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HERMAN MELVILLE: BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE
El examen escrupuloso de las «simpatías y diferencias» de Moby Dick y de Bartleby exigiría, creo, una atención que la brevedad de estas páginas no permite. Las «diferencias», desde luego, son evidentes. Ahab, el héroe de la vasta fantasmagoría a la que Melville debe su fama, es un capitán de Nantucket, mutilado por la ballena blanca que ha determinado vengarse; el escenario son todos los mares del mundo. Bartleby es un escribiente de Wall Street, que sirve en el despacho de un abogado y que se niega, con la suerte de humilde terquedad, a ejecutar trabajo alguno. El estilo de Moby Dick abunda en espléndidos ecos de Carlyle y de Shakespeare; el de Bartleby no es menos gris que el protagonista. Sin embargo, sólo median dos años —1851 y 1853— entre la novela y el cuento. Diríase que el escritor, abrumado por los desaforados espacios de la primera, deliberadamente buscó las cuatro paredes de una reducida oficina, perdida en la maraña de la ciudad. Las «simpatías», acaso más secretas, están en la locura de ambos protagonistas y en la increíble circunstancia de que contagian esa locura a cuantos los rodean. La tripulación entera del Pequod se alista con fanático fervor en la insensata aventura del capitán, el abogado de Wall Street y los otros copistas aceptan con extraña pasividad la decisión de Bartleby. La porfía demencial de Ahab y del escribiente no vacila un solo momento hasta llevarlos a la muerte. Pese a la sombra que proyectan, pese a los personajes concretos que los rodean, los dos protagonistas están solos. El tema constante de Melville es la soledad, la soledad fue acaso el acontecimiento central de su azarosa vida. Nieto de un general de la Independencia y vástago de una vieja familia de sangre holandesa e inglesa, había nacido en la ciudad de Nueva York en 1819. Doce años después moriría su padre acechado por la locura y por las deudas. Debido a la penosa situación económica de la numerosa familia, Herman tuvo que interrumpir sus estudios. Ensayó sin mayor fortuna la rutina de una oficina y el tedio de los horarios de la docencia y en 1839 se enroló en un velero. Esta travesía fortaleció esa pasión del mar que le habían legado sus mayores y que marcaría su literatura y su vida. En 1841 se embarcó en la ballenera Acushnet. El viaje duró un año y medio e inspiraría muchos episodios de la aún insospechada novela Moby Dick. Debido a la crueldad del capitán desertó con un compañero en las islas Marquesas, fueron prisioneros de los caníbales un par de meses y lograron huir en un barco mercante australiano, que abandonaron en Papeete. Prosiguió esa rutina de alistarse y de desertar hasta llegar a Boston en 1844. Cada una de esas etapas fue el tema de sucesivos libros. Completó su educación universitaria en Harvard y en Yale. Volvió a su casa y sólo entonces frecuentó los cenáculos literarios.
En 1847 se había casado con Miss Elizabeth Shaw, de familia patricia, dos años después viajaron juntos a Inglaterra y a Francia y a su vuelta se establecieron en una aislada granja de Massachusetts que fue su hogar durante algún tiempo. Ahí entabló amistad con Nathaniel Hawthorne a quien dedicó Moby Dick. Sometía a su aprobación los manuscritos de la obra; cierta vez le mandó un capítulo diciéndole: «Ahí va una barba de la ballena como muestra». Un año después publicó Pierre o las ambigüedades, libro cuya imprudente lectura he intentado y que me desconcertó no menos que a sus contemporáneos. Aún más inextricable y tedioso es Mardi (1849), que transcurre en imaginarias regiones de los mares del Sur y concluye con una persecución infinita. Uno de sus personajes, el filósofo Babbalanja, es el arquetipo de lo que no debe ser un filósofo. Poco antes de su muerte publicó una de sus obras maestras, Billy Budd, cuyo tema patético es el conflicto entre la justicia y la ley y que inspiró una ópera a Britten. Los últimos años de su vida los dedicó a la busca de una clave para el enigma del universo.
Hubiera querido ser cónsul pero tuvo que resignarse a un cargo subalterno de inspector de aduana de Nueva York, que desempeñó durante muchos años. Este empleo, que lo salvó de la miseria, fue obra de los buenos oficios de Hawthorne. Nos consta que Melville, entre otras penas, no fue afortunado en el matrimonio. Era alto y robusto, de piel curtida por el mar y de barba oscura.
Hawthorne nos habla de la llaneza de sus costumbres. Siempre estaba impecable, aunque su equipaje se limitaba a un bolso ya muy usado, que contenía un pantalón, una camisa colorada y dos cepillos, uno para los dientes y otro para el pelo. El reiterado hábito de la marinería habría arraigado en él esa austeridad. El olvido y el abandono fueron su destino final. En la duodécima edición de la Enciclopedia Británica, Moby Dick figura como una simple novela de aventuras. Hacia 1920 fue descubierto por los críticos y, lo que acaso es más importante, por todos los lectores.
En la segunda década de este siglo, Franz Kafka inauguró una especie famosa del género fantástico; en esas inolvidables páginas lo increíble está en el proceder de los personajes más que en los hechos. Así, en El proceso el protagonista es juzgado y ejecutado por un tribunal que carece de toda autoridad y cuyo rigor él acepta sin la menor protesta; Melville, más de medio siglo antes, elabora el extraño caso de Bartleby, que no sólo obra de una manera contraria a toda lógica sino que obliga a los demás a ser sus cómplices.
Bartleby es más que un artificio o un ocio de la imaginación onírica; es, fundamentalmente, un libro triste y verdadero que nos muestra esa inutilidad esencial, que es una de las cotidianas ironías del universo.
PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN: EL AMIGO DE LA MUERTE
De familia noble y venida a menos, Pedro Antonio de Alarcón nació en Guadix en 1833. Sus primeros años vacilan entre la teología y el derecho, pero la literatura fue la que definitivamente lo atrajo. Su educación, como todas las educaciones auténticas, fue la apasionada y arbitraria del autodidacta; las liquidaciones de las bibliotecas de los conventos saciaban su curiosidad jamás satisfecha. Aprendió el idioma francés sin ayuda de nadie. Ferviente anticlerical y decidido partidario de las reformas liberales, fue objeto de no pocas persecuciones. Aún no cumplidos los veinte años fundó con su amigo Torcuato Tarrago el diario El Eco de Occidente, que anticipaba El Látigo, publicación de propósito antimonárquico y de estilo satírico.
Una polémica lo llevó a un duelo con García de Quevedo. Estas aventuras no tardaron en revelarle la mezquindad que es propia de los manejos políticos.
Desilusionado, se enroló como voluntario en la guerra de África, a las órdenes de O’Donnell. En el campo de batalla ganó la cruz de San Fernando. A este episodio bélico debemos la novela epistolar Diario de un testigo de la guerra de África, que le dio popularidad e inverosímilmente dinero, ya que la primera edición alcanzó la cifra de cincuenta mil ejemplares; tenía veintisiete años. Gracias a las ganancias obtenidas realizó un viaje a Italia, que sería el tema de otro libro: De Madrid a Napóles.
En 1865 se casó con Paulina Contreras y Reyes, católica devota, de la que tuvo cinco hijos. El mismo Alarcón escribiría después: «Me casé y me cansé… ¡Qué poco amena es la tarde de la vida!… Me he plantado en mi casa al lado de mi mujer y de mis hijos… en un delicioso oasis. Tengo muchos árboles, siendo el más notable un moral de quinientos años, emparrado magnífico, un gigantesco álamo negro y varias acacias y tres higueras, una de las cuales mide veinte varas de altura. Hay además granados, erales, moreras y no recuerdo qué más. De flores, rosales incomparables que han surtido a Paulina para todo el mes de María. Un jazmín de cuerpo entero, o sea, de tapia entera; dalias, lilas, adelfas, lirios hermosísimos, malvamoras, adormideras viudas, ciento cincuenta macetas de plantas exóticas, mucho mónibus, mucha yedra, muchos dompedros. He puesto pimientos, tomates, calabazas, pepinos, cebolletas, que bastarán al consumo del año. Tengo perejil para cien familias. He comprado veintisiete gallinas y un gallo. Me dan de quince a veinte huevos diarios. Tengo una pava clueca, que se come cada día uno de los veinticuatro huevos que le puse, lo cual me tiene horrorizado… En fin, soy el verdadero tío campesino». En 1869 el gobierno provisional le ofreció un cargo diplomático en los países escandinavos, que rechazó. Se hizo defensor de la Restauración y apoyó a Alfonso XII, que en 1875 lo nombró consejero de Estado. Poco después abandonó la actividad política para entregarse íntegramente a la literatura. En sus novelas cabe seguir la evolución de su pensamiento; de violento revolucionario llegó a ser un sincero y resignado conservador. Sus escritores preferidos fueron sir Walter Scott, Alejandro Dumas, Víctor Hugo y Honoré de Balzac. En 1891, a los cincuenta y cuatro años, suspendió para siempre el ejercicio de la literatura afectado quizá por la soledad en que lo dejaron sus contemporáneos, que no le perdonaron su cambio de posición política. Un día del verano seco y ardiente de 1891 murió en Madrid.
En su estudio sobre Alarcón, Navarro González observa: «Sus novelas, escritas febrilmente en breves días y entre largos intervalos de intenso y heterogéneo vivir, más parecen fruto de contenidas vivencias, que súbita e inspiradamente explotan en su alma, que de largas y tenaces observaciones de la realidad». De su copiosa labor literaria que incluye los siempre recordados El sombrero de tres picos, El capitán Veneno, La pródiga, El niño de la bola, El escándalo, hemos rescatado dos cuentos de Narraciones inverosímiles: «El amigo de la Muerte» y «La mujer alta», leyenda que Alarcón oyó de los labios de los cabreros de Guadix. España, que inspiró a tantos y famosos escritores románticos, produjo unos pobres y tardíos reflejos de ese movimiento. Constituyen una honrosa excepción Rosalía de Castro, cuya expresión más alta se halla en su idioma natal y no en el dialecto académico aún hoy en boga, Gustavo Adolfo Bécquer, velado espejo del primer Heine, José de Espronceda y Pedro Antonio de Alarcón. Recordamos esta circunstancia para que el lector comprenda y disculpe algún exceso en el manejo del epíteto y de la interjección.
La imagen de «La mujer alta» asedió, sin duda, la mente de Alarcón y figura, asimismo, ennoblecida y despojada de su carácter demoníaco, en «El amigo de la Muerte». Este relato, en su primera mitad corre el albur de parecer una irresponsable serie de improvisaciones; a medida que transcurre, comprobamos que todo, hasta el desenlace dantesco, está deliberadamente prefigurado en las páginas iniciales de la obra. En mi infancia trabé conocimiento con los relatos elegidos ahora; el tiempo no ha borrado el buen espanto de aquellos días. Hoy que mis años corren parejos con el siglo, lo releo, no con la fácil hospitalidad de la edad primera, pero con pareja gratitud, con emoción idéntica.
FRANZ KAFKA: EL BUITRE
Según se sabe, Virgilio, a punto de morir, encargó a sus amigos que redujeran a cenizas el inconcluso manuscrito de la Eneida, en la que se cifraban once años de noble y delicada labor; Shakespeare no pensó jamás en reunir en un solo volumen las muchas piezas de su obra; Kafka encomendó a Max Brod que destruyera las novelas y narraciones que aseguraban su fama. La afinidad de estos episodios ilustres es, si no me engaño, ilusoria. Virgilio no podía ignorar que contaba con la piadosa desobediencia de sus amigos; Kafka con la de Brod. El caso de Shakespeare es distinto. De Quincey conjetura que para Shakespeare la publicidad consistía en la representación y no en la impresión; el escenario era lo importante para él. Por lo demás, el hombre que realmente quiere la desaparición de sus libros no encarga esa tarea a otro. Kafka y Virgilio no deseaban su destrucción; sólo anhelaban desligarse de la responsabilidad que una obra siempre nos impone. Virgilio, creo, obró por razones estéticas; hubiera querido modificar tal cual cadencia o tal cual epíteto. Más complejo es, me parece, el caso de Kafka. Cabría definir su labor como una parábola o una serie de parábolas, cuyo tema es la relación moral del individuo con la divinidad y con su imcomprensible universo. A pesar de su ambiente contemporáneo, está menos cerca de lo que se ha dado en llamar literatura moderna que del Libro de Job. Presupone una conciencia religiosa y ante todo judía; su imitación formal en otros contextos carece de sentido. Kafka veía su obra como un acto de fe y no quería que ésta desalentara a los hombres. Por tal razón encargó a su amigo que la destruyera. Podemos sospechar otros motivos. Kafka, sinceramente, sólo podía soñar pesadillas y no ignoraba que la realidad se encarga sin cesar de suministrarlas. Asimismo, había advertido las posibilidades patéticas de la postergación, que se advierte en casi todos sus libros. Ambas cosas, tristezas y postergaciones, sin duda llegaron a cansarlo. Hubiera preferido la redacción de páginas felices y su honradez no condescendió a fabricarlas.
No olvidaré mi primera lectura de Kafka en cierta publicación profesionalmente moderna de 1917. Sus redactores —que no siempre carecían de talento— se habían consagrado a inventar la falta de puntuación, la falta de mayúsculas, la falta de rimas, la alarmante simulación de metáforas, el abuso de palabras compuestas y otras tareas propias de aquella juventud y acaso de todas las juventudes. Entre tanto estrépito impreso, un apólogo que llevaba la firma de Franz Kafka me pareció, a pesar de mi docilidad de joven lector, inexplicablemente insípido. Al cabo de los años me atrevo a confesar mi imperdonable insensibilidad literaria; pasé frente a la revelación y no me di cuenta.
Nadie ignora que Kafka no dejó nunca de sentirse misteriosamente culpable ante su padre, a la manera de Israel con su Dios; su judaismo, que lo apartaba de la generalidad de los hombres, debe haberlo afectado de una manera compleja. La conciencia de la próxima muerte y la exaltación febril de la tuberculosis tienen que haber agudizado todas sus facultades. Estas observaciones son laterales; en realidad, como dijo Whistler, «el arte sucede».
Dos ideas —mejor dicho, dos obsesiones— rigen la obra de Franz Kafka. La subordinación es la primera de las dos; el infinito, la segunda. En casi todas sus ficciones hay jerarquías y esas jerarquías son infinitas. Karl Rossmann, héroe de la primera de sus novelas, es un pobre muchacho alemán que se abre camino en un inextricable continente; al fin lo admiten en el Gran Teatro Natural de Oklahoma; ese teatro infinito no es menos populoso que el mundo y prefigura al Paraíso. (Rasgo muy personal: ni siquiera en esa figura del cielo acaban de ser felices los hombres y hay leves y diversas demoras.) El héroe de la segunda novela, Josef K., progresivamente abrumado por un insensato proceso, no logra averiguar el delito de que lo acusan, ni siquiera enfrentarse con el invisible tribunal que debe juzgarlo; éste, sin juicio previo, acaba por hacerlo degollar. K., héroe de la tercera y última, es un agrimensor llamado a un castillo, que no logra jamás penetrar en él y que muere sin ser reconocido por las autoridades que lo gobiernan. El motivo de la infinita postergación rige también en sus cuentos. Uno de ellos trata de un mensaje imperial que no llega nunca, debido a las personas que entorpecen el trayecto del mensajero; otro, de un hombre que se muere sin haber conseguido visitar un pueblecito próximo; otro, de dos vecinos que no logran juntarse. En el más memorable de todos ellos —«La construcción de la muralla china», 1919— el infinito es múltiple: para detener el curso de ejércitos infinitamente lejanos, un emperador infinitamente remoto en el tiempo y en el espacio ordena que infinitas generaciones levanten infinitamente un muro infinito que dé la vuelta a su imperio infinito.
La más indiscutible virtud de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Para el grabado perdurable le bastan unos pocos renglones. Por ejemplo: «El animal arranca la fusta de manos de su dueño y se castiga para convertirse en el dueño y no comprende que eso no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en la fusta». O si no: «En el templo irrumpen leopardos y se beben el vino de los cauces; esto acontece repentinamente; al cabo se prevé que acontecerá y se incorpora a la liturgia del templo». La elaboración, en Kafka, es menos admirable que la invocación. Hombres, no hay más que uno en su obra: el Homo domesticus —tan judío y tan alemán—, ganoso de un lugar, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un ministerio, en un asilo de lunáticos, en la cárcel. El argumento y el ambiente son lo esencial; no las evoluciones de la fábula ni la penetración psicológica. De ahí la primacía de sus cuentos sobre sus novelas; de ahí el derecho de afirmar que esta compilación de relatos nos da íntegramente la medida de tan singular escritor.
Una
LA DIVINA COMEDIA
El espíritu de Filippo Argenti, para el «Infierno» de Dante (Gustavo Doré).
SEÑORAS, SEÑORES:
Paul Claudel ha escrito en una página indigna de Paul Claudel que los espectáculos que nos aguardan más allá de la muerte corporal no se parecerán, sin duda, a los que muestra Dante en el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso, Esta curiosa observación de Claudel, en un artículo por lo demás admirable, puede ser comentada de dos modos.
En primer término, vemos en esta observación una prueba de la intensidad del texto de Dante, el hecho de que una vez leído el poema y mientras lo leemos tendemos a pensar que él se imaginaba el otro mundo exactamente como lo presenta. Fatalmente creemos que Dante se imaginaba que una vez muerto, se encontraría con la montaña inversa del Infierno o con las terrazas del Purgatorio o con los cielos concéntricos del Paraíso. Además, hablaría con sombras (sombras de la Antigüedad clásica) y algunas conversarían con él en tercetos en italiano.
Ello es evidentemente absurdo. La observación de Claudel corresponde no a lo que razonan los lectores (porque razonándola se darían cuenta de que es absurda) sino a lo que sienten y a lo que puede alejarlos del placer, del intenso placer de la lectura de la obra.
Para refutarla, abundan testimonios. Uno es la declaración que se atribuye al hijo de Dante. Dijo que su padre se había propuesto mostrar la vida de los pecadores bajo la imagen del Infierno, la vida de los penitentes bajo la imagen del Purgatorio y la vida de los justos bajo la imagen del Paraíso. No leyó de un modo literal. Tenemos, además, el testimonio de Dante en la epístola dedicada a Can Grande della Scala.
La epístola ha sido considerada apócrifa, pero de cualquier modo no puede ser muy posterior a Dante y, sea lo que fuere, es fidedigna de su época. En ella se afirma que la Comedia puede ser leída de cuatro modos. De esos cuatro modos, uno es el literal; otro, el alegórico. Según éste, Dante sería el símbolo del hombre, Beatriz el de la fe y Virgilio el de la razón.
La idea de un texto capaz de múltiples lecturas es característica de la Edad Media, esa Edad Media tan calumniada y compleja que nos ha dado la arquitectura gótica, las sagas de Islandia y la filosofía escolástica en la que todo está discutido. Que nos dio, sobre todo, la Comedia, que seguimos leyendo y que nos sigue asombrando, que durará más allá de nuestra vida, mucho más allá de nuestras vigilias y que será enriquecida por cada generación de lectores.
Conviene recordar aquí a Escoto Erígena, que dijo que la Escritura es un texto que encierra infinitos sentidos y que puede ser comparado con el plumaje tornasolado del pavo real.
Los cabalistas hebreos sostuvieron que la Escritura ha sido escrita para cada uno de los fieles; lo cual no es increíble si pensamos que el autor del texto y el autor de los lectores es el mismo: Dios. Dante no tuvo por qué suponer que lo que él nos muestra corresponde a una imagen real del mundo de la muerte. No hay tal cosa. Dante no pudo pensar eso.
Creo, sin embargo, en la conveniencia de ese concepto ingenuo, ese concepto de que estamos leyendo un relato verídico. Sirve para que nos dejemos llevar por la lectura. De mí sé decir que soy lector hedónico; nunca he leído un libro porque fuera antiguo. He leído libros por la emoción estética que me deparan y he postergado los comentarios y las críticas. Cuando leí por primera vez la Comedia, me dejé llevar por la lectura. He leído la Comedia como he leído otros libros menos famosos. Quiero confiarles, ya que estamos entre amigos, y ya que no estoy hablando con todos ustedes sino con cada uno de ustedes, la historia de mi comercio personal con la Comedia.
Todo empezó poco antes de la dictadura. Yo estaba empleado en una biblioteca del barrio de Almagro. Vivía en Las Heras y Pueyrredón, tenía que recorrer en lentos y solitarios tranvías el largo trecho que desde ese barrio del Norte va hasta Almagro Sur, a una biblioteca situada en la Avenida La Plata y Carlos Calvo. El azar (salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad) me hizo encontrar tres pequeños volúmenes en la Librería Mitchell, hoy desaparecida, que me trae tantos recuerdos. Esos tres volúmenes (yo debería haber traído uno como talismán, ahora) eran los tomos del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, vertidos al inglés por Carlyle, no por Thomas Carlyle, del que hablaré luego. Eran libros muy cómodos, editados por Dent. Cabían en mi bolsillo. En una página estaba el texto italiano y en la otra el texto en inglés, vertido literalmente. Imaginé este modus operandi: leía primero un versículo, un terceto, en prosa inglesa; luego leía el mismo versículo, el mismo terceto, en italiano; iba siguiendo así hasta llegar al fin del canto. Luego leía todo el canto en inglés y luego en italiano. En esa primera lectura comprendí que las traducciones no pueden ser un sucedáneo del texto original. La traducción puede ser, en todo caso, un medio y un estímulo para acercar al lector al original; sobre todo, en el caso del español. Creo que Cervantes, en alguna parte del Quijote, dice que con dos ochavos de lengua toscana uno puede entender a Ariosto.
Pues bien; esos dos ochavos de lengua toscana me fueron dados por la semejanza fraterna del italiano y el español. Ya entonces observé que los versos, sobre todo los grandes versos de Dante, son mucho más de lo que significan. El verso es, entre tantas otras cosas, una entonación, una acentuación muchas veces intraducible. Eso lo observé desde el principio. Cuando llegué a la cumbre del Paraíso, cuando llegué al Paraíso desierto, ahí, en aquel momento en que Dante está abandonado por Virgilio y se encuentra solo y lo llama, en aquel momento sentí que podía leer directamente el texto italiano y sólo mirar de vez en cuando el texto inglés. Leí así los tres volúmenes en esos lentos viajes de tranvía. Después leí otras ediciones.
He leído muchas veces la Comedia. La verdad es que no sé italiano, no sé otro italiano que el que me enseñó Dante y que el que me enseñó, después, Ariosto cuando leí el Furioso. Y luego el más fácil, desde luego, de Croce, He leído casi todos los libros de Croce y no siempre estoy de acuerdo con él, pero siento su encanto. El encanto es, como dijo Stevenson, una de las cualidades esenciales que debe tener el escritor. Sin el encanto, lo demás es inútil.
Leí muchas veces la Comedia, en distintas ediciones, y pude gozar de los comentarios. De todas ellas, dos me reservo particularmente: la de Mornigliano y la de Grabher. Recuerdo también la de Hugo Steiner.
Leía todas las ediciones que encontraba y me distraía con los distintos comentarios, las distintas interpretaciones de esa obra múltiple. Comprobé que en las ediciones más antiguas predomina el comentario teológico; en las del siglo diecinueve, el histórico, y actualmente el estético, que nos hace notar la acentuación de cada verso, una de las máximas virtudes de Dante.
Se ha comparado a Milton con Dante, pero Milton tiene una sola música: es lo que se llama en inglés «un estilo sublime». Esa música es siempre la misma, más allá de las emociones de los personajes. En cambio en Dante, como en Shakespeare, la música va siguiendo las emociones. La entonación y la acentuación son lo principal, cada frase debe ser leída y es leída en voz alta.
Digo es leída en voz alta porque cuando leemos versos que son realmente admirables, realmente buenos, tendemos a hacerlo en voz alta. Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto.
Hay dos frases que lo confirman. Una es la de Homero o la de los griegos que llamamos Homero, que dice en la Odisea: «los dioses tejen desventuras para los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar». La otra, muy posterior, es de Mallarmé y repite lo que dijo Homero menos bellamente; «tout aboutit en un livre», «todo para en un libro». Aquí tenemos las dos diferencias; los griegos hablan de generaciones que cantan, Mallarmé habla de un objeto, de una cosa entre las cosas, un libro. Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte, estamos hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son esencialmente distintas.
Carlyle y otros críticos han observado que la intensidad es la característica más notable de Dante. Y si pensamos en los cien cantos del poema parece realmente un milagro que esa intensidad no decaiga, salvo en algunos lugares del Paraíso que para el poeta fueron luz y para nosotros sombra. No recuerdo ejemplo análogo de otro escritor, únicamente quizá en La tragedia de Macbeth de Shakespeare, que empieza con las tres brujas o las tres parcas o las tres hermanas fatales y que luego sigue hasta la muerte del héroe y en ningún momento afloja la intensidad.
Quiero recordar otro rasgo: la delicadeza de Dante. Siempre pensamos en el sombrío y sentencioso poema florentino y olvidamos que la obra está llena de delicias, de deleites, de ternuras. Esas ternuras son parte de la trama de la obra. Por ejemplo, Dante habrá leído en algún libro de geometría que el cubo es el más firme de los volúmenes. Es una observación corriente que no tiene nada de poética y sin embargo Dante la usa como una metáfora del hombre que debe soportar la desventura: «buon tetrágono a i colpe di fortuna»; el hombre es un buen tetrágono, un cubo, y eso es realmente raro.
Recuerdo asimismo la curiosa metáfora de la flecha. Dante quiere hacernos sentir la velocidad de la flecha que deja el arco y da en el blanco. Nos dice que se clava en el blanco y que sale del arco y que deja la cuerda; invierte el principio y el fin para mostrar cuan rápidamente ocurren esas cosas.
Hay un verso que está siempre en mi memoria. Es aquel del primer canto del Purgatorio que se refiere a esa mañana, esa mañana increíble en la montaña del Purgatorio, en el Polo Sur. Dante, que ha salido de la suciedad, de la tristeza y el horror del Infierno, dice «dolce color d’ oriental zaffiro». El verso impone esa lentitud a la voz. Hay que decir oriental:
dolce color d’oriëntal zafiro
che s’accoglieva nel sereno aspetto
del mezzo puro infino al primo giro.
Quisiera demorarme sobre el curioso mecanismo de ese verso, salvo que la palabra «mecanismo» es demasiado dura para lo que quiero decir. Dante describe el cielo oriental, describe la aurora y compara el color de la aurora el del zafiro. Y lo compara con un zafiro que se llama zafiro oriental”, zafiro del Oriente. En dolce color d’oriëntal zaffiro hay un juego de espejos, ya que el Oriente se explica por el color del zafiro y ese zafiro es un «zafiro oriental». Es decir, un zafiro que está cargado de la riqueza de la palabra «oriental»; está lleno, digamos, de Las mil y una noches que Dante no conoció pero que sin embargo ahí están.
Recordaré también el famoso verso final del canto quinto del Infierno: «e caddi come carpo morto cade». ¿Por qué retumba la caída? La caída retumba por la repetición de la palabra «cae».
Toda la Comedia está llena de felicidades de ese tipo. Pero lo que la mantiene es el hecho de ser narrativa. Cuando yo era joven se despreciaba lo narrativo, se lo llamaba anécdota y se olvidaba que la poesía empezó siendo narrativa, que en las raíces de la poesía está la épica y la épica es el género poético primordial, narrativo. En la épica está el tiempo, en la épica hay un antes, un mientras y un después; todo eso está en la poesía.
Yo aconsejaría al lector el olvido de las discordias de los güelfos y gibelinos, el olvido de la escolástica, incluso el olvido de las alusiones mitológicas y de los versos de Virgilio que Dante repite, a veces mejorándolos, excelentes como son en latín. Conviene, por lo menos al principio, atenerse al relato. Creo que nadie puede dejar de hacerlo.
Entramos, pues, en el relato, y entramos de un modo casi mágico porque actualmente, cuando se cuenta algo sobrenatural, se trata de un escritor incrédulo que se dirige a lectores incrédulos y tiene que preparar lo sobrenatural. Dante no necesita eso: «Nel mezzo del cammin di nostra vita / mí ritrovai per una selva oscura». Es decir, a los treinta y cinco años «me encontré en mitad de una selva oscura» que puede ser alegórica, pero en la cual creemos físicamente: a los treinta y cinco años, porque la Biblia aconseja la edad de setenta a los hombres prudentes. Se entiende que después todo es yermo, «bleak», como se llama en inglés, todo es ya tristeza, zozobra. De modo que, cuando Dante escribe «nel mezzo del cammin di nostra vita», no ejerce una vaga retórica: está diciéndonos exactamente la fecha de la visión, la de los treinta y cinco años.
No creo que Dante fuera un visionario. Una visión es breve. Es imposible una, visión tan larga como la de la Comedia. La visión fue voluntaria: debemos abandonarnos a ella y leerla, con fe poética. Dijo Coleridge que la fe poética es una voluntaria suspensión de la incredulidad. Si asistimos a una representación de teatro sabemos que en el escenario hay hombres disfrazados que repiten las palabras de Shakespeare, de Ibsen o de Pirandello que les han puesto en la boca. Pero nosotros aceptamos que esos hombres no son disfrazados; que ese hombre disfrazado que monologa lentamente en las antesalas de la venganza es realmente el príncipe de Dinamarca, Hamlet; nos abandonamos. En el cinematógrafo es aún más curioso el procedimiento, porque estamos viendo no ya al disfrazado sino fotografías de disfrazados y sin embargo creemos en ellos mientras dura la proyección.
En el caso de Dante, todo es tan vivido que llegamos a suponer que creyó en su otro mundo, de igual modo como bien pudo creer en la geografía geocéntrica o en la astronomía geocéntrica y no en otras astronomías.
Conocemos profundamente a Dante por un hecho que fue señalado por Paul Groussac: porque la Comedia está escrita en primera persona. No es un mero artificio gramatical, no significa decir «vi» en lugar de «vieron» o de «fue». Significa algo más, significa que Dante es uno de los personajes de la Comedia. Según Groussac, fue un rasgo nuevo. Recordemos que, antes de Dante, San Agustín escribió sus Confesiones. Pero estas Confesiones, precisamente por su retórica espléndida, no están tan cerca de nosotros como lo está Dante, ya que la espléndida retórica del africano se interpone entre lo que quiere decir y lo que nosotros oímos.
El hecho de una retórica que se interpone es desgraciadamente frecuente. La retórica debería ser un puente, un camino; a veces es una muralla, un obstáculo. Lo cual se observa en escritores tan distintos como Séneca, Quevedo, Milton o Lugones. En todos ellos las palabras se interponen entre ellos y nosotros.
A Dante lo conocemos de un modo más íntimo que sus contemporáneos. Casi diría que lo conocemos como lo conoció Virgilio, que fue un sueño suyo. Sin duda, más de lo que lo pudo conocer Beatriz Portinari; sin duda, más que nadie. Él se coloca ahí y está en el centro de la acción. Todas las cosas no sólo son vistas por él, sino que él toma parte. Esa parte no siempre está de acuerdo con lo que describe y es lo que suele olvidarse.
Vemos a Dante aterrado por el Infierno; tiene que estar aterrado no porque fuera cobarde sino porque es necesario que esté aterrado para que creamos en el Infierno. Dante está aterrado, siente miedo, opina sobre las cosas. Sabemos lo que opina no por lo que dice sino por lo poético, por la entonación, por la acentuación de su lenguaje.
Tenemos el otro personaje. En verdad, en la Comedia hay tres, pero ahora hablaré del segundo. Es Virgilio. Dante ha logrado que tengamos dos imágenes de Virgilio: una, la imagen que nos deja la Eneida o que nos dejan las Geórgicas; la otra, la imagen más íntima que nos deja la poesía, la piadosa poesía de Dante.
Uno de los temas de la literatura, como uno de los temas de la realidad, es la amistad. Yo diría que la amistad es nuestra pasión argentina. Hay muchas amistades en la literatura, que está tejida de amistades. Podemos evocar algunas. ¿Por qué no pensar en Quijote y Sancho, o en Alonso Quijano y Sancho, ya que para Sancho «Alonso Quijano» es Alonso Quijano y sólo al fin llega a ser Don Quijote? ¿Por qué no pensar en Fierro y Cruz, en nuestros dos gauchos que se pierden en la frontera? ¿Por qué no pensar en el viejo tropero y en Fabio Cáceres? La amistad es un tema común, pero generalmente los escritores suelen recurrir al contraste de los dos amigos. He olvidado otros dos amigos ilustres, Kim y el lama, que también ofrecen el contraste.
En el caso de Dante, el procedimiento es más delicado. No es exactamente un contraste, aunque tenemos la actitud filial: Dante viene a ser un hijo de Virgilio y al mismo tiempo es superior a Virgilio porque se cree salvado. Cree que merecerá la gracia o que la ha merecido, ya que le ha sido dada la visión. En cambio, desde el comienzo del Infierno sabe que Virgilio es un alma perdida, un réprobo; cuando Virgilio le dice que no podrá acompañarlo más allá del Purgatorio, siente que el latino será para siempre un habitante del terrible «nobile castello» donde están las grandes sombras de los grandes muertos de la Antigüedad, los que por ignorancia invencible no alcanzaron la palabra de Cristo. En ese mismo momento, Dante dice: «Tu, duca; tu, signare; tu, maestro»… Para cubrir ese momento, Dante lo saluda con palabras magníficas y habla del largo estudio y del gran amor que le han hecho buscar su volumen y siempre se mantiene esa relación entre los dos. Esa figura esencialmente triste de Virgilio, que se sabe condenado a habitar para siempre en el nobile castello lleno de la ausencia de Dios… En cambio, a Dante le será permitido ver a Dios, le será permitido comprender el universo.
Tenemos, pues, esos dos personajes. Luego hay miles, centenares, una multitud de personajes de los que se ha dicho que son episódicos. Yo diría que son eternos.
Una novela contemporánea requiere quinientas o seiscientas páginas para hacernos conocer a alguien, si es que lo conocemos. A Dante le basta un solo momento. En ese momento el personaje está definido para siempre. Dante busca ese momento central inconscientemente. Yo he querido hacer lo mismo en muchos cuentos y he sido admirado por ese hallazgo, que es el hallazgo de Dante en la Edad Media, el de presentar un momento como cifra de una vida. En Dante tenemos esos personajes, cuya vida puede ser la de algunos tercetos y sin embargo esa vida es eterna. Viven en una palabra, en un acto, no se precisa más; son parte de un canto, pero esa parte es eterna. Siguen viviendo y renovándose en la memoria y en la imaginación de los hombres.
Dijo Carlyle que hay dos características de Dante. Desde luego hay más, pero dos son esenciales: la ternura y el rigor (salvo que la ternura y el rigor no se contraponen, no son opuestos). Por un lado, está la ternura humana de Dante, lo que Shakespeare llamaría «the milk of human kindness», «la leche de la bondad humana». Por el otro lado está el saber que somos habitantes de un mundo riguroso, que hay un orden. Ese orden corresponde al Otro, al tercer interlocutor.
Recordemos dos ejemplos. Vamos a tomar el episodio más conocido del Infierno, el del canto quinto, el de Paolo y Francesca. No pretendo abreviar lo que Dante ha dicho —sería una irreverencia mía decir en otras palabras lo que él ha dicho para siempre en su italiano—; quiero recordar simplemente las circunstancias.