lectura de dos textos análogos puede facilitar la comprensión de una materia indócil.
Una palabra sobre el título. No se me oculta que éste es un ejemplo del monstruo que los lógicos han denominado contradictio in adjecto, porque decir que es nueva (o antigua) una refutación del tiempo es atribuirle un predicado de índole temporal, que instaura la noción que el sujeto quiere destruir. Lo dejo, sin embargo, para que su ligerísima burla pruebe que no exagero is importancia de estos juegos verbales. Por lo demás, tan saturado y animado de tiempo está nuestro lenguaje que es muy posible que no haya en estas hojas una sentencia que de algún modo no lo exija o lo invoque.
Dedico estos ejercicios a mi ascendiente Juan Crisóstomo Lafinur (1797-1824), que ha dejado a las letras argentinas algún endecasílabo memorable y que trató de reformar la enseñanza de la filosofía, purificándola de sombras teológicas y exponiendo en la cátedra los principios de Locke y de Condillac. Murió en el destierro; le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir.
J.L.B.
Buenos Aires, 23 de diciembre de 1946.
A
I
En el decurso de una vida consagrada a las letras y (alguna vez) a la perplejidad metafísica, he divisado o presentido un refutación del tiempo, de la que yo mismo descreo, pero que suele visitarme en las noches y en el fatigado crepúsculo, con ilusoria, con ilusoria fuerza de axioma. Esa refutación está de algún modo en todos mis libros: la prefiguran los poemas Inscripción en cualquier sepulcro y El truco, de mi Fervor de Buenos Aires (1923); la declaran cierta página de Evaristo Carriego (1930) y el relato Sentirse en muerte, que más adelante transcribo. Ninguno de los textos que he enumerado me satisface, ni siquiera el penúltimo de la serie, menos demostrativo y razonado que adivinatorio y patético. A todos ellos procuraré fundamentarlos con este escrito.
Dos argumentos me abocaron a esa refutación: el idealismo de Berkeley, el principio de los indiscernibles, de Leibniz.
Berkeley (Principles of Human Knowledge, 3) observó: «Todos admitirán que ni nuestros pensamientos ni nuestras pasiones ni las ideas formadas por nuestra imaginación existen sin la mente. No menos claro es para mí que las diversas sensaciones, o ideas impresas en los sentidos, de cualquier modo que se combinen (id est, cualquiera sea el objeto que formen), no pueden existir más que en una mente que las perciba… Afirmo que esta mesa existe; es decir, la veo y la toco. Si al estar fuera de mi escritorio, afirmo lo mismo, sólo quiero decir que si estuviera aquí la percibiría, o que la percibe algún otro espíritu. Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mi insensato. Su esse es percipi; no es posible que existan fuera de las mentes que las perciben». En el párrafo 23 agregó, previniendo objeciones: «Pero, se dirá, nada es más fácil que imaginar árboles en un prado o libros en una biblioteca, y nadie cerca de ellos que los percibe. En efecto, nada es más fácil. Pero, os pregunto, ¿qué habéis hecho sino formar en la mente algunas ideas que llamáis libros o árboles y omitir al mismo tiempo la idea de alguien que los percibe? Vosotros, mientras tanto, ¿no los pensábais? No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que los objetos puedan existir fuera de la mente.» En otro párrafo, el número 6, ya había declarado: «Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: Todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra —todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo— no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno».
Tal es, en las palabras de su inventor, la doctrina idealista. Comprenderla es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite. El mismo Schopenhauer, al exponerla, comete negligencias culpables. En las primeras líneas del primer libro de su Welt als Wille and Vorstellung —año de 1819— formula esta declaración que lo hace acreedor a la imperecedera perplejidad de todos los hombres: «El mundo es mi representación. El hombre que confiesa esta verdad sabe claramente que no conoce un sol ni una tierra, sino tan sólo unos ojos que ven un sol y una mano que siente el contacto de una tierra.» Es decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844, publica un tomo complementario. En su primer capítulo redescubre y agrava el antiguo error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo en la cabeza» del «mundo fuera de la cabeza». Berkeley, sin embargo, le había hecho decir a Philonous en 1713: «El cerebro de que hablas, siendo una cosa sensible, sólo puede existir en la mente. Yo querría saber si te parece razonable la conjetura de que una idea o cosa en la mente ocasiona todas las otras. Si contestas que sí, ¿cómo explicarás el origen de esa idea primaria o cerebro?». Al dualismo o cerebrísmo de Schopenhauer, también es justo contraponer el monismo de Spiller. Éste (The Mind of Man, capítulo VIII, 1902) arguye que la retina y la superficie cutánea invocadas para explicar lo visual y lo táctil son, a su vez, dos sistemas táctiles y visuales y que el aposento que vemos (el «objetivo») no es mayor que el imaginado (el «cerebral») y no lo contiene, ya que se trata de dos sistemas visuales independientes. Berkeley (Principles of Human Knowledge, 10 y 116) negó asimismo las cualidades primarias —la solidez y la extensión de las cosas— y el espacio absoluto.
Berkeley afirmó la existencia continua de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los percibe; Hume, con más lógica, la niega (Treatise of Human Nature, I, 4, 2); Berkeley afirmó la identidad personal, «pues yo no meramente soy mis ideas, sino otra cosa: un principio activo y pensante» (Dialogues, 3); Hume, el escéptico, la refuta y hace de cada hombre «una colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez» (obra citada, I, 4, 6). Ambos afirman el tiempo: para Berkeley, es «la sucesión de ideas que fluye uniformemente y de la que todos los seres participan» (Principles of Human Knowledge, 98); para Hume, «una sucesión de momentos indivisibles» (obra citada, I, 2, 2).
He acumulado transcripciones de los apologistas del idealismo, he prodigado sus pasajes canónicos, he sido iterativo y explícito, he censurado a Schopenhauer (no sin ingratitud), para que mi lector vaya penetrando en ese inestable mundo mental. Un mundo de impresiones evanescentes; un mundo sin materia ni espíritu, ni objetivo ni subjetivo; un mundo sin la arquitectura ideal del espacio; un mundo hecho de tiempo, del absoluto tiempo uniforme de los Principia; un laberinto infatigable, un caos, un sueño. A esa casi perfecta disgregación llegó David Hume.
Admitido el argumento idealista, entiendo que es posible —tal vez, inevitable— ir más lejos. Para Hume no es lícito hablar de la forma de la luna o de su color; la forma y el color son la luna; tampoco puede hablarse de las percepciones de la mente, ya que la mente no es otra cosa que una serie de percepciones. El pienso, luego soy cartesiano queda invalidado; decir pienso es postular el yo, es una petición de principio; Lichtenberg, en el siglo XVIII, propuso que en lugar de pienso, dijéramos impersonalmente piensa, como quien dice truena o relampaguea. Lo repito: no hay detrás de las caras un yo secreto, que gobierna los actos y que recibe las impresiones; somos únicamente la serie de esos actos imaginarios y de esas impresiones errantes. ¿La serie? Negados el espíritu y la materia, que son continuidades, negado también el espacio, no se qué derecho tenemos a esa continuidad que es el tiempo. Imaginemos un presente cualquiera. En una de las noches del Misisipí, Huckleberry Finn se despierta; la balsa, perdida en la tiniebla parcial, prosigue río abajo; hace tal vez un poco de frío. Huckleberry Finn reconoce el manso ruido infatigable del agua; abre con negligencia los ojos; ve un vago número de estrellas, ve una raya indistinta que son los árboles; luego, se hunde en el sueño inmemorable como en un agua oscura. La metafísica idealista declara que añadir a esas percepciones una sustancia material (el objeto) y una sustancia espiritual (el sujeto) es aventurado e inútil; yo afirmo que no menos ilógico es pensar que son términos de una serie cuyo principio es tan inconcebible como su fin. Agregar al río y a la ribera percibidos por Huck la noción de otro río sustantivo de otra ribera, agregar otra percepción a esa red inmediata de percepciones, es, para el idealismo, injustificable; para mí, no es menos injustificable agregar una precisión cronológica: el hecho, por ejemplo, de que lo anterior ocurrió la noche del 7 de junio de 1849, entre las cuatro y diez y las cuatro y once. Dicho sea con otras palabras: niego, con argumentos del idealismo, la vasta serie temporal que el idealismo admite. Hume ha negado la existencia de un espacio absoluto, en el que tiene su lugar cada cosa; yo, la de un solo tiempo, en el que se eslabonan todos los hechos. Negar la coexistencia no es menos arduo que negar la sucesión.
Niego, en un número elevado de casos, lo sucesivo; niego, en un numero elevado de casos, lo contemporáneo también. El amante que piensa Mientras yo estaba tan feliz, pensando en la fidelidad de mi amor, ella me engañaba, se engaña: si cada estado que vivimos es absoluto, esa felicidad no fue contemporánea de esa traición; el descubrimiento de esa traición es un estado más, inapto para modificar a los «anteriores», aunque no a su recuerdo. La desventura de hoy no es más real que la dicha pretérita. Busco un ejemplo más concreto. A principios de agosto de 1824, el capitán Isidoro Suárez, a la cabeza de un escuadrón de Húsares del Perú, decidió la victoria de Junín; a principios de agosto de 1824, De Quincey publicó una diatriba contra Wilhelm Meisters Lehrjahre; tales hechos no fueron contemporáneos (ahora lo son), ya que los dos hombres murieron, aquél en la ciudad de Montevideo, éste en Edimburgo, sin saber nada el uno del otro… Cada instante es autónomo. Ni la venganza ni el perdón ni las cárceles ni siquiera el olvido pueden modificar el invulnerable pasado. No menos vanos me parecen la esperanza y el miedo, que siempre se refieren a hechos futuros; es decir, a hechos que no nos ocurrirán a nosotros, que somos el minucioso presente. Me dicen que el presente, el specious present de los psicólogos, dura entre unos segundos y una minúscula fracción de segundo; eso dura la historia del universo. Mejor dicho, no hay esa historia, como no hay la vida de un hombre, ni siquiera una de sus noches; cada momento que vivimos existe, no su imaginario conjunto. El universo, la suma de todos los hechos, es una colección no menos ideal que la de todos los caballos con que Shakespeare soñó —¿uno, muchos, ninguno?— entre 1592 y 1594. Agrego: si el tiempo es un proceso mental ¿cómo pueden compartirlo millares de hombres, o aun dos hombres distintos? El argumento de los párrafos anteriores, interrumpido y como entorpecido de ejemplos, puede parecer intrincado. Busco un método más directo. Consideremos una vida en cuyo decurso las repeticiones abundan: la mía, verbigracia. No paso ante la Recoleta sin recordar que están sepultados ahí mi padre, mis abuelos y trasabuelos, como yo lo estaré; luego recuerdo ya haber recordado lo mismo, ya innumerables veces; no puedo caminar por los arrabales en la soledad de la noche, sin pensar que ésta nos agracia porque suprime los ociosos detalles, como el recuerdo; no puedo lamentar la perdición de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido; cada vez que atravieso una de las esquinas del sur, pienso en usted, Helena; cada vez que el aire me trae un olor de eucaliptos, pienso en Adrogué, en mi niñez; cada vez que recuerdo el fragmento 91 de Heráclito: No bajarás dos veces al mismo río, admiro su destreza dialéctica, pues la facilidad con que aceptamos el primer sentido («El río es otro») nos importe clandestinamente el segundo («Soy otro») y nos concede la ilusión de haberlo inventado; cada ver que oigo a un germanófilo vituperar el yiddish, reflexiono que el yiddish es, ante todo, un dialecto alemán, apenas maculado por el idioma del Espíritu Santo. Esas tautologías (y otras que callo) son mi vida entera. Naturalmente, se repiten sin precisión; hay diferencias de énfasis, de temperatura, de luz, de estado fisiológico general. Sospecho, sin embargo, que el número de variaciones circunstanciales no es infinito: podemos postular, en la mente de un individuo (o de dos individuos que se ignoran, pero en quienes se opera el mismo proceso), dos momentos iguales. Postulada esa igualdad, cabe preguntar: Esos idénticos momentos ¿no son el mismo? ¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la serie del tiempo? ¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?
Ignoro, aún, la ética del sistema que he bosquejado. No sé si existe. El quinto párrafo del cuarto capítulo del tratado Sanhedrín de la Mishnah declara que, para la justicia de Dios, el que mata a un solo hombre, destruye el mundo; si no hay pluralidad, el que aniquilara a todos los hombres no sería más culpable que el primitivo y solitario Caín, lo cual es ortodoxo, ni más universal en la destrucción, lo que puede ser mágico. Yo entiendo que así es. Las ruidosas catástrofes generales —incendios, guerras, epidemias— son un solo dolor, ilusoriamente multiplicado en muchos espejos. Así lo juzga Bernard Shaw (Guide to Socialism, 86): «Lo que tú puedes padecer es lo máximo que pueda padecerse en la tierra. Si mueres de inanición sufrirás toda la inanición que ha habido o que habrá. Si diez mil personas mueren contigo, su participación en tu suerte no hará que tengas diez mil veces más hambre ni multiplicará por diez mil el tiempo en que agonices. No te dejes abrumar por la horrenda suma de los padecimientos humanos; la tal suma no existe. Ni la pobreza ni el dolor son acumulables». Cf. también The Problem of Pain, VII, de C. S. Lewis.
Lucrecio (De rerum natura, I, 830) atribuye a Anaxágoras la doctrina de que el oro consta de partículas de oro; el fuego, de chispas; el hueso, de huesitos imperceptibles. Josiah Royce, tal vez influido por San Agustín, juzga que el tiempo está hecho de tiempo y que «todo presente en el que algo ocurre es también una sucesión» (The World and the Individual, II, 139). Esa proposición es compatible con la de este trabajo.
II
Todo lenguaje es de índole sucesiva; no es hábil para razonar lo eterno, lo intemporal. Quienes hayan seguido con desagrado la argumentación anterior, preferirían tal vez esta página de 1928. La he mencionado ya; se trata del relato que se titula Sentirse en muerte:
«Deseo registrar aquí una experiencia que tuve hace unas noches: fruslería demasiado evanescente y extática para que la llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y de su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación. Paso a historiarla, con los accidentes de tiempo y de lugar que la declararon.
«Lo rememoro así. La tarde que precedió a esa noche, estuve en Barracas: localidad no visitada por mi costumbre, y cuya distancia de las que después recorrí, ya dio un sabor extraño a ese día. Su noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar, después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casa o nuestro invisíble esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo. Ninguna casa se animaba a la calle; la higuera oscurecía sobre la ochava; los portoncitos —más altos que las líneas estiradas de las paredes— parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. La vereda era escarpada sobre la calle, la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún. Al fondo, el callejón, ya pampeano, se desmoronaba hacia el Maldonado. Sobre la tierra turbia y caótica, una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. No habrá manera de nombrar la ternura mejor que ese rosado.
«Me quedé mirando esa sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años… Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese ya vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo; indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí; no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.
«La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos —noche en serenidad, parecita límpida, olor provinciano de la madreselva, barro fundamental— no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, basta para desintegrarlo.
«Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales —los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una sola música, los de mucha intensidad o mucho desgano— son más impersonales aún. Derivo de antemano esta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Pero ni siquiera tenemos la seguridad de nuestra pobreza, puesto que el tiempo, fácilmente refutable en lo sensitivo, no lo es también en lo intelectual, de cuya esencia parece inseparable el concepto de sucesión. Quede pues en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara».