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LÉON BLOY: CUENTOS DESCORTESES
Quizá no hay hombre que, para escribir, no se desdoble en otro o, por lo menos, no exagere sus singularidades y certidumbres. Bernard Shaw declaró que el célebre G. B. S. no era mucho más real que una jirafa de pantomima; el modesto periodista Walt Whitman se transformó, venturosamente, en todos los habitantes del planeta, incluido el lector; Valle-Inclán se promovió a duelista y a aristócrata; el sedentario y pusilánime Léon Bloy se bifurcó en dos seres iracundos: el francotirador Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generaciones actuales, será el verdadero Léon Bloy. Forjó un estilo inconfundible que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vividos de la literatura.
Uno de sus maestros, Carlyle, repitió que la historia universal es un libro que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben; otro, el visionario Swedenborg, vio en todas las criaturas que nos rodean, animales, vegetales o minerales, correspondencias de hechos espirituales. Léon Bloy consideró el universo como una suerte de criptografía divina, en el que cada hombre es una palabra, una letra o, acaso, un mero signo de puntuación. Alegó el espacio cósmico; afirmó que sus abismos y luminarias no son más que una proyección de la conciencia humana. Opinó alguna vez que ya estamos en el infierno y que cada persona es un demonio encargado de torturar a su compañero.
Imparcialmente abominó de Inglaterra, a la que apodó la «isla infame», de Alemania, de Bélgica y de los Estados Unidos. Inútil agregar que fue antisemita, aunque uno de sus libros más admirables se tituló La salvación por los judíos. Denunció la perfidia italiana; llamó a Zola el cretino de los Pirineos; injurió a Renán, a France, a Bourget, a los simbolistas y, por lo general, al género humano. Escribió que Francia era el pueblo elegido y que las otras naciones deben limitarse a lamer las migajas que caen de su plato. Exaltó, sin embargo, «el alma de Napoleón» que no era precisamente francés.
Fue un ferviente católico galicano, no demasiado adicto a Roma.
No es improbable que los historiadores del porvenir lo vean como a un místico; nosotros, ante todo, vemos al despiadado panfletario y al inventor de cuentos fantásticos. Todos los de este volumen lo son, siquiera en su ambiente.
Léon Bloy, coleccionista de odios, no excluyó de su amplio museo a la burguesía francesa. La ennegreció con lóbregas tintas que justifican el recuerdo de los sueños de Quevedo y de Goya. No siempre se limitó a ser un terrorista; uno de sus más curiosos relatos, «Les captifs de Longjumeau», prefigura asimismo a Kafka. El argumento puede ser de este último; el modo feroz de tratarlo es privativo de Bloy. En sus páginas pueden estudiarse las «simpatías y diferencias» de ambos maestros.
«La tisane» no desdeña el crimen; «Le vieux de la maison» es de algún modo su reverso, sin mengua de su horror; «La religión de M. Pleur» empieza, como los anteriores, de un modo atroz y culmina en una suerte de santidad; «Une idee mediocre» historia una situación imposible; «Terrible chátiment d’un dentiste» desciende sin temor a la consecuencia más inesperada de un homicidio; «Tout ce que tu voudras!» no elude la prostitución y el incesto; «La derniére cuite» refiere el caso de un hijo demasiado parecido a su padre; «Une martyre» prodiga la maledicencia, los anónimos y la quejumbre; «La taie d’argent» relata la historia de un hombre único que ve en un mundo de ciegos; «On n’est pas parfait» narra la seriedad profesional de un asesino cuya carrera queda truncada por un perdonable descuido; en «La plus belle trouvaille de Caín» vemos al fin al no menos temible que imaginario Marchenoir.
Wells logra siempre que sus invenciones más fantásticas parezcan reales, por lo menos durante el decurso de la lectura; Bloy, como Hoffmann y como Poe, prefiere hacerlas maravillosas desde el principio.
Nuestro tiempo ha inventado la locución «humor negro»; nadie lo ha logrado hasta ahora con la eficacia y la riqueza verbal de Léon Bloy.
JORGE LUIS BORGES: LIBRO DE SUEÑOS
En un ensayo del Espectador (septiembre de 1712), recogido en este volumen, Joseph Addison ha observado que el alma humana, cuando sueña, desembarazada del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Podemos agregar que es también el autor de la fábula que está viendo. Hay lugares análogos de Petronio y de don Luis de Góngora.
Una lectura literal de la metáfora de Addison podría conducirnos a la tesis, peligrosamente atractiva, de que los sueños constituyen el más antiguo y el no menos complejo de los géneros literarios. Esa curiosa tesis, que nada nos cuesta aprobar para la buena ejecución de este prólogo y para la lectura del texto, podría justificar la composición de una historia general de los sueños y de su influjo sobre las letras. Este misceláneo volumen, compilado para el esparcimiento del curioso lector, ofrecería algunos materiales. Esa historia hipotética exploraría la evolución y ramificación de tan antiguo género, desde los sueños proféticos del Oriente hasta los alegóricos y satíricos de la Edad Media y los puros juegos de Carroll y de Franz Kafka. Separaría, desde luego, los sueños inventados por el sueño y los sueños inventados por la vigilia.
Este libro de sueños que los lectores volverán a soñar abarca sueños de la noche —los que yo firmo, por ejemplo—, sueños del día, que son un ejercicio voluntario de nuestra mente, y otros de raigambre perdida: digamos, el Sueño anglosajón de la Cruz.
El sexto libro de la Eneida sigue una tradición de la Odisea y declara que son dos las puertas divinas por las que nos llegan los sueños: la de marfil, que es la de los sueños falaces, y la de cuerno, que es la de los sueños proféticos. Dados los materiales elegidos, diríase que el poeta ha sentido de una manera oscura que los sueños que se anticipan al porvenir son menos precisos que los falaces, que son una espontánea invención del hombre que duerme.
Hay un tipo de sueño que merece nuestra singular atención. Me refiero a la pesadilla, que lleva en inglés el nombre de nightmare o yegua de la noche, voz que sugirió a Víctor Hugo la metáfora de cheval noir de la nuit pero que, según los etimólogos, equivale a ficción o fábula de la noche. Alp, su nombre alemán, alude al elfo o íncubo que oprime al soñador y que le impone horrendas imágenes. Ephialtes, que es el término griego, procede de una superstición análoga.
Coleridge dejó escrito que las imágenes de la vigilia inspiran sentimientos, en tanto que en el sueño los sentimientos inspiran las imágenes. (¿Qué sentimiento misterioso y complejo le habrá dictado el Kubla Khan, que fue don de un sueño?) Si un tigre entrara en este cuarto, sentiríamos miedo; si sentimos miedo en el sueño, engendramos un tigre. Ésta sería la razón visionaria de nuestra alarma. He dicho un tigre, pero como el miedo precede a la aparición improvisada para entenderlo, podemos proyectar el horror sobre una figura cualquiera, que en la vigilia no es necesariamente horrorosa. Un busto de mármol, un sótano, la otra cara de una moneda, un espejo. No hay una sola forma en el universo que no pueda contaminarse de horror. De ahí, tal vez, el peculiar sabor de la pesadilla, que es muy diversa del espanto y de los espantos que es capaz de infligirnos la realidad. Las naciones germánicas parecen haber sido más sensibles a ese vago acecho del mal que las de linaje latino; recordemos las voces intraducibies eery, weird, uncanny, unheimlich. Cada lengua produce lo que precisa.
El arte de la noche ha ido penetrando en el arte del día. La invasión ha durado siglos; el doliente reino de la Comedia no es una pesadilla, salvo quizá en el canto cuarto, de reprimido malestar; es un lugar en el que ocurren hechos atroces. La lección de la noche no ha sido fácil. Los sueños de la Escritura no tienen estilo de sueño; son profecías que manejan de un modo demasiado coherente un mecanismo de metáforas. Los sueños de Quevedo parecen la obra de un hombre que no hubiera soñado nunca, como esa gente cimeriana mencionada por Plinio. Después vendrán los otros. El influjo de la noche y del día será recíproco; Beckford y De Quincey, Henry James y Poe, tienen su raíz en la pesadilla y suelen perturbar nuestras noches. No es improbable que mitologías y religiones tengan un origen análogo.
Quiero dejar escrita mi gratitud a Roy Bartholomew, sin cuyo estudioso fervor me hubiera resultado imposible compilar este libro.
GUSTAV MEYRINK: EL CARDENAL NAPELLUS
En Ginebra, hacia 1916, bajo el impulso de los volcánicos libros de Carlyle, emprendí el solitario estudio del idioma alemán. Mi conocimiento previo se reducía a unas cuantas declinaciones y conjugaciones. Adquirí un breve diccionario inglés-alemán y acometí, con una temeridad que sigue asombrándome, las páginas del Fausto de Goethe y de La Crítica de la Razón Pura de Kant. El resultado es previsible. No me dejé arredrar y agregué a aquellos impenetrables volúmenes el Lyrisches Intermezzo de Heine. Consideré, no sin justificación, que sus coplas en razón de su obligada brevedad, serían menos arduas que las estrofas intrincadas de Goethe o que los párrafos informes de Kant. Fue así en el prodigioso mes de mayo del primer verso —im wünder-schónen Monat Mai—, que fui arrebatado mágicamente a una literatura, que fiel me ha acompañado toda mi vida.
Creí entonces saber el alemán, que todavía no sé. Poco después, la baronesa Helene von Stummer, de Praga, cuya muerte no ha borrado en nuestra memoria su tímida sonrisa, me dio un ejemplar de un libro reciente, de índole fantástica, que había logrado, increíblemente, distraer la atención de un vasto público, harto de las vicisitudes bélicas. Era El Golem de Gustav Meyrink. Su ostensible tema era el ghetto. Voltaire ha observado que la fe cristiana y el Islam proceden del judaismo y que los musulmanes y los cristianos abominan imparcialmente de Israel. Durante siglos, en Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía. En esos lugares germinó un ambiente sombrío y, a la par, una ambiciosa teología. La cabala, de raíz española, y atribuida, por su inventor, Moisés de León, a una secreta tradición oral que dataría del Paraíso, encontró en los ghettos un terreno propicio para sus extrañas especulaciones sobre el carácter de la divinidad, el poder mágico de las letras y la posibilidad de que los iniciados crearan un hombre como el hacedor había creado a Adán. Ese homúnculo se llamó El Golem, que en hebreo significa terrón de tierra, así como Adán quiere decir arcilla.
Gustav Meyrink hizo uso de la leyenda, cuyos pormenores detalla, para esa inolvidable novela que reúne el ámbito onírico de Alicia detrás del espejo con un palpable horror que no he olvidado al cabo de los años. Hay, por ejemplo, sueños soñados por otros sueños, pesadillas perdidas en el centro de otras pesadillas. El índice mismo incitó mi curiosidad; el nombre de cada capítulo consta de un solo monosílabo.
A diferencia de su contemporáneo, el joven Wells, que buscó en la ciencia la posibilidad de lo fantástico, Gustav Meyrink la buscó en la magia y en la superación de todo artificio mecánico. «Nada podemos hacer que no sea mágico», nos dice en «El cardenal Napellus»; sentencia que hubiera aprobado Novalis. Otro símbolo de esta visión es el epitafio que el lector hallará en «J. H. Obereit visita el país de los devoradores del tiempo», que pese a su apariencia irreal, es verdadero, no sólo estética sino psicológicamente. El relato, narrativo al comienzo, va exaltándose hasta confundirse con nuestras experiencias y temores más íntimos. Los devoradores del tiempo rebasan la metáfora y la alegoría; corresponden a la sustancia de nuestro yo. Desde la primera línea el narrador está predestinado al fin imprevisible. «Los cuatro hermanos de la luna» incluye dos argumentos; uno deliberadamente irreal que en forma irresistible lleva al lector y otro, aún más asombroso, que nos revelan las páginas finales. Hacia 1929 yo vertí al español el primer texto de este volumen, que procede del libro de relatos Fledermause, y lo publiqué en un diario de Buenos Aires, que envié a Meyrink. Éste me contestó con una carta en la que, a través de su desconocimiento de nuestro idioma, ponderaba mi traducción. Me envió asimismo su retrato. No olvidaré los finos rasgos del rostro envejecido y doliente, el bigote caído y el vago parecido con nuestro Macedonio Fernández. En Austria, su patria, los muchos acontecimientos de la literatura y de la política casi han borrado su memoria.
Albert Soergel ha conjeturado que Meyrink empezó por sentir que el mundo es absurdo y que por consiguiente es irreal. Estos conceptos se manifestaron primeramente en libros satíricos; luego, en libros fantásticos atroces. Los tres relatos reunidos aquí prefiguran su obra capital, El Golem, al que siguieron las novelas Das grüne Gesicht (1916), cuyo protagonista es el Judío Errante; Walpurgisnacht (1917); Der Engel vom westlichen Fenster (1920), que ocurre en Inglaterra, en otro siglo, entre alquimistas; Der weisse Dominikaner (1921) y An der Schwelle des Jenseits (1923).
Hijo de una actriz entonces famosa, Gustav Meyer, que modificaría su nombre en Meyrink, nació en Viena en 1868. Murió en 1932 en Starnberg, en Baviera, a orillas de un lago, casi a la sombra de los Alpes.
Meyrink creía que el reino de los muertos entra en el de los vivos y que nuestro mundo visible está, sin cesar, penetrado por el otro invisible.
ARTHUR MACHEN: LA PIRÁMIDE DE FUEGO
En la dilatada y casi infinita literatura de Inglaterra, Arthur Machen es un poeta menor. Me apresuro a indicar que estas dos palabras no quieren disminuirlo. Lo he llamado poeta, porque su obra, escrita en una prosa muy trabajada, tiene esa intensidad y esa soledad que son propias de la poesía. Lo he llamado menor, porque entiendo que la poesía menor es una de las especies del género, no un género subalterno. El ámbito que abarca es menos vasto, pero la entonación es siempre más íntima. Hablar de poesía menor es como hablar de poesía dramática o de poesía épica. De Paul Verlaine cabría declarar que es el primer poeta de Francia y que asimismo es un poeta menor, ya que no nos ofrece la variedad de Ronsard o de Hugo. Por lo demás, las posibles definiciones de Machen son harto menos importantes que ciertas singularidades que creo percibir en su obra. Una es la existencia del Mal, no como una mera ausencia del Bien, a la manera de tantas teodiceas, sino como un ser o como una coalición de seres que lucha incesantemente contra éste y que puede triunfar. En las narraciones de Machen, esta victoria demoníaca no se limita a la depravación del hombre subyugado: alcanza también las formas de la corrupción y la pestilencia. Este horror físico contrasta con el rigor y la severidad de la prosa, nunca efusiva como en Poe o en Lovecraft, su discípulo. Otra es que Machen, como Kipling —que nunca le agradó—, sintió la gravitación de los muchos pueblos que habían habitado Inglaterra. Machen era galés y nació en Caerleon-on-Usk, aquella ciudad donde la nostalgia de los britanos perseguidos por los sajones, situó los prodigios que enloquecieron a Alonso Quijano y lo transformaron en Don Quijote: Merh’n, hijo del diablo, el rey Arturo, vencedor de once batallas y trasladado herido mortalmente a una isla mágica donde retornará a salvar a su pueblo. Lanzarote y Ginebra, el Santo Grial, que recogió la sangre de Cristo. No dejó nunca de insistir en ser celta, es decir, anterior a los romanos, anterior a los sajones, anterior a los anglos, que dieron su nombre a la tierra, anterior a los daneses, anterior a los normandos, anterior a las gentes misceláneas que poblarían la isla. Bajo ese palimpsesto secular de razas vencedoras, Machen pudo sentirse oscuramente victorioso y antiguo, arraigado a su suelo y alimentado de primitivas ciencias mágicas. Paradójicamente agregó a ese concepto histórico el de otro linaje aún más subalterno y oculto: el de seres nocturnos y furtivos que encarnan el pecado y lo difunden. Insistió asimismo en ser celta para sentirse solo y, como sus lejanos mayores, predestinado al fracaso. Se complacía en repetir el verso que Taliesin dedicó a sus antepasados: «Entraron siempre en la batalla y siempre cayeron».
Según se sabe, los maniqueos de los primeros siglos de nuestra era concibieron el universo como el eterno conflicto del reino del Bien, cuyo elemento natural es la luz, y del reino del Mal, cuyo elemento natural es la tiniebla. Análogamente, los thugs del Indostán reducían la historia universal a la constante batalla de la Aniquilación y de la Creación y se declaraban prosélitos de la primera, personificada en la diosa Kali, asimismo llamada la Madre Negra, cuyos otros nombres eran Durga y Parvati. Los thugs escoltaban a los viajeros para guardarlos de los thugs y, una vez alcanzada la soledad, los estrangulaban, después de ritos preliminares, con cordones de seda. El mal tiene sus mártires; en el siglo XIX las autoridades británicas ahorcaron a un thug que debía más de novecientas muertes y que enfrentó serenamente la ejecución. Las narraciones de Arthur Machen prolongan, por consiguiente, la más antigua, acaso, de las explicaciones del Mal, la que preocupó, sin duda, al desconocido autor del Libro de Job.
Es curioso que Philip van Doren Stern en su excelente estudio sobre Machen haya omitido el nombre de Robert Louis Stevenson, que, según el propio Machen, fue quien primero influyó en él y le inspiró sus The Three Impostors. Muy anterior a la literatura realista, la literatura fantástica es de ejecución más ardua, ya que el lector no debe olvidar que las fábulas narradas son falsas, pero no su veracidad simbólica y esencial. Resignémonos a admitir que la literatura es un juego, ejecutado mediante la combinación de palabras, que son piezas convencionales, pero no olvidemos que en el caso de sus maestros —Machen es uno de ellos— esa suerte de álgebra o de ajedrez debe corresponder a una emoción. Hay escritores (Poe simulaba ser uno de ellos, pero felizmente no lo fue) que aseguran que el efecto de un texto es la meta esencial de lo que se escribe; Arthur Machen puede, alguna vez, proponernos fábulas increíbles, pero sentimos que las ha inspirado una emoción genuina. Casi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño.
Los tres impostores que dan su nombre a su obra más famosa mienten; y sabemos que mienten; ello no impide que sus mentiras nos perturben. La vida de Arthur Machen (1863-1947) fue lo que podríamos llamar lateral, no halló nunca la gloria y no creemos que la buscara. Hombre de varia erudición, pasó buena parte de sus días en el Museo Británico, donde buscaba libros oscuros, para que el ejercicio de ese vicio impune, la lectura —la frase es de Valery Larbaud—, fuera aún más solitario. Tradujo al inglés la vasta obra de Rabelais no a la manera exuberante de Urquhart, sino para probar la teoría de que ese libro abrumador encierra un secreto y sabio equilibrio. En aquel volumen de su autobiografía que se titula The hondón Adventure, recrea de memoria el admirable cuento «El dibujo de la alfombra», de Henry James; el breve resumen de Machen, aligerado de inútiles rasgos melodramáticos, es harto más conmovedor que el laborioso original.
De las narraciones elegidas, las dos primeras pertenecen a la obra más famosa de Machen, Los tres impostores. La historia de su título es curiosa. A fines de la Edad Media se habló de un libro peligroso, De tribus impostoribus, cuya tesis sería que la humanidad ha sido seducida por tres embaucadores famosos: Moisés, Cristo y Mahoma. La lectura de este volumen, que nadie llegó a ver, fue severamente condenada por varios concilios y ejerció una influencia considerable sobre la libertad de pensamiento. Machen aprovechó este título para su volumen fantástico. El tema general es la corrupción espiritual y física de tres víctimas inmoladas a los poderes demoníacos. El lector no logrará olvidar fácilmente estas bien tramadas pesadillas que, con un mínimo de imaginación y de mala suerte, podrán poblar sus noches.
JACQUES CAZOTTE: EL DIABLO ENAMORADO
Dividir en siglos la historia no es menos arbitrario, tal vez, que dividir en puntos el espacio o en instantes el tiempo, pero esas unidades son arquetipos que nos ayudan a imaginar y cada siglo nos propone una imagen coherente. El admirable siglo XVIII fue el siglo de Voltaire y de la Enciclopedia, pero fue también el siglo de Swedenborg y de su rebelde discípulo, William Blake. Quizá no huelgue recordar que fue el siglo de Osián, del apócrifo Osián y de la epopeya celta, que inauguró el vasto movimiento romántico. Ese ambiguo carácter se refleja en el Diable amoureux de Jacques Cazotte.
Está redactado en razonable y clara prosa francesa, pero su fábula es fantástica. Ya Voltaire en Micromégas y en Le Blanc et le Noir había dado el ejemplo; ya Antoine Galland había revelado al Occidente el Libro de las Mil y Una Noches. Cazotte recordaría su título en Mille et unefadaises, Contes á dormir debout; de igual modo, el Diable amoureux es una voluntaria antítesis de Le Diable boiteux de Le Sage. El argumento de Cazotte no se reduce a un artificio del Demonio que toma forma de mujer para apoderarse de Alvaro; el Demonio, enredado en su propio juego, se enamora de Alvaro, como si la fugaz mascarada hubiera transformado su esencia, hasta convertirlo en la verdadera y apasionada heroína de la obra. Nada queda en Biondetta de la monstruosa aparición que responde al conjuro de Alvaro en las ruinas de Portici y que le dice en italiano: Che vuoi? La máscara es el rostro; la satánica seductora es la seducida y seguirá siéndolo, ansiosa y plañidera, en el decurso de la fábula, tan llena de episodios idílicos. Una y otra vez Belcebú-Biondetta agota las diversas artimañas que todas las mujeres inventan para atraer a un hombre. El estilo, deliberadamente frívolo, suele jugar con el terror, pero, a diferencia de Vathek, que es de fecha ulterior, no se propone nunca alarmarnos. Cazotte no pudo prever que su fábula sería sometida a la mitología patológica del reciente Procusto, Sigmund Freud. Gabriel Saad, discípulo de Procusto, ha conseguido que el Belcebú-Biondetta sea una hipóstasis de la madre y del padre del escritor, lo cual es más quimérico y, sin duda, más terrorífico que el libro que se propuso explicar. Agreguemos que es menos encantador.
Cazotte nació en Dijon hacia 1720. Como Diderot y como Joyce fue educado por los jesuitas y, a diferencia de ellos, no abjuró de la fe cristiana. Según Nodier, Cazotte a los veinte años, ya instalado en París, escribe: «Yo era un enamorado de la soledad, del recogimiento, de las meditaciones vagas y fantasiosas… resolví aislarme totalmente y de casi todos, incluso en las formas más comunes de la vida exterior. Vestía, entonces, un largo traje cuidadosamente abotonado hasta el mentón, un sombrero redondo y chato, de anchas alas caídas, polainas de cuero crudo cerradas con broches de acero. A esto se agregaban cabellos sin empolvar, cortados bastante cerca de la frente, y caídos sobre el cuello y los hombros». En 1747 obtiene el grado de comisario en la marina y es destinado a la Martinica. Se casa ahí con la hija del juez de la isla, Elizabeth Roignan. Dos años después, rechaza una invasión de los ingleses. Ya anciano invocaría en sus cartas la memoria de esta resistencia para que la Martinica se defendiera de un ataque de los soldados de la República. A la par de la rutina oficial, Cazotte dedica su tiempo a trabajar la finca que su mujer trajo en la dote. Hacia 1758 decide regresar a su patria. La Compañía de Jesús había organizado un vasto sistema bancario, que ahora lleva el nombre de Traveller’s checks. Cazotte aprovecha el sistema y la estrecha amistad que lo une a la Orden, para confiar a su cuidado el monto de la venta total de sus bienes en la isla. En Francia intentaría, vanamente, recobrar un solo centavo. Al cabo de un epistolario, no menos paciente que inútil, al superior de la Orden, publica una memoria relatando la infeliz culminación de un vínculo que data de su infancia. Por fin, resignado, inicia un pleito. La ruptura coincide con su acercamiento al ocultismo y parece alentar su actividad creadora. En 1762 publica un poema en 12 cantos, donde combina verso y prosa, titulado Ollivier. Lo sigue otro volumen, cuyo inesperado título es Lord Impromptu. En 1772 publica el Diable amoureux; el éxito es tan grande que se le acusa de haber revelado misterios que los iniciados deben guardar. Los críticos, razonablemente, atribuyen a la imaginación del autor el encuentro con el Demonio. Su fama de visionario permitió que le atribuyeran una profecía de su propia muerte y del terror. Por lo demás, el propio Cazotte declara: «Vivimos entre los espíritus de nuestros padres; el mundo invisible se cierne a nuestro alrededor… sin cesar, los amigos de nuestro pensamiento se nos acercan familiarmente… Veo el bien, el mal, a los buenos y a los malos; a veces la confusión de los seres es tal, cuando los miro, que no siempre sé distinguir, desde el primer momento, a los que viven en la carne de quienes han dejado las apariencias groseras…». Y agrega después: «Esta mañana, durante la oración que nos reunía bajo la mirada del Todopoderoso, el cuarto estaba tan lleno de vivos y de muertos de todos los tiempos y de todos los países, que no podía distinguir entre la vida y la muerte; era una extraña confusión, pero también un magnífico espectáculo».
Monárquico ferviente, no oculta nunca su adhesión a Luis XVI. En agosto de 1792, las autoridades secuestran unas cartas en las que se cree ver una conspiración. Cazotte es arrestado; su hija Elizabeth lo acompaña voluntariamente a la cárcel. La suerte le depara un fin espléndido; al subir al patíbulo, bien cumplidos los setenta años, podrá decir: «Muero como he vivido, fiel a Dios y a mi rey».