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Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El tesoro dorado
Cuento infantil
La mujer del tambor fue a la iglesia. Vio el nuevo altar con los cuadros pintados y los ángeles de talla. Todos eran preciosos, tanto los de las telas, con sus colores y aureolas, como los esculpidos en madera, pintados y dorados además. Su cabellera resplandecía, como el oro, como la luz del sol; era una maravilla. Pero el sol de Dios era aún más bello; lucía por entre los árboles oscuros con tonalidades rojas, claras, doradas, a la hora de la puesta. ¡Qué hermoso es mirar la cara de Nuestro Señor! Y la mujer contemplaba el sol ardiente, mientras otros pensamientos más íntimos se agitaban en su alma. Pensaba en el hijito que pronto le traería la cigüeña, y esta sola idea la alborozaba. Con los ojos fijos en el horizonte de oro, deseaba que su niño tuviese algo de aquel brillo del sol, que se pareciese siquiera a uno de aquellos angelillos radiantes del nuevo altar. Cuando, por fin, tuvo en sus brazos a su hijito y lo mostró al padre, era realmente como uno de aquellos ángeles de la iglesia; su cabello dorado brillaba como el sol poniente. -¡Tesoro dorado, mi riqueza, mi sol! -exclamó la madre besando los dorados ricitos; y pareció como si en la habitación resonara música y canto. ¡Cuánta alegría, cuánta vida, cuánto bullicio! El padre tocó un redoble en el tambor, un redoble de entusiasmo. Decía: -¡Pelirrojo! ¡El chico es pelirrojo! ¡Atiende al tambor y no a lo que dice su madre! ¡Ran, ran, ranpataplán! Y toda la ciudad decía lo mismo que el tambor. Llevaron el niño a la iglesia para bautizarlo. Nada había que objetar al nombre que le pusieron: Pedro. La ciudad entera, y con ella el tambor, lo llamó Pedro, el pelirrojo hijo del tambor. Pero su madre le besaba el rojo cabello y lo llamaba su tesoro dorado. En la hondonada había una ladera arcillosa en la que muchos habían grabado su nombre, como recuerdo. -La fama -decía el padre de Pedro- no hay que despreciarla. Y así grabó el nombre propio junto al de su hijo. Vinieron las golondrinas; en el curso de sus largos viajes habían visto antiguas inscripciones en las paredes rocosas del Indostán y en los muros de sus templos: grandes gestas de reyes poderosos, nombres inmortales, tan antiguos, que nadie era capaz de leerlos ni pronunciarlos siquiera. -¡Gran nombre! ¡Fama! Las golondrinas construyeron sus nidos en la cañada. Abrían agujeros en la pared de arcilla. El viento y la lluvia descompusieron los nombres y los borraron, incluso los del tambor y su hijito. -Pero el nombre de Pedro se conservó durante año y medio -dijo el padre. «¡Tonto!», pensó el instrumento; pero se limitó a decir: ¡Ran, ran, ranpataplán! El rapazuelo pelirrojo era un chiquillo rebosante de vida y alegría. Tenía una hermosa voz, sabía cantar, y lo hacía como los pájaros del bosque. Eran melodías, y, sin embargo, no lo eran. -Tendrá que ser monaguillo -decía la madre-. Cantará en la iglesia, debajo de aquellos hermosos ángeles dorados a los que se parece. -Gato color de fuego -decían los maliciosos de la ciudad. El tambor se lo oyó a las comadres de la vecindad. -¡No vayas a casa, Pedro! -gritaban los golfillos callejeros Si duermes en la buhardilla, se pegará fuego en el piso alto y tu padre tendrá que batir el tambor. -¡Pero antes me dejará las baquetas! -replicaba Pedro, y, a pesar de ser pequeño, arremetía valientemente contra ellos y tumbaba al primero de un puñetazo en el estómago, mientras los otros ponían pies en polvorosa. El músico de la ciudad era un hombre fino y distinguido, hijo de un tesorero real. Le gustaba el aspecto de Pedro, y alguna vez que otra se lo llevaba a su casa; le regaló un violín y le enseñó a tocarlo. El niño tenía gran disposición; la habilidad de sus dedos parecía indicar que iba a ser algo más que tambor, que sería músico municipal. -Quiero ser soldado -decía, sin embargo. Era todavía un chiquillo, y creía que lo mejor del mundo era llevar fusil, marcar el paso, «¡un, dos, un, dos!», y lucir uniforme y sable. -Pues tendrás que aprender a obedecer a mi llamada -decía el tambor-. ¡Plan, plan, rataplán! -Eso estaría bien, si pudieses ascender hasta general -decía el padre-. Mas para eso hace falta que haya guerra. -¡Dios nos guarde! -exclamaba la madre. -Nada tenemos que perder -replicaba el hombre. -¿Cómo que no? ¿Y nuestro hijo? -Mas piensa que puede volver convertido en general. -¡Sin brazos ni piernas! -respondía la madre-. No, yo quiero guardar mi tesoro dorado. ¡Ran, ran, ran!, se pusieron a redoblar los tambores. Había estallado la guerra. Los soldados partieron, y el pequeño con ellos. -¡Mi cabecita de oro! ¡Tesoro dorado! -lloraba la madre. En su imaginación, el padre se lo veía «famoso». En cuanto al músico, opinaba que en vez de ir a la guerra debía haberse quedado con los músicos municipales. -¡Pelirrojo! -lo llamaban los soldados, y Pedro se reía; pero si a alguno se le ocurría llamarle «Piel de zorro», el chico apretaba los dientes y ponía cara de enfado. El primer mote no le molestaba. Despierto era el mozuelo, de genio resuelto y humor alegre. -Ésta es la mejor cantimplora – decían los veteranos. Más de una noche hubo de dormir al raso, bajo la lluvia y el mal tiempo, calado hasta los huesos, pero nunca perdió el buen humor. Aporreaba el tambor tocando diana: «¡Ran, ran, tan, pataplán! ¡A levantarse!». Realmente había nacido para tambor. Amaneció el día de la batalla. El sol no había salido aún, pero ya despuntaba el alba. El aire era frío; el combate, ardiente. La atmósfera estaba empañada por la niebla, pero más aún por los vapores de la pólvora. Las balas y granadas pasaban volando por encima de las cabezas o se metían en ellas o en los troncos y miembros, pero el avance seguía. Alguno que otro caía de rodillas, las sienes ensangrentadas, la cara lívida. El tamborcito conservaba todavía sus colores sanos; hasta entonces estaba sin un rasguño. Miraba, siempre con la misma cara alegre, el perro del regimiento, que saltaba contento delante de él, como si todo aquello fuese pura broma, como si las balas cayeran sólo para jugar con ellas. «¡Marchen! ¡De frente!», decía la consigna del tambor. Tal era la orden que le daban. Sin embargo, puede suceder que la orden sea de retirada, y a veces esto es lo más prudente, y, en efecto, le ordenaron: «¡Retirada!»; pero el tambor no comprendió la orden y tocó: «Adelante, al ataque!» Así lo había entendido, y los soldados obedecieron a la llamada del parche. Fue un famoso redoble, un redoble que dio la victoria a quienes estaban a punto de ceder. Fue una batalla encarnizada y que costó muy cara. La granada desgarra la carne en sangrantes pedazos, incendia los pajares en los que ha buscado refugio el herido, donde permanecerá horas y horas sin auxilio, abandonado tal vez hasta la muerte. De nada sirve pensar en todo ello, y, no obstante, uno lo piensa, incluso cuando se halla lejos, en la pequeña ciudad apacible. En ella cavilaban el viejo tambor y su esposa. Pedro estaba en la guerra. -¡Ya estoy harto de gemidos! -decía el hombre. Se trabó una nueva batalla; el sol no había salido aún, pero amanecía. El tambor y su mujer dormían; se habían pasado casi toda la noche en vela, hablando del hijo, que estaba allí -«en manos de Dios »-. Y el padre soñó que la guerra había terminado, los soldados regresaban, y Pedro ostentaba en el pecho la cruz de plata. En cambio, la madre soñaba que iba a la iglesia y contemplaba los cuadros y los ángeles de talla, con su cabello dorado; y he aquí que su hijo querido, el tesoro de su corazón, estaba entre los ángeles vestido de blanco, cantando tan maravillosamente como sólo los ángeles pueden hacerlo, mientras se elevaba al cielo con ellos y, envuelto en el resplandor del sol, enviaba un dulce saludo a su madre. -¡Tesoro dorado! -exclamó la mujer, despertando-. ¡Dios se lo ha llevado consigo! Doblando las manos hundió la cabeza en la cortina estampada y prorrumpió a llorar. -¿Dónde estará, entre el montón de caídos, en la gran fosa que cavan para los muertos? Tal vez esté en el fondo del pantano. Nadie conoce su tumba, no habrán rezado ninguna oración sobre ella. Sus labios balbucearon un padrenuestro; agachó la cabeza y se quedó medio dormida. ¡Se sentía tan cansada! Fueron pasando los días, entre la vida y los sueños. Era al anochecer; un arco iris se dibujaba encima del bosque, desde éste al profundo pantano. Entre el pueblo circula una superstición que pasa por verdad incontrovertible. Existe un gran tesoro en el lugar donde el arco iris toca la tierra. También allí debía de haber uno; pero nadie pensó en el pequeño tambor, aparte su madre, que de continuo soñaba en él. Y los días fueron pasando entre la vida y los sueños. No había sufrido el más mínimo rasguño, no había perdido uno solo de sus dorados cabellos. -¡Plan, plan, rataplán! ¡Es él, es él!- hubiera dicho el tambor y cantado la madre, si lo hubiesen visto o soñado. Entre cantos y hurras y con los laureles de la victoria, regresaron los soldados a casa, una vez terminada la guerra y concertada la paz. Describiendo grandes círculos marchaba a la cabeza el perro del regimiento, como deseoso de hacer el camino tres veces más largo. Y pasaron semanas y días, y Pedro se presentó en la casa de sus padres. Venía moreno como un gitano, los ojos brillantes, radiante el rostro como la luz del sol. Su madre lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la boca, en los ojos, en el dorado cabello. Volvía a tener al lado a su hijo. No lucía la cruz de plata, como había soñado su padre, pero venía con los miembros enteros, como su madre no había soñado. ¡Qué alegría! Lloraban y reían, y Pedro abrazó el viejo instrumento. -¡Todavía está aquí ese trasto viejo! -dijo, y el padre tocó un redoble en él. -Se diría que acaba de estallar un gran incendio -exclamó el parche-. ¡Fuego en el tejado, fuego en los corazones, tesoro mío! ¡Ran, ran, rataplán! ¿Y después? Sí, ¿y después? Pregúntalo al músico. -Pedro se emancipará aún del tambor -dijo-. Pedro será más grande que yo. Y eso que era hijo de un criado del palacio real. Pero lo que había aprendido en toda una vida, Pedro lo aprendió en medio año. Había tanta franqueza en él, daba una tal impresión de bondad… Sus ojos brillaban, y brillaba su cabello, nadie podía negarlo. -Debería teñirse el pelo -dijo la vecina-. A la hija del policía le quedó muy bien y pescó novio. -Pero al cabo de muy poco lo tenía del color de lenteja de agua, y ahora tiene que estárselo tiñendo continuamente. -No le falta dinero para hacerlo -replicó la vecina-, y tampoco le falta a Pedro. Lo reciben en las casas más distinguidas, incluso en la del alcalde, y da lecciones de piano a la señorita Lotte. Sí, sabía tocar el piano, e interpretaba melodías deliciosas, no escritas aún en ningún pentagrama. Tocaba en las noches claras, y tocaba también en las oscuras. Era inaguantable, decían los vecinos, y el viejo tambor de alarma también creía que aquello era demasiado. Tocaba hasta que sus pensamientos levantaban el vuelo, y grandes proyectos para el futuro se arremolinaban en su cabeza: ¡Gloria! Y Lotte, la hija del alcalde, estaba sentada al piano; sus finos dedos danzaban sobre las teclas, y sus notas percutían en el corazón de Pedro. Le parecía como si aquello fuese demasiado estrecho, y la impresión la tuvo no una vez, sino varias. Por eso un día, cogiéndole los finos dedos y la delicada mano, la miró en los grandes ojos castaños. Dios sólo sabe lo que dijo; nosotros podemos conjeturarlo. Lotte se sonrojó hasta el cuello y los hombros; no le respondió una palabra. En aquel momento entró un forastero en la habitación, un hijo del Consejero de Estado, con una reluciente calva que le llegaba hasta el pescuezo. Pedro permaneció mucho rato con ellos y la dulce mirada de Lotte no se apartó de él. Aquella noche habló a sus padres de lo grande que es el mundo, y de la riqueza que se encerraba para él en el violín. ¡Gloria! -¡Ran, ran, rataplán! -dijo el tambor de alarma-. Este Pedro nos va a volver locos. Me parece que está chiflado. A la mañana siguiente, la madre se fue a la compra. -¿Sabes la última noticia, Pedro? -dijo al volver-. Lotte, la hija del alcalde, se ha prometido con el hijo del Consejero de Estado. Anoche mismo se cerró el compromiso. -¡No! -exclamó Pedro, saltando de la silla. Pero su madre insistió en que sí; lo sabía por la mujer del barbero, al cual se lo había comunicado el propio alcalde. Pedro se volvió pálido, y cayó desplomado en la silla. -¡Dios santo! ¿Qué te pasa? -gritó la mujer. -¡Nada! ¡nada! Déjenme marchar -respondió él; y las lágrimas le rodaron por las mejillas. -¡Hijo mío querido! ¡Tesoro dorado! -exclamó la madre, llorando. Pero el tambor de alarma se puso a tocar: ¡Lotte murió, Lotte murió! ¡Se terminó la canción! Pero la canción no había terminado todavía; quedaban aún muchas estrofas y muy largas, las más bellas; un tesoro para toda la vida. -¡Pues sí que lo ha cogido fuerte! -dijo la vecina-. Todos tienen que leer las cartas que le envía su tesoro, y escuchar lo que los diarios cuentan de él y de su violín. Le manda mucho dinero, y bien que lo necesita la mujer desde que enviudó. -Toca en presencia de reyes y emperadores -dijo el músico A mí la suerte no me sonrió. Pero él fue mi discípulo y recuerda a su viejo maestro. -Su padre soñaba -dijo la mujer- que Pedro regresaba de la guerra con una cruz de plata en el pecho. En campaña no la ganó, allí debe de ser más difícil, obtenerlo. Pero ahora luce la cruz de caballero. ¡Si su padre pudiera verlo! -¡Famoso! -gruñía el tambor de alarma, y toda su ciudad natal lo repetía. Aquel tamborcillo, Pedro, el pelirrojo, que de niño calzaba zuecos y a quien de mayor habían visto tocar el tambor y en el baile, era ya famoso. -Tocó ante nosotros antes de hacerlo ante los reyes -decía la alcaldesa-. Entonces estaba loco por Lotte. Quería subir y siempre subir. Era presumido y extraño. Mi marido se echó a reír cuando se enteró de aquel desatino. Hoy Lotte es la señora consejera. Se escondía un tesoro en el corazón de aquel pobre niño que de tamborcillo había tocado el «¡Adelante, marchen!», llevando a la victoria a los que estaban a punto de ceder. En su corazón había un tesoro, un manantial de notas divinas que se escapaban de su violín como si en él estuviera encerrado todo un órgano, y como si todos los elfos bailasen en sus cuerdas en una noche de verano. Se oía el canto del tordo y la clara voz humana; por eso hechizaba a todos los corazones y hacía que su nombre corriese de boca en boca. Ardía un gran fuego, el fuego del entusiasmo. -¡Y, además, es tan guapo! -decían las damitas, y las viejas les daban la razón. La más vieja de todas abrió un álbum de rizos famosos, sólo para poder procurarse uno del rico y hermoso cabello del joven violinista, un tesoro, un tesoro dorado. Y un buen día entró en la pobre morada del tambor aquel hijo, bello como un príncipe, más feliz que un rey, llenos de luz los ojos, resplandeciente el rostro como el sol. Y estrechó entre sus brazos a su madre, y ella lo besó en la boca, llorando tan feliz, como sólo de gozo se puede llorar. Dirigió un saludo a cada uno de los viejos muebles: a la cómoda con las tazas de té y el florero; al lecho donde durmiera de pequeño. Sacó el viejo tambor de alarma y lo puso en el centro de la habitación: -Padre habría tocado ahora un redoble -dijo a su madre-. Lo haré yo por él. Y se puso a aporrearlo con todas sus fuerzas, armando un estrépito de mil demonios; y el instrumento se sintió tan honrado, que reventó de orgullo. -¡Tiene buen puño! -dijo el tambor-. Ahora guardaré de él un recuerdo para toda la vida. Me temo que la vieja estalle también de alegría, con su tesoro. Y ahí tienen la historia del tesoro dorado.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El titiritero
Cuento infantil
A bordo del vapor se hallaba un hombre de edad ya avanzada y con cara de Pascuas, tan de Pascuas que, si no engañaba, debía de ser el hombre más feliz del mundo. Y, efectivamente, lo era, según él; se lo oí de su boca. Era danés, compatriota mío y director de teatro ambulante. Llevaba consigo a todo su personal, en una gran caja, pues era titiritero. Su buen humor, que era innato, decía, había sido además refinado por un estudiante de politécnico, y en el experimento se había vuelto completamente feliz. Yo no lo entendí de buenas a primeras, y entonces él me aclaró toda la historia, que es la siguiente: -Fue en Slagelse -comenzó el hombre-. Daba yo una representación en la «Fonda del Correo», y la sala estaba brillantísima, atestada de público; era un público que aún no había hecho la primera comunión, si se exceptúan dos o tres señoras ancianas. De pronto se presentó un personaje vestido de negro con aspecto de estudiante, tomó asiento y, en el curso de la función, se río sonoramente en los pasajes donde había que reír, y aplaudió con toda justicia. Era un espectador excepcional. Quise saber de quién se trataba, y me dijeron que era un estudiante de último año de la escuela Politécnica enviado para enseñar a las gentes de las provincias. Mi espectáculo terminó a las ocho, pues los pequeños deben acostarse temprano, y hay que pensar en las conveniencias del público. A las nueve empezó el profesor sus conferencias y experimentos, y yo acudí a oírlo. Era algo que valía la pena ver y escuchar. La mayoría de las cosas que decía quedaban por encima de mis horizontes, como suele decirse, pero yo pensé para mis adentros: puesto que los hombres somos capaces de descubrir todo esto, también deberíamos poder alargar un poco más nuestra vida, antes de que nos entierren. Lo que hacía eran pequeños milagros, y, sin embargo, todo salía tan llano, tan natural. En tiempos de Moisés y de los profetas, aquel politécnico habría sido uno de los grandes sabios del país, y en la Edad Media habría muerto en la hoguera. En toda la noche no dormí, y cuando, al atardecer del siguiente día, hubo nueva representación, a la cual asistió también el estudiante, yo me sentí en plena forma. He oído decir de un comediante que, cuando interpretaba papeles de enamorado, pensaba sólo en una espectadora; actuaba para ella, olvidándose del resto de la sala. El estudiante se convirtió en mi «ella», mi único espectador, y trabajé para él. Terminada la representación, fueron llamados a escena todos los personajes, y el estudiante me hizo llamar y me invitó a tomar un vaso de vino. Habló de mi comedia, y yo hablé de su ciencia, y creo que los dos disfrutamos por igual; pero yo quedé con la última palabra, pues en su esfera había muchísimas cosas que no sabía explicar satisfactoriamente, por ejemplo, el hecho de que un trozo de hierro que cae por una espiral quede magnetizado. ¿Qué significa esto? Viene el espíritu sobre él, pero, ¿de dónde le viene? Es lo mismo que ocurre con los seres humanos, pienso yo. El buen Dios les hace dar volteretas a través de la espiral del tiempo, y el espíritu baja sobre ellos, y de este modo sale un Napoleón, un Lutero u otro personaje por el estilo. «El mundo entero es un montón de obras milagrosas -dijo el estudiante-, pero estamos tan acostumbrados, que las consideramos ordinarias». Y siguió hablando y explicando, hasta que al fin me daba la impresión de que se me abría el cráneo, y le confesé sinceramente que, de no sentirme tan viejo, enseguida me habría ido a estudiar a la Escuela Politécnica para aprender cómo está hecho el mundo, a pesar de ser, como soy, uno de los hombres más felices. «¡Uno de los más felices! -repitió él, como si lo saborease-. ¿Es usted feliz?», preguntó. «Sí -respondí , soy feliz y bien recibido en todas las ciudades donde me presento con mi compañía». Cierto que hay un deseo que a veces me acosa como un duende, una pesadilla que reprime mi buen humor: quisiera ser director de teatro de una compañía de carne y hueso, de una verdadera compañía de personas. «¿Desea usted infundir vida a sus marionetas? ¿Desea que se conviertan en cómicos de verdad y usted en su director? -dijo-. ¿Cree que entonces sería completamente feliz?». Él no lo creía, pero yo sí. Seguimos hablando sin llegar a ponernos de acuerdo, pero chocamos los vasos, y el vino era excelente, sólo que debía estar embrujado, pues de otro modo la historia terminaría en que yo me emborraché. Y, sin embargo, no fue así; conservaba la cabeza clara. En la habitación parecía como si diera el sol; de los ojos del estudiante emanaba un resplandor que me hizo pensar en los dioses antiguos, eternamente jóvenes, cuando peregrinaban aún por la Tierra. Se lo dije y se sonrió; yo habría jurado que era un dios disfrazado o un miembro de su familia, y, en efecto, lo era. Mi mayor deseo iba a verse realizado; las marionetas cobrarían vida, y yo sería director, de una compañía de comediantes de carne y hueso. Chocamos los vasos y los vaciamos por la realización del milagro. Él cogió todos los muñecos de la caja, me los ató a la espalda y me lanzó luego por una espiral. Todavía siento las volteretas que daba, hasta que llegué al suelo, y toda la compañía saltó fuera de la caja. El espíritu había bajado sobre todos los personajes; las marionetas se habían transformado en excelentes artistas, ellas mismas lo decían, y yo era su director. Todo estaba dispuesto para la primera representación: la compañía entera quería hablar conmigo, y el público, también. La bailarina dijo que si no se sostenía sobre una pierna, la casa se vendría al suelo, que ella era la primera figura y quería ser tratada como tal. La que representaba el papel de emperatriz se empeñó en ser tratada de majestad incluso fuera de la escena, pues de otro modo perdería la práctica. El que no tenía más misión que la de salir con una carta en la mano, se daba tanta importancia como el primer galán, pues, decía, todos intervienen por igual en el conjunto artístico, tanto los pequeños como los grandes. Después el héroe exigió que todo papel se compusiera de escenas finales, pues entonces era cuando lo aplaudían. La «prima donna» se negaba a salir como no fuera con luz roja, alegando que ésta le sentaba bien, al contrario de la azul. Aquello parecía una botella llena de moscas, y yo, el director, me encontraba en medio de ellas. Me faltaba aire, perdí la cabeza, me sentía tan miserable como pueda ser una criatura humana. Estaba entre una nueva especie de seres, deseaba volver a tenerlos a todos en la caja, y maldecía la hora en que había querido ser director. Les dije, sin rodeos, que en el fondo todos eran títeres, y entonces arremetieron contra mí y me mataron. Desperté tendido en mi cama, en mi habitación. Cómo fui transportado allí, y si lo hizo el estudiante, es cosa que él debe saberlo; lo que es yo, lo ignoro. La luna brillaba en el suelo, donde aparecía volcada la caja, con todos los muñecos revueltos, grandes y pequeños, la compañía entera. Yo, ni corto ni perezoso, salté del lecho, y en un momento todos volvieron a estar en la caja, unos de cabeza, otros de pie. Puse la tapa y me senté encima; era digno de pintarlo. ¿Se imaginan ustedes el cuadro? Yo sí. «Ahora se van a quedar todos aquí -dije-, y nunca más desearé que sean de carne y huesos». Me sentía aliviadísimo, el más feliz de los hombres. El estudiante politécnico me había iluminado; completamente dichoso, me quedé dormido sobre la caja. A la mañana siguiente -en realidad, a mediodía, pero es que me desperté muy tarde- seguía aún allí, feliz, porque había comprendido que mi antiguo y único deseo era una estupidez. Pregunté por el estudiante, pero se había marchado, lo mismo que hacían los dioses griegos y romanos. Y desde aquel día soy el hombre más venturoso de la Tierra. Soy un director feliz, mi personal no discute, y el público tampoco, pues se divierte con toda el alma. Puedo hilvanar mis obras como se me antoja; de cada comedia saco lo mejor, según me parece, y nadie se molesta por ello. Me sirvo de obras que están ya desechadas en los grandes teatros, pero que hace treinta años el público corría a verlas y lloraba con ellas a moco tendido. Las presento a los pequeños, los cuales lloran como antaño lo hicieron sus padres. Represento «Johanna Montfaucon» y «Dyveke», aunque abreviadas, porque los chiquillos no aguantan los largos coloquios amorosos; lo quieren desgraciado, pero rápido. He recorrido toda Dinamarca, conozco a sus gentes y soy de ellas conocido. He pasado ahora a Suecia, y si aquí me acompaña la suerte y me saco mis buenas perras, me haré escandinavo y nada más; se lo digo como compatriota. Y yo, como compatriota, lo cuento, naturalmente, sólo por contarlo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El torrero Ole
Cuento infantil
-¡En el mundo todo es subir y bajar, y bajar y subir! Yo no puedo subir ya más arriba -dijo el torrero Ole-. Arriba y abajo, abajo y arriba; la mayoría han de pasar por ello. A fin de cuentas, todos acabamos siendo torreros, para ver desde lo alto la vida y las cosas. Así hablaba Ole en su torre, mi amigo el viejo vigía, un hombre jovial, que parecía decir todo lo que llevaba dentro, pero que, sin embargo, se guardaba muchas cosas y muy serias en el fondo del corazón. Era hijo de buena familia, afirmaban algunos. Según ellos, era hijo de un consejero diplomático o podía haberlo sido. Había estudiado, había llegado a profesor auxiliar y a ayudante de sacristán, pero, ¿de qué servía todo eso? Cuando vivía en casa del sacristán, todo lo tenía gratis. Era joven y guapo, según dicen. Quería limpiarse las botas con crema brillante, pero el sacristán sólo le daba betún ordinario; por eso estalló la desavenencia entre ellos. Uno habló de avaricia, el otro de vanidad, el betún fue el negro motivo de la enemistad, y así se separaron. Pero lo que había exigido al sacristán, lo exigía a todo el mundo: crema brillante; y le daban siempre vulgar betún. Por eso huyó de los hombres y se hizo ermitaño; pero en una ciudad, un puesto de ermitaño que al mismo tiempo permita ganarse la vida sólo se encuentra en un campanario. A él se subió, pues, y se instaló, fumando su pipa en su solitaria morada, mirando arriba y abajo, reflexionando sobre lo que veía y contando a su manera lo que había visto y lo que no, lo que había leído en los libros y dentro de sí mismo. Yo le prestaba con frecuencia algo que leer, libros recomendables: «Dime con quién andas y te diré quién eres». No daba un maravedí por las novelas para institutrices inglesas, ni por las francesas, compuestas de una mezcla de aire y tallos de rosa; lo que quería eran relatos vividos, libros sobre las maravillas de la Naturaleza. Yo lo visitaba por lo menos una vez al año, generalmente los primeros días de enero; el cambio de año siempre solía sugerirle algún pensamiento nuevo e interesante. Les relataré dos de mis visitas, y me atendré a sus palabras lo más fielmente que pueda. Primera visita Entre los libros que últimamente había prestado a Ole, había uno sobre el sílice que le había interesado y divertido de una manera especial. -Son unos verdaderos matusalenes esos sílices -dijo-, y pasamos junto a ellos sin prestarles la menor atención. También yo lo he hecho en el campo y en la playa, donde están a montones. Caminamos sobre los adoquines, sin pensar en que son vestigios de la más remota antigüedad. Yo mismo lo he hecho. Pero desde ahora, cada losa puede contar con todos mis respetos. Gracias por el libro, que me ha enriquecido, me ha librado de mis viejas ideas y costumbres y me ha hecho venir ganas de enterarme de más cosas. La novela de la Tierra es la más notable de todas, no cabe duda. Lástima que no podamos leer los primeros capítulos, por no conocer el lenguaje. Hay que leer en todos los estratos de la Tierra, en los guijarros, en los diversos períodos geológicos, y sólo en la sexta parte aparecen los personajes humanos, el señor Adán y la señora Eva. Muchos lectores encuentran que vienen algo tarde; preferirían que salieran desde el principio, pero a mí me da igual. Es una novela llena de aventuras, en la que todos desempeñamos un papel. Nos movemos y ajetreamos, y, sin embargo, estamos siempre en el mismo sitio; pero la esfera gira sin abocarnos encima el océano. La corteza que pisamos se aguanta firme, no nos hundimos en ella; y todo esto en un proceso que viene durando desde hace millones de años. ¡Gracias por el libro sobre los guijarros! ¡Lo que nos contarían, si pudiesen hablar! ¿No es una satisfacción convertirme por un momento en un cero, aunque se esté tan alto como yo estoy, y que de repente os recuerden que todos, incluso los más lustrosos, no somos en esta Tierra más que hormigas efímeras, incluso las hormigas llenas de condecoraciones, las hormigas de primera clase? ¡Se siente uno tan ridículamente joven, frente a esas piedras venerables, que cuentan millones de años! La víspera de Año Nuevo estuve leyendo este libro, y me enfrasqué tanto en él, que me olvidé de ir a ver mi espectáculo habitual en esta fecha: «La salvaje tropa de Amager». Claro, usted no sabe lo que es eso. Todo el mundo ha oído hablar de la cabalgata de las brujas sobre sus palos de escoba. Se celebra en el Blocksberg, la noche de San Juan. Pero tenemos otra cabalgata, no menos salvaje, aunque más nacional y moderna, que acude a Amager la noche de Año Nuevo. Todos los malos poetas, poetisas, actores, periodistas y artistas de la publicidad, verdadera hueste de gente inútil, se congregan en Amager en dicho día, montados a horcajadas sobre sus pinceles o plumas de ganso; las de acero no pueden llevarlas, son demasiado rígidas. Como ya dije, presencio este espectáculo cada Nochevieja. Podría dar el nombre de la mayoría de los concurrentes, pero es gente con la que no interesa entablar relaciones. Además, tampoco a ellos les gusta mucho que el público se entere de su viaje a Amager, montados en sus plumas de ganso. Tengo una especie de prima, una vendedora de pescado, que, según ella dice, suministra tres hojas de palabras malévolas, muy acreditadas por lo demás; estuvo allí como invitada, pero la echaron, pues ni maneja la pluma de ganso ni sabe montar. Ella lo ha contado. La mitad de lo que dice es mentira, pero nos basta con el resto. La ceremonia empezó con cantos: cada invitado había compuesto su canción, y cada uno cantó la suya, que a su juicio era la mejor. Pero todo venía a ser lo mismo. Luego desfilaron en corrillos los que se imponen por su mucha labia; eran los que dan las grandes campanadas. Les siguieron los tamborileros menores, que lo pregonan todo en las familias. Allí se daban a conocer los que escriben sin dar su nombre, es decir, los que hacen pasar betún ordinario por crema brillante. Allí estaban el verdugo y su asistente, y éste era el más entusiasta, pues de otro modo no le habrían hecho caso. Y también estaba el buen basurero, que vierte el cubo y lo califica de «bueno, muy bueno, excelente». En medio de tanta diversión, pues todo el mundo debía divertirse, salió del pozo un tallo, un árbol, una flor monstruosa, un gran hongo, tan ancho como un tejado; era la cucaña de la respetable asamblea, de la que colgaba todo lo que había dado al mundo en el curso del año que acababa de transcurrir. De ella saltaban chispas como llamaradas; eran todos los pensamientos e ideas ajenos que ellos se habían apropiado, y que ahora se desprendían y salían despedidos como un castillo de fuegos artificiales. Se representó una mascarada, y los poetastros recitaron sus producciones. Los más graciosos hicieron juegos de palabras, pues no se toleraban cosas de menor categoría. Los chistes resonaban como si fueran golpes de ollas vacías contra la puerta. Según mi prima, fue divertidísimo. En realidad dijo muchas cosas más, tan maliciosas como entretenidas, pero me las callo, pues hay que ser buena persona, pero no charlatán. Por lo dicho se habrá hecho cargo de que, sabiendo lo que allí ocurre, es más que natural que cada noche de Año Nuevo uno esté atento para presenciar el desfile de la tropa salvaje. Si un año echo de menos algunos, otros ocupan su puesto. Pero esta vez no vi a ninguno de los invitados; los guijarros me transportaron a muchas leguas de ellos, a millones de años de distancia, contemplando cómo las piedras se soltaban con estrépito y marchaban a la deriva arrastradas por los hielos, mucho antes de que se hubiese construido el arca de Noé. Las veía caer al fondo y emerger de nuevo sobre un banco de arena que, sobresaliendo del agua, decía: «¡Esto será Zelanda!». Las vi convertirse en refugios de aves de especies desconocidas y de caudillos salvajes que aún conocemos menos, hasta que el hacha imprimió sus runas en algunas piedras, que luego pudieron servir para el cómputo del tiempo. Pero yo me había esfumado por completo, convertido en nada. Cayeron entonces tres, cuatro estrellas fugaces, magníficas y brillantes, y los pensamientos tomaron otra dirección. Usted sabrá seguramente lo que es una estrella fugaz. Pues los sabios no lo saben. Yo tengo mis ideas acerca de ellas, y de mis ideas parto. ¡Cuántas veces se pronuncia, con íntimo sentimiento de gratitud, el nombre del que ha creado cosas tan buenas y admirables! Con frecuencia la gratitud es silenciosa, pero no se pierde por ello. Yo imagino que la recoge el sol, y uno de sus rayos lleva el sentimiento hasta el bienhechor. Si es un pueblo entero el que envía su agradecimiento a lo largo de los años, entonces éste llega como un ramillete, que se deposita sobre la tumba del bienhechor. Para mí resulta un verdadero placer el contemplar el paso de una estrella fugaz -especialmente en la noche de Año Nuevo-, conjeturar a quién irá dirigido aquel ramillete de gratitud. Hace poco cayó una brillantísima, hacia el Sudoeste, una acción de gracias de muchas y muchas personas ¿A quién iría destinada? Sin duda cayó en la ladera del fiordo de Flensburg, donde el Darebrog acaricia con su hálito la tumba de Schleppegrell, Lässöe y sus compañeros. Una cayó en el centro del país, cerca de Sorö, un ramo sobre la tumba de Holberg, expresión de gratitud de tantos y tantos por sus bellas obras teatrales. Es un magnífico pensamiento, y reconfortante, el de saber que una estrella fugaz caerá sobre nuestra sepultura. No será sobre la mía, es cierto, ningún rayo de sol me traerá palabras de gratitud, pues no habrá motivo. Yo no daré lustre a nada -terminó Ole-, mi sino en el mundo ha sido el servir de betún ordinario. Segunda visita Era Año Nuevo cuando me presenté en la torre; Ole me habló de las copas que se vacían con ocasión del trasiego del viejo goteo al nuevo goteo, como él llamaba al año. Luego me contó su historia de las copas, que no dejaba de tener su miga. Cuando el reloj da las doce campanadas en la última noche del año, las gentes, reunidas en torno a la mesa, levantan las copas y brindan por el año que empieza. Se entra en él con el vaso en la mano; buen principio para los bebedores. Si se inicia yéndose a la cama, entonces es buen principio para los holgazanes. En el transcurso del año, el sueño desempeñará, indudablemente un importante papel, pero las copas también. ¿Sabe usted quién habita en las copas? -me preguntó-. Pues moran en ellas la salud, la alegría y el desenfreno, y también el enojo y la amarga desventura. Cuando cuento las copas, cuento, naturalmente, los brindis que se hacen para las distintas personas. ¿Ves? La primera copa es la de la salud. En ella crece la hierba salutífera. Si la fijas en las vigas, al término del año podrás estar en la glorieta de la salud. Toma ahora la segunda copa. De ella volará un pajarito, piando ingenua y alegremente, por lo que el hombre aguzará el oído, y tal vez cantará con él: «¡La vida es bella! ¡No agachemos la cabeza! ¡Valor y adelante!». De la tercera copa saldrá un mocito alado; no se le puede llamar un ángel, pues tiene sangre y mentalidad de duende, no por malicia, sino por pura travesura. Si se coloca detrás de la oreja, nos inspira una alegre ocurrencia. Si se instala en nuestro corazón, éste se calienta tanto que uno se siente retozón, se vuelve una buena cabeza a juicio de las demás cabezas. En la cuarta copa no hay hierbas, ni pájaros, ni chiquillos; en ella se encuentra la norma del entendimiento, y nunca hay que salirse de la norma. Si tomas la quinta copa, llorarás sobre ti mismo, sentirás una alegría interior o te desahogarás de una manera u otra. Saltará de la copa, con un chasquido, el príncipe Carnaval, locuaz y travieso; te arrastrará y te olvidarás de tu dignidad, suponiendo que la tengas. Olvidarás más cosas de las que debieras. Todo será baile, canto y bullicio; las máscaras te llevarán con ellas; las hijas del diablo, vestidas de seda y terciopelo, vendrán con el pelo suelto y los hermosos miembros -¡huye de ellas si puedes! La sexta copa… ¡Oh!, en ella está Satán en persona, un hombrecillo bien vestido, elocuente, agradable, amabilísimo, que te comprenderá perfectamente, te dará siempre la razón, será todo tu YO. Acudirá con una linterna y te guiará a casa. Existe una vieja leyenda acerca de aquel santo que debía elegir uno entre los siete pecados capitales, y, pareciéndole que sería el menor, escogió la embriaguez, y de este modo se quedó con los seis restantes. El hombre y el diablo mezclan su sangre, ésta es la sexta copa, y entonces proliferan todos los gérmenes del mal, cada uno de los cuales se alza con una fuerza semejante a la de la semilla de mostaza de la Biblia, que crece hasta convertirse en un árbol y se extiende por el mundo entero; y a la mayoría no les queda entonces más remedio que ir a parar al crisol para ser refundidos. -Ésta es la historia de las copas -dijo el torrero Ole-. Y puede contarse junto con la de la crema brillante y el betún. Yo le pongo las dos a su disposición. Tal fue la segunda visita a Ole. Si te apetece saber más de él, habrá que menudear esas visitas.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El traje nuevo del Emperador
Cuento infantil
Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida. -¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche. «Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él». El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra. Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela». -¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente. -Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo. Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. -¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo. -¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador. Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados. -¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela. «¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso». -¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: -Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela. -¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había. -¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo? Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo. -¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! -El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias. -Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido. Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía: -¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo! Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél. -¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño. -¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño. -¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada! -¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El tullido
Cuento infantil
Érase una antigua casa señorial, habitada por gente joven y apuesta. Ricos en bienes y dinero, querían divertirse y hacer el bien. Querían hacer feliz a todo el mundo, como lo eran ellos. Por Nochebuena instalaron un abeto magníficamente adornado en el antiguo salón de Palacio. Ardía el fuego en la chimenea y ramas del árbol navideño enmarcaban los viejos retratos. Desde el atardecer reinaba también la alegría en los aposentos de la servidumbre. También había allí un gran abeto con rojas y blancas velillas encendidas, banderitas danesas, cisnes recortados y redes de papeles de colores y llenas de golosinas. Habían invitado a los niños pobres de la parroquia, y cada uno había acudido con su madre, a la cual, más que a la copa del árbol, se le iban los ojos a la mesa de Nochebuena, cubierta de ropas de lana y de hilo y de toda clase de prendas de vestir. Aquello era lo que miraban las madres y los hijos ya mayorcitos, mientras los pequeños alargaban los brazos hacia las velillas, el oropel y las banderitas. La gente había llegado a primeras horas de la tarde, y fue obsequiada con la clásica sopa navideña y asado de pato con berza roja. Una vez hubieron contemplado el árbol y recibido los regalos, se sirvió a cada uno un vaso de ponche y manzanas rellenas. Regresaron entonces a sus pobres casas, donde se habló de la «buena vida», es decir, de la buena comida, y se pasó otra vez revista a los regalos. Entre aquella gente estaban Garten-Kirsten y Garten-Ole, un matrimonio que tenía casa y comida a cambio de su trabajo en el jardín de Sus Señorías. Cada Navidad recibían su buena parte de los regalos. Tenían además cinco hijos, y a todos los vestían los señores. -Son bondadosos nuestros amos -decían-. Tienen medios para hacer el bien, y gozan haciéndolo. -Ahí tienen buenas ropas para que las rompan los cuatro -dijo Garten-Ole-. Mas, ¿por qué no hay nada para el tullido? Siempre suelen acordarse de él, aunque no vaya a la fiesta. Era el hijo mayor al que llamaban «El tullido», pero su nombre era Hans. De niño había sido el más listo y vivaracho, pero de repente le entró una «debilidad en las piernas», como ellos decían, y desde entonces no pudo tenerse de pie ni andar. Llevaba ya cinco años en cama. -Sí, algo me han dado también para él -dijo la madre. Pero es sólo un libro, para que pueda leer. -¡Eso no lo engordará! -observó el padre. Pero Hans se alegró de su libro. Era un muchachito muy despierto, aficionado a la lectura, aunque aprovechaba también el tiempo para trabajar en las cosas útiles en cuanto se lo permitía su condición. Era muy ágil de dedos, y sabía emplear las manos; confeccionaba calcetines de lana e incluso mantas. La señora había hecho gran encomio de ellas y las había comprado. Era un libro de cuentos el que acababan de regalar a Hans, y había en él mucho que leer, y mucho que invitaba a pensar. -De nada va a servirle -dijeron los padres-. Pero dejemos que lea, le ayudará a matar el tiempo. No siempre ha de estar haciendo calceta. Vino la primavera. Empezaron a brotar la hierba y las flores, y también los hierbajos, como se suele llamar a las ortigas a pesar de las cosas bonitas que de ellas dice aquella canción religiosa: Si los reyes se reunieseny juntaran sus tesoros, no podrían añadir una sola hoja a la ortiga. En el jardín de Sus Señorías había mucho que hacer, no solamente para el jardinero y sus aprendices, sino también para Garten­Kirsten y Garten-Ole. -¡Qué pesado! -decían-. Aún no hemos terminado de escardar y arreglar los caminos, y ya los han pisado de nuevo. ¡Hay un ajetreo con los invitados de la casa! ¡Lo que cuesta! Suerte que los señores son ricos. -¡Qué mal repartido está todo! -decía Ole-. Según el señor cura, todos somos hijos de Dios. ¿Por qué estas diferencias? -Por culpa del pecado original -respondía Kirsten. De eso hablaban una noche, sentados junto a la cama del tullido, que estaba leyendo sus cuentos. Las privaciones, las fatigas y los cuidados habían encallecido las manos de los padres, y también su juicio y sus opiniones. No lo comprendían, no les entraba en la cabeza, y por eso hablaban siempre con amargura y envidia. -Hay quien vive en la abundancia y la felicidad, mientras otros están en la miseria. ¿Por qué hemos de purgar la desobediencia y la curiosidad de nuestros primeros padres? ¡Nosotros no nos habríamos portado como ellos! -Sí, habríamos hecho lo mismo -dijo súbitamente el tullido Hans-. Aquí está, en el libro. -¿Qué es lo que está en el libro? -preguntaron los padres. Y entonces Hans les leyó el antiguo cuento del leñador y su mujer. También ellos decían pestes de la curiosidad de Adán y Eva, culpables de su desgracia. He aquí que acertó a pasar el rey del país: «Síganme -les dijo- y vivirán tan bien como yo: siete platos para comer y uno para mirarlo. Está en una sopera tapada, que no deben tocar; de lo contrario, se les terminará la buena vida». «¿Qué puede haber en la sopera?», dijo la mujer. «¡No nos importa!», replicó el marido. «No soy curiosa -prosiguió ella-; sólo quisiera saber por qué no nos está permitido levantar la tapadera. Estoy segura que es algo exquisito». «Con tal que no haya alguna trampa, por ejemplo, una pistola que al dispararse despierte a toda la casa». «Tienes razón», dijo la mujer, sin tocar la sopera. Pero aquella noche soñó que la tapa se levantaba sola y salía del recipiente el aroma de aquel ponche delicioso que se sirve en las bodas y los entierros. Y había una moneda de plata con esta inscripción: «Si beben de este ponche, serán las dos personas más ricas del mundo, y todos los demás hombres se convertirán en pordioseros comparados con ustedes». Se despertó la mujer y contó el sueño a su marido. «Piensas demasiado en esto», dijo él. «Podríamos hacerlo con cuidado», insistió ella. «¡Cuidado!», dijo el hombre; y la mujer levantó con gran cuidado la tapa. Y he aquí que saltaron dos ligeros ratoncillos, y en un santiamén desaparecieron por una ratonera. «¡Buenas noches! -dijo el Rey-. Ya pueden volver a su casa a vivir de lo propio. Y no vuelvan a censurar a Adán y Eva, pues se han mostrado tan curiosos y desagradecidos como ellos». -¡Cómo habrá venido a parar al libro esta historia! -dijo Garten-Ole. -Diríase que está escrita precisamente para nosotros. Es cosa de pensarlo. Al día siguiente volvieron al trabajo. Los tostó el sol y la lluvia los caló hasta los huesos. Rumiaron sus melancólicos pensamientos. No había anochecido aún, cuando ya habían cenado sus papillas de leche. -¡Vuelve a leernos la historia del leñador! -dijo Garten-Ole. -Hay otras que todavía no conocen -respondió Hans. -No me importan dijo -Garten-Ole-. Prefiero oír la que conozco. Y el matrimonio volvió a escucharla; y más de una noche se la hicieron repetir. -No acabo de entenderlo -dijo Garten-Ole-. Con las personas ocurre lo que con la leche: que se cuaja y una parte se convierte en fino requesón, y la otra en suero aguado. Los hay que tienen suerte en todo, se pasan el día muy repantigados y no sufren cuidados ni privaciones. El tullido oyó lo que decía. El chico era débil de piernas, pero despejado de cabeza, y les leyó de su libro un cuento titulado «El hombre sin necesidades ni preocupaciones». ¿Dónde estaría ese hombre? Había que dar con él. El Rey estaba postrado en su cama de enfermo, y no se podía curar hasta que se pusiera la camisa de un hombre que en verdad pudiera afirmar que jamás había sabido lo que era una preocupación o una necesidad. Enviaron emisarios a todos los países del mundo, a castillos y palacios y a las casas de todos los hombres ricos y alegres; pero cuando se investigaba a fondo, todos habían vivido penas y desgracias. «¡Yo no! -exclamó un porquerizo que, sentado al borde de la zanja, reía y cantaba-. ¡Yo soy el más feliz de los hombres!». «Danos tu camisa, pues -dijeron los enviados-. Te pagaremos con la mitad del reino». Pero el hombre no tenía camisa; sin embargo, se consideraba el más feliz de los mortales. -¡Qué tipo! -exclamó Garten-Ole, y él y su mujer se rieron como no lo habían hecho desde hacía mucho tiempo. En esto acertó a pasar el maestro del pueblo. -¡Qué alegres están! -dijo-. Esto es una novedad en la casa de ustedes. ¿Han sacado la lotería, acaso? -¡Nada de eso! -respondió Garten-Ole-. Es que Hans nos estaba leyendo un cuento de su libro. Era el cuento del «Hombre sin preocupaciones» y resulta que no llevaba camisa. Estas cosas le abren a uno los ojos, y más cuando están en un libro impreso. Cada uno tiene que llevar su cruz, y esto es siempre un consuelo. -¿De dónde sacaron el libro? -preguntó el maestro. -Se lo regalaron a Hans hace un año, para Navidad. Se lo dieron los señores. Ya sabe usted cómo le gusta leer, a pesar de ser tullido. Aquel día hubiéramos preferido que le regalaran camisas. Pero es un libro notable. Parece que responde a nuestros pensamientos. El maestro cogió el libro y lo abrió. -Léenos otra vez la misma historia -dijo Garten-Ole-; todavía no la comprendo del todo. Y después nos lees la del leñador. A Ole le bastaban aquellos dos cuentos. En la mísera vivienda, y sobre su ánimo amargado, producían el efecto de dos rayos de sol. Hans se había leído todo el libro de cabo a rabo, y varias veces. Aquellos cuentos lo transportaban al vasto mundo de fuera, al que no podía ir porque sus piernas no lo sostenían. El maestro se sentó a la vera de su lecho y los dos se enfrascaron en una agradable conversación. Desde aquel día el maestro acudió con más frecuencia a la casa de Hans, mientras sus padres estaban trabajando. Y cada una de sus visitas era para el niño una verdadera fiesta. ¡Cómo escuchaba lo que el anciano le explicaba acerca de la inmensidad de la Tierra y de sus muchos países, y de que el Sol era medio millón de veces mayor que nuestro Globo y estaba tan lejos, que una bala de cañón necesitaría veinticinco años para cubrir la distancia que lo separa de la Tierra, mientras los rayos luminosos llegaban en ocho minutos! Son cosas que sabe cualquier alumno aplicado, pero eran novedades para Hans, más maravillosas aún que los cuentos del libro. Varias veces al año invitaban los señores al maestro a comer, y un día éste les explicó la importancia que para la pobre casa tenía el libro de cuentos, y el bien que dos de ellos habían aportado. Con su lectura, el pobre pero inteligente tullido había llevado a la casa la reflexión y la alegría. Al marcharse el maestro, la señora le puso en la mano un par de brillantes escudos de plata para el pequeño Hans. -¡Serán para mis padres! -dijo el muchacho al recibir el dinero del maestro. Y Garten-Ole y Garten-Kirsten exclamaron: -Aun siendo tullido nos trae Hans beneficios y bendiciones. Unos días más tarde, hallándose los padres trabajando en la propiedad de sus amos, se detuvo ante la puerta de la humilde casa el coche de los señores. Era el ama que venía de visita, contenta de que su regalo de Navidad hubiese llevado tanto consuelo y alegría al niño y a sus padres. Le traía pan blanco, fruta y una botella de zumo de frutas; pero lo que más entusiasmó al muchacho fue una jaula dorada, con un pajarito negro que cantaba maravillosamente. La pusieron sobre la vieja cómoda, a cierta distancia de la cama del muchacho, para que éste pudiera ver y oír al pájaro. Hasta la gente que pasaba por la carretera podía oír su canto. Garten-Ole y Garten-Kirsten regresaron cuando ya la señora se había marchado. Vieron lo alegre que estaba Hans, pero sólo pensaron en las complicaciones que traería aquel regalo. -Hay muchas cosas en que no piensan los ricos -dijeron-. Ahora tendremos que cuidar también del pájaro, pues el tullido no puede hacerlo. ¡Al fin se lo comerá el gato! Transcurrieron ocho días, y luego ocho más. En aquel tiempo el gato había entrado muchas veces en la habitación sin asustar al pájaro ni causarle ningún daño. Y he aquí que entonces ocurrió un suceso extraordinario. Era una tarde en que los padres y sus hijos habían salido a su trabajo. Hans estaba solo, el libro de cuentos en la mano, leyendo el de la mujer del pescador que vio realizados todos sus deseos. Quiso ser reina y lo fue, quiso ser emperatriz y lo fue; más cuando pretendió ser como Dios Nuestro Señor, se encontró en el barrizal del que había salido. Aquel cuento no guardaba relación alguna con el pájaro ni con el gato, pero ¡fue precisamente el que estaba leyendo cuando sucedió el gran acontecimiento! Se acordó de él todo el resto de su vida. La jaula estaba sobre la cómoda, y el gato, sentado en el suelo, miraba fijamente al pájaro con sus ojos amarilloverdosos. Había algo en la cara del felino que parecía decir al pájaro: «¡Qué apetitoso estás! ¡Cuán a gusto te comería!». Hans lo comprendió. Lo leyó en la cara del gato. ¡Fuera, gato! -gritó-. ¡Lárgate del cuarto! Habríase dicho que el animal se arqueaba para saltar. Hans no podía alcanzarlo, y sólo tenía para arrojarle su mayor tesoro: el libro de cuentos. Se lo tiró, pero se soltó la encuadernación, que voló hacia un lado, mientras el cuerpo del volumen, con todas las hojas dispersas, lo hacía hacia el opuesto. El gato retrocedió un poco con pasos lentos y mirando a Hans, como diciéndole: -¡No te metas en mis asuntos, Hans! Yo puedo andar y saltar, y tú no. Hans no apartaba la mirada del gato, sintiendo una gran inquietud; también el pájaro parecía alarmado. No había nadie a quien poder llamar; parecía como si el gato lo supiera. Volvió a agacharse para saltar, y Hans agitó la manta de la cama, pues las manos sí podía moverlas. Mas el felino no se preocupaba de la manta, y cuando se la arrojó el muchacho, de un brinco se subió a la silla y al antepecho de la ventana, con lo cual quedó aún más cerca del pajarillo. Hans sentía cómo la sangre le bullía en el cuerpo, pero no pensaba en ella, sino sólo en el gato y en el pájaro. Fuera del lecho, el niño no podía valerse, pues las piernas no lo sostenían. Sintió que le daba un vuelco el corazón cuando vio el gato saltar del antepecho de la ventana y chocar con la jaula, que se cayó, con el avecilla aleteando espantada en su interior. Hans lanzó un grito, sintió una sacudida en todo su cuerpo y, maquinalmente, bajó de la cama y se fue a la cómoda, donde, echando al gato, cogió la jaula con el asustado pájaro, y con ella en la mano se echó a correr a la calle. Con lágrimas en los ojos se puso a gritar: -¡Puedo andar, puedo andar! Acababa de recobrar la salud. Es una cosa que puede suceder y que le sucedió a él. El maestro vivía a poca distancia, y el niño se dirigió corriendo a su casa, descalzo, sin más prendas que la camisa y la chaqueta, siempre con la jaula en la mano. -¡Puedo andar! -gritaba-. ¡Señor Dios mío! -sollozaba y lloraba de pura alegría. La hubo, y grande, en la morada de Garten-Ole y Garten-Kirsten. -¡Qué cosa mejor podíamos esperar en nuestra vida! -decían los dos. Hans fue llamado a la mansión de los señores; hacía muchos años que no había recorrido aquel camino, y le pareció como si los árboles y los avellanos, que tan bien conocía, lo saludaran y dijeran: «¡Buenos días, Hans! Bienvenido al aire libre». El sol le iluminaba el rostro y el corazón. Los jóvenes y bondadosos señores lo hicieron sentar a su lado, y se mostraron tan contentos como si fuera de su familia. Pero la más encantada de todos fue la señora, que le había regalado el libro de cuentos y el pajarillo, el cual había muerto del susto, es verdad, pero había sido el instrumento de su recuperación, así como el libro había servido de consuelo y regocijo a sus padres. Lo guardaba, lo guardaría siempre y lo leería, por muchos años que viviese. En adelante podría contribuir a sostener su casa. Aprendería un oficio, tal vez el de encuadernador, pues, decía, «así podré leer todos los libros nuevos». Aquella tarde, después de hablar con su marido, la señora mandó llamar a los padres del muchacho. Era un mocito piadoso y listo, tenía inteligencia y sed de saber. Dios favorece siempre una causa justa. Por la noche los padres regresaron a su casa muy contentos, particularmente Kirsten; pero ya al día siguiente estaba la mujer llorosa porque Hans se marchaba. Iba bien vestido, era un buen chico, pero tenía que cruzar el mar, para ir a una ciudad lejana, donde asistiría a una escuela, y habrían de pasar muchos años antes de que sus padres volvieran a verlo. No se llevó el libro de cuentos. Sus padres quisieron guardarlo como recuerdo. Y el padre lo leía con frecuencia, pero sólo las historias que conocía. Y recibieron cartas de Hans, cada una más optimista que la anterior. Vivía en una casa con personas excelentes, y lo más hermoso de todo, para él: iba a la escuela. ¡Había en ella tanto que aprender y saber! Su mayor deseo era llegar a los cien años y ser maestro. -¡Quién sabe si lo veremos! -dijeron sus padres, estrechándose las manos como cuando los casaron. -¡Qué suerte hemos tenido con Hans! -decía Ole-. ¡Dios no olvida a los hijos de los pobres, no! Justamente en el tullido iba a mostrar su bondad. ¿Verdad que parece como si Hans nos leyera un cuento del libro?
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El último día
Cuento infantil
De todos los días de nuestra vida, el más santo es aquel en que morimos; es el último día, el grande y sagrado día de nuestra transformación. ¿Te has detenido alguna vez a pensar seriamente en esa hora suprema, la última de tu existencia terrena? Hubo una vez un hombre, un creyente a machamartillo, según decían, un campeón de la divina palabra, que era para él ley, un celoso servidor de un Dios celoso. He aquí que la Muerte llegó a la vera de su lecho, la Muerte, con su cara severa de ultratumba. -Ha sonado tu hora, debes seguirme -le dijo, tocándole los pies con su dedo gélido; y sus pies quedaron rígidos. Luego la Muerte le tocó la frente y el corazón, que cesó de latir, y el alma salió en pos del ángel exterminador. Pero en los breves segundos que transcurrieron entre el momento en que sintió el contacto de la Muerte en el pie y en la frente y el corazón, desfiló por la mente del moribundo, como una enorme oleada negra, todo lo que la vida le había aportado e inspirado. Con una mirada recorrió el vertiginoso abismo y con un pensamiento instantáneo abarcó todo el camino inconmensurable. Así, en un instante, vio en una ojeada de conjunto, la miríada incontable de estrellas, cuerpos celestes y mundos que flotan en el espacio infinito. En un momento así, el terror sobrecoge al pecador empedernido que no tiene nada a que agarrarse; tiene la impresión de que se hunde en el vacío insondable. El hombre piadoso, en cambio, descansa tranquilamente su cabeza en Dios y se le entrega como un niño: -¡Hágase en mí Tu voluntad! Pero aquel moribundo no se sentía como un niño; se daba cuenta de que era un hombre. No temblaba como el pecador, pues se sabía creyente. Se había mantenido aferrado a las formas de la religión con toda rigidez; eran millones, lo sabía, los destinados a seguir por el ancho camino de la condenación; con el hierro y el fuego habría podido destruir aquí sus cuerpos, como serían destrozadas sus almas y seguirían siéndolo por una eternidad. Pero su camino iba directo al cielo, donde la gracia le abría las puertas, la gracia prometedora. Y el alma siguió al ángel de la muerte, después de mirar por última vez al lecho donde yacía la imagen del polvo envuelta en la mortaja, una copia extraña del propio yo. Y volando llegaron a lo que parecía un enorme vestíbulo, a pesar de que estaba en un bosque; la Naturaleza aparecía recortada, distendida, desatada y dispuesta en hileras, arreglada artificiosamente como los antiguos jardines franceses; se celebraba una especie de baile de disfraces. -¡Ahí tienes la vida humana! -dijo el ángel de la muerte. Todos los personajes iban más o menos disfrazados; no todos los que vestían de seda y oro eran los más nobles y poderosos, ni todos los que se cubrían con el ropaje de la pobreza eran los más bajos e insignificantes. Era una mascarada asombrosa, y lo más sorprendente de ella era que todos se esforzaban cuidadosamente en ocultar algo debajo de sus vestidos; pero uno tiraba del otro para dejar aquello a la vista, y entonces asomaba una cabeza de animal: en uno, la de un mono, con su risa sardónica; en otro, la de un feo chivo, de una viscosa serpiente o de un macilento pez. Era la bestia que todos llevamos dentro, la que arraiga en el hombre; y pegaba saltos, queriendo avanzar, y cada uno la sujetaba, con sus ropas, mientras los demás la apartaban, diciendo: «¡Mira! ¡Ahí está, ahí está!», y cada uno ponía al descubierto la miseria del otro. -¿Qué animal vivía en mí? -preguntó el alma errante; y el ángel de la muerte le señaló una figura orgullosa. Alrededor de su cabeza brillaba una aureola de brillantes colores, pero en el corazón del hombre se ocultaban los pies del animal, pies de pavo real; la aureola no era sino la cola abigarrada del ave. Cuando prosiguieron su camino, otras grandes aves gritaron perversamente desde las ramas de los árboles, con voces humanas muy inteligibles: -Peregrino de la muerte, ¿no te acuerdas de mí? Eran los malos pensamientos y las concupiscencias de los días de su vida, que gritaban: «¿No te acuerdas de mí?». Por un momento se espantó el alma, pues reconoció las voces, los malos pensamientos y deseos que se presentaban como testigos de cargo. -¡Nada bueno vive en nuestra carne, en nuestra naturaleza perversa! -exclamó el alma-. Pero mis pensamientos no se convirtieron en actos, el mundo no vio sus malos frutos. Y apresuró el paso, para escapar de aquel horrible griterío; mas los grandes pajarracos negros la perseguían, describiendo círculos a su alrededor, gritando con todas sus fuerzas, como para que el mundo entero los oyese. El alma se puso a brincar como una corza acosada, y a cada salto ponía el pie sobre agudas piedras, que le abrían dolorosas heridas. -¿De dónde vienen estas piedras cortantes? Yacen en el suelo como hojas marchitas. -Cada una de ellas es una palabra imprudente que se escapó de tus labios, y que hirió a tu prójimo mucho más dolorosamente de como ahora las piedras te lastiman los pies. -¡Nunca pensé en ello! -dijo el alma. -No juzguen si no quieren ser juzgados -resonó en el aire. -¡Todos hemos pecado! -dijo el alma, volviendo a levantarse-. Yo he observado fielmente la Ley y el Evangelio; hice lo que pude, no soy como los demás. Así llegaron a la puerta del cielo, y el ángel guardián de la entrada preguntó: -¿Quién eres? Dime cuál es tu fe y pruébamela con tus acciones. -He guardado rigurosamente los mandamientos. Me he humillado a los ojos del mundo, he odiado y perseguido la maldad y a los malos, a los que siguen por el ancho camino de la perdición, y seguiré haciéndolo a sangre y fuego, si puedo. -¿Eres entonces un adepto de Mahoma? -preguntó el ángel. -¿Yo? ¡Jamás! -Quien empuñe la espada morirá por la espada, ha dicho el Hijo. Tú no tienes su fe. ¿Eres acaso un hijo de Israel, de los que dicen con Moisés: «Ojo por ojo, diente por diente»; un hijo de Israel, cuyo Dios vengativo es sólo dios de tu pueblo? -¡Soy cristiano! -No te reconozco ni en tu fe ni en tus hechos. La doctrina de Cristo es toda ella reconciliación, amor y gracia. -¡Gracia! -resonó en los etéreos espacios; la puerta del cielo se abrió, y el alma se precipitó hacia la incomparable magnificencia. Pero la luz que de ella irradiaba eran tan cegadora, tan penetrante, que el alma hubo de retroceder como ante una espada desnuda; y las melodías sonaban dulces y conmovedoras, como ninguna lengua humana podría expresar. El alma, temblorosa, se inclinó más y más, mientras penetraba en ella la celeste claridad; y entonces sintió lo que nunca antes había sentido: el peso de su orgullo, de su dureza y su pecado. Se hizo la luz en su pecho. -Lo que de bueno hice en el mundo, lo hice porque no supe hacerlo de otro modo; pero lo malo… ¡eso sí que fue cosa mía! Y el alma se sintió deslumbrada por la purísima luz celestial y se desplomó desmayada, envuelta en sí misma, postrada, inmadura para el reino de los cielos, y, pensando en la severidad y la justicia de Dios, no se atrevió a pronunciar la palabra «gracia». Y, no obstante, vino la gracia, la gracia inesperada. El cielo divino estaba en el espacio inmenso, el amor de Dios se derramaba, se vertía en él en plenitud inagotable. -¡Santa, gloriosa, dulce y eterna seas, oh, alma humana! -cantaron los ángeles. Todos, todos retrocederemos asustados como aquella alma el día postrero de nuestra vida terrena, ante la grandiosidad y la gloria del reino de los cielos. Nos inclinaremos profundamente y nos postraremos humildes, y, no obstante, nos sostendrá Su Amor y Su Gracia, y volaremos por nuevos caminos, purificados, ennoblecidos y mejores, acercándonos cada vez más a la magnificencia de la luz, y, fortalecidos por ella, podremos entrar en la eterna claridad.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El viejo farol
Cuento infantil
¿Has oído la historia del viejo farol de la calle? No es muy alegre por cierto; sin embargo, vale la pena oírla. Era un buen farol que había estado alumbrando la calle durante muchos años. Lo dieron de baja, y aquélla era la última noche que, desde lo alto de su poste, debía enviar su luz a la calle. Por eso su estado de ánimo era algo parecido al de una vieja bailarina que da su última representación, sabiendo que al día siguiente habrá de encerrarse, olvidada, en su buhardilla. El farol tenía miedo del día siguiente, pues no ignoraba que sería llevado por primera vez a las casas consistoriales, donde el «ilustre Concejo municipal» dictaminaría si era aún útil o inútil. Decidirían entonces si lo enviarían a iluminar uno de los puentes o una fábrica del campo; tal vez iría a parar a una fundición, como chatarra, y entonces podría convertirse en mil cosas diferentes; pero lo atormentaba la duda de si en su nueva condición conservaría el recuerdo de su existencia como farol. Lo que sí era seguro es que debería separarse del vigilante y su mujer, a quienes consideraba como su familia: se convirtió en farol el día en que el hombre fue nombrado vigilante. Por aquel entonces la mujer era muy peripuesta; sólo al anochecer, cuando pasaba por allí, levantaba los ojos para mirarlo; pero de día no lo hacía jamás. En cambio, en el curso de los últimos años, cuando ya los tres, el vigilante, su mujer y el farol, habían envejecido, ella lo había cuidado, limpiado la lámpara y echado aceite. Era un matrimonio honrado, y a la lámpara no le habían estafado ni una gota. Y he aquí que aquélla era su última noche de calle; al día siguiente lo llevarían al ayuntamiento. Estos pensamientos tenían muy perturbado al farol; imagínense, pues, cómo ardería. Pero por su cabeza pasaron también otros recuerdos; había visto muchas cosas e iluminado otras muchas, acaso tantas como el «ilustre Concejo municipal»; pero se lo callaba, porque era un farol viejo y honrado y no quería despotricar contra nadie, y menos contra una autoridad. Pensó en muchas cosas, mientras oscilaba su llama; era como si un presentimiento le dijese: «Sí, también se acordarán de ti. Allí estaba aquel apuesto joven -¡ay, cuántos años habían pasado!- que llegó con una carta escrita en elegante papel color de rosa, con canto dorado y fina escritura femenina. La leyó dos veces, y, besándola, levantó hasta mí la mirada, que decía: -¡Soy el más feliz de los hombres!- Sólo él y yo supimos lo que decía aquella primera carta de la amada. Recuerdo también otro par de ojos; ¡es curioso, los saltos que pueden darse con el pensamiento! En nuestra calle hubo un día un magnífico entierro; la mujer, joven y bonita, yacía en el féretro, en el coche fúnebre tapizado de terciopelo. Lucían tantas flores y coronas, y brillaban tantos blandones, que yo quedé casi eclipsado. Toda la acera estaba llena de personas que acompañaban al cadáver; pero cuando todos los cirios se hubieron alejado y yo miré a mi alrededor, quedaba solamente un hombre junto al poste, llorando, y nunca olvidaré aquellos ojos llenos de tristeza que me miraban». Muchos pensamientos pasaron así por la mente del viejo farol, que alumbraba la calle por vez postrera. El centinela que es relevado conoce por lo menos a su sucesor y puede decirle unas palabras; pero el farol no conocía al suyo, y, sin embargo, le habría proporcionado algunas informaciones acerca de la lluvia y la niebla, de hasta dónde llegaba la luz de la luna en la acera, y de qué lado soplaba el viento. En el arroyo había tres personajes que se habían presentado al farol, en la creencia de que él tenía atribuciones para designar a su sucesor. Uno de ellos era una cabeza de arenque, que en la oscuridad es fosforescente, por lo cual pensaba que representaría un notable ahorro de aceite si lo colocaban en la cima del poste de alumbrado. El segundo aspirante era un pedazo de madera podrida, el cual luce también, y aun más que un bacalao, según afirmaba él, diciendo, además, que era el último resto de un árbol, que antaño había sido la gloria del bosque. El tercero era una luciérnaga. De dónde procedía, el farol lo ignoraba, pero lo cierto era que se había presentado y que era capaz de dar luz; sin embargo, la cabeza de arenque y la madera podrida aseguraban que sólo podía brillar a determinadas horas, por lo que no merecía ser tomada en consideración. El viejo farol objetó que ninguno de los tres poseía la intensidad luminosa suficiente para ser elevado a la categoría de lámpara callejera, pero ninguno se lo creyó, y cuando se enteraron de que el farol no estaba facultado para otorgar el puesto, manifestaron que la medida era muy acertada, pues realmente estaba demasiado decrépito para poder elegir con justicia. Entonces llegó el viento, que venía de la esquina y sopló por el tubo de ventilación del viejo farol. -¡Qué oigo! -dijo-. ¿Qué mañana te marchas? ¿Ésta es la última noche que nos encontramos? En ese caso voy a hacerte un regalo; voy a airearte la cabeza de tal modo, que no sólo recordarás clara y perfectamente todo lo que has oído y visto, sino que además verás con la mayor lucidez cuanto se lea o se cuente en tu presencia. -¡Bueno es esto! -dijo el viejo farol-. Muchas gracias. ¡Con tal que no me fundan! -No lo harán todavía -dijo el viento-, y ahora voy a soplar en tu memoria. Si consigues más regalos de esta clase, disfrutarás de una vejez dichosa. -¡Con tal que no me fundan! -repitió el farol-. ¿Podrías también en este caso asegurarme la memoria? -Viejo farol, sé razonable -dijo el viento soplando. En aquel mismo momento salió la luna-. ¿Y usted qué regalo trae? – preguntó el viento. -Yo no regalo nada -respondió la luna-. Estoy en menguante, y los faroles nunca me han iluminado, sino al contrario, soy yo quien he dado luz a los faroles. Y así diciendo, la luna se ocultó de nuevo detrás de las nubes, pues no quería que la importunasen. Cayó entonces una gota de agua, como de una gotera, y fue a dar en el tubo de ventilación; pero dijo que procedía de las grises nubes, y era también un regalo, acaso el mejor de todos. -Te penetro de tal manera, que tendrás la propiedad de transformarte, en una noche, si lo deseas, en herrumbre, desmoronándote y convirtiéndote en polvo. Al farol le pareció aquél un regalo muy poco envidiable, y el viento estuvo de acuerdo con él. -¿No tiene nada mejor? ¿No tiene nada mejor? -sopló con toda su fuerza. En esto cayó una brillante estrella fugaz, que dibujó una larga estela luminosa. -¿Qué ha sido esto? -exclamó la cabeza de arenque-. ¿No acaba de caer una estrella? Me parece que se metió en el farol. ¡Caramba!, si personajes tan encumbrados solicitan también el cargo, ya podemos nosotros retirarnos a casita. Y así lo hizo, junto con sus compañeros. Pero el farol brilló de pronto con una intensidad asombrosa. -¡Éste sí que ha sido un magnífico regalo! -dijo-. Las estrellas rutilantes, que tanto me gustaron siempre y que brillan tan maravillosamente, mucho más de lo que yo haya podido hacerlo nunca a pesar de todos mis deseos y esfuerzos, han reparado en mí, pobre viejo farol, y me han enviado un regalo por una de ellas. Y este regalo consiste en que todo lo que yo pienso y veo tan claramente, también puede ser visto por todos aquellos a quienes quiero. Y éste si que es un verdadero placer, pues la alegría compartida es doble alegría. -Es un pensamiento muy digno -dijo el viento-, pero, ¿no sabes que también las velas pertenecen a esta clase? Si no encienden dentro de ti una vela, no puedes ayudar a nadie a ver nada. En esto no han pensado las estrellas; creen que todo lo que brilla tiene en sí, por lo menos, una vela. Pero estoy cansado -añadió el viento voy a echarme un rato-. Y se calmó. Al día siguiente -bueno, el día podemos saltarlo-, a la noche siguiente estaba el farol en la butaca. ¿Y dónde? Pues en casa del vigilante, el cual había rogado al ilustre Concejo Municipal que le permitiese guardarlo, en pago de sus muchos y buenos servicios. Se rieron de él, pero se lo dieron, y ahí tienen a nuestro farol en la butaca, al lado de la estufa encendida; y parecía como si hubiese crecido, tanto, que ocupaba casi todo el sillón. Los viejos estaban cenando, y dirigían de vez en cuando afectuosas miradas al farol, al que gustosos habrían asignado un puesto en la mesa. Su vivienda estaba en el sótano, a dos buenas varas bajo tierra. Para llegar a su habitación había que atravesar un corredor enlosado, pero dentro la temperatura era agradable, pues habían puesto burlete en la puerta. El cuarto tenía un aspecto limpio y aseado, con cortinas en torno a las camas y en las ventanitas, sobre las cuales se veían dos singulares macetas, que el marinero Christian había traído de las Indias Orientales u Occidentales. Eran dos elefantes de arcilla, a los que faltaba el dorso; en el lugar de éste brotaban, de la tierra que llenaba el cuerpo de los elefantes, un magnífico puerro y un gran geranio florido: la primera maceta era el huerto del matrimonio; la segunda, su jardín. De la pared colgaba un gran cuadro de vistosos colores: «El Congreso de Viena». De este modo tenían reunidos a todos los emperadores y reyes. Un reloj de Bornholm, con sus pesas de plomo, cantaba su eterno tic-tac, adelantándose siempre; pero mejor es un reloj que adelanta que uno que atrasa, pensaban los viejos. Estaban, pues, comiendo su cena, según ya dijimos, con el farol depositado en el sillón, cerca de la estufa. Al farol le parecía que aquello era el mundo al revés. Pero cuando el vigilante, mirándolo, empezó a hablar de lo que habían pasado juntos, bajo la lluvia y la niebla, en las claras y breves noches de verano y la época de las nieves, en que tanto había deseado él regresar a su sótano, el farol sintió que todo volvía a estar en su sitio, pues veía todo lo que el otro contaba, como si estuviese allí mismo. Realmente el viento lo había iluminado por dentro. Eran diligentes y despiertos los dos viejos; ni una hora permanecían ociosos. En la tarde del domingo sacaban del armario algún libro, generalmente un relato de viajes, y el viejo leía en voz alta acerca de África, con sus grandes selvas y elefantes salvajes, y la anciana escuchaba atentamente, dirigiendo miradas de reojo a las macetas de arcilla en figura de elefantes. -¡Me parece casi que los veo! -decía. Entonces, el farol experimentaba vivísimos deseos de tener allí una vela, para que la encendiesen en su interior; así, la mujer vería las cosas con la misma claridad que él: los corpulentos árboles, las entrelazadas ramas, los negros a caballo y grandes manadas de elefantes aplastando con sus anchos pies los cañaverales y los arbustos. -¿De qué me sirven todas mis aptitudes, si no hay aquí ninguna vela? -suspiraba el farol-. Sólo tienen aceite y luces de sebo, pero eso no es suficiente. Un día apareció en el sótano todo un paquete de cabos de vela; los mayores fueron encendidos, y los más pequeños los utilizó la vieja para encerar el hilo cuando cosía. Ya tenían luz de vela, pero a ninguno de los ancianos se le ocurría poner un cabo en el farol. -Y yo aquí quieto, con mis raras aptitudes -decía éste-. Lo poseo todo y no puedo compartirlo con ellos. No saben que podría transformar las blancas paredes en hermosísimos tapices, en ricos bosques, en todo cuanto pudieran apetecer. ¡No lo saben! Por lo demás, el farol descansaba muy limpito y aseado en un rincón, bien visible a todas horas; y aun cuando la gente decía que era un trasto viejo, el vigilante y su mujer lo seguían guardando; le tenían afecto. Un día -era el cumpleaños del vigilante-, la vieja se acercó al farol y dijo: -Voy a iluminar la casa en tu obsequio. El farol hizo crujir el tubo de ventilación, pensando: «¡Ahora verán lo que es luz!». Pero en lugar de una vela le pusieron aceite. Ardió toda la noche, pero sabiendo que el don que le concedieran las estrellas, el mejor don de todos, seria un tesoro muerto para esta vida. Y soñó -cuando se poseen semejantes facultades, bien se puede soñar- que los viejos habían muerto, y que él había ido a parar al fundidor e iba a ser fundido; temía también que lo llevasen al ayuntamiento, y el ilustre Concejo Municipal lo condenase; pero aun cuando poseía la propiedad de convertirse en herrumbre y polvo a su antojo, no lo hizo. Así pasó al horno de fundición y fue transformado en hermosísimo candelabro de hierro, destinado a sostener un cirio. Le dieron forma de ángel, un ángel que sostenía un ramo de flores; en el centro del ramo pusieron la vela, y el candelabro fue colocado sobre una mesa escritorio cubierta de un paño verde. La habitación era acogedora; había muchos libros, colgaban hermosos cuadros -era la morada de un poeta-, y todo lo que decía y escribía se reflejaba en derredor. La habitación evocaba espesos bosques oscuros, prados bañados de sol donde se paseaba arrogante la cigüeña, cubiertas de naves mecidas por las olas… -¡Qué aptitudes tengo! -dijo el farol al despertarse-. Casi debería desear que me fundieran. Pero no, no mientras vivan estos viejos. Me quieren por mí mismo. Vengo a ser un poco como su hijo, pues me cuidaron y me dieron aceite, y lo paso tan bien como «El Congreso», con todo y ser él tan noble. Desde aquel día menguó su agitación interior; y bien se lo merecía el viejo y honrado farol.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El yesquero
Cuento infantil
Por la carretera marchaba un soldado marcando el paso. ¡Un, dos, un, dos! Llevaba la mochila al hombro y un sable al costado, pues venía de la guerra, y ahora iba a su pueblo. Mas he aquí que se encontró en el camino con una vieja bruja. ¡Uf!, ¡qué espantajo!, con aquel labio inferior que le colgaba hasta el pecho. -¡Buenas tardes, soldado! -le dijo-. ¡Hermoso sable llevas, y qué mochila tan grande! Eres un soldado hecho y derecho. Voy a enseñarte la manera de tener todo el dinero que desees. -¡Gracias, vieja bruja! -respondió el soldado. -¿Ves aquel árbol tan corpulento? -prosiguió la vieja, señalando uno que crecía a poca distancia-. Por dentro está completamente hueco. Pues bien, tienes que trepar a la copa y verás un agujero; te deslizarás por él hasta que llegues muy abajo del tronco. Te ataré una cuerda alrededor de la cintura para volverte a subir cuando llames. -¿Y qué voy a hacer dentro del árbol? -preguntó el soldado. -¡Sacar dinero! -exclamó la bruja-. Mira; cuando estés al pie del tronco te encontrarás en un gran corredor muy claro, pues lo alumbran más de cien lámparas. Verás tres puertas; podrás abrirlas, ya que tienen la llave en la cerradura. Al entrar en la primera habitación encontrarás en el centro una gran caja, con un perro sentado encima de ella. El animal tiene ojos tan grandes como tazas de café; pero no te apures. Te daré mi delantal azul; lo extiendes en el suelo, coges rápidamente al perro, lo depositas sobre el delantal y te embolsas todo el dinero que quieras; son monedas de cobre. Si prefieres plata, deberás entrar en el otro aposento; en él hay un perro con ojos tan grandes como ruedas de molino; pero esto no debe preocuparse. Lo pones sobre el delantal y coges dinero de la caja. Ahora bien, si te interesa más el oro, puedes también obtenerlo, tanto como quieras; para ello debes entrar en el tercer aposento. Mas el perro que hay en él tiene los ojos tan grandes como la Torre Redonda. ¡A esto llamo yo un perro de verdad! Pero nada de asustarte. Lo colocas sobre mi delantal, y no te hará ningún daño, y podrás sacar de la caja todo el oro que te venga en gana. -¡No está mal!-exclamó el soldado-. Pero, ¿qué habré de darte, vieja bruja? Pues supongo que algo querrás para ti. -No -contestó la mujer-, ni un céntimo. Para mí sacarás un viejo yesquero, que mi abuela se olvidó ahí dentro, cuando estuvo en el árbol la última vez. -Bueno, pues átame ya la cuerda a la cintura – convino el soldado. -Ahí tienes -respondió la bruja-, y toma también mi delantal azul. Se subió el soldado a la copa del árbol, se deslizó por el agujero y, tal como le dijera la bruja, se encontró muy pronto en el espacioso corredor en el que ardían las lámparas. Y abrió la primera puerta. ¡Uf! Allí estaba el perro de ojos como tazas de café, mirándolo fijamente. -¡Buen muchacho! -dijo el soldado, cogiendo al animal y depositándolo sobre el delantal de la bruja. Se llenó luego los bolsillos de monedas de cobre, cerró la caja, volvió a colocar al perro encima y pasó a la habitación siguiente. En efecto, allí estaba el perro de ojos como ruedas de molino. -Mejor harías no mirándome así -le dijo-. Te va a doler la vista. Y sentó al perro sobre el delantal. Al ver en la caja tanta plata, tiró todas las monedas de cobre que llevaba encima y se llenó los bolsillos y la mochila de las del blanco metal. Pasó entonces al tercer aposento. Aquello presentaba mal cariz; el perro tenía, en efecto, los ojos tan grandes como la Torre Redonda, y los movía como sí fuesen ruedas de molino. -¡Buenas noches! -dijo el soldado llevándose la mano a la gorra, pues perro como aquel no lo había visto en su vida. Una vez lo hubo observado bien, pensó: «Bueno, ya está visto», cogió al perro, lo puso en el suelo y abrió la caja. ¡Señor, y qué montones de oro! Habría como para comprar la ciudad de Copenhague entera, con todos los cerditos de mazapán de las pastelerías y todos los soldaditos de plomo, látigos y caballos de madera de balancín del mundo entero. ¡Allí sí que había oro, palabra! Tiró todas las monedas de plata que llevaba encima, las reemplazó por otras de oro, y se llenó los bolsillos, la mochila, la gorra y las botas de tal modo que apenas podía moverse. ¡No era poco rico, ahora! Volvió a poner al perro sobre la caja, cerró la puerta y, por el hueco del tronco, gritó -¡Súbeme ya, vieja bruja! -¿Tienes el yesquero? -preguntó la mujer. -¡Caramba! -exclamó el soldado-, ¡pues lo había olvidado! Y fue a buscar la bolsita, con la yesca y el pedernal dentro. La vieja lo sacó del árbol, y nuestro hombre se encontró de nuevo en el camino, con los bolsillos, las botas, la mochila y la gorra repletos de oro. -¿Para qué quieres el yesquero? -preguntó el soldado. -¡Eso no te importa! -replicó la bruja-. Ya tienes tu dinero; ahora dame la bolsita. -¿Conque sí, eh? -exclamó el mozo-. ¡Me dices enseguida para qué quieres el yesquero, o desenvaino el sable y te corto la cabeza! -¡No! -insistió la mujer. Y el soldado le cercenó la cabeza y dejó en el suelo el cadáver de la bruja. Puso todo el dinero en su delantal, se lo colgó de la espalda como un hato, guardó también el yesquero y se encaminó directamente a la ciudad. Era una población magnífica, y nuestro hombre entró en la mejor de sus posadas y pidió la mejor habitación y sus platos preferidos, pues ya era rico con tanto dinero. Al criado que recibió orden de limpiarle las botas se le ocurrió que eran muy viejas para tan rico caballero; pero es que no se había comprado aún unas nuevas. Al día siguiente adquirió unas botas como Dios manda y vestidos elegantes. Y ahí tienen al soldado convertido en un gran señor. Le contaron todas las magnificencias que contenía la ciudad, y le hablaron del Rey y de lo preciosa que era la princesa, su hija. -¿Dónde se puede ver? -preguntó el soldado. -No hay medio de verla -le respondieron-. Vive en un gran palacio de cobre, rodeado de muchas murallas y torres. Nadie, excepto el Rey, puede entrar y salir, pues existe la profecía de que la princesa se casará con un simple soldado, y el Monarca no quiere pasar por ello. «Me gustaría verla», pensó el soldado; pero no había modo de obtener una autorización. El hombre llevaba una gran vida: iba al teatro, paseaba en coche por el parque y daba mucho dinero a los pobres, lo cual decía mucho en su favor. Se acordaba muy bien de lo duro que es no tener una perra gorda. Ahora era rico, vestía hermosos trajes e hizo muchos amigos, que lo consideraban como persona excelente, un auténtico caballero, lo cual gustaba al soldado. Pero como cada día gastaba dinero y nunca ingresaba un céntimo, al final le quedaron sólo dos ochavos. Tuvo que abandonar las lujosas habitaciones a que se había acostumbrado y alojarse en la buhardilla, en un cuartucho sórdido bajo el tejado, limpiarse él mismo las botas y coserlas con una aguja saquera. Y sus amigos dejaron de visitarlo; ¡había que subir tantas escaleras!. Un día, ya oscurecido, se encontró con que no podía comprarse ni una vela, y entonces se acordó de un cacho de yesca que había en la bolsita sacada del árbol de la bruja. Buscó la bolsa y sacó el trocito de yesca; y he aquí que al percutirla con el pedernal y saltar las chispas, se abrió súbitamente la puerta y se presentó el perro de ojos como tazas de café que había encontrado en el árbol, diciendo: -¿Qué manda mi señor? -¿Qué significa esto? -inquirió el soldado-. ¡Vaya yesquero gracioso, si con él puedo obtener lo que quiera! -Tráeme un poco de dinero -ordenó al perro; éste se retiró, y estuvo de vuelta en un santiamén con un gran bolso de dinero en la boca. Entonces se enteró el soldado de la maravillosa virtud de su yesquero. Si golpeaba una vez, comparecía el perro de la caja de las monedas de cobre; si dos veces, se presentaba el de la plata, y si tres, acudía el del oro. Nuestro soldado volvió a sus lujosas habitaciones del primer piso, se vistió de nuevo con ricas prendas, y sus amigos volvieron a ponerlo por las nubes. Un día le vino un pensamiento: «¡Es bien extraño que no haya modo de ver a la princesa! Debe de ser muy hermosa, pero ¿de qué le sirve, si se ha de pasar la vida en el palacio de cobre rodeado de murallas y torres? ¿No habría modo de verla? ¿Dónde está el yesquero?» y, al encender la yesca, se presentó el perro de ojos grandes como tazas de café. -Ya sé que estamos a altas horas de la noche -dijo el soldado-, pero me gustaría mucho ver a la princesa, aunque fuera sólo un momento. El perro se retiró enseguida, y antes de que el soldado tuviera tiempo de pensarlo, volvió a entrar con la doncella, la cual venía sentada en su espalda, dormida, y era tan hermosa, que a la legua se veía que se trataba de una princesa. El soldado no pudo resistir y la besó; por algo era un soldado hecho y derecho. Se marchó entonces el perro con la doncella; pero cuando, a la mañana, acudieron el Rey y la Reina, su hija les contó que había tenido un extraño sueño, de un perro y un soldado. Ella iba montada en un perro, y el soldado la había besado. -¡Pues vaya historia! -exclamó la Reina. Y dispusieron que a la noche siguiente una vieja dama de honor se quedase de guardia junto a la cama de la princesa, para cerciorarse de si se trataba o no de un sueño. Al soldado le entraron unos deseos locos de volver a ver a la hija del Rey, y por la noche llamó al perro, el cual acudió a toda prisa a su habitación con la muchacha a cuestas; pero la vieja dama corrió tanto como él, y al observar que su ama desaparecía en una casa, pensó: «Ahora ya sé dónde está», y con un pedazo de tiza trazó una gran cruz en la puerta. Regresó luego a palacio y se acostó; mas el perro, al darse cuenta de la cruz marcada en la puerta, trazó otras iguales en todas las demás de la ciudad. Fue una gran idea, pues la dama no podría distinguir la puerta, ya que todas tenían una cruz. Al amanecer, el Rey, la Reina, la dama de honor y todos los oficiales salieron para descubrir dónde había estado la princesa. -¡Es aquí! -exclamó el Rey al ver la primera puerta con una cruz dibujada. -¡No, es allí, cariño! -dijo la Reina, viendo una segunda puerta con el mismo dibujo. -¡Pero si las hay en todas partes! -observaron los demás, pues dondequiera que mirasen veían cruces en las puertas. Entonces comprendieron que era inútil seguir buscando. Pero la Reina era una dama muy ladina, cuya ciencia no se agotaba en saber pasear en coche. Tomando sus grandes tijeras de oro, cortó una tela de seda y confeccionó una linda bolsita. La llenó luego de sémola de alforfón y la ató a la espalda de la princesa, abriendo un agujerito en ella, con objeto de que durante el camino se fuese saliendo la sémola. Por la noche se presentó de nuevo el perro, montó a la princesa en su lomo y la condujo a la ventana del soldado, trepando por la pared hasta su habitación. A la mañana siguiente el Rey y la Reina descubrieron el lugar donde habla sido llevada su hija, y, mandando prender al soldado, lo encerraron en la cárcel. Sí señor, a la cárcel fue a parar. ¡Qué oscura y fea era la celda! ¡Y si todo parara en eso! «Mañana serás ahorcado», le dijeron. La perspectiva no era muy alegre, que digamos; para colmo, se había dejado el yesquero en casa. Por la mañana pudo ver, por la estrecha reja de la prisión, cómo toda la gente llegaba presurosa de la ciudad para asistir a la ejecución; oyó los tambores y presenció el desfile de las tropas. Todo el mundo corría; entre la multitud iba un aprendiz de zapatero, en mandil y zapatillas, galopando con tanta prisa, que una de las babuchas le salió disparada y fue a dar contra la pared en que estaba la reja por donde miraba el soldado. -¡Hola, zapatero, no corras tanto! -le gritó éste-; no harán nada sin mí. Pero si quieres ir a mi casa y traerme mí yesquero, te daré cuatro perras gordas. ¡Pero tienes que ir ligero! El aprendiz, contento ante la perspectiva de ganarse unas perras, echó a correr hacia la posada y no tardó en estar de vuelta con la bolsita, que entregó al soldado. ¡Y ahora viene lo bueno! En las afueras de la ciudad habían levantado una horca, y a su alrededor formaba la tropa y se apiñaba la multitud: millares de personas. El Rey y la Reina ocupaban un trono magnífico, frente al tribunal y al consejo en pleno. El soldado estaba ya en lo alto de la escalera, pero cuando quisieron ajustarle la cuerda al cuello, rogó que, antes de cumplirse el castigo, se le permitiera, pobre pecador, satisfacer un inocente deseo: fumarse una pipa, la última que disfrutaría en este mundo. El Rey no quiso negarle tan modesta petición, y el soldado, sacando la yesca y el pedernal, los golpeó una, dos, tres veces. Inmediatamente se presentaron los tres perros: el de los ojos como tazas de café, el que los tenía como ruedas de molino, y el de los del tamaño de la Torre Redonda. -Ayúdenme a impedir que me ahorquen -dijo el soldado-. Y los canes se arrojaron sobre los jueces y sobre todo el consejo, cogiendo a los unos por las piernas y a los otros por la nariz y lanzándolos al aire, tan alto, que al caer se hicieron todos pedazos. -¡A mí no, a mí no! -gritaba el Rey; pero el mayor de los perros arremetió contra él y la Reina, y los arrojó adonde estaban los demás. Al verlo, los soldados se asustaron, y todo el pueblo gritó: -¡Buen soldado, serás nuestro Rey y te casarás con la bella princesa! Y a continuación sentaron al soldado en la carroza real, los tres canes abrieron la marcha, danzando y gritando «¡hurra!», mientras los muchachos silbaban con los dedos, y las tropas presentaban armas. La princesa salió del palacio de cobre y fue Reina. ¡Y bien que le supo! La boda duró ocho días, y los perros, sentados junto a la mesa, asistieron a ella con sus ojazos bien abiertos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
En el corral
Cuento infantil
Había llegado un pato de Portugal; algunos sostenían que de España, pero da lo mismo, el caso es que lo llamaban «El portugués». Era hembra: puso huevos, lo mataron y lo asaron. Ésta fue su historia. Todos los polluelos que salieron de sus huevos heredaron el nombre de portugueses, con lo cual se ponía bien en claro su nobleza. Ahora, de toda su familia quedaba sólo una hembra en el corral, confundida con las gallinas, entre las cuales el gallo se pavoneaba con insoportable arrogancia. -Me hiere los oídos con su horrible canto -decía la portuguesa-. No se puede negar que es hermoso, aunque no sea de la familia de los patos. ¡Sólo con que supiera moderarse un poco! Pero la moderación es virtud propia de personas educadas. Fíjate en estos pajarillos cantores que viven en el tilo del jardín vecino. ¡Eso sí que es cantar! Sólo de oírlos me conmuevo. A su canto lo llamo Portugal, como a todo lo exquisito. ¡Cuánto quisiera tener un pajarito así a mi lado! Sería para él una madre, tierna y cariñosa. Lo llevo en la sangre, en mi sangre portuguesa. Y mientras decía esto llegó uno de aquellos pájaros cantores; cayó de cabeza, desde el tejado, y aunque el gato estaba al acecho, logró escapar con un ala rota y se metió en el corral. -¡El gato tenía que ser, esta escoria de la sociedad! -exclamó el pato-. Bien lo conozco de los tiempos en que tuve patitos. ¡Que un ser de su ralea tenga vida y pueda correr por los tejados! No creo que esto se permita en Portugal. Y compadecía al pajarillo, y lo compadecían también los demás patos, que no eran portugueses. -¡Pobre animalito! -decían, acercándose a verlo uno tras otro -Es verdad que no sabemos cantar -confesaban-, pero sentimos la música y hay algo en nosotros que vibra al oírla. Todos nos damos cuenta, aunque no queramos hablar de ello. -Pues yo sí quiero hablar de ello -declaró la portuguesa-, y haré algo por el pajarillo; es un deber que tenemos -. Al decir esto, se subió de un aletazo al abrevadero y se puso a chapotear en el agua con tal furia, para remojar la avecilla, que por poco la ahoga. Pero la intención era buena. -Es una buena acción -dijo-, y los demás deberían tomar ejemplo. -¡Pip! -dijo el pajarillo, intentando sacudirse el agua del ala rota. Le era difícil mover el ala, pero comprendía que el pato lo había remojado con buena intención. -¡Es usted muy buena señora! -dijo, temblando ante la idea de recibir una segunda ducha. -Nunca he reflexionado sobre mis sentimientos -dijo la portuguesa-, pero sé que amo a todos mis semejantes menos al gato; eso nadie puede exigírmelo: ¡devoró a dos de mis pequeñuelos! Pero acomódese como si estuviera en su casa. También yo soy oriundo de un país lejano; ya lo habrá notado usted en mi porte y en mi plumaje. Mi marido no es de mi casta; es del país. Mas no crea que yo sea orgullosa. Si alguien en este corral puede compararse con usted, ese soy yo, se lo aseguro. -Se le ha metido Portugal en la mollera -dijo un patito ordinario, que era muy chistoso; y los otros de su clase celebraron mucho su ocurrencia y se acercaron atropelladamente, gritando: «¡guac!». Enseguida trabaron amistad con el pajarillo. -La portuguesa habla bien, hay que reconocerlo -dijeron-. A nosotros las palabras nos salen con dificultad del pico, pero interés sí tenemos. Y si nada podemos hacer por usted, al menos no lo aturdiremos con nuestra cháchara; y eso nos parece lo mejor de todo. -Tiene usted una voz deliciosa -observó uno de los más viejos-. Debe de ser una gran dicha el poder hacer disfrutar a tantos. Yo confieso que el canto no es mi fuerte; por eso estoy con el pico cerrado, lo cual siempre vale más que decir tonterías, como tantos hacen. -No lo molestes -dijo la portuguesa-. Necesita descanso y cuidados. -Pajarillo, ¿quiere que vuelva a remojarlo? -¡Oh no, gracias, deje que me seque! -suplicó el interpelado. -Pues, para mí, la hidroterapia es lo mejor -observó la portuguesa-. La distracción es también un buen remedio. No tardarán en venir a visitarnos las gallinas de al lado; hay entre ellas dos chinas que llevan pantalones; son muy cultas y distinguidas, y además son importadas, lo cual las eleva mucho en mi concepto. Llegaron las gallinas, y con ellas el gallo, el cual estuvo muy cortés y no dijo groserías. -Es usted un excelente cantor -dijo, iniciando la conversación- y sabe sacar de su voz todo el partido posible, habida cuenta de lo débil que es. Ahora, que, para revelar la virilidad mediante la potencia del canto, le haría falta una fuerza de locomotora. Las dos chinas, al ver al pajarillo, quedaron embelesadas. Por efecto de la ducha recibida estaba el pobrecillo tan desgreñado, que se parecía mucho a un pollito chino. -¡Es encantador! -exclamaron, acercándose para entrar en relación con él. Hablaban cuchicheando y en la lengua de la «p», que es la usada por los chinos distinguidos. -Nosotras pertenecemos a su especie. Los patos, incluso la portuguesa, son aves acuáticas; seguramente ya lo habrá observado. Usted no nos conoce todavía, pero, ¡cuántas relaciones tenemos y cuántos están impacientes por conocernos! Vivimos entre las gallinas, aunque nacimos para ocupar una barra más alta que la mayoría de las demás. Pero dejemos esto. Convivimos con las otras, cuyos principios no son los nuestros, sin meternos con nadie; procuramos ver sólo el lado bueno de las cosas, y hablamos únicamente de las acciones virtuosas, por difícil que sea encontrarlas donde no las hay. Mas hablando con franqueza, aparte nosotras dos y el gallo, no hay nadie en el gallinero que valga nada ni sea honorable. En cuanto a los habitantes del corral de patos, ándese con cuidado. Se lo advertimos, pajarito. ¿Ve aquel derrabado de allá? No se fíe: es falso e insidioso. Aquel de plumas de colores, con un lunar en el ala, es pendenciero, y siempre quiere llevar la razón, a pesar de que no la tiene nunca. Aquel pato gordo de allá habla mal de todo el mundo, lo cual es contrario a nuestro temperamento. Si uno no tiene nada bueno que decir, debe cerrar el pico. La portuguesa es la única que posee cierta cultura y con quien se puede alternar, pero es muy apasionada y habla demasiado de Portugal. -¡Vaya modo de cuchichear esas chinas! -decían algunos patos-. Son unas pesadas; nunca hemos hablado con ellas. En esto llegó el marido de la portuguesa, quien cometió la indelicadeza de tomar al pájaro cantor por un gorrión. -No veo la diferencia -dijo, cuando se le sacó de su error pero me importa un bledo. Es una niñería; ¡qué más da! -No tome a mal sus palabras -le cuchicheó la portuguesa-. En su profesión es apreciable, y esto es lo principal. Ahora me retiro a descansar; es nuestra obligación, engordar hasta que suene la hora de ser embalsamados con manzanas y ciruelas. Así diciendo, se echó al sol, guiñando el ojo. ¡Estaba tan bien y tan cómoda! Y durmió a sus anchas. El pajarillo se le acercó a saltitos, estirada el ala herida, y se instaló al lado de su protectora. El sol enviaba su calor confortante; era un lugar ideal. Las gallinas del vecino gallinero, que habían venido de visita, todo era corretear y escarbar; al fin y a la postre, lo que las había traído, era la esperanza de llenarse el buche. Las chinas fueron las primeras en marcharse, y poco después las siguieron las otras. El patito chistoso dijo de la portuguesa que pronto volvería a ser «mamaíta», al oír lo cual los demás soltaron la carcajada. -¡Es para reventar de risa! -dijeron, y aprovecharon la ocasión para repetirse los chistes anteriores. ¡Qué gracioso era aquel pato! Finalmente, los demás se echaron también a dormir. Llevaban un rato descansando cuando de pronto alguien tiró al corral un cubo de mondaduras. Al ruido que hizo, toda la compañía despertó sobresaltada, con un estrepitoso batir de alas. También la portuguesa despertó, y en su precipitación por poco aplasta al pajarillo. -¡Pip! -gritó éste-. ¡No me pise de este modo, buena señora! -¿Por qué se pone en medio del camino? -replicó la otra-. ¡No hay que ser tan melindroso! También yo tengo nervios, y, sin embargo, nunca he dicho ¡pip! -¡No se enoje! –se excusó la avecilla-. Se me escapó el ¡pip! de la boca. La portuguesa, sin hacerle caso se precipitó sobre las mondaduras y se zampó su buena parte. Cuando ya hubo comido y vuelto a echarse, el pajarillo, queriendo mostrarse cariñoso, se le acercó y le cantó una cancioncita: ¡Tilelelit! ¡Quivit, quivit! De todo corazón te voy a cantar Cuando por esos mundos vuelva a volar. ¡Quivit, quivit! ¡Tilelelit! -Después de comer suelo echar una siestecita -dijo la pata-. Conviene que se acostumbre usted a nuestro modo de vivir. ¡Ahora duermo! El pajarillo quedó la mar de confuso, pues había obrado con buena intención. Cuando la señora se despertó, le ofreció un granito de trigo que había encontrado. Pero la dama había dormido mal, y, por consiguiente, estaba de mal humor. -¡Esto ofrézcaselo a un polluelo! -gruñó-. No se quede ahí parado y no me fastidie. -Está enojada conmigo -se lamentó el pájaro-. ¡Debo haber hecho algún disparate! -¿Disparate? -refunfuñó la portuguesa-. Es una palabra de muy mal gusto, y le advierto que no tolero las groserías. -Ayer lucía el sol para mí -dijo el pajarillo-, pero hoy hace un día oscuro y gris. ¡Qué triste estoy! -Usted no sabe nada del tiempo -replicó el pato-. El día aún no ha terminado; y no ponga esa cara de tonto. -¡Me mira usted con unos ojos tan airados como los que me acechaban cuando caí al corral! – Sinvergüenza -gritó la portuguesa-. Compararme con el gato, ese animal de rapiña! Ni una gota de su mala sangre corre por mis venas. Me hice cargo de usted y pretendo enseñarle buenos modales. Y le dio un picotazo en la cabeza, con tal furia, que lo mató. -¿Cómo? -dijo-. ¿Ni un picotazo pudo soportar? Ahora veo que nunca se hubiera adaptado a nuestro modo de vivir. Me porté con él como una madre, eso sí, pues corazón no me falta. El gallo vecino, metiendo la cabeza en el corral, cantó con su estrépito de locomotora. -¡Usted será causa de mi muerte, con su eterno griterío! -dijo la pata-. De todo lo ocurrido tiene la culpa usted. Él ha perdido la cabeza, y ha faltado poco para que yo pierda también la mía. -¡No ocupa mucho espacio el pajarito! -dijo el gallo. -¡Hable de él con más respeto! -replicó la portuguesa-. Tenía voz, sabía cantar y era muy ilustrado. Era cariñoso y tierno, y esto conviene tanto a los animales como a esos que llaman personas humanas. Todos los patos se congregaron en torno al pobre pajarillo muerto. Los patos tienen pasiones violentas; o los domina la envidia o son un dechado de piedad, y como en aquella ocasión no existía ningún motivo de envidia, se sintieron compasivos; y lo mismo les sucedió a las dos gallinas chinas. -¡Jamás tendremos un pájaro cantor como éste! ¡Era casi chino! -y se echaron a llorar de tal forma que no parecía sino que cloqueaban, y las demás gallinas cloquearon también, mientras a los patos se les enrojecían los ojos. -Lo que es corazón, tenemos -decían-; nadie puede negárnoslo. -¡Corazón! -replicó la portuguesa-; sí, en efecto, casi tanto como en Portugal. -Bueno, hay que pensar en meterse algo en el buche -observó el pato marido-, esto es lo que importa. Aunque se rompa un juguete, quedan muchos. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
En el cuarto de los niños
Cuento infantil
Papá, mamá y todos los hermanitos habían ido a ver la comedia; Anita y su padrino quedaron solos en casa. -También nosotros tendremos nuestra comedia -dijo el padrino-. Manos a la obra. -Pero no tenemos teatro -replicó la pequeña Anita-, ni nadie que haga de cómico. Mi vieja muñeca es demasiado fea, y no quiero que se arrugue el vestido de la nueva. -Cómicos siempre hay, si nos contentamos con lo que tenemos -dijo el padrino. Ante todo vamos a construir el teatro. Pondremos aquí un libro, allí otro, y un tercero atravesado. Ahora tres del otro lado; ya tenemos los bastidores. Aquella caja vieja podrá servirnos de fondo; pondremos la base hacia fuera. La escena representa una habitación, esto está claro. Dediquémonos ahora a los personajes. Veamos qué hay en la caja de los juguetes. Primero los personajes, después la obra; cuando tengamos los primeros, la otra vendrá por sí sola, y la cosa saldrá que ni pintada. Aquí hay una cabeza de pipa, y allí un guante sin pareja; podrán ser padre e hija. -Pero no basta con dos -protestó Anita-. Aquí tengo el chaleco viejo de mi hermano. ¿No podría trabajar también? -Desde luego; ya tiene la edad suficiente para ello -asintió el padrino. -Será el galán. No lleva nada en los bolsillos; esto es ya interesante, revela un amor desgraciado. Y aquí están las botas del cascanueces con espuelas y todo, ¡caramba, pues no puede pavonearse y zapatear! Será el pretendiente intempestivo, a quien la señorita no puede sufrir. ¿Qué comedia prefieres? ¿Quieres un drama o una pieza de familia? -¡Eso! -exclamó Ana-. A los demás les gusta mucho. ¿Sabes una? -¡Uf! ¡Ciento! -exclamó el padrino-. Las más apreciadas son traducidas del francés, pero no son propias para niñas. Hay una que es preciosa, aunque en el fondo todas se parecen. ¡Agito el saco! ¡Flamante! ¡Son completamente nuevas! Fíjate sino en él cartel. Y el padrino, cogiendo un periódico, hizo como que leía en alta voz: «El Cabeza de Pipa y la buena cabeza. Comedia de familia, en un acto». Reparto: Señor Cabeza de Pipa, el padre. Señorita Guante, la hija. Señor Chaleco, el enamorado. Señor de la Bota, pretendiente. Y ahora, ¡a empezar! Se levanta el telón; como no lo tenemos, figurémonos que ya está levantado. Todos los personajes están en escena; así los tenemos ya reunidos. Yo haré de padre Cabeza de Pipa. Hoy está airado; ya se ve que es espuma de mar ahumada: -¡Tonterías y nada más que tonterías! Yo soy el amo en mi casa. ¡Soy el padre de mi hija! Atención a lo que digo. El Señor de la Bota es persona muy distinguida, tafilete por encima y espuelas abajo. Se casará con mi hija. -Atiende al Chaleco, Anita -dijo el padrino. Ahora habla el Chaleco. Tiene el cuello vuelto, es muy modesto, pero conoce su valor y está en su derecho al decir lo que dice: -Soy una persona intachable, y la bondad cuenta mucho. Soy de seda auténtica y llevo cordones. -Sólo los lleva el día de la boda; y cuando lo lavan, pierde el color -Esto lo dice el Señor Cabeza de Pipa-. El Señor de la Bota es impermeable, de cuero resistente, y, sin embargo, muy suave; puede crujir, chacolotear con las espuelas, y tiene cara de italiano. -Deberían hablar en verso -dijo Anita-. Quedaría mucho más bonito. -No hay inconveniente -asintió el padrino-. Cuando el público lo manda, se habla en verso. Fíjate ahora en la señorita Guante, que extiende los dedos: Antes quedar solterona que casarme con esta persona. ¡Ay, no lo quiero! ¡Oíd cómo se me rompe el cuero! -Tonterías. Esto lo dice el señor Cabeza de Pipa. Oigamos ahora al Chaleco: Guante, de ti me habría enamorado, aunque en España te hubiesen fabricado. Holger Dranske lo ha jurado. El señor de la Bota protesta, hace sonar las espuelas y derriba tres bastidores. -¡Magnífico! -palmotea la pequeña Anita. -¡Cállate, cállate! -dice el padrino-. El aplauso mudo demuestra que tú eres un público ilustrado, sentado en las primeras filas. Ahora la señorita Guante canta su gran aria: Mi voz se quiebra de emoción, y me saldrá un gallo del corazón. ¡Quiquiriquí, cantan en el balcón! -Ahora viene lo más emocionante, Anita. Es lo principal de la obra. ¿Ves? El señor Chaleco se abotona, y te dirige su discurso para que lo aplaudas; pero no lo hagas, es más distinguido. Escucha cómo cruje la seda: «¡Me empujan a una acción extrema! ¡Guárdese! Ahora viene la intriga: si usted es Cabeza de Pipa, yo soy la buena cabeza. ¡Paf! ¡Desaparecido!». ¿Ves, Anita? -dijo el padrino-. La escenificación y la obra son estupendas; el señor Chaleco agarró al viejo Cabeza de Pipa y se lo metió en el bolsillo. Allí está, y el Chaleco dice: «Ahora lo tengo en el bolsillo, en el bolsillo más hondo. No saldrá de él hasta que me prometa unirme a su hija, Guante Izquierdo. Yo le ofrezco la derecha». -¡Qué bonito! -exclamó Anita. Ahora contesta el viejo Cabeza de Pipa: A pesar de ser todo oído,me quedé tonto y sin eco.Mi buen humor se ha perdidoy echo a faltar mi tubo hueco.¡Ay! nunca me sentí tan infeliz como aquí.Vuélveme a la luz, y al instantete casaré con mi hijita Guante. -¿Se ha terminado? -preguntó Anita. -¡Dios nos libre! -contestó el padrino-. Sólo ha terminado para el señor de la Bota. Los enamorados se arrodillan; Lino canta: ¡Padre! Y el otro: ¡Ya puedes saliry a tus hijos bendecir! Les echa la bendición, se celebra la boda y los muebles cantan a coro: ¡Knik, knak, knak! Gracias, público amado. La comedia ha terminado. -Y ahora nosotros a aplaudir -dijo el padrino-. Así saldrán todos a escena, incluso los muebles. Son de caoba. -¿Crees que nuestra comedia es tan buena como la que han visto los otros en el teatro de verdad? -¡Mucho mejor! -dijo el padrino-. Es más corta, no ha costado un céntimo, y nos ha ayudado a esperar la hora de la merienda.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
En el mar remoto
Cuento infantil
Varios grandes barcos habían sido enviados a las regiones del Polo Norte para descubrir los límites más septentrionales entre la tierra y el mar, e investigar hasta dónde podían avanzar los hombres en aquellos parajes. Llevaban ya mucho tiempo abriéndose paso por entre la niebla y los hielos, y sus tripulaciones habían tenido que sufrir muchas penalidades. Ahora había llegado el invierno y desaparecido el sol; durante muchas, muchas semanas, reinó la noche continua; en derredor todo era un único bloque de hielo, en el que los barcos habían quedado aprisionados; la nieve alcanzaba gran altura, y con ella habían construido casas en forma de colmena, algunas grandes como túmulos, y otras, más pequeñas, capaces de albergar solamente de dos a cuatro hombres. Sin embargo, la oscuridad no era completa, pues las auroras boreales enviaban sus resplandores rojos y azules; era como un eterno castillo de fuegos artificiales, y la nieve despedía un tenue brillo; la noche era allí como un largo crepúsculo llameante. En los períodos de mayor claridad se presentaban grupos de indígenas de singularísimo aspecto, con sus hirsutos abrigos de pieles; iban montados en trineos construidos de trozos de hielo, y traían pieles en grandes fardos, gracias a las cuales las casas de nieve pudieron ser provistas de calientes alfombras. Las pieles servían, además, de mantas y almohadas, y con ellas los marineros se arreglaban camas bajo sus cúpulas de nieve, mientras en el exterior arreciaba el frío con una intensidad desconocida incluso en los más rigurosos inviernos nórdicos. En nuestra patria era todavía otoño, y de ello se acordaban aquellos hombres perdidos en tan altas latitudes; pensaban en el sol de su tierra y en el follaje amarillo que colgaba aún de sus árboles. El reloj les dijo que era noche y hora de acostarse, y en una de las chozas de nieve dos hombres se tendieron a descansar. El más joven tenía consigo el mejor y más preciado tesoro de la patria, regalo de su abuela en el momento de su partida: la Biblia. Cada noche se la ponía debajo de la cabeza; ya desde niño sabía lo que en ella estaba escrito. Leía un trozo cada día, y estando en el lecho le venían con gran frecuencia a la memoria aquellas santas palabras de consuelo: «Si tomase yo las alas de la aurora y estuviese en el mar más remoto, Tu mano me guiaría hasta allí, y Tu diestra me sostendría». Y a estas palabras de verdad se cerraban sus ojos y llegaba el sueño, la revelación del espíritu en Dios; el alma estaba viva mientras el cuerpo reposaba; él lo sentía, le parecía como si resonasen viejas y queridas melodías, como si le envolvieran tibias brisas estivales; y desde su lecho veía cómo un gran resplandor se filtraba a través de la nívea cúpula. Levantaba la cabeza, y aquel blanco refulgente no era pared ni techo, sino las grandes alas de un ángel, a cuyo rostro dulce y radiante alzaba los ojos. Como del cáliz de un lirio salía el ángel de las páginas de la Biblia, extendía los brazos, y las paredes de la choza se esfumaban a modo de un sutil y vaporoso manto de niebla: los verdes prados y colinas de la patria, y sus bosques oscuros y rojizos se extendían en derredor, al sol apacible de un bello día de otoño; el nido de la cigüeña estaba vacío, pero colgaban todavía frutos de los manzanos silvestres, aunque habían caído ya las hojas; brillaban los rojos escaramujos, y el estornino silbaba en su pequeña jaula verde, colocada sobre la ventana de la casa de campo, donde tenía él su hogar; el pájaro silbaba como le habían enseñado, y la abuela le ponía mijo en la jaula, según viera hacer siempre al nieto; y la hija del herrero, tan joven y tan linda, sacaba agua del pozo y dirigía un saludo a la abuela, quien le correspondía con un gesto de la cabeza, mostrándole al mismo tiempo una carta llegada de muy lejos. Se había recibido aquella misma mañana; venía de las heladas tierras del polo Norte, donde se encontraba el nieto -en manos de Dios-. Y las dos mujeres reían y lloraban a la vez, y él, que todo lo veía y oía desde aquellos parajes de hielo y nieve, en el mundo del espíritu bajo las alas del ángel, reía con ellas y con ellas lloraba. En la carta se leían aquellas mismas palabras de la Biblia: «En el mar más remoto, su diestra me sostendrá». Sonó en derredor una sublime música, como salida de un coro celeste, mientras el ángel extendía sus alas, a modo de velo, sobre el mozo dormido… Se desvaneció el sueño; en la choza reinaba la oscuridad, pero la Biblia seguía bajo su cabeza, la fe y la esperanza moraban en su corazón, Dios estaba con él, y también la patria, «en el mar remoto».
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Es la pura verdad
Cuento infantil
-¡Es un caso espantoso! -exclamó una gallina del extremo opuesto del pueblo, donde el hecho no había sucedido-. ¡Ha pasado algo espantoso en el gallinero de allá! Lo que es esta noche, no duermo sola. Menos mal que somos tantas. Y les contó el caso, y a las demás gallinas se les erizaron las plumas, y al gallo se le cayó la cresta. ¡Es la pura verdad! Pero empecemos por el principio, pues la cosa sucedió en un gallinero del otro extremo del pueblo. Se ponía el sol, y las gallinas se subían a su percha; una de ellas, blanca y paticorta, ponía sus huevos con toda regularidad y era una gallina de lo más respetable. Una vez en su percha, se dedicó a asearse con el pico, y en la operación perdió una pluma. -¡Ya voló una! -dijo-. Cuanto más me desplumo, más guapa estoy -. Lo dijo en broma, pues de todas las gallinas era la de carácter más alegre; por lo demás, como ya dijimos, era la respetabilidad personificada. Y luego se puso a dormir. El gallinero estaba a oscuras; las gallinas estaban alineadas en su percha, pero la contigua a la nuestra permanecía despierta. Aquellas palabras las había oído y no las había oído, como a menudo conviene hacer en este mundo, si uno quiere vivir en paz y tranquilidad. Con todo, no pudo contenerse y dijo a la vecina del otro lado: -¿No has oído? No quiero citar nombres, pero lo cierto es que hay aquí una gallina que se despluma para parecer más hermosa. Si yo fuese gallo, la despreciaría. Pero he aquí que más arriba de las gallinas vivía la lechuza, con su marido y su prole; todos los miembros de la familia tenían un oído finísimo y oyeron las palabras de la gallina, y, oyéndolas, revolvieron los ojos, y la madre lechuza se puso a abanicarse con las alas. -¡No escuchéis esas cosas! Pero habéis oído lo que acaban de decir, ¿verdad?. Yo lo he oído con mis propias orejas; ¡lo que oirán aún, las pobres, antes de que se me caigan! Hay una gallina que hasta tal punto ha perdido toda noción de decencia, que se está arrancando todas las plumas a la vista del gallo. -Prenez garde aux enfants! -exclamó el padre lechuza-. Estas cosas no son para que las oigan los niños. -Pero voy a contárselo a la lechuza de enfrente. Es la más respetable de estos alrededores. Y se echó a volar. -¡Jujú, ujú! -y las dos se estuvieron así comadreando sobre el palomar del vecino, y luego contaron la historia a las palomas: – ¿Han oído, han oído? ¡Ujú! Hay una gallina que por amor del gallo se ha arrancado todas las plumas. ¡Y se morirá helada, si no lo ha hecho ya! ¡Ujú! -¿Dónde, dónde? -arrullaron las palomas. -En el corral de enfrente. Es como si lo hubiese visto con mis ojos. Es un caso tan indecoroso, que una casi no se atreve a contarlo, pero es la pura verdad. -¡La pura, la pura verdad! -corearon las palomas Y, dirigiéndose al gallinero de abajo: -Hay una gallina -dijeron-, y hay quien afirma que son dos, que se han arrancado todas las plumas para distinguirse de las demás y llamar la atención del gallo. Es el colmo… y peligroso, además, pues se puede pescar un resfriado y morirse de una calentura… Y parece que ya han muerto, ¡las dos! -¡Despertad, despertad! -gritó el gallo subiéndose a la valla con los ojos soñolientos, pero vociferando a todo pulmón-: ¡Tres gallinas han muerto víctimas de su desgraciado amor por un gallo! Se arrancaron todas las plumas. Es una historia horrible, y no quiero guardármela en el buche. ¡Pasadla, que corra! -¡Que corra! -silbaron los murciélagos, y las gallinas cacarearon, y los gallos cantaron-: ¡Que corra, que corra! -. Y de este modo la historia fue pasando de gallinero en gallinero, hasta llegar, finalmente, a aquel del cual había salido. -Son cinco gallinas -decían- que se han arrancado todas las plumas para que el gallo viera cómo habían adelgazado por su amor, y luego se picotearon mutuamente hasta matarse, con gran bochorno y vergüenza de su familia y gran perjuicio para el dueño. Como es natural, la gallina a la que se la había soltado la plumita no se reconoció como la protagonista del suceso, y siendo, como era, una gallina respetable, dijo: -Este tipo de gallinas merecen el desprecio general. ¡Desgraciadamente, abundan mucho! Éstas cosas no deben ocultarse, y haré cuanto pueda para que el hecho se publique en el periódico; que lo sepa todo el país. Se lo tienen bien merecido las gallinas, y también su familia. Y la cosa apareció en el periódico, en letras de molde, y es la pura verdad: «Una plumilla puede muy bien convertirse en cinco gallinas».
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Guardado en el corazón, y no olvidado
Cuento infantil
Érase una vez un viejo castillo, con su foso pantanoso y su puente levadizo, el cual estaba más veces levantado que bajado, pues no todas las visitas son deseables. Había troneras bajo el tejado, y mirillas a lo largo de los muros; por ellos podía dispararse al exterior o arrojar agua hirviendo o plomo derretido sobre el enemigo, cuando se acercaba demasiado. Los aposentos interiores eran de alto techo, y así convenía que fuesen, por el mucho humo que salía del fuego del hogar, alimentado con troncos húmedos. De la pared colgaban retratos de hombres con sus armaduras, y de altivas damas en sus pesados ropajes. La más altiva de todas vivía y deambulaba por los recintos del castillo; era su dueña y se llamaba Mette Mogens. Una noche vinieron bandidos. Mataron a tres de los servidores del castillo y al perro mastín, ataron luego a Dama Mette a la perrera con la cadena del animal e, instalándose en la gran sala, se bebieron el vino de la bodega y la buena cerveza. Dama Mette permanecía encadenada en la caseta; ni siquiera podía ladrar. En éstas se le acercó el más joven de los bandidos, deslizándose de puntillas para no ser oído, pues los demás lo hubieran asesinado. -Señora Mette Mogens -dijo el mozo-, ¿te acuerdas de que un día mi padre, en vida aún de tu esposo, fue condenado a montar en el potro del tormento? Tú pediste piedad para él, pero en vano; hubo de cumplirse la sentencia. Pero tú te acercaste a hurtadillas como lo hago yo ahora, y le pusiste una piedra debajo de cada pie para procurarle un punto de apoyo. Nadie lo vio, o por lo menos hicieron como si no lo vieran; por algo eras la señora. Mi padre me lo contó, y yo he guardado el relato en mi corazón, mas no lo he olvidado. ¡Ahora te devuelvo la libertad, señora Mette Mogens! Poco después los dos galopaban, bajo la lluvia y la tempestad, en busca de ayuda. -Ha sido un pago espléndido por el pequeño favor que presté al viejo -dijo Dama Mogens. -Lo que se guarda en el corazón no se olvida -respondió el joven. Los bandidos fueron ahorcados. En una región solitaria se alzaba un viejo castillo; todavía hoy existe. No era el de Dama Mette Mogens, sino de otra noble familia. La historia sucede en nuestros tiempos. El sol brilla en la punta dorada de la torre; pequeñas manchas de bosque destacan como ramilletes entre el agua, y en derredor nadan cisnes salvajes. En el jardín crecen rosas; la castellana es la rosa más preciosa, radiante de alegría, la alegría de una buena acción. El rayo de gozo no se proyecta hacia fuera, hacia el mundo, sino que penetra profundamente en el corazón; en él permanece bien guardado, no olvidado. La señora viene del castillo y se dirige a la cabaña de unos jornaleros que viven en el campo. En ella yace una pobre muchacha paralítica. La ventana del reducido cuartucho da al Norte, y nunca entra por ella el sol. La inválida sólo puede ver un pedacito de campo, cerrado por el alto borde del foso. Pero hoy luce allí el sol, el hermoso y confortador sol de Dios, que entra desde el Sur por la nueva ventana, que antes era toda ella pared. La enferma está sentada al sol, ve el bosque y la orilla del mar; el mundo se ha vuelto para ella inmenso y bello, y todo gracias a una sola palabra de la bondadosa castellana. -¡La palabra fue tan sencilla, la acción tan insignificante! -dijo-, pero la alegría que sentí fue inmensamente grande y bienhechora. Y por eso practica tantas buenas obras, piensa en todos los hogares humildes y también en los ricos, cuando pasan por alguna tribulación. Lo hace todo sin ostentación, en secreto; pero Dios no lo olvida. Hay una antigua casa patricia en la ciudad grande y laboriosa. No entraremos en sus aposentos y salones, sino que nos quedaremos en la cocina. Está clara y caldeada, limpia y aseada. La batería de cobre reluce como espejos, la mesa parece pulimentada, el vertedero está como una tabla acabada de fregar. Es una sola criada la que ha hecho todo el trabajo, y aún ha tenido tiempo de vestirse primorosamente, como para ir a la iglesia. Lleva en la cofia un lazo, un lazo negro, señal de luto. Y, sin embargo, no tiene a nadie por quien llevar luto, ni padre ni madre, ningún pariente, ni novio; es una pobre doncella. En tiempos estuvo prometida, con un hombre pobre también; se querían entrañablemente. Un día él le dijo: -No poseemos nada. La rica viuda que es dueña de la bodega me ha dirigido palabras cariñosas y quiere proporcionarme el bienestar; pero tú sola vives en mi corazón. ¿Qué me aconsejas? -Lo que tú creas que haya de hacer tu felicidad -respondió la muchacha-. Sé bueno y afectuoso con ella; pero piensa que no volveremos a vernos desde el momento en que nos separemos. Transcurrieron unos años. Un día ella se encontró en la calle con su antiguo amigo y novio. Su aspecto era triste y enfermo, y la joven no pudo por menos de preguntarle: -¿Qué tal estás? -Muy bien, no me falta nada -respondió él-. La mujer es buena y honrada, pero tú llenas mi corazón. He sostenido una terrible batalla, que pronto terminará. ¡No volveremos a vernos sino ante el trono de Dios! Transcurrió otra semana, y en el periódico de hoy viene la noticia de su muerte; pero eso se ha puesto luto la doncella. El que un día fue su novio ha fallecido -dice la esquela-, dejando esposa y tres hijastros. La campana tañe con un son quebrado; y, sin embargo, el metal es puro. El lazo negro indica el luto, el rostro de la joven lo indica aún más. Vive oculto en el corazón, pero no olvidado. ¿Ves? Son tres historias, tres hojas de un tallo. ¿Quieres más hojas de trébol? Hay muchas guardadas en el libro del corazón; guardadas, pero no olvidadas.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Historia de una madre
Cuento infantil
Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Este, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura. Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante. Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Este se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita. -¿Crees que vivirá? -preguntó la madre-. ¡El buen Dios no querrá quitármelo! El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío. -¿Qué es esto? -gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron. La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo: -La Muerte estuvo en tu casa; lo sé, pues la vi escapar con tu hijito. Volaba como el viento. ¡Jamás devuelve lo que se lleva! -¡Dime por dónde se fue! -suplicó la madre-. ¡Enséñame el camino y la alcanzaré! -Conozco el camino -respondió la mujer vestida de negro- pero antes de decírtelo tienes que cantarme todas las canciones con que meciste a tu pequeño. Me gustan, las oí muchas veces, pues soy la Noche. He visto correr tus lágrimas mientras cantabas. -¡Te las cantaré todas, todas! -dijo la madre-, pero no me detengas, para que pueda alcanzarla y encontrar a mi hijo. Pero la Noche permaneció muda e inmóvil, y la madre, retorciéndose las manos, cantó y lloró; y fueron muchas las canciones, pero fueron aún más las lágrimas. Entonces dijo la Noche: -Ve hacia la derecha, por el tenebroso bosque de abetos. En él vi desaparecer a la Muerte con el niño. Muy adentro del bosque se bifurcaba el camino, y la mujer no sabía por dónde tomar. Se levantaba allí un zarzal, sin hojas ni flores, pues era invierno, y las ramas estaban cubiertas de nieve y hielo. -¿No has visto pasar a la Muerte con mi hijito? -Sí -respondió el zarzal- pero no te diré el camino que tomó si antes no me calientas apretándome contra tu pecho; me muero de frío, y mis ramas están heladas. Y ella estrechó el zarzal contra su pecho, apretándolo para calentarlo bien; y las espinas se le clavaron en la carne, y la sangre le fluyó a grandes gotas. Pero del zarzal brotaron frescas hojas y bellas flores en la noche invernal: ¡tal era el ardor con que la acongojada madre lo había estrechado contra su corazón! Y la planta le indicó el camino que debía seguir. Llegó a un gran lago, en el que no se veía ninguna embarcación. No estaba bastante helado para sostener su peso, ni era tampoco bastante somero para poder vadearlo; y, sin embargo, no tenía más remedio que cruzarlo si quería encontrar a su hijo. Se echó entonces al suelo, dispuesta a beberse toda el agua; pero ¡qué criatura humana sería capaz de ello! Mas la angustiada madre no perdía la esperanza de que sucediera un milagro. -¡No, no lo conseguirás! -dijo el lago-. Mejor será que hagamos un trato. Soy aficionado a coleccionar perlas, y tus ojos son las dos perlas más puras que jamás he visto. Si estás dispuesta a desprenderte de ellos a fuerza de llanto, te conduciré al gran invernadero donde reside la Muerte, cuidando flores y árboles; cada uno de ellos es una vida humana. -¡Ay, qué no diera yo por llegar a donde está mi hijo! -exclamó la pobre madre-, y se echó a llorar con más desconsuelo aún, y sus ojos se le desprendieron y cayeron al fondo del lago, donde quedaron convertidos en preciosísimas perlas. El lago la levantó como en un columpio y de un solo impulso la situó en la orilla opuesta. Se levantaba allí un gran edificio, cuya fachada tenía más de una milla de largo. No podía distinguirse bien si era una montaña con sus bosques y cuevas, o si era obra de albañilería; y menos lo podía averiguar la pobre madre, que había perdido los ojos a fuerza de llorar. -¿Dónde encontraré a la Muerte, que se marchó con mi hijito? -preguntó. -No ha llegado todavía -dijo la vieja sepulturera que cuida del gran invernadero de la Muerte-. ¿Quién te ha ayudado a encontrar este lugar? -El buen Dios me ha ayudado -dijo la madre-. Es misericordioso, y tú lo serás también. ¿Dónde puedo encontrar a mi hijo? -Lo ignoro -replicó la mujer-, y veo que eres ciega. Esta noche se han marchitado muchos árboles y flores; no tardará en venir la Muerte a trasplantarlos. Ya sabrás que cada persona tiene su propio árbol de la vida o su flor, según su naturaleza. Parecen plantas corrientes, pero en ellas palpita un corazón; el corazón de un niño puede también latir. Atiende, tal vez reconozcas el latido de tu hijo, pero, ¿qué me darás si te digo lo que debes hacer todavía? -Nada me queda para darte -dijo la afligida madre- pero iré por ti hasta el fin del mundo. -Nada hay allí que me interese -respondió la mujer- pero puedes cederme tu larga cabellera negra; bien sabes que es hermosa, y me gusta. A cambio te daré yo la mía, que es blanca, pero también te servirá. -¿Nada más? -dijo la madre-. Tómala enhorabuena. Dio a la vieja su hermoso cabello, y se quedó con el suyo, blanco como la nieve. Entraron entonces en el gran invernadero de la Muerte, donde crecían árboles y flores en maravillosa mezcolanza. Había preciosos jacintos bajo campanas de cristal, y grandes peonías fuertes como árboles; y había también plantas acuáticas, algunas lozanas, otras enfermizas. Serpientes de agua las rodeaban, y cangrejos negros se agarraban a sus tallos. Crecían soberbias palmeras, robles y plátanos, y no faltaba el perejil ni tampoco el tomillo; cada árbol y cada flor tenia su nombre, cada uno era una vida humana; la persona vivía aún: este en la China, este en Groenlandia o en cualquier otra parte del mundo. Había grandes árboles plantados en macetas tan pequeñas y angostas, que parecían a punto de estallar; en cambio, se veían míseras florecillas emergiendo de una tierra grasa, cubierta de musgo todo alrededor. La desolada madre fue inclinándose sobre las plantas más diminutas, oyendo el latido del corazón humano que había en cada una; y entre millones reconoció el de su hijo. -¡Es este! -exclamó, alargando la mano hacia una pequeña flor azul de azafrán que colgaba de un lado, gravemente enferma. -¡No toques la flor! -dijo la vieja-. Quédate aquí, y cuando la Muerte llegue, pues la estoy esperando de un momento a otro, no dejes que arranque la planta; amenázala con hacer tú lo mismo con otras y entonces tendrá miedo. Es responsable de ellas ante Dios; sin su permiso no debe arrancarse ninguna. De pronto se sintió en el recinto un frío glacial, y la madre ciega comprendió que entraba la Muerte. -¿Cómo encontraste el camino hasta aquí? -preguntó.- ¿Cómo pudiste llegar antes que yo? -¡Soy madre! -respondió ella. La Muerte alargó su mano huesuda hacia la flor de azafrán, pero la mujer interpuso las suyas con gran firmeza, aunque temerosa de tocar una de sus hojas. La Muerte sopló sobre sus manos y ella sintió que su soplo era más frío que el del viento polar. Y sus manos cedieron y cayeron inertes. -¡Nada podrás contra mí! -dijo la Muerte. -¡Pero sí lo puede el buen Dios! -respondió la mujer. -¡Yo hago solo su voluntad! -replicó la Muerte-. Soy su jardinero. Tomo todos sus árboles y flores y los trasplanto al jardín del Paraíso, en la tierra desconocida; y tú no sabes cómo es y lo que en el jardín ocurre, ni yo puedo decírtelo. -¡Devuélveme a mi hijo! -rogó la madre, prorrumpiendo en llanto. Bruscamente puso las manos sobre dos hermosas flores, y gritó a la Muerte: -¡Las arrancaré todas, pues estoy desesperada! -¡No las toques! -exclamó la Muerte-. Dices que eres desgraciada, y pretendes hacer a otra madre tan desdichada como tú. -¡Otra madre! -dijo la pobre mujer, soltando las flores-. ¿Quién es esa madre? -Ahí tienes tus ojos -dijo la Muerte-, los he sacado del lago; ¡brillaban tanto! No sabía que eran los tuyos. Tómalos, son más claros que antes. Mira luego en el profundo pozo que está a tu lado; te diré los nombres de las dos flores que querías arrancar y verás todo su porvenir, todo el curso de su vida. Mira lo que estuviste a punto de destruir. Miró ella al fondo del pozo; y era una delicia ver cómo una de las flores era una bendición para el mundo, ver cuánta felicidad y ventura esparcía a su alrededor. La vida de la otra era, en cambio, tristeza y miseria, dolor y privaciones. -Las dos son lo que Dios ha dispuesto -dijo la Muerte. -¿Cuál es la flor de la desgracia y cuál la de la ventura? -preguntó la madre. -Esto no te lo diré -contestó la Muerte-. Solo sabrás que una de ellas era la de tu hijo. Has visto el destino que estaba reservado a tu propio hijo, su porvenir en el mundo. La madre lanzó un grito de horror: -¿Cuál de las dos era mi hijo? ¡Dímelo, sácame de la incertidumbre! Pero si es el desgraciado, líbralo de la miseria, llévatelo antes. ¡Llévatelo al reino de Dios! ¡Olvídate de mis lágrimas, olvídate de mis súplicas y de todo lo que dije e hice! -No te comprendo -dijo la Muerte-. ¿Quieres que te devuelva a tu hijo o prefieres que me vaya con él adonde ignoras lo que pasa? La madre, retorciendo las manos, cayó de rodillas y elevó esta plegaria a Dios Nuestro Señor: -¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches! ¡No me escuches! Y dejó caer la cabeza sobre el pecho, mientras la Muerte se alejaba con el niño, hacia el mundo desconocido. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Historias del sol
Cuento infantil
-¡Ahora voy a contar yo! -dijo el Viento. -No, perdone -replicó la Lluvia-. Bastante tiempo ha pasado usted en la esquina de la calle, aullando con todas sus fuerzas. -¿Éstas son las gracias -protestó el Viento- que me da por haber vuelto en su obsequio varios paraguas, y aún haberlos roto, cuando la gente nada quería con usted? -Tengamos la fiesta en paz -intervino el Sol-. Contaré yo. Y lo dijo con tal brillo y tanta majestad, que el Viento se echó cuan largo era. La Lluvia, sacudiéndolo, le dijo: -¿Vamos a tolerar esto? Siempre se mete donde no lo llaman el señor Sol. No lo escucharemos. Sus historias no valen un comino. Y el Sol se puso a contar: -Volaba un cisne por encima del mar encrespado; sus plumas relucían como oro; una de ellas cayó en un gran barco mercante que navegaba con todas las velas desplegadas. La pluma fue a posarse en el cabello ensortijado del joven que cuidaba de las mercancías, el sobrecargo, como lo llamaban. La pluma del ave de la suerte le tocó en la frente, pasó a su mano, y el hombre no tardó en ser el rico comerciante que pudo comprarse espuelas de oro y un escudo nobiliario. ¡Yo he brillado en él! – dijo el Sol -. El cisne siguió su vuelo por sobre el verde prado donde el zagal, un rapaz de siete años, se había tumbado a la sombra del viejo árbol, el único del lugar. Al pasar el cisne besó una de las hojas, la cual cayó en la mano del niño; y de aquella única hoja salieron tres, luego diez y luego un libro entero, en el que el niño leyó acerca de las maravillas de la Naturaleza, de la lengua materna, de la fe y la Ciencia. A la hora de acostarse se ponía el libro debajo de la cabeza para no olvidar lo que había leído, y aquel libro lo condujo a la escuela, a la mesa del saber. He leído su nombre entre los sabios -dijo el Sol-. Se entró el cisne volando en la soledad del bosque, y se paró a descansar en el lago plácido y oscuro donde crecen el nenúfar y el manzano silvestre y donde residen el cuclillo y la paloma torcaz. Una pobre mujer recogía leña, ramas caídas, que se cargaba a la espalda; luego, con su hijito en brazos, se encaminó a casa. Vio el cisne dorado, el cisne de la suerte que levantaba el vuelo en el juncal de la orilla. ¿Qué era lo que brillaba allí? ¡Un huevo de oro! La mujer se lo guardó en el pecho, y el huevo conservó el calor; seguramente había vida en él. Sí, dentro del cascarón algo rebullía; ella lo sintió y creyó que era su corazón que latía. Al llegar a su humilde choza sacó el huevo dorado. «¡Tic-tac!», sonaba como si fuese un valioso reloj de oro, y, sin embargo, era un huevo que encerraba una vida. Se rompió la cáscara, y asomó la cabeza un minúsculo cisne, cubierto de plumas, que parecían de oro puro. Llevaba cuatro anillos alrededor del cuello, y como la pobre mujer tenía justamente cuatro hijos varones, tres en casa y el que había llevado consigo al bosque solitario, comprendió enseguida que había un anillo para cada hijo, y en cuanto lo hubo comprendido, la pequeña ave dorada emprendió el vuelo. La mujer besó los anillos e hizo que cada pequeño besase uno, que luego puso primero sobre su corazón y después en el dedo. -Yo lo vi -dijo el Sol-. Y vi lo que sucedió más tarde. Uno de los niños se metió en la barrera, cogió un terrón de arcilla y, haciéndolo girar entre los dedos, obtuvo la figura de Jasón, el conquistador del vellocino de oro. El segundo de los hermanos corrió al prado, cuajado de flores de todos los colores. Cogiendo un puñado de ellas, las comprimió con tanta fuerza, que el jugo le saltó a los ojos y humedeció su anillo. El líquido le produjo una especie de cosquilleo en el pensamiento y en la mano, y al cabo de un tiempo la gran ciudad hablaba del gran pintor. El tercero de los muchachos sujetó su anillo tan fuertemente en la boca, que produjo un sonido como procedente del fondo del corazón; sentimientos y pensamientos se convirtieron en acordes, se elevaron como cisnes cantando, y como cisnes se hundieron en el profundo lago, el lago del pensamiento. Fue compositor, y todos los países pueden decir: «¡Es mío!». El cuarto hijo era como la Cenicienta; tenía el moquillo, decía la gente; había que darle pimienta y cuidarlo como un pollito enfermo. A veces decían también: «¡Pimienta y zurras!». ¡Y vaya si las llevaba! Pero de mí recibió un beso -dijo el Sol-, diez besos por cada golpe. Era un poeta, recibía puñadas y besos, pero poseía el anillo de la suerte, el anillo del cisne de oro. Sus ideas volaban como doradas mariposas, símbolo de la inmortalidad. -¡Qué historia más larga! -dijo el Viento. -¡Y aburrida! -añadió la Lluvia-. ¡Sóplame, que me reanime! Y el Viento sopló, mientras el Sol seguía contando: -El cisne de la suerte voló por encima del profundo golfo, donde los pescadores habían tendido sus redes. El más pobre de ellos pensaba casarse, y, efectivamente, se casó. El cisne le llevó un pedazo de ámbar. Y como el ámbar atrae, atrajo corazones a su casa; el ámbar es el más precioso de los inciensos. Vino un perfume como de la iglesia, de la Naturaleza de Dios. Gozaron la felicidad de la vida doméstica, el contento en la humildad, y su vida fue un verdadero rayo de sol. -¡Vamos a dejarlo! -dijo el Viento-. El Sol ha contado ya bastante. ¡Cómo me he aburrido! -¡Y yo! -asintió la Lluvia. ¿Qué diremos nosotros, los que hemos estado escuchando las historias? Pues diremos: ¡Se terminaron!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Holger el danés
Cuento infantil
Hay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería, ¡bum!, y él contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún buque, ya que entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soñado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aún en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan fuerte, que sus golpes se oirían en todos los ámbitos de la Tierra. Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que todo lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenía tallando una gran figura de madera que representaría a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella ocasión había representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas. El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el cual, además, se limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, se puso a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenía una luenga barba pegada a ella. El abuelo se había quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última parte del mismo, que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo: -Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverá Holger; pero ese pequeño que duerme ahí tal vez lo vea y esté a su lado el día que sea necesario. Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto más examinaba su Holger, más se convencía de que había hecho una buena talla; le pareció que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecían gradualmente, y los leones coronados, saltaban. -Es el escudo más hermoso de cuantos existen en el mundo entero -dijo el viejo-. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los países vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, le parecieron que brillaban aún más que antes; eran llamas que se movían, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos. La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cárcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de Cristián IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y más noble de todas las mujeres danesas. -Sí, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca -dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los cañones tronaban, y los barcos aparecían envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt, cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con él a bordo. La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el párroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas. Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta. -Pero, ¡qué hermosa estatua has hecho, abuelo! -exclamó la joven-. ¡Holger y nuestro escudo completo! Diría que esta cara la he visto ya antes. -No, tú no la has visto -dijo el abuelo-, pero yo sí, y he procurado tallarla en la madera, tal y como la tengo en la memoria. Cuando los ingleses estaban en la rada el día 2 de abril, supimos demostrar que éramos los antiguos daneses. A bordo del «Dinamarca», donde yo servía en la escuadra de Steen Bille, había a mi lado un hombre; se habría dicho que las balas le tenían miedo. Cantaba alegremente viejas canciones, mientras disparaba y combatía como si fuese un ser sobrehumano. Me acuerdo todavía de su rostro; pero no sé, ni lo sabe nadie, de dónde vino ni adónde fue. Muchas veces he pensado si sería Holger, el viejo danés, en persona, que habría salido de Kronborg para acudir en nuestra ayuda a la hora del peligro. Esto es lo que pensé, y ahí está su efigie. Y la figura proyectaba una gran sombra en la pared e incluso sobre parte del techo; parecía como si allí estuviese el propio Holger, pues la sombra se movía; claro que podía también ser debido a que la llama de la lámpara ardía de manera irregular. La nuera dio un beso al abuelo y lo acompañó hasta el gran sillón colocado delante de la mesa, y ella y su marido, hijo del viejo y padre del chiquillo que dormía en la cama, se sentaron a cenar. El anciano habló de los leones y de los daneses, de la fuerza y la clemencia, y explicó de modo bien claro que existía otra fuerza, además de la espada, y señaló el armario que guardaba viejos libros; allí estaban las comedias completas de Holberg, tan leídas y releídas, que uno creía conocer desde hacía muchísimo tiempo a todos sus personajes. -¿Ven? Éste también supo zurrar -dijo el abuelo-. Hizo cuanto pudo por acabar con todo lo disparatado y torpe que había en la gente. Y, señalando el espejo sobre el cual estaba el calendario con la Torre Redonda, dijo: -También Tico Brahe manejó la espada, pero no con el propósito de cortar carne y quebrar huesos, sino para trazar un camino más preciso entre las estrellas del cielo. Y luego aquel cuyo padre fue de mi profesión, el hijo del viejo escultor, aquel a quien yo mismo he visto, con su blanco cabello y anchos hombros, aquel cuyo nombre es famoso en todos los países de la Tierra. Sí, él sabía esculpir, yo sólo sé tallar. Sí, Holger puede aparecérsenos en figuras muy diversas, para que en todos los pueblos se hable de la fuerza de Dinamarca. ¿Brindamos a la salud de Bertel?. Pero el pequeño, en su cama, veía claramente el viejo Kronborg y el Öresund, y veía al verdadero Holger allá abajo, con su barba pegada a la mesa de mármol, soñando con todo lo que sucede acá arriba. Y Holger soñaba también en la reducida y pobre vivienda del imaginero, oía cuanto en ella se hablaba, y, con un movimiento de la cabeza, sin despertar de su sueño, decía: -Sí, se acuerdan de mí, daneses, reténganme en su memoria. No los abandonaré en la hora de la necesidad. Allá, ante el Kronborg, brillaba la luz del día, y el viento llevaba las notas del cuerno de caza a las tierras vecinas; los barcos, al pasar, enviaban sus salvas: ¡bum! ¡bum!, y desde el castillo contestaban: ¡bum! ¡bum! Pero Holger no se despertaba, por ruidosos que fuesen los cañonazos, pues sólo decían: «¡Buenos días!», «¡Muchas gracias!». De un modo muy distinto tendrían que disparar para despertarlo; pero un día u otro despertará, pues Holger el danés es de recia madera.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Ib y Cristinita
Cuento infantil
No lejos de Gudenaa, en la selva de Silkeborg, se levanta, semejante a un gran muro, una loma llamada Aasen, a cuyo pie, del lado de Poniente, había, y sigue habiendo aún, un pequeño cortijo, rodeado por una tierra tan árida, que la arena brilla por entre las escuálidas mieses de centeno y cebada. Desde entonces han transcurrido muchos años. La gente que vivía allí por aquel tiempo cultivaba su mísero terruño y criaba además tres ovejas, un cerdo y dos bueyes; de hecho, vivían con cierta holgura, a fuerza de aceptar las cosas tal como venían. Incluso habrían podido tener un par de caballos, pero decían, como los demás campesinos: «El caballo se devora a sí mismo». Un caballo se come todo lo que gana. Jeppe-Jänsen trabajaba en verano su pequeño campo, y en invierno confeccionaba zuecos con mano hábil. Tenía además, un ayudante; un hombre muy ducho en la fabricación de aquella clase de calzado: lo hacía resistente, a la vez que ligero y elegante. Tallaban asimismo cucharas de madera, y el negocio les rendía; no podía decirse que aquella gente fuesen pobres. El pequeño Ib, un chiquillo de 7 años, único hijo de la casa, se sentaba a su lado a mirarlo; cortaba un bastoncito, y solía cortarse también los dedos, pero un día talló dos trozos de madera que parecían dos zuequitos. Dijo que iba a regalarlos a Cristinita, la hija de un marinero, una niña tan delicada y encantadora, que habría podido pasar por una princesa. Vestida adecuadamente, nadie hubiera imaginado que procedía de una casa de turba del erial de Seis. Allí moraba su padre, viudo, que se ganaba el sustento transportando leña desde el bosque a las anguileras de Silkeborg, y a veces incluso más lejos, hasta Randers. No tenía a nadie a quien confiar a Cristina, que tenía un año menos que Ib; por eso la llevaba casi siempre consigo, en la barca y a través del erial y los arándanos. Cuando tenía que llegarse a Randers, dejaba a Cristinita en casa de Jeppe-Jänsen. Los dos niños se llevaban bien, tanto en el juego como a las horas de la comida; cavaban hoyos en la tierra, se encaramaban a los árboles y corrían por los alrededores; un día se atrevieron incluso a subirse solos hasta la cumbre de la loma y adentrarse un buen trecho en el bosque, donde encontraron huevos de chocha; fue un gran acontecimiento. Ib no había estado nunca en el erial de Seis, ni cruzado en barca los lagos de Gudenaa, pero ahora iba a hacerlo: el barquero lo había invitado, y la víspera se fue con él a su casa. A la madrugada los dos niños se instalaron sobre la leña apilada en la barca y desayunaron con pan y frambuesas. El barquero y su ayudante impulsaban la embarcación con sus pértigas; la corriente les facilitaba el trabajo, y así descendieron el río y atravesaron los lagos, que parecían cerrados por todas partes por el bosque y los cañaverales. Sin embargo, siempre encontraban un paso por entre los altos árboles, que inclinaban las ramas hasta casi tocar el suelo, y los robles que las alargaban a su encuentro, como si, habiéndose recogido las mangas, quisieran mostrarles sus desnudos y nudosos brazos. Viejos alisos que la corriente había arrancado de la orilla, se agarraban fuertemente al suelo por las raíces, formando islitas de bosque. Los nenúfares se mecían en el agua; era un viaje delicioso. Finalmente llegaron a las anguileras, donde el agua rugía al pasar por las esclusas. ¡Cuántas cosas nuevas estaban viendo Ib y Cristina! En aquel entonces no había allí ninguna fábrica ni ninguna ciudad, y tan sólo se veían la vieja granja, en la que trabajaban unos cuantos hombres. El agua, al precipitarse por las esclusas, y el griterío de los patos salvajes, eran los únicos signos de vida, que se sucedían sin interrupción. Una vez descargada la leña, el padre de Cristina compró un buen manojo de anguilas y un cochinillo recién sacrificado, y lo guardó todo en un cesto, que puso en la popa de la embarcación. Luego emprendieron el regreso, contra corriente, pero como el viento era favorable y pudieron tender las velas, la cosa marchaba tan bien como si un par de caballos tirasen de la barca. Al llegar a un lugar del bosque cercano a la vivienda del ayudante, éste y el padre de Cristina desembarcaron, después de recomendar a los niños que se estuviesen muy quietecitos y formales. Pero ellos no obedecieron durante mucho rato; quisieron ver el interior del cesto que contenía el lechoncito; sacaron el animal, y, como los dos se empeñaron en sostenerlo, se les cayó al agua, y la corriente se lo llevó. Fue un suceso horrible. Ib saltó a tierra y echó a correr un trecho; luego saltó también Cristina. -¡Llévame contigo! -gritó, y se metieron saltando entre la maleza; pronto perdieron de vista la barca y el río. Continuaron corriendo otro pequeño trecho, pero luego Cristina se cayó y se echó a llorar; Ib acudió a ayudarla. -Ven conmigo -dijo-, la casa está allá arriba. Pero no era así. Siguieron errando por un terreno cubierto de hojas marchitas y de ramas secas caídas, que crujían bajo sus piececitos. De pronto oyeron un penetrante grito. Se detuvieron y escucharon. Entonces resonó el chillido de un águila -era un chillido siniestro-, que los asustó en extremo. Sin embargo, delante de ellos, en lo espeso del bosque, crecían en número infinito magníficos arándanos. Era demasiado tentador para que pudieran pasar de largo, y se entretuvieron comiendo las bayas, manchándose de azul la boca y las mejillas. En esto se oyó otra llamada. -¡Nos pegarán por lo del lechón! -dijo Cristina. Vámonos a casa -respondió Ib-; está aquí en el bosque. Se pusieron en marcha y llegaron a un camino de carros, pero que no conducía a su casa. Mientras tanto había oscurecido, y los niños tenían miedo. El singular silencio que los rodeaba era sólo interrumpido por el feo grito del búho o de otras aves que no conocían los niños. Finalmente se enredaron entre la maleza. Cristina rompió a llorar e Ib hizo lo mismo, y cuando hubieron llorado por espacio de una hora, se tumbaron sobre las hojas y se quedaron dormidos. El sol se hallaba ya muy alto en el cielo cuando despertaron; tenían frío, pero Ib pensó que subiéndose a una loma cercana a poca distancia, donde el sol brillaba por entre los árboles, podrían calentarse y, además, verían la casa de sus padres. Pero lo cierto es que se encontraban muy lejos de ella, en el extremo opuesto del bosque. Treparon a la cumbre del montículo y se encontraron en una ladera que descendía a un lago claro y transparente; los peces aparecían alineados, visibles a los rayos del sol. Fue un espectáculo totalmente inesperado, y por otra parte descubrieron junto a ellos un avellano muy cargado de frutos, a veces siete en un solo manojo. Cogieron las avellanas, rompieron las cáscaras y se comieron los frutos tiernos, que empezaban ya a estar en sazón. Luego vino una nueva sorpresa, mejor dicho, un susto: del espesor de bosque salió una mujer vieja y alta, de rostro moreno y cabello negro y brillante; el blanco de sus ojos resaltaba como en los de un moro. Llevaba un lío a la espalda y un nudoso bastón en la mano; era una gitana. Los niños, al principio, no comprendieron lo que dijo, pero entonces la mujer se sacó del bolsillo tres gruesas avellanas, en cada una de las cuales, según dijo, se contenían las cosas más maravillosas; eran avellanas mágicas. Ib la miró; la mujer parecía muy amable, y el chiquillo, cobrando ánimo, le preguntó si le daría las avellanas. Ella se las dio, y luego se llenó el bolsillo de las que había en el arbusto. Ib y Cristina contemplaron con ojos abiertos las tres avellanas maravillosas. – Habrá en ésta un coche con caballos? -preguntó Ib. -Hay una carroza de oro con caballos de oro también -contestó la vieja. -¡Entonces dámela! -dijo Cristinita. Ib se la entregó, y la mujer la ató en la bufanda de la niña. -¿Y en ésta, no habría una bufanda tan bonita como la de Cristina? -inquirió Ib. -¡Diez hay! -contestó la mujer- y además hermosos vestidos, medias y un sombrero. -¡Pues también la quiero! -dijo Cristina; e Ib le dio la segunda avellana. La tercera era pequeña y negra. -Tú puedes quedarte con ésta -dijo Cristina-, también es bonita. -¿Y qué hay dentro? -preguntó el niño. -Lo mejor para ti -respondió la gitana. Y el pequeño se guardó la avellana. Entonces la mujer se ofreció a enseñarles el camino que conducía a su casa, y, con su ayuda, Ib y Cristina regresaron a ella, encontrando a la familia angustiada por su desaparición. Los perdonaron, pese a que se habían hecho acreedores a una buena paliza, en primer lugar por haber dejado caer al agua el lechoncito, y después por su escapada. Cristina se volvió a su casita del erial, mientras Ib se quedaba en la suya del bosque. Al anochecer lo primero que hizo fue sacar la avellana que encerraba «lo mejor». La puso entre la puerta y el marco, apretó, y la avellana se partió con un crujido; pero dentro no tenía carne, sino que estaba llena de una especie de rapé o tierra negra. Estaba agusanada, como suele decirse. «¡Ya me lo figuraba! -pensó Ib-. ¿Cómo en una avellana tan pequeña, iba a haber sitio para lo mejor de todo? Tampoco Cristina encontrará en las suyas ni los lindos vestidos ni el coche de oro». Llegó el invierno y el Año Nuevo. Pasaron otros varios años. El niño tuvo que ir a la escuela de confirmandos, y el párroco vivía lejos. Por aquellos días se presentó el barquero y dijo a los padres de Ib que Cristina debía marcharse de casa, a ganarse el pan. Había tenido la suerte de caer en buenas manos, es decir, de ir a servir a la casa de personas excelentes, que eran los ricos fondistas de la comarca de Herning. Entraría en la casa para ayudar a la dueña, y si se portaba bien, seguiría con ellos una vez recibida la confirmación. Ib y Cristina se despidieron; todo el mundo los llamaba «los novios». Al separarse le enseñó ella las dos nueces que él le diera el día en que se habían perdido en el bosque, y que todavía guardaba; y le dijo, además, que conservaba asimismo en su baúl los zuequitos que él le había hecho y regalado. Y luego se separaron. Ib recibió la confirmación, pero se quedó en casa de su madre; era un buen oficial zuequero, y en verano cuidaba de la buena marcha de la pequeña finca. La mujer sólo lo tenía a él, pues el padre había muerto. Raras veces -y aun éstas por medio de un postillón o de un campesino de Aal- recibía noticias de Cristina. Estaba contenta en la casa de los ricos fondistas, y el día de su confirmación escribió a su padre, y en la carta, enviaba saludos para Ib y su madre. Algo decía también de seis camisas nuevas y un bonito vestido que le habían regalado los señores. Realmente eran buenas noticias. -A la primavera siguiente, un hermoso día llamaron a la puerta de Ib y su madre. Eran el barquero y Cristina. Le habían dado permiso para hacer una breve visita a su casa, y, habiendo encontrado una oportunidad para ir a Tem y regresar el mismo día, la había aprovechado. Era linda y elegante como una auténtica señorita, y llevaba un hermoso vestido, confeccionado con gusto extremo y que le sentaba a las mil maravillas. Allí estaba ataviada como una reina, mientras Ib la recibía en sus viejos indumentos de trabajo. No supo decirle una palabra; cierto que le estrechó la mano y, reteniéndola, se sintió feliz, pero sus labios no acertaban a moverse. No así Cristina, que habló y contó muchas cosas y dio un beso a Ib. -¿Acaso no me conoces? -le preguntó. Pero incluso cuando estuvieron solos él, sin soltarle la mano, no sabía decirle sino: -¡Te has vuelto una señorita, y yo voy tan desastrado! ¡Cuánto he pensado en ti y en aquellos tiempos de antes! Cogidos del brazo subieron al montículo y contemplaron, por encima del Gudenaa, el erial de Seis con sus grandes colinas; pero Ib permanecía callado. Sin embargo, al separarse vio bien claro en el alma que Cristina debía ser su esposa; ya de niños los habían llamado los novios; le pareció que eran prometidos, a pesar de que ni uno ni otro habían pronunciado la promesa. Muy pocas horas pudieron permanecer juntos, pues ella debía regresar a Tem para emprender el viaje de vuelta al día siguiente. Su padre e Ib la acompañaron hasta Tem; era luna llena, y cuando llegaron, el mozo, que retenía aún la mano de Cristina, no podía avenirse a soltarla; tenía los ojos serenos, pero las palabras brotaban lentas y torpes, aunque cada una le salía del corazón: -Si no te has acostumbrado al lujo -le dijo- y puedes resignarte a vivir conmigo en la casa de mi madre, algún día seremos marido y mujer. Pero podemos esperar todavía un poquitín. -Sí, esperemos un poco, Ib -respondió ella, estrechándole la mano, mientras él la besaba en la boca. -¡Confío en ti, Ib! -dijo Cristina- y creo que te quiero; pero déjame que lo piense bien. Y se despidieron. Ib explicó al barquero que él y Cristina estaban como quien dice prometidos, y el hombre contestó que siempre había pensado que la cosa terminaría de aquel modo. Acompañó a Ib a su casa y durmió en su misma cama, y ya no se habló más del noviazgo. Había transcurrido un año; entre Ib y Cristina se habían cruzado dos cartas, con las palabras «fiel hasta la muerte» por antefirma. Un día el barquero se presentó en casa de Ib, trayéndole saludos de la muchacha y un encargo algo más peliagudo. Resultó que a Cristina le iban muy bien las cosas, más que bien incluso; era una joven muy guapa, apreciada y estimada. El hijo del fondista había estado en su casa, de visita. Vivía en Copenhague, con un buen empleo en una gran casa comercial. Se prendó de Cristina, a ella le gustó también, y los padres no veían la cosa con malos ojos. Pero a la muchacha le remordía la conciencia, sabiendo que Ib seguía pensando en ella, y por eso estaba dispuesta a renunciar a su felicidad, dijo el barquero. De momento Ib no contestó una palabra, pero se puso pálido como la cera; luego, sacudiendo la cabeza, exclamó: -No quiero que Cristina renuncie a su felicidad. -Escríbele unas palabras -dijo el barquero. Ib escribió, sólo que no encontraba las palabras a propósito, por lo que rasgó muchas hojas; pero al día siguiente había conseguido, redactar la carta dirigida a la muchacha: «He leído la carta que escribiste a tu padre, y por ella veo que las cosas te van espléndidamente y que puedes esperar todavía otras mejores. Pregunta a tu propio corazón, Cristina, y reflexiona en lo que te espera si te casas conmigo. Muy poco es lo que puedo ofrecerte. No pienses en mí ni en lo que de mí haya de ser, piensa sólo en tu felicidad. No estás ligada a mí por ninguna promesa, y si acaso me la diste en tu corazón, te desligo de ella. Que toda la ventura del mundo acuda a ti, Cristinita. Dios sabrá encontrar consuelo para mi corazón. Para siempre tu sincero amigo Ib». La carta fue expedida, y Cristina la recibió. Se publicaron las amonestaciones en la iglesia del erial y en Copenhague, donde residía el novio, y allí se trasladó la moza con su suegra, pues los negocios impedían al novio emprender el largo viaje hasta Jutlandia. Según lo convenido, Cristina se encontró con su padre en el pueblo de Funder; estaba en el camino a la capital, y era el más cómodo para él; allí se despidieron padre e hija. Cambiaron algunas palabras, pero no había noticias de Ib; se había vuelto muy ensimismado, según decía su anciana madre. Sí, se había vuelto caviloso y retraído; por eso le vinieron a la memoria las tres avellanas que de niño le diera la gitana, de las cuales había cedido dos a Cristina. Eran avellanas mágicas, y en una de ellas se encerraba una carroza de oro con caballos dorados, y en la otra hermosísimos vestidos. Sí, había resultado verdad. Ahora le esperaba una vida magnífica en la capital del reino, Copenhague. Para ella se había cumplido el vaticinio… En cambio, la nuez de Ib contenía sólo tierra negra. «Lo mejor para él», como dijera la gitana; sí, y también esto se había cumplido; para él, lo mejor era la negra tierra. Ahora comprendía claramente lo que la mujer quiso significar: para él, lo mejor era la negra tierra, la tumba. Pasaron años -a Ib no le parecieron muchos, pero en realidad, fueron muchos-; los viejos fondistas murieron con poco tiempo de diferencia, y su hijo heredó toda su fortuna, una porción de miles de escudos. Cristina pudo viajar en carroza dorada y llevar hermosos vestidos. Durante dos largos años, el padre de Cristina no recibió carta de su hija, y cuando, por fin, llegó la primera, no respiraba precisamente alegría y bienestar. ¡Pobre Cristina! Ni ella ni su marido habían sabido observar moderación en la riqueza; el dinero se había fundido con la misma facilidad con que vino; no les había traído la prosperidad, por su misma culpa. Florecieron los brezos y se marchitaron; varios inviernos vieron la nieve caer sobre el erial de Seis y sobre el montículo, donde Ib vivía al abrigo del viento. Brillaba el sol de primavera, e Ib estaba arando su campo. De pronto le pareció que la reja del arado chocaba con un pedernal; un objeto extraño, semejante a una viruta negra, salió a la superficie, y al recogerlo Ib vio que era de metal; el punto donde había chocado el arado despedía un intenso brillo. Era un pesado brazalete de oro de la antigüedad pagana. Pertenecía a una tumba antigua, que encerraba valiosos adornos. Ib lo mostró al párroco, quien le reveló el alto valor del hallazgo. Fuese con él al juez comarcal, quien informó a Copenhague y aconsejó a Ib que llevase personalmente el precioso objeto a las autoridades correspondientes. -Has encontrado en la tierra lo mejor que podías encontrar -le dijo el juez. «¡Lo mejor! -pensó Ib-. ¡Lo mejor para mí, y en la tierra! Así también conmigo tuvo razón la gitana, suponiendo que sea esto lo mejor». Ib se embarcó en Aarhus para Copenhague; para él, que sólo había llegado hasta Gudenaa, aquello representaba un viaje alrededor del mundo. Y llegó a Copenhague. Le pagaron el valor del oro encontrado, una buena cantidad: seiscientos escudos. Nuestro hombre, venido del bosque de Seisheide, se entretuvo vagando por las calles de la capital. Justamente la víspera del día en que debía embarcar para el viaje de regreso, equivocó la dirección entre la maraña de callejas, y, por el puente de madera, fue a parar a Christianshafen, en lugar de a la Puerta del Oeste. Había seguido hacia Poniente, pero no llegó adonde debiera. En toda la calle no se veía un alma, cuando de pronto una chiquilla salió de una mísera casucha; Ib le pidió que le indicase el camino de su posada. La pequeña se quedó perpleja, lo miró y prorrumpió en amargo llanto. Le preguntó él qué le ocurría; la niña respondió algo ininteligible. Se encontraron debajo de un farol, y al dar la luz en el rostro de la rapazuela, sintió Ib una impresión extraña, pues veía ante sí a Cristinita, su vivo retrato, tal como la recordaba del tiempo en que ambos eran niños. Siguiendo a la chiquilla a su pobre casucha, subió la estrecha y ruinosa escalera, hasta una reducida buhardilla sesgada, bajo el tejado. Llenaba el cuarto una atmósfera pesada y opresiva, y no había luz. De un rincón llegó un suspiro, seguido de una respiración fatigosa. Ib encendió una cerilla. Era la madre de la criatura, tendida en un mísero lecho. -¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó Ib-. La pequeña me ha guiado hasta aquí, pero soy forastero en la ciudad. ¿No hay algún vecino o alguien a quien pueda llamar? Y levantó la cabeza de la enferma. Era Cristina, la del erial de Seis. Hacía años que su nombre no se había mencionado en Jutlandia; sólo hubiera servido para turbar la mente de Ib. Y tampoco eran buenos los rumores que se oían, y que resultaron ser ciertos. El mucho dinero heredado de los padres se le había subido a la cabeza al hijo, volviéndole arrogante. Dejó su buena colocación; por espacio de medio año viajó por el extranjero; a su regreso contrajo deudas, pero sin dejar de vivir rumbosamente. La balanza se inclinaba cada vez más, hasta que cayó del todo. Sus numerosos compañeros de francachelas decían de él que llevaba su merecido, pues había administrado su fortuna como un insensato. Una mañana encontraron su cadáver en el canal del jardín de Palacio. Cristina llevaba ya la muerte en el corazón; su hijo menor, concebido en la prosperidad, nacido en la miseria, yacía ya en la tumba, tras unas semanas de vida. Enferma de muerte y abandonada de todos, yacía ahora Cristina en una mísera buhardilla, sumida en una miseria que de seguro no hubiera encontrado insoportable en sus años infantiles del erial de Seis. Ahora empero, acostumbrada a cosas mejores, la pobreza le era intolerable. Aquella pequeña era su hija mayor -otra Cristinita, que había sufrido con ella hambre y privaciones, y ella había traído a Ib a su vera. -Mi pena es morir dejando a esta pobre criatura -suspiró la madre-. ¿Qué será de ella en el mundo? Nada más pudo decir. Ib encendió otra cerilla y un cabo de vela que encontró, y la luz iluminó la pobre habitación. El hombre, al mirar a la chiquilla, pensó en Cristina, cuando era niña aún; por amor de la madre recogería a la hija, aquella hija a quien no conocía. La moribunda clavó en él la mirada, y sus ojos se abrieron desmesuradamente: ¿lo habría reconocido? Él jamás lo supo, pues ni una palabra salió ya de sus labios. * * * El escenario era el bosque del Gudenaa, cerca del erial de Seis; la atmósfera era gris, y los brezos estaban marchitos; las tormentas de Poniente barrían las hojas amarillas, arrojándolas al río y al otro lado del erial, donde se levantaba la casa de turba del barquero, habitada ahora por personas desconocidas. Pero bajo el Aas, resguardada del viento por los altos árboles, se alzaba la casita, blanqueada y pintada. En el interior ardía la turba en el horno y entraba el sol, que se reflejaba en dos ojos infantiles; el canto primaveral de la alondra resonaba en las palabras que salían de la boquita roja y sonriente: había allí vida y alegría, pues Cristinita estaba presente. Estaba sentada en las rodillas de Ib, que era para ella padre y madre a la vez -aquellos padres que habían desaparecido como se esfuma el sueño para niños y mayores. Ib vivía en la casita linda y bien cuidada, en desahogada posición; la madre de la chiquilla yacía en el cementerio de los pobres de la ciudad de Copenhague. Ib tenía dinero en su arca, se decía; ¡oro de la negra tierra! Y tenía, además, a Cristinita.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La aguja de zurcir
Cuento infantil
Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser. -Fíjense en lo que hacen y manéjenme con cuidado -decía a los dedos que la manejaban-. No me dejen caer, que si voy al suelo, las pasarán negras para encontrarme. ¡Soy tan fina! -¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! -dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo. -Miren, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra, pero sin nudo. Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior había reventado y se disponían a coserlo. -¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo! Y se rompió -¿No os lo dije? -suspiró la víctima-. ¡Soy demasiado fina! -Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa. -¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabía yo que con el tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen. Y se río para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor. -¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo. Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando. -Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal que no me pierda! Pero es el caso que se perdió. «Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeña satisfacción». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-. ¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo! Yo estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una “viruta”, o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo que soy y seguiré siéndolo…». Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a él, presentándose como alfiler de pecho. -¿Usted debe ser un diamante, verdad? -Bueno… sí, algo por el estilo. Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente. -¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita -dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él. -¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella. -¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo, señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El «Larguirucho» se miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero. -Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. -¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena. Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos. -De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no, no es distinguido llorar. Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo. -¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la aguja de zurcir-. ¡Esta marrana! -¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes. -¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! -gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja. -Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite! Pero no se mareó ni vomitó. -Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más resiste. -¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro. -¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me rompo! Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La campana
Cuento infantil
A la caída de la tarde, cuando se pone el sol, y las nubes brillan como si fuesen de oro por entre las chimeneas, en las estrechas calles de la gran ciudad solía oírse un sonido singular, como el tañido de una campana; pero se percibía sólo por un momento, pues el estrépito del tránsito rodado y el griterío eran demasiado fuertes. -Toca la campana de la tarde -decía la gente-, se está poniendo el sol. Para los que vivían fuera de la ciudad, donde las casas estaban separadas por jardines y pequeños huertos, el cielo crepuscular era aún más hermoso, y los sones de la campana llegaban más intensos; se habría dicho que procedían de algún templo situado en lo más hondo del bosque fragante y tranquilo, y la gente dirigía la mirada hacia él en actitud recogida. Transcurrió bastante tiempo. La gente decía: -¿No habrá una iglesia allá en el bosque? La campana suena con una rara solemnidad. ¿Vamos a verlo? Los ricos se dirigieron al lugar en coche, y los pobres a pie, pero a todos se les hizo extraordinariamente largo el camino, y cuando llegaron a un grupo de sauces que crecían en la orilla del bosque, se detuvieron a acampar y, mirando las largas ramas desplegadas sobre sus cabezas, creyeron que estaban en plena selva. Salió el pastelero y plantó su tienda, y luego vino otro, que colgó una campana en la cima de la suya; por cierto que era una campana alquitranada, para resistir la lluvia, pero le faltaba el badajo. De regreso a sus casas, las gentes afirmaron que la excursión había sido muy romántica, muy distinta a una simple merienda. Tres personas aseguraron que se habían adentrado en el bosque, llegando hasta su extremo, sin dejar de percibir el extraño tañido de la campana; pero les daba la impresión de que venía de la ciudad. Una de ellas compuso sobre el caso todo un poema, en el que decía que la campana sonaba como la voz de una madre a los oídos de un hijo querido y listo. Ninguna melodía era comparable al son de la campana. El Emperador del país se sintió también intrigado y prometió conferir el título de «campanero universal» a quien descubriese la procedencia del sonido, incluso en el caso de que no se tratase de una campana. Fueron muchos los que salieron al bosque, pero uno solo trajo una explicación plausible. Nadie penetró muy adentro, y él tampoco; sin embargo, dijo que aquel sonido de campana venía de una viejísima lechuza que vivía en un árbol hueco; era una lechuza sabia que no cesaba de golpear con la cabeza contra el árbol. Lo que no podía precisar era si lo que producía el sonido era la cabeza o el tronco hueco. El hombre fue nombrado campanero universal, y en adelante cada año escribió un tratado sobre la lechuza; pero la gente se quedó tan enterada como antes. Llegó la fiesta de la confirmación; el predicador había hablado con gran elocuencia y unción, y los niños quedaron muy enfervorizados. Para ellos era un día muy importante, ya que de golpe pasaban de niños a personas mayores; el alma infantil se transportaba a una personalidad dotada de mayor razón. Brillaba un sol delicioso; los niños salieron de la ciudad y no tardaron en oír, procedente del bosque, el tañido de la enigmática campana, más claro y recio que nunca. A todos, excepto a tres, les entraron ganas de ir en su busca: una niña prefirió volverse a casa a probarse el vestido de baile, pues el vestido y el baile habían sido precisamente la causa de que la confirmaran en aquella ocasión, ya que de otro modo no hubiera asistido; el segundo fue un pobre niño, a quien el hijo del fondista había prestado el traje y los zapatos, a condición de devolverlos a una hora determinada; el tercero manifestó que nunca iba a un lugar desconocido sin sus padres; siempre había sido un niño obediente, y quería seguir siéndolo después de su confirmación. Y que nadie se burle de él, a pesar de que los demás lo hicieron. Así, aparte los tres mencionados, los restantes se pusieron en camino. Lucía el sol y gorjeaban los pájaros, y los niños que acababan de recibir el sacramento iban cantando, cogidos de las manos, pues todavía no tenían dignidades ni cargos, y eran todos iguales ante Dios. Dos de los más pequeños no tardaron en fatigarse, y se volvieron a la ciudad; dos niñas se sentaron a trenzar guirnaldas de flores, y se quedaron también rezagadas; y cuando los demás llegaron a los sauces del pastelero, dijeron: -¡Toma, ya estamos en el bosque! La campana no existe; todo son fantasías. De pronto, la campana sonó en lo más profundo del bosque, tan magnífica y solemne, que cuatro o cinco de los muchachos decidieron adentrarse en la selva. El follaje era muy espeso, y resultaba en extremo difícil seguir adelante; las aspérulas y las anemonas eran demasiado altas, y las floridas enredaderas y las zarzamoras colgaban en largas guirnaldas de árbol a árbol, mientras trinaban los ruiseñores y jugueteaban los rayos del sol. ¡Qué espléndido! Pero las niñas no podían seguir por aquel terreno; se hubieran roto los vestidos. Había también enormes rocas cubiertas de musgos multicolores, y una límpida fuente manaba, dejando oír su maravillosa canción: ¡gluc, gluc! -¿No será ésta la campana? -preguntó uno de los confirmandos, echándose al suelo a escuchar-. Habría que estudiarlo bien y se quedó, dejando que los demás se marchasen. Llegaron a una casa hecha de corteza de árbol y ramas. Un gran manzano silvestre cargado de fruto se encaramaba por encima de ella, como dispuesto a sacudir sus manzanas sobre el tejado, en el que florecían rosas; las largas ramas se apoyaban precisamente en el hastial, del que colgaba una pequeña campana. ¿Sería la que habían oído? Todos convinieron en que sí, excepto uno, que afirmó que era demasiado pequeña y delicada para que pudiera oírse a tan gran distancia; eran distintos los sones capaces de conmover un corazón humano. El que así habló era un príncipe, y los otros dijeron: «Los de su especie siempre se las dan de más listos que los demás». Prosiguió, pues, solo su camino, y a medida que avanzaba sentía cada vez más en su pecho la soledad del bosque; pero seguía oyendo la campanita junto a la que se habían quedado los demás, y a intervalos, cuando el viento traía los sones de la del pastelero, oía también los cantos que de allí procedían. Pero las campanadas graves seguían resonando más fuertes, y pronto pareció como si, además, tocase un órgano; sus notas venían del lado donde está el corazón. Se produjo un rumoreo entre las zarzas y el príncipe vio ante sí a un muchacho calzado con zuecos y vestido con una chaqueta tan corta, que las mangas apenas le pasaban de los codos. Se conocieron enseguida, pues el mocito resultó ser aquel mismo confirmando que no había podido ir con sus compañeros por tener que devolver al hijo del posadero el traje y los zapatos. Una vez cumplido el compromiso, se había encaminado también al bosque en zuecos y pobremente vestido, atraído por los tañidos, tan graves y sonoros, de la campana. -Podemos ir juntos -dijo el príncipe. Mas el pobre chico estaba avergonzado de sus zuecos, y, tirando de las cortas mangas de su chaqueta, alegó que no podría alcanzarlo; creía además que la campana debía buscarse hacia la derecha, que es el lado de todo lo grande y magnífico. -En este caso no volveremos a encontrarnos -respondió el príncipe; y se despidió con un gesto amistoso. El otro se introdujo en la parte más espesa del bosque, donde los espinos no tardaron en desgarrarle los ya míseros vestidos y ensangrentarse cara, manos y pies. También el príncipe recibió algunos arañazos, pero el sol alumbraba su camino. Lo seguiremos, pues era un mocito avispado. -¡He de encontrar la campana! -dijo-, aunque tenga que llegar al fin del mundo. Los malcarados monos, desde las copas de los árboles, le enseñaban los dientes con sus risas burlonas. -¿Y si le diésemos una paliza? -decían-. ¿Vamos a apedrearlo? ¡Es un príncipe! Pero el mozo continuó infatigable bosque adentro, donde crecían las flores más maravillosas. Había allí blancos lirios estrellados con estambres rojos como la sangre, tulipanes de color azul celeste, que centelleaban entre las enredaderas, y manzanos cuyos frutos parecían grandes y brillantes pompas de jabón. ¡Cómo refulgían los árboles a la luz del sol! En derredor, en torno a bellísimos prados verdes, donde el ciervo y la corza retozaban entre la alta hierba, crecían soberbios robles y hayas, y en los lugares donde se había desprendido la corteza de los troncos, hierbas y bejucos brotaban de las grietas. Había también vastos espacios de selva ocupados por plácidos lagos, en cuyas aguas flotaban blancos cisnes agitando las alas. El príncipe se detenía con frecuencia a escuchar; a veces le parecía que las graves notas de la campana salían de uno de aquellos lagos, pero muy pronto se percataba de que no venían de allí, sino demás adentro del bosque. Se puso el sol, el aire tomó una tonalidad roja de fuego, mientras en la selva el silencio se hacía absoluto. El muchacho se hincó de rodillas y, después de cantar el salmo vespertino, dijo: -Jamás encontraré lo que busco; ya se pone el sol y llega la noche, la noche oscura. Tal vez logre ver aún por última vez el sol, antes de que se oculte del todo bajo el horizonte. Voy a trepar a aquella roca; su cima es tan elevada como la de los árboles más altos. Y agarrándose a los sarmientos y raíces, se puso a trepar por las húmedas piedras, donde se arrastraban las serpientes de agua, y los sapos lo recibían croando; pero él llegó a la cumbre antes de que el astro, visto desde aquella altura, desapareciera totalmente. ¡Gran Dios, qué maravilla! El mar, inmenso y majestuoso, cuyas largas olas rodaban hasta la orilla, se extendía ante él, y el sol, semejante a un gran altar reluciente, aparecía en el punto en que se unían el mar y el cielo. Todo se disolvía en radiantes colores, el bosque cantaba, y cantaba el océano, y su corazón les hacía coro; la Naturaleza entera se había convertido en un enorme y sagrado templo, cuyos pilares eran los árboles y las nubes flotantes, cuya alfombra la formaban las flores y hierbas, y la espléndida cúpula el propio cielo. En lo alto se apagaron los rojos colores al desaparecer el sol, pero en su lugar se encendieron millones de estrellas como otras tantas lámparas diamantinas, y el príncipe extendió los brazos hacia el cielo, hacia el bosque y hacia el mar; y de pronto, viniendo del camino de la derecha, se presentó el muchacho pobre, con sus mangas cortas y sus zuecos; había llegado también a tiempo, recorrida su ruta. Los dos mozos corrieron al encuentro uno de otro y se cogieron de las manos en el gran templo de la Naturaleza y de la Poesía, mientras encima de ellos resonaba la santa campana invisible, y los espíritus bienaventurados la acompañaban en su vaivén cantando un venturoso aleluya.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La casa vieja
Cuento infantil
Había en una callejuela una casa muy vieja, muy vieja; tenía casi trescientos años, según podía leerse en las vigas, en las que estaba escrito el año, en cifras talladas sobre una guirnalda de tulipanes y hojas de lúpulo. Había también versos escritos en el estilo de los tiempos pasados, y sobre cada una de las ventanas en la viga, se veía esculpida una cara grotesca, a modo de caricatura. Cada piso sobresalía mucho del inferior, y bajo el tejado habían puesto una gotera con cabeza de dragón; el agua de lluvia salía por sus fauces, pero también por su barriga, pues la canal tenía un agujero. Todas las otras casas de la calle eran nuevas y bonitas, con grandes cristales en las ventanas y paredes lisas; bien se veía que nada querían tener en común con la vieja, y seguramente pensaban: «¿Hasta cuándo seguirá este viejo armatoste, para vergüenza de la calle? Además, el balcón sobresale de tal modo que desde nuestras ventanas nadie puede ver lo que pasa allí. La escalera es ancha como la de un palacio y alta como la de un campanario. La barandilla de hierro parece la puerta de un panteón, y además tiene pomos de latón. ¡Se habrá visto!». Frente por frente había también casas nuevas que pensaban como las anteriores; pero en una de sus ventanas vivía un niño de coloradas mejillas y ojos claros y radiantes, al que le gustaba la vieja casa, tanto a la luz del sol como a la de la luna. Se entretenía mirando sus decrépitas paredes, y se pasaba horas enteras imaginando los cuadros más singulares y el aspecto que años atrás debía de ofrecer la calle, con sus escaleras, balcones y puntiagudos hastiales; veía pasar soldados con sus alabardas y correr los canalones como dragones y vestiglos. Era realmente una casa notable. En el piso alto vivía un anciano que vestía calzón corto, casaca con grandes botones de latón y una majestuosa peluca. Todas las mañanas iba a su cuarto un viejo sirviente, que cuidaba de la limpieza y hacía los recados; aparte él, el anciano de los calzones cortos vivía completamente solo en la vetusta casona. A veces se asomaba a la ventana; el chiquillo lo saludaba entonces con la cabeza, y el anciano le correspondía de igual modo. Así se conocieron, y entre ellos nació la amistad, a pesar de no haberse hablado nunca; pero esto no era necesario. El chiquillo oyó cómo sus padres decían: -El viejo de enfrente parece vivir con desahogo, pero está terriblemente solo. El domingo siguiente el niño cogió un objeto, lo envolvió en un pedazo de papel, salió a la puerta y dijo al mandadero del anciano: -Oye, ¿quieres hacerme el favor de dar esto de mi parte al anciano señor que vive arriba? Tengo dos soldados de plomo y le doy uno, porque sé que está muy solo. El viejo sirviente asintió con un gesto de agrado y llevó el soldado de plomo a la vieja casa. Luego volvió con el encargo de invitar al niño a visitar a su vecino, y el niño acudió, después de pedir permiso a sus padres. Los pomos de latón de la barandilla de la escalera brillaban mucho más que de costumbre; se diría que los habían pulimentado con ocasión de aquella visita; y parecía que los trompeteros de talla, que estaban esculpidos en la puerta saliendo de tulipanes, soplaran con todas sus fuerzas y con los carrillos mucho más hinchados que lo normal. «¡Taratatrá! ¡Que viene el niño! ¡Taratatrá!», tocaban; y se abrió la puerta. Todas las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de antiguos cuadros representando caballeros con sus armaduras y damas vestidas de seda; y las armas rechinaban, y las sedas crujían. Venía luego una escalera que, después de subir un buen trecho, volvía a bajar para conducir a una azotea muy decrépita, con grandes agujeros y largas grietas, de las que brotaban hierbas y hojas. Toda la azotea, el patio y las paredes estaban revestidas de verdor, y aun no siendo más que un terrado, parecía un jardín. Había allí viejas macetas con caras pintadas, y cuyas asas eran orejas de asno; pero las flores crecían a su antojo, como plantas silvestres. De uno de los tiestos se desparramaban en todos sentidos las ramas y retoños de una espesa clavellina, y los retoños hablaban en voz alta, diciendo: «¡He recibido la caricia del aire y un beso del sol, y éste me ha prometido una flor para el domingo, una florecita para el domingo!». Pasó luego a una habitación cuyas paredes estaban revestidas de cuero de cerdo, estampado de flores doradas. El dorado se desluce pero el cuero queda decían las paredes. Había sillones de altos respaldos, tallados de modo pintoresco y con brazos a ambos lados. «¡Siéntese! ¡Tome asiento! -decían-. ¡Ay! ¡Cómo crujo! Seguramente tendré la gota, como el viejo armario. La gota en la espalda, ¡ay!». Finalmente, el niño entró en la habitación del mirador, en la cual estaba el anciano. -Muchas gracias por el soldado de plomo, amiguito mío -dijo el viejo-. Y mil gracias también por tu visita. «¡Gracias, gracias!», o bien «¡crrac, crrac!», se oía de todos los muebles. Eran tantos, que casi se estorbaban unos a otros, pues, todos querían ver al niño. En el centro de la pared colgaba el retrato de una hermosa dama, de aspecto alegre y juvenil, pero vestida a la antigua, con el pelo empolvado y las telas tiesas y holgadas; no dijo ni «gracias» ni «crrac», pero miraba al pequeño con ojos dulces. Éste preguntó al viejo: -¿ De dónde lo has sacado? -Del ropavejero de enfrente -respondió el hombre-. Tiene muchos retratos. Nadie los conoce ni se preocupa de ellos, pues todos están muertos y enterrados; pero a ésta la conocí yo en tiempos; hace ya cosa de medio siglo que murió. Bajo el cuadro colgaba, dentro de un marco y cubierto con cristal, un ramillete de flores marchitas; seguramente habrían sido cogidas también medio siglo atrás, tan viejas parecían. El péndulo del gran reloj marcaba su tictac, y las manecillas giraban, y todas las cosas de la habitación se iban volviendo aún más viejas; pero ellos no lo notaron. -En casa dicen -observó el niño- que vives muy solo. -¡Oh! -sonrió el anciano-, no tan solo como crees. A menudo vienen a visitarme los viejos pensamientos, con todo lo que traen consigo, y, además, ahora has venido tú. No tengo por qué quejarme. Entonces sacó del armario un libro de estampas, entre las que figuraban largas comitivas, coches singularísimos como ya no se ven hoy día, soldados y ciudadanos con las banderas de las corporaciones: la de los sastres llevaba unas tijeras sostenidas por dos leones; la de los zapateros iba adornada con un águila, sin zapatos, es cierto, pero con dos cabezas, pues los zapateros lo quieren tener todo doble, para poder decir: es un par. ¡Qué hermoso libro de estampas! El anciano pasó a otra habitación a buscar golosinas, manzanas y nueces; en verdad que la vieja casa no carecía de encantos. -¡No lo puedo resistir! -exclamó de súbito el soldado de plomo desde su sitio encima de la cómoda-. Esta casa está sola y triste. No; quien ha conocido la vida de familia, no puede habituarse a esta soledad. ¡No lo resisto! El día se hace terriblemente largo, y la noche, más larga aún. Aquí no es como en tu casa, donde tu padre y tu madre charlan alegremente, y donde tú y los demás chiquillos están siempre alborotando. ¿Cómo puede el viejo vivir tan solo? ¿Imaginas lo que es no recibir nunca un beso, ni una mirada amistosa, o un árbol de Navidad? Una tumba es todo lo que espera. ¡No puedo resistirlo! – No debes tomarlo tan a la tremenda -respondió el niño-. Yo me siento muy bien aquí. Vienen de visita los viejos pensamientos, con toda su compañía de recuerdos. -Sí, pero yo no los veo ni los conozco -insistió el soldado de plomo-. No puedo soportarlo. -Pues no tendrás más remedio -dijo el chiquillo. Volvió el anciano con cara risueña y con riquísimas confituras, manzanas y nueces, y el pequeño ya no se acordó más del soldado. Regresó a su casa contento y feliz; transcurrieron días y semanas; entre él y la vieja casa se cruzaron no pocas señas de simpatía, y un buen día el chiquillo repitió la visita. Los trompeteros de talla tocaron: «¡Taratatrá! ¡Ahí llega el pequeño! ¡Taratatrá!»; entrechocaron los sables y las armaduras de los retratos de los viejos caballeros, crujieron las sedas, «habló» el cuero de cerdo, y los antiguos sillones que sufrían de gota en la espalda soltaron su ¡ay! Todo ocurrió exactamente igual que la primera vez, pues allí todos los días eran iguales, y las horas no lo eran menos. -¡No puedo resistirlo! -exclamó el soldado-. He llorado lágrimas de plomo. ¡Qué tristeza la de esta casa! Prefiero que me envíes a la guerra, aunque haya de perder brazos y piernas. Siquiera allí hay variación. ¡No lo resisto más! Ahora ya sé lo que es recibir la visita de sus viejos pensamientos, con todos los recuerdos que traen consigo. Los míos me han visitado también, y, créeme, a la larga no te dan ningún placer; he estado a punto de saltar de la cómoda. Los veía a todos allá enfrente, en casa, tan claramente como si estuviesen aquí; volvía a ser un domingo por la mañana, ya sabes lo que quiero decir. Todos los niños colocados delante de la mesa, cantaban su canción, la de todas las mañanas, con las manitas juntas. Sus padres estaban también con aire serio y solemne, y entonces se abrió la puerta y trajeron a su hermanita María, que no ha cumplido aún los dos años y siempre se pone a bailar cuando oye música, de cualquier especie que sea. No estaba bien que lo hiciera, pero se puso a bailar; no podía seguir el compás, pues las notas eran muy largas; primero se sostenía sobre una pierna e inclinaba la cabeza hacia delante, luego sobre la otra y volvía a inclinarla, pero la cosa no marchaba. Todos estaban allí muy serios, lo cual no os costaba poco esfuerzo, pero yo me reía para mis adentros, y, al fin, me caí de la mesa y me hice un chichón que aún me dura; pero reconozco que no estuvo bien que me riera. Y ahora todo vuelve a desfilar por mi memoria; y esto son los viejos pensamientos, con lo que traen consigo. Dime, ¿cantan todavía los domingos? Cuéntame algo de Marita, y ¿qué tal le va a mi compañero, el otro soldado de plomo? De seguro que es feliz. ¡Vamos, que no puedo resistirlo! -Lo siento, pero ya no me perteneces -dijo el niño-. Te he regalado, y tienes que quedarte. ¿No lo comprendes? Entró el viejo con una caja que contenía muchas cosas maravillosas: una casita de yeso, un bote de bálsamo y naipes antiguos, grandes y dorados como hoy ya no se estilan. Abrió muchos cajones, y también el piano, cuya tapa tenía pintado un paisaje en la parte interior; dio un sonido ronco cuando el hombre lo tocó; y en voz queda, éste se puso a cantar una canción. -¡Ella sí sabía cantarla! -dijo, indicando con un gesto de la cabeza el cuadro que había comprado al trapero; y en sus ojos apareció un brillo inusitado. -¡Quiero ir a la guerra, quiero ir a la guerra! -gritó el soldado de plomo con todas sus fuerzas; y se precipitó al suelo. -¿Dónde se habrá metido? Lo buscó el viejo y lo buscó el niño, pero no lograron dar con él. -Ya lo encontraré -dijo el anciano; pero no hubo modo, el suelo estaba demasiado agujereado; el soldado había caído por una grieta, y fue a parar a un foso abierto. Pasó el día, y el niño se volvió a su casa. Transcurrió aquella semana y otras varias. Las ventanas estaban heladas; el pequeño, detrás de ellas, con su aliento, conseguía despejar una mirilla en el cristal para poder ver la casa de enfrente: la nieve llenaba todas las volutas e inscripciones y se acumulaba en las escaleras, como si no hubiese nadie en la casa. Y, en efecto, no había nadie: el viejo había muerto. Al anochecer, un coche se paró frente a la puerta y lo bajaron en el féretro; reposaría en el campo, en el panteón familiar. A él se encaminó el carruaje, sin que nadie lo acompañara; todos sus amigos estaban ya muertos. Al pasar, el niño, con las manos, envió un beso al ataúd. Algunos días después se celebró una subasta en la vieja casa, y el pequeño pudo ver desde su ventana cómo se lo llevaban todo: los viejos caballeros y las viejas damas, las macetas de largas orejas de asno, los viejos sillones y los viejos armarios. Unos objetos partían en una dirección, y otros, en la opuesta. El retrato encontrado en casa del ropavejero fue de nuevo al ropavejero, donde quedó colgando ya para siempre, pues nadie conocía a la mujer ni se interesaba ya por el cuadro. En primavera derribaron la casa, pues era una ruina, según decía la gente. Desde la calle se veía el interior de la habitación tapizada de cuero de cerdo, roto y desgarrado; y las plantas de la azotea colgaban mustias en torno a las vigas decrépitas. Todo se lo llevaron. -¡Ya era hora! -exclamaron las casas vecinas. En el solar que había ocupado la casa vieja edificaron otra nueva y hermosa, con grandes ventanas y lisas paredes blancas; en la parte delantera dispusieron un jardincito, con parras silvestres que trepaban por las paredes del vecino. Delante del jardín pusieron una gran verja de hierro, con puerta también de hierro. Era de un efecto magnífico; la gente se detenía a mirarlo. Los gorriones se posaban por docenas en las parras, charloteando entre sí con toda la fuerza de sus pulmones, aunque no hablaban nunca de la casa vieja, de la cual no podían acordarse. Pasaron muchos años, y el niño se había convertido en un hombre que era el orgullo de sus padres. Se había casado, y, con su joven esposa, se mudó a la casa nueva del jardín. Estaba un día en el jardín junto a su esposa, mirando cómo plantaba una flor del campo que le había gustado. Lo hacía con su mano diminuta, apretando la tierra con los dedos. -¡Ay!-. ¿Qué es esto? Se había pinchado; y sacó del suelo un objeto cortante. ¡Era él! -imagínense-, ¡el soldado de plomo!, el mismo que se había perdido en el piso del anciano. Extraviado entre maderas y escombros, ¡cuántos años había permanecido enterrado! La joven limpió el soldado, primero con una hoja verde, y luego con su fino pañuelo, del que se desprendía un perfume delicioso. Al soldado de plomo le hizo el efecto de que volvía en sí de un largo desmayo. -Deja que lo vea -dijo el joven, riendo y meneando la cabeza-. Seguramente no es el mismo; pero me recuerda un episodio que viví con un soldado de plomo siendo aún muy niño. Y contó a su esposa lo de la vieja casa y el anciano y el soldado que le había enviado porque vivía tan solo. Y se lo contó con tanta naturalidad, tal y como ocurriera, que las lágrimas acudieron a los ojos de la joven. -Es muy posible que sea el mismo soldado -dijo-. Lo guardaré y pensaré en todo lo que me has contado. Pero quisiera que me llevases a la tumba del viejo. -No sé dónde está -contestó él-, y no lo sabe nadie. Todos sus amigos habían ya muerto, nadie se preocupó de él, y yo era un chiquillo. -¡Qué solo debió de sentirse! -dijo ella. -¡Espantosamente solo! -exclamó el soldado de plomo. Pero ¡qué bella cosa es no ser olvidado! -¡Muy bien! -gritó algo muy cerca; pero aparte el soldado, nadie vio que era un jirón del tapiz de cuero de cerdo. Le faltaba todo el dorado y se confundía con la tierra húmeda, pero tenía su opinión y la expresó: El dorado se desluce pero el cuero queda. Sin embargo, el soldado de plomo no lo pensaba así.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La dríade
Cuento infantil
Estamos de camino hacia París, para ver la Exposición. Ya llegamos. ¡Vaya viaje! Fue volar sin arte de magia. Nos impulsó el vapor, lo mismo por mar que por tierra. Sí, nos ha tocado vivir en la época de los cuentos de hadas. Nos hallamos en el corazón de París, en un gran hotel. Flores adornan las paredes de la escalera, mullidas alfombras cubren los peldaños. Nuestra habitación es cómoda. Por el balcón abierto se domina la perspectiva de una gran plaza. Allí está la primavera, ha llegado a París al mismo tiempo que nosotros. La vemos en figura de un joven y majestuoso castaño, con delicadas hojas recién brotadas. ¡Qué bello está, con sus galas primaverales, eclipsando todos los demás árboles de la plaza! Uno de ellos ha sido borrado del número de los vivos; yace tendido en el suelo, arrancado de raíz. En su lugar será trasplantado y prosperará el joven castaño. Éste se encuentra todavía en el pesado carro que, de madrugada, lo transportó desde el campo, a varias millas de París. Durante varios años había crecido al lado de un fornido roble, a cuya sombra solía sentarse el anciano y venerable párroco para contar sus cuentos a los niños. El castaño escuchaba también: la dríade que moraba en él era aún una niña. Se acordaba todavía del tiempo en que el diminuto árbol sobresalía apenas de las hierbas y los helechos. Éstos habían alcanzado ya el límite de su desarrollo, mas no el árbol, que seguía creciendo año tras año, gozando del aire y del sol, bebiendo el rocío y la lluvia, sacudido y agitado por los fuertes vientos. Todo esto forma parte de la educación. La dríade gozaba de su existencia, del sol y del gorjear de los pájaros. Pero lo que más le gustaba era la voz humana; comprendía su lenguaje, lo mismo que el de los animales. La visitaban mariposas, libélulas y moscas, en una palabra, todos los insectos voladores. Le contaban cosas del pueblo, de los viñedos y el bosque, del viejo palacio y del parque, con sus canales y el estanque, en el fondo de cuyas aguas moraban también seres vivos que, a su manera, volaban de un punto a otro por debajo de la superficie; seres pensantes y muy ilustrados, y que siempre estaban callados, de puro inteligentes. Y la golondrina que se había zambullido en el agua explicaba cosas de los lindos peces dorados, los gordos sargos, las voluminosas tencas y las viejas y musgosas carpas. La golondrina lo describía con mucha gracia, pero añadía que uno tenía que verlo con los propios ojos, para hacerse cargo. Mas ¿cómo podía esperar la dríade ver jamás aquellas maravillas? Tenía que contentarse con contemplar la hermosa campiña y observar el ajetreo de los seres humanos. Todo era bello y espléndido, pero especialmente cuando el viejo sacerdote contaba cosas de Francia, de las hazañas de sus hijos e hijas, cuyos nombres son pronunciados con admiración en todos los tiempos. Entonces supo la dríade los hechos de la pastora Juana de Arco, de Carlota Corday, y conoció tiempos antiquísimos, y los de Enrique IV y de Napoleón I, llegando hasta los actuales. Oyó hablar de grandes genios y talentos; oyó nombres cuyo eco resuena en el corazón del pueblo: Francia es un gran país, el suelo nutricio del genio, con el cráter de la libertad. Los niños de la aldea escuchaban con unción, y la dríade también; era un escolar como ellos. En las formas cambiantes de las nubes que desfilaban por el cielo veía, una por una, todas las escenas que describía el párroco. El cielo con sus nubes era su libro de estampas. Se sentía feliz con su hermosa Francia, y, sin embargo, tenía la impresión de que el ave, como todos los animales voladores, era más favorecida que ella. Hasta la mosca podía darse una vueltecita por el mundo, volar lejos, mucho más lejos de lo que alcanzaba a ver la dríade. Francia era grande y magnífica, pero ella veía sólo un pedacito insignificante. El país se extendía indefinidamente con sus viñedos, sus bosques y sus populosas ciudades, entre las cuales era París la más grandiosa y soberbia. Las aves podían volar hasta París, pero a ella le estaba vedado. Entre los niños de la aldea había una chiquilla muy pobre y vestida de andrajos, pero de agradable aspecto. Cantaba y reía sin parar y llevaba siempre flores rojas en el negro cabello. -¡No vayas a París! -le decía el viejo señor cura-. Allí te perderías, pobrecilla. Pero ella se fue a París. La dríade pensaba a menudo en aquella niña. Las dos habían sentido el mismo embrujo de la gran ciudad. Desfilaron la primavera, el verano, el otoño y el invierno; transcurrieron varios años. El árbol de la dríade dio sus primeras flores, los pájaros gorjearon a su alrededor, bajo el tibio sol. Por el camino se vio venir un lujoso coche ocupado por una distinguida señora, que con su mano guiaba los ágiles caballos, mientras un pequeño jockey, muy peripuesto, iba sentado en la parte posterior. La dríade la reconoció, y la reconoció también el anciano sacerdote, quien, sacudiendo la cabeza, dijo, afligido: -¡Fuiste a buscar tu perdición, pobre María! «¿Pobre? -pensó la dríade-. ¡Qué ha de ser! ¡Si va vestida como una duquesa! ¡Cómo ha cambiado, en la ciudad de los hechizos! ¡Ay, si yo pudiese estar allí, entre tanta magnificencia! Su esplendor llega por la noche hasta las nubes; basta mirar al cielo para saber dónde está la ciudad». Noche tras noche, miraba la dríade en aquella dirección. Veía la luminosa niebla en el horizonte; en las claras noches de luna echaba de menos las nubes viajeras que le ofrecían imágenes de la ciudad y de la Historia. De igual forma que el niño hojea su libro de estampas, así la dríade consultaba las nubes. El cielo de verano, sereno y sin nubes, era para ella una hoja en blanco; y ya llevaba varios días sin haber visto más que páginas vacías. Era la calurosa estación veraniega, con días ardorosos, sin un hálito de brisa. Cada hoja, cada flor, vivía como aletargada, y los hombres también. En esto se levantaron nubes en el punto donde la neblina luminosa anunciaba la presencia de París. Las nubes se amontonaron, formaron como una cadena montañosa y se extendieron por toda la región, hasta donde alcanzaba la vista de la dríade. Semejantes a enormes peñascos negruzcos, los nubarrones se acumulaban en las alturas, capa sobre capa. Empezaron a rasgarlas los relámpagos. «También ellos son servidores de Dios», había dicho el anciano sacerdote. Y de pronto brilló un rayo deslumbrante, vivísimo como el mismo sol, capaz de volar las rocas, y que al caer hirió el venerable roble, hendiéndolo hasta la raíz. Se partió la copa, se partió el tronco, que se desplomó en dos pedazos, como si extendiera los brazos para recibir al mensajero de la luz. No hay cañones que, al nacer un príncipe real, puedan resonar con un fragor comparable al del trueno que acompañó la muerte del viejo roble. La lluvia caía a torrentes, empezó a soplar un viento fresco, y en un momento se calmó la tormenta; el aire quedó limpio y sereno, como en una tarde de domingo. Los aldeanos se congregaron en torno al roble abatido; el señor cura pronunció sentidas palabras de recuerdo, y un pintor dibujó el árbol para que quedase de él un testimonio duradero. -Todo se va -dijo la dríade-, se va como la nube, para no volver jamás. Tampoco volvió el anciano sacerdote. El tejado de su escuela se había hundido, y desaparecido la tarima desde la que él daba sus lecciones. Los niños no volvieron, pero vino el otoño, y el invierno, y luego también la primavera. Al cambiar la estación, la dríade dirigió la mirada hacia el punto del horizonte donde, todas las tardes y noches, París brillaba como una niebla luminosa. De allí salía locomotora tras locomotora. Los trenes se sucedían ininterrumpidamente, silbando, rugiendo, a todas las horas del día. Llegaban trenes al anochecer, a medianoche, por la mañana y en pleno día, y en cada uno de ellos viajaban hombres de todos los países del mundo. Una nueva maravilla los llamaba a París. ¿En qué consistía tal maravilla? -Una prodigiosa floración del Arte y de la Industria -decían ha brotado en la desierta arena del Campo de Marte. Un girasol gigantesco, en cuyas hojas puede aprenderse Geografía y Estadística, hasta llegar a ser docto como un decano, elevarse a las alturas del Arte y la Poesía, y reconocerse en ellas la grandeza y el poderío de los países. -Una flor de leyenda -decían otros-, una flor de loto multicolor que despliega sus verdes hojas sobre la arena, a modo de alfombra de terciopelo; la temprana primavera la ha hecho germinar, el verano la verá en todo su esplendor, las tormentas de otoño se la llevarán y no dejarán de ella hojas ni raíces. Frente a la Escuela Militar se extiende, en tiempo de paz, la arena de la guerra, un campo sin hierba ni planta alguna, un trozo de estepa arenosa arrancada al desierto de África, donde el espejismo exhibe sus fantásticos castillos aéreos y jardines colgantes. Pero en el Campo de Marte se alzaban éstos aún más hermosos y maravillosos, pues la humana inteligencia ha sabido trocar en realidad las mentidas imágenes atmosféricas. Se ha construido el palacio del Aladino de la Era moderna -se decía-. Día tras día, hora tras hora, va desplegándose en toda su milagrosa magnificencia. Mármoles y colores realzan sus espaciosos salones. El «maestro sin sangre» mueve aquí sus miembros de hierro y acero en la gran sala circular de las máquinas. Verdaderas obras de arte, hechas en metal, en piedra, en fibras textiles, pregonan la vida del espíritu que anima todos los países del mundo. Salas de pinturas, el esplendor de las flores, todo cuanto el talento y la habilidad pueden crear en el taller del artesano, aparece aquí expuesto. Hasta los monumentos de la Antigüedad sacados de los viejos palacios y de las turberas se han dado cita en París. El grandioso conjunto, abrumador en su riqueza, debe descomponerse en pequeños fragmentos, reducirse a un juguete, para que pueda ser abrazado y captado en su integridad. Como una gran mesa navideña, el Campo de Marte albergaba un mágico palacio de la Industria y del Arte, y en torno a él se exponían envíos de todos los países; cada nación encontraba allí un recuerdo de la patria. Aparecía aquí el palacio real de Egipto, y más allá la caravanera de las tierras desérticas. El beduino había abandonado su soleado país y paseaba por París montado en su camello. Las cuadras rusas cobijaban los fogosos y soberbios caballos de las estepas. La casita de campo danesa, con el techo de paja y la bandera de Danebrog, se alzaba junto a la casa de madera de Gustavo Wasa de Dalarne, con sus primorosas tallas. Chozas americanas, «cottages» ingleses, pabellones franceses, quioscos, iglesias y teatros estaban dispuestos en derredor con arte y gracia exquisitos, y entre ellos había frescos céspedes, claras aguas fluyentes, floridos setos, árboles raros, invernaderos en cuyo interior creía uno hallarse en plena selva tropical; grandes rosaledas traídas de Damasco florecían bajo un tejado. ¡Qué riqueza de colores y perfumes! Grutas artificiales con columnas estalactiticas encerraban aguas dulces y salobres, ofreciendo una vista panorámica del reino de los peces; estaba uno como en el fondo del mar, entre peces y pólipos. -Todo eso -decían- contiene y exhibe el Campo de Marte, y en torno a la inmensa mesa del banquete, opíparamente servida, se mueve el enorme gentío como laborioso hormiguero, a pie o en diminutos carruajes, pues no todas las piernas resisten la agotadora peregrinación. Acude la gente desde las primeras horas de la mañana hasta la noche cerrada. Un vapor tras otro, abarrotados de público, bajan por el Sena, el número de vehículos aumenta por momentos, los tranvías y ómnibus van hasta los topes. Todas esas riadas de gente confluyen hacia un mismo punto: la exposición de París. Las entradas del recinto están adornadas con banderas de Francia: alrededor del bazar de los países ondean los colores de todas las naciones; de la sala de maquinaria llega un fuerte zumbido, los campanarios envían las melodías de los carillones, el órgano suena en los templos, y a sus notas se mezclan, gangosos y enronquecidos, los cantos de los cafés orientales. Se diría un imperio babilónico, una lengua cosmopolita, una maravilla del Universo. Así era, en efecto, decían las noticias que llegaban de allí. ¿Quién no las oía? La dríade sabía todo lo que acabamos de contar acerca del nuevo milagro de la ciudad de las ciudades. -¡Vuelen, aves! ¡Vuelen a verlo y vuelvan a contármelo! -suplicaba la dríade. Su deseo se convirtió en un anhelo ardiente, y he aquí que en la noche clara y silenciosa, a la luz de la luna, la dríade vio cómo del luminoso astro de la noche salía una chispa, que descendió como una estrella fugaz y se detuvo delante del árbol, cuyas ramas se estremecieron como al embate de una brusca ventolera. Apareció entonces una figura imponente y luminosa, y habló con voz suave y recia a la vez, como las trompetas que el día del Juicio Final nos llamarán a escuchar nuestra sentencia. -Irás a la ciudad hechizada, echarás raíces en ella, gozarás de su vida bulliciosa, de su aire y de su sol. Pero tu vida se acortará, la serie de años que aquí en el campo te estaban destinados, se reducirá a una pequeña fracción. ¡Pobre dríade! ¡Ésta será tu perdición! Vivirás con el alma en un hilo, tus deseos se volverán tempestuosos. El árbol será para ti una cárcel, abandonarás tu envoltura, renunciarás a tu naturaleza, te escaparás para mezclarte con los humanos. Entonces tu vida se reducirá a la mitad de la de una efímera, pues vivirás una sola noche. Tu luz vital se extinguirá, las hojas del árbol se marchitarán y morirán, perdido el verdor para siempre. Así dijo y la luminosa aparición se esfumó, pero no el anhelo de la dríade, que quedó temblando de expectación, dominada por la fiebre de tantas emociones. «¡Iré a la ciudad de las ciudades! -exclamó-. La vida empieza, crece como la nube, nadie sabe adónde va». Al amanecer, cuando palideció la luna, y las nubes se tiñeron de grana, sonó la hora de la realización y se cumplieron las palabras de la promesa. Se presentaron unos hombres provistos de palas y palancas. Cavaron hasta muy hondo, en torno a las raíces del árbol; se adelantó un carro tirado por caballos, levantaron el árbol con sus raíces y la tierra que las sujetaba y, después de envolverlas con esteras de juncos a modo de caliente saco de viaje, lo cargaron en el vehículo. Lo ataron sólidamente y emprendieron el viaje a París, la noble capital de Francia, la ciudad de las ciudades, donde el árbol debía crecer y medrar. Las ramas y las hojas del castaño temblaron al ponerse el carro en movimiento; la dríade tembló a su vez de ardiente impaciencia. -¡Adelante, adelante! -decía a cada latido ¡Adelante! ¡adelante!- sonaba en palabras aladas y vibrantes. La dríade ni se acordó de decir adiós a la tierra natal, a las ondeantes hierbas y a las candorosas margaritas que la habían mirado desde el nivel del suelo como a una gran dama del jardín de Nuestro Señor, como a una princesita que jugaba a pastora en el campo. El castaño yacía en el carro, saludando con las ramas. Si quería decir «adiós» o «adelante», la dríade lo ignoraba; soñaba tan sólo en las maravillosas novedades, tan conocidas sin embargo, que iban a desplegarse ante ella. Ningún corazón infantil, inocente y alegre, ninguna sangre ansiosa de placeres había emprendido el viaje a Paris con tal exaltación. Su «¡adiós!» fue un «¡adelante, adelante!». Giraban las ruedas. La lejanía se aproximaba y pasaba, cambiaba el paisaje como las nubes; aparecían nuevos viñedos, bosques, pueblos, torres y jardines; se acercaban, desaparecían. El castaño seguía avanzando, y la dríade con él. Se sucedían las estruendosas locomotoras y se cruzaban, enviando al aire nubes de humo que hablaban de París, de dónde venían y adónde se dirigía la dríade. En derredor todos sabían o adivinaban su punto de destino; cada árbol del camino parecía extender hacia ella sus ramas, rogándole: «¡Llévame contigo, llévame contigo!». En cada uno moraba también una dríade anhelante. ¡Qué cambio! ¡Qué viaje! Parecía como si del suelo brotaran las casas, cada vez más numerosas y más espesas. Se levantaban las chimeneas como tiestos de flores, superpuestas o alineadas en los tejados; grandes letreros con letras gigantescas y figuras multicolores, que cubrían las paredes desde el zócalo a la cornisa, destacaban brillantes y luminosas. -¿Dónde empieza París? ¿Cuándo llegaré? -se preguntaba la dríade. El hormiguero humano aumentaba, crecían el ruido y el ajetreo, se sucedían los carruajes, peatones seguían a jinetes, y en torno se alineaban las tiendas y todo era música, canto, griterío y discursos. La dríade, en el interior de su árbol, se encontraba en el centro de París. El grande y pesado carro se detuvo en una plaza plantada de otros árboles y rodeada de altas casas que tenían balcones en vez de ventanas. La gente miraba desde ellos al joven castaño verde que acababa de llegar y que iba a ser plantado en el lugar del árbol muerto y arrancado, yacente en el suelo. Los transeúntes se paraban en la plaza a mirar con gozosa sonrisa el hermoso presagio de la primavera. Los árboles de más edad, cubiertos aún de yemas, saludaban con el murmullo de sus ramas: «¡Bienvenido, bienvenido!». Y el surtidor proyectaba al aire sus chorros de agua, que, al caer en la ancha pila, enviaban sus gotas al árbol recién venido, como para saludar su llegada invitándolo a un refresco. La dríade sintió que descargaban su árbol del carro y lo colocaban en el hoyo que le tenían destinado. Las raíces fueron recubiertas con tierra, y encima plantaron fresco césped. Junto con el árbol fueron plantadas también matas y flores en macetas, quedando un jardincito en el centro de la plaza. El árbol muerto, víctima de las emanaciones del gas, de los vapores y del asfixiante aire ciudadano, fue cargado en el carro y retirado. Los transeúntes miraban, niños y viejos se sentaban en el banco, entre el verdor, alzando la vista para contemplar las hojas del árbol. Y nosotros, que relatamos la historia, veíamos desde un balcón aquel joven emisario de la primavera, venido de los puros aires campestres, y repetíamos las palabras del anciano sacerdote. «¡Pobre dríade!». -¡Qué feliz soy, qué feliz! -exclamaba ésta, jubilosa-. Pero no logro comprender ni expresar lo que siento. Todo es como me lo había imaginado, y al mismo tiempo muy distinto. Las casas estaban allí, tan altas, tan cercanas. El sol brillaba solamente en una de las paredes, la cual se hallaba cubierta de rótulos y carteles, ante los que la gente se detenía, apretujándose. Circulaban carruajes, pesados y ligeros. Los ómnibus, esas abarrotadas casas ambulantes, corrían a gran velocidad. Entre ellos se deslizaban jinetes, y lo mismo trataban de hacer los carros y coches. La dríade se preguntó si acaso aquellas altísimas casas tan apiñadas no se esfumarían pronto como las nubes del cielo, cambiando de forma, apartándose para dejarle ver mejor la ciudad de París. ¿Dónde estaba Notre Dame, la columna Vendóme y aquella maravilla que había atraído y seguía atrayendo a tantos extranjeros? Pero las casas no se movían de su sitio. Había aún luz de día cuando encendieron los faroles; los mecheros de gas enviaban su resplandor desde el interior de los comercios, alumbrando hasta las ramas de los árboles; parecía el sol de verano. En lo alto fueron asomando las estrellas, las mismas que la dríade conocía del campo. Creyó sentir que venía de él una corriente de aire, puro y suave. Experimentó la sensación de ser levantada y fortalecida; veía por cada hoja del árbol, sentía por cada fibra de la raíz. En medio de aquel mundo de los humanos sentía que la miraban unos ojos dulces, mientras a su alrededor todo era confusión y ruido, colores y luz. De las calles adyacentes llegaban sones de instrumentos musicales y las melodías del organillo que invitaban a la danza. ¡A bailar, a bailar! Convidaban a la alegría, a gozar de la vida. Era una música capaz de hacer danzar los caballos, coches, árboles y casas, si hubiesen sabido bailar. El pecho de la dríade rebosaba de entusiasmo y de júbilo. -¡Cuánta dicha y belleza! -exclamaba-. ¡Estoy en París! El día y la noche que siguieron, y el otro día y la otra noche ofrecieron el mismo espectáculo: aquel movimiento, aquella animación, siempre distintos y, sin embargo, siempre iguales. -Ya conozco a todos los árboles y a todas las flores de la plaza. Y conozco también las casas una por una, cada balcón y cada tienda de este retirado rincón donde me han plantado, y que me oculta la enorme y populosa ciudad. ¿Dónde están los arcos de triunfo, los bulevares, la maravilla del mundo? No veo nada. Estoy como encerrada en una jaula en medio de las altas casas que conozco ya de memoria, con sus letreros, rótulos y carteles; ya no me gusta este abigarramiento. ¿Dónde está todo aquello que me contaron, que sé que existe, que tanto anhelaba ver y que encendió en mí el deseo de venir a la ciudad? ¿Qué he conseguido, qué he encontrado? Sigo sintiendo aquel ansia de antes, siento que hay una vida que quisiera captar y vivir. Es necesario que salga de aquí y me mezcle entre los vivos, que me mueva con ellos, vuele como las aves, vea y sienta, me convierta en un ser humano, goce de la mitad de un día, en vez de esta existencia que discurre durante años y años en un estado de embotamiento y abulia, en el que me consumo y hundo, caigo como el rocío del prado y desaparezco. Quiero brillar como la nube, brillar al sol de la vida, contemplar el mundo como la nube, y, como ella, surcar el cielo sin rumbo conocido. Así suspiraba la dríade: -¡Quítame mis años de vida -suplicó al fin-, concédeme la mitad de la existencia de la efímera! ¡Líbrame de mi prisión! Dame la vida humana, la dicha de los hombres, aunque sea por breve plazo, por esta única noche si no puede ser más, y castígame después por mi presunción, por mí anhelo de vivir. Extíngueme, seca mi envoltura, este árbol joven y lozano, conviértelo en cenizas que el viento dispersa. Un rumor llegó por entre las ramas del árbol, cuyas hojas temblaron como agitadas por una corriente de fuego. Una ráfaga de viento azotó la copa, y de su centro surgió una figura femenina: era la propia dríade. Apareció entre las frondosas ramas alumbradas por el gas, joven y hermosa como aquella pobre María a quien habían dicho: «La gran ciudad será tu perdición». La dríade se sentó al pie del árbol, a la puerta de su casa, que había cerrado, y luego tiró la llave. ¡Tan joven y tan bella! Las estrellas la veían, centelleando; las lámparas de gas la veían, brillando y haciéndole señas. ¡Qué delicada y, al mismo tiempo, qué lozana era: una niña y, sin embargo, ya una mujer! Su vestido era fino como la seda, verde como las hojas recién desplegadas de la copa del árbol. En su cabello castaño había una flor semiabierta; se habría dicho la diosa de la primavera. Sólo un momento permaneció inmóvil. Enseguida se incorporó de un brinco, grácil y ligera como una gacela echó a correr, volviendo la esquina. Corría y saltaba como el reflejo que el sol envía a un cristal y que a cada movimiento es proyectado en una dirección distinta. Quien la hubiera podido seguir fijamente con la mirada, habría gozado de un maravilloso espectáculo: en cada lugar donde se detenía, según fuera la luz y el ambiente, cambiaban su vestido y su figura. Llegó al bulevar, bañado por el río de luz que enviaban los faroles de gas y los mecheros de tiendas y cafés. Se alineaban allí jóvenes y esbeltos árboles, cada uno protegiendo a su propia dríade de los rayos de aquel sol artificial. Toda la acera, interminable, era como una única y enorme sala de fiestas; había allí mesas puestas con toda clase de refrescos, desde el champaña y los licores hasta el café y la cerveza. Había también una exposición de flores, estatuas, libros y telas de todos los colores. Por entre la multitud congregada entre las altas casas miró al otro lado de la pavorosa riada humana, más allá de las hileras de árboles. Avanzaba una oleada de coches, cabriolés, carrozas, ómnibus, caballeros montados y tropas formadas. Atravesar la calle suponía poner en peligro la vida. Ora lucían antorchas, ora dominaban las llamas del gas. De repente salió disparado un cohete. ¿De dónde salía? ¿Adónde iba? Indudablemente era la avenida principal de la gran urbe. Resonaban aquí suaves melodías italianas, allí canciones españolas con repiqueteo de castañuelas; pero todo lo dominaba la música de moda, el excitante ritmo del cancán, que jamás conoció Orfeo ni fue escuchada por la bella Elena. Hasta la carretilla de mano habría bailado a su compás si la hubieran dejado. La dríade danzaba, flotaba, volaba, cambiando de colores como el colibrí a los rayos del sol; cada casa, cada grupo de gente le enviaba su reflejo. Como la radiante flor de loto arrancada de su raíz es arrastrada por el remolino de la corriente, así también iba ella a la deriva, cambiando de figura cada vez que se paraba; por eso nadie podía seguirla, reconocerla y contemplarla. Tal como hicieran las visiones ofrecidas por las nubes, todo volaba ante ella, rostro tras rostro, pero no conocía ninguno, ni uno solo era de su tierra. En su pensamiento brillaban dos ojos radiantes: pensaba en María, la pobre María, aquella niña alegre y harapienta de la flor roja en el negro cabello. Allí estaba, en la gran urbe, rica y radiante como aquél día que había pasado en coche frente a la casa del señor cura y junto al árbol de la dríade y al viejo roble. Seguramente estaba entre aquel ensordecedor bullicio; tal vez acababa de apearse de una magnífica carroza. Aparcaban en aquel lugar coches lujosísimos, de cocheros ricamente galoneados y criados con medias de seda. De los vehículos descendían damas brillantemente ataviadas. Entraban por la puerta de la verja y subían por la alta y ancha escalinata que conducía a un edificio de blancas columnas de mármol. ¿Sería aquello la maravilla universal? Seguramente allí estaba María. «¡Santa María!», cantaban en el interior, mientras nubes de perfumado incienso salían por las altas arcadas, pintadas y doradas, debajo de las cuales reinaba la penumbra. Era la iglesia de Santa Magdalena. Las distinguidas damas vestidas con telas preciosas, confeccionadas a la última moda, avanzaban por el brillante pavimento. Los blasones lucían en los broches de plata de los devocionarios y en los finísimos pañuelos, perfumados y orlados con bellísimos encajes de Bruselas. Algunas se arrodillaban ante los altares y permanecían en silenciosa oración, mientras otras se encaminaban a los confesonarios. La dríade sentía una especie de inquietud, una angustia, como si hubiese entrado en un lugar que le estaba vedado. Aquélla era la mansión del silencio, el recinto de los misterios; no se hablaba sino en susurros, en voz queda. La dríade se vio a sí misma vestida de seda y cubierta con un velo, semejante, por su exterior, a las demás señoras de alta cuna y opulenta familia. ¿Serían todas, como ella, hijas del deseo? Se oyó un suspiro, hondo y doloroso. ¿Vino de un confesionario o del pecho de la dríade? Ésta se cubrió mejor con el velo. Respiraba perfume de incienso y no aire puro. No era aquél el lugar de su anhelo. ¡Adelante, adelante sin descanso! La efímera no conoce la quietud; volar es su vida. Volvió a encontrarse fuera, bajo los luminosos faroles de gas, junto a un surtidor magnífico. «Toda el agua que brota no podrá nunca lavar la sangre inocente que aquí se vertió». Alguien pronunció estas palabras. Unos extranjeros hablaban en voz alta, como nadie hubiera osado hacer en aquella gran sala de los misterios de donde la dríade acababa de salir. Una gran losa de piedra giró y fue levantada. Ella no lo comprendía; vio un pasadizo abierto que conducía a las profundidades. Bajaron, dejando a sus espaldas la vivísima luz, la llama refulgente del gas y la vida al aire libre, -¡Tengo miedo! -exclamó una de las señoras que allí estaban-. No me atrevo a bajar. No me importan las maravillas que pueda haber allá abajo. ¡Quédate conmigo! -¿Volvernos a casa? -protestó el marido-. ¿Marcharnos de París sin haber visto lo más notable de la ciudad, la gran maravilla de nuestra época, obra de la inteligencia y la voluntad de un solo hombre? -¡Yo no bajo! -fue la respuesta. -La maravilla de nuestra época -habían dicho. La dríade lo oyó y comprendió. Había alcanzado el objeto de su más ardiente deseo; por allí se iba a las regiones profundas, al subsuelo de París. Nunca se le habría ocurrido, pero viendo cómo los forasteros descendían, los siguió. La escalera era de hierro fundido, de caracol, ancha y cómoda. Abajo brillaba una lámpara, y más al fondo, otra. Se hallaron en un laberinto de salas y arcadas interminables que se cruzaban entre sí. Todas las calles y callejones de París se veían como en un espejo empañado; se leían los nombres, cada casa de la superficie tenía allá abajo su correspondiente número y extendía sus raíces por debajo de las aceras empedradas y desiertas, que se abrían a lo largo de un ancho canal por el que corría un agua fangosa. Encima, el agua pura fluía por sobre unas arcadas, y en la parte más alta pendía la red de las cañerías de gas y de hilos telegráficos. De distancia en distancia ardían lámparas, como un reflejo de la urbe que quedaba allá arriba. A intervalos se oía un ruido sordo; eran los pesados carruajes que circulaban por los puentes de la entrada. ¿Dónde se había metido la dríade?
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La espinosa senda del honor
Cuento infantil
Circula todavía por ahí un viejo cuento titulado: «La espinosa senda del honor, de un cazador llamado Bryde, que llegó a obtener grandes honores y dignidades, pero sólo a costa de muchas contrariedades y vicisitudes en el curso de su existencia». Es probable que algunos de ustedes lo hayan oído contar de niños, y tal vez leído de mayores, y acaso les haya hecho pensar en los abrojos de su propio camino y en sus muchas «adversidades». La leyenda y la realidad tienen muchos puntos de semejanza, pero la primera se resuelve armónicamente acá en la Tierra, mientras que la segunda las más de las veces lo hace más allá de ella, en la eternidad. La Historia Universal es una linterna mágica que nos ofrece en una serie de proyecciones, el oscuro trasfondo de lo presente; en ellas vemos cómo caminan por la espinosa senda del honor los bienhechores de la Humanidad, los mártires del genio. Estas luminosas imágenes irradian de todos los tiempos y de todos los países, cada una durante un solo instante, y, sin embargo, llenando toda una vida, con sus luchas y sus victorias. Consideremos aquí algunos de los componentes de esta hueste de mártires, que no terminará mientras dure la Tierra. Vemos un anfiteatro abarrotado. Las nubes, de Aristófanes, envían a la muchedumbre torrentes de sátira y humor; en escena, el hombre más notable de Atenas, el que fue para el pueblo un escudo contra los treinta tiranos, es ridiculizado espiritual y físicamente: Sócrates, el que en el fragor de la batalla salvó a Alcibíades y a Jenofonte, el hombre cuyo espíritu se elevó por encima de los dioses de la Antigüedad, él mismo se halla presente; se ha levantado de su banco de espectador y se ha adelantado para que los atenienses que se ríen puedan comprobar si se parece a la caricatura que de él se presenta al público. Allí está erguido, destacando muy por encima de todos. Tú, amarga y ponzoñosa cicuta, debías de ser aquí el emblema de Atenas, no el olivo. Siete ciudades se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero; después que hubo muerto, se entiende. Fijaos en su vida: Va errante por las ciudades, recitando sus versos para ganarse el sustento, sus cabellos encanecen a fuerza de pensar en el mañana. Él, el más poderoso vidente con los oídos del espíritu, es ciego y está solo; la acerada espina rasga y destroza el manto del rey de los poetas. Sus cantos siguen vivos, y sólo por él viven los dioses y los héroes de la Antigüedad. De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sí por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba. Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de índigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envía a aquel cuyos cantos constituyen la alegría del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro… La caravana se acerca a la pequeña ciudad donde halló asilo; un pobre cadáver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi… Ha recorrido toda la espinosa senda del honor. El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mármol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin él y sin las limosnas que le arrojan, moriría de hambre su señor, el poeta de Las lusiadas. Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnífico monumento. Una nueva proyección. Detrás de una reja de hierro vemos a un hombre, pálido como la muerte, con larga barba hirsuta. -¡He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos -grita-, y llevo más de veinte años encerrado aquí! -¿Quién es? -¡Un loco! -dice el guardián-. ¡A lo que puede llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es posible avanzar al impulso del vapor! Salomón de Caus, descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio. Ahí tenemos a Colón, burlado y perseguido un día por los golfos callejeros porque se había propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo descubrió! Las campanas de júbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarán en ahogar los sones de aquéllas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirá sean puestas en su ataúd, como testimonios del mundo y de la estima de su época. Las imágenes se suceden; está muy concurrida la senda espinosa del honor. He aquí, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montañas de la Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movía bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo está, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentís, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un día, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin embargo, se mueve!». Ahí está una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército combatiente, empuñando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el júbilo… y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva. Peor aún, los siglos venideros escupirán sobre el blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la razón, cantará La pucelle . En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la época y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde él está aprisionado, envejecido, encorvado, arañando trazos con los dedos en la mesa de piedra; él, otrora señor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burgués y del campesino: Cristián II, de recio carácter en una dura época. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete años de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen. Allí se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mástil hay un hombre que contempla por última vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el nombre de su patria hasta las estrellas y será recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraña: «El cielo está en todas partes, ¿qué más necesito?», son sus palabras; parte el más ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un país extranjero. «¡Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!», oímos suspirar a través de los tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danés, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm. Nos hallamos en América, al borde de un caudaloso río; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaña. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y grita; su propio padre silba también: -¡Orgullo, locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué encierren a esta cabeza loca!-. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos había frenado la máquina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca… La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo. Humanidad, ¿comprendes cuán sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor -incluso las causadas por propia culpa- se disuelven en cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonía, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por él transmitida a todos? Así la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que aquí abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios! Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espíritu de la Historia a través de los tiempos mostrando -para estímulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditación-, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en el tiempo y en la eternidad.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La familia de Hühnergrete
Cuento infantil
Hühnergrete era la única persona que vivía en la espléndida casa que en el cortijo se había construido para habitación de los pollos y patos. Se alzaba en el lugar que antaño ocupara el viejo castillo con sus torres, hastiales, fosos y puente levadizo. Junto a ella había una verdadera selva de árboles y arbustos; allí había estado el parque que se extendía hasta un gran lago, convertido hoy en una turbera. Cuervos, cornejas y grajos volaban graznando y chillando por entre los viejos árboles. Era un hervidero de aves, y la caza no hacía mella en sus filas; antes bien su número crecía constantemente. Se oían desde el gallinero donde residía Hühnergrete, y donde los patitos se le subían a los zuecos. Conocía cada uno de los pollos y cada uno de los gansos a partir del día en que habían roto el cascarón, y estaba orgullosa de sus pupilos, así como de la magnífica casa que habían construido para ella. Su habitacioncita era limpia y bien cuidada; así lo exigía la propietaria del gallinero, la cual se presentaba a menudo en compañía de invitados de distinción para enseñarles «el cuartel de los pollos y los patos», como lo llamaba. Había allí un armario ropero y un sillón, e incluso una cómoda, y en lo alto se veía una bruñida placa de latón que llevaba grabada la palabra «Grubbe». Era el apellido de la antigua y noble familia que había vivido en el castillo señorial. La placa la habían encontrado al excavar los cimientos, y, en opinión del sacristán, no tenía más valor que el de un antiguo recuerdo. El sacristán estaba muy bien informado en todo lo concerniente al lugar y a su pasado; lo sabía por los libros, y guardaba muchos documentos en el cajón de su mesa. Conocía muchas cosas del tiempo antiguo, pero más sabía aún la vieja corneja, y las pregonaba en su lenguaje; solo que el sacristán no lo entendía, con ser tan inteligente e instruido. En los calurosos días estivales, el pantano exhalaba vapores como si fuese un auténtico lago, frente a los viejos árboles visitados por cuervos, cornejas y grajos. Así era cuando el hidalgo Grubbe residía en aquellos parajes, y se alzaba aún el antiguo castillo de espesos muros rojos. La cadena del mastín llegaba entonces hasta más allá de la puerta. Por la torre, un corredor empedrado conducía a los aposentos. Las ventanas eran estrechas, y los cristales, pequeños, incluso en el salón principal, donde se celebraban los bailes. Pero ya en tiempos del último Grubbe, nadie recordaba que se hubiese bailado allí, aun cuando se guardaba un viejo tambor que había formado parte de la orquesta. En un armario ricamente esculpido se conservaban raras plantas bulbosas, pues la señora Grubbe era muy aficionada a la jardinería. Su esposo prefería salir a cazar lobos y jabalíes, y su hijita María lo acompañaba siempre un buen trecho. A los cinco años montaba orgullosamente en su propia jaquita, mirando arrogante a su alrededor con sus grandes ojos negros. Se divertía repartiendo latigazos entre los perros de caza, aunque más le gustaba al padre que los propinara a los hijos de los labriegos que se acercaban corriendo a ver a los señores. El campesino que vivía en la choza de las inmediaciones del castillo tenía un hijo llamado Sören, de la misma edad que la noble muchacha. Sabía trepar ágilmente, y lo hacía buscando nidos de pájaros para la niña. Los pájaros chillaban alborotados, y uno ya bastante crecido le picó en un ojo con tal violencia que le salió mucha sangre, y pareció que iba a perderlo; pero no ocurrió nada, por suerte. María Grubbe lo llamaba «su» Sören, lo cual era una gran distinción y redundó en beneficio de su padre, el pobre Jön, un día en que habiendo cometido una falta por descuido, fue condenado al suplicio del potro. Estaba este en el patio del castillo, con cuatro estacas por patas y una única y estrecha tabla por lomo. Sobre él debía montar Jön a horcajadas, con una pesada piedra en cada pie para que no le resultase tan ligera la montura. El hombre hacía muecas horribles; Sören, llorando, acudió suplicante a la niña María. Esta ordenó que se liberara inmediatamente al padre del muchacho, y, al no ser obedecida, se puso a patalear en el puente de piedra y a tirar con tanta fuerza de la manga de su padre, que la desgarró. Estaba resuelta a salirse con la suya y lo consiguió: el padre de Sören fue soltado. La señora Grubbe, que llegó en aquellos momentos, acarició el cabello de su hijita y la miró con ojos cariñosos. María no comprendió por qué lo hacía. Gustaba de ir con los perros de caza, mas no con su madre, que bajaba al jardín y al lago, donde florecían los nenúfares y se mecían espadañas y juncos. Ella contemplaba la exuberante lozanía y exclamaba: «¡Qué bonito!». En el jardín crecía un árbol entonces raro, que ella misma había plantado, al que llamaban haya roja, una especie de moro entre los demás árboles, tan negruzcas eran sus hojas. Necesitaba mucho sol, pues a la sombra se habría vuelto verde como los demás, perdiendo su cualidad característica. En los altos castaños abundaban los nidos, lo mismo que en los arbustos y las altas hierbas. Parecía como si estos animales supieran que allí estaban protegidos, que nadie podía disparar allí su escopeta. La pequeña María frecuentaba aquel lugar con Sören, pues el niño sabía trepar, como ya dijimos, y cogía los huevos y las crías, cubiertas aún de vello. Las aves, grandes y chicas, echaban a volar asustadas y angustiadas. El frailecillo de los campos, los cuervos, grajos y cornejas de las altas copas, gritaban desesperadamente, como gritan aún hoy día sus descendientes. -¿Qué hacen, niños? -les dijo un día la dama-. Están cometiendo una acción impía. Sören se detuvo con aire compungido, la noble niña miró también un poco de soslayo, pero luego replicó, tajante y resuelta: -En casa de mi padre puedo hacerlo. -¡Fuera, fuera! -gritaban las grandes aves negras, echando a volar; pero regresaron al día siguiente, pues aquella era su casa. No permaneció mucho tiempo en la suya la apacible y bondadosa señora. Nuestro Señor la llamó a su seno, donde encontró un hogar mejor que el del castillo. Las campanas de la iglesia doblaron solemnemente, cuando su cuerpo fue conducido al templo; en los ojos de los pobres brillaron las lágrimas, pues la castellana había sido siempre buena para ellos. Desaparecida la señora, nadie se preocupó ya de sus plantas, y el jardín decayó. El señor Grubbe era un hombre duro, pero su hija, aunque tan joven, sabía amansarlo; lo hacía reír y conseguía sus propósitos. No contaba más que doce años, pero era muy talludita; miraba a las gentes con sus ojos negros penetrantes, cabalgaba como un hombre y disparaba la escopeta como el más consumado cazador. Un día llegaron a la comarca nobles visitantes: el joven rey y su hermanastro y compañero, el señor Ulrico Federico Gyldenlöve. Iban a la caza del jabalí y querían pasar un día en el castillo de Grubbe. Gyldenlöve se sentó a la mesa, al lado de María Grubbe. Cogiéndole la cabeza, le dio un beso, como si fuesen parientes; mas ella le respondió con un bofetón y le dijo que no lo podía soportar. El incidente provocó grandes risas, como si fuese muy divertido. Tal vez sí lo fuera, pues cinco años más tarde, al cumplir María los diecisiete, llegó un mensajero con una carta: el señor de Gyldenlöve pedía la mano de la noble doncella. ¡Como si nada! -Es el caballero más distinguido y galante de todo el reino -dijo el señor de Grubbe-. No es cosa de despreciarlo. -¡No me gusta! -dijo María. Pero no despreció al hombre más distinguido del país, que ocupaba el primer lugar al lado del rey. Platería, lanas y telas fueron embarcados con destino a Copenhague; ella efectuó el viaje por tierra, en diez días. El barco que conducía el ajuar no tuvo suerte con los vientos, y tardó cuatro meses en llegar a puerto; y cuando llegó, la señora de Gyldenlöve se había marchado. -¡Prefiero dormir sobre estopa a hacerlo en su cama de seda! -dijo-. ¡Antes iré a pie y descalza, que con él en carroza! Una tarde de noviembre llegaron dos mujeres a la ciudad de Aarhuus. Iban a caballo, y eran la esposa de Gyldenlöve, María Grubbe, y su doncella. Venían de Veile, adonde habían llegado en barco desde Copenhague. Se dirigieron al castillo del señor de Grubbe, al cual gustó muy poco la visita. La joven tuvo que escuchar palabras duras, pero le dieron una habitación donde dormir, y por la mañana le sirvieron la sopa de cerveza, aunque amenizada con un discurso lleno de reproches. El padre volvió contra ella su mal humor, cosa a la que la muchacha no estaba acostumbrada. Tampoco ella se dejaba achicar, y, según le hablan a uno, así replica. María habló de su marido con acrimonia y odio; se negaba a vivir con él, pues era demasiado honrada y decente para tolerarlo. Pasó un año, nada agradable por cierto. Entre padre e hija se cruzaron muchas palabras rencorosas y esto es de mal augurio. Malas palabras dan malos frutos. ¿Cómo acabaría todo aquello? -No podemos seguir los dos bajo un mismo techo -le dijo un día su padre-. Vete a vivir a nuestra vieja casa, pero muérdete la lengua antes de propagar mentiras entre la gente. Y se separaron. Ella se retiró con su doncella a la vieja casa donde había nacido y crecido, y en la cripta de cuya capilla estaba enterrada su madre, aquella mujer piadosa y apacible. Residía en el edificio un viejo pastor; era toda la servidumbre. En las habitaciones colgaban telarañas, que el polvo había ennegrecido; en el jardín, todas las plantas crecían a su antojo; los lúpulos y las enredaderas formaban una red entre los árboles y las matas; la cicuta y las ortigas crecían sin estorbo. El haya roja estaba invadida de plantas parásitas, y ya no le daba el sol; sus hojas eran verdes como las de los restantes árboles y nada quedaba de su antigua belleza. Cuervos, grajos y cornejas volaban en grandes bandadas encima de los altos castaños, con enorme griterío, como si tuviesen alguna gran novedad que contar. Había vuelto la pequeña que hacía robar sus huevos y sus crías; por su parte, el ladrón que se los llevaba estaba encaramado a un árbol sin hojas, al alto poste, donde recibía fuertes latigazos cuando se negaba a obedecer. Todo esto relataba en nuestros tiempos el sacristán; lo había sacado de libros y dibujos, que había reunido y guardado, junto con muchos otros papeles escritos, en el cajón de su mesa. -En el mundo todo son altibajos -decía-. ¡Maravilla oírlo! Y nosotros queremos saber qué fue de María Grubbe, sin olvidarnos por esto de Hühnergrete, que en nuestros tiempos reside en el espléndido corral donde estuvo María Grubbe, aunque con pensamientos muy distintos de los de la vieja Hühnergrete. Pasó el invierno, pasaron la primavera y el verano, y volvió la época tormentosa de otoño, con sus nieblas marinas, húmedas y frías. Era una vida solitaria y monótona la del cortijo. María Grubbe, armada de su escopeta, salía al erial a cazar liebres y zorros y todas las aves que se ponían a tiro. Más de una vez se encontró con un señor de familia noble, Palle Dyre de Nörrebäk, que solía también ir de caza con su escopeta y sus perros. Era hombre alto y fornido, y se jactaba de ello cada vez que se paraban a hablar. Había podido medirse con el difunto señor de Brockenhuus de Egeskov, en Fionia, de cuya fuerza se hacía cruces la gente. Siguiendo su ejemplo, Palle Dyre había mandado colgar en su puerta una cadena de hierro con un cuerno de caza, y, cuando regresaba, cogía la cadena y, levantándose del suelo con el caballo, tocaba el cuerno. -Vengan a verlo, doña María -le dijo-. En Nörrebäk soplan aires puros. Las crónicas no nos dicen cuándo fue ella a la casa señorial, pero en los candelabros de la iglesia de Nörrebäk puede leerse que fueron donativo de Palle Dyre y de María Grubbe, del castillo de Nörrebäk. Fuerte y vigoroso era Palle Dyre; bebía como una esponja, y era un tonel sin fondo. Roncaba como una pocilga entera, y tenía la cara encarnada e hinchada. -Es taimado y socarrón como un campesino -decía la señora Palle Dyre, la hija de Grubbe. No tardó en cansarse de aquella vida, pero no por ello mejoraron las cosas. Estaba un día la mesa puesta, y los platos se enfriaban; Palle Dyre había salido a la caza del zorro, y la señora no aparecía por ninguna parte. Palle Dyre regresó a medianoche, mas la señora Dyre no compareció ni a medianoche ni a la mañana siguiente. Había vuelto la espalda a Nörrebäk, despidiéndose a la francesa. El tiempo era gris y húmedo, con viento frío. Una bandada de chillonas aves negras pasó volando sobre su cabeza. Aquellos pájaros estaban menos desamparados que ella. Primero se dirigió hacia el Sur, hacia Alemania. Unas sortijas de oro con piedras preciosas le procuraron dinero. Luego tomó el camino del Este, para torcer después al Oeste. Iba sin rumbo fijo y se sentía descontenta de todo, incluso de Dios; a tal extremo de miseria moral había descendido. Pronto le fallaron también las fuerzas físicas; apenas podía arrastrar los pies. El avefría escapó de su nido en el suelo, al caer ella encima; el pájaro gritaba, como suele: «¡Du Dieb! ¡Du Dieb!», que significa: «¡Ladrón, ladrón!». Jamás la mujer había robado los bienes ajenos, pero de niña había hecho que le trajesen los huevos y los polluelos de los nidos; ahora se acordaba. Desde el lugar donde yacía se veían las dunas. En la orilla habitaban pescadores, pero estaba tan extenuada, que nunca podría llegar hasta allí. Las grandes gaviotas blancas describían círculos encima de su cabeza, chillando como lo hicieran los cuervos, grajos y cornejas por sobre el jardín del castillo paterno. Las aves pasaban volando a muy poca distancia, y al fin parecieron volverse negras; pero también se hizo la noche ante sus ojos. Al abrirlos nuevamente, sintió que alguien la levantaba y la llevaba a cuestas. Un hombre alto y robusto la había cogido en brazos. Ella miró su cara barbuda; tenía una cicatriz encima de un ojo, que le partía la ceja en dos. El hombre la condujo al barco, donde el patrón le recibió con palabras brutales. Al día siguiente zarpó el barco. María Grubbe no bajó a tierra, sino que partió en la nave. ¿Regresaría tal vez? ¡Ah! ¿Cuándo y dónde? Pues también lo sabía el sacristán, y conste que no era un cuento que se hubiera inventado. Conocía toda la historia por un viejo libro que nosotros podemos también leer. El poeta danés Ludvig Holberg, autor de tantos y tantos libros interesantes y alegres comedias, por los cuales conocemos bien su época y sus hombres, habla en sus cartas de María Grubbe, dónde y cómo se encontró con ella en el mundo. Merece la pena escucharlo, aunque no por eso nos olvidamos de Hühnergrete, instalada en su magnífico corral, contenta y bonachona. Estábamos en el momento de zarpar el barco, con María Grubbe a bordo. Pasaron años y años. La peste hacía estragos en Copenhague; corría el año 1711. La reina de Dinamarca se retiró a su patria alemana, el Rey abandonó la capital. Todos los que pudieron se marcharon, hasta los estudiantes que gozaban de pensión gratuita. Uno de ellos, el último, que había permanecido en el llamado «Borchs-Kollegium», contiguo a la residencia estudiantil de Regentsen, partió a su vez. Eran las dos de la madrugada cuando emprendió el camino, cargado con su mochila, más llena de libros y manuscritos que de prendas de vestir. Flotaba sobre la ciudad una niebla, y en la calle no se veía un alma. Por todas partes había cruces pintadas en puertas y portales, señal de que en el interior reinaba la peste o de que sus moradores habían muerto de ella. Tampoco paraba nadie por la calle Ködmangergade, que iba de la Torre Redonda al palacio real. Pasó traqueteando una gran carreta fúnebre; el carretero chasqueó el látigo, y los caballos se lanzaron al galope; el carro iba cargado de cadáveres. El estudiante se cubrió el rostro con la mano, aspirando el fuerte alcohol que llevaba en una esponja, dentro de un estuche de latón. De una taberna situada en un callejón llegaban ruidosos cantos y lúgubres carcajadas; eran gentes que se pasaban la noche bebiendo para olvidarse de que el cólera llamaba a la puerta y los quería cargar en la carreta, junto con los muertos. El estudiante se encaminó al puente del palacio, donde se hallaban fondeadas algunas pequeñas embarcaciones; una de ellas estaba levando anclas para huir de la apestada ciudad. -Si Dios nos conserva la vida y nos da viento favorable, iremos a Grönsund, cerca de Falster -dijo el patrón, preguntando su nombre al estudiante que solicitaba embarcar. -Luis Holberg -respondió el joven, y su nombre sonó como otro cualquiera; hoy es uno de los más ilustres de Dinamarca, pero en aquellos días el que lo llevaba era un joven estudiante desconocido. El barco se deslizó por delante del palacio, y salió a alta mar cuando aún no había amanecido. Soplaba una fresca brisa, se hincharon las velas, y el estudiante, tendiéndose cara al viento, se durmió, lo cual no era precisamente lo más aconsejable. A la tercera mañana ancló el barco frente a Falster. -¿No saben de algún lugar en el que pudiese hospedarme por poco dinero? -preguntó Holberg al patrón. -Tal vez le conviene ver a la esposa de Möller, el barquero -le respondió el marino-. Si quiere ser cortés, puede llamarla madre Sören Sörensen Möller. Pero a lo mejor se enfada, si se muestra demasiado fino. Su marido está en la cárcel, purgando un delito, y ella guía la barca. ¡Tiene buenos puños! El estudiante se cargó la mochila y se dirigió a la casa del barquero. La puerta estaba entornada, el picaporte cedió, y nuestro amigo entró en una habitación empedrada, cuyo mueble principal era un camastro cubierto con una manta de piel. Una gallina blanca con polluelos estaba atada al camastro y había volcado el bebedero, por lo que el agua corría por el suelo. No había allí nadie, ni tampoco en la habitación contigua, aparte una criaturita en una cuna. Volvió la barca con una sola persona en ella. Habría sido difícil decir si hombre o mujer: iba envuelta en una amplia capa y se cubría la cabeza con una capucha. La barca atracó. Entró en la casa una mujer. Al erguirse se notaba de porte distinguido; dos altivos ojos brillaban bajo las negras cejas. Era la madre Sören, la mujer del barquero, aunque los cuervos, grajos y cornejas le habrían dado otro nombre, que nosotros conocemos muy bien. Parecía malhumorada y no gastó muchas palabras, pero concertaron que el estudiante se quedaría a pensión en la casa por tiempo indeterminado, en espera de que mejorasen las cosas en Copenhague. A la choza del barquero venía a menudo algún honrado ciudadano de la ciudad cercana. Se presentaron Franz, el cuchillero, y Sivert, el recaudador de aduanas, los cuales bebieron un jarro de cerveza y charlaron con el estudiante. Era éste un joven muy listo, que sabía muy bien su oficio, como ellos decían; leía en griego y en latín y conocía muchas cosas elevadas. -Cuanto menos se sabe, menos oprimido se siente uno -dijo madre Sören. -¡Llevan una vida bien dura! -le dijo Holberg un día que ella hacía colada y luego se puso a cortar un montón de leña. -Eso es cosa mía! -replicó la mujer. -¿Desde niña has ido siempre tan arrastrada? – Eso puedes leerlo en mis puños -dijo ella mostrándole dos manos pequeñas, pero recias y endurecidas, con las uñas raídas-. Eres instruido y puedes leerlo. Al acercarse Navidad empezó a nevar intensamente; el frío era vivo, y el viento, cortante, como si quisiera lavar la cara de la gente con aguafuerte. Madre Sören no se arredró por eso; se arrebujó la capa y se caló la capucha. Ya a primeras horas de la tarde estaba oscuro en la casa; la mujer echó leña y turba al hogar y se sentó a zurcir las medias: no tenía a nadie que lo hiciera. Al atardecer dirigió al estudiante unas palabras, contra su costumbre; le habló de su marido. -Sin querer, mató a un marino de Dragör. Por eso tiene que pasarse tres años encadenado a la barra, condenado a trabajos forzados. Como es un simple marinero, la Ley debe seguir su curso. -La Ley alcanza también a las personas de alta clase -dijo Holberg. -Eso crees tú -replicó madre Sören, fijando la mirada en el fuego. Luego prosiguió-: ¿Has oído hablar de Kai Lykke, que mandó derribar una de sus iglesias? Cuando el párroco Mads protestó desde el púlpito, él lo hizo encadenar, lo sometió a juicio, lo condenó él mismo a muerte y lo mandó decapitar. No era una falta por imprudencia, y, sin embargo, Kai Lykke salió libre de costas. -En aquella época estaba en su derecho -dijo Holberg- Pero aquellos tiempos han pasado. -Esto es lo que decís los bobos -replicó madre Sören, y, levantándose, fue a la habitación donde yacía su hijita, una niña de poca edad. La levantó y la acomodó, preparando luego el camastro del estudiante, al cual dio la manta de piel, pues era más friolero que ella, a pesar de haber nacido en Noruega. El día de Año Nuevo amaneció soleado y magnífico. La helada había sido muy intensa, la nieve acumulada formaba una capa dura, por la que se podía andar sin hundirse. Las campanas de la ciudad llamaban a la iglesia; el estudiante Holberg se envolvió en su abrigo de lana y se dispuso a ir a la población. Por sobre la casa del barquero volaban cuervos, grajos y cornejas con un griterío de todos los demonios, que ahogaba el son de las campanas. Madre Sören, en la calle, llenaba de nieve un caldero de latón para ponerlo al fuego y obtener agua. Levantó la mirada a las bandadas de aves y se sumió en sus pensamientos. El estudiante Holberg fue a la iglesia, y tanto a la ida como a la vuelta pasó frente a la casa del aduanero Sivert, situada en la puerta de la ciudad. Lo invitaron a tomar un vaso de cerveza caliente con jarabe y jengibre, y la conversación recayó sobre madre Sören. Pero el perceptor de aduanas no sabía gran cosa sobre ella; eran muy pocos los que conocían su historia. No era de Falster, dijo; seguramente en tiempo pasado poseyó algunos bienes. Su marido era un sencillo marinero de genio vivo, y había matado a un patrón de Dragör. -Zurra a su mujer, y, sin embargo, ella lo defiende. -Yo no aguantaría semejante trato -dijo la esposa del aduanero-. También yo soy de buena casa. Mi padre fue calcetero real. -Por eso os casasteis con un funcionario del Rey -contestó Holberg, haciendo una reverencia al matrimonio. Era la noche de los Reyes Magos. Madre Sören encendió para Holberg las tres velas de sebo típicas de la fiesta, fabricadas por ella misma. -Una luz para cada uno -dijo Holberg. -¿Cada uno? -preguntó ella lanzándole una mirada penetrante. -Cada uno de los Magos de Oriente -dijo Holberg. -¡Eso piensas tú! -replicó ella, y permaneció callada durante largo rato. Pero aquella noche su huésped se enteró de muchas cosas que hasta entonces ignoraba. -Tú quieres a su marido -dijo Holberg-, y, no obstante, la gente dice que te maltrata. -¡Eso no le importa a nadie más que a mí! -protestó ella-. Los golpes me hubieran sido de provecho cuando niña; ahora los recibo por mis pecados. Pero el bien que él me ha hecho es cosa que yo me sé. -Y se levantó-. Cuando yacía enferma en el erial, sin nadie que se preocupara de mí, a excepción tal vez de los cuervos y cornejas que esperaban devorarme, él me llevó en sus brazos y tuvo que oírse palabras duras por el botín que traía a bordo. Yo me repuse, pues no he nacido para estar enferma. Cada cual tiene su modo de obrar, y Sören también; no se debe juzgar el caballo por el cabestro. Con él lo he pasado mucho mejor que al lado del que llamaban al más galante y distinguido de los súbditos del Rey. Fue mi marido el Gobernador Gyldenlöve, hermanastro del Rey: y más tarde lo fue Palle Dyre. Tanto valía el uno como el otro, cada cual a su modo, y yo al mío. He hablado mucho, pero ahora lo sabes todo. Y salió del cuarto. ¡Era María Grubbe! ¡De qué extraña manera la había tratado el destino! Ya no vio muchas más veladas de los Reyes Magos; Holberg ha consignado que murió en junio de 1716, pero lo que no escribió, porque no lo supo, fue que una gran bandada de negras aves describía sus círculos en el aire el día en que madre Sören yacía de cuerpo presente en la casa del barquero. Mas los pajarracos no gritaban, como si supiesen que el silencio es propio de las ceremonias fúnebres. Tan pronto como la hubieron enterrado, desaparecieron las aves, pero aquella misma noche fue visto en Jutlandia, en las inmediaciones de la casa señorial, una enorme cantidad de cuervos, cornejas y grajos que graznaban excitados, como si tuvieran algo que comunicarse; tal vez hablaban del hombre que de niño había robado sus huevos y pollos, el hijo del labrador que había pasado tres años condenado en el presidio del Rey, y de la noble señora que acababa de morir en Grönsund siendo mujer del barquero. «¡Bravo, bravo!», gritaban. Y toda la familia repitió. «¡Bravo, bravo!» cuando derribaron la vieja mansión señorial. -Y todavía siguen gritando, a pesar de que ningún motivo tienen para hacerlo – dijo el sacristán al terminar su narración-. La familia se ha extinguido, el castillo fue derribado, y el lugar donde se levantó está hoy ocupado por la magnífica granja avícola con la dorada veleta, donde reside la vieja Hühnergrete. La mujer está muy contenta con su linda casita; si no hubiera venido aquí, hoy estaría en el hospicio. Las palomas arrullaban sobre su cabeza, los pavos glogloteaban, y los patos graznaban. -Nadie la conocía -decían-, no tiene familia. Está aquí por pura lástima. No tiene un pato padre ni una gallina madre; no tiene descendencia. Familia la tuvo seguramente, sólo que no la conoció, ni tampoco el sacristán, a despecho de todos los papelotes escritos que guardaba en el cajón de la mesa. Pero una de las viejas cornejas la conocía y hablaba de ella. Habla oído cosas relativas a la madre y la abuela de Hühnergrete; también la conocemos nosotros, pues su abuela era la que de niña pasaba a caballo por el puente levadizo, mirando orgullosa a su alrededor como si fuese señora del mundo entero y de todos los nidos de aves; la encontramos en el erial cerca de las dunas, y, finalmente, en la casa del barquero. Su nieta, la última de la familia, había vuelto a la tierra de sus ascendientes, donde se había levantado el antiguo castillo y gritaban las aves salvajes. Mas ahora estaba entre otras aves domésticas, las conocía y era de ellas conocida. ¡Qué más podía desear Hühnergrete! No la asustaba la muerte, y era ya lo bastante vieja para esperarla. -¡Grab, grab!, es decir, ¡tumba!, ¡tumba! -gritaban las cornejas. Y le dieron una buena sepultura, que nadie conoce, aparte la vieja corneja, suponiendo que no haya muerto también. Y ahora ya sabéis la historia de la antigua mansión señorial, el antiguo linaje de los Grubbe y toda la familia de Hühnergrete.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La familia feliz
Cuento infantil
La hoja verde más grande de nuestra tierra es seguramente la del lampazo. Si te la pones delante de la barriga, parece todo un delantal, y si en tiempo lluvioso te la colocas sobre la cabeza, es casi tan útil como un paraguas; ya ves si es enorme. Un lampazo nunca crece solo. Donde hay uno, seguro que hay muchos más. Es un goce para los ojos, y toda esta magnificencia es pasto de los caracoles, los grandes caracoles blancos, que en tiempos pasados, la gente distinguida hacía cocer en estofado y, al comérselos, exclamaba: «¡Ajá, qué bien sabe!», persuadida de que realmente era apetitoso; pues, como digo, aquellos caracoles se nutrían de hojas de lampazo, y por eso se sembraba la planta. Pues bien, había una vieja casa solariega en la que ya no se comían caracoles. Estos animales se habían extinguido, aunque no los lampazos, que crecían en todos los caminos y bancales; una verdadera invasión. Era un auténtico bosque de lampazos, con algún que otro manzano o ciruelo; por lo demás, nadie habría podido suponer que aquello había sido antaño un jardín. Todo eran lampazos, y entre ellos vivían los dos últimos y matusalémicos caracoles. Ni ellos mismos sabían lo viejos que eran, pero se acordaban perfectamente de que habían sido muchos más, de que descendían de una familia oriunda de países extranjeros, y de que todo aquel bosque había sido plantado para ellos y los suyos. Nunca habían salido de sus lindes, pero no ignoraban que más allá había otras cosas en el mundo, una, sobre todo, que se llamaba la «casa señorial», donde ellos eran cocidos y, vueltos de color negro, colocados en una fuente de plata; pero no tenían idea de lo que ocurría después. Por otra parte, no podían imaginarse qué impresión debía causar el ser cocido y colocado en una fuente de plata; pero seguramente sería delicioso, y distinguido por demás. Ni los abejorros, ni los sapos, ni la lombriz de tierra, a quienes habían preguntado, pudieron informarles; ninguno había sido cocido ni puesto en una fuente de plata. Los viejos caracoles blancos eran los más nobles del mundo, de eso sí estaban seguros. El bosque estaba allí para ellos, y la casa señorial, para que pudieran ser cocidos y depositados en una fuente de plata. Vivían muy solos y felices, y como no tenían descendencia, habían adoptado un caracolillo ordinario, al que educaban como si hubiese sido su propio hijo; pero el pequeño no crecía, pues no pasaba de ser un caracol ordinario. Los viejos, particularmente la madre, la Madre Caracola, creyó observar que se desarrollaba, y pidió al padre que se fijara también; si no podía verlo, al menos que palpara la pequeña cáscara; y él la palpó y vio que la madre tenía razón. Un día se puso a llover fuertemente. -Escucha el rampataplán de la lluvia sobre los lampazos -dijo el viejo. -Sí, y las gotas llegan hasta aquí -observó la madre-. Bajan por el tallo. Verás cómo esto se moja. Suerte que tenemos nuestra buena casa, y que el pequeño tiene también la suya. Salta a la vista que nos han tratado mejor que a todos los restantes seres vivos; que somos los reyes de la creación, en una palabra. Poseemos una casa desde la hora en que nacemos, y para nuestro uso exclusivo plantaron un bosque de lampazos. Me gustaría saber hasta dónde se extiende, y que hay ahí afuera. -No hay nada fuera de aquí -respondió el padre-. Mejor que esto no puede haber nada, y yo no tengo nada que desear. -Pues a mí -dijo la vieja- me gustaría llegarme a la casa señorial, que me cocieran y me pusieran en una fuente de plata. Todos nuestros antepasados pasaron por ello y, créeme, debe de ser algo excepcional. -Tal vez la casa esté destruida -objetó el caracol padre-, o quizás el bosque de lampazos la ha cubierto, y los hombres no pueden salir. Por lo demás, no corre prisa; tú siempre te precipitas, y el pequeño sigue tu ejemplo. En tres días se ha subido a lo alto del tallo; realmente me da vértigo, cuando levanto la cabeza para mirarlo. -No seas tan regañón -dijo la madre-. El chiquillo trepa con mucho cuidado, y estoy segura de que aún nos dará muchas alegrías; al fin y a la postre, no tenemos más que a él en la vida. ¿Has pensado alguna vez en encontrarle esposa? ¿No crees que si nos adentrásemos en la selva de lampazos, tal vez encontraríamos a alguno de nuestra especie? -Seguramente habrá por allí caracoles negros -dijo el viejo- caracoles negros sin cáscara; pero, ¡son tan ordinarios!, y, sin embargo, son orgullosos. Pero podríamos encargarlo a las hormigas, que siempre corren de un lado para otro, como si tuviesen mucho que hacer. Seguramente encontrarían una mujer para nuestro pequeño. -Yo conozco a la más hermosa de todas -dijo una de las hormigas-, pero me temo que no haya nada que hacer, pues se trata de una reina. -¿Y eso qué importa? -dijeron los viejos-. ¿Tiene una casa? -¡Tiene un palacio! -exclamó la hormiga-, un bellísimo palacio hormiguero, con setecientos corredores. -Muchas gracias -dijo la madre-. Nuestro hijo no va a ir a un nido de hormigas. Si no sabéis otra cosa mejor, lo encargaremos a los mosquitos blancos, que vuelan a mucho mayor distancia, tanto si llueve como si hace sol, y conocen el bosque de lampazos por dentro y por fuera. -¡Tenemos esposa para él! -exclamaron los mosquitos-. A cien pasos de hombre en un zarzal, vive un caracolito con casa; es muy pequeñín, pero tiene la edad suficiente para casarse. Está a no más de cien pasos de hombre de aquí. -Muy bien, pues que venga -dijeron los viejos-. Él posee un bosque de lampazos, y ella, sólo un zarzal. Y enviaron recado a la señorita caracola. Invirtió ocho días en el viaje, pero ahí estuvo precisamente la distinción; por ello pudo verse que pertenecía a la especie apropiada. Y se celebró la boda. Seis luciérnagas alumbraron lo mejor que supieron; por lo demás, todo discurrió sin alboroto, pues los viejos no soportaban francachelas ni bullicio. Pero Madre Caracola pronunció un hermoso discurso; el padre no pudo hablar, por causa de la emoción. Luego les dieron en herencia todo el bosque de lampazos y dijeron lo que habían dicho siempre, que era lo mejor del mundo, y que si vivían honradamente y como Dios manda, y se multiplicaban, ellos y sus hijos entrarían algún día en la casa señorial, serían cocidos hasta quedar negros y los pondrían en una fuente de plata. Terminado el discurso, los viejos se metieron en sus casas, de las cuales no volvieron ya a salir; se durmieron definitivamente. La joven pareja reinó en el bosque y tuvo una numerosa descendencia; pero nadie los coció ni los puso en una fuente de plata, de lo cual dedujeron que la mansión señorial se había hundido y que en el mundo se había extinguido el género humano; y como nadie los contradijo, la cosa debía de ser verdad. La lluvia caía sólo para ellos sobre las hojas de lampazo, con su rampataplán, y el sol brillaba únicamente para alumbrarles el bosque y fueron muy felices. Toda la familia fue muy feliz, de veras.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La gota de agua
Cuento infantil
Seguramente sabes lo que es un cristal de aumento, una lente circular que hace las cosas cien veces mayores de lo que son. Cuando se coge y se coloca delante de los ojos, y se contempla a su través una gota de agua de la balsa de allá fuera, se ven más de mil animales maravillosos que, de otro modo, pasan inadvertidos; y, sin embargo, están allí, no cabe duda. Se diría casi un plato lleno de cangrejos que saltan en revoltijo. Son muy voraces, se arrancan unos a otros brazos y patas, muslos y nalgas, y, no obstante, están alegres y satisfechos a su manera. Pues he aquí que vivía en otro tiempo un anciano a quien todos llamaban Crible-Crable, pues tal era su nombre. Quería siempre hacerse con lo mejor de todas las cosas, y si no se lo daban, se lo tomaba por arte de magia. Así, peligraba cuanto estaba a su alcance. El viejo estaba sentado un día con un cristal de aumento ante los ojos, examinando una gota de agua que había extraído de un charco del foso. ¡Dios mío, que hormiguero! Un sinfín de animalitos yendo de un lado para otro, y venga saltar y brincar, venga zamarrearse y devorarse mutuamente. -¡Qué asco! -exclamó el viejo Crible-Crable-. ¿No habrá modo de obligarlos a vivir en paz y quietud, y de hacer que cada uno se cuide de sus cosas? Y piensa que te piensa, pero como no encontraba la solución, tuvo que acudir a la brujería. -Hay que darles color, para poder verlos más bien -dijo, y les vertió encima una gota de un líquido parecido a vino tinto, pero que en realidad era sangre de hechicera de la mejor clase, de la de a seis peniques. Y todos los animalitos quedaron teñidos de rosa; parecía una ciudad llena de salvajes desnudos. -¿Qué tienes ahí? -le preguntó otro viejo brujo que no tenía nombre, y esto era precisamente lo bueno de él. -Si adivinas lo que es -respondió Crible-Crable-, te lo regalo; pero no es tan fácil acertarlo, si no se sabe. El brujo innominado miró por la lupa y vio efectivamente una cosa comparable a una ciudad donde toda la gente corría desnuda. Era horrible, pero más horrible era aún ver cómo todos se empujaban y golpeaban, se pellizcaban y arañaban, mordían y desgreñaban. El que estaba arriba quería irse abajo, y viceversa. -¡Fíjate, fíjate!, su pata es más larga que la mía. ¡Paf! ¡Fuera con ella! Ahí va uno que tiene un chichón detrás de la oreja, un chichoncito insignificante, pero le duele, y todavía le va a doler más. Y se echaban sobre él, y lo agarraban, y acababan comiéndoselo por culpa del chichón. Otro permanecía quieto, pacífico como una doncellita; sólo pedía tranquilidad y paz. Pero la doncellita no pudo quedarse en su rincón: tuvo que salir, la agarraron y, en un momento, estuvo descuartizada y devorada. -¡Es muy divertido! -dijo el brujo. -Sí, pero ¿qué crees que es? -preguntó Crible-Crable-. ¿Eres capaz de adivinarlo? -Toma, pues es muy fácil -respondió el otro-. Es Copenhague o cualquiera otra gran ciudad, todas son iguales. Es una gran ciudad, la que sea. -¡Es agua del charco! -contestó Crible-Crable. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La gran serpiente de mar
Cuento infantil
Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie pensaba en ello. La luz del sol penetraba muy al fondo del agua, clara y luminosa, e iluminaba un mundo de maravillosas criaturas, algunas enormes y horribles, con bocas espantosas, capaces de tragarse de un solo bocado a los mil ochocientos hermanos; pero a ellos no se les ocurría pensarlo, ya que hasta el momento ninguno había sido engullido. Los pequeños nadaban en grupo apretado, como es costumbre de los arenques y caballas. Y he aquí que cuando más a gusto nadaban en las aguas límpidas y transparentes, sin pensar en nada, de pronto se precipitó desde lo alto, con un ruido pavoroso, una cosa larga y pesada, que parecía no tener fin. Aquella cosa iba alargándose y alargándose cada vez más, y todo pececito que tocaba quedaba descalabrado o tan mal parado, que se acordaría de ello toda la vida. Todos los peces, grandes y pequeños, tanto los que habitaban en la superficie como los del fondo del mar, se apartaban espantados, mientras el pesado y larguísimo objeto se hundía progresivamente, en una longitud de millas y millas a través del océano. Peces y caracoles, todos los seres vivientes que nadan, se arrastran o son llevados por la corriente, se dieron cuenta de aquella cosa horrible, aquella anguila de mar monstruosa y desconocida que de repente descendía de las alturas. ¿Qué era pues? Nosotros lo sabemos. Era el gran cable submarino, de millas y millas de longitud, que los hombres tendían entre Europa y América. Dondequiera que cayó se produjo un pánico, un desconcierto y agitación entre los moradores del mar. Los peces voladores saltaban por encima de la superficie marina a tanta altura como podían; el salmonete salía disparado como un tiro de escopeta, mientras otros peces se refugiaban en las profundidades marinas, echándose hacia abajo con tanta prisa, que llegaban al fondo antes que allí hubieran visto el cable telegráfico, espantando al bacalao y a la platija, que merodeaban apaciblemente por aquellas regiones, zampándose a sus semejantes. Unos cohombros de mar se asustaron tanto, que vomitaron sus propios estómagos, a pesar de lo cual siguieron vivos, pues para ellos esto no es un grave trastorno. Muchas langostas y cangrejos, a fuerza de revolverse, se salieron de su buena coraza, dejándose en ella sus patas. Con todo aquel espanto y barullo, los mil ochocientos hermanos se dispersaron y ya no volvieron a encontrarse nunca; en todo caso, no se reconocieron. Sólo media docena se quedó en un mismo lugar, y, al cabo de unas horas de estarse quietecitos, pasado ya el primer susto, empezaron a sentir el cosquilleo de la curiosidad. Miraron a su alrededor, arriba y abajo, y en las honduras creyeron entrever el horrible monstruo, espanto de grandes y chicos. La cosa estaba tendida sobre el suelo del mar, hasta más lejos de lo que alcanzaba su vista; era muy delgada, pero no sabían hasta qué punto podría hincharse ni cuán fuerte era. Se estaba muy quieta, pero, temían ellos, a lo mejor era un ardid. -Déjenlo donde está. No nos preocupemos de él -dijeron los pececillos más prudentes; pero el más pequeño estaba empeñado en saber qué diablos era aquello. Puesto que había venido de arriba, arriba le informarían seguramente, y así el grupo se remontó nadando hacia la superficie. El mar estaba encalmado, sin un soplo de viento. Allí se encontraron con un delfín; es un gran saltarín, una especie de payaso que sabe dar volteretas sobre el mar. Tenía buenos ojos, debió de haberlo visto todo y estaría enterado. Lo interrogaron, pero resultó que sólo había estado atento a sí mismo y a sus cabriolas, sin ver nada; no supo contestar, y permaneció callado con aire orgulloso. Se dirigieron entonces a la foca, que en aquel preciso momento se sumergía. Ésta fue más cortés, a pesar de que se come los peces pequeños; pero aquel día estaba harta. Sabía algo más que el saltarín. -Me he pasado varias noches echada sobre una piedra húmeda, desde donde veía la tierra hasta una distanciada varias millas. Allí hay unos seres muy taimados que en su lengua se llaman hombres. Andan siempre detrás de nosotros pero generalmente nos escapamos de sus manos. Eso es lo que yo he hecho, y de seguro que lo mismo hizo la anguila marina por quien preguntan. Estuvo en su poder, en la tierra firme, Dios sabe cuánto tiempo. Los hombres la cargaron en un barco para transportarla a otra tierra, situada al otro lado del mar. Yo vi cómo se esforzaban y lo que les costó dominarla, pero al fin lo consiguieron, pues ella estaba muy débil fuera del agua. La arrollaron y dispusieron en círculos; oí el ruido que hacían para sujetarla, pero, con todo, ella se les escapó, deslizándose por la borda. La tenían agarrada con todas sus fuerzas, muchas manos la sujetaban, pero se escabulló y pudo llegar al fondo. Y supongo que allí se quedará hasta nueva orden. -Está algo delgada -dijeron los pececillos. -La han matado de hambre -respondió la foca-, pero se repondrá pronto y recobrará su antigua gordura y corpulencia. Supongo que es la gran serpiente de mar, que tanto temen los hombres y de la que tanto hablan. Yo no la había visto nunca, ni creía en ella; ahora pienso que es ésta. Y así diciendo, se zambulló. -¡Lo que sabe ésa! ¡Y cómo se explica! -dijeron los peces-. Nunca supimos nosotros tantas cosas. ¡Con tal que no sean mentiras! -Vámonos abajo a averiguarlo -dijo el más pequeñín-. En camino oiremos las opiniones de otros peces. -No daremos ni un coletazo por saber nada -replicaron los otros, dando la vuelta. -Pues yo, allá me voy -afirmó el pequeño, y puso rumbo al fondo del mar. Pero estaba muy lejos del lugar donde yacía «el gran objeto sumergido». El pececillo todo era mirar y buscar a uno y otro lado, a medida que se hundía en el agua. Nunca hasta entonces le había parecido tan grande el mundo. Los arenques circulaban en grandes bandadas, brillando como una gigantesca embarcación de plata, seguidos de las caballas, todavía más vistosas. Pasaban peces de mil formas, con dibujos de todos los colores; medusas semejantes a flores semitransparentes se dejaban arrastrar, perezosas, por la corriente. Grandes plantas crecían en el fondo del mar, hierbas altas como el brazo y árboles parecidos a palmeras, con las hojas cubiertas de luminosos crustáceos. Por fin el pececillo distinguió allá abajo una faja oscura y larga, y a ella se dirigió; pero no era ni un pez ni el cable, sino la borda de un gran barco naufragado, partido en dos por la presión del agua. El pececillo estuvo nadando por las cámaras y bodegas. La corriente se había llevado todas las víctimas del naufragio, menos dos: una mujer joven yacía extendida, con un niño en brazos. El agua los levantaba y mecía; parecían dormidos. El pececillo se llevó un gran susto; ignoraba que ya no podían despertarse. Las algas y plantas marinas colgaban a modo de follaje sobre la borda y sobre los hermosos cuerpos de la madre y el hijo. El silencio y la soledad eran absolutos. El pececillo se alejó con toda la ligereza que le permitieron sus aletas, en busca de unas aguas más luminosas y donde hubiera otros peces. No había llegado muy lejos cuando se topó con un ballenato enorme. -¡No me tragues! –le rogó el pececillo-. Soy tan pequeño, que no tienes ni para un diente, y me siento muy a gusto en la vida. -¿Qué buscas aquí abajo, dónde no vienen los de tu especie? le preguntó el ballenato. Y el pez le contó lo de la anguila maravillosa o lo que fuera, que se había sumergido desde la superficie, asustando incluso a los más valientes del mar. -¡Oh, oh! -exclamó la ballena, tragando tanta agua, que hubo de disparar un chorro enorme para remontarse a respirar-. Entonces eso fue lo que me cosquilleo en el lomo cuando me volví. Lo tomé por el mástil de un barco que hubiera podido usar como estaca. Pero eso no pasó aquí; fue mucho más lejos. Voy a enterarme. Así como así, no tengo otra cosa que hacer. Y se puso a nadar, y el pececito lo siguió, aunque a cierta distancia, pues por donde pasaba el ballenato se producía una corriente impetuosa. Se encontraron con un tiburón y un viejo pez-sierra; uno y otro tenían noticias de la extraña anguila de mar, tan larga y delgaducha; como verla, no la habían visto, y a eso iban. Se acercó entonces un gato marino. -Voy con ustedes -dijo; y se unió a la partida. -Como esa gran serpiente marina no sea más gruesa que una soga de ancla, la partiré de un mordisco-. Y, abriendo la boca, exhibió seis hileras de dientes-. Si dejo señales en un ancla de barco, bien puedo partir la cuerda. -¡Ahí está! -exclamó el ballenato-. Ya la veo. Creía tener mejor vista que los demás. -Miren cómo se levanta, miren cómo se dobla y retuerce! Pero no era sino una enorme anguila de mar, de varias varas de longitud, que se acercaba. -Ésa la vimos ya antes -dijo el pez-sierra-. Nunca ha provocado alboroto en el mar, ni asustado a un pez gordo. Y, dirigiéndose a ella, le hablaron de la nueva anguila, preguntándole si quería participar en la expedición de descubrimiento. -Si la anguila es más larga que yo, habrá una desgracia -dijo la recién llegada. -La habrá -contestaron los otros-. Somos bastantes para no tolerarlo. Y prosiguieron la ruta. Al poco rato se interpuso en su camino algo enorme, un verdadero monstruo, mayor que todos ellos juntos. Parecía una isla flotante que no pudiera mantenerse a flor de agua. Era una ballena matusalénica; tenía la cabeza invadida de plantas marinas, y el lomo tan cubierto de animales reptadores, ostras y moluscos, que toda su negra piel parecía moteada de blanco. -Vente con nosotros, vieja -le dijeron-. Ha aparecido un nuevo pez que no podemos tolerar. -Prefiero seguir echada -contestó la vieja ballena-. Déjenme en paz, déjenme descansar. ¡Uf!, tengo una enfermedad grave; sólo me alivio cuando subo a la superficie y saco la espalda del agua. Entonces acuden las hermosas aves marinas y me limpian el lomo. ¡Da un gusto cuando no hunden demasiado el pico! Pero a veces lo hincan hasta la grasa. ¡Miren! Todavía tengo en la espalda el esqueleto de un ave. Clavó las garras demasiado hondas y no pudo soltarse cuando me sumergí. Los peces pequeños la han mondado. ¡Buenas estamos las dos! Estoy enferma. -Pura aprensión -dijo el ballenato-. Yo no estoy nunca enfermo. Ningún pez lo está jamás. -Dispensa -dijo la vieja-. Las anguilas enferman de la piel, la carpa sufre de viruelas, y todos padecemos de lombrices intestinales. -¡Tonterías! -exclamó el tiburón, y se marcharon sin querer oír más; tenían otra cosa que hacer. Finalmente llegaron al lugar donde había quedado tendido el cable telegráfico. Era una cuerda tendida en el fondo del mar, desde Europa a América, sobre bancos de arena y fango marino, rocas y selvas enteras de coral. Allí cambiaba la corriente, se formaban remolinos y había un hervidero de peces, en bancos más numerosos que las innúmeras bandadas de aves que los hombres ven desfilar en la época de la migración. Todo es bullir, chapotear, zumbar y rumorear. Algo de este ruido queda en las grandes caracolas, y lo podemos percibir cuando les aplicamos el oído. -¡Allí está el bicho! -dijeron los peces grandes, y el pequeño también. Y estuvieron un rato mirando el cable, cuyo principio y fin se perdían en el horizonte. Del fondo se elevaban esponjas, pólipos y medusas, y volvían a descender doblándose a veces encima de él, por lo que a trechos quedaba visible, y a trechos ocultos. Alrededor rebullían erizos de mar, caracoles y gusanos. Gigantescas arañas, cargadas con toda una tripulación de crustáceos, se pavoneaban cerca del cable. Cohombros de mar -de color azul oscuro-, o como se llamen estos bichos que comen con todo el cuerpo, yacían oliendo el nuevo animal que se había instalado en el suelo marino. La platija y el bacalao se revolvían en el agua, escuchando en todas direcciones. La estrella de mar que se excava un hoyo en el fango y saca sólo al exterior los dos largos tentáculos con los ojos, permanecía con la mirada fija, atenta a lo que saliera de todo aquel barullo. El cable telegráfico seguía inmóvil en su sitio, y, sin embargo, habían en él vida y pensamientos; los pensamientos humanos circulaban a su través. -Este objeto lleva mala intención -dijo el ballenato-. Es capaz de pegarme en el estómago, que es mi punto sensible. -Vamos a explorarlo -propuso el pólipo-. Yo tengo largos brazos y dedos flexibles; ya lo he tocado, y voy a cogerlo un poco más fuerte. Y alargó los más largos de sus elásticos dedos para sujetar el cable. -No tiene escamas -dijo- ni piel. Me parece que no dará crías vivas. La anguila se tendió junto al cable, estirándose cuanto pudo. -¡Pues es más largo que yo! -dijo-. Pero no se trata sólo de la longitud. Hay que tener piel, cuerpo y agilidad. El ballenato, joven y fuerte, descendió a mayor profundidad de la que jamás alcanzara. -¿Eres pez o planta? -preguntó-. ¿O serás solamente una de esas obras de allá arriba, que no pueden medrar entre nosotros? Mas el cable no respondió; no lo hace nunca en aquel punto. Los pensamientos pasaban de largo; en un segundo recorrían centenares de millas, de uno a otro país. -¿Quieres contestar, o prefieres que te partamos a mordiscos? -preguntó el fiero tiburón, al que hicieron coro los demás peces. El cable siguió inmóvil, entregado a sus propios pensamientos, cosa natural, puesto que está lleno de ideas. -Si me muerden, ¿a mi qué? Me volverán arriba y me repararán. Ya le ocurrió a otros miembros de mi familia, en mares más pequeños. Por eso continuó sin contestar; otros cuidados tenía. Estaba telegrafiando, cumpliendo su misión en el fondo del mar. Arriba, se ponía el sol, como dicen los hombres. Se volvió el astro como de vivísimo fuego, y todas las nubes del cielo adquirieron un color rojo, a cual más hermoso. -Ahora llega la luz roja -dijeron los pólipos-. Así veremos mejor la cosa, si es que vale la pena. -¡A ella, a ella! -gritó el gato marino, mostrando los dientes. -¡A ella, a ella! -repitieron el pez-espada, el ballenato y la anguila. Y se lanzaron al ataque, con el gato marino a la cabeza; pero al disponerse a morder el cable, el pez-sierra, de puro entusiasmo, clavó la sierra en el trasero del gato. Fue una gran equivocación, pues el otro no tuvo ya fuerzas para hincar los dientes. Aquello produjo un gran revuelo en la región del fango: peces grandes y chicos, cohombros de mar y caracoles se arrojaron unos contra otros, devorándose mutuamente, aplastándose y despedazándose, mientras el cable permanecía tranquilo, realizando su servicio, que es lo que ha de hacer. Arriba reinaba la noche oscura, pero brillaban las miríadas de animalículos fosforescentes que pueblan el mar. Entre ellos brillaba un cangrejo no mayor que una cabeza de alfiler. Parece mentira, pero así es. Todos los peces y animales marinos miraban el cable. -¿Qué será, qué no será? Ahí estaba el problema. En esto llegó una vaca marina, a la que los hombres llaman sirena. Era hembra, tenía cola y dos cortos brazos para chapotear, y un pecho colgante; en la cabeza llevaba algas y parásitos, de lo cual estaba muy orgullosa. -Si desean adquirir ciencia y conocimientos -dijo-, yo soy la única que les puede dar; pero a cambio reclamo pastos exentos de peligro en el fondo marino para mí y los míos. Soy un pez como ustedes, y, además, terrestre, a fuerza de ejercicio. En el mar soy el más inteligente; conozco todo lo que se mueve acá abajo y todo lo que hay allá arriba. Este objeto que os lleva de cabeza procede de arriba, y todo lo que de allí cae, está muerto, o se muere y queda impotente. Dejénlo como lo que es, una invención humana y nada más. -Pues yo creo que es algo más -dijo el pececito. -¡Cállate la boca, caballa! -gritó la gorda vaca marina. -¡Perca! -la increparon los demás, lo cual era aún más insultante. Y la vaca marina les explicó que aquel animal que tanto les había alarmado y que, por lo demás, no había dicho esta boca es mía, no era otra cosa sino una invención de la tierra seca. Y pronunció una breve conferencia sobre la astucia de los humanos. -Quieren cogernos -dijo-; sólo viven para esto. Tienden redes, y vienen con cebo en el anzuelo para atraernos. Éste de ahí es una especie de larga cuerda, y creyeron que la morderíamos, los tontos. Pero a nosotros no nos la pegan. Nada de tocarla, ya verán cómo ella sola se pudre y se deshace. Todo lo que viene de arriba no vale para nada. -¡No vale para nada! -asintieron todos, y para tener una opinión adoptaron la de la vaca marina. Mas el pececillo se quedó con su primera idea. -Esta serpiente tan delgada y tan larga es quizás el más maravilloso de todos los peces del mar. Lo presiento. -El más maravilloso -decimos también los hombres; y lo decimos con conocimiento de causa. Es la gran serpiente marina, que desde hace tiempo anda en canciones y leyendas. Fue gestada como hija de la humana inteligencia, y bajada al fondo del mar desde las tierras orientales a las occidentales, para llevar las noticias y mensajes con la misma rapidez con que los rayos del sol llegan a nuestro Planeta. Crece en poder y extensión, año tras año, a través de todos los mares, alrededor de toda la Tierra, por debajo de las aguas tempestuosas y de las límpidas y claras, cuyo fondo ve el navegante, como si surcara el aire transparente, descubriendo el inmenso tropel de peces que constituyen un milagroso castillo de fuegos artificiales. Allá en los abismos marinos yace la serpiente, el bendito monstruo marino que se muerde la cola al rodear todo el Globo. Peces y reptiles arremeten de cabeza contra él, no comprenden esta creación venida de lo alto: la serpiente de la ciencia del bien y del mal, repleta de pensamientos humanos, silenciosa, y que, no obstante, habla en todas las lenguas, la más maravillosa de las maravillas del mar de nuestra época: la gran serpiente marina.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La hija del rey del pantano
Cuento infantil
Las cigüeñas cuentan muchísimas leyendas a sus pequeños, y todas ellas suceden en el pantano o el cenagal. Generalmente son historias adaptadas a su edad y a la capacidad de su inteligencia. Las crías más pequeñas se extasían cuando se les dice: «¡Cribel, crabel, plurremurre!». Lo encuentran divertidísimo, pero las que son algo mayores reclaman cuentos más enjundiosos, y sobre todo les gusta oír historias de la familia. De las dos leyendas más largas y antiguas que se han conservado en el reino de las cigüeñas, todos conocemos una, la de Moisés, que, abandonado en las aguas del Nilo por su madre, fue encontrado por la hija del faraón. Se le dio una buena educación y llegó a ser un gran personaje, aunque nadie conoce el lugar de su sepultura. Pero esta historia la sabe todo el mundo. La otra apenas se ha difundido hasta la fecha, acaso por tener un carácter más local. Durante miles de años, las cigüeñas se la han venido transmitiendo de generación en generación, cada una contándola mejor que la anterior, y así nosotros damos ahora la versión más perfecta. La primera pareja de cigüeñas que la narró, y que había desempeñado personalmente cierto papel en ella, tiene su residencia veraniega en la casa de madera del vikingo, en el pantano de Vendsyssel. Está en el departamento de Hjörring, cerca de Skagen, en Jutlandia, para expresarnos científicamente. Todavía hoy existe allí un pantano enorme, según puede comprobarse leyendo la geografía de la región. Dicen los libros que en tiempos muy remotos aquello era el fondo del mar, que luego se levantó. Se extiende millas y millas en todas direcciones, rodeado de prados húmedos y de suelo movedizo, con turberas, zarzales y árboles raquíticos. Casi siempre flota sobre él una densa niebla, y setenta años atrás se encontraban aún lobos en aquellos parajes. Tiene bien merecido el nombre de «Pantano salvaje», y es fácil imaginar lo inaccesible que debió de ser hace mil años, todo él lleno de ciénagas y lagunas. Cierto que, mirado en conjunto, ya entonces ofrecía el aspecto actual: los cañaverales tenían la misma altura, con las mismas largas hojas y las flores de color pardomorado. Crecía, lo mismo que hoy, el abedul de blanca corteza y finas hojas sueltas y colgantes. Y en cuanto a los animales que moraban en la región, diremos que la mosca llevaba, su vestido de tul de idéntico corte que ahora, y que el color de la cigüeña era blanco y negro, con medias rojas. En cambio, el atuendo de los hombres era de distinto modelo que el nuestro. Eso sí, los que se aventuraban en aquel suelo pantanoso, ya fuesen siervos o cazadores libres, acababan hace mil años tan miserablemente como en nuestros días: quedaban presos en el fango y se hundían en la mansión del rey del pantano, como era llamado el personaje que reinaba en el fondo de aquel gran imperio. Aunque lo llamaban Rey del pantano, a nosotros nos parece más apropiado decir Rey de la ciénaga, que era el título que le daban las cigüeñas. De su modo de gobernar muy poco se sabía, y tal vez sea mejor así. En las proximidades del pantano, junto al fiordo de Lim, se alzaba la casa de madera del vikingo, con bodega de mampostería, torre y tres pisos. En el tejado, la cigüeña había establecido su nido, donde la madre empollaba tranquilamente sus huevos, segura de que los pequeños saldrían con toda felicidad. Un anochecer, el padre llegó a casa más tarde que de costumbre, desgreñado y con las plumas erizadas. Venía muy excitado. -Tengo que contarte algo espantoso -dijo a su esposa. -¡No me lo cuentes! -replicó ella-. Piensa que estoy incubando. A lo mejor recibo un susto, y los huevos lo pagarían. -Pues tienes que saberlo -insistió el padre-. Ha llegado la hija de aquel rey de Egipto que nos da hospedaje. Se ha arriesgado a emprender este largo viaje, y ahora está perdida. -¿Cómo? ¿La de la familia de las hadas? ¡Cuéntame, deprisa! Ya sabes que no puedo sufrir que me hagan esperar cuando estoy empollando. -Pues la niña ha dado fe a lo que dijo el doctor y que tú misma me explicaste. Que la flor de este pantano podía curar a su padre enfermo, y por eso se vino volando en vestido de plumas, acompañada de las otras dos princesas, vestidas igual, que todos los años vienen al Norte para bañarse y rejuvenecerse. Ha llegado y está perdida. -Cuentas con tanta parsimonia -dijo la madre cigüeña-, que los huevos se enfriarán. Estoy impaciente y no puedo soportarlo. -He aquí lo que he visto -prosiguió el padre-. Cuando me hallaba esta tarde en el cañaveral, donde el suelo es bastante firme para sostenerme, llegaron de pronto tres cisnes. En su aleteo había algo que me hizo pensar: «Cuidado, ésos no son cisnes de verdad; de cisnes sólo tienen las plumas». En estas cosas, a nosotros no nos la pegan. Tú lo sabes tan bien como yo. -Desde luego -respondió ella-. Pero háblame de una vez de la princesa. ¡Dale que dale con los cisnes y sus plumas! -Como sabes muy bien, en el centro del cenagal hay una especie de lago -prosiguió la cigüeña padre-. Si te levantas un poquitín, podrás ver un rincón de él. Allí, en el suelo pantanoso y junto al cañaveral, crece un aliso. Los tres cisnes se posaron en él y miraron a su alrededor aleteando. Uno de ellos se quitó la piel que lo cubría, y entonces reconocí a la princesa de nuestra casa de Egipto. Se sentó, sin más vestido que su larga y negra cabellera. La oí decir a sus dos compañeros que le guardasen el plumaje, mientras ella se sumergía en el agua para coger la flor que creía ver desde arriba. Los otros asintieron con un gesto de la cabeza y se elevaron por los aires, llevándose el vestido de plumas. «¿Qué se llevan entre manos?», pensé yo, y probablemente la princesa pensaría lo mismo. La respuesta me la dieron los ojos, y no los oídos: se remontaron llevándose el vestido de plumas mientras gritaban: «¡Échate al agua! Nunca más volarás disfrazada de cisne, ni volverás a ver Egipto. ¡Quédate en el pantano!». Y diciendo esto, hicieron mil pedazos el vestido de plumas y lo dispersaron por el aire como si fuesen copos de nieve. Luego, las dos perversas princesas se alejaron volando. -¡Es horrible! -exclamó la cigüeña madre-. ¡No puedo oírlo..! Pero sigue, ¿qué sucedió después? -La princesa se deshacía en llanto y lamentos. Sus lágrimas caían sobre el aliso, el cual de pronto empezó a moverse, pues era el rey del cenagal en persona, el que vive en el pantano. Vi cómo el tronco giraba y desaparecía, y unas ramas largas cubiertas de lodo se levantaban al cielo como si fuesen brazos. La pobre niña, asustada, saltó sobre la movediza tierra del pantano. Pero si a mí no puede sostenerme, ¡imagina si podía soportarla a ella! Hundióse inmediatamente, y con ella el aliso; fue él quien la arrastró. En la superficie aparecieron grandes burbujas negras, y luego desapareció todo rastro. Ha quedado sepultada en el pantano, y jamás volverá a Egipto con la flor. ¡Se te hubiera partido el corazón, mujercita mía! -¿Por qué vienes a contarme esas cosas en estos momentos? Los huevos pueden salir mal parados. Sea como fuere, la princesa se salvará; alguien saldrá en su ayuda. Si se tratase de ti o de mí, la cosa no tendría remedio, desde luego. -Sin embargo, iré todos los días a echar un vistazo -dijo el padre, y así lo hizo. Durante mucho tiempo no observó nada de particular. Mas un buen día vio que salía del fondo un tallo verde, del cual, al llegar a la superficie del agua, brotó una hoja, que se fue ensanchando a ojos vistas. Junto a ella se formó una yema, y una mañana en que la cigüeña pasaba volando por encima, vio que, por efecto de los cálidos rayos del sol, se abría el capullo, y mostraba en su cáliz una lindísima niña, rosada y tierna como si saliera del baño. Era tan idéntica a la princesa egipcia, que la cigüeña creyó al principio que era ella misma vuelta a la infancia. Mas pensándolo bien, llegó a la conclusión de que debía ser hija de ella y del rey del pantano. Por eso estaba depositada en un lirio de agua. «Aquí no puede quedarse -pensó la cigüeña-. En mi nido somos ya demasiados, pero se me ocurre una idea. La mujer del vikingo no tiene hijos, y ¡cuántas veces ha suspirado por tener uno! Dicen de mí que traigo los niños pequeños; pues esta vez voy a hacerlo en serio. Llevaré la niña a la esposa del vikingo. ¡Qué alegría tendrá!». Y la cigüeña cogió la criatura y se echó a volar hacia la casa de madera. Con el pico abrió un agujero en el hueco de la ventana y depositó la pequeñuela en el regazo de la mujer del vikingo. Seguidamente, regresó a su nido, donde explicó a madre cigüeña lo sucedido. Las crías escucharon también el relato, pues eran ya lo bastantes crecidas para comprenderlo. -¿Sabes? la princesa no está muerta. Ha enviado arriba a su hijita, y ella habita allá abajo. -¿No te lo dije yo? -exclamó mamá cigüeña-. Pero ahora piensa en ocuparte un poco de tus propios hijos. Se acerca el día de la marcha. Siento ya una especie de cosquilleo debajo de las alas. El cuclillo y el ruiseñor han partido ya, y, por lo que oigo, las codornices pronostican un viento favorable. O mucho me engaño, o mis hijos están en disposición de comportarse bravamente durante el viaje. ¡Qué alegría la de la mujer del vikingo cuando, al despertarse por la mañana, encontró a la hermosa niña sobre su pecho! La besó y la acarició, pero ella no cesaba de gritar con todas sus fuerzas y de agitar manos y piernas. Parecía estar de un pésimo humor. Finalmente, a fuerza de llorar, se quedó dormida, y estaba lindísima en su sueño. La mujer estaba loca de contenta. Sólo deseaba que regresara su marido, que había salido a una expedición con sus hombres. Creyendo próximo su retorno, tanto ella como todos los criados andaban atareados poniendo orden en la casa. Los largos tapices de colores que ella misma tejiera con ayuda de sus doncellas, y que representaban a sus divinidades principales -Odin, Thor y Freia-, fueron colgados de las paredes. Los siervos pulieron bien los escudos que adornaban las estancias. Sobre los bancos se colocaron almohadones, en el hogar del centro del salón se amontonó leña seca para encender fuego al primer aviso. El ama tomó parte activa en los preparativos, por lo que al llegar la noche se sentía muy cansada y durmió profundamente. Al despertarse, hacia la madrugada, experimentó un terrible sobresalto: la niña había desaparecido. Saltó de la cama, encendió una tea y buscó por todas partes. Y he aquí que al pie del lecho encontró, en vez de la niña, una fea y gorda rana. Su visión le produjo tanto enojo, que, cogiendo un palo, se dispuso a aplastarla. Pero el animal la miró con ojos tan tristes, que la mujer no se sintió con fuerzas para darle muerte. Siguió mirando por la habitación, mientras la rana croaba angustiosamente, como tratando de estimular su compasión. Sobresaltada, la mujer se fue a la ventana y abrió el postigo. En el mismo momento salió el sol y lanzó sus rayos sobre la gorda rana. De repente pareció como si la bocaza del animal se contrajese, volviéndose pequeña y roja, los miembros se estirasen y tomasen formas delicadas. Y la mujer vio de nuevo en el lecho a su linda pequeñuela, en vez de la fea rana. -¿Qué es esto? -dijo-, ¿Acaso he soñado? Sea lo que sea, el hecho es que he recuperado a mi querida y preciosa hijita-. Y la besó y estrechó contra su corazón, pero ella le arañaba y mordía como si fuese un gatito salvaje. El vikingo no llegó aquel día ni al siguiente, aunque estaba en camino. Pero tenía el viento contrario, pues soplaba a favor del vuelo de las cigüeñas, que emigraban hacia el Sur. Buen viento para unos, es mal viento para otros. Al cabo de varios días con sus noches, la mujer del vikingo había comprendido lo que ocurría con su niña. Un terrible hechizo pesaba sobre ella. De día era hermosa como un hada de luz, aunque su carácter era reacio y salvaje. En cambio, de noche era una fea rana, plácida y lastimera, de mirada triste. Se conjugaban en ella dos naturalezas totalmente opuestas, que se manifestaban alternativamente, tanto en el aspecto físico como en el espiritual. Durante el día, la chiquilla que trajera la cigüeña tenía la figura de su madre y el temperamento de su padre; de noche, en cambio, su cuerpo recordaba el rey de la ciénaga, su padre, mientras el corazón y el sentir eran los de la madre. ¿Quién podría deshacer aquel embrujo, causado por un poder maléfico? Tal pensamiento obsesionaba a la mujer del vikingo, que, a pesar de todo, seguía encariñada con la pobre criatura. Lo más prudente sería no decir nada a su marido cuando llegase, pues éste, siguiendo la costumbre del país, no vacilaría en abandonar en el camino a la pobre niña, para que la recogiera quien se sintiese con ánimos. La bondadosa mujer no podía resignarse a ello. Era necesario que su esposo sólo viese a la criaturita a la luz del día. Una mañana pasaron las cigüeñas zumbando por encima del tejado. Durante la noche se habían posado en él más de cien parejas, para descansar después de la gran maniobra. Ahora emprendían el vuelo rumbo al mediodía. -Preparados todos los machos -sonó la orden-. ¡Mujeres y niños también! -¡Qué ligeras nos sentimos! -decían las cigüeñas jóvenes-. Las patas nos pican y cosquillean, como si tuviésemos ranas vivas en el cuerpo. ¡Qué suerte poder viajar por el extranjero! -Manteneos dentro de la bandada -dijeron el padre y la madre- y no mováis continuamente el pico, que esto ataca el pecho. Y se echaron a volar. En el mismo momento se oyó un sonido de cuernos en el erial; era el vikingo, que desembarcaba con sus hombres. Volvía con un rico botín de las costas de Galia, donde las aterrorizadas gentes cantaban, como en Britania: «¡Líbranos, Señor, de los salvajes normandos!». ¡Qué vida y qué bullicio empezó entonces en el pueblo vikingo del pantano! Llevaron el barril de hidromiel a la gran sala, encendieron fuego y sacrificaron caballos. Se preparaba un gran festín. El sacrificador purificó a los esclavos, rociándolos con sangre caliente de caballo. Chisporroteaba el fuego, se esparcía el humo por debajo del techo, y el hollín caía de las vigas, pero todos estaban acostumbrados. Los invitados fueron obsequiados con un opíparo banquete. Olvidándose intrigas y rencillas, se bebió copiosamente, y en señal de franca amistad se arrojaban mutuamente a la cabeza los huesos roídos. El bardo -una especie de juglar, que también era guerrero y había tomado parte en la campaña en la que había presenciado los acontecimientos que ahora narraba- entonó una canción en la que ensalzó los hechos heroicos llevados a cabo por cada uno. Todas las estrofas terminaban con el estribillo: «La hacienda se pierde; los linajes se extinguen; los hombres perecen también, pero un nombre famoso no muere jamás». Entonces todos golpeaban los escudos y martilleaban con un cuchillo o con un hueso sobre la mesa, provocando un ruido infernal. La esposa del vikingo permanecía sentada en el banco transversal de la gran sala de fiestas; llevaba vestido de seda, brazaletes de oro y perlas de ámbar. Se había puesto sus mejores galas, y el bardo no dejó de mencionarla en su canto. Habló del tesoro que había aportado a su opulento marido, el cual estaba encantado con la hermosa niña que había visto a la luz del día, en toda su belleza. Le había gustado el carácter salvaje que se manifestaba en la criatura. Pensaba que la pequeña sería, andando el tiempo, una magnífica walkiria, capaz de competir con cualquier héroe; no parpadearía cuando una mano diestra le afeitara en broma las cejas con su espada. Se vació el primer barril de hidromiel y trajeron otro. Se bebía de firme, y los comensales eran gentes de gran resistencia. Sin embargo, ya entonces corría el refrán: «Los animales saben cuándo deben salir del prado; pero un hombre insensato nunca conoce la medida de su estómago». No es que no la conocieran, pero del dicho al hecho hay un gran trecho. También conocían este otro proverbio: «La amistad se enfría cuando el invitado tarda demasiado en marcharse». Y, sin embargo, no se movían; eran demasiado apetitosos la carne y el hidromiel. La fiesta discurrió con gran bullicio. Por la noche, los siervos durmieron en las cenizas calientes; untaron los dedos en la grasa mezclada con hollín y se relamieron muy a gusto. Fue una fiesta espléndida. Aquel año, el vikingo se hizo otra vez a la vela, pese a que se levantaban ya las tormentas otoñales. Se dirigió con sus hombres a las costas británicas, lo cual, según él, era sólo «atravesar el charco». Su mujer quedó en casa con la niña. Ahora la madre adoptiva quería ya más a la pobre rana de dulce mirada y hondos suspiros, que a la belleza que arañaba y mordía. Bosques y eriales fueron invadidos por las espesas y húmedas nieblas de otoño, que provocan la caída de las hojas. El «pájaro sin plumas», como llaman allí a la nieve, llegó volando en nutridas bandadas; se acercaba el invierno. Los gorriones se incautaron del nido de las cigüeñas, burlándose, a su manera, de las propietarias ausentes. ¿Dónde pararían éstas, con su prole? Pues a la sazón estaban en Egipto, donde el sol calienta tanto en invierno como lo hace en nuestro país en los más hermosos días del verano. Tamarindos y acacias florecían por doquier. La media luna de Mahoma brillaba radiante en las cúpulas de las mezquitas. Numerosas parejas de cigüeñas descansaban en las esbeltas torres después de su largo viaje. Grandes bandadas habían alineado sus nidos sobre las poderosas columnas, las derruidas bóvedas de los templos y otros lugares abandonados. La palma datilera proyectaba a gran altura su copa protectora, como formando un parasol. Las grises pirámides se dibujaban como siluetas en el aire diáfano sobre el fondo del desierto, donde el avestruz hacía gala de la ligereza de sus patas, y el león contemplaba con sus grandes y despiertos ojos la esfinge marmórea, medio enterrada en la arena. El agua del Nilo se había retirado; en el lecho del río pululaban las ranas, las cuales ofrecían al pueblo de las cigüeñas el más sublime espectáculo que aquella tierra pudiera depararles. Los pequeños creían que se trataba de un engañoso espejismo, de tan hermoso que lo encontraban. -Así van las cosas, aquí. Ya les dije yo que en nuestra tierra cálida se está como en Jauja -dijo la madre cigüeña; y los pequeños sintieron un cosquilleo en el estómago. -¿Queda aún mucho por ver? -preguntaron ¿Tenemos que ir más lejos todavía? -No, ya no hay más que ver -respondió la vieja-. Después de esta bella tierra viene una selva impenetrable, donde los árboles crecen en confusión, enlazados por espinosos bejucos. Es una espesura inaccesible, a cuyo través sólo el elefante puede abrirse camino con sus pesadas patas. Las serpientes son allí demasiado gordas para nosotras, y las ardillas, demasiado rápidas y vivarachas. Por otra parte, si se adentran en el desierto, se les meterá arena en los ojos; y esto en el mejor de los casos, es decir, si el tiempo es bueno; que si se pone tempestuoso, serán engullidos por una tromba de arena. No, aquí es donde se está mejor. Hay ranas y langostas. Aquí nos quedaremos. Y se quedaron. Los viejos se instalaron en su nido, construido en la cúspide del esbelto minarete, y se entregaron al descanso, aunque bastante tenían que hacer con alisarse las plumas y rascarse las rojas medias con el pico. De vez en cuando extendían el cuello, y, saludando gravemente, levantaban la cabeza, de frente elevada y finas plumas. En sus ojos pardos brillaba la inteligencia. Las jovencitas paseaban con aire grave por entre los jugosos juncos, mirando de reojo a sus congéneres. De este modo se trababan amistades, y a cada tres pasos se detenían para zamparse una rana. Luego cogían una culebrina con el pico, la balanceaban de un lado a otro, con movimientos de la cabeza que ellas creían graciosos; en todo caso, el botín les sabía a gloria. Los jóvenes petimetres armaban mil pendencias, golpeándose con las alas, atacándose unos a otros con el pico hasta hacerse sangre. Y así se iban enamorando y prometiendo los señoritos y las damitas. Al fin y al cabo, éste era el objetivo de su vida. Entonces cada pareja pensaba en construir su nido, lo cual daba pie a nuevas contiendas, pues en aquellas tierras cálidas todo el mundo es de temperamento fogoso. Pero, con todo, reinaba la alegría, y los viejos, sobre todo, estaban muy satisfechos. A los ojos de los padres está bien cuanto hacen los hijos. Salía el sol todos los días abundaba la comida, sólo había que pensar en divertirse y pasarlo bien. Pero al rico palacio del que las cigüeñas llamaban su anfitrión, no había vuelto la alegría. El poderoso y opulento señor, con todos los miembros paralizados, yacía cual una momia en un diván de la espaciosa sala de policromas paredes. Se habría dicho que reposaba en el cáliz de un tulipán. Lo rodeaban parientes y amigos. No estaba muerto, pero tampoco podía decirse que estuviera vivo. Seguía sin llegar la salvadora flor del pantano nórdico, en cuya busca había partido aquella que más lo quería. Su joven y hermosa hija, que había emprendido el vuelo hacia el Norte disfrazada de cisne, cruzando tierras y mares, no regresaría nunca. «Ha muerto», habían comunicado a su vuelta las doncellas-cisnes. He aquí la historia que se habían inventado: Íbamos las tres volando a gran altura, cuando nos descubrió un cazador y nos disparó una flecha, que hirió a nuestra amiguita. Ésta, entonando su canción de despedida, cayó lentamente como un cisne moribundo al lago del bosque. La enterramos en la orilla, bajo un aromático abedul. Pero la hemos vengado. Pusimos fuego bajo el ala de la golondrina que construía su nido en el techo de cañas del cazador. El fuego prendió, y toda la casa fue pasto de las llamas. El cazador murió abrasado, y la hoguera brilló por encima del lago, hasta el abedul a cuyo pie habíamos sepultado a nuestra amiga. Allí reposa la princesa, tierra que ha vuelto a la tierra. ¡Jamás regresará a Egipto! Y las dos se echaron a llorar. La cigüeña padre, a quien contaron aquella fábula, castañeteó con el pico con tanta fuerza, que el eco resonó a lo lejos. -¡Mentira y perfidia! -exclamó-. Me entran ganas de traspasarles el pecho con el pico. -¡Sí, para rompértelo! -replicó la madre-. ¡Lo guapo que quedarías! Mejor será que pienses en ti y después en tu familia. ¿Qué te importan los demás? -Sin embargo, mañana me pondré al borde del tragaluz de la cúpula, cuando se reúnan los sabios y eruditos para tratar del estado del enfermo. Tal vez de este modo se acercarán algo a la verdad. Y los sabios y eruditos se congregaron. Hubo muchos y elocuentes discursos. Se extendieron en mil detalles; pero la cigüeña no sacó nada en limpio, ni tampoco salió de la asamblea nada que pudiera aprovechar al enfermo ni a la hija perdida en el pantano. Sin embargo, bueno será que oigamos algo. ¡Tantas cosas hay que oír en este mundo! Para entender lo ocurrido, conviene ahora que nos remontemos a los principios de esta historia. Así la podremos comprender bien, o al menos tanto como papá cigüeña. «El amor engendra la vida. El amor más alto engendra la vida más alta», había dicho alguien. Y era una idea muy inteligente y muy bien expresada, al decir de los sabios. -Es un hermoso pensamiento -afirmó enseguida papá cigüeña. -No acabo de entenderlo bien -replicó la madre-, y la culpa no es mía, sino del pensamiento. Pero me importa un comino, otras cosas tengo en que pensar. Los sabios se extendieron luego en largas disquisiciones sobre las distintas clases de amor. Hay que distinguir el amor que los novios sienten uno hacia el otro, del amor entre padres e hijos; y también es distinto el amor de la luz por las plantas -y los sabios describieron cómo el rayo del sol besa el cieno y cómo de este beso brota el germen-. Todo ello fue expuesto con grandes alardes de erudición, hasta el extremo de que la cigüeña padre fue incapaz de seguir el hilo del discurso, y no digamos ya de repetirlo. Quedó muy pensativo y, entonando los ojos, se pasó todo el día siguiente de pie sobre una pata. Aquello era demasiado para su inteligencia. Pero una cosa entendió papá cigüeña, una cosa que había oído tanto de labios de los ciudadanos inferiores como de los signatarios más encopetados: que para miles de habitantes y para la totalidad del país era una gran calamidad el hecho de que aquel hombre estuviese enfermo sin esperanzas de restablecerse. Sería una suerte y una bendición el que recuperase la salud. «Pero, ¿dónde crece la flor que posee virtud para devolvérsela?». Todos lo habían preguntado, consultado los libros eruditos, las brillantes constelaciones, los vientos y las intemperies. Habían echado mano de todos los medios posibles, y finalmente la asamblea de eminencias había llegado, según ya se dijo, a aquella conclusión: «El amor engendra vida, vida para el padre», con lo cual dijeron más de lo que ellos mismos comprendían. Y lo repitieron por escrito, en forma de receta: «El amor engendra vida». Ahora bien, ¿cómo preparar aquella receta? Ahí estaba el problema. Por fin convinieron unánimemente en que el auxilio debía partir de la princesa, que amaba a su padre con todo el corazón y toda el alma. Tras muchas discusiones, encontraron también el medio de llevar a cabo la empresa. Hacía ahora exactamente un año que la princesa, una noche de luna creciente, a la hora en que ya el astro declinaba, se dirigió a la esfinge de mármol del desierto. Llegada frente a ella, hubo de quitar la arena que cubría la puerta que había a su pie, y seguir el largo corredor que llevaba al centro de la enorme pirámide, en que reposaba la momia de uno de los poderosos faraones de la Antigüedad, rodeada de pompa y magnificencia. Debería apoyar la cabeza sobre el muerto, y entonces le sería revelada la manera de salvar la vida de su padre. Todo lo había cumplido la princesa, y en sueños se le había comunicado que debía partir hacia el Norte en busca de un profundo pantano situado en tierra danesa. Le habían marcado exactamente el lugar, y debía traer a su país la flor de loto que tocara su pecho en lo más hondo de sus aguas. Así es como se salvaría su padre. Por eso había emprendido ella el viaje al pantano salvaje, en figura de cisne. De todo esto se enteraron la pareja de cigüeñas, y ahora también nosotros estamos mucho mejor enterados que antes. Sabemos que el rey del pantano la había atraído hacia sí, y que los suyos la tenían por muerta y desaparecida. Sólo el más sabio de los reunidos añadió, como dijera ya la madre cigüeña: «Ella encontrará la manera de salvarse», y todos decidieron esperar a que se confirmara esta esperanza, a falta de otra cosa mejor. -Ya sé lo que voy a hacer -dijo cigüeña padre-. Quitaré a las dos malas princesas su vestido de cisnes. Así no podrán volver al pantano y cometer nuevas tropelías. Guardaré los plumajes allá arriba, hasta que les encuentre alguna aplicación. -¿Dónde los vas a esconder? -preguntó la madre. -En nuestro nido del pantano -respondió él-. Yo y nuestros pequeños podemos ayudarnos mutuamente para su transporte, y si resultasen demasiado pesados, siempre habrá algún lugar en ruta donde ocultarlos hasta el próximo viaje. Un plumaje de cisne sería suficiente para la princesa, pero si hay dos, mejor que mejor. Para viajar por el Norte hay que ir bien equipado. -Nadie te lo agradecerá -dijo la madre-. Pero tú eres el que mandas. Yo sólo cuento durante la incubación. En el pueblo del vikingo, a orillas del pantano salvaje, donde en primavera vivían las cigüeñas, habían dado nombre a la niña. La llamaron Helga, pero aquel nombre era demasiado dulce para el temperamento que se albergaba en su hermosa figura. Mes tras mes iba la niña creciendo, y así pasaron varios años, en el curso de los cuales las cigüeñas repitieron regularmente su viaje: en otoño rumbo al Nilo, y en primavera, de vuelta al pantano. La pequeña se había convertido en una muchacha, y, antes de que nadie se diese cuenta, en una hermosísima doncella de 16 años. Pero bajo la bella envoltura se ocultaba un alma dura e implacable. Era más salvaje que la mayoría de las gentes de aquellos rudos y oscuros tiempos. Su mayor placer era bañar las blancas manos en la sangre humeante del caballo sacrificado. En sus accesos de furor mordía el cuello del gallo negro que el sacerdote se disponía a inmolar, y a su padre adoptivo le decía muy en serio: -Si viniese tu enemigo y atase una soga a las vigas de nuestro tejado, y lo levantase justamente encima de la habitación donde duermes, yo no te despertaría aunque pudiera hacerlo. No oiría nada, pues aún zumba en mi oído la sangre desde aquel día en que me pegaste una bofetada. ¡Tengo buena memoria! Pero el vikingo no prestaba crédito a sus palabras; como todos los demás estaba trastornado por su hermosura, y tampoco conocía la transformación interior y exterior que la pequeña Helga sufría todos los días. Montaba a caballo sin silla, como formando una sola pieza con su montura, y partía al galope tendido. No se apeaba cuando el animal se batía con otros de igual fiereza. Completamente vestida se arrojaba a la violenta corriente de la bahía y salía nadando al encuentro del vikingo, cuando el bote de éste avanzaba hacia la orilla. De su largo y hermoso cabello se cortó el rizo más largo, para trenzar con él una cuerda de arco. -Lo mejor es lo que se hace uno mismo -decía. La mujer del vikingo, que, como correspondía a la época y a las costumbres, era de voluntad firme y carácter recio, en comparación con su hija adoptiva era un ser dulce y tímido. Por otra parte, sabía que aquella criatura terrible era víctima de un embrujo. Cuando la madre estaba en la azotea o salía al patio, muchas veces Helga se sentía acometida del perverso capricho de sentarse sobre el borde del pozo y, agitando brazos y piernas, precipitarse por el angosto y profundo agujero. Impelida por su naturaleza de rana, se zambullía hasta el fondo. Luego volvía a la superficie, trepaba como un gato hasta la boca del pozo y, chorreando agua, entraba en la sala, donde las hojas verdes que cubrían el suelo eran arrastradas por el arroyuelo. Pero había un momento en que Helga aceptaba el freno: el crepúsculo vespertino, durante el cual se volvía apacible y pensativa, dejándose guiar y conducir. Entonces, un sentimiento íntimo la acercaba a su madre, y cuando el sol se ponía y se producía su transformación interior y exterior, se quedaba quieta y triste, contraída en su figura de rana. Su cuerpo era entonces mucho más voluminoso que el de este animal, y precisamente esta circunstancia aumentaba su fealdad. Parecía una enana repugnante, con cabeza de rana y manos palmeadas. Una infinita tristeza se reflejaba en sus ojos, cuya mirada paseaba en derredor; en vez de voz emitía un croar apagado, como un niño que solloza en sueños. La mujer del vikingo la tomaba entonces en su regazo, olvidándose de su horrible figura, y mirando únicamente a sus tristes ojos. Y muchas veces le decía: -Casi preferiría que fueses siempre mi ranita muda. Peor es tu aspecto cuando por fuera pareces tan bella. Y escribía runas contra los hechizos y las enfermedades, y las echaba sobre la infeliz, pero no lograba ninguna mejoría. -¡Quién creería que fue tan pequeña y que reposó en el cáliz de un lirio de agua! -dijo un día la cigüeña padre-. Ahora es toda una moza, fiel retrato de su madre egipcia. Nunca hemos vuelto a verla desde aquel día. No ha conseguido salvarse, como creísteis tú y el sabio. Año tras año he volado sobre el pantano, pero jamás ha dado señal de vida. Te lo voy a confesar: aquellos años en que llegaba unos días antes que tú, para arreglar el nido y poner en orden las cosas, me pasé cada vez una noche entera volando, como una lechuza o un murciélago por encima del pantano, y siempre sin resultado. Hasta ahora los dos plumajes de cisne que traje del Nilo con ayuda de mis pequeños, siguen allí sin servir para nada. Y tanto como costó el transporte: tres viajes completos hubimos de invertir. Ahora llevan ya años en el fondo del nido, y si un día hay un incendio y la casa se quema, se consumirán ellos también. -Y también nuestro buen nido -suspiró la cigüeña madre-. Tú piensas menos en él que en los plumajes y en tu princesa egipcia. ¿Por qué no bajas al pantano y te quedas a su lado?. Para tu propia familia eres un mal padre; te lo tengo dicho varias veces, desde que empollé por primera vez. ¡Con tal que esa salvaje chiquilla del vikingo no nos largue una flecha a las alas! No sabe lo que hace. Y, sin embargo, esta casa fue nuestra mucho antes que suya, debería tenerlo en cuenta. Nosotros no nos olvidamos nunca de pagar nuestra deuda; cada año traemos nuestra contribución: una pluma, un huevo y una cría, como es justo y equitativo. ¿Crees acaso que cuando la chica ronda por ahí me atrevo a salir como antes y como acostumbro hacer en Egipto, donde estoy en trato de igualdad con las personas, sin privarme de nada, metiendo el pico en escudillas y pucheros? No, aquí me estoy muy quietecita, rabiando por aquella mocosa. Y rabiando también por su causa. ¿Por qué no la dejaste en el lirio de agua? No nos veríamos ahora en estos apuros. -Bueno, bueno; eres mejor de lo que harían creer tus discursos -respondió papá cigüeña-. Te conozco mejor de lo que tú misma puedes conocerte. Y pegando un salto y un par de aletazos y estirando las patas hacia atrás, se puso a volar, o, mejor diríamos, a nadar, sin mover siquiera las alas. Cuando estuvo alejado un buen trecho dio otro vigoroso aletazo, el sol brilló en sus blancas plumas, y cuello y cabeza se alargaron hacia delante. ¡Qué fuerza y qué brío! -Es el más guapo de todos, esto no hay quien lo niegue -dijo mamá cigüeña-. Pero me guardaré bien de decírselo. Aquella vez el vikingo llegó antes que de costumbre, en el tiempo de la cosecha, con botín y prisioneros. Entre éstos venía un joven sacerdote cristiano, uno de esos que perseguían a los antiguos dioses de los países nórdicos. En los últimos años se había hablado a menudo en la hacienda y en el aposento de las mujeres, de aquella nueva fe que se había difundido en todas las tierras del Mediodía, y que San Ansgario había llevado ya incluso hasta Hedeby, en el Schlei. Hasta la pequeña Helga había oído hablar de la religión del Cristo blanco, que, por amor a los hombres, había venido a redimirlos. Verdad es que la noticia, como suele decirse, le había entrado por un oído y salido por el otro. La palabra amor sólo parecía tener sentido para ella cuando, en el cerrado aposento, se contraía para transformarse en la mísera rana. Pero la mujer del vikingo no había echado la nueva en saco roto, y los informes y relatos que circulaban sobre aquel Hijo del único Dios verdadero, la habían impresionado profundamente. Los hombres al volver de la expedición, habían hablado de los magníficos templos, construidos con ricas piedras labradas, en honor de aquel dios cuyo mandamiento era el amor. Habían traído varios vasos de oro macizo, artísticamente trabajados, y que despedían un singular aroma. Eran incensarios, de aquellos que los sacerdotes cristianos agitaban ante el altar, en el que nunca manaba la sangre, sino que el pan y el vino consagrados se transformaban en el cuerpo y la sangre de Aquel que se había ofrecido en holocausto para generaciones aún no nacidas. El joven sacerdote cautivo fue encerrado en la bodega de piedra de la casa, con manos y pies atados con cuerdas de fibra. Era hermoso, «hermoso como el dios Baldur», había dicho la esposa del vikingo, la cual se compadecía de su suerte, mientras Helga pedía que le pasasen una cuerda a través de las corvas y lo atasen a los rabos de toros salvajes. -Entonces yo soltaría los perros, y ¡a correr por el pantano y el erial! ¡Qué espectáculo, entonces, y aún sería más divertido seguirlo a la carrera! Pero el vikingo se negó a someterlo a aquella clase de muerte, y lo condenó a ser sacrificado al día siguiente sobre la piedra sagrada del soto, como embaucador y perseguidor de los altos dioses. No sería la primera vez que se inmolaba allí a un hombre. La joven Helga pidió que se le permitiese rociar con su sangre las imágenes de los dioses y al pueblo. Afiló su bruñido cuchillo, y al pasar sobre sus pies uno de los grandes y fieros perros, muy numerosos en la hacienda, le clavó el arma en el flanco. -Esto es sólo un ensayo -dijo. La mujer del vikingo observó con gran pena la conducta de la salvaje y perversa muchacha. Cuando llegó la noche y se produjo la transformación en el cuerpo y el alma de la hermosa doncella, expresó, con el corazón compungido y ardientes palabras, todo el dolor que la embargaba. La fea rana permanecía inmóvil, con el cuerpo contraído, clavados en la mujer los tristes ojos pardos, escuchándola y pareciendo comprender sus reproches con humana inteligencia. -Nunca, ni siquiera a mi marido, dijo mi lengua una palabra de lo que por tu causa estoy sufriendo -exclamaba la esposa del vikingo-. Nunca hubiera creído que en mi alma cupiera tanto dolor. Grande es el amor de una madre, pero tu corazón ha sido siempre insensible a él. Tu corazón es como un frío trozo de barro. ¿Por qué viniste a parar a nuestra casa? Un temblor extraño recorrió el cuerpo de la repugnante criatura, como si aquellas palabras hubiesen tocado un lazo invisible entre el cuerpo y el alma. Gruesas lágrimas asomaron a sus ojos. -¡Ya vendrán para ti tiempos duros! -prosiguió la mujer-. Pero también mi vida se hará espantosa. Mejor hubiera sido exponerte en el camino, recién nacida, para que te meciera la helada hasta hacerte morir. Y la esposa del vikingo lloró amargas lágrimas, y se retiró, airada y afligida, detrás de la cortina de pieles que, colgando de la viga, dividía en dos la habitación. La arrugada rana quedó sola en una esquina. Aun siendo muda, al cabo de un rato exhaló un suspiro ahogado. Era como si, sumida en profundo dolor, naciese una vida nueva en lo más íntimo de su pecho. El feo animal avanzó un paso, aguzó el oído, dio luego un segundo paso y, con sus manos torpes, cogió la pesada barra colocada delante de la puerta. La sacó sin hacer ruido y quitó luego la clavija de debajo de la aldaba. Después cogió la lámpara encendida que había en la parte delantera de la habitación; se hubiera dicho que una voluntad férrea le daba energías. Descorriendo el perno de hierro del escotillón, se deslizó escaleras abajo hasta el prisionero, que estaba dormido. Le tocó la rana con su mano fría y húmeda, y al despertar él y ver ante sí la repelente figura, se estremeció como ante una aparición infernal. El animal se sacó el cuchillo, cortó las ligaduras del cautivo y le hizo señas de que lo siguiera. Él invocó nombres sagrados, trazó la señal de la cruz y, viendo que aquella figura seguía invariable, dijo: -Bienaventurado el que tiene compasión del desgraciado. El Señor lo amparará en el día de la tribulación. ¿Quién eres? ¿Cómo tienes el exterior de un animal, y, sin embargo, realizas obras de misericordia? La rana le hizo una seña y lo guió, entre corredores cerrados sólo por pieles de animales, hasta el establo, donde le señaló un caballo. Montó él de un saltó, pero la rana se subió delante, agarrándose a las crines. El prisionero comprendió su intención, y, emprendiendo un trote ligero, pronto se encontraron, por un camino que él no habría descubierto nunca, en el campo libre. El hombre se olvidó de la repugnante figura de su compañera, sintiendo sólo la gracia y la misericordia del Señor, que obraba a través de aquel monstruo; y rezó piadosas oraciones y entonó canciones santas. La rana empezó a temblar: ¿se manifestaba en ella el poder de la oración y del canto, o era acaso el fresco de la mañana, que no estaba ya muy lejos? ¿Qué era lo que sentía? Se incorporó y trató de detener el caballo y saltar a tierra, pero el sacerdote la sujetó con todas sus fuerzas y entonó un canto para deshacer el hechizo que mantenía aquel ser en su repugnante figura de rana. El caballo se lanzó a todo galope, el cielo se tiñó de rojo, el primer rayo de sol rasgó las nubes, y el manantial de luz provocó la transformación cotidiana: nuevamente apareció la joven belleza con su alma demoníaca. Él, que tenía fuertemente asida a la hermosa doncella, se espantó y, saltando del caballo, lo detuvo, creyendo que tenía ante los ojos un nuevo y siniestro hechizo. Pero la joven Helga se había apeado también de un brinco; la breve falda sólo le llegaba hasta las rodillas. Sacando el afilado cuchillo del cinturón, se arrojó sobre su sorprendido compañero. -¡Deja que te alcance! -gritaba-. Deja que te alcance y te hundiré el cuchillo en el corazón. ¡Estás pálido como la cera! ¡Esclavo! ¡Mujerzuela! Y se arrojó sobre él. Se entabló una ruda lucha. Parecía como si un poder invisible diese fuerzas al cristiano; sujetó a la doncella, y un viejo roble que allí crecía vino en su ayuda, trabando los pies de su enemiga con las raíces que estaban en parte al descubierto. Allí cerca manaba una fuente; el hombre roció con sus aguas cristalinas el pecho y el rostro de la muchacha, según costumbre cristiana; pero el bautismo no tiene virtud cuando del interior no brota al mismo tiempo el manantial de la fe. Y, no obstante, este gesto surgió su efecto. En sus brazos obraban fuerzas sobrehumanas en lucha contra el poder del mal; y el cristiano pudo dominarla. Dejó ella caer los brazos, y se quedó contemplando con mirada de asombro las pálidas mejillas de aquel hombre que le parecía un poderoso mago, fuerte en sus artes misteriosas. Leía él en alta voz oscuras y funestas runas, trazando en el aire signos indescifrables. Ni ante el hacha centelleante ni ante un afilado cuchillo blandido ante sus ojos habría ella parpadeado; y, en cambio, lo hizo cuando él trazó la señal de la cruz sobre su frente. Permaneció quieta cual un ave amansada, reclinada la cabeza sobre el pecho. Él le habló con dulzura de la caritativa acción que había realizado aquella noche cuando, presentándose en su prisión en figura de feísima rana, lo había desatado y vuelto a la luz y a la vida. También ella estaba atada, atada con lazos más duros que los de él, dijo, pero también llegaría, por su mediación, a la luz y la vida. La conduciría a Hedeby, a presencia del santo hombre Ansgario; en aquella ciudad cristiana se desharía el embrujo. Pero no debía llevarla montada delante de él, aunque se comportara con apacibilidad y mansedumbre. -Montarás a la grupa, no delante. Tu beldad hechicera tiene un poder que procede del demonio, y lo temo. ¡Pero venceré, en el nombre de Cristo! Hincóse de rodillas y rezó con piedad y fervor. Y fue como si la silenciosa naturaleza se trocase en un templo santo; los pájaros se pusieron a cantar, como si fueran el coro de los fieles, mientras la menta silvestre exhalaba un intenso aroma, como para reemplazar el de ámbar y el incienso. Él anunciaba en voz alta la palabra de las Escrituras: «La luz de lo alto nos ha visitado para iluminar a aquellos que se hallan sumidos en las sombras de la muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz». Y habló del anhelo de la criatura, y mientras hablaba, el caballo, que en veloz carrera lo había llevado hasta allí, permanecía inmóvil, pataleando en los largos zarcillos de la zarzamora, de modo que los jugosos frutos caían en la mano de Helga, ofreciéndole algo con que calmar el hambre. Dócilmente se dejó subir a las ancas del caballo y quedó sentada como una sonámbulo, que se está quieta pero no despierta. El cristiano ató dos ramas en forma de cruz, que sostuvo en la mano, y emprendieron la ruta a través del bosque, cada vez más espeso e impenetrable, por un camino que se iba estrechando progresivamente, hasta que se perdió en la maleza. Cada zarzal era una barrera que les cerraba el paso y había que rodear; las fuentes no se convertían en arroyuelos, sino en verdaderos pantanos, que obligaban a nuevos rodeos. Mas el aire puro del bosque proporcionaba a los caminantes fuerza y alivio, y un vigor no menos intenso brotaba de las dulces palabras del jinete, en las que resonaban la fe y la caridad cristianas, animadas por el afán de llevar a la embrujada doncella hacia la luz y la vida. La gota de lluvia perfora, dicen, la dura piedra. En el curso del tiempo, las olas del mar pulimentan y redondean la quebrada roca esquinada; el rocío de la gracia, que por vez primera caía sobre la pequeña Helga, reblandecía la dureza, redondeaba la arista. Ninguna conciencia tenía ella de lo que en sí misma ocurría. ¡Qué sabe la semilla, hundida en la tierra, de la planta y la flor que hay encerradas en ella, y que germinarán con ayuda de la humedad y de los rayos del sol! Semejante al canto de la madre, que se va insinuando imperceptiblemente en el alma del niño, de manera que éste va imitando poco a poco las palabras sin comprenderlas, así también obraba allí el verbo, esa fuerza divina que santifica a cuantos en ella creen. Salieron del bosque, cruzaron el erial y se adentraron nuevamente por selvas intransitables. Hacia el anochecer, se toparon con unos bandoleros. -¿Dónde raptaste esta preciosa muchacha? -le preguntaron los bandidos. Cogieron el caballo por la brida y obligaron a apearse a los dos jinetes; formaban un grupo muy numeroso. El sacerdote no disponía de más arma que el cuchillo que había arrancado a Helga, y con él se defendió valerosamente. Uno de los salteadores blandió su hacha, pero el cristiano saltó de lado, esquivando la herida. El filo del hacha fue a clavarse en el cuello del caballo; brotó un chorro de sangre y el animal se desplomó. Entonces, Helga, como arrancada de un profundo ensimismamiento, se precipitó contra el gimiente caballo. El sacerdote se colocó delante de ella para protegerla, pero uno de los bandidos le asestó un mazazo en la frente, con tal violencia que la sangre y los sesos fueron proyectados al aire, y el cristiano cayó muerto. Los bandoleros sujetaron a Helga por los blancos brazos, pero en el mismo momento se puso el sol, y la muchacha se transformó en una fea rana. La boca, de un verde blanquecino, se ensanchó hasta cubrir la mitad de su cara, los brazos se le volvieron delgados y viscosos, una ancha mano palmeada se extendió en abanico… Los bandoleros la soltaron, espantados. Ella, convertida en un monstruo repulsivo, empezó a dar saltos, como era propio de su nueva naturaleza, más altos que ella misma, y desapareció entre la maleza. Los bandoleros creyeron que se las habían con las malas artes de Loki o con algún misterioso hechizo, y se apresuraron a alejarse del siniestro lugar. Salió la luna llena e inundó las tierras con su luz. Entre la maleza apareció Helga en su horrible figura de rana. Se acercó al cadáver del sacerdote cristiano, que yacía junto al caballo, y lo contempló con ojos que parecían verter lágrimas. Su boca emitió un sonido singular, semejante al de un niño que prorrumpe en llanto. Arrojábase ya sobre uno ya sobre el otro y, recogiendo agua en su ancha mano, la vertía sobre los cuerpos. Muertos estaban y muertos deberían quedar; bien lo comprendió ella. No tardarían en acudir los animales de la selva, que devorarían los cadáveres. ¡No, no debía permitirlo! Se puso a excavar un hoyo, lo más hondo posible. Quería prepararles una sepultura, pero no disponía de más instrumentos que sus manos y una fuerte rama de árbol. Con el trabajo se le distendía tanto la membrana que le unía los dedos de batracio, que se desgarró y empezó a manar sangre. Comprendiendo que no lograría dar fin a su tarea, fue a buscar agua, lavó el rostro del muerto, cubrió el cuerpo con hojas verdes y, reuniendo grandes ramas, las extendió encima, tapando con follaje los intersticios. Luego cogió las piedras más voluminosas que pudo encontrar, las acumuló sobre los cuerpos y rellenó con musgo las aberturas. Hecho todo esto, consideró que el túmulo era lo bastante fuerte y protegido. Pero entretanto había llegado la madrugada, salió el sol y Helga recobró su belleza, aunque tenía las manos sangrantes, y por primera vez las lágrimas bañaban sus mejillas virginales. En el proceso de su transformación, pareció como si sus dos naturalezas luchasen por conquistar la supremacía; la muchacha temblaba, dirigía miradas a su alrededor como si acabase de despertar de un sueño de pesadilla. Corrió a la esbelta haya para apoyarse en su tronco, y un momento después trepaba como un gato a la cima del árbol, agarrándose fuertemente a él. Allí se quedó semejante a una ardilla asustada, casi todo el día, en la profunda soledad del bosque, donde todo parece muerto y silencioso. ¡Muerto! Verdad es que revoloteaban unas mariposas jugando o peleándose, y que a poca distancia se destacaban varios nidos de hormigas, habitados cada uno por algunos centenares de laboriosos insectos, que iban y venían sin cesar. En el aire danzaban enjambres de innúmeros mosquitos; nubes de zumbadoras moscas pasaban volando, así como libélulas y otros animalillos alados; la lombriz de tierra se arrastraba por el húmedo suelo, los topos construían sus galerías… pero todo lo demás estaba silencioso y muerto. Nadie se fijaba en Helga, a excepción de los grajos, que revoloteaban en torno a la cima del árbol donde ella se hallaba; curiosos, saltaban de rama en rama, hasta llegar a muy poca distancia de la muchacha. Una mirada de sus ojos los ahuyentaba, y ni ellos sacaban nada en claro de la doncella, ni ésta sabía qué pensar de su situación. Al acercarse la noche y comenzar la puesta del sol, la metamorfosis la movió a dejar su actitud pasiva. Se deslizó del tronco, y no bien se hubo extinguido el último rayo, volvió ella a contraerse y a convertirse en rana, con la piel de las manos desgarrada. Pero esta vez sus ojos tenían un brillo maravilloso, mayor casi que en los de la hermosa doncella. En aquella cabeza de rana brillaban los ojos de muchacha más dulces y piadosos que pueda imaginarse. Eran un testimonio de los sentimientos humanos que albergaba en su pecho. Y aquellos hermosos ojos rompieron a llorar, dando suelta a gruesas lágrimas que aligeraban el corazón. Junto al túmulo que había levantado estaba aún la cruz hecha con dos ramas, la última labor del que ahora reposaba en el seno de la muerte. La recogió Helga y, cediendo a un impulso repentino, la clavó entre las piedras, sobre el sacerdote y el caballo muertos. Ante el melancólico recuerdo volvieron a fluir sus lágrimas, y trazó el mismo signo en el suelo, todo alrededor de la tumba, como si quisiera cercarla con una santa valla. Y he aquí que mientras trazaba con ambas manos la señal de la cruz, se le desprendió la membrana que le unía los dedos, como si fuese un guante, y cuando se inclinó sobre la fuente para lavarse, vio, admirada, sus finas y blancas manos, y volvió a dibujar en el aire la señal de la cruz. Y he aquí que temblaron sus labios, se movió su lengua y salió, sonoro, de su boca, el nombre que con tanta frecuencia oyera pronunciar y cantar en el curso de su carrera por el bosque: el nombre de Jesucristo. Le cayó la envoltura de rana y volvió a ser una joven y espléndida doncella. Pero su cabeza, fatigada, se inclinó; sus miembros pedían descanso, y se quedó dormida. Su sueño fue breve, pues se despertó a medianoche. Ante ella estaba el caballo muerto, radiante y lleno de vida; de sus ojos y del cuello herido irradiaba un brillo singular. A su lado había el sacerdote cristiano. «¡Más hermoso que Baldur!», habría dicho la mujer del vikingo, y, sin embargo, venía como rodeado de llamas. El sacerdote la miraba con ojos graves, en los que la dulzura templaba la justicia. El alma de Helga quedó como iluminada por la luz de aquella mirada. Los repliegues más recónditos de su corazón quedaron al descubierto. Helga se estremeció, y su recuerdo se despertó con una intensidad como sólo se dará en el día del juicio. Su memoria revivió todas las bondades recibidas, todas las palabras amorosas que le habían dirigido. Comprendió que era el amor lo que la había sostenido en los días de prueba, en los que la criatura hecha de alma y cieno fermenta y lucha. Se dio cuenta de que no había hecho más que seguir los impulsos de sus instintos, sin hacer nada para dominarlos. Todo le había sido dado, todo lo había dirigido un poder superior. Se inclinó profundamente, llena de humildad y de vergüenza, ante Aquel que sabía leer en cada repliegue de su corazón. Y entonces sintió como una chispa de la llama purificadora, un destello del Espíritu Santo. -¡Hija del cenagal! -exclamó el sacerdote cristiano-. Saliste del cieno, de la tierra; de la tierra volverás a nacer. El rayo de sol encerrado en tu cuerpo te devolverá a su manantial primero. No el rayo procedente del cuerpo del sol, sino el rayo de Dios. Ningún alma se perderá, pero el camino a través del tiempo es largo, es el vuelo de la vida hacia la eternidad. Yo vengo de la mansión de los muertos; también tú habrás de cruzar los sombríos valles para alcanzar la luminosa región de las montañas, donde moran la gracia y la perfección. No te conduciré a Hedeby a que recibas el bautismo cristiano; antes debes romper el escudo de agua que cubre el fondo profundo del pantano, debes sacar a la superficie la viva raíz de tu vida y de tu cuna. Has de cumplir esta empresa antes de que descienda sobre ti la bendición. Montó a Helga sobre el resplandeciente caballo. Puso en sus manos un incensario de oro igual al que había visto en casa del vikingo. Despedía un olor suave e intenso. La abierta herida de la frente del muerto brillaba como una radiante diadema. Cogió él la cruz de la tumba y, levantándola, emprendieron el vuelo por los aires, por encima del rumoroso bosque de las colinas. Cuando volaban sobre los montículos, llamados tumbas, de gigantes, los antiguos héroes que en ellos reposaban, salían de la tierra, vestidos de hierro, montados en sus corceles de batalla. Su casco dorado brillaba a la luz de la luna, y su largo manto flotaba al viento como una negra humareda. Los dragones que guardaban los tesoros levantaban la cabeza para mirarlos. Los enanos se asomaron en las elevaciones de terreno y en los surcos de los campos, formando un revoltijo de luces rojas azules y verdes; parecían las chispas de las cenizas de un papel quemado. Por bosques y eriales, a través de torrentes y pantanos, avanzaron volando hasta el cenagal, sobre cuya superficie se pusieron a describir grandes círculos. El sacerdote sostenía la cruz en alto, de la que irradiaba un dorado resplandor, mientras de sus labios salía el canto de la misa. Helga lo acompañaba, a la manera de un niño que imita el cantar de su madre, y seguía agitando el incensario, del que se desprendía un perfume tan fuerte y milagroso, que los juncos y las cañas echaban flores. Todos los gérmenes brotaban del profundo suelo, todo lo que tenía vida subía hacia arriba. Sobre las aguas se extendió un velo de lirios de agua, como una alfombra de flores, y sobre él descansaba dormida, una mujer joven y bella. Helga creyó ver su propio reflejo en la superficie del agua; pero era su madre la que veía, la esposa del rey del pantano, la princesa de las aguas del Nilo. El sacerdote mandó a Helga que montara a la durmiente sobre el caballo. Éste cedió bajo la nueva carga como si su cuerpo no fuese otra cosa sino una mortaja que ondeaba al viento. Pero la señal de la cruz dio nuevas fuerzas al fantasma aéreo, y los tres siguieron cabalgando hasta llegar a la tierra firme. Cantó el gallo en el castillo del vikingo. Sacerdote y caballo se disolvieron en niebla que arrastró el viento. La madre y la hija quedaron solas, frente a frente. -¿Es mi imagen, la que veo reflejada en estas aguas profundas? -preguntó la madre. -¿Es mi imagen la que veo reflejada en esta brillante superficie? -exclamó la hija. Y se acercaron, pecho contra pecho, brazo contra brazo. El corazón de la madre latía violentamente, y comprendió la verdad. -¡Hija mía, flor de mi alma! ¡Mi loto del fondo de las aguas! Y abrazó a la doncella, llorando. Aquellas lágrimas fueron un nuevo bautismo de vida y de amor para Helga. -Llegué aquí con plumaje de cisne y me despojé de él -dijo la madre-. Me hundí en el movedizo suelo del cenagal, hasta lo más profundo del pantano, que me rodeaba como un muro. Pronto noté la presencia de una corriente más fresca; una fuerza misteriosa me atraía hacia el fondo. Mis párpados experimentaban la opresión del sueño; me dormí y soñé. Me pareció como si estuviese dentro de la pirámide de Egipto, pero ante mí se alzaba aún el cimbreante aliso que tanto me había aterrorizado en la superficie del pantano. Miré las grietas de corteza, que resaltaban en brillantes colores y formaban jeroglíficos. Era la envoltura de la momia que yo buscaba. Se desgarró, y de su interior salió el rey milenario, la momia, negra como pez, reluciente como el caracol de bosque o como el suelo negro de la ciénaga. Era el rey del pantano o la momia de la pirámide, no podía decirlo. Me cogió en sus brazos y tuve la sensación de que iba a morir. No volví a sentir la vida hasta que me vino una especie de calor en el pecho, y un pajarillo me golpeó en él con las alas, piando y cantando. Desde mi pecho remontó el vuelo hacia el oscuro y pesado techo, pero seguía atado a mí por una larga cinta verde. Oí y comprendí las notas de su anhelo: «¡Libertad, sol, ir a mi padre!». Pensé entonces en el mío, allá en la soleada patria. Pensé en mi vida, en mi amor. Y solté el lazo, lo dejé flotar para que fuese a reunirse con el padre. Desde aquella hora no he vuelto a soñar; quedé sumida en un sueño largo y profundo, hasta este momento, en que me despertaron y redimieron unos cánticos y perfumes. Aquella cinta verde que unía el corazón de la madre a las alas del pajarillo, ¿dónde estaba ahora? ¿Qué había sido de ella? Sólo la cigüeña lo había visto; la cinta era el tallo verde; el nudo, la brillante flor, la cuna de la niña que había crecido y que ahora volvía a descansar sobre el corazón de su madre. Y mientras estaban así cogidas del brazo, papá cigüeña describía en el aire círculos a su alrededor y, volviendo a su nido, regresó con los plumajes de cisne que guardaba desde hacía tantos años. Los arrojó a las dos mujeres, las cuales se revistieron con las envolturas de plumas, y poco después se elevaban por los aires en figura de cisnes blancos. -Hablemos ahora -dijo papá cigüeña-. Podremos entendernos, aunque tengamos los picos cortados de modo distinto. Ha sido una gran suerte que hayan llegado esta noche, pues nos marchamos mañana mismo: la madre, yo y los pequeños. Nos vamos hacia el Sur. Sí, mírenme. Soy un viejo amigo de las tierras del Nilo y la vieja lo es también, sólo que ella tiene el corazón mejor que el pico. Siempre creyó que la princesa se salvaría. Yo y los pequeños trajimos a cuestas los plumajes de cisne. ¡Ah, qué contento estoy y qué suerte que no me haya marchado aún! Partiremos al rayar el alba. Hay una gran concentración de cigüeñas. Nosotros vamos en vanguardia. Sígannos y no se extravíen. Los pequeños y yo cuidaremos de no perderlos de vista. -Y la flor de loto que debía llevar -dijo la princesa egipcia va conmigo entre las plumas del cisne; llevo la flor de mi corazón, y así todo se ha salvado. ¡A casa, a casa! Pero Helga declaró que no podía abandonar la tierra danesa sin ver a su madre adoptiva, la amorosa mujer del vikingo. Cada bello recuerdo, cada palabra cariñosa, cada lágrima que había vertido aquella mujer se presentaba ahora claramente al alma de la muchacha, y en aquel momento le pareció que aquélla era la madre a quien más quería. -Sí, pasaremos por la casa del vikingo -dijo la cigüeña padre-. Allí nos aguardan la vieja y los pequeños. ¡Cómo abrirán los ojos y soltarán el pico! Mi mujer no habla mucho, es verdad; es taciturna y callada, pero sus sentimientos son buenos. Haré un poco de ruido para que se enteren de nuestra llegada. Y la cigüeña padre castañeteó con el pico, siguiendo luego el vuelo hacia la mansión de los vikingos, acompañado de los cisnes. En la hacienda todo el mundo estaba sumido en profundo sueño. La mujer no se había acostado hasta muy avanzada la noche, inquieta por la suerte de Helga, que había desaparecido tres días antes junto con el sacerdote cristiano. Seguramente lo habría ayudado a huir, pues era su caballo el que faltaba en el establo. ¿Qué poder habría dictado su acción? La mujer del vikingo pensó en los milagros que se atribuían al Cristo blanco y a quienes creían en él y lo seguían. Extrañas ideas cobraron forma en su sueño. Le pareció que estaba aún despierta y pensativa en el lecho, mientras en el exterior una profunda oscuridad envolvía la tierra. Llegó la tempestad, oyó el rugir de las olas a levante, y a poniente, viniendo del Mar del Norte y del Kattegatt. La monstruosa serpiente que rodeaba toda la Tierra en el fondo del océano, se agitaba convulsivamente. Se acercaba la noche de los dioses, Ragnarök, como llamaban los paganos al juicio final, donde todo perecería, incluso las altas divinidades. Resonaba el cuerno de Gjallar, y los dioses avanzaban montados en el arco iris, vestidos de acero, para trabar la última batalla. Ante ellos volaban las aladas Walkirias, y cerraban la comitiva las figuras de los héroes caídos. Todo el aire brillaba a la luz de la aurora boreal, pero vencieron las tinieblas; fue un momento espantoso. Y he aquí que junto a la angustiada mujer del vikingo estaba, sentada en el suelo, la pequeña Helga en su figura de fea rana. También ella temblaba y se apretaba contra su madre adoptiva. Ésta la subió a su regazo y la abrazó amorosamente, a pesar de lo repulsiva que era en su envoltura de animal. Atronaba el aire el golpear de espadas y porras y el zumbar de las flechas, que pasaban como una granizada. Había sonado la hora en que iban a estallar el cielo y la Tierra y caer las estrellas en el fuego de Surtur, donde todo se consumiría, Pero sabía también que surgirían un nuevo cielo y una nueva tierra, que las mieses ondearían donde ahora el mar enfurecido se estrellaba contra las estériles arenas de la costa; sabía que el Dios misterioso reinaría, y que Baldur compasivo y amoroso, redimido del reino de los muertos, subiría a Él. Y vino; la mujer del vikingo lo vio y reconoció su faz: era el sacerdote cristiano que habían hecho prisionero. «¡Cristo blanco!», exclamó; y al pronunciar el nombre estampó un beso en la frente de la rana. Cayó entonces la piel del animal y apareció Helga en toda su belleza, dulce como nunca y con mirada radiante. Besó las manos de su madre adoptiva, la bendijo por todos sus cuidados y por el amor que le mostrara en sus días de miseria y de prueba; le dio las gracias por las ideas que había imbuido en ella y por haber pronunciado el nombre que ahora repetía ella: Cristo blanco. Entonces Helga se elevó en figura de un magnífico cisne blanco, y, desplegando majestuosamente las alas, emprendió el vuelo con un rumor parecido al que hacen las bandadas de aves migratorias. Se despertó entonces la mujer y percibió en el exterior aquel mismo ruido de fuerte aleteo. Era -bien lo sabía- el tiempo en que las cigüeñas se marchaban; las había oído. Quiso verlas otra vez antes de su partida y gritarles adiós. Se levantó del lecho, salió a la azotea y vio las aves alineadas en el remate del tejado del edificio contiguo. Rodeando la hacienda y volando por encima de los altos árboles, se alejaban las bandadas en amplios círculos. Pero justamente delante de ella, en el borde del pozo donde Helga solía posarse y donde tantos sustos le diera, se habían posado ahora dos cisnes que la miraban con ojos inteligentes. Se acordó entonces de su sueño, que seguía viendo en su imaginación como si hubiese sido realidad. Pensó en Helga en figura de cisne, pensó en el sacerdote cristiano y de pronto sintió que una maravillosa alegría le embargaba el corazón. Era algo tan verdaderamente hermoso, que costaba trabajo creerlo. Los cisnes agitaron las alas e inclinaron el cuello, como saludándola y la mujer del vikingo les tendió los brazos, como si lo entendiese, sonriéndoles entre las lágrimas, y agitada por mil encontrados pensamientos. Entonces todas las cigüeñas levantaron el vuelo con gran ruido de alas y picos, para iniciar el viaje hacia el Sur. -No aguardaremos a los cisnes -dijo la cigüeña madre-. Que vengan si quieren, pero no vamos nosotros a seguir aquí esperando la comodidad de esos chorlitos. Lo agradable es viajar en familia, y no como hacen los pinzones y los gallos de pelea, que machos y hembras van cada uno por su lado. Dicho sea entre nosotros, esto no es decente. ¡Toma! ¡Qué manera más rara de aletear la de los cisnes! -Cada cual vuela como sabe -observó el padre-. Los cisnes lo hacen en línea oblicua; las grullas, en triángulo, y los chorlitos, en línea serpenteante. -No hables de serpientes mientras estemos arriba -interrumpió la madre-. A los pequeños se les hará la boca agua, y como no podemos satisfacerlos, se pondrán de mal humor. -¿Son aquéllas las altas montañas de que oí hablar? -preguntó Helga, en su ropaje de cisne. -Son nubes de tormenta que avanzan por debajo de nosotras –le respondió la madre. -¡Qué nubes más blancas las que se levantan allí! -exclamó Helga. -Son montañas cubiertas de nieve -dijo la madre, y poco después pasaban por encima de los Alpes y entraban en el azul Mediterráneo. -¡África, la costa de África! -gritó alborozada la hija del Nilo en su figura de cisne cuando, desde las alturas, vislumbró una faja ondulada, de color blancoamarillento: su patria. También las aves descubrieron el objetivo de su peregrinación y apresuraron el vuelo. -¡Huelo barro del Nilo y húmedas ranas! -dijo la cigüeña madre-. ¡Siento un cosquilleo y una comezón! Pronto podrán hartarse. Van a ver también el marabú, el ibis y la grulla. Todos son de la familia, pero no tan guapos como nosotros, ni mucho menos. Se dan mucha importancia, especialmente el ibis. Los egipcios lo malcriaron; incluso lo rellenaban de hierbas aromáticas, a lo cual llaman embalsamar. Yo prefiero llenarme de ranas vivas, y pienso que también ustedes lo prefieren; no tarden en hacerlo. Vale más tener algo en el buche mientras se está vivo, que servir al Estado una vez muerto. Tal es mi opinión, y no suelo equivocarme. -¡Han llegado las cigüeñas! -decían en la opulenta casa de la orilla del Nilo, donde, en la gran sala abierta, yacía, sobre mullidos almohadones y cubiertos con una piel de leopardo, el soberano, ni vivo ni muerto, siempre en espera de la flor de loto que crecía en el profundo pantano del Norte. Lo acompañaban parientes y criados. Y he aquí que entraron volando en la sala los dos magníficos cisnes llegados con las cigüeñas. Se despojaron de los deslumbrantes plumajes y aparecieron dos hermosas figuras femeninas, parecidas como dos gotas de rocío. Apartándose los largos cabellos se inclinaron sobre el lívido y desfallecido anciano. Helga besó a su abuelo, y entonces se encendieron las mejillas de éste, y en sus ojos se reflejó un nuevo brillo, y nueva vida corrió por sus miembros paralizados. El anciano se incorporó, sano y rejuvenecido. Su hija y su nieta lo sostenían en sus brazos, como en un saludo matinal de alegría tras un largo y fatigoso sueño. El alborozo se extendió por todo el palacio, y también en el nido de las cigüeñas, aunque en éste era provocado sobre todo por la buena comida y la abundancia de ranas. Y mientras los sabios se apresuraban a escribir a grandes rasgos la historia de las dos princesas y de la flor milagrosa -todo lo cual constituía un gran acontecimiento y una bendición para la casa y el país-, las cigüeñas padres la contaban a su familia a su manera. Naturalmente que esperaron a que todo el mundo estuviese harto, pues en otro caso no habrían estado para historias. -Ahora vas a ser un personaje -dijo en voz baja la cigüeña madre. -Es más que probable. -¡Bah, qué quieres que sea! -respondió el padre-. Además, ¿qué he hecho? Nada. -Hiciste más que todos los restantes. Sin ti y sin nuestros pequeños, las dos princesas no habrían vuelto a ver Egipto, y seguramente no habrían podido devolver la salud al viejo. No pueden dejarte sin recompensa. Te otorgarán el título de doctor, y nuestros futuros hijos nacerán doctores, y los suyos aún llegarán más lejos. Siempre has tenido aire de doctor egipcio, al menos a mis ojos. Los sabios y eruditos se reunieron y expusieron la idea fundamental, como ellos decían, que estaba en el fondo de todo lo sucedido: «El amor engendra la vida», y lo explicaron como sigue: «El cálido rayo de sol era la princesa egipcia, la cual descendió al pantano, y de la unión con su rey habría nacido la flor…». -No sé repetir exactamente sus palabras -dijo la cigüeña padre, que había asistido a la asamblea desde el tejado y ahora estaba informando en el nido-. Lo que dijeron era tan alambicado y complicado, tan enormemente talentudo, que en el acto se les concedieron dignidades y regalos. Hasta el cocinero de palacio obtuvo una gran condecoración; es de suponer que sería por la buena sopa. -¿Y qué te dieron a ti? -preguntó la cigüeña madre-. No podían dejar de lado al principal, y ese eres tú. A fin de cuentas, los sabios no han hecho sino charlar. Pero tu premio vendrá seguramente. Ya entrada la noche, cuando la paz del sueño reinaba sobre la dichosa casa, había alguien que velaba aún, y no era precisamente la cigüeña padre, a pesar de que permanecía de pie sobre una pata en su nido y montaba la guardia durmiendo. No; quien velaba era Helga, que, desde la azotea, dirigía la mirada, a través de la diáfana atmósfera, a las grandes estrellas centelleantes, que brillaban con luz más límpida y más pura que en el Norte, a pesar de ser las mismas. Pensaba en la mujer del vikingo, allá en el pantano salvaje, en los dulces ojos de su madre adoptiva, en las lágrimas que había derramado por la pobre niña-rana, que ahora estaba, rodeada de magnificencia y bajo el resplandor de las estrellas, a orillas del Nilo, respirando el delicioso y primaveral aire africano. Pensaba en el amor contenido en el pecho de aquella mujer pagana, aquel amor que había demostrado a la mísera criatura, que en su figura humana era como un animal salvaje, y en su forma de animal era repugnante y repulsiva. Contemplaba las rutilantes estrellas, y entonces le vino a la memoria el brillo que irradiaba de la frente del muerto cuando cabalgaban por encima de bosques y pantanos. En su memoria resonaron notas y palabras que había oído pronunciar mientras avanzaban juntos, y que la habían impresionado hondamente, palabras de la fuente primaria del amor, del amor más sublime, que comprendía a todos los seres. Sí, todo se lo habían dado, todo lo había alcanzado. Los pensamientos de Helga abarcaban de día y de noche la suma de su felicidad, en cuya contemplación se perdía como un niño que se vuelve presuroso del dador a la dádiva, a todos los magníficos regalos. Se abría al mismo tiempo su alma a la creciente bienaventuranza que podía venir, que vendría. Verdaderos milagros la habían ido elevando a un gozo cada vez mayor, a una felicidad cada vez más intensa. Y en estos pensamientos se absorbió tan completamente, que se olvidó del autor de su dicha. Era la audacia de su ánimo juvenil, a la que se abandonaban sus ambiciosos sueños. Se reflejó en su mirada un brillo inusitado, pero en el mismo momento un fuerte ruido, procedente del patio, la arrancó a sus imaginaciones. Vio dos enormes avestruces que describían rápidamente estrechos círculos. Nunca hasta entonces había visto aquel animal, aquella ave tan torpe y pesada. Parecía tener las alas recortadas, como si alguien le hubiera hecho algún daño. Preguntó qué le había sucedido. Por primera vez oyó la leyenda que los egipcios cuentan acerca del avestruz. En otros tiempos, su especie había sido hermosa y de vuelo grandioso y potente. Un anochecer, las poderosas aves del bosque le preguntaron: -Hermano, mañana, si Dios quiere nos podríamos ir a beber al río. El avestruz respondió: -Yo lo quiero. Al amanecer emprendieron el vuelo. Al principio se remontaron mucho, hacia el sol, que es el ojo de Dios. El avestruz iba en cabeza de las demás, dirigiéndose orgullosa hacia la luz en línea recta, fiando en su propia fuerza y no en quien se la diera. No dijo «si Dios quiere». He aquí que el ángel de la justicia descorrió el velo que cubre el flamígero astro, y en el mismo momento se quemaron las alas del ave, la cual se desplomó miserablemente. Jamás ha recuperado la facultad de elevarse. Aterrorizada, emprende la fuga, describiendo estrechos círculos en un radio limitado, lo cual es una advertencia para nosotros, los humanos, que, en todos nuestros pensamientos y en todos nuestros proyectos, nunca debemos olvidarnos de decir: «Si Dios quiere». Helga agachó la cabeza, pensativa. Consideró el avestruz, vio su angustia y su estúpida alegría al distinguir su propia y enorme sombra proyectada por el sol sobre la blanca pared. El fervor arraigó profundamente en su corazón y en su alma. Había alcanzado una vida plena y feliz: ¿Qué sucedería ahora? ¿Qué le esperaba? Lo mejor: si Dios quiere. En los primeros días de primavera, cuando las cigüeñas reemprendían nuevamente el vuelo hacia el Norte, Helga se sacó el brazalete de oro, grabó en él su nombre y, haciendo seña a la cigüeña padre, le puso el precioso aro alrededor del cuello y le rogó que lo llevase a la mujer del vikingo, la cual vería de este modo que su hija adoptiva vivía, era feliz y la recordaba con afecto. «Es muy pesado», pensó la cigüeña al sentir en el cuello la carga del anillo. «Pero el oro y el honor son cosas que no deben tirarse a la carretera. Allá arriba no tendrán más remedio que reconocer que la cigüeña trae la suerte». -Tú pones oro y yo pongo huevos -dijo la madre-; sólo que tú lo haces una sola vez y yo todos los años. Pero ni a ti ni a mí se nos agradece. Y esto mortifica. -Uno tiene la conciencia de sus buenas obras, madrecita -observó papá cigüeña. -Pero no puedes hacer gala de ellas -replicó la madre-. Ni te dan vientos favorables ni comida. Y emprendieron el vuelo. El pequeño ruiseñor que cantaba en el tamarindo no tardaría tampoco en dirigirse a las tierras septentrionales. Helga lo había oído con frecuencia en el pantano salvaje, y quiso confiarle un mensaje; comprendía el lenguaje de los pájaros desde los tiempos en que viajara en figura de cisne. Desde entonces había hablado a menudo con cigüeñas y golondrinas; sin duda entendería también al ruiseñor. Le rogó que volase hasta el bosque de hayas de la península jutlandesa, donde ella había erigido la tumba de piedras y ramas. Y le pidió solicitase de todas las avecillas que protegiesen aquella tumba y cantasen sobre ella sus canciones. Y partió el ruiseñor, y transcurrió el tiempo. En la época de la cosecha, el águila desde la cúspide de la pirámide, vio una magnífica caravana de cargados camellos y hombres armados y ricamente vestidos, que cabalgaban sobre resoplantes caballos árabes. Eran corceles soberbios, con los ollares en perpetuo movimiento, y cuyas espesas melenas les colgaban sobre las esbeltas patas. Ricos huéspedes, un príncipe real de Arabia, hermoso como debe serlo todo príncipe, hacían su entrada en la soberbia casa donde la cigüeña tenía su nido, ahora vacío. Sus ocupantes se hallaban en un país del Norte, pero no tardarían en regresar. Y regresaron justamente el día en que mayor eran el regocijo y la alegría. Se celebraba una boda: Helga era la novia, vestida de seda y radiante de pedrería. El novio era el joven príncipe árabe; los dos ocupaban los sitios de honor en la mesa, sentados entre la madre y el abuelo. Pero ella no miraba las mejillas morenas y viriles del prometido, enmarcadas por rizada barba negra, ni sus oscuros ojos llenos de fuego, que permanecían clavados en ella. Miraba fuera, hacia la centelleante estrella que le enviaba sus rayos desde el cielo. Llegó del exterior un intenso ruido de alas; las cigüeñas regresaban. La vieja pareja, aunque rendida por el viaje y ávida de descanso, fue a posarse en la balaustrada de la terraza, pues se habían enterado ya de la fiesta que se estaba celebrando. En la frontera del país, alguien las había informado de que la princesa las había mandado pintar en la pared, y que las dos formaban parte integrante de su historia. -Es una gran distinción -exclamó la cigüeña padre. -Eso no es nada -replicó la madre-. Es el honor más pequeño que podían hacernos. Al verlas, Helga se levantó de la mesa y salió a la terraza a su encuentro, deseosa de acariciarles el dorso. La pareja bajó el cuello, mientras los pequeños asistían a la escena, muy halagados. Helga levantó los ojos a la resplandeciente estrella, cuyo brillo se intensificaba por momentos. Y entre las dos se movía una figura más sutil aún que el aire, y, sin embargo, más perceptible. Se acercó a ella flotando: era el sacerdote cristiano. También él acudía a su boda; venía desde el reino celestial. -El esplendor y la magnificencia de allá arriba supera a cuanto la Tierra conoce -dijo. Helga rogó con mayor fervor que nunca, pidiendo que se le permitiese contemplar aquella gloria siquiera un minuto, y ver por un solo instante al Padre Celestial. Y se sintió elevada a la eterna gloria, a la bienaventuranza, arrastrada por un torrente de cantos y de pensamientos. Aquel resplandor y aquella música celeste no la rodeaban sólo por fuera, sino también interiormente. No sería posible explicarlo con palabras. -Debemos volvernos, te echarán de menos -dijo el sacerdote. -¡Otra mirada! -suplicó ella-. ¡Sólo otro instante! -Tenemos que bajar a la Tierra, todos los invitados se marchan. -Una mirada, la última. Y Helga se encontró de nuevo en la terraza… pero todas las antorchas del exterior estaban apagadas, las luces de la cámara nupcial habían desaparecido, así como las cigüeñas. No se veían invitados, ni el novio… todo se había desvanecido en aquellos tres breves instantes. Helga sintió una gran angustia, y, atravesando la enorme sala desierta, entró en el aposento contiguo. Dormían en él soldados forasteros. Abrió la puerta lateral que conducía a su habitación y cuando creía estar en ella se encontró en el jardín. Toda la casa había cambiado. En el cielo había un brillo rojizo; faltaba poco para despertar el alba. Sólo tres minutos en el cielo, y en la Tierra había pasado toda una noche. Entonces descubrió a las cigüeñas, y, llamándolas, les habló en su lengua. La cigüeña padre, volviendo la cabeza, prestó el oído y se acercó. -¡Hablas nuestra lengua! –dijo- ¿Qué quieres? ¿Qué te trae, mujer desconocida? -Soy yo, Helga. ¿No me conoces? Hace tres minutos estuvimos hablando allá afuera en la terraza. -Te equivocas -repuso la cigüeña-. Todo eso lo has soñado. -¡No, no! -exclamó ella, y le recordó el castillo del vikingo, el pantano salvaje, el viaje… La cigüeña padre parpadeó. -Es una vieja historia que oí en tiempos de mi bisabuela. Es verdad que hubo en Egipto una princesa oriunda de las tierras danesas, pero hace ya muchos siglos que desapareció, en la noche de su boda, y jamás se supo de ella. Tú misma puedes leerlo en este monumento del jardín. En él hay esculpidos cisnes y cigüeñas, y en la cúspide estás tú misma, tallada en mármol blanco. Y así era. Helga lo vio, y, comprendiendo, cayó de rodillas. Salió el sol, y como en otra ocasión se desprendiera bajo sus rayos la envoltura de rana dejando al descubierto a la bella figura, así ahora se elevó al Padre, por la acción del bautismo de luz, una figura bellísima, más clara y más pura que el aire: un rayo luminoso. El cuerpo se convirtió en polvo, y donde había estado apareció una marchita flor de loto. -Es un nuevo epílogo de la historia -dijo la cigüeña padre-. Jamás lo habría esperado. Pero me gusta. -¿Qué dirán de él los pequeños? -preguntó la madre. -Sí, claro, esto es lo principal -respondió el padre.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La historia del año
Cuento infantil
Pasaron días y semanas; poco a poco fue dejándose sentir el calor con intensidad creciente; oleadas ardorosas corrían por las mieses, cada día más amarillas. El loto blanco del Norte desplegaba sus grandes hojas verdes en la superficie de los lagos del bosque, y los peces buscaban la sombra debajo de ellas, y en la parte umbría de la selva -donde el sol daba en la pared del cortijo enviando su calor a las abiertas rosas, y los cerezos aparecían cuajados de sus frutos jugosos, negros y casi ardientes- estaba la espléndida esposa del Verano, aquella que conocimos de niña y de novia. Miraba las oscuras nubes que se remontaban en el espacio, en formas ondeadas como montañas, densas y de color azul negruzco. Acudían de tres direcciones distintas; como un mar petrificado e invertido, descendían gradualmente hacia el bosque, donde reinaba un silencio profundo, como provocado por algún hechizo; no se oía ni el rumor de la más leve brisa, ni cantaba ningún pájaro. Había una especie de gravedad, de expectación en la Naturaleza entera, mientras en los caminos y atajos todo el mundo corría, en coche, a caballo o a pie, en busca de cobijo. De pronto fulguró un resplandor, como si el sol estallase, deslumbrante y abrasador; y al instante pareció como si las tinieblas se desgarraran, con un estruendo retumbante; la lluvia empezó a caer a torrentes; alternaban la noche y la luz, el silencio y el estrépito. Las tiernas cañas del pantano, con sus hojas pardas, se movían a grandes oleadas, las ramas del bosque se ocultaban en el seno de la húmeda niebla, y volvían la luz y las tinieblas, el silencio y el estruendo. La hierba y las mieses yacían abatidas, como arrasadas por la corriente; daban la impresión de que no volverían a levantarse. De repente, el diluvio se disolvió en una lluvia tenue, brilló el sol, y en tallos y hojas refulgieron como perlas las gotas de agua, los pájaros se pusieron a cantar, los peces remontaron raudos la corriente, y los mosquitos reanudaron sus danzas; y allá, sobre una piedra, en medio de las agitadas aguas salobres del mar, apareció sentado el Verano en persona, robusto, de miembros fornidos, con el cabello empapado y goteante… rejuvenecido por aquel fresco baño, y secándose al sol. Toda la Naturaleza en torno parecía remozada, todo se levantaba lozano, vigoroso y bello: era el Verano, el verano cálido y esplendoroso. Y era suave y fragante el olor que exhalaban los opulentos campos de trébol; las abejas zumbaban en torno al viejo anfiteatro; los zarcillos de la zarzamora se enroscaban en el antiguo altar, que, lavado por la lluvia, relucía ahora bajo el sol. A él se dirigía la reina de las abejas con su enjambre, para depositar la miel y su cera. Nadie lo vio, aparte el Verano y su animosa mujer; para ella ponían la mesa del altar, cubriéndola con los dones de la Naturaleza. Y el cielo crepuscular brillaba como oro; ninguna cúpula de templo podía comparársele, y luego brilló a su vez la luna, entre el ocaso y el alba. ¡Era el Verano! Transcurrieron días y semanas. Las relucientes hoces de los segadores centellearon en los trigales; las ramas de los manzanos se inclinaron bajo el peso de los frutos rojos y amarillos; el lúpulo despedía su olor aromático, colgando en grandes racimos, y bajo los avellanos, con sus frutos en apiñados corimbos, descansaban marido y mujer, el Verano con su grave compañera. -¡Cuánta riqueza! -dijo ella-. ¡Cuánta bendición en derredor! Todo respira bondad e intimidad, y, sin embargo, no sé lo que me pasa… siento anhelo de reposo, de quietud… no encuentro la palabra. Ya vuelven a arar el campo. Los hombres nunca están contentos, ¡siempre quieren más! Mira, las cigüeñas se acercan a bandadas, siguiendo al arado a cierta distancia. El ave de Egipto, que nos trajo por los aires. ¿Te acuerdas de cuando llegamos, niños aún, a las tierras del Norte? Trajimos flores, el sol espléndido y verdes bosques. El viento los trató duramente; ahora se vuelven pardos y oscuros como los árboles del Sur, pero no llevan frutos dorados como ellos. -¿Quieres verlos? -preguntó el Verano-. ¡Goza, pues! Levantó el brazo, y las hojas del bosque se tiñeron de rojo y de oro; una verdadera orgía de colores invadió todos los bosques; el rosal silvestre brillaba con sus escaramujos de fuego, las ramas del saúco pendían cargadas de gruesas y pesadas bayas negruzcas, las castañas silvestres caían maduras de sus vainas, de un oscuro color verde, y en lo más recóndito de la selva florecían por segunda vez las violetas. Pero la reina del año estaba cada vez más callada y pálida. -¡Sopla un viento muy frío! -se lamentó-. La noche trae niebla húmeda. ¡Quién estuviera en la tierra de mi niñez! Y veía alejarse las cigüeñas, y extendía los brazos tras ellas. Miró luego los nidos, vacíos ya; en uno crecía la centaura de largo tallo, en otro, el amarillo nabo silvestre, como si el nido estuviese allí sólo para resguardarlos y protegerlos, y los gorriones se subían a él volando. -¡Pip! ¿Dónde está Su Señoría? Por lo visto, no puede resistir el viento y ha abandonado el país. ¡Buen viaje! Y las hojas del bosque fueron tornándose cada vez más amarillas y cayendo una tras otra; arreciaron las tormentas otoñales. El año estaba ya muy avanzado, y sobre la amarilla alfombra de hojas secas reposaba la reina del año, mirando con ojos dulces la rutilante estrella, mientras su esposo seguía sentado a su vera. Una ráfaga arremolinó el follaje… Cuando cesó, la reina había desaparecido; sólo una mariposa, la última del año, salió volando por el aire frío. Y vinieron las húmedas nieblas, y con ellas el viento helado y las larguísimas y tenebrosas noches. El rey del año tenía el cabello blanco, aunque lo ignoraba; creía que eran los copos de nieve caídos de las nubes; una delgada capa blanca cubría el campo verde. Las campanas de las iglesias anunciaron las Navidades. -¡Tocan las campanas del Nacimiento! -dijo el señor del año-, pronto nacerá la nueva real pareja, y yo me iré a reposar, como ella. A reposar en la centelleante estrella. Y en el verde bosque de abetos, cubierto de nieve, el ángel de Navidad consagraba los arbolillos destinados a la gran fiesta. -¡Alegría en las casas y bajo las ramas verdes! -dijo el viejo soberano, a quien las semanas habían transformado en un anciano canoso. Se acerca la hora de mi descanso; la joven pareja va a recibir la corona y el cetro. -¡Pero el poder es tuyo! -dijo el ángel de Navidad-. El poder, mas no el descanso. Haz que la nieve se deposite como un manto caliente sobre las tiernas semillas. Aprende a soportar que tributen homenaje a otro, aunque tú seas el amo y señor. Aprende a ser olvidado, aunque vivo. La hora de tu libertad llegará cuando aparezca la Primavera. -¿Cuándo vendrá la Primavera? -preguntó el Invierno. -Vendrá cuando regrese la cigüeña. Y con rizos canos y blanca barba se quedó el Invierno, helado, viejo y achacoso, pero fuerte como la tempestad invernal y el hielo, sobre la cima nevada de la colina, mirando al Sur, como hiciera el Invierno que le había precedido. Crujió el hielo y crepitó la nieve, los patinadores describieron sus círculos por la firme superficie de los lagos, los cuervos y las cornejas resaltaron sobre el blanco fondo, y el viento se mantuvo en absoluta calma. En el aire quieto, el Invierno cerraba los puños, y el hielo se extendía en espesa capa. Los gorriones volvieron de la ciudad y preguntaron: -¿Quién es aquel viejo de allá? Y el cuervo, que volvía a estar presente, o tal vez fuera un hijo suyo -lo mismo da-, les dijo: -Es el Invierno. El viejo del año pasado. No está muerto, como dice el calendario, sino que hace de tutor de la Primavera, que ya se acerca. -¿Cuándo viene la Primavera? – preguntaron los gorriones-. Tendremos buen tiempo y lo pasaremos mejor. Lo de hasta ahora no interesa. Sumido en sus pensamientos, el Invierno saludaba con la cabeza al bosque negro y desnudo, donde cada árbol mostraba la bella forma y curvatura de las ramas, y durante el sueño invernal bajaron las nieblas gélidas de las nubes: el Señor soñaba en los tiempos de su juventud y de su edad viril, y al amanecer todo el bosque presentó una brillante madurez; era el sueño de verano del Invierno, el sol derretía la escarcha de las ramas. -¿Cuándo viene la Primavera? preguntaron los gorriones. -¡La Primavera! -resonó como un eco de las nevadas colinas. El calor se intensificó gradualmente, la nieve se fundió, y los pájaros cantaron: -¡Llega la Primavera! Y, volando en las altas regiones del cielo, apareció la primera cigüeña, seguida de la segunda; las dos llevaban sobre la espalda un niño precioso. Descendieron hasta el campo libre, besaron el suelo y besaron también al viejo silencioso, que, como Moisés en la montaña, desapareció montado en una nube. La historia del año había terminado. -¡Está muy bien! -exclamaron los gorriones-. Y es una historia muy hermosa. Pero no va de acuerdo con el calendario, y, por tanto, es falsa. Era muy entrado enero, y se había desatado una furiosa tempestad de nieve; los copos volaban arremolinándose por calles y callejones; los cristales de las ventanas aparecían revestidos de una espesa capa blanca; de los tejados caía la nieve en enormes montones, y la gente corría, caían unos en brazos de otros y, agarrándose un momento, lograban apenas mantener el equilibrio. Los coches y caballos estaban también cubiertos por el níveo manto; los criados, de espalda contra el borde del vehículo, conducían al revés, avanzando contra el viento; el peatón se mantenía constantemente bajo la protección de los carruajes, los cuales rodaban con gran lentitud por la gruesa capa de nieve. Y cuando, por fin, amainó la tormenta y fue posible abrir a paladas un estrecho paso junto a las casas, las personas seguían quedándose paradas al encontrarse; a nadie le apetecía dar el primer paso y meterse en la espesa nieve para dejar el camino libre al otro. Permanecían en silencio, sin moverse, hasta que, en tácita avenencia, cada uno cedía una pierna y la levantaba hasta la nieve apilada. Al anochecer calmó el viento, el cielo, como recién barrido, parecía más alto y transparente, y las estrellas brillaban como acabadas de estrenar; algunas despedían un vivísimo centelleo. La helada había sido rigurosa: con seguridad, la capa superior de la nieve se endurecería lo suficiente para sostener por la madrugada el peso de los gorriones, los cuales iban saltando por los lugares donde había sido apartada la nieve, sin encontrar apenas comida y pasando frío de verdad. -¡Pip! -decía uno a otro-. ¡A esto le llaman el Año Nuevo! Es peor que el viejo. No valía la pena cambiar. Estoy disgustado, y tengo razón para estarlo. -Sí, por ahí venía corriendo la gente, a recibir al Año Nuevo, -respondió otro gorrioncillo, medio muerto de frío-. Golpeaban con pucheros contra las puertas, como locos de alegría, porque se marchaba el Año Viejo. También yo me alegré, esperando que ahora tendríamos días cálidos, pero ¡quiá!; hiela más que antes. Los hombres se han equivocado en el cálculo del tiempo. -¡Cierto que sí! -intervino un tercero, viejo ya y de blanco, copete-. Tienen por ahí una cosa que llaman calendario, que ellos mismos se inventaron. Todo debe regirse por él, y, sin embargo, no lo hace. Cuando llega la Primavera es cuando empieza el año. Este es el curso de la Naturaleza, y a él me atengo. -Y ¿cuándo vendrá la primavera? -preguntaron los otros. -Empieza cuando vuelven las cigüeñas, pero no tienen día fijo. Aquí en la ciudad nadie se entera: en el campo lo saben mejor. ¿Por qué no vamos a esperarla allí? Se está más cerca de la Primavera. -Acaso sea una buena idea -observó uno de los gorriones, que no había cesado de saltar y piar, sin decir nada en concreto-. Pero aquí en la ciudad he encontrado algunas comodidades, y me temo que las perderé si me marcho. En un patio cercano vive una familia humana que tuvo la feliz ocurrencia de colgar tres o cuatro macetas en la pared, con la abertura grande hacia dentro y la base hacia fuera, y en el fondo de cada maceta hay un agujero lo bastante grande para permitirme entrar y salir. Allí construimos el nido mi marido y yo, y todas nuestras crías han nacido en él. Claro que la familia hizo la instalación para tener el gusto de vernos; ¿para qué lo habrían hecho, si no? Asimismo, por puro placer, nos echan migas de pan, y así tenemos comida y no nos falta nada. Por eso pienso que mi marido y yo nos quedaremos, a pesar de las muchas cosas que nos disgustan. -Pues nosotros nos marcharemos al campo, a aguardar la primavera -. Y emprendieron el vuelo. En el campo hacía el tiempo propio de la estación; el termómetro marcaba incluso varios grados menos que en la ciudad. Un viento cortante soplaba por encima de los campos nevados. El campesino, en el trineo, se golpeaba los costados, para sacudiese el frío, con las manos metidas en las gruesas manijas, el látigo sobre las rodillas, mientras corrían los flacos jamelgos echando vapor por los ollares. La nieve crujía, y los gorriones se helaban saltando en las roderas. -¡Pip! ¿Cuándo vendrá la Primavera? ¡Mucho tarda! -¡Mucho! -resonó desde la colina, cubierta de nieve, que se alzaba del otro lado del campo. Podía ser el eco, y también podía ser la palabra de aquel hombre singular situado sobre el montón de nieve, expuesto al viento y a la intemperie. Era blanco como un campesino embutido en su blanca chaqueta frisona, y tenía canos, el largo cabello y la barba, y la cara lívida, con grandes ojos claros. -¿Quién es aquel viejo? -preguntaron los gorriones. -Yo lo sé -dijo un viejo cuervo, que se había posado sobre un poste de la cerca, y era lo bastante condescendiente para reconocer que ante Dios todos somos unas pequeñas avecillas; por eso se dignaba alternar con los gorriones y no tenía inconveniente en darles explicaciones-. Yo sé quién es el viejo. Es el Invierno, el viejo del año pasado, que no está muerto, como dice el calendario, sino que ejerce de tutor de esa princesita que se aproxima: la Primavera. Sí, el Invierno lleva la batuta. ¡Uf, y cómo matraquea, pequeños! -¿No os lo dije? -exclamó el más pequeñín-. El calendario es sólo una invención humana, pero no se adapta a la Naturaleza. Nosotros lo habríamos hecho mejor, pues somos más sensibles. Pasó una semana y pasaron casi dos; el bosque era negro, el lago helado yacía rígido y como plomo solidificado, flotaban nieblas húmedas y gélidas. Los gordos cuervos negros volaban en bandadas silenciosas; todo parecía dormir. Un rayo de sol resbaló sobre el lago, brillando como estaño fundido. La capa de nieve que cubría el campo y la colina no relucía ya como antes, pero aquella blanca figura que era el Invierno en persona continuaba en su puesto, fija la mirada en dirección del Mediodía; ni siquiera reparaba en que la alfombra de nieve se iba hundiendo en la tierra y que a trechos brotaba una manchita de hierba verde, a la que acudían en tropel los gorriones. -¡Quivit, quivit! ¿Viene ya la Primavera? -¡La Primavera! -resonó por toda la campiña y a través del sombrío bosque, donde el musgo fresco brillaba en los troncos de los árboles. Y del Sur llegaron volando las dos primeras cigüeñas, llevando cada una a la espalda una criatura deliciosa, un niño y una niña, que saludaron a la tierra con un beso, y dondequiera que ponían los pies, crecían blancas flores bajo la nieve. Cogidos de la mano fueron al encuentro del viejo de hielo, el Invierno, se apretaron contra su pecho para saludarlo nuevamente y, en el mismo instante, los tres y todo el paisaje se esfumaron; una niebla densa y húmeda lo ocultó todo. Al cabo de un rato empezó a soplar el viento, y sus fuertes ráfagas disiparon la bruma y lució el sol, cálido ya. El Invierno había desaparecido, y los encantadores hijos de la Primavera ocuparon el trono del año. -¡A esto llamo yo Año Nuevo! -exclamaron los gorriones. Ahora nos llega el turno de resarcirnos de las penalidades que hemos sufrido en Invierno. Dondequiera que iban los dos niños, brotaban verdes yemas en matas y árboles, crecía la hierba y verdeaban lozanos los sembrados. La niña esparcía flores a su alrededor; llevaba lleno el delantal y se habría dicho que brotaban de él, pues nunca se vaciaba, por muchas que echara; en su afán arrojó una verdadera lluvia de flores sobre los manzanos y melocotoneros, los cuales desplegaron una magnificencia incomparable, aún antes de que asomaran sus verdes hojas. Y la niña dio una palmada, y el niño otra, y a esta señal asomaron mil pajarillos, sin que nadie supiera de dónde, trinando y cantando: -¡Ha llegado la Primavera! Era un espectáculo delicioso. Algunas viejecitas salieron a la puerta, para gozar del sol, sacudiéndose y mirando las flores amarillas que brotaban por todo el campo, exactamente como en sus días de juventud. El mundo volvía a ser joven. -¡Qué bien se está hoy aquí fuera! -decían. El bosque era aún de un verde oscuro, yema contra yema; pero había llegado ya la aspérula, fresca y olorosa, y florecían multitud de violetas, brotaban anemones y primaveras; circulaba la savia por los tallos; era una alfombra realmente maravillosa para sentarse en ella, y allí tomó asiento la parejita primaveral, cogida de la mano, cantando, sonriendo y creciendo sin cesar. Cayó del cielo una lluvia tenue, pero ellos no se dieron cuenta: sus gotas y sus lágrimas de gozo se mezclaron y fundieron en una gota única. El novio y la novia se besaron, y en un abrir y cerrar de ojos reverdeció todo el bosque. Al salir el sol, toda la selva brillaba de verdor. Siempre cogidos de la mano, los novios siguieron paseando bajo el techo colgante de follaje, al que los rayos del sol y las sombras daban mil matices de verde. Las delicadas hojas respiraban pureza virginal y despedían una fragancia reconfortante. Límpidos y ligeros, el río y el arroyo saltaban por entre los verdes juncos y las abigarradas piedras. «¡Siempre es así, y siempre lo será!», decía la Naturaleza entera. Y el cuclillo lanzaba su grito, y la alondra su canto; era una espléndida Primavera. Sin embargo, los sauces tenían las flores enguantadas; eran de una prudencia exagerada, lo cual es muy fastidioso.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La hoya de la campana
Cuento infantil
¡Ding, dang, ding, dang!, se oyó el tañido de la campana procedente del fondo de la selva cruzada por el río de Odense. ¿Qué río es ése? Todos los niños de la ciudad de Odense lo conocen; corre abajo, rodeando los jardines, desde la esclusa hasta el molino, pasando el puente de madera. Crecen en él amarillos «botones de agua», cañaverales de hojas pardas y negras cañas aterciopeladas, altas y esbeltas. Viejos sauces rajados, torcidos y contrahechos, inclinan sus ramas sobre el «Pantano del monje» y junto al prado de Bleicher; pero enfrente se alinean los jardines y huertos, todos distintos, ora plantados de hermosas flores y con glorietas limpias y primorosas, como una casita de muñecas, ora sembrados sólo de hortalizas. A veces ni siquiera se ve el jardín, por los grandes saúcos que allí crecen, al borde mismo de la corriente, que en algunos es más profunda de lo que el remo puede alcanzar. Más lejos, frente al convento de señoritas nobles, está el lugar más profundo, llamado la «Hoya de la campana», y allí vive el genio de las aguas. De día, cuando los rayos del sol hacen brillar las aguas, el genio duerme; pero sale a la superficie en las noches estrelladas y de luna. Es muy viejo. Ya la abuela sabía de él por lo que le había contado su abuela. Dice que lleva una existencia solitaria, sin nadie con quien hablar, aparte la antigua gran campana. Esta colgaba antaño del campanario, pero hoy no quedan rastros ni del campanario ni de la iglesia de San Albani. ¡Ding, dang, ding, dang!, sonaba la campana cuando la torre existía aún. Un anochecer, al ponerse el sol y mientras la campana doblaba con todas sus fuerzas, se soltó y voló por los aires. El bruñido bronce brillaba como carbón ardiente a los rojos rayos del sol. -¡Ding, dang, ding, dang! ¡Me voy a acostar! -cantó la campana saltando al río y clavándose en el fondo de su cauce; por eso se ha dado al lugar el nombre de «Hoya de la campana». Pero no encontró en él sueño ni reposo. En la mansión del genio de las aguas sigue cantando y sonando. A veces se oye a través del agua, y muchos dicen que anuncia la próxima muerte de alguna persona. Pero no es verdad; lo que hace es tocar y narrar historias para el genio, el cual no se siente así tan solo. ¿Y qué cuenta la campana? Ya dijimos que es muy vieja, muy vieja; tanto, que ya estaba allí antes de nacer la abuela de la abuela. Sin embargo, no es más que una niña en comparación con el genio de las aguas, un individuo viejísimo, estrafalario y taciturno, que viste calzones de piel de anguila y jubón de escamas de pez, con botones de agua amarillos, juncos en el cabello y lentejas de agua en la barba, lo cual no puede decirse que lo embellezca. Reproducir aquí todo lo que cuenta la campana nos llevaría muchísimo tiempo. Un año sí y otro también relata las mismas cosas, de un modo ya conciso, ya prolijo, según el humor. Habla siempre de los viejos tiempos, duros y tenebrosos. -En la iglesia de San Albani, en la torre donde colgaba la campana, el monje subía al campanario. Era joven y apuesto, pero soñador como ninguno. Miraba por el portillo más allá del río, cuyo cauce era entonces ancho, y más allá del cenagal, que era un lago, por encima del verde muro, hasta la «Colina de las monjas», donde se levantaba el convento, y la luz brillaba en la ventana de la religiosa. La había conocido mucho -pensaba en ella, y su corazón palpitaba fuertemente recordándola-, ¡ding, dang, ding, dang! Así cuenta la campana. -Subía también a la torre el bufón del obispo, y cuando yo, la campana, que soy de bronce, oscilaba dura y pesadamente, podía haberle aplastado el cráneo. Él se sentaba debajo de mí, casi tocándome, y se ponía a jugar con dos bastoncitos, como si tocase la lira, y cantaba: «Aquí puedo cantar en voz alta lo que fuera de aquí sólo me es dado susurrar. Cantar de todo lo que se encierra en la mazmorra. Allí reina el frío y la humedad. Las ratas devoran los cuerpos vivos. Nadie lo sabe. Nadie lo oye. Ni ahora tampoco, pues la campana dobla con gran estruendo: ¡ding, dang, ding, dang!». -Hubo una vez un rey -Canuto lo llamaban- que se inclinaba ante los obispos y los monjes, pero oprimía y vejaba a sus vecinos con pesados tributos y duras palabras. Entonces ellos se armaron de palos y otras armas y lo expulsaron como si fuese un animal de la selva. Buscó refugio en el templo, cerrando puertas y portales. La multitud, airada, se había reunido enfrente; yo la oía. Las urracas, las cornejas y hasta los grajos se espantaron de tanto griterío y estrépito, volaban a la torre y volvían a salir, mirando a la muchedumbre del fondo, y por las ventanas de la iglesia veían también en su interior y decían a voz en grito lo que veían. El rey Canuto estaba postrado ante el altar, rogando; sus hermanos Erico y Benedicto montaban guardia con las espadas desnudas, pero el criado del Rey, el falso Blake, traicionó a su señor. Los de fuera supieron dónde tenían que disparar: uno arrojó una piedra por la ventana y mató al Rey. Gritos y clamores se elevaron de la muchedumbre enfurecida y de las bandadas de aves, y yo uní mi voz a las otras, cantando y tañendo: ¡ding, dang, ding, dang! -La campana de la iglesia cuelga a gran altura y ve muy lejos en derredor. La visitan las aves, cuyo lenguaje entiende. El viento penetra silbando hasta ella, a través de portillos y huecos y grietas; y el viento lo sabe todo, lo sabe por el aire, el cual envuelve todo lo que tiene vida, penetra en los pulmones de los seres humanos, percibe cada sonido, cada palabra, cada suspiro. El aire lo sabe, el viento lo cuenta, la campana de la iglesia comprende su lenguaje y lo esparce por el mundo entero: ¡ding, dang, ding, dang! -Pero oía y sabía demasiadas cosas. No alcanzaba a lanzarlas todas al espacio. Me fatigué tanto y me volví tan pesada, que la viga que me sostenía se rompió, y salí volando por el aire radiante, para precipitarme en el río, en su lugar más hondo, donde mora el solitario genio de las aguas, y aquí le cuento, año tras año, las cosas que oí y que sé: ¡ding, dang, ding, dang! Todo eso dice la campana desde el fondo del río; la abuela lo ha contado. Pero nuestro maestro replica: -No hay tal campana que toque allá abajo; no es posible. Ni tampoco hay ningún genio de las aguas, pues tales seres no existen. Y cuando todas las otras campanas doblan alegremente, dice que no son las campanas, sino el aire que vibra, y que él es quien produce los sonidos; lo curioso es que abuelita afirmaba también que así lo había dicho la campana, de modo que en esto están de acuerdo; por consiguiente, no puede caber duda alguna. -¡Cuidado, cuidado! ¡Fíjate bien en lo que haces! -decían los dos. El aire lo sabe todo. Nos rodea, está dentro de nosotros, habla de nuestros pensamientos y de nuestras acciones, y lo hace mucho más que la campana de la hoya, donde mora el genio de las aguas, y lo esparce a lo lejos, muy lejos, hasta los grandes espacios celestiales, siempre, eternamente, hasta que las campanas del cielo dan su ¡ding, dang, ding, dang!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La hucha
Cuento infantil
El cuarto de los niños estaba lleno de juguetes. En lo más alto del armario estaba la hucha; era de arcilla y tenía figura de cerdo, con una rendija en la espalda, naturalmente, rendija que habían agrandado con un cuchillo para que pudiesen introducirse escudos de plata; y contenía ya dos de ellos, amén de muchos chelines. El cerdito-hucha estaba tan lleno, que al agitarlo ya no sonaba, lo cual es lo máximo que a una hucha puede pedirse. Allí se estaba, en lo alto del armario, elevado y digno, mirando altanero todo lo que quedaba por debajo de él; bien sabía que con lo que llevaba en la barriga habría podido comprar todo el resto, y a eso se le llama estar seguro de sí mismo. Lo mismo pensaban los restantes objetos, aunque se lo callaban; pues no faltaban temas de conversación. El cajón de la cómoda, medio abierto, permitía ver una gran muñeca, más bien vieja y con el cuello remachado. Mirando al exterior, dijo: -Ahora jugaremos a personas, que siempre es divertido. -¡El alboroto que se armó! Hasta los cuadros se volvieron de cara a la pared -pues bien sabían que tenían un reverso-, pero no es que tuvieran nada que objetar. Era medianoche, la luz de la luna entraba por la ventana, iluminando gratis la habitación. Era el momento de empezar el juego; todos fueron invitados, incluso el cochecito de los niños, a pesar de que contaba entre los juguetes más bastos. -Cada uno tiene su mérito propio -dijo el cochecito-. No todos podemos ser nobles. Alguien tiene que hacer el trabajo, como suele decirse. El cerdo-hucha fue el único que recibió una invitación escrita; estaba demasiado alto para suponer que oiría la invitación oral. No contestó si pensaba o no acudir, y de hecho no acudió. Si tenía que tomar parte en la fiesta, lo haría desde su propio lugar. Que los demás obraran en consecuencia; y así lo hicieron. El pequeño teatro de títeres fue colocado de forma que el cerdo lo viera de frente; empezarían con una representación teatral, luego habría un té y debate general; pero comenzaron con el debate; el caballo-columpio habló de ejercicios y de pura sangre, el cochecito lo hizo de trenes y vapores, cosas todas que estaban dentro de sus respectivas especialidades, y de las que podían disertar con conocimiento de causa. El reloj de pared habló de los tiquismiquis de la política. Sabía la hora que había dado la campana, aun cuando alguien afirmaba que nunca andaba bien. El bastón de bambú se hallaba también presente, orgulloso de su virola de latón y de su pomo de plata, pues iba acorazado por los dos extremos. Sobre el sofá yacían dos almohadones bordados, muy monos y con muchos pajarillos en la cabeza. La comedia podía empezar, pues. Se sentaron todos los espectadores, y se les dijo que podían chasquear, crujir y repiquetear, según les viniera en gana, para mostrar su regocijo. Pero el látigo dijo que él no chasqueaba por los viejos, sino únicamente por los jóvenes y sin compromiso. -Pues yo lo hago por todos -replicó el petardo. -Bueno, en un sitio u otro hay que estar -opinó la escupidera. Tales eran, pues, los pensamientos de cada cual, mientras presenciaba la función. No es que ésta valiera gran cosa, pero los actores actuaban bien, todos volvían el lado pintado hacia los espectadores, pues estaban construidos para mirarlos sólo por aquel lado, y no por el opuesto. Trabajaron estupendamente, siempre en primer plano de la escena; tal vez el hilo resultaba demasiado largo, pero así se veían mejor. La muñeca remachada se emocionó tanto, que se le soltó el remache, y en cuanto al cerdo-hucha, se impresionó también a su manera, por lo que pensó hacer algo en favor de uno de los artistas; decidió acordarse de él en su testamento y disponer que, cuando llegase su hora, fuese enterrado con él en el panteón de la familia. Se divertían tanto con la comedia, que se renunció al té, contentándose con el debate. Esto es lo que ellos llamaban jugar a «hombres y mujeres», y no había en ello ninguna malicia, pues era sólo un juego. Cada cual pensaba en sí mismo y en lo que debía pensar el cerdo; éste fue el que estuvo cavilando por más tiempo, pues reflexionaba sobre su testamento y su entierro, que, por muy lejano que estuviesen, siempre llegarían demasiado pronto. Y, de repente, ¡cataplum!, se cayó del armario y se hizo mil pedazos en el suelo, mientras los chelines saltaban y bailaban, las piezas menores gruñían, las grandes rodaban por el piso, y un escudo de plata se empeñaba en salir a correr mundo. Y salió, lo mismo que los demás, en tanto que los cascos de la hucha iban a parar a la basura; pero ya al día siguiente había en el armario una nueva hucha, también en figura de cerdo. No tenía aún ni un chelín en la barriga, por lo que no podía matraquear, en lo cual se parecía a su antecesora; todo es comenzar, y con este comienzo pondremos punto final al cuento.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La llave de la casa
Cuento infantil
Todas las llaves tienen su historia, y ¡hay tantas! Llaves de gentilhombre, llaves de reloj, las llaves de San Pedro… Podríamos contar cosas de todas, pero nos limitaremos a hacerlo de la llave de la casa del señor Consejero. Aunque salió de una cerrajería, cualquiera hubiese creído que había venido de una orfebrería, según estaba de limada y trabajada. Siendo demasiado voluminosa para el bolsillo del pantalón, había que llevarla en la de la chaqueta, donde estaba a oscuras, aunque también tenía su puesto fijo en la pared, al lado de la silueta del Consejero cuando niño, que parecía una albóndiga de asado de ternera. Se díce que cada persona tiene en su carácter y conducta algo del signo del zodíaco bajo el cual nació: Toro, Virgen, Escorpión, o el nombre que se le dé en el calendario. Pero la señora Consejera afirmaba que su marido no había nacido bajo ninguno de estos signos, sino bajo el de la «carretilla», pues siempre había que estar empujándolo. Su padre lo empujó a un despacho, su madre lo empujó al matrimonio, y su esposa lo condujo a empujones hasta su cargo de Consejero de cámara, aunque se guardó muy bien de decirlo; era una mujer cabal y discreta, que sabía callar a tiempo y hablar y empujar en el momento oportuno. El hombre era ya entrado en años, «bien proporcionado», según decía él mismo, hombre de erudición, buen corazón y con «inteligencia de llave», término que aclararemos más adelante. Siempre estaba de buen humor, apreciaba a todos sus semejantes y gustaba de hablar con ellos. Cuando iba a la ciudad, costaba Dios y ayuda hacerle volver a casa, a menos que su señora estuviese presente para empujarlo. Tenía que pararse a hablar con cada conocido que encontraba; y sus conocidos no eran pocos, por lo que siempre se enfriaba la comida. La señora Consejera lo vigilaba desde la ventana. -¡Ahí llega! -decía la criada-. Pon la sopa. ¡Vamos! Ahora se ha detenido a charlar con uno. ¡Saca el puchero del fuego, que cocerá demasiado! ¡ahora viene! ¡Vuelve la olla al fuego! Pero no llegaba. A veces ya estaba debajo mismo de la ventana y había saludado a su mujer con un gesto de la cabeza; pero acertaba a pasar un conocido y no podía dejar de dirigirle unas palabras. Y si luego sobrevenía un tercero, sujetaba al anterior por el ojal, y al segundo lo cogía de la mano, al propio tiempo que llamaba a otro que trataba de escabullirse. Era para poner a prueba la paciencia de la Consejera. -¡Consejero, consejero! -exclamaba-. ¡Ay! Este hombre nació bajo el signo de la carretilla; no se mueve del sitio, como no le empujen. Era muy aficionado a entrar en las librerías y ojear libros y revistas. Pagaba un pequeño honorario a su librero a cambio de poderse llevar a casa los libros de nueva publicación. Se le permitía cortar las hojas en sentido longitudinal, mas no en el transversal, pues no hubieran podido venderse como nuevos. Era, en todos los aspectos, un periódico viviente, pues estaba enterado de noviazgos, bodas, entierros, críticas literarias y comadrerías ciudadanas, y solía hacer misteriosas alusiones a cosas que todo el mundo ignoraba. Las sabía por la llave de la casa. Desde sus tiempos de recién casados, los Consejeros vivían en casa propia, y desde entonces tenían la misma llave. Lo que no conocían aún eran sus maravillosas virtudes; éstas no las descubrieron hasta más tarde. Reinaba a la sazón Federico VI. En Copenhague no había aún ni gas ni faroles de aceite, como no existían tampoco el Tivoli ni el Casino, ni tranvías, ni ferrocarriles. Había pocas diversiones, en comparación con las de hoy. Los domingos era costumbre dar un paseo hasta la puerta del cementerio. Allí, la gente leía las inscripciones funerarias, se sentaba en la hierba, merendaba y echaba un traguito. O bien se llegaba hasta Friedrichsberg, a escuchar la banda militar que tocaba frente a palacio, y donde se congregaba mucho público para ver a la familia real remando en los estrechos canales, con el Rey al timón y la Reina saludando desde la barca a todos los ciudadanos sin distinción de clases. Las familias acomodadas de la capital iban allí a tomar el té vespertino. En una casita de campo situada delante del parque les suministraban agua hirviendo, pero la tetera debían traérsela ellos. Allí se dirigieron los Consejeros una soleada tarde de domingo; la criada los precedía con la tetera, un cesto con la comida y la botella de aguardiente de Spendrup. -Coge la llave de la calle -dijo la Consejera-, no sea que a la vuelta no podamos entrar en casa. Ya sabes que cierran al oscurecer, y que esta mañana se rompió el cordón de la campanilla. Volveremos tarde. A la vuelta de Frederichsberg tenemos que ir a Vesterbro, a ver la pantomima de «Arlequín» en el teatro Casortis. Los personajes bajan en una nube. Cuesta dos marcos la entrada. Y fueron a Frederichsberg, oyeron la música, vieron la lancha real con la bandera ondeante, y vieron también al anciano monarca y los cisnes blancos. Después de una buena merienda se dirigieron al teatro, pero llegaron tarde. Los números de baile habían terminado, y empezado la pantomima. Como de costumbre, llegaron tarde por culpa del Consejero, que se había detenido cincuenta veces en el camino a charlar con un conocido y otro. En el teatro se encontró también con buenos amigos, y cuando terminó la función hubo que acompañar a una familia al «puente» a tomar un vaso de ponche; era inexcusable, y sólo tardarían diez minutos; pero estos diez minutos se convirtieron en una hora; la charla era inagotable. De particular interés resultó un barón sueco, o tal vez alemán, el Consejero no lo sabía a punto fijo; en cambio, retuvo muy bien el truco de la llave que aquél le enseñó, y que ya nunca más olvidaría. ¡Fue la mar de interesante! Consistía en obligar a la llave a responder a cuanto se le preguntara, aun lo más recóndito. La llave del Consejero se prestaba de modo particular a la experiencia, pues tenía el paletón pesado. El barón pasaba el índice por el ojo de la llave y dejaba a ésta colgando; cada pulsación de la punta del dedo la ponía en movimiento, haciéndole dar un giro, y si no lo hacía, el barón se las apañaba para hacerle dar vueltas disimuladamente a su voluntad. Cada giro era una letra, empezando desde la A y llegando hasta la que se quisiera, según el orden alfabético. Una vez obtenida la primera letra, la llave giraba en sentido opuesto; se buscaba entonces la letra siguiente, y así hasta obtener, con palabras y frases enteras, la respuesta a la pregunta. Todo era pura charlatanería, pero resultaba divertido. Este fue el primer pensamiento del Consejero, pero luego se dejó sugestionar por el juego. -¡Vamos, vamos! -exclamó, al fin, la Consejera-. A las doce cierran la puerta de Poniente. No llegaremos a tiempo, sólo nos queda un cuarto de hora. ¡Ya podemos correr! Tenían que darse prisa. Varias personas que se dirigían a la ciudad se les adelantaron. Finalmente, cuando estaban ya muy cerca de la caseta del vigilante, dieron las doce y se cerró la puerta, dejando a mucha gente fuera, entre ella a los Consejeros con la criada, la tetera y la canasta vacía. Algunos estaban asustados, otros indignados, cada cual se lo tomaba a su manera. ¿Qué hacer? Por fortuna, desde hacía algún tiempo se había dado orden de dejar abierta una de las puertas: la del Norte. Por ella podían entrar los peatones en la ciudad, atravesando la caseta del guarda. El camino no era corto, pero la noche era hermosa, con un cielo sereno y estrellado, cruzado de vez en cuando por estrellas fugaces. Croaban las ranas en los fosos y en el pantano. La gente iba cantando, una canción tras otra, pero el Consejero no cantaba ni miraba las estrellas, y como tampoco miraba donde ponía los pies, se cayó, cuan largo era, sobre el borde del foso. Cualquiera habría dicho que había bebido demasiado, mas lo que se le había subido a la cabeza no era el ponche, sino la llave. Finalmente, llegaron a la puerta Norte, y por la caseta del guarda entraron en la ciudad. -¡Ahora ya estoy tranquila! -dijo la Consejera-. Estamos en la puerta de casa. -Pero, ¿dónde está la llave? -exclamó el Consejero. No la tenía ni en el bolsillo trasero ni el lateral. -¡Dios nos ampare! -dijo la Consejera-. ¿No tienes la llave? La habrás perdido en tus juegos de manos con el barón. ¿Cómo entraremos ahora? El cordón de la campanilla se rompió esta mañana, como sabes, y el vigilante no tiene llave de la casa. ¡Es para desesperarse! La criada se puso a chillar. El Consejero era el único que no perdía la calma. -Hay que romper un vidrio de la droguería -dijo-. Despertaremos al tendero y entraremos por su tienda. Me parece que será lo mejor. Rompió un cristal, rompió otro, y gritando: «¡Petersen!», metió por el hueco el mango del paraguas. Del interior llegó la voz de la hija del droguero, el cual abrió la puerta de la tienda, gritando: «¡Vigilante!», y antes de que hubiese tenido tiempo de ver y reconocer a la familia consejeril y de abrirle la puerta, silbó el vigilante, y de la calle contigua le respondió su compañero con otro silbido. Empezó a asomarse gente a las ventanas: -¿Dónde está el fuego? ¿Qué es ese ruido? -se preguntaban mutuamente, y seguían preguntándoselo todavía cuando ya el Consejero estaba en su piso, se quitaba la chaqueta y… aparecía la llave; no en el bolsillo, sino en el forro; se había metido por un agujero que, desde luego, no debiera de estar allí. Desde aquella noche, la llave de la calle adquirió una particular importancia, no sólo cuando se salía, sino también cuando la familia se quedaba en casa, pues el Consejero, en una exhibición de sus habilidades, formulaba preguntas a la llave y recibía sus respuestas. Pensaba él antes la respuesta más verosímil y la hacía dar a la llave. Al fin, él mismo acabó por creer en las contestaciones, muy al contrario del boticario, un joven próximo pariente de la Consejera. Dicho boticario era una buena cabeza, lo que podríamos llamar una cabeza analítica. Ya de niño había escrito críticas sobre libros y obras de teatro, aunque guardando el anonimato, como hacen tantos. No creía en absoluto en los espíritus, y mucho menos en los de las llaves. -Verá usted, respetado señor Consejero -decía-: creo en la llave y en los espíritus de las llaves en general, tan firmemente como en esta nueva ciencia que empieza a difundirse, en el velador giratorio y en los espíritus de los muebles viejos y nuevos. ¿Ha oído, hablar de ello? Yo sí. He dudado, ¿sabe usted?, pues soy algo escéptico; pero me convertí al leer una horripilante historia en una prestigiosa revista extranjera. ¡Imagínese señor Consejero! Voy a relatárselo todo, tal como lo leí. Dos muchachos muy listos vieron cómo sus padres evocaban el espíritu de una gran mesa del comedor. Estaban solos e intentaron infundir vida a una vieja cómoda, imitando a sus padres. Y, en efecto, brotó la vida, se despertó el espíritu, pero no toleraba órdenes dadas por niños. Se levantó con tanta furia, que todo la cómoda crujía; abrió todos los cajones, y con las patas -las patas de la cómoda- metió a un chiquillo en cada cajón, echando luego a correr con ellos escaleras abajo y por la calle, hasta el canal, en el que se precipitó; los pequeños murieron ahogados. Los cadáveres recibieron sepultura en tierra cristiana, pero la cómoda fue conducida ante el tribunal, acusada de infanticidio y condenada a ser quemada viva en la plaza pública. -¡Así lo he leído! -dijo el boticario-. Lo he leído en una revista extranjera, conste que no me lo he inventado. ¡Que la llave me lleve, si no digo verdad! ¡Lo juro por ella! El Consejero consideró que se trataba de una broma demasiado grosera. Jamás los dos pudieron ponerse de acuerdo en materia de llaves; el boticario era cerrado a ellas. El Consejero hizo muchos progresos en la ciencia llaveril. La llave se convirtió en su pasión, en la revelación de su ingenio. Una noche, cuando el Consejero se disponía a acostarse y estaba ya medio desnudo, alguien llamó a su cuarto desde el pasillo. Era el tendero, que se presentaba a pesar de lo avanzado de la hora. Iba él también a medio vestir, pero, según dijo, se le había ocurrido una idea y temía no poder guardarla toda la noche. -Se trata de mi hija Lotte-Lene; quisiera hablarle de ella. Es bonita, está confirmada y desearía colocarla bien. -¡Todavía no soy viudo! -dijo el Consejero, con una sonrisa satisfecha-. Ni tengo tampoco un hijo a quien poder ofrecerle. -Usted ya me entiende, señor Consejero -replicó el droguero-. Mi hija toca el piano y sabe cantar; la habrán oído desde aquí. No tienen idea de lo que es capaz la chiquilla; sabe imitar la manera de hablar y los ademanes de cualquier persona. Para el teatro está que ni pintada, y ésta es una buena carrera para muchachas bonitas y de buena familia. A lo mejor se casan con un conde, pero en esto no es en lo que pensamos, ni yo ni Lotte-Lene. Sabe cantar y sabe tocar el piano. últimamente estuve con ella en la escuela de canto. Lo hizo bien, pero no tiene eso que yo llamo voz campanuda, ni tampoco ese grito de canario que alcanza las notas más altas y que se exige a las cantantes, por lo cual me disuadieron de que emprendiese esta carrera. En fin, me dije, si no puede ser cantante, podrá ser actriz; aquí sólo es cuestión de hablar. Esta mañana hablé del caso con el instructor, como lo llaman. «¿Es instruida?», me preguntó. «No, en absoluto», le respondí. «La cultura es necesaria para una artista», replicó él. Puede todavía adquirirla, pensé, y me volví a casa. Acaso si fuera a una biblioteca circulante y leyera lo que hay en ella, me dije. Y esta noche, cuando me disponía a desnudarme, se me ocurrió de pronto una idea: ¿Por qué alquilar libros cuando se pueden tener de prestado? El Consejero tiene muchos y se los dejará leer. En ellos hay toda la ciencia que necesita, y además los tendrá gratis. -Lotte-Lene, ¡simpática chica! -respondió el Consejero-, una linda muchacha. No le faltarán libros para leer. Pero, ¿tiene eso que llaman rasgos de ingenio, cómo le diré yo, algo de genial, genio, en fin? Y otra cosa no menos importante: ¿tiene suerte? -Sacó dos veces en la tómbola -dijo el tendero-: la primera, un armario ropero, y la segunda, seis pares de sábanas. Como suerte, no está mal. -Voy a preguntar a la llave -dijo el Consejero. Y poniéndola sobre su índice derecho y el del tendero, la hizo girar, sacando letra tras letra. La llave dijo: «Victoria y suerte». Y con ello quedó sellado el porvenir de Lotte-Lene. El Consejero le dio inmediatamente dos libros: «Dyveke» y «Trato con las personas», de Khigge. Desde aquella noche empezó una relación más íntima entre LotteLene y el Consejero. Subía a menudo de visita, y el señor la encontraba una muchacha juiciosa, que creía en él y en la llave. La Consejera veía algo de infantil e ingenuo en la franqueza con que confesaba su extrema ignorancia. El matrimonio se aficionó a ella y a los suyos, cada uno a su manera. -¡Huele tan bien arriba! -decía Lotte-Lene. Había un perfume, una fragancia, un olor a manzanas en el pasillo, donde la Consejera tenía un barril de manzanas de Gravenstein; y en todas las habitaciones olía a rosas y a espliego. -¡Es tan bonito! -exclamaba Lotte-Lene. Y sus ojos se recreaban en la profusión de hermosas flores que la señora tenía siempre allí; hasta en pleno invierno florecían ramas de lilas y de cerezo. Las ramas cortadas y deshojadas eran puestas en agua, y en la caldeada habitación no tardaban en dar flores y hojas. -Diríase que las ramas desnudas no tienen vida, y fíjate cómo resucitan. -Nunca se me habría ocurrido -decía Lotte-Lene-. Es hermosa la Naturaleza, después de todo. Y el Consejero le mostró su cuaderno de la llave, donde tenía anotadas muchas cosas sorprendentes que la llave había dicho, incluso acerca de media tarta de manzana que había desaparecido del armario, precisamente una noche en que la criada había recibido la visita de su enamorado. El Consejero había preguntado a la llave: «¿Quién se comió el pastel, el gato o el novio?». Y la llave respondió: «El novio». El Consejero ya lo había sospechado antes de preguntarlo, y la criada lo confesó. Aquella maldita llave lo sabía todo. -¿Verdad que es notable? -dijo el Consejero-. ¡La llave, la llave! Y de Lotte-Lene dijo: «Victoria y suerte». Ya veremos. Yo así lo creo. -¡Es estupendo! -dijo Lotte-Lene. La señora Consejera no estaba tan segura, pero se guardaba sus dudas en presencia de su marido; más tarde confió a Lotte-Lene que el Consejero, en su juventud, estuvo loco por el teatro. Si entonces alguien lo hubiese empujado, indudablemente se habría distinguido como actor, pero la familia se lo había quitado de la cabeza. Quería salir a escena, y con este propósito llegó a escribir una comedia. -Es un gran secreto esto que acabo de confiarle, mi querida Lotte-Lene. La obra no era mala, pues la aceptaron en el Teatro Real, aunque la silbaron y ya no se ha vuelto a hablar de ella; pero yo me alegro. Soy su esposa y lo conozco. Ahora usted quiere seguir su mismo camino. Le deseo mucha suerte, pero yo no creo que la cosa marche, no tengo fe en la llave de la calle. Lotte-Lene sí tenía, fe, y en esto coincidía con el Consejero. Sus corazones latían al unísono con toda honestidad y respeto mutuo. Por otra parte, la muchacha poseía virtudes que la Consejera apreciaba en alto grado. Sabía elaborar fécula de patata, confeccionar guantes de seda con medias viejas, forrarse sus zapatos de baile, a pesar de que tenía medios para comprárselos nuevos. Según decía el tendero, guardaba chelines en el cajón de la mesa, y obligaciones en el arca de caudales. Sería una esposa excelente para el boticario, pensaba la Consejera; pero se lo callaba y no quería que lo dijese tampoco la llave. El boticario no tardaría en establecerse; pensaba poner una farmacia en una ciudad cercana. Lotte-Lene leía constantemente «Dyveke» y la obra de Knigge «Trato con los hombres». Leía aquellos dos libros desde hacía dos años, y se sabía el «Dyveke » de memoria, de cabo a rabo, en todos los papeles. Sin embargo, sólo quería representar uno: el de Dyveke, mas no en la capital, donde todo eran envidias y no la querían. Su proyecto era empezar su carrera artística, como decía el Consejero, en una populosa ciudad de provincias. Y se dio la extraña coincidencia de que fue precisamente en la ciudad en que acababa de establecerse el boticario, el más joven de su profesión, aunque no el único. Llegó al fin la gran noche, esperada con tanta expectación. LotteLene se hallaba camino de la victoria y la felicidad, según había pronosticado la llave. El Consejero no estaba presente; yacía en cama, cuidado por la Consejera, que le ponía toallas calientes y le administraba manzanilla. El matrimonio no asistió a la representación de «Dyveke», pero sí el boticario, el cual escribió luego una carta a su parienta, la Consejera. «El cuello de la Dyveke fue lo mejor de todo -escribía-. Si hubiese tenido en el bolsillo la llave del Consejero, la habría sacado para silbar. Se lo merecía la artista y se lo merecía la llave, que de modo tan desvergonzado le pronosticó victoria y suerte». El Consejero leyó la carta. Era maldad pura, dijo, llavifobia que se cebaba en la inocente muchacha. No bien se hubo levantado y volvió a ser un hombre de cuerpo entero, envió al boticario una misiva tan breve como emponzoñada; éste respondió como si no hubiese visto en ella más que broma y buen humor. Le daba las gracias por toda su anterior y espontánea contribución a difundir el valor incalculable y la incomparable importancia de la llave, y a continuación comunicaba en confianza al Consejero que, paralelamente a sus actividades de boticario, estaba escribiendo una gran novela sobre llaves, en la que todos los personajes eran única y exclusivamente llaves. La de la calle era el protagonista, naturalmente, y la del Consejero le había servido de modelo, dotada como estaba del don profético y sibilino. En torno a ella giraban las demás llaves: la antigua de gentilhombre, habituada al esplendor y las solemnidades de la Corte; la llave del reloj, pequeña, delicada y distinguida, que costaba cuatro chelines en la quincallería; la del banco de la iglesia, de condición clerical y que vio espíritus una noche que se había quedado en la cerradura; la de la despensa, del cuarto de la leña y de la bodega… todas salían, girando en torno a la de la calle. Al sol brillaba como plata, y el viento, ese espíritu cósmico, se entraba en ella y la hacía cantar como una flauta. Era la llave por antonomasia, la llave del Consejero; y en adelante sería la de la puerta del cielo, la del soberano Pontífice, infalible como él. -¡Maldad! -dijo el Consejero-. ¡Maldad y envidia! -. Nunca volvieron a verse él y el boticario. Mejor dicho, se vieron en el entierro de la Consejera. Fue la primera en morir. En la casa reinaban el luto y la soledad. Hasta las ramas de cerezo que habían dado nuevas yemas y flores, manifestaron su dolor y se marchitaron. Quedaron abandonadas, no cuidadas por nadie. El Consejero y el boticario siguieron tras el féretro, el uno al lado del otro, como los dos parientes más próximos. Ni la ocasión ni el estado de ánimo convidaban a las pullas y disputas. Lotte-Lene puso el crespón de luto en el sombrero del Consejero. Volvía a estar en su casa desde hacia tiempo, sin haber encontrado la victoria y la suerte en el camino del Arte. Pero no debía desesperar; Lotte-Lene tenía ante sí un porvenir. La llave lo había dicho, y el Consejero también. Subió a verlo y hablaron de la difunta; lloraron, pues Lotte-Lene era sensible. Luego hablaron de Arte, y Lotte-Lene recobró sus ánimos. -La vida del teatro es encantadora -decía-. ¡Pero hay tanta comadrería y tanta envidia! Prefiero seguir mi propio camino. Primero yo, después el Arte. Lleva razón Knigge, en lo que dice sobre los actores; ella lo veía, y la llave se equivocó; pero la muchacha no se lo dijo al Consejero. Lo amaba. Mientras duró el año del luto, la llave de la calle fue para él un consuelo y un estímulo. Le planteó la pregunta, y ella respondió. Y terminado el año, una noche que estaba con la muchacha y el aire era propicio a las expansiones sentimentales, preguntó a la llave: -¿Me casaré? ¿Y con quién? No había nadie para empujarlo, pero él empujó a la llave, la cual dijo: -¡Lotte-Lene! Dicho y hecho: Lotte-Lene se convirtió en Consejera. «Victoria y suerte». ¡Lo que había profetizado la llave!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La margarita
Cuento infantil
Oigan bien lo que les voy a contar: Allá en la campaña, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro han visto alguna vez. Delante tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. Allí cerca, en el foso, en medio del bello y verde césped, crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus confortantes rayos con la misma generosidad que a las grandes y suntuosas flores del jardín; y así crecía ella de hora en hora. Allí estaba una mañana, bien abiertos sus pequeños y blanquísimos pétalos, dispuestos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No se preocupaba de que nadie la viese entre la hierba, ni se dolía de ser una pobre flor insignificante; se sentía contenta y, vuelta de cara al sol, estaba mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire. Así, nuestra margarita era tan feliz como si fuese día de gran fiesta, y, sin embargo, era lunes. Los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, erguida sobre su tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de lo que la rodeaba, y se le ocurrió que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en su corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la avecilla feliz que así sabía cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella. «¡Veo y oigo! -pensaba-; el sol me baña y el viento me besa. ¡Cuán bueno ha sido Dios conmigo!». En el jardín vivían muchas flores distinguidas y tiesas; cuanto menos aroma exhalaban, más presumían. La peonia se hinchaba para parecer mayor que la rosa; pero no es el tamaño lo que vale. Los tulipanes exhibían colores maravillosos; bien lo sabían y por eso se erguían todo lo posible, para que se les viese mejor. No prestaban la menor atención a la humilde margarita de allá fuera, la cual los miraba, pensando: «¡Qué ricos y hermosos son! ¡Seguramente vendrán a visitarlos las aves más espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así podré ver toda la fiesta!». Y mientras pensaba esto, «¡chirrit!», he aquí que baja la alondra volando, pero no hacia el tulipán, sino hacia el césped, donde estaba la pequeña margarita. Ésta tembló de alegría, y no sabía qué pensar. El avecilla revoloteaba a su alrededor, cantando: «¡Qué mullida es la hierba! ¡Qué linda florecita, de corazón de oro y vestido de plata!». Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita relucía como oro, y eran como plata los diminutos pétalos que lo rodeaban. Nadie podría imaginar la dicha de la margarita. El pájaro la besó con el pico y, después de dedicarle un canto melodioso, volvió a remontar el vuelo, perdiéndose en el aire azul. Transcurrió un buen cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo rebosante de gozo, miró a las demás flores del jardín; habiendo presenciado el honor de que había sido objeto, sin duda comprenderían su alegría. Los tulipanes continuaban tan envarados como antes, pero tenían las caras enfurruñadas y coloradas, pues la escena les había molestado. Las peonias tenían la cabeza toda hinchada. ¡Suerte que no podían hablar! La margarita hubiera oído cosas bien desagradables. La pobre advirtió el malhumor de las demás, y lo sentía en el alma. En éstas se presentó en el jardín una muchacha, armada de un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, dirigiéndose directamente hacia los tulipanes, los cortó uno tras otro. «¡Qué horror! -suspiró la margarita-. ¡Ahora sí que todo ha terminado para ellos!». La muchacha se alejó con los tulipanes, y la margarita estuvo muy contenta de permanecer fuera, en el césped, y de ser una humilde florecilla. Y sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, plegó sus hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo. A la mañana siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus blancos pétalos como si fuesen diminutos brazos, reconoció la voz de la avecilla; pero era una tonada triste la que cantaba ahora. ¡Buenos motivos tenía para ello la pobre alondra! La habían cogido y estaba prisionera en una jaula, junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba las verdes mieses de los campos y los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito, llevada por sus alas. ¡La pobre avecilla estaba bien triste, encerrada en la jaula! ¡Cómo hubiera querido ayudarla, la margarita! Pero, ¿qué hacer? No se le ocurría nada. Se olvidó de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; sólo sabía pensar en el pájaro cautivo, para el cual nada podía hacer. De pronto salieron dos niños del jardín; uno de ellos empuñaba un cuchillo grande y afilado, como el que usó la niña para cortar los tulipanes. Vinieron derechos hacia la margarita, que no acertaba a comprender su propósito. -Podríamos cortar aquí un buen trozo de césped para la alondra -dijo uno, poniéndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedó en el centro. -¡Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita tuvo un estremecimiento de pánico, pues si la arrancaban moriría, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el césped a la jaula de la alondra encarcelada. -No, déjala -dijo el primero-; hace más bonito así. Y de esta forma la margarita se quedó con la hierba y fue llevada a la jaula de la alondra. Pero la infeliz avecilla seguía llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La margarita no sabía pronunciar una sola palabra de consuelo, por mucho que quisiera. Y de este modo transcurrió toda la mañana. «¡No tengo agua! -exclamó la alondra prisionera-. Se han marchado todos, y no han pensado en ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, estoy calenturienta, y el aire es muy pesado. ¡Ay, me moriré, lejos del sol, de la fresca hierba, de todas las maravillas de Dios!», y hundió el pico en el césped, para reanimarse un poquitín con su humedad. Entonces se fijó en la margarita, y, saludándola con la cabeza y dándole un beso, dijo: ¡También tú te agostarás aquí, pobre florecilla! Tú y este puñado de hierba verde es cuanto me han dejado de ese mundo inmenso que era mío. Cada tallito de hierba ha de ser para mí un verde árbol, y cada una de tus blancas hojas, una fragante flor. ¡Ah, tú me recuerdas lo mucho que he perdido! «¡Quién pudiera consolar a esta avecilla desventurada!», pensaba la margarita, sin lograr mover un pétalo; pero el aroma que exhalaban sus hojillas era mucho más intenso del que suele serles propio. Lo advirtió la alondra, y aunque sentía una sed abrasadora que le hacía arrancar las briznas de hierba una tras otra, no tocó a la flor. Llegó el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua al pobre pajarillo. Éste extendió las lindas alas, sacudiéndolas espasmódicamente; su canto se redujo a un melancólico «¡pip, pip!»; agachó la cabeza hacia la flor y su corazón se quebró, de miseria y de nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, plegar las alas y entregarse al sueño, y quedó con la cabeza colgando, enferma y triste. Los niños no comparecieron hasta la mañana siguiente, y al ver el pájaro muerto se echaron a llorar. Vertiendo muchas lágrimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron luego con pétalos de flores. Colocaron el cuerpo de la avecilla en una hermosa caja colorada, pues habían pensado hacerle un entierro principesco. Mientras vivió y cantó se olvidaron de él, dejaron que sufriera privaciones en la jaula; y, en cambio, ahora lo enterraban con gran pompa y muchas lágrimas. El trocito de césped con la margarita lo arrojaron al polvo de la carretera; nadie pensó en aquella florecilla que tanto había sufrido por el pajarillo, y que tanto habría dado por poderlo consolar.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La mariposa
Cuento infantil
La mariposa iba en busca de novia, y, naturalmente, pensaba en una linda florecilla. Las estuvo examinando. Todas permanecían calladas y discretas en su tallo, como es propio de las doncellas no prometidas. Pero había tantas, que la elección resultaba difícil, y no sabiendo la mariposa qué partido tomar, voló hacia la margarita. Los franceses han descubierto que esta flor posee el don de profecía; por eso la consultan los novios, arrancándole hoja tras hoja y dirigiéndole cada vez una pregunta relativa a la persona amada: «¿De corazón?», «¿Por encima de todo?», «¿Un poquito?», «¿Nada en absoluto?», etc. Cada cual pregunta en su lengua, y la mariposa acudió a interrogar a su vez, pero en vez de arrancar las hojas las besaba, creyendo que como se llega más lejos es con el empleo de buenos modales. -¡Dulce Margarita! -dijo- Es usted la señora más inteligente de todas las flores, y puede predecirme lo por venir. Dígame, por favor, ¿cuál será mi novia? ¿Cuál me querrá? Cuando lo sepa, podré volar directamente a ella y solicitarla. Pero Margarita no respondió. Se había molestado al oírse tratar de «señora», cuando era una joven doncella, y entonces no se es señora. La mariposa repitió su pregunta por segunda y tercera vez, pero viendo que obtenía la callada por respuesta, emprendió el vuelo, resuelta a buscar novia por su cuenta. La primavera se hallaba en sus comienzos; en gran profusión florecían las campanillas blancas y los azafranes. «Son muy lindas -dijo la mariposa-, unas pequeñas preciosas, pero demasiado pollitas». Se había fijado en que los mozos las preferían mayores. Voló entonces a las anémonas, pero las encontró un tanto secas, y luego a las violetas, que le resultaron demasiado románticas. Los tulipanes eran orgullosos; los narcisos, plebeyos; las flores del tilo, demasiado pequeñas y con excesiva parentela. Las del manzano, si bien es cierto que parecían rosas, florecían hoy y se caían mañana, según soplara el viento; sería un matrimonio muy breve, pensó. La flor del guisante fue la que estimó más apropiada; era roja y blanca, fina y delicada, y pertenecía a la clase de las doncellas caseras, que son guapetonas y, al mismo tiempo, saben desenvolverse en la cocina. Iba ya a declarársele, cuando de pronto vio a su lado una vaina con una flor marchita en la punta. -¿Quién es esa? -preguntó. -Es mi hermana -respondió la flor de guisante. -¡Caramba, así es como será usted más tarde! La mariposa se asustó y siguió volando. La madreselva florida colgaba sobre la valla. Eran muchas señoritas de caras largas y piel amarilla; no le gustó la especie. ¿Qué le gustaba, pues? Pregúntaselo a ella. Pasó la primavera, pasó el verano y vino el otoño, y la mariposa seguía sin decidirse. Las flores llevaban entonces magníficos ropajes; pero, ¿qué se sacaba con eso? Les faltaba el espíritu juvenil, fresco y fragante. El corazón, cuando envejece, quiere aroma, y ésta no se encuentra precisamente en las dalias y las alteas. Por eso la mariposa se dirigió a la menta crespa. -Verdad es que no tiene flores, pero en realidad toda ella es una flor, huele de pies a cabeza, hay fragancia en cada una de sus hojas. ¡Me quedaré con ella! Y, finalmente, la solicitó. Pero la menta permanecía tiesa y callada, hasta que, al fin, dijo: – Amigos, bueno, pero nada más. Yo soy vieja, y usted también; podemos perfectamente vivir el uno para el otro, pero casarnos, de ningún modo. No cometamos sandeces a nuestra edad. Y así fue cómo la mariposa se quedó sin mujer. Se había pasado demasiado tiempo buscando, y esto no debe hacerse. Acabó siendo lo que se dice un solterón. Otoño estaba muy avanzado, con lluvias y tiempo turbio. Un viento frío soplaba sobre los viejos sauces, cuyo interior crujía. No daba ya gusto salir de paseo en traje de verano; pronto se le quitaban a uno las ganas. Pero la mariposa no revoloteaba ya por el campo; por casualidad había encontrado un refugio, con estufa encendida. Reinaba allí una temperatura veraniega, y se podía vivir muy bien. «Pero no basta con vivir -decía-. ¡Hacen falta el sol, la libertad y una florecilla!». Y de un vuelo se fue al cristal de la ventana. La vieron, la admiraron y, traspasándola con una aguja, la depositaron en el cajón de las cosas raras. Más no habrían podido hacer por ella. -Ahora estoy en un tallo, como una flor -dijo la mariposa aunque, bien mirado, no resulta muy agradable. Viene a ser como el matrimonio, uno está bien asentado. Y con esto se consoló. -¡Pobre consuelo! -observaron las flores de la maceta del cuarto. -No hay que fiarse mucho de las flores de tiesto -dijo la mariposa-; alternan demasiado con las personas.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La más feliz
Cuento infantil
-¡Qué rosas tan bellas! -dijo el Sol-. Y todas las yemas se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida. -Son hijas mías -dijo a su vez el rocío-. Les he dado a beber mis lágrimas. -Pues yo diría que su madre soy yo -exclamó el rosal-. Ustedes no son sino los padrinos, que les ofrecieron un regalo según sus posibilidades y su buena voluntad. -¡Rosas, hermosas hijas mías! -dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería? -Yo lo averiguaré -dijo el viento-. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, me meto en las rendijas más estrechas, sé lo que pasa en todas partes. Todas las rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también. En esto se presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana; la que le pareció más hermosa. Se la llevó a su solitaria habitación, donde pocos días antes había estado brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía en el negro ataúd, dormida estatua de mármol. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón. Pareció como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo: -¡Qué destino de amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerta. Indudablemente he sido la más feliz de todas las hermanas. Apareció luego en el jardín la vieja escardadera. Contempló a su vez la magnificencia del rosal y sus ojos se clavaron en la rosa mas grande, abierta del todo. «Otra gota de rocío y otro día ardoroso, y sus hojas caerán», pensó la mujer. La flor había dado ya el beneficio de su belleza, y debía dar ahora el de su utilidad. La cortó y guardó en un periódico; la pondría en casa junto a otras rosas marchitas, y, mezclándolas con esas otras pequeñas flores azules llamadas espliegos, las embalsamaría con sal. Hay que observar que sólo se embalsama a las rosas y a los reyes. -¡Qué honor el mío! -dijo la rosa al sentirse cogida por la escardadera-. Van a embalsamarme. Yo seré la más feliz. Se presentaron luego en el jardín dos jóvenes; uno de ellos era poeta, el otro pintor, y cada uno de ellos cogió una rosa bellísima. El pintor trasladó al lienzo una imagen de la flor abierta, con tal fidelidad que parecía su reflejo. -De este modo -dijo el artista- viviré muchas generaciones, mientras millones y millones de su especie se marchitarán y morirán. -Yo habré sido la más favorecida -dijo la rosa-; la suerte mejor habrá sido para mí. El poeta contempló la flor que había cogido y compuso sobre ella un poema, en el que se expresaban todos los misterios que había leído en sus pétalos. Le puso por título «Libro de estampas del Amor» y pasó a la inmortalidad. -¡Me han hecho inmortal! -exclamó la rosa-. ¡Yo soy la más feliz de todas! Entre la magnificencia del rosal florido había una rosa que quedaba casi oculta bajo las restantes. Casualmente, y por suerte tal vez para ella, tenía un defecto: estaba torcida en su tallo, y las hojas de un lado no eran simétricas a las del opuesto. Del centro de la flor salía una hojita verde deformada. Son esas miserias de las que no se libran ni las rosas. -¡Pobrecilla! -dijo el viento besándola en la mejilla. La rosa creyó que era un saludo, un homenaje; tuvo la impresión de ser distinta de las demás rosas, y le pareció una distinción la circunstancia de tener en el centro aquella hoja verde. Llegó volando una mariposa y besó sus pétalos; era un pretendiente, y ella lo dejó marchar. Vino después un saltamontes muy grandote, que se posó sobre otra rosa, se puso a frotarse la falsa pata, lo cual, en los saltamontes, es señal de amor. La flor en que se había posado no lo comprendió, pero la rosa deformada sí se dio cuenta de que el insecto miraba con ojos que decían: «Te comería de puro amor». ¿Y qué mayor signo de amor que el quererse comer al ser amado? Pero la rosa no quiso entregarse al saltamontes. El ruiseñor cantó en medio de la noche estrellada. -Estoy segura de que lo hace para mí -dijo la rosa del defecto, o de la distinción-. Por qué me han distinguido así por encima de todas mis hermanas? ¿Por qué me dieron esta cualidad, que hace de mí la más feliz? A continuación entraron en el jardín dos fumadores. Hablaban de rosas y de tabaco. Se decía que las rosas no soportaban el humo del tabaco, y que a su contacto la flor perdía su color y se volvía verde. Querían efectuar el experimento, pero les dolió echar a perder una de aquellas rosas tan bellas, y cortaron la defectuosa. -¡Una nueva distinción! -exclamó ésta-. ¡Qué ventura la mía! Soy la más feliz de todas. Y se puso verde, de orgullo y del humo del tabaco. Una rosa, semicapullo todavía, acaso la más bella del rosal, obtuvo el puesto de honor en un artístico ramillete que reunió el jardinero y que, llevado al señorito de la casa, salió con él en coche. La rosa brillaba como una perla entre otras flores, rodeadas de verdor. La llevaron a la esplendoroso fiesta, a la que asistían elegantes caballeros y damas, a la luz de mil lámparas. Sonó la música; sucedía aquello en el océano de luz del teatro, y cuando la joven y celebrada bailarina apareció, vaporosa, en escena, saludada por el general entusiasmo, los ramos volaron a sus pies como lluvia de flores. Entre ellos cayó el ramillete, en cuyo centro brillaba como piedra preciosa la bella rosa de nuestro jardín. Sintió la flor su inmensa e indecible felicidad, la gloria y el esplendor que la rodeaban, y al tocar el suelo se lanzó también a bailar, a saltar por las tablas, pues al caer se había quebrado su tallo. No fue a parar a manos de la agasajada, sino que rodó detrás del bastidor, donde la recogió un tramoyista. Vio éste que era bellísima y fragante, pero que carecía de tallo; se la metió en el bolsillo, y al llegar a su casa por la noche, la puso en una copita con agua. A la mañana siguiente la colocaron delante de la abuela, que, vieja e inválida, ocupaba el sillón. La mujer estuvo contemplando la magnífica rosa rota y recreándose en su aspecto y su perfume. -No fuiste a parar a la mesa de la rica y linda señorita, sino a la de esta pobre vieja; pero aquí eres como un pomo de rosas. ¡Qué hermosa eres! Y miraba la flor con alegría infantil, pensando seguramente en su lejana juventud perdida. -Entré por un agujero que tenía el cristal – dijo el viento y vi los brillantes ojos juveniles de la anciana y la bella rosa quebrada en la copita. ¡La más feliz de todas! Lo sé. Puedo afirmarlo. Cada una de las rosas del rosal de aquel jardín tenía su historia. Cada una creía ser la más feliz, y la fe da la ventura. La última de las flores estaba persuadida de ser la más dichosa de todas. -He sobrevivido a las demás. Soy la última, la única, la hija predilecta de nuestra madre. -Y yo soy su madre -dijo el rosal. -¡Yo lo soy! -replicó el sol. -¡Y yo! -afirmaron el viento y el tiempo. -Todos tenemos nuestra parte -dijo el viento-. Y cada uno de nosotros participará de su belleza. Y el viento esparció las hojas sobre la planta, donde yacían las gotas del rocío y brillaba el sol. -También yo he tenido mi parte -añadió el viento-. Yo he visto la historia de todas las rosas, y la contaré por todo el vasto mundo. Luego me dirás cuál de ellas fue la más feliz, esto debes decirlo tú; yo he hablado ya bastante.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La Musa del nuevo siglo
Cuento infantil
¿Cuándo se revelará la Musa del nuevo siglo, tal como la conocerán los hijos de nuestros nietos, o quizá la generación que les siga, pero no nosotros? ¿Qué aspecto tendrá? ¿Qué cantará? ¿Qué cuerdas del alma hará vibrar? ¿A qué altura levantará su época? Cuántas preguntas en nuestro atareado tiempo, en que la Poesía es casi un estorbo y sabemos de manera cierta que muchas cosas «inmortales» escritas por los poetas actuales sólo existirán en lo futuro reproducidas al carbón en los muros de algunas cárceles, y serán leídas por contados curiosos. Pero la Poesía debe intervenir; por lo menos ayudar a cargar el fusil en las luchas de partidos, en las que corre la sangre o la tinta. Ésta es una opinión parcial, dicen algunos; en nuestro tiempo, la Poesía no está olvidada ni mucho menos. No; todavía hay personas que en su «lunes azul» se sienten atraídas por ella, y entonces, al experimentar este prurito en las partes más nobles de su ser, envían un criado a la librería a comprarles cuatro chelines de poesía, con recado de que les sirvan la más recomendada. Algunos se contentan con la que reciben de regalo, o se dan por satisfechos con la lectura de un trozo de bolsa de la tienda. Es mucho más barato, y en nuestra ajetreada época hay que pensar en la economía. Sólo es necesario lo positivo, conservar lo que tenemos, y con esto basta. La poesía futurista, como la música del porvenir, son quijotismos; es como proyectar viajes de descubrimiento al planeta Urano. El tiempo es demasiado breve y valioso para gastarlo en fantasías. Pongámonos en razón: ¿qué es Poesía? Estas explosiones de la mente y la sensibilidad no son sino expansiones y vibraciones de los nervios. El entusiasmo, la alegría, el dolor, incluso la ambición material, son, según los sabios, vibraciones nerviosas. Todos somos instrumentos de cuerda. Pero, ¿quién toca estos instrumentos? ¿Quién los hace vibrar y estremecerse? El espíritu, el espíritu invisible de la divinidad, que se manifiesta por sus sentimientos y pensamientos, y que es comprendido por los demás instrumentos, los cuales funden con ellos sus propias notas, y suenan en fuertes disonancias y contrastes. Así fue y así sigue siendo en el gran progreso que la Humanidad hace en su conciencia de libertad. Cada siglo, o también cabría decir cada milenio, tiene su punto culminante de expresión poética; nacida dentro de su propio período, se ve destacar y dominar desde el nuevo que empieza. Así pues, en nuestra época atareada, dominada por el estrépito de las máquinas, ha nacido ya la Musa del nuevo siglo. ¡Vaya a ella nuestro saludo! Que ella la oiga o la lea algún día, tal vez en aquellos garabatos al carbón de que hablamos antes. Los cercos de su cuna alcanzan desde el punto extremo pisado por el pie humano en los viajes al Polo, hasta donde el ojo viviente penetra en el «negro saco de carbón» del cielo polar. El trepidar de las máquinas, el silbar de las locomotoras, la voladura de rocas materiales y de viejos prejuicios espirituales, nos ha ensordecido, ahogando con su estrépito sus primeros vagidos. Ha nacido en nuestra gran fábrica de hoy, donde el vapor emplea su fuerza, donde el «maestro sin sangre» y sus operarios se afanan día y noche. Posee el gran corazón amoroso de la mujer, con la llama de la vestal y el fuego de la pasión. Recibió el rayo de la inteligencia en todos los colores del prisma, cambiantes al correr de los milenios y apreciarlos según la moda. Su magnificencia y su fuerza es el poderoso plumaje de cisne de la fantasía, tejido por la Ciencia, impulsado por «las fuerzas elementales». Es hija del pueblo por línea paterna, sana en sus sentidos y pensamientos, grave de mirada, con el humor en los labios. Su madre es hija de emigrantes, de alta cuna y educada según las normas académicas, mecida en los dorados recuerdos del rococó. La Musa del nuevo siglo lleva en sí sangre y alma de los dos. Sus padrinos depositaron en su cuna magníficos presentes. A modo de golosinas, esparcieron sobre ella, en cantidades enormes, los ocultos enigmas de la Naturaleza, cada uno con su solución. La campana del buzo vertió sus maravillosos juguetes sacados del fondo del mar. El mapa del cielo, este tranquilo océano suspendido con sus miríadas de islas, cada una un mundo, fue colocado como un manto en su cuna; el sol pinta sus imágenes; la fotografía le regala juguetes. La nodriza le ha cantado canciones acerca de Eyvind Skaldespiller y de Firdusi, de los trovadores y de lo que Heine, en su orgullo juvenil, le cantó con su auténtica alma de poeta. Muchas cosas, demasiadas, le ha cantado la nodriza. Conoce los Eddas, las leyendas horribles de los antepasados, en que las maldiciones se precipitan con sangrientos aletazos. Se ha tragado en un cuarto de hora las «Mil y una noches» del Oriente. La Musa del nuevo siglo es aún niña, y, sin embargo, ha saltado de la cuna, es voluntariosa sin saber lo que quiere. Juega todavía en el espacioso cuarto del ama, donde abundan los tesoros artísticos del barroco. La tragedia griega y la comedia romana están allí cinceladas en mármol; las canciones populares de las naciones cuelgan de las paredes como plantas secas: un beso, y se hinchan, frescas y perfumadas. Mécenla los acordes eternos de Beethoven, Gluck, Mozart, y los pensamientos de todos los grandes maestros expresados en notas. Al borde están todos aquellos libros que en su tiempo fueron inmortales, y aún queda espacio para muchos otros, cuyos nombres resonarán a través del hilo telegráfico de la inmortalidad y que, sin embargo, morirán con el telegrama. Ha leído enormemente, demasiado; ha nacido en nuestro tiempo; muchísimo habrá de ser olvidado, y la musa aprenderá a olvidar. No piensa en su canto, que vivirá en un nuevo milenio, como viven los libros de Moisés y las doradas fábulas de Bidpai sobre la astucia y la suerte de la zorra. No piensa aún en su mensaje, en su vibrante futuro; sigue jugando mientras la lucha de las naciones, que sacude el aire, da figuras sonoras de plumas y cañones sin orden ni concierto, runas de difícil interpretación. Lleva un gorro garibaldino, de vez en cuando lee su Shakespeare, y por un momento piensa que tal vez lo representen aun cuando ella sea mayor. Que Calderón repose en el sarcófago de sus obras con la leyenda de su fama. A Holberg -pues la Musa es cosmopolita-, lo tiene encuadernado en un tomo con Molière, Plauto y Aristófanes, pero lee sobre todo a Molière. No tiene la inquietud que da alas a los gamos de los Alpes, y, no obstante, su alma busca la sal de la vida como los gamos buscan la de la montaña. Hay en su corazón una placidez como la de los hebreos de las leyendas antiguas, esta voz de los nómadas en las verdes llanuras durante las silenciosas noches estrelladas, y, sin embargo, en su canto late el corazón con más fuerza que el del exaltado guerrero heleno de las montañas de Tesalia. ¿Y qué hay del Cristianismo? Ha aprendido la tabla grande y la pequeña de la Filosofía; las materias primeras le han roto uno de los dientes de leche, pero le han salido otros. Y en la cuna mordió en la fruta del conocimiento, la comió y adquirió inteligencia; y su «inmortalidad» fulguró como el pensamiento más genial de la Humanidad. ¿Cuándo brotará el nuevo siglo de la Poesía? ¿Cuándo se dará a conocer su Musa? ¿Cuándo se oirá? Una bella mañana de primavera llegará montada en el dragón de la locomotora, avanzando a través de túneles y viaductos, o navegando por el anchuroso mar sobre el lomo del delfín, o por los aires en el ave de Montgolfier, y se posará sobre el suelo, desde el que su voz divina saludará a la familia humana. ¿Dónde? ¿Desde el mundo descubierto por Colón, la tierra de libertad donde los indígenas se convirtieron en piezas de caza y los africanos en bestias de trabajo? ¿De la tierra que nos ha enviado la canción de «Hiawatha»?. ¿Del continente de los antípodas, donde nuestro día es noche y donde cisnes negros cantan en los bosques de mimosas? ¿O del país donde las columnas de Memnon resonaron y siguen resonando, sin que hayamos comprendido el canto de la esfinge del desierto? ¿De la isla del carbón de piedra, donde Shakespeare domina desde el tiempo de Isabel? ¿De la patria de Tycho Brahe, que nada quiso saber de él, o de la tierra aventuresca de California, donde el árbol de Wellington alza su copa como rey de los bosques del mundo? ¿Cuándo brillará la estrella, la estrella en la frente de la Musa, la flor en cuyos pétalos esté escrita en forma, color y fragancia, la expresión de la belleza de este siglo? -¿Qué programa trae la Musa nueva? -preguntan nuestros expertos diputados en la Dieta-. ¿Qué quiere? Mejor es que preguntéis qué no quiere. No quiere presentarse como un fantasma de tiempos pasados. No quiere recomponer obras dramáticas con éxitos teatrales ya olvidados, ni disimular con deslumbrantes ropajes líricos los fallos de la arquitectura teatral. Su vuelo será desde el carro de Tespis hacia el anfiteatro de mármol. No hará pedazos el sano discurso de los hombres, volviendo a pegarlos para formar un juego artificioso de címbalos chinos, con las resonancias halagadoras de los torneos trovadorescos. No quiere entronizar el verso como gentilhombre y constituir la prosa en personaje burgués. Juntos están y a igual altura en sonoridad, plenitud y vigor. No quiere esculpir los antiguos dioses en los bloques de las sagas de Islandia. Están muertos; la nueva época no siente por ellos simpatía ni afinidad. No quiere invitar a sus contemporáneos a alojar sus pensamientos en las tabernas de la novela francesa. No quiere aturdir con el cloroformo de las historias cotidianas. Un elixir de vida es lo que quiere traer. Su canto en versos y en prosa será breve, claro y rico. Cada latido del corazón de los pueblos es sólo una letra en el gran alfabeto del proceso evolutivo, pero acoge cada letra con el mismo amor, las reúne formando palabras y junta éstas en rimas, con las cuales compone un himno a lo presente. ¿Y cuándo llegará esta época a su plenitud? Para nosotros, para los que estamos rezagados, tardará mucho, pero muy poco para los que nos avancen en su vuelo. Pronto caerá la muralla china. Los ferrocarriles de Europa llegarán al cerrado archivo de las culturas asiáticas, las dos corrientes culturales se encontrarán. Retumbará tal vez la cascada con su rumor profundo, los viejos del presente temblaremos a sus fuertes acordes, sintiendo en ellos un Ragnarok, el derrumbamiento de los antiguos dioses; olvidaremos que acá abajo los tiempos y los pueblos deben desaparecer, y sólo una pequeña imagen de cada uno, encerrada en la cápsula de la palabra, flotará como flor de loto en el río de la eternidad y nos dirá que todos son y fueron carne de nuestra carne, aunque en ropajes distintos. La imagen de los judíos irradia de la Biblia, la de los griegos lo hace de la Ilíada y la Odisea. ¿Y la nuestra…? Pregúntalo a la Musa del nuevo siglo, en el Ragnarok, cuándo el nuevo Gimle se levantará transfigurado e inteligible. ¡Que todo el poder del vapor, todo el peso de lo presente no sean sino palancas! El «maestro sin sangre» y sus operarios, que parecen los amos poderosos de nuestra época, no son sino criados, esclavos negros que adornan la sala de fiestas, aportan tesoros, ponen las mesas para el gran banquete donde la Musa, con la inocencia del niño y el entusiasmo de la doncella, con la serenidad y la ciencia de la matrona, alzará la lámpara maravillosa de la Poesía, este corazón humano, rico y pleno con su llama divina. ¡Bienvenida, Musa de la Poesía, al nuevo siglo! Nuestro saludo se eleva y será oído como lo es el himno de gracias del gusano, el gusano que es triturado por las rejas del arado mientras brilla una nueva primavera y el arado abre surcos, destrozándonos a nosotros, los gusanos, a fin de que la cosecha bendita pueda crecer para la nueva generación que viene. ¡Salud, Musa del nuevo siglo!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La niña de los fósforos
Cuento infantil
¡Qué frío hacía! Nevaba y comenzaba a oscurecer; era la última noche del año, la noche de San Silvestre. Bajo aquel frío y en aquella oscuridad, pasaba por la calle una pobre niña, descalza y con la cabeza descubierta. Verdad es que al salir de su casa llevaba zapatillas, pero, ¡de qué le sirvieron! Eran unas zapatillas que su madre había llevado últimamente, y a la pequeña le venían tan grandes que las perdió al cruzar corriendo la calle para librarse de dos coches que venían a toda velocidad. Una de las zapatillas no hubo medio de encontrarla, y la otra se la había puesto un mozalbete, que dijo que la haría servir de cuna el día que tuviese hijos. Y así la pobrecilla andaba descalza con los desnudos piececitos completamente amoratados por el frío. En un viejo delantal llevaba un puñado de fósforos, y un paquete en una mano. En todo el santo día nadie le había comprado nada, ni le había dado un mísero centavo; volvíase a su casa hambrienta y medio helada, ¡y parecía tan abatida, la pobrecilla! Los copos de nieve caían sobre su largo cabello rubio, cuyos hermosos rizos le cubrían el cuello; pero no estaba ella para presumir. En un ángulo que formaban dos casas -una más saliente que la otra-, se sentó en el suelo y se acurrucó hecha un ovillo. Encogía los piececitos todo lo posible, pero el frío la iba invadiendo, y, por otra parte, no se atrevía a volver a casa, pues no había vendido ni un fósforo, ni recogido un triste céntimo. Su padre le pegaría, además de que en casa hacía frío también; solo los cobijaba el tejado, y el viento entraba por todas partes, pese a la paja y los trapos con que habían procurado tapar las rendijas. Tenía las manitas casi ateridas de frío. ¡Ay, un fósforo la aliviaría seguramente! ¡Si se atreviese a sacar uno solo del manojo, frotarlo contra la pared y calentarse los dedos! Y sacó uno: «¡ritch!». ¡Cómo chispeó y cómo quemaba! Dio una llama clara, cálida, como una lucecita, cuando la resguardó con la mano; una luz maravillosa. Le pareció a la pequeñuela que estaba sentada junto a una gran estufa de hierro, con pies y campana de latón; el fuego ardía magníficamente en su interior, ¡y calentaba tan bien! La niña alargó los pies para calentárselos a su vez, pero se extinguió la llama, se esfumó la estufa, y ella se quedó sentada, con el resto de la consumida cerilla en la mano. Encendió otra, que, al arder y proyectar su luz sobre la pared, volvió a esta transparente como si fuese de gasa, y la niña pudo ver el interior de una habitación donde estaba la mesa puesta, cubierta con un blanquísimo mantel y fina porcelana. Un pato asado humeaba deliciosamente, relleno de ciruelas y manzanas. Y lo mejor del caso fue que el pato saltó fuera de la fuente y, anadeando por el suelo con un tenedor y un cuchillo a la espalda, se dirigió hacia la pobre muchachita. Pero en aquel momento se apagó el fósforo, dejando visible tan solo la gruesa y fría pared. Encendió la niña una tercera cerilla, y se encontró sentada debajo de un hermosísimo árbol de Navidad. Era aún más alto y más bonito que el que viera la última Nochebuena, a través de la puerta de cristales, en casa del rico comerciante. Millares de velitas ardían en las ramas verdes, y de estas colgaban pintadas estampas, semejantes a las que adornaban los escaparates. La pequeña levantó los dos bracitos… y entonces se apagó el fósforo. Todas las lucecitas se remontaron a lo alto, y ella se dio cuenta de que eran las rutilantes estrellas del cielo; una de ellas se desprendió y trazó en el firmamento una larga estela de fuego. «Alguien se está muriendo» -pensó la niña, pues su abuela, la única persona que la había querido, pero que estaba muerta ya, le había dicho: -Cuando una estrella cae, un alma se eleva hacia Dios. Frotó una nueva cerilla contra la pared; se iluminó el espacio inmediato, y apareció la anciana abuelita, radiante, dulce y cariñosa. -¡Abuelita! -exclamó la pequeña-. ¡Llévame, contigo! Sé que te irás también cuando se apague el fósforo, del mismo modo que se fueron la estufa, el asado y el árbol de Navidad. Se apresuró a encender los fósforos que le quedaban, afanosa de no perder a su abuela; y los fósforos brillaron con luz más clara que la del pleno día. Nunca la abuelita había sido tan alta y tan hermosa; tomó a la niña en el brazo y, envueltas las dos en un gran resplandor, henchidas de gozo, emprendieron el vuelo hacia las alturas, sin que la pequeña sintiera ya frío, hambre ni miedo. Estaban en la mansión de Dios Nuestro Señor. Pero en el ángulo de la casa, la fría madrugada descubrió a la chiquilla, rojas las mejillas y la boca sonriente… Muerta, muerta de frío en la última noche del Año Viejo. La primera mañana del Nuevo Año iluminó el pequeño cadáver sentado con sus fósforos: un paquetitoque parecía consumido casi del todo. «¡Quiso calentarse!», dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La niña judía
Cuento infantil
Asistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena, la más lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana. Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con más atención que los demás alumnos. -Ocúpate de tu libro -le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niña estaba mucho más enterada que sus compañeros. Había escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones. Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demás, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así. El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana. -No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio -añadió. El padre rompió a llorar: -Yo mismo sé muy poco de nuestra religión -dijo-, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometí que nuestra hija nunca sería bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto con Dios. Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos. Habían transcurrido algunos años. En una de las ciudades más pequeñas de Jutlandia servía, en una modesta casa de la burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenía el cabello negro como ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía siendo la de aquella niña que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada inteligente. Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del órgano y los cánticos de los fieles; llegaban a la casa donde la joven judía trabajaba, laboriosa y fiel. -Guardarás el sábado -ordenaba su religión; pero el sábado era para los cristianos día de labor, y sólo podía observar el precepto en lo más íntimo de su alma, y esto le parecía insuficiente. Sin embargo, ¿qué son para Dios los días y las horas? Este pensamiento se había despertado en su alma, y el domingo de los cristianos podía dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del órgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditación. Leía entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitándose a él, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se haría nunca cristiana, que jamás abandonaría la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debía ser para ella un libro cerrado, a pesar de que sabía muchas de las cosas que contenía, pues los recuerdos de niñez no se habían borrado de su memoria. Una velada se hallaba Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leía el Evangelio, sino un viejo libro de Historia; por eso se había quedado. Trataba el libro de un caballero húngaro que, prisionero de un bajá turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habían llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el hombre a su patria. Poco después sonó la llamada general a la lucha contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio punto de reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo prisionero precisamente a aquel mismo bajá que lo había uncido al arado y lo había hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó: -¿Qué crees que te espera? -Bien lo sé -respondió el turco-. ¡Tu venganza! -Sí, la venganza del cristiano -repuso el caballero-. La doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que sufren. El prisionero prorrumpió en llanto: -¡Cómo podía yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomé un veneno que me matará en pocas horas. ¡Voy a morir, no hay salvación posible! Pero antes de que termine mi vida, explícame la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande y divina! ¡Deja que en ella muera, que muera cristiano! Su petición fue atendida. Tal fue la leyenda, la historia, que el dueño de la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincón: Sara, la joven judía. Grandes lágrimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera antaño en el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. «¡No dejes que mi hija se haga cristiana!», habían sido las últimas palabras de su madre moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban aquellas otras palabras del mandamiento divino: «Honrarás a tu padre y a tu madre». «¡No soy cristiana! Me llaman la judía; aún el domingo último me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazón como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligiré en la tumba, madre, no seré perjura al voto de mi padre: no leeré la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza». Y transcurrieron más años. Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa en situación apurada. Había que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyó a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas horas de la noche y procurando el pan de cada día con la labor de sus manos. Ningún pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada día más débil, había de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición para la casa hundida. -Toma la Biblia -dijo un día la enferma-. Léeme un fragmento. ¡Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oír la palabra de Dios! Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y, abriéndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudían las lágrimas a los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y también en su alma: «Madre, tu hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste así y respetaré tu voluntad; estamos unidos aquí en la tierra, pero más allá de ella… estamos aún más unidos en Dios, que nos guía y lleva allende la muerte. Él desciende a la tierra, y después de dejarla sufrir la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él: Cristo!». Se estremeció al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorrió toda ella con más fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo que cayó desplomada, más rendida que la enferma a quien velaba. -¡Pobre Sara! -dijeron-, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas. La llevaron al hospital, donde murió. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos; no había en él lugar para la joven judía, sino fuera, junto al muro; allí recibió sepultura. Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta también su gloria sobre la de aquella doncella judía – que reposa fuera del sagrado recinto; y los cánticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen también sobre su tumba, a la que también llegó la revelación: «¡Hay una resurrección ,en Cristo!», en Él, el Señor, que dijo a sus discípulos: «Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizaré en el nombre del Espíritu Santo».
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La niña que pisoteó el pan
Cuento infantil
Seguramente habrás oído hablar de la niña que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos, y de lo mal que lo pasó. La historia está escrita y anda por ahí impresa. Era una niña hija de padres pobres, pero orgullosa y altanera; tenía mal fondo, como suele decirse. Ya de muy pequeña se divertía cazando moscas, arrancándoles las alas y soltándolas luego. Cazaba también escarabajos y abejorros, los clavaba en una aguja y los ponía sobre una hoja verde o un pedazo de papel; la bestezuela se agarraba a él y hacia toda clase de contorsiones para librarse de la aguja. -¡El abejorro está leyendo! -exclamaba la pequeña Inger, que así se llamaba-, fíjense cómo vuelve la página. A medida que fue creciendo, en vez de mejorar puede decirse que se volvió peor. Hermosa sí lo era, para su desgracia, pues de otro modo habría llevado buenos azotes. -¡Una buena paliza, necesitarías! –le decía su propia madre-. De pequeña me has pisoteado muchas veces el delantal; mucho me temo que de mayor me pisotees el corazón. Y así fue. Entró a servir en una casa de personas distinguidas, que la trataron como a su propia hija, vistiéndola como tal, con lo que creció aún su arrogancia. Al cabo de un año le dijo su señora: -Deberías visitar a tus padres, mi querida Inger. Fue, pero solamente para exhibirse. Quería que viesen lo guapa que se había vuelto. Mas al llegar a la entrada del pueblo y ver a las muchachas y los mozos charlando en el estanque, y a su madre descansando sentada en una piedra, pues venía cargada con un haz de leña que había recogido en el bosque, Inger dio media vuelta. Se avergonzaba de tener por madre a aquella tosca mujer cargada con un haz de leña, ahora que iba tan lindamente vestida. No le remordió haberse vuelto; sólo sentía enojo por haberse acicalado para nada. Transcurrió otro medio año. -Deberías ir a tu casa a ver a tus padres, querida Inger -volvió a decirle su señora-. Ahí tienes un pan de trigo; puedes llevárselo. Estarán contentos de verte. Inger se puso el mejor vestido y los zapatos nuevos. Levantándose la bonita falda, caminaba con gran precaución para no ensuciarse el calzado. Ningún mal había en ello, claro está. Pero llegada al punto en que el sendero cruzaba un cenagal y el agua formaba un gran charco, tiró el pan al suelo, en medio del barro, para poder apoyar el pie sobre él y no mojarse los zapatos. Y mientras estaba con un pie sobre el pan y con el otro levantado, se hundió el pan y la muchacha desapareció en el agua. Un momento después sólo se veía una negra charca burbujeante. Así dice la historia. Pero, ¿qué fue de ella? Pues fue a parar a la mansión de la mujer del pantano, que habita en su fondo. La mujer del pantano es la tía de las elfas. Éstas son muy conocidas, pues andan por ahí en canciones y las han pintado muchas veces; pero de la mujer la gente sólo sabe que cuando en verano salen de los prados vahos y vapores, es que ella está preparando cerveza. Precisamente fue a parar Inger a su destilería, donde no es posible aguantar mucho tiempo. Una cloaca cenagosa es un aposento claro y lujoso en comparación con la destilería de la mujer del pantano. Los barriles apestan de tal modo, que al olerlos uno cae sin sentido. Estos barriles están apilados unos sobre otros, y por los pequeños espacios que quedan entre ellos, y que podrían servir para escabullirse, asoman sapos viscosos y gordas culebras que yacen allí en un revoltijo. Pues allí fue a dar con sus huesos la pequeña Inger. Y aquel repugnante hormiguero era tan terriblemente helado, que la chica tiritaba de pies a cabeza y sentía que se iba quedando aterida. Seguía aferrada al pan, el cual la atraía cada vez más abajo, como un botón de ámbar atrae una pajuela. La mujer estaba en casa. Precisamente aquel día el diablo y su abuela habían ido a visitar la destilería. Esta abuela es una bruja muy vieja y perversa, que nunca está ociosa. Jamás sale sin llevarse su labor de costura; también la traía en aquella ocasión. Estaba cosiendo insidias en el calzado de los hombres para hacerles perder el sosiego; bordaba mentiras y palabras ponzoñosas, dejadas caer por descuido, todo para daño y perdición de las personas. Sí, sabía coser, bordar y hacer ganchillo, la vieja bruja. Al ver a Inger, se caló las gafas y la examinó con atención. -Esta es una chica que tiene buenas prendas -dijo-. Me gustaría que me la regalaras, como recuerdo de esta visita. Puesta sobre un pedestal, será un buen adorno para el vestíbulo de mi nieto. Y se la dieron, con lo cual la pequeña Inger fue a parar al infierno. No siempre se va directamente a él; también se puede llegar por caminos indirectos, cuando uno tiene disposición. Era un vestíbulo interminable; les entraría vértigo si lo miran hacia delante, y lo mismo si lo miran hacia atrás. Se agolpaba en él una gran multitud, con el corazón roído de angustia. Aguardaban a que les abriesen la puerta de la gracia. ¡Ya podían esperar! Grandes arañas, gordas y tambaleantes, les rodeaban los pies con telas milenarias, que les apretaban como torniquetes y les sujetaban como cadenas de cobre; y sobre eso reinaba una eterna inquietud, la inquietud de la pena de cada alma. El avaro se había olvidado la llave de su caja de caudales, y sabía que la había dejado en la cerradura. Resultaría demasiado largo enumerar todos los tormentos y penalidades que allí se sufrían. Inger, puesta sobre un pedestal, con los pies clavados al pan, sufría indeciblemente. -¡Así le pagan a una por haber procurado no ensuciarse los pies! -decía para sus adentros- ¡Oh! ¿Por qué me miran todos con esos ojos? Porque en efecto, todos la miraban; sus malos pensamientos se les reflejaban en los ojos y hablaban sin abrir la boca. Era espantoso verlos. «¡Debe ser un regalo mirarme -pensó Inger-, con mi bonita cara y mis buenos vestidos!»; y volvió los ojos, pues no podía volver la cabeza, con lo rígida que tenía la nuca. ¡Señor, y cómo se había emporcado en la destilería! En esto no había pensado. Sus ropas aparecían como recubiertas de una gran mancha de barro; una culebra se le había enroscado en el pelo y se columpiaba sobre su pescuezo, y de cada pliegue del vestido salía un sapo, que ladraba como un perrillo asmático. Resultaba muy molesto. «Cuantos están aquí tienen un aspecto tan horrible como yo», se dijo para consolarse. Mas lo peor era el hambre espantosa que la atormentaba. ¿No podía bajarse a coger un poco del pan que le servía de base? Pues no; tenía el dorso envarado, los brazos y manos rígidos, todo el cuerpo como una columna de piedra. Solamente podía mover los ojos, revolverlos del todo y hasta mirar a sus espaldas. Esto es lo que hizo; pero, ¡qué horror! Vio subir por sus ropas una larga hilera de moscas, que treparon hasta su cara, pasando y volviendo a pasar sobre sus ojos. Ella bien parpadeaba, pero los insectos no se marchaban, pues no podían volar; les habían arrancado las alas, y ahora sólo podían andar. ¡Qué tormento aquél!, y por añadidura el hambre. Al fin le parecía que los intestinos se devoraban a sí mismos, y se sintió vacía por dentro, terriblemente vacía. -Como esto se prolongue, no podré resistirlo –dijo-. Pero no había más remedio que aguantar, y el tormento continuaba. Cayó entonces sobre su cabeza una lágrima ardiente que, rodándole por la cara y el pecho, fue a parar sobre el pan; y luego otras lágrimas, y otras muchas. ¿Quién lloraba por la pobre Inger? ¿No tenía acaso una madre en la Tierra? Las lágrimas de dolor que una madre derrama por sus hijos, alcanzan siempre a éstos, pero no los redimen; queman y sólo contribuyen a aumentar sus sufrimientos. Y luego aquel hambre insufrible, sin poder llegar al pan que tenía bajo el pie. Al fin experimentó la sensación de tener consumidas todas las entrañas y ser como una delgada caña hueca que captaba todos los sonidos. Oía claramente cuanto sobre ella decían en la Tierra, y por cierto que todo eran palabras duras y de censura. Su madre lloraba lágrimas salidas de su afligido corazón, pero exclamaba al mismo tiempo: -¡La soberbia trae la caída! Esta fue tu desgracia, Inger. ¡Cómo afligiste a tu madre! Todos los de allá arriba conocían su pecado, sabían que había pisoteado el pan y que se había hundido y desaparecido. El pastor, que lo había visto todo desde una altura, lo había contado. -¡Cuántas penas me has causado, Inger! – e lamentaba la buena mujer-. ¡Bien me lo temía! «¡Ay! ¡Mejor me hubiera sido no nacer! -pensó Inger-. ¿De que pueden servirme ya las lágrimas de mi madre?». Oyó cómo sus señores, aquellas gentes bondadosas que la habían tratado como a su propia hija, decían: -¡Era una chica perversa! En vez de respetar los dotes de Dios Nuestro Señor, los pisoteó. Difícilmente se le abrirán las puertas de la gracia. «Debieron de haberme educado mejor -pensó Inger-. ¡Por qué no me corrigieron mis caprichos y defectos, si es que los tenía!». Oyó cantar una canción que hablan compuesto sobre ella, y que se titulaba: «La muchacha orgullosa que pisoteó el pan para no mancharse los zapatos», y que se difundió por toda la comarca. «¡Tener que oír todo esto y padecer tanto, además! –pensaba-. ¿Por qué no se castiga a los demás por sus pecados? ¡Cuánto habría que castigar! ¡Oh, qué sufrimiento!». Y su alma se endurecía más aún que su exterior. -¿Y en esta compañía quieren que me mejore? ¡No quiero corregirme! ¡Uf, con qué ojos desencajados me miran! Y en su corazón había sólo enojo y rencor hacia todos los hombres. -Así tienen allá arriba algo de qué hablar. ¡Ay, cómo me atormentan! Y después oyó cómo contaban su historia a los niños, y los pequeños la llamaban la impía Inger. -Era tan mala -decían- y tan fea, que es de suponer que ha hallado el castigo, merecido. De la boca de los niños no salían sino palabras duras contra ella. Sin embargo, un día que la roían como de costumbre la ira y el hambre, oyó que pronunciaban su nombre y contaban su historia a una criaturita inocente, una niña, la cual prorrumpió en llanto al escuchar la narración sobre aquella Inger soberbia y coqueta. -¿Y nunca más volverá a la Tierra? -preguntó la chiquilla. Y le respondieron: -Nunca más. -Pero, ¿y si pidiese perdón y prometiese no volver a hacerlo? -Pero es que no quiere pedir perdón -contestaron. -¡Oh, yo quiero que se arrepienta! -exclamó la pequeña, desconsolada-. Daría toda mi casa de muñecas a cambio de que pudiese volver. ¡Debe ser tan horrible para la pobre Inger! Aquellas palabras llegaron al corazón de Inger, que sintió un gran alivio. Era la primera vez que alguien decía: «¡Pobre Inger!», sin añadir nada acerca de sus pecados. Una niñita inocente lloraba y rogaba por ella; le pareció tan maravilloso, que también ella habría llorado; pero no podía, y aquello fue un nuevo tormento. En la Tierra iban transcurriendo los años, pero allá abajo nada cambiaba. Sólo que cada día llegaban a sus oídos menos conversaciones acerca de ella. Una vez distinguió un suspiro: -Inger, Inger -era su madre moribunda-, ¡cuántas penas me has costado! ¡Bien lo presentí! Alguna que otra vez pronunciaban su nombre sus antiguos señores, y la anciana solía exclamar con su dulce acento habitual: ¡Quién sabe si algún día volveré a verte, Inger! Uno no sabe nunca adónde va. Pero Inger comprendía perfectamente que su bondadosa ama no iría a parar nunca al sitio donde estaba ella. Y transcurrió otro período de tiempo, largo y duro. Y he aquí que Inger oyó otra vez pronunciar su nombre, y al mismo tiempo vio que sobre ella centelleaban dos límpidas estrellas. Eran dos ojos dulces, que se cerraban sobre la Tierra. Habían pasado tantos años desde que la niñita había llorado inconsolable por la suerte de la pobre Inger, que aquella criaturita se había transformado en una anciana, a quien Dios se disponía a llamar a su seno. Y en el preciso momento en que sus pensamientos se desprendían de toda la vida terrena para elevarse al cielo, se acordó de que, siendo muy niña, había llorado al oír la historia de Inger. Aquel tiempo y aquella impresión se presentaron con tal intensidad en el alma de la anciana a la hora de la muerte, que, en voz alta, rezó esta oración: «Señor, Dios mío, ¡cuántas veces no he pisoteado, como Inger, los dones de Tu gracia sin detenerme a pensarlo! ¡Cuántas veces he pecado de soberbia, y, sin embargo, Tú, en tu misericordia, no has permitido que me perdiera, sino que me has sostenido! ¡No me abandones en mi última hora!». Los ojos corporales de la anciana se cerraron, y los ojos de su espíritu se abrieron al mundo de las cosas ocultas. Y como Inger había ocupado sus últimos pensamientos, la vio, vio lo hondo que había caído, y ante el espectáculo, los ojos de la buena mujer se llenaron de lágrimas. Se presentó en el reino de los cielos como un niño, llorando por causa de Inger. Sus lágrimas y oraciones resonaban como un eco en la hueca envoltura de allá abajo, que cubría el alma encadenada y atormentada; y se sintió como vencida por aquel amor nunca soñado de que inesperadamente era objeto: un ángel del Señor lloraba por ella. ¿Cómo había merecido aquella piedad? El alma atormentada pasó revista a todas las acciones de su existencia terrena, y la sacudió un torrente de lágrimas como jamás había derramado. La invadieron una gran aflicción y tristeza, le pareció que nunca se abrirían para ella las puertas de la gracia, y mientras así lo veía con un íntimo sentimiento de contrición, de repente un rayo de luz penetró en los abismos infernales. Aquel rayo se acercaba con una fuerza mayor que la del sol que derrite el muñeco de nieve levantado por los niños en el patio; y con mayor rapidez que se funde el copo de nieve que, cayendo en la boca del niño, se convierte en una, gota de agua, se fundió también en vapor la figura petrificada de Inger. Un pajarillo se elevó volando, con el zigzag del rayo, hacia el mundo de los humanos, pero, temeroso y tímido, retrocedió ante el espectáculo que veía. Sentía vergüenza de sí mismo y de todos los seres vivos, y se apresuró a buscar un refugio en un agujero oscuro, que descubrió en un muro derruido. Se quedó allí hecho un ovillo, temblando con todo el cuerpo, sin articular un sonido, pues carecía de voz. Permaneció inmóvil largo rato antes de poder acostumbrarse a toda aquella magnificencia y de ser capaz de comprenderla. Sí, era magnífico lo que te rodeaba. ¡El aire era tan puro, tan claro el brillo de la luna, tan dulce la fragancia de los árboles y plantas! Y, además, había tanto silencio y tanto misterio en aquel lugar, y su plumaje era tan nítido y tan lindo. ¡Cuánto amor y cuánta grandeza había en todo lo creado! Todos estos pensamientos que se agitaban en el pecho del avecilla, habría querido exteriorizarlos ella en un canto, pero no podía. ¡Cuán a gusto se habría echado a cantar, como lo hacen en primavera el cuclillo y el ruiseñor! Dios Nuestro Señor, que percibe incluso el mudo canto del gusano, oyó también aquél que se elevaba en acordes mentales, como el salmo resonaba en el pecho de David antes de ser expresado en palabra y en melodía. Aquellas canciones sin palabras fueron creciendo y madurando en el curso de las semanas. Romperían al primer aletazo de una buena acción. Era necesario que esta buena acción se realizase. Se acercaba la santa fiesta de la Nochebuena. El campesino clavó una percha junto a la pared, y sujetó en ella una gavilla de avena sin trillar para que también las avecillas del cielo pudiesen celebrar las Navidades con una buena comida, en memoria del advenimiento del Redentor. Salió el sol la mañana de Navidad e iluminó la gavilla de avena, y todos los pajarillos acudieron piando a la percha cargada de comida. También en la pared resonó un «¡pip, pip!». El pensamiento se manifestaba en sonidos, el débil piar era un himno de alegría, la idea de una buena acción se había despertado, y el pájaro salió de su agujero. Allá en el cielo sabían muy bien quién era aquel pájaro. El invierno era riguroso, las aguas estaban heladas, las aves y demás animales del bosque apenas encontraban alimento. Nuestro pajarillo salió volando a la carretera y, poniéndose a buscar, encontró un granito aquí y otro allí, por entre las huellas de los trineos. Junto a la cuadra descubrió un mendrugo de pan, del cual comió sólo unas miguitas, y fue a llamar a los demás gorriones hambrientos para que participasen del festín. Después salió volando hacia las ciudades, y donde quiera que descubría en una ventana migas de pan esparcidas por una mano piadosa, comía unas pocas y daba el resto a los demás. En el curso del invierno, el pájaro había recogido y repartido una cantidad de migas equivalente en peso al pan que un día pisoteara Inger para no ensuciarse los zapatos. Y en el momento en que hubo encontrado y dado la última miguita, las alas pardas de la avecilla se volvieron blancas y se extendieron. -¡Miren la gaviota que vuela sobre el mar! -exclamaron los niños al ver la blanca ave que tan pronto se sumergía en el agua como se encontraba nuevamente a la luz del sol. Tenía un brillo tan intenso, que era imposible seguirla, y se perdió de vista. Los niños dijeron que se había ido al sol.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La pareja de enamorados
Cuento infantil
Un trompo y una pelota yacían juntos en una caja, entre otros diversos juguetes, y el trompo dijo a la pelota: -¿Por qué no nos hacemos novios, puesto que vivimos juntos en la caja? Pero la pelota, que estaba cubierta de un bello tafilete y presumía como una encopetada señorita, ni se dignó contestarle. Al día siguiente vino el niño propietario de los juguetes, y se le ocurrió pintar el trompo de rojo y amarillo y clavar un clavo de latón en su centro. El trompo resultaba verdaderamente espléndido cuando giraba. -¡Míreme! -dijo a la pelota-. ¿Qué me dice ahora? ¿Quiere que seamos novios? Somos el uno para el otro. Usted salta y yo bailo. ¿Puede haber una pareja más feliz? -¿Usted cree? -dijo la pelota con ironía-. Seguramente ignora que mi padre y mi madre fueron zapatillas de tafilete, y que mi cuerpo es de corcho español. -Sí, pero yo soy de madera de caoba -respondió la peonza- y el propio alcalde fue quien me torneó. Tiene un torno y se divirtió mucho haciéndome. -¿Es cierto lo que dice? -preguntó la pelota. -¡Qué jamás reciba un latigazo si miento! -respondió el trompo. -Desde luego, sabe usted hacerse valer -dijo la pelota-; pero no es posible; estoy, como quien dice, prometida con una golondrina. Cada vez que salto en el aire, asoma la cabeza por el nido y pregunta: «¿Quiere? ¿Quiere?». Yo, interiormente, le he dado ya el sí, y esto vale tanto como un compromiso. Sin embargo, aprecio sus sentimientos y le prometo que no lo olvidaré. -¡Vaya consuelo! -exclamó el trompo, y dejaron de hablarse. Al día siguiente, el niño jugó con la pelota. El trompo la vio saltar por los aires, igual que un pájaro, tan alta, que la perdía de vista. Cada vez volvía, pero al tocar el suelo pegaba un nuevo salto sea por afán de volver al nido de la golondrina, sea porque tenía el cuerpo de corcho. A la novena vez desapareció y ya no volvió; por mucho que el niño estuvo buscándola, no pudo dar con ella. -¡Yo sé dónde está! -suspiró el trompo-. ¡Está en el nido de la golondrina y se ha casado con ella! Cuanto más pensaba el trompo en ello tanto más enamorado se sentía de la pelota. Su amor crecía precisamente por no haber logrado conquistarla. Lo peor era que ella hubiese aceptado a otro. Y el trompo no cesaba de pensar en la pelota mientras bailaba y zumbaba; en su imaginación la veía cada vez más hermosa. Así pasaron algunos años y aquello se convirtió en un viejo amor. El trompo ya no era joven. Pero he aquí que un buen día lo doraron todo. ¡Nunca había sido tan hermoso! En adelante sería un trompo de oro, y saltaba que era un contento. ¡Había que oír su ronrón! Pero de pronto pegó un salto excesivo y… ¡adiós! Lo buscaron por todas partes, incluso en la bodega, pero no hubo modo de encontrarlo. ¿Dónde estaría? Había saltado al depósito de la basura, dónde se mezclaban toda clase de cachivaches, tronchos de col, barreduras y escombros caídos del canalón. -¡A buen sitio he ido a parar! Aquí se me despintará todo el dorado. ¡Vaya gentuza la que me rodea! Y dirigió una mirada de soslayo a un largo troncho de col que habían cortado demasiado cerca del repollo, y luego otra a un extraño objeto esférico que parecía una manzana vieja. Pero no era una manzana, sino una vieja pelota, que se había pasado varios años en el canalón y estaba medio consumida por la humedad. -¡Gracias a Dios que ha venido uno de los nuestros, con quien podré hablar! -dijo la pelota considerando al dorado trompo. -Tal y como me ve, soy de tafilete, me cosieron manos de doncella y tengo el cuerpo de corcho español, pero nadie sabe apreciarme. Estuve a punto de casarme con una golondrina, pero caí en el canalón, y en él me he pasado seguramente cinco años. ¡Ay, cómo me ha hinchado la lluvia! Créeme, ¡es mucho tiempo para una señorita de buena familia! Pero el trompo no respondió; pensaba en su viejo amor, y, cuanto más oía a la pelota, tanto más se convencía de que era ella. Vino en éstas la criada, para verter el cubo de la basura. -¡Anda, aquí está el trompo dorado! -dijo. El trompo volvió a la habitación de los niños y recobró su honor y prestigio, pero de la pelota nada más se supo. El trompo ya no habló más de su viejo amor. El amor se extingue cuando la amada se ha pasado cinco años en un canalón y queda hecha una sopa; ni siquiera es reconocida al encontrarla en un cubo de basura. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La pastora y el deshollinador
Cuento infantil
¿Has visto alguna vez uno de estos armarios muy viejos, ennegrecidos por los años, adornados con tallas de volutas y follaje? Pues uno así había en una sala; era una herencia de la bisabuela, y de arriba abajo estaba adornado con tallas de rosas y tulipanes. Presentaba los arabescos más raros que quepa imaginar, y entre ellos sobresalían cabecitas de ciervo con sus cornamentas. En el centro, habían tallado un hombre de cuerpo entero; su figura era de verdad cómica, y en su cara se dibujaba una mueca, pues aquello no se podía llamar risa. Tenía patas de cabra, cuernecitos en la cabeza y una luenga barba. Los niños de la casa lo llamaban siempre el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo»; era un nombre muy largo, y son bien pocos los que ostentan semejante titulo; ¡y no debió de tener poco trabajo, el que lo esculpió! Y allí estaba, con la vista fija en la mesa situada debajo del espejo, en la que había una linda pastorcilla de porcelana, con zapatos dorados, el vestido graciosamente sujeto con una rosa encarnada, un dorado sombrerito en la cabeza y un báculo de pastor en la mano: era un primor. A su lado había un pequeño deshollinador, negro como el carbón, aunque asimismo de porcelana, tan fino y pulcro como otro cualquiera; lo de deshollinador sólo lo representaba: el fabricante de porcelana lo mismo hubiera podido hacer de él un príncipe, ¡qué más le daba! He ahí, pues, al hombrecillo con su escalera, y unas mejillas blancas y sonrosadas como las de la muchacha, lo cual no dejaba de ser un contrasentido, pues un poquito de hollín le hubiera cuadrado mejor. Estaba de pie junto a la pastora; los habían colocado allí a los dos, y, al encontrarse tan juntos, se habían enamorado. Nada había que objetar: ambos eran de la misma porcelana e igualmente frágiles. A su lado había aún otra figura, tres veces mayor que ellos: un viejo chino que podía agachar la cabeza. Era también de porcelana, y pretendía ser el abuelo de la zagala, aunque no estaba en situación de probarlo. Afirmaba tener autoridad sobre ella, y, en consecuencia, había aceptado, con un gesto de la cabeza, la petición que el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» le había hecho de la mano de la pastora. -Tendrás un marido -dijo el chino a la muchacha- que estoy casi convencido, es de madera de ébano; hará de ti la «Sargentamayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo». Su armario está repleto de objetos de plata, ¡y no digamos ya lo que deben contener los cajones secretos! -¡No quiero entrar en el oscuro armario! -protestó la pastorcilla-. He oído decir que guarda en él once mujeres de porcelana. -En este caso, tú serás la duodécima -replicó el chino-. Esta noche, en cuanto cruja el viejo armario, se celebrará la boda, ¡como yo soy chino! E, inclinando la cabeza, se quedó dormido. La pastorcilla, llorosa, levantó los ojos al dueño de su corazón, el deshollinador de porcelana. -Quisiera pedirte un favor. ¿Quieres venirte conmigo por esos mundos de Dios? Aquí no podemos seguir. -Yo quiero todo lo que tú quieras –le respondió el mocito-. Vámonos enseguida, estoy seguro de que podré sustentarte con mi trabajo. -¡Oh, si pudiésemos bajar de la mesa sin contratiempo! -dijo ella-. Sólo me sentiré contenta cuando hayamos salido a esos mundos. Él la tranquilizó, y le enseñó cómo tenía que colocar el piececito en las labradas esquinas y en el dorado follaje de la pata de la mesa; se sirvió de su escalera, y en un santiamén se encontraron en el suelo. Pero al mirar al armario, observaron en él una agitación; todos los ciervos esculpidos alargaban la cabeza y, levantando la cornamenta, volvían el cuello; el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» pegó un brinco y gritó al chino: -¡Se escapan, se escapan! Los pobrecillos, asustados, se metieron en un cajón que había debajo de la ventana. Había allí tres o cuatro barajas, aunque ninguna completa, y un teatrillo de títeres montado un poco a la buena de Dios. Precisamente se estaba representando una función y todas las damas, oros y corazones, tréboles y espadas, sentados en las primeras filas, se abanicaban con sus tulipanes; detrás quedaban las sotas, mostrando que tenían cabeza o, por decirlo mejor, cabezas, una arriba y otra abajo, como es costumbre en los naipes. El argumento trataba de dos enamorados que no podían ser el uno para el otro, y la pastorcilla se echó a llorar, por lo mucho que el drama se parecía al suyo. -¡No puedo resistirlo! -exclamó-. ¡Tengo que salir del cajón! Pero una vez volvieron a estar en el suelo y levantaron los ojos a la mesa, el viejo chino, despierto, se tambaleó con todo el cuerpo, pues por debajo de la cabeza lo tenía de una sola pieza. -¡Que viene el viejo chino! -gritó la zagala azorada, cayendo de rodillas. -Se me ocurre una idea -dijo el deshollinador-. ¿Y si nos metiésemos en aquella gran jarra de la esquina? Estaremos entre rosas y espliego, y si se acerca le arrojaremos sal a los ojos. -No serviría de nada -respondió ella-. Además, sé que el chino y la jarra estuvieron prometidos, y siempre queda cierta simpatía en semejantes circunstancias. No; el único recurso es lanzarnos al mundo. -¿De verdad te sientes con valor para hacerlo? -preguntó el deshollinador-. ¿Has pensado en lo grande que es y que nunca podremos volver a este lugar? -Sí -afirmó ella. El deshollinador la miró fijamente y luego dijo: -Mi camino pasa por la chimenea. ¿De veras te sientes con ánimo para aventurarte en el horno y trepar por la tubería? Saldríamos al exterior de la chimenea; una vez allí, ya sabría yo apañármelas. Subiremos tan arriba, que no podrán alcanzarnos, y en la cima hay un orificio que sale al vasto mundo. Y la condujo a la puerta del horno. -¡Qué oscuridad! -exclamó ella, sin dejar de seguir a su guía por la caja del horno y por el tubo, oscuro como boca de lobo. -Estamos ahora en la chimenea –le explicó él-. Fíjate: allá arriba brilla la más hermosa de las estrellas. Era una estrella del cielo que les enviaba su luz, exactamente como para mostrarles el camino. Y ellos venga trepar y arrastrarse. ¡Horrible camino, y tan alto! Pero el mozo la sostenía, indicándole los mejores agarraderos para apoyar sus piececitos de porcelana. Así llegaron al borde superior de la chimenea y se sentaron en él, pues estaban muy cansados, y no sin razón. Encima de ellos se extendía el cielo con todas sus estrellas, y a sus pies quedaban los tejados de la ciudad. Pasearon la mirada en derredor, hasta donde alcanzaron los ojos; la pobre pastorcilla jamás habla imaginado cosa semejante; reclinó la cabecita en el hombro de su deshollinador y prorrumpió en llanto, con tal vehemencia que se le saltaba el oro del cinturón. – ¡Es demasiado! -exclamó-. No podré soportarlo, el mundo es demasiado grande. ¡Ojalá estuviese sobre la mesa, bajo el espejo! No seré feliz hasta que vuelva a encontrarme allí. Te he seguido al ancho mundo; ahora podrías devolverme al lugar de donde salimos. Lo harás, si es verdad que me quieres. El deshollinador le recordó prudentemente el viejo chino y el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo», pero ella no cesaba de sollozar y besar a su compañerito, el cual no pudo hacer otra cosa que ceder a sus súplicas, aun siendo una locura. Y así bajaron de nuevo, no sin muchos tropiezos, por la chimenea, y se arrastraron por la tubería y el horno. No fue nada agradable. Una vez en la caja del horno, pegaron la oreja a la puerta para enterarse de cómo andaban las cosas en la sala. Reinaba un profundo silencio; miraron al interior y… ¡Dios mío!, el viejo chino yacía en el suelo. Se había caído de la mesa cuando trató de perseguirlos, y se rompió en tres pedazos; toda la espalda era uno de ellos, y la cabeza, rodando, había ido a parar a una esquina. El «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-de-chivo» seguía en su puesto con aire pensativo. -¡Horrible! -exclamó la pastorcita-. El abuelo roto a pedazos, y nosotros tenemos la culpa. ¡No lo resistiré! -y se retorcía las manos. -Aún es posible pegarlo -dijo el deshollinador-. Pueden pegarlo muy bien, tranquilízate; si le ponen masilla en la espalda y un buen clavo en la nuca quedará como nuevo; aún nos dirá cosas desagradables. -¿Crees? -preguntó ella. Y treparon de nuevo a la mesa. -Ya ves lo que hemos conseguido -dijo el deshollinador-. Podíamos habernos ahorrado todas estas fatigas. -¡Si al menos estuviese pegado el abuelo! -observó la muchacha-. ¿Costará muy caro? Pues lo pegaron, sí señor; la familia cuidó de ello. Fue encolado por la espalda y clavado por el pescuezo, con lo cual quedó como nuevo, aunque no podía ya mover la cabeza. -Se ha vuelto usted muy orgulloso desde que se hizo pedazos -dijo el «Sargento-mayor-y-menor-mariscal-de-campo-pata-dechivo»-. Y la verdad que no veo los motivos. ¿Me la va a dar o no? El deshollinador y la pastorcilla dirigieron al viejo chino una mirada conmovedora, temerosos de que agachase la cabeza; pero le era imposible hacerlo, y le resultaba muy molesto tener que explicar a un extraño que llevaba un clavo en la nuca. Y de este modo siguieron viviendo juntas aquellas personitas de porcelana, bendiciendo el clavo del abuelo y queriéndose hasta que se hicieron pedazos a su vez.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La piedra filosofal
Cuento infantil
Sin duda conoces la historia de Holger Danske. No te la voy a contar, y sólo te preguntaré si recuerdas que «Holger Danske conquistó la vasta tierra de la India Oriental, hasta el término del mundo, hasta aquel árbol que llaman árbol del Sol», según narra Christen Pedersen. ¿Sabes quién es Christen Pedersen? No importa que no lo conozcas. Allí, Holger Danske confirió al Preste Juan poder y soberanía sobre la tierra de la India. ¿Conoces al Preste Juan? Bueno eso tampoco tiene importancia, pues no ha de salir en nuestra historia. En ella te hablamos del árbol del Sol «de la tierra de Indias Orientales, en el extremo del mundo», según creían entonces los que no habían estudiado Geografía como nosotros. Pero tampoco esto importa. El árbol del Sol era un árbol magnífico, como nosotros nunca hemos visto ni lo verás tú. Su copa abarcaba un radio de varias millas; en realidad era todo un bosque, y cada rama, aún la más pequeña, era como un árbol entero. Había palmeras, hayas, pinos, en fin, todas las especies de árboles que crecen en el vasto mundo, brotaban allí cual ramitas de las ramas grandes, y éstas, con sus curvaturas y nudos, parecían a su vez valles y montañas, y estaban revestidas de un verdor aterciopelado y cuajado de flores. Cada rama era como un gran prado florido o un hermosísimo jardín. El sol enviaba sus rayos bienhechores; por algo era el árbol del Sol, y en él se reunían las aves de todos los confines del mundo: las procedentes de las selvas vírgenes americanas, las que venían de las rosaledas de Damasco y de los desiertos y sabanas del África, donde el elefante y el león creen reinar como únicos soberanos. Venían las aves polares y también la cigüeña y la golondrina, naturalmente. Pero no sólo acudían las aves: el ciervo, la ardilla, el antílope y otros mil animales veloces y hermosos se sentían allí en su casa. La copa del árbol era un gran jardín perfumado, y en ella, el centro de donde las ramas mayores irradiaban cual verdes colinas, levantábase un palacio de cristal, desde cuyas ventanas se veían todos los países del mundo. Cada torre se erguía como un lirio, y se subía a su cima por el interior del tallo, en el que había una escalera. Como se puede comprender fácilmente, las hojas venían a ser como unos balcones a los que uno podía asomarse, y en lo más alto de la flor había una gran sala circular, brillante y maravillosa, cuyo techo era el cielo azul, con el sol y las estrellas. No menos soberbios, aunque de otra forma, eran los vastos salones del piso inferior del palacio, en cuyas paredes se reflejaba el mundo entero. En ellas podía verse todo lo que sucedía, y no hacía falta leer los periódicos, los cuales, por otra parte, no existían. Todos los sucesos desfilaban en imágenes vivientes sobre la pared; claro que no era posible atender a todas, pues cada cosa tiene sus límites, valederos incluso para el más sabio de los hombres, y el hecho es que allí moraba el más sabio de todos. Su nombre es tan difícil de pronunciar, que no sabrías hacerlo aunque te empeñaras, de manera que vamos a dejarlo. Sabía todo lo que un hombre puede saber y todo lo que se sabrá en esta Tierra nuestra, con todos los inventos realizados y los que aún quedan por realizar; pero no más, pues, como ya dijimos, todo tiene sus límites. El sabio rey Salomón, con ser tan sabio, no le llegaba en ciencia ni a la mitad. Ejercía su dominio sobre las fuerzas de la Naturaleza y sobre poderosos espíritus. La misma Muerte tenía que presentársele cada mañana con la lista de los destinados a morir en el transcurso del día; pero el propio rey Salomón tuvo un día que fallecer, y éste era el pensamiento que, a menudo y con extraña intensidad, ocupaba al sabio, al poderoso señor del palacio del árbol del Sol. También él, tan superior a todos los demás humanos en sabiduría, estaba condenado a morir. No lo ignoraba; y sus hijos morirían asimismo; como las hojas del bosque, caerían y se convertirían en polvo. Como desaparecen las hojas de los árboles y su lugar es ocupado por otras, así veía desvanecerse el género humano, y las hojas caídas jamás renacen; se transforman en polvo, o en otras partes del vegetal. ¿Qué es de los hombres cuando viene el Ángel de la Muerte? ¿Qué significa en realidad morir? El cuerpo se disuelve, y el alma… sí, ¿qué es el alma? ¿Qué será de ella? ¿Adónde va? «A la vida eterna», respondía, consoladora, la Religión. Pero, ¿cómo se hace el tránsito? ¿Dónde se vive y cómo? «Allá en el cielo -contestaban las gentes piadosas-, allí es donde vamos». «¡Allá arriba! -repetía el sabio, levantando los ojos al sol y las estrellas-, ¡allá arriba!» Y veía, dada la forma esférica de la Tierra, que el arriba y el abajo eran una sola y misma cosa, según el lugar en que uno se halle en la flotante bola terrestre. Si subía hasta el punto culminante del Planeta, el aire, que acá abajo vemos claro y transparente, el «cielo luminoso» se convertía en un espacio oscuro, negro como el carbón y tupido como un paño, y el sol aparecía sin rayos ardientes, mientras nuestra Tierra estaba como envuelta en una niebla de color anaranjado. ¡Qué limitado era el ojo del cuerpo! ¡Qué poco alcanzaba el del alma! ¡Qué pobre era nuestra ciencia! El propio sabio sabía bien poco de lo que tanto nos importaría saber. En la cámara secreta del palacio se guardaba el más precioso tesoro de la tierra: «El libro de la Verdad». Lo leía hoja tras hoja. Era un libro que todo hombre puede leer, aunque sólo a fragmentos. Ante algunos ojos las letras bailan y no dejan descifrar las palabras. En algunas páginas la escritura se vuelve a veces tan pálida y borrosa, que parecen hojas en blanco. Cuanto más sabio se es, tanto mejor se puede leer, y el más sabio es el que más lee. Nuestro sabio podía además concentrar la luz de las estrellas, la del sol, la de las fuerzas ocultas y la del espíritu. Con todo este brillo se le hacía aún más visible la escritura de las hojas. Mas en el capítulo titulado «La vida después de la muerte» no se distinguía ni la menor manchita. Aquello lo acongojaba. ¿No conseguiría encontrar acá en la Tierra una luz que le hiciese visible lo que decía «El libro de la Verdad»? Como el sabio rey Salomón, comprendía el lenguaje de los animales, oía su canto y su discurso, mas no por ello adelantaba en sus conocimientos. Descubrió en las plantas y los metales fuerzas capaces de alejar las enfermedades y la muerte, pero ninguna capaz de destruirla. En todo lo que había sido creado y él podía alcanzar, buscaba la luz capaz de iluminar la certidumbre de una vida eterna, pero no la encontraba. Tenía abierto ante sus ojos «El libro de la Verdad», mas las páginas estaban en blanco. El Cristianismo le ofrecía en la Biblia la consoladora promesa de una vida eterna, pero él se empeñaba vanamente en leer en su propio libro. Tenía cinco hijos, instruidos como sólo puede instruirlos el padre más sabio, y una hija hermosa, dulce e inteligente, pero ciega. Esta desgracia apenas la sentía ella, pues su padre y sus hermanos le hacían de ojos, y su sentimiento íntimo le daba la seguridad suficiente. Nunca los hijos se habían alejado más allá de donde se extendían las ramas de los árboles, y menos aún la hija; todos se sentían felices en la casa de su niñez, en el país de su infancia, en el espléndido y fragante árbol del Sol. Como todos los niños, gustaban de oír cuentos, y su padre les contaba muchas cosas que otros niños no habrían comprendido; pero aquéllos eran tan inteligentes como entre nosotros suelen ser la mayoría de los viejos. Les explicaba los cuadros vivientes que veían en las paredes del palacio, las acciones de los hombres y los acontecimientos en todos los países de la Tierra, y con frecuencia los hijos sentían deseos de encontrarse en el lugar de los sucesos y de participar en las grandes hazañas. Mas el padre les decía entonces lo difícil y amarga que es la vida en la Tierra, y que las cosas no discurrían en ella como las veían desde su maravilloso mundo infantil. Les hablaba de la Belleza, la Verdad y la Bondad, diciendo que estas tres cosas sostenían unido al mundo y que, bajo la presión que sufrían, se transformaban en una piedra preciosa más límpida que el diamante. Su brillo tenía valor ante Dios, lo iluminaba todo, y esto era en realidad la llamada piedra filosofal. Les decía que, del mismo modo que partiendo de lo creado se deducía la existencia de Dios, así también partiendo de los mismos hombres se llegaba a la certidumbre de que aquella piedra sería encontrada. Más no podía decirles, y esto era cuanto sabía acerca de ella. Para otros niños, aquella explicación hubiera sido incomprensible, pero los suyos sí la entendieron, y andando el tiempo es de creer que también la entenderán los demás. No se cansaban de preguntar a su padre acerca de la Belleza, la Bondad y la Verdad, y él les explicaba mil cosas, y les dijo también que cuando Dios creó al hombre con limo de la tierra, estampó en él cinco besos de fuego salidos del corazón, férvidos besos divinos, y ellos son lo que llamamos los cinco sentidos: por medio de ellos vemos, sentimos y comprendemos la Belleza, la Bondad y la Verdad; por ellos apreciamos y valoramos las cosas, ellos son para nosotros una protección y un estímulo. En ellos tenemos cinco posibilidades de percepción, interiores y exteriores, raíz y cima, cuerpo y alma. Los niños pensaron mucho en todo aquello; día y noche ocupaba sus pensamientos. El hermano mayor tuvo un sueño maravilloso y extraño, que luego tuvo también el segundo, y después el tercero y el cuarto. Todos soñaron lo mismo: que se marchaban a correr mundo y encontraban la piedra filosofal. Como una llama refulgente, brillaba en sus frentes cuando, a la claridad del alba, regresaban, montados en sus velocísimos corceles, al palacio paterno, a través de los prados verdes y aterciopelados del jardín de su patria. Y la piedra preciosa irradiaba una luz celestial y un resplandor tan vivo sobre las hojas del libro, que se hacía visible lo que en ellas estaba escrito acerca de la vida de ultratumba. La hermana no soñó en irse al mundo, ni le pasó la idea por la mente; para ella, el mundo era la casa de su padre. -Me marcho a correr mundo -dijo el mayor-. Tengo que probar sus azares y su modo de vida, y alternar con los hombres. Sólo quiero lo bueno y lo verdadero; con ellos encontraré lo bello. A mi regreso cambiarán muchas cosas. Sus pensamientos eran audaces y grandiosos, como suelen serlo los nuestros cuando estamos en casa, junto a la estufa, antes de salir al mundo y experimentar los rigores del viento y la intemperie y las punzadas de los abrojos. En él, como en sus hermanos, los cinco sentidos estaban muy desarrollados, tanto interior como exteriormente, pero cada uno tenía un sentido que superaba en perfección a los restantes. En el mayor era el de la vista, y buen servicio le prestaría. Tenía ojos para todas las épocas -decía-, ojos para todos los pueblos, ojos capaces de ver incluso en el interior de la tierra, donde yacen los tesoros, y en el interior del corazón humano, como si éste estuviera sólo recubierto por una lámina de cristal; es decir, que en una mejilla que se sonroja o palidece, o en un ojo que llora o ríe, veía mucho más de lo que vemos nosotros. El ciervo y el antílope lo acompañaron hasta la frontera occidental, y allí se les juntaron los cisnes salvajes, que volaban hacia el Noroeste. Él los siguió, y pronto se encontró en el vasto mundo, lejos de la tierra de su padre, la cual se extiende «por Oriente hasta el confín del mundo». ¡Cómo abría los ojos! Mucho era lo que había que ver, y contemplar las cosas al natural, tal como son en realidad, es muy distinto de verlas en imagen, por buenas que sean éstas, y las del palacio paterno no podían ser mejores. En el primer momento, el asombro producido por la cantidad de baratijas y fruslerías que querían pasar por bellas, estuvo a punto de hacerle perder los ojos; pero no los perdió, pues los destinaba a cosas más elevadas. Lo que ante todo perseguía, poniendo en ello toda su alma, era el conocimiento de la Belleza, la Verdad y la Bondad. Pero, ¿cómo alcanzarlo? A menudo tenía que presenciar cómo la Fealdad recibía la corona que correspondía a la Belleza, cómo lo bueno solía pasar inadvertido, mientras la medianía era ensalzada en vez de censurada. La gente veía el nombre y no el mérito, el traje y no el hombre, la fama y no la vocación. Y no podía ser de otro modo. «Hay que intervenir sin perder un momento», pensó, aprestándose a la acción; pero mientras buscaba la verdad se presentó el diablo, que es el padre de la mentira, mejor dicho, la mentira misma. Muy a gusto habría arrancado los ojos al vidente, pero la acción hubiera sido demasiado directa. El diablo trabaja con más diplomacia. Le dejó, pues, que siguiera buscando lo verdadero y lo bueno y que a veces los encontrara incluso, pero mientras lo estaba mirando le sopló una astilla en cada ojo, uno tras otro, lo cual no es nada indicado para la vista, por excelente que sea. Y la astilla que el diablo le sopló se le convirtió en una viga, y ello en cada ojo, por lo que nuestro vidente se quedó como ciego en medio del vasto mundo y perdió la fe en él. Abandonó su buena opinión del mundo y de sí mismo, y esto, cuando le sucede a uno, ya puede decirse que está listo. -¡Adiós! -cantaron los cisnes salvajes, emprendiendo el vuelo hacia Oriente -¡Adiós! -cantaron a su vez las golondrinas, dirigiéndose hacia Levante, en busca del árbol del Sol. No eran buenas las noticias que traían a casa. -¡Mal debe haberle ido al vidente! -dijo el hermano segundo-. Tal vez al oyente le vaya mejor. El segundo hermano tenía particularmente sensible el sentido del oído; sólo os diré que percibía hasta el rumor que hace la hierba al crecer; y me parece que con esto basta. Se despidió cordialmente de todos y partió a caballo, armado de sus grandes aptitudes y sus excelentes propósitos. Las golondrinas lo siguieron, y él siguió a los cisnes, y pronto estuvo lejos de su patria, en medio del amplio mundo. Todos los excesos son malos. No tardó en comprobar la verdad de este proverbio. En efecto, su oído era tan sensible que podía percibir el crecimiento de la hierba, pero también el latir del corazón humano en sus alegrías y sus penas. Era como si el mundo entero fuese un taller de relojería, en que todos los relojes marchasen, dejando oír su tictac, mientras los de torre lanzaban su clingclang. Era insoportable. Pero él aguzó el oído tanto como pudo, hasta que, al fin, el estruendo y griterío fueron demasiado intensos para un hombre solo. Vinieron golfos callejeros de sesenta años -¡qué importa la edad!- gritando y alborotando. Al principio el joven se reía de ellos, pero luego se les sumaron chismes y comadrerías que, zumbando por las casas, callejones y calles, acababan saliendo a la carretera. La mentira era la que tenía la voz más recia y se las daba de gran señora; el cascabel del loco sonaba con la pretensión de ser la campana de la iglesia. Aquello fue ya demasiado para el mozo. Se taponó las orejas con los dedos… pero seguía oyendo cantos desafinados y sones horrísonos, habladurías y chismes. Testarudas afirmaciones que no valían un comino salían de las lenguas, que tropezaban y se trababan, de tan deprisa como se movían. Era una confusión infernal de notas y ruidos, de barullo y estrépito, tanto por dentro como por fuera. ¡Qué locura, Dios mío, qué insoportable barahúnda! El mozo apretaba cada vez más los dedos contra los oídos, hasta que se rompió los tímpanos, y entonces no oyó ya nada, y lo bello, bueno y verdadero, que a través de su oído debían comunicarse con su pensamiento, se le hicieron inaccesibles. Y se quedó silencioso y desconfiado, perdida la fe en todo, especialmente en sí mismo, lo cual es una gran desgracia. Jamás encontraría la poderosa piedra filosofal ni volvería a su casa con ella; renunció a todo, incluso a sí mismo, y esto fue lo peor. Las aves que volaban hacia Oriente llevaron la noticia al palacio paterno, en el árbol del Sol. Carta no llegó ninguna, aunque es cierto que no había correo. -Ahora voy a probarlo yo -dijo el tercero-. Tengo una nariz finísima. La expresión no es muy correcta, pero así la soltó, y hay que aceptarlo como era, el buen humor en persona y, además, poeta, un poeta de veras. Sabía cantar lo que no sabía decir, y en rapidez de pensamiento dejaba a los otros muy atrás -¡Huelo el poste! -afirmaba; y, en efecto, su sentido del olfato estaba maravillosamente desarrollado y le servía de guía en el reino de la Belleza -Hay quien goza con el olor de manzanas y quien se deleita con el de un establo -decía-. Cada tipo de olor tiene su público en el reino de la Belleza. A unos les gusta respirar el aire de la taberna, viciado por el humeante pábilo de la vela de sebo, y en el que los apestosos vapores del aguardiente se mezclan con el humo del mal tabaco; otros prefieren un aire perfumado de jazmín, y se frotan con la más intensa esencia de clavel que pueden encontrar. Los hay, en cambio, que buscan el cortante viento marino, la fresca brisa o el aire de las elevadas cumbres, desde donde contemplan a sus pies el afanoso ajetreo cotidiano. Decía todo esto como si hubiese estado ya en el mundo, vivido y tratado con los hombres. Pero, en realidad, todo era teoría. Quien así hablaba era el poeta, haciendo uso del don que Dios le otorgara en la cuna. Dijo, pues, adiós al hogar paterno del árbol del Sol y partió. Al salir de los dominios patrios montó en un avestruz, que es un ave más veloz que el caballo. Poco más tarde divisó a los cisnes salvajes y se subió a la espalda del más robusto. Gustaba de las variaciones, y por eso voló por encima de los mares hacia tierras remotas, donde había grandes bosques, profundos lagos, empinadas montañas y orgullosas ciudades. Dondequiera que llegaba le parecía como si un resplandor solar cubriese el país. Las flores y matas olían más intensamente, pues sentían que se acercaba un amigo, un protector que sabía apreciarlas y comprenderlas. El mutilado rosal irguió sus ramas, desplegó sus hojas y dio nacimiento a la rosa más bella que nadie haya imaginado; todo el mundo pudo verla, y hasta el viscoso caracol negro apreció su belleza. -Quiero estampar mi sello en la flor -dijo el caracol-. He depositado mi baba sobre ella; no puedo hacer más. -¡Así se trata a la Belleza en el mundo! -dijo el poeta; y cantó una canción sobre este tema. La cantó a su manera, pero nadie le hizo caso. En vista de ello dio dos chelines y una pluma de pavo al pregonero; el hombre transcribió la canción para tambor y salió a tocarla por todas las calles y callejones de la ciudad. Entonces la oyeron las gentes y exclamaron que la comprendían y que era muy profunda. Y el poeta pudo componer más canciones y cantó la Belleza, la Verdad y la Bondad; y las canciones eran repetidas en la taberna, entre el humo de la lámpara de sebo, y en el prado plantado de trébol, en el bosque y a orillas del amplio mar. Todo hacía pensar que el mozo sería más afortunado que sus dos hermanos mayores. Pero el diablo no lo pudo sufrir y acudió con el incienso real, el incienso eclesiástico y todas las clases de inciensos honoríficos que pudo encontrar, y, hábil como es el diablo en la destilación, elaboró con todos ellos un incienso de olor intensísimo capaz de ahogar todos los demás olores y de marear a un ángel, y no digamos a un pobre poeta. El diablo sabe muy bien cómo hay que tratar a las personas. Al poeta se lo ganó con incienso, y le llenó la cabeza de humos hasta hacer que se olvidara de su misión, de su casa paterna y aun de sí mismo; todo él se disolvió en humo e incienso. Todas las aves se dolieron de lo sucedido, y estuvieron tres días sin cantar. El negro caracol de bosque se volvió aún más negro, aunque no de tristeza, sino de envidia. -Soy yo -dijo- quien debía haber sido incensado, pues yo fui quien le inspiró su canción más famosa, transcrita para el tambor, sobre la marcha del mundo. Yo escupí sobre la rosa, lo puedo demostrar con testigos. Pero allá, en tierras de India, nada se supo de lo ocurrido. Todas las avecillas se dolieron y permanecieron calladas por espacio de tres días, y cuando hubo pasado el tiempo del luto, había sido éste tan profundo y sentido, que se olvidaron del hecho que lo había motivado. ¡Así van las cosas! -Ahora me toca a mí salir al mundo, como han hecho los otros -dijo el cuarto de los hermanos. Tenía un genio tan bueno como el anterior, y mejor todavía, pues no era poeta, y esto ayuda a estar siempre de buen humor. Los dos habían sido la alegría del palacio, y ahora éste quedaba triste y melancólico. Los hombres siempre han considerado la vista y el oído como los dos sentidos principales, los que conviene tener más sensibles y desarrollados. Los tres restantes son tenidos en menos, pero el cuarto hijo discrepaba de tal opinión. Su sentido más fino era el del gusto, en todas las acepciones que pueda tener. De hecho, es un sentido de gran poder e influencia. Domina sobre todo lo que pasa por la boca y por el espíritu; por eso el hijo cataba todo lo que se ponía en la sartén, el puchero, la botella y la fuente. -Esto es lo que mi profesión tiene de tosco -decía. Para él, cada persona era una sartén, cada país una enorme cocina, visto con los ojos del espíritu. Y esto era precisamente lo que sus aptitudes tenían de fino, y ahora se proponía salir al mundo a ponerlo en práctica. -Tal vez la suerte me sea más propicia que a mis hermanos -dijo-. Me marcho. Pero, ¿qué medios de transporte elegiré? ¿Han inventado ya el globo aerostático? -preguntó a su padre, quien conocía todos los descubrimientos hechos o por hacer. Pero el globo no había sido inventado aún, ni el buque de vapor, ni el ferrocarril. -Tomaré un globo -dijo-. Mi padre sabe cómo se fabrican y cómo se guían, y lo aprenderé. Nadie conoce este invento, creerán que se trata de un fenómeno atmosférico. Cuando termine el viaje quemaré el globo, para lo cual tendrás que darme también unas cuantas piezas de este otro invento futuro que se llamarán los fósforos. Todo se lo dieron, y emprendió el vuelo, seguido de las aves, que lo acompañaron hasta mucho más lejos de lo que habían acompañado a sus hermanos. Estaban curiosas por ver cómo terminaba aquel viaje aéreo; y constantemente se les sumaban otras bandadas, creídas que se trataba de un ave de una nueva especie ¡Era de ver el séquito del mozo! El aire estaba negro de pájaros. Éstos formaban grandes nubes, como las plagas de langostas que azotan Egipto; y así fue cómo el quinto hijo se metió en el vasto mundo. -El viento del Este se me ha portado como un buen amigo y auxiliar -dijo. -Viento de Este y viento de Oeste, querrás decir -protestaron los vientos-. Hemos alternado los dos, pues de otro modo no habrías podido seguir rumbo Noroeste. Pero él no oyó sus palabras; lo mismo daba. Las aves dejaron ya de seguirlo. Algunas habrían empezado a encontrar aburrido el viaje. No había para tanto, decían. A aquel hombre iban a subírsele los humos a la cabeza. ¿Para qué volar detrás de él? Si esto no es nada, una verdadera estupidez. Y se rezagaron, y las demás no tardaron en imitarlas. Tenían razón: aquello no era nada. El globo descendió sobre una de las ciudades más populosas. El aeronauta se apeó en el lugar más alto, que era la torre de la iglesia. El globo volvió a elevarse, contra lo que debía hacer. Adónde fue a parar, difícil es decirlo, pero tampoco esto tiene importancia; jamás se supo nada de su paradero. Quedó el mozo en el campanario, y las aves lo dejaron que se arreglase como pudiera. Estaban hartas de él, y él de ellas. Todas las chimeneas de la ciudad humeaban y olían. -Son altares que han erigido para ti -dijo el viento, para halagarlo. Él permanecía arrogante en el lugar, mirando a sus pies la gente que transitaba por las calles. Uno estaba orgulloso de su bolsa bien repleta; otro lo estaba de su llave, a pesar de que nada poseía para cerrar; un tercero se afanaba de su levita, apolillada por cierto, y otro, de su cuerpo, roído de gusanos. -¡Qué asco! ¡Tendré que bajar pronto a agitar la olla y probarla! -dijo-. Pero antes me estaré un rato aquí sentado. El viento me cosquillea en la espalda y me encuentro muy a gusto. Me quedaré mientras sople el viento; me apetece descansar. Cuando se tiene mucho que hacer, es conveniente quedarse más tiempo en la cama, dice el perezoso; pero la pereza es la madre de todos los vicios, y en nuestra familia no hay vicios. Lo digo yo y lo dicen todos los que pasan por la calle. Me quedo mientras sople viento, pues esto me apetece. Y se quedó; pero como estaba sentado sobre la veleta del campanario, venga dar vueltas y más vueltas con ella, por lo que le parecía que el viento era siempre el mismo; y allí siguió, sentado y gustando horas y horas. En la tierra de India, en el palacio del árbol del Sol, todo estaba vacío y silencioso desde que los hijos se habían marchado, uno tras otro. -¡No tienen suerte! -decía el padre-. No traen a casa la preciosa piedra. Estoy condenado a no encontrarla; están lejos, muertos-. Y se inclinó sobre «El libro de la Verdad», aguzando la vista sobre la hoja donde se trataba de la vida que sigue a la muerte; pero era letra muda para él. La hija ciega era su consuelo y su alegría; lo amaba con ternura, y por su felicidad deseaba que pudiera encontrarse la preciosa joya. Triste y anhelante pensaba en sus hermanos. ¿Dónde estarían? ¿Dónde vivían? Deseaba soñar con ellos, y, no obstante, cosa extraña, ni en sueños lograba encontrarlos. Finalmente, una noche soñó que sus voces la llamaban, la llamaban desde el vasto mundo, y que ella tuvo que salir, lejos, muy lejos; y, no obstante, le parecía aún estar en la cama de su padre. No encontraba a sus hermanos, pero en la mano sentía como si tuviese fuego ardiente, aunque no la quemaba; era la fulgurante gema, que llevaba a su padre. Al despertarse creyó que aún la tenía, mas era la rueca lo que sujetaba su mano. Durante las largas noches había estado hilando incansablemente; la hebra del huso era más sutil que una tela de araña; ojos humanos no habrían podido descubrirla. Ella la había humedecido con sus lágrimas, y era resistente como soga de áncora. Tomó una resolución: era necesario que el sueño se convirtiese en realidad. En plena noche besó la mano de su padre, que aún dormía, y, cogiendo el huso, ató fuertemente el extremo de la hebra a la casa paterna, ya que de otro modo, ciega como era, nunca habría podido encontrar el camino de vuelta. Se mantendría cogida a la hebra, confiándose a ella, no a su propio criterio ni al de otros. Cortó cuatro hojas del árbol del Sol con la idea de lanzarlas al viento para que llegasen a sus hermanos a modo de carta y de saludo, en caso de que no los encontrase en sus andanzas por el mundo. ¿Cómo lo pasaría, la pobre ciega? Tenía, no obstante, el hilo invisible, al que podía agarrarse, y por encima de todo poseía una aptitud: el sentimiento, y esto equivalía a tener ojos en las puntas de los dedos, y orejas en el corazón. Y así se adentró en el maravilloso mundo del bullicio y del ruido, y dondequiera que llegaba se serenaba el cielo, cuyos cálidos rayos percibía; el arco iris se desplegaba, saliendo de la negra nube, por el aire azul; oía el canto de los pájaros, olía el aroma de los naranjales y vergeles, tan intensamente, que casi creía gustarlo. Le llegaban dulces acordes y cantos prodigiosos, pero también gritos y aullidos; el pensamiento y el juicio se agitaban en rara lucha. En lo más recóndito del corazón resonaban los latidos y los pensamientos de los hombres. Vibraba un coro: La vida es humo deleznabley noche en que se llora. Pero resonaba también un cántico: La vida es un rosal incomparableque el sol inunda y dora. Vino luego una amarga queja: Cada uno piensa sólo en sí,la verdad es sólo ésta. Y la réplica: Pisa el amor con claro resplandorpor la vida terrena. Oyó luego otras palabras: Fútil es nuestro mundo, todo él,e ilusión nuestros actos. Y también éstas: Pero mucho hay de bueno y nobleque el mundo desconoce. Se elevó un coro estrepitoso: Todo es locura, risa y burla.¡Ríe, en nombre del diablo! Mas en el corazón de la ciega doncella resonó: Aférrate a ti mismo y aférrate a Dios.Cúmplase su voluntad, amén. Y, dondequiera que se presentaba, entre los grupos de hombres y mujeres, jóvenes o viejos, brillaba en las almas la idea de la Verdad, la Bondad y la Belleza. Dondequiera que entraba -en el taller del artista, en la fastuosa sala de fiestas o en la fábrica, en medio de las ruedas rechinantes, en todas partes- parecía que entraba un rayo de sol; del arpa salían acordes; de la flor, perfume, y sobre la sedienta hoja caía la reparadora gota de rocío. Pero esto no lo podía consentir el diablo. Y como tiene más inteligencia que diez mil hombres juntos, supo encontrar un remedio a la situación. Se fue al pantano, cogió burbujas del agua corrompida, hizo que sonara siete veces sobre ellas el eco de la palabra de mentira, para darles mayor fuerza; redujo a polvo mercenarios versos encomiásticos y mentirosos panegíricos, todos los que encontró; los coció con lágrimas vertidas por la envidia, esparció encima colorete raspado de la macilenta mejilla de una solterona, y con todo ello fabricó una muchacha, idéntica en figura y ademanes, a la virtuosa ciega. La gente la llamaba «El dulce Ángel del Sentimiento», y así se puso en marcha la treta del diablo. El mundo ignoraba cuál de las dos era la verdadera, ¡cómo iba a saberlo! Aférrate a ti mismo, y aférrate a Dios.Cúmplase su voluntad, amén. Así cantaba la ciega, llena de confianza. Dio al viento las cuatro hojas del árbol del Sol, para que las llevasen a sus hermanos a manera de cartas y saludos, segura de que su deseo sería satisfecho; y estaba persuadida también de que encontraría la joya en la que se encerraba toda la belleza del mundo. Desde la frente de la Humanidad enviaría sus rayos hasta la casa de su padre. -A la casa de mi padre -repitió-. Sí, la piedra preciosa está en la Tierra, de ello estoy segura. Siento su ardor; que crece por momentos en mi mano cerrada. He captado y guardado cada granito de Verdad, tan pequeño que volaba en alas del viento; dejé que lo impregnara el aroma de la Belleza. ¡Hay tanta en el mundo, incluso para el ciego! Recogí el acorde del corazón humano, cuando palpitaba movido por la Bondad, y le añadía lo demás. Lo que traigo son granitos de polvo, pero en ellos hay el polvo de la piedra preciosa buscada. ¡Tengo llena la mano! Y la alargó hacia su padre. Estaba en su patria. Había vuelto a ella en alas del pensamiento, sin soltar jamás el hilo invisible que le servía de guía. Con el fragor del huracán las potencias del mal se lanzaron contra el árbol del Sol, y en un terrible embate penetraron por la abierta puerta hasta la cámara secreta. -¡Se la lleva el viento! -exclamó el padre, cogiéndole la mano, que había abierto. -¡No! -contestó ella, segura de sí misma-, el viento no puede llevársela. Siento en el alma el calor de sus rayos. Y entonces el padre vio una llama luminosa en el lugar donde el polvo fulgurante, escapándose de su mano, volaba a la página en blanco del libro, aquella página que debía instruirlo acerca de la certeza de la vida eterna. Brillando con intensidad deslumbradora apareció una inscripción, una única palabra: «Fe». En el mismo momento aparecieron los cuatro hermanos. Espoleados por la nostalgia de la patria, cuando cayó sobre sus pechos la hoja verde, emprendieron el camino del regreso, seguidos de las aves de paso, del ciervo, el antílope y de todos los animales del bosque. También ellos querían participar de la alegría, ¿y por qué no debían hacerlo los animales, si así les era dado? Muchas veces hemos visto cómo una brillante columna de polvo se levanta y se agita cuando un rayo de sol penetra en la habitación por un agujero de la puerta. Pues del mismo modo, sólo que con incomparable magnificencia, a cuyo lado hasta el arco iris parecía tosco y sin brillo, se levantó de la hoja del libro, de la luminosa palabra «Fe», el granito de Verdad con el brillo de la Belleza, con el son melodioso de la Bondad, irradiando una luz más viva que la columna de fuego que guió a Moisés y al pueblo de Israel hacia la tierra de Canaán. De la palabra «Fe» salió el puente de la esperanza que lleva al amor absoluto, en el infinito.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La princesa del guisante
Cuento infantil
Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica. Una tarde estalló una terrible tempestad; se sucedían sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir. Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera. “Pronto lo sabremos”, pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones. En esta cama debía dormir la princesa. Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado. -¡Oh, muy mal! -exclamó-. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!. Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible. El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado. Esto sí que es una historia, ¿verdad? FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La princesa y el frijol
Cuento infantil
Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que no se contentaba sino con una princesa de verdad. De modo que se dedicó a buscarla por el mundo entero, aunque inútilmente, ya que a todas las que le presentaban les hallaba algún defecto. Princesas había muchas, pero nunca podía estar seguro de que lo fuesen de veras: siempre había en ellas algo que no acababa de estar bien. Así que regresó a casa lleno de sentimiento, pues ¡deseaba tanto una verdadera princesa! Cierta noche se desató una tormenta terrible. Menudeaban los rayos y los truenos y la lluvia caía a cántaros ¡aquello era espantoso! De pronto tocaron a la puerta de la ciudad, y el viejo rey fue a abrir en persona. En el umbral había una princesa. Pero, ¡santo cielo, cómo se había puesto con el mal tiempo y la lluvia! El agua le chorreaba por el pelo y las ropas, se le colaba en los zapatos y le volvía a salir por los talones. A pesar de esto, ella insistía en que era una princesa real y verdadera. -Bueno, eso lo sabremos muy pronto -pensó la vieja reina. Y, sin decir una palabra, se fue a su cuarto, quitó toda la ropa de la cama y puso un frijol sobre el bastidor; luego colocó veinte colchones sobre el frijol, y encima de ellos, veinte almohadones hechos con las plumas más suaves que uno pueda imaginarse. Allí tendría que dormir toda la noche la princesa. A la mañana siguiente le preguntaron cómo había dormido. -¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas pude cerrar los ojos en toda la noche. ¡Vaya usted a saber lo que había en esa cama! Me acosté sobre algo tan duro que amanecí llena de cardenales por todas partes. ¡Fue sencillamente horrible! Oyendo esto, todos comprendieron enseguida que se trataba de una verdadera princesa, ya que había sentido el frijol nada menos que a través de los veinte colchones y los veinte almohadones. Sólo una princesa podía tener una piel tan delicada. Y así el príncipe se casó con ella, seguro de que la suya era toda una princesa. Y el frijol fue enviado a un museo, donde se le puede ver todavía, a no ser que alguien se lo haya robado. Vaya, éste sí que fue todo un cuento, ¿verdad? FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La pulga y el profesor
Cuento infantil
Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno. Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser. Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios. -Ya Llegarán -decía él. -¡Ojalá! -respondía ella. -Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan! Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica. Pero una noche, al abrir él el cajón, la mujer no estaba ni allí ni en la caja; no se veía ni oía en toda la sala. Aquello era un truco de la joven, la cual ya no volvió, pues estaba harta de aquella vida. Él se hartó también, perdió su buen humor, con lo que el público se aburría y dejó de acudir. Los negocios se volvieron magros, y la indumentaria, también; al fin no le quedó más que una gruesa pulga, herencia de su mujer; por eso la quería. La adiestró, enseñándole varios ejercicios, entre ellos el de presentar armas y disparar un cañón; claro que un cañón pequeño. El profesor estaba orgulloso de su pulga, y ésta lo estaba de sí misma. Había aprendido algunas cosas, llevaba sangre humana y había estado en grandes ciudades, donde fue vista y aplaudida por príncipes y princesas. Aparecía en periódicos y carteles, sabía que era famosa y capaz de alimentar, no ya a un profesor, sino a toda una familia. A pesar de su orgullo y su fama, cuando viajaban ella y el profesor, lo hacían en cuarta clase; la velocidad era la misma que en primera. Existía entre ellos un compromiso tácito de no separarse nunca ni casarse: la pulga se quedaría soltera, y el profesor, viudo. Viene a ser lo mismo. -Nunca debe volverse allí donde se encontró la máxima felicidad -decía el profesor. Era un psicólogo, y también esto es una ciencia. Al fin recorrieron todos los países, excepto los salvajes. En ellos se comían a los cristianos, bien lo sabía el profesor; pero no siendo él cristiano de pura cepa, ni la pulga un ser humano acabado, pensó que no había gran peligro en visitarlos y a lo mejor obtendrían pingües beneficios. Efectuaron el viaje en barco de vapor y de vela; la pulga exhibió sus habilidades, y de este modo tuvieron el pasaje gratis hasta la tierra de salvajes. Gobernaba allí una princesa de sólo 18 años; usurpaba el trono que correspondía a su padre y a su madre, pues tenía voluntad y era tan agradable como mal criada. No bien la pulga hubo presentado armas y disparado el cañón, la princesa quedó tan prendada de ella que exclamó: -¡Ella o nadie! Se había enamorado salvajemente, además de lo salvaje que ya era de suyo. -Mi dulce y razonable hijita -le dijo su padre-. ¡Si al menos se pudiese hacer de ella un hombre! -Eso déjalo de mi cuenta, viejo -replicó la princesa. Lo cual no es manera de hablar sobretodo en labios de una princesa; pero no olvidemos que era salvaje. Puso la pulga en su manita. -Ahora eres un hombre; vas a reinar conmigo. Pero deberás hacer lo que yo quiera; de lo contrario, te mataré y me comeré al profesor. A éste le asignaron por vivienda un espacioso salón, cuyas paredes eran de caña de azúcar; podía lamerlas, si quería, pero no era goloso. Le dieron también una hamaca para dormir, y en ella le parecía encontrarse en un globo aerostático, cosa que siempre había deseado y que era su idea fija. La pulga se quedó con la princesa, ya en su mano, ya en su lindo cuello. El profesor arrancó un cabello a la princesa y lo ató por un cabo a la pata de la pulga, y por el otro, a un pedazo de coral que la dama llevaba en el lóbulo de la oreja. «¡Qué bien lo pasamos todos, incluso la pulga!», pensaba el profesor. Pero no se sentía del todo satisfecho; era un viajero innato, y gustaba ir de ciudad en ciudad y leer en los periódicos elogios sobre su tenacidad e inteligencia, pues había enseñado a una pulga a conducirse como una persona. Se pasaba los días en la hamaca ganduleando y comiendo. Y no creáis que comía cualquier cosa: huevos frescos, ojos de elefante y piernas de jirafa asadas. Es un error pensar que los caníbales sólo viven de carne humana; ésta es sólo una golosina. -Espalda de niño con salsa picante es un plato exquisito -decía la madre de la princesa. El profesor se aburría. Sentía ganas de marcharse del país de los salvajes, pero no podía hacerlo sin llevarse la pulga: era su maravilla y su sustento. ¿Cómo cogerla? Ahí estaba la cosa. El hombre venga darle vueltas y más vueltas a la cabeza, hasta que, al fin, dijo: -¡Ya lo tengo! -Padre de la princesa, permítanme que haga algo. ¿Quieren que enseñe a los habitantes a presentar armas? A esto lo llaman cultura en los grandes países del mundo. -¿Y a mí qué puedes enseñarme? -preguntó el padre. -Mi mayor habilidad -respondió el profesor-. Disparar un cañón de modo que tiemble toda la tierra, y las aves más apetitosas del cielo caigan asadas. La detonación es de gran efecto, además. -¡Venga el cañón! -dijo el padre de la princesa. Pero en todo el país no había más cañón que el que había traído consigo el profesor, y éste resultaba demasiado pequeño. -Fundiré otro mayor -dijo el profesor-. Proporcionadme los medios necesarios. Me hace falta tela de seda fina, aguja e hilo, cuerdas, cordones y gotas estomacales para globos que se hinchan y elevan; ellas producen el estampido en el estómago del cañón. Le facilitaron cuanto pedía. Todo el pueblo acudió a ver el gran cañón. El profesor no lo había convocado hasta que tuvo el globo dispuesto para ser hinchado y emprender la ascensión. La pulga contemplaba el espectáculo desde la mano de la princesa. El globo se hinchó, tanto, que sólo con gran dificultad podía ser sujetado; estaba hecho un salvaje. -Tengo que subir para enfriarlo -dijo el profesor, sentándose en la barquilla que colgaba del globo-. Pero yo solo no puedo dirigirlo; necesito un ayudante entendido, y de cuantos hay aquí, sólo la pulga puede hacerlo. -Se lo permito, aunque a regañadientes -dijo la princesa, pasando al profesor la pulga que tenía en la mano. -¡Soltad las amarras! -gritó él-. ¡Ya sube el globo! Los presentes entendieron que decía: -¡Cañón! El aerostato se fue elevando hacia las nubes, alejándose del país de los salvajes. La princesita, con su padre y su madre y todo el pueblo, quedaron esperando. Y todavía siguen esperando, y si no lo crees, vete al país de los salvajes, donde todo el mundo habla de la pulga y el profesor, convencidos de que volverán en cuanto el cañón se enfríe. Pero lo cierto es que no volverán nunca, pues están entre nosotros, en su tierra, y viajan en primera clase, no ya en cuarta. El globo ha resultado un buen negocio. Nadie les pregunta de dónde lo sacaron; son gente rica y honorable la pulga y el profesor.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La rosa más bella del mundo
Cuento infantil
Érase una reina muy poderosa, en cuyo jardín lucían las flores más hermosas de cada estación del año. Ella prefería las rosas por encima de todas; por eso las tenía de todas las variedades, desde el escaramujo de hojas verdes y olor de manzana hasta la más magnífica rosa de Provenza. Crecían pegadas al muro del palacio, se enroscaban en las columnas y los marcos de las ventanas y, penetrando en las galerías, se extendían por los techos de los salones, con gran variedad de colores, formas y perfumes. Pero en el palacio moraban la tristeza y la aflicción. La Reina yacía enferma en su lecho, y los médicos decían que iba a morir. -Hay un medio de salvarla, sin embargo -afirmó el más sabio de ellos-. Tráiganle la rosa más espléndida del mundo, la que sea expresión del amor puro y más sublime. Si puede verla antes de que sus ojos se cierren, no morirá. Y ya tienen a viejos y jóvenes acudiendo, de cerca y de lejos, con rosas, las más bellas que crecían en todos los jardines; pero ninguna era la requerida. La flor milagrosa tenía que proceder del jardín del amor; pero incluso en él, ¿qué rosa era expresión del amor más puro y sublime? Los poetas cantaron las rosas más hermosas del mundo, y cada uno celebraba la suya. Y el mensaje corrió por todo el país, a cada corazón en que el amor palpitaba; corrió el mensaje y llegó a gentes de todas las edades y clases sociales. -Nadie ha mencionado aún la flor -afirmaba el sabio. Nadie ha designado el lugar donde florece en toda su magnificencia. No son las rosas de la tumba de Romeo y Julieta o de la Walburg, a pesar de que su aroma se exhalará siempre en leyendas y canciones; ni son las rosas que brotaron de las lanzas ensangrentadas de Winkelried, de la sangre sagrada que mana del pecho del héroe que muere por la patria, aunque no hay muerte más dulce ni rosa más roja que aquella sangre. Ni es tampoco aquella flor maravillosa para cuidar la cual el hombre sacrifica su vida velando de día y de noche en la sencilla habitación: la rosa mágica de la Ciencia. -Yo sé dónde florece -dijo una madre feliz, que se presentó con su hijito a la cabecera de la Reina-. Sé dónde se encuentra la rosa más preciosa del mundo, la que es expresión del amor más puro y sublime. Florece en las rojas mejillas de mi dulce hijito cuando, restaurado por el sueño, abre los ojos y me sonríe con todo su amor. Bella es esa rosa -contestó el sabio- pero hay otra más bella todavía. -¡Sí, otra mucho más bella! -dijo una de las mujeres-. La he visto; no existe ninguna que sea más noble y más santa. Pero era pálida como los pétalos de la rosa de té. En las mejillas de la Reina la vi. La Reina se había quitado la real corona, y en las largas y dolorosas noches sostenía a su hijo enfermo, llorando, besándolo y rogando a Dios por él, como sólo una madre ruega a la hora de la angustia. -Santa y maravillosa es la rosa blanca de la tristeza en su poder, pero tampoco es la requerida. -No; la rosa más incomparable la vi ante el altar del Señor -afirmó el anciano y piadoso obispo-. La vi brillar como si reflejara el rostro de un ángel. Las doncellas se acercaban a la sagrada mesa, renovaban el pacto de alianza de su bautismo, y en sus rostros lozanos se encendían unas rosas y palidecían otras. Había entre ellas una muchachita que, henchida de amor y pureza, elevaba su alma a Dios: era la expresión del amor más puro y más sublime. -¡Bendita sea! -exclamó el sabio-, mas ninguno ha nombrado aún la rosa más bella del mundo. En esto entró en la habitación un niño, el hijito de la Reina; había lágrimas en sus ojos y en sus mejillas, y traía un gran libro abierto, encuadernado en terciopelo, con grandes broches de plata. -¡Madre! -dijo el niño-. ¡Oye lo que acabo de leer!-. Y, sentándose junto a la cama, se puso a leer acerca de Aquél que se había sacrificado en la cruz para salvar a los hombres y a las generaciones que no habían nacido. -¡Amor más sublime no existe! Se encendió un brillo rosado en las mejillas de la Reina, sus ojos se agrandaron y resplandecieron, pues vio que de las hojas de aquel libro salía la rosa más espléndida del mundo, la imagen de la rosa que, de la sangre de Cristo, brotó del árbol de la Cruz. -¡Ya la veo! -exclamó-. Jamás morirá quien contemple esta rosa, la más bella del mundo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La Sirenita
Cuento infantil
En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas. La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar. La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas. -¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores! -Todavía eres demasiado joven -respondió la abuela-. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas. La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada. Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor. -¡Bien, ya puedes salir a respirar el aire y ver el cielo! ¡Pero recuerda que el mundo de arriba no es el nuestro, sólo podemos admirarlo! Somos hijos del mar y no tenemos alma como los hombres. Sé prudente y no te acerques a ellos. ¡Sólo te traerían desgracias! Apenas su padre terminó de hablar, La Sirenita le di un beso y se dirigió hacia la superficie, deslizándose ligera. Se sentía tan veloz que ni siquiera los peces conseguían alcanzarla. De repente emergió del agua. ¡Qué fascinante! Veía por primera vez el cielo azul y las primeras estrellas centelleantes al anochecer. El sol, que ya se había puesto en el horizonte, había dejado sobre las olas un reflejo dorado que se diluía lentamente. Las gaviotas revoloteaban por encima de La Sirenita y dejaban oír sus alegres graznidos de bienvenida. -¡Qué hermoso es todo! -exclamó feliz, dando palmadas. Pero su asombro y admiración aumentaron todavía: una nave se acercaba despacio al escollo donde estaba La Sirenita. Los marinos echaron el ancla, y la nave, así amarrada, se balanceó sobre la superficie del mar en calma. La Sirenita escuchaba sus voces y comentarios. “¡Cómo me gustaría hablar con ellos!”, pensó. Pero al decirlo, miró su larga cola cimbreante, que tenía en lugar de piernas, y se sintió acongojada: “¡Jamás seré como ellos!” A bordo parecía que todos estuviesen poseídos por una extraña animación y, al cabo de poco, la noche se llenó de vítores: “¡Viva nuestro capitán! ¡Vivan sus veinte años!” La pequeña sirena, atónita y extasiada, había descubierto mientras tanto al joven al que iba dirigido todo aquel alborozo. Alto, moreno, de porte real, sonreía feliz. La Sirenita no podía dejar de mirarlo y una extraña sensación de alegría y sufrimiento al mismo tiempo, que nunca había sentido con anterioridad, le oprimió el corazón. La fiesta seguía a bordo, pero el mar se encrespaba cada vez más. La Sirenita se dio cuenta en seguida del peligro que corrían aquellos hombres: un viento helado y repentino agitó las olas, el cielo entintado de negro se desgarró con relámpagos amenazantes y una terrible borrasca sorprendió a la nave desprevenida. -¡Cuidado! ¡El mar…! -en vano la Sirenita gritó y gritó. Pero sus gritos, silenciados por el rumor del viento, no fueron oídos, y las olas, cada vez más altas, sacudieron con fuerza la nave. Después, bajo los gritos desesperados de los marineros, la arboladura y las velas se abatieron sobre cubierta, y con un siniestro fragor el barco se hundió. La Sirenita, que momentos antes había visto cómo el joven capitán caía al mar, se puso a nadar para socorrerlo. Lo buscó inútilmente durante mucho rato entre las olas gigantescas. Había casi renunciado, cuando de improviso, milagrosamente, lo vio sobre la cresta blanca de una ola cercana y, de golpe, lo tuvo en sus brazos. El joven estaba inconsciente, mientras la Sirenita, nadando con todas sus fuerzas, lo sostenía para rescatarlo de una muerte segura. Lo sostuvo hasta que la tempestad amainó. Al alba, que despuntaba sobre un mar todavía lívido, la Sirenita se sintió feliz al acercarse a tierra y poder depositar el cuerpo del joven sobre la arena de la playa. Al no poder andar, permaneció mucho tiempo a su lado con la cola lamiendo el agua, frotando las manos del joven y dándole calor con su cuerpo. Hasta que un murmullo de voces que se aproximaban la obligaron a buscar refugio en el mar. -¡Corran! ¡Corran! -gritaba una dama de forma atolondrada- ¡Hay un hombre en la playa! ¡Está vivo! ¡Pobrecito…! ¡Ha sido la tormenta…! ¡Llevémoslo al castillo! ¡No! ¡No! Es mejor pedir ayuda… La primera cosa que vio el joven al recobrar el conocimiento, fue el hermoso semblante de la más joven de las tres damas. -¡Gracias por haberme salvado! -le susurró a la bella desconocida. La Sirenita, desde el agua, vio que el hombre al que había salvado se dirigía hacia el castillo, ignorante de que fuese ella, y no la otra, quien lo había salvado. Pausadamente nadó hacia el mar abierto; sabía que, en aquella playa, detrás suyo, había dejado algo de lo que nunca hubiera querido separarse. ¡Oh! ¡Qué maravillosas habían sido las horas transcurridas durante la tormenta teniendo al joven entre sus brazos! Cuando llegó a la mansión paterna, la Sirenita empezó su relato, pero de pronto sintió un nudo en la garganta y, echándose a llorar, se refugió en su habitación. Días y más días permaneció encerrada sin querer ver a nadie, rehusando incluso hasta los alimentos. Sabía que su amor por el joven capitán era un amor sin esperanza, porque ella, la Sirenita, nunca podría casarse con un hombre. Sólo la Hechicera de los Abismos podía socorrerla. Pero, ¿a qué precio? A pesar de todo decidió consultarla. -¡…por consiguiente, quieres deshacerte de tu cola de pez! Y supongo que querrás dos piernas. ¡De acuerdo! Pero deberás sufrir atrozmente y, cada vez que pongas los pies en el suelo sentirás un terrible dolor. -¡No me importa -respondió la Sirenita con lágrimas en los ojos- a condición de que pueda volver con él! ¡No he terminado todavía! -dijo la vieja-. ¡Deberás darme tu hermosa voz y te quedarás muda para siempre! Pero recuerda: si el hombre que amas se casa con otra, tu cuerpo desaparecerá en el agua como la espuma de una ola. -¡Acepto! -dijo por último la Sirenita y, sin dudar un instante, le pidió el frasco que contenía la poción prodigiosa. Se dirigió a la playa y, en las proximidades de su mansión, emergió a la superficie; se arrastró a duras penas por la orilla y se bebió la pócima de la hechicera. Inmediatamente, un fuerte dolor le hizo perder el conocimiento y cuando volvió en sí, vio a su lado, como entre brumas, aquel semblante tan querido sonriéndole. El príncipe allí la encontró y, recordando que también él fue un náufrago, cubrió tiernamente con su capa aquel cuerpo que el mar había traído. -No temas -le dijo de repente-. Estás a salvo. ¿De dónde vienes? Pero la Sirenita, a la que la bruja dejó muda, no pudo responderle. -Te llevaré al castillo y te curaré. Durante los días siguientes, para la Sirenita empezó una nueva vida: llevaba maravillosos vestidos y acompañaba al príncipe en sus paseos. Una noche fue invitada al baile que daba la corte, pero tal y como había predicho la bruja, cada paso, cada movimiento de las piernas le producía atroces dolores como premio de poder vivir junto a su amado. Aunque no pudiese responder con palabras a las atenciones del príncipe, éste le tenía afecto y la colmaba de gentilezas. Sin embargo, el joven tenía en su corazón a la desconocida dama que había visto cuando fue rescatado después del naufragio. Desde entonces no la había visto más porque, después de ser salvado, la desconocida dama tuvo que partir de inmediato a su país. Cuando estaba con la Sirenita, el príncipe le profesaba a ésta un sincero afecto, pero no desaparecía la otra de su pensamiento. Y la pequeña sirena, que se daba cuenta de que no era ella la predilecta del joven, sufría aún más. Por las noches, la Sirenita dejaba a escondidas el castillo para ir a llorar junto a la playa. Pero el destino le reservaba otra sorpresa. Un día, desde lo alto del torreón del castillo, fue avistada una gran nave que se acercaba al puerto, y el príncipe decidió ir a recibirla acompañado de la Sirenita. La desconocida que el príncipe llevaba en el corazón bajó del barco y, al verla, el joven corrió feliz a su encuentro. La Sirenita, petrificada, sintió un agudo dolor en el corazón. En aquel momento supo que perdería a su príncipe para siempre. La desconocida dama fue pedida en matrimonio por el príncipe enamorado, y la dama lo aceptó con agrado, puesto que ella también estaba enamorada. Al cabo de unos días de celebrarse la boda, los esposos fueron invitados a hacer un viaje por mar en la gran nave que estaba amarrada todavía en el puerto. La Sirenita también subió a bordo con ellos, y el viaje dio comienzo. Al caer la noche, la Sirenita, angustiada por haber perdido para siempre a su amado, subió a cubierta. Recordando la profecía de la hechicera, estaba dispuesta a sacrificar su vida y a desaparecer en el mar. Procedente del mar, escuchó la llamada de sus hermanas: -¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Somos nosotras, tus hermanas! ¡Mira! ¿Ves este puñal? Es un puñal mágico que hemos obtenido de la bruja a cambio de nuestros cabellos. ¡Tómalo y, antes de que amanezca, mata al príncipe! Si lo haces, podrás volver a ser una sirenita como antes y olvidarás todas tus penas. Como en un sueño, la Sirenita, sujetando el puñal, se dirigió hacia el camarote de los esposos. Mas cuando vio el semblante del príncipe durmiendo, le dio un beso furtivo y subió de nuevo a cubierta. Cuando ya amanecía, arrojó el arma al mar, dirigió una última mirada al mundo que dejaba y se lanzó entre las olas, dispuesta a desaparecer y volverse espuma. Cuando el sol despuntaba en el horizonte, lanzó un rayo amarillento sobre el mar y, la Sirenita, desde las aguas heladas, se volvió para ver la luz por última vez. Pero de improviso, como por encanto, una fuerza misteriosa la arrancó del agua y la transportó hacia lo más alto del cielo. Las nubes se teñían de rosa y el mar rugía con la primera brisa de la mañana, cuando la pequeña sirena oyó cuchichear en medio de un sonido de campanillas: -¡Sirenita! ¡Sirenita! ¡Ven con nosotras! -¿Quiénes son? -murmuró la muchacha, dándose cuenta de que había recobrado la voz-. ¿Dónde están? -Estás con nosotras en el cielo. Somos las hadas del viento. No tenemos alma como los hombres, pero es nuestro deber ayudar a quienes hayan demostrado buena voluntad hacia ellos. La Sirenita, conmovida, miró hacia abajo, hacia el mar en el que navegaba el barco del príncipe, y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, mientras las hadas le susurraban: -¡Fíjate! Las flores de la tierra esperan que nuestras lágrimas se transformen en rocío de la mañana. ¡Ven con nosotras! Volemos hacia los países cálidos, donde el aire mata a los hombres, para llevar ahí un viento fresco. Por donde pasemos llevaremos socorros y consuelos, y cuando hayamos hecho el bien durante trescientos años, recibiremos un alma inmortal y podremos participar de la eterna felicidad de los hombres -le decían. -¡Tú has hecho con tu corazón los mismos esfuerzos que nosotras, has sufrido y salido victoriosa de tus pruebas y te has elevado hasta el mundo de los espíritus del aire, donde no depende más que de ti conquistar un alma inmortal por tus buenas acciones! -le dijeron. Y la Sirenita, levantando los brazos al cielo, lloró por primera vez. Oyéronse de nuevo en el buque los cantos de alegría: vio al Príncipe y a su linda esposa mirar con melancolía la espuma juguetona de las olas. La Sirenita, en estado invisible, abrazó a la esposa del Príncipe, envió una sonrisa al esposo, y en seguida subió con las demás hijas del viento envuelta en una nube color de rosa que se elevó hasta el cielo. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La sombra
Cuento
En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto. Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y así que las estrellas asomaban en el maravilloso aire puro, era para él como volver a vivir. En todos los balcones de la calle -y en los países cálidos todos los huecos tienen balcones- había gente asomada, porque uno tiene que respirar, por muy acostumbrado que se esté a ser de caoba. Había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces -sí, más de mil había encendidas-. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban -¡tilín, tilín, tilín!- sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas volteaban -sí, había una vida tremenda en la calle-. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas -luego, alguien debía haber allí. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos -excepto lo referente al sol-. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie, y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida. -Es como si alguien tratase de ensayar una pieza que no puede dominar, siempre la misma. «¡Pues lo tengo que sacar!», dice, pero no lo consigue por mucho que toque. Una noche el extranjero despertó; dormía con la puerta del balcón abierta. La cortina se levantó con el viento, y le pareció que venía una luz fantástica del balcón de enfrente. Todas las flores resplandecían como llamas de los colores más espléndidos y en medio de las flores se encontraba una esbelta, atractiva doncella, que parecía también resplandecer. De tal forma lo deslumbró, que abrió los ojos desmesuradamente y se despertó del todo. De un salto estuvo en el suelo, muy despacio se acercó a la cortina pero la doncella había desaparecido, el resplandor se había apagado; las flores no brillaban, pero seguían siendo tan bonitas como siempre; la puerta estaba entornada y de las profundidades venía una música tan suave y encantadora, que inspiraba los más dulces pensamientos. Era, sin embargo, como cosa de magia -y ¿quién vivía allí? ¿Dónde estaba la verdadera entrada? Todo el piso bajo era una tienda tras otra y no era posible que la gente pasara por ellas. Una noche el extranjero estaba sentado en su balcón, con una luz encendida en el cuarto a espaldas suyas, por lo que, como es natural, su sombra estaba en la pared de enfrente. Sí, allí estaba sentada exactamente enfrente entre las flores del balcón, y cuando el extranjero se movía, también se movía la sombra, porque así es como hacen las sombras. -Parece como si mi sombra fuese el único ser vivo que se viera enfrente -dijo el sabio-. Con qué delicadeza se sienta entre las flores. La puerta está entreabierta, ¡si la sombra fuese tan lista como para entrar, mirar en torno suyo y venir después a contarme lo que hubiera visto! Sí, haz algo útil -dijo en broma-. ¡Vamos entra! ¡Vamos, ahora! Y le hizo gestos con la cabeza a la sombra, y la sombra le correspondió: -¡Anda, pero no te pierdas! Y el extranjero se levantó, y su sombra allá en el balcón de enfrente se levantó también; y el extranjero se volvió y la sombra se volvió también; si por acaso alguien hubiera estado observando, hubiera visto claramente que la sombra se colaba por la puerta entornada en la casa de enfrente, al tiempo que el extranjero entraba en su cuarto y corría la larga cortina tras de sí. A la mañana siguiente salió el sabio a tomar café y leer los periódicos. -¿Qué pasa? -dijo, cuando salió al sol-. ¡Me he quedado sin sombra! Se marchó anoche de verdad y no ha vuelto aún. ¡Qué fastidio! Y eso lo enojó, no tanto porque la sombra se hubiera ido, sino porque sabía la existencia de una historia sobre el hombre sin sombra, conocida por todos en su patria allá en los países fríos, y en cuanto el sabio regresara y contase la suya, dirían que la había copiado, y eso no le hacía maldita gracia. Por tanto, no diría una palabra, lo cual estaba muy bien pensado. Por la noche salió de nuevo al balcón. Había colocado la luz detrás de sí, en la debida posición, porque sabía que la sombra gusta de tener siempre a su dueño por pantalla, pero no pudo atraerla. Se encogió, se estiró, pero no había sombra alguna que volviera. Dijo: -¡Ejem! ¡Ejem! -pero sin resultado. Era un fastidio, pero en los países cálidos todo crece tan rápidamente que al cabo de ocho días observó, con gran satisfacción, que le crecía una sombra de las piernas cuando salía el sol -quizá la raíz había quedado dentro-. A las tres semanas, tenía una sombra de considerables dimensiones que, cuando regresó a su patria en los países nórdicos, creció más y más durante el viaje, hasta que al final era tan larga y tan grande que la mitad hubiera bastado. De esta forma regresó el sabio a su casa y escribió libros sobre cuanto había de verdadero en el mundo, lo que había de bueno y de hermoso, y pasaron días y pasaron años; pasaron muchos años. Una noche estaba sentado en su cuarto cuando llamaron muy quedamente a la puerta. -¡Adelante! -contestó, pero nadie entró. Así es que fue a abrir y vio ante él a un hombre tan sumamente delgado que quedó atónito. Por lo demás, el hombre iba espléndidamente vestido, debía ser una persona distinguida. -¿Con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el sabio. -¡Ah!, ya pensé que no me reconocería -dijo el hombre elegante-. Me he hecho tan corpóreo que hasta tengo carne y ropas. Seguro que nunca había pensado usted en verme en tal prosperidad. ¿No reconoce usted a su vieja sombra? No creía usted que volvería, ¿verdad? Me ha ido espléndidamente desde que estuve con usted. ¡He sido, en todos los sentidos, muy afortunado! Si tuviera que rescatar mi libertad, podría hacerlo -y repiqueteó un manojo de preciosos dijes que colgaban del reloj y pasó la mano por la gruesa cadena de oro que llevaba al cuello. ¡Huy!, todos los dedos fulguraron con anillos de diamantes, todos auténticos. -No, no puedo hacerme idea de lo que significa esto -dijo el sabio. -Ya, no es nada corriente -dijo la sombra-, pero usted tampoco es nada corriente y yo, bien sabe usted, desde que era así de chiquito he seguido sus huellas. En cuanto usted descubrió que yo estaba a punto para ir solo por el mundo, seguí mi camino. Me encuentro en una situación excepcionalmente afortunada, pero me ha acometido cierto deseo de volverlo a ver antes de que usted muera -porque usted ha de morir-. También me gustaría visitar este país, porque la patria siempre tira. Veo que tiene usted otra sombra. ¿Le debo algo a ella, o bien a usted? Hágame el favor de decírmelo. -¡Bueno! ¿Pero eres tú? -dijo el sabio- ¡Es extraordinario! ¡Nunca habría creído que la vieja sombra de uno pudiera regresar como persona! -Dígame cuánto le debo -dijo la sombra-, porque no me gustaría deberle nada. -¿Cómo puedes hablar así? -dijo el sabio-. ¿De qué deuda hablas? No me debes nada. Me alegra extraordinariamente tu suerte. Siéntate, querido amigo, y cuéntame cómo te ha ido y lo que viste en la casa de enfrente, allá en los países cálidos. -Sí que le contaré -dijo la sombra, y se sentó-, pero antes me tiene usted que prometer que no ha de decirle a nadie en la ciudad, caso de que nos encontremos, que yo he sido su sombra. Pienso casarme; puedo de sobra mantener una familia. -¡Estate tranquilo! -dijo el sabio-. No le diré a nadie quién eres en realidad. Ésta es mi mano. ¡Palabra de hombre! -¡Palabra de sombra! -dijo la sombra, que era lo que le correspondía decir. Era, por otra parte, de veras notable lo humana que se había vuelto la sombra. Vestía del más riguroso negro y el paño más selecto, botas de charol y sombrero que podía cerrarse, hasta quedar reducido a corona y alas -sin hablar de lo ya mencionado: dijes, cadenas de oro y anillos de diamantes. Ya lo creo: la sombra iba extraordinariamente bien vestida, y era precisamente esto la que la hacía tan humana. -Ahora voy a contarle -dijo la sombra, y plantó sus botas de charol lo más fuerte que pudo sobre el brazo de la nueva sombra del sabio, que yacía como un perro faldero a sus pies. Y esto lo hizo bien por orgullo, bien con la intención de que se le quedase pegada. Y la sombra del suelo permaneció quieta y en silencio, resuelta a no perder detalle; deseaba, sobre todo, enterarse de cómo puede uno manumitirse y llegar a convertirse en su propio señor. -¿Sabe usted quién vivía en la casa de enfrente? -dijo la sombra-. ¡La más bella de todas, la Poesía! Estuve allí tres semanas y su efecto ha sido como si hubiera vivido tres mil años y hubiera leído cuanto se ha cantado y se ha escrito. Lo digo y es cierto. ¡Lo he visto todo y lo sé todo! -¡La Poesía! -gritó el sabio-. Sí, sí, vive con frecuencia en las grandes ciudades, en soledad. ¡La Poesía! ¡Sí la vi tan sólo un instante, pero el sueño pesaba en mis ojos! Estaba en el balcón y brillaba como brilla la aurora boreal. ¡Cuenta, cuenta! Estabas en el balcón, entraste por la puerta, ¿y después? -Me encontré en la antesala -dijo la sombra-. Lo que usted siempre veía era la antesala. No había luz alguna, sólo una especie de crepúsculo, pero las puertas daban unas a otras en una larga serie de salas y salones; y estaba tan iluminado, que la luz me hubiera matado de haber ido directamente ante la doncella; pero fui prudente, y tomé tiempo -como debe hacerse. -¿Y entonces qué viste? -preguntó el sabio. -Lo vi todo, y se lo contaré, pero… no es orgullo por mi parte; pero… como ser libre que soy y con los conocimientos que tengo, para no hablar de mi buena posición, mis excelentes relaciones… , desearía que me llamase de usted. -¡Dispense usted! -dijo el sabio-. Son los viejos hábitos los que más cuesta abandonar. Tiene usted toda la razón y lo tendré presente. Pero cuénteme ahora lo que vio. -¡Todo! -dijo la sombra-. Lo vi todo y lo sé todo. -¿Qué aspecto tenían los cuartos interiores? -preguntó el sabio-. ¿Eran como el fresco bosque? ¿Eran como un templo? ¿Eran los cuartos como el cielo estrellado, cuando se está en las altas montañas? -¡Todo estaba allí! -dijo la sombra-. No entré hasta el final, me quedé en el cuarto delantero, a media luz, pero era un puesto excelente, ¡lo vi todo y lo supe todo! He estado en la corte de la Poesía, en la antesala. -¿Pero qué es lo que vio? ¿Estaban en el gran salón todos los dioses de la Antigüedad? ¿Luchaban allí los viejos héroes? ¿Jugaban niños encantadores y contaban sus sueños? -Le digo que estuve allí y debe comprender que vi todo lo que había que ver. Si usted hubiera estado allí, no se habría convertido en ser humano, pero yo sí. Y además aprendí a conocer lo íntimo de mi naturaleza, lo congénito, el parentesco que tengo con la Poesía. Sí, cuando estaba con usted no pensaba en ello, pero siempre, sabe usted, al salir y al ponerse el sol, me hacía extrañamente largo; a la luz de la luna me recortaba casi con mayor precisión que usted. Yo no entendía entonces mi naturaleza, en la antesala se me reveló. Me volví ser humano. Al salir había completado mi madurez, pero usted ya no estaba en los países cálidos. Me avergoncé como hombre de ir como iba, necesitaba botas, trajes, todo este barniz humano, que hace reconocible al hombre. Me refugié -sí, puedo decírselo, usted no lo contará en ningún libro-, me refugié en las faldas de una vendedora de pasteles, bajo ellas me escondí; la mujer no tenía idea de lo que ocultaba. No salí hasta que llegó la noche; corrí por la calle a la luz de la luna. Me estiré sobre la pared -¡qué deliciosas cosquillas produce en la espalda! Corrí arriba y abajo, curioseé por las ventanas más altas, tanto en el salón como en la buhardilla. Miré donde nadie puede mirar, y vi lo que ningún otro ve, lo que nadie debe ver. Si bien se considera, éste es un cochino mundo. No querría ser hombre, si no fuera porque está bien considerado el serlo. Vi las cosas más inimaginables en las mujeres, los hombres, los padres y los encantadores e incomparables niños; vi -dijo la sombra- lo que ningún hombre debe conocer, pero lo que todos se perecerían por saber: lo malo del prójimo. Si hubiera publicado un periódico, ¡lo que se hubiera leído! Pero yo escribía directamente a la persona en cuestión y se producía el pánico en todas las ciudades adonde iba. Llegaron a tenerme terror y grandísima consideración. Los profesores me nombraron profesor, los sastres me hacían trajes nuevos -no me faltaba de nada. El tesorero del reino acuñaba monedas para mí y las mujeres decían que yo era muy guapo -y así llegué a ser el hombre que soy. Y ahora me despido. Ésta es mi tarjeta. Vivo en la acera del sol y estoy siempre en casa cuando llueve. Y la sombra se marchó. -¡Qué extraordinario! -dijo el sabio. Pasó tiempo y tiempo y la sombra volvió. -¿Cómo le va? -preguntó. -¡Ay! -dijo el sabio-. Escribo acerca de lo verdadero, lo bueno y lo bello, pero nadie se interesa por mi obra. Estoy desesperado, porque son cosas a las que concedo gran importancia. -Pues a mí no me ocurre igual -dijo la sombra-. Yo, mientras, engordando, que es lo que hemos de procurar. Usted no entiende el mundo y terminará por caer enfermo. Tiene que viajar. Me iré de viaje este verano. Venga conmigo. Me gustaría llevar un compañero. ¿Quiere usted venir conmigo, como mi sombra? Será para mí un gran placer el llevarle, ¡le pago el viaje! -¡Qué disparate! -dijo el sabio. -¡Según como se mire! -dijo la sombra-. El viajar le sentará de maravilla. Si consiente usted en ser mi sombra, todo correrá de mi cuenta. -¡Esto ya es el colmo! -protestó el sabio. -Pero así va el mundo -dijo la sombra-, y así seguirá -y se marchó. Las cosas no le iban nada bien al sabio, la pena y la preocupación seguían haciendo presa en él, y sus opiniones sobre lo verdadero, lo bueno y lo bello interesaban tanto al público como las rosas a una vaca -hasta que al final cayó enfermo de consideración. -¡Parece usted totalmente una sombra! -le decía la gente, y esto le produjo un escalofrío, porque le hizo pensar en ella. -Lo que debe hacer es tomar las aguas -dijo la sombra, que vino de visita-. No hay nada igual. Lo llevaré conmigo, por el aquel de nuestra vieja amistad. Yo pago el viaje y usted se encarga de llevar un diario con lo que me resultará el camino más divertido. Quiero ir a un balneario, mi barba no crece como debiera -eso es también una enfermedad- y una barba es algo indispensable. Sea razonable y acepte la invitación, viajaremos como amigos, por supuesto. Y así viajaron; la sombra hacía de señor y el señor hacía de sombra. Fueron juntos en coche, a caballo, a pie -al lado uno de otro, delante o detrás, según la posición del sol. La sombra sabía ponerse siempre en el lugar del señor, mientras el sabio no prestaba atención a semejante cosa. Tenía un corazón excelente y era sumamente cortés y afectuoso, así que un día le dijo a la sombra: -Puesto que nos hemos convertido en compañeros de viaje y, además, hemos crecido juntos desde la infancia, ¿por qué no nos tuteamos? Sería más íntimo. -En eso que dice -contestó la sombra, que ahora era el verdadero señor- hay mucha franqueza y buena intención, por lo que seré igualmente bienintencionado y franco. Usted, como sabio que es, sabe sin duda lo especial que es la naturaleza. Hay quien no aguanta el roce del papel gris, lo pone enfermo. A otros se les pasa todo el cuerpo si se rasca un clavo contra un vidrio. Lo mismo siento yo cuando lo oigo tutearme, es como si me empujasen de nuevo a mi primer empleo con usted. No se trata de orgullo, sino, como verá, de una sensación. Pero si no puedo permitirle que me trate de tú, con mucho gusto lo tutearé a usted, como fórmula de compromiso. Y así la sombra tuteó a su antiguo señor. -¡Qué absurdo -pensó éste- que yo le hable de usted y él me tutee! -pero no tuvo más remedio que aguantarlo. Al fin llegaron a un balneario, donde había muchos extranjeros, y entre ellos una encantadora princesa que padecía la enfermedad de tener una vista agudísima, lo que era en extremo alarmante. Al instante observó que el recién llegado era por completo diferente a los otros. -Dicen que ha venido para hacer crecer su barba, pero yo veo la verdadera causa- no tiene sombra. Llena de curiosidad, entabló inmediatamente conversación con el caballero extranjero durante el paseo. Como princesa que era, no se andaba con muchos miramientos, por lo que le dijo: -A usted lo que le ocurre es que no tiene sombra. -Vuestra Alteza Real debe haber mejorado notablemente -dijo la sombra-. Sé que su dolencia consiste en que ve demasiado bien, pero debe haber desaparecido; está curada. Precisamente yo tengo una sombra muy extraña. ¿No ha visto a la persona que siempre me acompaña? Otros tienen una sombra vulgar, pero yo detesto lo corriente. Igual que se viste al criado con librea de mejor paño que el que uno usa, he ataviado a mi sombra como si fuese una persona. Vea que hasta le he proporcionado una sombra. Es muy costoso, pero me gusta tener algo excepcional. -¿Cómo? ¿Será posible que me haya curado de verdad? -pensó la Princesa-. ¡Este balneario es único! El agua tiene en nuestros días propiedades asombrosas. Pero no me marcho, porque ahora comienza a estar esto divertido. El extranjero me gusta extraordinariamente. Con tal de que no le crezca la barba y se marche. Por la noche, en el gran salón, bailaron la princesa y la sombra. Ella era ligera, pero más aún lo era él. Nunca había tenido la Princesa pareja semejante. Ella le dijo qué país era el suyo y él lo conocía. Lo había visitado, en ocasión en que ella estaba ausente. Había curioseado por las ventanas aquí y allá y visto de todo, por lo que pudo contestar a la Princesa y hacer alusiones que la dejaron estupefacta. -Debe ser el hombre más sabio del mundo -pensó, tal era su admiración por lo que sabía. Y cuando bailaron de nuevo, la Princesa quedó enamoradísima, de lo que la sombra se dio cuenta, porque ella lo atravesaba con su mirada. A esto siguió otro baile y ella estuvo a punto de decírselo, pero mantuvo su serenidad y pensó en su país y en su reino, y en las muchas personas sobre las que reinaría. -Es un sabio -se dijo-, lo cual es cosa buena. Y baila espléndidamente, lo cual es también bueno. Pero me pregunto si tendrá conocimientos profundos, y eso es también importante. Intentaré examinarlo. Y entonces comenzó poco a poco a hacerle las más difíciles preguntas, que ni ella misma hubiera podido contestar; y la sombra puso una cara sumamente extraña. -¡No sabe usted la respuesta! -dijo la Princesa. -Lo aprendí de párvulo -dijo la sombra-. Creo que hasta mi sombra, allí junto a la puerta, sabrá contestar. -¡Su sombra! -dijo la Princesa-. Sería en verdad extraordinario. -Bueno, no digo que lo sepa -dijo la sombra-, pero creo que sí. Me ha seguido y oído durante tantos años, que creo que sí. Pero Vuestra Alteza Real permitirá que le advierta que pone tanto empeño en hacerse pasar por una persona, que para tenerle de buen humor -y debe estarlo para contestar bien- ha de ser tratado precisamente como una persona. -Me complacerá hacerlo -dijo la Princesa. Y se acercó al sabio que estaba junto a la puerta y habló con él del sol y de la luna, de unos y de otros, y él contestó con todo acierto y cordura. -¿Cómo será este hombre, cuando tiene una sombra tan sabia? -pensó ella-. Será una auténtica bendición para mi pueblo y mi reino, si lo elijo como esposo. Y ambos estuvieron de acuerdo, la Princesa y la sombra, pero nadie debía saberlo antes de que ella regresase a su reino. -¡Nadie, ni siquiera mi sombra! -dijo la sombra, y tenía sus particulares razones para ello. Tras esto, fueron al país donde reinaba la Princesa, una vez que había ella regresado. -Escucha, amigo mío -dijo la sombra al sabio-. He llegado a ser cuan afortunado y poderoso puede ser un hombre. Ahora haré algo extraordinario por ti. Vivirás siempre conmigo en Palacio, irás conmigo en mi carroza real y tendrás cien mil escudos al año. Pero permitirás que todos te llamen sombra; no deberás decir nunca que fuiste hombre, y una vez al año, cuando me siente al sol en el balcón para mostrarme al pueblo, tendrás que tenderte a mis pies, como debe hacerlo una sombra. Has de saber que me caso con la Princesa. Esta noche será la boda. -¡No, eso es monstruoso! -dijo el sabio-. ¡No quiero, no lo haré! ¡Sería defraudar al país y a la Princesa! ¡Lo diré todo! Que yo soy el hombre y tú la sombra. ¡Que apenas eres un disfraz! -No lo creerá nadie -dijo la sombra-. ¡Sé razonable o llamo a la guardia! -¡Iré a ver a la Princesa! -dijo el sabio. -Pero yo iré primero -dijo la sombra-, y tú irás al calabozo. Y así fue, porque los centinelas lo obedecieron al saber que iba a casarse con la Princesa. -¡Estás temblando! -dijo la Princesa, cuando la sombra fue a visitarla-. ¿Ha ocurrido algo? No irás a ponerte enfermo esta noche, en que vamos a casarnos. -Me ha sucedido la cosa más terrible que pueda ocurrir -dijo la sombra-. ¡Imagínate -claro, una pobre cabeza de sombra como ésa es incapaz de resistir mucho-; imagínate, mi sombra se ha vuelto loca, cree que ella es el hombre y que yo -imagínate, si puedes-, que yo soy su sombra! -¡Qué horror! -dijo la Princesa-. ¿Lo habrán encerrado, supongo? -Sí. Me temo que nunca recupere la razón. -¡Pobre sombra! -dijo la Princesa-. Qué desdicha para él. Sería una verdadera obra de caridad liberarlo de la mezquina vida que lleva y cuando pienso en ello, creo que se hace preciso el quitársela con toda discreción. -Resulta cruel -dijo la sombra- porque era un buen sirviente -y pareció dar un suspiro. -¡Qué nobles sentimientos! -dijo la Princesa. Por la noche, toda la ciudad estaba iluminada y los cañones hicieron ¡pum! y los soldados presentaron armas. ¡Qué boda aquélla! La Princesa y la sombra se asomaron al balcón para mostrarse y recibir una vez más las aclamaciones. El sabio no se enteró de nada, porque le habían quitado la vida. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La suerte puede estar en un palito
Cuento infantil
Ahora les voy a contar un cuento sobre la suerte. Todos conocemos la suerte; algunos la ven durante todo el año, otros sólo ciertos años y en un único día; incluso hay personas que no la ven más que una vez en su vida; pero todos la vemos alguna vez. No necesito decir, pues todo el mundo lo sabe, que Dios envía al niñito y lo deposita en el seno de la madre, lo mismo puede ser en el rico palacio y en la vivienda de la familia acomodada, que en pleno campo, donde sopla el frío viento. Lo que no saben todos -y, no obstante, es cierto- es que Nuestro Señor, cuando envía un niño, le da una prenda de buena suerte, sólo que no la pone a su lado de modo visible, sino que la deja en algún punto del mundo, donde menos pueda pensarse; pero siempre se encuentra, y esto es lo más alentador. Puede estar en una manzana, como ocurrió en el caso de un sabio que se llamaba Newton: cayó la manzana, y así encontró él la suerte. Si no conoces la historia, pregunta a los que la saben; yo ahora tengo que contar otra: la de una pera. Érase una vez un hombre pobre, nacido en la miseria, criado en ella y en ella casado. Era tornero de oficio, y torneaba principalmente empuñaduras y anillas de paraguas; pero apenas ganaba para vivir. -¡Nunca encontraré la suerte! -decía. Adviertan que es una historia verdadera, y que podría decirles el país y el lugar donde residía el hombre, pero no viene al caso. Las rojas y ácidas acerolas crecían en torno a su casa y en su jardín, formando un magnífico adorno. En el jardín había también un peral, pero no daba peras; sin embargo, en aquel árbol se ocultaba la suerte, se ocultaba en sus peras invisibles. Una noche hubo una ventolera horrible; en los periódicos vino la noticia de que la gran diligencia había sido volcada y arrastrada por la tempestad como un simple andrajo. No nos extrañará, pues, que también rompiera una de las mayores ramas del peral. Pusieron la rama en el taller, y el hombre, por pura broma, torneó con su madera una gruesa pera, luego otra menor, una tercera más pequeña todavía y varias de tamaño minúsculo. De esta manera el árbol hubo de llevar forzosamente fruto por una vez siquiera. Luego el hombre dio las peras de madera a los niños para que jugasen con ellas. En un país lluvioso, el paraguas es, sin disputa, un objeto de primera necesidad. En aquella casa había uno roto para toda la familia. Cuando el viento soplaba con mucha violencia, lo volvía del revés, y dos o tres veces lo rompió, pero el hombre lo reparaba. Lo peor de todo, sin embargo, era que el botón que lo sujetaba cuando estaba cerrado, saltaba con mucha frecuencia, o se rompía la anilla que cerraba el varillaje. Un día se cayó el botón; el hombre, buscándolo por el suelo, encontró en su lugar una de aquellas minúsculas peras de madera que había dado a los niños para jugar. -No encuentro el botón -dijo el hombre-, pero este chisme podrá servir lo mismo-. Hizo un agujero en él, pasó una cinta a su través, y la perita se adaptó a la anilla rota. Indudablemente era el mejor sujetador que había tenido el paraguas. Cuando, al año siguiente, nuestro hombre envió su partida de puños de paraguas a la capital, envió también algunas de las peras de madera torneada con media anilla, rogando que las probasen; y de este modo fueron a parar a América. Allí se dieron muy pronto cuenta de que la perita sujetaba mejor que todos los botones, por lo que solicitaron del comerciante que, en lo sucesivo, todos los paraguas vinieran cerrados con una perita. ¡Cómo aumentó el trabajo! ¡Peras por millares! Peras de madera para todos los paraguas. Al hombre no le quedaba un momento de reposo, tornea que tornea. Todo el peral se transformó en pequeñas peras de madera. Llovían los chelines y los escudos. -¡En el peral estaba escondida mi suerte! -dijo el hombre. Y montó un gran taller con oficiales y aprendices. Siempre estaba de buen humor y decía: -La suerte puede estar en un palito. Yo, que cuento la historia, digo lo mismo. Ya conocen aquel dicho: «Ponte en la boca un palito blanco, y serás invisible». Pero ha de ser el palito adecuado, el que Nuestro Señor nos dio como prenda de suerte. Yo lo recibí, y como el hombre de la historia puedo sacar de él oro contante y sonante, oro reluciente, el mejor, el que brilla en los ojos infantiles, resuena en la boca del niño y también en la del padre y la madre. Ellos leen las historias y yo estoy a su lado, en el centro de la habitación, pero invisible, pues tengo en la boca el palito blanco. Si observo que les gusta lo que les cuento, entonces digo a mi vez: «¡La suerte puede estar en un palito!».
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La tempestad cambia los rótulos
Cuento infantil
En días remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra -pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados-, muchas cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito. Realmente debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón. A la cabeza de la comitiva marchaba el arlequín, vestido de mil pedazos de tela de todos los colores, con la cara negra y cascabeles en la cabeza, como caballo de trineo. Vapuleaba a las gentes con su palmeta, y armaba gran alboroto, aunque sin hacer daño a nadie; y la gente se apretujaba, retrocedía y volvía a adelantarse. Los niños se metían de pies en el arroyo; viejas comadres se daban codazos, poniendo caras agrias y echando pestes. El uno reía, el otro charlaba; puertas y ventanas estaban llenas de curiosos, y los había incluso en lo alto de los tejados. Lucía el sol, y cayó también un chaparroncito; pero la lluvia beneficiaba al campesino, y aunque muchos quedaron calados, fue una verdadera bendición para el campo. ¡Qué bien contaba el abuelito! De niño había visto aquellas fiestas en todo su esplendor. El oficial más antiguo del gremio pronunciaba un discurso desde el tablado donde había sido colgado el escudo; un discurso en verso, expresamente compuesto por tres de los miembros, que, para inspirarse, se habían bebido una buena jarra de ponche. Y la gente gritaba «¡hurra!», dando gracias por el discurso, pero aún eran más sonoros los hurras cuando el arlequín, montando en el tablado, imitaba a los demás. El bufón hacía sus payasadas y bebía hidromel en vasitos de aguardiente, que luego arrojaba a la multitud, la cual los pescaba al vuelo. El abuelito guardaba todavía uno, regalo de un oficial albañil que lo había cogido. Era la mar de divertido. Y luego colgaban el escudo en la nueva casa gremial, enmarcado en flores y follaje. -Fiestas como aquellas no se olvidan nunca, por viejo que llegue uno a ser – decía abuelito; y, en efecto, él no las olvidaba, con haber visto tantos y tantos espectáculos magníficos. Nos hablaba de todos ellos, pero el más divertido era sin duda el de la comitiva de los rótulos por las calles de la gran ciudad. De niño, el abuelito había hecho con sus padres un viaje a la ciudad. Era la primera vez que visitaba la capital. Circulaba santísima gente por las calles, que él creyó se trataba de una de aquellas procesiones del escudo. Había una cantidad ingente de rótulos para trasladar; se hubieran cubierto las paredes de cien salones, si en vez de colgarlos en el exterior se hubiesen guardado dentro. En el del sastre aparecían pintados toda clase de trajes, pues cosía para toda clase de gentes, bastas o finas; luego había los rótulos de los tabaqueros, con lindísimos chiquillos fumando cigarros, como si fuesen de verdad. Se veían rótulos con mantequilla y arenques ahumados, valonas para sacerdotes, ataúdes, qué sé yo, así como las más variadas inscripciones y anuncios. Uno podía andar por las calles durante un día entero contemplando rótulos y más rótulos; además, se enteraban enseguida de la gente que habitaba en las casas, puesto que tenían sus escudos colgados en el exterior; y, como decía abuelito, es muy conveniente y aleccionador saber quiénes viven en una gran ciudad. Pero quiso el azar que cuando el abuelito fue a la ciudad, ocurriera algo extraordinario con los rótulos; él mismo me lo contó, con aquellos ojos de pícaro que ponía cuando quería hacerme creer algo. ¡Lo explicaba tan serio! La primera noche que pasó en la ciudad hizo un tiempo tan horrible, que hasta salió en los periódicos; un tiempo como nadie recordaba otro igual. Las tejas volaban por el aire; viejas planchas se venían al suelo; hasta una carretilla se echó a correr sola, calle abajo, para salvarse. El aire bramaba, mugía y lo sacudía todo; era una tempestad desatada. El agua de los canales se desbordó por encima de la muralla, pues no sabía ya por dónde correr. El huracán rugía sobre la ciudad, llevándose las chimeneas; más de un viejo y altivo remate de campanario hubo de inclinarse, y desde entonces no ha vuelto a enderezarse. Junto a la casa del viejo jefe de bomberos, un buen hombre que llegaba siempre con la última bomba, había una garita. La tempestad se encaprichó de ella, la arrancó de cuajo y la lanzó calle abajo, rodando. Y, ¡fíjate qué cosa más rara! Se quedó plantada frente a la casa del pobre oficial carpintero que había salvado tres vidas humanas en el último incendio. Pero la garita no pensaba en ello. El rótulo del barbero -aquella gran bacía de latón- fue arrancado y disparado contra el hueco de la ventana del consejero judicial, cosa que todo el vecindario consideró poco menos que ofensiva, pues todo el mundo y hasta las amigas más íntimas llamaban a la esposa del consejero la «navaja». Era listísima, y conocía la vida de todas las personas más que ellas mismas. Un rótulo con un bacalao fue a dar sobre la puerta de un individuo que escribía un periódico. Resultó una pesada broma del viento, que no pensó que un periodista no tolera bromas, pues es rey en su propio periódico y en su opinión personal. La veleta voló al tejado de enfrente, en el que se quedó como la más negra de las maldades, dijeron los vecinos. El tonel del tonelero quedó colgado bajo el letrero de «Modas de señora». La minuta de la fonda, puesta en un pesado marco a la puerta del establecimiento, fue llevada por el viento hasta la entrada del teatro, al que la gente no acudía nunca; era un cartel ridículo: «Rábanos picantes y repollo relleno». ¡Y entonces le dio a la gente por ir al teatro! La piel de zorro del peletero, su honroso escudo, apareció pegada al cordón de la campanilla de un joven que asistía regularmente al primer sermón, parecía un paraguas cerrado, andaba en busca de la verdad y, según su tía, era un modelo. El letrero «Academia de estudios superiores» fue encontrado en el club de billar, y recibió a cambio otro que ponía: «Aquí se crían niños con biberón». No tenía la menor gracia, y resultaba muy descortés. Pero lo había hecho la tormenta, y vaya usted a pedirle cuentas. Fue una noche espantosa. Imagínate que por la mañana casi todos los rótulos habían cambiado de sitio, en algunos casos con tan mala idea, que abuelito se negaba a contarlo, limitándose a reírse por dentro, bien lo observaba yo. Y como pícaro, lo era, desde luego. Las pobres gentes de la gran ciudad, especialmente los forasteros, andaban de cabeza, y no podía ser de otro modo si se guiaban por los carteles. A lo mejor uno pensaba asistir a una grave asamblea de ancianos, donde habrían de debatirse cuestiones de la mayor trascendencia, e iba a parar a una bulliciosa escuela, donde los niños saltaban por encima de mesas y bancos. Hubo quien confundió la iglesia con el teatro, y esto sí que es penoso. Una tempestad como aquella no se ha visto jamás en nuestros días. Aquélla la vio sólo el abuelito, y aun siendo un chiquillo. Tal vez no la veamos nosotros, sino nuestros nietos. Lo esperemos, y roguemos que se estén quietecitos en casa cuando el vendaval cambie los rótulos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La tetera
Cuento infantil
Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendedura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera! «¡Las conozco! -decía para sus adentros-. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida. Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un rudo golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y de la torpe mano. -¡Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado. Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor. Se empieza siendo una cosa, y de pronto se pasa a ser otra distinta. Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio, lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos, y sentimientos, que cristalizaron en una flor. La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza. ¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! No me dio las gracias ni pensó en mí; a él iban la admiración y los elogios de todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada? Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor. Me partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos. Mas conservo el recuerdo, y nadie podrá quitármelo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La tía
Cuento infantil
Tendrías que haber conocido a mi tía. Era encantadora. No quiero decir encantadora en el sentido que se suele dar a la palabra, sino buena y cariñosa, divertida a su modo, dispuesta siempre a charlar sobre sí misma, cuando uno tenía ganas de charlar y reírse a propósito de alguien. Sin dificultad te la imaginabas en una comedia, entre otras cosas, porque sólo vivía para el teatro y la vida de la escena. Era una mujer muy respetable, pero el agente Fabs, a quien tía llamaba Flabs, decía que estaba loca por el teatro. -El teatro es mi escuela -afirmaba-, la fuente de mis conocimientos. En él he refrescado mi Historia Sagrada: «Moisés», «José y sus hermanos»; eso son óperas. Al teatro debo mis conocimientos de Historia Universal, Geografía y Psicología. Por las obras francesas conozco la vida de París, equívoca, pero interesantísima. ¡Cómo he llorado con la «Familia Riquebourg» porque el marido ha de matarse bebiendo para que el joven amante pueda casarse con ella! Sí, he derramado muchas lágrimas en los cincuenta años que he estado abonada. Mi tía conocía todas las obras teatrales, todos los decorados, todos los personajes que salían o habían salido a escena. Puede decirse que sólo vivía durante los nueves meses de la temporada. El verano, sin teatro, era para ella un tiempo vacío, que sólo servía para envejecer, mientras que una sola noche de espectáculo alargada hasta la madrugada, constituía una verdadera prolongación de su vida. No decía, como tantas otras personas: «Ya viene la primavera; ha llegado la cigüeña», o bien «ya están en el mercado las primeras fresas». Lo que ella anunciaba era la proximidad del otoño: «¿Ha visto que ya se ha abierto el abono a los palcos? Van a empezar las representaciones». Estimaba la situación de una vivienda sólo por la distancia a que se encontraba del teatro. Vivió durante muchos tiempo en una calleja de detrás de la sala de espectáculos, y tuvo un gran disgusto cuando se vio obligada a trasladarse a otra calle. -En casa quiero que mi ventana sea mi palco. No puede una permanecer sentada y encerrada en sí misma. Necesito ver a la gente. Ahora vivo como si me hubiese trasladado al campo. Si quiero ver gente, he de ir a la cocina a sentarme en el vertedero; sólo allí tengo a alguien delante. En cambio, cuando vivía en el callejón veía el interior de la tienda de telas y sólo estaba a trescientos pasos del teatro, mientras que ahora me separan de él tres mil, y de soldado. A veces la tía se sentía enferma, pero muy mal tenía que estar para perderse una comedia. Una vez el médico le ordenó que se pusiera una cataplasma en las plantas de los pies. Ella lo hizo, pero se fue al teatro en coche y siguió la función con la cataplasma en su sitio. Morir en el teatro, ésta hubiera sido su ilusión. Thorwaldsen murió en el teatro. A eso le llamaba ella una «muerte venturosa». No podía imaginar un cielo sin teatro. Cierto que nada de ello se dice en los libros sagrados, pero todos esos excelentes actores y actrices que nos han precedido, en algo tendrán que ocuparse en la eternidad. Mi tía tenía su hilo telegráfico desde el teatro a su casa; el telegrama llegaba cada domingo a la hora del café. Este hilo telegráfico ,era el «tramoyista señor Sivertsen», el encargado de dar las señales de subir y bajar el telón, de colocar o retirar los decorados y cortinas. Él le anticipaba una breve explicación del argumento y circunstancias de la obra. A «La Tempestad», de Shakespeare, la llamaba la «maldita pieza». «Hay tanto y tanto que cambiar, y desde la primera escena está uno metido en agua». Quería decir, desde luego, que había que poner en primer término las «olas rodantes». En cambio, cuando la decoración no variaba en los cinco actos, el hombre decía que era una obra razonable y bien escrita, una obra tranquila, que discurre sola, sin complicaciones escenográficas. En aquellos tiempos, como decía la tía hablando de treinta años atrás, ella y el mentado señor Sivertsen eran jóvenes. El hombre trabajaba ya de tramoyista, y ella lo llamaba su «bienhechor». Entonces era costumbre, en la función nocturna que se daba en el único y espacioso teatro de la ciudad, admitir espectadores en el telar, y todos los ayudantes tramoyistas disponían de dos o tres entradas gratuitas. Con frecuencia se llenaba aquel lugar de gente muy distinguida. Se decía que allí habían estado incluso generales y esposas de consejeros. Era muy interesante presenciar el espectáculo desde lo alto de los bastidores y ver moverse a los cómicos cuando había bajado el telón. Mi tía estuvo allí varias veces viendo tragedias y «ballets», pues cuanto más personajes participaban en una obra, tanto más le interesaba verla desde el telar. Allá arriba se estaba casi a oscuras, y la mayoría de los concurrentes se traían la cena. Una vez cayeron tres manzanas y un bocadillo de salchichón precisamente en el calabozo de Ugolino, aquel infeliz condenado a morir de hambre, lo cual provocó una carcajada general en el público. Aquel salchichón fue uno de los principales motivos que indujeron a la dirección a suprimir los puestos del telar. -Pero yo estuve treinta y siete veces -decía la tía-, y eso nunca dejaré de agradecérselo al señor Sivertsen. Justamente la última noche que se permitió la entrada al telar se representaba el «Juicio de Salomón»; la tía se acordaba muy bien. Por mediación de su benefactor, el señor Sivertsen, había procurado una entrada al agente Fabs, a pesar de que no se lo merecía, porque continuamente se burlaba del teatro y gastaba bromas a la tía. No obstante, ella le había conseguido un puesto. El hombre deseaba ver la comedia «del revés», tales habían sido sus palabras, muy propias de él, como decía la tía. Vio «El Juicio de Salomón» desde arriba y se durmió como si viniera de un gran banquete y hubiera brindado de lo lindo. Se quedó, pues, dormido y encerrado, y se pasó la noche durmiendo en el teatro. Luego explicó sus experiencias, pero la tía se negó a creerlo. Según dijo, una vez terminado «El Juicio de Salomón», cuando todas las luces estaban apagadas y el público se había marchado, entonces empezó la verdadera comedia, el sainete, que fue lo mejor de la velada. ¡Cómo se animó todo! No era ya el «Juicio de Salomón» lo que se representaba, sino el «Juicio final». Y el agente Fabs tuvo la frescura de pretender que la tía se tragase aquello; ésas fueron las gracias por haberle procurado una entrada gratis. Lo que contó el agente tenía su gracia, pero enturbiada por un fondo de malicia y de burla. -Desde arriba todo se veía oscuro -dijo el agente-. Pero luego empezó el hechizo, la gran representación: «El Juicio final en escena». Los acomodadores se presentaron en las puertas, y todos los espectadores hubieron de exhibir su certificado de conducta, a la vista del cual se decidía si entrarían con las manos libres o atadas, con mordaza o sin ella. Los caballeros y damas que llegaban una vez empezada la función, así como los jóvenes que nunca sabían ser puntuales, fueron atados fuera de la sala y se les pusieron zapatillas de fieltro; con ellas y con una mordaza se les permitiría entrar antes de que comenzase el siguiente acto. Y entonces se representa el Juicio final. -¡Pura bellaquería! -dijo la tía-. Que Dios no se la tome en cuenta. El pintor, si quería subir al cielo, tenía que subir por una escalera pintada por él mismo y en la que no se sostenía un pie humano. Era un pecado contra la perspectiva. Todos los edificios y plantas que el tramoyista había situado con gran sudor y esfuerzo en países que no les correspondían, hubo de trasladarlos el pobre hombre a los lugares debidos, y eso antes de que cantara el gallo, si quería entrar en el cielo. Mejor haría el señor Fabs en preocuparse de que lo dejaran entrar a él, en lugar de contar tantos chismes de los personajes de la tragedia y de la comedia, del canto y del baile. No era digno de ir al telar, y la tía no repetiría nunca sus palabras. Fabs decía que lo había anotado todo, pero que no lo imprimirían hasta que estuviese muerto y enterrado, pues no quería que lo desollaran vivo. Una sola vez pasó la tía un gran miedo y angustia en su templo de la bienaventuranza. Fue un día de invierno, uno de esos días en que no hay más que dos horas de luz bajo el cielo gris. El frío era horrible, con una ventisca atroz; pero la tía no pudo faltar a la función. Representaban «Hermann von Unna», con una breve ópera y un «ballet»; un prólogo y un epílogo; la cosa terminaría tarde. La tía pidió prestados a su patrona unos zapatos de piel: piel por fuera y por dentro, que le subían hasta las pantorrillas. Llegó a la sala, entró en su palco; los zapatos eran calientes, y no se los quitó. De pronto se oyó la voz de «¡fuego!». Salía humo de uno de los bastidores y bajaba del telar. Originóse una alarma espantosa; la gente se echó a correr hacia las puertas, y la tía se quedó la última en el palco. -Segunda fila izquierda, desde allí es de donde mejor se ven las decoraciones -decía-; las colocan de manera que produzcan el mejor efecto vistas desde el palco real. La tía quiso salir, pero los que la precedían, en su miedo y atolondramiento habían dejado cerrarse la puerta. Y allí quedó la mujer sin poder ir hacia fuera ni hacia dentro, es decir, que tampoco podía pasar al palco vecino, pues la mampara intermedia era demasiado alta. Gritó, pero no la oyeron; miró a la fila inferior de palcos; estaba desierta, era baja, y la separaba de ella muy poca distancia. El terror la volvió joven y ágil; se dispuso a saltar, puso una pierna encima de la barandilla, la otra sobre el banco y allí se quedó a horcajadas, con el vestido de flores y una pierna tambaleándose, calzada con el enorme zapato de piel. ¡Un espectáculo digno de ver! Al final la vieron y la oyeron, y se salvó del fuego, que, por lo demás, no pasó a mayores. Aquella noche fue la más memorable de su vida; y estaba contenta de no haberse visto a sí misma, pues se habría muerto de vergüenza. Su protector, el señor Sivertsen, acudía a su casa con toda regularidad los domingos. Pero de domingo a domingo van muchos días, y se estableció la costumbre de que a mitad de semana una niña iba «para los restos», o sea, para comer lo que había sobrado de la comida del domingo. Era una muchacha del «ballet», que pasaba bastante hambre y actuaba de duendecillo o de paje. Su papel más difícil era el de pata trasera del león en la «Flauta encantada»; poco a poco fue ascendiendo hasta el de pata delantera, por lo que cobraba no más de tres marcos, mientras que por las traseras pagaban un escudo, pero en cambio el actor tenía que andar encorvado y no respiraba aire puro. Saber todo eso resultaba muy interesante, en opinión de la tía. Valía la pena vivir mientras existiese el teatro, pero no le fue concedido este privilegio. Ni tampoco el de morir en el teatro, sino que cerró los ojos digna y decentemente en su propio lecho. Sin embargo, sus últimas palabras fueron muy significativas, pues preguntó: -¿Qué representan mañana? A su muerte dejó unos quinientos escudos; lo deducimos de los intereses, que se elevaban a veinte escudos. La tía los había dejado en herencia a una respetable solterona sin familia, a condición de invertirlos en el abono anual a una butaca de la segunda fila izquierda y en funciones de sábado noche, que era cuando se daban las mejores obras. Una sola obligación se estipulaba para la heredera: que cada sábado por la noche recordase a la tía que reposaba en la sepultura. Tal era la religión de mi tía.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La última perla
Cuento infantil
Era una casa rica, una casa feliz; todos, señores, criados e incluso los amigos eran dichosos y alegres, pues acababa de nacer un heredero, un hijo, y tanto la madre como el niño estaban perfectamente. Se había velado la luz de la lámpara que iluminaba el recogido dormitorio, ante cuyas ventanas colgaban pesadas cortinas de preciosas sedas. La alfombra era gruesa y mullida como musgo; todo invitaba al sueño, al reposo, y a esta tentación cedió también la enfermera, y se quedó dormida; bien podía hacerlo, pues todo andaba bien y felizmente. El espíritu protector de la casa estaba a la cabecera de la cama; se diría que sobre el niño, reclinado en el pecho de la madre, se extendía una red de rutilantes estrellas, cada una de las cuales era una perla de la felicidad. Todas las hadas buenas de la vida habían aportado sus dones al recién nacido; brillaban allí la salud, la riqueza, la dicha y el amor; en suma, todo cuanto el hombre puede desear en la Tierra. -Todo lo han traído -dijo el espíritu protector. -¡No! –se oyó una voz cercana, la del ángel custodio del niño-. Hay un hada que no ha traído aún su don, pero vendrá, lo traerá algún día, aunque sea de aquí a muchos años. Falta aún la última perla. -¿Falta? Aquí no puede faltar nada, y si fuese así hay que ir en busca del hada poderosa. ¡Vamos a buscarla! -¡Vendrá, vendrá! Hace falta su perla para completar la corona. -¿Dónde vive? ¿Dónde está su morada? Dímelo, iré a buscar la perla. -Tú lo quieres -dijo el ángel bueno del niño-, yo te guiaré dondequiera que sea. No tiene residencia fija, lo mismo va al palacio del Emperador como a la cabaña del más pobre campesino; no pasa junto a nadie sin dejar huella; a todos les aporta su dádiva, a unos un mundo, a otros un juguete. Habrá de venir también para este niño. ¿Piensas tú que no todos los momentos son iguales? Pues bien, iremos a buscar la perla, la última de este tesoro. Y, cogidos de la mano, se echaron a volar hacia el lugar donde a la sazón residía el hada. Era una casa muy grande, con oscuros corredores, cuartos vacíos y singularmente silenciosa; una serie de ventanas abiertas dejaban entrar el aire frío, cuya corriente hacía ondear las largas cortinas blancas. En el centro de la habitación se veía un ataúd abierto, con el cadáver de una mujer joven aún. Lo rodeaban gran cantidad de preciosas y frescas rosas, de tal modo que sólo quedaban visibles las finas manos enlazadas y el rostro transfigurado por la muerte, en el que se expresaba la noble y sublime gravedad de la entrega a Dios. Junto al féretro estaban, de pie, el marido y los niños, en gran número; el más pequeño, en brazos del padre. Era el último adiós a la madre; el esposo le besó la mano, seca ahora como hoja caída, aquella mano que hasta poco antes había estado laborando con diligencia y amor. Gruesas y amargas lágrimas caían al suelo, pero nadie pronunciaba una palabra; el silencio encerraba allí todo un mundo de dolor. Callados y sollozando, salieron de la habitación. Ardía un cirio, la llama vacilaba al viento, envolviendo el rojo y alto pabilo. Entraron hombres extraños, que colocaron la tapa del féretro y la sujetaron con clavos; los martillazos resonaron por las habitaciones y pasillos de la casa, y más fuertemente aún en los corazones sangrantes. -¿Adónde me llevas? -preguntó el espíritu protector-. Aquí no mora ningún hada cuyas perlas formen parte de los dones mejores de la vida. -Pues aquí es donde está, ahora, en este momento solemne -replicó el ángel custodio, señalando un rincón del aposento; y allí, en el lugar donde en vida la madre se sentara entre flores y estampas, desde el cual, como hada bienhechora del hogar había acogido amorosa al marido, a los hijos y a los amigos, y desde donde, cual un rayo de sol, había esparcido la alegría por toda la casa, como el eje y el corazón de la familia, en aquel rincón había ahora una mujer extraña, vestida con un largo y amplio ropaje: era la Aflicción, señora y madre ahora en el puesto de la muerta. Una lágrima ardiente rodó por su seno y se transformó en una perla, que brillaba con todos los colores del arco iris. La recogió el ángel, y entonces, adquirió el brillo de una estrella de siete matices. -La perla de la aflicción, la última, que no puede faltar. Realza el brillo y el poder de las otras. ¿Ves el resplandor del arco iris, que une la tierra con el cielo? Con cada una de las personas queridas que nos preceden en la muerte, tenemos en el cielo un amigo más con quien deseamos reunirnos. A través de la noche terrena miramos las estrellas, la última perfección. Contémplala, la perla de la aflicción; en ella están las alas de Psique, que nos levantarán de aquí.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La vela de sebo
Cuento infantil
Hervía y bullía mientras el fuego llameaba bajo de la olla, era la cuna de la vela de sebo, y de aquella cálida cuna brotó la vela entera, esbelta, de una sola pieza y un blanco deslumbrante, con una forma que hizo que todos quienes la veían pensaran que prometía un futuro luminoso y deslumbrante; y que esas promesas que todos veían, habrían de mantenerse y realizarse. La oveja, una preciosa ovejita, era la madre de la vela, y el crisol era su padre. De su madre había heredado el cuerpo, deslumbrantemente blanco, y una vaga idea de la vida; y de su padre había recibido el ansia de ardiente fuego que atravesaría médula y hueso… y fulguraría en la vida. Sí, así nació y creció cuando con las mayores, más luminosas expectativas, así se lanzó a la vida. Allí encontró a otras muchas criaturas extrañas, a las que se juntó; pues quería conocer la vida y hallar tal vez, al mismo tiempo, el lugar dónde más a gusto pudiera sentirse. Pero su confianza en el mundo era excesiva; este solo se preocupaba por sí mismo, nada en absoluto por la vela de sebo; pues era incapaz de comprender para qué podía servir, por eso intentó usarla en provecho propio y cogió la vela de forma equivocada, los negros dedos llenaron de manchas cada vez mayores el límpido color de la inocencia, que al poco desapareció por completo y quedó totalmente cubierto por la suciedad del mundo que la rodeaba, había estado en un contacto demasiado estrecho con ella, mucho más cercano de lo que podía aguantar la vela, que no sabía distinguir lo limpio de lo sucio… pero en su interior seguía siendo inocente y pura. Vieron entonces sus falsos amigos que no podían llegar hasta su interior, y furiosos tiraron la vela como un trasto inútil. Y la negra cáscara externa no dejaba entrar a los buenos, que tenían miedo de ensuciarse con el negro color, temían llenarse de manchas también ellos… de modo que no se acercaban. La vela de sebo estaba ahora sola y abandonada, no sabía qué hacer. Se veía rechazada por los buenos y descubría también que no era más que un objeto destinado a hacer el mal, se sintió inmensamente desdichada porque no había dedicado su vida a nada provechoso, que incluso, tal vez, había manchado de negro lo mejor que había en torno suyo, y no conseguía entender por qué ni para qué había sido creada, por qué tenía que vivir en la tierra, quizá destruyéndose a sí misma y a otros. Más y más, cada vez más profundamente reflexionó, pero cuanto más pensaba, tanto mayor era su desánimo, pues a fin de cuentas no conseguía encontrar nada bueno, ningún sentido auténtico en su existencia, ni lograba distinguir la misión que se le había encomendado al nacer. Era como si su negra cubierta hubiera velado también sus ojos. Mas apareció entonces una llamita: un mechero; este conocía a la vela de sebo mejor que ella misma; porque el mechero veía con toda claridad -a través incluso de la cáscara externa- y en el interior vio que era buena; por eso se aproximó a ella, y luminosas esperanzas se despertaron en la vela; se encendió y su corazón se derritió. La llama relució como una alegre antorcha de esponsales, todo estaba iluminado y claro a su alrededor, e iluminó al camino para quienes la llevaban, sus verdaderos amigos… que felices buscaban ahora la verdad ayudados por el resplandor de la vela. Pero también el cuerpo tenía fuerza suficiente para alimentar y dar vida al llameante fuego. Gota a gota, semillas de una nueva vida caían por todas partes, descendiendo en gotas por el tronco cubierto con sus miembros: suciedad del pasado. No eran solamente producto físico, también espiritual de los esponsales. Y la vela de sebo encontró su lugar en la vida, y supo que era una auténtica vela que lució largo tiempo para alegría de ella misma y de las demás criaturas. FIN Traducción de Enrique Bernárdez Agradecemos a Mª del Valle López Arroyo su aportación de este cuento a la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La vieja losa sepulcral
Cuento infantil
En una pequeña ciudad, toda una familia se hallaba reunida, un atardecer de la estación en que se dice que «las veladas se hacen más largas», en casa del propietario de una granja. El tiempo era todavía templado y tibio; habían encendido la lámpara, las largas cortinas colgaban delante de las ventanas, donde se veían grandes macetas, y en el exterior brillaba la luna; pero no hablaban de ella, sino de una gran piedra situada en la era, al lado de la puerta de la cocina, y sobre la cual las sirvientas solían colocar la vajilla de cobre bruñida para que se secase al sol, y donde los niños gustaban de jugar. En realidad era una antigua losa sepulcral. -Sí -decía el propietario-, creo que procede de la iglesia derruida del viejo convento. Vendieron el púlpito, las estatuas y las losas funerarias. Mi padre, que en gloria esté, compró varias, que fueron cortadas en dos para baldosas; pero ésta sobró, y ahí la dejaron en la era. -Bien se ve que es una losa sepulcral -dijo el mayor de los niños-. Aún puede distinguirse en ella un reloj de arena y un pedazo de un ángel; pero la inscripción está casi borrada; sólo queda el nombre de Preben y una S mayúscula detrás; un poco más abajo se lee Marthe. Es cuanto puede sacarse, y aún todo eso sólo se ve cuando ha llovido y el agua ha lavado la piedra. -¡Dios mío, pero si es la losa de Preben Svane y de su mujer! -exclamó un hombre muy viejo; por su edad hubiera podido ser el abuelo de todos los reunidos en la habitación-. Sí, aquel matrimonio fue uno de los últimos que recibieron sepultura en el cementerio del antiguo convento. Era una respetable pareja de mis años mozos. Todos los conocían y todos los querían; eran la pareja más anciana de la ciudad. Corría el rumor de que poseían más de una tonelada de oro, y, no obstante, vestían con gran sencillez, con prendas de las telas más bastas, aunque siempre muy aseados. Formaban una simpática pareja de viejos, Preben y su Marta. Daba gusto verlos sentados en aquel banco de la alta escalera de piedra de la casa, bajo las ramas del viejo tilo, saludando y gesticulando, con su expresión amable y bondadosa. En caritativos no había quien les ganara; daban de comer a los pobres y los vestían, y ejercían su caridad con delicadeza y verdadero espíritu cristiano. La mujer murió la primera; recuerdo muy bien el día. Era yo un chiquillo y estaba con mi padre en casa del viejo Preben, cuando su esposa acababa de fallecer; el pobre hombre estaba muy emocionado, y lloraba como un niño. El cadáver se hallaba aún en el dormitorio contiguo; Preben habló a mi padre y a varios vecinos de lo solo que iba a encontrarse en adelante, de lo buena que ella había sido, de los muchos años que habían vivido juntos y de cómo se habían conocido y enamorado. Yo era muy niño, como he dicho, me limitaba a escuchar; pero me causó una enorme impresión oír al viejo y ver como iba animándose poco a poco y le volvían los colores a la cara al contar sus días de noviazgo, y cuán bonita había sido ella, y los inocentes ardides de que él se había valido para verla. Y nos habló también del día de la boda; sus ojos se iluminaron, y el buen hombre revivió aquel tiempo feliz… y he aquí que ahora yacía ella muerta en el aposento contiguo, y él, viejo también, hablando del tiempo de la esperanza… sí, así van las cosas. Entonces era yo un niño, y hoy soy viejo, tan viejo como Preben Svane. Pasa el tiempo y todo cambia. Me acuerdo muy bien del entierro; el viejo Preben seguía detrás del féretro. Pocos años antes, el matrimonio había mandado esculpir su losa sepulcral, con la inscripción y los nombres, todo excepto el año de la muerte; al atardecer transportaron la piedra y la aplicaron sobre la tumba… para volver a levantarla un año más tarde, cuando el viejo Preben fue a reunirse con su esposa. No dejaron el tesoro del que hablaba la gente; lo que quedó fue para una familia que residía muy lejos y de la que nadie sabía la menor cosa. La casa de entramado de madera, con el banco en lo alto de la escalera de piedra bajo el tilo, fue derribada por orden de la autoridad; era demasiado vieja y ruinosa para dejarla en pie. Más tarde, cuando la iglesia conventual corrió la misma suerte, y fue cerrado el cementerio, la losa sepulcral de Preben y su Marta fue a parar, como todo lo demás de allí, a manos de quien quiso comprarlo, y ha querido el azar que esta piedra no haya sido rota a pedazos y usada para baldosa, sino que se ha quedado en la era, lugar de juego para los niños, plataforma para la vajilla fregada de las sirvientas. La carretera empedrada pasa hoy por encima del lugar donde descansan el viejo Preben y su mujer. ¿Quién se acuerda ya de ellos? Y el anciano meneó la cabeza melancólicamente. -¡Olvidados! Todo se olvida -concluyó. Y entonces se empezó a hablar de otras cosas; pero el muchachito, un niño de grandes ojos serios, se había subido a una silla y miraba a la era, donde la luna enviaba su blanca luz a la vieja losa, aquella piedra que antes le pareciera siempre vacía y lisa, pero que ahora yacía allí como una hoja entera de un libro de Historia. Todo lo que el muchacho acaba de oír acerca de Preben y su mujer vivía en aquella losa; y él la miraba, y luego levantaba los ojos hacia la clara luna, colgada en el alto cielo purísimo; era como si el rostro de Dios brillase sobre la Tierra. -¡Olvidado! Todo se olvida -se oyó en el cuarto, y en el mismo momento un ángel invisible besó al niño en el pecho y en la frente y le murmuró al oído: – ¡Guarda bien la semilla que te han dado, guárdala hasta el día de su maduración! Por ti, hijo mío, esta inscripción borrada, esta losa desgastada por la intemperie, resucitará en trazos de oro para las generaciones venideras. El anciano matrimonio volverá a recorrer, cogido del brazo, las viejas calles, y se sentará de nuevo, sonriente y con rojas mejillas, en la escalera bajo el tilo, saludando a ricos y pobres. La semilla de esta hora germinará a lo largo de los años, para transformarse en un florido poema. Lo bueno y lo bello no cae en el olvido; sigue viviendo en la leyenda y en la canción.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
La Virgen de los Ventisqueros
Cuento infantil
1. El pequeño Rudi Los voy a llevar a Suiza. Vean estas magníficas montañas, con los sombríos bosques que se encaraman por las abruptas laderas; suban a los deslumbrantes campos de nieve y bajen a las verdes praderas, cruzadas por impetuosos torrentes, que corren raudos como si temiesen no llegar a tiempo para desaparecer en el mar. El sol quema en el fondo de los valles, centellea también en las espesas masas de nieve, que con los años se solidifican en deslumbrantes bloques de hielo, se desprenden vertiginosos aludes, y se amontonan en grandes ventisqueros. Dos de éstos se extienden por las amplias gargantas rocosas situadas al pie del Schreckhorn y del Wetterhorn, junto a la aldea de Grindelwald. Su situación es tan pintoresca, que durante los meses de verano atrae a muchos forasteros, procedentes de todos los países del mundo. Suben durante horas y horas desde los valles profundos, y, a medida que se elevan, el valle va quedando más y más al fondo, y lo contemplan como desde la barquilla de un globo. En las cumbres suelen amontonarse las nubes, como gruesas y pesadas cortinas que cubren la montaña, mientras abajo, en el valle, salpicado de pardas casas de madera, brilla todavía algún rayo de sol que hace resplandecer el verdor del prado como si fuera transparente. El agua se precipita, rugiendo, monte abajo, o desciende mansa, con un leve murmullo; se dirían ondeantes cintas de plata prendidas a la roca. A ambos lados del camino se alzan casas de troncos, cada una con su pequeño campo de patatas, bien necesario por cierto, pues detrás de la puerta hay muchas bocas, un tropel de chiquillos que las comen con excelente apetito. Salen a montones de todas las casas, y rodean a los viajeros, ya lleguen a pie o en coche. Ejércitos de niños se alinean en los caminos para ofrecer a los forasteros lindas casitas talladas en madera, reproducción en miniatura de las que se encuentran en aquellas montañas. Llueva o luzca el sol, jamás falta el enjambre de niños con sus mercancías. Hace cosa de treinta años se veía por allí de vez en cuando un niño, siempre aislado de los otros, que, como ellos, ofrecía sus productos a los turistas. Su rostro era extraordinariamente serio, y sus manitas agarraban con fuerza su caja de madera, como dispuesto a no soltarla jamás. Mas precisamente la gravedad del rapaz, llamaba a menudo la atención de los turistas, y no era raro que realizara buenos negocios, sin saber él mismo por qué. Monte arriba vivía su abuelo materno, artífice de aquellas primorosas casitas, y en su cuarto había un viejo armario repleto de obras de talla de todas clases. Había allí cascanueces, cuchillos, tenedores y estuches con bonitos adornos de hojas y animales…; en fin, había cuanto puede deleitar a los ojos infantiles; pero lo que con mayor avidez miraba el pequeño Rudi -que tal era su nombre- era la vieja escopeta que colgaba de las vigas y que, según decía el abuelo, algún día sería suya; pero antes debía crecer y hacerse fuerte y robusto. Pese a su poca edad, se confiaba ya al niño el cuidado de las cabras, y si una de las cualidades de un buen cabrero consiste en competir con las reses en el arte de trepar, no cabe duda de que Rudi era un buen pastor. Incluso las aventajaba, pues una de sus diversiones consistía en cazar nidos de aves en las copas de los altos árboles. Era atrevido y resuelto, pero sólo se le veía sonreír cuando se hallaba ante la rugiente catarata o cuando oía rodar el alud. Nunca jugaba con los demás niños; sólo se reunía con ellos cuando su abuelo lo enviaba abajo a vender, ocupación que no era muy de su agrado. Prefería vagar sin rumbo fijo por las montañas o permanecer sentado junto al abuelo, escuchando sus narraciones de los tiempos pasados y de las gentes del país de Meiringen, donde el viejo había nacido. Según se decía, esas gentes no eran nativas del país, sino que habían inmigrado en época relativamente reciente. Habían venido de allá del Norte, del país donde viven los suecos. Oyendo al abuelo contar estas cosas, Rudi se iba instruyendo; pero aún era más valioso lo que aprendía de los animales domésticos que compartían su vivienda. Había en la casa un gran perro, llamado Ayola, que había sido del padre de Rudi, y un gato. Por éste último sentía el niño un afecto particular, pues él era quien le había enseñado a trepar por las rocas. -Vente conmigo al tejado -le había dicho el gato, en lenguaje perfectamente claro e inteligible; pues cuando se es niño y no se sabe hablar todavía, se entiende a los pollos y a los patos, a los gatos y a los perros; se les entiende con la misma claridad que al padre y a la madre; sólo que hace falta ser muy pequeñín. Hasta el bastón del abuelo puede entonces relinchar y transformarse en caballo, con cabeza, patas y cola. Algunos niños tardan más que los otros en perder esta facultad, y se dice de ellos que son muy atrasados, que su desarrollo es muy lento. ¡Tantas cosas se dicen! -¡Ven conmigo, Rudi, ven conmigo al tejado! -fue una de las primeras cosas que dijo el gato, y que Rudi entendió-. El peligro de caerse es pura imaginación. Nunca se cae si no se tiene miedo. Ven, pon una patita así, la otra así. Pon las patitas delanteras una delante de la otra. Abre bien los ojos y sé ligero. Si hay una grieta, salta por encima y agárrate fuerte; mira cómo lo hago yo. Y Rudi le imitaba. Por eso estaban con frecuencia juntos en el tejado, y él se subía a las copas de los árboles y los altos bordes de las peñas, adonde no iba el gato. -¡Más arriba, más arriba! -decían los árboles y los arbustos-. ¡Mira cómo nos encaramamos nosotros, y a qué altura llegamos, y con qué seguridad nos sostenemos en las puntas más empinadas de las rocas! Y Rudi trepaba a la cumbre de la montaña, muchas veces antes de que le dieran los primeros rayos del sol, y allí tomaba su primer refrigerio matinal, el aire puro y confortante de la montaña, una bebida que sólo Dios sabe preparar. He aquí la receta: mézclese el fresco aroma de las hierbas de montaña con la menta y el tomillo de los valles. Lo que el aroma tiene de pesado, lo absorben las nubes suspendidas en la atmósfera para verterlo luego sobre los bosques vecinos; pero la esencia sutil del perfume se convierte en aire, ligero y puro, cada vez más puro. Aquélla era la bebida matinal de Rudi. Los rayos del sol, los hijos del astro que nos traen sus bendiciones, besaban las mejillas del niño, y el vértigo, que merodeaba por aquellos parajes acechándolo, no se atrevía a acercarse a él. Las golondrinas de la casa del abuelo, que formaban allá abajo no menos de siete nidos, volaban hasta él y las cabras, trinando alegremente: «¡A mí y a ti, a ti y a mí!». Traían saludos de la casa, incluso de las dos gallinas, las únicas aves con quien Rudi no mantenía relaciones. Aunque era muy pequeño, había corrido ya bastante mundo. Nacido en el cantón de Wallis, lo habían traído del lado de acá de las montañas. Más tarde había ido a pie hasta la cascada cercana, que, bajando de la Jungfrau, ese pico deslumbrante cubierto de nieves perpetuas, flota en el aire como un velo de plata. También había estado en el gran glaciar de Grindelwald, pero ésta fue una triste historia, pues su madre había encontrado allí la muerte. – Allí terminó la alegría de Rudi -decía el abuelo- En sus primeros años estaba siempre sonriente, y no sabía lo que era llorar, según escribía su madre, pero desde el día en que cayó en la grieta del glaciar, su carácter había cambiado. Por lo demás, al abuelo no le gustaba hablar de aquel episodio, pero todas las gentes de la montaña lo conocían. He aquí cómo fue: El padre de Rudi era postillón; el perrazo de la casa lo había acompañado regularmente en sus viajes al lago de Ginebra pasando por el Simplón. En el Valle del Ródano, en el Valais, vivía aún la familia de Rudi por línea paterna. El hermano de su padre era un gran cazador de gamos y un guía muy conocido. Rudi tenía un año cuando perdió a su padre, y su madre decidió volverse con su hijito al Oberland bernés, a vivir con su padre, que habitaba a unas horas de Grindelwald; era tallista de madera, y con su trabajo se ganaba lo suficiente para sustentarse. En junio partió la madre con su pequeño, en compañía de dos cazadores de gamos, tomando por la ruta del Gemmi, la distancia más corta hasta su tierra. Habían recorrido ya la mayor parte del camino y salvado la cresta de la montaña eternamente nevada; veían ya el valle natal y distinguían sus diseminadas casas de madera, tan conocidas; sólo faltaba salvar un gran ventisquero. Estaba cubierto de nieve recién caída y debajo de ésta se ocultaba una grieta, que aunque no era muy profunda, pues le faltaba mucho para llegar hasta el suelo, donde se oye murmurar el agua, bastaba para cubrir a un hombre. La joven mujer, con su hijo en brazos, resbaló y desapareció en la grieta. Al principio no se oyó ni un grito, ni un suspiro; pero pronto pudo percibirse el llanto de un niño. Pasó más de una hora antes de que los dos acompañantes pudieran traer cuerdas y pértigas de la casa más próxima, para intentar el salvamento; y después de ímprobos esfuerzos izaron a la superficie dos cuerpos al parecer, cadáveres. Los hombres hicieron cuanto pudieron, y lograron reanimar al niño, mas no a la madre. Llevaron al pequeño a su abuelo, el cual lo crió lo mejor que supo: pero el muchacho ya no era alegre y risueño, como había dicho su madre. Sin duda su carácter había cambiado en la grieta, aquel maravilloso mundo de hielo donde, según cree el campesino suizo, están encerradas las almas de los condenados hasta el día del juicio. Este mundo es como un río impetuoso, que hubiera quedado petrificado y comprimido en verdes bloques de cristal, con las masas de hielo amontonadas unas sobre otras. Por el fondo fluye precipitadamente la corriente originada por la fusión de la nieve y el hielo. En la superficie hay profundos agujeros y enormes grietas, y el conjunto forma un encantado palacio de cristal en cuyo interior mora la Virgen de los Ventisqueros, la reina de este mundo helado. Esta reina, que se goza en matar y destruir, es hija del aire y señora poderosa del río; por eso puede subir con la rapidez del gamo a las cumbres más altas de la nevada sierra, donde los más audaces montañeros, para afianzar el pie, tienen que excavar peldaños en el hielo. Flota por encima de las finas ramas de los abetos, baja veloz hasta el río y salta en él de roca en roca, envuelta en su ondeante y nívea cabellera y en su manto verdeazulado, que brilla y centellea como las aguas de los profundos lagos. «¡Detente, déjalo, es mío! -gritaba cuando sacaban al niño de la hendidura-. Me han robado un hermoso niño, un niño al que había besado, pero aún no con el beso de la muerte. Ahora vuelve a estar entre los hombres, guardando las cabras en la montaña, arriba, siempre arriba. Se aparta de los demás, pero no de mí. ¡Es mío y lo cogeré! ». Y pidió al Vértigo que le trajera al muchacho: Era verano, y allá en los prados, donde crece la menta crespa, el aire era demasiado bochornoso para la Virgen de los Ventisqueros. El Vértigo obedeció. Vino uno, o, mejor dicho, tres, pues el Vértigo tiene una caterva de hermanos: unos viven al aire libre, en plena Naturaleza, y otros en los edificios; se sientan en las barandillas de las escaleras y en las balaustradas de las torres, corren como ardillas por los bordes de las rocas, saltan desde allí al vacío, flotan en el aire como el nadador en el agua y atraen a sus víctimas, situadas a un paso del abismo. Tanto la Virgen de los Ventisqueros como el Vértigo atacan a los humanos, del mismo modo que el pólipo se agarra a todo lo que se mueve a su alcance. Entre la multitud de Vértigos, la Virgen eligió al más fuerte para que se apoderase de Rudi. -¡No es poco lo que me pides! -dijo el Vértigo-. A éste no puedo cogerlo, ese maldito gato lo adiestró en sus artes. Además, este hijo de los hombres parece estar protegido por un poder que me rechaza. No consigo alcanzar al chiquillo por mucho que, cogido de una rama, se columpie sobre el abismo, aunque, le haga cosquillas en las plantas de los pies o le envíe mi aliento al rostro. ¡No puedo con él! -Pues podremos -dijo la Virgen-, tú o yo; ¡si, yo, yo! -¡No, no! -se oyó, como si fuera el eco de las campanas de la iglesia. Pero era un canto, eran palabras verdaderas, era el coro armonioso de otros espíritus naturales más clementes, amorosos y bondadosos; las hijas de los rayos del sol. Todas las noches se disponen en círculo en las cumbres montañosas y extienden sus rosadas alas, cuyo rojo resplandor va intensificándose a medida que el astro se oculta bajo el horizonte. Los altos prados naturales brillan con el «arrebol alpestre», que así lo llaman los hombres. Luego, cuando el sol se ha puesto, se refugian en las puntas de las rocas y en la blanca nieve, donde se echan a dormir, hasta que reaparecen con la aurora. Sienten particular preferencia por las flores, las mariposas y los seres humanos, y entre éstos habían hecho a Rudi objeto de especial predilección. «¡No lo cogerán, no lo cogerán!», cantaban. -¡Otros mayores y más fuertes han caído en mis manos! -respondía la Virgen de los Ventisqueros. Cantaron entonces las hijas del sol una canción acerca del caminante a quien el huracán había arrebatado el manto y lo arrastraba a velocidad vertiginosa. «El viento se llevó la envoltura, mas no al hombre. Pueden cogerlo, hijos de la fuerza bruta, pero no retenerlo; es más fuerte, más espiritual que nosotras mismas. Sube a mayor altura que el sol, nuestro padre; conoce la palabra mágica que ata al viento y al agua y hace que lo sirvan y obedezcan. Ustedes no hacen sino disolver el elemento que lo atrae hacia abajo, y así sólo conseguís que se eleve cada vez más alto. Tal era lo que cantaba el dulce coro, cuya voz resonaba como el eco de las campanas. Y cada mañana los rayos del sol llegaban hasta el niño a través de la única ventanuca de la choza del abuelo, y lo besaban para derretir, caldear y destruir aquellos otros besos que le había dado la Virgen de los Ventisqueros cuando lo tuvo en el regazo de su madre muerta, en la profunda sima, de la que sólo un milagro pudo salvarlo. 2. Viaje a la nueva patria Rudi tenía ya 8 años. Su tío del Valle del Ródano, allá en la vertiente opuesta de la cordillera, llamó al muchachito, diciendo que él tenía más posibilidades de instruirlo y abrirle camino en la vida. El abuelo comprendió la verdad de aquellas razones y no se opuso al proyecto. Rudi tenía que partir; y no sólo debía despedirse del abuelo, sino también de Ayola, el viejo perro. Tu padre fue postillón, y yo, perro de postas -dijo Ayola-. Mucho viajamos por esos mundos de Dios, y yo conozco a los perros y los hombres de allende las montañas. Nunca he sido muy hablador, pero como ésta es nuestra última conversación, quiero decirte algunas cosas y contarte una historia que desde hace mucho tiempo llevo en el estómago. No la comprendo, ni tú la comprenderás tampoco, pero no importa, puesto que de ella he sacado una cosa en claro: que en este mundo los destinos de los perros, como los de los hombres, no están muy bien repartidos. No todos han sido creados para reposar en un regazo o para saborear leche. A mi no me acostumbraron a ello, pero he visto un perrito que viajaba en la diligencia ocupando el sitio de una persona. La señora, que era su ama -suponiendo que no fuera el perrito el amo de la señora-, llevaba consigo una botella de leche, que le daba a beber. Le ofreció también mazapán, pero el animalito no se lo podía tragar, por lo que se limitaba a husmearlo, y entonces se lo comía la señora. Yo corría junto al coche, bajo el ardor del sol, hambriento como sólo puede estarlo un perro y rumiando mis propios pensamientos. Aquello no era justo, pero ¡cuántas otras cosas hay que no son justas! ¡Ah, si hubiese podido sentarme en el regazo de una señora y viajar en el coche! Pero eso no depende de uno, o por lo menos yo no lo logré, pese a todos mis ladridos y aullidos. Tal fue el discurso de Ayola, y Rudi cogió al perro por el cuello y le dio un beso en el húmedo hocico. Después levantó en brazos al gato, pero éste se sustrajo a sus caricias. -Eres demasiado fuerte para mí, y contra ti no quiero emplear mis garras. Trepa a las montañas, ya te enseñé a hacerlo. Si nunca piensas en que puedes caerte no hay peligro de que lo hagas. Dichas estas palabras, el gato echó a correr; no quería que Rudi notara que sus ojos brillaban de emoción. Las dos gallinas correteaban por el aposento; una había perdido la cola. Un viajero que se las daba de cazador la tomó por un ave de rapiña y disparó sobre ella. -¡Rudi se va al otro lado de las montañas! -dijo una de las gallinas. -¡Siempre tiene prisa! -respondió la otra-, y no me gustan las escenas de despedida. Y las dos se alejaron con sus saltitos ligeros y apresurados. Dijo también adiós a las cabras, y ellas gritaron: -¡Ven, ven! -y su acento era realmente triste. Dos comarcanos, que eran unos guías excelentes, se disponían a pasar la montaña y habían elegido el camino del Gemmi. Rudi los acompañó a pie, aunque era una marcha agotadora para un chiquillo de su edad; pero se sentía con fuerzas, y nada lo desanimaba. Las golondrinas lo acompañaron un trecho. «¡A mí y a ti, a ti y a mí!», cantaban. El camino cruzaba el Lütschine, que brota, en numerosos arroyuelos, de la negra garganta del glaciar de Grindelwald. Troncos de árboles derribados, que se balanceaban inseguros, y desmoronados bloques de rocas, servían de puente en aquel lugar. Se encontraban encima del bosquecillo de alisos y comenzaban a subir la montaña muy cerca del punto donde el glaciar se desprende de ella. Luego penetraron en el propio ventisquero, caminando por encima de bloques de hielo o contorneándolos. Rudi tan pronto andaba como avanzaba a gatas, y sus ojos brillaban arrobados. Con sus botas claveteadas pisaba tan firme y recio como si quisiera dejar marcadas sus huellas en el camino recorrido. Arriba, siempre arriba; en las alturas, el glaciar se extendía como un mar de témpanos superpuestos y aprisionados entre las rocas cortadas a pico. Rudi pensó por un momento en lo que le habían contado, en que había estado con su madre en una de aquellas gélidas hendeduras, pero no tardó en dirigir sus pensamientos hacía otros objetos. Para él, aquel relato era uno de tantos entre los muchos que había oído. De vez en cuando, los hombres pensaban que aquella incesante subida era demasiado fatigosa para el chiquillo y le tendían la mano, pero él seguía incansable, sosteniéndose sobre el liso hielo tan seguro como un gamo. Llegaron a un terreno rocoso; ora avanzaban por entre desnudas piedras, ora lo hacían por entre bajos abetos, para salir de nuevo a verdes pastizales. El camino variaba a cada momento, ofreciendo siempre nuevas perspectivas a la mirada. En derredor se alzaban cumbres nevadas cuyos nombres Rudi conocía, como los conocían todos los niños de la comarca: Jungfrau, Mönch, Eiger. Jamás había subido tan alto Rudi. A sus pies se extendía un inmenso mar de nieve con sus olas inmóviles, cuyos copos desprendidos se llevaba el viento, lo mismo que se lleva la espuma de las olas del mar. Podría decirse que un glaciar da la mano a otro; cada uno es un palacio de cristal de la Virgen de los Ventisqueros, aquella virgen que se complace en apresar y sepultar. El sol quemaba, y la nieve deslumbrante parecía sembrada de un azulado polvo de diamantes. Innúmeros insectos, principalmente mariposas y abejas, yacían muertas sobre la nieve, en verdaderas masas; habían osado remontarse a excesiva altura, o bien habían sido arrastrados hasta allí por el viento, y habían sucumbido víctimas del intenso frío. Rodeaba al Wetterhorn una nube amenazadora, semejante a un mechón de negra lana, que se hinchaba por momentos y descendía pesadamente: era la precursora del terrible «föhn», el viento que abate todo lo que encuentra por delante. Cuando estallase, pondría de manifiesto su fuerza destructora. Pero Rudi no pensaba en ello: su memoria estaba ocupada por las incidencias del viaje, el campamento donde pernoctaron, el camino del siguiente día, las profundas grietas abiertas por el agua desde mucho atrás en los duros bloques de hielo. Una construcción de piedra, abandonada, que se alzaba en el lado opuesto del mar de nieve, les ofreció un cobijo seguro para la noche. En ella encontraron carbón y ramas de abeto; pronto ardió un buen fuego, y los hombres se sentaron junto a la hoguera, fumando sus pipas y reparando las fuerzas con una bebida caliente y picante que prepararon. Rudi recibió la ración que le correspondía. La conversación giró en torno a la misteriosa naturaleza de las tierras alpinas, de las gigantescas serpientes que pueblan los profundos lagos, de las apariciones nocturnas, los fantasmas que arrebatan a un hombre dormido y lo llevan por el aire, hasta la ciudad de Venecia, que flota milagrosamente sobre el agua; del pastor salvaje que conduce sus negras ovejas a pastar en las cumbres más altas. Nadie lo había visto, es verdad, pero sí se había oído el son de sus cencerros, el lúgubre balar de su rebaño. Rudi escuchaba lleno de curiosidad, pero sin temor alguno, pues no lo conocía; y mientras escuchaba le parecía percibir aquel bramar hueco y fantasmal. Sí, se oía cada vez más fuerte y distinto, los hombres lo oían también; interrumpieron la charla y recomendaron a Rudi que no se durmiese. Era el «föhn», que se acercaba por momentos, el terrible viento tempestuoso que de las montañas se precipita a los valles, arrancando a su paso los árboles cual si fuesen débiles cañas, y transporta las casas de una orilla del río a la opuesta, como nosotros movemos las piezas en un tablero de ajedrez. Hasta una hora más tarde no dijeron a Rudi que había pasado el peligro y podía echarse a dormir, y el chiquillo, fatigado de la jornada, se quedó dormido inmediatamente. A la mañana siguiente partieron de madrugada. El sol mostró al pequeño Rudi nuevas montañas, nuevos glaciares y campos de nieve. Habían franqueado el límite del Valais, y ahora se encontraban en la vertiente opuesta de la montaña que se veía desde Grindelwald; pero aún faltaba mucho para llegar al pueblo a donde iba el pequeño. Otras gargantas, otros prados, otros bosques y rocosos senderos fueron desfilando ante ellos. Pronto encontraron seres humanos, pero, ¡qué hombres eran aquéllos! Todos eran deformes, con caras repugnantemente abultadas y amarillentas, y cuellos que parecían pedazos de carne colgante, pesados y horribles. Eran cretinos, que arrastraban su vida miserable, mirando con ojos inexpresivos a los forasteros que iban de paso. Las mujeres eran las más repulsivas. ¿Serían así los habitantes de la nueva patria de Rudi? 3. El tío En la casa del tío de Rudi las personas -¡loado sea Dios!- eran como las que el niño estaba acostumbrado a ver y tratar. Un solo cretino residía en ella temporalmente; un pobre muchacho idiota, uno de esos pobres abandonados que las familias del Valais mantienen alternativamente, unos meses cada una. El pobre Saperli estaba allí precisamente cuando llegó Rudi. El tío era todavía un robusto cazador, y, además, experto en el oficio de tonelero. Su mujer era una personita vivaracha, de cara de pájaro, ojos de águila y cuello cubierto de vello en toda su longitud. Todo era nuevo para Rudi: vestidos, usos y costumbres, incluso la lengua, si bien su oído infantil tardó muy poco en hacérsela suya. En comparación con la casa del abuelo, se veía en todo un cierto bienestar. El aposento de estar era más espacioso, las paredes estaban adornadas con cuernos de gamo y relucientes escopetas, y sobre la puerta colgaba la imagen de la Virgen María, con frescos rododendros y una lamparilla encendida. Como ya dijimos, el tío era uno de los más diestros cazadores de gamos de la comarca, y, además, el mejor y más experto de sus guías. Todo hacía pensar que Rudi se convertiría muy pronto en el favorito de la casa. Cierto es, empero, que tenía un rival: un viejo perro de caza ciego y sordo, incapaz ya de prestar servicio, pero que en otros tiempos había sido un fiel y activo servidor. Nadie había olvidado el buen comportamiento del animal en sus años jóvenes; por eso seguía formando parte de la familia y tenía el pan asegurado. Rudi acariciaba al perro, pero éste rehuía a los extraños, y el niño lo era aún. Mas no iba a serlo por mucho tiempo, pues muy pronto echó firmes raíces en la casa y en el corazón de sus habitantes. No se está mal aquí en el Valais -decía el tío-. Gamos no faltan; la raza no se extingue, como la de las cabras monteses; y ahora lo pasamos mucho mejor que antaño. Digan lo que quieran del tiempo pasado, el nuestro es mejor. Antes vivíamos como en un saco. Ahora en el saco se ha abierto un boquete, y una corriente de aire fresco sopla en el cerrado valle. Cuando se derrumba lo viejo, siempre aparece algo que es mejor. Los días que le daba por charlar contaba cosas de su juventud, ocurridas cuando su padre estaba aún en posesión de todas sus facultades, cuando el Valais era todavía, como decía él, un saco cerrado y poblado por pobres cretinos. -Pero vinieron los soldados franceses, y éstos eran los médicos que necesitábamos, pues las emprendieron contra los hombres, pero también contra las enfermedades. Son gente entendida en eso de batirse, los franceses. -No hay quien los gane; ¡y tampoco las francesas son mancas! -añadía el tío, riendo y haciendo un guiño a su mujer, francesa de nacimiento-. Cuando hubieron terminado con los hombres, los franceses atacaron a las piedras; cortaron la carretera del Simplón en las rocas, y abrieron un camino, tal, que hoy puedo yo decirle a un niño de tres años: «Vete a Italia sin dejar la carretera». Y el pequeño llegará a Italia si no se separa del camino. Luego entonaba el tío una canción francesa y gritaba un hurra a Napoleón Bonaparte. En casa de su tío, Rudi oyó hablar por vez primera de Francia, de Lyón, la gran ciudad a orillas del Ródano, que el tío había visitado. -Me parece -decía a Rudi -que en pocos años llegarás a ser un buen cazador de gamos; aptitudes no te faltan; y le enseñó a apuntar con la escopeta y a disparar. Durante la estación de caza se lo llevaba a la montaña y le daba a beber sangre caliente de gamo -lo cual, según creencia general en el país, inmuniza a los cazadores contra el vértigo-. Con el tiempo lo fue instruyendo acerca de las laderas por donde suelen producirse aludes, a mediodía o al anochecer, según la acción de los rayos del sol. Lo estimuló a observar bien los gamos y a aprender de ellos la manera de caer de pie y sostenerse después del salto. Cuando en la grieta de la roca no se encontraba un apoyo para el pie, había que utilizar el codo, agarrarse con los músculos de las pantorrillas y los muslos. En caso de necesidad, incluso la cerviz podía servir de punto de apoyo. Los gamos eran listos y colocaban centinelas, pero el cazador debía ser más listo que ellos y tratar de acercarse a ellos a contraviento. Sabía engañarlos de una manera muy divertida: colgaba del bastón su sombrero y su chaqueta, y los animales tomaban el vestido por el hombre. El tío les gastó esta broma un día que salió de caza con Rudi. El rocoso sendero era tan angosto, que apenas podía decirse que existiera, pues se reducía a un reborde casi imperceptible junto al vertiginoso abismo. La nieve estaba allí medio fundida, y la piedra tan desgastada por la erosión, que se desmenuzaba bajo los pies; por eso el tío se tendió cuan largo era y empezó a avanzar a rastras. Cada piedra que se desprendía caía, rebotaba, rodaba y pegaba muchos saltos de roca en roca antes de detenerse en el fondo del tenebroso abismo. A cien pasos detrás del tío estaba Rudi en lo alto de la peña, viendo cómo en el aire, encima del lugar donde se hallaba su tío, un buitre describía lentos círculos, pegando aletazos como para precipitar al abismo aquel gusano que se arrastraba, ávido de convertirlo en carroña para su pitanza. El hombre sólo tenía ojos para el gamo con su cabritilla, visible al otro lado de la sima. Rudi no perdía de vista al ave de rapiña, sabiendo perfectamente lo que quería, el dedo en el gatillo, dispuesto a disparar en el momento crítico. Se aprestó el gamo a saltar, hizo fuego el tío, y el animal cayó mortalmente herido, mientras el cabrito huía a grandes saltos por entre las peñas. La siniestra ave, asustada por el disparo, cambió de dirección, sin que el tío supiera el riesgo que había corrido; después se lo contó Rudi. Iban de regreso contentos como unas Pascuas, cantando el tío una canción de sus años infantiles, cuando de repente se oyó un extraño ruido a no mucha distancia. Miraron a todos lados, y al levantar los ojos vieron que allá en lo alto, en la inclinada ladera rocosa, se alzaba una masa de nieve ondeante, como un lienzo extendido, por debajo del cual sopla el viento. De pronto, aquellas levantadas olas se desplomaron y descompusieron en un torrente de blanca espuma, y se precipitaron con el fragor de un trueno lejano. Era un alud, que bajaba, no sobre Rudi y su tío, pero sí a muy poca distancia de ellos, demasiado poca. -¡Agárrate firme, Rudi! -gritó el hombre-. ¡Agárrate con todas tus fuerzas! Rudi se abrazó al árbol más cercano; el tío trepó por él hasta las ramas y se agarró a ellas, mientras el alud pasaba rodando a muchos metros de los dos; pero la tempestad por él provocada, el torbellino que lo acompañó, quebraba y desgajaba en derredor árboles y arbustos cual si fuesen cañas secas, esparciéndolos en todas direcciones. Rudi fue arrojado violentamente al suelo; el tronco al que se agarró parecía aserrado, y la copa había sido proyectada a un buen trecho de allí. Entre las ramas rotas yacía el tío con la cabeza abierta; la mano estaba aún caliente, pero la cara era irreconocible. Rudi lo miraba, lívido y tembloroso; fue el primer espanto de su vida, la primera vez que conoció lo que era el miedo. Llegó a casa ya bien anochecido con la trágica noticia. Su tía no dijo una palabra ni derramó una lágrima: su dolor no estalló hasta que trajeron el cadáver. El pobre cretino se acostó y no se le vio en todo el día; al atardecer fue en busca de Rudi. -Escríbeme una carta. Saperli no sabe escribir. Pero Saperli puede llevar la carta a correos. -¿Quieres mandar una carta? -preguntó Rudi-. ¿A quién? -A Nuestro Señor Jesucristo. -¿Qué estás diciendo? El idiota, al que llamaban cretino, dirigió al muchacho una mirada conmovedora, y, doblando las manos, dijo con acento solemne y piadoso: -A Jesucristo. ¡Saperli quiere mandarle una carta, quiere pedirle que el muerto en esta casa sea Saperli y no aquel hombre. Rudi le estrechó la mano. -La carta no llegaría. ¡La carta no nos lo puede devolver! Le resultaba difícil al niño explicar a Saperli por qué era imposible aquello. -¡Ahora eres tú el apoyo de esta casa! -le dijo su madre adoptiva. Y Rudi aceptó la carga.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Las aventuras del cardo
Cuento infantil
Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo. Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo. Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo. Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas. -Es la flor de Escocia -dijo-. Figura en el escudo de mi país. Dámela. El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal. La damita puso el cardo en el ojal del joven, quien se sintió muy halagado por ello. Todos los demás habrían cedido muy a gusto la flor respectiva a cambio de aquélla, obsequio de las lindas manos de la señorita escocesa. Y si el hijo de la casa se sentía honrado, ¡qué no se sentiría la planta! Le pareció como si por todos sus tejidos corrieran rocío y rayos de sol. «Resulta, pues, que soy mucho más de lo que pensaba -dijo el cardo para sus adentros-. Mi puesto era dentro del vallado, y no fuera. Es que a veces lo sitúan a uno de modo bien raro en el mundo. Pero ahora al menos tengo uno de los míos del otro lado de la valla, y en un ojal por añadidura». La planta contaba aquel hecho a cada nueva yema que se abría y desplegaba, y no transcurrirían muchos días sin que el cardo se enterase, no por los hombres ni por el parloteo de los pájaros, sino por el propio aire -que recoge y propaga todos los rumores, tanto de las avenidas más apartadas del jardín como de los salones del palacio, cuyas ventanas y puertas están abiertas-, que el joven que recibiera de la linda escocesa la flor de cardo, se había ganado también su corazón y su mano. Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido. «Soy yo quien lo ha hecho» -pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para el ojal-. Y cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento”. «No hay duda de que me trasplantarán al jardín -se decía el cardo-. Tal vez me pongan en una maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor». Y la planta lo deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida: -¡Iré a una maceta! Prometió a cada florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al ojal, que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al tiesto, y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del sol durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la visita de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se alejaban después de tomarla. -¡Banda de ladrones! -exclamó el cardo-. Si pudiese ensartaros… Pero no puedo. Las flores agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas. -Llegáis a punto -dijo el cardo-. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al otro lado de la valla. Unas margaritas inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo todo lo que decía. El viejo asno de la lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero la cuerda era demasiado corta para llegar hasta él. El cardo estuvo tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que acabó creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres figuraban en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran cardo como aquél bien puede tener de cuando en cuando. -A veces ocurre que uno es de buena familia sin saberlo -dijo la ortiga que crecía a su lado; también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada, podía llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas. Pasó el verano y luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores adquirieron colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo jardinero cantaba en el jardín, por encima del vallado: Cuesta abajo y cuesta arriba, así es toda la vida. Los tiernos abetos del bosque recibían las primeras visitas navideñas, a pesar de que faltaba aún mucho para Navidad. Aquello era desesperante. -Y yo sin moverme de aquí – decía el cardo-. Se diría que nadie se acuerda de mí, y, sin embargo, ¿quién, sino yo, hizo el noviazgo? Se prometieron, y hoy hace ocho días se celebró la boda. Pero no voy a ser yo quien dé el primer paso; por lo demás, tampoco podría. Transcurrieron varias semanas. El cardo seguía en el lugar con su última y única flor; era grande y llena, y había brotado muy cerca de la raíz. El viento soplaba ya muy fresco, los colores se esfumaron, la belleza se desvaneció. El cáliz de la flor, grande como una alcachofa, parecía un girasol marchito. Se presentó en el jardín la joven pareja, convertidos ya en marido y mujer, y fueron paseando a lo largo de la valla. La esposa se asomó por encima. -Ahí sigue aún el gran cardo -dijo-. Ya no tiene flores. -Mira, le queda el espectro de la última -observó él señalando el plateado resto de la flor. -También así es bonita -exclamó ella-. Hay que cortarla, la colocaremos en el marco de nuestro retrato. Y el joven tuvo que saltar nuevamente la valla y cortar el cáliz de la flor del cardo. Éste le pinchó el dedo, enfadado porque lo había llamado «espectro». Y la flor entró en el jardín, y luego en el salón del palacio, donde había un cuadro representando a la joven pareja. En el ojal del novio aparecía pintada una flor de cardo. Se habló mucho de esta flor, y también de la otra, la flor postrera de color de plata, cuya imagen sería tallada en el marco. El aire difundió la conversación por toda la comarca. -¡Lo que es la vida! -exclamó el cardo-. Mi primogénita fue a parar al ojal, y la última, al marco. ¿Adónde iré yo? Mientras tanto, el borriquillo, desde el borde del camino, seguía mirándolo de reojo. -Acércate, golosina mía. No puedo ir hasta ti, el ronzal no alcanza. Pero el cardo no respondió, sumido como se hallaba en sus pensamientos. Estuvo cavilando así hasta Navidad, y de su concentración mental nació una flor. -Mientras los hijos lo pasaban bien allá dentro, su madre se resigna a permanecer en el exterior, frente al vallado. -Es un noble pensamiento -dijo el rayo de sol-. También tú tendrás un buen sitio. -¿En la maceta o en el marco? -preguntó el cardo. -¡En un cuento! -respondió el rayo de sol. Aquí lo tienes.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Las cigüeñas
Cuento infantil
Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata. Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa: Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierramás allá del valle y de la alta sierra.Tu mujer se está quieta en el nido,y todos sus polluelos se han dormido.El primero morirá colgado,el segundo chamuscado;al tercero lo derribará el cazadory el cuarto irá a parar al asador. -¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar. -No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, deéjenlos que canten. Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños: -No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata. -¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido. Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez. El primero morirá colgado, el segundo chamuscado. -¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos. -¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo! -¿Y después? -preguntaron los pequeños. -Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece. -Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo. -¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! –les regañól la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas. -¡Ajá! -exclamaron los polluelos. -¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor. -¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos. -No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo. Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal. -Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse. -¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo. Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo. -¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas! -¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos. -¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás. Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí…! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción: ¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra! -¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio. -¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos. -Deéjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana. -Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo. De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país. -Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues. – ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto. Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado. -¡Ahora, la venganza! -dijeron. -¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas. -Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él? -En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro. Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Las flores de la pequeña Ida
Cuento infantil
-¡Mis flores se han marchitado! -exclamó la pequeña Ida. -Tan hermosas como estaban anoche, y ahora todas sus hojas cuelgan mustias. ¿Por qué será esto? -preguntó al estudiante, que estaba sentado en el sofá. Le tenía mucho cariño, pues sabía las historias más preciosas y divertidas, y era muy hábil además en recortar figuras curiosas: corazones con damas bailando, flores y grandes castillos cuyas puertas podían abrirse. Era un estudiante muy simpático. -¿Por qué ponen una cara tan triste mis flores hoy? -dijo, señalándole un ramillete completamente marchito. -¿No sabes qué les ocurre? -respondió el estudiante-. Pues que esta noche han ido al baile, y por eso tienen hoy las cabezas colgando. -¡Pero si las flores no bailan! -repuso Ida. -¡Claro que sí! -dijo el estudiante-. En cuanto oscurece y nosotros nos acostamos, ellas empiezan a saltar y bailar. Casi todas las noches tienen sarao. -¿Y los niños no pueden asistir? -Claro que sí -contestó el estudiante-. Las margaritas y los muguetes muy pequeñitos. -¿Dónde bailan las flores? -siguió preguntando la niña. -¿No has ido nunca a ver las bonitas flores del jardín del gran palacio donde el Rey pasa el verano? Claro que has ido, y habrás visto los cisnes que acuden nadando cuando haces señal de echarles migas de pan. Pues allí hacen unos bailes magníficos, te lo digo yo. -Ayer estuve con mamá -dijo Ida-; pero habían caído todas las hojas de los árboles, ya no quedaba ni una flor. ¿Dónde están? ¡Tantas como había en verano! -Están dentro del palacio -respondió el estudiante-. Has de saber que en cuanto el Rey y toda la corte regresan a la ciudad, todas las flores se marchan corriendo del jardín y se instalan en palacio, donde se divierten de lo lindo. ¡Tendrías que verlo! Las dos rosas más preciosas se sientan en el trono y hacen de Rey y de Reina. Las rojas gallocrestas se sitúan de pie a uno y otro lado y hacen reverencias; son los camareros. Vienen luego las flores más lindas y empieza el gran baile; las violetas representan guardias marinas, y bailan con los jacintos y los azafranes, a los que llaman señoritas. Los tulipanes y las grandes azucenas de fuego son damas viejas que cuidan de que se baile en debida forma y de que todo vaya bien. -Pero -preguntó la pequeña Ida-, ¿nadie les dice nada a las flores por bailar en el palacio real? -El caso es que nadie está en el secreto -, respondió el estudiante-. Cierto que alguna vez que otra se presenta durante la noche el viejo guardián del castillo, con su manojo de llaves, para cerciorarse de que todo está en regla; pero no bien las flores oyen rechinar la cerradura, se quedan muy quietecitas, escondidas detrás de los cortinajes y asomando las cabecitas. «Aquí huele a flores», dice el viejo guardián, «pero no veo ninguna». -¡Qué divertido! -exclamó Ida, dando una palmada-. ¿Y no podría yo ver las flores? -Sí -dijo el estudiante-. Sólo tienes que acordarte, cuando salgas, de mirar por la ventana; enseguida las verás. Yo lo hice hoy. En el sofá había estirado un largo lirio de Pascua amarillo; era una dama de la corte. -¿Y las flores del Jardín Botánico pueden ir también, con lo lejos que está? -Sin duda -respondió el estudiante-, ya que pueden volar, si quieren. ¿No has visto las hermosas mariposas, rojas, amarillas y blancas? Parecen flores, y en realidad lo han sido. Se desprendieron del tallo, y, agitando las hojas cual si fueran alas, se echaron a volar; y como se portaban bien, obtuvieron permiso para volar incluso durante el día, sin necesidad de volver a la planta y quedarse en sus tallos, y de este modo las hojas se convirtieron al fin en alas de veras. Tú misma las has visto. Claro que a lo mejor las flores del Jardín Botánico no han estado nunca en el palacio real, o ignoran lo bien que se pasa allí la noche. ¿Sabes qué? Voy a decirte una cosa que dejaría pasmado al profesor de Botánica que vive cerca de aquí ¿lo conoces, no? Cuando vayas a su jardín contarás a una de sus flores lo del gran baile de palacio; ella lo dirá a las demás, y todas echarán a volar hacia allí. Si entonces el profesor acierta a salir al jardín, apenas encontrará una sola flor, y no comprenderá adónde se han metido. -Pero, ¿cómo va la flor a contarlo a las otras? Las flores no hablan. -Lo que se dice hablar, no -admitió el estudiante-, pero se entienden con signos ¿No has visto muchas veces que, cuando sopla un poco de brisa, las flores se inclinan y mueven sus verdes hojas? Pues para ellas es como si hablasen. -¿Y el profesor entiende sus signos? -preguntó Ida. -Supongo que sí. Una mañana salió al jardín y vio cómo una gran ortiga hacía signos con las hojas a un hermoso clavel rojo. «Eres muy lindo; te quiero», decía. Mas el profesor, que no puede sufrir a las ortigas, dio un manotazo a la atrevida en las hojas que son sus dedos; mas la planta le pinchó, produciéndole un fuerte escozor, y desde entonces el buen señor no se ha vuelto a meter con las ortigas. -¡Qué divertido! -exclamó Ida, soltando la carcajada. -¡Qué manera de embaucar a una criatura! -refunfuñó el aburrido consejero de Cancillería, que había venido de visita y se sentaba en el sofá. El estudiante le era antipático, y siempre gruñía al verle recortar aquellas figuras tan graciosas: un hombre colgando de la horca y sosteniendo un corazón en la mano -pues era un robador de corazones-, o una vieja bruja montada en una escoba, llevando a su marido sobre las narices. Todo esto no podía sufrirlo el anciano señor, y decía, como en aquella ocasión: -¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas! Mas la pequeña Ida encontraba divertido lo que le contaba el estudiante acerca de las flores, y permaneció largo rato pensando en ello. Las flores estaban con las cabezas colgantes, cansadas, puesto que habían estado bailando durante toda la noche. Seguramente estaban enfermas. Las llevó, pues, junto a los demás juguetes, colocados sobre una primorosa mesita cuyo cajón estaba lleno de cosas bonitas. En la camita de muñecas dormía su muñeca Sofía, y la pequeña Ida le dijo: -Tienes que levantarte, Sofía; esta noche habrás de dormir en el cajón, pues las pobrecitas flores están enfermas y las tengo que acostar en la cama, a ver si se reponen. Y sacó la muñeca, que parecía muy enfurruñada y no dijo ni pío; le fastidiaba tener que ceder su cama. Ida acostó las flores en la camita, las arropó con la diminuta manta y les dijo que descansasen tranquilamente, que entretanto les prepararía té para animarlas y para que pudiesen levantarse al día siguiente. Corrió las cortinas en torno a la cama para evitar que el sol les diese en los ojos. Durante toda la velada estuvo pensando en lo que le había contado el estudiante; y cuando iba a acostarse, no pudo contenerse y miró detrás de las cortinas que colgaban delante de las ventanas, donde estaban las espléndidas flores de su madre, jacintos y tulipanes, y les dijo en voz muy queda: -¡Ya sé que esta noche bailarán! Las flores se hicieron las desentendidas y no movieron ni una hoja. Mas la pequeña Ida sabía lo que sabía. Ya en la cama, estuvo pensando durante largo rato en lo bonito que debía ser ver a las bellas flores bailando allá en el palacio real. «¿Quién sabe si mis flores no bailarán también?». Pero quedó dormida enseguida. Despertó a medianoche; había soñado con las flores y el estudiante a quien el señor Consejero había regañado por contarle cosas tontas. En el dormitorio de Ida reinaba un silencio absoluto; la lámpara de noche ardía sobre la mesita, y papá y mamá dormían a pierna suelta. -¿Estarán mis flores en la cama de Sofía? -se preguntó-. Me gustaría saberlo. Se incorporó un poquitín y miró a la puerta, que estaba entreabierta. En la habitación contigua estaban sus flores y todos sus juguetes. Aguzó el oído y le pareció oír que tocaban el piano, aunque muy suavemente y con tanta dulzura como nunca lo había oído. «Sin duda todas las flores están bailando allí», pensó. «¡Cómo me gustaría verlo!». Pero no se atrevía a levantarse, por temor a despertar a sus padres. -¡Si al menos entrasen en mi cuarto! -dijo; pero las flores no entraron, y la música siguió tocando primorosamente. Al fin, no pudo resistir más, aquello era demasiado hermoso. Bajó quedita de su cama, se dirigió a la puerta y miró al interior de la habitación. ¡Dios santo, y qué maravillas se veían! Aunque no había lámpara de ninguna clase, el cuarto estaba muy claro, gracias a la luna, que, a través de la ventana proyectaba sus rayos sobre el pavimento; parecía de día. Los jacintos y tulipanes estaban alineados en doble fila; en la ventana no habla ninguno, los tiestos aparecían vacíos; en el suelo, todas las flores bailaban graciosamente en corro, formando cadena y cogiéndose, al girar, unas con otras por las largas hojas verdes. Sentado al piano se hallaba un gran lirio amarillo, que Ida estaba segura de haber visto en verano, pues recordaba muy bien que el estudiante le había dicho: -¡Cómo se parece a la señorita Line! -y todos se habían echado a reír. Pero ahora la pequeña Ida encontraba que realmente aquella larga flor amarilla se parecía a la citada señorita, pues hacía sus mismos gestos al tocar, y su cara larga y macilenta se inclinaba ora hacia un lado ora hacia el otro, siguiendo con un movimiento de la cabeza el compás de la bellísima música. Nadie se fijó en Ida. Ella vio entonces cómo un gran azafrán azul saltaba sobre la mesa de los juguetes y, dirigiéndose a la cama de la muñeca, descorría las cortinas. Aparecieron las flores enfermas que se levantaron en el acto, haciéndose mutuamente señas e indicando que deseaban tomar parte en la danza. El viejo deshollinador de porcelana, que había perdido el labio inferior, se puso en pie e hizo una reverencia a las lindas flores, las cuales no tenían aspecto de enfermas ni mucho menos; saltaron una tras otra, contentas y vivarachas. Pareció como si algo cayese de la mesa. Ida miró en aquella dirección: era el látigo que le hablan regalado en carnaval, el cual había saltado, como si quisiera también tomar parte en la fiesta de las flores. Estaba muy mono con sus cintas de papel, y se le montó encima un muñequito de cera que llevaba la cabeza cubierta con un ancho sombrero parecido al del consejero de Cancillería. El latiguillo avanzaba a saltos sobre sus tres rojas patas de palo con gran alboroto pues bailaba una mazurca, baile en el que no podían acompañarle las demás flores, que eran muy ligeras y no sabían patalear. De pronto, el muñeco de cera, montado en el látigo, se hinchó y aumentó de tamaño, y, volviéndose encima de las flores de papel pintado que adornaban su montura, gritó: «¡Qué manera de embaucar a una criatura! ¡Vaya fantasías tontas!». Era igual, igual que el Consejero, con su ancho sombrero; se le parecía hasta en lo amarillo y aburrido. Pero las flores de papel se le enroscaron en las escuálidas patas, y el muñeco se encogió de nuevo, volviendo a su condición primitiva de muñequito de cera. Daba gusto verlo; Ida no podía reprimir la risa. El látigo siguió bailando y el Consejero no tuvo más remedio que acompañarlo; lo mismo daba que se hiciera grande o se quedara siendo el muñequito macilento con su gran sombrero negro. Entonces las otras flores intercedieron en su favor, especialmente las que habían estado reposando en la camita, y el látigo se dejó ablandar. Entonces alguien llamó desde e1 interior del cajón, donde Sofía, la muñeca de Ida, yacía junto a los restantes juguetes; el deshollinador echó a correr hasta el canto de la mesa, y, echándose sobre la barriga, se puso a tirar del cajón. Se levantó entonces Sofía y dirigió una mirada de asombro a su alrededor. -¡Conque hay baile! -dijo-. ¿Por qué no me avisaron? -¿Quieres bailar conmigo? -preguntó el deshollinador. -¡Bah! ¡Buen bailarín eres tú! -replicó ella, volviéndole la espalda. Y, sentándose sobre el cajón, pensó que seguramente una de las flores la solicitaría como pareja. Pero ninguna lo hizo. Tosió: ¡hm, hm, hm!, mas ni por ésas. El deshollinador bailaba solo y no lo hacía mal. Viendo que ninguna de las flores le hacía caso, Sofía se dejó caer del cajón al suelo, produciendo un gran estrépito. Todas las flores se acercaron presurosas a preguntarle si se había herido, y todas se mostraron amabilísimas, particularmente las que hablan ocupado su cama. Pero Sofía no se había lastimado; y las flores de Ida le dieron las gracias por el bonito lecho, y la condujeron al centro de la habitación, en el lugar iluminado por la luz de la luna, y bailaron con ella, mientras las otras formaban corro a su alrededor. Sofía se sintió satisfecha, dijo que podían seguir utilizando su cama, que ella dormiría muy a gusto en el cajón. Pero las flores respondieron: -Gracias de todo corazón, mas ya no nos queda mucho tiempo de vida. Mañana habremos muerto. Pero dile a Ida que nos entierre en el jardín, junto al lugar donde reposa el canario. De este modo en verano resucitaremos aún más hermosas. -¡No, no debéis morir! -dijo Sofía, y besó a las flores. Se abrió en esto la puerta de la sala y entró una gran multitud de flores hermosísimas, todas bailando. Ida no comprendía de dónde venían; debían de ser las del palacio real. Delante iban dos rosas espléndidas, con sendas coronas de oro: eran un rey y una reina; seguían luego los alhelíes y claveles más bellos que quepa imaginar, saludando en todas direcciones. Se traían la música: grandes adormideras y peonias soplaban en vainas de guisantes, con tal fuerza que tenían la cara encarnada como un pimiento. Las campanillas azules y los diminutos rompenieves sonaban cual si fuesen cascabelitos. Era una música la mar de alegre. Venían detrás otras muchas flores, todas danzando: violetas y amarantos rojos, margaritas y muguetes. Y todas se iban besando entre sí. ¡Era un espectáculo realmente maravilloso! Finalmente, se dieron unas a otras las buenas noches, y la pequeña Ida se volvió a la cama, donde soñó en todo lo que acababa de presenciar. Al despertarse al día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores; descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta. -¿Te acuerdas de lo que debes decirme? -le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no respondió. -Eres una desagradecida -le dijo Ida-. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo. Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó en ella las flores muertas: -Este será su lindo féretro -dijo-, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a enterrarlos en el jardín, para que en verano vuelvan a crecer y se hagan aún más hermosas. Los primos noruegos eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida. Ella les habló de las pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas. Los dos muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Las habichuelas mágicas
Cuento infantil
Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas. -Son maravillosas -explicó aquel hombre-. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca. Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar. Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido. Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña. La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero. En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo. Sin embargo, llegó un día en que el bolsón de cuero del dinero quedó completamente vacío. Se cogió Periquín por tercera vez a las ramas de la planta, y fue escalándolas hasta llegar a la cima. Entonces vio al ogro guardar en un cajón una cajita que, cada vez que se levantaba la tapa, dejaba caer una moneda de oro. Cuando el gigante salió de la estancia, cogió el niño la cajita prodigiosa y se la guardó. Desde su escondite vio Periquín que el gigante se tumbaba en un sofá, y un arpa, oh maravilla!, tocaba sola, sin que mano alguna pulsara sus cuerdas, una delicada música. El gigante, mientras escuchaba aquella melodía, fue cayendo en el sueño poco a poco. Apenas le vio así Periquín, cogió el arpa y echó a correr. Pero el arpa estaba encantada y, al ser tomada por Periquín, empezó a gritar: -¡Eh, señor amo, despierte usted, que me roban! Se despertó sobresaltado el gigante y empezaron a llegar de nuevo desde la calle los gritos acusadores: -¡Señor amo, que me roban! Viendo lo que ocurría, el gigante salió en persecución de Periquín. Resonaban a espaldas del niño pasos del gigante, cuando, ya cogido a las ramas empezaba a bajar. Se daba mucha prisa, pero, al mirar hacia la altura, vio que también el gigante descendía hacia él. No había tiempo que perder, y así que gritó Periquín a su madre, que estaba en casa preparando la comida: -¡Madre, tráigame el hacha en seguida, que me persigue el gigante! Acudió la madre con el hacha, y Periquín, de un certero golpe, cortó el tronco de la trágica habichuela. Al caer, el gigante se estrelló, pagando así sus fechorías, y Periquín y su madre vivieron felices con el producto de la cajita que, al abrirse, dejaba caer una moneda de oro. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Las velas
Cuento infantil
Érase una vez una gran vela de cera, consciente de su alto rango y muy pagada de sí misma. -Estoy hecha de cera, y me fundieron y dieron forma en un molde -decía-. Alumbro mejor y ardo más tiempo que las otras luces; mi sitio está en una araña o en un candelabro de plata. -Debe ser una vida bien agradable la suya -observó la vela de sebo-. Yo no soy sino de sebo, una vela sencilla, pero me consuelo pensando que siempre vale esto más que ser una candela de a penique. A ésta le dan un solo baño, y a mí me dan ocho; de ahí que sea tan resistente. No puedo quejarme. Claro que es más distinguido haber nacido de cera que haber nacido de sebo, pero en este mundo nadie dispone de sí mismo. Ustedes están en el salón, en un candelabro o en una araña de cristal; yo me quedo en la cocina. Pero tampoco es mal sitio; de allí sale la comida para toda la casa. -Sí, pero hay algo más importante que la comida -replicó la vela de cera-: la vida social. Brillar y ver brillar a los demás. Precisamente esta noche hay baile. No tardarán en venir a buscarnos, a mí y toda mi familia. Apenas terminaba de hablar cuando se llevaron todas las velas de cera, y también la de sebo. La señora en persona la cogió con su delicada mano y la llevó a la cocina, donde había un chiquillo con un cesto, que llenaron de patatas y unas pocas manzanas. Todo lo dio la buena señora al rapazuelo. -Ahí tienes también una luz, amiguito -dijo-. Tu madre vela hasta altas horas de la noche, siempre trabajando; tal vez le preste servicio. La hija de la casa estaba también allí, y al oír las palabras «hasta altas horas de la noche», dijo muy alborozada: -Yo también estaré levantada hasta muy tarde. Tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados. ¡Cómo brillaba su carita! Daba gusto mirarla. Ninguna vela de cera es capaz de brillar como dos ojos infantiles. «¡Qué emocionante!», pensó la vela de sebo-. Nunca lo olvidaré; seguramente no volveré a ver una cosa parecida. La metieron en la cesta, debajo de la tapa, y el niño se marchó con ella. «¿Adónde me llevarán? -pensaba la vela-. A casa de gente pobre, donde no me darán tal vez ni una mala palmatoria de latón, mientras la bujía de cera está en un candelabro de plata y ve a personas distinguidísimas. ¡Qué espléndido debe ser eso de lucir para la gente distinguida! Estaba de Dios que yo había de ser de sebo y no de cera». Y la vela llegó a una casa pobre, la de una viuda con tres hijos que se apretujaban en una habitación reducida y de bajo techo, frente a la morada de los ricos señores. -¡Bendiga Dios a la buena señora por lo que nos ha dado! -dijo la madre-. ¡Qué vela más estupenda! Durará hasta muy avanzada la noche. Y la encendieron. -¡Qué asco! -dijo-. Me han encendido con una cerilla apestosa. No le ocurrirá esto a la vela de cera de la casa de enfrente. También en ella encendieron las luces, y su brillo irradió a la calle. Se oía el ruido de los coches que conducían a los invitados, y sonaba la música. «Ahora empiezan allí -pensó la vela de sebo, y le vino a la memoria la radiante carita de la rica muchacha, más radiante que todas las velas de cera juntas-. Aquel espectáculo no lo veré nunca más». En esto llegó a la humilde vivienda el menor de los hijos, una chiquilla. Pasando los brazos alrededor del cuello de su hermano y hermana, les comunicó algo muy importante, algo que tenía que decirse al oído: -Esta noche, ¡fijaos!, esta noche vamos a comer patatas fritas. Y su rostro brilló de felicidad. La vela, que le daba de frente, vio reflejarse una alegría, una dicha tan grande como la que viera en la casa rica, donde la niña había dicho: -Esta noche tenemos baile, y llevaré los grandes lazos colorados. «¿Tan importante es eso de comer patatas fritas? -pensó la vela de sebo-. La alegría de estos niños es tan grande como la de aquella chiquilla». Y estornudó; quiero decir que chisporroteó; más no puede hacer una vela de sebo. Pusieron la mesa y se comieron las patatas. ¡Qué ricas estaban! Fue un verdadero banquete; y además les tocó una manzana a cada uno. El niño más pequeño recitó aquel verso: Dios bondadoso sea alabado, que otra vez hoy nos ha saciado. Amén. -¿Lo he recitado bien, madre? -dijo el pequeño. -No tienes que pensar en ti mismo -le reprendió la madre sino sólo en Dios Nuestro Señor, que te ha dado una cena tan buena. Los niños se acostaron, su madre les dio un beso, y enseguida se quedaron dormidos, mientras la mujer estuvo cosiendo hasta altas horas de la noche, para ganar el sustento de sus hijos y el propio. Fuera, desde la casa rica, llegaba la luz y la música. Las estrellas centelleaban sobre todas las moradas, las de los ricos y las de los pobres, con igual belleza e intensidad. «A fin de cuentas ha sido una hermosa velada -pensó la vela de sebo-. ¿Lo habrán pasado mejor las de cera en sus candelabros de plata? Me gustaría saberlo antes de acabar de consumirme». Y pensó en las dos niñas, que habían sido igualmente felices: una, iluminada por la luz de cera, y otra, por la de sebo. Y esta es toda la historia.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo más increíble
Cuento infantil
Quien fuese capaz de hacer lo más increíble, se casaría con la hija del Rey y se convertiría en dueño de la mitad del reino. Los jóvenes -y también los viejos- pusieron a contribución toda su inteligencia, sus nervios y sus músculos. Dos se hartaron hasta reventar, y uno se mató a fuerza de beber, y lo hicieron para realizar lo que a su entender era más increíble, sólo que no era aquél el modo de ganar el premio. Los golfillos callejeros se dedicaron a escupirse sobre la propia espalda, lo cual consideraban el colmo de lo increíble. Se señaló un día para que cada cual demostrase lo que era capaz de hacer y que, a su juicio, fuera lo más increíble. Se designaron como jueces, desde niños de tres años hasta cincuentones maduros. Hubo un verdadero desfile de cosas increíbles, pero el mundo estuvo pronto de acuerdo en que lo más increíble era un reloj, tan ingenioso por dentro como por fuera. A cada campanada salían figuras vivas que indicaban lo que el reloj acababa de tocar; en total fueron doce escenas, con figuras movibles, cantos y discursos. -¡Esto es lo más increíble! -exclamó la gente. El reloj dio la una y apareció Moisés en la montaña, escribiendo el primer mandamiento en las Tablas de la Ley: «Hay un solo Dios verdadero». Al dar las dos se vio el Paraíso terrenal, donde se encontraron Adán y Eva, felices a pesar de no disponer de armario ropero; por otra parte, no lo necesitaban. Cuando sonaron las tres, salieron los tres Reyes Magos, uno de ellos negro como el carbón; ¡qué remedio! El sol lo había ennegrecido. Llevaban incienso y cosas preciosas. A las cuatro se presentaron las estaciones: la Primavera, con el cuclillo posado en una tierna rama de haya; el Verano, con un saltamontes sobre una espiga madura; el Otoño, con un nido de cigüeñas abandonado -pues el ave se había marchado ya-, y el Invierno, con una vieja corneja que sabía contar historias y antiguos recuerdos junto al fuego. Dieron las cinco y comparecieron los cinco sentidos: la Vista, en figura de óptico; el Oído, en la de calderero; el Olfato vendía violetas y aspérulas; el Gusto estaba representado por un cocinero, y el Tacto, por un sepulturero con un crespón fúnebre que le llegaba a los talones. El reloj dio las seis, y apareció un jugador que echó los dados; al volver hacia arriba la parte superior, salió el número seis. Vinieron luego los siete días de la semana o los siete pecados capitales; los espectadores no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que eran en realidad; sea como fuere, tienen mucho de común y no es muy fácil separarlos. A continuación, un coro de monjes cantó la misa de ocho. Con las nueve llegaron las nueve Musas; una de ellas trabajaba en Astronomía; otra, en el Archivo histórico; las restantes se dedicaban al teatro. A las diez salió nuevamente Moisés con las tablas; contenían los mandamientos de Dios, y eran diez. Volvieron a sonar campanadas y salieron, saltando y brincando, unos niños y niñas que jugaban y cantaban: «¡Ahora, niños, a escuchar; las once acaban de dar!». Y al dar las doce salió el vigilante, con su capucha, y con la estrella matutina, cantando su vieja tonadilla: ¡Era medianoche, cuando nació el Salvador! Y mientras cantaba brotaron rosas, que luego resultaron cabezas de angelillos con alas, que tenían todos los colores del iris. Resultó un espectáculo tan hermoso para los ojos como para los oídos. Aquel reloj era una obra de arte incomparable, lo más increíble que pudiera imaginarse, decía la gente. El autor era un joven de excelente corazón, alegre como un niño, un amigo bueno y leal, y abnegado con sus humildes padres. Se merecía la princesa y la mitad del reino. Llegó el día de la decisión; toda la ciudad estaba engalanada, y la princesa ocupaba el trono, al que habían puesto crin nuevo, sin hacerlo más cómodo por eso. Los jueces miraban con pícaros ojos al supuesto ganador, el cual permanecía tranquilo y alegre, seguro de su suerte, pues había realizado lo más increíble. -¡No, esto lo haré yo! -gritó en el mismo momento un patán larguirucho y huesudo-. Yo soy el hombre capaz de lo más increíble. Y blandió un hacha contra la obra de arte. ¡Cric, crac!, en un instante todo quedó deshecho; ruedas y resortes rodaron por el suelo; la maravilla estaba destruida. -¡Ésta es mi obra! -dijo-. Mi acción ha superado a la suya; he hecho lo más increíble. -¡Destruir semejante obra de arte! -exclamaron los jueces-. Efectivamente, es lo más increíble. Todo el pueblo estuvo de acuerdo, por lo que le asignaron la princesa y la mitad del reino, pues la ley es la ley, incluso cuando se trata de lo más increíble y absurdo. Desde lo alto de las murallas y las torres de la ciudad proclamaron los trompeteros: -¡Va a celebrarse la boda! La princesa no iba muy contenta, pero estaba espléndida, y ricamente vestida. La iglesia era un mar de luz; anochecía ya, y el efecto resultaba maravilloso. Las doncellas nobles de la ciudad iban cantando, acompañando a la novia; los caballeros hacían lo propio con el novio, el cual avanzaba con la cabeza tan alta como si nada pudiese rompérsela. Cesó el canto y se hizo un silencio tan profundo, que se habría oído caer al suelo un alfiler. Y he aquí que en medio de aquella quietud se abrió con gran estrépito la puerta de la iglesia y, «¡bum! ¡bum!», entró el reloj y, avanzando por la nave central, fue a situarse entre los novios. Los muertos no pueden volver, esto ya lo sabemos, pero una obra de arte sí puede; el cuerpo estaba hecho pedazos, pero no el espíritu; el espectro del Arte se apareció, dejando ya de ser un espectro. La obra de arte estaba entera, como el día que la presentaron, intacta y nueva. Sonaron las campanadas, una tras otra, hasta las doce, y salieron las figuras. Primero Moisés, cuya frente despedía llamas. Arrojó las pesadas tablas de la ley a los pies del novio, que quedaron clavados en el suelo. -¡No puedo levantarlas! -dijo Moisés-. Me cortaste los brazos. Quédate donde estás. Vinieron después Adán y Eva, los Reyes Magos de Oriente y las cuatro estaciones, y todos le dijeron verdades desagradables: «¡Avergüénzate!». Pero él no se avergonzó. Todas las figuras que habían aparecido a las diferentes horas, salieron del reloj y adquirieron un volumen enorme. Parecía que no iba a quedar sitio para las personas de carne y hueso. Y cuando a las doce se presentó el vigilante con la capucha y la estrella matutina, se produjo un movimiento extraordinario. El vigilante, dirigiéndose al novio, le dio un golpe en la frente con la estrella. -¡Muere! -le dijo- ¡Medida por medida! ¡Estamos vengados, y el maestro también! ¡adiós! Y desapareció la obra de arte; pero las luces de la iglesia la transformaron en grandes flores luminosas, y las doradas estrellas del techo enviaron largos y refulgentes rayos, mientras el órgano tocaba solo. Todos los presentes dijeron que aquello era lo más increíble que habían visto en su vida. -Llamemos ahora al vencedor -dijo la princesa-. El autor de la maravilla será mi esposo y señor. Y el joven se presentó en la iglesia, con el pueblo entero por séquito, entre las aclamaciones y la alegría general. Nadie sintió envidia. ¡Y esto fue precisamente lo más increíble!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo que contaba la vieja Juana
Cuento infantil
Silba el viento entre las ramas del viejo sauce. Se diría que se oye una canción; el viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes, pregunta a la vieja Juana, la del asilo; ella sabe de esto, pues nació en esta parroquia. Hace muchos años, cuando aún pasaba por aquí el camino real, el árbol era ya alto y corpulento. Estaba donde está todavía, frente a la blanca casa del sastre, con sus paredes entramadas, cerca del estanque; que entonces era lo bastante grande para abrevar el ganado y para que, en verano, se zambulleran y chapotearan desnudos los niños de la aldea. Junto al árbol habían erigido una piedra miliar; hoy está decaída e invadida por las zarzamoras. La nueva carretera fue desviada hacia el otro lado de la rica finca; el viejo camino real quedó abandonado, y el estanque se convirtió en una charca, invadida por lentejas de agua. Cuando saltaba una rana, el verde se separaba y aparecía el agua negra; en torno crecían, y siguen creciendo, espadañas, juncos e iris amarillos. La casa del sastre envejeció y se inclinó, y el tejado se convirtió en un bancal de musgo y siempreviva; se derrumbó el palomar, y el estornino estableció en él su nido; las golondrinas construyeron los suyos alineados bajo el tejado y en el alero, como si aquélla fuese una casa afortunada. Antaño lo había sido; ahora estaba solitaria y silenciosa. Solo y apático vivía en ella el «pobre Rasmus», como lo llamaban. Había nacido allí, allí había jugado de niño, saltando por campos y setos, chapoteando en el estanque y trepando a la copa del viejo sauce. Este extendía sus grandes ramas, como las extiende todavía; pero la tempestad había curvado ya el tronco, y el tiempo había abierto una grieta en él, que el viento y la intemperie habían cuidado de llenar de tierra. De aquella tierra habían nacido hierba y verdor; incluso había brotado un pequeño serbal. Cuando, en primavera, llegaban las golondrinas, volaban en torno al árbol y al tejado, pegaban su barro y construían sus nidos, mientras el pobre Rasmus tenía el suyo completamente abandonado, sin cuidar de repararlo, ni siquiera sustentarlo. -¡Qué más da! -exclamaba, lo mismo que decía ya su padre. Él se quedaba en su casa, mientras las golondrinas se marchaban y volvían, los fieles animalitos. También se marchaba y volvía el estornino, con su canción aflautada. En otro tiempo, Rasmus competía con él en cantar, pero ahora ya no cantaba ni tocaba la flauta. Silbaba el viento entre el viejo sauce, y sigue silbando; parece como si se oyera una canción; el viento la canta, el árbol la recita. Si no la comprendes, ve a preguntar a la vieja Juana, la del asilo; ella sabe de estas cosas de otros tiempos: es como una crónica con estampas y viejos recuerdos. Cuando la casa era nueva y estaba en buen estado, se trasladaron a ella Ivar Ulze, el sastre del pueblo, y su mujer Maren, un matrimonio honrado y laborioso. Por aquellas fechas, la vieja Juana era una niña, hija del zuequero, uno de los más pobres de la parroquia. Más de una vez había recibido pan y mantequilla de Maren, a quien no faltaba comida. Estaba en buenas relaciones con la propietaria de la finca, la veían siempre alegre y risueña, no se intimidaba, y si sabía usar la boca, no menos sabía servirse de las manos: la aguja corría tan ligera como la lengua, sin que por eso se olvidase del cuidado de su casa y de sus hijos, casi una docena, pues eran once; el duodécimo no llegó. -Los pobres tienen siempre el nido lleno de crías -gruñía el propietario de la casa-. Si se pudiesen ahogar como se hace con los gatos, dejando sólo uno o dos de los más robustos, todos saldrían ganando. -¡Dios misericordioso! -exclamaba la mujer del sastre-. Los hijos son una bendición divina, son la alegría de la casa. Cada niño, es un padrenuestro más. Si se hace difícil saciar a tantas bocas, uno se esfuerza más y encuentra consejo y apoyo en todas partes. Nuestro Señor no nos abandona si no lo abandonamos nosotros. La propietaria estaba de acuerdo con Maren, la aprobaba con un gesto de la cabeza y le acariciaba la mejilla; lo había hecho muchas veces, e incluso la había besado, pero entonces la señora era una niña, y Maren, su niñera. Las dos se querían, y siguieron queriéndose. Cada año, para las Navidades, de la finca del propietario enviaban provisiones a casa del sastre: un barril de harina, un cerdo, dos patos, otro barril de manteca, queso y manzanas. Todo aquello ayudaba a llenar la despensa. Entonces, Ivar Ulze se mostraba satisfecho, pero no tardaba en volver con su estribillo: -¡Qué más da! La casa estaba hecha un primor, con cortinas en las ventanas y también flores: claveles y balsaminas. Un alfabeto de bordadora colgaba, bien enmarcado, en la pared, y a su lado una «dedicatoria» en verso, obra de la propia Maren Ulze, que tenía maña en componer rimas. No estaba poco orgullosa de su apellido de «Ulze»; era la única palabra de la lengua que rimaba con «Sülze», que significa gelatina. -¡No deja de ser una ventaja! -decía riendo. Estaba siempre de buen humor, y nunca se le oía decir, como a su marido: «¡Para qué!». Su expresión habitual era: «¡A Dios rogando y con el mazo dando!». Ella lo hacía así, y las cosas marchaban bien. Los hijos crecieron, dejaron el nido, se fueron a tierras lejanas y salieron todos de buena índole. Rasmus era el menor, tan hermoso de niño, que uno de los más renombrados pintores de la ciudad se brindó a pintarlo, tal como había venido al mundo. El retrato estaba ahora en el palacio real; la propietaria lo había visto allí, y reconoció al pequeño Rasmus a pesar de ir en cueros. Pero llegaron malos tiempos. El sastre sufría de artritismo en las dos manos, se le formaron gruesos nódulos, y tanto los médicos como la curandera Stine se declararon impotentes. -¡No hay que desanimarse! -decía Maren-. De nada sirve agachar la cabeza. Puesto que las manos del padre no pueden ayudarnos, procuraré yo dar más ligereza a las mías. El pequeño Rasmus puede también tirar de la aguja. Se sentaba ya a la mesa de coser, cantando como una flauta; era un chiquillo muy alegre. Pero no debía quedarse todo el día sentado allí, decía la madre; habría sido un pecado contra el pequeño; tenía también que jugar y saltar. Juana, la hija del zuequero, era su mejor compañera de juego. Su familia era aún más pobre que la de Rasmus. No era bonita, y andaba descalza; llevaba los vestidos rotos, pues nadie cuidaba de ella, y jamás se le ocurría hacerlo ella misma; no era sino una niña, alegre como el pajarillo al sol de Nuestro Señor. Rasmus y Juana solían jugar junto a la piedra miliar bajo el corpulento sauce. El tenía grandes ideas; quería ser un buen sastre y vivir en la ciudad, donde había maestros que tenían diez oficiales en torno a su mesa; lo sabía por su padre. Allí se haría él oficial y luego maestro; Juana iría a visitarlo, y si sabía cocinar, prepararía la comida para los dos y tendría su propia habitación. A Juana le parecía todo aquello un tanto improbable, pero Rasmus no dudaba de que todo sucedería al pie de la letra. Y así se pasaban las horas bajo el viejo árbol, mientras el viento silbaba a través de sus ramas y hojas; era como si el viento cantara y el árbol recitara. En otoño caían las hojas, y la lluvia goteaba de las ramas desnudas. -¡Ya reverdecerán! -decía la mujer. -¡Qué más da! -replicaba el hombre-. Año Nuevo, nuevas preocupaciones para salir del paso. -Tenemos la despensa llena -observaba ella-. Y podemos dar gracias a la señora. Yo estoy sana y no me faltan energías. Sería un pecado quejamos. Las Navidades las pasaban los propietarios en su finca, pero a la semana después de Año Nuevo volvían a la ciudad, donde residían durante el invierno, contentos y satisfechos, asistiendo a bailes y fiestas, invitados incluso a palacio. La señora había recibido de Francia dos preciosos vestidos. Nunca la sastresa Maren había visto una tela, un corte y una costura como aquéllos. Pidió permiso a la propietaria para ir con su marido a ver los vestidos, pues para un sastre de pueblo era una cosa jamás vista. El hombre los examinó sin decir palabra, y, ya de vuelta en su casa, no hizo más comentario que su habitual: -¡Qué más da! Y por una vez, sus palabras eran sensatas. Los señores regresaron a la ciudad, donde se reanudaron los bailes y las fiestas; pero en medio de todas aquellos diversiones murió el anciano señor, y su esposa no pudo ya lucir sus magníficos vestidos. Quedó muy apesadumbrada y se puso de riguroso luto de pies a cabeza; no toleró ni una cinta blanca. Todos los criados iban de negro, e incluso el coche de gala fue recubierto de paño de este color. Una noche gélida, en que brillaba la nieve y centelleaban las estrellas, llegó de la ciudad la carroza fúnebre conduciendo el cadáver, que debía recibir sepultura en el panteón familiar del cementerio del pueblo. El administrador y el alcalde esperaban a caballo, sosteniendo antorchas encendidas, ante la puerta del camposanto. La iglesia estaba iluminada, y el sacerdote recibió el cadáver en la entrada del templo. Llevaron el féretro al coro, acompañado de toda la población. Habló el párroco y se cantó un coral. La señora se hallaba también presente en la iglesia; había hecho el viaje en el coche de gala cubierto de crespones; en la parroquia nunca habían presenciado un espectáculo semejante. Durante todo el invierno se estuvo hablando en el pueblo de aquella solemnidad fúnebre: el «entierro del señor». -En él se vio lo importante que era -comentaba la gente del pueblo-. Nació en elevada cuna, y fue enterrado con grandes honores. -¡Qué más da! -dijo el sastre-. Ahora no tiene ni vida ni bienes. A nosotros al menos nos queda una de las dos cosas. -¡No hables así! -le riñó Maren-. Ahora goza de vida eterna en el cielo. -¿Cómo lo sabes, Maren? -preguntó el sastre-. Un muerto es buen abono. Pero ése era demasiado noble para servir de algo en la tierra; tiene que reposar en la cripta. -¡No digas impiedades! -protestó Maren-. Te repito que goza de vida eterna. -¿Quién te lo ha dicho, Maren? -repitió el sastre. Maren echó su delantal sobre el pequeño Rasmus; no quería que oyese aquellos desatinos. Se lo llevó llorando, a la choza, y le dijo: -Lo que oíste, hijo mío, no fue tu padre quien lo dijo, sino el demonio, que estaría en la habitación e imitó su voz. Reza el Padrenuestro. Lo rezaremos los dos. Y juntó las manos del niño. -Ahora vuelvo a estar contenta -dijo-. Confía en ti y en Dios Nuestro Señor. Pasado un año, la viuda se puso de medio luto; la alegría había vuelto a su corazón. Corría el rumor de que tenía un pretendiente y pensaba volver a casarse. Maren sabía algo de ello, y el párroco un poco más aún. El Domingo de Ramos, después del sermón, habían de leerse las amonestaciones de la viuda y su prometido, el cual era algo así como picapedrero o escultor, no se sabía a ciencia cierta por aquellas fechas; Thorwaldsen y su arte no andaban todavía en todas las bocas. El nuevo propietario no era noble, aunque sí hombre de categoría. Nadie entendía a punto fijo en qué se ocupaba, pero se decía que tallaba estatuas, y era muy experto en su trabajo, además de joven y guapo. -¡Qué más da! -dijo el sastre Ulze. El Domingo de Ramos fueron amonestados, luego se cantó un coral y se administró la comunión. El sastre, su mujer y el pequeño Rasmus estaban en la iglesia; los padres comulgaron, pero el pequeño permaneció sentado en el banco, pues aún no había recibido la confirmación. En los últimos tiempos andaban escasos de ropas en casa del sastre; los trajes viejos estaban usadísimos y llenos de remiendos y piezas; pero aquel día los tres llevaban vestidos nuevos, aunque negros, como si asistiesen a un entierro; estaban confeccionados con las telas que habían recubierto el coche fúnebre. Había salido una chaqueta y unos pantalones para el marido, un vestido cerrado hasta el cuello para Maren, y para Rasmus, un traje completo que le serviría para la confirmación cuando llegase la hora; se lo habían hecho holgado, adrede. En toda aquella indumentaria se invirtió la totalidad de la tela que tapizaba el coche, tanto por dentro como por fuera. Nadie tenía por qué saber de dónde procedía aquel paño, y, no obstante, pronto corrió la voz; Stine la curandera y otras comadres de su misma calaña pronosticaron que aquellos vestidos llevarían la peste y la enfermedad a la casa. -Sólo para bajar a la tumba hay que vestirse con ropas funerarias. La Juana del zuequero lloraba al oír estos comentarios; y como resultó que desde aquel día fue empeorando la salud del sastre, se echaba de ver a quién le tocaría pronto el turno de llorar. Y así fue. El primer domingo después de la Trinidad falleció el sastre Ulze, y Maren quedó sola al cuidado de la casa. Y siguió llevándola y manteniéndola unida, sin perder nunca la confianza en sí misma y en Dios. Al año siguiente, Rasmus fue confirmado. Había sonado para él la hora de trasladarse a la ciudad como aprendiz en casa de un sastre de renombre, que, si no tenía doce oficiales en su mesa, siquiera tenía uno. El pequeño Rasmus valía por medio, y estaba contento y alegre; pero Juana lloraba, pues lo quería más de lo que ella misma creyera. La mujer del sastre se quedó en la vieja casa, y continuó el negocio de su marido. Sucedía esto por el tiempo en que se inauguró el nuevo camino real. El antiguo, que pasaba por delante de la vivienda del sastre, quedó como camino vecinal; la vegetación invadió el estanque, que pronto quedó convertido en una charca llena de lentejas de agua. Se volcó la piedra miliar, pues ya no servía de nada, pero el árbol siguió viviendo, robusto y hermoso; el viento silbaba entre sus ramas y hojas. Se marcharon las golondrinas y se marchó también el estornino, para regresar a la primavera siguiente, y a la cuarta vez volvió también con ellos Rasmus. Había pasado el examen de oficial sastre y era un mozo guapo, aunque delgaducho. Su intención era cargarse la mochila a la espalda y marcharse a ver mundo, pero su madre deseaba retenerlo consigo. En ningún sitio se está tan bien como en casa. Los demás hijos se habían desperdigado todos, él era el más joven y debía quedarse con su madre. Trabajo no iba a faltarle, ni mucho menos; podría recorrer la comarca como sastre ambulante, trabajando quince días en un lugar y otros quince en otro. También esto sería viajar. Y Rasmus siguió el consejo de su madre. Volvió, pues, a dormir bajo el techo de su casa natal, y, sentado al pie del viejo sauce, volvió a oír el rumor del viento soplando entre sus ramas. Era un mozo de buena presencia, sabía cantar como un pájaro, cantar viejas y nuevas canciones. En las grandes fincas era recibido con simpatía, especialmente en casa de Klaus Hansen, el segundo entre los labradores ricos de la parroquia. Su hija Elsa era como una bellísima flor, siempre risueña. Algunas personas mal intencionadas aseguraban que reía sólo para exhibir sus preciosos dientes, pero la verdad es que era alegre por naturaleza y aficionada a travesuras; pero todo le estaba bien. Se prendó de Rasmus, y él de ella, pero los dos se lo guardaron. Así fue cómo el muchacho se volvió melancólico; tenía más del temperamento de su padre que del de su madre. Su buen humor se despertaba solamente cuando llegaba Elsa; entonces los dos se reían, bromeaban y hacían travesuras; pero, aunque no le faltaron buenas oportunidades, nunca le dijo una palabra de su pasión. «¡Qué más da! -pensaba-. Sus padres quieren casarla bien, y yo no tengo nada. Lo más acertado sería marcharme de aquí». Pero no podía alejarse de la finca; le parecía que un hilo lo atase a ella; para la muchacha era como un pájaro amaestrado, que cantaba y trinaba al gusto de ella. Juana, la hija del zuequero, estaba empleada como sirvienta en la propiedad, donde tenía que hacer los trabajos más humildes; iba al prado con el carro de la leche a ordeñar las vacas junto con otras criadas, y cuando era preciso acarreaba también estiércol. Nunca entraba en las habitaciones principales, y apenas veía a Rasmus y a Elsa, pero oía que eran casi prometidos. -Rasmus será rico -decía-. Me alegro por él -. Y sus ojos se humedecían, lo cual cuadraba muy mal con sus palabras. Un día de mercado, Klaus Hansen se trasladó a la ciudad, acompañado de Rasmus, que, tanto a la ida como a la vuelta, viajó al lado de Elsa. Estaba loco de amor, pero no lo dio a entender en nada. «¡Sería hora de que hablara! -pensaba la muchacha, y hay que convenir en que tenía razón-. Si no se decide, tendré que sacudírmelo». Y pronto se habló en la casa de que el campesino más rico de la parroquia se había declarado a Elsa. Así era, en efecto, pero todo el mundo ignoraba la respuesta de la joven. Los pensamientos daban vueltas en la cabeza de Rasmus. Un atardecer, Elsa le puso un anillo de oro en el dedo y le preguntó qué significaba aquello. -Noviazgo -dijo él. -¿Y con quién crees tú? -preguntó ella. -¿Con el rico labrador? -aventuró él. -¡Acertaste! -exclamó Elsa, y, saludándolo con un gesto de la cabeza, se marchó. También se marchó él, y volvió a casa de su madre fuera de sí. Se ató la mochila y se dispuso a lanzarse al mundo, a pesar de las lágrimas de la vieja. Cortó un bastón del viejo sauce, cantando como si estuviese de buen humor porque se marchaba a ver las maravillas del ancho mundo. -¡Qué pena para mí! -suspiró la mujer-. Pero es lo mejor y más acertado que puedes hacer, y debo resignarme. Confía en Dios y en ti, que yo espero volverte a ver alegre y contento. Avanzaba por la nueva carretera cuando vio a Juana, que pasaba guiando un carro lleno de estiércol. Ella no se había dado cuenta de su presencia, y él prefería que no lo viese; por eso se ocultó detrás de un vallado, y Juana pasó a poquísima distancia. Se marchó a correr mundo, nadie supo adónde. Su madre pensaba que regresaría antes de fin de año. Verá cosas nuevas, tendrá nuevos pensamientos; es como los viejos pliegues que no pueden alisarse con la plancha. Tiene demasiado de su padre; mejor quisiera que se pareciera a mí, ¡pobre hijo mío! Pero volverá seguramente; ¡no es posible que renuncie a su madre y a su casa! La mujer estaba dispuesta a esperar largo tiempo. Elsa esperó sólo un mes; luego se fue a encontrar secretamente a la curandera Stine, entendida en el arte de «curar», echar las cartas y decir la buenaventura; sí, sabía más que Friján. En consecuencia, conocía también el paradero de Rasmus; lo leyó en los posos del café. Se encontraba en una ciudad extranjera, pero no pudo descifrar su nombre. Había en aquella ciudad soldados y mujeres alegres. Estaba vacilando entre tomar el mosquete o una de aquellas mozas. Elsa no podía soportar esas noticias. Gustosa daría el dinero que tenía ahorrado para redimirlo, a condición de que nadie supiera que era cosa suya. Y la vieja Stine prometió hacer volver al muchacho; conocía un medio, peligroso para la persona interesada, pero infalible. Haría cocer en una olla una mezcla que lo forzaría a marcharse del lugar donde estuviese, fuera el que fuera, y regresar junto a la olla y al lado de su amada. Era posible que tardara meses, pero al fin acudiría, a menos que hubiese muerto. Debía seguir sin paz ni reposo, día y noche, a través de mares y de montañas, con buen o mal tiempo, y por mucha que fuese su fatiga. Tenía que regresar a su tierra, era forzoso. La luna estaba en su primer cuadrante, el mejor momento para el hechizo, dijo la vieja Stine. El tiempo era borrascoso, crujía el viejo sauce. Stine cortó una rama e hizo un nudo dentro; aquello contribuiría a atraer a Rasmus al hogar de su madre. Cogió musgo y siempreviva del tejado y los metió en la olla, que había puesto ya al fuego. Elsa tenía que arrancar una hoja del libro de cánticos y casualmente arrancó la última, la que contenía la fe de erratas. -Lo mismo da -dijo la bruja, echándola al puchero. Muchas cosas hubieron de ir a parar a aquel caldo, que debía cocer sin interrupción hasta la vuelta de Rasmus. El gallo negro de la casa de la vieja Stine tuvo que sacrificar la roja cresta, que fue también a la olla. También fue a ella la gruesa sortija de oro de Elsa, y Stine le había advertido de antemano que desaparecería para siempre. Desde luego era lista la vieja. Asimismo fueron a parar al puchero otras muchas cosas que no sabríamos enumerar. Y venga hervir, sobre el fuego vivo o sobre cenizas ardientes. Sólo ella y Elsa lo sabían. Pasó la luna nueva, y pasó el cuarto menguante; todos los días se presentaba Elsa: -¿Aún no lo ves venir? -¡Sé muchas cosas! -decía Stine – y veo otras muchas. Lo que no puedo ver es si es muy largo el camino. Ya ha traspuesto las primeras montañas, ha cruzado el mar tempestuoso. El camino a través de los grandes bosques es largo. El mozo tiene ampollas en los pies y fiebre en el cuerpo, pero ha de seguir sin remedio. -¡No, no! -dijo Elsa-. ¡Me da lástima! -Ahora ya no puede detenerse. Si lo obligásemos a hacerlo, caería muerto en medio de la carretera. Había transcurrido mucho tiempo. Brillaba la luna llena, el viento silbaba entre las ramas del viejo sauce, y en el cielo, iluminado por la luna se dibujaba un arco iris. -¡Ésta es la señal! -dijo Stine-. Ahora llega Rasmus. Pero no llegó. -¡Larga es la espera! -dijo Stine. -Ya estoy cansada -respondió Elsa, y sus visitas a la bruja empezaron a escasear, aparte que no le llevó más regalos. Se serenó su espíritu, y una mañana toda la parroquia supo que Elsa había dado el sí al rico labrador. Vio la casa y los campos, el ganado y el ajuar. Todo estaba en buenas condiciones; no había ningún motivo que aconsejase retrasar la boda. Los grandes festejos duraron tres días, y se bailó al son de clarinetes y violines. Todos los habitantes de la parroquia fueron invitados, y también asistió la vieja Ulze, quien, terminada ya la fiesta, y después que los anfitriones se hubieron despedido de sus huéspedes y las trompetas hubieron cerrado la solemnidad, se marchó a su casa con los restos del banquete. Había cerrado la puerta solamente con un palo. La encontró abierta a su regreso y en la casa estaba Rasmus. Acababa de llegar. ¡Santo Dios! No era sino piel y huesos, estaba pálido y demacrado. -¡Rasmus! -exclamó su madre-. ¿Es posible que seas tú? ¡Qué enfermo pareces! Pero me alegra el tenerte aquí de nuevo. Y le sirvió una buena comida, con las viandas que traía de la boda: asado y un pedazo de torta. En el curso de los últimos tiempos, dijo el mozo, había pensado con gran frecuencia en su madre, en la casa y en el viejo sauce. Parecía extraño las veces que en sueños había visto el árbol y a Juana, descalza. No mencionó a Elsa. Estaba enfermo y tuvo que acostarse; pero nosotros no creemos que fuera por culpa de la olla ni que ésta hubiera ejercido influencia alguna sobre él. Sólo la vieja Stine y Elsa lo creyeron, pero nunca hablaron de ello. Rasmus yacía enfermo de fiebre contagiosa; por eso nadie iba a la casa del sastre, excepto Juana, la hija del zuequero, la cual rompió a llorar al ver lo acabado que estaba el joven. El doctor le recetó algo de la farmacia, pero él se negó a tomar los medicamentos. -¡Qué más da! -dijo. -Tómalo y te curarás -le insistió su madre-. Confía en Dios y en ti mismo. Gustosa daría mi vida por verte otra vez con carnes en el cuerpo, cantando y silbando como antes. Rasmus salió de su enfermedad, pero su madre se contagió, y Dios la llamó a su seno en vez de a él. La casa quedó solitaria, solitaria y mísera. -¡Está agotado – decían en la parroquia-. ¡Pobre Rasmus! En el curso de sus viajes había llevado una vida desordenada. Aquello, y no la negra olla, fue lo que consumió su salud y puso la inquietud en su alma. El cabello se le aclaró y volvió gris; no hacía nada a derechas: -¡Qué más da! -decía. Iba más a la taberna que a la iglesia. Un anochecer de otoño se dirigía penosamente a su casa, bajo la lluvia y el viento, por el fangoso camino que conducía a la taberna. Hacía ya mucho tiempo que su madre reposaba en la sepultura. También se habían marchado las golondrinas, los estorninos y los fieles pájaros; pero Juana, la hija del zuequero, no se había ido. Fue a su encuentro y lo acompañó un trecho. -¡Haz un esfuerzo, Rasmus! -¡Qué más da! -respondió él. -¡No debes decir eso! -le riñó Juana-. Acuérdate de las palabras de tu madre: «Confía en Dios y en ti». No lo haces, Rasmus, y tendrías que hacerlo. Nunca digas: «¡Qué más da!»; así no harás nunca nada. No lo dejó hasta la puerta de su casa; pero él, en vez de entrar, se dirigió al viejo sauce, sentándose en el hito derribado. El viento silbaba entre las ramas del árbol; era como una canción, como un discurso. Rasmus respondió hablando en voz alta, pero nadie lo oyó, aparte el árbol y el viento. -¡Qué frío! Es hora de acostarme. ¡Dormir, dormir! Y se fue, mas no a su casa, sino al estanque, donde cayó desfallecido. Llovía a torrentes, y el viento era helado, pero él no se daba cuenta. Cuando salió el sol, y las cornejas reanudaron su vuelo sobre el cañaveral, Rasmus despertó, medio muerto. Si se hubiese caído con la cabeza donde le quedaron los pies, no se habría vuelto a levantar; la lenteja de agua habría sido su mortaja. Al hacerse de día, Juana volvió a casa del sastre; ella fue su amparo, lo llevó al hospital. -Nos conocimos de niños -le dijo-. Tu madre me dio muchas veces de comer y de beber, y nunca se lo agradeceré bastante. Tú recobrarás la salud, volverás a ser un hombre y a vivir. Y Dios dispuso que siguiera viviendo, pero la salud y las facultades se habían perdido para siempre. Volvieron las golondrinas, reanudaron sus vuelos y se marcharon de nuevo una y otra vez. Rasmus envejeció antes de tiempo. Vivía solo en su casa, que iba decayendo visiblemente. Era pobre, más aún que Juana. -No tienes fe -le decía ella-. Si no fuese por Dios, ¡qué nos quedaría! Tendrías que ir a tomar la comunión. Seguramente no has vuelto desde que te confirmaron. -¡Bah! ¡Qué más da! -replicó él. -Si dices lo que piensas, déjalo. El Señor no quiere a su mesa invitados forzados. Pero piensa en tu madre y en tu niñez. Eras un muchacho bueno y piadoso. ¿Quieres que te cante una canción de infancia? -¡Qué más da! -replicó él. -A mí siempre me consuela -dijo ella. -Juana, eres una santa. Y la miró con ojos cansados y apagados. Juana cantó la canción, pero no leyéndola de un libro, pues no tenía ninguno, sino de memoria. -¡Qué palabras más hermosas! -dijo él-. Pero no he podido seguirlas bien. ¡Tengo la cabeza tan pesada! Rasmus era ya viejo, y Elsa no era joven tampoco. Nosotros mencionamos su nombre, aunque Rasmus no lo hacía nunca. Era ya abuela y tenía una nieta muy traviesa. La chiquilla jugaba con los otros niños del pueblo, y Rasmus se acercaba al grupo, apoyado en su bastón, y se quedaba parado mirándolos sonriente, como si su imaginación evocara tiempos pretéritos. La nietecita de Elsa gritaba, señalándolo: -¡Pobre Rasmus! Y las demás niñas seguían su ejemplo. -¡Pobre Rasmus! -repetían, y todas se ponían a perseguir al viejo con gran griterío. Fue un día gris y agobiante, al que siguieron otros muchos; pero después de los días agobiantes y grises, viene, al fin, uno de sol. Una magnífica mañana de Pentecostés, la iglesia apareció adornada con verdes ramas de abedul, que impregnaban el aire con los aromas del bosque, mientras el sol brillaba sobre los bancos. Los grandes candelabros del altar estaban encendidos; se administraba la comunión, y Juana figuraba entre los fieles arrodillados, pero Rasmus no se hallaba presente. Aquella misma mañana, Dios lo había llamado a Sí. Dios es la gracia y la misericordia. Han transcurrido muchos años desde aquella mañana. La casa del sastre sigue en pie, pero nadie la habita; la noche menos pensada, una tormenta la hundirá. El estanque está invadido de cañas y juncos. El viento silba aún en el viejo árbol; se diría que se oye una canción: el viento la canta, el árbol la recita; si no la comprendes, ve a preguntárselo a la vieja Juana, la del asilo. En el asilo vive, y canta su canción piadosa, aquella misma que cantó a Rasmus. Ella piensa en él y reza por él a Dios Nuestro Señor. Podría contar muchas cosas del tiempo pasado, recuerdos que murmuran en el viejo árbol. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo que dijo toda la familia
Cuento infantil
¿Qué dijo toda la familia? Escucha primeramente lo que dijo Marujita. Era su cumpleaños, el día más hermoso de todos, según ella. Vinieron a jugar todos sus amiguitos y amiguitas. Llevaba su mejor vestido, regalo de abuelita, que descansaba ya en Dios. Abuelita lo había cortado y cosido con sus propias manos, antes de irse al cielo. La mesa de la habitación de María brillaba de regalos; había entre ellos una lindísima cocina de juguete, con todo lo que debe tener una de verdad, y una muñeca que cerraba los ojos y decía «¡ay!» cuando le apretaban la barriga; y había también un libro, de estampas, con magníficas historias para los que sabían leer. Pero más hermoso aún que todas las historias era poder celebrar muchos cumpleaños. -¡Qué bonito es vivir! -dijo Marujita. Y el padrino añadió que la vida era el más bello cuento de hadas. En la habitación contigua estaban sus dos hermanos, muchachos ya mayores, el uno de 9 años, el otro de 11. Pensaban también que la vida es muy hermosa, pero la vida a su manera, es decir, no ser ya niños como María, sino alumnos despabilados, llevar «sobresaliente» en la libreta de notas, poder jugar y divertirse con sus compañeros, patinar en invierno, correr en bicicleta en verano, leer historias sobre castillos medievales, puentes levadizos y mazmorras, escuchar relatos acerca de los descubrimientos en el interior de África. Uno de los muchachos sentía, sin embargo, una preocupación: que todo estaría ya descubierto cuando él fuese mayor; quería ir en busca de aventuras, como en los cuentos. La vida es el más hermoso, cuento de hadas, había dicho el padrino, y uno interviene en él personalmente. Los niños habitaban en la planta baja, donde jugaban y saltaban. En el piso de arriba vivía otra rama de la familia, también con hijos, pero ya mayores. Uno de ellos tenía 17 años; el otro, 20, y el tercero era muy viejo, según decía Marujita, pues había cumplido los 28 y estaba prometido. Todos estaban muy bien colocados, tenían buenos padres, buenos vestidos, buenas cualidades y sabían lo que querían: -¡Adelante! ¡Abajo las viejas vallas! ¡Cara al amplio mundo! Es lo más hermoso que conocemos. El padrino tiene razón: la vida es el más bello cuento de hadas. El padre y la madre, los dos de edad ya avanzada -mayores que sus hijos, naturalmente-, decían, con una sonrisa en los labios, en los ojos y en el corazón: -¡Qué jóvenes son los jóvenes! En el mundo no todo marcha como ellos creen, pero marcha. La vida es un cuento extraño y magnífico. Arriba, un poco más cerquita del cielo, como suele decirse de la gente que vive en la buhardilla, habitaba el padrino. Era viejo, pero tenía el corazón joven, estaba siempre de buen humor y sabía contar muchas historias y muy largas. Había corrido mucho mundo, y guardaba en su casa interesantes objetos de todos los países. Tenía cuadros que llegaban desde el suelo hasta el techo, y muchos cristales eran de vidrio rojo y amarillo. Mirando a su través, todo el mundo aparecía como bañado por el sol, aun cuando en la calle el tiempo fuese gris. En una gran vitrina crecían plantas verdes, y nadaban peces dorados; os miraban como si supiesen muchas cosas pero no quisieran decirlas. Siempre olía allí a flores, incluso en invierno, y en la chimenea ardía un gran fuego. Se estaba la mar de bien allí, mirando y escuchando el chisporroteo. -Me lee en alta voz los viejos recuerdos -decía el padrino, y también a Marujita le daba la impresión de ver muchos cuadros en el fuego. Pero en el gran armario-librería se guardaban los libros principales; en uno de ellos leía el padrino con frecuencia; lo llamaba el libro de los libros: era la Biblia. Contenía, en imágenes, la historia de todo el mundo y de toda la Humanidad, la Creación, el Diluvio, los Reyes y el Rey de reyes. -Todo lo que ha sucedido y ha de suceder está en este libro -decía el padrino-. ¡Hay tanto y santísimo aquí, en un solo libro! Piénsalo un poco. Todo lo que un hombre puede pedir, está aquí resumido en una oración de pocas palabras: el Padrenuestro. Es una gota de la gracia. Una perla del consuelo de Dios. Un regalo en la cuna del niño, un regalo puesto en su corazón. Hijo, guárdalo bien, no lo pierdas, por muchos años que llegues a tener, y no te sentirás abandonado en estos caminos inciertos. Habrá una luz dentro de ti, y no te podrás perder. Y al decir estas palabras, los ojos del padrino brillaban, brillaban de alegría. Un día, siendo joven, habían llorado, pero aquello le hizo bien, añadió; eran los tiempos de prueba, las cosas tenían un aspecto gris. Ahora brilla el sol dentro de mí y a mi alrededor. A medida que se vuelve uno viejo, ve mejor la felicidad y la desgracia, ve que Dios no nos abandona nunca, que la vida es el más hermoso de los cuentos de hadas. Sólo Él puede dárnosla, y dura por toda la eternidad. -¡Qué bonito es vivir! -dijo Marujita. Lo mismo dicen los chicos, grandes y pequeños, padre y madre y toda la familia, pero sobre todo el padrino, que tenía experiencia y era el más viejo de todos. Sabía toda clase de leyendas e historias, y decía, saliéndose del corazón: -La vida es el más bello cuento de hadas!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo que el viento cuenta de Valdemar Daae y de sus hijas
Cuento infantil
Cuando el viento pasa veloz por las praderas, la hierba ondea como una cinta; si corre entre las mieses, las agita como un mar. Es la danza del viento. Pero escúchale contar sus historias: ¡cómo alza y modula su voz! Es muy distinto su modo de sonar cuando pasa entre los árboles del bosque o cuando se introduce por los orificios, huecos y grietas de un viejo muro. ¿Ves cómo allá arriba el viento impulsa a las nubes cual si fuesen un rebaño de ovejas? ¿Lo oyes aullar aquí abajo a través de la puerta abierta, como un centinela que toca su cuerno? ¡Qué misterioso es su silbido cuando baja por la chimenea! En su presencia, el fuego se aviva y despide chispas, e ilumina la habitación, donde uno se encuentra a gusto, calentito y el oído atento. Dejadlo contar. Sabe muchas leyendas e historias, más que todos nosotros juntos. Atiende a su relato: «¡Huuui! ¡Huye, huye!». Tal es el estribillo de su canción. -A orillas del Gran Belt se alza un antiguo castillo de gruesos muros rojos -dice el viento-. Lo conozco piedra por piedra. Las vi mucho antes, cuando constituían el castillo de Mark Stig, en Nesset. Pero lo derribaron, y con sus materiales levantaron otro, una nueva fortaleza situada en otro lugar: el castillo de Borreby, que todavía sigue en pie. Yo vi y conocí a los nobles caballeros y damas, a las varias generaciones que allí vivieron. Voy a hablaros ahora de Valdemar Daae y de sus hijas. Iba siempre con la frente muy erguida, pues era de sangre real. Sabía hacer algo más que cazar el ciervo y apurar una jarra de vino; y si no, al tiempo, solía decir. Su esposa andaba con aire desdeñoso y rígida, vestida de brocado de oro, por los pavimentos de madera encerada. Los tapices eran preciosos; los muebles, de alto precio y tallados con arte. La vajilla era de oro y plata; en la bodega se guardaba cerveza alemana, además de otras cosas. Fogosos corceles negros relinchaban en la cuadra. Todo era espléndido en el castillo de Borreby cuando reinaba en él la opulencia. No faltaban tampoco hijos: tres lindas muchachas: Ida, Juana y Ana Dorotea; todavía recuerdo sus nombres. Eran gente rica, gente distinguida, nacida y criada en la opulencia. «¡Huuui! ¡Huye!», cantó el viento, y luego reanudó su historia. Nunca vi allí, como en otros antiguos palacios, a la noble señora de la casa manejando el huso sentada con sus doncellas en el salón. Cantaba, acompañándose con el armonioso laúd, no sólo las viejas canciones danesas, sino también otras en lengua extranjera. Todo eran fiestas y banquetes; acudían invitados de cerca y de lejos; resonaba la música, chocaban los vasos con tanta fuerza, que apagaban mi voz -decía el viento-. Había allí orgullo, fastuosidad y lujo, mucha arrogancia; pero faltaba Dios. -Era un atardecer del mes de mayo -continuó el viento-. Venía yo de Poniente; en la costa occidental de Jutlandia había presenciado el naufragio de varios barcos, y, cruzando por los eriales y la costa cubierta de verdes bosques, atravesé la Fionia y llegué, soplando furiosamente, al Gran Belt. Amainé para tomarme un descanso, en la costa de Zelanda, cerca del castillo de Borreby, rodeado aún de magníficos robledales. Los mozos habían salido a recoger ramas tronchadas, llevándole las mayores y más secas que encontraban. Con ellas volvían al pueblo, las apilaban y encendían hogueras, y la juventud bailaba a su alrededor, cantando alegremente. -Yo seguía encalmado -prosiguió el viento-, pero muy quedamente soplé a una rama depositada por el más apuesto de los mozos; prendió el fuego, y levantase una altísima llama; fue el elegido, el rey de la fiesta, y se apresuró a nombrar a su pequeña reina entre las muchachas. ¡Qué bullicio, qué alegría! Se estaba mucho mejor allí que en el rico palacio de Borreby. Entonces llegaron, en una soberbia carroza dorada, tirada por seis caballos, la noble señora y sus tres hijas, finas y delicadas como tres preciosas flores: la rosa, el lirio y el pálido jacinto. La madre era un ostentoso tulipán; no saludó a nadie de la alegre multitud, que interrumpió la fiesta para saludarla con reverencias y acatamientos. Se habría dicho que la señora tenía un palo en el pescuezo. La Rosa, el Lirio, el pálido Jacinto, a las tres las vi. ¿Quién las elegiría por reina?, pensé. Algún apuesto caballero, tal vez un príncipe. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Siguió el coche su camino, con las ilustres damas, y los campesinos reanudaron sus danzas. Y por el verano hubo paseos a caballo y excursiones a Borreby, a Tjereby, a todos los pueblos circundantes. Mas por la noche, cuando me levanté -continuó el viento-, la noble señora se acostó para no volver a levantarse. Le ocurrió lo que a todos los humanos, no es cosa nueva. Valdemar Daae permaneció un rato a su vera grave y pensativo. El árbol más altivo puede doblarse, pero nunca quebrarse, decía una voz en su interior. Las hijas lloraban, y en el palacio todos se secaban los ojos. Dama Daae había huido, ¡y yo también huí! ¡Huuui! -dijo el viento. Volví, volví con frecuencia, a través de Fionia y del Gran Belt, descansé en la orilla de Borreby, junto al magnífico robledal, donde construían sus nidos el quebrantahuesos, las palomas torcaces, los cuervos azules y hasta la cigüeña negra. Era a la entrada la primavera, y unas aves tenían en sus nidos huevos, y otras, ya pollos. ¡Dios mío, cómo volaban y cómo gritaban! Se oían hachazos, golpe tras golpe; iban a talar el bosque. Valdemar Daae quería construir un barco soberbio, un navío de guerra de tres puentes, para vendérselo al Rey. Por eso talaba el bosque, que servía a los marinos de señal, y a las aves, de asilo. El alcaudón se echó a volar asustado, pues habían destruido su nido; el quebrantahuesos y las demás aves del bosque perdieron sus moradas y levantaron el vuelo, sin rumbo, chillando de angustia y de ira. Yo los comprendía muy bien. Las cornejas y los grajos gritaban, en son de burla: ¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera! En el bosque, entre el grupo de leñadores, estaban Valdemar Daae y sus tres hijas, riéndose de aquel griterío de las aves. Sólo la menor, Ana Dorotea, sentía compasión en el fondo de su alma; y cuando los hombres se dispusieron a cortar un árbol medio podrido, en cuyas desnudas hojas anidaba una cigüeña negra, intercedió en favor del animal y pidió con lágrimas en los ojos que respetasen aquel árbol con su nido. ¡Era tan poca cosa! Cortaron, aserraron, construyeron un barco de tres puentes. El maestro que dirigía la obra era de descendencia humilde, pero de noble porte y aspecto. En sus ojos y en su frente se reflejaba la inteligencia, y Valdemar Daae gustaba de escuchar sus explicaciones, lo mismo que Ida, su hija mayor, que ya contaba quince años. Y mientras el hombre construía un barco para el padre, edificaba para sí mismo un castillo de ensueño, donde residirían él y la pequeña Ida, convertidos en marido y mujer. Y esto hubiera podido realizarse, si aquel castillo hubiese sido de sillería, con murallas y fosos, con bosque y mar. Pero con todo su talento, el maestro era un pobre diablo. ¿Qué buscaba el gorrión en la sociedad de las grullas? ¡Huuui! Yo emprendí el vuelo, y él también, pues no le permitieron continuar allí, y la pobre Ida hubo de consolarse. ¿Qué remedio le quedaba? En el establo relinchaban los negros corceles; eran dignos de ver, y muy renombrados. El Rey había enviado al almirante a inspeccionar el nuevo buque de guerra y negociar su compra. El almirante se hizo lenguas de los fogosos caballos; yo lo oí perfectamente -dijo el viento-. Seguí a los personajes a través de la puerta abierta, esparciendo paja ante sus pies como si fuesen varillas de oro. Este metal era lo que quería Valdemar Daae, mientras el almirante ambicionaba los negros corceles; por eso los alababa tanto. Mas no lo comprendieron, y el barco no fue adquirido, y se quedó anclado y reluciente en la orilla, cubierto de tablas; una segunda arca de Noé destinada a no navegar nunca. ¡Huuui! ¡Huye, huye! ¡Qué lástima! En invierno, cuando los campos estaban cubiertos de nieve, los hielos flotantes invadían el Gran Belt y yo permanecía inmóvil en la costa -prosiguió el viento-; llegaron grandes bandadas de cuervos y cornejas, si uno negro, el otro más. Se posaron sobre el barco desierto, solitario, muerto, y se lamentaron a voz en grito por el bosque desaparecido, por los muchos nidos de pájaros destruidos, por los viejos y jóvenes que habían quedado sin hogar. Y todo ello por causa de aquel enorme artefacto, de aquel altivo navío que jamás se haría a la mar. Yo me puse a arremolinar los copos de nieve que, en forma de grandes ondas, fueran depositándose en torno al barco y encima del mismo. Hice que se oyera mi voz, ¡cuántas cosas tiene por decir la tempestad! Hice lo posible para que supiera lo que ha de saber un barco. ¡Huuui! ¡Adelante! Y pasó el invierno, inviernos y veranos llegaron y se fueron como yo, como pasa rápidamente la nieve, como se marchitan las flores del manzano y como caen las hojas de los árboles. ¡Anda, anda, pasa! ¡Huuui! Los hombres pasan también. Pero las hijas eran aún jóvenes. Ida, una verdadera rosa, finísima como cuando la viera el constructor del barco. Muchas veces me metía yo en su largo cabello castaño, cuando ella estaba pensativa en el jardín junto al manzano, sin darse cuenta de que yo esparcía las flores sobre su cabeza. Al notar que se le deshacía el cabello, levantaba la mirada al sol ardiente y al fondo dorado del cielo, por entre los oscuros arbustos y árboles. Su hermana Juana era como un lirio, lozana y erguida, orgullosa y arrogante y, como su madre, con el cuello envarado. Le gustaba entrar en el gran salón, de cuyas paredes colgaban los retratos de sus antepasados. Las señoras aparecían pintadas en vestidos de terciopelo y seda, tocadas con pequeñas cofias bordadas de perlas. ¡Eran realmente bellas damas! Los hombres llevaban armaduras o preciosos mantos de piel de ardilla y valonas azules. Llevaban la espada sujeta al muslo, no a la cintura. ¿Dónde colocarían algún día el retrato de Juana, y qué tal parecería su noble esposo? Sí, en esto pensaba y de esto hablaba en voz baja; yo la oía cuando pasaba por el largo corredor y me daba la vuelta. Ana Dorotea, el pálido jacinto, una niña de catorce años, era reposada y soñadora. Sus grandes ojos, azules como el mar, miraban con expresión pensativa, pero en torno a la boca se dibujaba una sonrisa infantil. Yo no podía borrársela de un soplo, ni tampoco lo quería. Me la encontraba en el jardín, en el valle y en los campos, recogiendo hierbas y flores que, como yo sabía, utilizaba su padre para elaborar bebidas y gotas, pues conocía el arte de destilar. Valdemar Daae era altivo y orgulloso, pero muy instruido; sabia muchas cosas. Bien se veía, y se comentaba; incluso en verano el fuego ardía en su chimenea, y la puerta de su habitación permanecía cerrada. Se pasaba día y noche encerrado en ella, mas casi nunca hablaba de lo que allí hacía: las fuerzas de la Naturaleza deben ser dominadas en silencio; pronto descubriría lo más valioso: el rojo oro. Por eso ardía la chimenea, por eso chisporroteaba la leña y levantaba llamas. Sí, allí estaba yo también -seguía contando el viento-. ¡Huye, huye!, cantaba yo por la chimenea. Y todo era humo, carbones y cenizas. ¡Te quemarás! ¡Huuui! ¡Huye, huye! Pero Valdemar Daae no huyó. Los magníficos corceles del establo, ¿qué se hicieron? ¿La antigua vajilla de oro y plata del armario y la vitrina, las vacas del prado, los bienes del castillo? ¡Pueden fundirse! Fundirse en el crisol, y, sin embargo, no dan oro. Fueron vaciándose las eras y los graneros, las bodegas y los desvanes. Cuanto menos gente, más ratones. Se hundió un cristal, otro se rompió; ya no necesitaba yo entrar por la puerta -prosiguió el viento-. Dicen que donde humea la chimenea es que se cuece la comida. Allí, empero, la chimenea echaba humo, pero se tragaba toda la comida por el maldito oro. Soplaba yo en la puerta del castillo como un guardián que toca el cuerno, mas allí no había ningún guardián. Hacía girar la veleta de la punta de la torre, y ella rechinaba como si el vigilante estuviese roncando allá arriba; pero no había ningún vigilante, sino sólo ratas y ratones. Pobreza en la mesa, pobreza en el vestir, pobreza en la despensa. Las puertas se salían de sus goznes, en los muros se abrían grietas y rajas. Yo entraba y salía -continuó el viento- por eso entro en detalles. Entre el humo y la ceniza, las preocupaciones y las noches de insomnio, iba blanqueándose el pelo de la barba y de las sienes; la piel se volvía rugosa y amarilla, y en los ojos brillaba la llama de la codicia, en espera del oro. Yo le soplaba el humo y la ceniza de la cara y de las barbas; en vez de oro llegaban deudas. Yo cantaba a través de los rotos cristales y de las abiertas grietas, entraba soplando en los dormitorios de las hijas, donde los vestidos parecían descoloridos y deshilachados, pues no podían renovarse. ¡No era aquella la canción que oyeran las niñas en sus cunas! Tanta riqueza se había trocado en miseria. Sólo yo seguía cantando en el castillo. Arremolinaba la nieve alrededor; dicen que eso calienta. Leña no había, pues el bosque estaba talado; ¿de dónde sacarla? El frío era terrible. Yo me metía por los portillos y corredores, por encima de la fachada y de los muros, para no perder el buen humor. En la casa, el frío obligaba a las nobles hijas a quedarse acostadas, y también el padre se refugiaba bajo la manta de pieles. Nada en que hincar el diente, nada para quemar. ¡Qué vida para unos grandes señores! ¡Huuui! ¡déjalo! Pero el señor Daae yo no podía dejarlo. Después del invierno viene la primavera -decía-; tras los malos tiempos vendrán los buenos… Pero, ¡cómo se hacen esperar! Toda la hacienda está hipotecada. Es el último respiro… Luego vendrá el oro. ¡Para Pascua! Lo oí murmurar dirigiéndose a un nido de arañas: «¡Oh, hábil tejedora! Tú me enseñas a resistir. Cuando te desgarran el nido, vuelves a empezar hasta que lo terminas. Una y otra vez pones manos a la obra, sin cansarte nunca. Así es como hay que hacer. Y luego viene el premio». Era la mañana de Pascua. Doblaban las campanas, y el sol brillaba en el cielo. Él, consumido por la fiebre, había estado velando, cociendo y enfriando, mezclando y destilando. Lo oía suspirar como alma en pena, lo oía rogar y retener el aliento. La lámpara se había apagado, pero él no se daba cuenta. Yo soplé en el rescoldo; se reflejó en su cara macilenta, que cobró un vivo tinte, con los ojos hundidos en las órbitas, pero agrandándose por momentos, como si fuesen a saltarle de ellas. -¡Mirad el cristal alquímico! -exclamó-. ¡Qué destellos lanza! ¡Es ígneo, puro y pesado! Lo levantó con mano temblorosa, gritando con lengua insegura: -¡Oro, oro! Le entró vértigo; yo habría podido derribarlo -dijo el viento-, pero me limité a soplar sobre las brasas y lo seguí, por la puerta, al aposento donde sus hijas estaban helándose. Se irguió con toda su estatura y, levantando el rico tesoro contenido en el crisol: -¡Lo tengo, lo tengo! ¡Oro! -gritó, alzando al mismo tiempo el recipiente que brillaba al sol; pero la mano le temblaba, y el crisol se le cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Se había esfumado la última burbuja de su felicidad. ¡Huuui! ¡Vete, vete! Me marché del palacio del buscador de oro. Ya muy avanzado el año, cuando aquí los días son cortos, y la niebla húmeda exprime sus gotas sobre las bayas rojas y las ramas desnudas, volví a estas tierras con nuevos ánimos, aireándolo todo, barriendo con mis soplos las nubes del cielo y quebrando las ramas secas. Es un trabajo vulgar, pero alguien tiene que hacerlo. También limpiaban en el castillo de Borreby, de Valdemar Daae, pero de un modo muy distinto. Su enemigo Ove Ramel, de Basnäs, había comprado en pública subasta, el palacio con todo su ajuar. Yo tamborileaba contra los rotos cristales, golpeaba con las carcomidas puertas, silbaba por entre las grietas y hendeduras: ¡Huuui! Al señor Ove no le entrarían ganas de quedarse. Ida y Ana Dorotea lloraban amargas lágrimas. Juana permanecía enhiesta y pálida, mordiéndose al pulgar hasta hacerlo sangrar. ¡De poco le serviría! Ove Ramel permitió al señor Daae seguir viviendo en el palacio hasta el fin de sus días, sin que el otro le diera las gracias. Yo escuchaba. Vi al noble arruinado erguir la cabeza con orgullo y enderezar el cuello, y entonces arremetí contra el edificio y los viejos tilos, con tanta fuerza que rompí la más gruesa de las ramas, aunque no estaba podrida; ante la puerta cayó, como una escoba, por si alguien quería barrer. Y ¡vaya si barrieron! ¡Bien lo decía yo! Fue un momento muy duro. El tiempo parecía haberse detenido. Pero el hombre se mantenía terco, el cuello tieso. Nada poseían ya, aparte los vestidos que llevaban puestos. ¡Ah, sí! una retorta nueva que acababan de comprar y que habían llenado con los restos barridos del suelo, el tesoro que tanto prometía y que no era nada. Valdemar Daae se la escondió en el pecho, y, empuñando el bastón, el un día opulento señor se marchó del castillo con sus tres hijas. Yo soplaba frío en sus mejillas ardientes, le acariciaba la barba gris y el largo cabello blanco, cantando con todas mis fuerzas: ¡Huuui! ¡Huye, huye, huye! Era el fin de toda aquella opulencia y grandeza. Ida y Ana Dorotea iban una a cada lado de su padre. Juana se volvió al pasar bajo la puerta principal. ¿Para qué? La fortuna no iba a volver. Miró los rojos sillares de los muros del castillo de Mark Stig y se acordó de sus hijas: La mayor tomó de la mano a la más joven y se fueron las dos por el mundo. ¿Pensaba en aquella canción? Ellas eran tres y su padre. Siguieron a pie el camino que otrora recorrían en coche. Se hubiera dicho una familia de mendigos. Iban a Smidstrup Mark, una casa de barro alquilada por tres marcos al año, la nueva mansión señorial de paredes vacías y vacíos platos. Las cornejas y los grajos volaban sobre ellos, gritando en son de burla: «¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera, fuera!», como habían gritado las aves del bosque de Borreby cuando derribaron sus árboles. El caballero Daae y sus hijas tal vez los oyeron. Yo les soplé a los oídos. ¡De qué les serviría oírlo! Se fueron a la casa de barro de Smidstrup Mark, y yo proseguí mi camino, por pantanos y campos, por setos pelados y bosques desnudos, hacia el mar abierto, hacia otras tierras. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Y así año tras año. * * * ¿Qué fue de Valdemar Daae? ¿Qué fue de sus hijas? Oigamos al viento: La última que vi de las tres, por última vez, fue a Ana Dorotea, el pálido jacinto, vieja ya y encorvada; había transcurrido medio siglo. Vivió más que las otras, y conocía toda la historia. Allá en el erial, cerca de la ciudad de Viborg, se alzaba la nueva y espléndida casa del preboste, de roja piedra y recortado frontón; un humo espeso salía de la chimenea. La señora y sus hermosas hijas, sentadas en el mirador, miraban, por encima del espino colgante del jardín, hacia el pardo erial del fondo. ¿Qué miraban? Un nido de cigüeñas en el techo de una casa ruinosa. El techo, si así puede llamarse, era de musgo y paja, aunque la mayor parte lo cubría el nido. Era lo único que aún quedaba firme; la cigüeña lo mantenía en pie. Era una casa para ser vista, no para ser tocada; yo tenía que pasar con cuidado -dijo el viento-. No la habían derribado en consideración a la cigüeña, y, por otra parte, servía de espantapájaros. El preboste no quería echar a la cigüeña; por eso la choza fue respetada, y por eso la infeliz que la ocupaba pudo seguir habitándola. Debía agradecérselo al ave de Egipto -¿o quizás a aquella vez que, en el bosque de Borreby, intercedió por su silvestre hermano negro -. Entonces era una niña, un delicado y pálido jacinto del noble jardín. Bien se acordaba de aquellos días Ana Dorotea. ¡Oh, oh! -los hombres pueden suspirar, como suspira el viento entre los juncos y cañas. ¡Ay, no doblaron las campanas sobre tu sepultura, Valdemar Daae! No cantaron los pobres escolares cuando fue depositado en la tierra el ex-señor de Borreby. A todo le llega su fin, hasta a la miseria. La hermana Ida casó con un labriego, y aquélla fue para el padre la prueba más dura de todas. ¡Marido de su hija, un mísero siervo al que su señor habría podido condenar al potro! Y ahora, pudriéndose bajo tierra. ¿Y tú también, Ida? ¡Oh, sí, oh, sí! ¡Soy yo, pobre vieja, la que estoy aún aquí! ¡Mísera de mí, mísera de mí! ¡Socórreme, Jesús mío! Ésta era la plegaria de Ana Dorotea en la ruinosa choza donde la dejaban vivir por consideración a la cigüeña. A la más animosa de las hermanas la adopté yo -dijo el viento-. Se puso el vestido apropiado y se contrató como remero con un patrón de barco. Era parca de palabras, dura de gesto, pero presta al trabajo. Sin embargo, no sabía trepar; por eso la arrojé por la borda antes de que descubriesen que era mujer; y obré muy sensatamente -añadió el viento. Una mañana de Pascua, como aquella en que Valdemar Daae había creído encontrar el oro, oí debajo del nido de cigüeñas, entre las ruinosas paredes, un canto religioso: el último que salía de los labios de Ana Dorotea. No había ni un cristal, y sí sólo un agujero en la pared; el sol entraba por él, como un ascua de oro. ¡Aquello sí era brillo! ¡Se quebraron sus ojos y se quebró su corazón! Pero también lo habrían hecho, aunque no hubiese brillado el sol. La cigüeña le proporcionó un techo hasta la hora de su muerte. Yo canté junto a su tumba -dijo el viento-. Canté también junto a la de su padre, sé dónde están las dos, no lo sabe nadie sino yo. ¡Nuevos tiempos, otros tiempos! Antiguos caminos se convierten en campos abiertos, fosos cercados pasan a ser carreteras, y pronto llega la locomotora, con su hilera de vagones rodando estruendosamente sobre aquellos fosos colmados, de los que no quedan ni los hombres. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Ésta es la historia de Valdemar Daae y de sus hijas. Cuéntenla mejor ustedes, si pueden- dijo el viento, volviendo la espalda. Ya está fuera.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo que hace el padre bien hecho está
Cuento infantil
Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador. Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente. Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?. -Tú verás mejor lo que nos conviene -dijo la mujer-. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado. Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; le cepilló el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas -pensaba la mujer-. Nadie lo hará mejor que él». El sol quemaba, y ni una nubecilla empañaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso, y en toda la extensión del camino no se descubría ni un puntito de sombra. Nuestro amigo se encontró con un paisano que conducía una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. «De seguro que da buena leche -pensó-. Tal vez sería un buen cambio». -¡Oye tú, el de la vaca! -dijo-. ¿Y si hiciéramos un trato? Ya sé que un caballo es más caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos? -Muy bien -dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales. Cerrado el trato; nada impedía a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera había sido ir a la feria, y decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen «toisón». «¡Esa oveja sí que me gustaría! -pensó el campesino-. En nuestros ribazos nunca le faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene más mantener una oveja que una vaca». -¡Amigo! -dijo al otro-, ¿quieres que cambiemos?. El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo. -¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! -le dijo-. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podría echarle los restos de comida. Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión. ¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y muchas gracias encima. El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Éste tenía una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo que ella quería significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla: «Es la gallina más hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del señor rector; me gustaría tenerla. Una gallina es el animal más fácil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo sería un buen negocio cambiarla por la oca». -¿Y si cambiáramos? -preguntó. -¿Cambiar? -dijo el otro-. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina. La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar. -¿Qué llevas ahí? -preguntó el campesino. -Manzanas podridas -respondió el mozo-; un saco lleno para los cerdos. -¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. Esto es signo de prosperidad, decía la abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto. -¿Cuánto me das por ellas? -preguntó el hombre. -¿Cuánto le doy? Las cambio por la gallina -y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas. Escucha si no. «¡Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse. -¿Qué pasa ahí? No tardó en propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas podridas. -Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas -dijeron los ingleses. -Besos me dará, que no puñadas -replicó el campesino-. La abuela va a decir: «Lo que hace el padre, bien hecho está». -¿Hacemos una apuesta? -propusieron los ingleses-. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal. -Con una fanega me contento -contestó el campesino-. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué piensan de ello? -Conforme -exclamaron los ingleses-. Trato hecho. Engancharon el carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita. -¡Buenas noches, madrecita! -¡Buenas noches, padrecito! -He hecho un buen negocio con el caballo. -¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! -dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros. -He cambiado el caballo por una vaca. -¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa mantequilla y queso. ¡Buen negocio! -Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja. -¡Ah! ¡Esto está aún mejor! -exclamó la mujer-. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido. -Pero es que después cambié la oveja por una oca. -Así tendremos una oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín! -Es que he cambiado la oca por una gallina -prosiguió el hombre. -¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio! -exclamó la mujer-. La gallina pondrá huevos, los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba! -Sí, pero es que luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas. -¡Ven que te dé un beso! -exclamó la mujer, fuera de sí de contento-. ¡Gracias, marido mío! ¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos. «¿Prestar? -me respondió-. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana podemos prestar». “Pues ahora yo puedo prestarle diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto, padrecito!”. Y le dio otro beso. -Magnífico -dijeron los ingleses-. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía besos en vez de puñadas. Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho está. Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho está.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Lo que se puede inventar
Cuento infantil
Érase una vez un joven que estudiaba para poeta. Quería serlo ya para Pascua, casarse y vivir de la poesía, que, como él sabía muy bien, se reduce a inventar algo, sólo que a él nada se le ocurría. Había venido al mundo demasiado tarde; todo había sido ya ideado antes de llegar él; se había escrito y poetizado sobre todas las cosas. -¡Felices los que nacieron mil años atrás! -suspiraba. ¡Cuán fácil les resultó ganar la inmortalidad! ¡Feliz incluso el que nació hace un siglo, pues entonces aún quedaba algo sobre que escribir. Hoy, en cambio, todo está agotado. ¿De qué puedo tratar en mis versos? Y estudió tanto, que cayó enfermo y se encontró en la miseria. Los médicos nada podían hacer por él; tal vez la adivina lograse aliviarlo. Vivía en la casita junto a la verja, y cuidaba de abrir ésta a los coches y jinetes; pero sabía hacer algo más que abrir la verja: era más lista que un doctor, que viaja en coche propio y paga impuestos. -¡Tengo que ir a verla! -dijo el joven. La casa donde residía era pequeña y linda, pero de aspecto tristón. No había ni un árbol ni una flor; junto a la puerta se veía una colmena, cosa muy útil, y un foso, donde crecía un endrino que había florecido ya y tenía ahora unas bayas de aquellas que no se pueden comer hasta que las han tocado las heladas, pues hacen contraer la boca. «He aquí el símbolo de nuestra prosaica época», pensó el joven; aquello era al menos un pensamiento, un granito de oro encontrado a la puerta de la adivina. -Anótalo -dijo ella-. Las migas también son pan. Sé para qué has venido: no se te ocurre nada, y, sin embargo, quieres ser poeta antes de Pascua. -Ya lo han escrito todo -dijo él-. Nuestra época no es como antes. -No -contestó la mujer-. En aquellos tiempos quemaban a las brujas, y los poetas paseaban con el estómago vacío y los codos rotos. Nuestra época es muy buena, la mejor de todas. Pero tú no sabes captar bien las cosas, no tienes el oído aguzado, y seguramente por la noche no rezas el Padrenuestro. Los temas son inagotables, si uno los sabe manejar. Puedes extraerlos de las plantas de la tierra, de las aguas fluyentes y de las estancadas, pero necesitas comprender, tienes que aprender a coger un rayo de sol. Prueba mis gafas, ponte al oído mi trompetilla, ruega a Dios y deja de pensar en ti mismo. Esto último era muy difícil, más de lo que puede exigir una adivina. Le dio las gafas y la trompetilla, y lo condujo al centro del campo de patatas. La mujer le puso en la mano un grueso tubérculo, que resultó sonoro; salía de él una canción con palabras: la historia de las patatas. He ahí una cosa interesante: una historia cotidiana en diez líneas; diez líneas bastaban. ¿Y qué cantaba la patata? Pues cantaba de sí misma y de su familia, de la llegada de las patatas a Europa, de los desprecios que habían debido sufrir antes de ser como son hoy, una bendición mayor que un terrón de oro. -Por mandato del Rey fuimos distribuidas en las casas consistoriales de todas las ciudades y se publicaron bandos acerca de nuestro gran valor, pero la gente no les hizo caso, no sabían plantarnos. Uno abría un hoyo y metía en él toda una fanega de patatas; otro plantaba una aquí y otra allí y se quedaba esperando que saliera un árbol para sacudirle los frutos. Brotaron plantas, flores, tubérculos, pero todo se marchitó. Nadie adivinaba lo que podía haber en la tierra, en la bendición que eran las patatas. Sí, hemos resistido y sufrido; es decir, nuestros abuelos, pero ellos y nosotros somos una sola y misma cosa. ¡Qué historia la nuestra! -Bueno, basta de esto -dijo la adivina-. Ahora mira el endrino. -Tenemos también próximos parientes en la tierra de las patatas, sólo que más al Norte que ellas -dijeron las endrinas-. De Noruega vinieron unos normandos que, a través de la niebla y desafiando las tempestades, navegaban con rumbo a un país desconocido; allí, más allá del hielo y la nieve, encontraron hierbas y verdes prados, y unos arbustos que daban unas bayas de color azul negruzco: los endrinos. Los racimos maduraban al helarse, que es lo que hacemos también nosotras. A aquel país le pusieron por nombre Vinlandia, la tierra del vino, que es lo mismo que Groenlandia, o tierra verde, tierra del endrino. -Es una narración muy romántica -dijo el joven. -Lo es, en efecto, pero sígueme -dijo la adivina, conduciéndolo a la colmena. Él miró al interior. ¡Qué vida y qué ajetreo! Había abejas en todas las galerías, ocupadas en hacer aire con las alas para ventilar el edificio; aquélla era su misión. Luego llegaron otras abejas del exterior; habían nacido con cestitos en las patas y los traían llenos de polen, que una vez vaciado y separado, sería convertido en miel y cera. Entraban y salían, volando sin cesar; también la reina hubiera querido ir con ellas, pero entonces habrían tenido que marcharse todas las abejas. No era hora todavía. Ya le llegaría su turno. Y mordían las alas a Su Majestad para forzarla a quedarse. -Te sube al borde del foso -dijo la adivina-. Echa una ojeada a la carretera; verás gente en ella. -¡Qué bullicio! -exclamó el joven-. ¡Esto es historia tras historia! ¡Qué manera de zumbar! Lo veo todo revuelto. ¡Me caigo de espaldas! -Nada de eso, anda siempre derechito -dijo la mujer-. Métete entre el gentío, aguza el ojo, el oído y el corazón, y no tardarás en encontrar algo. Pero antes de que te marches devuélveme mis gafas y la trompetilla. Y le quitó los dos objetos. -Ahora no veo nada en absoluto! -dijo el joven-. Ni oigo nada. -En tal caso, no serás poeta para Pascua -respondió la adivina. -¿Cuándo, pues? -Ni la primera Pascua ni la segunda. No aprenderás a inventar nada. -Entonces, ¿qué debo hacer para ganarme el pan con la poesía? -¡Oh, si sólo quieres eso, puedes conseguirlo antes de carnaval! Arremete contra los poetas. Si matas sus obras, los matarás a ellos mismos. Pero no te andes con miramientos. Duro con ellos, y tendrás bollos de carnaval para hartarte tú y tu mujer. -¡Lo que uno puede inventar! -dijo el joven, y arremetió contra todo poeta que encontraba, sólo porque él no podía serlo. Lo sabemos por la adivina; ella sabe lo que se puede inventar.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los campeones de salto
Cuento infantil
La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín apostaron una vez a quién saltaba más alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores. -¡Daré mi hija al que salte más alto! -dijo el Rey-, pues sería muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde. Se presentó primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce. Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante más pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones. -Sé cantar tan bien -dijo-, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia -a pesar de lo cual no han logrado aún tener una casa de naipes-, se han pasmado tanto al oírme, que se han vuelto aún más delgados de lo que eran antes. Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa. El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía; pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para atestiguar que venía de buena familia. El viejo consejero, que había recibido tres condecoraciones por su mutismo, aseguró que el huesecillo poseía el don de profecía; por su dorso podía vaticinarse si el invierno sería suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del que escribe el calendario. -De momento, yo no digo nada -manifestó el viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi opinión para el instante oportuno. Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó tan alto, que nadie pudo verla, y los demás sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo muy mal. El saltamontes llegó a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la cara del Rey, éste dijo que era un asco. El huesecillo permaneció largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores que no sabía saltar. -¡Mientras no se haya mareado! -dijo el perro, volviendo a husmearlo. ¡Rutch!, el hueso pegó un brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro. Entonces dijo el Rey: -El salto más alto es el que alcanza a mi hija, pues ahí está la finura; mas para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la tiene. A eso llamo yo talento. Y le fue otorgada la mano de la princesa. -¡Pero si fui yo quien saltó más alto! -protestó la pulga-. ¡Bah, qué importa! ¡Que se quede con el hueso! Yo salté más alto que los otros, pero en este mundo hay que ser corpulento, además, para que nos vean. Y se marchó a alistarse en el ejército de un país extranjero, donde perdió la vida, según dicen. El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a su vez: -¡Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento! Luego entonó su triste canción, por la cual conocemos la historia. Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo, aunque la hayan puesto en letras de molde.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los chanclos de la suerte
Cuento infantil
1. – Cómo empezó la cosa En una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos invitados. No hay más remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?» de la señora de la casa. En ésas estaban, y la tertulia seguía adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho más interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de Justicia, defendía con tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de todos. Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leído, entrémonos nosotros en el vestíbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido pensarse que su misión era acampanar a su señora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observándolas más atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenían las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos -pues eran, en efecto, personas reales-, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven, aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; así está segura de que se han llevado a término de la manera debida. Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel día. La mensajera de la Suerte sólo había hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un señor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salía de lo corriente. -Tengo que decirle aún -prosiguió- que hoy es mi cumpleaños, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la época en que más le gustaría vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto, y así el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo. -Eso crees tú -replicó la Preocupación-. El hombre que haga uso de esa facultad será muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda quitarse los chanclos. -¿Por qué dices eso? -respondió la otra-. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrá equivocadamente y verás lo feliz que será. Ésta fue la conversación. 2. – Qué tal le fue al consejero Se había hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegírico de la época del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquería y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas. -¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! -exclamó el Consejero-. Han quitado la acera, y todos los faroles están apagados. La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era además bastante denso, por lo que todos los objetos se confundían en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el Niño. «Debe anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado de quitar el cartel», pensó. Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella época. «¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de máscaras». De pronto resonaron tambores y pífanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El más distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel hombre. -Es el obispo de Zelanda -le respondieron. «¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos sentados en una barca. -¿Desea el señor que le pasemos a la isla? -preguntaron. -¿Pasar a la isla? -respondió el Consejero, ignorante aún de la época en que se encontraba-. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado. Los individuos lo miraron sin decir nada. -Decidme sólo dónde está el puente -prosiguió-. Es vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal. A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles. -No entiendo su jerga -dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen». Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna. «¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle. Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta. «O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho -suspiró el Consejero-. ¿Qué diablos es eso?». Se volvió persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja. «¡No, yo no estoy bien! -exclamó-, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados». Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado. «¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!». Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero. -Usted perdone -dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro-. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego le dirigió la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle. El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban. -¿Es éste «El Día» de esta tarde? -preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel. Ella, sin comprender la pregunta, le alargó la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia. -Es un grabado muy antiguo -exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro-. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica. Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio: -Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur. -¡Oh, no! -respondió el Consejero-. Sólo sé hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce. -La modestia es una hermosa virtud -observó el otro- Por lo demás, debo contestar a su discurso: mihi secus videtur; pero dejo en suspenso mi juicio. -¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? -preguntó el Consejero. -Soy bachiller en Sagradas Escrituras -respondió el hombre. Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. «Seguramente -pensó- se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia». -Aunque esto no es en realidad un locus docendi -prosiguió el hombre-, les ruego que se dignen hablar. Indudablemente habrán leído mucho sobre la Antigüedad. -Desde luego -contestó el Consejero-. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad. -¿Historias triviales? -preguntó el bachiller. -Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes. -¡Oh! -dijo, sonriendo, el hombre-, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios. -Pues yo no la he leído -dijo el Consejero-. Debe de ser alguna edición recientísima de Heiberg. -No -rectificó el otro-. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen. -Ya. ¿Así, éste es el autor? -preguntó el magistrado-. Es un nombre antiquísimo; así se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, ¿verdad? -Sí, es nuestro primer impresor -asintió el hombre. Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente, y en más de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones más simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio. -¿Qué tal se siente? -preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces éste volvió a la realidad; en el calor de la discusión había olvidado por completo lo que antes le ocurriera. -¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? -preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza. -¡Vamos a tomar un vaso de lo caro! Hidromiel y cerveza de Brema -pidió uno de los presentes-, y tú beberás con nosotros. Entraron dos mozas, una de ellas cubierta con una cofia bicolor; sirvieron la bebida y saludaron con una inclinación. Al Consejero le pareció que un extraño frío le recorría el espinazo. -¿Pero qué es esto, qué es esto? -repetía; pero no tuvo más remedio que beber con ellos, los cuales se apoderaron del buen señor. Estaba completamente desconcertado, y al decir uno que estaba borracho, no lo puso en duda, y se limitó a pedirles que le procurasen un coche. Entonces pensaron los otros que hablaba en moscovita. Nunca se había encontrado en una compañía tan ruda y tan ordinaria. «¡Es para pensar que el país ha vuelto al paganismo -dijo para sí-. Estoy pasando el momento más horrible de mi vida». De repente le vino la idea de meterse debajo de la mesa y alcanzar la puerta andando a gatas. Así lo hizo, pero cuando ya estaba en la salida, los otros se dieron cuenta de su propósito, lo agarraron por los pies y se quedaron con los chanclos en la mano… afortunadamente para él, pues al quitarle los chanclos cesó el hechizo. El Consejero vio entonces ante él un farol encendido, y detrás, un gran edificio; todo le resultaba ya conocido y familiar; era la calle del Este, tal como nosotros la conocemos. Se encontró tendido en el suelo con las piernas contra una puerta, frente al dormido vigilante nocturno. «¡Dios bendito! ¿Es posible que haya estado tendido en plena calle y soñando? -dijo-. ¡Sí, ésta es la calle del Este! ¡Qué bonita, qué clara y pintoresca! ¡Es terrible el efecto de un vaso de ponche!». Dos minutos más tarde se hallaba en un coche de punto, que lo conducía a Christianshafen; pensaba en las angustias sufridas y daba gracias de todo corazón a la dichosa realidad de nuestra época, que, con todos sus defectos, es infinitamente mejor que la que acababa de dejar; y, bien mirado, el consejero de Justicia era muy discreto al pensar de este modo. 3. – La aventura del vigilante nocturno «¡Si son unos chanclos de verdad! -exclamó el vigilante-. Serán del teniente que vive allí. Están delante de la puerta». El buen hombre tuvo la intención de llamar y entregarlos, pues en el piso habla luz; pero, temiendo despertar a los demás vecinos, no lo hizo. «¡Qué calentito debe sentirse uno con estas cosas en los pies! -pensó-. El cuero es muy suave». Le venían bien. «¡Qué extraño es el mundo! El teniente podría meterse ahora en su cama bien caliente, pero no señor, ni se le ocurre. Venga pasearse por la habitación; éste sí que es un hombre feliz. No tiene mujer ni hijos, y cada noche va de tertulia. ¡Qué dicha estar en su lugar!». Al expresar este deseo, obró el hechizo de los chanclos que se había calzado: el vigilante nocturno pasó a convertirse en el teniente. Se encontró en la habitación alta, con un papel color de rosa en las manos, en el que estaba escrita una poesía, obra del propio teniente. Pues todos hemos tenido en la vida un momento de inspiración poética, y si entonces hemos anotado nuestros pensamientos, el resultado ha sido una poesía. La del papel rezaba así: ¡Quién fuera rico!, suspiré a menudo,cuando un palmo del suelo levantaba.Fuera yo rico, serviría al reycon sable y uniforme y bandolera.Llegó sí el tiempo en que fui oficialmas la riqueza rehuye mi encuentro.¡Ayúdame, Dios del Cielo!Era, una noche, joven y dichoso,me besaba en los labios una niña.Yo era rico en hechizos y poesía,pero pobre en dineros, ¡ay de mí!Ella sólo pedía fantasías,y en esto yo era rico, que no de oro.Tú lo sabes, Dios del Cielo.¡Quién fuera rico!, suspira mi alma.Ya la niña se ha hecho una doncella,hermosa, inteligente y bondadosa.¡Si oyera mi canción, que hoy yo te cantoy quisiera quererme como antaño!Pero he de enmudecer, pues soy tan pobre.¡Así lo quieres, Dios del Cielo!¡Oh, sí fuera yo rico en paz y amor,no irían al papel estas mis penas.Sólo tú, amada, puedes comprenderme.Lee estas líneas, oye mi lamento…oscuro cuento, hijo de la noche,pues que sólo tinieblas se me ofrecen…¡Bendígate el Dios del Cielo! Poesías así sólo se escriben cuando se está enamorado; pero un hombre discreto se abstiene de darlas a la luz. Teniente, amor, escasez de dineros, es un triángulo o, lo que viene a ser lo mismo, la mitad del dado roto de la felicidad. El teniente lo experimentaba en su entraña, y por eso suspiraba con la cabeza apoyada contra el marco de la ventana. «Ese pobre vigilante de la calle es mucho más feliz que yo; no conoce lo que yo llamo la miseria; tiene un hogar, mujer e hijos, que lloran con sus penas y gozan con sus alegrías. ¡Ah, cuánto más feliz sería yo si pudiese cambiarme con él, y avanzar por la vida enfrentándome con sus exigencias y sus esperanzas! ¡Sin duda es más feliz que yo!». En el mismo instante el vigilante volvió a ser vigilante, pues con los chanclos de la suerte se había transformado en el teniente, pero, según hemos visto, se sintió desdichado y deseó ser lo que poco antes era. Y de este modo el vigilante pasó de nuevo a ser vigilante. «Ha sido un sueño muy desagradable -dijo-, pero muy raro. Me pareció que era el teniente de arriba, y, sin embargo, no me dio ningún gusto. Echaba en falta a mi mujercita y los chiquillos, que me aturden con sus besos». Se volvió a sentar y a dar cabezadas; el sueño no lo abandonaba, pues aún llevaba los chanclos puestos. Una estrella errante surcó el cielo. «¡Allá va! -dijo-, pero, ¡qué importa, con las que hay! Me habría gustado ver esas cosas más de cerca, especialmente la Luna, que no se escapa tan deprisa como las estrellas errantes. Según aquel estudiante, cuya ropa lava mi mujer, cuando morimos vamos volando de estrella en estrella. Es un cuento, desde luego, pero lo bonito que sería, si fuera verdad. Ojalá pudiera yo pegar un saltito hasta allí; el cuerpo podría quedarse aquí, echado en la escalera». ¿Sabes?, hay ciertas cosas en el mundo que no deben mentarse sin mucho cuidado; pero hay que redoblar aún la prudencia cuando se llevan puestos los chanclos de la suerte. Escucha, si no, lo que le sucedió al vigilante. Todos conocemos la velocidad de la tracción a vapor; la hemos experimentado, ya viajando en ferrocarril, ya por mar, en barcos; pero este vuelo es como la marcha de un caracol comparada con la velocidad de la luz; corre diecinueve millones de veces más rápida que el mejor corredor, y, sin embargo, la electricidad todavía la supera. La muerte es un choque eléctrico que recibimos en el corazón; en alas de la electricidad, el alma, liberada emprende el vuelo. Ocho minutos y unos segundos necesita la luz del sol para efectuar un viaje de más de veinte millones de millas; con el tren expreso de la electricidad, el alma necesita solamente unos pocos minutos para efectuar el mismo recorrido. El espacio que separa los astros no es para ella mayor que para nosotros las distancias que, en una misma ciudad, median entre las casas de nuestros amigos, incluso cuando son vecinas. Pero este choque eléctrico cardíaco nos cuesta el uso del cuerpo aquí abajo, a no ser que, como el vigilante, llevemos puestos los chanclos de la suerte. En breves segundos recorrió nuestro hombre las cincuenta y dos mil millas que nos separan de la Luna, la cual, como se sabe, es de una materia más ligera que nuestra Tierra; podríamos decir que tiene la blanda consistencia de la nieve recién caída. Se encontró en una de aquellas innúmeras montañas anulares que conocemos por el gran mapa de la Luna que trazara el doctor Mädler; lo has visto, ¿verdad? Por el interior era un embudo que descendía cosa de media milla, y en el fondo se levantaba una ciudad, cuyo aspecto podemos figurarnos si batimos claras de huevo en un vaso de agua; los materiales eran blandos como ellas, y formaban torres parecidas, con cúpulas y terrazas en forma de velas, transparentes y flotantes en la tenue atmósfera. Nuestra tierra flotaba encima de su cabeza como un globo de color rojo oscuro. Inmediatamente vio un gran número de seres, que serían sin duda los que nosotros llamamos «personas»; pero su figura era muy distinta de la nuestra. Tenían también su lengua, y nadie puede exigir que un vigilante nocturno la entendiera; pues bien, a pesar de ello, resultó que la entendía. Sí, señor, resultó que el alma del vigilante entendía perfectamente la lengua de los selenitas, los cuales hablaban de nuestra Tierra y dudaban de que pudiese estar habitada. En ella la atmósfera debía de ser demasiado densa para permitir la vida de un ser lunático racional. Consideraban que sólo la Luna estaba habitada; era, según ellos, el astro idóneo para servir de vivienda a los moradores del universo. Pero volvamos a la calle del Este y veamos qué pasa con el cuerpo del vigilante nocturno. Yacía inanimado en la escalera; el chuzo le había caído de la mano, y los ojos tenían la mirada clavada en la Luna, donde vagaba su alma de bendito. -¿Qué hora es, vigilante? -preguntó un transeúnte. Pero el vigilante no respondió. Entonces el hombre le dio un capirotazo en las narices, con lo que el cuerpo perdió el equilibrio, quedando tan largo como era; ¡el vigilante estaba muerto! Al transeúnte le sobrevino una gran angustia ante aquel hombre al que acababa de propinar un capirotazo. El vigilante estaba muerto, y muerto quedó; se dio parte, se comentó el acontecimiento, y a la madrugada trasladaron el cuerpo al hospital. Ahora bien, ¿cómo se las iba a arreglar el alma, si se le ocurría volver, y, como es muy natural, buscaba el cuerpo en la calle del Este? Allí, desde luego, no lo encontraría. Lo más probable es que acudiese a la policía, y de ella a la oficina de informaciones, donde preguntarían e investigarían entre los objetos extraviados; y luego iría al hospital. Pero tranquilicémonos; el alma es muy inteligente cuando obra por sí misma; es el cuerpo el que la vuelve tonta. Según ya dijimos, el cuerpo del vigilante fue a parar al hospital y depositado en la sala de desinfección, donde, como era lógico, la primera cosa que hicieron fue quitarle los chanclos, con lo cual el alma hubo de volver. Se dirigió enseguida al lugar donde estaba el cuerpo, y un momento después nuestro hombre estaba de nuevo vivito y coleando. Aseguró que acababa de pasar la noche más horrible de su vida; ni por un escudo se avendría a volver a las andadas; suerte que ya había pasado. Lo dieron de alta el mismo día, pero los chanclos quedaron en el hospital. 4. – La historia en su punto culminante Un número de declamación Un viaje muy fuera de lo corriente Todos los ciudadanos de Copenhague saben hoy día cómo es la entrada del hospital del rey Federico. Pero como puede darse el caso de que lean la presente historia algunas personas desconocedoras de la capital, forzoso nos será comenzar dando una descripción de ella. El hospital queda separado de la calle por una reja bastante alta, cuyos barrotes de hierro están tan distantes entre sí, que algunos de los estudiantes internos de Medicina, si eran flacos, podían escabullirse por entre ellos y efectuar sus pequeñas correrías por el exterior. La parte del cuerpo que más costaba de pasar era la cabeza; en este caso, como en tantos otros que vemos en la vida, las cabezas menores eran las más afortunadas. Lo dicho bastará como introducción. Uno de los jóvenes candidatos, de quien sólo desde el punto de vista corporal podía decirse que tenía una gran cabeza, estaba de guardia aquella noche. La lluvia caía a cántaros, lo cual suponía un obstáculo más; pero, a pesar de todo, el mozo tenía que salir, aunque fuere sólo por un cuarto de hora. Para una ausencia tan breve no había necesidad de dar explicaciones al portero, pensó, con tal de poder escurrirse por entre las rejas. Allí estaban los chanclos que el vigilante había olvidado; ni por un momento se le ocurrió que pudiesen ser los de la Suerte, y si sólo que con aquel tiempo le harían buen servicio; por eso se los puso. Le vino entonces la duda de si podría o no pasar por entre los barrotes, pues nunca lo había intentado aún. Y allí estaba. «¡Quiera Dios que pueda pasar la cabeza!» -dijo, e inmediatamente, a pesar de que era grande y dura, pasó con facilidad y sin contratiempos, gracias a los chanclos; pero no el cuerpo, y allí se quedó. «¡Uf, estoy demasiado gordo! -dijo-. Creía que la cabeza era lo más difícil. No podré salir». Trató entonces de retirarla, pero no hubo medio. Podía mover el cuello fácilmente, pero eso era todo. Su primer impulso fue de ira, y el segundo, de total desaliento. Los chanclos de la Suerte lo habían puesto en aquella terrible situación, y, desgraciadamente para él, no se le ocurrió desear liberarse de ella, sino que continuó forcejeando sin conseguir nada positivo. Seguía lloviendo intensamente, y por la calle no pasaba un alma. Le era imposible alcanzar la cadena de la campanilla de la puerta; ¿cómo soltarse? Comprendió que tendría que permanecer allí hasta la mañana; entonces habrían de llamar a un herrero para que limase un barrote; pero esto lleva tiempo. Toda la escuela de pobres, situada enfrente, acudiría con sus alumnos uniformados de azul, todo el barrio marinero de Nyboder se concentraría allí para verlo en la picota; habría una afluencia enorme, mucho mayor que la del pasado año en que había florecido el agave gigante. «¡Uf, la sangre se me sube a la cabeza, creo que me volveré loco! ¡Sí, me volveré loco! ¡Ah, si pudiese soltarme, todo estaría resuelto!». ¡Hubiera podido decirlo antes! No bien hubo manifestado aquel deseo, le quedó libre la cabeza y se precipitó al interior, desconcertado por el susto que acababan de causarle los chanclos de la Suerte. Pero no crean que paró aquí la cosa, no; lo peor es lo que sucedió más tarde. Transcurrieron la noche y el día siguiente, sin que nadie reclamara los chanclos. Al atardecer se celebraba una representación en el pequeño teatro del callejón de Kannike, la sala estaba llena de bote en bote. En un intermedio leyeron una poesía nueva que tenía por título «Las gafas de la abuela». Se hablaba en ella de unas gafas que tenían la virtud de hacer aparecer a las personas en figura de naipes, con los cuales podía adivinarse el futuro y predecir lo que iba a ocurrir al año siguiente. El recitador cosechó grandes aplausos. Entre los espectadores se encontraba también nuestro estudiante del hospital, que no parecía ya acordarse de su aventura de la pasada noche. Llevaba puestos los chanclos, pues nadie los había reclamado, y como la calle estaba sucia de barro, pensó que le prestaron buen servicio. Estimó que la poesía era muy buena. Aquella idea le preocupaba; le habría gustado no poco poseer unos anteojos como los descritos; utilizándolos bien, tal vez fuera posible ver el mismo corazón de las personas, lo cual resultaría aún más interesante que saber los acontecimientos del próximo año. Éstos se sabrían al cabo, mientras que aquello quedaría siempre oculto. «Sólo imagino toda la hilera de caballeros y señoras de primera fila: ¡si pudiese uno ver en sus corazones! Tendría que haber una abertura, una especie de escaparate. ¡Cómo recorrerían mis ojos las tiendas! Aquella dama posee seguramente un gran negocio de confección; la otra tiene la tienda vacía, pero no le vendría mal una limpieza general. Pero encontraría también buenos establecimientos. ¡Ay, sí! -suspiró-, sé de uno en que todo es excelente, lástima del empleado que hay en él; es lo único malo de la tienda. De todas partes me llamarían: ¡Venga, acérquese más, por favor! ¡Oh, si pudiese filtrarme en ellos como un minúsculo pensamiento!». No necesitaron más los chanclos; el joven se contrajo e inició un viaje absolutamente insólito por los corazones de los espectadores de la primera fila. El primer corazón por el que pasó pertenecía a una dama; sin embargo, en el primer momento creyó encontrarse en un instituto ortopédico, como suelen llamarse esos establecimientos en los que el médico arregla deformidades humanas y endereza a las personas. Estaba en el cuarto de cuyas paredes cuelgan los moldes en yeso de los miembros deformes; con la única diferencia de que en el instituto se moldean al entrar el paciente, mientras en el corazón no se moldeaban y guardaban hasta que los interesados habían vuelto a salir. Eran vaciados de amigas, cuyos defectos, corporales y espirituales, se guardaban allí. Rápidamente pasó a otro corazón, que le hizo el efecto de un venerable y espacioso templo. La blanca paloma de la inocencia aleteaba sobre el altar; ¡qué deseos sintió de hincarse de rodillas! Pero inmediatamente hubo de trasladarse al tercer corazón, aunque seguía oyendo las notas del órgano y tenía la impresión de haberse vuelto un hombre nuevo y mejor; no se sentía indigno de penetrar en el siguiente santuario, que le mostró una pobre buhardilla con una madre enferma. Por la abierta ventana, el sol bendito de Dios; magníficas rosas le hacían señas desde la pequeña maceta del tejado, y dos pájaros de color azul celeste cantaban alegrías infantiles, mientras la doliente madre pedía bendiciones para su hija. Andando a gatas se entró luego en una carnicería abarrotada. No hacía sino toparse con carne y más carne. Era el corazón de un hombre rico y prestigioso, cuyo nombre anda en todas las bocas. A continuación penetró en el corazón de su mujer, palomar viejo y derruido. El retrato del hombre servía de veleta; estaba en combinación con las puertas, las cuales se abrían y cerraban según giraba el hombre. Vino después un salón de espejos, tal como el que tenemos en el palacio de Rosenborg; sólo que los cristales aumentaban en proporciones desmesuradas. En el centro del recinto, sentado en el suelo como un Dalai-Lama, estaba el insignificante YO de la persona, contemplando maravillado su propia talla. Luego creyó entrar en un estrecho alfiletero lleno de punzantes alfileres, y no tuvo más remedio que pensar: «Seguramente es el corazón de una solterona». Pero era el de un joven guerrero, poseedor de numerosas condecoraciones y de quien se decía: es hombre de alma y corazón. Completamente desconcertado salió el pobre pecador del último corazón de la serie; no era capaz de ordenar sus pensamientos, y pensó que su excesiva imaginación le había jugado una mala pasada. «¡Dios mío! -suspiró-, debo tener propensión a la locura. Además, aquí hace un calor asfixiante, la sangre se me sube a la cabeza». Entonces se acordó de su peripecia de la noche anterior, cuando la cabeza se le había quedado aprisionada entre los barrotes de la reja. «¡Allí lo cogí de seguro! -pensó-. Tengo que ponerle remedio cuanto antes. Un baño ruso me aliviaría. ¡Si pudiese estar ahora en la tabla más alta del baño de vapor!». Y ahí lo tenéis en la tabla más alta del baño de vapor, pero con todos los vestidos, botas y chanclos. Las ardientes gotas de agua que caían del techo le daban en la cara. «¡Uy!», gritó, saltando precipitadamente para meterse bajo la ducha fría. El guardián soltó un estridente grito al ver a aquel individuo vestido. El estudiante tuvo la suficiente presencia de ánimo para decirle en voz baja: -¡Es una apuesta! Pero lo primero que hizo en cuanto estuvo en su habitación fue aplicarse al pescuezo un gran vejigatorio español y tumbarse de espaldas, para que le saliese del cuerpo la locura. A la mañana siguiente tenía toda la espalda ensangrentada; era cuanto había sacado de los chanclos de la Suerte. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los cisnes salvajes
Cuento infantil
Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía la mitad del reino. ¡Qué bien lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar siempre. Su padre, Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa. A la semana siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste acabó por desentenderse de ellos. -¡A volar por el mundo y apáñense por su cuenta! -exclamó un día la perversa mujer-; ¡a volar como grandes aves sin voz! Pero no pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el bosque. Era aún de madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente, nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose basta las nubes, por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se extendía hasta la misma orilla del mar. La pobre Elisita seguía en el cuarto de los labradores jugando con una hoja verde, único juguete que poseía. Abriendo en ella un agujero, miró el sol a su través y le pareció como si viera los ojos límpidos de sus hermanos; y cada vez que los rayos del sol le daban en la cara, creía sentir el calor de sus besos. Pasaban los días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas: -¿Qué puede haber más hermoso que ustedes? Pero las rosas meneaban la cabeza y respondían: -Elisa es más hermosa. Cuando la vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro: -¿Quién puede ser más piadoso que tú? -Elisa es más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir. Habían convenido en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al ver la Reina lo hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey quería ver a su hija. Por la mañana, muy temprano, fue la Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los besó y dijo al primero: -Súbete sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo-, para que se vuelva como tú de fea, y su padre no la reconozca. Y al tercero: -Siéntate sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra. Echó luego los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era, demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella. Al verlo la malvada Reina, la frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco; le untó luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era imposible reconocer a la hermosa Elisa. Por eso se asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció, excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya opinión no contaba. La pobre Elisa rompió a llorar, pensando en sus once hermanos ausentes. Salió, angustiada, de palacio, y durante todo el día estuvo vagando por campos y eriales, adentrándose en el bosque inmenso. No sabía adónde dirigirse, pero se sentía acongojada y anhelante de encontrar a sus hermanos, que a buen seguro andarían también vagando por el amplio mundo. Hizo el propósito de buscarlos. Llevaba poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas, reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces. Toda la noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando, escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto. Cuando despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra. Al ver su propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero no se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella. Vestida ya de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro: ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una soledad como nunca había conocido. La noche siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus brazos. Al despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido realidad. Anduvo unos pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once príncipes cabalgando por el bosque. -No -respondió la vieja-, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la cabeza, que iban río abajo. Acompañó a Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua. Elisa dijo adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se vertía en el gran mar abierto. Frente a la doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela, ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su lección, olas claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán al lado de mis hermanos queridos». Entre las algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe?. Se hallaba sola en la orilla, pero no sentía la soledad, pues el mar cambiaba constantemente; en unas horas se transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido. A la hora del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas. No bien el sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje de las aves y aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel proceder de su madrastra. -Nosotros -dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado, hermanita querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero bote, nada en absoluto que pueda flotar. -¿Cómo podría yo redimirlos? -preguntó la muchacha. Estuvieron hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas. Elisa despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron; pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso recobraron todos su figura natural. -Mañana nos marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar? -¡Sí, llévenme con ustedes! -dijo Elisa. Emplearon toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos, echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas alas extendidas. Estaban ya muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El hermano menor las había recogido y puesto junto a ella. Elisa le dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de su cabeza, haciéndole sombra con las alas. Iban tan altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció la hermosa silueta. Siguieron volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo, llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento anunciaban la tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían sin interrupción. El sol se hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación de caerse; pero en seguida reanudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de una foca asomando fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban en ellos confianza y valor. Al amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como si las blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca, fuesen millones de cisnes nadando entre las olas. Al elevarse más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con atrevidas columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores, grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio castillo de nubes de la Fata Morgana, eternamente cambiante; no había allí lugar para criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar. Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros, ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas trepadoras, comparables a bordadas alfombras. -Vamos a ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo el menor de los hermanos, mostrándole el dormitorio. -¡Quiera el Cielo que sueñe la manera de salvarlos! -respondió ella; aquella idea no se le iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran altura, hacia el castillo de la Fata Morgana; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro. -Tus hermanos pueden ser redimidos -le dijo-; pero, ¿tendrás tú valor y constancia suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus vidas. No olvides nada de lo que te he dicho. El hada tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar su trabajo. Cogió con sus delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con los pies descalzos y trenzó el verde lino. Al anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra; pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras ampollas. Pasó la noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el segundo. En esto resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había recogido y peinado, se sentó encima. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los corredores
Cuento infantil
Se había concedido un premio o, mejor dicho, dos premios: uno, pequeño, y otro, mayor, para los corredores que fueran más veloces; pero no en una sola carrera, sino en el transcurso de todo un año. -Yo he ganado el primer premio -dijo la liebre-. Es natural que se imponga la justicia, cuando en el jurado hay parientes y buenos amigos. Pero eso de que el caracol obtuviera el segundo premio resulta casi ofensivo para mí. -De ningún modo -contestó la estaca, que había actuado como testigo en el acto de la distribución premios. También hay que tener en cuenta la diligencia y la buena voluntad. Así dijeron muchas personas de peso, y estuve de acuerdo con ellas. Cierto que el caracol necesitó medio año para salvar el dintel de la puerta, pero con las prisas se fracturó el muslo, pues para él aquello era ir deprisa. Ha vivido única y exclusivamente para su carrera, y además llevaba la casa a cuestas. Todo esto merecía ser tenido en cuenta. Por eso le dieron el segundo premio. -También habrían podido fijarse en mí -dijo la golondrina-. Creo que nadie me ha superado en velocidad de vuelo e impulso. ¿Dónde no he llegado yo? Lejos y cada vez más lejos. -Sí, y ahí está su desgracia -replicó la estaca-. Da usted demasiadas vueltas. Siempre se marcha a otras tierras cuando aquí empieza el frío. No demuestra el menor patriotismo. No se puede tomar en consideración. -¿Y qué ocurriría si durante todo el invierno me quedara en el cenagal? Si me lo pasase todo él durmiendo, ¿me tomarían en cuenta? -preguntó la golondrina. -Procúrese un certificado de la señora del pantano, acreditando que se ha pasado la mitad del tiempo durmiendo en la patria, y será admitida al concurso. -Yo merecía el primer premio, y no el segundo -protestó el caracol-. Sé de buena tinta que la liebre corrió siempre por miedo, creyendo que había peligro. Yo, en cambio, hice de la carrera el objetivo de mi vida y me costó quedar inválido, en acto de servicio. Si alguien mereció el primer premio, ése fui yo. Pero no voy a armar conflictos ahora; va en contra de mi carácter. Y escupió su baba. -Yo doy mi palabra, y puedo defenderla, de que los premios, al menos por lo que se refiere a mi voto, se concedieron teniendo en cuenta todas las circunstancias concurrentes -afirmó el viejo mojón del bosque, que era miembro del colegio de árbitros-. Yo procedo siempre con el debido orden, con reflexión y circunspección. Siete veces he tenido ya el honor de formar parte del jurado dictaminador, pero hasta hoy no he logrado imponer mi criterio. En toda distribución he partido siempre de algún hecho concreto. Cuando el primer premio, partí del orden de las letras, empezando por la última, mientras que en el segundo partí de la primera. Y ahora fíjense ustedes lo que resulta cuando se parte de la primera: La letra decimoquinta después de la Z, es la L, por eso voté en favor de la liebre para el primer premio, y la tercera empezando por la primera es la C; de aquí que para el segundo premio diera mi voto en favor del caracol. La próxima vez tocará el primer premio a la K, y el segundo a la D. Lo importante, en todas las cosas, es proceder siempre con orden. Hay que partir de una base firme. -Si yo no hubiese sido miembro del jurado, habría votado en mi favor -dijo el mulo, que había actuado de juez-. No sólo hay que tener en cuenta la velocidad del avance, sino también otras circunstancias, por ejemplo, el peso que se puede arrastrar. No obstante, por esta vez no insistí en ello, ni tampoco hice observar la listeza de la liebre en la fuga, el talento con que de repente da un salto a un lado para desconcertar a sus perseguidores. Pero todavía hay otra cosa, que es de mucho peso y que no debe dejarse de lado; me refiero a lo que llaman «belleza». Yo lo he tomado en consideración, observando las bellas y desarrolladas orejas de la liebre. ¡Da gusto ver lo largas que son! Diome la impresión de que me veía a mí mismo cuando era pequeño. Por eso voté en su favor. -¡Bah! -exclamó la mosca-. Yo sólo diré una cosa, y es que he alcanzado a más de una liebre. Bien lo sé. No hace mucho que rompí las patas traseras de un lebrato. Me había instalado sobre la locomotora de un tren; lo hago a menudo, pues es el mejor modo de observar la propia velocidad. Un lebrato corría muy por delante, sin sospechar que yo estaba allí; al fin hubo de desviarse, pero la locomotora le partió las patas traseras, debido a que yo estaba posada encima. La liebre quedó allí tendida, mientras yo seguía adelante. ¿No es una victoria, esto? Pero no aspiro al premio; me da igual. «Me parece -pensó la rosa silvestre, aunque se guardó el pensamiento para si, pues no está en su naturaleza el expresarse de viva voz, aunque aquella ocasión hubiera estado muy oportuna-, me parece que el primer premio honorífico correspondería al Sol, y hasta el segundo, por añadidura. En un santiamén recorre la inconmensurable distancia que media entre el astro y la tierra, y llega con una fuerza capaz de despertar a la Naturaleza entera. Y además tiene una belleza tal que nos hace a las rosas sonrojarnos y perfumar el ambiente. Aquellos encopetados jueces no parecen haberse dado cuenta de todo esto. Si yo fuese el rayo de sol, les enviaría una insolación a todos; aunque lo único que conseguiría sería volverlos locos, y para esto no necesitan ayuda. Mejor es que me calle. Tengamos paz en el bosque. Es magnífico esto de poder florecer, perfumar y refrescar, y vivir en la leyenda y en la canción. Pero el rayo de sol nos sobrevive a todos». -¿Cuál es el primer premio? -preguntó la lombriz de tierra, que se había pasado el tiempo durmiendo y llegaba tarde. -Consiste en tener entrada libre a un huerto -dijo el mulo-; yo lo propuse. Como forzosamente tenía que ganarlo la liebre, yo, como miembro pensante y activo, tuve buen cuidado de considerar la utilidad que reportaría al ganador. Ahora la liebre está aprovisionada. El caracol puede subirse al muro a lamer el musgo y la luz del sol; además, se le nombra árbitro para la próxima competición. En eso que los hombres llaman un comité conviene mucho contar con un especialista. He de decir que tengo grandes esperanzas en el futuro, pues el principio ha sido realmente espléndido. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los días de la semana
Cuento infantil
Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara. Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval. Llegó el día, y todos se reunieron. Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!». Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados. -Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana. Martes, el día de Marte, o sea, el de la fuerza. -¡Sí, lo soy! -dijo-. Pongo manos a la obra, ato las alas de Mercurio a las botas del mercader, en las fábricas inspecciono si han engrasado las ruedas y si éstas giran; atiendo a que el sastre esté sentado sobre su mesa y que el empedrador cuide de sus adoquines. ¡Cada cual a su trabajo! No pierdo nada de vista, por eso he venido en uniforme de policía. -Si no les parece adecuado, búsquenme un atuendo mejor. -¡Ahora voy yo! -dijo Miércoles-. Estoy en el centro de la semana. Soy oficial de la tienda, como una flor entre el resto de honrados días laborables. Cuando dan orden de marcha, llevo tres días delante y otros tres detrás, como una guardia de honor. Tengo motivos para creer que soy el día de la semana más distinguido. Jueves se presentó vestido de calderero, con el martillo y el caldero de cobre; era el atributo de su nobleza. -Soy de ilustre cuna -dijo-, ¡gentil, divino! En los países del Norte me han dado un nombre derivado de Donar, y en los del Sur, de Júpiter. Ambos entendieron en el arte de disparar rayos y truenos, y esto ha quedado en la familia. Y demostró su alta alcurnia golpeando en el caldero de cobre. Viernes venia disfrazado de señorita, y se llamaba Freia o Venus, según el lenguaje de los países que frecuentaba. Por lo demás, afirmó que era de carácter pacífico y dulce, aunque aquel día se sentía alegre y desenvuelto; era el día bisiesto, el cual da libertad a la mujer, pues, según una antigua costumbre, ella es la que se declara, sin necesidad de que el hombre le haga la corte. Sábado vino de ama de casa, con escoba, como símbolo de la limpieza. Su plato característico era la sopa de cerveza, mas no reclamó que en ocasión tan solemne la sirviesen a todos los comensales; sólo la pidió para ella, y se la trajeron. Y todos los días de la semana se sentaron. Los siete quedan dibujados, utilizables para cuadros vivientes en círculos familiares, donde pueden ser presentados de la manera más divertida. Aquí los damos en febrero sólo en broma, el único mes que tiene un día de propina.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los fuegos fatuos están en la ciudad, dijo la Reina del Pantano
Cuento infantil
Érase un hombre que había sabido muchos cuentos nuevos, pero se le habían escapado, según él decía. El cuento, que antes se le presentaba por propia iniciativa, había dejado de llamar a su puerta. ¿Y por qué no venía? Cierto es que el hombre llevaba muchísimo tiempo sin pensar en él, sin esperar que se presentara y llamara; se había distraído de los cuentos, pues fuera rugía la guerra, y dentro reinaban la aflicción y la miseria, compañeras inseparables de aquélla. La cigüeña y la golondrina regresaban de su largo viaje, sin temer nada malo, y he aquí que al llegar se encontraron con sus nidos quemados, lo mismo que las casas de los hombres, y los setos en pleno desorden, cuando no desaparecidos del todo. Los caballos del enemigo piafaban sobre las viejas sepulturas. Eran tiempos duros y tenebrosos, pero todo tiene su fin. Les ha llegado el fin, decían todos, y, no obstante, el cuento no acudía a llamar a la puerta ni daba noticias de su persona. -Seguramente habrá muerto o se habrá marchado como tantos otros -dijo el hombre-. Pero el cuento nunca muere. Transcurrió mucho tiempo; y él lo echaba de menos. -¿Es posible que no vuelva y llame a la puerta? Y se acordaba de él como si lo tuviera delante, en todas las formas con que solía presentársela: ya joven y hermoso como la propia primavera, una encantadora muchacha con una guirnalda de aspérulas en la frente y una rama de haya en la mano, y ojos brillantes cual profundos lagos en el bosque bajo el sol; ya en figura de buhonero, abierta la caja de la que salían cintas de plata que ondeaban al viento, y con poemitas e inscripciones para recordatorios. Pero cuando más bello estaba era cuando venía de abuelita, con el cabello plateado y grandes ojos inteligentes. Entonces sí que sabía cosas de los tiempos más remotos, muy anteriores a aquellos en que las princesas hilaban con husos de oro, y acechaban por ahí dragones y vestigios. Contaba de una manera tan viva, que a los oyentes se les ofuscaba la vista, y el suelo parecía negro de sangre humana; horrible de ver y de oír y, sin embargo, ¡tan agradable!, pues hacía tanto tiempo que había sucedido… -¡Y si no volviera a llamar! -exclamaba el hombre, clavando la mirada en la puerta con tanta insistencia, que creía ver manchas negras en el aire y en el suelo. No sabía si era sangre o un crespón de luto por los terribles y lúgubres días vividos. Un día en que estaba cavilando, se le ocurrió la idea de que tal vez el cuento se hubiese escondido, como la princesa de aquellos antiguos cuentos, y quería que lo buscasen. Si lo encontraban, brillaría con nueva luz, más hermosa que antes. -¡Quién sabe, a lo mejor se ha ocultado en la paja tirada junto al pretil del pozo! ¡Cuidado, cuidado! Tal vez se esconde en una flor marchita, guardada en uno de aquellos voluminosos libros del anaquel. Y el hombre, dirigiéndose a la biblioteca, abrió uno de los tomos más nuevos, deseoso de poner las cosas en claro. Mas no había allí ninguna flor: sólo historias de Holger Danske. Y el hombre leyó cómo aquella historia había sido inventada en Francia por un monje, arreglada en forma de novela y «traducida e impresa en lengua danesa». Que Holger Danske no había vivido en realidad y, por tanto, no podía volver, contra lo que creíamos y tan a gusto cantábamos. Con Holger Danske ocurría lo que con Guillermo Tell: todo era pura palabrería, sin nada en que poder apoyarse; y todo eso aparecía escrito en aquel libro, con grandes alardes de erudición. -Bueno, yo sé lo que tengo que creer -dijo el hombre-. Donde no ha pisado ningún pie, no se trilla camino. Y cerrando el libro y volviéndolo al estante, se dirigió a las flores que crecían en la ventana. A lo mejor se había escondido en el rojo tulipán de borde dorado, o en la fresca rosa, o en la reluciente camelia. El sol jugaba entre las hojas, pero el cuento no asomaba por ningún lado. -Las flores que había aquí, en aquellos días tristes, eran mucho más hermosas; pero las cortaron sin dejar una, para trenzar coronas con ellas, coronas que fueron colocadas en el ataúd recubierto con la bandera. Tal vez con las flores enterraron también al cuento. Pero las flores lo habrían sabido, y el ataúd se habría dado cuenta, y la tierra también, y los tallitos de hierba lo habrían dicho al brotar. ¡El cuento no muere jamás! Quizá vino aquí y llamó, pero ¡quién estaba entonces para él! La gente miraba con ojos sombríos, melancólicos, casi coléricos, el sol de primavera, el revoloteo de los pájaros y el verde esperanzador de los campos; la lengua no soportaba las viejas canciones populares, que habían sido enterradas, como tantas otras cosas tan queridas de nuestro corazón. Es muy posible que el cuento haya venido a llamar a la puerta, pero nadie lo había oído, nadie le había dado la bienvenida, y así se marchó nuevamente. Iré a buscarlo. ¡Al campo, al bosque, a la anchurosa orilla! En pleno campo hay una vieja mansión señorial de rojas paredes, frontón dentado y ondeante bandera en la torre. El ruiseñor canta entre las festoneadas hojas del haya, mientras mira los manzanos en flor del jardín, tomándolos por rosas. Aquí y allí, las diligentes abejas revolotean al sol, rodeando a su reina con su zumbido monótono. La tempestad de otoño sabe de la caza salvaje, de las generaciones humanas y del follaje del bosque, que pasan veloces. Por Navidad, al exterior cantan los cisnes salvajes desde las aguas abiertas, mientras los hombres, cómodamente instalados junto al fuego de la chimenea, escuchan canciones y leyendas. Por el sector antiguo del jardín, con su atrayente y penumbrosa avenida de castaños, paseaba el hombre que había salido en busca del cuento. Una vez el viento le había murmurado allí algo relativo a Waldemar Daae y sus hijas. La dríada del árbol, que era la propia madre de las leyendas, le había contado allí el último sueño del viejo roble. En tiempos de la abuela había allí setos recortados; ahora, en cambio, sólo crecían helechos y ortigas, que se extendían por encima de abandonados restos de antiguas estatuas de piedra. Les crecía musgo en los ojos, a pesar de lo cual veían tan bien como en sus buenos tiempos. Esto no lo sabía el hombre que andaba en busca del cuento y no lo veía. ¿Dónde estaría? Por sobre su cabeza y los viejos árboles volaban las cornejas a centenares, lanzando su «¡cra, da, cra, da!». Él salió del jardín a la alameda, pasando por los fosos. Había allí una casita de forma hexagonal, con un gallinero y un corral de patos. En la habitación estaba la anciana que cuidaba de la hacienda y que se enteraba de cada huevo que ponían las gallinas y de cada polluelo que salía del cascarón. Pero no era ella el cuento que el hombre andaba buscando, como podía verse por la fe de bautismo y el certificado de vacunación que estaban sobre la cómoda. Al exterior, a poca distancia de la casa, hay un montículo cubierto de acerolo y codeso. Yace allí una antigua losa sepulcral, que había venido a parar a aquel lugar procedente del pequeño cementerio de la villa. Era un monumento de uno de los honorables consejeros de la ciudad. Alrededor de su imagen se veían esculpidas las de su esposa y sus cinco hijas, todas con alzacuellos y con las manos dobladas. Si uno estaba un rato contemplándola, al fin obraba sobre el pensamiento, y éste, a su vez, sobre la losa, haciéndole contar recuerdos de tiempos pretéritos; por lo menos esto le sucedió al hombre que iba en busca del cuento. Al llegar allí vio que una mariposa se había posado sobre la frente del relieve que representaba al consejero. El insecto aleteó, voló un poco más lejos y volvió a posarse, cansado, sobre la losa sepulcral, como queriendo llamar la atención sobre lo que en ella crecía, o sea, tréboles de cuatro hojas, siete de ellos juntos. ¡Si viene la fortuna, bienvenida sea! El hombre recogió los tréboles y se los guardó en el bolsillo. La suerte vale tanto como el dinero contante y sonante. Hubiera preferido un cuento nuevo y bonito, pensó nuestro amigo; pero tampoco estaba allí. El sol se ponía como un gran globo rojo. Del prado subían vapores: era que la reina del pantano estaba destilando. Ya anochecido, se hallaba nuestro hombre solo en su casa, paseando la mirada por el jardín y el prado, el pantano y la orilla. Brillaba la luna clara, del prado subían vapores, como si fuese un gran lago, y, en efecto, lo había sido en otros tiempos, según la leyenda, y la luz de la luna es lo mejor que hay para las leyendas. Entonces se acordó el hombre de lo que leyera en la ciudad: que Guillermo Tell y Holger Danske no habían existido nunca, a pesar de lo cual persistían en la creencia del pueblo, como aquel lago lejano, vivas imágenes de la leyenda. ¡Sí, Holger Danske volvía! Estando así pensativo, algo llamó a la ventana con un fuerte golpe. ¿Sería un ave, un murciélago o un mochuelo? A ésos no los dejan entrar por mucho que llamen. Pero la ventana se abrió por sí sola, y el hombre vio a una anciana que lo miraba. -¿Qué desea? -le preguntó-. ¿Quién es usted? ¿Alcanza al primer piso? ¿O se sostiene con una escalera de mano? -Tienes en el bolsillo un trébol de cuatro hojas -dijo ella-, o mejor dicho, tienes siete, uno de los cuales es de seis hojas. -¿Quién es usted? -preguntó el hombre. -La reina del pantano -respondió ella-. La reina del pantano, la destiladora; ahora iba a destilar, precisamente. Tenía puesta ya la espita en el barril, pero un chiquillo hizo una de sus travesuras, la sacó y la echó en dirección al patio, donde vino a dar contra la ventana. Y ahora la cerveza se está saliendo del barril, con perjuicio para todos. -Cuénteme más cosas -le pidió el hombre. -Espérate un poco -dijo la mujer-. Ahora tengo cosas más urgentes que hacer. Y se marchó. El hombre se disponía a cerrar la ventana, cuando la vieja se presentó de nuevo. -Ya está -dijo-. La mitad de la cerveza puedo volver a destilarla mañana, si el tiempo no cambia. Bueno, ¿qué querías preguntarme? He vuelto porque siempre cumplo mi palabra, y porque tú llevas en el bolsillo siete tréboles de cuatro hojas, y uno de seis. Esto impone respeto; es una condecoración que crece en los caminos, pero que no todos encuentran. ¿Qué tenías que preguntarme? No te quedes ahí como un bobo, que debo volver cuanto antes a mi espita y mi barril. El hombre le preguntó entonces por el cuento, ¿No lo habría encontrado en su camino? -¡Mira con lo que me sale ahora! -exclamó la mujer-. ¿Aún no tienes bastantes cuentos? La mayoría están ya hasta la coronilla. Otras cosas hay que hacer y a que atender. ¡Hasta los niños se han emancipado en este punto! Da un cigarro a un mozalbete o un miriñaque nuevo a una niña, y lo preferirán. ¡Escuchar cuentos! ¡Como si no hubiera en qué ocuparse, y problemas mucho más importantes! -¿Qué quiere decir con eso? -dijo el hombre-. ¿Qué sabe usted del mundo? ¡Usted sólo ve ranas y fuegos fatuos! -Sí, pues mucho cuidado con los fuegos fatuos -replicó la vieja-. Andan por ahí sueltos. Tendríamos que hablar de ellos. Ven conmigo al pantano, donde es necesaria mi presencia, y te lo contaré todo. Pero de prisa, mientras estén frescos tus siete tréboles de cuatro hojas y el de seis, y mientras la Luna esté en el cielo. Y la reina del pantano desapareció. Dieron las doce en el reloj del campanario, y antes de que se extinguiera el eco de la última campanada, el hombre ya había bajado al patio, salido al jardín y llegado al prado. La niebla se había disipado, y la mujer había cesado de destilar. -¡Cuánto has tardado! -dijo-. Las brujas corremos más que los hombres. Estoy muy contenta de haber nacido de la familia de las hechiceras. -¿Qué tiene que decirme? -preguntó el hombre-. ¿Puede informarme sobre el cuento? -¿No se te ocurre preguntar otra cosa? -dijo la vieja. -Tal vez podría usted ilustrarme sobre la poesía de lo por venir -inquirió el hombre. -No te pongas retórico -contestó la mujer-, y te responderé. Sólo piensas en poesía y sólo preguntas por el cuento, como si fuesen los reyes del mundo. Cierto es que el cuento es lo más viejo que hay, y, sin embargo, es considerado siempre como el más joven. ¡Bien lo conozco! También yo fui joven, y no es ésta una enfermedad de infancia. Un día fui una linda elfilla, y bailé a la luz de la luna con las demás; escuché el canto del ruiseñor, fui al bosque y me encontré con el señor cuento, que vagaba por aquellos lugares. Tan pronto establecía su lecho en un tulipán a medio abrir o en una flor del prado, como entraba a hurtadillas en la iglesia y se envolvía en un fúnebre crespón que colgaba de los cirios del altar. -Está usted muy bien informada -dijo el hombre. -Al menos he de saber tanto como tú -replicó la vieja Cuento y Poesía, dos pedazos de la misma pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella; hierbas, dulces y amargas. Guardo en botellas toda la poesía que utilizan los humanos, para poner unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla. -Es maravilloso lo que me explica -dijo el hombre-. ¿Guarda poesía en botellas? -Más de la que puedas necesitar -respondió la mujer-. Supongo que sabrás aquel cuento de la muchacha que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos nuevos. Anda por ahí escrito e impreso. -Yo mismo lo conté -dijo el hombre. -En ese caso sabrás también que la muchacha se hundió en el suelo y fue a parar a la morada de la reina del pantano en el preciso momento en que se hallaba en ella la abuela del diablo, que quería presenciar las operaciones de la destilación. Vio caer a la chica y pidió que se le diese para pedestal, como un recuerdo de su visita, y se lo di. A cambio me obsequió con una cosa que no me sirve para nada: un botiquín de viaje, todo un armario lleno de poesía embotellada. La abuela me indicó el lugar donde debía colocar el armario y allí está todavía. ¡Mira! Tienes en el bolsillo tus siete tréboles de cuatro hojas, uno de los cuales es de seis. Si los guardas, aún podrás verlo, seguramente. -Y, en efecto, en el centro del pantano había un objeto voluminoso, parecido a un cepo de chopo y que en realidad era el armario de la abuela. Estaba abierto para la reina del pantano y para todas las gentes de todas las tierras y de todos los tiempos que supiesen dónde se encontraba. Podría abrirse por delante, por detrás, por los lados y por los bordes; era una verdadera obra de arte, a pesar de su aspecto de cepo de chopo. Se había imitado allí a los poetas de todos los países, especialmente los del nuestro: su espíritu se había examinado, criticado, renovado, concentrado y puesto en botellas. Con certero instinto, como se dice cuando no se quiere decir talento, la abuela había sacado de la Naturaleza cuanto olía a tal o cual poeta, añadiéndole un poquitín de sustancia diabólica, y de este modo tenía la poesía embotellada para toda la eternidad. -Déjemelo ver -pidió el hombre. -Sí, pero tienes que oír cosas aún más importantes -replicó la vieja. -Mas ya que estamos junto al armario -dijo él, mirando al interior-, y veo botellas de todos tamaños, dime: ¿qué hay en ésta? ¿Y en ésta? -Ésta contiene lo que llaman fragancias de mayo. No lo he probado, pero sé que con verter un chorrito en el suelo, enseguida sale un hermoso lago de bosque con nenúfares y mentas rizadas. Echas sólo dos gotas sobre un viejo cuaderno, y por malo que sea se convertirá en una comedia olorosa, muy propia para ser representada e incluso para hacer dormir: ¡tan intenso es su aroma! Seguramente en mi honor pusieron en la etiqueta: «Brebaje de la reina del pantano». Ahí tienes la botella del escándalo. Parece llena de agua sucia, y, en efecto, así es, pero está mezclada con polvos efervescentes de la chismografía ciudadana; tres onzas de mentiras y dos granos de verdad, todo ello agitado con una rama de abedul; nada de usar vergajos puestos en salmuera y rotos sobre el cuerpo sangrante del pecador, o un pedazo de férula del maestro de escuela; tiene que ser una rama sacada de la escoba que barrió el arroyo. Ésta es la botella que contiene la poesía piadosa en tono de salmodia. Cada gota suena como el chirrido de la puerta del infierno, y está elaborada con sangre y sudor de los castigados. Algunos afirman que no es sino hiel de paloma; pero las palomas son los animales más piadosos, y no tienen hiel, según dice la gente que no sabe Historia Natural. Venía luego la botella de las botellas, que ocupaba la mitad del armario, y contenía las «historias cotidianas». Estaba metida en una funda de cuero y una vejiga de cerdo, pues no podía soportar la pérdida de la más mínima parte de su fuerza. Cada nación podía extraer de ella su propia sopa, según la manera de volver y emplear las botellas. Había allí vieja sopa alemana de sangre, con albóndigas de bandido, y también la clara sopa casera, con consejeros de Corte de verdad, puestos allí como raíces, mientras en la superficie flotaban ojos de grasa filosófica. Había sopa de institutriz inglesa y el potaje francés «a la Kock», preparado con huesos de pollo y huevos de gorrión, llamado también «sopa cancán»; pero la mejor de todas era la de Copenhague. Por lo menos eso decían las familias. Seguía la tragedia en la botella de champaña, capaz de detonar, y esto es lo que debe hacer. La comedia tenía forma de arena fina, para saltar a los ojos de la gente -nos referimos a la comedia refinada-. La más burda estaba también en su botella, pero sólo en forma de anuncios futuristas, y lo más substancioso de ella era el título. El hombre estaba ensimismado en sus pensamientos, pero la mujer continuó, deseosa de terminar de una vez. -Ya has mirado bastante lo que contiene el armario -le dijo-. Ya sabes lo que hay aquí, pero todavía no conoces lo principal, que deberías saber también. Los fuegos fatuos están en la ciudad. Esto es más importante que la Poesía y el Cuento. Tendría que callarme la boca, pero debe haber una fatalidad, un destino, que cuando llevo algo dentro, se me sube a la garganta y tengo que soltarlo. Los fuegos fatuos están en la ciudad. Andan sueltos. ¡Cuidado con ellos, hombres! -No entiendo una palabra -dijo el hombre. -Haz el favor de sentarte sobre el armario -replicó ella pero cuidado con caerte dentro y romperme las botellas, ya sabes lo que contienen. Te contaré el gran acontecimiento; es muy reciente, sólo de anteayer. Correrá aún durante trescientos sesenta y cuatro días. ¿Sabes cuántos días tiene el año, no? Y la reina del pantano inició su narración. -Aquí ocurrió ayer un gran suceso. Fue bautizado un niño. Nació un duendecillo; mejor dicho, nacieron doce duendes, que tienen la facultad de adoptar la figura humana cuando quieren, y obrar y mandar como si fuesen hombres de carne y hueso. En el pantano esto constituye un gran acontecimiento; por eso acudieron a bailar los fuegos fatuos, varones y hembras, por la superficie del agua y por el prado. Hay también mujercitas, pero no se habla de ellas. Yo me senté sobre el armario, con los doce recién nacidos en el regazo. Brillaban como luciérnagas; empezaban ya a dar saltitos y crecían a ojos vistas, tanto que, al cabo de un cuarto de hora, todos eran tan talluditos como sus padres o sus tíos. Ahora bien, existe un derecho tradicional, un privilegio, según el cual cuando la luna ocupa la posición que ocupaba ayer en el cielo y el viento sopla como ayer soplaba, se permite a los fuegos fatuos que han nacido en aquella hora y minuto, transformarse en seres humanos y obrar como tales. El fuego fatuo puede vagar por el campo o introducirse en el gran mundo, con tal que no tema caerse al lago o ser arrastrado por el huracán. Puede incluso introducirse en una persona y hablar por ella, y efectuar todos sus movimientos. El duende puede tomar cualquier figura de hombre o de mujer, actuar en su espíritu según se le antoje. Tiene empero la obligación de desencaminar en un año a trescientos sesenta y cinco seres humanos, extraviarles de la senda de la verdad y la justicia, y ello en gran estilo. Entonces alcanza el honor máximo a que puede llegar un duende: el de convertirse en postillón de la carroza del diablo, vestir fulgurante librea amarilla y despedir llamas por la boca. A un duende sencillo la boca se le hace agua ante esta perspectiva. Pero ese trabajo comporta también sus peligros y no pocas fatigas. Si el hombre sabe abrir los ojos y, al darse cuenta de lo que tiene delante, se lo sacude, el otro está perdido y ha de volver al pantano. Y si al duende lo acomete la nostalgia de su familia antes de que haya transcurrido el año y se rinde, está perdido también, ya no seguirá ardiendo con claridad, se apagará y no podrá ser encendido de nuevo. Y si al término del año no ha desencaminado a trescientos sesenta y cinco personas y no se ha llevado todo lo que es bueno y grande, queda condenado a yacer en la madera podrida y brillar sin moverse, lo cual es el castigo más terrible para un duende, tan dinámico por naturaleza. Todo esto lo sabía yo, y se lo dije a los doce duendecillos que tuve en mi regazo, y que estaban como fuera de sí de alegría. Les dije que lo más seguro y cómodo era renunciar al honor y no hacer nada; pero los pequeños no quisieron escucharme; se veían ya en sus fulgurantes ropajes amarillos, despidiendo fuego por la boca. «Quédense con nosotros», les aconsejaron algunos viejos, mientras otros les decían: «Prueben suerte con los hombres. Los hombres secan nuestros prados, los desaguan. ¡Qué será de nuestros descendientes!». «¡Queremos brillar, brillar!», exclamaban los fuegos fatuos recién nacidos; y así fue convenido. Enseguida empezó el baile del minuto; más breve no podía ser. Las doncellas elfas dieron unas vueltas con todos los demás, para no pasar por orgullosas, aunque preferían bailar solas. Luego vino el reparto de los regalos de los padrinos. Los obsequios volaron como guijarros por encima de las aguas pantanosas. Cada ella dio una punta de su velo. «¡Cógelo! -decían- y sabrás bailar maravillosamente, con los pasos y movimientos más difíciles. Podrás adoptar la actitud correcta y exhibirte en la sociedad más distinguida». El hombre nocturno enseñó a cada uno de los nuevos fuegos fatuos a decir «¡bra, bra, bravo!», y a decirlo en el lugar apropiado, lo cual es una gran ciencia, y de gran rendimiento. También la lechuza y la cigüeña soltaron algo, pero no valía la pena hablar de ello, dijeron, y así lo dejaremos. La partida de caza del rey Waldemar pasó corriendo por encima del pantano, y cuando sus señorías se enteraron de la fiesta, enviaron como obsequio un par de excelentes perros, capaces de correr como el viento y de llevar a lomos uno o incluso tres fuegos fatuos. Dos viejas pesadillas, que se alimentan cabalgando, participaron también en el banquete. De ellas aprendieron el arte de introducirse por el ojo de las cerraduras, y esto equivale a tener todas las puertas abiertas. Se ofrecieron además a guiar a los jóvenes fuegos fatuos a la ciudad; la conocían muy bien. Generalmente cabalgan sobre el pelo que les crece en el cogote, que es muy largo y se lo atan en un moño, para sentarse sobre una silla dura, y así cruzan los aires; pero en aquella ocasión montaron los salvajes perros de caza, llevando en el regazo a los jóvenes fuegos fatuos, dispuestos a descarriar y perder a los hombres. ¡Arre, a todo galope! Todo esto sucedió anoche. Ahora los fuegos fatuos están en la ciudad; manos a la obra, pero dónde y cómo, ¡cualquiera lo sabe! Me corre un cosquilleo por el dedo gordo del pie. -Esto es todo un cuento -dijo el hombre. -Sí, pero sólo el principio -respondió la mujer-. ¿Podrías explicarme ahora cómo se las arreglan los fuegos fatuos, cómo se comportan, qué figuras adoptan para descarriar a los hombres? -Creo -dijo el hombre- que podría componerse toda una novela sobre ellos, una novela en doce partes, una para cada uno; o, mejor aún, toda una comedia popular. -Deberías escribirla -dijo la mujer-. Aunque más vale quizá que lo dejes correr. -Sí, eso es lo más cómodo -respondió el hombre-. Así no te calumnian luego en los periódicos, lo cual es tan fastidioso como para un fuego fatuo tener que alojarse en la madera podrida y brillar sin poder decir esta boca es mía. -A mí me da lo mismo -dijo la mujer-. Pero mejor será que dejes que la escriban otros, tanto si saben como si no. Te daré una vieja espita de mi barril. Con ella podrás abrir el armario de la poesía embotellada y sacar lo que te haga falta. Pero en cuanto a ti, amigo mío, me parece que te has manchado ya bastante los dedos de tinta y que has llegado a una edad en que no está bien correr en busca de cuentos, sobre todo habiendo cosas mucho más importantes que hacer. ¿Sabes a qué me refiero? -Los fuegos fatuos están en la ciudad -dijo el hombre-. Lo he oído y comprendido. Pero, ¿qué debo hacer? Me molerían a palos si lo viera y dijera a las gentes: «¡Cuidado, ahí va un duende vestido de levita!». -También van en camisa -dijo la mujer-. El duende puede adoptar todas las formas y presentarse en todos los lugares. Va a la iglesia, aunque no por amor a Dios; a lo mejor se introduce dentro del párroco. Pronuncia discursos los días de elecciones, no con miras al bien del país y del imperio, sino pensando en su propio beneficio. Es artista, lo mismo con la paleta que en el teatro, pero cuando se ha hecho el amo, la olla está vacía. Y yo charla que te charla, pero he de sacar lo que tengo en el buche, en perjuicio de mi propia familia. Por lo visto, debo constituirme ahora en salvadora de los hombres. En realidad no lo hago por buena voluntad o para que me den una medalla. Estoy haciendo la mayor locura que puedo hacer: decirlo a un poeta, con lo cual muy pronto lo sabrá la ciudad entera. -La ciudad no se lo tomará en serio -dijo el hombre-. Nadie me hará caso, pues todos creerán que les estoy contando un cuento, cuando les diga, con toda la seriedad de que soy capaz: «Los fuegos fatuos están en la ciudad, según me dijo la reina del pantano. ¡Mucho ojo, pues!»
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los trapos viejos
Cuento infantil
Frente a la fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje, pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo ciudadano noruego o danés sensato y razonable. Se reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo. -Allá en mi tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras el danés prefiere su dulzona verborrea infantil. Así decían los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta autoridad reunidos en una bala. -Yo soy noruego -dijo el tal-, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho bastante. Mis fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua Noruega, país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de América. Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me gustaría que estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas. -Pero nosotros poseemos una literatura -replicó el trapo danés-. ¿Comprende usted lo que esto significa? -¡Claro que lo comprendo! -respondió el noruego-. ¡Pobre habitante del llano! Quisiera llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal, ¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a nuestro país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos realmente suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace maldita la falta! Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la fuente pura, y en nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda Europa por periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin remilgos, sin pelos en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono franco y llano, y lo hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación a nuestra altiva tierra rocosa, raíz del mundo. -Nunca un andrajo danés podría hablar así -dijo el otro-. No está en nuestra naturaleza. Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones, modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, ciertamente. Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es hacerlo. Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad si la tengo. -No me hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco -dijo el noruego, y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a otro. Los dos fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas. También de los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y encierran bendiciones. Ésta es la historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los vecinos
Cuento infantil
Cualquiera habría dicho que algo importante ocurría en la balsa del pueblo, y, sin embargo, no pasaba nada. Todos los patos, tanto los que se mecían en el agua como los que se habían puesto de cabeza -pues saben hacerlo-, de pronto se pusieron a nadar precipitadamente hacia la orilla; en el suelo cenagoso quedaron bien visibles las huellas de sus pies y sus gritos podían oírse a gran distancia. El agua se agitó violentamente, y eso que unos momentos antes estaba tersa como un espejo, en el que se reflejaban uno por uno los árboles y arbustos de las cercanías y la vieja casa de campo con los agujeros de la fachada y el nido de golondrinas, pero muy especialmente el gran rosal cuajado de rosas, que bajaba desde el muro hasta muy adentro del agua. El conjunto parecía un cuadro puesto del revés. Pero en cuanto el agua se agitaba, todo se revolvía, y la pintura se esfumaba. Dos plumas que habían caído de los patos al desplegar las alas, se balanceaban sobre las olas, como si soplase el viento; y, sin embargo, no lo había. Por fin quedaron inmóviles: el agua recuperó su primitiva tersura y volvió a reflejar claramente la fachada con el nido de golondrinas y el rosal con cada una de sus flores, que eran hermosísimas, aunque ellas lo ignoraban porque nadie se lo había dicho. El sol se filtraba por entre las delicadas y fragantes hojas; y cada rosa se sentía feliz, de modo parecido a lo que nos sucede a las personas cuando estamos sumidos en nuestros pensamientos. -¡Qué bella es la vida! -decía cada una de las rosas-. Lo único que desearía es poder besar al sol, por ser tan cálido y tan claro. -Y también quisiera besar las rosas de debajo del agua: ¡se parecen tanto a nosotras! Y besaría también a las dulces avecillas del nido, que asoman la cabeza piando levemente; no tienen aún plumas como sus padres. Son buenos los vecinos que tenemos, tanto los de arriba como los de abajo. ¡Qué hermosa es la vida! Aquellos pajarillos de arriba y de abajo -los segundos no eran sino el reflejo de los primeros en el agua- eran gurriatos, hijos de gorriones; habían ocupado el nido abandonado por las golondrinas el año anterior, y se encontraban en él como en su propia casa. -¿Son patitos los que allí nadan? -preguntaron los gurriatos al ver flotar en el agua las plumas de las palmípedas. -¡No pregunten tonterías! -replicó la madre-. ¿No ven que son plumas, prendas de vestir vivas como las que yo llevo y que ustedes llevan también, sólo que las nuestras son más finas? Por lo demás, me gustaría tenerlas aquí en el nido, pues son muy calientes. Quisiera saber de qué se espantaron los patos. Habrá sucedido algo en el agua. Yo no he sido, aunque confieso que he piado un poco fuerte. Esas cabezotas de rosas deberían saberlo, pero no saben nada; mirarse en el espejo y despedir perfume, eso es cuanto saben hacer. ¡Qué vecinas tan aburridas! -¡Escuchen los pajarillos de arriba! -dijeron las rosas-, hacen ensayos de canto. No saben todavía, pero ya vendrá. ¡Qué bonito debe ser saber cantar! Es delicioso tener vecinos tan alegres. En aquel momento llegaron, galopando, dos caballos; venían a abrevar; un zagal montaba uno de ellos, despojado de todas sus prendas de vestir, excepto el sombrero, grande y de anchas alas. El mozo silbaba como si fuese un pajarillo, y se metió con su cabalgadura en la parte más profunda de la balsa; al pasar junto al rosal cortó una de sus rosas, se la prendió en el sombrero, para ir bien adornado, y siguió adelante. Las otras rosas miraban a su hermana y se preguntaban mutuamente: -¿Adónde va? Pero ninguna lo sabía. -A veces me gustaría salir a correr mundo -dijo una de las flores a sus compañeras-. Aunque también es muy hermoso este rincón verde en que vivimos. Durante el día brilla el sol y nos calienta, y por la noche, el cielo es aún más bello; podemos verlo a través de los agujeritos que tiene. Se refería a las estrellas; pensaba que eran agujeros del cielo. ¡No llegaba a más la ciencia de las rosas! -Nosotros traemos vida y animación a estos parajes -dijo la gorriona-. Los nidos de golondrina son de buen agüero, dice la gente; por eso se alegran de tenernos. Pero aquel vecino, el gran rosal que se encarama por la pared, produce humedad. Espero que se marche pronto, y en su lugar crezca trigo. Las rosas sólo sirven de adorno y para perfumar el ambiente; a lo sumo, para sujetarlas al sombrero. Todos los años se marchitan, lo sé por mi madre. La campesina las conserva en sal, y entonces tienen un nombre francés que no sé pronunciar, ni me importa; luego las esparce por la ventana cuando quiere que huela bien. ¡Y ésta es toda su vida! No sirven más que para alegrar los ojos y el olfato. Ya lo saben, pues. Al anochecer, cuando los mosquitos empezaron a danzar en el aire tibio, y las nubes adquirieron sus tonalidades rojas, se presentó el ruiseñor y cantó a las rosas que en este mundo lo bello se parece a la luz del sol y vive eternamente. Pero las rosas creyeron que el ruiseñor cantaba sus propias loanzas, y cualquiera lo habría pensado también. No se les ocurrió que eran ellas el objeto de su canto; sin embargo, experimentaron un gran placer y se preguntaban si tal vez los gurriatos no se volverían a su vez ruiseñores. -He comprendido muy bien lo que cantó el pájaro -dijeron los gurriatos-. Sólo una palabra quisiera que me explicasen: ¿qué significa «lo bello»? -No es nada -respondió la madre-, es una simple apariencia. Allá arriba, en la finca de los señores, donde las palomas tienen su casa propia y todos los días se les reparten guisantes y grano -yo he comido también con ellas, y algún día vendrán ustedes: dime con quién andas y te diré quién eres-, pues en aquella finca tienen dos pájaros de cuello verde y un mechoncito de plumas en la cabeza. Pueden extender la cola como si fuese una gran rueda; tienen todos los colores, hasta el punto de que duelen los ojos de mirarlos. Se llaman pavos reales, y son la belleza. Sólo con que los desplumasen un poquitín, casi no se distinguirían de nosotros. ¡Me entraban ganas de emprenderlas a picotazos con ellos, pero eran tan grandotes!. -Pues yo los voy a picotear -exclamó el benjamín de los gurriatos; el mocoso no tenía aún plumas. En el cortijo vivía un joven matrimonio que se quería tiernamente; los dos eran laboriosos y despiertos, y su casa era un primor de bien cuidada. Los domingos por la mañana salía la mujer, cortaba un ramo de las rosas más bellas y las ponía en un florero, en el centro del armario. -¡Ahora me doy cuenta de que es domingo! -decía el marido, besando a su esposa; y luego se sentaban y lean un salmo, cogidos de las manos, mientras el sol penetraba por las ventanas, iluminando las frescas rosas y a la enamorada pareja. -¡Este espectáculo me aburre! -dijo la gorriona, que lo contemplaba desde su nido de enfrente; y echó a volar. Lo mismo hizo una semana después, pues cada domingo ponían rosas frescas en el florero, y el rosal seguía floreciendo tan hermoso. Los gorrioncitos, que ya tenían plumas, hubieran querido lanzarse a volar con su madre, pero ésta les dijo: -¡Quedaos aquí!- y se estuvieron quietecitos. Ella se fue, pero, como suele ocurrir con harta frecuencia, de pronto quedó cogida en un lazo hecho de crines de caballo, que unos muchachos habían colocado en una rama. Las crines aprisionaron fuertemente la pata de la gorriona, tanto, que parecía que iban a partirla. ¡Qué dolor y qué miedo! Los chicos cogieron el pájaro, oprimiéndole terriblemente: -¡Sólo es un gorrión! -dijeron; pero no lo soltaron, sino que se lo llevaron a casa, golpeándolo en el pico cada vez que chillaba. En la casa había un viejo entendido en el arte de fabricar jabón para la barba y para las manos, jabón en bolas y en pastillas. Era un viejo alegre y trotamundos; al ver el gorrión que traían los niños, del que, según ellos, no sabían qué hacer, les preguntó: -¿Quieren que lo pongamos guapo? Un estremecimiento de terror recorrió el cuerpo de la gorriona al oír aquellas palabras. El viejo abrió su caja -que contenía colores bellísimos-, tomó una buena porción de purpurina y, cascando un huevo que le proporcionaron los chiquillos, separó la clara y untó con ella todo el cuerpo del avecilla, espolvoreándolo luego con el oro. Y de este modo quedó la gorriona dorada, aunque no pensaba en su belleza, pues se moría de miedo. Después, el jabonero arrancó un trapo rojo del forro de su vieja chaqueta, lo cortó en forma de cresta y lo pegó en la cabeza del pájaro. -¡Ahora verán volar el pájaro de oro! -dijo, soltando al animalito, el cual, presa de mortal terror, emprendió el vuelo por el espacio soleado. ¡Dios mío, y cómo relucía! Todos los gorriones, y también una corneja que no estaba ya en la primera edad, se asustaron al verlo, pero se lanzaron en su persecución, ávidos de saber quién era aquel pájaro desconocido. -¿De dónde, de dónde? -gritaba la corneja. -¡Espera un poco, espera un poco! -decían los gorriones. Pero ella no estaba para aguardar; dominada por el miedo y la angustia, se dirigió en línea recta hacia su casa. Poco le faltaba para desplomarse rendida, pero cada vez era mayor el número de sus perseguidores, grandes y chicos; algunos se disponían incluso a atacarla. -¡Fíjense en ése, fíjense en ése! -gritaban todos. -¡Fíjense en ése, Fíjense en ése! -gritaron también sus crías cuando a madre llegó al nido-. Seguramente es un pavito, tiene todos los colores, y hace daño a los ojos, como dijo madre. ¡Pip! ¡Es la belleza! Y arremetieron contra ella a picotazos, impidiéndole posarse en el nido; y estaba la gorriona tan aterrorizada, que no fue capaz de decir ¡pip!, y mucho menos, claro está, ¡soy su madre! Las otras aves la agredieron también, le arrancaron todas las plumas, y la pobre cayó ensangrentada en medio del rosal. -¡Pobre animal! -dijeron las rosas-. ¡Ven, te ocultaremos! ¡Apoya la cabecita sobre nosotras! La gorriona extendió por última vez las alas, luego las oprimió contra el cuerpo y expiró en el seno de la familia vecina de las frescas y perfumadas rosas. -¡Pip! -decían los gurriatos en el nido-, no entiendo dónde puede estar nuestra madre. ¿No será una treta suya, para que nos despabilemos por nuestra cuenta y nos busquemos la comida? Nos ha dejado en herencia la casa, pero, ¿quién de nosotros se quedará con ella, cuando llegue la hora de constituir una familia? -Pues ya verán cómo los echo de aquí, el día en que amplíe mi hogar con mujer e hijos -dijo el más pequeño. -¡Yo tendré mujer e hijos antes que tú! -replicó el segundo. -¡Yo soy el mayor! -gritó un tercero. Todos empezaron a increparse, a propinarse aletazos y picotazos, y, ¡paf!, uno tras otro fueron cayendo del nido; pero aún en el suelo seguían peleándose. Con la cabeza de lado, guiñaban el ojo dirigido hacia arriba: era su modo de manifestar su enfado. Sabían ya volar un poquitín; luego se ejercitaron un poco más y por último, convinieron en que, para reconocerse si alguna vez se encontraban por esos mundos de Dios, dirían tres veces ¡pip! y rascarían otras tantas con el pie izquierdo. El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues había quedado como único propietario; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de las ventanas, prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo entero quedó reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió abrasado. Cuando salió el sol a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un sueño tranquilo y reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas carbonizadas, que se sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie. De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila. -¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! -exclamó un hombre que acertaba a pasar por allí-. Voy a tomar un apunte. Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas -pues era pintor- y dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y constituía el motivo central del cuadro. Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí. -¿Dónde está la casa? -preguntaron-. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja tan frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace insoportable. Y se echaron a volar. En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: -¡Agruparse, chicos, agruparse! -pues así parecían mejor. -¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? -preguntó una paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes. -¡Pequeñín, pequeñín! -dijo. -¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan graciosamente con el pie. Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo «¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa quemada. -¡Qué bien se come aquí! -dijeron los gorriones. Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su opinión. -¡Fíjate en aquella buchona! -dijo una de las palomas a su vecina-. ¡Qué manera de tragarse los arbejones! Come demasiados y se queda con los mejores además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr! Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación. -¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines, pequeñines!, ¡curr, curr! Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones; y así es de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años. Los gorriones se trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las palomas, aunque no se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron, mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso. -¡Pip! -dijo-, me lanzo. -¡Pip! -dijo el otro-, también yo me lanzo, y más aún que tú. Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una volada se plantó en el centro y dijo: -¡O dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso? ¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carbonizadas, apoyadas contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de la hacienda señorial? Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y magnífico cuadro, que el pintor había compuesto a base de su apunte. -¡Pip! – dijeron los gorriones-. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza! ¿Lo comprendes? ¡Yo no! Y se alejaron volando, pues entraron personas en el cuarto. Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no decir gruñeron, las muy enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como se quiera. Tenían pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos eran los más listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se encontraban se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo. La más vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa de irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague. Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal, donde amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las ventanas eran más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los gorriones miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un tulipán, con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era de metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen. -¡Cómo brilla, cómo brilla! -dijo la gorriona-. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo! Recordaba que, siendo «niña», su madre le había dicho que la belleza más grande estaba en el pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras y ramas pintadas en las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de rosas que se extendía hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se encontró con varios gorriones que agitaban las alas. Dijeron «¡Pip!» y rascaron tres veces con el pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces dirigió a unos y otros en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera, pues los que una vez se separaron, no suelen volver a encontrarse todos los días. Pero aquella forma de saludar se había convertido en hábito en ella, y he aquí que ahora se topaba con dos viejos gorriones y uno joven, que decían «¡Pip!» y rascaban con el pie izquierdo. -¡Ah, hola, buenos días, buenos días! Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de la familia. -¿Aquí nos encontramos? -dijeron-. Es un lugar muy distinguido, pero lo que es comida no sobra. ¡Esto es la belleza! ¡Pip! Entraron muchas personas, que venían de las salas laterales, donde se hallaban las magníficas estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que guardaba los restos del gran maestro, autor de todas aquellas esculturas. Cuantos se acercaban contemplaban con rostro radiante la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban. Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra, Alemania y Francia; y la más hermosa de las señoras cogió una rosa y se la prendió en el pecho. Pensaron entonces los gorriones que allí reinaban las rosas, que la casa había sido construida para ellas, y les pareció un tanto exagerado; pero viendo que los humanos mostraban tanto amor por las flores, no quisieron ellos ser menos. -¡Pip! dijeron, poniéndose a barrer el suelo con el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en efecto, lo eran. El pintor que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo incendiada había obtenido permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo había regalado al arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas. El arquitecto había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los turistas se llevaban como recuerdo a sus lejanos países. -¿Han encontrado acomodo en la ciudad? -preguntaron los gorriones. Las rosas contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos vecinos del estanque campesino, se alegraron de volver a verlos. -¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos y ver siempre caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran fiesta. -¡Pip! -dijeron los gorriones-. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes de la balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte han tenido! Los hay que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no comprendo qué belleza puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay una hoja seca, la veo muy bien! Se pusieron a picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los verdezuelos
Cuento infantil
Había un rosal en la ventana. Hasta hace poco estaba verde y lozano, mas ahora tenía un aspecto enfermizo; algo debía ocurrirle. Lo que le pasaba es que habían llegado soldados y tenía que alojarlos. Los recién llegados se lo comían vivo, a pesar de tratarse de una tropa muy respetable, en uniforme verde. Hablé con uno de los alojados, que aunque sólo contaba tres días de edad, era ya bisabuelo. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me contó muchas cosas de él y de toda la tropa. -Somos el regimiento más notable entre todas las criaturas de la Tierra. Cuando hace calor damos a luz hijos vivos, pues entonces el tiempo se presta a ello; nos casamos enseguida y celebramos la boda. Cuando hace frío ponemos huevos; así los pequeños están calientes. El más sabio de todos los animales, la hormiga, a la que respetamos sobremanera, nos estudia y aprecia. No se nos come, sino que coge nuestros huevos, los pone entre los suyos y en el piso inferior de su casa, los coloca por orden numérico en hileras y en capas, de manera que cada día pueda salir uno del huevo. Entonces nos llevan al establo y, sujetándonos las patas posteriores, nos ordeñan hasta que morimos: es una sensación agradabilísima. Nos dan el nombre más hermoso imaginable: «dulce vaquita lechera». Éste es el nombre que nos dan los animales inteligentes como las hormigas; sólo los hombres no lo hacen, lo cual es una ofensa capaz de hacernos perder la ecuanimidad. ¿No podría escribir nada para arreglar esta embarazoso situación y poner las cosas en su punto? Nos miran estúpidamente, y, además, con ojos coléricos, total porque nos comemos unos pétalos de rosa, cuando ellos devoran todos los seres vivos, todo lo que verdea y florece. Nos dan el nombre más despectivo y más odioso que quepa imaginar; no me atrevo a decirlo, ¡puh! Me mareo sólo al pensarlo. No puedo repetirlo, al menos cuando voy de uniforme; y como nunca me lo quito… Nací en la hoja del rosal. Yo y todo el regimiento vivimos de él, pero gracias a nosotros subsisten otros muchos seres más elevados en la escala de la Creación. Los hombres no nos toleran; vienen a matarnos con agua jabonosa, que es una bebida horrible. Me parece que la estoy oliendo. Es abominable eso de ser lavado cuando uno nació para no serlo. ¡Hombre! Tú que me miras con enfurruñados ojos de agua jabonosa, piensa en nuestra misión en la Naturaleza, en nuestra sabia función de poner huevos y dar hijos vivos. También a nosotros nos alcanza aquel mandato: «Creced y multiplicaos». Nacemos en rosas, y en rosas morimos; nuestra vida entera es poesía. No nos ofendas con el nombre más repugnante y abyecto que encontraste, con el nombre de -¡pero no, no lo diré, no lo repetiré!-. Llámanos «vaquita lechera de las hormigas», regimiento del rosal o verdezuelos. Y yo, el hombre, permanecía allí contemplando el rosal y los verdezuelos, cuyo verdadero nombre no quiero pronunciar para no ofender a un habitante de la rosa, a una gran familia con huevos e hijos vivos. El agua jabonosa con que me disponía a lavarlos -pues había venido con ella y con muy malas intenciones- la batiré hasta que saque espuma, soplaré con ella burbujas de jabón y contemplaré su belleza; acaso encuentre un cuento en cada una. La ampolla se hizo muy voluminosa y brilló con todos los colores, mientras en su centro parecía flotar una perla de plata. Osciló, se desprendió, emprendió el vuelo hacia la puerta y se estrelló contra ella; pero se abrió la puerta y se presentó el hada de los cuentos en persona. -¡Qué bien! Ahora ella os contará, pues va a hacerlo mejor que yo, el cuento de los… -¡no digo el nombre!- de los verdezuelos. -El de los pulgones –me corrigió el hada de los cuentos-. Hay que llamar a todas las cosas por su verdadero nombre, y si a veces no conviene, al menos en los cuentos debe hacerse.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Los zapatos rojos
Cuento infantil
Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados. En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña. La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias. Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote: -Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño. Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: “Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!” Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos. Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados. -¡Cómo brillan! -comentó la señora-. Supongo que serán de charol. -Sí que brillan y mucho -aprobó Karen, que estaba probándoselos. Le venían a la medida, y los compraron, pero la anciana no tenía la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a Karen usarlos el día de su confirmación. Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos. Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante cada vez que Karen fuera a la iglesia llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros… Miró otra vez los rojos, y por último se los puso. Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por ser un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta; tenía una extraña y larga barba de singular entonación rojiza, y se inclinó casi hasta el suelo al preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito. -¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! -exclamó el soldado-. Procura que no se te suelten cuando dances. -Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano. La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el rezo del Padrenuestro. Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje, y en ese momento el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo: -¡Lindos zapatos de baile! Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último, Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros. Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos. Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba también invitada. Miró a su protectora, y se dijo que después de todo la pobre no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y más allá de los muros de la ciudad. Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no; era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja. El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo: -¡Qué lindos zapatos de baile! Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era terrible. Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo, pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel mostrábase grave y sombrío, y su mano sostenía una espada. -Tendrás que bailar -le dijo-. Tendrás que bailar con tus zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue, y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen. Sí, tendrás que bailar… -¡Piedad! -gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando. Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los santos ángeles de Dios. Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches más oscuras. Los zapatos la llevaban por sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el cristal de la ventana y llamó: -¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando! -¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Yo soy el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando! -¡No me cortes la cabeza -rogó Karen-, pues entonces nunca podría arrepentirme de mis pecados! Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos! Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque. Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos. Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los matorrales. “Ya he padecido bastante con estos zapatos -se dijo-. Ahora iré a la iglesia, par que todos puedan verme”. Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le dio tanto terror que se volvió a su casa. Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas amargas, pero al llegar el domingo se dijo: “Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta”. Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de la puerta volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero arrepentimiento en el corazón. Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco. Karen demostró ser muy industriosa e inteligente, y se hizo querer por todos, pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas como reinas, meneaba la cabeza. El domingo siguiente fueron todos al templo, y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón, cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: “¡Oh, Dios, ayúdame!” En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde cuajada de rosas. Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas. Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: “¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!” -Todo ha sido por la misericordia de Dios -respondió ella. El órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera una pregunta acerca de los zapatos rojos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
¡No era buena para nada!
Cuento infantil
El alcalde estaba de pie ante la ventana abierta; lucía camisa de puños planchados y un alfiler en la pechera, y estaba recién afeitado. Lo había hecho con su propia mano, y se había producido una pequeña herida; pero la había tapado con un trocito de papel de periódico. -¡Oye, chaval! -gritó. El chaval era el hijo de la lavandera; pasaba por allí y se quitó respetuosamente la gorra, cuya visera estaba doblada de modo que pudiese guardarse en el bolsillo. El niño, pobremente vestido pero con prendas limpias y cuidadosamente remendadas, se detuvo reverente, cual si se encontrase ante el Rey en persona. -Eres un buen muchacho -dijo el alcalde-, y muy bien educado. Tu madre debe de estar lavando ropa en el río. Y tú irás a llevarle eso que traes en el bolsillo, ¿no? Mal asunto, ese de tu madre. ¿Cuánto le llevas? -Medio cuartillo -contestó el niño a media voz, en tono asustado. -¿Y esta mañana se bebió otro tanto? -prosiguió el hombre. -No, fue ayer -corrigió el pequeño. -Dos cuartos hacen un medio. No vale para nada. Es triste la condición de esa gente. Dile a tu madre que debiera avergonzarse. Y tú procura no ser un borracho, aunque mucho me temo que también lo serás. ¡Pobre chiquillo! Anda, vete. El niño siguió su camino, guardando la gorra en la mano, por lo que el viento le agitaba el rubio cabello y se lo levantaba en largos mechones. Torció al llegar al extremo de la calle, y por un callejón bajó al río, donde su madre, de pies en el agua junto a la banqueta, golpeaba la pesada ropa con la pala. El agua bajaba en impetuosa corriente -pues habían abierto las esclusas del molino-, arrastrando las sábanas con tanta fuerza, que amenazaba llevarse banqueta y todo. A duras penas podía contenerla la mujer. -¡Por poco se me lleva a mí y todo! -dijo-. Gracias a que has venido, pues necesito reforzarme un poquitín. El agua está fría, y llevo ya seis horas aquí. ¿Me traes algo? El muchacho sacó la botella, y su madre, aplicándosela a la boca, bebió un trago. -¡Ah, qué bien sienta! ¡Qué calorcito da! Es lo mismo que tomar un plato de comida caliente, y sale más barato. ¡Bebe, pequeño! Estás pálido, debes de tener frío con estas ropas tan delgadas; estamos ya en otoño. ¡Uf, qué fría está el agua! ¡Con tal que no caiga yo enferma! Pero no será. Dame otro trago, y bebe tú también, pero un sorbito solamente; no debes acostumbrarte, pobre hijito mío. Y subió a la pasarela sobre la que estaba el pequeño y pasó a la orilla; el agua le manaba de la estera de junco que, para protegerse, llevaba atada alrededor del cuerpo, y le goteaba también de la falda. -Trabajo tanto, que la sangre casi me sale por las uñas; pero no importa, con tal que pueda criarte bien y hacer de ti un hombre honrado, hijo mío. En aquel momento se acercó otra mujer de más edad, pobre también, a juzgar por su porte y sus ropas. Cojeaba de una pierna, y una enorme greña postiza le colgaba encima de un ojo, con objeto de taparlo, pero sólo conseguía hacer más visible que era tuerta. Era amiga de la lavandera, y los vecinos la llamaban «la coja del rizo». -Pobre, ¡cómo te fatigas, metida en esta agua tan fría! Necesitas tomar algo para entrar en calor; ¡y aún te reprochan que bebas unas gotas!-. Y le contó el discurso que el alcalde había dirigido a su hijo. La coja lo había oído, indignada de que al niño se le hablase así de su madre, censurándola por los traguitos que tomaba, cuando él se daba grandes banquetazos en el que el vino se iba por botellas enteras. -Sirven vinos finos y fuertes -dijo-, y muchos beben más de lo que la sed les pide. Pero a eso no lo llaman beber. Ellos son gente de condición, y tú no vales para nada. -¡Conque esto te dijo, hijo mío!- balbuceó la mujer con labios temblorosos-. ¡Que tienes una madre que no vale nada! Tal vez tenga razón, pero no debió decírselo a la criatura. ¡Con lo que tuve que aguantar, en casa del alcalde! -Serviste en ella, ¿verdad? cuando aún vivían sus padres; muchos años han pasado desde entonces. Muchas fanegas de sal han consumido, y les habrá dado mucha sed- y la coja soltó una risa amarga-. Hoy se da un gran convite en casa del alcalde; en realidad debieran haberlo suspendido, pero ya era tarde, y la comida estaba preparada. Hace una hora llegó una carta notificando que el más joven de los hermanos acaba de morir en Copenhague. Lo sé por el criado. -¡Ha muerto! -exclamó la lavandera, palideciendo. -Sí -respondió la otra -. ¿Tan a pecho te lo tomas? Claro, lo conociste, pues servías en la casa. -¡Ha muerto! Era el mejor de los hombres. No van a Dios muchos como él -y las lágrimas le rodaban por las mejillas-. ¡Dios mío! Me da vueltas la cabeza. Debe ser que me he bebido la botella, y es demasiado para mí. ¡Me siento tan mal! -y se agarró a un vallado para no caerse. -¡Santo Dios, estás enferma, mujer! -dijo la coja-. Pero tal vez se te pase. ¡No, de verdad estás enferma! Lo mejor será que te acompañe a casa. -Pero, ¿y la ropa? -Déjala de mi cuenta. Cógete a mi brazo. El pequeño se quedará a guardar la ropa; luego yo volveré a terminar el trabajo; ya quedan pocas piezas. La lavandera apenas podía sostenerse. -Estuve demasiado tiempo en el agua fría. Desde la madrugada no había tomado nada, ni seco ni mojado. Tengo fiebre. ¡Oh, Jesús mío, ayúdame a llegar a casa! ¡Mi pobre hijito! -exclamó, prorrumpiendo a llorar. Al niño se le saltaron también las lágrimas, y se quedó solo junto a la ropa mojada. Las dos mujeres se alejaron lentamente, la lavandera con paso inseguro. Remontaron el callejón, doblaron la esquina y, cuando pasaban por delante de la casa del alcalde, la enferma se desplomó en el suelo. Acudió gente. La coja entró en la casa a pedir auxilio, y el alcalde y los invitados se asomaron a la ventana. -¡Otra vez la lavandera! -dijo-. Habrá bebido más de la cuenta; no vale para nada. Lástima por el chiquillo. Yo le tengo simpatía al pequeño; pero la madre no vale nada. Reanimaron a la mujer y la llevaron a su mísera vivienda, donde la acostaron enseguida. Su amiga corrió a prepararle una taza de cerveza caliente con mantequilla y azúcar; según ella, no había medicina como ésta. Luego se fue al lavadero, acabó de lavar la ropa, bastante mal por cierto -pero hay que aceptar la buena voluntad- y, sin escurrirla, la guardó en el cesto. Al anochecer se hallaba nuevamente a la cabecera de la enferma. En la cocina de la alcaldía le habían dado unas patatas asadas y una buena lonja de jamón, con lo que cenaron opíparamente el niño y la coja; la enferma se dio por satisfecha con el olor, y lo encontró muy nutritivo. Se acostó el niño en la misma cama de su madre, atravesado en los pies y abrigado con una vieja alfombra toda zurcida y remendada con tiras rojas y azules. La lavandera se encontraba un tanto mejorada; la cerveza caliente la había fortalecido, y el olor de la sabrosa cena le había hecho bien. -¡Gracias, buen alma! -dijo a la coja-. Te lo contaré todo cuando el pequeño duerma. Creo que está ya dormido. ¡Qué hermoso y dulce está con los ojos cerrados! No sabe lo que sufre su madre. ¡Quiera Dios Nuestro Señor que no haya de pasar nunca por estos trances! -Cuando yo servía en casa del padre del alcalde, que era Consejero, regresó el más joven de los hijos, que entonces era estudiante. Yo era joven, alborotada y fogosa pero honrada, eso sí que puedo afirmarlo ante Dios -dijo la lavandera-. El mozo era alegre y animado, y muy bien parecido. Hasta la última gota de su sangre era honesta y buena. Jamás dio la tierra un hombre mejor. Era hijo de la casa, y yo sólo una criada, pero nos prometimos fidelidad, siempre dentro de la honradez. Un beso no es pecado cuando dos se quieren de verdad. Él lo confesó a su madre; para él representaba a Dios en la Tierra, y la señora era tan inteligente, tan tierna y amorosa. Antes de marcharse me puso en el dedo su anillo de oro. Cuando hubo partido, la señora me llamó a su cuarto. Me habló con seriedad, y no obstante con dulzura, como sólo el bondadoso Dios hubiera podido hacerlo, y me hizo ver la distancia que mediaba entre su hijo y yo, en inteligencia y educación. «Ahora él sólo ve lo bonita que eres, pero la hermosura se desvanece. Tú no has sido educada como él; no son iguales en la inteligencia, y ahí está el obstáculo. Yo respeto a los pobres – prosiguió -; ante Dios muchos de ellos ocuparán un lugar superior al de los ricos, pero aquí en la Tierra no hay que desviarse del camino, si se quiere avanzar; de otro modo, volcará el coche, y los dos serán víctimas de su desatino. Sé que un buen hombre, un artesano, se interesa por ti; es el guantero Erich. Es viudo, no tiene hijos y se gana bien la vida. Piensa bien en esto». Cada una de sus palabras fue para mí una cuchillada en el corazón, pero la señora estaba en lo cierto, y esto me obligó a ceder. Le besé la mano llorando amargas lágrimas, y lloré aún mucho más cuando, encerrándome en mi cuarto, me eché sobre la cama. Fue una noche dolorosa; sólo Dios sabe lo que sufrí y luché. Al siguiente domingo acudí a la Sagrada Misa a pedir a Dios paz y luz para mi corazón. Y como si Él lo hubiera dispuesto, al salir de la iglesia me encontré con Erich, el guantero. Yo no dudaba ya; éramos de la misma clase y condición, y él gozaba incluso de una posición desahogada. Por eso fui a su encuentro y cogiéndole la mano, le dije: «¿Piensas todavía en mí?». «Sí, y mis pensamientos serán siempre para ti sola», me respondió. «¿Estás dispuesto a casarte con una muchacha que te estima y respeta, aunque no te ame? Pero quizás el amor venga más tarde». «¡Vendrá!», dijo él, y nos dimos las manos. Me volví yo a la casa de mi señora; llevaba pendiente del cuello, sobre el corazón, el anillo de oro que me había dado su hijo; de día no podía ponérmelo en el dedo, pero lo hice a la noche al acostarme, besándolo tan fuertemente que la sangre me salió de los labios. Después lo entregué a la señora, comunicándole que la próxima semana el guantero pedirla mi mano. La señora me estrechó entre sus brazos y me besó; no dijo que no valía para nada, aunque reconozco que entonces yo era mejor que ahora; pero ¡sabía tan poco del mundo y de sus infortunios! Nos casamos por la Candelaria, y el primer año lo pasamos bien; tuvimos un criado y una criada; tú serviste entonces en casa. -¡Oh, y qué buen ama fuiste entonces para mí! -exclamó la coja-. Nunca olvidaré lo bondadosos que fueron tú y tu marido. Eran buenos tiempos aquellos… No tuvimos hijos por entonces. Al estudiante, no volví a verlo jamás. O, mejor dicho, sí, lo vi una vez, pero no él a mí. Vino al entierro de su madre. Lo vi junto a su tumba, blanco como yeso y muy triste, pero era por su madre. Cuando, más adelante, su padre murió, él estaba en el extranjero; no vino ni ha vuelto jamás a su ciudad natal. Nunca se casó, lo sé de cierto. Era abogado. De mí no se acordaba ya, y si me hubiese visto, difícilmente me habría reconocido. ¡Me he vuelto tan fea! Y es así como debe ser. Luego le contó los días difíciles de prueba, en que se sucedieron las desgracias. Poseían quinientos florines, y en la calle había una casa en venta por doscientos, pero sólo sería rentable derribándola y construyendo una nueva. La compraron, y el presupuesto de los albañiles y carpinteros se elevó a mil veinte florines. Erich tenía crédito; le prestaron el dinero en Copenhague, pero el barco que lo traía naufragó, perdiéndose aquella suma en e -Fue entonces cuando nació este hijo mío, que ahora duerme aquí. A su padre le acometió una grave y larga enfermedad; durante nueve meses, tuve yo que vestirlo y desnudarlo. Las cosas marchaban cada vez peor; aumentaban las deudas, perdimos lo que nos quedaba, y mi marido murió. Yo me he matado trabajando, he luchado y sufrido por este hijo, he fregado escaleras y lavado ropa, basta o fina, pero Dios ha querido que llevase esta cruz. Él me redimirá y cuidará del pequeño. Y se quedó dormida. A la mañana se sintió más fuerte; pensó que podría reanudar el trabajo. Estaba de nuevo con los pies en el agua fría, cuando de repente le cogió un desmayo. Alargó convulsivamente la mano, dio un paso hacia la orilla y cayó, quedando con la cabeza en la orilla y los pies en el agua. La corriente se llevó los zuecos que calzaba con un manojo de paja en cada uno. Allí la encontró la coja del rizo cuando fue a traerle un poco de café. Entretanto, el alcalde le había enviado recado a su casa para que acudiese a verlo cuanto antes, pues tenía algo que comunicarle. Pero llegó demasiado tarde. Fue un barbero para sangrarla, pero la mujer había muerto. -¡Se ha matado de una borrachera! -dijo el alcalde. La carta que daba cuenta del fallecimiento del hermano contenía también copia del testamento, en el cual se legaban seiscientos florines a la viuda del guantero, que en otro tiempo sirviera en la casa de sus padres. Aquel dinero debería pagarse, contante y sonante, a la legataria o a su hijo. -Algo hubo entre ellos -dijo el alcalde-. Menos mal que se ha marchado; toda la cantidad será para el hijo; lo confiaré a personas honradas, para que hagan de él un artesano bueno y capaz. Dios dio su bendición a aquellas palabras. El alcalde llamó al niño a su presencia, le prometió cuidar de él, y le dijo que era mejor que su madre hubiese muerto, pues no valía para nada. Condujeron el cuerpo al cementerio, al cementerio de los pobres; la coja plantó un pequeño rosal sobre la tumba, mientras el muchachito permanecía de pie a su lado. -¡Madre mía! -dijo, deshecho en lágrimas-. ¿Es verdad que no valía para nada? -¡Oh, sí, valía! -exclamó la vieja, levantando los ojos al cielo. -Hace muchos años que yo lo sabía, pero especialmente desde la noche última. Te digo que sí valía, y que lo mismo dirá Dios en el cielo. ¡No importa que el mundo siga afirmando que no valía para nada!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Pedro, Perico y Pedrín
Cuento infantil
¡Es asombroso lo que saben los niños hoy en día! Uno ya casi no sabe qué es lo que ellos no saben. Eso de que la cigüeña los sacó muy pequeños del pozo o de la balsa del molino y los llevó a sus padres, es una historia tan anticuada, que ya ninguno la cree, a pesar de que es la verdad pura. Pero, ¿cómo van a parar los pequeñuelos a la balsa o al pozo? Eso no lo saben todos, pero algunos sí. Si en una noche estrellada te has entretenido en contemplar el cielo, habrás visto caer estrellas fugaces. Parece exactamente como si una estrella cayera y desapareciese. Ni los hombres más sabios son capaces de explicar lo que no saben; pero cuando uno lo sabe, puede explicarlo. Es como si una velilla del árbol de Navidad cayese del cielo y se apagase; es un alma fulgurante de Dios Nuestro Señor que baja a la Tierra, y al llegar a nuestra atmósfera, pesada y densa, se extingue su brillo, quedando solamente lo que nuestros ojos no pueden ver, pues es mucho más sutil que nuestro aire. Es una criatura del cielo enviada acá abajo, un angelito, aunque sin alas, pues está destinado a ser un hombre; se desliza por el espacio, y el viento lo lleva a una flor, a un dondiego de noche, a una margarita, a una rosa o a una lucérnula; allí se queda y se recoge. Es vaporoso y ligero, una mosca podría llevarlo, y mucho más una abeja; y éstas acuden por turno en busca del néctar de las flores. Si el «bebé» les estorba, no lo arrojan al suelo, no tienen tan mal corazón, sino que lo depositan al sol sobre un pétalo de nenúfar, y en él es mecido suavemente en el agua, durmiendo y creciendo hasta que la cigüeña lo ve y puede llevarlo a una familia humana de las muchas que están suspirando por un dulce pequeñuelo como él. Pero el que sea o no dulce depende de que haya bebido en la clara fuente o se le haya atragantado barro y alguna lenteja de agua, que ésas son cosas que agrian el humor. La cigüeña carga con el primero que ve, sin hacer distingos. Un día irá a una casa buena, donde moran padres excelentes, otro dejará al pequeño en el hogar de gentes duras que viven en plena miseria, y entonces más le hubiera valido al chiquitín seguir en la balsa del molino. Los pequeños no se acuerdan de lo que soñaron bajo el pétalo del nenúfar, donde al anochecer les cantaban las ranas su «croac, croac», lo cual, en lengua humana, significa: «¡Duerman y tengan dulces sueños!». Ni pueden tampoco acordarse de la flor en que estuvieron, ni de cómo olía; pero cuando ya son mayores hay algo en su interior que les dice: «¡Esta es la flor que más me gusta!». Pues es aquélla que les sirvió de cuna cuando eran criaturas del aire. La cigüeña tiene una vida muy larga y siempre se preocupa de saber qué tal les va a los niños que llevó y cómo se despabilan en el mundo. Claro que nada puede hacer por ellos, ni cambiar sus circunstancias, pues bastante tiene con cuidar de su propia familia; pero sus pensamientos los acompañan siempre. Yo conozco a una anciana cigüeña, muy respetable y sabihonda. Ha traído unos cuantos niños y conoce sus historias, en las cuales hay invariablemente un poquitín de fango y una que otra lenteja de la balsa del molino. Le pedí que me diera una pequeña biografía de uno de ellos, y he aquí que se ofreció a contarme no una, sino tres vidas de la casa Peitersen. Era una familia simpatiquísima la de los Peitersen. El marido figuraba entre los treinta y dos prohombres de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una distinción. En éstas llegó la cigüeña y le trajo un hijo, al que llamaron Pedro. Al año siguiente volvió el ave con otro niño, y le pusieron por nombre Perico, y al presentarse con el tercero, lo bautizaron Pedrín, pues en esos tres nombres, Pedro, Perico y Pedrín está el nombre de Peitersen. Fueron, pues, tres hermanos, tres estrellas fugaces, cada uno mecido en su flor, depositados en la balsa del molino bajo la hoja de nenúfar y recogidos por la cigüeña y por ella llevados a la familia Peitersen, aquellos que viven en la esquina, como bien sabes. Crecieron de cuerpo y de alma, y por eso quisieron ser algo más que los treinta y dos prohombres. Pedro dijo que quería ser bandido. Había visto «Fra Diavolo», y sacó en consecuencia que la profesión de bandolero era la más hermosa del mundo. Perico quiso ser basurero, y Pedrín, que era un muchacho cariñoso y formal, mofletudo y regordete, y cuyo único defecto era el de comerse las uñas, pensó en ser «padre». Claro que esto es lo que dicen todos cuando se les pregunta qué quieren ser. Fueron a la escuela; uno fue el primero, otro el último, y uno quedó en medio, pero los tres venían a ser iguales de buenos y listos, y, efectivamente, lo eran, según sus perspicaces y juiciosos padres. Asistieron a bailes infantiles, fumaban cigarros cuando nadie los veía, y crecían en ciencia y experiencia. Desde chiquillo Pedro era ya muy pendenciero, como debe ser todo bandido. Era muy travieso, lo cual, según, su madre, era debido a que padecía de lombrices. Los chicos traviesos tienen siempre lombrices: barro en el estómago. Su testarudez y mal carácter se manifestaron un día en el vestido de seda nuevo de la madre. -¡No des contra la mesa del café, corderillo mío! -le había dicho la mujer-. Podrías tirar la mantequera y mancharme el vestido de seda. El «corderillo», agarrando con mano firme la mantequera, vertió toda la crema en el regazo de mamá. Ésta dijo, por todo comentario: -Corderillo, corderillo, ¡qué atolondrado eres, corderillo mío! Pero lo que es voluntad, el niño la tenía, y su madre lo reconocía. Voluntad demuestra carácter, y para una madre esto es muy prometedor. Indudablemente hubiera podido ser bandolero, pero todo quedó en palabras. Sólo por su exterior lo parecía, pues usaba un sombrero abollado, cuello abierto, y largo pelo suelto. Quería ser artista, pero no tenía de ello más que el traje, y encima parecía un malvavisco. Todas las figuras que dibujaba parecían otros tantos malvaviscos, de puro larguiruchas. Le gustaba mucho aquella flor; según la cigüeña, había yacido en ella. A Pedro le había tocado por lecho un botón de oro. Tenía tan pringosas las comisuras de la boca y tan amarilla la piel, que se hubiera dicho que haciéndole un corte en la mejilla, saldría mantequilla. Parecía nacido para mantequera, y habría podido ser su propio anuncio; pero en el fondo, en lo más íntimo de su ser, era basurero; era también el talento musical de la familia Peitersen, «y se bastaba por todos los demás juntos», decían los vecinos. En una semana compuso diecisiete polcas, y luego las reunió en una ópera para trompeta y carraca. ¡Señores, qué hermosura! Pedrín era blanco y rojo, menudo y ordinario; procedía de una margarita. Nunca se defendía cuando los demás chicos le zurraban; decía que era el más juicioso, y el juicioso siempre cede. Primero coleccionó pizarrines, luego sellos y, finalmente, se organizó un pequeño gabinete de naturalista que contenía el esqueleto de un gasterósteo, tres ratones ciegos de nacimiento guardados en alcohol, y un topo disecado. Pedrín tenía aptitudes para la Ciencia y ojo para la Naturaleza, lo cual era muy satisfactorio para sus padres y para él. Prefería ir al bosque antes que a la escuela. Sus hermanos estaban ya prometidos, cuando él no vivía sino por completar su colección de huevos de aves acuáticas. Pronto supo más de los animales que de las personas, y sostenía que nosotros no podemos alcanzar al animal en lo que consideramos más noble y elevado: el amor. Veía que el ruiseñor macho, cuando la hembra incubaba, permanecía toda la noche a su lado, cantándole: «¡cluc, cluc si, lo, lo, li!». Nunca Pedrín habría sido capaz de tamaña abnegación. Cuando la madre cigüeña estaba en el nido con sus pequeños, el padre permanecía de pie sobre una pata en la parhilera del tejado, sin moverse en toda la noche. Pedrín no lo habría resistido ni una hora. Y un día que examinó una tela de araña con lo que había en ella, decidió renunciar para siempre al matrimonio. El señor araña vive única y exclusivamente para atrapar moscas descuidadas, ya sean jóvenes o viejas, hinchadas de sangre o secas como un huso; atento sólo a tejer y a nutrir a su familia, mientras la señora vive nada más que para el padre. Lo devora de puro enamorada, se zampa su corazón, su cabeza y abdomen; sólo sus largas y delgadas patas quedan en la tela, en aquella tela en que él vivió sin más preocupación que la de alimentar a la familia. Es la pura verdad, extraída directamente de la Historia Natural. Pedrín lo vio, y la cosa le dio que pensar: «¡Ser amado hasta tal extremo por su esposa, ser por ella devorado, víctima de una pasión tan ardiente! ¡No! Hasta eso no llega ningún ser humano. Por lo demás, ¿sería de veras deseable?». Pedrín resolvió no casarse nunca, nunca dar ni recibir un beso, pues ello habría podido tomarse por el primer paso conducente al matrimonio. Y, sin embargo, recibió un beso, el que recibimos todos, el fuerte ósculo de la muerte. Cuando hemos vivido el tiempo asignado, la Muerte recibe la orden: «¡Llévatelo de un beso!». Y ¡adiós el hombre! De Dios Nuestro Señor nos baja un rayo de sol tan intenso, que nos ciega los ojos. El alma humana, que llegó en forma de estrella fugaz, emprende el vuelo en la misma forma, pero no para ir a descansar en una flor o a soñar bajo un pétalo de nenúfar. Cosas más importantes tiene que hacer. Vuela al gran país de la Eternidad. Cómo es aquel país y qué aspecto tiene, nadie sabría decirlo, pues nadie lo ha visto, ni siquiera la cigüeña, por muy lejos que alcance su vista y por muchas cosas que sepa. Así, nada más podía decir de Pedro, Perico y Pedrín; bien es verdad que ya tenía bastante de ellos, y tú seguramente también. De modo que por esta vez le daremos muchas gracias a la cigüeña. Pero ella, en pago de esta historieta, que nada tiene de particular, pide tres ranas y una culebrina. Por lo visto, cobra en especies. ¿Quieres pagarle tú? Yo no, pues no tengo ni ranas ni culebras.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Pluma y tintero
Cuento infantil
En el despacho de un escritor, alguien dijo un día, al considerar su tintero sobre la mesa: -Es sorprendente lo que puede salir de un tintero. ¿Qué va a darnos la próxima vez? Es bien extraño. -Lo es, ciertamente -respondió el tintero-. Incomprensible. Es lo que yo digo -añadió, dirigiéndose a la pluma y demás objetos situados sobre la mesa y capaces de oírlo-. ¡Es sorprendente lo que puede salir de mí! Es sencillamente increíble. Yo mismo no podría decir lo que saldrá la próxima vez, en cuanto el hombre empiece a sacar tinta de mí. Una gota de mi contenido basta para llenar media hoja de papel, y, ¡cuántas cosas no se pueden decir en ella! Soy verdaderamente notable. De mí salen todas las obras del poeta, estas personas vivientes que las gentes creen conocer, estos sentimientos íntimos, este buen humor, estas amenísimas descripciones de la Naturaleza. Yo no lo comprendo, pues no conozco la Naturaleza, pero lo llevo en mi interior. De mí salieron todas esas huestes de vaporosas y encantadoras doncellas, de audaces caballeros en sus fogosos corceles, de ciegos y paralíticos, ¡qué sé yo! Les aseguro que no tengo ni idea de cómo ocurre todo esto. -Lleva usted razón -dijo la pluma-. Usted no piensa en absoluto, pues si lo hiciera, se daría cuenta de que no hace más que suministrar el líquido. Usted da el fluido con el que yo puedo expresar y hacer visible en el papel lo que llevo en mi interior, lo que escribo. ¡Es la pluma la que escribe! Nadie lo duda, y la mayoría de hombres entienden tanto de Poesía como un viejo tintero. -¡Qué poca experiencia tiene usted! -replicó el tintero-. Apenas lleva una semana de servicio y está ya medio gastada. ¿Se imagina acaso que es un poeta? Pues no es sino un criado, y, antes de llegar usted, he tenido aquí a muchos de su especie, tanto de la familia de los gansos como de una fábrica inglesa. Conozco la pluma de ganso y la de acero. He tenido muchas a mi servicio y tendré aún muchas más, si el hombre de quien me sirvo para hacer el movimiento sigue viniendo a anotar lo que saque de mi interior. Me gustaría saber qué voy a dar la próxima vez. -¡Botijo de tinta! -rezongó la pluma. Ya anochecido, llegó el escritor. Venía de un concierto, donde había oído a un excelente violinista y había quedado impresionado por su arte inigualable. El artista había arrancado un verdadero diluvio de notas de su instrumento: ora sonaban como argentinas gotas de agua, perla tras perla, ora como un coro de trinos de pájaros o como el bramido de la tempestad en un bosque de abetos. Había creído oír el llanto de su propio corazón, pero con una melodía sólo comparable a una magnífica voz de mujer. Se diría que no eran sólo las cuerdas del violín las que vibraban, sino también el puente, las clavijas y la caja de resonancia. Fue extraordinario. Y difícil; pero el artista lo había hecho todo como jugando, como si el arco corriera solo sobre las cuerdas, con tal sencillez, que cualquiera se hubiera creído capaz de imitarlo. El violín tocaba solo, y el arco, también; lo dos se lo hacían todo; el espectador se olvidaba del maestro que los guiaba, que les infundía vida y alma. Pero el escritor no lo había olvidado; escribió su nombre y anotó los pensamientos que le inspirara: «¡Qué locos serían el arco y el violín si se jactasen de sus hazañas! Y, sin embargo, cuántas veces lo hacemos los hombres: el poeta, el artista, el inventor, el general. Nos jactamos, sin pensar que no somos sino instrumentos en manos de Dios. Suyo, y sólo suyo es el honor. ¿De qué podemos vanagloriarnos nosotros?». Todo esto lo escribió el poeta en forma de parábola, a la que puso por título: «El maestro y los instrumentos». -Le han dado su merecido, caballero -dijo la pluma al tintero, una vez volvieron a estar solos-. Supongo que oiría leer lo que ha escrito, ¿verdad? -Claro que sí, lo que le di a escribir a usted -replicó el tintero-. ¡Le estuvo bien empleado por su arrogancia! ¡Cómo es posible que no comprenda que la toman por necia! Mi invectiva me ha salido desde lo más hondo de mi entraña. ¡Si sabré yo lo que me llevo entre manos! -¡Vaya con el tinterote! – ezongó la pluma. -¡Barretintas! -replicó el tintero. Y los dos se quedaron convencidos de que habían contestado bien; es una convicción que deja a uno con la conciencia sosegada. Así se puede dormir en paz, y los dos durmieron muy tranquilos. Sólo el poeta no durmió; le fluían los pensamientos como las notas del violín, rodando como perlas, bramando como la tempestad a través del bosque. Sentía palpitar en ellos su propio corazón, un vivísimo rayo de luz del eterno Maestro. Sea para Él todo el honor.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Psiquis
Cuento infantil
En el rosado horizonte del crepúsculo matutino brilla una gran estrella, la más clara de la mañana. Sus rayos tiemblan sobre el blanco muro, como si en él quisieran escribir lo que en miles de años ha visto en las diversas latitudes de nuestra inquieta Tierra. Escucha una de sus historias: -No hace mucho- para una estrella, «no hace mucho» significa lo mismo que «varios siglos» para nosotros, los hombres -, mis rayos acompañaban a un joven artista. Ocurría la cosa en los Estados Pontificios, en la ciudad de Roma. Al correr de los tiempos han cambiado allí muchas cosas, aunque no tan de prisa como pasa el hombre de la infancia a la vejez. El palacio de los Césares era, como hoy, una ruina; la higuera y el laurel crecían entre las derrumbadas columnas de mármol, y por encima de las destruidas termas, cuyas paredes conservaban aún sus estucos dorados. El Coliseo era otra ruina. Sonaban las campanas de las iglesias y, entre nubes de incienso, recorrían las calles procesiones con cirios y ricos palios. Era la ciudad de la Religión y del Arte. Vivía a la sazón en Roma el más grande de los pintores del mundo: Rafael, y vivía también allí el primero de los escultores de su época: Miguel Ángel. El Papa los admiraba a los dos y los honraba con su visita; el Arte era reconocido, honrado y premiado. Sin embargo, no todo lo grande y valioso era visto y estimado. En un angosto callejón se levantaba una casa muy vieja, edificada sobre un antiguo templo, y en ella vivía un joven artista, pobre y desconocido. Tenía, sí, bastantes amigos, jóvenes artistas como él, jóvenes de ánimo, de esperanzas y de ideas. Le decían que era rico en talento y aptitudes, y que hacía mal en no creer en ellas. Continuamente rompía lo que había moldeado en arcilla. Nunca se mostraba satisfecho, nunca terminaba sus obras; y es necesario hacerlo si se quiere adquirir estima y prestigio y ganar dinero. Es algo de toda evidencia. -¡Eres un soñador -le decían-, ésta es tu desgracia. Todo porque aún no has entrado en la vida, no la has gozado en lo que tiene de grande y de sana, como cumple a la juventud. Cuando se es joven hay que abrazar la vida, fundirse con ella de modo que vida y persona se vuelvan una sola y misma cosa. Mira al gran maestro Rafael, a quien el Papa honra y el mundo admira. Ése no desprecia el vino y el pan. -¡Qué ha de despreciar! Dígalo la panadera, la linda Fornarina, interpuso Angelo, uno de los amigos más alegres. Todos hablaban, cada cual según su edad y juicio. Pretendían arrastrar al artista a que compartiera su existencia regocijada y bulliciosa, a la vida loca, como podía llamársele; y, por un momento, él se sintió inclinado a ceder. Tenía la sangre ardiente, y la imaginación viva; le gustaba tomar parte en las regocijadas charlas, reír sonoramente con los demás. Y, no obstante, los atractivos de lo que los demás llamaban «la vida alegre de Rafael», se le desvanecían como la niebla matinal cuando contemplaba el resplandor divino que brillaba en las obras del excelso maestro. Y cuando en el Vaticano estaba en presencia de aquellas bellezas que los grandes artistas habían plasmado milenios atrás en el bloque de mármol, se henchía su pecho, sentía bullir en su interior algo de sublime, santo, noble, grande y bueno, y deseaba poder a su vez crear y tallar en mármol otras figuras dignas de aquéllas. Buscaba la forma de aquel ardor que de su corazón se elevaba al infinito; pero, ¿cómo encontrarla, y bajo qué rasgos? La blanca arcilla se moldeaba en sus dedos en bellas formas, pero cada día destruía lo que hiciera la víspera. En cierta ocasión pasó por delante de uno de los ricos palacios que tanto abundan en Roma. Se detuvo frente a la gran puerta principal, que estaba abierta, y vio en el interior un jardincito rodeado de arcadas, adornadas con pinturas. El jardín estaba lleno de bellísimas rosas; grandes calas blancas, de verdes hojas jugosas, surgían de la fuente de mármol, en la que chapoteaba el agua límpida. Y delante parecía flotar una figura, una muchacha, hija de la familia patricia, indeciblemente exquisita, vaporosa y bella. Jamás había visto el artista una forma de mujer como aquélla; pero sí, la había visto, pintada por Rafael, en la figura de Psiquis, en uno de los palacios de Roma. Sí, allí estaba pintada, mas aquí aparecía animada y viva. Con la figura de la joven grabada en sus pensamientos y en su corazón regresó a su casa, y en su mísera habitación moldeó una estatua de arcilla: una Psiquis. Era la rica joven romana, la noble doncella, y por primera vez se sintió el artista satisfecho de su obra. Para él tenía una especial significación: era «ella». Los amigos, cuando la vieron, estallaron en gritos de admiración: allí se revelaba por fin el talento que desde hacía tanto tiempo pregonaban. El mundo entero se percataría ahora de él. La arcilla es plástica y viva, ciertamente, pero no tiene la blancura y firmeza del mármol. En mármol iba a hacer su Psiquis. Piedra no le faltaba: en el patio tenía un bloque ennegrecido por el tiempo, que había sido ya de sus padres, sucio y abandonado bajo un montón de cascotes y basura. Mas por dentro era como la nieve de las cumbres. De ella saldría Psiquis. Un día -esto no lo vio la clara estrella, pero nosotros lo sabemos-, un grupo de personas de la alta sociedad romana se presentó en la estrecha y humilde calleja. El coche se detuvo a cierta distancia, y sus ocupantes se acercaron para ver el trabajo del joven artista, del que oyeron hablar por casualidad. ¿Quiénes eran los nobles visitantes? ¡Pobre muchacho! O feliz muchacho, como se quiera. Era ella, la propia joven, la que estaba en su humilde estudio; y qué expresión se reflejó en su mirada cuando su padre dijo: -¡Eres verdaderamente tú, en cuerpo y vida! ¡Ay!, no era posible cincelar la sonrisa ni reproducir la mirada que la muchacha dirigió al artista: una mirada que trastornaba, que daba vida… y mataba a la vez. -Hay que llevar al mármol esta Psiquis -dijo el opulento caballero. Y aquéllas fueron palabras de vida para la inerte arcilla y para el pesado bloque de mármol, como lo fueron también para el joven artista. -Cuando tenga la obra terminada, se la compraré -dijo el noble señor. Fue como si en el mísero taller empezara una nueva época. En la casa todo era vida, alegría y actividad. El fulgurante lucero de la mañana vio cómo avanzaba el trabajo. La propia arcilla parecía haberse animado desde el día en que «ella» entró en la casa. Bajo los dedos del artista, los conocidos rasgos se hacían aún más hermosos. «¡Ahora sé lo que es vivir! -pensaba el artista alborozado- ¡Es amor! Es elevación a lo sublime, entrega a la Belleza. Lo que los amigos llaman vida y placer es caducidad, son burbujas de las heces en fermentación, no el vino puro del altar celestial que inicia a la vida». Trajeron el bloque de mármol al taller; el cincel hizo saltar grandes pedazos. Después se tomaron medidas, se trazaron puntos y signos, se procedió a la labor mecánica, hasta que poco a poco la piedra fue transformándose en un cuerpo, en la estatua de la Belleza, en Psiquis, hermosa y majestuosa como la imagen de Dios en la doncella. La pesada piedra se hizo vaporosa, ligera, casi aérea: una Psiquis con su celestial sonrisa de inocencia, tal como estaba grabada en el corazón del joven escultor. La estrella de la rosada aurora lo vio, y sin duda comprendió lo que se agitaba en el joven; comprendió el cambio de color de sus mejillas, la centelleante luz de su mirada, mientras creaba y reproducía lo que Dios había formado. -¡Es una obra digna de los griegos! -exclamaban sus arrobados amigos-. Pronto el mundo entero admirará tu Psiquis. -¡Mi Psiquis! -repetía él-. Mía… mía será. También yo soy un artista, como aquellos grandes que ya murieron. Dios me ha concedido su gracia, me ha elevado entre los grandes. Y, postrándose de rodillas, elevó a Dios, llorando, una plegaria de acción de gracias, y volvió a olvidarse de Él para absorberse en ella, en su estatua en mármol, aquella figura de Psiquis que parecía plasmada con nieve, teñida por los rayos encendidos del sol de la mañana. Por fin pudo ir a verla, en su persona real, su Psiquis viva, aquella cuyas palabras sonaban como música. Podía ya llevar al rico palacio la noticia de que la Psiquis de mármol estaba terminada. Cruzó el patio abierto, donde el agua que proyectaban los delfines caía rumoreante en la marmórea concha, cuajada de calas y de frescas rosas. Penetró en el espacioso y alto vestíbulo, cuyas paredes y techo se hallaban decorados con escudos de armas y cuadros multicolores. Criados con lujosas libreas se pavoneaban, orgullosos como caballos de trineo con sus cascabeles, paseando arriba y abajo del vestíbulo; algunos incluso estaban tendidos cómoda e insolentemente en los tallados bancos de madera, como si fuesen los dueños de la casa. Les dio su recado y fue conducido al piso superior por la reluciente escalera de mármol, cubierta de mullidas alfombras. A uno y otro lado se levantaban estatuas. Nuestro amigo atravesó lujosas salas, adornadas con cuadros y brillantes pavimentos de mosaico. Toda aquella magnificencia y suntuosidad le hacía contener la respiración; pero no tardó en volver a sentirse aligerado. El anciano príncipe lo recibió amablemente, casi con cordialidad, y, terminada la conversación lo invitó, antes de despedirse, a que pasara a saludar a la joven «signora», que deseaba verlo también. Los criados lo condujeron, a través de nuevos aposentos y salones, tan suntuosos como los anteriores, a las habitaciones de la joven, de las cuales era ella el máximo adorno y belleza. Ella le habló. Ninguna armonía, ningún canto religioso habría podido conmover su corazón tanto como el discurso de la joven. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios. Ninguna rosa podía tener aquella suavidad, y, sin embargo, irradiaba fuego. Un noble sentimiento recorrió todo su ser, y de su lengua brotaron palabras, él mismo no sabía cuáles. ¿Acaso sabe el cráter que lanza lava ardiente? Le confesó su amor. Ella se irguió, ofendida, altiva, con expresión de escarnio y de repugnancia, como si acabase de tocarla un sapo frío y viscoso. Se enrojecieron sus mejillas, sus labios palidecieron; sus ojos despedían fuego, aun siendo negros como las tinieblas de la noche. -¡Insensato! -exclamó-. ¡Fuera de aquí! Y le volvió la espalda. El rostro de la beldad había adquirido una expresión comparable al de la cabeza de piedra con serpientes por cabellos. El artista salió a la calle como un objeto desmoronado e inerte; como un sonámbulo llegó a su casa, donde despertó presa de furia y dolor, y, empuñando un martillo y blandiéndolo en el aire, se lanzó contra la hermosa estatua de mármol. Pero en su estado no había advertido la presencia de su amigo Angelo, quien, con gesto vigoroso, le detuvo el brazo. -¿Te has vuelto loco? ¿Qué te propones? Se entabló una lucha. Angelo era el más fuerte, y el joven artista se desplomó jadeando en una silla. -¿Qué ha ocurrido? -preguntó Angelo-. Explícate, habla. Pero, ¿qué podía decir el artista? Angelo, al ver que no obtendría nada de él, no insistió. -Te pondrás enfermo con tus fantasías. Sé de una vez un hombre como los demás y deja de vivir en las nubes. Acabarás chiflado. Emborráchate un poquitín y verás lo bien que duermes. Búscate una chica guapa, que te haga de médico. Las muchachas de la Campagna son tan hermosas como la princesa del palacio de mármol; todas son hijas de Eva, y no se distinguirán entre sí en el paraíso. Sigue a tu Angelo, a tu ángel, que soy yo, un ángel de la vida. Día vendrá en que serás viejo, y tu cuerpo se desmoronará, y un bello día soleado, cuando todos rían y gocen, tú serás como un tallo marchito que ha dejado de crecer. No creo en la otra vida que nos prometen los curas; es una hermosa fantasía, un cuento para niños, muy agradable para quien es capaz de imaginarlo. Pero yo no vivo de imaginaciones, sino de realidades. ¡Vente conmigo y sé un hombre! El joven escultor se fue con él; no se sentía con ánimos para resistir. En su sangre ardía un fuego extraño; algo había cambiado en su alma. Sentía la necesidad de evadirse de la existencia antigua, de la costumbre de su propio y viejo yo; y siguió a Angelo. En las afueras de Roma había una hostería, entre las ruinas de unas termas antiguas, muy frecuentada por artistas. Los grandes limones dorados colgaban entre el oscuro y brillante follaje, cubriendo parte de los viejos y rojizos muros. La hostería era una bóveda profunda, casi una cueva excavada en la ruina. En el interior lucía una lámpara ante la imagen de la Madonna; un gran fuego ardía en el hogar, que servía de cocina. Fuera, bajo los limoneros y laureles, había algunas mesas. Los amigos los recibieron con regocijo y jolgorio. Se comió poco y se bebió mucho, lo cual aumentó el júbilo. Cantaron al son de la guitarra, resonó el «saltarello» y empezó el baile. Unas jóvenes romanas, modelos de los artistas, se mezclaron con los bailadores, participando en el animado bullicio. Dos deliciosas bacantes. No tenían figura de Psiquis, ni eran rosas delicadas y lozanas, sino frescos claveles, robustos y ardientes. ¡Qué calor hacía, incluso después de ponerse el sol! Fuego en la sangre, fuego en el aire, fuego en las miradas. El aire fluctuaba entre oro y rosas, toda la vida era rosas y oro. -¡Por fin te decidiste! Déjate llevar por la corriente que te rodea y que hay en ti. -Nunca me había sentido tan sano y alegre -dijo el joven artista-. Tienes razón, todos tenéis razón. Era un loco, un sonador. El hombre se debe a la realidad y no a la fantasía. Al son de cantos y guitarras, salieron los jóvenes de la hostería al anochecer claro y estrellado, desfilando por los callejones en compañía de los dos ardientes claveles, las hijas de la Campagna. En la morada de Angelo, entre esbozos dispersos, estudios tirados y cuadros lascivos y ardientes, resonaban las voces más apagadas pero no menos fogosas. En el suelo se veían algunas hojas muy parecidas a las hijas de la Campagna, de belleza robusta y, cambiante, y, sin embargo, ellas eran mucho más hermosas. El candelabro de seis brazos tenía las seis velas encendidas; y de su seno se proyectaba, luminosa y flameante, la figura humana representando a una divinidad. -¡Apolo! ¡Júpiter! ¡Me siento elevado a su cielo y a su grandeza! Me parece como si en este momento se abriera en mi corazón la flor de la vida. Sí, se abrió -se dobló y se desplomó-, y un vaho repugnante y estupefaciente se arremolinó, cegando la vista y turbando el pensamiento; se extinguieron los fuegos artificiales de los sentidos, y todo quedó en tinieblas. Llegó a su casa, y, sentándose sobre la cama, trató de concentrar sus pensamientos. Del fondo de su pecho salió una voz que le gritaba: «¡qué asco!». Y luego: «¡Insensato! ¡Fuera!». Y exhaló un profundo y doloroso suspiro. -¡Fuera de aquí! Estas palabras, las palabras de la Psiquis viviente, resonaron en su alma y asomaron a sus labios. Oprimió la cabeza contra la almohada, se extraviaron sus pensamientos y se quedó dormido. Se despertó sobresaltado al amanecer y volvió a concentrarse. ¿Qué había pasado? ¿Sería un sueño? ¿Un sueño las palabras de la muchacha, la visita a la hostería, la noche con los purpúreos claveles de la Campagna? No, todo era real, una realidad que hasta entonces no conocía. En el aire rojo brillaba la clara estrella; uno de sus rayos cayó sobre él y sobre la Psiquis de mármol. El joven sintió un estremecimiento al contemplar la imagen de la inmortalidad; le pareció que sus ojos eran demasiado impuros para mirarla. Cubrió la estatua con un lienzo, la tocó otra vez para descubrirla, pero ya no pudo mirar su obra. Permaneció todo el día inmóvil, sombrío, ensimismado; no se dio, cuenta de nada de lo que se movía en el exterior; nadie supo lo que ocurría en el alma de aquel hombre. Transcurrieron días y semanas; las noches se hacían interminables. La rutilante estrella lo vio una mañana levantarse del lecho, pálido, calenturiento. Acercándose a la estatua de mármol, le quitó la envoltura, contempló su obra con mirada dolorosa y férvida, y luego, cediendo casi bajo la carga, la arrastró hasta el jardín. Había allí un pozo seco y decaído, que mejor podía llamarse un hoyo; a él echó la Psiquis, cubriéndola después con tierra y esparciendo por encima de la tumba ramillas y ortigas. -¡Fuera de aquí! -ésta fue la oración fúnebre de la estatua. La estrella lo presenció desde los espacios rosados, y su rayo tembló en dos gruesas lágrimas que rodaron por las mejillas lívidas del joven devorado por la fiebre (enfermo de muerte, dijeron, cuando yacía en su lecho). El hermano Ignacio acudió a su vera, como amigo y médico, aportándole las consoladoras palabras de la religión. Le habló de la serenidad y la dicha de la Iglesia, del pecado de los hombres, de la gracia y la paz de Dios. Sus palabras cayeron como cálidos rayos de sol sobre un suelo húmedo; igual que de éste, de su alma se levantaban caudales de nieblas, imágenes mentales, imágenes que tenían su realidad; y desde aquellas islas flotantes contempló la existencia humana: errores, engaños, desilusión, eso era la vida, eso había sido para él. El Arte era una sirena que nos arrastra a la vanidad y a las concupiscencias de la carne. Somos falsos con nosotros mismos, con nuestros amigos, con Dios. La serpiente habla siempre en nosotros: «¡Come y serás como Dios!». Sólo entonces le pareció que se comprendía a sí mismo, que acababa de descubrir el camino que lleva a la verdad y a la paz. En la Iglesia había la luz y la claridad de Dios; en la celda monacal, la paz necesaria al árbol humano para crecer en la eternidad. El hermano Ignacio fortaleció su propósito, y el artista adoptó una resolución firme. Un hijo del mundo pasó a ser criado de la Iglesia; el joven escultor renunció al mundo e ingresó en el convento. Sus hermanos de religión lo recibieron amorosamente, y su ordenación fue una verdadera fiesta. Le parecía que Dios se le revelaba en los rayos de sol que inundaban el templo, reflejándose en las santas imágenes y en la reluciente cruz. Y cuando, a la hora del crepúsculo vespertino, se encontró en su diminuta celda y, abriendo la ventana, se asomó a contemplar la vieja Roma, con sus destruidos templos, el Coliseo, poderoso y muerto, el aire primaveral con las acacias floridas, la fresca siempreviva, las rosas recién abiertas, los dorados limones y naranjas y los abanicos de las palmeras, sintió una emoción como nunca había experimentado. La vasta y apacible Campagna se extendía ante sus ojos hasta las montañas azules y coronadas de nieve, que parecían pintadas sobre el horizonte; todo fusionándose, respirando paz y belleza, todo tan flotante, tan fantástico… todo como un sueño. Sí, un sueño es el mundo de aquí abajo; pero el sueño dura sólo unas horas, mientras la vida del claustro dura muchos y largos años. Muchas de las cosas que hacen impuro al hombre, surgen de su propia alma, tenía que confesárselo. ¿Qué llama era aquélla que a veces se encendía en él? ¿Qué poder oculto rebullía en él, y, aunque rechazado, volvía a brotar constantemente? Castigaba su cuerpo, pero el mal venía del interior. ¿Qué parte de su espíritu, escurridizo como la serpiente, se enroscaba bajo el manto del amor universal y lo consolaba diciendo: los santos rezan por nosotros, la Madre ruega por nosotros, el mismo Jesús dio su sangre por nosotros? Era un sentimiento infantil o la ligereza de la juventud, lo que hacía que se entregase a la gracia y se sintiera elevado por encima de muchos? ¿Y por qué no? ¿No había arrojado de sí la vanidad del mundo, no era hijo de la Iglesia? Un día, al cabo de muchos años, se encontró con Angelo, que lo reconoció al instante. -¡Hombre! -exclamó éste-. ¡Con que eres tú! ¿Eres feliz ahora? Pecaste contra Dios, al despreciar su don y renunciar a tu misión en el mundo. Lee la parábola del dinero prestado. El Maestro que la contó dijo la verdad. ¿Qué has ganado y hallado? ¿No te has forjado tú mismo una vida de ensueño, una religión a tu gusto, como hacen todos? Como si todo no fuese más que un sueño, una fantasía, bellos pensamientos y nada más. -¡Aléjate de mí, Satanás! -dijo el monje, volviendo la espalda a Angelo. -¡Existe un demonio, un demonio de carne y hueso! Hoy lo he visto -murmuró-. Una vez le alargué un dedo y me cogió toda la mano. Pero, no -suspiró-, el maligno vive en mí, y vive también en aquel hombre, pero a él no lo doblega; va con la frente alta y disfruta de sus comodidades, mientras yo busco mi bienestar en los consuelos de la religión. ¡Si al menos fuese un consuelo! ¿Y si todo lo de aquí no fueran más que bellas imaginaciones, como en el mundo que abandoné? Ilusión, como la belleza de las rojas nubes del ocaso, como el ondeante azul de las montañas lejanas. ¡Qué distintas son de cerca! Eternidad, eres como el océano inmenso y encalmado, que nos hace señas y nos llama y nos llena de presentimientos; y cuando nos adentramos en él es para hundirnos, desaparecer, morir, dejar de ser! ¡Ilusión! ¡Fuera!. Y sin lágrimas, absorto en sí mismo, se sentó en su duro lecho y luego se postró de rodillas. ¿Ante quién? ¿Ante la cruz de piedra de la pared? No; la costumbre hacía que el cuerpo tomara aquella postura. Cuanto más penetraba en las honduras de su alma, más tenebrosa le parecía ésta. -¡Nada dentro, nada fuera! Una vida desperdiciada y vacía-. Y este pensamiento creció, como una bola de nieve, hasta anonadarle. -No puedo confiarme a nadie, a nadie puedo hablar de este gusano interior que me corroe. Mi secreto es mi prisionero; si lo dejo escapar, yo seré el suyo. Y la fuerza divina que había en él sufría y luchaba. -¡Señor, Dios mío! -gritaba en su desesperación-. Apiádate de mí, dame la fe. Arrojé de mí el don de tu gracia, dejé incumplida mi misión. Me faltaron las fuerzas. ¿Por qué no me las diste? La inmortalidad, la Psiquis que había en mi pecho… ¡fuera de aquí! Sea sepultada como aquella otra Psiquis, el mejor rayo de mi vida. Nunca saldrá de su tumba. La estrella brillaba en el aire rosado, la estrella que con toda certidumbre se extinguirá y consumirá mientras las almas vivirán y brillarán. Su rayo tembloroso se posó sobre la blanca pared, pero ningún signo dejó en ella de la grandeza de Dios, de la gracia, del amor universal que resuena en el pecho del creyente. -La Psiquis que mora aquí dentro ¡nunca morirá! ¿Vivirá en la conciencia? ¿Puede suceder lo incomprensible? ¡Sí, sí! Incomprensible es mi yo. Incomprensible Tú, Señor. Todo tu universo es incomprensible; una obra milagrosa de poder, magnificencia, amor. Sus ojos se iluminaron y se tornaron vidriosos. El son de las campanas del templo fue el último que percibieron sus oídos. Murió, y depositaron su cuerpo en tierra, en tierra traída de Jerusalén y mezclada con polvo de reliquias. Años después exhumaron el esqueleto, igual que hicieran con los monjes muertos antes que él. Lo vistieron con un hábito de color pardo, le pusieron un rosario en la mano y lo depositaron en un nicho que contenía otros huesos humanos, tal y como fue encontrado en la cripta del convento. Al exterior brillaba el sol, el interior olía a incienso; se rezaron misas. Pasaron más años. Los huesos se desprendieron y cayeron confundidos. Las calaveras fueron recogidas, y con ellas se revistió toda una pared exterior de la iglesia; entre ellos estaba también el suyo, al sol abrasador -¡eran tantos y tantos muertos cuyos nombres nadie conocía!-. Ni tampoco el suyo. Y he aquí que, bajo la luz del sol, algo de vivo se movió en las cuencas de los ojos. ¿Qué podía ser? Un lagarto de vivos colores saltó al cráneo hueco y se deslizó rápidamente por las grandes órbitas. Era la vida de aquella cabeza que en otros tiempos albergara altos pensamientos, luminosos sueños, el amor del Arte y de la grandeza; de aquellos ojos habían fluido ardientes lágrimas, y en ellos se había reflejado la esperanza en la eternidad. El lagarto pegó un salto y desapareció; el cráneo se desmenuzó, se hizo polvo en el polvo. Han pasado siglos. La clara estrella seguía brillando como siempre, como lo hará por espacio de milenios y milenios; el aire tenía un tinte carmesí, fresco como rosas y ardiente como sangre. Donde antaño había un callejón con los restos de un antiguo templo, había ahora un convento de monjas. En su jardín excavaron una sepultura, destinada a una joven religiosa fallecida, que iba a ser enterrada aquella mañana. La pala chocó contra una piedra de un blanco deslumbrante; apareció el mármol, el cual adquirió la forma de un hombro, que fue saliendo a la luz poco a poco. Con gran cuidado manejaban el azadón. Miren… una cabeza de mujer… alas de mariposa… y de la fosa destinada a sepultura de la monja extrajeron, a los rayos rosados de la mañana, una maravillosa estatua de Psiquis, cincelada en mármol blanco. -¡Qué hermosa, qué perfecta! Una verdadera obra maestra de la mejor época -dijo la gente. ¿Quién pudo ser su autor? Nadie lo sabía, nadie lo conocía, excepto la clara estrella que lleva milenios brillando. Sólo ella conoció el curso de su vida terrena, su prueba, sus flaquezas; supo que había sido «sólo un hombre». Pero estaba muerto, había pasado, como es ley y condición de todo polvo. Mas el fruto de u mayor afán, lo más sublime que la divinidad puso en él, la Psiquis que jamás morirá, que perpetuará su gloria póstuma, su reflejo acá en la Tierra, ése quedó y fue reconocido, admirado y amado. La rutilante estrella matutina, desde el rosado horizonte envió su rayo purísimo a la Psiquis y a los labios y los ojos de cuantos la contemplaban arrobados y veían el alma tallada en el bloque de mármol. Lo terreno se consume y es olvidado; sólo la estrella de la inmensidad guarda recuerdo de ello. Lo que es celestial, irradia incluso en la gloria póstuma, y cuando ésta se apaga, Psiquis continúa viviendo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Pulgarcita
Cuento infantil
Érase una mujer que anhelaba tener un niño, pero no sabía dónde irlo a buscar. Al fin se decidió a acudir a una vieja bruja y le dijo: -Me gustaría mucho tener un niño; dime cómo lo he de hacer. -Sí, será muy fácil -respondió la bruja-. Ahí tienes un grano de cebada; no es como la que crece en el campo del labriego, ni la que comen los pollos. Plántalo en una maceta y verás maravillas. -Muchas gracias -dijo la mujer; dio doce sueldos a la vieja y se volvió a casa; sembró el grano de cebada, y brotó enseguida una flor grande y espléndida, parecida a un tulipán, sólo que tenía los pétalos apretadamente cerrados, cual si fuese todavía un capullo. -¡Qué flor tan bonita! -exclamó la mujer, y besó aquellos pétalos rojos y amarillos; y en el mismo momento en que los tocaron sus labios, se abrió la flor con un chasquido. Era en efecto, un tulipán, a juzgar por su aspecto, pero en el centro del cáliz, sentada sobre los verdes estambres, se veía una niña pequeñísima, linda y gentil, no más larga que un dedo pulgar; por eso la llamaron Pulgarcita. Le dio por cuna una preciosa cáscara de nuez, muy bien barnizada; azules hojuelas de violeta fueron su colchón, y un pétalo de rosa, el cubrecama. Allí dormía de noche, y de día jugaba sobre la mesa, en la cual la mujer había puesto un plato ceñido con una gran corona de flores, cuyos peciolos estaban sumergidos en agua; una hoja de tulipán flotaba a modo de barquilla, en la que Pulgarcita podía navegar de un borde al otro del plato, usando como remos dos blancas crines de caballo. Era una maravilla. Y sabía cantar, además, con voz tan dulce y delicada como jamás se haya oído. Una noche, mientras la pequeñuela dormía en su camita, se presentó un sapo, que saltó por un cristal roto de la ventana. Era feo, gordote y viscoso; y vino a saltar sobre la mesa donde Pulgarcita dormía bajo su rojo pétalo de rosa. «¡Sería una bonita mujer para mi hijo!», se dijo el sapo, y, cargando con la cáscara de nuez en que dormía la niña, saltó al jardín por el mismo cristal roto. Cruzaba el jardín un arroyo, ancho y de orillas pantanosas; un verdadero cenagal, y allí vivía el sapo con su hijo. ¡Uf!, ¡y qué feo y asqueroso era el bicho! ¡igual que su padre! «Croak, croak, brekkerekekex!», fue todo lo que supo decir cuando vio a la niñita en la cáscara de nuez. -Habla más quedo, no vayas a despertarla -le advirtió el viejo sapo-. Aún se nos podría escapar, pues es ligera como un plumón de cisne. La pondremos sobre un pétalo de nenúfar en medio del arroyo; allí estará como en una isla, ligera y menudita como es, y no podrá huir mientras nosotros arreglamos la sala que ha de ser su habitación debajo del cenagal. Crecían en medio del río muchos nenúfares, de anchas hojas verdes, que parecían nadar en la superficie del agua; el más grande de todos era también el más alejado, y éste eligió el viejo sapo para depositar encima la cáscara de nuez con Pulgarcita. Cuando se hizo de día despertó la pequeña, y al ver donde se encontraba prorrumpió a llorar amargamente, pues por todas partes el agua rodeaba la gran hoja verde y no había modo de ganar tierra firme. Mientras tanto, el viejo sapo, allá en el fondo del pantano, arreglaba su habitación con juncos y flores amarillas; había que adornarla muy bien para la nuera. Cuando hubo terminado nadó con su feo hijo hacia la hoja en que se hallaba Pulgarcita. Querían trasladar su lindo lecho a la cámara nupcial, antes de que la novia entrara en ella. El viejo sapo, inclinándose profundamente en el agua, dijo: -Aquí te presento a mi hijo; será tu marido, y vivirán muy felices en el cenagal. -¡Coax, coax, brekkerekekex! -fue todo lo que supo añadir el hijo. Cogieron la graciosa camita y echaron a nadar con ella; Pulgarcita se quedó sola en la hoja, llorando, pues no podía avenirse a vivir con aquel repugnante sapo ni a aceptar por marido a su hijo, tan feo. Los pececillos que nadaban por allí habían visto al sapo y oído sus palabras, y asomaban las cabezas, llenos de curiosidad por conocer a la pequeña. Al verla tan hermosa, les dio lástima y les dolió que hubiese de vivir entre el lodo, en compañía del horrible sapo. ¡Había que impedirlo a toda costal Se reunieron todos en el agua, alrededor del verde tallo que sostenía la hoja, lo cortaron con los dientes y la hoja salió flotando río abajo, llevándose a Pulgarcita fuera del alcance del sapo. En su barquilla, Pulgarcita pasó por delante de muchas ciudades, y los pajaritos, al verla desde sus zarzas, cantaban: «¡Qué niña más preciosa!». Y la hoja seguía su rumbo sin detenerse, y así salió Pulgarcita de las fronteras del país. Una bonita mariposa blanca, que andaba revoloteando por aquellos contornos, vino a pararse sobre la hoja, pues le había gustado Pulgarcita. Ésta se sentía ahora muy contenta, libre ya del sapo; por otra parte, ¡era tan bello el paisaje! El sol enviaba sus rayos al río, cuyas aguas refulgían como oro purísimo. La niña se desató el cinturón, ató un extremo en torno a la mariposa y el otro a la hoja; y así la barquilla avanzaba mucho más rápida. Más he aquí que pasó volando un gran abejorro, y, al verla, rodeó con sus garras su esbelto cuerpecito y fue a depositarlo en un árbol, mientras la hoja de nenúfar seguía flotando a merced de la corriente, remolcada por la mariposa, que no podía soltarse. ¡Qué susto el de la pobre Pulgarcita, cuando el abejorro se la llevó volando hacia el árbol! Lo que más la apenaba era la linda mariposa blanca atada al pétalo, pues si no lograba soltarse moriría de hambre. Al abejorro, en cambio, le tenía aquello sin cuidado. Se posó con su carga en la hoja más grande y verde del árbol, regaló a la niña con el dulce néctar de las flores y le dijo que era muy bonita, aunque en nada se parecía a un abejorro. Más tarde llegaron los demás compañeros que habitaban en el árbol; todos querían verla. Y la estuvieron contemplando, y las damitas abejorras exclamaron, arrugando las antenas: -¡Sólo tiene dos piernas; qué miseria! -¡No tiene antenas! -observó otra. -¡Qué talla más delgada, parece un hombre! ¡Uf, que fea! -decían todas las abejorras. Y, sin embargo, Pulgarcita era lindísima. Así lo pensaba también el abejorro que la había raptado; pero viendo que todos los demás decían que era fea, acabó por creérselo y ya no la quiso. Podía marcharse adonde le apeteciera. La bajó, pues, al pie del árbol, y la depositó sobre una margarita. La pobre se quedó llorando, pues era tan fea que ni los abejorros querían saber nada de ella. Y la verdad es que no se ha visto cosa más bonita, exquisita y límpida, tanto como el más bello pétalo de rosa. Todo el verano se pasó la pobre Pulgarcita completamente sola en el inmenso bosque. Se trenzó una cama con tallos de hierbas, que suspendió de una hoja de acedera, para resguardarse de la lluvia; para comer recogía néctar de las flores y bebía del rocío que todas las mañanas se depositaba en las hojas. Así transcurrieron el verano y el otoño; pero luego vino el invierno, el frío y largo invierno. Los pájaros, que tan armoniosamente habían cantado, se marcharon; los árboles y las flores se secaron; la hoja de acedera que le había servido de cobijo se arrugó y contrajo, y sólo quedó un tallo amarillo y marchito. Pulgarcita pasaba un frío horrible, pues tenía todos los vestidos rotos; estaba condenada a helarse, frágil y pequeña como era. Comenzó a nevar, y cada copo de nieve que le caía encima era como si a nosotros nos echaran toda una palada, pues nosotros somos grandes, y ella apenas medía una pulgada. Se envolvió en una hoja seca, pero no conseguía entrar en calor; tiritaba de frío. Junto al bosque se extendía un gran campo de trigo; lo habían segado hacía tiempo, y sólo asomaban de la tierra helada los rastrojos desnudos y secos. Para la pequeña era como un nuevo bosque, por el que se adentró, y ¡cómo tiritaba! Llegó frente a la puerta del ratón de campo, que tenía un agujerito debajo de los rastrojos. Allí vivía el ratón, bien calentito y confortable, con una habitación llena de grano, una magnífica cocina y un comedor. La pobre Pulgarcita llamó a la puerta como una pordiosera y pidió un trocito de grano de cebada, pues llevaba dos días sin probar bocado. . -¡Pobre pequeña! -exclamó el ratón, que era ya viejo, y bueno en el fondo-, entra en mi casa, que está bien caldeada y comerás conmigo-. Y como le fuese simpática Pulgarcita, le dijo: – Puedes pasar el invierno aquí, si quieres cuidar de la limpieza de mi casa, y me explicas cuentos, que me gustan mucho. Pulgarcita hizo lo que el viejo ratón le pedía y lo pasó la mar de bien. -Hoy tendremos visita -dijo un día el ratón-. Mi vecino suele venir todas las semanas a verme. Es aún más rico que yo; tiene grandes salones y lleva una hermosa casaca de terciopelo negro. Si lo quisieras por marido nada te faltaría. Sólo que es ciego; habrás de explicarle las historias más bonitas que sepas. Pero a Pulgarcita le interesaba muy poco el vecino, pues era un topo. Éste vino, en efecto, de visita, con su negra casaca de terciopelo. Era rico e instruido, dijo el ratón de campo; tenía una casa veinte veces mayor que la suya. Ciencia poseía mucha, mas no podía sufrir el sol ni las bellas flores, de las que hablaba con desprecio, pues no, las había visto nunca. Pulgarcita hubo de cantar, y entonó «El abejorro echó a volar» y «El fraile descalzo va campo a través». El topo se enamoró de la niña por su hermosa voz, pero nada dijo, pues era circunspecto. Poco antes había excavado una larga galería subterránea desde su casa a la del vecino e invitó al ratón y a Pulgarcita a pasear por ella siempre que les viniese en gana. Les advirtió que no debían asustarse del pájaro muerto que yacía en el corredor; era un pájaro entero, con plumas y pico, que seguramente había fallecido poco antes y estaba enterrado justamente en el lugar donde habla abierto su galería. El topo cogió con la boca un pedazo de madera podrida, pues en la oscuridad reluce como fuego, y, tomando la delantera, les alumbró por el largo y oscuro pasillo. Al llegar al sitio donde yacía el pájaro muerto, el topo apretó el ancho hocico contra el techo y, empujando la tierra, abrió un orificio para que entrara luz. En el suelo había una golondrina muerta, las hermosas alas comprimidas contra el cuerpo, las patas y la cabeza encogidas bajo el ala. La infeliz avecilla había muerto de frío. A Pulgarcita se le encogió el corazón, pues quería mucho a los pajarillos, que durante todo el verano habían estado cantando y gorjeando a su alrededor. Pero el topo, con su corta pata, dio un empujón a la golondrina y dijo: -Ésta ya no volverá a chillar. ¡Qué pena, nacer pájaro! A Dios gracias, ninguno de mis hijos lo será. ¿Qué tienen estos desgraciados, fuera de su quivit, quivit? ¡Vaya hambre la que pasan en invierno! -Habla como un hombre sensato -asintió el ratón-. ¿De qué le sirve al pájaro su canto cuando llega el invierno? Para morir de hambre y de frío, ésta es la verdad; pero hay quien lo considera una gran cosa. Pulgarcita no dijo esta boca es mía, pero cuando los otros dos hubieron vuelto la espalda, se inclinó sobre la golondrina y, apartando las plumas que le cubrían la cabeza, besó sus ojos cerrados. «¡Quién sabe si es aquélla que tan alegremente cantaba en verano!», pensó. «¡Cuántos buenos ratos te debo, mi pobre pajarillo!». El topo volvió, a tapar el agujero por el que entraba la luz del día y acompañó a casa a sus vecinos. Aquella noche Pulgarcita no pudo pegar un ojo; saltó, pues, de la cama y trenzó con heno una grande y bonita manta, que fue a extender sobre el avecilla muerta; luego la arropó bien, con blanco algodón que encontró en el cuarto de la rata, para que no tuviera frío en la dura tierra. -¡Adiós, mi pajarito! -dijo-. Adiós y gracias por las canciones con que me alegrabas en verano, cuando todos los árboles estaban verdes y el sol nos calentaba con sus rayos. Aplicó entonces la cabeza contra el pecho del pájaro y tuvo un estremecimiento; le pareció como si algo latiera en él. Y, en efecto, era el corazón, pues la golondrina no estaba muerta, y sí sólo entumecida. El calor la volvía a la vida. En otoño, todas las golondrinas se marchan a otras tierras más cálidas; pero si alguna se retrasa, se enfría y cae como muerta. Allí se queda en el lugar donde ha caído, y la helada nieve la cubre. Pulgarcita estaba toda temblorosa del susto, pues el pájaro era enorme en comparación con ella, que no medía sino una pulgada. Pero cobró ánimos, puso más algodón alrededor de la golondrina, corrió a buscar una hoja de menta que le servía de cubrecama, y la extendió sobre la cabeza del ave. A la noche siguiente volvió a verla y la encontró viva, pero extenuada; sólo tuvo fuerzas para abrir los ojos y mirar a Pulgarcita, quien, sosteniendo en la mano un trocito de madera podrida a falta de linterna, la estaba contemplando. -¡Gracias, mi linda pequeñuela! -murmuró la golondrina enferma-. Ya he entrado en calor; pronto habré recobrado las fuerzas y podré salir de nuevo a volar bajo los rayos del sol. -¡Ay! -respondió Pulgarcita-, hace mucho frío allá fuera; nieva y hiela. Quédate en tu lecho calentito y yo te cuidaré. Le trajo agua en una hoja de flor para que bebiese. Entonces la golondrina le contó que se había lastimado un ala en una mata espinosa, y por eso no pudo seguir volando con la ligereza de sus compañeras, las cuales habían emigrado a las tierras cálidas. Cayó al suelo, y ya no recordaba nada más, ni sabía cómo había ido a parar allí. El pájaro se quedó todo el invierno en el subterráneo, bajo los amorosos cuidados de Pulgarcita, sin que lo supieran el topo ni el ratón, pues ni uno ni otro podían sufrir a la golondrina. No bien llegó la primavera y el sol comenzó a calentar la tierra, la golondrina se despidió de Pulgarcita, la cual abrió el agujero que había hecho el topo en el techo de la galería. Entró por él un hermoso rayo de sol, y la golondrina preguntó a la niñita si quería marcharse con ella; podría montarse sobre su espalda, y las dos se irían lejos, al verde bosque. Mas Pulgarcita sabía que si abandonaba al ratón le causaría mucha pena. -No, no puedo -dijo. -¡Entonces adiós, adiós, mi linda pequeña! -exclamó la golondrina, remontando el vuelo hacia la luz del sol. Pulgarcita la miró partir, y las lágrimas le vinieron a los ojos; pues le había tomado mucho afecto. -¡Quivit, quivit! -chilló la golondrina, emprendiendo el vuelo hacia el bosque. Pulgarcita se quedó sumida en honda tristeza. No le permitieron ya salir a tomar el sol. El trigo que habían sembrado en el campo de encima creció a su vez, convirtiéndose en un verdadero bosque para la pobre criatura, que no medía más de una pulgada. -En verano tendrás que coserte tu ajuar de novia -le dijo un día el ratón. Era el caso que su vecino, el fastidioso topo de la negra pelliza, había pedido su mano-. Necesitas ropas de lana y de hilo; has de tener prendas de vestido y de cama, para cuando seas la mujer del topo. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
¡Qué hermosa!
Cuento infantil
El escultor Alfredo -seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos- ganó la medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella época. A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor, a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle. El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en ella estaba don Alfredo, el escultor. Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción, principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como un papel secante nuevito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino. -Supongo que visitaría Roma -dijo-. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se llega a ella? -Es muy fácil describirla -dijo el joven escultor-. Hay una gran plaza, con un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años. -¡Un organista! -exclamó la mujer, pues no había oído nunca aquella palabra. Algunos estuvieron a punto de soltar la carcajada, y también el escultor, pero la sonrisa que apuntaba se transformó en ensimismamiento, al ver junto a la señora un par de grandes ojos azules: era la hija de la dama que acababa de hablar, y cuando se tiene una hija como aquélla, no cabe ser tonto. La madre era una fuente inagotable de preguntas, y de esta fuente la hija era la hermosa náyade. ¡Qué preciosa! Para un escultor resultaba un objeto digno de admiración, aunque poco apropiado para entablar un coloquio; la verdad es que hablaba poco o nada. -¿Tiene una gran familia el Papa? -preguntó la señora. El joven interpretó la pregunta del mejor modo posible, y contestó: -No, no es de una gran familia. -No es eso lo que quiero decir -repuso la señora-. Me refiero a si tiene muchos hijos. -El Papa no puede casarse -respondió él. -Pues eso no me gusta -dijo la viuda. Hablaba sin ton ni son, pero, quién sabe si, de no haberlo hecho, su hija hubiera permanecido apoyada en su hombro, mirándola con aquella sonrisa casi conmovedora. Y don Alfredo habla que te habla: de la magnificencia de colores de Italia, de las azuladas montañas, del azul Mediterráneo, del azul meridional, una belleza que en las tierras nórdicas sólo es superada por los ojos azules de sus mujeres. Y lo dijo con toda intención, pero la que debía entenderlo no se dio por aludida, o por lo menos no lo dejó ver. Y también esto era hermoso. -¡Italia! -suspiraron algunos. -¡Viajar! -suspiraron otros-. ¡Qué hermoso, qué hermoso! -Bueno, cuando saque cincuenta mil escudos a la lotería, viajaremos -dijo la viuda-. Yo y mi hija, y usted, don Alfredo, nos hará de guía. Nos iremos los tres juntos. Y vendrán también algunos buenos amigos. Y dirigió una sonrisa a todos los concurrentes, para que todos pensaran que aludía a ellos. -Iremos a Italia. Pero no a los lugares donde hay bandidos. No nos moveremos de Roma y de las grandes carreteras; allí se está más seguro. La hija dejó escapar un leve suspiro. ¡Cuántas cosas se pueden contener en un leve suspiro! El joven le puso muchas. Los dos ojos azules ocultaban tesoros, tesoros del alma y del corazón, ricos como todas las magnificencias de Roma. Y cuando abandonó la fiesta, quedó con un aire ausente: su corazón estaba con la damita. De todas las casas de la ciudad, la de la viuda fue la única que visitó don Alfredo. Todo el mundo se dio cuenta de que no era por la madre, a pesar de lo mucho que habían hablado los dos. Saltaba a la vista que iba por la hija. Ésta se llamaba Kala (propiamente, Karen Malene, y los dos nombres se habían contraído en Kala). Era hermosa, pero un tanto dormilona, decían algunos; por la mañana solían pegársele las sábanas. -La viciamos de niña -decía la madre-. Siempre ha sido una joven Venus, y éstas se fatigan pronto. Se levanta algo tarde, pero gracias a eso tiene esos ojos tan límpidos. ¡Qué poder había en aquellos límpidos ojos! ¡Aquellas aguas azul marino! Aguas tranquilas, pero profundas. Bien lo sentía el joven, que estaba preso en su hondura. Hablaba y contaba sin parar, y mamá no se cansaba de preguntarle, desenvuelta y despreocupada como el día en que se conocieron. Daba gusto oír contar a don Alfredo. Hablaba de Nápoles, de sus excursiones al Vesubio, y pintaba con brillantes colores algunas erupciones del volcán. La viuda nunca había oído hablar de aquello, ni lo había pensado. -¡Dios nos libre! -exclamó-. ¡Una montaña que escupe fuego! ¿No puede hacer daño a nadie? -Ha destruido ciudades enteras -respondió el artista-. Pompeya y Herculano. -¡Desventurados habitantes! ¿Y usted estaba allí? -No, no he presenciado ninguna de las erupciones, que tengo reproducidas en estas estampas; pero les voy a mostrar, en un dibujo de mi mano, una que vi con mis propios ojos. Sacó un esbozo a lápiz y la mamá, que estaba aún impresionada por las imágenes en color, miró el pálido apunte a lápiz y exclamó con sorpresa: -¿Lo vio escupir fuego blanco? Por un instante, don Alfredo sintió que se desvanecía su respeto por la señora, pero bastó una mirada a Kala para comprender que su madre no poseía el sentido del color. En cambio, tenía lo mejor, lo más hermoso: tenía a Kala. Y con Kala se prometió Alfredo, de lo cual nadie se extrañó. Y su compromiso se publicó en el diario de la ciudad. Mamá encargó treinta ejemplares del número, para recortar el suelto y enviarlo en cartas a amigos y conocidos. Y los novios se sintieron felices, y la suegra también. En cierto modo había entrado a formar parte de la familia de Thorwaldsen. -Es usted su continuación -dijo. Y Alfredo encontró que había dicho algo muy ingenioso. Kala permaneció callada, pero sus ojos se iluminaron, y una sonrisa se dibujó en su boca. Realmente era hermosa, no nos cansaremos de repetirlo. Alfredo modeló el busto de Kala y el de su suegra; ellas posaron, mirando cómo sus dedos alisaban y amasaban la blanda arcilla. -Esto lo hace sólo por nosotras -dijo la viuda-. Es una atención por su parte el hacer personalmente este trabajo tan basto, en vez de encargarlo a su ayudante. -La arcilla no tengo más remedio que moldearla yo -dijo él. -Usted siempre tan galante -contestó mamá, mientras Kala apretaba la mano del artista, sucia de arcilla. Luego explicó a las dos la belleza que la Naturaleza ha dado a los seres creados: cómo la vida está por encima de la arcilla, la planta sobre el mineral, el animal sobre la planta, el hombre sobre el animal; cómo el espíritu y la belleza se manifiestan por la forma, y cómo el escultor reproduce en la figura terrena lo más sublime de su revelación. Kala reflexionaba en silencio sobre las ideas que él iba sugiriendo, pero su madre lo interrumpió: -Es difícil seguirlo. Pero poco a poco voy cogiendo sus pensamientos, y aunque se me lían y enmarañan en la cabeza, no los suelto por eso. Y la belleza lo sujetaba a él, lo llenaba y dominaba. Aquella belleza que irradiaba de toda la persona de Kala, de su mirada, de sus labios, incluso de los movimientos de sus dedos. Así lo decía Alfredo, y el escultor lo comprendía muy bien; hablaba sólo de ella, y en ella pensaba tan sólo; los dos se habían identificado, y así también ella habló mucho, pues él lo hacia muchísimo. Fue aquél el día de la petición de mano, y después vino el de la boda, con las doncellas de honor y los obsequios, y se pronunció el sermón nupcial. La suegra había colocado en el extremo superior de la mesa, en casa de la novia, el busto de Thorwaldsen en bata de noche. Se le había ocurrido que debía figurar entre los invitados. Se cantaron canciones y se pronunciaron brindis; resultó una boda muy alegre, y los novios formaban una bella pareja. «Pigmalión ha logrado su Galatea», decía una de las canciones. -Ésta es otra mitología – observó la mamá política. Al día siguiente, la joven pareja partió para Copenhague, donde iban a establecerse. La suegra los acompañó para hacerse cargo de lo prosaico, decía ella, o sea, para cuidar del gobierno de la casa. Kala debía vivir como en una casa de muñecas. Todo era nuevo, reluciente y hermoso. Allí los tenemos a los tres, y Alfredo, para servirnos de una frase proverbial, que aquí viene como al dedillo, estaba como un obispo en un nido de gansos. El encanto de la forma lo había ofuscado. Había visto el envoltorio y no lo que contenía, lo cual es una desgracia, y no pequeña, en el matrimonio. Pues cuando la funda se despega y el oropel se cae, uno deplora la transacción. En la vida de sociedad resulta enormemente desagradable observar que uno ha perdido los botones de sus tirantes, y saber que no puede confiar en la hebilla por la sencilla razón de que no la tiene; pero es mucho peor aún oír, en las tertulias sociales, que la esposa y la suegra dicen tonterías, y no poder confiar en una ocurrencia aguda que borre el efecto de la estupidez. Con mucha frecuencia se estaban los recién casados cogidos de la mano, hablando él e interponiendo ella una palabrita de tarde en tarde, siempre la misma melodía, las mismas dos o tres notas cristalinas. No se animaba la cosa hasta que llegaba Sofía, una de las amigas. Sofía no era lo que se dice bonita, pero tampoco tenía ninguna falta; un poco torcida tal vez, decía Kala, pero no más de lo que pueden parecerlo las amigas. Era una muchacha muy juiciosa, y nadie pensaba que pudiese llegar a constituir un peligro. Venía a traer un poco de aire fresco a aquella casa de muñecas, y, realmente, todos se daban cuenta de que hacía falta renovar el aire. Por eso se marcharon, con deseos de airearse; la suegra y la joven pareja partieron para Italia. -¡Gracias a Dios que estamos de nuevo en casa! -exclamaron madre e hija al regresar con Alfredo al año siguiente. -No es ningún placer viajar -dijo la suegra-. Resulta de lo más aburrido, y perdona que te lo diga. Me aburrí a pesar de tener conmigo a mis hijos, y además es caro, muy caro, eso de viajar. ¡Todas esas galerías que hay que visitar! ¡Tantas cosas que hay que ir a ver! Y no hay más remedio, pues al volver os preguntarán por todo. Y luego habréis de escucharos, para colmo, que os olvidasteis de visitar lo más hermoso de todo. Al final, ya me fastidiaban aquellas eternas madonas; una acaba por volverse madona. -¡Y las comidas! -intervino Kala. -¡Ni una sopa de caldo como Dios manda! -añadió mamá ¡Y qué mala es su cocina! Kala volvió del viaje muy fatigada; aquello fue lo peor. Se presentó Sofía en la casa y se mostró útil y capaz. Hay que reconocer – decía la suegra – que Sofía entiende de economía doméstica y de arte; y que suple muy bien a la enferma; además es muy honesta y fiel. – Buenas pruebas dio de todo ello durante la enfermedad de Kala, una dolencia consuntiva que se la llevó. Donde la funda lo es todo, hay que guardarla, de lo contrario se pierde todo; y en nuestro caso se perdió la funda: Kala murió. -¡Tan hermosa como era! -dijo su madre-. Realmente era muy distinta de las clásicas, tan averiadas. Kala estaba entera, y eso sí es una belleza. Lloró Alfredo, lloró la madre, los dos se pusieron de luto. A mamá el negro le sentaba muy bien, y siguió llevándolo mucho tiempo, lamentándose sin cesar, y más aún cuando Alfredo volvió a casarse, y con Sofía precisamente, que por el físico no valía nada. -Le gustan los extremos -decía la suegra-. Ha pasado de lo más hermoso a lo más feo; ha sido capaz de olvidarse de su primera esposa. Los hombres no tienen constancia. Mi marido era distinto. ¡Se murió antes que yo! -Pigmalión logró su Galatea -dijo Alfredo-. Es verdad lo que decía la canción nupcial. Me enamoré de una hermosa estatua que cobró vida en mis brazos. Pero el alma afín que el cielo nos envía, uno de sus ángeles, capaz de pensar y sentir con nosotros, capaz de alentarnos cuando estamos abatidos, ésta no la he encontrado y conquistado hasta ahora. ¡Llegaste tú, Sofía! No con belleza de formas, con un brillo radiante, sino como debías venir, más bonita de lo que era necesario. Lo principal es lo principal. Viniste a enseñar al escultor que su obra es sólo arcilla y polvo, y que en ella sólo expresa el núcleo más interior, el que debemos buscar. ¡Pobre Kala! Nuestra vida sobre la Tierra fue como un viaje. Allá arriba, donde se encuentran los que verdaderamente son afines, tal vez nos sintamos medio extraños. -Has hablado sin caridad -replicó Sofía-, no como cristiano. Allá arriba, donde no hay matrimonio pero donde, como dijiste, se encuentran las almas afines; allí, donde todo lo sublime se despliega y realza, su alma resonará tal vez con tanta fuerza, que apagará el son de la mía, y tú volverás a prorrumpir en aquel grito de tu primer amor: ¡Qué hermosa, qué hermosa!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Rompenieves
Cuento infantil
Era invierno, el aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve. Un día llovió, las gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo. -¡Adelante! -dijo la flor. -No puedo -respondió el rayo de sol-. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el verano no seré fuerte. -¿Cuándo llegará el verano? -preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua. -¡Cuánto tarda, cuánto tarda! -se lamentaba la flor-. Siento un cosquilleo, no puedo estar quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al verano. ¡Qué tiempo más feliz será! Y la flor venga agitarse y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes. -¡Bienvenida, bienvenida! -cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde. -¡Magnífica flor! -cantaban los rayos del sol-. ¡Qué pura y delicada! Eres la primera, la única. ¡Eres nuestro amor! Tú anuncias el verano, el verano espléndido, que llega a los campos y a las ciudades. Toda la nieve se fundirá, y los vientos fríos serán expulsados. Nosotros seremos los reyes. ¡Todo reverdecerá! Y tú tendrás compañeras: lilas, codesos y rosas. Pero tú eres la primera, pura y delicada. Reinaba una gran alegría. Era como si el aire cantase y vibrase, como si los rayos de luz penetrasen en sus hojas y en su tallo. Ella se levantaba fina y ligera, frágil y, no obstante, vigorosa en su joven belleza; vestida de blanco con franjas verdes, cantaba los loores del verano. Y, sin embargo, faltaba aún mucho tiempo; espesas nubes ocultaban el sol, y soplaban vientos acerados. -¡Viniste demasiado pronto! -decían el viento y el tiempo-. Todavía dominamos nosotros. Sentirás nuestro poder y te someterás a él. Debieras haberte quedado en casita, sin apresurarte a lucir tus galas. ¡No es hora todavía! El frío era cortante. Los días que siguieron no aportaron ni un rayo de sol. Menuda como era la florecilla, corría peligro de helarse; pero tenía fuerzas, más de las que ella misma pensaba. Era fuerte en su alegría y su fe en el verano, que un día u otro tenía que llegar; se lo anunciaba una honda inquietud, y se lo había pronosticado aquel sol primero. Por eso seguía confiada, vestida de blanco en medio de la blanca nieve, doblando la cabeza cuando caían los copos, espesos y pesados, y soplaban sobre ella los gélidos vientos. -¡Te quebrarás! -decían éstos-, ¡te perderás, morirás! ¿Qué viniste a buscar aquí fuera? ¿Por qué cediste a la tentación? El sol se ha burlado de ti. ¡Mal vas a pasarlo, loca de verano!. -¡Loca de verano! -repitió ella bajo el frío de la mañana. -¡Loca de verano! -exclamaron jubilosos unos chiquillos que acudieron al jardín-. ¡Miradla qué bonita, qué hermosa; la primera, la única! Aquellas palabras hicieron un gran bien a la flor; fueron como cálidos rayos de sol. En su alegría, ni siquiera se dio cuenta de que la cortaban. Quedó en una mano infantil, la besaron unos labios de niña. Llevada a una habitación caliente, la contemplaron unos ojos dulces y fue puesta en agua, un agua reconfortante y vivificadora. La flor creyó que la habían transportado al pleno verano. La hija de la casa, una niña encantadora, acababa de recibir la confirmación. Tenía un amiguito muy simpático, recién confirmado también y que iba ya al colegio. «¡Será mi loca de verano!», dijo la pequeña, y, cogiendo la florecilla, la envolvió en un papel perfumado que tenía escritos unos versos sobre la flor. Empezaban con loca de verano y terminaban con loca de verano; y luego decía: «¡Amigo mío, sé un loco de invierno!». Todo estaba puesto en verso; doblaron el papel en forma de carta, con la flor dentro. La envolvía la oscuridad, una oscuridad semejante a la del interior del bulbo. La flor se fue de viaje, en un saco postal, comprimida y apretada. No era agradable, pero todo tiene su fin. Efectuado el viaje, la carta fue abierta y leída por el amigo, cuya alegría fue tal, que besó la flor y la depositó luego, junto con el papel, en un cajón que contenía otras varias cartas muy hermosas, aunque sin flores. Ella era la primera, la única, como la habían llamado los rayos del sol; y era un placer recordarlo. Tuvo mucho tiempo para entregarse a aquel recuerdo, mientras pasaba el verano y después el largo invierno. Al llegar el nuevo verano fue sacada a la luz. Pero el humor del muchacho había cambiado: cogió las cartas con rudeza y tiró los versos, con lo que la flor se vino al suelo. Cierto que estaba aplastada y marchita, pero esto no era motivo para que la trataran así. Pero mejor era aquello que ir a parar al fuego, como les sucedió a los versos y a las cartas. ¿Qué había ocurrido? Lo de siempre. La flor se había burlado de él, era una broma; y la muchacha se había burlado de él, pero eso no era una broma. Al llegar el verano había elegido a otro amigo. Por la mañana el sol brilló sobre la campanilla comprimida, que parecía pintada en el suelo. La criada la recogió al barrer y la puso en uno de los libros de encima de la mesa, creyendo que se habría caído al cambiarlos de sitio. Y otra vez se encontró la flor entre versos impresos, más distinguidos todavía que los manuscritos; por lo menos se pagan más. Pasaron años, y el libro siguió en su anaquel. Un día lo sacaron, abrieron y leyeron. Era un buen libro: poemas y canciones del poeta danés Ambrosio Stub, muy digno de ser conocido. Y el hombre que lo leía, al volver una página dijo: -¡Toma, aquí hay una flor! Una loca de verano. Sin duda la pusieron aquí adrede. ¡Pobre Ambrosio Stub! También él fue un loco de verano, un poeta antes de tiempo. Se anticipó a su época, y hubo de aguantar nevadas y frías ventoleras, yendo de cortijo en cortijo por tierras de Fionia, como flor en florero, flor en carta rimada. Loco de verano, loco de invierno, broma y bufonada, y, no obstante, el primero, el único, el poeta danés que más frescor juvenil respira. Sigue como señal en el libro, pequeña campanilla blanca; con intención te pusieron en él. Y la campanilla fue dejada en el libro, y se sintió honrada y contenta, sabiendo que era una señal en el hermoso volumen de poesías, y que aquel que por primera vez la había cantado y escrito sobre ella, había sido también un loco de verano, e incluso en invierno había pasado por loco. La flor lo comprendía a su manera, como todos comprendemos las cosas a la nuestra. Y éste es el cuento del rompenieves, de la campanilla blanca, de la loca de verano.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Sopa de palillo de morcilla
Cuento infantil
1. – Sopa de palillo de morcilla -¡Vaya comida la de ayer! -comentaba una vieja dama de la familia ratonil dirigiéndose a otra que no había participado en el banquete-. Yo ocupé el puesto vigésimo-primero empezando a contar por el anciano rey de los ratones, lo cual no es poco honor. En cuanto a los platos, puedo asegurarte que el menú fue estupendo. Pan enmohecido, corteza de tocino, vela de sebo y morcilla; y luego repetimos de todo. Fue como si comiéramos dos veces. Todo el mundo estaba de buen humor, y se contaron muchos chistes y ocurrencias, como se hace en las familias bien avenidas. No quedó ni pizca de nada, aparte los palillos de las morcillas, y por eso dieron tema a la conversación. Imagínate que hubo quien afirmó que podía prepararse sopa con un palillo de morcilla. Desde luego que todos conocíamos esta sopa de oídas, como también la de guijarros, pero nadie la había probado, y mucho menos preparado. Se pronunció un brindis muy ingenioso en honor de su inventor, diciendo que merecía ser el rey de los pobres. ¿Verdad que es una buena ocurrencia? El viejo rey se levantó y prometió elevar al rango de esposa y reina a la doncella del mundo ratonil que mejor supiese condimentar la sopa en cuestión. El plazo quedó señalado para dentro de un año. -¡No estaría mal! -opinó la otra rata-. Pero, ¿cómo se prepara la sopa? -Eso es, ¿cómo se prepara? – preguntaron todas las damas ratoniles, viejas y jóvenes. Todas habrían querido ser reinas, pero ninguna se sentía con ánimos de afrontar las penalidades de un viaje al extranjero para aprender la receta, y, sin embargo, era imprescindible. Abandonar a su familia y los escondrijos familiares no está al alcance de cualquiera. En el extranjero no todos los días se encuentra corteza de queso y de tocino; uno se expone a pasar hambre, sin hablar del peligro de que se te meriende un gato. Estas ideas fueron seguramente las que disuadieron a la mayoría de partir en busca de la receta. Sólo cuatro ratitas jóvenes y alegres, pero de casa humilde, se decidieron a emprender el viaje. Irían a los cuatro extremos del mundo, a probar quién tenía mejor suerte. Cada una se procuró un palillo de morcilla, para no olvidarse del objeto de su expedición; sería su báculo de caminante. Iniciaron el viaje el primero de mayo, y regresaron en la misma fecha del año siguiente. Pero sólo volvieron tres; de la cuarta nada se sabía, no había dado noticias de sí, y había llegado ya el día de la prueba. -¡No puede haber dicha completa! -dijo el rey de los ratones; y dio orden de que se invitase a todos los que residían a muchas millas a la redonda. Como lugar de reunión se fijó la cocina. Las tres ratitas expedicionarias se situaron en grupo aparte; para la cuarta, ausente, se dispuso un palillo de morcilla envuelto en crespón negro. Nadie debía expresar su opinión hasta que las tres hubiesen hablado y el Rey dispuesto lo que procedía. Vamos a ver lo que ocurrió. 2. De lo que había visto y aprendido la primera ratita en el curso de su viaje -Cuando salí por esos mundos de Dios -dijo la viajera- iba creída, como tantas de mi edad, que llevaba en mí toda la ciencia del universo. ¡Qué ilusión! Hace falta un buen año, y algún día de propina, para aprender todo lo que es menester. Yo me fui al mar y embarqué en un buque que puso rumbo Norte. Me habían dicho que en el mar conviene que el cocinero sepa cómo salir de apuros; pero no es cosa fácil, cuando todo está atiborrado de hojas de tocino, toneladas de cecina y harina enmohecida. Se vive a cuerpo de rey, pero de preparar la famosa sopa ni hablar. Navegamos durante muchos días y noches; a veces el barco se balanceaba peligrosamente, v otras las olas saltaban sobre la borda y nos calaban hasta los huesos. Cuando al fin llegamos a puerto, abandoné el buque; estábamos muy al Norte. Produce una rara sensación eso de marcharse de los escondrijos donde hemos nacido, embarcar en un buque que viene a ser como un nuevo escondrijo, y luego, de repente, hallarte a centenares de millas y en un país desconocido. Había allí bosques impenetrables de pinos y abedules, que despedían un olor intenso, desagradable para mis narices. De las hierbas silvestres se desprendía un aroma tan fuerte, que hacía estornudar y pensar en morcillas, quieras que no. Había grandes lagos, cuyas aguas parecían clarísimas miradas desde la orilla, pero que vistas desde cierta distancia eran negras como tinta. Blancos cisnes nadaban en ellos; al principio los tomé por espuma, tal era la suavidad con que se movían en la superficie; pero después los vi volar y andar; sólo entonces me di cuenta de lo que eran. Por cierto que cuando andan no pueden negar su parentesco con los gansos. Yo me junté a los de mi especie, los ratones de bosque y de campo, que, por lo demás, son de una ignorancia espantosa, especialmente en lo que a economía doméstica se refiere; y, sin embargo, éste era el objeto de mi viaje. El que fuera posible hacer sopa con palillos de morcilla resultó para ellos una idea tan inaudita, que la noticia se esparció por el bosque como un reguero de pólvora; pero todos coincidieron en que el problema no tenía solución. Jamás hubiera yo pensado que precisamente allí, y aquella misma noche, tuviese que ser iniciada en la preparación del plato. Era el solsticio de verano; por eso, decían, el bosque exhalaba aquel olor tan intenso, y eran tan aromáticas las hierbas, los lagos tan límpidos, y, no obstante, tan oscuros, con los blancos cisnes en su superficie. A la orilla del bosque, entre tres o cuatro casas, habían clavado una percha tan alta como un mástil, y de su cima colgaban guirnaldas y cintas: era el árbol de mayo. Muchachas y mozos bailaban a su alrededor, y rivalizaban en quién cantaría mejor al son del violín del músico. La fiesta duró toda la noche, desde la puesta del sol, a la luz de la Luna llena, tan intensa casi como la luz del día, pero yo no tomé parte. ¿De qué le vendría a un ratoncito participar en un baile en el bosque? Permanecí muy quietecita en el blando musgo, sosteniendo muy prieto mi palillo. La luna iluminaba principalmente un lugar en el que crecía un árbol recubierto de musgo, tan fino, que me atrevo a sostener que rivalizaba con la piel de nuestro rey, sólo que era verde, para recreo de los ojos. De pronto llegaron, a paso de marcha, unos lindísimos y diminutos personajes, que apenas pasaban de mi rodilla; parecían seres humanos, pero mejor proporcionados. Se llamaban elfos y llevaban vestidos primorosos, confeccionados con pétalos de flores, con adornos de alas de moscas y mosquitos, todos de muy buen ver. Parecía como si anduviesen buscando algo, no sabía yo qué, hasta que algunos se me acercaron. El más distinguido señaló hacia mi palillo y dijo: «¡Uno así es lo que necesitamos! ¡Qué bien tallado! ¡Es espléndido!», y contemplaba mi palillo con verdadero arrobo. «Les prestaré, pero tienen que devolvérmelo», les dije. «¡Te lo devolveremos!», respondieron a la una; lo cogieron y saltando y brincando, se dirigieron al lugar donde el musgo era más fino, y clavaron el palillo en el suelo. Querían también tener su árbol de mayo, y aquél resultaba como hecho a medida. Lo limpiaron y acicalaron; ¡parecía nuevo!. Unas arañitas tendieron a su alrededor hilos de oro y lo adornaron con ondeantes velos y banderitas, tan sutilmente tejidos y de tal inmaculada blancura a los rayos lunares, que me dolían los ojos al mirarlos. Tomaron colores de las alas de la mariposa, y los espolvorearon sobre las telarañas, que quedaron cubiertas como de flores y diamantes maravillosos, tanto, que yo no reconocía ya mi palillo de morcilla. En todo el mundo no se habrá visto un árbol de mayo como aquél. Y sólo entonces se presentó la verdadera sociedad de los elfos; iban completamente desnudos, y aquello era lo mejor de todo. Me invitaron a asistir a la fiesta, aunque desde cierta distancia, porque yo era demasiado grandota. Empezó la música. Era como si sonasen millares de campanitas de cristal, con sonido lleno y fuerte; creí que eran cisnes los que cantaban, y me pareció distinguir también las voces del cuclillo y del tordo. Finalmente, fue como si el bosque entero se sumase al concierto; era un conjunto de voces infantiles, sonido de campanas y canto de pájaros. Cantaban melodías bellísimas, y todos aquellos sones salían del árbol de mayo de los elfos. Era un verdadero concierto de campanillas y, sin embargo, allí no había nada más que mi palillo de morcilla. Nunca hubiera creído que pudiesen encerrarse en él tantas cosas; pero todo depende de las manos a que va uno a parar. Me emocioné de veras; lloré de pura alegría, como sólo un ratoncillo es capaz de llorar. La noche resultó demasiado corta, pero allí arriba, y en este tiempo, el sol madruga mucho. Al alba se levantó una ligera brisa; se rizó la superficie del agua de los lagos, y todos los delicados y ondeantes velos y banderas volaron por los aires. Las balanceantes glorietas de tela de araña, los puentes colgantes y balaustradas, o como quiera que se llamen, tendidos de hoja a hoja, quedaron reducidos a la nada. Seis ellos volvieron a traerme el palillo y me preguntaron si tenía yo algún deseo que pudieran satisfacer. Entonces les pedí que me explicasen la manera de preparar la sopa de palillo de morcilla. «Ya habrás visto cómo hacemos las cosas -dijo el más distinguido, riéndose-. ¿A que apenas reconocías tu palillo?». «¡La verdad es que sois muy listos!», respondí, y a continuación les expliqué, sin más preámbulos, el objeto de mi viaje y lo que en mi tierra esperaban de él. «¿Qué saldrán ganando el rey de los ratones y todo nuestro poderoso imperio -dije- con que yo haya presenciado estas maravillas? No podré reproducirlas sacudiendo el palillo y decir: Vean, ahí está la maderita, ahora vendrá la sopa. Y aunque pudiera, sería un espectáculo bueno para la sobremesa, cuando la gente está ya harta». Entonces el elfo introdujo sus minúsculos dedos en el cáliz de una morada violeta y me dijo: «Fíjate; froto tu varita mágica. Cuando estés de vuelta a tu país y en el palacio de tu rey, toca con la vara el pecho cálido del Rey. Brotarán violetas y se enroscarán a lo largo de todo el palo, aunque sea en lo más riguroso del invierno. Así tendrás en tu país un recuerdo nuestro y aún algo más por añadidura». Pero antes de dar cuenta de lo que era aquel «algo más», la ratita tocó con el palillo el pecho del Rey, y, efectivamente, brotó un espléndido ramillete de flores, tan deliciosamente olorosas, que el Soberano ordenó a los ratones que estaban más cerca del fuego, que metiesen en él sus rabos para provocar cierto olor a chamusquina, pues el de las violetas resultaba irresistible. No era éste precisamente el perfume preferido de la especie ratonil. -Pero, ¿qué hay de ese «algo más» que mencionaste? -preguntó el rey de los ratones. -Ahora viene lo que pudiéramos llamar el efecto principal -respondió la ratita- y haciendo girar el palillo, desaparecieron todas las flores y quedó la varilla desnuda, que entonces se empezó a mover a guisa de batuta. «Las violetas son para el olfato, la vista y el tacto -dijo el elfo-; pero tendremos que darte también algo para el oído y el gusto». Y la ratita se puso a marcar el compás, y empezó a oírse una música, pero no como la que había sonado en la fiesta de los elfos del bosque, sino como la que se suele oír en las cocinas. ¡Uf, qué barullo! Y todo vino de repente; era como si el viento silbara por las chimeneas; cocían cazos y pucheros, la badila aporreaba los calderos de latón, y de pronto todo quedó en silencio. Se oyó el canto del puchero cuando hierve, tan extraño, que uno no sabía si iba a cesar o si sólo empezaba. Y hervía la olla pequeña, y hervía la grande, ninguna se preocupaba de la otra, como si cada cual estuviese distraída con sus pensamientos. La ratita seguía agitando la batuta con fuerza creciente, las ollas espumeaban, borboteaban, rebosaban, bufaba el viento, silbaba chimenea. ¡Señor, la cosa se puso tan terrible, que la propia ratita perdió el palo! -¡Vaya receta complicada! -exclamó el rey-. ¿Tardará mucho en estar preparada la sopa? -Eso fue todo -respondió la ratita con una reverencia. -¿Todo? En este caso, oigamos lo que tiene que decirnos la segunda -dijo el rey. 3. – De lo que contó la otra ratita -Nací en la biblioteca del castillo -comenzó la segunda ratita-. Ni yo ni otros varios miembros de mi familia tuvimos jamás la suerte de entrar en un comedor, y no digamos ya en una despensa. Sólo al partir, y hoy nuevamente, he visto una cocina. En la biblioteca pasábamos hambre, y eso muy a menudo, pero en cambio adquirimos no pocos conocimientos. Nos llegó el rumor de la recompensa ofrecida por la preparación de una sopa de palillos de morcilla, y ante la noticia, mi vieja abuela sacó un manuscrito. No es que supiera leer, pero había oído a alguien leerlo en voz alta, y le había chocado esta observación: «Cuando se es poeta, se sabe preparar sopa con palillos de morcilla». Me preguntó si yo era poetisa; le dije yo que ni por asomo, y entonces ella me aconsejó que procurase llegar a serlo. Me informé de lo que hacía falta para ello, pues descubrirlo por mis propios medios se me antojaba tan difícil como guisar la sopa. Pero mi abuela había asistido a muchas conferencias, y enseguida me respondió que se necesitaban tres condiciones: inteligencia, fantasía y sentimiento. «Si logras hacerte con estas tres cosas -añadió- serás poetisa y saldrás adelante con tu palillo de morcilla». Así, me lancé por esos mundos hacia Poniente, para llegar a ser poetisa. La inteligencia, bien lo sabía, es lo principal para todas las cosas: las otras dos condiciones no gozan de tanto prestigio; por eso fui, ante todo, en busca de ella. Pero, ¿dónde habita? Ve a las hormigas y serás sabio; así dijo un día un gran rey de los judíos. Lo sabía también por la biblioteca, y ya no descansé hasta que hube encontrado un gran nido de hormigas. Me puse al acecho, dispuesta a adquirir la sabiduría. Las hormigas constituyen, efectivamente, un pueblo muy respetable; son la pura sensatez; todos sus actos son un ejemplo de cálculo, como un problema del que puedes hacer la prueba y siempre te resulta exacto; todo se reduce a trabajar y poner huevos; según ellas, esto es vivir en el tiempo y procurar para la eternidad; y así lo hacen. Se clasifican en hormigas puras e impuras; el rango consiste en un número, la reina es el número uno, y su opinión es la única acertada; se ha tragado toda la ciencia, y esto era de gran importancia para mí. Contaba tantas cosas y se mostraba tan inteligente, que a mí me pareció completamente tonta. Dijo que su nido era lo más alto del mundo; pero contiguo al nido había un árbol mucho más alto, no cabía discusión, y por eso no se hablaba de ello. Un atardecer, una hormiga se extravió y trepó por el tronco; llegó no sólo hasta la copa, sino más arriba de cuanto jamás hubiera llegado una hormiga; entonces se volvió, y se encontró de nuevo en casa. En el nido contó que fuera había algo mucho más alto; pero algunas de sus compañeras opinaron que aquella afirmación era una ofensa para todo el estado, y por eso la hormiga fue condenada a ser amordazada y encerrada a perpetuidad. Poco tiempo después subió al árbol otra hormiga e hizo el mismo viaje e idéntico descubrimiento, del cual habló también, aunque, según dijeron, con circunspección y palabras ambiguas; y como, por añadidura, era una hormiga respetable, de la clase de las puras, le prestaron crédito, y cuando murió le erigieron, por sus méritos científicos, un monumento consistente en una cáscara de huevo. Un día vi cómo las hormigas iban de un lado a otro con un huevo a cuestas. Una de ellas perdió el suyo, y por muchos esfuerzos que hacía para cargárselo de nuevo, no lo lograba. Se le acercaron entonces otras dos y la ayudaron con todas sus fuerzas, hasta el extremo de que estuvieron a punto de perder también los suyos; entonces desistieron de repente, por aquello de que la caridad bien ordenada empieza por uno mismo. La reina, hablando del incidente, declaró que en aquella acción se habían puesto de manifiesto a la par el corazón y la inteligencia. Estas dos cualidades nos sitúan a la cabeza de todos los seres racionales. ¡La razón debe ser en todo momento la predominante, y yo poseo la máxima! -se incorporó sobre sus patas posteriores, destacando sobre todo las demás-; yo no podía errar el golpe, y sacando la lengua, me la zampé. «¡Ve a las hormigas y serás sabio!». ¡Ahora tenía la reina! Me acerqué al árbol de marras: era un roble de tronco muy alto y enorme copa; ¡los años que tendría! Sabía yo que en él habitaba un ser vivo, una mujer llamada Dríada, que nace con el árbol y con él muere; me lo habían dicho en la biblioteca; y he aquí que me hallaba ahora en presencia de un árbol de aquella especie y veía al hada, que, al descubrirme, lanzó un grito terrible. Como todas las mujeres, siente terror ante los ratones; pero tenía otro motivo, además, pues yo podía roer el árbol del que dependía su vida. Le dirigí palabras amistosas y cordiales, para tranquilizarla, y me tomó en su delicada mano. Al enterarse de por qué recorría yo el mundo, me prometió que tal vez aquella misma noche obtendría yo uno de los dos tesoros que andaba buscando. Me contó que Fantasio era hermoso como el dios del amor, y además muy amigo suyo, y que se pasaba muchas horas descansando entre las frondosas ramas de su árbol, las cuales rumoreaban entonces de modo mucho más intenso y amoroso que de costumbre. Solía llamarla su dríada, dijo, y al roble, su árbol. El roble, corpulento, poderoso y bello, respondía perfectamente a su ideal; las raíces penetran profunda y firmemente en el suelo, el tronco y la copa se elevan en la atmósfera diáfana y entran en contacto con los remolinos de nieve, con los helados vientos y con los calurosos rayos del sol, todo a su debido tiempo. Y dijo también: «Allá arriba los pájaros cantan y cuentan cosas de tierras extrañas. En la única rama que está seca ha hecho su nido una cigüeña; es un bello adorno, y además nos enteramos de las maravillas del país de las pirámides. Todo eso deleita a Fantasio, pero no tiene bastante; yo tengo que hablarle de la vida en el bosque desde el tiempo en que era pequeñita y mi árbol era tan endeble, que una ortiga podía ocultarlo, hasta los días actuales, en que es tan grande y poderoso. Quédate aquí entre las asperillas y presta atención; en cuanto llegue Fantasio, veré la manera de arrancar una pluma de sus alas. Cógela, ningún poeta tuvo otra mejor; ¡tendrás bastante!». Y llegó Fantasio, le fue arrancada la pluma y yo me hice con ella; mas primero hube de ponerla en agua para que se ablandase, pues habría costado mucho digerirla; luego la roí. No es cosa fácil llegar a ser poeta, antes hay que digerir muchas cosas. Y he aquí que tenía ya dos condiciones: el entendimiento y la fantasía, y por ellas supe que la tercera se encontraba en la biblioteca, puesto que un gran hombre ha afirmado, de palabra y por escrito, que hay novelas cuyo exclusivo objeto es liberar a los hombres de las lágrimas superfluas, o sea, que son una especie de esponjas que absorben los sentimientos. Me acordé de algunos de esos libros, que me habían parecido siempre en extremo apetitosos; estaban tan desgastados a fuerza de leídos, y tan grasientos, que forzosamente habrían absorbido verdaderos raudales de lágrimas. Regresé a la biblioteca de mi tierra, devoré casi una novela entera -claro que sólo la parte blanda, o sea, la novela propiamente dicha, dejando la corteza, la encuadernación-. Cuando hube devorado a ésta y una segunda a continuación, noté que algo se agitaba dentro de mí, por lo que me comí parte de una tercera, y quedé ya convertida en poetisa; así me lo dije para mis adentros, y también lo dijeron los demás. Me dolía la cabeza, me dolía la barriga, qué sé yo los dolores que sentía. Me puse a imaginar historias referentes a un palillo de morcilla, y muy pronto tuve tanta madera en la cabeza, que volaban las virutas. Sí, la reina de las hormigas poseía un talento nada común. Me acordé de un hombre que al meterse en la boca una astilla blanca quedó invisible, junto con la astilla. Pensé en aquello de «tocar madera», «ver una viga en el ojo ajeno», «de tal palo tal astilla», en una palabra, todos mis pensamientos se hicieron leñosos, y se descomponían en palillos, tarugos y maderos. Y todos ellos me daban temas para poesías, como es natural cuando una es poetisa, y yo he llegado a serlo. Por eso podré deleitaros cada día con un palillo y una historia. Ésta es mi sopa. -Oigamos a la tercera -dijo el rey. -¡Pip, pip! -se oyó de pronto en la puerta de la cocina, y la cuarta ratita, aquella que habían dado por muerta, entró corriendo, y con su precipitación derribó el palillo envuelto en el crespón de luto. Había viajado día y noche, en un tren de mercancías, aprovechando una ocasión que se le había presentado, y por un pelo no llegó demasiado tarde. Se adelantó; parecía excitadísima; había perdido el palillo, pero no el habla, y tomó la palabra sin titubear, como si la hubiesen estado esperando y sólo a ella desearan oír, sin que les importase un comino el resto del mundo. Habló enseguida y dijo todo lo que tenía en el buche. Llegó tan de improviso, que nadie tuvo tiempo de atajarla, ni a ella ni su discurso. ¡Escuchémosla! 4. De lo que contó la cuarta ratita, que tomó la palabra antes que la tercera -Me fui directamente a la gran ciudad -dijo-; no recuerdo cómo se llama, tengo muy mala memoria para nombres. Me metí en un cargamento de mercancías confiscadas, y de la estación me llevaron al juzgado, y me fui a ver al carcelero. Él me habló de sus detenidos, y especialmente de uno que había pronunciado palabras imprudentes que habían sido repetidas y cundido entre el pueblo. «Todo esto no es más que sopa de palillo de morcilla -me dijo-; ¡pero esta sopa puede costarle la cabeza!». Aquello despertó mi interés por el preso, y, aprovechando una oportunidad, me deslicé en su celda. No hay puerta tan bien cerrada que no tenga un agujerillo para un ratón. El hombre estaba macilento, llevaba una larga barba, y tenía los ojos grandes y brillantes. La lámpara humeaba, pero las paredes ya estaban acostumbradas, y no por eso se volvían más negras. El preso mataba el tiempo trazando en ellas versos y dibujos, blanco sobre negro, lo cual hacía muy bonito, pero no los leí. Creo que se aburría, y por eso fui un huésped bienvenido. Me atrajo con pedacitos de pan, silbándome y dirigiéndome palabras cariñosas. Se mostraba tan contento de verme, que le tomé confianza y nos hicimos amigos. Compartía conmigo el pan y el agua, y me daba queso y salchichón. Yo me daba una buena vida, pero debo confesar que lo que más me atraía era la compañía. El hombre permitía que trepara por sus manos y brazos, hasta el extremo de las mangas; dejaba que me paseara por sus barbas y me llamaba su amiguita. Me encariñé con él, pues la simpatía siempre es mutua, hasta el punto de olvidarme del objeto de mi viaje, y dejé el palillo en una grieta del suelo, donde debe seguir todavía. Yo quería quedarme donde estaba; si me iba, el pobre preso no tendría a nadie, y esto es demasiado poco en este mundo. ¡Ay! Yo me quedé, pero él no. La última vez me habló tristemente, me dio ración doble de miga de pan y trocitos de queso, y además me envió un beso con los dedos. Se fue y no volvió; ignoro su historia. «¡Sopa de palillo de morcilla!», exclamó el carcelero; y yo me fui con él. Pero hice mal en confiarme; cierto que me tomó en la mano, pero me encerró en una jaula giratoria. ¡Horrible! Corre una sin parar, sin moverse nunca del mismo sitio, ¡y se ríen de ti, por añadidura! La nieta del carcelero era una monada de criatura, con un cabello rubio y ondulado, ojos alegres y una eterna sonrisa en la boca. «¡Pobre ratita!», dijo, y se acercó a mi horrible jaula y descorrió el pestillo de hierro. Y yo salté de un brinco al arco de la ventana, y de allí al canalón del tejado. ¡Libre, libre! Era mi único pensamiento, y no me acordaba en absoluto del objeto de mi viaje. Oscurecía, era ya noche y busqué refugio en una vieja torre, donde vivían el guardián y una lechuza. No me inspiraban confianza, especialmente la segunda, que se parece a los gatos y tiene la mala costumbre de comerse a los ratones. Pero todo el mundo puede equivocarse, y eso es lo que yo hice, pues se trataba de una vieja lechuza en extremo respetable y muy culta; sabía más que el guardián, y casi tanto como yo. Las lechuzas jóvenes metían gran barullo y se excitaban por las cosas más insignificantes. «¡No hagamos sopa de palillos de morcilla!», les decía ella, y esto era lo más duro que se le ocurría decir; tal era su afecto por la familia. Me pareció tan simpática, que le grité «¡pip!» desde mi escondite. Aquella muestra de confianza le gustó, y me prometió tomarme bajo su protección. Podía estar tranquila: ningún animal me causaría daño ni me mataría; me guardaría para el invierno, cuando llegaran los días de hambre. Era, desde luego, un animal muy listo; me explicó que el guardián no podía tocar sin ayuda del cuerno que llevaba colgado del cinto. «Se hace el importante y se cree la lechuza de la torre. Piensa que tocar el cuerno es una gran cosa, y, sin embargo, de poco le sirve. ¡Sopa de palillos de morcilla!». Entonces yo le pedí la receta de esta sopa, y me dio la siguiente explicación: «Eso de sopa de palillos de morcilla es una expresión de los humanos, y tiene diversos sentidos, y cada cual cree acertado el que le da. Es, como si dijéramos; nada entre dos platos. Y, de hecho, es esto: nada». «¡Nada!», exclamé, como herida por un rayo. La verdad no siempre es agradable, pero, después de todo, es lo mejor que hay en el mundo. Y así lo dijo también la vieja lechuza. Yo me puse a reflexionar y comprendí que si les traía lo mejor, les daría algo que vale mucho más que una sopa de palillos de morcilla. Y así me di prisa por llegar a tiempo, trayendo conmigo lo que hay de más alto y mejor: la verdad, Los ratones son un pueblo ilustrado e inteligente, y el rey reina sobre todos. No dudo que, por amor a la verdad, me elevará a la dignidad de reina. -¡Tu verdad es mentira! -protestó la ratita que no había podido hablar- ¡Yo sé cocinar la sopa y lo haré! 5. Cómo fue guisada la sopa -Yo no salí de viaje -comenzó la tercera ratita, que no pudo hacer uso de la palabra sino en cuarto lugar-. Me quedé en el país, y eso es lo más acertado. ¿Para qué viajar, si aquí se encuentra todo? Me quedé en casa, pues, y no he consultado a seres sobrenaturales, ni me he tragado nada que valga la pena de contar, ni he hablado con lechuzas. Mi saber procede de mi propia capacidad de reflexión. Hagan el favor de disponer el caldero y llenarlo de agua hasta el borde. Luego enciendan fuego y hagan hervir el agua; tiene que hervir. Echen después en ella el palillo de morcilla, y a continuación, que Su Majestad se digne meter el rabo en el agua hirviente y agitar con él el caldo. Cuanto más tiempo esté agitándolo Su Majestad, más buena saldrá la sopa. No cuesta nada ni requiere más aditamentos, ¡todo está en el agitar! -¿No podría hacerlo algún otro ratón? -preguntó el rey. – No -respondió la ratita-, la virtud se encierra sólo en el rabo del rey de los ratones. Hirvió el agua, el rey se situó al lado del caldero, cuyo aspecto era verdaderamente peligroso. Alargó el rabo como hacen los ratones en la lechería cuando sacan la nata de un tazón y luego se lamen la cola. Pero se limitó a poner la suya en el vapor ardiente y, pegando un brinco, dijo: -¡Desde luego, tú y no otra serás la reina! La sopa puede aguardar a que celebremos las bodas de oro. Entretanto, los pobres de mi reino podrán alegrarse con esta esperanza, y tendrán alegría para largo tiempo. Y se celebró la boda. Pero muchos ratones dijeron, al regresar a sus casas: -No debiera llamarse sopa de palillos de morcilla, sino de cola de ratón. En su opinión, todo lo que habían contado estaba muy bien, pero el conjunto dejaba algo que desear. -Yo, por ejemplo, lo habría explicado de tal y tal modo… Era la crítica, siempre tan inteligente… pasada la ocasión. * * * La historia dio la vuelta al mundo; las opiniones diferían, pero la narración se conservó. Y esto es lo principal, así en las cosas grandes como en las pequeñas, incluso con la sopa de palillos de morcilla. ¡No esperéis que os la agradezcan!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Tía Dolor de Muelas
Cuento infantil
¿Qué de dónde hemos sacado esta historia? ¿Quieres saberlo? Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo. Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequería y a la abacería, no precisamente para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar cucuruchos de almidón y café o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas escritas son también útiles. Y a menudo ocurre que va a parar al cubo lo que no debiera. Conozco a un dependiente de una verdulería, hijo de un mantequero; ascendió de la bodega a la planta baja; es hombre muy leído, con cultura de bolsas de abacería, tanto impresas como manuscritas. Posee una interesante colección, de la que forman parte notables documentos extraídos de la papelera de tal o cual funcionario demasiado ocupado y distraído; cartas confidenciales de un amigo a la amiga; comunicaciones escandalosas que no debieran circular ni ser comentadas por nadie. Es una especie de estación de salvamento para una parte no despreciable de la literatura, y su campo de acción es muy amplio, pues dispone de la tienda de sus padres y de la del dueño, donde ha salvado más de un libro, u hojas de él, que bien merecían ser leídas y releídas. Me enseñó su colección de cosas impresas y manuscritas sacadas del cubo, la mayoría de ellas de la mantequería. Había allí varias hojas de un cuaderno relativamente abultado, del que me llamó la atención el carácter de letra, muy cuidado y claro. -Lo escribió un estudiante -me dijo-. Un estudiante que vivía enfrente y que murió hace un mes. Padecía mucho de dolor de muelas, por lo que aquí se ve. ¡Es muy divertida su lectura! Esto es sólo una pequeña parte de lo que escribió, pues había todo un libro y aún algo más. Por él, mis padres dieron a la patrona del estudiante media libra de jabón verde. Esto es todo lo que pude salvar. Se lo pedí prestado, lo leí y ahora voy a contarlo. El título era: Tía Dolor de Muelas De niño, mi tía me regalaba golosinas. Mis dientes resistieron, sin estropearse. Ahora soy mayor, soy ya estudiante, y ella sigue regalándome con dulces; soy poeta, dice. Cierto que hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. A menudo, yendo por las calles de la ciudad, me parece como si anduviese por el interior de una gran biblioteca; las casas son las estanterías de los libros y cada piso es un anaquel. Aquí hay una historia cotidiana, allá una buena comedia u obras científicas de todas las ramas, acullá literatura, buena o de pacotilla. Y puedo fantasear y filosofar sobre todos esos libros. Hay algo de poeta en mí, pero no lo bastante. Muchas personas tienen de ello tanto como yo, y, sin embargo, no ostentan ningún escudo ni collar con el título de poeta. Para ellos y para mí es un don de Dios, una gracia concedida, bastante para uno mismo, pero demasiado pequeña para que merezca ser comunicada a los demás. Viene como un rayo de sol, llena el alma y el pensamiento; viene como aroma de flores, como una melodía que uno conoce sin acertar a recordar de dónde procede. Una noche, hace poco, en mi habitación, sentía ganas de leer, pero no tenía ningún libro; y he aquí que de pronto cayó del tilo una hoja verde y tierna. Un soplo de aire la introdujo en mi cuarto. Contemplé sus numerosas y ramificadas nervaduras; por su superficie se movía un gusanillo, como interesado en estudiar la hoja a conciencia. Aquello me hizo pensar en la ciencia humana. También nosotros nos arrastramos sobre la superficie de una hoja, no conocemos otra cosa, y en seguida nos sentimos con ánimos para pronunciar una conferencia acerca del árbol entero, con su raíz, tronco y copa, el gran árbol: Dios, el mundo y la inmortalidad. Y, sin embargo, de todo ello no conocemos sino una hoja. Mientras estaba así ocupado, recibí la visita de tía Mille. Le enseñé la hoja con el gusano, le comuniqué mis pensamientos y vi que sus ojos brillaban. -¡Eres un poeta! -exclamó-. ¡Quizás el más grande que tenemos! ¡Qué contenta bajaría a la tumba, si yo pudiera verlo! Desde el entierro del cervecero Rasmussen, me has estado asombrando con tu poderosa imaginación. Así dijo tía Mille, y me besó. ¿Quién era tía Mille y quién el cervecero Rasmussen? Cuando éramos niños, llamábamos tía a la que lo era de nuestra madre; no la conocíamos por otro nombre. Nos regalaba confituras y azúcar, a pesar del peligro que suponían para nuestros dientes; pero, como ella decía, los pequeños eran su debilidad. Habría sido cruel privarlos de aquel poquitín de golosinas que tanto les gustaban. Por eso queríamos tanto a nuestra tía. Era una vieja solterona. Siempre la conocí vieja. Se había plantado en una misma edad. Había sufrido mucho de dolor de muelas, y hablaba constantemente de ello; por eso su amigo el cervecero Rasmussen, hombre muy chistoso, la llamaba Tía Dolor de Muelas. Éste hacia varios años que había dejado el negocio, para vivir de sus rentas; frecuentaba la casa de la tía y era más viejo que ella. No le quedaba ni un diente, aparte de dos o tres negros raigones. De joven había comido mucha azúcar, nos decía; por eso se veía de aquel modo. Por lo visto, tía nunca debió de haber comido azúcar de pequeña, pues tenía unos dientes magníficos y blanquísimos. Los cuidaba bien, por otra parte; nunca se iba a dormir con ellos, decía el cervecero Rasmussen. Los niños sabían que aquello era pura malicia, pero tía afirmaba que lo decía sin mala intención. Una mañana, a la hora del desayuno, contó un sueño desagradable que había tenido por la noche: que se le había caído un diente. -Esto significa -dijo- que perderé un buen amigo o una buena amiga. -Si el diente era postizo -observó el cervecero con una sonrisa burlona-, tal vez sea un falso amigo. -¡Es usted un viejo grosero! -replicó tía, enfadada como nunca la he visto. Posteriormente dijo que había sido una broma de su viejo amigo, quien, a su juicio, era el hombre más noble de la Tierra, y que cuando muriese sería un angelito de Dios en el cielo. Aquella presunta transformación me dio mucho que pensar. ¿Podría reconocerlo bajo su nueva figura? De joven había pretendido a mi tía. Ella se lo pensó demasiado tiempo, permaneció indecisa y se quedó soltera, pero siempre fue para él una fiel amiga. Luego murió el cervecero Rasmussen. Lo llevaron a la tumba en el coche fúnebre más caro, y hubo nutrido acompañamiento; incluso personajes condecorados y en uniforme. Tía presenció la comitiva desde la ventana, vestida de luto, rodeada de todos nosotros, sin que faltase mi hermanito menor, traído por la cigüeña una semana antes. Cuando hubieron desfilado la carroza fúnebre y el séquito, y la calle quedó desierta, tía quiso marcharse, pero yo me opuse; aguardaba al ángel, el cervecero Rasmussen. Estaría convertido en un angelillo alado y no podía dejar de aparecérsenos. -¡Tía! -dije-, ¿no crees que va a venir? ¿O que cuando la cigüeña nos traiga otro hermanito será el cervecero Rasmussen? Tía quedó anonadada ante mi fantasía, y exclamó: -¡Este niño será un gran poeta! Y lo estuvo repitiendo durante todos mis años escolares aun después de mi confirmación y cuando era ya estudiante. Fue y sigue siendo para mí la amiga que más simpatiza con el dolor poético y el dolor de muelas. Yo sufro accesos de uno y otro. -Anota todos tus pensamientos -decía- y guárdalos en el cajón de la mesa; así lo hacía Jean-Paul. Llegó a ser un gran poeta, del cual recuerdo muy poca cosa, lo confieso; no es bastante interesante. Tú debes ser interesante. ¡Y lo serás! La noche que siguió a aquella conversación me la pasé dominado por el anhelo y el tormento, el afán y la ilusión de ser el gran poeta que mi tía veía y adivinaba en mí. Pero existe un dolor peor que aquél: el dolor de muelas. Éste me atormentaba; me convirtió en un gusano que me retorcía entre vejigatorios y cataplasmas. -¡Yo sé lo que es eso! -decía la tía; y su boca dibujaba una triste sonrisa. ¡Cómo brillaban sus dientes! Pero debo empezar un nuevo capítulo de la historia de mi tía. Llevaba un mes en una nueva casa. Un día hablaba de ello con mi tía. -Es una familia muy tranquila -dije-. No se preocupan de mí ni cuando llamo tres veces. Enfrente hay un barullo infernal, con los ruidos del viento y de la gente. Vivo exactamente encima del portal; cada coche que entra o sale hace mover los cuadros de las paredes. Tiembla toda la casa, como en un terremoto. Desde la cama siento la vibración en todo el cuerpo, pero supongo que esto fortifica los nervios. Cada vez que hay tormenta -¡y cuidado que aquí son frecuentes!- los ganchos de las ventanas oscilan y golpean contra las paredes. A cada ráfaga suena la campanilla de la puerta del patio vecino. Nuestros inquilinos regresan a casa a cuentagotas, ya anochecido o muy avanzada la noche. El que reside encima de mi cuarto, que durante el día da lecciones de trombón, es el que vuelve más tarde y antes de acostarse se da un paseíto por la habitación, con paso recio y botas claveteadas. “No hay doble ventana, y sí en cambio un cristal roto, sobre el cual la patrona ha pegado un papel. El viento sopla por la raja, con notas comparables a las del zumbido del tábano. Es mi canción de cuna. Y si llego a dormirme, no tarda en despertarme el canto del gallo. Los pollos y las gallinas del gallinero del tendero del sótano me anuncian que pronto será día. Los caballitos, que a falta de establo están atados en el cuartucho de debajo la escalera, no paran de cocear contra la puerta y el panel para desentumecerse. “En cuanto alborea, el portero, que duerme con su familia en la buhardilla, baja las escaleras con gran ruido: matraquean sus abarcas, sus portazos hacen temblar la casa, y una vez pasado el temporal el inquilino de arriba empieza con su gimnasia, levantando con cada mano una bola de hierro que no puede sostener, por lo que se le cae una vez y otra, mientras la chiquillería de la casa, que debe ir a la escuela, se precipita por las escaleras saltando y gritando. Yo me voy a la ventana, la abro para que entre aire puro, y me doy por satisfecho cuando puedo obtenerlo, cosa que sólo sucede cuando la solterona del piso trasero no está lavando guantes con agua de lejía, pues tal es su oficio. Aparte de esto, es una casa estupenda, y la familia es muy tranquila.” Éste fue el relato que hice a mi tía acerca de mi pensión. Claro que le di algo más de vivacidad, pues la exposición oral tiene siempre acentos más vivos y amenos que la escrita. -¡Eres un poeta! -exclamó mi tía-. Pon esta descripción por escrito, eres tan bueno como Dickens. ¡Y mucho más interesante! Pintas, cuando hablas. Describes tu casa tan bien que me parece verla. ¡Me entran escalofríos! No te quedes ahí: ponle algo vivo, personas, personas que conmuevan, de preferencia desgraciados. Y, efectivamente, trasladé al papel la descripción de la casa tal como era, ruidosa y alborotada, pero sólo conmigo en ella, sin acción. Ésta vendrá después.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Tiene que haber diferencias
Cuento infantil
Era el mes de mayo. Soplaba aún un viento fresco, pero la primavera había llegado; así lo proclamaban las plantas y los árboles, el campo y el prado. Era una orgía de flores, que se esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y justamente allí la primavera llevaba a cabo su obra, manifestándose desde un diminuto manzano del que había brotado una única ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabía la ramita lo hermosa que era, pues eso está en la hoja como en la sangre; por eso no se sorprendió cuando un coche magnífico se detuvo en el camino frente a ella, y la joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo más encantador que pudiera soñarse; era la primavera misma en su manifestación más delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogió con la mano y resguardó bajo su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos salones y espléndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las abiertas ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros opalinos y transparentes; en uno de ellos -se habría dicho fabricado de nieve recién caída- colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegría mirarla. A la ramita se le subieron los humos a la cabeza; ¡es tan humano eso!. Pasaron por las habitaciones gentes de toda clase, y cada uno, según su posición y categoría, se permitió manifestar su admiración. Unos permanecían callados, otros hablaban demasiado, y la rama del manzano pudo darse cuenta de que también entre los humanos existen diferencias, exactamente lo mismo que entre las plantas. «Algunas están sólo para adorno, otras sirven para la alimentación, e incluso las hay completamente superfluas», pensó la ramita; y como sea que la habían colocado delante de una ventana abierta, desde su sitio podía ver el jardín y el campo, lo que le daba oportunidad para contemplar una multitud de flores y plantas y efectuar observaciones a su respecto. Ricas y pobres aparecían mezcladas; y, aún se veían, algunas en verdad insignificantes. -¡Pobres hierbas descastadas! -exclamó la rama del manzano-. La verdad es que existe una diferencia. ¡Qué desgraciadas deben de sentirse, suponiendo que esas criaturas sean capaces de sentir como nosotras. Naturalmente, es forzoso que haya diferencias; de lo contrario todas seríamos iguales. Nuestra rama consideró con cierta compasión una especie de flores que crecían en número incontable en campos y ribazos. Nadie las cogía para hacerse un ramo, pues eran demasiado ordinarias. Hasta entre los adoquines crecían: como el último de los hierbajos, asomaban por doquier, y para colmo tenían un nombre de lo más vulgar: diente de león. -¡Pobre planta despreciada! -exclamó la rama del manzano-. Tú no tienes la culpa de ser como eres, tan ordinaria, ni de que te hayan puesto un nombre tan feo. Pero con las plantas ocurre lo que con los hombres: tiene que haber diferencias. -¡Diferencias! -replicó el rayo de sol, mientras besaba al mismo tiempo la florida rama del manzano y los míseros dientes de león que crecían en el campo; y también los hermanos del rayo de sol prodigaron sus besos a todas las flores, pobres y ricas. Nuestra ramita no había pensado nunca sobre el infinito amor de Dios por su mundo terrenal, y por todo cuanto en él se mueve y vive; nunca había reflexionado sobre lo mucho de bueno y de bello que puede haber en él -oculto, pero no olvidado-. Pero, ¿acaso no es esto también humano? El rayo de sol, el mensajero de la luz, lo sabía mejor. -No ves bastante lejos, ni bastante claro. ¿Cuál es esa planta tan menospreciada que así compadeces? -El diente de león -contestó la rama-. Nadie hace ramilletes con ella; todo el mundo la pisotea; hay demasiados. Y cuando dispara sus semillas, salen volando en minúsculos copos como de blanca lana y se pegan a los vestidos de los viandantes. Es una mala hierba, he ahí lo que es. Pero hasta de eso ha de haber. ¡Cuánta gratitud siento yo por no ser como él! De pronto llegó al campo un tropel de chiquillos; el menor de todos era aún tan pequeño, que otros tenían que llevarlo en brazos. Y cuando lo hubieron sentado en la hierba en medio de todas aquellas flores amarillas, se puso a gritar de alegría, a agitar las regordetas piernecillas y a revolcarse por la hierba, cogiendo con sus manitas los dorados dientes de león y besándolos en su dulce inocencia. Mientras tanto los mayores rompían las cabecitas floridas, separándolas de los tallos huecos y doblando éstos en anillo para fabricar con ellos cadenas, que se colgaron del cuello, de los hombros o en torno a la cintura; se los pusieron también en la cabeza, alrededor de las muñecas y los tobillos -¡qué preciosidad de cadenas y grilletes verdes!-. Pero los mayores recogían cuidadosamente las flores encerradas en la semilla, aquella ligera y vaporosa esfera de lana, aquella pequeña obra de arte que parece una nubecilla blanca hecha de copitos minúsculos. Se la ponían ante la boca, y de un soplo tenían que deshacerla enteramente. Quien lo consiguiera tendría vestidos nuevos antes de terminar el año -lo había dicho abuelita. Y de este modo la despreciada flor se convertía en profeta. -¿Ves? –le preguntó el rayo de sol a la rama de manzano-. ¿Ves ahora su belleza y su virtud? -¡Sí, para los niños! -replicó la rama. En esto llegó al campo una ancianita, y, con un viejo y romo cuchillo de cocina, se puso a excavar para sacar la raíz de la planta. Quería emplear parte de las raíces para una infusión de café; el resto pensaba llevárselas al boticario para sacar unos céntimos. -Pero la belleza es algo mucho más elevado -exclamó la rama del manzano-. A su reino van sólo los elegidos. Existe una diferencia entre las plantas, de igual modo como la hay entre las personas. Entonces el rayo de sol le habló del infinito amor de Dios por todas sus criaturas, amor que abraza con igual ternura a todo ser viviente; y le habló también de la divina justicia, que lo distribuye todo por igual en tiempo y eternidad. -¡Sí, eso cree usted! -respondió la rama. En eso entró gente en el salón, y con ella la condesita que tan lindamente había colocado la rama florida en el transparente jarrón, sobre el que caía el fulgurante rayo de sol. Traía una flor, o lo que fuese, cuidadosamente envuelta en tres o cuatro grandes hojas, que la rodeaban como un cucurucho, para que ni un hálito de aire pudiese darle y perjudicarla: y ¡la llevaba con un cuidado tan amoroso! Mucho mayor del que jamás se había prestado a la ramita del manzano. La sacaron con gran precaución de las hojas que la envolvían y apareció… ¡la pequeña esferita de blancos copos, la semilla del despreciado diente de león! Esto era lo que la condesa con tanto cuidado había cogido de la tierra y traído para que ni una de las sutilísimas flechas de pluma que forman su vaporosa bolita fuese llevada por el viento. La sostenía en la mano, entera e intacta; y admiraba su hermosa forma, aquella estructura aérea y diáfana, aquella construcción tan original, aquella belleza que en un momento disiparía el viento. Daba lástima pensar que pudiera desaparecer aquella hermosa realidad. -¡Fíjense que maravillosamente hermosa la ha creado Dios! -dijo-. La pintaré junto con la rama del manzano. Todo el mundo, encuentra esta rama primorosa; pero la pobre florecilla, a su manera, ha sido agraciada por Dios con no menor hermosura. ¡Qué distintas son, y, sin embargo, las dos son hermanas en el reino de la belleza! Y el rayo de sol besó al humilde diente de león, exactamente como besaba a la florida rama del manzano, cuyos pétalos parecían sonrojarse bajo la caricia.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Un tramo de la sarta de perlas
Cuento infantil
I El ferrocarril va de Copenhague hasta Korsör. Es un tramo de la sarta de perlas que hacen la riqueza de Europa; las más preciosas son París, Londres, Viena, Nápoles. Pero hay quien no tiene a estas grandes ciudades como las perlas más hermosas, sino una pequeña ciudad casi desconocida, que es su pequeña patria natal, donde residen sus seres queridos. A menudo es un simple cortijo, una casita oculta entre verdes setos, un punto que se desvanece rápidamente al paso del tren. ¿Cuántas perlas hay en el tramo de Copenhague a Korsör? Vamos a fijarnos sólo en seis, y muchos aprobarán nuestra elección. Los viejos recuerdos, e incluso la Poesía, realzan estas perlas. En las proximidades de la colina donde se alza el palacio de Federico VI, hogar de la infancia de Oehlenschläger, reluce, sobre el fondo del bosque de Söndermarken, una de estas perlas, llamada «Choza de Filemón y Baucis», es decir, el hogar de dos ancianos venerables. Allí vivió Rahbek, con su esposa Kamma; allí, bajo su hospitalario techo, se congregaron durante una generación entera los mayores ingenios de la laboriosa Copenhague. Fue un hogar del espíritu. Y hoy ¿qué? No digas: ¡Qué cambio! No, aún sigue siendo el hogar del espíritu, un invernáculo para plantas marchitas. La yema que carece de vigor para desarrollarse, oculta sin embargo todos los gérmenes que han de dar las flores y los frutos. Aquí brilla el sol de la inteligencia en un bien cuidado hogar del espíritu, que da vida. El mundo entorno penetra por los ojos en las profundidades inescrutables del alma: la mansión del débil mental, rodeado de caridad, es un santo lugar, una estufa para las plantas atrofiadas que un día serán trasplantadas y florecerán en el jardín de Dios. Las mentes más débiles se reúnen aquí, donde otrora se reunieron los más grandes y fuertes, intercambiaron ideas y se sintieron exaltados. La llama del alma sigue todavía ardiendo en la «Choza de Filemón y Baucis». Ante nosotros está la ciudad de las tumbas reales, junto a la fuente de Hroar, la vetusta Roeskilde. Las esbeltas espiras de sus campanarios se alzan sobre la baja ciudad, reflejándose en el fiordo de Ise. Nos limitaremos a buscar una tumba y a contemplarla en el crisol de las perlas. No es la de la poderosa reina de la Unión, Margarita, no; la sepultura está en el interior del cementerio, ante cuyos blancos muros pasamos volando. Encima hay una sencilla losa, y allí descansa el rey de la canción, el renovador del romance danés. Las antiguas sagas se convierten en melodías en nuestras almas; percibimos adónde «ruedan las claras ondas», «En Leire vivía un rey». Roeskilde, ciudad de las tumbas reales, de tus perlas sólo contemplaremos la más humilde sepultura, en cuya piedra están grabadas la lira y el nombre de Weyse Llegamos luego a Sigersted, cerca de la ciudad de Ringsted. Las aguas del río son someras, la mies crece en el lugar donde fondeó la embarcación de Hagbarth, a poca distancia del aposento de Signe. ¿Quién no conoce la leyenda de Hagbarth, que fue ahorcado en un roble, y de la casa de Signelil, destruida por las llamas, la leyenda del gran amor? Sorö magnífica, rodeada de bosque, tu silenciosa ciudad claustral se entrevé a través de los árboles cubiertos de musgo. Los ojos jóvenes desde la Academia ven, por encima del mar, la ruta del universo; se oye el resoplido del dragón de la locomotora al atravesar, rauda, el bosque. ¡Sorö, perla de la Poesía, que guardas el polvo de Holberg! Cual poderoso cisne blanco en la margen del profundo lago del bosque, yace tu palacio de la Ciencia, y muy cerca de él brilla -y eso es lo que busca nuestro ojo curioso-, como el blanco narciso de la floresta, una casita, de la que llegan piadosas canciones que resuenan por todo el campo, con palabras que el propio labrador escucha y por las que conoce los tiempos pretéritos de Dinamarca. El verde bosque y el canto de los pájaros se complementan, como se complementan los nombres de Sorö e Ingemann ¡Vamos a Slagelse! ¿Qué se refleja allí, en el espejo de la perla? Desapareció el convento de Antvorskov, lo mismo que los ricos salones del palacio, incluso su ala solitaria y abandonada. Mas sigue allí un viejo signo, constantemente renovado, una cruz de madera en la cumbre de la colina, donde, en tiempos de la leyenda, San Andrés , el apóstol de Slagelse, despertó, después de ser transportado en una noche desde Jerusalén hasta allí. Korsör: aquí nació el que nos dio: Bromas y veras mezcladas en melodías de Canuto Själlandsfar. ¡Oh, maestro de la palabra y de la gracia! Las ruinosas y viejas paredes de la fortaleza abandonada son el postrer testimonio visible del hogar de tu niñez. Cuando se pone el sol, sus sombras muestran el lugar donde se levantó la casa donde naciste; desde estos muros, que miraban a las alturas de la Isla de Sprogö, viste, de niño, «descender la luna tras la Isla», y la inmortalizaste con tu canto, como más tarde cantarías las montañas de Suiza, tú, que habiéndote aventurado en el laberinto del mundo, encontraste que en ningún lugar las rosas son tan rojas, en ningún lugar son las espinas tan pequeñas y en ningún lugar son tan blandas las plumas como allí donde, niño inocente, reposaste. ¡Agudísimo cantor de la jovialidad! Trenzamos para ti una corona de aspérulas, la arrojamos al mar, y las olas la llevarán al Golfo de Kiel, en cuyas orillas reposan tus cenizas. Te traerá un saludo de la joven generación, un saludo de tu ciudad natal, Korsör, término de la sarta de perlas. II Verdaderamente es un trozo de sarta de perlas el camino entre Copenhague y Korsör -dijo la abuela, que había oído lo que acabamos de leer-. Es una sarta de perlas para mí, y lo fue hace ya más de cuarenta años -añadió-. No teníamos entonces máquinas de vapor, y para recorrer aquel trecho necesitábamos tantos días como hoy horas. Era esto el año 1815; tenía yo a la sazón 21 años, ¡hermosa y bendita edad! En mi juventud era mucho más raro que ahora hacer un viaje a Copenhague, que para nosotros era la ciudad de las ciudades. Mis padres quisieron volver a visitarla tras una ausencia de veinte años, y yo debía ir con ellos. Llevábamos años hablando de aquel viaje, y por fin llegaba la hora de realizarlo. Tenía la impresión de que iba a empezar para mí una vida nueva, y hasta cierto punto así fue. Cosimos y empaquetamos, y cuando llegó el momento de partir, ¡Dios mío, y cuántos buenos amigos acudieron a despedirnos! Era un largo viaje el que emprendíamos. Por la mañana salimos de Odense en el coche de mis padres, y a lo largo de toda la calle nos acompañaron, desde las ventanas, los saludos de las personas conocidas, casi hasta que hubimos salido por la puerta de Sankt-Jürgens. El tiempo era espléndido, cantaban los pájaros, todo nos resultaba delicioso; el largo y pesado camino hasta Nyborg se nos hizo corto. Entramos en esta ciudad hacia el anochecer. La diligencia no llegaba hasta la noche, y el barco no salía hasta después de su llegada. Subimos a bordo; hasta donde alcanzaba la vista se extendía el mar inmenso, completamente encalmado. Nos echamos sin desnudarnos, y nos dormimos. Cuando me desperté por la mañana y subí a cubierta, no se veía absolutamente nada a mi alrededor, tal era la niebla que nos envolvía. Oí cantar los gallos, tuve la sensación de que salía el sol, las campanas tocaban; ¿dónde estaríamos? Se disipó la niebla y resultó que aún nos hallábamos frente a Nyborg. Entrado el día sopló una ligera brisa, pero contraria; dimos bordadas y bordadas, y al fin tuvimos la suerte de llegar a Korsör poco después de las once de la noche: habíamos invertido veintidós horas para recorrer cuatro millas. Nos vino muy a gusto volver a pisar tierra. Pero estaba oscuro, las lámparas ardían mal, y todo me resultaba extraño. En mi vida no había visto más ciudad que Odense. Mira, aquí nació Baggesen -dijo mi padre-, y aquí vivió Birckner. Me pareció entonces como si la antigua ciudad de las pequeñas casas se volviera mayor y más luminosa. Además estábamos contentos de volver a pisar tierra firme. Las emociones en mí suscitadas por todo lo visto y vivido desde que salí de casa, no me dejaron pegar un ojo aquella noche. A la mañana siguiente tuvimos que madrugar, pues nos aguardaba un mal camino, con horribles cuestas y molestos baches, hasta Slagelse; y no es que pasada esta localidad mejorara gran cosa la ruta. Suspirábamos por estar ya en la «Casa del Cangrejo», para poder entrar en Sorö con luz de día y visitar a Möllers Emil, como lo llamábamos; era su abuelo, mi difunto esposo, el pastor, que entonces estudiaba en Sorö y acababa de sufrir sus segundos exámenes. Llegamos por la tarde a la «Casa del Cangrejo», una posada muy renombrada en aquellos tiempos, la mejor de todo el viaje, situada en una campiña preciosa. Y hoy lo es todavía, no pueden negarlo. La patrona era una mujer muy dispuesta, llamada Madam Plambek; todo en la casa relucía como un sol. De la pared, enmarcada y protegida con un cristal, colgaba la carta que le había escrito Baggesen. Era una cosa digna de ver, y me interesó enormemente. Después subimos a Sorö y vimos a Emilio; ya podéis figuramos que se alegró mucho de nuestra visita, y nosotros también de verlo, siempre tan bueno y atento. Nos acompañó a visitar la iglesia, con la tumba de Absalón, el sarcófago de Holberg y las antiguas inscripciones monacales. Luego cruzamos por mar al «Parnaso». Fue la tarde más maravillosa que recuerdo. Si había en el mundo un lugar digno de inspirar a un poeta, éste me parecía Sorö, en medio de aquel paisaje sereno y grandioso. Luego, a la luz de la luna, seguimos el «Paseo de los Filósofos», como lo llaman, el magnífico y solitario sendero que discurre junto al mar y el Flammen, y desemboca en el camino que conducía a la «Casa del Cangrejo». Emilio se quedó a cenar con nosotros; mis padres lo encontraron muy inteligente y bien parecido. Nos prometió que para Pascua, o sea, dentro de cinco días, estaría en Copenhague, con su familia y con nosotros. Aquellas horas de Sorö y de la «Casa del Cangrejo» figuran entre las perlas más bellas de mi vida. También madrugamos mucho el día siguiente, pues la jornada era larga antes de llegar de Roeskilde; queríamos visitar la iglesia, y por la tarde mi padre pensaba ir a ver también a un antiguo condiscípulo. Cumplido el programa, dormimos en Roeskilde, y al otro día llegamos a Copenhague, aunque no hasta el mediodía; fue el trecho peor por lo intenso del tránsito. Habíamos empleado unos tres días para ir de Korsör a la capital; hoy se cubre la misma distancia en tres horas. No es que las perlas se hayan vuelto más preciosas, esto sería imposible; pero el cordón es nuevo y maravilloso. Yo permanecí con mis padres tres semanas en Copenhague. Emilio estuvo ocho días con nosotros, y, al regresar a Fionia, él nos acompañó hasta Korsör. Allí, antes de separarnos, nos prometimos; comprender, pues, que el trayecto de Copenhague a Korsör sea también para mí un fragmento de la sarta de perlas, una verdadera página de felicidad en el libro de mi vida. Más adelante, cuando Emilio obtuvo un empleo en Assens, nos casamos. A menudo hablábamos de aquel viaje a Copenhague y hacíamos proyectos para repetirlo; mas entonces vino al mundo primero su madre, y luego sus hermanos, con mil cosas a las que atender; después su abuelo fue ascendido a propósito. La vida era toda alegría y bendición, pero nunca volvimos a Copenhague. No he vuelto a estar allí, a pesar de haberlo proyectado tantas veces; y ahora soy demasiado vieja y no me siento con fuerzas para viajar en tren. Pero me alegro de que exista el ferrocarril; es una gran ventaja. Gracias a él, llegáis antes a mi casa. Ahora Odense no está más lejos de Copenhague que lo estaba de Nyborg en mi juventud. Hoy os plantáis en Italia en el mismo tiempo que nosotros empleábamos para ir a Copenhague. ¡Es un progreso, no hay duda! Sin embargo, yo me quedo en casita. Que viajen los otros, que vengan a verme los demás. Pero no os sonriáis porque me esté tan quietecita aquí; me espera otro viaje muy largo y mucho más rápido que en tren. Cuando Dios Nuestro Señor lo disponga, iré a reunirme con abuelito, y ustedes, una vez terminada su tarea en este mundo bendito, vengan también a nuestro lado y hablaremos de los días de nuestra existencia terrena. No lo duden, chiquillos. Allí les diré lo que les digo ahora. El trecho de Copenhague a Korsör es realmente una sarta de perlas.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Una historia
Cuento infantil
En el jardín florecían todos los manzanos; se habían apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata. Y si uno dirigía la mirada a los campos, veía lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. Sí, en todo se reflejaba la alegría; era un día tan tibio y tan magnífico, que bien podía decirse: -Verdaderamente, Dios Nuestro Señor es de una bondad infinita para con sus criaturas. En el interior de la iglesia, el pastor, desde el púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decía además que su gusano no moriría, ni su fuego se apagaría nunca, y que jamás encontrarían la paz y el reposo. ¡Daba pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta convicción…! Describía a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allí no hay más aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían continuamente, en eterno silencio. Era horrible oír todo aquello, pero el párroco lo decía con toda su alma, y todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allá fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecía decir: «Dios es infinitamente bueno para todos nosotros». Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco. Al anochecer, a la hora de acostarse, el pastor observó que su esposa permanecía callada y pensativa. -¿Qué te pasa? -le preguntó. -Me pasa… -respondió ella-, pues me pasa que no puedo concretar mis pensamientos, que no comprendo bien lo que dijiste, que haya tantas personas impías y que han de ser condenadas al fuego eterno. ¡Eterno…! ¡Ay, qué largo es esto! Yo no soy sino una pobre pecadora, y, sin embargo, no tendría valor para condenar al fuego eterno ni siquiera al más perverso de los pecadores. ¡Cómo podría, pues, hacerlo Dios Nuestro Señor, que es infinitamente bueno y sabe que el mal viene de fuera y de dentro! No, no puedo creerlo, por más que tú lo digas. Había llegado el otoño, y las hojas caían de los árboles; el grave y severo párroco estaba sentado a la cabecera de una moribunda: un alma creyente y piadosa iba a cerrar los ojos; era su propia esposa. -…Si alguien merece descanso en la tumba y gracia ante Dios, ésa eres tú -dijo el pastor. Le cruzó las manos sobre el pecho y rezó una oración para la difunta. La mujer fue conducida a su sepultura. Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas de aquel hombre grave. En la casa parroquial reinaban el silencio y la soledad: el sol del hogar se había apagado; ella se había ido. Era de noche; un viento frío azotó la cabeza del clérigo. Abrió los ojos y le pareció como si la luna brillara en el cuarto, y, sin embargo, no era así. Pero junto a su cama estaba de pie una figura humana: el espíritu de su esposa difunta, que lo miraba con expresión afligida, como si quisiera decirle algo. El párroco se incorporó en el lecho y extendió hacia ella los brazos: -¿Tampoco tú gozas del eterno descanso? ¿Es posible que sufras, tú, la mejor y la más piadosa? La muerta bajó la cabeza en signo afirmativo y se puso la mano en el pecho. -¿Podría yo procurarte el reposo en la sepultura? -Si -llegó a sus oídos. -¿De qué manera? -Dame un cabello, un solo cabello de la cabeza de un pecador cuyo fuego jamás haya de extinguirse, de un pecador a quien Dios haya de condenar a las penas eternas del infierno. -¡Oh, será fácil salvarte, mujer pura y piadosa! -exclamó él. -¡Sígueme, pues! -contestó la muerta-. Así nos ha sido concedido. Volarás a mi lado allá donde quiera llevarte tu pensamiento; invisibles a los hombres, penetraremos en sus rincones más secretos, pero deberás señalarme con mano segura al condenado a las penas eternas, y tendrás que haberlo encontrado antes de que cante el gallo. En un instante, como llevados por el pensamiento, estuvieron en la gran ciudad, y en las paredes de las casas vieron escritas en letras de fuego los nombres de los pecados mortales: orgullo, avaricia, embriaguez, lujuria, en resumen, el iris de siete colores de las culpas capitales. -Sí, ahí dentro, como ya pensaba y sabía -dijo el párroco moran los destinados al fuego eterno-. Y se encontraron frente a un portal magníficamente iluminado, de anchas escaleras adornadas con alfombras y flores; y de los bulliciosos salones llegaban los sones de música de baile. El portero lucía librea de seda y terciopelo y empuñaba un bastón con incrustaciones de plata. -¡Nuestro baile compite con los del Palacio Real! -dijo, dirigiéndose a la muchedumbre estacionada en la calle. En su rostro y en su porte entero se reflejaba un solo pensamiento: «¡Pobre gentuza que mira desde fuera, para mí todos son canallas despreciables!». -¡Orgullo! -dijo la muerta-. ¿Lo ves? -¿Ese? -contestó el párroco-. Pero ése no es más que un loco, un necio; ¿cómo ha de ser condenado a las penas eternas? -¡No más que un loco! -resonó por toda la casa del orgullo. Todos en ella lo eran. Entraron volando al interior de las cuatro paredes desnudas del avariento. Escuálido como un esqueleto, tiritando de frío, hambriento y sediento, el viejo se aferraba al dinero con toda su alma. Lo vieron saltar de su mísero lecho, como presa de la fiebre, y apartar una piedra suelta de la pared. Allí había monedas de oro metidas en un viejo calcetín. Lo vieron cómo palpaba su chaqueta androjosa, donde tenía cosidas más monedas, y sus dedos húmedos temblaban. -¡Está enfermo! Es puro desvarío, una triste demencia envuelta en angustia y pesadillas. Se alejaron rápidamente, y muy pronto se encontraron en el dormitorio de la cárcel, donde, en una larga hilera de camastros, dormían los reclusos. Uno de ellos despertó, y, como un animal salvaje, lanzó un grito horrible, dando con el codo huesudo en el costado del compañero, el cual, volviéndose, exclamó medio dormido: -¡Cállate la boca, so bruto, y duerme! ¡Todas las noches haces lo mismo! -¡Todas las noches! -repitió el otro- …¡Sí, todas las noches se presenta y lanza alaridos y me atormenta! En un momento de ira hice tal y cual cosa; nací con malos instintos, y ellos me han llevado aquí por segunda vez; pero obré mal y sufro mi merecido. Una sola cosa no he confesado. Cuando salí de aquí la última vez, al pasar por delante de la finca de mi antiguo amo, se encendió en mí el odio. Froté un fósforo contra la pared, el fuego prendió en el tejado de paja y las llamas lo devoraron todo. Me pasó el arrebato, como suele ocurrirme, y ayudé a salvar el ganado y los enseres. Ningún ser vivo murió abrasado, excepto una bandada de palomas que cayeron al fuego, y el perro mastín, en el que no había pensado. Se le oía aullar entre las llamas… y sus aullidos siguen lastimándome los oídos cuando me echo a dormir; y cuando ya duermo, viene el perro, enorme e hirsuto, y se echa sobre mí aullando y oprimiéndome, atormentándome… ¡Escucha lo que te cuento, pues! Tú puedes roncar, roncar toda la noche, mientras yo no puedo dormir un cuarto de hora. Y en un arrebato de furor, pego a su campanero un puñetazo en la cara. -¡Ese Mads se ha vuelto loco otra vez! -gritaron en torno; los demás presos se lanzaron contra él, y, tras dura lucha, le doblaron el cuerpo hasta meterle la cabeza entre las piernas, atándolo luego tan reciamente, que la sangre casi le brotaba de los ojos y de todos los poros. -¡Van a matarlo, infeliz! -gritó el párroco, y al extender su mano protectora hacia aquel pecador que tanto sufría, cambió bruscamente la escena. Volaron a través de ricos salones y de modestos cuartos; la lujuria, la envidia y todos los demás pecados capitales desfilaron ante ellos; un ángel del divino tribunal daba lectura a sus culpas y a su defensa; cierto que ello contaba poco ante Dios, pues Dios lee en los corazones, lo sabe todo, lo malo que viene de dentro y de fuera; Él, que es la misma gracia y el amor mismo. La mano del pastor temblaba, no se atrevía a alargarla para arrancar un cabello de la cabeza de un pecador. Y las lágrimas manaban de sus ojos como el agua de la gracia y del amor, que extinguen el fuego eterno del infierno. En esto cantó el gallo. -¡Dios misericordioso! ¡Concédele paz en la tumba, la paz que yo no pude darle! -¡Gozo de ella, ya! -exclamó la muerta-. Lo que me ha hecho venir a ti han sido tus palabras duras, tu sombría fe en Dios y en sus criaturas. ¡Aprende a conocer a los hombres! Aun en los malos palpita una parte de Dios, una parte que apagará y vencerá las llamas de infierno. El sacerdote sintió un beso en sus labios; había luz a su alrededor: el sol radiante de Nuestro Señor entraba en la habitación, donde su esposa, dulce y amorosa, acababa de despertarlo de un sueño que Dios le había enviado.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Una historia de las dunas
Cuento infantil
Es ésta una historia de las dunas de Jutlandia, pero no comienza allí, no, sino muy lejos de ellas, mucho más al Sur; en España. El mar es un gran camino para ir de un país a otro. Trasládate, pues, con la imaginación, a España. Es una tierra espléndida, inundada de sol; el aire es tibio y del suelo brotan las flores del granado, rojas como fuego, entre los oscuros laureles. De las montañas desciende una brisa refrescante a los naranjales y a los magníficos patios árabes, con sus doradas cúpulas y sus pintadas paredes. Los niños recorren en procesión las calles, con cirios y ondeantes banderas, y sobre sus cabezas se extiende, alto y claro, el cielo cuajado de estrellas rutilantes. Suenan cantos y castañuelas, los mozos y las muchachas se balancean bailando bajo las acacias en flor, mientras el mendigo, sentado sobre el bloque de mármol tallado, calma su sed sorbiendo una jugosa sandía y se pasa la vida soñando. Todo es como un hermoso sueño. ¡Ay; quién pudiera abandonarse a él! Pues eso hacían dos jóvenes recién casados, a los que la suerte había colmado con todos sus dones: salud, alegría, riquezas y honores. -¿Quién ha sido nunca más feliz que nosotros? -decían desde el fondo del corazón. Sólo un último peldaño les faltaba para alcanzar la cumbre de la dicha: que Dios les diese un hijo, parecido a ellos en cuerpo y alma. ¡Con qué júbilo lo habrían recibido! ¡Con qué amor lo cuidarían! Para él sería toda la felicidad que pueden dar el dinero y la distinción. Pasaban para ellos los días como una fiesta continua. -La vida es, de suyo, un don inestimable de la gracia divina -decía la esposa-; y esta bienaventuranza, el hombre la quiere mayor todavía en una existencia futura, y que dure toda la eternidad. No llego a comprender este pensamiento. -El orgullo humano jamás se da por satisfecho -respondió el marido-. Es un temible orgullo creer que viviremos eternamente, que seremos como Dios. Éstas fueron también las palabras de la serpiente, que era el espíritu de la mentira. -No dudarás, sin embargo, de la vida futura, ¿verdad? -preguntó la joven, y le pareció cómo si por primera vez una sombra enturbiara la luminosidad de sus pensamientos. -La fe la promete, la iglesia la afirma -contestó el hombre-, mas precisamente en la plenitud de esta dicha de que gozo, siento y comprendo que es orgullo, una tentación de la soberbia humana, pedir otra vida después de ésta, una continuación de la felicidad. ¿No nos basta lo que se nos da aquí abajo? ¿Por qué no hemos de sentirnos satisfechos? -Nosotros sí -dijo la joven-. Mas, ¡para cuántos miles de seres no es esta vida sino una dura prueba! ¡Cuántos son los condenados a la pobreza, a la ignominia, a la enfermedad y a la desgracia! No; de no haber otra vida después de la terrena, los bienes estarían muy mal repartidos, y Dios sería injusto. -Aquel pordiosero de la calle siente goces tan intensos como los del Rey en su palacio -replicó el joven-. Y aquella acémila que es tratada a latigazos, que pasa hambre y se fatiga hasta reventar, ¿crees que no se da cuenta de la dureza de su vida? Siguiendo tu razonamiento, tendría también derecho a reclamar otra existencia, y decir que ha sido una injusticia el colocarla tan abajo del reino animal. Cristo ha dicho: «en el reino de mi Padre hay muchas moradas» -contestó ella-. El reino de los cielos es infinito, tanto como el amor de Dios. También el animal es una criatura y -ésta es por lo menos mi creencia- ninguna vida se perderá, antes todas obtendrán la bienaventuranza apropiada y suficiente a sus respectivas naturalezas. -Pues, de momento, me basta con este mundo -exclamó el marido, abrazando a su linda mujercita. Y salió a fumar un pitillo al abierto balcón, donde el aire estaba impregnado del aroma de los naranjos y los claveles. Llegaban de la calle sones de música y castañuelas, las estrellas titilaban en el cielo y dos tiernos ojos, los de su esposa, lo miraban encendidos de amor. -Para un momento como éste -dijo sonriendo- merece la pena nacer, gozarlo y desaparecer. Su esposa levantó la mano con gesto de dulce repulsa. Pero se disipó la nube que había enturbiado su mente; eran demasiado dichosos. Todas las cosas parecían porfiar en aumentarles los honores, las alegrías, la felicidad. Un cambio hubo, pero sólo de lugar, y en nada había de afectar a su fortuna y bienandanza. El joven fue nombrado embajador en la Corte imperial de Rusia; era un puesto de honor, al que le daban derecho su nacimiento y sus conocimientos. Poseía una gran fortuna, y su joven esposa le había aportado en dote otra no menos cuantiosa, pues era hija de una de las familias más acaudaladas del comercio. Precisamente aquel año, uno de sus mejores barcos zarparía con rumbo a Estocolmo; en él efectuarían la travesía la hija y el yerno del armador, para proseguir luego hasta San Petersburgo. A bordo, todo fue dispuesto con el lujo propio de un rey; blancas alfombras, seda y magnificencia por doquier. Todo el mundo conoce una antigua balada, llamada «El príncipe de Inglaterra». También éste navegaba en un barco espléndido; sus áncoras estaban guarnecidas de oro, y las cuerdas, forradas de seda. Esta nave podía hacer pensar en la que iba a zarpar de España. También ésta era fastuosa, y fue despedida con el mismo pensamiento: «¡Quiera Dios volvernos a unir en paz y alegría!». El viento soplaba favorable desde la costa española, y los adioses fueron breves. Con buen tiempo rendirían viaje en unas pocas semanas. Pero una vez en alta mar amainó el viento, y el mar quedó en calma; rielaban sus aguas bajo las centelleantes estrellas. Las veladas eran maravillosas en el lujoso camarote. Al fin, todo el mundo a bordo empezó a suspirar por la llegada de un viento propicio, pero inútilmente. Cuando soplaba, era siempre contrario. Así pasaron semanas y hasta dos meses enteros. Al fin se levantó viento de Sudoeste. Y he aquí que, cuando estaban entre Escocia y Jutlandia, arreció como en la vieja canción del «Príncipe de Inglaterra»: Rugió la tempestad, se agolparon las nubes; y el navío, no encontrando puerto ni abrigo echó al mar su ancla de oro; mas el huracán lo arrojó hacia las costas de Dinamarca. Hace ya mucho tiempo de lo que os vengo contando. El rey Cristián VII ocupaba el trono de Dinamarca, y era aún muy joven. ¡Cuántas cosas han ocurrido desde entonces! Lagos y pantanos han sido transformados en exuberantes prados, y eriales desérticos, en tierras feraces. Resguardados por las casas, manzanos y rosales crecen incluso en la costa oeste de Jutlandia; hay que buscarlos bien, de todos modos, pues, huyendo de los fuertes vientos de Poniente, se refugian en lugares protegidos. A pesar de los cambios habidos, no es difícil imaginar cómo sería aquella región en tiempos de Cristián VII y aún mucho antes. Como entonces, también ahora en Jutlandia el erial se extiende durante millas enteras, con sus monumentos megalíticos, sus laberínticos caminos accidentados y arenosos. Al Oeste, donde caudalosos riachuelos se vierten en las bahías, hay praderas y cenagales limitados por altas dunas, que, con sus montañas de arena acumulada, se elevan frente al mar. Sólo de trecho en trecho son cortadas por laderas fangosas, de las que un año sí y otro también el mar se traga trozos enormes con su boca gigantesca, derribando colinas y faldas como haría un terremoto. Tal es el aspecto que presentan aún hoy día y que presentaban muchos años ha, cuando los felices esposos navegaban por aquellos mares a bordo de la rica nave. Era un soleado domingo de últimos de septiembre. Llegaba hasta ellos el son de las campanas desde los pueblos de la bahía de Nissum. Las iglesias de aquellas tierras están construidas a modo de bloques graníticos; cada una es una peña, capaz de resistir impávida los embates del mar del Norte. La mayoría no tienen campanario; las campanas cuelgan al aire libre, entre dos vigas. En conjunto ofrecen una sensación de fría soledad. Había terminado el servicio divino. Los fieles salían de la casa de Dios y se dirigían al cementerio. Lo mismo que ahora, no crecían en él árboles ni arbustos, y en las tumbas no había flores ni coronas. Montículos informes señalan las sepulturas. Una hierba hirsuta, azotada por el viento, invade todo el camposanto. A guisa de monumento, alguna que otra tumba está adornada con un tronco desgastado por la intemperie, tallado en forma de ataúd. ¿De dónde procede? Lo trajeron del bosque de Poniente, del mar. De él extraen los moradores de la costa las vigas trabajadas, las tablas y los troncos. El viento y las nieblas marinas no tardan en corroer las maderas de acarreo. Una de éstas yacía sobre una tumba infantil, a la que se dirigió una de las mujeres que salían del templo. Se quedó de pie contemplando la talla medio carcomida; junto a ella, a su espalda, estaba su marido. No cambiaron ni una palabra. Él la cogió de la mano, y así enlazados se alejaron de la sepultura, saliendo al pardo erial y caminando en silencio largo rato por el suelo pantanoso en dirección a las dunas. -Ha sido un buen sermón el de hoy -dijo al fin el hombre-. Si no tuviésemos a Dios Nuestro Señor, no tendríamos nada. -Sí -respondió la mujer-. Él manda las alegrías y las penas. Tiene derecho a hacerlo. Mañana nuestro hijito cumpliría cinco años, si lo hubiéramos podido conservar. -No te abandones a la tristeza -le dijo él-. Se ha salvado de las penas de este mundo. Ahora está allí donde rogamos a Dios que un día nos deje llegar. Callaron de nuevo y avivaron el paso hacia su casa, entre las dunas. De repente, de una de ellas, donde la avena loca no conseguía fijar las arenas, se elevó como una columna de humo. Era una ráfaga de viento que, al dar contra el montículo, arremolinaba en el aire las finísimas partículas de arena. Siguió un segundo embate, que lanzó contra la pared de la casa el pescado puesto a secar y colgado de una cuerda. Luego todo quedó en calma; el sol ardía. Los dos esposos entraron en la casa. Se quitaron a toda prisa los vestidos de fiesta y corrieron hacia las dunas que parecían enormes ondas de arena paralizadas bruscamente. La hierba y la avena loca, con sus rudos tallos verdeazulados, contrastando con el blanco del suelo, ponían una nota de color en el paisaje. Acudieron algunos vecinos y se ayudaron mutuamente a retirar más adentro los botes. El viento arreciaba, y el frío se hacía más intenso. Al regresar por entre las dunas, las arenas y piedrecitas les azotaban el rostro. Las olas encrespadas avanzaban cubiertas de blanca espuma. Y el viento, al barrer sus crestas, enviaba a gran distancia el agua pulverizada. Llegó el crepúsculo; un silbido, que crecía por momentos, llenó el aire; parecía un aullido, el lamento de mil demonios desesperados. Este horrible ruido dominaba el del mar, aunque la casa estaba muy cerca de la playa. La arena tamborileaba en los cristales de las ventanas y de vez en cuando llegaba una ráfaga que estremecía la casa hasta sus cimientos. La oscuridad era absoluta, pero a medianoche salió la luna. El cielo se fue aclarando, sin que en el mar profundo y negruzco cediera la tempestad. Los pescadores se habían acostado temprano, pero no había manera de pegar un ojo, con aquel tiempo abominable. De pronto, alguien golpeó en la ventana, se abrió la puerta y una voz gritó: -¡Un gran barco ha encallado en el último arrecife! Todos los pescadores saltaron del lecho y se vistieron rápidamente. La luz de la luna hubiera bastado para hacer visibles todas las cosas, de no haber sido por los torbellinos de arena que cegaban los ojos. Había que agarrarse, para no ser arrastrado por el viento; había que avanzar a rastras, aprovechando el intervalo entre dos ráfagas. Del otro lado de las dunas, la espuma y el agua pulverizada se elevaban en el aire como plumas de cisne, mientras las olas se precipitaban contra la costa en furiosa catarata. Sólo un ojo muy avezado podía descubrir el barco encallado. Era un magnífico velero de tres palos. En aquel preciso momento, el mar lo levantó por encima del arrecife, a tres o cuatro brazos de tierra; arrojado hacia la orilla, quedó embarrancado en el segundo escollo. No se podía pensar en auxiliarlo, el mar estaba demasiado embravecido. Las olas batían el navío y barrían su cubierta, saltando por la banda opuesta. Los aldeanos creyeron oír voces de socorro, gritos de mortal angustia; veían ajetrearse a los tripulantes, en inútil actividad. De súbito, llegó una oleada gigantesca que, cual peñasco asolador, se precipitó contra el bauprés, y lo arrancó de cuajo, levantando la popa a gran altura sobre el agua. Se entrevió entonces cómo dos personas saltaban al mar, cogidas del brazo. Unos minutos después, una de las olas más furiosas que fue a romper en las dunas, arrojó a la playa un cuerpo: una mujer. La dieron por muerta. Unas mujeres la recogieron y creyeron observar en ella un soplo de vida. Por encima de las dunas la llevaron a la casa de los pescadores. Era hermosa y delicada; seguramente una dama de alcurnia. La depositaron sobre el pobre lecho. Las sábanas eran toscas, y para abrigo había un basto paño de lana. Volvió en sí, aunque presa de una delirante calentura. No sabía nada de lo ocurrido, ni dónde se encontraba, afortunadamente para ella, pues lo que tenía de más querido estaba ahora en el fondo del mar. Era como en la antigua balada: El barco, todo en pedazos, que partía el corazón. Restos del naufragio, maderos y astillas, fueron arrojados a tierra; de todos los viajeros, ella era la única superviviente. El viento seguía aullando y barriendo la costa. La infeliz tuvo unos instantes de reposo, pero muy pronto empezó a sentir dolores que la forzaron a gritar angustiosamente. Abrió sus hermosos ojos y pronunció unas palabras que nadie pudo comprender. Y he aquí que, en premio a sus sufrimientos y luchas, se vio con un niño recién nacido en brazos. Debía de haber reposado en la lujosa mansión, en una soberbia cama con cortinas de seda. Habría sido recibido con júbilo, destinado a una vida rica y gozosa, pero Dios Nuestro Señor lo hizo venir al mundo en aquel rincón oscuro. Ni un beso recibió de su madre. La mujer del pescador puso a la criatura en el pecho de la madre, sobre un corazón que había dejado de latir: la dama había muerto. El niño, llamado a crecer entre la dicha y las riquezas, había sido arrojado por el mar a las dunas, para compartir el destino y los duros días de los pobres pescadores. Y otra vez nos vuelve a la memoria la vieja canción del príncipe, pues también él hubo de pasar por la vida afrontando sus rudos combates. El barco había naufragado al sur del fiordo de Nissum. Hacía ya mucho tiempo que no se practicaba en Jutlandia la bárbara costumbre de saquear a los náufragos. En lugar de ello, eran auxiliados con amor y espíritu de sacrificio, sentimientos que en nuestra época se han manifestado de manera patente y nobilísima. La madre moribunda y el infeliz recién nacido habrían sido objeto de cuidados y atenciones dondequiera que los hubiese arrojado el mar; pero en ninguna parte hubieran encontrado la cordial acogida que les dispensó la pobre mujer del pescador, que aún la víspera visitara con el corazón dolorido la tumba donde reposaba el hijito que aquel día habría cumplido cinco años, si Dios le hubiese concedido más larga vida. Nadie sabía quién era la mujer muerta, ni de dónde venía. Los restos del naufragio no arrojaron ninguna luz. En España, la noble mansión no recibió jamás cartas ni noticias acerca de la hija y el yerno. No habían llegado al puerto de destino. En las últimas semanas se habían desencadenado fuertes tempestades. Esperaron durante meses y meses. «¡Perdidos! ¡Todos muertos!». Esto era lo que sabían. Y, sin embargo, allá en las dunas danesas, en la casa de los pescadores, vivía un retoño de los españoles. Donde Dios da de comer para dos, siempre quedan migajas para un tercero, y en la costa hay siempre un plato de pescado para llenar una boca hambrienta. Al pequeño lo llamaron Jorge. -Debe de ser judío -decían-, ¡es tan moreno! -También podría ser italiano, o español -opinó el párroco. Para la mujer del pescador, los tres pueblos venían a confundirse en uno mismo, y se contentó con hacerlo bautizar. Creció el niño, la sangre noble cobró energías a pesar de la humilde comida; se hizo un muchacho robusto, en la mísera casita. Fue su lengua la danesa, tal como la hablan los jutlandeses. La semilla del granado español se transformó en un tallo de ballueca en la costa de Jutlandia. ¡A tanto puede llegar un hombre! Con todas las fibras de su infantil corazón se agarró a la nueva patria. Hubo de sufrir hambre y frío, la opresión y las privaciones de la pobreza, pero también experimentó sus goces y alegrías. La infancia tiene sus puntos luminosos, cuyos rayos iluminarán toda la vida posterior. ¡Cómo jugó el niño, y cómo se divirtió! Por espacio de millas y millas se extendía ante él la playa, cubierta de juguetes: guijarros de todos los colores: unos, rojos como corales, amarillos otros como ámbar, o blancos y redondos como huevos de pájaro; los había de todos los colores, limados y pulimentados por el agua. Y, además, esqueletos de peces, plantas acuáticas secadas por el viento, varecs de un blanco reluciente, largos y estrechos como cintas: todo era un goce para los ojos y un instrumento para el juego. El muchacho era despierto y avispado, en él dormitaban muchas y grandes aptitudes. ¡Qué bien recordaba las historias y las canciones que había oído, y qué diestras eran sus manos! Con piedras y conchas construía barcos completos, así como cuadros dignos de servir de adorno a las paredes de la casa. A pesar de ser aún tan pequeño, sabía expresar sus ideas transportándolas a una madera tallada, como decía su madre adoptiva. Poseía además una hermosa voz, y las melodías acudían espontáneamente a su lengua. Muchas cuerdas resonaban en su pecho, cuyos sones habrían encontrado eco en el mundo, de haberse criado el niño en un lugar distinto de la casa de pescadores del Mar del Norte. Un día encalló un barco, y las olas arrojaron a la orilla una caja llena de exóticos bulbos de tulipanes. Algunos fueron recogidos y plantados en un tiesto, creyendo que serían comestibles; otros quedaron en la playa, donde se pudrieron. Ninguno llegó a desplegar la magnificencia de colores, la belleza que encerraba. ¿Sería más afortunado el pequeño Jorge? Las plantas pronto terminaron su carrera, pero él tenía por delante muchos años de lucha. Ni a él ni a ninguno de sus compañeros se les ocurría jamás pensar que su jornada fuera monótona; ¡había tantas cosas que hacer, que ver y que oír! El mar era un gran libro abierto, que cada día presentaba una página distinta: calma, marejada, viento y tormenta; los naufragios señalaban los momentos culminantes. La ida a la iglesia equivalía a una visita dominguera, pero, entre los concurrentes a la casa del pescador había uno particularmente simpático, que se presentaba con toda regularidad dos veces al año: el hermano de la madre, un pescador de anguilas que residía a unas millas más al Norte. Llegaba con un carro pintado de rojo, cargado de anguilas; el vehículo parecía una caja cerrada, adornada con tulipanes pintados en azul y blanco. Era arrastrado por dos bueyes overos, en los que Jorge podía montar. El vendedor de anguilas era un guasón, un alegre huésped que siempre llegaba provisto de una enorme botella de aguardiente. Cada uno era obsequiado con una copa, o, a falta de ésta, con una taza; el propio Jorge, a pesar de su corta edad, recibía un dedalito de licor. Era necesario para poder digerir la grasa anguila, decía el pescador; y contaba la historia, siempre la misma, y si el auditorio se reía, le repetía enseguida a los mismos oyentes. Es ésta una costumbre de todas las personas parlanchinas, y como Jorge, tanto de niño como luego de hombre, solía contarla también y le hallaba muchas aplicaciones; bueno será que la oigamos. Nadaban en el río las anguilas, y la madre dijo a sus hijas, un día que le pidieron permiso para remontar solas la corriente un breve trecho: «No se alejen demasiado, que si lo hacen, vendrá el horrible pescador de anguilas y las cogerá a todas». Pero ellas se alejaron demasiado, y de las ocho hijas sólo tres regresaron a casa, lamentándose: «Estábamos a unos pasos de la puerta, cuando se ha presentado el feo pescador y ha ensartado a nuestras cinco hermanas». «¡Ya volverán!», las consoló la madre. «No -contestaron las hijas-, pues les arrancó la piel, las cortó a pedazos y las frió». «¡Ya volverán! -repitió tercamente la madre-. ¡Pero es que después de comérselas bebió aguardiente!», exclamaron las hijas. «¡Ay, ay! ¡Entonces no volverán jamás! -aulló la madre-. ¡El aguardiente entierra a las anguilas!». -Y por eso hay que beber siempre un vasito de aguardiente, después de comer anguilas -terminaba el comerciante. Este cuento tuvo una especial significación y trascendencia en la vida de Jorge. También él deseaba «remontar el río un breve trecho», es decir, irse por esos mundos en un barco, y su madre le decía, como la madre anguila: -¡Hay muchos hombres perversos, muchos malos pescadores! Pero alejarse un poquitín del otro lado de las dunas, adentrarse un poquitín en el erial, eso sí podía hacerlo. En su vida infantil había cuatro días felices y alegres que proyectaban en su recuerdo una luz maravillosa. Toda la belleza de Jutlandia, todo el gozo, todo el sol de la patria se contenían en ellos. Iba a asistir a un convite, aunque fuera un convite fúnebre. Había fallecido un pariente acomodado de la familia del pescador; su finca estaba en el interior, «al Este, rumbo al Norte», como se dice en la jerga marinera. Habían de asistir el padre y la madre, y Jorge los acompañaría. Partiendo de las dunas, a través de eriales y turberas, llegaron a los verdes prados por los que abre su cauce el río Skjärum, aquel río tan rico en anguilas donde vivía la anguila madre con sus hijas, aquellas mismas que los hombres malos ensartan y cortan a pedazos. Sea como fuere, a menudo los hombres no proceden mucho mejor con sus semejantes. Allí mismo, al borde del río, se levantaban las ruinas del castillo que, hace más de quinientos años, hizo construir el caballero Bugge, mencionado por una vieja canción popular. Fue asesinado por unos bandidos; y él mismo, a pesar de hacerse llamar «El Bueno», ¿no había intentado dar muerte al arquitecto que le edificara su castillo, con la torre y sus gruesos muros? El muro podía verse aún, pero alrededor todo eran escombros. Allí había dicho el caballero Bugge a su escudero, cuando el arquitecto acababa de despedirse: – Síguelo y dile: «¡Maestro, la torre se cae!». Si se vuelve, lo matas y le quitas el dinero que le di; pero si no se vuelve, déjalo que se marche en paz. Obedeció el criado, y el arquitecto no se volvió, sino que dijo: -La torre no se cae, pero un día vendrá del Oeste un hombre envuelto en un manto azul, que la derribará. Y, en efecto, así sucedió cien años después, cuando irrumpió el Mar del Norte y echó la torre abajo. Pero el que a la sazón era dueño del castillo, Predbjörn Gyldenstjerne, construyó otro más arriba, al final de la pradera, y éste aún sigue en pie y se llama Nörre-Vosborg. Por allí hubo de pasar Jorge con sus padres adoptivos. Durante las veladas invernales había oído contar muchas cosas sobre aquellos lugares, y ahora podía contemplar con sus ojos el castillo con su doble foso, los árboles y arbustos del jardín. Majestuoso se alzaba el muro, cubierto de helechos, pero lo más hermoso eran los altos tilos, que, esbeltos y elegantes, alcanzaban hasta el remate del tejado, impregnando el aire de suavísimos aromas. Del lado de Noroeste había en un ángulo del jardín un gran arbusto con flores blancas como nieve en medio del verdor estival. Era un saúco, el primero que Jorge veía. El saúco y los tilos siguieron vivos en su recuerdo, evocando el perfume y la belleza de Dinamarca, que persistieron ya en su alma para siempre. El viaje prosiguió sin interrupción y con comodidades cada vez mayores, pues justo frente al castillo, allí donde estaba el florido saúco, encontraron acomodo en un coche. Coincidieron en aquel lugar con otros invitados, quienes los admitieron en su carruaje; cierto que hubieron de sentarse en la parte trasera y sobre una caja de madera con aplicaciones de hierro, pero mejor es esto que ir a pie. El camino cruzaba el escabroso erial. Los bueyes que tiraban del vehículo se paraban cada vez que un manchón de hierba fresca asomaba entre los brezos. El sol calentaba, y resultaba maravilloso ver, a gran distancia, una nube de humo que se balanceaba de arriba abajo y, sin embargo, era más diáfana que el aire. Era como si los rayos de luz, en constante movimiento, bailasen encima del erial. -Es Lokemann, que apacienta sus rebaños -dijeron; y bastó aquello para que Jorge creyera entrar en el encantado país de las aventuras; y, sin embargo, estaba en el mundo real. ¡Qué calma reinaba allí! Grande, inmenso, extendiese el erial, semejante a una preciosa alfombra. Los brezos se hallaban en plena floración, los enebros, con su verde de ciprés, y los tiernos vástagos del roble sobresalían como grandes ramilletes. Todo invitaba a revolcarse por el suelo, de no haber sido por las muchas víboras ponzoñosas que tenían allí sus madrigueras. Se habló de ellas y de los numerosos lobos que en otros tiempos pululaban en aquellos parajes; de ahí le venía al condado el nombre de Wolfsburg. El viejo que llevaba las riendas contó escenas de la época de su padre, cuando los caballos tenían que sostener con frecuencia duras luchas con los toros salvajes, hoy extintos. Una mañana había visto allí un lobo al que un caballo hirió mortalmente a patadas; pero el vencedor había salido del lance con la carne de las patas hecha jirones. Avanzaban rápidamente por la pedregosa landa y las espesas arenas, y así llegaron a la casa mortuoria, llena ya de forasteros, por dentro y por fuera. Había muchos carruajes alineados, y caballos y bueyes pacían en buena paz y compañía en el magro pastizal. Altas dunas se elevaban, exactamente como al borde del Mar del Norte, detrás de los cortijos, extendiéndose en todas direcciones. ¿Cómo habían llegado hasta allí, a tres millas tierra adentro, tan altas y pujantes como las de la costa? El viento las había levantado y arrastrado; también ellas tenían su historia. Se cantaron himnos fúnebres, y algunos de los presentes derramaron lágrimas. Aparte este detalle, le areció a Jorge que todo discurría muy alegremente. Fueron servidas en gran abundancia comidas y bebidas, aquellas magníficas y grasas anguilas que requerían un vaso de aguardiente. -Ayuda a la digestión -había dicho el pescador. Y todos estaban de acuerdo en que la buena digestión es una gran cosa. Jorge entraba y salía sin cesar. Al tercer día se movía allí tan a sus anchas como en la casa del pescador, allá en las dunas, donde había pasado toda su vida. El erial tenía también sus tesoros, aunque distintos de los de la playa: una orgía de brezos, fresas y arándanos, que lo invadían todo; tan espesos estaban, que por mucho cuidado que uno pusiera, los pisaba, por lo que el rojo jugo goteaba de las plantas. Se alzaba aquí un túmulo, allí otro; columnas de humo se encaramaban en el aire. Era el «incendio de hierbas», como lo llamaban, que al atardecer se veía a gran distancia. Llegó el cuarto día, y con él terminó el festín funerario. Era hora de volverse desde las dunas del interior a las de la costa. -Las nuestras son las verdaderas -dijo el padre-. Éstas no tienen fuerza. Trataron de cómo se habrían trasladado hasta allí, y se vio que la cosa era perfectamente comprensible. En la orilla había sido hallado un cadáver, los campesinos lo habían transportado al cementerio, y desde aquel momento empezaron las ventoleras y las irrupciones del mar. Un entendido en la materia aconsejó que abriesen la tumba y viesen si el sepultado se chupaba el pulgar; si era así, se trataría de un hombre del mar, y el océano embestía para llevarse lo que era suyo. Abrieron la tumba y, efectivamente, el muerto se chupaba el dedo; lo cargaron, pues, enseguida en una carreta tirada por dos bueyes, que, como picados de tábanos, echaron a andar hacia el mar, a través del erial y las tierras pantanosas. Entonces cesaron las irrupciones del mar y de la arena, pero las dunas se quedaron allí. Todo esto lo escuchó Jorge y lo guardó en la memoria, como recuerdo de los más bellos días de su infancia, los días de la fiesta funeraria.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Una hoja del cielo
Cuento infantil
A gran altura, en el aire límpido, volaba un ángel que llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque, arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que crecían en el lugar. -¡Qué hierba más ridícula! -dijeron aquéllas. Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los cardos y las ortigas. -Debe de ser una planta de jardín -añadieron, con una risa irónica, y siguieron burlándose de la nueva vecina; pero ésta venga crecer y crecer, dejando atrás a las otras, y venga extender sus ramas en forma de zarcillos a su alrededor. -¿Adónde quieres ir? -preguntaron los altos cardos, armados de espinas en todas sus hojas-. Dejas las riendas demasiado sueltas, no es éste el lugar apropiado. No estamos aquí para aguantarte. Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la más hermosa del bosque. Vino entonces el profesor de Botánica; su profesión se adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su manual; no logró clasificarla. -Es una especie híbrida -dijo-. No la conozco. No entra en el sistema. -¡No entra en el sistema! -repitieron los cardos y las ortigas. Los grandes árboles circundantes miraban la escena sin decir palabra, ni buena ni mala, lo cual es siempre lo más prudente cuando se es tonto. Se acercó en esto, bosque a través, una pobre niña inocente; su corazón era puro, y su entendimiento, grande, gracias a la fe; toda su herencia acá en la Tierra se reducía a una vieja Biblia, pero en sus hojas le hablaba la voz de Dios: «Cuando los hombres se propongan causarte algún daño, piensa en la historia de José: pensaron mal en sus corazones, mas Dios lo encaminó al bien. Si sufres injusticia, si eres objeto de burlas y de sospechas, piensa en Él, el más puro, el mejor, Aquél de quien se mofaron y que, clavado en cruz, rogaba: “¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!”». La muchachita se detuvo delante de la maravillosa planta, cuyas hojas verdes exhalaban un aroma suave y refrescante, y cuyas flores brillaban a los rayos del sol como un castillo de fuegos artificiales, resonando además cada una como si en ella se ocultase el profundo manantial de las melodías, no agotado en el curso de milenios. Con piadoso fervor contempló la niña toda aquella magnificencia de Dios; torció una rama para poder examinar mejor las flores y aspirar su aroma, y se hizo luz en su mente, al mismo tiempo que sentía un gran bienestar en el corazón. Le habría gustado cortar una flor, pero no se decidía a hacerlo, pues se habría marchitado muy pronto; así, se limitó a llevarse una de las verdes hojas que, una vez en casa, guardó en su Biblia, donde se conservó fresca, sin marchitarse nunca. Quedó oculta entre las hojas de la Biblia; en ella fue colocada debajo de la cabeza de la muchachita cuando, pocas semanas más tarde, yacía ésta en el ataúd, con la sagrada gravedad de la muerte reflejándose en su rostro piadoso, como si en el polvo terrenal se leyera que su alma se hallaba en aquellos momentos ante Dios. Pero en el bosque seguía floreciendo la planta maravillosa; era ya casi como un árbol, y todas las aves migratorias se inclinaban ante ella, especialmente la golondrina y la cigüeña. -¡Esto son artes del extranjero! -dijeron los cardos y lampazos-. Los que somos de aquí no sabríamos comportarnos de este modo. Y los negros caracoles de bosque escupieron al árbol. Vino después el porquerizo a recoger cardos y zarcillos para quemarlos y obtener ceniza. El árbol maravilloso fue arrancado de raíz y echado al montón con el resto: -Que sirva para algo también -dijo, y así fue. Mas he aquí que desde hacía mucho tiempo el rey del país venía sufriendo de una hondísima melancolía; era activo y trabajador, pero de nada le servía; le leían obras de profundo sentido filosófico y le leían, asimismo, las más ligeras que cabía encontrar; todo era inútil. En esto llegó un mensaje de uno de los hombres más sabios del mundo, al cual se habían dirigido. Su respuesta fue que existía un remedio para curar y fortalecer al enfermo: «En el propio reino del Monarca crece, en el bosque, una planta de origen celeste; tiene tal y cual aspecto, es imposible equivocarse». Y seguía un dibujo de la planta, muy fácil de identificar: «Es verde en invierno y en verano. Coged cada anochecer una hoja fresca de ella, y aplicadla a la frente del Rey; sus pensamientos se iluminarán y tendrá un magnífico sueño que le dará fuerzas y aclarará sus ideas para el día siguiente». La cosa estaba bien clara, y todos los doctores, y con ellos el profesor de Botánica, se dirigieron al bosque. Sí; mas, ¿dónde estaba la planta? -Seguramente ha ido a parar a mi montón -dijo el porquero y tiempo ha está convertida en ceniza; pero, ¿qué sabía yo? -¿Qué sabías tú? -exclamaron todos-. ¡Ignorancia, ignorancia! -. Estas palabras debían llegar al alma de aquel hombre, pues a él y a nadie más iban dirigidas. No hubo modo de dar con una sola hoja; la única existente yacía en el féretro de la difunta, pero nadie lo sabía. El Rey en persona, desesperado, se encaminó a aquel lugar del bosque. -Aquí estuvo el árbol -dijo-. ¡Sea éste un lugar sagrado! Y lo rodearon con una verja de oro y pusieron un centinela. El profesor de Botánica escribió un tratado sobre la planta celeste, en premio del cual lo cubrieron de oro, con gran satisfacción suya; aquel baño de oro le vino bien a él y a su familia, y fue lo más agradable de toda la historia, ya que la planta había desaparecido, y el Rey siguió preso de su melancolía y aflicción. -Pero ya las sufría antes -dijo el centinela.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Una rosa de la tumba de Homero
Cuento infantil
En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores. No lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de madreperla. Tenía el rosal una flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras. -Aquí reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre ruiseñor. Y el ruiseñor siguió cantando hasta morir. Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó: Era un día magnífico, de sol radiante; se acercaba un tropel de extranjeros, de francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la rosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «¡Es una rosa de la tumba de Homero!». Tal fue el sueño de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota de rocío desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte que cortó la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las auroras boreales. Como una momia reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño, lo oye abrir el libro y decir: «¡He aquí una rosa de la tumba de Homero!»
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Vänö y Glänö
Cuento infantil
Había en otros tiempos, junto a la costa de Seeland, frente a Holsteinborg, dos islas cubiertas de bosque: Vänö y Glänö; tenían un pueblo con iglesia y diversas granjas, todas cerca de la orilla y a muy poca distancia unas de otras. Hoy sólo hay una isla. Una noche estalló una espantosa tempestad. El mar subió como no recordaba nadie. La borrasca adquiría violencia por momentos; parecía el Juicio Final, con un estruendo como si fuera a estallar la Tierra. Las campanas de la iglesia se pusieron a tocar sin que las impulsase mano humana. En el curso de aquella noche desapareció Vänö, tragada por el mar, sin dejar huellas. Más tarde, empero, en alguna noche de verano, a la hora de la bajamar y cuando las aguas estaban encalmadas, los pescadores que habían salido a la pesca de la anguila con antorchas, veían en el fondo, si tenían buenos ojos, la Isla de Vänö, con su blanco campanario y el alto muro de la iglesia. -Vänö aguarda a Glänö- dice la leyenda. Veían la isla, oían tañer las campanas allá en el fondo del agua, pero sin duda se equivocaban; seguramente eran los gritos de los numerosos cisnes salvajes, que con frecuencia se posan en la superficie del mar en aquellos lugares; graznan y se quejan, y sus gritos suenan a lo lejos como doblar de campanas. Era un tiempo en que muchos ancianos de Glänö se acordaban aún de aquella noche borrascosa, y también de que siendo niños habían pasado en carro, a la hora de la bajamar, de una a otra isla, del mismo modo que hoy se va de la costa de Seeland, cerca de Holsteinborg, a la Isla de Glänö; el agua llega sólo al eje de las ruedas. -Vänö aguarda a Glänö- se decía, y el dicho se convirtió en certidumbre. Muchos niños y niñas yacían en cama desvelados en las noches tempestuosas, pensando: esta noche Vänö vendrá a buscar a Glänö. Temerosos, rezaban su padrenuestro, y al cabo se dormían y tenían dulces sueños; y a la mañana, Glänö seguía aún en su lugar, con sus bosques y campos de mieses, sus acogedoras granjas y sus huertos de lúpulo; cantaba el pájaro y saltaba el gamo; el topo no olía a agua de mar, lo cual quiere decir que tenía sitio sobrado para excavar sus galerías. Y, sin embargo, los días de Glänö están contados. Imposible es decir cuántos son, pero contados lo están. Cualquier mañana, la isla habrá desaparecido. Tal vez aún ayer estuviste en la orilla del mar y viste los cisnes salvajes flotando en el agua, entre Seeland y Glänö; una barca con las velas desplegadas pasaba rauda frente al bosque espeso; tú cruzaste el vado somero, pues otro camino no hay; los caballos chapoteaban en el agua, salpicando las ruedas del coche. Te marchaste de allí; tal vez te fuiste a correr mundo y no regresarás hasta dentro de unos años. Entonces verás que el bosque rodea una gran pradera verde, donde el heno perfuma el aire frente a unas primorosas casas de campo. ¿Dónde estás? Holsteinborg sigue luciendo su dorado campanario puntiagudo, pero no ya junto al fiordo, sino más adentro; cruzas el bosque y unos campos para llegar a la orilla… ¿Dónde está Glänö? No ves ante ti ninguna isla selvática, sino el mar libre. ¿Acaso Vänö se llevó a Glänö, después de esperarla tanto tiempo? ¿En qué noche tempestuosa sucedió, cuándo tembló la tierra, y el viejo Holsteinsborg fue transportado tierra adentro tantos miles de pasos de ave? Pues no; no hubo tal noche tempestuosa; la cosa ocurrió en pleno día de luz y de sol. La humana inteligencia domó el mar, la humana inteligencia hizo desaparecer el agua como por encanto, uniendo Glänö al Continente. El fiordo quedó transformado en un prado de hierba exuberante; Glänö ha quedado soldado a Seeland. La vieja granja está donde siempre. No fue Vänö la que se llevó a Glänö; fue Seeland la que, con los largos brazos que son los diques, sujetó la isla, y con la boca de las bombas achicó el agua y pronunció las palabras mágicas, las palabras del noviazgo, recibiendo en dote muchas toneladas de tierra. Es la verdad, puedes verlo confirmado oficialmente. Y lo ves con tus propios ojos: la Isla de Glänö ha desaparecido.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Visión del baluarte
Cuento infantil
Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo follaje va desprendiéndose de las ramas. Al fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en el interior, donde el centinela efectúa su monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero más tenebroso es todavía del otro lado de la enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios, los delincuentes peores. Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y los malos. Su canto es un breve trino, pero el pájaro se queda allí, agitando las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre encadenado lo mira. Una expresión más dulce se dibuja en su hosca cara; un pensamiento que él mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un pensamiento que tiene algo de común con el rayo de sol que entra por la reja, y con las violetas que tan abundantes crecen allá fuera en primavera. Luego resuena el cuerno de los cazadores, melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se echa a volar, alejándose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pájaro ha cantado. ¡Segan resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es apacible, el mar está en calma, terso como un espejo. La aguja de zurcir Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser. -Fíjense en lo que hacen y manéjenme con cuidado -decía a los dedos que la manejaban-. No me dejen caer, que si voy al suelo, las pasarán negras para encontrarme. ¡Soy tan fina! -¡Vamos, vamos, que no hay para tanto! -dijeron los dedos sujetándola por el cuerpo. -Miren, aquí llego yo con mi séquito -prosiguió la aguja, arrastrando tras sí una larga hebra, pero sin nudo. Los dedos apuntaron la aguja a la zapatilla de la cocinera; el cuero de la parte superior había reventado y se disponían a coserlo. -¡Qué trabajo más ordinario! -exclamó la aguja-. No es para mí. ¡Me rompo, me rompo! Y se rompió -¿No os lo dije? -suspiró la víctima-. ¡Soy demasiado fina! -Ya no sirve para nada -pensaron los dedos; pero hubieron de seguir sujetándola, mientras la cocinera le aplicaba una gota de lacre y luego era clavada en la pechera de la blusa. -¡Toma! ¡Ahora soy un prendedor! -dijo la vanidosa-. Bien sabía yo que con el tiempo haría carrera. Cuando una vale, un día u otro se lo reconocen. Y se río para sus adentros, pues por fuera es muy difícil ver cuándo se ríe una aguja de zurcir. Y se quedó allí tan orgullosa cómo si fuese en coche, y paseaba la mirada a su alrededor. -¿Puedo tomarme la libertad de preguntarle, con el debido respeto, si acaso es usted de oro? -inquirió el alfiler, vecino suyo-. Tiene usted un porte majestuoso, y cabeza propia, aunque pequeña. Debe procurar crecer, pues no siempre se pueden poner gotas de lacre en el cabo. Al oír esto, la aguja se irguió con tanto orgullo, que se soltó de la tela y cayó en el vertedero, en el que la cocinera estaba lavando. -Ahora me voy de viaje -dijo la aguja-. ¡Con tal que no me pierda! Pero es el caso que se perdió. «Este mundo no está hecho para mí -pensó, ya en el arroyo de la calle-. Soy demasiado fina. Pero tengo conciencia de mi valer, y esto siempre es una pequeña satisfacción». Y mantuvo su actitud, sin perder el buen humor. Por encima de ella pasaban flotando toda clase de objetos: virutas, pajas y pedazos de periódico. «¡Cómo navegan! -decía la aguja-. ¡Poco se imaginan lo que hay en el fondo! Yo estoy en el fondo y aquí sigo clavada. ¡Toma!, ahora pasa una viruta que no piensa en nada del mundo como no sea en una “viruta”, o sea, en ella misma; y ahora viene una paja: ¡qué manera de revolcarse y de girar! No pienses tanto en ti, que darás contra una piedra. ¡Y ahora un trozo de periódico! Nadie se acuerda de lo que pone, y, no obstante, ¡cómo se ahueca! Yo, en cambio, me estoy aquí paciente y quieta; sé lo que soy y seguiré siéndolo…». Un día fue a parar a su lado un objeto que brillaba tanto, que la aguja pensó que tal vez sería un diamante; pero en realidad era un casco de botella. Y como brillaba, la aguja se dirigió a él, presentándose como alfiler de pecho. -¿Usted debe ser un diamante, verdad? -Bueno… sí, algo por el estilo. Y los dos quedaron convencidos de que eran joyas excepcionales, y se enzarzaron en una conversación acerca de lo presuntuosa que es la gente. -¿Sabes? yo viví en el estuche de una señorita -dijo la aguja de zurcir-; era cocinera; tenía cinco dedos en cada mano, pero nunca he visto nada tan engreído como aquellos cinco dedos; y, sin embargo, toda su misión consistía en sostenerme, sacarme del estuche y volverme a meter en él. -¿Brillaban acaso? -preguntó el casco de botella. -¿Brillar? -exclamó la aguja-. No; pero a orgullosos nadie los ganaba. Eran cinco hermanos, todos dedos de nacimiento. Iban siempre juntos, la mar de tiesos uno al lado del otro, a pesar de que ninguno era de la misma longitud. El de más afuera, se llamaba «Pulgar», era corto y gordo, estaba separado de la mano, y como sólo tenía una articulación en el dorso, sólo podía hacer una inclinación; pero afirmaba que si a un hombre se lo cortaban, quedaba inútil para el servicio militar. Luego venía el «Lameollas», que se metía en lo dulce y en lo amargo, señalaba el sol y la luna y era el que apretaba la pluma cuando escribían. El «Larguirucho» se miraba a los demás desde lo alto; el «Borde dorado» se paseaba con un aro de oro alrededor del cuerpo, y el menudo «Meñique» no hacía nada, de lo cual estaba muy ufano. Todo era jactarse y vanagloriarse. Por eso fui yo a dar en el vertedero. -Ahora estamos aquí, brillando -dijo el casco de botella. En el mismo momento llegó más agua al arroyo, lo desbordó y se llevó el casco. -¡Vamos! A éste lo han despachado -dijo la aguja-. Yo me quedo, soy demasiado fina, pero esto es mi orgullo, y vale la pena. Y permaneció altiva, sumida en sus pensamientos. -De tan fina que soy, casi creería que nací de un rayo de sol. Tengo la impresión de que el sol me busca siempre debajo del agua. Soy tan sutil, que ni mi padre me encuentra. Si no se me hubiese roto el ojo, creo que lloraría; pero no, no es distinguido llorar. Un día se presentaron varios pilluelos y se pusieron a rebuscar en el arroyo, en pos de clavos viejos, perras chicas y otras cosas por el estilo. Era una ocupación muy sucia, pero ellos se divertían de lo lindo. -¡Ay! -exclamó uno; se había pinchado con la aguja de zurcir-. ¡Esta marrana! -¡Yo no soy ninguna marrana, sino una señorita! -protestó la aguja; pero nadie la oyó. El lacre se había desprendido, y el metal estaba ennegrecido; pero el negro hace más esbelto, por lo que la aguja se creyó aún más fina que antes. -¡Ahí viene flotando una cáscara de huevo! -gritaron los chiquillos, y clavaron en ella la aguja. -Negra sobre fondo blanco -observó ésta-. ¡Qué bien me sienta! Soy bien visible. ¡Con tal que no me maree, ni vomite! Pero no se mareó ni vomitó. -Es una gran cosa contra el mareo tener estómago de acero. En esto sí que estoy por encima del vulgo. Me siento como si nada. Cuánto más fina es una, más resiste. -¡Crac! -exclamó la cáscara, al sentirse aplastada por la rueda de un carro. -¡Uf, cómo pesa! -añadió la aguja-. Ahora sí que me mareo. ¡Me rompo, me rompo! Pero no se rompió, pese a haber sido atropellada por un carro. Quedó en el suelo, y, lo que es por mí, puede seguir allí muchos años.
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
Ahí está ella, bañándose
Cuento
Otro día sin hacer nada en el trabajo. Es para volverse loco. Esta mañana he ido a la oficina como de costumbre y esta noche he llegado a casa a la hora habitual. Mi mujer y yo vivimos en un apartamento del Bronx, en Nueva York, y no tenemos hijos. Soy diez años mayor que ella. Nuestro apartamento está en un segundo piso y abajo hay un pequeño vestíbulo que usan todos los vecinos del edificio. Si al menos pudiera decidir si estoy loco o no, si soy un hombre que de repente ha perdido un poco el juicio, o uno cuyo honor ha sido realmente burlado, me sentiría bastante mejor. Esta noche me he ido a casa después de que sucediera algo de lo más excepcional en la oficina, resuelto a contárselo todo a mi mujer. “Se lo contaré y luego la miraré a la cara. Si empalidece entonces sabré que todo lo que sospecho es cierto”, me decía. En las últimas dos semanas he sufrido una completa transformación. Ya no soy el mismo. Por ejemplo, nunca había usado la palabra “empalidecer”. ¿Qué significa? ¿Cómo voy a decidir si mi mujer empalidece o no si no sé lo que significa esa palabra? Debe de ser una de las que leí de niño en algún libro, quizá en un libro de relatos de detectives. Un momento, ya sé cómo me ha venido eso a la cabeza. Pero no es lo que había empezado a contarle. Esta noche, como ya he dicho, he llegado a casa y he subido las escaleras que conducen a nuestro apartamento. Una vez en casa, le he hablado a mi esposa en voz alta: —Cariño, ¿qué estás haciendo? —le he preguntado. —Estoy bañándome —ha respondido mi esposa. Así que ya lo ve, estaba en casa bañándose. Ahí estaba. Siempre anda fingiendo que me quiere, pero mírela. ¿Acaso piensa en mí ahora? ¿Hay una dulce mirada en sus ojos? ¿Acaso sueña conmigo mientras pasea por la calle? Ya ve que sonríe. Un hombre joven acaba de cruzarse con ella. Es un tipo alto con bigotito y que va fumando un cigarrillo. Y ahora le pregunto a usted, ¿es ese uno de los hombres que, como yo mismo, hace, a su modo, que el mundo siga adelante? Una vez conocí a un tipo que era presidente de un club de whist. Bueno, era alguien. La gente quería aprender a jugar al whist. Y le escribía: “Si resulta que después de que se hayan jugado tres cartas el hombre que está a mi derecha todavía tiene tres cartas mientras que yo solo tengo dos, etc., etc.”. Mi amigo, el hombre de quien le hablo, mejoraba las cosas: “En la regla cuatrocientos seis, verán que, etcétera, etcétera”, escribía. Lo que quiero decir es que tenía cierto valor para el mundo. Ayudaba a que las cosas siguieran adelante y yo le respetaba. Almorzábamos juntos bastante a menudo. Pero me estoy desviando un poco del asunto. Los tipos en los que estoy pensando, esos jóvenes pelagatos que van por la calle comiéndose a las mujeres con los ojos…, ¿qué hacen? Se rizan el bigote. Andan con bastón. Habrá también algún hombre honesto que los mantenga. Algún idiota será su padre. Y un tipo así anda de paseo por la calle. Se cruza con una mujer como mi esposa, una mujer decente sin demasiada experiencia de la vida. Sonríe. Una tierna mirada se perfila en sus ojos. Qué fraude. Qué imberbe ridiculez. ¿Y cómo lo van a saber las mujeres? Son como niños. No saben nada. Trabajando en alguna oficina en algún lugar hay un hombre que hace que las cosas sigan adelante, pero ¿acaso piensan en él? La verdad es que a la mujer la halaga. Una tierna mirada, que debería ahorrarse y dedicarle solo a su marido, se desperdicia. Nunca se sabe lo que va a pasar. Pero vaya, si tengo que contarle la historia, permítame que comience. Por todas partes hay hombres que hablan y hablan, y no dicen nada. Temo que me esté convirtiendo en unos de esos. Como ya le he dicho, había llegado a casa de la oficina y estaba de pie en el recibidor de nuestro apartamento, justo al otro lado de la puerta. Le había preguntado a mi esposa qué hacía y ella me había respondido que estaba bañándose. Muy bien, entonces estoy loco. Me iré a dar un paseo por el parque. No tiene sentido que no me enfrente a las cosas con franqueza. Enfrentando las cosas con franqueza, todo queda mucho más claro. ¡Ah! El mismo diablo se ha apoderado ahora de mí. Me dije que estaría tranquilo y sereno, pero no lo estoy. La verdad es que me estoy enfadando. Soy un hombre de poca envergadura pero le digo que si me buscan me encuentran. Una vez, de niño, me peleé con otro muchacho en el patio de la escuela. Me puso un ojo morado, pero yo le aflojé un diente. “Así, toma y toma. Ahora te tengo entre la espada y la pared. Te voy a despeinar el bigote. Dame ese bastón. Te lo voy a partir en la cabeza. No tengo intención de matarte, jovenzuelo, lo que quiero es vengar mi honor. No, no dejaré que te vayas. Toma y toma. La próxima vez que veas a una mujer respetablemente casada por la calle, yendo a comprar, con compostura, no la mires con ese brillo tierno en los ojos. Mejor será que te vayas a trabajar. Consigue un empleo en un banco. Lábrate un futuro. Me llamaste viejo chivo, pero te voy a enseñar cómo embiste un viejo chivo. Toma y toma.” Muy bien, usted, que ahora lee, también piensa que estoy loco. Usted se ríe. Sonríe. Me mira. Camina por el parque. Pasea al perro. ¿Dónde está su esposa? ¿Qué está haciendo? Bien, imagine que está en casa bañándose. ¿En qué piensa? Si sueña mientras se baña, ¿con quién sueña? Le diré una cosa, usted, que anda paseando al perro, no tiene ninguna razón para sospechar de su esposa, pero está en la misma posición que yo. Ella está en casa bañándose y yo me he pasado todo el día sentado en mi despacho pensando en todo eso. Bajo tales circunstancias yo nunca tendría el valor de ir y bañarme tranquilamente. Admiro a mi esposa. Ja, ja. Si es inocente, la admiro, claro está, como debe hacerlo un marido; y si es culpable, la admiro todavía más. Qué valor, qué despreocupación. Hay algo noble, algo casi heroico en su actitud conmigo en este preciso instante. Para mí hoy es como cualquier otro día. Bueno, verá, me he pasado las horas sentado con la cabeza apoyada en la mano sin dejar de pensar, y mientras yo estaba así, ella andaba por ahí, haciendo su vida con normalidad. Se ha levantado por la mañana y ha desayunado frente a su marido, es decir, yo mismo. Su marido se ha ido a la oficina. Luego ha hablado con nuestra criada. Se ha ido a comprar. Ha cosido, quizá esté haciendo unas cortinas nuevas para las ventanas de nuestro apartamento. Ahí está la mujer, en mi opinión. Nerón tocaba el arpa mientras ardía Roma. Tenía algo de mujer. Una le ha sido infiel a su marido. Se ha arrojado alegremente, digamos que a los brazos de un jovenzuelo. ¿Quién es él? Él baila. Fuma cigarrillos. Cuando está con sus compañeros, los de su calaña, se ríe. “Me he agenciado una mujer —dice—. No es muy joven pero está tremendamente enamorada de mí. Es muy cómodo.” He oído hablar a tipos así en los vagones de fumadores de los trenes y en otros lugares. Y ahí está el marido, un tipo como yo. ¿Está tranquilo? ¿Está sereno? ¿Está en calma? Tal vez su honor está siendo mancillado. Está sentado en su despacho. Fuma un cigarro. La gente viene y va. Él piensa, piensa. ¿Y cuáles son sus pensamientos? Son sobre ella. “Ahora está aún en casa, en nuestro apartamento —piensa—. Ahora camina por la calle.” ¿Qué sabe usted de la vida secreta que lleva su esposa? ¿Qué sabe de lo que piensa? ¡Bien, encantado! Usted fuma en pipa. Se pone las manos en los bolsillos. Para usted, su vida está perfectamente. Está usted alegre y contento. “Qué me importa, mi mujer está en casa bañándose”, se dice. En su vida diaria es usted, digamos, un hombre útil. Usted publica libros, tiene un negocio, escribe anuncios. A veces se dice “Libero a los demás de su carga”. Eso le hace sentirse bien. Me cae usted bien. Si usted me lo permitiera, o mejor debo decir, si coincidiéramos en alguna transacción formal de nuestras ocupaciones ordinarias, me atrevo a decir que seríamos grandes amigos. Bueno, comeríamos juntos, no demasiado a menudo, sino de vez en cuando. Yo le informaría sobre algún negocio inmobiliario y usted me contaría lo que ha estado haciendo. —¡Me alegro de verle! Llámeme. Antes de irse, tome un cigarro. En mi caso es bastante diferente. Hoy por ejemplo, he estado en mi oficina todo el día, pero no he trabajado. Ha venido un hombre, un tal Albright. —Bueno, ¿va usted a dejar esa propiedad, o se la queda? —ha dicho. —¿A qué propiedad se refiere? ¿De qué está hablando? Podrá ver por usted mismo en qué estado me he puesto. Y ahora tengo que volver a casa. Mi mujer habrá terminado de bañarse. Nos sentaremos a cenar. Nada de lo que he dicho será mencionado en absoluto. —John, ¿qué te pasa? —Eh… No me pasa nada. Me preocupan un poco los negocios. Ha venido el señor Albright. ¿Tengo que vender o tengo que quedármelo? —Lo que de verdad tengo en la cabeza no será mencionado en absoluto. Me pondré un poco nervioso. Se verterá un poco de café sobre el mantel, o tiraré el postre. —John, ¿qué te pasa? —Qué sangre fría. Como ya he dicho antes, qué despreocupación. ¿Que qué pasa? Algo pasa. Hace una o dos semanas, para ser exactos, hace diecisiete días, yo era un hombre feliz. Me ocupaba de mis asuntos. Por la mañana iba a la oficina en metro, pero, si hubiese querido, me podría haber comprado un coche mucho tiempo atrás. Pero no, mucho tiempo atrás, mi esposa y yo decidimos que no íbamos a tener tan tontas extravagancias. A decir verdad, hace ahora mismo diez años, mis negocios quebraron y tuve que poner algunas propiedades a nombre de mi mujer. Traigo los papeles a casa y ella los firma. Así es como lo hacemos. —Bueno, John —dijo mi esposa—, no vamos a comprarnos un coche. —Eso fue antes de que sucediera lo que me ha disgustado tanto. Caminábamos por el parque. —Mabel, ¿qué te parece si nos compramos un automóvil? —le pregunté. —No —dijo ella—. No vamos a comprarnos un automóvil. —Nuestro dinero —había dicho ella un millón de veces —con el tiempo será un consuelo para nosotros. Un consuelo. ¿Qué podría servir de consuelo ahora que eso ya ha sucedido? Hace solo dos semanas, un poco más, diecisiete días, regresaba yo a casa desde la oficina igual que he regresado esta noche. Pues bien, caminé por las mismas calles, pasé por delante de las mismas tiendas. No logro entender a qué se refería ese señor Albright cuando me preguntó si tenía intención de vender la propiedad o de conservarla. Respondí sin comprometerme. “Ya veremos”, dije. ¿A qué propiedad se refería? Tuvimos que haber mantenido alguna conversación previa sobre el asunto. Un simple conocido no entra en tu despacho y te habla de propiedades de un modo tan desconsiderado, tan familiar, diríamos, sin haber mantenido una conversación previa sobre dicho asunto. Como ve, todavía estoy un poco confundido. Aunque ahora esté enfrentando los hechos, todavía sigo, como habrá supuesto, algo confuso. Esta mañana yo estaba en el baño, afeitándome, como de costumbre. Siempre me afeito por la mañana, no por la noche, a no ser que mi esposa y yo vayamos a salir. Me estaba afeitando y la brocha de afeitar se me cayó al suelo. Me agaché para recogerla y entonces me golpeé en la cabeza con la bañera. Se lo cuento solo para que vea el estado en que estoy. Me salió un chichón enorme. Mi mujer me oyó gritar y me preguntó qué había ocurrido. “Me he dado un golpe en la cabeza”, dije. Por supuesto, alguien lo bastante dueño de sus facultades no se golpea la cabeza contra la bañera si sabe que está ahí, ¿y qué hombre no sabe dónde está la bañera en su propia casa? Pero ahora pienso solo en lo que sucedió, en lo que me trastornó de ese modo. Volvía a mi casa esa noche, hace justo diecisiete días. Pues bien, caminaba sin pensar en nada. Cuando llegué al edificio de nuestro apartamento entré y allí, en el suelo del pequeño recibidor, enfrente de mí, había un sobre rosa con el nombre de mi esposa, Mabel Smith, escrito encima. Lo recogí y pensé: “Qué extraño”. Estaba perfumado y no había ninguna dirección, simplemente el nombre Mabel Smith, escrito en una gruesa caligrafía masculina. Lo abrí y lo leí de forma bastante automática. Desde que la conocí, hace doce años en una fiesta que se celebraba en casa del señor Westley, jamás ha habido secretos entre mi esposa y yo; al menos hasta ese momento en el recibidor, hace diecisiete días, aquella noche, nunca pensé que hubiera secretos entre nosotros. Yo siempre había abierto sus cartas y ella siempre abría las mías. Creo que así debe ser entre un hombre y su mujer. Sé que algunos no están de acuerdo conmigo pero lo que siempre he dicho es que tengo razón. Fui a la fiesta con Harry Selfridge y después llevé a mi mujer a casa. Le ofrecí tomar un taxi. —¿Cogemos un taxi? —le pregunté. —No —dijo ella—. Vayamos andando. —Ella era hija de un hombre que se había dedicado al negocio de los muebles y que ya había muerto. Todo el mundo pensó que le habría dejado algún dinero, pero no lo hizo. Resultó que le debía casi todo lo que tenía a una empresa en Grand Rapids. Algunos se habrían disgustado, pero yo no. “Me casé contigo por amor, querida”, le dije la noche en que murió su padre. Volvíamos andando desde la casa de su padre, también en el Bronx, y llovía un poco, pero no nos mojábamos mucho. “Me casé contigo por amor”, le dije, y estaba convencido de lo que decía. Pero volvamos a la nota. “Querida Mabel —decía—, ve al parque el miércoles cuando el viejo chivo se haya ido. Espérame en el banco junto a las jaulas de los animales donde te conocí.” La firmaba un tal Bill. Me la guardé en el bolsillo y subí las escaleras. Cuando entré en el apartamento oí una voz de hombre. La voz le insistía sobre algo a mi mujer. ¿Cambió la voz cuando yo entré? Avancé decidido hacia la habitación delantera en la que mi mujer estaba sentada frente a un hombre joven que ocupaba otra silla. Era alto y llevaba bigotito. El tipo fingió que intentaba venderle a mi esposa un cepillo mecánico para alfombras patentado, pero de cualquier modo, cuando me senté en una silla de la esquina y me quedé allí, guardando silencio, ambos se mostraron cohibidos. Mi mujer, de hecho, se puso verdaderamente nerviosa. Se levantó de la silla y dijo en voz alta: “Le digo que no quiero ningún cepillo mecánico”. El joven se levantó y fue hacia la puerta y yo le seguí. “Bueno, será mejor que salga de aquí”, se estaría diciendo. Así que había querido dejarle una nota a mi esposa diciéndole que se encontrara con él en el parque el miércoles, pero en el último instante había decidido arriesgarse a entrar en nuestro hogar. Probablemente habría pensado algo como: “Puede que su marido llegue y encuentre la nota en el correo”. Luego decidió subir a verla y accidentalmente dejó caer la nota en el recibidor. Ahora estaba asustado. Se le notaba. Los hombres como yo son pequeños, pero a veces también peleamos. Se apresuró en dirección a la puerta y yo le seguí hasta el recibidor. Otro hombre llegaba desde el piso superior, también con un cepillo mecánico en la mano. Lo de llevar los cepillos mecánicos consigo es una estratagema muy lograda, los jóvenes de esta generación se las saben ingeniar, pero a nosotros, los viejos, tampoco es fácil engañarnos. Lo entendí todo inmediatamente. El segundo joven era un cómplice y se había escondido en el vestíbulo para avisar al primero de mi llegada. Cuando llegué arriba, desde luego, el primero de ellos fingió querer venderle a mi esposa un cepillo mecánico. Quizá el segundo golpeara en el suelo de arriba con el mango del cepillo. Ahora que lo pienso, recuerdo haber oído ruido de golpes. En aquel momento, sin embargo, no lo advertí todo como he podido hacer desde entonces. Me detuve en el rellano con la espalda contra la pared viendo cómo se iban escaleras abajo. Uno de ellos se volvió y se rió de mí, pero no dije nada. Supongo que podría haber ido tras ellos por las escaleras y haberles desafiado a ambos a una pelea, pero lo que pensé fue: “No lo haré”. Y claro, tal como sospeché desde el principio, fue el joven que fingía ser un vendedor de cepillos mecánicos y al que encontré sentado en mi apartamento con mi mujer, quien había perdido la nota. Cuando llegaron al vestíbulo de la entrada el hombre al que había sorprendido con mi esposa hurgó en su bolsillo. Entonces, mientras me inclinaba sobre el pasamanos, le vi buscar en el vestíbulo. Rió. “¿Sabes, Tom? Tenía una notita para Mabel en el bolsillo. Quería ponerle un sello y mandarla por correo. Pero olvidé el número de la calle. “Bueno —pensé—, ¡Iré a verla!” No esperaba toparme con ese viejo chivo, su marido.” “Pues te topaste con él —me dije—, ahora veremos quién sale vencedor.” Volví a mi apartamento y cerré la puerta. Durante largo rato, quizá diez minutos, me quedé de pie, apenas al otro lado de la puerta de nuestro apartamento, pensando y pensando, igual que he seguido haciendo desde entonces. En dos o tres ocasiones intenté hablar con mi mujer, llamarla, preguntarle y descubrir la amarga verdad de una vez por todas, pero me falló la voz. ¿Qué iba a hacer? ¿Iba a ir a su encuentro, agarrarla de las muñecas, obligarla a sentarse y a confesar bajo amenaza de violencia? Yo mismo me hacía esa pregunta. “No —me dije—. No voy a hacerlo. Usaré la diplomacia.” Durante un buen rato me quedé allí, pensando. El mundo se había derrumbado ante mis ojos. Cuando intentaba decir algo, las palabras no salían de mi boca. Por fin hablé, con bastante calma. Hay en mí algo de hombre de mundo. Cuando me veo forzado a enfrentarme a una situación, lo hago. —¿Qué haces? —le dije a mi esposa con voz tranquila. —Estoy bañándome —contestó. Así que salí de casa y me fui al parque a pensar, igual que he hecho esta noche. Aquella noche, y justo cuando salía por la puerta del edificio, hice algo que no había hecho desde que era un muchacho. Soy un hombre profundamente religioso, pero maldigo. Mi mujer y yo hemos tenido no pocas discusiones sobre si un hombre de negocios debe o no hacer tratos con la gente que hace tales cosas; es decir, con hombres que maldicen. —No puedo negarme a venderle una parcela a un tipo solo porque maldice —le digo siempre. —Sí que puedes —dice mi esposa. Lo cual simplemente demuestra lo poco que las mujeres saben sobre los negocios. Lo que siempre he sostenido es que tengo razón. Y sostengo además que nosotros, los hombres, debemos proteger la integridad de nuestros hogares. Aquella primera noche, estuve paseando hasta la hora de cenar y luego volví a casa. Había decidido no decir nada por el momento, mantener la calma y usar la diplomacia, pero durante la cena me temblaba la mano y derramé el postre sobre el mantel. Y una semana después fui a ver a un detective. Pero antes sucedió otra cosa. El miércoles —yo había encontrado la nota un lunes por la noche— no podía soportar estar sentado en la oficina y pensar que quizá aquel jovenzuelo estaría con mi mujer en el parque, así que fui al parque yo mismo. Por supuesto, allí estaba mi mujer sentada en un banco cercano a las jaulas de los animales y tejiendo un jersey. Al principio pensé en esconderme entre los arbustos, pero en lugar de eso fui hasta donde ella estaba y me senté a su lado. —¡Qué ilusión! ¿Qué haces aquí? —dijo mi mujer sonriente. Me miró con la sorpresa en los ojos. ¿Se lo decía o no se lo decía? Para mí era una cuestión bastante peliaguda. “No —me dije—. No lo haré. Iré a ver a un detective. Ya no hay duda de que mi honor ha sido mancillado y debo saberlo.” Mi agudeza natural acudió a mi rescate. Mirando directamente a los ojos de mi mujer dije: —Había que firmar un papel y yo tenía mis razones para pensar que estarías aquí, en el parque. En cuanto hablé me dieron ganas de arrancarme la lengua. Sin embargo, ella no se dio cuenta de nada; saqué un papel de mi bolsillo y, tendiéndole mi pluma, le pedí que firmara; cuando lo hizo, salí disparado. Al principio pensé en quedarme por allí, a cierta distancia, quiero decir, pero no, decidí no hacerlo. Seguro que el tipo tenía a su compinche vigilándome, me dije. Así que la tarde siguiente fui a la agencia de detectives. Me encontré con un hombre corpulento, y cuando le dije lo que quería, sonrió. “Entiendo —dijo—. Tenemos muchos casos como ese. Encontraremos al tipo.” Así que ya lo ve. Ahí estaba. Todo estaba arreglado. Me iba a costar un dinero, pero tendrían mi casa bajo vigilancia y yo recibiría un informe completo. A decir verdad, cuando todo estuvo arreglado me avergoncé de mí mismo. El hombre de la agencia de detectives —había varios tipos allí— me acompañó hasta la puerta y me puso la mano en el hombro. Por alguna razón que no entiendo, eso me enfureció. Me golpeó el hombro como si yo fuera un chiquillo. “No se preocupe. Nos encargaremos de todo”, fue lo que dijo. De acuerdo. El negocio es el negocio, pero por alguna razón tenía ganas de partirle la cara de un puñetazo. Así soy yo, ya ve. No me entiendo. “¿Soy un loco, o soy un hombre más?”, me pregunto una y otra vez, y no encuentro la respuesta. Después de contratar los servicios del detective me fui a casa y no dormí en toda la noche. A decir verdad, comenzaba a desear no haber encontrado jamás aquella nota. Quizá no fuera muy viril, pero es la verdad. Bueno, ya lo ve, no podía dormir. “No importa en qué ande mi mujer, ahora podría dormir si no hubiese encontrado aquella nota”, me decía. Era espantoso. Me avergonzaba de lo que había hecho, y al mismo tiempo me avergonzaba de sentirme avergonzado. Había hecho lo que todo hombre norteamericano que fuera un hombre de verdad habría hecho, y ahí estaba. No podía dormir. Cada vez que volvía a casa por la noche pensaba: “Ese hombre que está ahí, junto al árbol…, seguro que es un detective”. Pensaba en el tipo que me había dado golpecitos en el hombro en la agencia de detectives, y cada vez que pensaba en él me ponía más y más furioso. Pronto le odié más que al joven que fingía venderle un cepillo automático a Mabel. Y entonces cometí la mayor estupidez de todas. Una tarde —fue hace una semana— pensé una cosa. Cuando estuve en la agencia de detectives vi a varios hombres que estaban allí esperando, pero no me presentaron a ninguno. “Entonces —pensé—, iré hasta allí y fingiré pedir mi informe. Si el tipo al que contraté no está, contrataré a otro.” Y así lo hice. Fui a la agencia de detectives y, por supuesto, el mío no estaba. Había otro tipo sentado en un despacho y le hice señas. Fuimos a una oficina interior. “Mire —le susurré; había decidido fingir que yo era el hombre que estaba arruinando mi hogar, que destrozaba mi propio honor—. ¿Entiende lo que le quiero decir?” Así es como fue, ya lo ve; bueno, tenía que dormir un poco, ¿no? Apenas la noche anterior mi mujer me había dicho: “John, creo que lo mejor sería que te tomaras unas cortas vacaciones. Que te fueras un tiempo y te olvidaras de los negocios”. En otro momento habría sido agradable oírle decir eso, ¿comprende?, pero entonces solo consiguió disgustarme más que nunca. “Me quiere quitar de en medio”, pensé y por un instante me apeteció estallar y contarle todo lo que sabía. Pero no lo hice aún. “Me callaré. Usaré la diplomacia”, pensé. Hermosa diplomacia. Ahí me tiene usted, en aquella agencia de detectives, contratando a un segundo detective. Estaba lanzado y fingí ser el amante de mi mujer. El hombre asentía con la cabeza y yo susurraba y susurraba como un idiota. Pues bien, le dije que un hombre llamado Smith había contratado un detective de esa oficina para vigilar a su esposa. “Tengo mis propias razones para querer que en el informe que le den su mujer salga muy bien parada —le dije, acercándole algún dinero a través de la mesa—. Ahí van cincuenta dólares, y cuando él tenga el informe tal y como se lo pido viene a verme y tendrá doscientos más”, dije. Lo tenía todo pensado. Le dije al segundo tipo que mi nombre era Jones y que trabajaba en la misma oficina que Smith. “Tengo negocios con él —le dije—. Somos socios, ya me entiende.” Luego me fui y, por supuesto, este, como el primero, me acompañó hasta la puerta y me dio golpecitos en el hombro. Eso fue lo más difícil de soportar, pero lo conseguí. Un hombre tiene que poder dormir. Y, por supuesto, hoy ambos hombres tenían que venir a mi oficina, con cinco minutos de diferencia entre uno y otro. Desde luego, el primero vino y me dijo que mi esposa era inocente. “Es tan inocente como un corderillo —dijo—. Le felicito por tener una esposa tan inocente.” Entonces le pagué y me aparté para que no pudiera darme golpecitos en el hombro, y en cuanto cerró la puerta, entró el otro tipo, preguntando por Jones. Y tuve que verlo también a él y darle doscientos dólares. Entonces decidí marcharme a casa; lo hice a pie, por la misma calle por la que pasaba desde que mi mujer y yo nos casamos. Llegué a casa y subí las escaleras de nuestro apartamento, tal y como se lo he descrito hace un momento. No podía decidir si era un loco, un hombre que había perdido un poco el juicio, o un hombre cuyo honor había sido mancillado, pero en cualquier caso sabía que no habría detectives merodeando. Lo que pensé fue que entraría en casa y lo discutiría todo con mi esposa, le contaría mis sospechas y entonces observaría su rostro. Como he dicho antes, tenía la intención de observar su rostro y ver si empalidecía cuando le contara lo de la nota que había encontrado en el vestíbulo de las escaleras. La palabra “empalidecer” se me ocurrió porque una vez la había leído en un relato de detectives cuando era un muchacho y últimamente he tenido trato con detectives. Así que estaba decidido a hacer caer a mi esposa, a forzar una confesión, pero ya ve cómo ha resultado. Cuando llegué a casa el apartamento estaba en silencio y en un primer momento pensé que estaba vacío. “¿Habrá escapado con él?”, me pregunté, y puede que mi propio rostro empalideciera un poco. “¿Dónde estás, cariño? ¿Qué estás haciendo?”, dije en voz alta, y ella me contestó que estaba bañándose. Así que me fui al parque. Pero ahora tengo que regresar a casa. La cena ya debe de estar lista. Me pregunto qué propiedad tenía en la cabeza el tal señor Albright. Cuando me siente a cenar con mi esposa me temblarán las manos. Derramaré el postre. Un hombre no entra en un lugar y habla de propiedades de ese modo tan brusco a menos que haya habido una conversación anterior sobre el asunto. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
Aventura
Cuento
Alice Hindman, una mujer de veintisiete años cuando George Willard era sólo un muchacho, había vivido en Winesburg toda su vida. Era dependienta en la mercería Winney y vivía con su madre, que se había casado por segunda vez. El padrastro de Alice pintaba coches y era alcohólico. Su historia es extraña. Valdrá la pena contarla algún día. A los veintisiete años Alice era alta y más bien delicada. Su cabeza grande le eclipsaba el cuerpo. Tenía los hombros un poco encorvados y el pelo y los ojos castaños. Era muy callada, pero había una fermentación continua bajo el plácido exterior. Cuando tenía dieciséis años, antes de emplearse en la tienda, Alice tuvo una relación con un joven. Se llamaba Ned Currie y era mayor que ella. Al igual que George Willard, trabajaba para el Águila de Winesburg, y durante largo tiempo visitaba a Alice casi todas las tardes. Paseaban bajo los árboles por las calles del pueblo y hablaban de lo que harían con sus vidas. Alice era entonces una joven muy bonita y Ned Currie la tomó entre sus brazos y la besó. Empezó a excitarse y le dijo cosas que no pensaba decir y ella, traicionada por el deseo de que algo hermoso invadiera su vida tan restringida, también se excitó. Luego habló. La corteza externa de su vida, todo su apocamiento y reserva se desvanecieron y se entregó a las emociones del amor. Cuando finalizaba el otoño, al tener ella dieciséis años, Ned Currie se fue a Cleveland a conseguir un empleo en un periódico de la ciudad y a labrarse un futuro en el mundo; ella lo quiso acompañar. Con voz temblorosa le dijo lo que pensaba. —Yo trabajaré y tú puedes trabajar —dijo ella—. No. quiero atarte a un gasto innecesario que impediría que progresaras. No te cases conmigo ahora. Seguiremos sin hacerlo y podremos estar juntos. Aunque vivamos en la misma casa nadie dirá nada. En la ciudad nadie nos conocerá y la gente no nos prestará atención. Ned Currie estaba desconcertado por la determinación y el abandono de su amada y se sentía profundamente conmovido. Había deseado que la joven se convirtiera en su amante, pero había cambiado de opinión. Quería protegerla y cuidarla. —No sabes lo que dices —dijo tajantemente—, puedes estar segura de que no te permitiré hacer semejante cosa. En cuanto consiga un buen trabajo volveré. Por ahora tienes que quedarte aquí. Es lo único que podemos hacer. Esa tarde, antes de dejar Winesburg para enfrentar su nueva vida en la ciudad, Ned Currie visitó a Alice. Caminaron por las calles durante una hora, luego alquilaron un carruaje en la caballeriza de Wesley Moyer y se dirigieron al campo. Salió la luna y se dieron cuenta de que no podían articular palabra. Muy triste, el joven se olvidó de las resoluciones que había tomado respecto a su conducta con la muchacha. Bajaron del coche en un sitio donde un extenso prado bordeaba la ribera de Wine y ahí, bajo la luz tenue, se hicieron el amor. A medianoche regresaron al pueblo contentos. Les parecía que nada de lo que pudiera ocurrir en el futuro podría borrar la maravilla y la belleza de lo que había sucedido. —Ahora tenemos que seguir juntos; pase lo que pase tendremos que hacerlo —dijo Ned Currie al dejar a la muchacha en la puerta de la casa paterna. El joven periodista no logró encontrar empleo en ningún periódico de Cleveland y prosiguió hacia el oeste hasta Chicago. Durante un tiempo se sintió solo y le escribió a Alice casi diariamente. Luego se vio atrapado por la vida de la ciudad; empezó a tener amistades y encontró nuevos intereses. En Chicago se hospedó en una casa donde había varias mujeres. Una de ellas atrajo su atención y olvidó a la Alice de Winesburg. Al año había dejado de escribir cartas y, solamente en raras ocasiones, cuando se sentía solo o cuando iba a alguno de los parques de la ciudad y veía brillar la luna sobre el césped, tal como había brillado aquella noche en el prado junto al arroyo Wine, pensaba en ella. En Winesburg la joven antes amada se convirtió en mujer. Cuando cumplió veintidós años su padre, propietario de una tienda de reparación de guarniciones, murió repentinamente. El guarnicionero era un viejo soldado y, a los pocos meses, su mujer obtuvo su pensión de viudez. Con el primer dinero que recibió se compró un telar, convirtiéndose en tejedora de alfombras, mientras que Alice consiguió trabajo en la tienda Winney. Durante muchos años nada la hubiera podido inducir a creer que Ned Currie nunca volvería a ella. Estaba encantada de tener empleo porque el trabajo diario en la tienda hacía que el tiempo de espera se hiciera menos largo y tedioso. Comenzó a ahorrar dinero, pensando que cuando tuviera doscientos o trescientos dólares podría seguir a su amante a la ciudad e intentar reconquistarlo. Alice no le reprochaba a Ned Currie lo ocurrido en el campo a la luz de la luna, pero sentía que nunca se casaría con otro hombre. La sola idea de entregarse a alguno le parecía monstruosa porque únicamente podía pertenecer a Ned. Cuando ciertos jóvenes trataron de atraerla, los rechazó. “Soy su esposa y lo seguiré siendo, ya sea que regrese o no”, se decía; y pese a su decisión de automantenerse, no podía comprender la idea moderna en crecimiento de que una mujer sólo se pertenece a sí misma y da y toma en la vida para sus propios fines. Alice trabajaba en la tienda de lencería de ocho de la mañana a seis de la tarde, y tres tardes por semana regresaba a la tienda y se quedaba de siete a nueve. Conforme pasó el tiempo se volvió más solitaria y empezó a poner en práctica los recursos de este tipo de gente. Cuando de noche subía a su cuarto, se arrodillaba en el suelo y rezaba, y en sus plegarias musitaba cosas que deseaba decir a su amante. Tomó apego a los objetos inanimados y, por el sólo hecho de poseerlos, no admitía que nadie tocara el mobiliario de su habitación. La costumbre de ahorrar dinero iniciada con un propósito continuó después de abandonar el plan de ir a la ciudad a encontrar a Ned Currie. Se convirtió en una costumbre fija y, cuando necesitaba ropa nueva, no se la compraba. A veces, durante las tardes lluviosas, en la tienda sacaba su libreta de ahorros, la abría y se pasaba horas soñando imposibles de juntar lo suficiente para que los mismos intereses bastaran para mantenerlos a ella y a su futuro marido. —A Ned siempre le gustó viajar —pensaba—. Le daré la oportunidad de hacerlo. Algún día, cuando estemos casados y pueda ahorrar su dinero, además del mío, seremos ricos. Entonces podremos viajar por todo el mundo. En la tienda de lencería las semanas se convirtieron en meses y los meses en años y, mientras tanto, Alice esperaba y soñaba con el regreso de su amante. Su patrón, un anciano gris con dientes postizos y un fino bigote cano que le cubría la boca, no gustaba de conversar y, a veces en días lluviosos o cuantío caía una tormenta estruendosa en Main Street, pasaban largas horas sin que llegaran clientes. Alice ordenaba y reordenaba la mercancía. Se paraba junto a la ventana de enfrente donde podía ver la calle desierta y pensar en las tardes en que había caminado con Ned Currie cuando él le había dicho: “Ahora tendremos que seguir juntos”. Estas palabras producían un eco incesante en la mente de la mujer que continuaba madurando. Se le llenaban los ojos de lágrimas. Algunas veces, cuando su patrón había salido y se quedaba sola en la tienda, apoyaba la cabeza en el mostrador y lloraba. “Oh Ned, estoy esperando, susurraba una y otra vez, pero todo el tiempo el temor de que Ned nunca volviera iba cobrando fuerza en ella. En primavera, cuando las lluvias han pasado pero antes de que lleguen los largos y calurosos días de verano, el campo de los alrededores de Winesburg es delicioso. La ciudad se encuentra en medio de campos abiertos, pero más allá están las agradables áreas boscosas. En tales sitios hay muchos escondrijos enclaustrados, lugares tranquilos donde se sientan los enamorados los domingos por la tarde. A través de los árboles contemplan los campos y ven a los labradores trabajando en los graneros o a la gente que va y viene por los caminos. En el pueblo tocan las campanas y de repente pasa un tren que, a lo lejos, parece de juguete. Durante varios años después de que Ned Currie partió, Alice no fue al bosque con otros jóvenes los domingos, pero un día, pasados dos o tres años, en un momento en que su soledad se le hizo insoportable, se puso su mejor vestido y salió. Encontró un pequeño sitio desde donde podía verse el pueblo y una amplia franja de campos y ahí se sentó. El miedo a la edad y a la inutilidad se posesionó de ella. No pudo permanecer quieta y se levantó. Mientras miraba a lo largo de las tierras, algo, quizá la idea de la vida incesante tal y como se expresa en el fluir de las estaciones, fijó en su mente el paso de los años. Se estremeció de miedo al comprender que para ella quedaban atrás la belleza y la frescura de la juventud. Por primera vez sintió que la vida le había hecho trampa. No culpó a Ned Currie ni supo qué censurar. La invadió la tristeza. Cayó de rodillas, intentó rezar pero, en vez de plegarias, sus labios emitieron palabras de protesta. —No va a volver a mí. Jamás encontraré la felicidad. ¿Por qué me engaño? —lloró y sintió que una sensación extraña de alivio embargó su primer intento de enfrentar el temor que ya formaba parte de su vida cotidiana. El año en que Alice Hindman cumplió los veinticinco años ocurrieron dos cosas que turbaron la insípida monotonía de sus días. Su madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburg y ella ingresó a la iglesia metodista del pueblo. Alice se unió a la iglesia por miedo a la soledad. El segundo matrimonio de su madre había aumentado su aislamiento. “Me estoy haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve no me querrá. En la ciudad donde vive los hombres son eternamente jóvenes. Hay tanto ajetreo que no tienen tiempo de envejecer”, se decía con una leve sonrisa y así se resolvió a conocer gente. Cada jueves por la tarde al cerrar la tienda, iba a una sesión de rezos en el sótano de la iglesia y, el domingo por la noche, asistía a la reunión de una organización llamada Liga Epworth. Cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad que atendía una farmacia y que también pertenecía a la iglesia, le ofreció acompañarla a su casa, ella aceptó. “Desde luego no permitiré que se acostumbre a estar conmigo, pero nada tiene de malo que venga a verme de vez en cuando”, se decía aún resuelta a mantener su lealtad a Ned Currie. Sin comprender lo que sucedía Alice estaba luchando por encontrar, primero débilmente pero luego con creciente determinación, un nuevo apoyo en la vida. Caminaba en silencio junto al dependiente de la farmacia, pero a veces en la penumbra, mientras paseaban impávidamente, alargaba la mano y le tocaba apenas los faldones del saco. Cuando la dejaba frente a la puerta de la casa materna ella no entraba, sino que permanecía allí un momento. Quería visitar a este hombre, pedirle que se sentara con ella en la oscuridad de la terraza de su casa, pero temía que él no comprendiera. “No es a él a quien quiero”, se decía, “lo que deseo es evitar estar tan sola. Si no tengo cuidado perderé la costumbre de estar acompañada”. A principios de otoño, cuando Alice tenía veintisiete años, se apoderó de ella una inquietud apasionante. No podía soportar la compañía del dependiente de la farmacia y, cuando por la noche éste caminaba a su lado, le pedía que se fuera. Su mente se volvió intensamente activa y, ya cansada de pasar largas horas de pie tras el mostrador de la tienda, volvía a casa y se deslizaba en su cama. No podía dormir. Miraba fijamente la oscuridad. Su imaginación, como la de un niño que despierta de un largo sueño, jugaba por la habitación. Muy en su interior había algo que su fantasía no podía acallar y que exigía una respuesta definitiva de la vida. Alice tomó una almohada en los brazos y la apretó fuertemente contra su pecho. Al levantarse de la cama, acomodó un cobertor de modo que en la penumbra simulara una forma entre las sábanas y, arrodillándose, la acarició susurrando repetidamente una especie de estribillo. “¿Por qué no ocurre algo? ¿Por qué me he quedado sola?”, murmuraba. Aunque algunas veces pensaba en Ned Currie, ya no dependía de él. Su deseo se había vuelto vago. No quería a Ned Currie ni a ningún otro hombre. Deseaba ser amada, tener algo que respondiera a la llamada que se iba fortaleciendo en su interior. Y luego, una noche lluviosa, Alice tuvo una aventura que la asustó y confundió. Ya de regreso de la tienda, a las nueve, encontró la casa vacía. Bush Milton había ido a la ciudad y su madre a casa de un vecino. Alice subió a su cuarto y se desnudó a oscuras. Por un momento se quedó junto a la ventana escuchando cómo la lluvia golpeaba los cristales y entonces la asaltó un extraño deseo. Sin detenerse a pensar en lo que iba a hacer, corrió escaleras abajo en tinieblas y salió a la lluvia. Cuando se detuvo en el jardincito frente a la casa y experimentó la lluvia fría sobre el cuerpo, le entró un deseo loco de correr desnuda por las calles. Pensó que la lluvia tendría un efecto creativo y maravilloso sobre su cuerpo. Hacía años que no se sentía tan llena de juventud y valor. Quería saltar, correr, gritar, encontrar a otro ser humano solitario y abrazarlo. Por la banqueta de la casa un hombre se tambaleaba para llegar a su hogar. Alice empezó a correr. La invadió un humor salvaje y desesperado, “Qué importa quién sea. Está solo, iré a él”, pensó, y luego sin reflexionar sobre el posible desenlace de su locura, lo llamó suavemente. —¡Espere! —gritó—. No se vaya. Sea quien sea debe esperar. El hombre en la banqueta se detuvo y la escuchó. Era viejo y un tanto sordo. Se llevó las manos a la boca y gritó. —¿Qué? ¿Qué dice? —preguntó. Alice se dejó caer al suelo y se quedó temblando. La asustó tanto pensar en lo que había hecho que cuando el hombre siguió su camino no se atrevió a levantarse; se arrastró a gatas por el pasto hasta la casa. Cuando llegó a su cuarto se encerró con llave y colocó el tocador contra la puerta. Su cuerpo se estremecía como de frío y las manos le temblaban de tal forma que, con suma dificultad, se puso el camisón. Al meterse en la cama hundió la cara en la almohada y lloró desconsoladamente. “¿Qué me pasa? Haré algo terrible si no tengo cuidado”, pensó y, volteando la cara a la pared, empezó a obligarse a afrontar valientemente el hecho de que muchas personas deben vivir y morir solas, incluso en Winesburg. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
Bebida
Cuento
Tom Foster llegó a Winesburg, procedente de Cincinnati, cuando era todavía muy joven y podía aprender cosas nuevas. Su abuela se había criado en una granja cerca del pueblo y de niña había asistido allí a la escuela, cuando Winesburg era una aldea de doce o quince casas apiñadas en torno a un almacén en Trunion Pike. ¡Menuda vida había llevado la anciana desde que se fue de aquel pueblo fronterizo y qué mujer tan fuerte y capaz era! Había vivido en Kansas, en Canadá y en la ciudad de Nueva York, siempre detrás de su marido, que era mecánico, hasta que murió. Luego se marchó a vivir con su hija, que se había casado también con un mecánico y residía en Covington, Kentucky, al otro lado del río, frente a Cincinnati. Luego vinieron años muy malos para la abuela de Tom Foster. Primero un policía mató a su yerno durante una huelga y luego la madre de Tom enfermó y murió también. La abuela tenía ahorrado un poco de dinero, pero lo gastó con la enfermedad de la hija y costeando los dos funerales. Se convirtió en una empleada anciana y exhausta que vivía con su nieto sobre una chatarrería en una callejuela de Cincinnati. Pasó cinco años fregando suelos en un edificio de oficinas y luego consiguió un trabajo de friegaplatos en un restaurante. Tenía las manos deformadas. Cuando cogía una escoba o una fregona por el mango, sus manos parecían sarmientos secos de una parra que se aferraran al tronco de un árbol. La anciana volvió a Winesburg en cuanto tuvo ocasión. Una tarde, mientras volvía a casa del trabajo, encontró un monedero que contenía treinta y siete dólares y eso facilitó las cosas. El viaje fue una gran aventura para el muchacho. Eran más de las siete cuando la abuela llegó a casa con el monedero entre las manos y estaba tan nerviosa que apenas podía hablar. Insistió en que partiesen de Cincinnati esa misma noche, convencida de que, si se quedaban hasta la mañana siguiente, el propietario del dinero los encontraría y se meterían en un lío. Tom, que tenía entonces dieciséis años, tuvo que acompañar a su abuela a la estación con todas sus posesiones terrenales envueltas en una manta vieja y cargadas a la espalda. A su lado iba su abuela apremiándole para que se apresurase. La boca desdentada se le contraía con un tic nervioso, y cuando Tom se cansó y quiso dejar el hato en el suelo, ella hizo ademán de quitárselo y, de no habérselo impedido el muchacho, se lo habría echado ella misma a la espalda. Cuando subieron al tren y salieron de la ciudad, se puso tan contenta como una niña y habló como el chico no la había oído hablar jamás. Toda la noche, mientras el tren traqueteaba, su abuela le contó historias de Winesburg y le habló de lo mucho que disfrutaría trabajando en los campos y cazando animales en el bosque. No podía imaginar que el minúsculo pueblecito de hacía cincuenta años se había transformado en una próspera población en su ausencia, y a la mañana siguiente, cuando llegó a Winesburg, no quiso apearse. “No es lo que yo pensaba. Aquí puede que la vida te resulte difícil”, afirmó. Luego el tren se marchó y los dos se quedaron sin saber adónde ir, delante de Albert Longworth, el mozo de equipajes de Winesburg. Sin embargo, a Tom Foster le fueron bien las cosas. Era de los que se las arreglan en cualquier parte. La señora White, la mujer del banquero, contrató a su abuela para trabajar en la cocina y él consiguió empleo como mozo de cuadra en el nuevo establo de ladrillo que había hecho construir el banquero. En Winesburg era difícil conseguir criados. Si una mujer quería que la ayudasen en las tareas domésticas empleaba a una “asistenta”, que insistía en compartir mesa con la familia. La señora White estaba harta de asistentas y aprovechó la ocasión de contratar a la anciana de la ciudad. Le proporcionó al chico una habitación en lo alto del granero. “Puede cortar el césped y hacer recados, cuando no tenga que ocuparse de los caballos”, le explicó a su marido. Tom Foster era pequeño para su edad y tenía una cabezota cubierta de pelo negro y duro que crecía de punta. El pelo hacía que la cabeza pareciera aún mayor. Su voz era lo más suave que pueda imaginarse y él mismo era tan amable y tranquilo que se integró en la vida del pueblo sin llamar la atención ni lo más mínimo. Uno no podía sino preguntarse de dónde sacaba Tom Foster tanta amabilidad. En Cincinnati había vivido en un barrio donde pandillas de muchachos camorristas se dedicaban a merodear por las calles, y todos sus años formativos los había pasado con aquellos chicos. Durante un tiempo, trabajó como recadero en una compañía de telégrafos y estuvo entregando telegramas en un barrio plagado de prostíbulos. Las mujeres de los burdeles conocían y querían a Tom Foster, igual que los muchachos de las pandillas. Nunca trataba de hacerse notar. Ésa fue una de las cosas que le ayudaron a salir bien librado. En cierto sentido, se ponía a la sombra del muro de la vida como si tuviera que quedarse allí. Veía a los hombres y mujeres de los prostíbulos, observaba sus esporádicas y horribles relaciones amorosas, veía pelear a los chicos y escuchaba sus historias de robos y borracheras sin inmutarse y con una extraña impasibilidad. Una vez Tom también robó. Ocurrió cuando todavía vivía en la ciudad. La abuela estuvo enferma una temporada y él estaba sin trabajo. No tenían comida, así que fue a una guarnicionería que había en un callejón y robó un dólar y setenta y cinco centavos del cajón. La guarnicionería la regentaba un anciano de largos bigotes, que vio merodear al muchacho y no le dio mayor importancia. Cuando el hombre salió a la calle a hablar con un muletero, Tom abrió el cajón, cogió el dinero y se marchó. Más tarde, lo atraparon y su abuela arregló el asunto ofreciéndose a ir dos veces por semana durante un mes a barrer y fregar la tienda. El muchacho se avergonzó, pero también se alegró. “Es bueno sentirse avergonzado porque me hace entender cosas nuevas”, le dijo a su abuela, que no sabía de qué le hablaba, pero lo quería tanto que no le importaba entenderlo o no. Tom vivió un año en el establo del banquero y luego perdió su empleo. No cuidaba bien de los caballos y era un constante motivo de enfado para la mujer del banquero. Le pedía que cortara el césped y se olvidaba. Luego lo enviaba a la tienda o la oficina de correos y no volvía, sino que se unía a algún grupo de hombres y muchachos y pasaba la tarde con ellos, haraganeando, escuchándolos y de vez en cuando, si le preguntaban, diciendo algunas palabras. Igual que le había ocurrido en los prostíbulos y con las pandillas de chicos que recorrían las calles de la ciudad por la noche, también en Winesburg supo cómo participar, y al mismo tiempo quedarse al margen, de la vida que lo rodeaba. Cuando Tom perdió su empleo en casa del banquero White, dejó de vivir con su abuela, aunque muchas tardes ella iba a visitarle. Alquiló una habitación detrás de un pequeño edificio de madera perteneciente al viejo Rufus Whiting. El edificio estaba en Duane Street, justo al lado de la calle Mayor y hacía años que era el bufete del anciano, que ahora se había vuelto demasiado débil y olvidadizo para ejercer la abogacía, pero no era consciente de sus limitaciones. Tom le caía bien y le alquiló la habitación por un dólar al mes. Por la tarde, cuando el abogado se iba a casa, el chico tenía todo el sitio para él y se pasaba horas tumbado en el suelo junto a la estufa pensando. Por la noche, la abuela iba a verlo y se sentaba en la butaca del abogado a fumar una pipa mientras Tom guardaba silencio, como hacía siempre que estaba con alguien. Con frecuencia la abuela hablaba con mucha energía. En ocasiones, llegaba enfadada por algo que había ocurrido en casa del banquero y se pasaba horas refunfuñando. Compró una fregona con su sueldo y fregaba regularmente el suelo del bufete. Luego, cuando el lugar estaba inmaculado y olía a limpio, encendía su pipa de barro y Tom y ella fumaban juntos. “Cuando estés dispuesto a morir, moriré yo también”, le decía al chico que estaba tumbado en el suelo junto a la silla. Tom Foster disfrutaba de la vida en Winesburg. Hacía pequeñas chapuzas, como cortar leña para las cocinas y segar el césped delante de las casas. A finales de mayo y principios de junio, recogía fresas en los campos. Tenía tiempo que perder y le gustaba perderlo. El banquero White le había regalado una chaqueta que le quedaba demasiado grande, pero su abuela se la arregló, y también tenía un abrigo, obtenido en el mismo sitio, que estaba forrado de piel. La piel estaba desgastada en algunos sitios, pero el abrigo era cálido y en invierno Tom dormía con él. Le gustaba su modo de ir tirando y estaba contento y satisfecho con la vida que le ofrecía Winesburg. Cualquier pequeñez absurda hacía feliz a Tom Foster. Supongo que por eso le apreciaba tanto la gente. En la verdulería de Hern siempre tostaban café los viernes por la tarde para venderlo los sábados, y el aroma invadía un extremo de la calle Mayor. Tom Foster aparecía y se sentaba en una caja en la trastienda. Se pasaba allí una hora totalmente inmóvil, empapando todo su ser de aquel aroma que lo embriagaba de felicidad. “Me gusta —afirmaba con placidez—. Me hace pensar en cosas lejanas, sitios y cosas así”. Una noche Tom Foster se emborrachó. Sucedió de un modo curioso. Nunca se había emborrachado y, de hecho, en toda su vida jamás había bebido ni un solo sorbo de licor, pero en esa ocasión sintió que necesitaba emborracharse y lo hizo. Cuando vivió en Cincinnati, Tom había aprendido muchas cosas, cosas sobre la fealdad, el crimen y la concupiscencia. De hecho, sabía más sobre esas cosas que ninguna otra persona de Winesburg. En concreto había visto la cara más horrible del sexo y eso le había causado una profunda impresión. Decidió que, después de ver a aquellas mujeres delante de las casas raquíticas las noches de invierno y de las miradas que había visto en los ojos de los hombres que se paraban a hablar con ellas, sería mejor apartar el sexo de su vida. Una de las mujeres del barrio lo tentó una vez y él subió con ella a una habitación. Nunca olvidó el olor de aquel cuarto ni la mirada de codicia que vio en los ojos de la mujer. Le repugnó y dejó una terrible cicatriz en su alma. Siempre había pensado en las mujeres como en seres muy inocentes, como su abuela, pero después de aquella vivencia en la habitación apartó a las mujeres de su pensamiento. Tan amable era su naturaleza que era incapaz de odiar nada y, al ser incapaz de entenderlo, decidió olvidarlo. Y así lo hizo hasta que llegó a Winesburg. Después de pasar allí dos años, algo empezó a agitarse en su interior. Por todas partes veía a jóvenes galanteando y él también era joven. Antes de darse cuenta de lo que le ocurría, se había enamorado. Se enamoró de Helen White, la hija del hombre para el que había trabajado, y se encontró pensando en ella por las noches. Eso fue un problema para Tom, que lo solucionó a su manera. Se permitió pensar en Helen siempre que su imagen acudía a su memoria y solo se preocupó de la forma que adoptaban sus pensamientos. Tuvo que luchar, a su modo discreto y decidido, para contener sus deseos de la forma que él consideraba adecuada, pero en conjunto salió victorioso. Y luego llegó la noche de primavera en que se emborrachó. Esa noche Tom se desbocó. Fue como un ciervo inocente del bosque que ha comido una hierba que lo ha hecho enloquecer. Todo empezó, transcurrió y acabó en una noche, y, desde luego, ningún habitante de Winesburg salió perjudicado de la borrachera de Tom. En primer lugar, hacía una noche capaz de embriagar a cualquier naturaleza sensible. Los árboles de las calles residenciales del pueblo empezaban a estar revestidos de hojas verdes y blandas, en los jardines de detrás de las casas los hombres trabajaban en los huertos y en el aire había un susurro, una especie de silencio expectante, que hacía correr la sangre en las venas. Tom salió de su habitación de Duane Street justo cuando empezaba a caer la noche. Primero anduvo por las calles, paseando callado y silencioso, pensando en cosas que había tratado de formular con palabras. Se dijo que Helen White era una llama que danzaba en el aire y que él era un arbolito sin hojas que se recortaba contra el cielo. Luego imaginó que ella era un viento, un viento fuerte y terrible, llegado de la oscuridad de un mar tormentoso, y él un bote dejado en la orilla por un pescador. La idea le gustó y estuvo dándole vueltas mientras paseaba. Fue a la calle Mayor y se sentó en el bordillo delante de la expendeduría de tabacos de Wacker. Estuvo una hora haraganeando y oyendo las conversaciones de los hombres, pero no le interesaron demasiado y se escabulló para seguir su camino. Luego, decidió emborracharse así que fue al bar de Willy y compró una botella de whisky. Metió la botella en el bolsillo y salió del pueblo, pues quería estar solo para seguir pensando y beberse el whisky. Tom se emborrachó sentado en un bancal cubierto de hierba al lado del camino, unos dos kilómetros al norte del pueblo. Delante tenía un camino blanco y a su espalda un huerto de manzanos floridos. Echó un trago de la botella y luego se tumbó en la hierba. Pensó en las mañanas en Winesburg y en cómo las piedras del sendero cubierto de grava que daba acceso a la casa del banquero White se humedecían por el rocío y destellaban a la luz de la mañana. Pensó en las noches en el granero, cuando llovía y él se quedaba despierto oyendo tamborilear las gotas de lluvia y oliendo el cálido aroma de los caballos y el heno. Luego pensó en una tormenta que había pasado por Winesburg varios días antes y, haciendo memoria, revivió la noche que había pasado en el tren con su abuela cuando los dos llegaron de Cincinnati. Recordó con total claridad lo raro que se había sentido al estar tranquilamente sentado en el vagón y sentir el poder de la máquina que arrastraba el tren en plena noche. Tom se emborrachó muy deprisa. Siguió bebiendo sorbos de la botella mientras le visitaban los recuerdos y, cuando la cabeza empezó a darle vueltas, se incorporó y siguió alejándose de Winesburg. Había un puente en el camino que iba de Winesburg al lago Erie, en dirección norte, y el embriagado muchacho continuó andando hasta llegar a él. Una vez allí, se sentó. Trató de beber un poco más, pero cuando le quitó el tapón a la botella sintió náuseas y la apartó a un lado. La cabeza se le balanceaba adelante y atrás, así que se sentó en un banco de piedra que había junto al puente y suspiró. La cabeza le daba vueltas como una peonza que girase en el aire y batía los brazos y las piernas sin poder controlarlos. A las once en punto, Tom volvió al pueblo. George Willard lo encontró vagando por ahí y lo llevó a la imprenta del Eagle. Luego le asustó que el muchacho pudiera vomitar en el suelo y le ayudó a salir al callejón. El periodista se quedó perplejo respecto a Tom Foster. El joven borracho le habló de Helen White y afirmó que habían estado a la orilla del mar y habían hecho el amor. George había visto a Helen White paseando por la calle esa misma tarde y decidió que Tom tenía que estar desvariando. Un sentimiento que ocultaba su propio corazón concerniente a Helen White se encendió y eso le enfadó. —Calla de una vez —exclamó—. No permitiré que mezcles el nombre de Helen White con esto. No lo permitiré. —Sacudió a Tom por el hombro tratando de hacerle comprender—. Ya está bien. Los dos hombres, después de trabar conocimiento de un modo tan extraño, pasaron tres horas en la imprenta. Después de que se recuperase un poco, George lo sacó a pasear. Salieron al campo y se sentaron en un tronco junto a la linde del bosque. La quietud de la noche les hizo trabar confianza y, cuando al joven borracho se le despejó la cabeza, habló. —Me ha gustado emborracharme —dijo Tom Foster—. Me ha enseñado una cosa. Ya no tendré que volver a hacerlo. Ahora pensaré con más claridad. Ya sabes cómo son estas cosas. George Willard no lo sabía, pero se le pasó el enfado que había cogido a propósito de Helen White y sintió más simpatía por el joven pálido y agitado de la que había sentido nunca por nadie. Con solicitud maternal, insistió en que Tom se pusiera en pie y paseara un rato. De nuevo, volvieron a la imprenta y se sentaron en silencio en la oscuridad. El periodista no acababa de entender los motivos que había tenido Tom Foster para emborracharse. Cuando Tom volvió a hablarle de Helen White, se enfadó otra vez y empezó a reñirle. —Calla de una vez —dijo con aspereza—. No has estado con ella. ¿Por qué insistes en lo contrario? ¿Qué te impulsa a decir una cosa así? Ya está bien, ¿me has oído? Tom se sintió humillado. No podía pelear con George Willard porque era incapaz de pelearse con nadie, así que se levantó para marcharse. Cuando George Willard insistió en que no lo hiciera, le puso la mano en el hombro y trató de explicarle. —Bueno —dijo en voz baja—. No sé cómo fue. Me sentí feliz. Mira, Helen White hizo que me sintiera feliz, y la noche contribuyó también. Yo quería sufrir, hacerme daño. Pensaba que era mi deber, porque todo el mundo sufre y hace daño a los demás. Se me ocurrieron muchas cosas, pero ninguna me sirvió de nada. Todas le habrían hecho daño a alguien. La voz de Tom Foster se volvió chillona y, por una vez en su vida, estuvo a punto de exaltarse. —Fue como hacer el amor, eso es lo que quiero decir —explicó—. ¿No te das cuenta? Por eso lo hice. Y me alegro. Me enseñó algo, y eso es precisamente lo que necesitaba. ¿No lo entiendes? Quería aprender algo. Por eso lo hice. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
De la nada hacia la nada
Cuento
I Rosalind Wescott, una mujer grande y fuerte de veintisiete años, caminaba por una vía férrea cerca de la ciudad de Willow Springs, estado de Iowa. Eran alrededor de las cuatro de la tarde de un día de agosto. A su ciudad natal había llegado hacía tres días desde Chicago, donde trabajaba. En aquella época, Willow Springs era una ciudad de unos tres mil habitantes. Ha crecido desde entonces. Era una ciudad como tantas otras, con su ayuntamiento en medio de la Plaza Mayor. A los cuatro lados de la plaza, se levantaban los locales comerciales. La Plaza Mayor era bastante simple, sin césped, y de ella salían las calles bordeadas por casas de madera, largas calles rectas que desembocaban en carreteras de tierra que iban a parar a las praderas. Aunque le había dicho a todo el mundo que únicamente venía de visita porque echaba de menos estar con su familia, y aunque lo que quería realmente era hablar con su madre sobre un determinado asunto; por el momento, Rosalind no había sido capaz de hablar con nadie. Es más, no le estaba resultando nada fácil quedarse en casa con sus padres y, en todo momento, día y noche, sentía un enorme deseo de salir de la ciudad. Aquella calurosa tarde de verano, mientras caminaba por la vía férrea, Rosalind recriminaba su propia actitud. —No estoy siendo muy simpática. Si quiero hacerlo, por qué no lo hago en vez de darle mil vueltas—, pensó. Dos millas al este de Willow Springs, la vía férrea recorría unos campos de maíz situados en plena llanura. En aquel lugar había una pequeña pendiente y un puente sobre un arroyo llamado Willow Creek. Aunque el arroyo estaba completamente seco, varios árboles crecían a la orilla del barro reseco y agrietado, allí donde en otoño, invierno y primavera estaba el lecho del arroyo. Rosalind salió de la vía y se fue a sentar bajo un árbol. Le ardían las mejillas y le sudaba la frente. Al quitarse el sombrero, su melena cayó en desorden. Varios mechones quedaron pegados a su húmedo rostro. Se sentó en lo que parecía una gran cuenca bordeada por hileras de maíz. Detrás de ella y siguiendo el lecho del arroyo, había un sendero de tierra. Cada noche pasaba por allí un rebaño de vacas llegado de algún prado lejano. A poca distancia de allí, se había formado una gran esfera de estiércol de vaca cubierta de polvo gris sobre la que se arrastraban unos escarabajos de un color negro brillante. Los escarabajos se pasaban el día rodando pelotas de estiércol hasta un agujero cercano. Se estaban preparando para la germinación de una nueva generación de escarabajos. Rosalind había ido de visita a su ciudad natal en una época del año en la que todo el mundo deseaba escapar de aquel caluroso y polvoriento lugar. Nadie esperaba su visita y tampoco había escrito anunciando su llegada. Una mañana, en Chicago, se levantó de la cama y empezó a hacer las maletas. Esa misma noche estaba en Willow Springs, con su familia, en la casa en la que había vivido hasta sus veintiún años. Sin previo aviso, tomó el autobús en la estación y caminó hasta la casa de los Wescott. Su padre estaba en la bomba, junto a la puerta de la cocina. Al verla llegar, su madre entró al salón para saludarla, llevaba puesto un delantal de cocina un poco manchado. Nada parecía haber cambiado en esa casa. —Me apetecía venir a pasar unos días con vosotros—, dijo Rosalind tras dejar su maleta y besar a su madre. Los Wescott se alegraron mucho al ver a su hija. Estaban emocionados y prepararon una cena de bienvenida. Después de cenar, el padre se fue a dar su habitual paseo por la ciudad, pero volvió mucho antes que de costumbre. —Voy hasta la oficina de correos para comprar el periódico y vuelvo—, dijo disculpándose. La madre de Rosalind se puso un vestido limpio y fue a sentarse con su hija en la oscuridad del porche. Allí hablaron, más o menos. —¿Hace calor en Chicago estos días? Voy a pasarme el otoño enlatando fruta. Te voy a enviar una caja con botes de fruta. ¿Sigues viviendo en el mismo apartamento del Barrio Norte? Debe de ser muy agradable caminar de noche por el parque junto al lago.— * * * Sentada bajo un árbol cerca del puente a dos millas de Willow Springs, Rosalind miraba trabajar a los escarabajos. Su cuerpo estaba bastante acalorado por la larga caminata bajo el sol y el vestido ligero que llevaba puesto se le pegaba a las piernas. Estaba cada vez más manchado por el polvo que se había depositado bajo el árbol. Rosalind había huido de su ciudad y de la casa de su madre. Llevaba haciéndolo desde su llegada. No le apetecía ir de casa en casa visitando a sus amigas del colegio, las chicas que habían preferido quedarse en Willow Springs, casarse y formar una familia. Cuando se cruzaba por la calle con alguna de estas mujeres, con su carrito de bebé a cuestas, y quizás seguida por algún niño pequeño, a Rosalind no le quedaba más remedio que detenerse. Hablaban unos minutos. —Qué calor hace. ¿Sigues viviendo en el mismo apartamento de Chicago? Mi marido y yo queremos ir allí a pasar una o dos semanas con los niños. Debe de ser muy agradable vivir tan cerca del lago. —Rosalind no tardaba en despedirse. Desde su llegada a su ciudad natal no había hecho otra cosa más que huir. ¿De qué? Se preguntó Rosalind. Había venido de Chicago porque tenía la intención de hablar con su madre. ¿Realmente quería hablar con ella sobre determinados asuntos? ¿Pensaba sacar fuerzas para afrontar la vida y sus dificultades volviendo a respirar el aire de su ciudad natal? ¿De qué le valía haber efectuado aquel incómodo viaje desde Chicago si era para acabar pasando los días caminando por carreteras de tierra o entre las hileras de los campos de maíz bajo el calor asfixiante de la vía férrea? —Aunque no todos los deseos pueden cumplirse, no tengo que perder la esperanza, —pensó para sus adentros. Willow Springs era una ciudad insignificante, aburrida, una de las miles que hay en los estados de Indiana, Illinois, Wisconsin, Kansas, Iowa, pero en su mente su ciudad era aún más aburrida. Sentada bajo el árbol junto al lecho reseco del arroyo, Rosalind se puso a pensar en la calle donde vivían sus padres, la calle donde había vivido hasta sus veintiún años. El destino había hecho que ya no viviera allí. Su único hermano, diez años mayor que ella, se había casado y trasladado a Chicago. Un día le pidió a su hermana que fuera a visitarle y, una vez allí, Rosalind decidió quedarse. Su hermano trabajaba de comercial y pasaba mucho tiempo fuera de casa. —¿Por qué no te quedas aquí con Bess y estudias taquigrafía? —preguntó—. Si en el futuro no te interesa trabajar en ello no pasa nada. Papá siempre va a estar ahí para ocuparse de ti. Aprender algo siempre puede ser útil. * * * —Eso fue hace seis años —pensó Rosalind con cierto cansancio—. Ya llevo seis años viviendo en la gran ciudad. —Su mente no dejaba de pensar. Los pensamientos iban y venían. En Chicago, tras encontrar trabajo de taquígrafa, hubo algo que la mantuvo despierta durante un tiempo. Quería ser actriz y por las noches iba a una escuela de arte dramático. En su lugar de trabajo había un chico, un oficinista, con el que a veces salía a pasear, al teatro o a caminar por el parque. Se besaban. Sus pensamientos eran cada vez más nítidos, volvió a pensar en su madre y en su padre, en su casa de Willow Springs, en la calle donde había vivido hasta los veintiún años. La calle no era gran cosa. Desde la ventana principal de la casa de su madre se podían ver otras seis casas. Conocía su calle y a sus vecinos como la palma de su mano. ¿Realmente los conocía? Desde los dieciocho a los veintiún años se quedó en casa, ayudando a su madre en las tareas domésticas, esperando algo. Las demás chicas de su edad corrieron la misma suerte. Como ella, se habían graduado en el instituto de la ciudad, pero sus padres no tenían ninguna intención de enviarlas a la universidad. No había más remedio que esperar. Poco más se podía hacer. Algunas de esas chicas —sus madres y las madres de sus amigas seguían llamándolas niñas— tenían amigos que iban a visitarlas los domingos y algún miércoles o jueves por la tarde. Otras tomaban la decisión de unirse a la Iglesia, iban a grupos de oración, y se convertían en miembros activos de alguna congregación religiosa. Sacaban pecho. Rosalind no había hecho nada parecido. En esos tres años en Willow Springs no había hecho más que esperar. Por la mañana había que dedicarse a las tareas domésticas y luego, en cierto modo, el día ya no daba mucho más de sí. Por la noche, su padre salía a pasear a la ciudad y ella se quedaba con su madre. No se decían gran cosa. Cuando se iba a dormir, se quedaba despierta, extrañamente nerviosa, esperando a que ocurriera algo que finalmente nunca ocurría. Los ruidos de la casa de los Wescott interrumpían sus pensamientos. ¡La de cosas que se le pasaban por la cabeza! Una multitud de gente se alejaba constantemente de ella. A veces, se sentaba boca abajo al borde de un barranco. Bueno, no era exactamente un barranco. Eran dos grandes muros de mármol en los que se habían tallado extrañas figuras. Era posible bajar por unos enormes escalones —bajar hasta desaparecer—. Mucha gente bajaba por esos escalones, entre las paredes de mármol, alejándose de ella. ¿Quiénes eran todas aquellas personas? ¿De dónde venían? ¿Adónde iban? No lograba dormir. Su habitación era oscura. El techo y las paredes iban retrocediendo. Parecía estar flotando, suspendida en el espacio, por encima del barranco —ese barranco con muros de blanco mármol sobre el que jugaban unas extrañas luces. Hombres y mujeres bajaban esos enormes peldaños y se perdían en el infinito. A veces, pasaba por ahí una muchacha que podría tener su misma edad, pero que, en cierto modo, era más dulce, más pura. La muchacha caminaba con suavidad, con estilo, parecía un felino. Sus piernas y sus brazos se movían como se mueven las ramas de las copas de los árboles bajo una suave brisa. Ella también bajaba hasta desaparecer. Muchas otras personas bajaban los peldaños de mármol. Chicos jóvenes bajaban solos; tras ellos, un anciano muy distinguido seguido por una mujer con facciones muy dulces. ¡Qué hombre tan admirable! Su desgastado cuerpo irradiaba un poder infinito. Su rostro estaba cubierto de arrugas y tenía la mirada triste. Se podía sentir su inmensa sabiduría y se notaba que había guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo de su ser. Eso hacía que los ojos de la mujer que caminaba por detrás ardieran con un extraño fuego. Ellos también bajaban por las escaleras y desaparecían. Otras muchas personas bajaban hasta desaparecer —hombres y mujeres, chicos y chicas, ancianos, ancianas que caminaban con bastones y cojeaban un poco. En la cama de la casa de su padre, la mente de Rosalind se tranquilizaba. Intentaba aferrarse a algo, entender algo. Era inútil. Los ruidos de la casa interrumpían sus fantasías. Su padre estaba en la bomba, junto a la puerta de la cocina. Estaba bombeando un cubo de agua. En un momento, se lo llevará y lo colocará en un recipiente junto al fregadero de la cocina. Se derramará un poco de agua en el suelo. Después se escuchará un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Luego su padre irá a darle cuerda al reloj. Otro día más. Ahora no tardará en escuchar sus fuertes pisadas arrastrándose por el suelo de la habitación y finalmente se meterá en la cama, con su madre. Durante los años de su adolescencia, los ruidos nocturnos de la casa de su padre habían sido, en cierto sentido, algo horrible y espantoso. Ahora el destino había hecho que viviera en la ciudad y no quería volver a pensar en ellos nunca más. Incluso en Chicago, donde el silencio de la noche se veía interrumpido por miles de voces, por automóviles circulando por las calles a toda velocidad, por los acelerados pasos de los hombres que volvían a sus casas por las aceras de cemento pasada la medianoche, por los gritos de los borrachos que se peleaban en las calurosas noches de verano, incluso en ese gran tumulto de voces, todo parecía mucho más tranquilo. Los persistentes ruidos de las noches de la ciudad no eran nada comparados con los persistentes ruidos de la casa de su padre. Los ruidos de la ciudad no transmitían terribles verdades existenciales, esos ruidos no se aferraban tanto a la vida y no la asustaban como lo hacían los ruidos de la tranquila calle de la ciudad de Willow Springs. ¡Cuántas veces, allí en la gran ciudad, en medio de esos grandes ruidos, había luchado por librarse de esos pequeños ruidos! Los pies de su padre están entrando ahora en la cocina. Está poniendo el cubo de agua en el recipiente junto al fregadero. En ese mismo instante, en el piso de arriba, el cuerpo de su madre está cayendo pesadamente sobre la cama. Las visiones del barranco con muros de mármol por el que bajaba tanta gente hermosa se van desvaneciendo. Hay un pequeño charco en el suelo de la cocina. Se va a escuchar un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Rosalind tiene ganas de gritar. Su padre acaba de cerrar la puerta de la cocina. Ahora le va a dar cuerda al reloj. En unos instantes sus pies empezarán a subir las escaleras. Desde la ventana de la casa de los Wescott se veían otras seis casas. En invierno, el humo de las seis chimeneas de ladrillo se elevaba en las alturas. En una de las casas, la que estaba al lado de la casa de los Wescott, una pequeña casa de madera, vivía un hombre que ya tenía treinta y cinco años cuando Rosalind se fue a vivir a la ciudad. Era un hombre soltero y su madre, su ama de casa, había muerto el año en que Rosalind se graduó en el instituto. Tras la muerte de su madre, el hombre se quedó solo. Solía comer y cenar en el hotel, en la plaza de la ciudad, pero también se preparaba el desayuno, hacía su cama y barría la casa. A veces, mientras Rosalind estaba sentada en el porche, aquel hombre caminaba con paso lento por delante de la casa de los Wescott. Se levantaba el sombrero y discutía un rato con ella. Sus ojos se encontraban. Tenía una nariz prominente y aguileña y una larga y descuidada melena. Rosalind pensaba en él de vez en cuando. Aunque no era para alarmarse, le molestaba un poco que aquel hombre se colara en sus fantasías cotidianas. Aquel día, mientras Rosalind estaba sentada en el reseco lecho del río, se puso a pensar en aquel hombre soltero que ya tenía más de cuarenta años y que seguía viviendo en la calle donde había pasado su infancia. Una cerca separaba su casa de la casa de los Wescott. Algunas mañanas, el hombre olvidaba bajar las persianas y Rosalind, ocupada con las tareas domésticas en la casa de su padre, veía cuando pasaba en ropa interior. Era… bueno, mejor no entrar en detalles. Aquel hombre se llamaba Melville Stoner. Tenía una pequeña pensión y no le hacía falta trabajar. Había días en los que ni siquiera iba a comer al hotel, se quedaba todo el día en casa, sentado en una silla con la nariz enterrada en un libro. En una de las casas de esa misma calle, vivía una viuda que se pasaba el día criando pollos. Dos o tres de sus gallinas eran lo que la gente del vecindario llamaba —gallinas de altos vuelos—. Por lo general, cuando sobrevolaban las vallas del gallinero aterrizaban directamente en el jardín del soltero. A los vecinos todo aquello les hacía bastante gracia. Era, a su modo de ver, algo bastante significativo. En cuanto las gallinas se posaban en el jardín de Melville Stoner, la viuda salía tras ellas con un palo en la mano. El soltero salía de su casa y presenciaba el espectáculo desde su pequeño porche. La viuda llegaba corriendo hasta la puerta principal agitando los brazos, y las gallinas, armando un gran revuelo, salían volando por encima de la valla y corrían por la calle hasta llegar a la casa de la viuda. La mujer se quedaba un rato de pie, frente a la puerta de la casa de Melville Stoner. En verano, cuando las ventanas de la casa de los Wescott estaban abiertas, Rosalind escuchaba su conversación. En Willow Springs no estaba bien visto que una mujer soltera se quedara hablando con un hombre soltero en la puerta de su casa. La viuda no quería faltar a esas costumbres. Aun así, se quedaba allí un rato, apoyada contra el poste de la puerta. ¡Menudos ojitos ponía! —Si le molestan mis gallinas, no se lo piense dos veces, mátelas—, le decía con cierta agresividad. —No se preocupe. Me alegra verlas llegar—, respondía Melville Stoner, inclinando la cabeza. A Rosalind le parecía que su vecino le tomaba el pelo a la viuda. Aquel hombre le caía bien por eso. —Si no fuera por sus gallinas, usted jamás vendría por aquí. Cuídelas bien—, decía, inclinándose de nuevo. El hombre y la mujer se quedaban un momento mirándose a los ojos. Rosalind observaba a la mujer desde una de las ventanas de la casa de los Wescott. Hasta ahí llegaba la conversación. Había algo en aquella mujer que no lograba entender —bueno, la mujer iba llenando sus sentidos—. A la joven de la casa de al lado la viuda no le caía demasiado bien. * * * Rosalind se levantó y subió hasta el terraplén de la vía férrea. Daba gracias a Dios por haberle dado la oportunidad de salir de la rutina de Willow Springs para irse a vivir a la gran ciudad. —Chicago no es una ciudad demasiado bonita. La gente dice que no es más que un pueblo sucio y ruidoso y quizás tenga razón, pero allí hay vida—, pensó. En Chicago, o al menos durante los dos o tres últimos años que había pasado allí, Rosalind sentía que había aprendido algo de la vida. Para empezar, se había dedicado a la lectura, había leído libros que nunca llegarían a Willow Springs, libros que en Willow Springs nadie conocía, había ido a conciertos, como los de la Orquesta Sinfónica, había empezado a entender los lenguajes del trazo y del color, había escuchado hablar sobre estos temas a hombres inteligentes. En Chicago, en medio de esa gran marea humana, se escuchaban voces. A veces uno se encontraba con hombres, o había oído que existían hombres que, como aquel distinguido anciano que se alejaba por las escaleras de mármol de sus fantasías infantiles, habían guardado algo vivo y muy valioso en lo más profundo de su ser. Pero había algo más, lo más importante. Durante los dos últimos años de su vida en Chicago había pasado horas enteras, días enteros en compañía de un hombre con quien podía hablar. Esas charlas la habían despertado. Sentía que gracias a ellas se había convertido en mujer, que había madurado. —Conozco Willow Springs como la palma de mi mano, sé cómo es su gente y sé en qué me habría convertido si me hubiese quedado aquí, —pensó. Sentía alivio y cierta felicidad. Estaba atravesando un momento de crisis y había vuelto a casa con la esperanza de poder hablar un poco con su madre o, si finalmente hablar con ella resultaba imposible, esperaba obtener cierto sentido de hermandad estando a su lado. Siempre había pensado que en toda mujer había algo enterrado, algo que en un momento dado podría ayudar a una mujer necesitada. En esos momentos, sentía que la esperanza, el sueño, el deseo, que anhelaba era totalmente en vano. Sentada en aquella enorme cuenca donde no corría el aire, en medio de los campos de maíz a dos millas de su ciudad, mirando trabajar a los escarabajos perpetuar una nueva generación de escarabajos, pensando en la ciudad y en su gente, Rosalind parecía entender todo un poco mejor. Después de todo, puede que su visita a Willow Springs sirviera para algo. La figura de Rosalind aún conservaba buena parte de su juventud. Era una mujer de piernas fuertes y de hombros anchos. Caminaba por la vía férrea hacia la ciudad en dirección oeste. Estaba empezando a anochecer. Allá a lo lejos, en lo alto del maíz, en uno de los inmensos campos, pudo ver la imagen de un hombre conduciendo un vehículo por una carretera de tierra. Los rayos del sol se entretenían con el polvo que levantaban las ruedas del vehículo. Esa flotante nube de polvo se convirtió en una lluvia dorada que fue cayendo sobre los campos. —Cuando una mujer busca algo auténtico en otra mujer, aunque sea su madre, no parece que pueda encontrarlo —pensó con cierta amargura—. Hay ciertas cosas que toda mujer debe descubrir por sí misma, hay un camino que solo ella puede tomar, nadie más. Puede que ese camino lleve a un camino oscuro y terrible, pero si no quiere que la muerte se apodere de ella y viva en ella mientras su cuerpo sigue en vida, toda mujer debe adentrarse algún día por esa senda. Rosalind caminó otra milla por la vía férrea y se detuvo. Mientras estaba sentada bajo el árbol junto al lecho del arroyo vio pasar un tren de carga dirección este. Ahora, allí junto a la vía, parecía que un hombre estaba tirado en la hierba. Estaba inmóvil, con el rostro enterrado en la hierba quemada. Rosalind llegó entonces a la conclusión de que aquel hombre había sido golpeado por el tren y que quizás estaba muerto. El cuerpo había quedado ahí tirado. Sus pensamientos se fueron diluyendo, dio media vuelta y empezó a alejarse de allí de puntillas, pisando con cuidado las traviesas de las vías, sin hacer ningún ruido. Entonces se detuvo. Quizás ese hombre no estuviera muerto, quizás solo estuviera herido, terriblemente herido. Tenía que hacer algo, no podía dejarlo allí. Se lo imaginó mutilado pero luchando por su vida, y ella intentando ayudarle. Dio media vuelta y volvió a caminar por las traviesas. Las piernas del hombre no estaban dobladas y a su lado estaba su sombrero. Parecía como si lo hubiera dejado allí antes de echarse a dormir, pero un hombre no duerme con el rostro enterrado en la hierba bajo ese calor y en un lugar tan incómodo. Se acercó. —Oiga, señor —gritó—. Señor, ¿está usted herido? El hombre que estaba tumbado en la hierba se incorporó y la miró. Se echó a reír. Era Melville Stoner, el hombre en quien había estado pensando repetidas veces y que le había permitido sacar ciertas conclusiones sobre la inutilidad de su visita a Willow Springs. El hombre se levantó y recogió el sombrero. —Hola, señorita Rosalind Wescott—, dijo con cordialidad. Se subió a un pequeño terraplén y se quedó a su lado. —Sabía que había vuelto a casa de visita, pero ¿qué está usted haciendo aquí?—, preguntó; y luego añadió: —¡Qué suerte la mía! Ahora voy a tener el privilegio de acompañarla hasta su casa. Después de haberme gritado de esa manera, no creo que pueda negarse.— Caminaron juntos por la vía férrea, él con su sombrero en la mano. A Rosalind le pareció que su acompañante era una especie de pájaro gigante, anciano, que desprendía una gran sabiduría; —Se parece un poco a un buitre—, pensó. El hombre permaneció un rato en silencio, pero de pronto empezó a hablar, quería explicar por qué estaba tirado con el rostro enterrado en la hierba. Le brillaban los ojos. Rosalind se preguntó si le estaba tomando el pelo, igual que a la viuda de las gallinas. No fue directamente al grano, y a Rosalind le pareció extraño que estuvieran ahí hablando y caminando juntos. Sus palabras le llamaron inmediatamente la atención. Era mucho mayor que ella y mucho más sabio, no cabía duda. Qué inocente había sido pensando que sabía más que cualquiera de los habitantes de Willow Springs. Ahí estaba escuchando hablar a ese hombre y lo que escuchaba no sonaba a nada de lo que hubiese esperado oír salir de los labios de un habitante de su ciudad natal. —Quiero explicarme, pero prefiero esperar un poco. Llevo años intentando conectar con usted, hablar con usted, y por fin ha llegado mi oportunidad. Hace ya unos cinco o seis años que se marchó y ya es usted toda una mujer. —No se asuste, mi deseo de querer conectar con usted y entenderla un poco mejor no es nada realmente personal —añadió rápidamente—. Así soy con todo el mundo. Quizás sea por eso por lo que vivo solo, sigo soltero y no tengo amigos. Soy demasiado impaciente. A los demás les incomoda mi compañía.— Rosalind estaba sorprendida descubriendo la faceta escondida de aquel hombre. Se quedó pensando. A lo lejos, se empezaban a ver las casas de la ciudad. Melville Stoner intentó caminar por uno de los raíles de hierro, pero tras dar unos pasos perdió el equilibrio y cayó. Sus largos brazos dieron unas cuantas vueltas antes de caer. Rosalind entró en un extraño estado de ánimo. En cuestión de segundos, Melville Stoner había pasado de parecer un anciano a parecer un niño. Estando a su lado, su mente, que no había dejado de pensar en toda la tarde, siguió pensando con mayor intensidad. Cuando Melville Stoner reanudó la conversación, pareció haber olvidado la explicación que le había prometido a Rosalind. —Vivimos tantos años al lado y en todo ese tiempo apenas nos hablamos —dijo—. Cuando yo era joven y usted era solo una niña, yo me sentaba en mi casa pensando en usted. Hemos sido amigos. Lo que quiero decir es que hemos compartido los mismos pensamientos.— Empezó a criticar con dureza la vida en la gran ciudad. —Aquí todo es triste y estúpido, pero la gran ciudad tiene también su propia dosis de estupidez —declaró—. Me alegro de no estar viviendo allí.— Cuando empezó a vivir en Chicago, a Rosalind le ocurría a veces algo sorprendente. En la gran ciudad solo conocía a su hermano y a su cuñada y a veces se sentía muy sola. Cuando ya no podía soportar la monotonía de la casa de su hermano, se iba a un concierto o al teatro. Alguna que otra vez, cuando no tenía dinero para comprar la entrada, se armaba de valor y caminaba sola por las calles, acelerando el paso sin pararse a mirar a su alrededor. Cuando se sentaba en el teatro o caminaba en la calle a veces le ocurría algo extraño. Alguien mencionaba su nombre, sentía que alguien la llamaba. Algo parecido le ocurrió en un concierto. Miró rápidamente a su alrededor. Las caras que pudo ver tenían esa misma expresión, mitad aburrimiento, mitad expectación, que uno acostumbra a ver en las caras de las personas que escuchan música clásica. En el teatro nadie parecía reparar en ella. En la calle o en el parque, sentía esa llamada cuando estaba completamente sola. La voz parecía salir de la nada, de detrás de alguno de los árboles del parque. Y ahora, mientras caminaba por la vía férrea, esa llamada parecía salir del propio Melville Stoner. El hombre seguía caminando, aparentemente absorto en sus propios pensamientos, intentando encontrar las palabras con las que poder expresarse. Tenía unas piernas muy largas y un modo de andar un tanto extraño. Rosalind seguía pensando que ese hombre tenía aspecto de ave, quizás un ave marina varada a gran distancia de la costa, pero la llamada no salía del pájaro que vivía en él. Había algo más, una personalidad escondida. Rosalind se imaginó que la llamada salía de un niño, de uno de esos niños de ojos claros que había visto en las fantasías nocturnas en la habitación de la casa de su padre, de uno de esos niños que caminaba por la escalera de mármol, que bajaba hasta desaparecer. Se sorprendió con sus propios pensamientos. —El niño se esconde en el cuerpo de este extraño hombre con pinta de pájaro—, pensó. Esa idea despertó nuevas fantasías en ella. Explicaba mucho sobre la vida de los hombres y las mujeres. Su mente recordó una expresión, una frase, de los tiempos de su infancia, cuando iba a la Escuela Dominical de Willow Springs. —Y Dios me habló por medio de una zarza ardiente. —Y a punto estuvo de repetir esas palabras en voz alta. Melville Stoner seguía caminando por las traviesas sin parar de hablar. Parecía haber olvidado el incidente de su nariz enterrada en la hierba y siguió hablando de su solitaria vida en la casa de su pequeña ciudad. Rosalind intentó, sin éxito, concentrarse y escuchar atentamente sus palabras. —He vuelto unos días a casa con el deseo de acercarme un poco a la vida; quería, por unos días, alejarme de la presencia de un hombre para poder pensar en él. Pensé que podía conseguirlo estando cerca de mi madre, pero no ha sido así. Sería extraño poder lograr mi objetivo hablando con este hombre—, pensó. Aunque escuchaba las palabras del hombre, su mente seguía pensando, fabricando sus propias palabras. Sentía que algo se estaba liberando en su interior, se sentía libre, relajada. Desde el momento en que se bajó del tren en la estación de Willow Springs tres días antes, la tensión se mascaba en el ambiente. Ahora había desaparecido. Miraba a Melville Stoner y él, de vez en cuando, le devolvía la mirada. Había algo en sus ojos, una especie de risa —una especie de risa burlona—. Tenía ojos grises, de un gris frío, semejantes a los de un pájaro. —Se me ocurre —he estado pensando—, bueno, usted lleva seis años viviendo en la gran ciudad y aún sigue soltera. Sería extraño y hasta divertido que usted fuera como yo, que no pudiera casarse o acercarse a otra persona, —le dijo. Volvió a hablar de la vida que llevaba en su casa. —A veces lo único que me apetece es quedarme todo el día sentado, incluso cuando hace buen tiempo —dijo—. Seguro que alguna vez me ha visto ahí sentado. A veces hasta se me olvida que tengo que comer. Me paso el día leyendo, tratando de olvidarme y, cuando cae la noche no logro conciliar el sueño. —Si supiera escribir o pintar o componer música, si me interesara expresar lo que me pasa por la cabeza, todo sería diferente. Sin embargo, yo no escribiría como los demás. Poco tendría que decir sobre lo que hacen los humanos. ¿Qué hacen? ¿Es realmente importante? Sí, claro, construyen grandes ciudades como Chicago y ciudades más pequeñas como Willow Springs, han construido esta vía férrea sobre la que estamos caminando, se casan y tienen hijos, cometen crímenes, roban, son amables. ¿Qué importancia tiene? Mire, aquí estamos caminando bajo este intenso sol. Dentro de cinco minutos llegaremos a la ciudad, usted se irá a su casa y yo a la mía. Cenará con sus padres. Después su padre se irá a dar una vuelta a la ciudad y usted y su madre se irán a sentar en el porche. No tendrán mucho que decirse. Su madre le comentará su intención de enlatar fruta. Cuando su padre vuelva a casa de su paseo nocturno, se irán todos a dormir. Su padre irá a bombear un cubo de agua en el pozo de la entrada de la cocina. Lo llevará dentro y lo colocará en un recipiente junto al fregadero. Se derramará un poco de agua. Dejará un pequeño charco en el suelo de la cocina… —¡Ah! Melville Stoner se dio la vuelta y miró detenidamente a Rosalind, que estaba algo pálida. Su mente se aceleró, parecía un motor totalmente descontrolado. Le asustaba el poder que irradiaba Melville Stoner. Con solo nombrar ciertos tópicos aquel hombre acababa de invadir lugares más secretos. Era como si hubiese entrado a la habitación de la casa de su padre donde se tumbaba a pensar. Parecía haber entrado en su cama. Melville Stoner se echó a reír con melancolía. —¿Sabe?, en este país somos bastante ignorantes, ya sea en los pueblos o en las ciudades —dijo con rapidez—. Todos tenemos mucha prisa. Todo el mundo está acelerado. Yo prefiero quedarme sentado, pensando. Si quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el mundo. Escribiría sobre las cosas que les sorprenden, las cosas que les asustan un poco. Contaría lo que ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos por la vía férrea. Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y lo que le gustaría decirle.— A Rosalind le temblaban las manos, y su rostro estaba blanco como la tiza. Salieron de la vía y empezaron a caminar por las calles de Willow Springs. Algo había cambiado en Melville Stoner. Ahora volvía a parecer un hombre de cuarenta años, un poco indeciso, un poco avergonzado por la presencia de una mujer más joven. —Me voy al hotel, aquí se separan nuestros caminos—, dijo arrastrando los pies por la acera. —Me hubiera gustado contarle por qué me encontró ahí tirado con el rostro enterrado en la hierba—, dijo. Algo había cambiado en su voz. Era la voz del niño que había llamado a Rosalind desde el cuerpo del hombre mientras hablaban y caminaban por las vías. —Hay días en los que esta vida me resulta insoportable—, dijo con dureza, agitando sus enormes brazos. —Cuando uno pasa tanto tiempo solo acaba odiándose a sí mismo. Tengo que salir de esta ciudad. El hombre agachaba la cabeza, mirando al suelo. Sus enormes pies seguían arrastrándose nerviosamente. —Una vez, en invierno, pensé que me estaba volviendo loco —dijo—. Me puse a pensar en un huerto que está a unas cinco millas de la ciudad, un huerto por donde había caminado un día a finales de otoño, la época en que las peras están maduras. Se me ocurrió volver por allí. Hacía mucho frío, pero aun así caminé las cinco millas y entré en el huerto. La tierra estaba helada y cubierta de nieve, pero eché la nieve a un lado. Me tumbé y puse mi rostro sobre la hierba. En otoño, cuando caminé por ahí por primera vez, aquel lugar estaba cubierto de peras maduras que desprendían un aroma muy agradable. Las peras estaban cubiertas de abejas, parecían embriagadas, era como si las abejas estuvieran alcanzando una especie de éxtasis. Aún recuerdo ese aroma. Por eso volví por allí y puse mi rostro sobre la hierba helada. Las abejas estaban en un estado de éxtasis, en un éxtasis vital. A mí la vida siempre se me ha escapado. Nunca he podido coger el tren de la vida. Siempre se aleja de mí. Siempre me imagino que la gente se aleja de mí. Este año, en primavera, caminé por la vía férrea hasta el puente de Willow Creek. El lugar estaba cubierto de violetas. En aquel momento, apenas me fijé en ellas, pero hoy las recuerdo perfectamente. Las violetas eran como la gente que se aleja de mí. Estaba poseído por un irresistible deseo de ir tras ellas. Me sentía como un pájaro volando por los aires. Estaba convencido de que debía ir tras algo que se iba alejando de mí. Melville Stoner dejó de hablar. Estaba pálido, a él también le temblaban las manos. Rosalind estuvo a punto de tocarle la mano. Le entraron ganas de gritar —yo estoy aquí. No estoy muerta. Estoy viva——. Pero se quedó callada, mirándole fijamente, como la viuda de las gallinas de altos vuelos. Melville Stoner luchó por recuperarse del éxtasis que había alcanzado por sus propias palabras. Inclinó la cabeza y sonrió. —Espero que vuelva a pasear por la vía férrea —dijo—. En el futuro ya sé qué hacer con mi tiempo libre. Cuando venga a Willow Springs iré a acampar a la vía férrea. Como las violetas, usted también ha dejado su aroma, no cabe duda. —Rosalind le miró. Su risa era la misma que le dedicaba a la viuda en la puerta de su casa. No tenía importancia. Cuando se separaron, ella siguió caminando lentamente por las calles de su ciudad. Su mente volvió a recordar la frase que le había venido a la cabeza mientras caminaban por las vías. —Y Dios me habló por medio de una zarza ardiente. —Y siguió repitiéndola hasta llegar a la casa de los Wescott. * * * Rosalind estaba sentada en el porche de la casa donde había pasado su infancia. Su padre aún no había vuelto a casa. Era comerciante de madera y carbón y tenía varios cobertizos frente a una vía muerta al oeste de la ciudad. En una esquina de su pequeña oficina, junto a una ventana, había una estufa y un escritorio. En el escritorio se amontonaban las cartas sin abrir y las circulares de las compañías de madera y carbón. Estaban cubiertas por una espesa capa de polvo de carbón. El hombre se pasaba el día ahí sentado, esperando como un animal enjaulado, pero, a diferencia del animal, no parecía triste ni inquieto. Era el único comerciante de madera y carbón de Willow Springs. Cuando los ciudadanos querían algunas de estas materias primas no les quedaba más remedio que acudir a él. No tenía competencia. Era un hombre satisfecho. Por la mañana, nada más llegar a la oficina, se ponía a leer el periódico de Des Moines y, si nadie venía a molestarle, se pasaba el día ahí sentado, junto a la estufa en invierno y junto a la ventana en los largos y calurosos días de verano, indiferente al cambio de las estaciones, sin ideas, sin esperanza, sin remordimientos por saber que la vida se estaba convirtiendo en algo cada vez más viejo y desgastado. En la casa de los Wescott, la madre de Rosalind ya había empezado a enlatar la fruta. Estaba haciendo mermelada de grosella. Rosalind podía escuchar los botes hirviendo en la cocina. Su madre caminaba con pesadez. Había cogido unos cuantos kilos estos últimos años. Su hija estaba cansada de tanto pensar. Había sido un día de fuertes emociones. Se quitó el sombrero y lo dejó en el porche. Las ventanas de la casa de Melville Stoner parecían ojos mirándola fijamente, acusándola. —Me parece que has ido demasiado lejos —declaró la casa burlándose de ella—. Creías saber cosas de la gente. Pero está claro que no sabes nada. —Rosalind se cogió la cabeza con las manos. Era cierto, había malinterpretado ciertas cosas. El hombre que vivía en la casa de al lado no era como las demás personas de Willow Springs. No era, como había supuesto, un ciudadano insignificante de una aburrida ciudad, alguien que no sabía nada de la vida. ¿No acababa de pronunciar las palabras que la habían sorprendido, conmocionado? Rosalind tuvo una experiencia que suele ser habitual en la gente nerviosa. Su mente, cansada de tanto pensar, en vez de tomarse un respiro, aceleró el ritmo. Alcanzó un nuevo nivel de pensamiento. Su mente era una especie de artefacto volador que despegaba del suelo y salía volando por los aires. Se aferró a una idea que había expresado o insinuado Melville Stoner. —Todo ser humano tiene dos voces, y las dos luchan por hacerse oír. Acababa de descubrir un nuevo mundo de pensamiento. Después de todo, quizás fuese posible entender al ser humano. Quizás fuese posible entender a su madre, la vida de su madre, la de su padre, la del hombre de quien estaba enamorada, la suya misma. La voz emite sonidos que se convierten en palabras. Los labios pronuncian las palabras. Se ajustan, se rigen bajo un mismo patrón. Por lo general, las palabras no tienen vida propia. Se crearon en la antigüedad y sin duda muchas de ellas fueron, en su día, palabras vivas, palabras que salían de la profundidad de las personas, del vientre de las personas. Las palabras habían escapado de un lugar cerrado. En una época remota expresaron una verdad existencial. Desde entonces vivían una existencia de continua repetición, los labios de las personas las repetían una y otra vez, infinita, cansinamente. Se puso a pensar en todos esos hombres y mujeres que había visto juntos, que había escuchado hablar mientras se sentaban en el tranvía, o en sus casas, o mientras caminaban por algún parque de Chicago. En aquellas largas noches pasadas en su apartamento, su hermano, el comercial, y su cuñada habían hablado para no decir gran cosa. Con ellos ocurría lo mismo que con el resto de la gente. Algo ocurría de repente. Mientras que los labios de la gente pronunciaban ciertas palabras, los ojos expresaban otras. A veces, las palabras daban muestras de cariño mientras que la rabia se intuía en sus ojos. A veces, era todo lo contrario. ¡Qué confusión! No cabía duda, había algo escondido en la gente, algo que no llegaba a expresarse a menos que fuera de forma accidental. Había que sorprenderse o alarmarse para que las palabras cobraran vida. La visión de su infancia que a menudo venía a visitarla cuando estaba tumbada en la cama volvió a aparecer. Volvió a ver gente en la escalera de mármol, bajando y desapareciendo, hacia el infinito. Su mente empezó a formar palabras que sus labios a duras penas lograban expresar. Deseaba desesperadamente encontrar a alguien con quien poder expresarse y a punto estuvo de ir a hablar con su madre, de ir a la cocina donde su madre estaba preparando mermelada de grosella. Se volvió a sentar. —Bajan a la sala de las voces ocultas—, se dijo entre murmullos. Las palabras la embriagaban, su efecto era parecido al de las palabras que había pronunciado Melville Stoner. Sintió como si de repente hubiese crecido no solo espiritual, sino también físicamente. Estaba aliviada, relajada, se sentía joven, maravillosamente joven. Se imaginó caminando, como la muchacha de sus fantasías, moviendo los brazos y los hombros, bajando por una escalera de mármol —hacia los lugares ocultos de la gente, hacia la sala de pequeñas voces. —A partir de ahora voy a poder entender, ¿habrá algo que no pueda entender?—, se preguntó. Le entraron dudas y empezó a temblar. Mientras caminaba con él por las vías, Melville Stoner había penetrado en lo más profundo de su ser. Su cuerpo era una casa, y él había cruzado el umbral. Conocía los ruidos nocturnos de la casa de su padre —su padre arrastrándose hasta el pozo en la entrada de la cocina, el charco de agua en el suelo—. Incluso cuando no era más que una niña y pensaba que estaba sola en la cama en la oscuridad de la habitación de la casa donde ahora estaba sentada, no estaba sola. Aquel extraño hombre con pinta de pájaro que vivía en la casa de al lado, había estado con ella, en su habitación, en su cama. Años después, ese hombre recordaba los pequeños y espantosos ruidos de la casa y sabía que esos ruidos la aterrorizaban. Había algo terrible en esa revelación. Aquel hombre había hablado, había expresado su conocimiento, y lo había hecho con la sonrisa en los ojos, casi burlándose. En la casa de los Wescott, seguían escuchándose los sonidos domésticos. Un hombre que se había pasado el día trabajando en un campo, y que ya había empezado a arar para el otoño, estaba desenganchando los caballos de su arado. Estaba muy lejos, al final de la calle, en un campo que surgía de una llanura. Rosalind se quedó mirando. El hombre estaba enganchando los caballos a su carreta. Pudo verlo perfectamente, como si mirara por un telescopio. Iba a llevar los caballos hasta una granja lejana y después los llevaría al establo. Luego entraría en una casa donde una mujer estaría trabajando. Quizás esa mujer, como su madre, estaría preparando mermelada de grosella. El hombre gruñiría igual que su padre cuando volvía a casa por la tarde de su pequeña oficina. —Hola—, diría, categórica, indiferente, estúpidamente. Así era la vida. Rosalind estaba cansada de tanto pensar. El hombre que trabajaba en aquel campo se subió al carro y se alejó del lugar. En unos instantes, el único recuerdo de su presencia sería una pequeña nube de polvo flotando en el aire. En su casa, la mermelada de grosella ya había terminado de hervir. Su madre se disponía a envasarla en frascos de vidrio. Esa operación producía una nueva corriente de pequeños sonidos. Volvió a pensar en Melville Stoner. Llevaba años sentado, escuchando sonidos. Había cierta locura en todo ello. Se encontraba sumida en un estado casi frenético. —Esto no puede seguir así —se dijo—. Parezco un instrumento de cuerda con las cuerdas muy tensas. —Se cubrió la cara con las manos, con cierto cansancio. Entonces un escalofrío le recorrió el cuerpo. Melville Stoner era lo que era por alguna razón. Había una puerta cerrada que permitía bajar por las escaleras de mármol, bajar hacia el infinito, hacia la sala de las pequeñas voces. El amor era la llave que permitía abrir esa puerta. Rosalind sintió que la calidez volvía a su cuerpo. —El entendimiento no tiene por qué llevar al cansancio—, pensó. Después de todo, la vida puede ser algo maravilloso. Aquella visita a Willow Springs tenía que resultar significativa en su vida. Para empezar, tenía que acercarse a su madre, tenía que penetrar en la vida de su madre. —Será mi primer descenso por la escalera de mármol—, pensó. Se le humedecieron los ojos. Su padre no tardaría en llegar y volvería a marcharse después de cenar. Iba a quedarse sola con su madre. Juntas podrían explorar un poco el misterio de la vida, encontrar cierta hermandad. Quería hablar con una mujer comprensiva y el momento parecía haber llegado. Puede que finalmente su visita a Willow Springs y a su madre tuviera un final feliz. II La historia de los seis años de Rosalind en Chicago es la historia de miles de mujeres solteras que trabajan en las oficinas de la ciudad. No era la necesidad lo que la motivaba a trabajar ni tampoco lo que la mantenía en el trabajo. Tampoco se consideraba una empleada, una de esas mujeres que no haría otra cosa en la vida más que trabajar. Durante un tiempo, después de salir de la escuela de mecanografía, fue de oficina en oficina, adquiriendo cada vez más experiencia, pero sin interesarse realmente en la tarea que desempeñaba. Era una manera de matar el tiempo. Su padre, que además de su negocio de madera y carbón tenía tres granjas, le enviaba cada mes unos cien dólares. El dinero que ganaba lo gastaba en ropa, y por eso vestía mejor que la mayoría de sus compañeras. Si de algo estaba segura es de que no quería volver a Willow Springs para vivir con sus padres, y también sabía que no podía seguir viviendo con su hermano y su cuñada. Por primera vez empezaba a fijarse en la ciudad que se abría ante sus ojos. Cuando caminaba a mediodía por Michigan Boulevard, cuando iba a comer a un restaurante, o cuando cogía el tranvía para volver a casa por la noche, se fijaba en las parejas. Lo mismo ocurría los domingos, en esas tardes de verano en que iba a caminar por el parque o junto al lago. Un día, mientras estaba en el tranvía, vio a una mujer pequeña de cara redonda poner su mano en la mano de su novio. Antes de hacerlo, la mujer miró con cautela a su alrededor. Quería estar segura de algo. Para Rosalind y para las demás mujeres del vagón, aquel acto tenía un claro significado. Era como si la voz de esa mujer dijera en voz alta: —Este hombre es mío. No os acerquéis demasiado. No cabía duda, Rosalind se estaba despertando del letargo de Willow Springs, de ese estado en el que había estado sumida durante sus años de juventud. Ese despertar se lo debía a la gran ciudad. Chicago era una ciudad enorme, tentacular. Solo hacía falta dejarse llevar por las aceras para perderse por sus extrañas calles, para descubrir nuevos rostros. Los sábados por la tarde y los domingos no se trabajaba. En verano había tiempo para pasar el rato: ir al parque, caminar entre la multitud con unos cuantos compañeros de la oficina por la calle Halsted, o pasar el día en las dunas al pie del lago Michigan. La gente estaba entusiasmada y sedienta, siempre sedienta —de compañía—. Ni más ni menos. Las mujeres querían poseer algo —un hombre—, sacarlo a pasear, apoderarse de él. A Rosalind le gustaba leer —únicamente libros escritos por hombres o por mujeres que escribían como hombres—. En los libros había siempre un error básico en cuanto al planteamiento de la vida. Aquel error era recurrente. En la época de Rosalind, ese error era aún más flagrante. Alguien se había apoderado de la llave con la que se podía abrir la puerta de la cámara secreta de la vida. Otros cogían la llave y se precipitaban. Una gran multitud, ruidosa y vulgar, abarrotaba la cámara secreta de la vida. Todos los libros que trataban sobre la vida lo hacían a través de los labios de la multitud que acababa de llegar al lugar sagrado. El escritor se había apoderado de la llave. Era el momento de hacerse oír. —Sexo —gritaba—. Si entiendo el sexo podré descifrar el misterio. Todo eso estaba muy bien y a veces el tema era interesante, pero al final acababa cansando. Un domingo por la noche, Rosalind estaba tumbada en la cama de su habitación en la casa de su hermano. Esa tarde, mientras paseaba por una calle del noroeste de la ciudad, se topó con una procesión religiosa. La Virgen desfilaba por las calles. Las casas estaban decoradas y las mujeres se apoyaban en los balcones. Viejos sacerdotes vestidos con túnicas blancas avanzaban lentamente acompañando a los penitentes. Jóvenes corpulentos llevaban el trono donde descansaba la Virgen. La procesión se detuvo. Alguien inició un canto litúrgico con voz clara y fuerte. Otras voces se fueron juntando. Los niños pasaban entre la gente pidiendo una limosna. Un continuo ruido de fondo acompañaba la procesión. Las mujeres se gritaban de una calle a otra. Chicas jóvenes caminaban por las aceras y sonreían cariñosamente a los penitentes, que, vestidos con túnicas blancas reunidos alrededor de la Virgen, se giraban para mirarlas. En las esquinas, los comerciantes vendían velas, nueces, refrescos. Tumbada en la cama, Rosalind dejó el libro que estaba leyendo. —La adoración a la Virgen es una forma de expresión sexual—, leyó. —¿Bueno, y qué? ¿Y si así fuera, a quién le importa? Saltó de la cama y se quitó el camisón. Ella también era virgen. ¿A quién le importaba? Se fue girando lentamente, mirando su joven y fuerte cuerpo. Era un lugar donde vivía el sexo. Era un lugar donde el sexo de otras personas podía llegar a expresarse. ¿A quién le importaba? En la habitación de al lado, su hermano dormía con su mujer. En ese preciso momento, en Willow Springs, Iowa, su padre debía de estar bombeando un cubo de agua en el pozo de la entrada de la cocina. No tardaría en llevarlo a la cocina y dejarlo en un recipiente junto al fregadero. A Rosalind le ardían las mejillas. Desnuda frente al espejo de su habitación de Chicago, su figura era hermosa y extraña a la vez. Estaba viva y no estaba viva. Sus ojos brillaban de emoción. Siguió girándose lentamente, torciendo la cabeza para poder ver su espalda desnuda. —Quizás esté aprendiendo a pensar—, se dijo. Hay un error básico en la concepción de la vida de la gente. Ella sabía algo, tan importante o más que todo eso que los sabios decían y escribían en sus libros. Ella también había descubierto algo sobre la vida. Su cuerpo seguía siendo el cuerpo de una virgen. ¿Qué importancia tenía? —Si hubiera satisfecho el impulso sexual que corre por mis venas, mi problema seguiría siendo el mismo. Hoy estoy sola. Aunque eso hubiese ocurrido está claro que seguiría estando sola. III En Chicago, la vida de Rosalind parecía ir a contra-corriente. Era como un río que discurre, se detiene, gira, se retuerce. En la época en que su despertar empezaba verdaderamente a tomar forma, Rosalind cambió de trabajo: una fábrica de pianos ubicada en el noroeste de la ciudad, frente a un afluente del río Chicago. Allí empezó a trabajar de secretaria para el tesorero de la empresa. Era un hombre delgado, más bien pequeño, de treinta y ocho años, de inquietas y finas manos y de ojos grises, algo preocupados y nublados. Era la primera vez que Rosalind se interesaba en el trabajo que consumía sus días. Su jefe tenía la responsabilidad de aprobar los créditos de los clientes de la empresa, pero no estaba capacitado para ejercer esa tarea. No era demasiado competente, y en muy poco tiempo había cometido dos errores de consideración que le habían costado un buen dinero a la empresa. —Estoy demasiado ocupado. Me paso demasiado tiempo ocupándome de pequeños detalles. Necesito que alguien me eche una mano—, dijo, visiblemente irritado, intentando justificarse. Rosalind fue contratada para aliviar su carga. Su nuevo jefe, llamado Walter Sayers, era el único hijo de un hombre que en otra época había tenido cierto renombre en la vida social de Chicago. Todo el mundo pensaba que tenía mucho dinero y había intentado estar a la altura de las expectativas que levantaba su fortuna. Su hijo Walter quería ser cantante y esperaba heredar una cantidad de dinero considerable. Se casó a los treinta años y tres años después, a la muerte de su padre, ya era padre de dos hijos. Al fallecer su padre, Walter se dio cuenta de que estaba arruinado. Podía cantar, pero su voz no era nada del otro mundo. No era un instrumento con el que pudiera ganarse la vida dignamente. Por fortuna, su mujer tenía un dinero ahorrado. Ese dinero, invertido en el negocio de la fabricación de pianos, le había asegurado a Walter la posición de tesorero de la empresa. La pareja se retiró de la vida social y se fue a vivir a una casa confortable en los suburbios. Walter Sayers renunció a su carrera como cantante, y aparentemente perdió todo interés por la música. Los viernes por la tarde, algunos vecinos del suburbio se desplazaban hasta la ciudad para ver algún concierto, pero él nunca les acompañaba. —¿Para qué torturarme pensando en una vida que nunca podré llevar?—, se decía. A su mujer le hacía creer que estaba cada vez más entusiasmado con su trabajo en la empresa. —Es realmente fascinante. Parece un juego de mesa, es como desplazar empleados sobre un tablero de ajedrez. Cada vez me gusta más—, le decía. Había intentado, sin éxito, interesarse por el puesto. Ciertos hechos no le cabían en la cabeza. Aunque lo intentaba, no lograba entender que los beneficios y las pérdidas de la empresa dependieran de sus decisiones. Su trabajo consistía en ganar o perder dinero, y para Walter el dinero no significaba nada. —Todo esto es culpa de mi padre —pensaba—. Mientras vivió, el dinero nunca fue un problema. Me educó mal. No estoy preparado para esta batalla. —Se volvió tímido y perdió negocios que la empresa debería haber ganado fácilmente. Entonces empezó a conceder demasiados créditos y fueron llegando nuevas pérdidas. Su esposa, en cambio, estaba bastante contenta y satisfecha con su vida. La casa en la que vivían tenía cuatro o cinco acres de tierra y la mujer no hacía otra cosa más que plantar flores y verduras. Por el bien de los niños, la familia tenía una vaca. Con la ayuda de un jardinero negro, se pasaba el día trabajando en el jardín, cavando hoyos en la tierra, esparciendo estiércol en las raíces de los arbustos y matorrales, plantando y trasplantando sin parar. Por las noches, cuando Walter volvía a casa del trabajo en su coche, ella le cogía el brazo, ansiosa por enseñarle sus progresos. Los dos niños seguían sus pasos. La mujer hablaba con entusiasmo. Reunidos al pie del jardín, comentaba que era necesario poner azulejos. Aquello parecía emocionarla. —Cuando haya drenado, va a ser el jardín más bonito del vecindario—, decía. Se inclinaba y removía con una pala la blanda tierra. Surgía un olor. —¡Ves! ¡Mira qué tierra tan negra y fértil! —exclamaba con ansiedad—. Está un poco agria porque hay agua estancada. —Parecía disculparse por ser tan caprichosa. —Cuando haya drenado, tendré que utilizar cal para endulzarla—, añadía. Era como una madre que se inclina para ver a su bebé dormido. Al hombre, tanto entusiasmo le irritaba. Cuando Rosalind empezó a trabajar en la oficina, los lentos incendios de odio que llevaban un tiempo consumiendo la vida de Walter Sayers habían calcinado ya gran parte de su vigor y su energía. Su flácido cuerpo se hundía en la silla de su oficina y en las comisuras de sus labios se adivinaban grandes bolsas de piel flácida. Aparentemente, seguía siendo una persona amable y alegre, pero, en el fondo, tras sus preocupados y nublados ojos grises, se iban quemando constante y lentamente los fuegos del odio y de la rabia. Aquel hombre parecía querer despertar de un mal sueño que le tenía atenazado, de una interminable pesadilla. Tenía pequeñas manías. Sobre su escritorio había un cortador de papel. Mientras leía las cartas de los clientes de la empresa, lo cogía y daba pequeños pinchazos en la funda de cuero de su escritorio. Cuando tenía que firmar varias cartas, cogía la pluma y la pinchaba despiadadamente en el tintero. Antes de firmar, volvía a repetir esta operación. A menudo, hasta una docena de veces. En ocasiones, al propio Walter Sayers le asustaban las cosas que ocurrían bajo su superficie. Para poder, según sus propias palabras, —aprovechar los sábados por la tarde y los domingos—, se había apuntado a un curso de fotografía. La cámara era una buena excusa para salir de casa y del jardín donde su mujer y el jardinero se pasaban el día cavando, y adentrarse en los campos y los bosques cercanos al suburbio. Gracias a la cámara se ahorraba las charlas de su mujer, esa eterna planificación del futuro del jardín. Aquí, delante de la casa, no hay que olvidar plantar en otoño bulbos de tulipán. Luego, un seto de lilas para aislar la casa de la carretera. Los hombres que vivían en su calle se pasaban los sábados por la tarde y los domingos por la mañana mimando sus automóviles. Los domingos por la tarde salían a conducir con la familia, sentados al volante, muy firmes y en silencio. Se pasaban la tarde frente al salpicadero, cruzando carreteras comarcales. En el coche mataban el tiempo. El lunes por la mañana y el trabajo en la ciudad estaban ahí, al final de la carretera. Pisaban el acelerador. Durante un tiempo, el uso de la cámara hizo de Walter Sayers un hombre casi feliz. El estudio de la luz, jugando en el tronco de un árbol o sobre el césped de un campo, despertó algún instinto escondido. Era un asunto incierto y delicado. Se agenció un cuarto oscuro en la parte superior de la casa y allí pasaba las tardes encerrado. Sumergía los negativos en el líquido de revelado, los miraba al trasluz y luego los volvía a sumergir. Estimulaba los pequeños nervios que controlan los ojos. Aunque solo fuera un poco, se sentía enriquecido. El domingo por la tarde salió a pasear por el bosque y llegó a la ladera de una colina. En algún sitio había leído que esa región de colinas bajas situada al suroeste de Chicago, la zona del suburbio, había sido antaño la orilla del lago Michigan. Las colinas que se asomaban por la llanura estaban cubiertas por bosques. Más allá de las colinas, volvían a aparecer nuevas llanuras. Las praderas se perdían en el infinito. Algo parecido pasaba con la vida de la gente. Qué larga era la vida. Uno se pasaba el día trabajando sin parar en una tarea poco gratificante. Se sentó en la ladera y oteó el horizonte. Pensaba en su mujer. Allí estaba, en aquel suburbio escondido entre colinas, en su jardín plantando cosas. Bien pensado, aquella era una tarea bastante noble. No era lógico sentirse tan irritado. Se había casado pensando que no iba a tener que preocuparse por el dinero. Si así hubiera sido, habría trabajado en otra cosa. El dinero no se habría convertido en un dolor de cabeza y el éxito no habría sido una necesidad. Esperaba haber vivido con cierta motivación. Aunque se hubiera esforzado mucho, nunca hubiera llegado a ser un buen cantante. ¿A quién le importaba? Había un modo de vivir la vida en el que ese tipo de cosas no tenía ninguna importancia —un modo de vida donde se podían buscar las delicadas sombras de las cosas—. Ante sus ojos, entre las verdes llanuras, jugaba la luz de la tarde. Era como un soplo de aire fresco, una nube de color saliendo de los labios y cayendo sobre la hierba quemada. Así eran las canciones. La belleza podía salir de sí mismo, de su propio cuerpo. Volvió a pensar en su mujer y la dormida luz que desprendía su mirada se convirtió en una llama. Sentía que se estaba comportando injustamente. No importaba. ¿Dónde residía la verdad? ¿Acaso su mujer, cavando en el jardín, con su eterna sucesión de pequeños triunfos, viviendo al compás de las estaciones, no era cada vez un poquito más vieja, más flaca, un poquito más vulgar? Eso le parecía a él. Había algo pretencioso en la manera en que hacía crecer las plantas en esa tierra fértil. Estaba claro que esa labor era posible y que haciéndola podía obtenerse cierta satisfacción. Era algo así como llevar un negocio y obtener ganancias con él. Había una profunda vulgaridad en todo este asunto. Su mujer posaba sus manos en la tierra, acariciaba las raíces de las plantas, tocaba el tronco de algún árbol frondoso y esbelto. En cierto modo, era como si todo eso le perteneciera. No podía negarse que aquello implicaba también la destrucción de cosas hermosas. En el jardín crecían malezas, pequeñas cosas con formas delicadas. Su mujer las arrancaba sin piedad. La había visto hacerlo cientos de veces. A él también le habían arrancado. ¿Acaso no había tenido que aceptar el hecho de tener mujer e hijos? ¿No se pasaba el día trabajando en algo que aborrecía? Su rabia empezó a arder con más fuerza. Un incendio arrasó su conciencia. ¿Por qué las malezas que van a ser destruidas deben fingir una existencia vegetal? Y eso de entretenerse con una cámara, ¿no era una forma de engaño? No le interesaba ser fotógrafo. Él siempre había querido ser cantante. Se levantó y caminó por la ladera, sin perder de vista las sombras que jugaban en la llanura. Por la noche, tumbado en la cama con su mujer, ¿acaso no hacía con él lo mismo que con el jardín? Le arrancaba algo y otra cosa crecía en su lugar —algo que ella quería hacer crecer—. Hacer el amor con su mujer era como utilizar la cámara, algo en que entretenerse los fines de semana. Se le acercaba con demasiada determinación, sin duda. Arrancaba malezas delicadas para poder plantar lo que a ella le parecía conveniente —plantas, exclamó disgustado—, para poder plantar plantas. El amor era una fragancia, la sombra de un tono sobre los labios, la luz del atardecer cayendo sobre la hierba quemada. Trabajar en su jardín y plantar cosas no tenía nada que ver con ello. A Walter Sayers le temblaban los dedos. Caminó hasta un árbol con la cámara al hombro. Cogió la correa, levantó la caja por encima de su cabeza y la estampó contra el tronco del árbol. Ese sonido —el ruido de las delicadas piezas de la máquina rompiéndose— fue como música para sus oídos. Era como si de pronto una canción hubiera surgido de sus labios. Volvió a levantar la caja y la volvió a estampar contra el tronco del árbol. IV Desde que había empezado a trabajar en la oficina de Walter Sayers, Rosalind se sentía diferente, algo había cambiado, ya no era esa joven de Iowa que había estado pasando de oficina en oficina, de pensión en pensión en el Barrio Norte de Chicago, intentando a duras penas averiguar algo sobre la vida en los libros, yendo al teatro y paseando sola por las calles. En su nuevo trabajo, su vida empezaba a cobrar cierto sentido, pero, al mismo tiempo, empezaba a crecer en ella la perplejidad que poco después la conduciría a Willow Springs ante la presencia de su madre. El despacho de Walter Sayers era una sala bastante grande situada en el tercer piso de la fábrica. Sus paredes se elevaban a la orilla del río. Rosalind llegaba a su trabajo a las ocho de la mañana, se iba directamente a la oficina y cerraba la puerta. En otro gran despacho, al que se accedía por un estrecho pasillo y que estaba aislado de su retiro por dos gruesos tabiques con cristales opacos, estaba la oficina del director de la empresa. Allí trabajaban los comerciales, varios secretarios, un contable y dos taquígrafos. Rosalind evitaba entablar conversaciones con esas personas. Tenía ganas de estar sola, de pasar el mayor tiempo posible pensando en sus cosas sin que nadie viniera a molestarla. Rosalind llegaba a la oficina a las ocho de la mañana y su jefe no aparecía por allí antes de las nueve y media o diez. Cada mañana, durante una o dos horas, tenía tiempo para ella. Lo primero que hacía al llegar a la oficina era cerrar la puerta. Se quedaba sola y se sentía como en casa. Esa sensación jamás la había tenido en la casa de su padre. En la oficina, Rosalind se ponía cómoda y se paseaba por el despacho, tocándolo todo, ordenándolo todo. Por la noche, una señora de la limpieza había barrido el suelo y limpiado el polvo del escritorio de su jefe, pero, aun así, ella cogía un paño y lo volvía a limpiar. Luego abría las cartas y después de leerlas las ordenaba en pequeños montones. Quería utilizar una parte de su salario para comprar flores y se imaginaba que colgaba cestas con grandes ramos en todas las paredes de la oficina. —Algún día de estos—, se decía. Estaba encerrada entre esas cuatro paredes. —¿Por qué soy tan feliz aquí?—, se preguntaba. En cuanto a su jefe —le daba la impresión de que apenas lo conocía—, era un hombre tímido, más bien pequeño. Rosalind se asomaba a la ventana y se quedaba mirando el paisaje. Cerca de la fábrica había un puente y por él circulaba una corriente de vehículos pesados y camiones de carga. El cielo estaba cubierto de humo. Por la tarde, tras marcharse su jefe, se asomaba otra vez a la ventana. Miraba hacia el oeste y veía caer el sol. Era increíble estar allí, a solas, disfrutando de las últimas horas de la tarde. ¡La ciudad donde se había ido a vivir era realmente impresionante! Por alguna razón, desde que había empezado a trabajar para Walter Sayers, parecía que la ciudad, igual que su oficina, al fin la había aceptado, adoptado en su seno. Al caer la tarde, los grandes bancos de nubes filtraban los últimos rayos de sol. La ciudad entera parecía levantarse del suelo y elevarse en las alturas. Era un bonito efecto óptico. Las crudas chimeneas de las fábricas, que durante el día parecían columnas de una rigidez total alzándose en el aire y escupiendo humo negro, eran ahora esbeltos lápices de luz con colores oscilantes. Las enormes chimeneas se desprendían de los edificios y salían volando por los aires. La chimenea de la fábrica donde trabajaba Rosalind también se perdía en las alturas. Sentía que flotaba, era una sensación extraña. ¡Con qué majestuosidad iba cayendo la noche sobre la ciudad! La ciudad, al igual que las chimeneas de las fábricas, soñaba con ese momento. Por la mañana, las gaviotas llegaban del lago Michigan para alimentarse en las aguas residuales que flotaban en el río. El río tenía un color verde intenso. Las gaviotas flotaban sobre él como a veces la ciudad entera parecía flotar ante sus ojos. Esas gaviotas eran criaturas elegantes, vivas, libres, triunfantes. Todo lo que hacían, conseguir comida, incluso alimentarse en las aguas residuales, lo hacían con gracia y elegancia. Las gaviotas giraban y daban vueltas en el aire, flotaban, caían en picado hacia el río en una imponente curva, rozando, acariciando la superficie del agua antes de volver a las alturas. Rosalind se puso de puntillas. Detrás de ella, tras los dos tabiques acristalados, había otras personas, pero ahí, en aquel despacho, estaba sola. Sentía que pertenecía a aquel lugar. Era una sensación muy extraña. Ella también le pertenecía a su jefe, Walter Sayers. Apenas conocía a aquel hombre, pero aun así ella le pertenecía. Levantó los brazos por encima de la cabeza, intentando imitar torpemente el movimiento de las aves. Sintió cierta vergüenza por su torpeza, se dio la vuelta y dio unas cuantas vueltas por la habitación. —Tengo veinticinco años. Ya es algo tarde para intentar ser un pájaro, tener esa elegancia—, pensó. Entonces recordó los lentos y estúpidos movimientos de su padre y de su madre, los movimientos que había imitado cuando no era más que una niña. —¿Por qué no me enseñaron a ser elegante en cuerpo y en alma, por qué en mi ciudad nadie piensa que vale la pena intentar ser elegante?—, susurró para sus adentros. Rosalind era plenamente consciente de la evolución de su cuerpo. Caminó por la habitación, intentando desplazarse con estilo y elegancia. En la oficina de al lado, tras los tabiques acristalados, de repente alguien elevó la voz. Rosalind se asustó, pero luego se echó a reír. Durante un tiempo, después de empezar a trabajar en la oficina de Walter Sayers, Rosalind sentía que ese deseo de ser físicamente más elegante, más hermosa, de dejar atrás la estupidez mental y la apatía de sus primeros años de juventud, se debía al hecho de que las ventanas de la fábrica daban al río y al cielo, y que, por las mañanas, veía las gaviotas alimentándose en las aguas residuales y, por las tardes, el sol poniéndose entre las nubes de humo bajo una impresionante gama de colores. V La noche de agosto en que Rosalind estaba sentada en el porche de la casa de su padre en Willow Springs, Walter Sayers volvía a casa desde la fábrica a orillas del río hasta el jardín de su esposa. Cuando la familia terminó de cenar, Walter salió a caminar por el jardín con sus dos hijos, pero estos se cansaron pronto de su silencio, y volvieron a casa con su madre. El jardinero negro apareció por el camino y se detuvo en la puerta de la cocina para unirse al grupo. Walter se fue a sentar a un banco del jardín, oculto entre los arbustos. Encendió un cigarrillo, pero no se lo fumó. Una espiral de humo se iba desvaneciendo entre sus dedos. Walter se quedó ahí sentado, inmóvil, con los ojos cerrados, intentando no pensar. Así se quedó un buen rato, envuelto en la penumbra, totalmente inmóvil, como una figura decorativa plantada en el jardín. Quería descansar. No estaba muerto, pero tampoco estaba vivo. Su cuerpo, normalmente activo y despierto, se había convertido en algo pasivo, apartado, sobre aquel banco, bajo los arbustos, sentado, esperando a ser rehabilitado. Entrar en ese estado de letargo, mitad consciente, mitad inconsciente, era algo que no le ocurría a menudo. Tenía que resolver ciertas cuestiones con una mujer, pero la mujer se había marchado. Su proyecto de vida se había visto alterado. Ahora solo quería descansar. Había olvidado los detalles de su vida. No pensaba en la mujer, no quería pensar en ella. No podía necesitarla tanto, era ridículo. Se preguntó si alguna vez había sentido algo parecido por Cora, su esposa. Quizás sí. En esos momentos su mujer estaba a su lado, a unas pocas yardas. Ya casi era de noche, pero ahí seguía, trabajando con el jardinero, cavando sin parar, en algún lugar cercano, acariciando el suelo, viendo crecer las plantas. Cuando los pensamientos que le invadían le daban un respiro y su mente descansaba como un lago de montaña en una tranquila tarde de verano, surgían nuevos pensamientos. —Quiero que seas mi amante —pero quiero que estés lejos. Aléjate un poco—. Las palabras corrían por su mente como el humo del cigarrillo corría entre sus dedos. ¿A quién se referían esas palabras, a Rosalind Wescott quizás? Ella llevaba ya tres días fuera. ¿Esperaba que no volviera nunca o se referían más bien a su esposa? Su mujer alzó la voz. Jugando, uno de sus hijos había pisado una planta. —Si no tienes cuidado, tendré que prohibirte la entrada al jardín. —La mujer elevó el tono de voz y gritó: —¡Marian!—. A continuación, una criada salió de la casa y se llevó a los niños. Tomaron el camino de vuelta a casa con evidentes gestos de protesta. Poco después, volvieron a darle un beso a su madre. Hubo un primer momento de rechazo y luego aceptación. El beso significaba la aceptación de su destino —la obediencia—. —Oye, Walter, —gritó la madre. El hombre, sentado en su banco, no se dignó a contestar. En esos momentos, tres sapos empezaron a croar. —El beso significa aceptación. Cualquier contacto físico con otra persona significa aceptación—, pensó. Las pequeñas voces que vivían en el interior de Walter Sayers empezaron a hablar aceleradamente. Le entraron ganas de cantar. Le habían dicho que tenía poca voz, que no tenía ningún futuro como cantante. Sin duda todo aquello era cierto, pero en esos momentos, en ese jardín bajo esa tranquila noche de verano, era el momento oportuno y el lugar adecuado para una voz de sus características. Sería como esa voz que vivía en su interior y que a veces le susurraba, cuando estaba tranquilo, relajado. Una noche, cuando salió con la mujer, Rosalind, cuando la llevó en su coche al campo, sintió exactamente lo mismo. Aparcó el coche en un campo y se quedaron ahí sentados un buen rato. Permanecieron mucho tiempo en silencio. Entonces, unas cuantas reses aparecieron por el lugar y se quedaron a su lado, sus siluetas se dibujaban en la noche. De repente, se sintió como un hombre nuevo en un mundo nuevo y le entraron ganas de cantar. Cantó una sola canción, varias veces, luego permaneció un rato sentado, en silencio, y después arrancó el coche y juntos salieron del campo por una puerta hacia la carretera. Por último, llevó a la chica hasta su casa. En aquella noche de verano, bajo la tranquilidad del jardín, Walter abrió los labios y se dispuso a cantar esa misma canción. Pensaba cantarla con los tres sapos que estaban ahí escondidos bajo las ramas de un árbol. Quería que su voz se elevara, que llegara hasta esas ramas, hasta los árboles, lejos del lugar donde su mujer y el jardinero estaban cavando. Fue imposible. Su mujer se puso a hablar y a Walter, al escuchar el sonido de su voz, se le quitaron las ganas de cantar. ¿Por qué no había, como la otra mujer, permanecido en silencio? Se puso a jugar a un pequeño juego. A veces, cuando se quedaba solo, le ocurría lo que le estaba ocurriendo en esos momentos. Su cuerpo se convertía en un árbol o en una planta. Por sus venas fluía la vida, sin obstáculos. Había soñado con ser cantante, pero, en momentos como esos, no le hubiera importado ser bailarín. Habría sido algo realmente increíble: balancearse como las copas de los árboles cuando sopla el viento, entregarse como se entrega la maleza a la influencia de las sombras pasajeras en un campo bañado por el sol, cambiando a cada instante de color, convirtiéndose en todo momento en algo nuevo, vivir en la vida y también en la muerte, sentirse vivo, no tener miedo a la vida, dejarla correr por el cuerpo, dejar fluir la sangre por el cuerpo, sin luchar, sin ofrecer resistencia, bailar. Los hijos de Walter Sayers habían entrado a casa con Marian, la niñera. Apenas se veía, ya era tarde para que su mujer siguiera plantando en el jardín. Era el mes de agosto, la época más fértil del año para las granjas y los jardines, pero su mujer había olvidado lo que significaba la fertilidad. Ya estaba haciendo planes para el año siguiente. Apareció por el camino, seguida de su fiel jardinero. —Ahí vamos, a plantar fresas—, se escuchó decir. La suave voz del jardinero dio su aprobación. Era evidente que aquel joven vivía en su concepción del jardín. Su mente vivía para satisfacer sus deseos. Los hijos que Walter Sayers había traído a este mundo a través del cuerpo de su mujer Cora se habían ido a la cama. Esos niños le conectaban al mundo, a la vida, a su mujer, al jardín donde estaba sentado, a la oficina a orillas del río. No eran sus hijos. Lo supo de repente con bastante claridad. Sus hijos eran muy diferentes a aquellos niños. —Los hombres tienen hijos igual que las mujeres. Los hijos salen de sus cuerpos. Juegan—, pensó. Entonces le pareció que unos niños, nacidos de su imaginación, estaban en ese mismo instante jugando junto al banco donde estaba sentado. Seres vivos que vivían en su interior, pero que al mismo tiempo tenían la potestad de salir de su cuerpo, corrían por el jardín, se columpiaban en las ramas de los árboles, bailaban en la penumbra. Su mente se detuvo pensando en la imagen de Rosalind Wescott. La mujer se había marchado a Iowa a visitar a su familia y había dejado una nota en la oficina diciendo que tardaría varios días en volver. Hacía tiempo que no mantenían la relación convencional entre jefe y empleada. Para mantener una relación así con un hombre o con una mujer hacía falta algo que claramente él no tenía. En ese instante quería olvidarla. Walter notaba que algo luchaba en el interior de aquella mujer. Habían querido ser amantes, pero él se había negado. Habían hablado de ello. —Seamos sinceros —dijo—, no saldría bien. Lo único que conseguiríamos sería sumir nuestras vidas en una tristeza innecesaria.— Había sido lo suficientemente honrado cediendo a la intensificación de su relación. —Si ella estuviera aquí ahora, en este jardín, conmigo, no pasaría nada. Podríamos ser amantes un día y olvidar que los hemos sido al día siguiente—, se dijo. Su esposa apareció por el camino y se detuvo a poca distancia. Seguía hablando en voz baja, haciendo planes para otro año de jardinería. El jardinero no se separaba de ella, su silueta parecía una gran masa oscilante apoyada contra el follaje de un pequeño arbusto. Su mujer llevaba puesto un vestido blanco. Podía ver su silueta con total claridad. Bajo esa incierta luz, parecía más joven, casi una niña. Entonces levantó la mano y la posó suavemente sobre el tronco de un árbol. La mano parecía estar separada del cuerpo. Por la presión de su cuerpo, el árbol se tambaleó. Sus blancas manos se desplazaban suavemente en el espacio. Rosalind Wescott había ido a visitar a su familia para contarle a su madre lo que sentía. Su nota no mencionaba ese dato, pero Walter Sayers sabía que esa era la razón de su visita a la ciudad de Iowa. Lo que pretendía hacer era algo bastante extraño —hablar del amor, intentar explicar sus sentimientos a los demás. Para Walter Sayers, el hombre que estaba sentado en silencio en el jardín, la noche era algo aparte. Solo los niños que vivían en su imaginación lo sabían. La noche era un ser vivo. Avanzaba hacia él, arropándole. —La noche es la hermana pequeña de la Muerte—, pensó. Su mujer estaba muy cerca. Hablaba suavemente, en voz baja. Cuando el jardinero respondía a sus comentarios sobre el futuro del jardín, él también hablaba suavemente, en voz baja. Había música en la voz de aquel negro. Walter se puso a pensar en la vida de aquel hombre. Antes de acabar en la casa de los Sayers, el joven negro se había metido en problemas. Cegado por la ambición, había escuchado las voces de la gente, las voces que impregnaban el aire de América, que irrumpían en las casas de América. Quería aprender, abrirse camino, ser alguien en la vida. Quería ser abogado. ¡Qué lejos estaba de su raza, de los negros de las selvas africanas! Quería ejercer la abogacía en una ciudad norteamericana. ¡Menuda idea! Se metió en problemas. Tras obtener el título universitario, abrió un bufete de abogados. Una noche, salió a dar un paseo y el destino hizo que acabara en una calle donde una mujer, una mujer blanca, acababa de ser asesinada. Alguien lo vio caminando por la calle cerca del cadáver. El hermano de la señora Sayers, también abogado, se ocupó de su defensa y evitó que fuera condenado por asesinato. Después del juicio y de su absolución, el abogado le pidió a su hermana que emplease a aquel joven negro como jardinero. Pocas posibilidades tenía ya de ejercer su profesión en la ciudad. —Ha sufrido una experiencia terrible. Se ha escapado por los pelos—, le había dicho su hermano. Cora Sayers aceptó. Aquel negro estaba unido a ella, y a su jardín. Esas dos personas estaban encadenadas, no cabía la menor duda. Quien se encadena a una persona se encadena también a sí mismo. Su mujer se despidió del joven y este se fue alejando por el camino que llevaba a la puerta de la cocina. Vivía en un cobertizo al pie del jardín. Allí tenía unos cuantos libros y un piano. Algunas noches se ponía a cantar. Estaba volviendo a su habitación. Por intentar abrirse camino en la vida había cortado los lazos con su propia raza. Cora Sayers entró en la casa, Walter seguía sentado en su banco. Minutos después, por el camino volvió a aparecer, silenciosamente, el jardinero. Se detuvo junto al árbol donde minutos antes la mujer blanca había estado hablando con él. Puso su mano en el tronco del árbol, en el preciso lugar donde minutos antes ella había puesto su mano, y se alejó lentamente sin hacer ningún ruido. Una hora después, en su cobertizo al pie del jardín, el jardinero se puso a cantar, suavemente. Era algo que solía hacer en mitad de la noche. Su vida había estado plagada de dificultades. Se había alejado de su gente, de esas mujeres cálidas vestidas con colores dorados a tono con la oscuridad de su piel, y había logrado ser aceptado en una universidad americana, había seguido los consejos de toda esa gente impertinente que quería elevar la raza negra, les había escuchado, se había unido a ellos, había intentado vivir el estilo de vida que le habían sugerido. Ahora vivía en aquel cobertizo al pie del jardín de los Sayers. Walter empezó a recordar pequeñas anécdotas que su mujer le había contado sobre aquel hombre. Su experiencia en el tribunal le había traumatizado y no se atrevía a salir del hogar de los Sayers. Tanto libro, tanta educación hicieron mella en su conciencia. Jamás podría volver con la gente de su raza. En Chicago, los negros vivían, en su gran mayoría, hacinados en unas cuantas calles del sur de la ciudad. —Quiero ser esclavo—, le había dicho a Cora Sayers. —Puede pagarme si lo estima conveniente, pero ese dinero no me será de ninguna utilidad. Quiero ser su esclavo. Sería feliz sabiendo que puedo quedarme aquí toda la vida.— El joven negro cantó una canción en voz baja. Sonó como suena el suave viento acariciando la superficie de una laguna. Era una canción sin palabras, transmitida de generación en generación. En el Sur, en Alabama y Misisipi, los negros la cantaban cuando trabajaban en los campos de algodón a las orillas de los ríos. Ellos, a su vez, la habían aprendido de otros esclavos que habían trabajado en esos mismos campos y que habían muerto hacía mucho tiempo. Mucho antes de que existieran los campos de algodón, esa canción la cantaban en África los hombres negros que cruzaban los ríos en sus barcas. Jóvenes negros cruzaban los ríos y llegaban hasta una ciudad que pretendían atacar al amanecer. Cantaban la canción con cierta bravuconería. Se dirigía a las mujeres de la ciudad que iba a ser atacada. Era un canto amenazante y cariñoso a la vez. —Por la mañana mataremos a vuestros maridos, a vuestros hermanos y a vuestros amantes. Luego iremos a por vosotras. Os abrazaremos. Os haremos olvidar. Iremos hacia vosotras con nuestro amor y nuestra fuerza y os haremos olvidar—. Aquel era el significado de la canción. A Walter Sayers le venían a la cabeza muchas otras cosas. En algunas ocasiones, cuando el negro cantaba y él estaba en su habitación en la parte superior de la casa, su esposa se le acercaba. En su habitación había dos camas. —¿Escuchas, Walter?—, le preguntaba. La mujer se levantaba de su cama para irse a sentar con su marido, a veces se acurrucaba entre sus brazos. Hace mucho tiempo, en los pueblos africanos, cuando la canción flotaba en el río, los hombres se preparaban para la batalla. La canción era un desafío, una burla. Esa tradición se había extinguido. El cobertizo del jardinero estaba al pie del jardín y Walter y su mujer dormían en su habitación. Era una canción triste, llena de nostalgia. Algo que estaba enterrado en la tierra a gran profundidad luchaba por salir. Cora Sayers lo sabía. Tocaba su fibra sensible. Su mano se acercaba y acariciaba el rostro, el cuerpo de su marido. Cuando escuchaba esa canción, a la mujer le entraban ganas de abrazarlo, de apoderarse de él. La noche seguía su curso y en el jardín empezaba a hacer frío. El joven negro dejó de cantar. Walter Sayers se levantó y se dirigió hacia la casa, pero, en vez de entrar, salió por la puerta, llegó hasta la carretera y empezó a andar por las calles del suburbio hasta salir a campo abierto. Era una noche sin luna, pero las estrellas brillaban con intensidad. Aceleró un rato el paso, mirando hacia atrás, como si tuviera miedo de que alguien le estuviera siguiendo. Al llegar a un extenso prado ralentizó el paso. Tras caminar una hora, se detuvo y se sentó sobre la hierba seca. Por alguna razón, sabía que aquella noche no podía volver a su casa. A la mañana siguiente se presentaría en la oficina y esperaría la llegada de Rosalind. ¿Y después? No tenía ni la menor idea. —Tendré que inventarme alguna historia. Llamaré a Cora desde la oficina y me inventaré alguna excusa—, pensó. Era absurdo que él, un hombre adulto, no pudiera pasar la noche fuera, a la intemperie, sin necesidad de dar explicaciones. Estaba irritado, se levantó y siguió caminando. Bajo las estrellas, en aquella noche cálida en las extensas llanuras, su irritación no tardó en desaparecer. Entonces se puso a cantar suavemente, pero no cantó la misma canción que había repetido una y otra vez la noche en que estaba sentado en el coche con Rosalind cuando aparecieron las reses. Era la canción del jardinero, la canción de los guerreros negros que la esclavitud había suavizado y teñido de tristeza. En labios de Walter Sayers aquella melodía perdió gran parte de su tristeza. Siguió caminando con cierta alegría. La canción que salía de sus labios era una burla, un desafío. VI Al final de la calle donde vivían los Wescott en Willow Springs, había un campo de maíz. Cuando Rosalind era una niña, allí había una pradera y, más allá, un huerto. Las tardes de verano, la niña iba allí de vez en cuando, a sentarse en la orilla de un arroyuelo que discurría hacia el este de Willow Creek, drenando de paso las tierras de los granjeros. El arroyo había formado una ligera depresión en la tierra, Rosalind se sentaba allí con la espalda apoyada contra un manzano. Casi tocaba el agua con sus pies descalzos. Su madre no le daba permiso para caminar descalza por las calles, pero cuando Rosalind llegaba al huerto lo primero que hacía era quitarse los zapatos. Tenía la deliciosa sensación de estar desnuda. Cuando la niña levantaba la cabeza, podía ver el enorme cielo a través de las ramas. Una gran masa nubosa se descomponía en fragmentos y, poco después, esos fragmentos se volvían a juntar. El sol se escondía detrás de esa masa nubosa y grandes sombras grises se deslizaban en silencio sobre el rostro de los remotos campos. En esos momentos, todo su mundo, su infancia, el hogar de los Wescott, Melville Stoner sentado en su casa, los gritos de los niños que vivían en su calle, toda su existencia desaparecía por completo. Estar en ese lugar tan silencioso era como estar tumbada en su cama por la noche, pero, en cierto modo, allí todo era más dulce, más agradable. Allí no había ruidos oscuros como los de su casa y el aire que respiraba era más dulce, más limpio. La niña se había inventado un pequeño juego. En el huerto había manzanos retorcidos y a cada uno le había dado un nombre. Había una fantasía que le asustaba un poco, pero que, al mismo tiempo, era realmente agradable. Se imaginaba que por la noche, cuando estaba dormida, cuando todos los habitantes de Willow Springs estaban dormidos, los árboles salían de sus raíces y caminaban por el huerto. Las hierbas que crecían bajo los árboles, los arbustos de las vallas, todos ellos salían y corrían frenéticamente de un lado a otro. Bailaban alocadamente. Los árboles más viejos, como distinguidos ancianos, se reunían para conversar. Hablaban tambaleando sus cuerpos —hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás—. Los arbustos y las malas hierbas corrían alrededor de los matorrales. Los matorrales daban grandes saltos en el aire. A veces, apoyada contra el árbol en las cálidas tardes de verano, la niña jugaba al juego del baile de la naturaleza hasta que se asustaba y tenía que dejarlo. En un campo vecino, había hombres cultivando maíz. Los pechos de los caballos y sus enormes hombros se abrían paso entre los campos. Alguna que otra vez, uno de los hombres alzaba la voz. —¡Oye, tú, Joe! ¡Ven aquí, Frank! —La viuda de las gallinas era propietaria de un perrillo lanudo que, de vez en cuando y sin razón aparente, se ponía a ladrar desaforadamente. El perro emitía de repente una serie de ladridos espasmódicos, desesperados, absurdos. Rosalind se aislaba. Cerraba los ojos y luchaba, intentando acceder a un lugar alejado de los sonidos humanos. No tardaba en cumplir su deseo. Un leve y suave sonido, parecido a un susurro, empezaba a escucharse en la lejanía. Ahora volvía su fantasía. Entre crujidos, los árboles empezaban a salir de sus raíces, moviéndose con gran majestuosidad. Ahora los arbustos y las malas hierbas llegaban corriendo, bailando frenéticamente, ahora las hierbas se ponían a saltar por los aires. Rosalind no tardaba en despertar de su mundo de fantasía. Era demasiado loco, demasiado alegre. Abría los ojos y se levantaba dando un salto. No había por qué asustarse. Los árboles seguían sólidamente enraizados, las malas hierbas y los arbustos habían vuelto a su sitio junto a la valla, los matorrales dormían en la tierra. Sentía que su padre, su madre, su hermano, todos sus conocidos no estarían de acuerdo viéndola allí, junto a ellos. Aquel mundo de fantasía era encantador, pero también un tanto perverso. Rosalind lo sabía. A veces perdía un poco la cabeza y recriminaba su propia actitud. Aquel mundo que vivía en sus fantasías debía desaparecer. Estaba un poco asustada. Un día, después de jugar a este juego, Rosalind se asustó tanto que se fue a llorar a la valla. Un granjero que estaba cultivando maíz se le acercó y detuvo sus caballos. —¿Qué te pasa?—, le preguntó bruscamente. La niña no podía decirle la verdad, tuvo que inventarse algo. —Me ha picado una abeja—, le dijo. El hombre se echó a reír. —Eso no es nada. Será mejor que no camines descalza—, le aconsejó. El juego del baile de la naturaleza ocurrió en la infancia de Rosalind. Años después, tras graduarse en el instituto de Willow Springs y pasarse tres años esperando en la casa de los Wescott antes de marcharse a la ciudad, tuvo otras experiencias en el huerto. Luego se empezó a interesar por las novelas y a hablar con otras chicas de su edad. Aprendió cosas hasta ahora desconocidas. En el desván de la casa de su madre, había una cuna en la que habían dormido ella y su hermano cuando eran bebés. Un día, subió hasta allí y la encontró. La ropa de cama estaba guardada en un baúl. La sacó de allí y arregló la cuna para la llegada de un bebé. De pronto, sintió vergüenza. Su madre podía subir en cualquier momento y descubrir lo que estaba tramando. Guardó inmediatamente la ropa de cama en el baúl y bajó corriendo las escaleras, totalmente avergonzada. ¡Qué confusión! En otra ocasión, fue a visitar junto con otras chicas a una compañera que estaba a punto de casarse. En un momento dado, todas ellas subieron a una habitación para ver el ajuar de la novia, que estaba tendido sobre una cama. ¡Qué cosas tan bonitas! Las chicas se acercaron para observarlo de cerca, Rosalind también. Algunas chicas eran tímidas, otras no tanto. Una en particular, una chica delgada con poco pecho que tenía una voz muy fina y aguda y un rostro muy fino y anguloso, se puso a gritar de un modo extraño. —Qué bonito, qué bonito, qué bonito—, dijo repetidamente entre sollozos. Su voz no parecía humana. Más bien parecía el llanto de un animal herido, un animal del bosque, abandonado a su suerte. La chica cayó de rodillas junto a la cama y se puso a llorar con amargura. Al parecer, no podía soportar la idea de que su compañera se fuera a casar. —¡No lo hagas Mary, por favor, no lo hagas! ¡No te cases!—, le suplicó. Las otras chicas se rieron, pero Rosalind no pudo soportarlo. Se fue corriendo a casa. Este es solo un ejemplo de las cosas que le pasaban a Rosalind, pero hay muchos más. En otra ocasión, mientras caminaba por la calle, se cruzó con un joven que trabajaba en una tienda. Rosalind no lo conocía. Sin embargo, se imaginó que estaban casados, que era su marido. Ese tipo de pensamientos le hacía sentir vergüenza. Sentía vergüenza por todo. Cuando volvía al huerto las tardes de verano, se apoyaba contra el manzano, se quitaba los zapatos y los calcetines, tal y como hacía cuando era niña, pero las fantasías de su infancia habían desaparecido, se habían ido para no volver. Rosalind tenía una piel suave, pero su carne era firme y fuerte. Se alejó del árbol y se tumbó en el suelo. Apretó su cuerpo contra la hierba, contra esa tierra firme y dura. Le pareció que su mente, su imaginación, la vida que corría por sus venas, todo menos su vida física, había desaparecido. La tierra presionaba su cuerpo. Su cuerpo presionaba la tierra. Todo era oscuro. Estaba encarcelada. Presionaba los muros de su cárcel. La oscuridad y el silencio invadían la tierra. Sus dedos se agarraban a un puñado de hierbas, jugaban con las hierbas. Se quedó inmóvil. Había algo que no tenía nada que ver ni con la tierra ni con los árboles ni con las nubes del cielo, había algo que parecía ir hacia ella, entrar en ella, algo parecido a la maravilla de la vida. Ahí acabó la cosa. Abrió los ojos y vio el cielo abierto y los árboles inmóviles y en silencio. Volvió a sentarse, apoyando la espalda contra uno de los árboles. Empezaba a anochecer. Le aterrorizaba pensar que tenía que salir del huerto para volver a la casa de sus padres. Estaba cansada. Por culpa de ese cansancio, los demás pensaban en ella como una joven estúpida y aburrida. ¿Dónde estaba aquella maravilla de la vida? No estaba en su interior, tampoco en la tierra. Debía de estar ahí arriba, en el cielo. Estaba anocheciendo y empezaban a salir las estrellas. Quizás esa maravilla era algo que no existía en la tierra. Era algo que tenía que ver con Dios. Deseaba elevarse hasta los cielos, irse directamente a la casa del Señor, bañarse en su luz con los hombres y las mujeres que habían muerto y que habían dejado atrás la estupidez y la dureza de la tierra. Cuando pensaba en ellos no se sentía tan cansada y a veces salía del huerto caminando casi sin esfuerzo. Algo parecido a la gracia parecía haber entrado en su cuerpo. * * * Cuando Rosalind se fue de la casa de los Wescott y de Willow Springs, Iowa, sentía que la vida era algo esencialmente feo. En cierto modo, sentía odio por la vida y por la gente. En Chicago a veces era increíble lo feo que era el mundo. Intentaba quitarse de encima esa sensación, pero se aferraba a ella. Cuando caminaba por las abarrotadas calles, los edificios eran feos. Un mar de rostros flotaba ante ella. Eran los rostros de personas muertas. La aburrida muerte que vivía en ellos también vivía en ella. Ellos tampoco podían romper los muros que les impedían acceder a la maravilla de la vida. Después de todo, puede que esa maravilla ni siquiera existiera. Quizás era algo que solo existía en la imaginación. La vida era algo esencialmente sucio. Esa suciedad estaba en ella. Un día, mientras caminaba de noche por el puente de la calle Rush hasta su habitación del Barrio Norte, levantó la cabeza y vio el río de color verde intenso discurriendo hacia el interior desde el lago. A muy poca distancia, había una fábrica de jabón. Los humanos habían alterado el curso del río, haciéndolo fluir hacia el interior desde el lago. Alguien había decidido levantar una enorme fábrica de jabón cerca de la entrada del río a la ciudad, a la tierra de los hombres. Rosalind se detuvo y se quedó mirando el río. Hombres y mujeres, carros, automóviles pasaban ante ella a toda velocidad. Estaban sucios. Ella también. —Ni el agua de todo un océano ni millones de pastillas de jabón podrían limpiarme—, pensó. La suciedad de la vida parecía formar parte de su propio ser. Entonces le entró un casi irreprimible deseo de saltar del puente y caer al río. Su cuerpo tembló con violencia, agachó la cabeza, se quedó mirando la pasarela del puente, y se alejó de allí a gran velocidad. * * * Y ahora Rosalind, toda una mujer, había vuelto a la casa de los Wescott y allí estaba, cenando con su padre y su madre. A ninguno le apetecía comer la comida que había preparado la madre. Rosalind miró a su madre y se quedó pensando en las palabras de Melville Stoner. —Si quisiera escribir, podría hacerlo. Me pondría a contar lo que piensa todo el mundo. Contaría algo que les sorprendiera, algo que les asustara un poco. Contaría lo que ha estado pensando usted esta misma tarde mientras caminábamos por la vía férrea. Contaría lo que ha estado pensando su madre al mismo tiempo y lo que le gustaría decirle.— ¿En qué había estado pensando la madre de Rosalind desde la inesperada llegada de su hija? ¿Qué piensan las madres sobre la vida que llevan sus hijas? ¿Tienen las madres algo realmente importante que decirles a sus hijas y, si lo tienen, cuándo es el mejor momento para decirlo? Rosalind observó a su madre con detenimiento. Tenía un rostro pesado y flácido. Tenía ojos verdes, como Rosalind, pero los suyos no eran brillantes, transmitían cierta sensación de aburrimiento, parecían los ojos de una merluza expuesta sobre un bloque de hielo en el puesto de un mercado. A la chica le asustó un poco lo que vio en el rostro de su madre y se le hizo un nudo en la garganta. Hubo un momento embarazoso. Había cierta tensión en el ambiente y de repente todo el mundo se levantó de la mesa. Rosalind se fue a la cocina a ayudar a su madre a fregar los platos y su padre se sentó al lado de la ventana a leer el periódico. La hija no quiso volver a mirar el rostro de su madre. —Tengo que ser fuerte si voy a hacer lo que quiero hacer—, pensó. Era extraño, en su imaginación, el rostro aguileño de Melville Stoner y el rostro cansado de Walter Sayers flotaban por encima de la cabeza de su madre. Los dos rostros se burlaban de ella. —Crees que puedes, pero no puedes. Te crees muy lista, pero no eres más que una ignorante—, parecía leer en sus labios. El padre de Rosalind empezó a preguntarse hasta cuándo iba a durar la visita de su hija. Después de cenar lo único que quería era salir de casa, irse a dar un paseo a la ciudad, y se sentía un poco culpable porque no quería ser descortés con su hija. Mientras las dos mujeres fregaban los platos en la cocina, se puso el sombrero y salió al patio trasero a cortar leña. Poco después, Rosalind salió a sentarse al porche. Aunque los platos estaban limpios y secos, su madre se quedaba una media hora más haciendo cosas en la cocina. Era una antigua costumbre. En la cocina su madre arreglaba, desarreglaba, volvía a arreglar, sacaba platos del armario y los volvía a guardar. Parecía abducida por la cocina. Parecían darle pánico las horas de espera antes de subir a su habitación, meterse en la cama y caer en el olvido del sueño. Henry Wescott salió hasta la esquina de su casa y se encontró con su hija. Estaba un poco sorprendido. Sin razón aparente, se sintió algo incómodo. Se detuvo un instante a mirarla. Su cuerpo irradiaba vida. Había fuego en su mirada, en sus intensos ojos grises. Su cabello era rubio como el maíz. En esos momentos, su hija era una auténtica hija del maíz, un ser que debía ser amado apasionadamente por otro hijo del maíz —si en esas tierras hubiese habido un hijo con tanta vida como esta hija, hasta el maíz se echaría a un lado—. El padre esperaba salir de casa sin que nadie lo viera. —Me voy a dar una vuelta—, dijo con cierta timidez. Aun así, se quedó un rato más. La increíble belleza de su hija acababa de despertar algo que llevaba años durmiendo en su interior. Un pequeño incendio estalló entre las desgastadas vigas de la vieja casa que era su cuerpo. —Qué guapa estás, hija—, dijo un poco avergonzado. Entonces se dio la vuelta, fue hasta la puerta y salió a la calle. Rosalind siguió a su padre hasta la puerta, lo vio caminar lentamente por la calle hasta desaparecer por la esquina. Se encontraba sumida en un estado de ánimo parecido al de su charla con Melville Stoner. ¿Sería posible que su padre se sintiera a veces como Melville Stoner? ¿Le conducía la soledad a la puerta de la demencia? ¿Deambulaba él también por la noche en busca de una belleza perdida, medio olvidada? Cuando su padre desapareció por la esquina, Rosalind abrió la puerta y salió a la calle. —Me voy a sentar al árbol del huerto hasta que mi madre termine de arreglar la cocina—, pensó. Henry Wescott caminó unas cuantas calles, llegó hasta la plaza, pasó frente a los tribunales, y entró en la ferretería de Emanuel Wilson. Allí se juntaba con otros dos o tres hombres. Se sentaba con ellos cada noche para no decir nada. Era un buen pretexto para escapar de su casa y de su esposa. Sus compañeros estaban ahí por esa misma razón. Se respiraba un compañerismo un tanto pervertido. Uno de los miembros del grupo, un hombre pequeñito que se dedicaba a pintar casas, seguía soltero y vivía con su madre. Aunque estaba a punto de cumplir los sesenta, su madre aún seguía viva. Aquello merecía cierta reflexión. Cuando el amigo pintor llegaba un poco tarde a su cotidiana cita, empezaban a correr rumores de todo tipo, especulaciones que durante un breve instante flotaban en el aire y después se asentaban como el polvo en una casa vacía. ¿Quién se ocupaba de las tareas domésticas, fregaba los platos, cocinaba, barría y hacía las camas, era él o de esas tareas se encargaba su anciana madre? Emanuel Wilson contó una historia que ya había contado otras veces. Había escuchado una historia similar en el pueblo de Ohio donde había pasado su juventud. En aquel pueblo vivía con su madre un hombre bastante mayor. Eran muy pobres y cuando llegaba el invierno no tenían mantas suficientes para resguardarse del frío. Se metían en la cama juntos. Era algo bastante inocente, como una madre que acuesta a su hijo. Sentado en la ferretería escuchando a Emanuel Wilson contar la misma historia por vigésima vez, Henry Wescott se puso a pensar en su hija. Su belleza le hacía sentirse orgulloso, ligeramente superior a esos hombres, a sus compañeros. En la vida se había parado a pensar si su hija era una mujer guapa. ¿Por qué no había reparado antes en su belleza? ¿Por qué razón había dejado su apartamento de Chicago, junto al lago, para venir a pasar calor en Willow Springs? ¿Era verdad que había vuelto a casa porque quería pasar unos días con su padre y su madre? ¿Había algo más? Por un instante sintió vergüenza de su pobre cuerpo, de su desgastada ropa y de su mal afeitado rostro. Entonces notó cómo se extinguía el pequeño incendio que había estallado en su interior. En ese instante, entró por la puerta del local el amigo pintor, restableciéndose ese leve aroma a compañerismo al que tanto se aferraba. En el huerto, Rosalind estaba sentada apoyada contra el árbol en el mismo lugar donde, en su infancia, jugaba al juego del baile de la naturaleza y donde, tras graduarse en el instituto de Willow Springs, intentaba derribar el muro que le impedía acceder a la vida. El sol ya se había puesto, las grises sombras de la noche se arrastraban por la hierba, alargando las sombras de los árboles. Hacía tiempo que nadie se ocupaba de aquel huerto y muchos de sus árboles estaban muertos, sin follaje. Las sombras de las ramas muertas parecían enormes brazos dejándose caer, intentando alcanzar la hierba gris. No corría el viento. Iba a ser una noche oscura, sin luna, una calurosa noche de las llanuras. La noche no tardaría en caer. Apenas podían verse ya las sombras en la hierba. Rosalind sintió que la muerte acechaba a su alrededor, en el huerto, en la ciudad. Entonces, volvieron nítidamente a su cabeza unas palabras pronunciadas por Walter Sayers. —Si alguna noche sales a pasear sola por el campo, intenta encomendarte a la noche, a la oscuridad, a las sombras de los árboles. Verás que esa experiencia, siempre y cuando te encomiendes con todo tu ser, te cuenta una historia sorprendente. Te darás cuenta de que al hombre blanco, aunque sea dueño de la tierra que pisamos desde hace ya varias generaciones y aunque haya construido ciudades por todas partes, extraído carbón del suelo, cubierto la tierra con vías férreas, con pueblos y ciudades, en realidad no le pertenece ni una sola pulgada de la tierra de este continente. Esta tierra sigue y seguirá perteneciendo a una raza prácticamente extinguida. Esta tierra le pertenece al piel roja, a la raza que aunque hoy haya prácticamente desaparecido, aún sigue siendo dueña del continente americano. Si su imaginación la ha poblado de fantasmas, de dioses y diablos, es porque en aquellos tiempos ellos amaban la tierra. Hay pruebas por todas partes, solo hay que fijarse un poco. Nosotros no les hemos dado a nuestras ciudades nombres bonitos porque no hemos sabido construir ciudades bonitas. Si por algún casual una ciudad americana tiene un nombre bonito es porque se lo hemos robado a esa otra raza, a la raza que siempre será dueña de la tierra en la que vivimos. Aquí no somos más que unos extraños. Si alguna noche sales a pasear sola por el campo, en cualquier parte de América, intenta encomendarte a la noche. Te darás cuenta de que la muerte únicamente acecha a la raza blanca, la de los conquistadores, y que la vida perdura en esos hombres y mujeres de piel roja que ya han desaparecido. La mente de Rosalind no dejaba de pensar en los espíritus de aquellos dos hombres, Walter Sayers y Melville Stoner. Podía sentirlos. Era como si estuvieran a su lado, sentados junto a ella en el huerto. Estaba segura de que Melville Stoner había vuelto a su casa y que debía de estar ahí sentado esperando su llamada. ¿Qué querían de ella? ¿Se estaba enamorando de dos hombres a la vez, ambos mayores que ella? Las sombras de las ramas de los árboles formaban un manto en el huerto, un suave manto hecho con algún material delicado donde las pisadas de los hombres no hacían ningún ruido. Aquellos dos hombres estaban cada vez más cerca. Melville Stoner estaba justo detrás de ella y Walter Sayers estaba un poco más lejos, en la distancia. Su espíritu se iba arrastrando hacia ella. Esos dos hombres tenían una misión común. Venían a traerle la visión masculina de la vida, querían entregarle algo. Rosalind se levantó y se quedó junto al árbol, temblando. ¡En qué estado se encontraba! ¿Hasta cuándo iba a durar? ¿Hacia qué conocimiento sobre la vida y la muerte se estaba dirigiendo? Había vuelto a casa por una sencilla razón. Amaba a Walter Sayers, quería entregarse, pero antes de hacerlo una voz le había dicho que tenía que volver a su ciudad para hablar con su madre. Pensó que iba a tener fuerzas para contarle lo que sentía. Solo tenía que contárselo y aceptar sus consejos. Si su madre entendía y era comprensiva, el desplazamiento no habría sido en vano. Si su madre no entendía, de todos modos habría pagado una antigua deuda, habría sido fiel a una antigua tradición tácita. ¿Qué querían de ella aquellos dos hombres? ¿Qué tenía que ver Melville Stoner con todo este asunto? Intentó alejar la imagen de aquel hombre de su mente. La imagen del otro hombre, Walter Sayers, era algo menos agresiva. Se aferró a ella. Puso el brazo en el tronco del viejo manzano y posó su mejilla sobre su rugosa corteza. Estaba tan emocionada que le entraron ganas de frotarse las mejillas contra la corteza del árbol hasta sangrar, hasta que el dolor físico contrarrestara la tensión y el dolor que empezaba a sentir en su interior. Desde que se había plantado maíz en la pradera entre el huerto y la calle, para volver a la ciudad Rosalind tenía que tomar un pequeño camino, arrastrarse por debajo de una alambrada y cruzar el patio de la viuda de las gallinas. En el huerto reinaba un profundo silencio. Cuando se arrastró bajo la alambrada y llegó al patio trasero de la viuda, Rosalind tuvo que abrirse paso por una estrecha abertura situada entre un gallinero y un granero pasando los dedos por unas rústicas tablas de madera. La madre de Rosalind esperaba sentada en el porche de su casa. Melville Stoner estaba en la casa de al lado. Rosalind lo vio allí sentado y sintió un escalofrío. —Es como un ave carroñera. Se alimenta de muertos, de marchitos destellos de belleza, de sonidos apagados que escucha en la oscuridad de la noche—, pensó. Cuando llegó a la casa de los Wescott, Rosalind se tiró en el porche y cayó de espaldas, estirando los brazos. Su madre estaba sentada en la mecedora. En la esquina de la calle había una farola y la pequeña luz que penetraba por las ramas de los árboles iluminaba el rostro de la madre. Qué pálido y moribundo parecía. Su hija cerró los ojos. —No voy a poder. No tengo fuerzas—, pensó. No tenía ninguna prisa en transmitir el mensaje que había venido a entregar. Aún faltaban un par de horas para que su padre volviera a casa. En otra casa, dos chicos que jugaban y corrían de habitación en habitación, dando portazos, gritando sin parar, rompieron el silencio que reinaba en la calle. Un bebé se puso a llorar y la voz de una mujer empezó a protestar. —¡Parad! ¡Os he dicho que paréis!—, gritó aquella voz. —¿No veis que el bebé se ha despertado por vuestra culpa? A ver cuánto tarda en volverse a dormir.— Rosalind cerró los dedos y apretó los puños. —He venido hasta aquí para contarte algo. Me he enamorado de un hombre, pero no puedo casarme con él. Está casado y es bastante más mayor que yo. Tiene dos hijos. Le quiero y creo que él también me quiere —bueno, estoy segura—. Quiero corresponderle. Antes de que ocurra cualquier cosa, quería venir a contártelo, —dijo en voz baja, pero con total claridad. Se preguntó si Melville Stoner había podido escuchar su declaración. No hubo respuesta. La mecedora en la que estaba sentada la madre de Rosalind había estado balanceándose lentamente, crujiendo ligeramente. El sonido continuó. En la otra casa, el bebé dejó de llorar. Rosalind acababa de decirle a su madre las palabras que llevaba intentando decirle desde su llegada. Se sintió aliviada y casi feliz. El silencio entre las dos mujeres se fue alargando. La mente de Rosalind se fue alejando. Esperaba algún tipo de reacción por parte de su madre, alguna palabra de condena. Quizás su madre no quería decir nada hasta que volviera su padre y le contara la historia. Le reprocharían su actitud, la echarían de casa. No tenía ninguna importancia. Rosalind siguió esperando. Al igual que Walter Sayers, sentado en el jardín, su mente parecía estar flotando. Su mente salió de su cuerpo, se alejó de su madre y llegó hasta el hombre al que amaba. Una noche, otra de esas tranquilas noches de verano, Rosalind salió a dar una vuelta por el campo con Walter Sayers. No era la primera vez que hablaba con ella, que se dirigía a ella, ya lo había hecho muchas otras noches y durante largas horas en la oficina. En ella había encontrado a alguien con quien poder hablar, con quien querer hablar. ¡Cuántas puertas de la vida le había ayudado a abrir aquel hombre! Sus conversaciones eran interminables. En compañía de Rosalind, Walter se sentía aliviado, relajaba la tensión a la que se había acostumbrado su cuerpo. Le había contado su vida, su deseo de ser cantante y cómo había tenido que renunciar a ese sueño. —No es culpa de mi mujer ni de mis hijos—, le había dicho. —Ellos podrían haber vivido sin mí. El problema es que yo no habría podido vivir sin ellos. Estoy derrotado, soy un hombre derrotado, nací predestinado a la derrota y tengo que aferrarme a algo que justifique mi derrota. Ahora me doy cuenta. Les necesito. Nunca más intentaré volver a cantar, porque soy una persona que al menos tiene un mérito: conozco la derrota. Puedo aceptar la derrota. Esas fueron sus palabras. Entonces, en aquella noche de verano mientras estaban sentados en el coche, Walter Sayers se puso a cantar. Había abierto la puerta de una granja y aparcado el coche en silencio en un camino de hierba que daba a una pradera. Tras apagar las luces del coche, unas cuantas reses aparecieron por el lugar y se quedaron ahí un rato. Y entonces se puso a cantar, empezó suavemente, se fue animando y repitió la canción, una y otra vez. Rosalind estaba tan feliz que le entraron ganas de llorar. —Gracias a mí ahora puede cantar—, pensó con cierto orgullo. En ese instante sintió un profundo amor por aquel hombre, aunque quizás lo que sentía no era realmente amor. Era orgullo. Para ella, ese momento era un momento de gloria. Aquel hombre se había arrastrado hasta ella desde un lugar oscuro, desde la oscura cueva de la derrota. Ella le había tendido su mano y le había ayudado a superar sus miedos. Rosalind seguía tumbada, a los pies de su madre, en el porche de la casa de los Wescott, intentando pensar, luchando por aclarar sus impulsos. Le acababa de contar a su madre que quería entregarse a un hombre, a Walter Sayers. Tras esa declaración, empezó a preguntarse si aquello era realmente cierto. Ella era una mujer, su madre era una mujer. ¿Qué opinaba su madre de todo aquello? ¿Qué consejos les daban las madres a sus hijas? ¿Qué quería realmente el elemento masculino de la vida? No lograba definir claramente sus propios deseos e impulsos. Quizás lo que quería era encontrar cierto compañerismo con otra mujer, con su madre. Qué bonito sería que las madres pudieran de repente cantarles a sus hijas, si de la oscuridad y el silencio pudieran surgir canciones. Los hombres confundían a Rosalind, siempre la habían confundido. Esa misma noche, por ejemplo, su padre, por primera vez en muchos años, se había parado a observarla con detenimiento. Se había detenido ante ella mientras estaba sentada en el porche y había visto algo en sus ojos. Un incendio había estallado en sus cansados ojos como había ya estallado alguna vez en los ojos de Walter. ¿Iba a ser consumida por ese incendio? ¿El destino de las mujeres es ser consumidas por los hombres y el de los hombres ser consumidos por las mujeres? En el huerto, una hora antes, había sentido que aquellos dos hombres, Melville Stoner y Walter Sayers, se le acercaban, caminaban en silencio por un suave manto hecho con las oscuras sombras de los árboles. Ahora volvían hacia ella. En su mente, aquellos dos hombres se iban aproximando, estaban cada vez más cerca de ella, estaban llegando a su verdad interior. Un manto de silencio había caído sobre las calles de Willow Springs. ¿Era el silencio de la muerte? ¿Había muerto su madre? ¿Ese cuerpo sentado en la mecedora era el de su madre muerta? La mecedora seguía crujiendo. De los dos hombres cuyos espíritus seguían dando vueltas a su alrededor, uno, Melville Stoner, era valiente y astuto. Estaba demasiado cerca, sabía demasiado sobre ella. No tenía miedo. El espíritu de Walter Sayers era misericordioso. Era amable, un hombre comprensivo. Rosalind empezó a sentir miedo de Melville Stoner. Estaba demasiado cerca, sabía demasiado sobre la faceta más oscura, más estúpida de su vida. Se dio la vuelta en la oscuridad y miró hacia la casa de Melville Stoner, recordando su infancia. El hombre estaba físicamente demasiado cerca. La tenue luz de la remota farola que había iluminado el rostro de su madre se deslizaba entre las ramas de los árboles y sobre las copas de los arbustos y pudo ver la tenue figura de Melville Stoner sentado en el porche de su casa. Deseó poder destruirlo con el pensamiento, aniquilarlo, hacerlo desaparecer. El hombre esperaba a que su madre se fuera a la cama y que ella subiera a su habitación para poder irrumpir en la habitación e invadir su privacidad. Su padre volvería a casa, arrastrando sus pies por la acera. Entraría a la casa de los Wescott por la puerta de atrás. No tardaría en bombear el cubo de agua, llevarlo a la casa y ponerlo en el recipiente junto al fregadero de la cocina. Luego iría a darle cuerda al reloj. Luego… Rosalind no se alteraba con facilidad. La vida había adoptado la figura de Melville Stoner y se había apoderado de ella, la agarraba con fuerza. No podía escapar. El hombre no tardaría en irrumpir en la habitación para invadir sus secretos más íntimos. No tenía escapatoria. Imaginaba su risa burlona resonando en aquella silenciosa casa, aplastando los horribles sonidos de la vida diaria. No quería que eso pasara. La repentina muerte de Melville Stoner traería paz y tranquilidad. Deseó poder destruirlo con el pensamiento, destruir a todos los hombres. Quería estar cerca de su madre. Eso la salvaría de los hombres. Su madre tenía sin duda algo que decirle antes de acabar la noche, algo vivo, auténtico. Rosalind expulsó la imagen de Melville Stoner de su mente. Era como si se hubiese levantado de la cama de su habitación, cogido al hombre de la mano y lo hubiera acompañado hasta la puerta. Lo había sacado de su habitación y había cerrado la puerta. Su mente le jugó una mala pasada. En cuanto logró expulsar la imagen de Melville Stoner, Walter Sayers llamó a su puerta. Se imaginó en el coche con Walter aquella noche de verano. Él se puso a cantar. Los suaves y anchos hocicos de las reses se acercaban cada vez más. A Rosalind su mente le dio un respiro. Decidió descansar y esperar, esperar la respuesta de su madre. Estando con ella, Walter Sayers había logrado romper su largo silencio y ya faltaba poco para romper el eterno silencio que se había instalado entre la madre y su hija. El cantante que ya no quería cantar lo había vuelto a hacer gracias a ella. La canción era la verdadera nota de la vida, representaba el triunfo de la vida sobre la muerte. ¡Qué consuelo había sentido escuchando cantar a Walter Sayers! ¡Cómo le corría la vida por sus venas! ¡Qué viva se había sentido de pronto! En ese momento decidió definitivamente, finalmente, que quería acercarse a aquel hombre, que quería compartir con él la intimidad física —encontrar en esa expresión física con él lo que en su canción él había encontrado con ella. Expresando físicamente su amor por aquel hombre, Rosalind podría encontrar la maravilla de la vida, la misma con la que había soñado cuando solo era una niña torpe y tosca y se tumbaba en la hierba del huerto. A través del cuerpo del cantante podría acercarse, tocar la maravilla de la vida. —No me importaría sacrificar todo lo que tengo para que eso ocurriera—, pensó. ¡Qué tranquila era ahora la noche! ¡Ahora entendía la vida mucho mejor! Walter Sayers había cantado en el campo en presencia de las reses una canción en una lengua desconocida, pero ahora lo entendía todo, incluso el significado de palabras extrañas. La canción trataba sobre la vida y la muerte. ¿Sobre qué más se puede cantar? El repentino conocimiento del contenido de la canción no había salido de su propia mente. El espíritu de Walter estaba cada vez más cerca. Había logrado espantar el espíritu burlón de Melville Stoner. Cuántas cosas había hecho la mente de Walter Sayers por la mente de la mujer que empezaba a abrirse a la vida. Ahora el espíritu le estaba explicando el significado de la canción. La letra de la canción, cada palabra, parecía flotar por aquella silenciosa calle de la ciudad de Iowa. Las palabras describían el sol poniéndose entre las nubes de humo de una ciudad y las gaviotas llegando desde un lago para flotar sobre la ciudad. Las gaviotas están ahora sobrevolando el río. El río tenía un color verde intenso. Ella, Rosalind Wescott, estaba en el puente en el corazón de la ciudad y acababa de convencerse de lo asquerosa y fea que era la vida. Estaba a punto de tirarse al río, de desaparecer en su intento por purificarse. No tenía importancia. Los pájaros emitían unos gritos agudos. Aquellos gritos se parecían a la voz de Melville Stoner. Giraban, daban vueltas en el aire. Ya faltaba poco, iba a tirarse al río y después las aves caerían en picado en una imponente curva. Su cuerpo iba a desaparecer, arrastrado por la corriente, hasta su descomposición, pero lo que estaba realmente vivo en su interior se elevaría con los pájaros, en esa larga, imponente línea dibujada por el vuelo de los pájaros. Rosalind seguía tumbada, inmóvil, en el porche de la casa de su madre. En el aire que flotaba sobre la ciudad dormida, enterrada a gran profundidad bajo todos los pueblos y ciudades, la vida seguía cantando. La melodía de la vida podía encontrarse en el zumbido de las abejas, en la llamada de los tres sapos, en las gargantas de los negros que trabajaban en los campos de algodón, en una barca, en el río. La canción era una orden. Repetía una y otra vez la historia de la vida y de la muerte, la vida eternamente derrotada por la muerte, la muerte eternamente derrotada por la vida. * * * La madre de Rosalind rompió su eterno silencio y su hija intentó alejarse del espíritu de la canción que había empezado a sonar en su interior. El sol poniéndose sobre la ciudad, la vida derrotada por la muerte, la muerte derrotada por la vida. Las chimeneas de las fábricas se convierten en lápices de luz. La vida derrotada por la muerte, la muerte derrotada por la vida. La mecedora de la madre de Rosalind seguía crujiendo. De sus blancos labios las palabras salieron con dificultad. Algún día la vida tenía que ponerle a prueba. Hoy era el día. Ella siempre había sido una mujer derrotada. Ahora debía triunfar en la persona de Rosalind, la hija que había nacido de sus entrañas. La madre tenía que dejarle claro a su hija cuál era el destino de todas las mujeres. Las chicas crecen soñando, esperando, creyendo. Los hombres habían tramado una conspiración. Inventaban palabras, escribían libros y cantaban canciones sobre eso que llaman amor. Las muchachas picaban el anzuelo. Se casaban o tenían relaciones con los hombres antes del matrimonio. En la noche de bodas se producía un asalto brutal, y la mujer intentaba salvarse como buenamente podía. Se encerraba en sí misma, cada vez más. La madre de Rosalind se había pasado la vida escondiéndose en su propia casa, en la cocina de su casa. Con los años y tras la llegada de los hijos, su marido le había exigido cada vez menos. Ahora todo volvía a empezar. Su hija iba a sufrir esa misma experiencia, la experiencia que le había arruinado la vida. Estaba orgullosa de Rosalind, la hija que se había abierto al mundo, labrándose su propio camino. Su hija se vestía con cierto estilo, caminaba con cierto estilo. Su hija era una mujer orgullosa, íntegra, triunfante. No necesitaba a ningún hombre. —Por Dios, Rosalind, no lo hagas, no lo hagas, —susurraba una y otra vez. ¡Cuánto hubiera dado por que Rosalind no se mezclara con hombres! Ella también había sido una joven orgullosa, íntegra. ¿Quién le iba a decir que algún día se convertiría en esa mujer gorda, vieja y fea? Llevaba toda su vida de casada encerrada en su casa, en la cocina de su casa, pero, a su manera, había observado, sabía la suerte que corrían las mujeres. A ella nunca le había faltado nada, su marido era bueno para los negocios y siempre había traído dinero a casa. Era un hombre tranquilo, lento, parco en palabras, pero, a su manera, era igual que todos los hombres de Willow Springs. Los hombres trabajaban para ganar dinero, tragaban grandes cantidades de comida y al final del día volvían a casa con sus mujeres. Antes de casarse, la madre de Rosalind vivía en una granja con sus padres. Allí había observado los animales, había visto cómo el macho perseguía a la hembra, había visto su insistencia, su crueldad. Así era como se perpetuaba la vida. El día de su boda fue un verdadero suplicio. ¿Por qué se había casado? Intentó explicárselo a Rosalind. —Le vi por primera vez un sábado por la noche aquí mismo, en Main Street. Ese día había acompañado a mi padre a la ciudad; dos semanas después, me lo volví a encontrar en un baile, en el campo—, le dijo a su hija. Hablaba como alguien que ha recorrido un largo camino para poder entregar un mensaje de vital importancia. —Quería que me casara con él y acepté. Quería que me casara con él y acepté.— Parecía no haberse recuperado de todo aquello. ¿Realmente no tenía nada más que decir sobre las relaciones entre hombres y mujeres? Llevaba toda su vida de casada encerrada en la casa de su marido, trabajando como trabajan los animales, lavando ropa sucia, fregando los platos, preparando la comida. Había estado pensando, durante todos esos años no había dejado de pensar. La vida era una mentira, una terrible mentira. Le había dado muchas vueltas a este asunto. En algún lugar había un mundo completamente diferente al suyo, un mundo paradisiaco donde no existía el matrimonio, un mundo apacible, asexual donde la humanidad vivía en un estado de absoluta felicidad. Por alguna razón desconocida, la humanidad había sido expulsada de aquel lugar y había sido condenada a vivir en la tierra. Ese era el castigo por haber cometido un pecado imperdonable, el pecado de la carne. Ese pecado estaba en ella y en el hombre con quien se había casado. Había aceptado casarse. ¿Por qué? Los hombres y las mujeres estaban condenados a cometer el pecado que acababa destruyéndolos. A excepción de algunos seres sagrados, ningún hombre, ninguna mujer se libraban de aquel destino. ¡La mujer se había devanado los sesos! En su noche de bodas, su marido se llevó lo que quería, y después se quedó dormido. Ella no pudo conciliar el sueño. Se levantó de la cama y se acercó a la ventana para mirar las estrellas. El cielo estaba tranquilo. Con qué elegancia se desplazaba la luna por el cielo. Las estrellas no pecaban. No se tocaban. Cada estrella era diferente a las demás, era algo sagrado, inviolable. En la Tierra, bajo las estrellas, todo estaba corrupto, mancillado: los árboles, las flores, las plantas, los animales de los campos, los hombres y las mujeres. Todos corruptos. Vivían por un instante y después empezaba la decadencia. Ella misma estaba cada vez más deteriorada. La vida no era más que una vulgar mentira. La vida seguía perpetuándose por culpa de eso que la gente llama amor. Lo cierto era que la vida nacía de un pecado, y solo podía perpetuarse mediante el pecado. —El amor no existe. Esa palabra no es más que una vulgar mentira. El hombre del que hablas solo te quiere para pecar, —dijo. Entonces, se levantó bruscamente y volvió a la casa. Rosalind escuchó a su madre desplazarse en la oscuridad. Cuando llegó a la puerta se quedó mirando a su hija tendida, tensa, esperando en el porche. La pasión del rechazo latía tan fuerte en ella que sintió que se asfixiaba. A la hija le pareció que en esos momentos su madre, esa mujer que estaba detrás de ella en la oscuridad, se había convertido en una araña gigante que luchaba por envolverla en una telaraña de oscuridad. —Los hombres les hacen daño a las mujeres —decía—, no lo pueden evitar. Esa es su naturaleza. El amor no existe. No es más que una vulgar mentira. —La vida es algo sucio. Dejar que un hombre la toque ensucia a una mujer. —La madre de Rosalind dijo esas palabras en voz alta. Parecían salir desde lo más profundo de su ser. Tras esas palabras, la mujer desapareció en la oscuridad. Rosalind escuchó cómo subía lentamente las escaleras que llevaban a su habitación. Lloraba de forma extraña, como lloran las mujeres con sobrepeso, de manera entrecortada. Las fuertes pisadas que habían empezado a subir las escaleras se detuvieron y se hizo el silencio. La madre de Rosalind no había dicho nada de lo que tenía en mente. Todo lo que le quería decir a su hija lo tenía estudiado de antemano. ¿Por qué no pudo expresar lo que sentía? Seguía sin satisfacer la pasión del rechazo que corría por sus venas. —El amor no existe. La vida no es más que una vulgar mentira. Conduce al pecado, a la muerte, a la decadencia, —dijo en la oscuridad. Algo extraño, casi misterioso, le ocurrió a Rosalind. La imagen de su madre se desvaneció en su mente y volvió a pensar en aquella compañera que estaba a punto de casarse y que había ido a visitar junto con otras amigas. Todas ellas subieron a una habitación para ver el vestido de la novia que estaba tendido sobre una cama. Una de sus compañeras, una chica delgada con poco pecho, cayó de rodillas. Se escuchó un grito. ¿Salía de la garganta de aquella chica o de aquella mujer cansada y derrotada que vivía en la casa de los Wescott? —No lo hagas. Rosalind, no lo hagas, —suplicaba entre sollozos la voz. En la casa de los Wescott, al igual que en la calle y en el cielo estrellado que Rosalind veía ante sus ojos, se hizo el silencio. Se relajó e intentó volver a pensar. Había algo en equilibrio, algo que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. ¿Era simplemente el latido de su corazón? Su mente se quedó en blanco. La canción que había salido de los labios de Walter Sayers seguía sonando en su interior. La vida derrotada por la muerte, la muerte derrotada por la vida. Se sentó y se tapó la cabeza con las manos. —He venido a Willow Springs para ponerme a prueba. ¿Será la prueba de la vida y de la muerte?—, se preguntó. Su madre había subido las escaleras para irse a refugiar en la oscuridad de su habitación. La canción siguió sonando en su interior. La vida derrotada por la muerte, la muerte derrotada por la vida. ¿Era la canción algo puramente masculino, la llamada del macho a la hembra, una mentira, como había dicho su madre? No sonaba a mentira. La canción había salido de los labios de un hombre, Walter, el hombre que había dejado para ir a visitar a su madre. Luego, Melville Stoner, otro hombre, se le había acercado. La canción de la vida y de la muerte también sonaba en su interior. ¿Cuándo la canción dejaba de sonar sobrevenía la muerte? ¿Era la muerte solo rechazo? La canción sonaba en el interior de Rosalind. ¡Qué confusión! Tras levantar la voz, la madre se había ido llorando a acostarse a su habitación. Poco después, Rosalind siguió sus pasos. Se tiró en la cama, con la ropa puesta. Las dos mujeres esperaban. Fuera, en la oscuridad, estaba sentado Melville Stoner, el hombre que parecía saber todo lo que había pasado entre la madre y su hija. Rosalind pensó en la ciudad, en el puente que estaba cerca de la fábrica y en las gaviotas que flotaban en el aire por encima del río. Deseó poder estar allí en ese mismo instante, subirse al puente. —No me importaría que mi cuerpo se lo llevara el río—, pensó. Se imaginó su rápida caída y la aún más rápida caída de las aves bajando desde el cielo. Las aves caían en picado para recoger la vida que estaba a punto de dejar caer, recogiéndola rápida y elegantemente. De eso trataba la canción que había cantado Walter. * * * Henry Wescott volvió a casa de la ferretería de Emanuel Wilson. Entró arrastrando los pies por la puerta de atrás y se dirigió hacia la bomba. El sonido chirriante de la bomba se escuchó en toda la casa. El padre entró a la cocina y puso el cubo de agua en el recipiente junto al fregadero. Se derramó un poco de agua. Se escuchó un sonido, parecido al de los pies de un niño descalzo caminando por el suelo. Rosalind se levantó. El gélido cansancio que se había apoderado de ella había desaparecido. Había apartado las manos gélidas que la habían estado agarrando. Su maleta estaba en un armario, pero olvidó cogerla. Se quitó los zapatos a toda prisa y con ellos en la mano salió hacia el pasillo con los pies descalzos. En esos momentos, su padre estaba subiendo las escaleras. Pasó muy cerca de ella, tanto que Rosalind tuvo que retener la respiración presionando su cuerpo contra la pared del pasillo. ¡Con qué rapidez y claridad pensaba ahora su mente! El tren dirección este hacia Chicago pasaba por Willow Springs a las dos de la mañana. No quería esperar, prefería caminar ocho millas hasta la siguiente ciudad. Quería salir de la ciudad. Tener en qué ocuparse. —Tengo que marcharme—, pensó bajando las escaleras y saliendo, sin hacer ruido, de la casa. Rosalind caminó hasta la acera y pasó por delante de la puerta de la casa de Melville Stoner. El hombre salió hasta la puerta para hablar con ella riendo burlonamente. —Sabía que iba a tener una nueva oportunidad de hablar con usted antes de que acabara la noche—, dijo inclinando la cabeza. Rosalind no estaba segura de si había escuchado la conversación que había tenido con su madre. No importaba. Ese hombre sabía exactamente lo que había dicho su madre, todo lo que la madre podía decir y todo lo que Rosalind podía decir o entender. Para Rosalind, esa sensación era tremendamente reconfortante. Ese hombre, Melville Stoner, había arrancado a la ciudad de Willow Springs de las garras de la muerte. No era necesario hablar. Con él había logrado alcanzar la comunión de la vida, algo que iba más allá de las palabras, más allá de la pasión. Caminaron en silencio hasta las afueras de la ciudad. Entonces Melville Stoner levantó la mano. —¿Me acompaña?—, preguntó Rosalind, pero el hombre, riendo, negó con la cabeza. —No —le respondió—. Yo me quedo aquí. Ya no tengo edad para marcharme. Aquí me quedaré hasta mi muerte. Aquí me quedaré, con mis pensamientos.— Melville Stoner se dio la vuelta y desapareció en la oscuridad, más allá del halo circular de luz que caía de la última farola de la calle, la calle que ahora se había convertido en una carretera de tierra que llevaba a la siguiente ciudad. Rosalind lo vio desaparecer y algo en su extraño modo de andar volvió a recordarle la imagen de un pájaro gigante. —Se parece a las gaviotas que flotan por encima del río en Chicago —pensó—. Su espíritu flota por encima de la ciudad de Willow Springs. Cuando la muerte en vida viene a visitar a los ciudadanos de esta ciudad, él cae en picado y, con su mente, les despoja de su belleza.— Empezó a caminar lentamente por la carretera entre los campos de maíz. En la tranquila inmensidad de la noche se podía caminar en paz. Una suave brisa frotaba las hojas de maíz, pero no se escuchaban aquellos horribles sonidos humanos, los sonidos de quienes seguían físicamente en vida pero que en espíritu habían muerto, habían aceptado la muerte, creído solo en la muerte. Mientras el viento seguía frotando las hojas de maíz, se escuchó un ligero y suave sonido, como si algo estuviera naciendo, la vida física muerta se iba apartando, haciendo a un lado. Quizás en la tierra estaba naciendo una vida nueva. Rosalind echó a correr. Se había desprendido de la ciudad de su padre y de su madre como un corredor se desprende de una prenda pesada e innecesaria. Le entraron ganas de quitarse la ropa que se interponía entre su cuerpo y la desnudez. Quería estar desnuda, volver a nacer. A dos millas de la ciudad, había un puente sobre Willow Creek. En esa época del año el arroyo estaba reseco, pero en la oscuridad lo imaginó caudaloso, con rápidas corrientes de agua, agua de un color verde intenso. Dejó de correr y se detuvo en el puente, respiraba con dificultad. Instantes después, reanudó su carrera, caminando hasta volver a recobrar el aliento y después corriendo otra vez. Era un soplo de vida. No se preguntaba lo que iba a hacer, cómo iba a afrontar el problema que esperaba poder resolver con su visita a Willow Springs hablando con su madre. Corría. Ante sus ojos, la carretera de tierra venía hacia ella, saliendo de la oscuridad. Seguía corriendo, siempre hacia delante, dejando a su paso un suave rastro de luz. La oscuridad se iba abriendo a su paso. Se sentía feliz corriendo y con cada zancada se sentía cada vez más liberada. Una idea deliciosa le vino a la cabeza. Imaginaba que a cada paso que daba la luz bajo sus pies se iba haciendo cada vez más nítida. Era como si a la oscuridad le intimidara su presencia, como si se fuese haciendo a un lado, abriéndole paso. Se sentía fuerte, valiente. Se había convertido en un ser que irradiaba luz. Era una creadora de luz. A su paso, la oscuridad se asustaba y se alejaba en la distancia. Pensando en eso era capaz de correr sin tener que detenerse para descansar y deseó poder correr así toda la vida, por campos, por pueblos y ciudades, expulsando la oscuridad con su presencia. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
Devoción
Cuento
I Siempre había tres o cuatro ancianos sentados en el porche principal de la casa o haraganeando por el jardín de la granja Bentley. Tres de ellos eran mujeres y hermanas de Jesse. Formaban un grupo discreto y anodino. El cuarto, un hombre muy callado de finos cabellos blancos, era el tío de Jesse. La granja era de madera, una estructura de vigas cubierta de tablones. En realidad no era una casa, sino un grupo de casas unidas de forma más bien irregular. Dentro estaba llena de sorpresas. Para ir del salón al comedor había que subir unas escaleras y, para pasar de una habitación a la otra, siempre había que subir o bajar escalones. A las horas de las comidas, la casa parecía una colmena. En cualquier otro momento del día estaba tranquila, luego se abrían las puertas y resonaban pisadas en las escaleras, se oía un murmullo de voces y empezaba a aparecer gente de una docena de rincones oscuros. Aparte de los ancianos, vivía mucha más gente en la granja Bentley. Había cuatro jornaleros, una mujer llamada tía Callie Beebe, que cuidaba la casa, una niña retrasada llamada Eliza Stoughton, que hacía las camas y ayudaba con el ordeño, un muchacho que trabajaba en los establos y el propio Jesse Bentley, el propietario y señor de todo aquello. Veinte años después de concluir la Guerra Civil norteamericana, la región del norte de Ohio donde se encontraba la granja Bentley había empezado a dejar atrás el estilo de vida de los pioneros. Por entonces, Jesse poseía maquinaria para cosechar el grano. Había construido graneros modernos y desecado la mayoría de sus tierras mediante un cuidadoso sistema de drenaje, pero para comprender mejor a nuestro hombre tendremos que remontarnos a una época anterior. La familia Bentley llevaba varias generaciones viviendo en el norte de Ohio cuando nació Jesse. Eran oriundos del estado de Nueva York y compraron tierras cuando el país era virgen y podían comprarse tierras a precios bajos. Durante largo tiempo, y al igual que otros muchos habitantes del Medio Oeste, fueron muy pobres. La tierra en que se habían establecido era muy boscosa y estaba cubierta de maleza y troncos caídos. Tras la larga y fatigosa labor de desbrozar los campos y talar los árboles, tuvieron que arrancar los tocones. Los arados se enganchaban en las raíces enterradas, había piedras por todas partes, el agua se encharcaba en las partes bajas y el maíz amarilleaba y acababa marchitándose. Cuando el padre y los hermanos de Jesse Bentley se convirtieron en propietarios del terreno, la mayor parte del trabajo estaba terminada, pero siguieron con sus viejas tradiciones y trabajaron como animales. Vivían como han vivido siempre casi todos los granjeros. En primavera y durante casi todo el invierno los caminos que conducían al pueblo de Winesburg eran ríos de fango. Los cuatro jóvenes de la familia trabajaban de firme en los campos todo el día, tomaban una comida pesada y grasienta y por la noche dormían como bestias exhaustas sobre jergones de paja. En sus vidas apenas había nada que no fuese rudo y brutal y exteriormente ellos mismos también lo eran. Los sábados por la tarde, enganchaban los caballos a una carreta de tres asientos e iban al pueblo. Una vez allí se arrimaban a la estufa de algún almacén y conversaban con otros granjeros o con los dueños de las tiendas. Iban vestidos con monos de faena y en invierno usaban pesados chaquetones salpicados de barro. Cuando extendían las manos para calentárselas en la estufa se veía que estaban rojas y agrietadas. A todos ellos les costaba trabajo hablar, por lo que la mayor parte del tiempo se limitaban a guardar silencio. Después de comprar carne, harina, azúcar y sal, entraban en alguno de los bares de Winesburg y bebían cerveza. Bajo la influencia de la bebida, se desataban los fuertes apetitos de su naturaleza, reprimidos por la heroica labor de roturar las nuevas tierras. Los dominaba una especie de ardor grosero, poético y animal. De vuelta a casa, se ponían de pie sobre los asientos de la carreta y gritaban a las estrellas. A veces se peleaban larga y amargamente y en ocasiones se ponían a cantar. En cierta ocasión, Enoch Bentley, el hijo mayor, golpeó a su padre, el viejo Tom Bentley, con la contera de un látigo de carretero, y el viejo estuvo al borde de la muerte. Enoch pasó varios días oculto en el pajar del establo, preparado para huir si aquel arrebato momentáneo acababa siendo un asesinato. Se mantuvo con vida gracias a la comida que le llevaba su madre, quien también le informaba del estado del herido. Cuando todo acabó bien, salió de su escondrijo y volvió a la labor de limpiar los campos, como si nada hubiera ocurrido. La Guerra Civil supuso un brusco cambio en el destino de los Bentley y fue responsable del éxito del hijo menor, Jesse. Enoch, Edward, Harry y Will Bentley se alistaron y, antes de que terminase aquella larga guerra, todos habían muerto. Por un tiempo, después de que se marcharan al sur, el viejo Tom trató de sacar adelante la granja, pero no lo consiguió. Cuando mataron al último de los cuatro, escribió a Jesse diciéndole que tendría que volver. Luego la madre, que llevaba enferma un año, murió de repente, y el padre acabó de desanimarse. Empezó a hablar de vender la granja y de irse a vivir al pueblo. Se pasaba el día murmurando y moviendo la cabeza. Descuidó el trabajo en los campos y el maizal se llenó de malas hierbas. El viejo Tom contrató a unos cuantos peones pero no supo emplearlos con inteligencia. Cuando los jornaleros iban a los campos por la mañana, él vagaba por los bosques y se sentaba en algún tronco. A veces olvidaba volver a casa por la noche y una de sus hijas tenía que ir a buscarlo. Cuando Jesse Bentley regresó a la granja y empezó a hacerse cargo de las cosas era un hombre menudo de veintidós años y aspecto sensible. A los dieciocho se había marchado de casa para ir a la escuela y con el tiempo convertirse en pastor de la Iglesia Presbiteriana. Toda su niñez había sido lo que se llama un bicho raro y nunca había congeniado con sus hermanos. De toda la familia, la única que lo había entendido era su madre y ahora estaba muerta. Cuando volvió para ponerse al frente de la granja —que para entonces tenía más de seiscientos acres— los demás granjeros y los habitantes del cercano pueblo de Winesburg sonrieron ante la idea de que pretendiera hacer él solo el trabajo que hasta entonces habían hecho sus cuatro fornidos hermanos. Tenían buenos motivos para sonreír. Según los cánones de su época, Jesse ni siquiera parecía un hombre. Era pequeño, muy delgado y de aspecto femenino y, fiel a la tradición de los pastores jóvenes, vestía una larga levita de color oscuro y una corbata negra y estrecha. Los vecinos se rieron al verlo después de tantos años, y todavía se rieron más cuando vieron a la mujer con quien se había casado en la ciudad. Lo cierto es que la mujer de Jesse no duró mucho. Tal vez Jesse tuviera la culpa. Una granja en el norte de Ohio, en los años difíciles después de la Guerra Civil, no era sitio para una mujer delicada, y Katherine Bentley lo era. Jesse fue tan implacable con ella como con todos los que lo rodeaban en aquellos tiempos. Katherine se esforzó por trabajar igual que hacían sus vecinas y su marido se lo permitió sin entrometerse. Ayudaba con el ordeño y se ocupaba de parte de las tareas de la casa: hacía las camas y preparaba la comida. Durante un año, trabajó a diario desde la salida del sol hasta bien entrada la noche y luego, después de dar a luz a un niño, murió. En cuanto a Jesse Bentley, aunque fuese de constitución delicada, había algo en su interior que no podía matarse con facilidad. Tenía el cabello castaño y rizado y unos ojos grises que a veces miraban fijos y con dureza y a veces parecían vacilantes e inseguros. Además de delgado, era corto de estatura. Su boca era la de un niño sensible y decidido. Jesse Bentley era un fanático. Era un hombre de su tiempo y por esa razón sufría y hacía sufrir a los demás. Nunca logró lo que quería de la vida y es probable que ni siquiera llegara a saber lo que quería. Muy poco después de su vuelta a la granja Bentley todos le habían cogido miedo, e incluso le temía su mujer, que debería haber estado tan cerca de él como lo había estado antes su madre. Dos semanas después de su llegada, el viejo Tom Bentley lo puso al frente de todo y se retiró a un segundo plano. Todo el mundo pasó a un segundo plano. A pesar de su juventud e inexperiencia, Jesse sabía cómo dominar a los suyos. Ponía tanto empeño en todo lo que hacía y decía que nadie lo comprendía. Obligó a los de la granja a trabajar como nunca habían trabajado antes, pero todos lo hacían sin alegría. Cuando las cosas iban bien, le iban bien a Jesse, pero nunca a sus subordinados. Al igual que otros miles de hombres fuertes que vinieron al mundo en Norteamérica en esos tiempos, Jesse no era exactamente fuerte. Sabía dominar a los demás, pero era incapaz de dominarse a sí mismo. Le resultó fácil dirigir la granja como nadie la había dirigido antes. Cuando volvió de Cleveland, donde había asistido a la escuela, se aisló de los suyos y empezó a hacer planes. Pensaba en la granja noche y día y eso le ayudó a triunfar. Otros granjeros trabajaban demasiado y no tenían tiempo para pensar, pero para Jesse pensar en la granja y estar tramando planes constantemente era un modo de descansar. Una forma de satisfacer en parte su naturaleza apasionada. Justo después de su llegada, hizo que añadieran un ala a la casa vieja y mandó abrir varios ventanales en una gran habitación que daba al oeste y desde donde se veían el granero y los campos. Cuando quería pensar, se sentaba junto a la ventana. Pasaba allí los días y las horas y contemplaba las tierras y consideraba su nueva situación en la vida. El ardor de su temperamento se reavivaba y sus ojos se volvían implacables. Quería que la granja produjese como ninguna otra granja del estado había producido antes y también quería algo más. El ansia indefinible que lo embargaba hacía que sus ojos vacilaran y que se volviera cada vez más silencioso en presencia de los demás. Habría dado cualquier cosa por conseguir estar en paz y temía no poder lograrlo nunca. Jesse Bentley rebosaba vitalidad. En su cuerpo menudo se concentraba toda la fuerza de un largo linaje de hombres fuertes. Siempre había sido extraordinariamente vivaracho cuando era niño en la granja, igual que lo fue más tarde de muchacho en la escuela. Allí había puesto todo su ahínco en estudiar y en pensar en Dios y en la Biblia. Con el paso del tiempo, fue aprendiendo a conocer mejor a la gente y llegó a tenerse por un hombre extraordinario al margen de los demás. Deseaba con todas sus fuerzas que su vida tuviera gran importancia y, al observar a sus semejantes y constatar que llevaban una existencia propia de patanes, se convencía de que no soportaría convertirse en un patán como ellos. Aunque estaba tan obsesionado consigo mismo y su propio destino que no reparó en que su joven esposa estaba haciendo el trabajo de una mujer fuerte, incluso después de quedarse encinta, ni en que se estaba matando para servirlo, nunca pretendió ser desagradable con ella. Cuando su padre, que era anciano y estaba quebrantado por el trabajo, le dejó la granja y pareció alegrarse de apartarse a un rincón a esperar la llegada de la muerte, él se encogió de hombros y apartó al anciano de su imaginación. Jesse se sentaba junto a la ventana desde donde se dominaban las tierras que había heredado y se ponía a pensar en sus asuntos. En los establos se oía el patear de sus caballos y el inquieto movimiento de su ganado. A lo lejos, en los campos, veía otras reses de su propiedad que vagaban por las verdes colinas. Las voces de los hombres, los peones que trabajaban para él, le llegaban a través de los cristales. En la lechería se oían los golpes secos de la mantequera que manipulaba Eliza Stoughton, la chica retrasada. La imaginación de Jesse se remontaba a los hombres del Antiguo Testamento, que también habían poseído tierras y rebaños. Recordaba que Dios había descendido del cielo y había hablado a aquellos hombres y deseaba que Dios reparara también en él y le hablase. Se apoderaba de él una especie de anhelo adolescente por dotar a su vida del mismo significado que la de aquellos hombres. Como era hombre rezador, hablaba con Dios en voz alta y el sonido de sus palabras reforzaba y alimentaba su ansiedad. —Soy un hombre distinto de los que hasta ahora han poseído estos campos —exclamaba—. ¡Mírame, oh, Señor, y observa también a mis vecinos y a todos los que me han precedido! ¡Oh, Señor, haz de mí otro Jesse capaz de gobernar a los hombres y engendrar hijos que también sean gobernantes! Jesse se exaltaba al hablar en voz alta y, poniéndose en pie, empezaba a andar arriba y abajo por la habitación. Se imaginaba viviendo en la antigüedad entre los pueblos antiguos. La tierra que se extendía ante sus ojos adquiría una gran importancia y se convertía en un lugar poblado por su fantasía por una nueva raza de hombres que descendía enteramente de él. Estaba convencido de que en estos tiempos, igual que en los antiguos, podían fundarse reinos y dar nuevos bríos a las vidas de los hombres mediante el poder divino que se expresaba a través de un siervo escogido. Ansiaba ser ese siervo. “He venido a este mundo para realizar la obra de Dios”, afirmaba en voz alta y su figura menuda se erguía y tenía la sensación de que una especie de halo de aprobación divina se cernía sobre él. A los hombres y mujeres de tiempos posteriores tal vez les resulte difícil entender a Jesse Bentley. En los últimos cincuenta años la vida de nuestro pueblo ha sufrido un cambio enorme. De hecho, ha tenido lugar una auténtica revolución. La llegada de la industrialización, acompañada del tumulto y la agitación de los negocios, los agudos chillidos de los millones de voces nuevas que han venido hasta nosotros procedentes de ultramar, el ir y venir del ferrocarril, el crecimiento de las ciudades, el tendido de las líneas de trenes de cercanías que conectan las ciudades entre sí y pasan por delante de las granjas, y, en los últimos tiempos, la llegada del automóvil, han supuesto una tremenda transformación en la vida, las costumbres y el modo de pensar de los habitantes del Medio Oeste. Ahora hay libros en todas las casas, por muy mal escritos y peor concebidos que estén; las revistas tienen tiradas de millones de ejemplares y hay periódicos en todas partes. En nuestros días, un granjero junto a la estufa de una tienda de su pueblo tiene la cabeza llena a rebosar de opiniones ajenas. Los periódicos y las revistas se la han llenado de pájaros. La mayor parte de la vieja y brutal inocencia, que tenía también algo de hermosa inocencia infantil, ha desaparecido para siempre. El granjero junto a la estufa es hermano del hombre de la ciudad, y si uno le escucha, comprobará que emplea la misma verborrea insensata que cualquier habitante de una gran metrópoli. En los tiempos de Jesse Bentley, y en los distritos rurales de todo el Medio Oeste en los años posteriores a la Guerra Civil, las cosas no eran así. Los hombres trabajaban de firme y estaban demasiado agotados para leer. No les quedaba humor para las palabras impresas en papel. Mientras trabajaban en los campos, se adueñaban de ellos unas ideas vagas y rudimentarias. Creían en Dios y en el poder con que regía sus vidas. Se reunían los domingos en sus pequeñas iglesias protestantes para oír hablar de Él y de sus obras. Dichas iglesias eran el centro de la vida social e intelectual de la época. La figura de Dios ocupaba un lugar primordial en el corazón de la gente. Por eso Jesse Bentley, que había sido un niño muy imaginativo y tenía en el fondo una gran ansiedad intelectual, se volvió con total sinceridad hacia Dios. Cuando la guerra le arrebató a sus hermanos, vio en eso la mano de Dios. Cuando su padre enfermó y no pudo seguir ocupándose de la granja, lo tomó también por una señal divina. En la ciudad, cuando le llegó la noticia, estuvo paseando de noche por las calles pensando en todo aquello, y después de regresar y ponerse al frente de la granja, volvió a adoptar la costumbre de salir a pasear de noche por el bosque y las colinas a pensar en Dios. Mientras paseaba, la importancia de su participación en una especie de plan divino iba creciendo en su imaginación. Le dominaba la codicia y le impacientaba que la granja tuviera solo seiscientos acres. Se arrodillaba junto a la cerca de un prado, clamaba al cielo en mitad de la noche y, al elevar la mirada, veía las estrellas que brillaban para él en el firmamento. Una tarde, varios meses después de la muerte de su padre, y cuando el parto de Katherine era inminente, Jesse salió de casa y fue a dar un largo paseo. La granja Bentley estaba situada en un vallecito regado por el arroyo Wine, y Jesse estuvo paseando a la orilla del riachuelo hasta la linde de sus tierras y por los campos de sus vecinos. A medida que andaba, el valle se fue ensanchando y luego volvió a estrecharse. Grandes extensiones de bosques y campos de labor se abrían ante él. La luna salió de detrás de las nubes y Jesse trepó a una pequeña colina y se sentó a meditar. Pensó que, por ser él el verdadero siervo de Dios, todas las tierras por las que había pasado deberían ser suyas. Pensó en sus hermanos muertos y les reprochó que no hubiesen trabajado y conseguido más. Delante de él, a la luz del claro de luna, el riachuelo corría entre las piedras, y Jesse empezó a pensar en los hombres de los tiempos antiguos que, como él, habían poseído rebaños y señoreado tierras. Un impulso descabellado, que era en parte temor y en parte codicia, se apoderó de Jesse Bentley. Recordó que, en la vieja historia de la Biblia, el Señor se había aparecido a aquel otro Jesse y le había pedido que enviase a su hijo David a donde Saúl y los israelitas estaban combatiendo a los filisteos en el valle de Ela. Jesse se convenció de que todos los granjeros de Ohio que poseían tierras en el valle del arroyo Wine eran filisteos y enemigos de Dios. —Supongamos —musitó para sus adentros— que hubiera uno de ellos que, como Goliat, el filisteo de Gat, pudiera derrotarme y arrebatarme todas mis posesiones. En su imaginación revivió el terrible temor que, según pensó, debió de embargar a Saúl antes de la llegada de David. Se puso en pie de un salto y echó a correr en mitad de la noche. Mientras corría clamaba a Dios. Su voz resonó más allá de las colinas. —¡Jehová, Señor de los Ejércitos —gritó—, envíame esta noche a un hijo del vientre de Katherine. Descienda sobre mí tu gracia. Envíame un hijo al que llamaré David y que me ayudará a arrancar por fin todas estas tierras de las manos de los filisteos para ponerlas a tu servicio y consagrarlas a la construcción de tu reino en la tierra! II David Hardy, de Winesburg, Ohio, era el nieto de Jesse Bentley, el propietario de la granja Bentley. Cuando tenía doce años, lo llevaron a vivir a la vieja granja Bentley. Su madre, Louise Bentley, la niña que llegó al mundo la noche que Jesse echó a correr por los campos clamando a Dios para que le concediera un hijo, había crecido en la granja y se había casado con el joven John Hardy de Winesburg, que se hizo banquero. Louise y su marido no eran felices y todos coincidían en que la culpable era ella. Era una mujer pequeña, de ojos grises y penetrantes y cabello negro. Desde la niñez había tenido propensión a sufrir arrebatos de furia y, cuando no estaba enfadada, era esquiva y silenciosa. En Winesburg se decía que bebía. Su marido, el banquero, que era un hombre cauto y astuto, se esforzó por hacerla feliz. Cuando empezó a ganar dinero, le compró una gran casa de ladrillo en Elm Street, en Winesburg, y fue el primer hombre del pueblo que tuvo un cochero para conducir el carruaje de su mujer. Pero hacer feliz a Louise era una tarea imposible. Sufría incontrolables ataques de ira durante los cuales se volvía taciturna o se ponía agresiva y desafiante. Blasfemaba y gritaba furiosa. Cogía un cuchillo de la cocina y amenazaba con matar a su marido. Una vez le pegó fuego a la casa, y con frecuencia se recluía días enteros en su habitación y se negaba a ver a nadie. Su vida transcurría casi como la de una prisionera y dio pie a toda suerte de habladurías. Se decía que consumía drogas y que se escondía de la gente porque pasaba tanto tiempo borracha que era imposible disimular su estado. A veces, las tardes de verano, salía de la casa y subía a su carruaje. Despedía al cochero, empuñaba ella misma las riendas y salía a toda velocidad por las calles. Si algún peatón se cruzaba en su camino, ella no se apartaba y el asustado ciudadano tenía que escapar como mejor pudiera. La gente del pueblo tenía la impresión de que quería atropellarlos. Después de recorrer varias calles rozando las esquinas y fustigando a los caballos con el látigo, se dirigía al campo. En los caminos, lejos de las casas del pueblo, ponía los caballos al paso hasta que cedía aquel humor impulsivo y alocado. Se quedaba pensativa y murmuraba para sí. A veces se le llenaban los ojos de lágrimas y, cuando volvía al pueblo, recorría de nuevo a toda velocidad las calles tranquilas. De no ser por la influencia de su marido y por el respeto que éste inspiraba a todo el mundo, el policía del pueblo la habría arrestado más de una vez. El joven David Hardy creció en la casa junto a aquella mujer y, como cualquiera puede imaginar, la suya no fue una infancia muy alegre. Era demasiado joven para opinar de los demás por cuenta propia, pero a veces le resultaba difícil no formarse opiniones muy claras sobre su madre. David fue siempre un muchacho callado y cabal y durante mucho tiempo la gente de Winesburg pensó que era un poco obtuso. Tenía los ojos castaños y de niño adquirió la costumbre de mirar largo rato las cosas y a las personas como si no viera nada en realidad. Cuando oía hablar mal de su madre o cuando ella regañaba a su padre, se asustaba y corría a esconderse. A veces no encontraba dónde hacerlo y eso lo dejaba muy confundido. Volvía la cara hacia un árbol, o hacia la pared si estaba dentro de casa, cerraba los ojos y trataba de no pensar en nada. Tenía la costumbre de hablar solo en voz alta y desde muy pronto lo dominó una callada tristeza. Siempre que David iba a la granja Bentley a visitar a su abuelo, se sentía feliz y contento. A menudo deseaba no tener que regresar al pueblo y una vez que volvió de la granja tras una larga visita ocurrió algo que tuvo un efecto muy duradero en su imaginación. David volvió al pueblo en compañía de uno de los jornaleros. El hombre tenía prisa por atender sus propios asuntos y dejó al chico al principio de la calle donde estaba la casa de los Hardy. Era una tarde de otoño, empezaba a atardecer y el cielo estaba cubierto de nubes. Algo le sucedió a David. No soportaba la idea de entrar en la casa donde vivían su padre y su madre, y sintió el impulso de escaparse. Su intención era volver a la granja con su abuelo, pero se perdió y pasó horas vagando lloroso y asustado por los caminos. Empezó a llover y los relámpagos iluminaron el cielo. La imaginación del muchacho se exaltó y creyó ver y oír cosas extrañas en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar andando y corriendo por algún terrible vacío donde nadie había estado nunca antes. La oscuridad que lo rodeaba le pareció ilimitada. El sonido del viento silbando entre los árboles era aterrador. Cuando un grupo de caballos se acercó al camino donde él estaba, se asustó y saltó una cerca. Corrió por un campo hasta llegar a otro camino donde se hincó de rodillas y tanteó el suelo con los dedos. De no ser por su abuelo, a quien temió no poder encontrar jamás en aquella oscuridad, pensó que el mundo debía de estar vacío. Cuando un granjero que volvía del pueblo oyó sus gritos y lo llevó a casa de su padre, estaba tan cansado y alterado que no supo lo que pasaba. El padre de David se enteró por casualidad de que se había perdido. Se topó con el peón de la granja por la calle y supo que su hijo había llegado. Cuando vieron que el chico no estaba en casa, dieron la alarma y John Hardy salió a buscarlo al campo, acompañado de varios hombres del pueblo. El rumor de que David había sido secuestrado corrió por las calles de Winesburg. Cuando llegó a casa, todas las luces estaban apagadas, pero su madre salió y lo estrechó ansiosamente entre sus brazos. David pensó que se había transformado de pronto en otra mujer. Apenas podía creer que hubiese ocurrido algo tan maravilloso. Louise Hardy bañó su fatigado cuerpo y le preparó la cena con sus propias manos. No lo dejó acostarse, sino que, después de ponerle la camisa de dormir, apagó las luces y se sentó en una silla a abrazarlo. La mujer pasó una hora en la oscuridad abrazando a su hijo. Todo ese rato estuvo hablando en voz baja. David no comprendía qué era lo que la había cambiado. Su rostro, habitualmente disgustado, se había convertido en la cosa más tranquila y encantadora que había visto nunca. Cuando se echó a llorar, ella lo apretó más y más. Su voz siguió hablando y hablando. Ya no era áspera y chillona, como cuando le hablaba a su marido, sino suave como la lluvia que cae sobre los árboles. Luego empezaron a llamar hombres a la puerta para decirle que no lo habían encontrado, pero ella lo instó a ocultarse y guardar silencio hasta que se hubiesen ido. El niño pensó que debía de tratarse de un juego que su madre y los hombres del pueblo estaban jugando con él y rompió a reír de alegría. De pronto pensó que haberse perdido y asustado en la oscuridad carecía de importancia. Decidió que no le importaría pasar mil veces por aquella aterradora experiencia con tal de encontrar al final del camino a un ser tan maravilloso como aquel en el que de pronto se había convertido su madre. Durante los últimos años de su infancia, el joven David vio muy poco a su madre, que llegó a convertirse tan solo en una mujer con la que había vivido. Sin embargo, no lograba quitarse su imagen de la cabeza y, a medida que se fue haciendo mayor, se volvió más definida. Cuando tenía doce años, se fue a vivir a la granja Bentley. El viejo Jesse se presentó en el pueblo y exigió que le dejasen hacerse cargo del chico. El anciano estaba decidido a salirse con la suya. Habló con John Hardy en su despacho del Winesburg Savings Bank y luego fueron los dos a la casa de Elm Street para hablar con Louise. Ambos pensaban que organizaría un escándalo, pero se equivocaban. Los recibió muy tranquila y, después de que Jesse le explicara lo que le había llevado allí y se extendiera un rato sobre las ventajas de que el crío creciera al aire libre en el ambiente tranquilo de la vieja granja, movió la cabeza con aprobación. —Es un ambiente que no está corrompido por mi presencia —dijo con sequedad. La estremeció un escalofrío, como si estuviese a punto de sufrir uno de sus ataques de cólera—. Es un lugar para un niño, aunque nunca fue sitio para mí —prosiguió—. Usted nunca me quiso allí y por supuesto el aire de su casa no me sentó bien. Era como si me envenenase la sangre, pero con él será diferente. Louise dio media vuelta, salió de la habitación y dejó a los dos hombres sumidos en un silencio embarazoso. Luego, como hacía con frecuencia, pasó varios días sin salir de su habitación. Ni siquiera asomó cuando empaquetaron las cosas del niño y se lo llevaron. La pérdida de su hijo supuso un brusco cambio en su vida y a partir de entonces pareció menos dispuesta a discutir con su marido. John Hardy decidió que las cosas habían salido muy bien después de todo. Y así el joven David fue a vivir con Jesse a la granja Bentley. Dos hermanas del anciano granjero seguían con vida y habitaban todavía en la casa. Ambas temían a Jesse y rara vez hablaban cuando él estaba presente. Una de las mujeres, que de joven había sido famosa por su mata de pelo rojo, tenía instintos maternales y tomó al niño a su cuidado. Todas las noches, cuando se metía en la cama, ella iba a su habitación y se sentaba en el suelo hasta que se quedaba dormido. Cuando se adormilaba, ella cobraba ánimos y le susurraba cosas que luego el niño creía haber soñado. Su voz dulce y suave le murmuraba nombres cariñosos y él soñaba que su madre había ido a verlo y había cambiado tanto que ahora era siempre igual que en aquella ocasión en que se escapó de casa. David también se volvía más osado y le acariciaba la cara a la mujer que estaba sentada en el suelo de un modo que la sumía en un éxtasis de felicidad. Todo el mundo en la vieja casa se alegró mucho con la llegada del muchacho. Aquella rudeza característica de Jesse Bentley, que tenía sojuzgados y acobardados a todos los de la casa, y que la presencia de Louise no había logrado aplacar, desapareció aparentemente con la llegada del chico. Era como si Dios se hubiese apiadado de él y le hubiese enviado un hijo. El hombre que se había proclamado el único siervo verdadero de Dios en todo el valle del arroyo Wine y que le había pedido al Señor que le enviase una señal de aprobación concediéndole un hijo nacido del seno de Katherine, empezó a pensar que por fin sus plegarias habían sido escuchadas. A pesar de que en esa época tenía solo cincuenta y cinco años, aparentaba casi setenta y estaba exhausto de tanto pensar y maquinar. Sus esfuerzos por extender sus dominios habían tenido éxito y quedaban muy pocas granjas en el valle que no le pertenecieran, pero hasta la llegada de David fue un hombre amargado y decepcionado. Había dos influencias en la vida de Jesse Bentley y su imaginación había sido siempre el campo de batalla para ambas. En primer lugar estaba su vieja vocación. Quería ser un hombre de Dios y ponerse al frente de los hombres de Dios. Sus paseos nocturnos por los campos y los bosques lo habían acercado a la naturaleza y había fuerzas en aquel hombre apasionadamente religioso que conectaban con las fuerzas naturales. La decepción que había sufrido cuando Katherine dio a luz una hija en lugar de un hijo se había abatido sobre él como un golpe propinado por una mano invisible y aquel golpe había disminuido en parte su orgullo. Seguía creyendo que Dios podría manifestarse en cualquier momento mediante las nubes o el viento, pero ya no exigía que lo hiciera, ahora rezaba por ello. En ocasiones lo acometían las dudas y pensaba que Dios había abandonado el mundo a su suerte. Lamentaba que su destino no hubiese sido vivir en unos tiempos más sencillos y amables en los que, al ver la señal de una nube extraña en el cielo, los hombres abandonaban sus casas y sus tierras para internarse en el desierto y engendrar nuevas razas. Mientras trabajaba noche y día para hacer que sus granjas fuesen más productivas y conseguir nuevas tierras, lamentaba no poder dedicar aquella energía inagotable a la construcción de templos, a la aniquilación de los infieles y a glorificar el nombre de Dios sobre la tierra. Eso es lo que ansiaba hacer Jesse, aunque también anhelaba otra cosa. Había llegado a la madurez en Norteamérica, en los años posteriores a la Guerra Civil y, como a todos los hombres de su tiempo, le habían afectado las poderosas influencias que obraron sobre el país en los años en que nació el industrialismo moderno. Empezó a comprar máquinas que le permitieran hacer el trabajo de las granjas sin tener que contratar a tantos hombres y en ocasiones pensaba que, si hubiese sido más joven, habría abandonado la granja y habría fundado una fábrica en Winesburg para construir maquinaria. Jesse adquirió la costumbre de leer periódicos y revistas. Inventó una máquina para construir cercas de alambre de espino. Poco a poco, se fue dando cuenta de que la atmósfera de los viejos tiempos y lugares que siempre había cultivado en su imaginación era ajena y distinta del modo en que pensaban otros. El inicio de la era más materialista de la historia, en la que se librarían guerras sin patriotismo y los hombres olvidarían a Dios y prestarían solo atención a los cánones morales, en la que la voluntad de poder reemplazaría a la voluntad de servir y la belleza sería olvidada en la terrible carrera de la humanidad por adquirir posesiones, ejerció su influencia en Jesse, el hombre de Dios, igual que en sus semejantes. Su faceta más codiciosa lo impulsaba a hacer dinero de un modo más rápido del que permitía el cultivo de las tierras. Más de una vez fue a Winesburg a hablar del asunto con su yerno. —Tú eres banquero, y dispondrás de oportunidades que yo nunca tuve —decía con los ojos encendidos—. No paro de pensarlo. En este país se van a hacer grandes cosas y se podrá ganar más dinero del que jamás soñé. No malgastes la ocasión. Ojalá fuese más joven y tuviese tus oportunidades. Jesse Bentley iba y venía por el despacho del banquero y se exaltaba a medida que hablaba. En cierta ocasión, había sufrido un ataque de parálisis que le había dejado debilitado el lado izquierdo. Mientras hablaba, guiñaba el ojo izquierdo. Luego, de regreso a casa, cuando se hacía de noche y aparecían las estrellas, se le hacía difícil recuperar la vieja sensación de que había un Dios cercano y personal que vivía en el cielo y que en cualquier momento podría extender la mano, tocarle en el hombro y escogerlo para realizar alguna heroica tarea. Jesse estaba obsesionado con lo que leía en los periódicos y las revistas, con las fortunas que hombres astutos amasaban casi sin esfuerzo a base de comprar y vender. La llegada de David le ayudó a recuperar su antigua fe con fuerzas renovadas y a tener la impresión de que Dios había vuelto por fin su mirada hacia él. En cuanto al muchacho, la vida empezó a revelársele de mil maneras nuevas y deleitosas. La amabilidad que le mostraban todos lo volvió más expansivo y perdió aquel modo de ser entre tímido y apocado que había tenido cuando vivía con su familia. Por la noche, cuando se iba a la cama tras un largo día de aventuras en los establos, en los campos o yendo de granja en granja con su abuelo, quería besar a todos los de la casa. Si Shirley Bentley, la mujer que iba cada noche a sentarse en el suelo a su lado, no aparecía enseguida, se asomaba desde lo alto de la escalera y la llamaba a gritos, su voz infantil resonaba por los estrechos pasillos donde tanto tiempo había imperado una tradición de silencio. Por la mañana, cuando se despertaba y se quedaba en la cama, los sonidos que le llegaban a través de los cristales lo llenaban de alegría. Pensaba con un escalofrío en la vida en la casa de Winesburg y en la voz irritada de su madre, que siempre le hacía temblar. Allí, en el campo, todo eran sonidos agradables. Cuando despertaba al amanecer, despertaba también el corral que había junto al granero de detrás de la casa. Se oía a los habitantes de la granja que iban de acá para allá. Eliza Stoughton, la chica retrasada, se reía ruidosamente porque uno de los hombres le hacía cosquillas, las reses del establo respondían a una vaca que mugía en algún campo lejano y uno de los peones hablaba con aspereza al caballo al que estaba almohazando junto a la puerta del establo. David se levantaba de un salto de la cama y corría a la ventana. Todo aquel bullicio excitaba su imaginación, y se preguntaba qué estaría haciendo su madre en el pueblo. Desde las ventanas de su habitación no se veía el corral donde se habían reunido todos los peones para hacer las tareas matutinas, pero se oían las voces de los hombres y el relinchar de los caballos. Cuando uno de los hombres se reía, él también lo hacía. Asomado a la ventana, contemplaba un pequeño huerto por donde merodeaba una enorme cerda con una camada de cerditos que corrían tras sus talones. Cada mañana contaba los cerdos. “Cuatro, cinco, seis, siete”, decía muy despacio, mojándose el dedo y haciendo marcas verticales en el alféizar de la ventana. David corría a ponerse los pantalones y la camisa. Lo dominaba un deseo febril de estar al aire libre. Cada mañana hacía tanto ruido al bajar por las escaleras, que la tía Callie, el ama de llaves, afirmaba que iba a echar la casa abajo. Cruzaba la vieja casa, cerrando las puertas de un portazo, salía al corral y miraba en torno suyo lleno de sorpresa y expectación. Le daba la impresión de que en un lugar así debían de haber ocurrido cosas tremendas durante la noche. Los peones lo miraban y se reían. Henry Strader, un anciano que llevaba en la granja desde que Jesse la heredó, y a quien antes de que llegara David nadie había oído hacer una broma, repetía todas las mañanas el mismo chiste. A David le hacía tanta gracia que daba palmas y se reía carcajadas. “Ven a ver —gritaba el anciano—, la yegua blanca del abuelo Jesse se ha roto el calcetín negro de la pata”. Todos los días del verano, Jesse Bentley visitaba sus granjas del valle del arroyo Wine, y su nieto le acompañaba. Viajaban en un faetón cómodo y anticuado tirado por un caballo blanco. El anciano se rascaba la barba rala y cana y hablaba para sí de sus planes para incrementar la productividad de los campos por donde pasaban y del papel que desempeñaba Dios en los planes de los hombres. A veces miraba a David, sonreía beatíficamente y luego parecía olvidarse de la existencia del muchacho. Cada vez más sus pensamientos volvían a los sueños que habían poblado su imaginación cuando abandonó la ciudad para instalarse en el campo. Una tarde sorprendió a David al dejarse dominar totalmente por sus sueños. En presencia del niño, llevó a cabo una ceremonia que causó un incidente y a punto estuvo de destruir la camaradería que estaba formándose entre ellos. Jesse y su nieto estaban atravesando un rincón apartado del valle a varios kilómetros de la granja. El bosque llegaba hasta el borde mismo del camino, y el arroyo Wine serpenteaba entre los árboles para ir al encuentro de un río lejano. Jesse había estado muy pensativo y de pronto empezó a hablar. Recordó la noche en que le había asustado la idea de que un gigante pudiera robarle y saquear sus posesiones e, igual que aquella noche corrió por los campos clamando por un hijo, esta vez se exaltó hasta el borde mismo de la locura. Detuvo el caballo, se apeó del carricoche y pidió a David que se bajara también. Los dos saltaron una cerca y anduvieron a lo largo de la orilla del arroyo. El niño no prestó atención a los murmullos de su abuelo, sino que corrió a su lado preguntándose qué ocurriría después. Cuando levantaron a un conejo, que salió corriendo entre los árboles, el chico aplaudió y dio saltos de alegría. Miró hacia la copa de los árboles y lamentó no ser un animalillo capaz de trepar a lo alto sin asustarse. Agachándose, cogió una piedrecita y la arrojó por encima de la cabeza de su abuelo contra unos arbustos. —Despierta, animalito. Trepa a lo alto de los árboles —gritó con voz chillona. Jesse Bentley siguió andando bajo los árboles con la cabeza gacha y el cerebro en ebullición. Su seriedad impresionó al muchacho, que se quedó en silencio un poco alarmado. Al anciano se le había ocurrido que ahora podría obtener una señal divina, que la presencia del niño y el hombre arrodillados en algún lugar solitario del bosque haría que el milagro que estaba esperando fuese casi inevitable. —En un lugar como éste, fue donde el otro David cuidaba del ganado cuando su padre llegó y le ordenó que fuese a ayudar a Saúl —murmuró. Cogió al muchacho con cierta brusquedad por el hombro, pasó por encima de un tronco caído y, al llegar a un claro del bosque, se hincó de rodillas y se puso a rezar en voz alta. Un terror como el que no había sentido nunca se adueñó de David. Acurrucado detrás de un árbol, observó al hombre en el suelo y empezaron a temblarle las rodillas. Tuvo la impresión de estar en presencia no de su abuelo, sino de una persona distinta que podría hacerle daño, alguien que no era bondadoso, sino peligroso y brutal. Empezó a llorar y cogió un palo pequeño del suelo. Cuando Jesse Bentley, absorbido por su idea, se levantó de pronto y avanzó hacia él, su terror creció de tal modo que todo su cuerpo se estremeció. En los bosques reinaba un inmenso silencio y de repente se oyó la voz áspera e insistente del anciano. Cogió al niño del hombro, volvió la cara hacia el cielo y gritó. Todo su lado izquierdo estaba contraído y la mano que tenía sobre el hombro del chico también se contrajo. —Señor, hazme una señal —gritó—. Heme aquí con el niño David. Desciende de los cielos y dame a conocer tu presencia. Con un grito de terror, David se volvió y, liberándose de las manos que lo sujetaban, echó a correr por el bosque. No creía que el hombre que había vuelto el rostro hacia lo alto y gritado con voz áspera al cielo fuese su abuelo. Aquel hombre no se parecía en nada a su abuelo. Lo dominó la convicción de que había ocurrido algo extraño y terrible y de que, por alguna especie de milagro, una persona distinta y peligrosa se había metido en el cuerpo del bondadoso anciano. Corrió y corrió por la pendiente sin dejar de llorar. Cuando tropezó con las raíces de un árbol y se golpeó la cabeza al caer, se levantó y trató de seguir huyendo. Le dolía tanto la cabeza que acabó desmayándose y, hasta que despertó en el carricoche donde lo había llevado Jesse, y vio al anciano acariciándole la cabeza con ternura, no se le quitó el miedo del cuerpo. —Vámonos de aquí, en el bosque hay un hombre horrible —dijo muy serio mientras Jesse miraba hacia los árboles y volvía a clamar a Dios. —¿Qué es lo que he hecho que repruebas de este modo? —susurró, y repitió sus palabras una y otra vez, mientras iban a toda prisa por el camino y apoyaba tiernamente la cabeza ensangrentada del niño contra su hombro. III RENDICIÓN La historia de Louise Bentley, que se convirtió en la señora de John Hardy y vivió con su marido en una casa de ladrillo de Elm Street, en Winesburg, es una historia de malentendidos. Todavía falta mucho por hacer antes de que las mujeres como Louise sean comprendidas y puedan tener una vida llevadera. Habrá que escribir sesudos libros y las personas que convivan con ellas tendrán que pensar muy bien lo que hacen. Nacida de una madre delicada y quebrantada por el trabajo y de un padre impulsivo, inflexible y carente de imaginación, que no veía con buenos ojos su llegada a este mundo, Louise fue, desde su más tierna infancia, una neurótica, una de esas mujeres hipersensibles que, en épocas posteriores, la industrialización arrojaría en gran número al mundo. Pasó sus primeros años en la granja Bentley, fue una niña silenciosa y taciturna, más necesitada de amor que de ninguna otra cosa del mundo, aunque no lo conseguía. Cuando tenía quince años fue a vivir a Winesburg con la familia de Albert Hardy, que poseía un almacén dedicado a la venta de carretas y carricoches y formaba parte del consejo educativo del Ayuntamiento. Louise fue al pueblo para asistir a clases en la escuela secundaria de Winesburg y fue a vivir a casa de los Hardy porque Albert Hardy y su padre eran amigos. Hardy, el vendedor de carruajes de Winesburg, igual que otros miles de hombres en aquella época, era un entusiasta de la causa de la educación. Se había abierto camino en la vida sin abrir nunca un libro, pero estaba convencido de que le habría ido mucho mejor de haber tenido una educación. A todos los que pasaban por su tienda les hablaba del asunto y en su propia casa tenía a todos locos a fuerza de insistir en lo mismo una y otra vez. Tenía dos hijas y un hijo, John Hardy, y en más de una ocasión las hijas lo habían amenazado con dejar la escuela. Por una cuestión de principios, hacían solo lo justo en clase para evitar que las castigaran. “Odio los libros y a cualquiera a quien le gusten”, declaraba apasionadamente Harriet, la más joven las dos. En Winesburg, Louise fue tan infeliz como lo había sido en la granja. Se había pasado años soñando con la época en que podría salir al mundo y consideró su traslado a casa de los Hardy un gran paso hacia la libertad. Siempre había pensado que en el pueblo todo debía de ser alegría y vitalidad, que allí los hombres y las mujeres debían de vivir felices y libres, dando y ofreciendo su afecto y su amistad, igual que se siente la caricia del viento en las mejillas. Después del silencio y la tristeza de la vida en la casa Bentley, soñaba con trasladarse a un ambiente que fuese más acogedor y latiese de vida y realidad. Y, en casa de los Hardy, Louise podría haber conseguido parte de aquello que tanto ansiaba, de no ser por un error que cometió nada más llegar al pueblo. Louise se atrajo la antipatía de Mary y de Harriet, las dos hijas de los Hardy, por su aplicación en los estudios. No llegó a la casa hasta el día en que empezaban las clases y desconocía por completo lo que ellas opinaban al respecto. Era tímida y durante el primer mes no hizo amistades. Cada viernes por la tarde, uno de los peones de la granja iba a Winesburg y la llevaba a casa a pasar el fin de semana, por lo que los sábados no se relacionaba con la gente del pueblo. Se sentía tan sola y avergonzada que se pasaba el día estudiando. A Mary y a Harriet les dio la impresión de que estaba tratando de dejarlas en evidencia. En su ansiedad por quedar bien con ellas, Louise respondía a todas las preguntas que hacía el profesor en clase. Saltaba arriba y abajo y los ojos le brillaban. Luego, cuando había contestado a alguna pregunta que los demás no habían sabido responder, sonreía contenta. “¿Lo veis? —Parecían decir sus ojos—, he respondido por vosotras. No tenéis de qué preocuparos. Responderé a todas las preguntas que haga falta. Mientras yo esté aquí, podéis estar tranquilas”. Por la noche, después de la cena en casa de los Hardy, Albert Hardy empezaba a alabar a Louise. Uno de los maestros le había dicho maravillas de ella y estaba encantado. —Bueno, otra vez han vuelto a decírmelo —empezaba, mirando con dureza a sus hijas y dedicándole luego una sonrisa a Louise—. Otro de vuestros profesores me ha contado lo bien que va Louise. Todo el mundo en Winesburg me habla de lo inteligente que es. Me avergüenza que no digan lo mismo de mis propias hijas. El comerciante se ponía en pie y daba vueltas por la habitación mientras encendía su cigarro vespertino. Las dos chicas se miraban y movían la cabeza fatigadas. Al reparar en su indiferencia, el padre se indignaba. —Os digo que debería daros mucho que pensar —gritaba dedicándoles una mirada encendida—. Se está produciendo un gran cambio en Norteamérica y la única esperanza de las generaciones venideras radica en la instrucción. Louise es hija de un hombre rico, pero no se le caen los anillos por estudiar. Debería daros vergüenza verla. El comerciante cogía su sombrero del perchero que había junto a la puerta y se disponía a salir para pasar la tarde fuera. Antes de salir, se daba la vuelta y volvía a dedicarles una mirada furiosa. Tan fiero era su aspecto, que Louise se asustaba y corría escaleras arriba a su habitación. Las hijas empezaban a hablar de sus cosas. —¡Escuchadme! —Rugía el comerciante—. Sois unas perezosas. Vuestra indiferencia por la educación está afectando a vuestro carácter. Nunca seréis nada en la vida. Fijaos en lo que os digo: Louise estará siempre tan por encima de vosotras que no lograréis alcanzarla jamás. El hombre salía de la casa furioso y temblando de ira. Iba por ahí jurando y murmurando, hasta que llegaba a la calle Mayor y se le pasaba el enfado. Se paraba a hablar del tiempo o de las cosechas con otros comerciantes o con algún granjero que hubiese ido al pueblo y se olvidaba por completo de sus hijas o, si se acordaba de ellas, se limitaba a encogerse de hombros. “¡Qué se le va a hacer!, así son las mujeres”, murmuraba filosóficamente. En la casa, cuando Louise bajaba a la habitación donde estaban las dos chicas, éstas no querían saber nada de ella. Una tarde, cuando llevaba allí más de seis semanas y estaba descorazonada por el aire de frialdad con que la saludaban, estalló en lágrimas. —¡Deja ya de lloriquear y vuelve a tu cuarto con tus libros! —le espetó secamente Mary Hardy. La habitación que ocupaba Louise estaba en el segundo piso de la casa de los Hardy, y su ventana daba a un jardín. Había una estufa en la habitación y todas las tardes el joven John Hardy le subía una brazada de leña y la dejaba en una caja que había junto a la pared. Al segundo mes de su llegada a la casa, Louise abandonó toda esperanza de llevarse bien con las hermanas Hardy y adoptó la costumbre de marcharse a su habitación en cuanto acababa de comer. Empezó a acariciar la idea de hacerse amiga de John Hardy. Siempre que el joven entraba en la habitación cargado con la leña, ella fingía estar muy ocupada en sus estudios, pero lo observaba con ansiedad. Cuando dejaba la leña en la caja y se volvía para marcharse, Louise bajaba la cabeza y se ruborizaba. Trataba de entablar conversación, pero no se le ocurría nada que decir y, cuando el chico se iba, se enfadaba consigo mismo por ser tan estúpida. La joven campesina se obsesionó con la idea de acercarse a aquel muchacho. Pensó que en él encontraría esa cualidad que toda su vida había buscado en la gente. Tenía la impresión de que entre ella y los demás había un muro y creía estar viviendo al margen de un círculo privado que debía de resultar claro y comprensible para los demás. Le obsesionaba pensar que bastaría con un acto de valentía por su parte para que sus relaciones con los demás fuesen muy distintas y que, mediante dicho acto, podría acceder a una nueva vida como cuando se abre una puerta y se entra en una habitación. Pensaba en ello día y noche, pero pese a que lo que anhelaba tan desesperadamente era muy cálido e íntimo, todavía no tenía una conexión consciente con el sexo. No se había vuelto tan definido, y si fijó su atención sobre John Hardy fue solo porque era quien estaba más a mano y, al contrario que sus hermanas, no había sido antipático con ella. Mary y Harriet, las dos hermanas Hardy, eran mayores que Louise. Sobre todo en determinados aspectos. Vivían como todas las jóvenes de los pueblos del Medio Oeste. En aquellos tiempos las jóvenes no asistían a las universidades del este y las ideas relativas a las clases sociales apenas habían empezado a existir. La hija de un obrero pertenecía en cierto modo a la misma clase social que la hija de un granjero o un comerciante, y no había clases ociosas. Una chica era “correcta” o “no correcta”. Si era lo primero, nunca faltaba un joven que fuese a visitarla a su casa los miércoles y los domingos por la tarde. A veces, ella asistía con su joven amigo a algún baile o algún evento social en la iglesia. Otras veces lo recibía en la casa y disponía del salón para ello. Nadie se entrometía. Ambos pasaban horas encerrados tras aquellas puertas. En ocasiones, las luces se ponían a medio gas y los dos jóvenes se besaban. Las mejillas se ruborizaban y los peinados se desordenaban. Tras un año o dos, si aquel impulso se volvía lo bastante fuerte e insistente, se casaban. Una noche, durante su primer invierno en Winesburg, Louise vivió una aventura que proporcionó nuevos ímpetus a su deseo de echar abajo el muro que, según ella, había entre ella y John Hardy. Era miércoles y, justo después de cenar, Albert Hardy se puso el sombrero y se marchó. El joven John subió con la leña y la colocó en la caja del cuarto de Louise. —Siempre trabajando, ¿eh? —dijo con torpeza, y se fue antes de que ella pudiera decir nada. Louise le oyó salir de la casa y sintió el loco deseo de correr tras él. Abrió la ventana, se asomó y le gritó: —John, querido, vuelve, no te vayas. Era una noche nublada y no pudo ver mucho en la oscuridad, pero mientras esperaba le pareció oír un suave ruidito, como si alguien anduviera de puntillas entre los árboles del jardín. Se asustó y cerró corriendo la ventana. Estuvo casi una hora paseando nerviosa y agitada por su cuarto, y, cuando la espera se le hizo insoportable, se asomó al pasillo y bajó las escaleras hasta llegar a una habitación que comunicaba con el salón. Louise había decidido llevar a cabo aquel acto de valentía que le rondaba desde hacía semanas por la cabeza. Estaba convencida de que John Hardy se había escondido en el jardín que había al pie de su ventana y se propuso ir a buscarlo y decirle que quería tenerlo más cerca, que la estrechara entre sus brazos, que le contara sus sueños y le escuchara mientras ella le contaba los suyos. “En la oscuridad será más fácil decirle esas cosas”, se dijo a sí misma mientras avanzaba a tientas por la habitación en dirección a la puerta. Y, en ese momento, Louise reparó en que no estaba sola en la casa. En el salón, al otro lado de la puerta, se oyó la voz de un hombre que hablaba en voz baja y la puerta se abrió. Louise tuvo el tiempo justo de ocultarse en el hueco que había debajo de las escaleras antes de que Mary Hardy, acompañada de su joven pretendiente, entrara en la habitación oscura. Louise pasó una hora escuchando sentada en el suelo. Sin decir una palabra, Mary Hardy, con la ayuda del joven que había ido a pasar la tarde con ella, le dio toda una lección sobre lo que eran los hombres y las mujeres. Louise agachó la cabeza hasta acurrucarse como una bola y se quedó muy quieta. Le pareció que, por algún extraño capricho, los dioses le habían concedido un inmenso favor a Mary Hardy y no pudo comprender sus decididas protestas. El joven tomó a Mary Hardy entre sus brazos y la besó. Cuanto más reía y se debatía ella, más fuerte la sujetaba él. Aquel forcejeo duró casi una hora y luego volvieron al salón y Louise escapó escaleras arriba. “Espero que hayas sido discreta ahí abajo. No debemos molestar a esa rata de biblioteca”, oyó que le decía Harriet a su hermana junto a la puerta de su habitación, en el pasillo de arriba. Louise le escribió una nota a John Hardy y en plena noche, cuando todos dormían, se escabulló abajo y la deslizó por debajo de su puerta. Tenía miedo de que le faltara el valor si no lo hacía cuanto antes. En la nota trató de ser lo más clara posible respecto a lo que quería. “Quiero amar a alguien y también alguien que me quiera —escribió—. Si eres la persona indicada, quiero que vayas de noche al jardín y hagas ruido debajo de mi ventana. Me será fácil descolgarme hasta el cobertizo y reunirme contigo. No puedo pensar en otra cosa, de modo que, si vas a venir, debes hacerlo pronto”. Transcurrió mucho tiempo antes de que Louise supiera cuál sería el resultado de su osado intento de conseguir un amante. En cierto sentido seguía sin estar segura de si quería o no que fuese a verla. A veces tenía la sensación de que todo el secreto de la existencia radicaba en que te abrazasen y te besasen, pero luego cambiaba de opinión y se sentía terriblemente asustada. El ancestral deseo femenino de que la poseyeran se había adueñado de ella, pero su conocimiento de la vida era tan vago que le parecía que solo con que John Hardy rozara su mano con la suya sería suficiente. Se preguntaba si él sabría comprenderlo. En la mesa, al día siguiente, mientras Albert Hardy peroraba y las dos chicas susurraban y reían, ella no levantó la vista de la mesa ni miró a John y escapó en cuanto pudo. Por la tarde, salió de la casa hasta que estuvo segura de que él habría llevado la leña a su cuarto y de que se habría ido. Cuando, después de varias noches escuchando, no oyó ningún ruido en la oscuridad del jardín, creyó enloquecer de dolor y llegó a la conclusión de que nunca podría saltar el muro que la separaba del disfrute de la vida. Y luego, un lunes por la noche, dos o tres semanas después de que escribiera la nota, John Hardy fue a buscarla. Louise había desesperado hasta tal punto de que fuese a verla que no oyó que la llamaban desde el jardín. La noche del viernes anterior, mientras regresaba a la granja en compañía de uno de los peones para pasar allí el fin de semana, había hecho por impulso algo que la había sorprendido mucho, y mientras John esperaba en la oscuridad y la llamaba con insistencia, ella daba vueltas por la habitación preguntándose qué nuevo impulso la había empujado a cometer un acto tan ridículo. El peón de la granja, un joven de cabello negro y rizado, había pasado a recogerla un poco tarde ese viernes y ya había oscurecido. Louise, que no podía dejar de pensar en John Hardy, trató de entablar conversación, pero el campesino estaba avergonzado y no decía nada. A su memoria acudió la soledad en que había transcurrido su infancia y recordó con una punzada de dolor la soledad que se había abatido ahora sobre ella. —Odio a todo el mundo —exclamó de pronto, y luego soltó una diatriba que asustó a su acompañante—. Odio a mi padre y también al viejo Hardy —afirmó con vehemencia—. Y también la escuela donde estudio. Louise asustó al peón todavía más al volverse y apoyar la mejilla en su hombro. Tenía la vaga esperanza de que hiciera como el joven que había estado con Mary en la oscuridad y la tomara entre sus brazos y la besara, pero el campesino estaba muy asustado. Acicateó al caballo con el látigo y se puso a silbar. —Que mal está el camino, ¿eh? —dijo en voz alta. Louise se enfadó tanto que le quitó el sombrero de la cabeza y lo tiró a la cuneta. Cuando el hombre se apeó para recogerlo, ella se marchó y dejó que recorriera a pie todo el camino hasta la granja. Louise Bentley tomó a John Hardy como amante. No era lo que ella pretendía, pero fue lo que interpretó el joven al leer su carta, y ella estaba tan ansiosa por conseguir algo más, que no opuso resistencia. Cuando, pasados unos meses, los dos temieron que pudiera estar encinta, fueron una tarde a la capital y se casaron. Vivieron unos meses en casa de los Hardy y luego se instalaron en una casa propia. El primer año, Louise se esforzó en hacer comprender a su marido el ansia vaga e intangible que le había impulsado a escribir la nota y que todavía seguía sin satisfacer. Una y otra vez, se deslizó entre sus brazos y trató de hablarle de ello, pero siempre sin éxito. Dominado por sus propias ideas acerca del amor entre los hombres y las mujeres, él no le prestaba atención y empezaba a besarla en los labios. Eso la dejaba tan confundida que al final dejó de apetecerle que la besara. Ella misma no sabía a ciencia cierta lo que quería. Cuando descubrieron que el susto que les había impulsado a casarse no tenía ningún fundamento, ella se enfadó mucho y dijo cosas amargas e hirientes. Luego, cuando nació su hijo David, no pudo criarlo y no sabía si lo quería o no. A veces se pasaba el día entero paseando por la habitación y, de vez en cuando, se acercaba a acariciarlo con mucha ternura, y en cambio otros días no quería saber nada ni acercarse a aquel diminuto ser humano que había llegado a su casa. Cuando John Hardy le reprochaba su crueldad, ella se reía. —Es un niño y de todos modos conseguirá lo que se proponga —respondía con aspereza—. Si hubiese sido una niña, habría hecho cualquier cosa por ella. IV TERROR David Hardy era un muchacho alto y fuerte de quince años de edad cuando vivió, como su madre, una aventura que cambió el curso de su vida, lo sacó de su discreto rincón y lo obligó a enfrentarse al mundo. El caparazón de las circunstancias de su vida se rompió y no le quedó otro remedio que marcharse. Se fue de Winesburg y nadie volvió a verlo más. Tras su desaparición, murieron su madre y su abuelo y su padre se hizo muy rico. Gastó mucho dinero tratando de dar con su hijo, pero eso es otra historia. Ocurrió a finales del otoño de un año peculiar en las granjas Bentley. En todas partes las cosechas habían sido abundantes. Esa primavera, Jesse había comprado parte de una larga franja de tierra pantanosa que se hallaba en el valle del arroyo Wine. Compró las tierras a un precio muy bajo, pero tuvo que gastar mucho dinero para acondicionarlas. Hubo que excavar grandes zanjas y tapar el fondo con miles de tejas. Los granjeros de los alrededores movían la cabeza al verlo hacer aquel gasto. Algunos se rieron y desearon que la empresa acabara saliéndole muy cara a Jesse, pero el anciano siguió trabajando en silencio y no dijo nada. Cuando la tierra estuvo desecada, plantó coles y cebollas, y los vecinos volvieron a burlarse. No obstante, la cosecha fue enorme y se pagó a precio muy alto. En un año Jesse ganó lo bastante para compensar lo que se había gastado en acondicionar aquellos campos y todavía le sobró suficiente para comprar otras dos granjas. Estaba exultante y no podía ocultar su alegría. Por primera vez desde que se convirtió en dueño de las granjas, se paseaba entre sus hombres con una sonrisa de satisfacción pintada en el semblante. Jesse compró muchas máquinas para recortar los costes del trabajo y todos los acres que quedaban de aquella franja de tierra pantanosa negra y fértil. Un día fue a Winesburg y compró una bicicleta y un traje nuevo para David y les dio a sus hermanas dinero para que pudieran asistir a una convención religiosa en Cleveland, Ohio. Ese otoño, cuando llegaron las heladas y los árboles de los bosques que rodean el arroyo Wine se pusieron de color dorado oscuro, David pasó al aire libre todo el tiempo que no tenía que estar en la escuela. Solo, o con otros chicos, iba todas las tardes al bosque a recoger nueces. Los otros muchachos de la región, en su mayoría hijos de trabajadores de las granjas Bentley, tenían escopetas con las que salían a cazar conejos y ardillas, pero David no los acompañaba. Se fabricó un tirachinas con dos tiras de goma y un palo en forma de horquilla y se iba a recoger nueces por su cuenta. Cuando estaba por ahí pensaba en muchas cosas. Se daba cuenta de que ya era casi un hombre y se preguntaba qué haría en la vida, pero antes de llegar a una conclusión, se distraía con alguna cosa y volvía a ser un niño. Un día mató una ardilla que parloteaba en las ramas bajas de un árbol. Corrió a casa con la ardilla en la mano. Una de las hermanas Bentley cocinó al animalillo y al muchacho le pareció delicioso. Clavó la piel a una tabla y la colgó de una cuerda de la ventana de su dormitorio. Eso dio un nuevo giro a su imaginación. A partir de entonces no volvió a ir al bosque sin antes meterse el tirachinas en el bolsillo y pasó horas disparando a animales imaginarios que se ocultaban entre las hojas marrones de los árboles. Olvidó que estaba a punto de convertirse en un hombre y se alegró de ser un niño con impulsos de niño. Un sábado por la mañana, cuando se disponía a ir al bosque con el tirachinas en el bolsillo y un zurrón para las nueces al hombro, su abuelo lo detuvo. En los ojos del anciano había aquella mirada seria y tensa que siempre le había inspirado un poco de miedo a David. En esas ocasiones los ojos de Jesse Bentley no miraban fijamente sino que se movían de un lado a otro y daban la impresión de no fijarse en nada. Una especie de cortina invisible parecía extenderse entre el hombre y el resto del mundo. —Quiero que vengas conmigo —dijo lacónicamente, mientras sus ojos miraban al cielo por encima de la cabeza del chico—. Hoy tenemos algo importante que hacer. Tráete si quieres el zurrón de las nueces. No importa, al fin y al cabo vamos a ir al bosque. Jesse y David salieron de la granja Bentley en el viejo faetón tirado por el caballo blanco. Después de recorrer un largo camino en silencio, se detuvieron junto a un campo donde pastaba un rebaño de ovejas. Entre ellas había un cordero que había nacido fuera de temporada y David y su abuelo lo cogieron y ataron con tanta fuerza que parecía una bolita blanca. Cuando volvieron a ponerse en camino, Jesse dejó que David lo sostuviera entre sus brazos. —Lo vi ayer y me recordó algo que quería hacer desde hacía tiempo —dijo y volvió a mirar por encima de la cabeza del muchacho con aquella mirada incierta y vacilante. Tras la sensación de exaltación que había embargado al granjero después de aquel año tan bueno, se había adueñado de él un estado de ánimo diferente. Durante largo tiempo, se sintió muy humilde y devoto. Volvió a pasear de noche pensando en Dios y, una vez más, relacionó su propia persona con los hombres de los tiempos antiguos. Se arrodillaba en la hierba húmeda bajo las estrellas y rezaba en voz alta. Ahora había decidido que, igual que los hombres cuyas historias llenaban las páginas de la Biblia, haría un sacrificio a Dios. “Me ha sido concedida una cosecha abundante y Dios me ha enviado también un niño llamado David —susurró para sí—. Tal vez debería haber hecho esto hace mucho tiempo”. Lamentó que no se le hubiese ocurrido en los días previos al nacimiento de su hija Louise y pensó que ahora, cuando hubiera erigido una pira de troncos ardientes en algún lugar apartado del bosque y hubiera ofrecido el cuerpo de un cordero como ofrenda, Dios se le aparecería y le haría una señal. Cuantas más vueltas le daba, más pensaba en David y más olvidaba en parte su exacerbado egoísmo. —Ya va siendo hora de que el chico empiece a pensar en su futuro y la señal me dirá qué debo hacer con él —decidió—. Dios me mostrará el camino. Me dirá qué debe hacer David en la vida y cuándo debe emprender su viaje. Me alegro de que el chico esté aquí. Si tengo suerte y se me aparece un ángel del Señor, David verá cómo se manifiestan la belleza y la gloria de Dios. Eso lo convertirá también a él en un verdadero hombre de Dios. En silencio, Jesse y David recorrieron el camino hasta llegar a aquel lugar donde Jesse había clamado a Dios y asustado tanto a su nieto. La mañana había sido alegre y luminosa, pero de repente se levantó un viento frío y las nubes taparon el sol. Cuando David vio dónde se encontraban empezó a temblar de miedo, y cuando se detuvieron junto al puente donde el arroyo descendía entre los árboles, quiso apearse del faetón y salir corriendo. Una docena de planes para huir de allí pasaron por su cabeza, pero cuando Jesse detuvo el caballo y saltó la cerca para internarse en el bosque, le siguió. “Es absurdo asustarse. No pasará nada”, se dijo mientras andaba con el cordero en brazos. El desamparo de aquel animal al que sostenía con fuerza entre sus brazos le infundió valor. Sintió el rápido latido del corazón del animal y eso hizo que el suyo latiera más despacio. Mientras andaba presuroso detrás de su abuelo, soltó la cuerda que sujetaba las cuatro patas del animal. “Si algo sucede, huiremos juntos”, pensó. En el bosque, después de alejarse del camino un buen trecho, Jesse se detuvo en un calvero que estaba cubierto de maleza y descendía en pendiente hasta el arroyo. Siguió sin decir nada, pero empezó a erigir un montón de ramas secas a las que acto seguido prendió fuego. El chico se sentó en el suelo con el cordero en brazos. Su imaginación empezó a dotar de significado a cada movimiento del anciano y se fue asustando cada vez más. “Debo asperjar la cabeza del chico con la sangre del cordero”, murmuró Jesse cuando los troncos empezaron arder con fuerza, sacó un largo cuchillo, se volvió y atravesó el claro del bosque en dirección a donde estaba David. El terror se adueñó del alma del muchacho. Sintió náuseas. Por un momento se quedó inmóvil y luego su cuerpo se tensó y se puso en pie de un salto. Su rostro estaba tan lívido como la lana del cordero que, al verse libre de pronto, echó a correr pendiente abajo. David también corrió. El miedo prestó alas a sus pies. Presa del pánico, saltó por encima de los troncos y los arbustos. Mientras corría, echó mano al bolsillo donde guardaba el tirachinas para cazar ardillas. Cuando llegó al arroyo, que era poco profundo y salpicaba entre las piedras, se metió en el agua y se volvió, y cuando vio a su abuelo, que seguía corriendo tras él y todavía empuñaba el largo cuchillo, no lo dudó un instante: se agachó, escogió una piedra y la puso en el tirachinas. Con todas sus fuerzas, tensó las pesadas tiras de goma y la piedra silbó en el aire. Golpeó a Jesse, que se había olvidado del muchacho y estaba persiguiendo al cordero, en plena frente. Con un gemido, se desplomó de bruces casi a los pies del muchacho. Cuando David vio que no se movía y que en apariencia estaba muerto, su miedo aumentó de forma desmedida. Se convirtió en un pánico enloquecido. Soltó un grito y corrió por el bosque llorando convulso. —No me importa… Lo he matado, pero no me importa —sollozó. Mientras corría, decidió que nunca volvería a las granjas Bentley o al pueblo de Winesburg. —He matado al elegido del Señor, y ahora seré un hombre y me enfrentaré al mundo —dijo valientemente. Dejó de correr y anduvo por un camino que serpenteaba junto al arroyo Wine en dirección al oeste. En el suelo, junto al arroyo, Jesse Bentley se movió con dificultad. Gimió y abrió los ojos. Estuvo un rato allí tumbado contemplando inmóvil el cielo. Cuando por fin se puso en pie, estaba confuso y no le sorprendió la desaparición del muchacho. Se sentó en un tronco al borde del camino y empezó a hablar de Dios. Eso fue todo lo que le sacaron. Cada vez que alguien nombraba a David, él miraba vagamente al cielo y decía que un mensajero del Señor se había llevado al chico. —Sucedió porque yo codiciaba demasiado la gloria —afirmaba, y nunca dijo nada más al respecto. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
El filósofo
Cuento
El doctor Parcival era un hombretón de boca fláccida cubierta por un bigote amarillento. Siempre vestía un mugriento chaleco blanco de cuyos bolsillos asomaban varios cigarros de ésos conocidos como tagarninas. Tenía los dientes irregulares y ennegrecidos y había algo raro en su mirada. Padecía un tic en el párpado izquierdo, que caía y se levantaba exactamente igual que si el párpado fuese una persiana y alguien en el interior de la cabeza del médico estuviera jugueteando con el cordón. Al doctor Parcival le caía bien George Willard. La cosa venía de cuando George llevaba un año trabajando en el Winesburg Eagle, y su amistad era enteramente obra del médico. A última hora de la tarde, Will Henderson, propietario y director del Eagle, iba al bar de Tom Willy. Salía por un callejón, se colaba por la puerta trasera del bar y empezaba a beber una mezcla de ginebra de endrinas y agua de soda. Will Henderson era un hedonista y rondaba los cuarenta y cinco años. Estaba convencido de que la ginebra lo rejuvenecía. Como a la mayoría de los hedonistas, le gustaba hablar de mujeres y se pasaba casi una hora cotilleando con Tom Willy. El dueño del bar era un hombre bajo y de hombros anchos con una peculiar marca en las manos. Esa llameante señal de nacimiento, que a veces tiñe de rojo el rostro de los hombres y las mujeres, había coloreado de rojo los dedos y el dorso de las manos de Tom Willy. Apoyado en la barra, charlaba con Will Henderson y se frotaba las manos. Y, a medida que se iba emocionando, el rojo de los dedos se iba volviendo más intenso. Era como si hubiese sumergido las manos en sangre y ésta se hubiera secado y decolorado. Mientras Will Henderson estaba en el bar mirando las manos rojas y hablando de mujeres, su ayudante, George Willard, sentado en las oficinas del Winesburg Eagle, escuchaba la conversación del doctor Parcival. El doctor Parcival aparecía siempre justo después de que Will Henderson hubiera desaparecido. Cualquiera habría pensado que el médico había estado observando desde la oficina de su consulta y había visto al director pasar por el callejón. Entraba por la puerta principal, buscaba una buena butaca, encendía una de sus tagarninas y, cruzando las piernas, empezaba a hablar. Parecía especialmente preocupado por convencer al muchacho de lo recomendable de adoptar una línea de conducta que él mismo era incapaz de decidir. —Si abres bien los ojos, repararás en que, aunque afirme ser médico, tengo muy pocos pacientes —empezaba—. Tiene una explicación. No es casualidad y tampoco se debe a que no sepa tanta medicina como cualquier otro médico de por aquí. No quiero pacientes. La razón no es evidente. Radica, de hecho, en mi carácter que, si te paras a pensarlo bien, tiene muchas características peculiares. No sé por qué te hablo de ello. Podría callarme y ganar consideración ante tus ojos. Lo cierto es que deseo que me admires. Ignoro el motivo. Por eso hablo. Divertido, ¿verdad? A veces el médico se embarcaba en largas peroratas a propósito de sí mismo. Para el chico sus historias eran muy reales y llenas de significado. Empezó a admirar a aquel hombre grueso y desaseado; y por las tardes, cuando se marchaba Will Henderson, aguardaba con interés la llegada del médico. El doctor Parcival llevaba en Winesburg cinco años. Llegó de Chicago. Por lo visto, estaba borracho y discutió con Albert Longworth, el mozo de equipajes. La discusión fue a propósito de un baúl y acabó con la detención y el encierro del médico en la cárcel del pueblo. Cuando lo soltaron, alquiló una habitación encima de una zapatería que había al fondo de la calle Mayor y mandó colocar un cartel donde se anunciaba como médico. Aunque tenía muy pocos pacientes y la mayoría eran tan pobres que no podían pagarle, parecía contar con medios suficientes para sufragar sus necesidades. Dormía en la consulta, que estaba increíblemente sucia, y comía en la casa de comidas de Biff Cárter, en un pequeño edificio de madera enfrente de la estación de ferrocarril. En verano la casa de comidas estaba llena de moscas y el delantal blanco de Biff Cárter estaba más sucio que el suelo. Al doctor Parcival no le importaba. Entraba en el salón comedor y ponía veinte centavos en la barra. “Sírveme lo que quieras por ese dinero —decía con una risotada—. Dame cualquier cosa que no venderías de otro modo. A mí tanto me da. Ya ves que soy un hombre distinguido. ¿Por qué iba a preocuparme de lo que como?”. Las historias que el doctor Parcival le contaba a George Willard no tenían ni pies ni cabeza. A veces el muchacho pensaba que debían de ser inventadas, un hatajo de mentiras. Y, al mismo tiempo, estaba convencido de que contenían la esencia misma de la verdad. —Una vez fui periodista, como tú aquí —empezó en una ocasión el doctor Parcival—. En un pueblo de Iowa…, ¿o fue en Illinois? No lo recuerdo, aunque carece de importancia. Puede que esté tratando de ocultar mi identidad a propósito y no quiera ser muy claro. ¿No te extraña que tenga dinero para pagar mis gastos a pesar de no hacer nada? Antes de venir a parar aquí podría haber cometido un desfalco o haber estado implicado en un asesinato. Eso te da que pensar, ¿eh? Si fueses un verdadero periodista, me investigarías. En Chicago asesinaron a un tal doctor Cronin. ¿No lo has oído contar? Lo asesinaron unos desconocidos y lo metieron en un baúl. De madrugada, transportaron el baúl por toda la ciudad. Estaba en el portaequipajes de una diligencia mientras ellos iban en sus asientos como si tal cosa. Fueron por calles tranquilas en las que todo el mundo estaba durmiendo. El sol empezaba a asomar por el lago. Divertido, ¿eh?, imaginarlos fumando sus pipas y charlando tan despreocupadamente como yo ahora. Tal vez yo fuese uno de ellos. Eso sí que daría un giro imprevisto a las cosas, ¿eh? —El doctor Parcival reinició su relato—: En fin, en todo caso, ahí estaba yo, trabajando de periodista como tú ahora, yendo de aquí para allá y buscando minucias que publicar. Mi madre era pobre. Era lavandera. Su sueño era que yo llegase a ser pastor presbiteriano y yo estudiaba con ese propósito. ”Mi padre se había vuelto loco hacía varios años. Estaba recluido en un manicomio de Dayton, Ohio. ¡Vaya, ya me he delatado! Todo sucedió en Ohio, justo aquí, en Ohio. Ahí tienes una pista, por si alguna vez se te ocurre investigarme. ”Iba a hablarte de mi hermano. Ahí es donde quería ir a parar. Mi hermano era pintor en el ferrocarril y tenía un empleo en la Big Four . Como sabes, tienen una línea que pasa por Ohio. Vivía con otros hombres en un vagón de mercancías e iban de pueblo en pueblo pintando las propiedades de la compañía, las barreras, los puentes y las estaciones. ”La Big Four pinta sus estaciones de un horrendo color naranja. ¡Cómo odiaba yo ese color! Mi hermano iba siempre cubierto de pintura. Los días de paga se emborrachaba y volvía a casa vestido con la ropa manchada y con su dinero. No se lo daba a nuestra madre, sino que lo dejaba en un montón sobre la mesa de la cocina. ”Iba por la casa con la ropa cubierta de aquella horrible pintura de color naranja. Me parece estar viéndolo. Mi madre, que era una mujer pequeña de ojos tristes y enrojecidos, volvía del cobertizo que había en la parte de atrás. Pasaba allí la mayor parte del tiempo, inclinada sobre la pila de lavar, frotando la ropa sucia de la gente. Entraba y se quedaba de pie junto a la mesa, frotándose los ojos con el delantal, que estaba empapado de agua y jabón. ”—¡No lo toques! —Rugía mi hermano—. ¡Ni se te ocurra tocar ese dinero! —Y luego cogía él mismo cinco o diez dólares y se iba a recorrer los bares. Cuando gastaba lo que se había llevado, volvía a por más. Nunca le dio a mi madre ni un centavo, aunque se quedaba en casa con nosotros hasta haberlo gastado todo poco a poco. Luego volvía a su trabajo con la cuadrilla de pintores del ferrocarril. Después de irse, empezaban a llegarnos alimentos, verduras y cosas así. A veces era un vestido para mi madre o un par de zapatos para mí. ”Raro, ¿verdad? Mi madre quería a mi hermano mucho más que a mí, aunque él nunca nos dijo una palabra amable y siempre se enfadaba y nos amenazaba si se nos ocurría tocar el dinero que a veces pasaba tres días sobre la mesa. ”Nos iba bastante bien. Yo estudiaba para cura y rezaba. Estaba obsesionado con los rezos. Cuando murió mi padre me pasé toda la noche rezando, igual que hacía a veces cuando mi hermano estaba emborrachándose en el pueblo o iba por ahí a comprarnos cosas. Por la noche, después de cenar, me arrodillaba junto a la mesa donde estaba el dinero y rezaba horas y horas. Cuando nadie me veía, robaba un dólar o dos y me los guardaba en el bolsillo. Ahora me río, pero entonces me parecía horrible. Me obsesionaba. Ganaba seis dólares a la semana con mi trabajo en el periódico y siempre se los daba a mi madre. Los pocos dólares que robaba del montón de mi hermano los gastaba en cosas mías, en chucherías, ya sabes, cigarrillos, caramelos y otras cosas por el estilo. ”Cuando mi padre murió en el manicomio de Dayton, fui para allá. Pedí dinero prestado a mi jefe y tomé el tren nocturno. Estaba lloviendo. En el manicomio me trataron a cuerpo de rey. ”Los empleados del manicomio se habían enterado de que yo era periodista. Eso les asustó. Habían cometido ciertas negligencias, algún que otro descuido, ya sabes, cuando mi padre enfermó. Tal vez pensaron que lo publicaría en el periódico y organizaría un escándalo. Aunque nunca tuve intención de hacer nada parecido. ”El caso es que entré en la habitación donde yacía muerto mi padre y bendije el cadáver. Quién sabe qué me empujó a hacerlo. Y cómo se habría reído mi hermano el pintor si me hubiese visto. Ahí estaba yo junto al cadáver y con las manos extendidas. El director del manicomio y algunos de sus ayudantes entraron y me miraron como corderos degollados. Fue muy divertido. Extendí las manos y dije: “Que su cadáver descanse en paz”. Eso dije. El doctor Parcival se puso en pie e, interrumpiendo su relato, empezó a andar de aquí para allá por la oficina del Winesburg Eagle donde George Willard estaba escuchándole. Era un poco torpe y, como la oficina era pequeña, tropezaba constantemente con los muebles. —Qué idiota soy al contarte todo esto —dijo—. No es lo que había pensado al venir aquí e imponerte mi presencia. Mi intención era otra. Eres periodista, igual que lo fui yo, y eso me llamó la atención. Si te descuidas, puedes acabar convertido en un imbécil como yo. Quería prevenirte y pienso seguir haciéndolo. Por eso he venido a verte. El doctor Parcival empezó a hablar de la actitud de George Willard con los demás. Al muchacho le dio la impresión de que el hombre trataba de conseguir que todos pareciesen despreciables. —Quiero llenarte de odio y de desprecio para que seas un ser superior —afirmó—. Mira a mi hermano. Menudo tipo, ¿eh? Y él también despreciaba a todo el mundo. No imaginas con qué desprecio nos miraba a mi madre y a mí. Y ¿acaso no era superior a nosotros? Tú sabes que sí. Ni siquiera lo conoces, pero ya lo presientes. He logrado transmitirte esa impresión. Hace tiempo que murió. Un día se emborrachó y se quedó dormido en la vía del tren, y el vagón donde vivía con los otros pintores lo atropelló. Cierto día de agosto, el doctor Parcival vivió una aventura en Winesburg. Hacía un mes que George Willard iba cada mañana a pasar una hora en la consulta del médico. Las visitas se debían al deseo de éste de leerle al chico las páginas de un libro que estaba escribiendo. El doctor Parcival aseguraba que el verdadero motivo de que hubiera ido a vivir a Winesburg era poder escribir aquel libro. Esa mañana de agosto, antes de que llegara el muchacho, se produjo un suceso a la puerta de la consulta del médico. Ocurrió un accidente en la calle Mayor. Un tronco de caballos se espantó al paso del tren y huyó desbocado. Una niña, la hija de un granjero, salió despedida del calesín y murió. Todo el mundo se puso muy nervioso y la gente empezó a llamar a gritos a un médico. Los tres galenos en activo del pueblo acudieron a toda prisa, y constataron la muerte de la niña. Alguien corrió a la consulta del doctor Parcival, que se negó a salir para atender a la niña muerta. La inútil crueldad de su rechazo pasó desapercibida. De hecho, el hombre que subió las escaleras para llamarlo se marchó sin oír su negativa. Todo eso lo ignoraba el doctor Parcival y, cuando George Willard entró en su consulta, lo encontró temblando de terror. —La gente del pueblo se enfurecerá por lo que he hecho —afirmó muy nervioso—. ¡Como si no conociera la naturaleza humana! Sé muy bien lo que pasará ahora: se correrá la voz de mi negativa. Luego los hombres se reunirán en corrillos. Vendrán a buscarme. Discutiremos y alguien propondrá ahorcarme. Luego volverán con una soga en las manos. El doctor Parcival se estremeció aterrorizado. —Tengo un presentimiento —afirmó en tono enfático—. Tal vez no ocurra esta mañana. Puede que lo dejen para esta noche, pero me ahorcarán. Todo el mundo estará furioso. Me ahorcarán de una farola de la calle Mayor. Asomándose a la puerta de su sucia consulta, el doctor Parcival observó asustado las escaleras que conducían a la calle. Cuando volvió, el miedo que había en su mirada se había trocado en duda. Cruzó de puntillas la habitación y le dio a George Willard una palmadita en el hombro. —Si no es hoy, será otro día —susurró moviendo la cabeza—. Pero al final acabarán crucificándome, crucificándome inútilmente. El doctor Parcival empezó a suplicar a George Willard. Debes escucharme —insistió—. Si algo me ocurriera, tal vez tú puedas escribir el libro que, de lo contrario, nadie escribiría. La idea es muy sencilla, tan sencilla que, si no tienes cuidado, podrías olvidarla. Consiste en esto: todo el mundo es Jesucristo y todos acaban siendo crucificados. Eso es lo que quería decirte. No lo olvides. Pase lo que pase, no dejes que se te olvide. *FIN*
Anderson, Sherwood
Estados Unidos
1876-1941
El hombre del abrigo marrón
Cuento
Estoy escribiendo una historia. Escribo sobre los actos que realizan los hombres. Aunque todavía soy joven, ya he escrito tres historias de este tipo. Ya llevo escritas unas trescientas, cuatrocientas mil palabras. Mi mujer está en algún lugar de esta casa en la que llevo horas sentado escribiendo. Es una mujer alta de cabello oscuro, aunque últimamente le están saliendo unas cuantas canas. Escuchen, está subiendo lentamente las escaleras. Se pasa el día yendo con cuidado de un lado a otro, ocupándose de las tareas del hogar. Yo no soy de aquí, soy de una ciudad del estado de Iowa. Mi padre era obrero, se dedicaba a pintar casas. No llegó a ser alguien en la vida. Yo, en cambio, fui a la universidad y soy historiador. Somos propietarios de la casa donde estoy ahora sentado. Esta es la habitación donde trabajo. Ya llevo escritas tres historias. Escribo sobre el nacimiento de los estados y el fragor de las batallas. Mis libros pueden encontrarse en las estanterías de las bibliotecas perfectamente alineados, parecen centinelas. Mi mujer es tan alta como yo, pero yo tengo los hombros algo encorvados. Aunque mis textos hablan de valentía, soy un hombre más bien tímido. Me gusta trabajar a solas en esta habitación con la puerta cerrada. Aquí hay muchos libros. En los libros las naciones avanzan y retroceden. Aunque en los libros hay siempre un gran estruendo, en esta habitación reina el silencio. Napoleón se va a la guerra a caballo. El general Grant se adentra en el bosque. Alejandro se va a la guerra a caballo. Mi mujer tiene una mirada muy fría, un tanto severa. A veces, los pensamientos que tengo sobre ella me asustan. Por las tardes le gusta salir de casa para ir a pasear. A veces se va de compras, a veces a visitar a alguna vecina. Justo enfrente de nuestra casa hay una casa amarilla. Mi mujer sale por la puerta y cruza la calle situada entre nuestra casa y la casa amarilla. La puerta de nuestra casa se cierra de golpe. Hay un momento de espera. El rostro de mi mujer flota sobre el fondo amarillo de un cuadro. El general Pershing se fue a la guerra a caballo. Alejandro se fue a la guerra a caballo. Pequeñas cosas van aumentando de tamaño en mi mente. La ventana que está frente a mi escritorio enmarca un pequeño espacio como si fuera un cuadro. Todos los días me siento allí a observar. Espero, y tengo la extraña sensación de que algo va a pasar. Me tiembla la mano. El rostro que flota en el cuadro hace algo que no acabo de entender. El rostro flota y luego se detiene. Se mueve de derecha a izquierda y luego se detiene. El rostro entra y sale de mi mente —flota en mi mente—. Mis dedos dejan caer la pluma. La casa está en silencio. Los ojos del rostro dejan de mirarme. Mi mujer no es de aquí, es de una ciudad del estado de Ohio. Aunque tenemos criada, mi mujer barre el suelo a menudo y a veces hace la cama en la que dormimos. Por la noche nos sentamos juntos, pero sigo sin conocerla. No puedo salir de mí mismo. Llevo puesto un abrigo marrón del que no logro salir. Estoy atrapado. Mi mujer es muy educada y habla con delicadeza, pero también está atrapada. No puede salir de sí misma. Mi mujer ha salido de casa. Ella no sabe que yo conozco hasta el más mínimo detalle de su vida. Sé lo que pensaba cuando de niña caminaba por las calles de su ciudad, en Ohio. He oído las voces que hay en su mente. He oído esas pequeñas voces. He oído la voz del miedo gritar cuando sintió por primera vez la pasión del deseo y cayó rendida en mis brazos. Volví a escuchar la voz del miedo al mudarnos a esta casa, cuando sus labios me dedicaron palabras de aliento la primera noche que pasamos juntos después de nuestra boda. Sería extraño estar aquí sentado, como ahora, mientras mi propio rostro flota por el cuadro que forman la casa amarilla y la ventana. Sería extraño y bonito a la vez que pudiera encontrarme con mi esposa, presentarme ante ella. La mujer cuyo rostro acaba de pasar flotando por mi cuadro no sabe nada de mí. Yo no sé nada de ella. Ha desaparecido por una calle. Las voces de su mente están hablando. Yo sigo aquí, en esta habitación, no creo que un hombre se haya sentido nunca tan solo. Sería extraño y bonito a la vez que mi propio rostro pudiera flotar por mi cuadro. Que mi rostro pudiera presentarse flotando ante ella, presentarse ante cualquier hombre o mujer —sería extraño y bonito que sucediera algo así. Napoleón se fue a la guerra a caballo. El general Grant se adentró en el bosque. Alejandro se fue a la guerra a caballo. Permítanme decirles… A veces, en mi mente, toda la vida de este mundo flota en un rostro humano. El rostro inconsciente del mundo se frena y se detiene ante mí. ¿Por qué nunca le he dicho a nadie una sola palabra que proceda de mí mismo? ¿Por qué, en todo el tiempo que llevamos juntos, jamás he sido capaz de romper el muro que me separa de mi esposa? Ya llevo escritas trescientas, cuatrocientas mil palabras. ¿No existen palabras que lleven hasta la vida? Algún día hablaré conmigo. Tal vez algún día escriba un testamento a mi favor. FIN