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Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Basilisa la Hermosa
Cuento folclórico
En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo: -Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo. Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió. El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar. El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella. Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos: -No casaré a la menor antes de que se casen las mayores. Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias. Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos. Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja. Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras. -¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga! -Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo. -Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas. -¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga! Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo: -Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí! -No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión. Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta. De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó: -¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí? Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo: -Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz. -Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz. Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó: -¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar! Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo: -¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno! Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan. Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella: -Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti. Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo: -Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo. La Muñeca contestó: -No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo. Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba. Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz. -¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga. -No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor. Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa. -¿Está todo hecho? -preguntó la bruja. -Examínalo todo tú misma, abuelita. Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa. -Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo! En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa: -Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra. Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera: -Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo. Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó: -¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera! Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar. -¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda? -Si me lo permites, te preguntaré una cosa. -Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo. -Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era? -Es mi Día Claro -contestó la bruja. -Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste? -Es mi Sol Radiante. -¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta? -Es mi Noche Oscura. Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló. -¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga. -Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja. -Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo? -La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven. -¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera! Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo: -He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa. La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo. La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa. -Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra. Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta. Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana: -Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo. La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar. A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana: -Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero. La anciana miró la tela y exclamó: -No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio. Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio. El zar la vio y le preguntó: -¿Qué quieres, viejecita? -Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti. El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado. -¿Qué quieres por él? -preguntó. -No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo. El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo: -Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas. -No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo. -Bien; pues que me cosa ella las camisas. Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso: -Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo. Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera. Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo: -Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece. Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella. -Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa. Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda. Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Dios y el párroco
Minicuento
Un párroco cuidaba con devoción de su iglesia, y un día le regaló a su santuario un candelabro maravilloso, con una vela muy grande. Entonces, apareció delante de él Dios y, como premio, prometió anunciarle tres veces, antes de llevárselo de este mundo. El párroco se alegró mucho. Empezó a vivir con lujos y fiestas; comía y bebía, aprovechando la despensa de la iglesia. Y dejó de pensar en la muerte. Pasaron varios años, y su cuerpo empezó a no soportar más la vida que llevaba: se le doblaron las rodillas, se le encorvó la espalda, y tuvo que ayudarse con una muleta. Más tarde, perdió la vista y, después, el oído. Jorobado, ciego y sordo, siguió viviendo con el desenfreno y el lujo de antaño. Al fin se presentó Dios ante él para llevárselo. Desconcertado, el párroco le reprochó a Dios no haberle dado los avisos prometidos. Enfadado, el Señor le dijo: —¡Fui yo quien te dio un golpe en los hombros y en las rodillas hasta que tuviste que doblegarte! ¡Yo puse mi dedo en tus ojos, hasta que te quedaste ciego! ¡Y yo toqué tus oídos para que te quedases sordo! Así que he cumplido la promesa. Ahora, ¡sígueme! El párroco empezó a rogar humildemente que lo perdonara. Aseguraba no haber entendido el sentido de sus advertencias, y no encontrarse preparado para morir. El Señor miró con dulzura al pecador arrepentido y dijo: —Vámonos, vámonos. No quiero ser más justo que misericordioso contigo. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El adivino
Cuento folclórico
Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino. Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó: -¿Y qué me darás por mi trabajo? -Un pud de harina y una libra de manteca. -Está bien. Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana. Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol. El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo: -Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol. Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país. Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar. Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así: «Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten.» Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo: -¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza. Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores: -Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano. Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo. El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí.» El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo: -¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar. Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó: -¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos. Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles: -¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.» -Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta. En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo: -¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero. El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo: -¡Oh amigos, también me ha reconocido! Entonces el cocinero les propuso: -Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición. Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó: -¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres! Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole: -Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo. -Bueno; por esta vez los perdono -contestó el adivino. Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo. Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó: -¿Has pensado bastante? -Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha. Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín. Cuando el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio. -Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño. El campesino se asustó y murmuró entre dientes: -Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar. -¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar. Y dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El campesino, el oso y la zorra
Cuento folclórico
Un día un campesino estaba labrando su campo, cuando se acercó a él un Oso y le gritó: -¡Campesino, te voy a matar! -¡No me mates! -suplicó éste-. Yo sembraré los nabos y luego los repartiremos entre los dos; yo me quedaré con las raíces y te daré a ti las hojas. Consintió el Oso y se marchó al bosque. Llegó el tiempo de la recolección. El campesino empezó a escarbar la tierra y a sacar los nabos, y el Oso salió del bosque para recibir su parte. -¡Hola, campesino! Ha llegado el tiempo de recoger la cosecha y cumplir tu promesa -le dijo el Oso. -Con mucho gusto, amigo. Si quieres, yo mismo te llevaré tu parte -le contestó el campesino. Y después de haber recogido todo, le llevó al bosque un carro cargado de hojas de nabo. El Oso quedó muy satisfecho de lo que él creía un honrado reparto. Un día el aldeano cargó su carro con los nabos y se dirigió a la ciudad para venderlos; pero en el camino tropezó con el Oso, que le dijo: -¡Hola, campesino! ¿Adónde vas? -Pues, amigo -le contestó el aldeano-, voy a la ciudad a vender las raíces de los nabos. -Muy bien, pero déjame probar qué tal saben. No hubo más remedio que darle un nabo para que lo probase. Apenas el Oso acabó de comerlo, rugió furioso: -¡Ah, miserable! ¡Cómo me has engañado! ¡Las raíces saben mucho mejor que las hojas! Cuando siembres otra vez, me darás las raíces y tú te quedarás con las hojas. -Bien -contestó el campesino, y en vez de sembrar nabos sembró trigo. Llegó el tiempo de la recolección y tomó para sí las espigas, las desgranó, las molió y de la harina amasó y coció ricos panes, mientras que al Oso le dio las raíces del trigo. Viendo el Oso que otra vez el campesino se había burlado de él, rugió: -¡Campesino! ¡Estoy muy enfadado contigo! ¡No te atrevas a ir al bosque por leña, porque te mataré en cuanto te vea! El campesino volvió a su casa, y a pesar de que la leña le hacía mucha falta, no se atrevió a ir al bosque por ella; consumió la madera de los bancos y de todos sus toneles; pero al fin no tuvo más remedio que ir al bosque. Entró sigilosamente en él y salió a su encuentro una Zorra. -¿Qué te pasa? -le preguntó ésta-. ¿Por qué andas tan despacito? -Tengo miedo de encontrar al Oso, que se ha enfadado conmigo, amenazándome con matarme si me atrevo a entrar en el bosque. -No te apures, yo te salvaré; pero dime lo que me darás en cambio. El campesino hizo una reverencia a la Zorra y le dijo: -No seré avaro: si me ayudas, te daré una docena de gallinas. -Conforme. No temas al Oso; corta la leña que quieras y entretanto yo daré gritos fingiendo que han venido cazadores. Si el Oso te pregunta qué significa ese ruido dile que corren los cazadores por el bosque persiguiendo a los lobos y a los osos. El campesino se puso a cortar leña y pronto llegó el Oso corriendo a todo correr. -¡Eh, viejo amigo! ¿Qué significan esos gritos? -le preguntó el Oso. -Son los cazadores que persiguen a los lobos y a los osos. -¡Oh, amigo! ¡No me denuncies a ellos! Protégeme y escóndeme debajo de tu carro -le suplicó el Oso, todo asustado. Entretanto la Zorra, que gritaba escondiéndose detrás de los zarzales, preguntó: -¡Hola, campesino! ¿Has visto por aquí a algún oso? -No he visto nada -dijo el campesino. -¿Qué es lo que tienes debajo del carro? -Es un tronco de árbol. -Si fuese un tronco no estaría debajo del carro, sino en él y atado con una cuerda. Entonces el Oso dijo en voz baja al campesino: -Ponme lo más pronto posible en el carro y átame con una cuerda. El campesino no se lo hizo repetir. Puso al Oso en el carro, lo ató con una cuerda y empezó a darle golpes en la cabeza con el hacha hasta que lo mató. Pronto acudió la Zorra y dijo al campesino: -¿Dónde está el Oso? -Ya está muerto. -Está bien. Ahora, amigo mío, tienes que cumplir lo que me prometiste. -Con mucho gusto, amiguita; vamos a mi casa y allí te daré las gallinas. El campesino se sentó en el carro y se dirigió a su casa, y la Zorra iba corriendo delante. Al acercarse a su cabaña, el campesino silbó a sus perros azuzándolos para que cogiesen a la Zorra. Ésta echó a correr hacia el bosque, y una vez allí se escondió en su cueva. Después de tomar aliento empezó a preguntar: -¡Hola, mis ojos! ¿Qué han hecho mientras yo corría? -¡Hemos mirado el camino para que no dieses un tropezón! -¿Y ustedes, mis oídos? -¡Hemos escuchado si los perros se iban acercando! -¿Y ustedes, mis pies? -¡Hemos corrido a todo correr para que no te alcanzaran los perros! -Y tú, rabo, ¿qué has hecho? -Yo -dijo el rabo- me metía entre tus piernas para que tropezases conmigo, te cayeses y los perros te mordiesen con sus dientes. -¡Ah, canalla! -gritó la Zorra-. ¡Pues recibirás lo que mereces! -y sacando el rabo fuera de la cueva, exclamó-: ¡Cómanselo, perros! Éstos cogieron con sus dientes el rabo, tiraron, sacaron a la Zorra de su cueva y la hicieron pedazos. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El corredor veloz
Cuento folclórico
En un reino muy lejano, lindando con una ciudad había un pantano muy extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que, yendo de prisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se tardaba más de cinco. A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos. El primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. El buen anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el trayecto tardando solamente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo. Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con magníficos puentes. De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor: -Oye, Iván, ve, siéntate debajo del primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes. El hijo obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer puente, por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían: -Al hombre que ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida. Cuando Iván oyó esto salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les dijo: -Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos. -¿Y qué pides tú a Dios? -preguntaron los ancianos. -Pido tener mucho dinero durante toda mi vida. -Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy viejo: excava debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva llena de oro, plata y piedras preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca hasta que te mueras. Iván se fue a la pradera, excavó debajo del roble y encontró una caverna llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a su casa. Al llegar allí, su padre le preguntó: -¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído hablar de mí a la gente? Iván le contó todo lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo éstos lo habían colmado de riquezas para toda su vida. Al día siguiente el padre envió a su segundo hijo. Basiliv se sentó debajo del puente y se puso a escuchar lo que la gente decía. Pasaban por el puente dos viejos, y cuando estuvieron cerca de donde Basiliv se hallaba escondido, éste los oyó hablar así: -Al que construyó este puente, todo lo que pida a Dios le será concedido. Salió en seguida Basiliv de su escondite, y saludando a los dos ancianos, les dijo: -Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y de mis hermanos. -¿Y qué es lo que tú desearías? -le preguntaron. -Que Dios me diese, para toda mi vida, mucho grano. -Pues vete a casa, siega trigo, siémbralo y verás cómo Dios te dará trigo para toda tu vida. Basiliv llegó a casa, contó al padre lo que le habían dicho, segó trigo y luego sembró la semilla. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo. Al tercer día el viejo envió a su tercer hijo. Simeón se escondió debajo del puente, y al cabo de un rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían: -Al que hizo este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará todo lo que le pida. Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos hombres, diciéndoles: -Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y de mis hermanos. -¿Y qué es lo que pides a Dios? -Que el zar me acepte como soldado de su escolta. -Pero muchacho, ¿no sabes que esa profesión de soldado es difícil y pesada? ¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios cualquier otra cosa más agradable para ti. Pero el joven insistió en su propósito, diciéndoles: -Ustedes son viejos y, sin embargo, lloran; ¿qué tiene de particular que llore yo, que soy más joven? El que no llore en este mundo llorará en el otro. -Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos. Y diciendo esto pusieron las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió junto a los ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió por segunda vez a su casa, y cuando allí se dieron cuenta de que había entrado una liebre, se echaron sobre ella para cogerla; pero se escapó y se volvió a acercar a los dos viejos, los cuales, por tercera vez, lo transformaron en un pajarito dorado que volaba con gran rapidez. Voló a casa de su familia, y entrando por la ventana, se puso a piar y saltar en el alféizar. Los hermanos procuraron cogerlo; pero él, con gran ligereza, escapó al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los dos viejos, se transformó en el joven de antes y éstos le dijeron: -Ahora, Simeón, vete a alistarte en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrás transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos enseñado. Simeón volvió a casa y pidió al padre que le dejase ir a servir al zar como soldado. -¿Por qué quieres ir a servir al zar, cuando todavía eres joven y aún no tienes experiencia de la vida? -No, padre; déjame ir, porque es la voluntad de Dios. El padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de su familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días, y al fin llegó; entró en el palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó delante de él y le dijo: -Mi zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército. -¡Pero muchacho! ¡Tú eres demasiado joven todavía! -Puede que sea demasiado joven e inexperto; pero creo que podré servirte igual que los demás, y así lo prometo a Dios. El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta personal. Pasado algún tiempo, un rey enemigo emprendió una guerra sangrienta contra el zar. Éste empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona. Simeón pidió al zar que lo dejase ir también a él para acompañarlo; el zar consintió, y todo el ejército se puso en camino en busca del enemigo. Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin llegaron a enfrentarse con el enemigo. La batalla había de tener lugar dentro de tres días. El zar pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con la prisa con que se marcharon de la capital, habían dejado olvidados en palacio la espada y el escudo. ¡El zar sin sus armas no quería entrar en batalla para batir al enemigo!… Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien que se considerase capaz de ir y volver a palacio en tres días y traerle la espada y el escudo, que se presentase. Al que consiguiese traerle sus armas, el zar ofrecía darle en recompensa por esposa a su hija María, la cual llevaría como dote la mitad del Imperio, y además sería declarado heredero del trono. Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él podría ir y volver en tres años, otro que en dos años, y un tercero que en uno. Entonces Simeón se presentó al zar y le dijo: -Majestad, yo puedo ir a palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días. El zar se puso contentísimo, lo abrazó dos veces y escribió en seguida una carta a su hija, en la que disponía que entregase a su soldado Simeón la espada y el escudo que había dejado olvidados en palacio. Simeón cogió el mensaje del zar y se marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se puso a correr con la rapidez de una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas empezaron a cansarse se transformó en un pajarito dorado y voló con más rapidez que antes. Un día y medio después llegaba a palacio, donde la zarevna María se había quedado. Se transformó entonces en hombre, entró en palacio y entregó a la zarevna el mensaje del zar. Ésta lo tomó, y después de leerlo preguntó al joven: -¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo? -Pues así -respondió Simeón. Y transformándose en un ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de la joven; ésta cortó con sus tijeritas un mechón de pelo de la cabeza del ciervo. Después se transformó en una liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la cabeza de la liebre. Por último, se transformó en un pajarito con la cabeza dorada, voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en su pañuelo, que ató y escondió en su bolsillo. El pajarito esta vez se transformó en el joven de antes. La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el camino. Después de entregarle el escudo y la espada del zar su padre, al despedirse le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar. Otra vez se transformó en ciervo; cuando se cansó de correr, en liebre; cuando se cansó de nuevo, en pajarito, y al tercer día vio, ya no lejos, la tienda imperial. Al llegar a la distancia de media legua se transformó en su verdadero ser y se echó en la sombra de un zarzal a la orilla del mar, para descansar un poco del viaje. Puso la espada y el escudo a su lado; pero era tanto el cansancio que tenía, que se durmió al momento. Uno de los generales del zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió al corredor dormido; aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la espada y el escudo fue a la tienda de campaña del zar y le entregó las armas, diciéndole: -Señor: he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído. El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. A las pocas horas se entabló la batalla con el enemigo, el resultado de la cual fue una gran victoria para el zar y su ejército. Al pobre Simeón, cuando cayó al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a las profundidades de su reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy triste. -¿Qué tienes, Simeón, te aburres aquí? -le preguntó un día el zar del Mar. -Sí, majestad. -¿Quieres ir a la tierra rusa? -Sí quiero, si su majestad lo permite. El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy oscura. Simeón se puso a rezar, diciendo: -¡Dios mío, haz salir el Sol! Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura por levante con la luz de la aurora, el zar del Mar se presentó a Simeón, lo agarró y se lo llevó otra vez a su reino. Vivió allí otro año, y de la tristeza que tenía estaba siempre llorando. Otra vez le preguntó entonces el zar: -¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres? -Mucho, majestad. -¿Quieres volver a la tierra rusa? -Sí, majestad. Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Simeón, con lágrimas en los ojos, rogó al Señor, diciendo: -¡Dios mío, haz que salga el Sol! Apenas empezó a teñirse el horizonte, el zar del Mar se presentó como la otra vez, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino. Pasó el pobre Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día. Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del Mar se le acercó y le dijo: -Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa? -Sí, majestad. Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar. Apenas se encontró Simeón fuera del agua, se puso de rodillas, y con grandísimo fervor rogó así: -¡Dios mío, ten piedad de mí! Haz que salga el Sol. No había tenido tiempo de decirlo, cuando el Sol se mostró en todo su esplendor, iluminando el mundo con sus rayos. Esta vez el zar del Mar tuvo miedo a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre. Se puso en camino hacia su reino, transformándose primero en ciervo, después en liebre, y finalmente en un pajarito, y en poco tiempo llegó al palacio del zar. En los tres años que habían pasado, el zar llegó con su ejército a la capital de su reino e hizo los preparativos para la boda de su hija con el general embustero que dijo ser quien había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales. Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa María Zarevna, el general y los convidados, y apenas María lo vio entrar, lo reconoció y dijo a su padre: -Padre y señor, permíteme decirte algo muy importante. -Habla, hija mía, ¿qué es lo que quieres? -El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi prometido. Mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala. Y dirigiéndose al recién llegado le dijo: -Simeón, haznos ver cómo fuiste tú el que consiguió llevar tan velozmente la espada y el escudo. Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María Zarevna; ésta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al ciervo, y mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado y le dijo: -Mira, padre, ésta es una prueba. El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se fue a echar en el regazo de la zarevna. María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado a la liebre. Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y después de volar con gran rapidez por todo el salón vino a posarse en un hombro de la zarevna. Ésta desató el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito. Al ver esto el zar comprendió toda la verdad, y después de escuchar las explicaciones de Simeón, condenó a muerte al general. A María la casó con Simeón y éste fue nombrado heredero del trono.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El ermitaño y los diablos
Minicuento
Un ermitaño, que había estado rezando durante treinta y tres años seguidos, vio que a la casa del zar acudían los diablos. Un día, el diablo cojo, Potanka, se quedó rezagado. El ermitaño salió y le preguntó a dónde se dirigían todos los días. —Vamos a casa del zar a comer. Sus cocineros lo preparan todo sin santiguarse, ¡lo cual nos gusta mucho! Como de la casa del zar le traían comida todos los días, escribió en los platos vacíos que los diablos iban a comer a la mesa del zar. Cuando este vio lo que le había escrito el ermitaño, reemplazó a todos los criados que tenía en la cocina por gente devota que, al dar inicio a cualquier tarea, decía: —¡Que Dios nos bendiga! Pronto vio el ermitaño de nuevo a los diablos: habían marchado al palacio alegres y felices, pero venían de regreso tristes y decepcionados. Volvió a preguntar a Potanka por qué regresaban tan apenados. —¡Ten la boca cerrada! ¡Ya te lo haremos pagar! Después de aquel encuentro, dejó el ermitaño de ver a los diablos. Un día, llegó a su casa una mujer piadosa, y él le preguntó quién era y de dónde venía. Entablaron conversación, tomaron vino, se emborracharon y acordaron casarse. Fueron a la iglesia, ya lo tenían todo arreglado. Dio inicio la ceremonia. Cuando estaban a punto de ponerles las coronas, se santiguó el ermitaño. Los diablos se echaron atrás, y él vio delante de sí una soga que estaba dispuesta para ahorcarlo. Después de aquel suceso, se pasó rezando otros treinta y tres años. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El Gallito de Cresta de Oro
Cuento folclórico
Un viejo matrimonio era tan pobre que con gran frecuencia no tenía ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca. Un día se fueron al bosque a recoger bellotas y traerlas a casa para tener con qué satisfacer su hambre. Mientras comían, a la anciana se le cayó una bellota a la cueva de la cabaña; la bellota germinó y poco tiempo después asomaba una ramita por entre las tablas del suelo. La mujer lo notó y dijo a su marido: -Oye, es menester que quites una tabla del piso para que la encina pueda seguir creciendo y, cuando sea grande, tengamos bellotas en casa sin necesidad de ir a buscarlas al bosque. El anciano hizo un agujero en las tablas del suelo y el árbol siguió creciendo rápidamente hasta que llegó al techo. Entonces el viejo quitó el tejado y la encina siguió creciendo, creciendo, hasta que llegó al mismísimo cielo. Habiéndose acabado las bellotas que habían traído del bosque, el anciano cogió un saco y empezó a subir por la encina; tanto subió, que al fin se encontró en el cielo. Llevaba ya un rato paseándose por allí cuando percibió un gallito de cresta de oro, al lado del cual se hallaban unas pequeñas muelas de molino. Sin pararse a pensar más, el anciano cogió el gallo y las muelas y bajó por la encina a su cabaña. Una vez allí, dijo a su mujer: -¡Oye, mi vieja! ¿Qué podríamos comer? -Espera -le contestó ésta-; voy a ver cómo trabajan estas muelas. Las cogió y se puso a hacer como que molía, y en el acto empezaron a salir flanes y pasteles en tal abundancia que no tenía tiempo de recogerlos. Los ancianos se pusieron muy contentos, y cenaron suculentamente. Un día pasaba por allí un noble y entró en la cabaña. -Buenos viejos, ¿no podrían darme algo de comer? -¿Qué quieres que te demos? ¿Quieres flanes y pasteles? -le dijo la anciana. Y tomando las muelas se puso a moler, y en seguida salieron en montón flanes y pastelillos. El noble los comió y propuso a la mujer: -Véndeme, abuelita, las muelas. -No -le contestó ésta-; eso no puede ser. Entonces el noble, envidioso del bien ajeno, le robó las muelas y se marchó. Apenas los ancianos notaron el robo se entristecieron mucho y empezaron a lamentarse. -Esperen -les dijo el Gallito de Cresta de Oro-; volaré tras él y lo alcanzaré. Echó a volar, llegó al palacio del noble, se sentó encima de la puerta y cantó desde allí: -¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste! En cuanto oyó el noble el canto del gallo ordenó a sus servidores: -¡Muchachos! ¡Cojan ese gallo y tírenlo al pozo! Los criados cogieron al gallito y lo echaron al pozo; dentro de éste se le oyó decir: -¡Pico, pico, bebe agua! Y poco a poco se bebió toda el agua del pozo. En seguida voló otra vez al palacio del noble, se posó en el balcón y empezó a cantar: -¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste! El noble, enfadado, ordenó al cocinero que metiese el gallo en el horno. Cogieron al gallito y lo echaron al horno encendido; pero una vez allí, empezó a decir: -¡Pico, pico, vierte agua! Y con el agua que vertió apagó toda la lumbre del horno. Otra vez echó a volar, entró en el palacio del noble y cantó por tercera vez: -¡Quiquiriquí! ¡Señor! ¡Señor! ¡Devuélvenos las muelas de oro que nos robaste! En aquel momento se encontraba el noble celebrando una fiesta con sus amigos, y éstos, al oír lo que cantaba el gallo, se precipitaron asustados fuera de la casa. El noble corrió tras ellos para tranquilizarlos y hacerlos volver, y el Gallito de Cresta de Oro, aprovechando este momento en que quedó solo, cogió las muelas y se fue volando con ellas a la cabaña del anciano matrimonio, que se puso contentísimo y vivió en adelante muy feliz, sin que, gracias a las muelas, le faltase nunca qué comer. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El gato, el gallo y la zorra
Cuento folclórico
En otros tiempos hubo un anciano que tenía un gato y un gallo muy amigos uno de otro. Un día el viejo se fue al bosque a trabajar; el gato le llevó el almuerzo y el gallo se quedó para guardar la casa. Pasado un rato se acercó a la casa una zorra, y situándose debajo de la ventana, se puso a cantar: -¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Si sales a la ventana te daré un guisante. El Gallo abrió la ventana, y en un abrir y cerrar de ojos la Zorra lo cogió para llevárselo a su choza. El Gallo se puso a gritar: -¡Socorro! Me ha cogido la Zorra y me lleva por bosques oscuros, profundos valles y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme! Cuando el Gato oyó los gritos echó a correr en busca del Gallo; encontró a la Zorra, le arrancó el Gallo y se lo trajo a casa. -Ten cuidado, querido Gallito -le dijo el Gato-, de no asomarte más a la ventana; no hagas caso de la Zorra, que lo que quiere es comerte sin dejar de ti ni siquiera los huesos. Al otro día se fue también el anciano al bosque; el Gato le llevó la comida y el Gallo se quedó a cuidar de la casa, no sin haberle recomendado el buen viejo que no abriese la puerta a nadie ni se asomase a la ventana. Pero la Zorra, que tenía muchas ganas de comerse al Gallo, se puso debajo de la ventana y empezó a cantar como el día anterior: -¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Mira por la ventana y te daré un guisante y otras semillas. El Gallo se puso a pasearse por la cabaña sin responder a la Zorra; entonces ésta repitió la misma canción y le echó un guisante por la ventana. El Gallo se lo comió y dijo a la Zorra: -No, Zorra, no me engañas; lo que tú quieres es comerme sin dejar ni siquiera los huesos. -¿Pero por qué te figuras que yo te quiero comer? Lo que quiero es que vengas a mi casa para hacerme una visita, presentarte a mis hijas y regalarte como te mereces. Y otra vez se puso a cantar con una voz muy suave: -¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y cabecita de seda! Mira por la ventana; así como te di un guisante te daré también semillas. El Gallo asomó la cabeza por la ventana y la Zorra lo cogió con sus patas y se lo llevó a su choza. El Gallo, asustado, se puso a dar grandes gritos: -¡Socorro! La Zorra me ha cogido y me lleva por bosques oscuros, valles profundos y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme! El Gato oyó los gritos del Gallo, lo buscó por todas partes y al fin lo encontró; se lo quitó a la Zorra, lo trajo a casa y le dijo: -¿No te había dicho, querido Gallito, que no mirases por la ventana? El mejor día te comerá la Zorra y no dejará de ti ni siquiera los huesos. Ten cuidado mañana porque iremos muy lejos de casa y no te podré oír ni ayudar. Al día siguiente el viejo se marchó otra vez al campo, y el Gato, como de costumbre, le llevó la comida. Cuando la Zorra vio que se había marchado el anciano, vino debajo de la ventana de la cabaña y se puso a cantar la misma canción de siempre; la repitió tres veces, pero el Gallo no le respondía. -¿Qué te pasa? -dijo la Zorra-. ¿Por qué hoy, Gallito, no me respondes? -No, Zorra; esta vez no me engañas; no miraré por la ventana. La Zorra le echó por la ventana un guisante y varias semillas y se puso a cantar muy dulcemente: -¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y la cabecita de seda, sal a la ventana! Yo tengo un palacio grande, grande; en cada rincón hay muchos sacos de grano y podrás comer tanto como quieras. ¡Si tú vieras cuántas golosinas tengo allí! No creas al Gato, que si yo hubiese querido comerte ya lo habría hecho; yo te quiero mucho, y mi deseo es que viajes y veas tierras nuevas para que aprendas a vivir bien en el mundo. ¿Me tienes miedo? Pues mira, asómate a la ventana, que yo me retiraré un poquito. Y se escondió debajo de la ventana. El Gallo saltó sobre el marco y sacó su cabeza afuera; la Zorra, de un golpe, lo cogió y se lo llevó a su casa. El Gallo se puso a dar gritos desesperadamente llamando al Gato en su socorro; pero tanto el viejo como el Gato estaban muy lejos y no lo oyeron. Apenas el Gato volvió a casa se puso a buscar a su amigo, y no encontrándolo, pensó que le habría ocurrido la misma desgracia de siempre. Cogió una lira y un palo y se fue en busca de la choza de la Zorra. Una vez llegado, se sentó y empezó a cantar acompañándose con la lira: -Toquen, cuerdecitas de oro. ¿Está en casa la señora Zorra? ¡Qué hermosas son sus hijas, la mayor Maniquí, la otra Ayuda Maniquí, la tercera Dame el Huso, la cuarta Carda la Lana, la quinta Cierra la Chimenea, la sexta Enciende el Fuego y la séptima Hazme Pasteles! La Zorra, oyendo cantar, dijo a su hija Maniquí: -Sal a ver quién canta tan bonita canción. Apenas Maniquí se presentó al Gato, éste le dio un golpe en la cabeza con el bastón y la guardó en un saco que llevaba. Repitió la misma canción, y la Zorra envió a su segunda hija, y después envió a la tercera, y así hasta la última. Conforme salían de la choza, el Gato las mataba y las guardaba en su saco. Por fin salió la misma Zorra, y apenas el Gato la vio le dio con el palo un golpe tan fuerte en la frente, que la Zorra cayó rodando por el suelo para no levantarse más. El Gallo se puso muy contento, saltó por una ventana, dio las gracias al Gato por haberlo salvado y volvieron los dos a casa del viejo, donde los tres vivieron muy felices durante muchos años.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El gato y la zorra
Cuento folclórico
Érase un campesino que tenía un gato tan travieso, que su dueño, perdiendo al fin la paciencia, lo cogió un día, lo metió en un saco y lo llevó al bosque, dejándolo allí abandonado. El Gato, viéndose solo, salió del saco y se puso a errar por el bosque hasta que llegó a la cabaña de un guarda. Se subió a la guardilla y se estableció allí. Cuando tenía ganas de comer cazaba pájaros y ratones, y después de haber satisfecho el hambre volvía a su guardilla y se dormía tranquilamente. Estaba contentísimo de su suerte. Un día se fue a pasear por el bosque y tropezó con una Zorra. Ésta, al ver al Gato, se asombró mucho, pensando: «Tantos años como llevo viviendo en este bosque y nunca he visto un animal como éste.» Le hizo una reverencia, preguntándole: -Dime, joven valeroso, ¿quién eres? ¿Cómo has venido aquí? ¿Cómo te llamas? El Gato, erizando el pelo, contestó: -Me han mandado de los bosques de Siberia para ejercer el cargo de burgomaestre de este bosque; me llamo Kotofei Ivanovich. -¡Oh Kotofei Ivanovich! -dijo la Zorra-. No había oído ni siquiera hablar de tu persona, pero ven a hacerme una visita. El Gato se fue con la Zorra, y llegados a la cueva de ésta, ella lo convidó con toda clase de caza, y entretanto le preguntaba detalles de su vida. -Dime, Kotofei Ivanovich, ¿estás casado o eres soltero? -Soy soltero -dijo el Gato. -Yo también soy soltera. ¿Quieres casarte conmigo? El Gato consintió y en seguida celebraron la boda con un gran festín. Al día siguiente se marchó la zorra de caza para procurarse más provisiones, poderlas almacenar y poder pasar el invierno, sin preocupaciones, con su joven esposo. El Gato se quedó en casa. La Zorra, mientras cazaba, se encontró con el Lobo, que empezó a hacerle la corte. -¿Dónde has estado metida, amiguita? Te he buscado por todas partes y en todas las cuevas sin poder encontrarte. -Déjame, Lobo. Antes era soltera, pero ahora soy casada; de modo que ten cuidado conmigo. -¿Con quién te has casado, Lisaveta Ivanovna? -¿Cómo? No has oído que nos han mandado de los bosques de Siberia un burgomaestre llamado Kotofei Ivanovich? Pues ése es mi marido. -No he oído nada, Lisaveta Ivanovna, y tendría mucho gusto en conocerlo. -¡Oh, mi esposo tiene un genio muy malo! Si alguien lo incomoda, en seguida se le echa encima y se lo come. Si vas a verle no te olvides de preparar un cordero y llevárselo en señal de respeto; pondrás el cordero en el suelo y tú te esconderás en un sitio cualquiera para que no te vea, porque si no, no respondo de nada. El Lobo corrió en busca de un cordero. Entretanto, la Zorra siguió cazando y se encontró con el Oso, el cual empezó, a su vez, a hacerle la corte. -¿Qué piensas tú de mí, zambo? Antes era soltera, pero ahora soy casada y no puedo escuchar tus galanterías. -¿Qué me dices, Lisaveta Ivanovna? ¿Con quién te has casado? -Pues con el mismísimo burgomaestre de este bosque, enviado aquí desde los bosques de Siberia, y que se llama Kotofei Ivanovich. -¿Y no sería posible verle, Lisaveta Ivanovna? -¡Oh amigo! Mi esposo tiene un genio muy malo, y cuando se enfada con alguien se le echa encima y lo devora. Ve, prepara un buey y tráeselo como demostración de tu respeto; pero no olvides, al presentarle el regalo, esconderte bien para que no te vea; si no, amigo, no te garantizo nada. El Oso se fue en busca del buey. Entre tanto, el Lobo mató un cordero, le quitó la piel y se quedó reflexionando hasta que vio venir al Oso llevando un buey; contento de no estar solo, lo saludó, diciendo: -Buenos días, hermano Mijail Ivanovich. -Buenos días, hermano Levon -contestó el Oso-. ¿Aún no has visto a la Zorra con su esposo? -No, aunque llevo esperando un buen rato. -Pues ve a llamarlos. -¡Oh, no, Mijail Ivanovich, yo no iré! Ve tú, que eres más valiente. -No, amigo Levon, tampoco iré yo. De pronto vieron una liebre que corría a toda prisa. -Ven aquí tú, diablejo -rugió el Oso. La Liebre, asustada, se acercó a los dos amigos, y el Oso le preguntó: -Oye tú, pillete, ¿sabes dónde vive la Zorra? -Sí, Mijail Ivanovich, lo sé muy bien -contestó la Liebre con voz temblorosa. -Bueno, pues corre a su cueva y avísale que Mijail Ivanovich con su hermano Levon están listos esperando a los recién casados para felicitarlos y presentarles, como regalos de boda, un buey y un cordero. La Liebre echó a correr a casa de la Zorra, y el Oso y el Lobo se pusieron a buscar el sitio para esconderse. El Oso dijo: -Yo me subiré a un pino. -¿Y qué haré yo? ¿Dónde podré esconderme? -preguntó el Lobo, desesperado-. No podría subirme a un árbol a pesar de todos mis esfuerzos. Oye, Mijail Ivanovich, sé buen amigo: ayúdame, por favor, a esconderme en algún sitio. El Oso lo escondió entre los zarzales y amontonó encima de él hojas secas. Luego se subió a un pino y desde allí se puso a vigilar la llegada de la Zorra con su esposo, el terrible Kotofei Ivanovich. Entre tanto la Liebre llegó a la cueva de la Zorra, dio unos golpecitos a la entrada, y le dijo: -Mijail Ivanovich con su hermano Levon me han enviado para que te diga que están listos y te esperan a ti con tu esposo para felicitarlos y presentarles, como regalo de boda, un buey y un cordero. -Bien, Liebre, diles que en seguida iremos. Un rato después salieron el Gato y la Zorra. El Oso, viéndolos venir, dijo al Lobo: -Oh amigo Levon, allí vienen la Zorra y su esposo. ¡Qué pequeñín es él! El Gato se acercó al sitio donde estaban los regalos, y precipitándose sobre el buey empezó a arrancarle la carne con los dientes y las uñas. Se le erizó el pelo, y mientras devoraba la carne, como si estuviese enfadado, refunfuñaba «¡Malo! ¡Malo!» El Oso pensó asustado: «¡Qué animal tan pequeño y tan voraz! ¡Y qué exigente! A nosotros nos parece tan sabrosa la carne de buey y a él no lo gusta; a lo mejor querrá probar la nuestra.» El Lobo, escondido en los zarzales, quiso ver al famoso burgomaestre; pero como las hojas le estorbaban para ver, empezó a separarlas. El Gato, oyendo el ruido de las hojas, creyó que sería algún ratón, se lanzó sobre el montón que formaban y clavó sus garras en el hocico del Lobo. Éste dio un salto y escapó corriendo. El Gato, asustado también, trepó al mismo árbol donde estaba escondido el Oso. «¡Me ha visto a mí!», pensó el Oso, y como no podía bajar por el tronco, se dejó caer desde lo alto al suelo, y a pesar del daño que se hizo, se puso en pie y echó a correr. La Zorra los persiguió con sus gritos. -¡Esperen un poco y se los comerá mi valiente esposo! Desde entonces todos los animales tuvieron un gran miedo al Gato, y la Zorra, con su maridito, provistos de carne para todo el invierno, vivieron contentos y felices de su suerte.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El gigante Verlioka
Cuento folclórico
En tiempos remotos vivía en una cabaña un anciano con su mujer y sus dos nietas huérfanas. Eran tan preciosas y dóciles que sus abuelos estaban constantemente alabándolas. Un día el anciano sembró en su huerto guisantes. Los guisantes crecieron y se cubrieron de flores; el anciano contemplaba su huerto con gran satisfacción, pensando para sus adentros: «Durante todo el invierno próximo podré comer pasteles con guisantes.» Pero, para desgracia del anciano, los gorriones invadieron el huerto y empezaron a picotear los guisantes. Viendo en peligro su cosecha, mandó a su nieta menor que espantase los gorriones, y ésta, provista de una rama seca, se sentó en el huerto al lado de los guisantes y empezó a amenazar a los pájaros malhechores, gritándoles: -¡Fuera, fuera, gorriones! ¡No se coman los guisantes de mi abuelito! De pronto se oyó un espantoso ruido por el lado del bosque y apareció el gigante Verlioka. Era de un aspecto terrible: tenía un solo ojo, la nariz como un garfio, la barba como un haz de paja, el bigote de una vara de largo y la cabeza cubierta con púas de puerco espín; andaba apoyándose en un enorme cayado y sonreía con una sonrisa espantosa. Cuando se encontraba con algún ser humano lo estrechaba entre sus robustos brazos hasta que le hacía crujir los huesos y lo mataba. No tenía piedad ni de viejos ni de jóvenes, y lo mismo acometía a los cobardes que a los valientes. Apenas Verlioka divisó a la nieta del anciano, la mató con su cayado. El abuelo esperó un rato a la niña. Al ver que no volvía envió a su nieta mayor a buscarla, pero Verlioka la mató también. El anciano, cansado de esperarlas, perdió la paciencia y dijo a su mujer: -¿Por qué tardan tanto en volver las niñas? Se habrán entretenido charlando con los mozos; mientras tanto los gorriones devorarán mis guisantes. Ve y llámalas a casa. La anciana bajó de su lecho, sobre la estufa, cogió un bastón, salió al patio y se encaminó al huerto, donde se encontró a sus nietas sin vida; al percibir a Verlioka comprendió que aquella desgracia era obra del gigante. Llena de dolor y de ira, se abalanzó a él y se agarró a sus barbas, con lo que Verlioka la mató con mucha más facilidad. En tanto, el anciano, lleno de impaciencia, se levantó de la mesa, rezó sus oraciones y se fue despacito al huerto para ver lo que les había sucedido a su mujer y a sus nietas. Una vez allí vio a sus queridas niñas tendidas en el suelo como si durmiesen tranquilamente; pero una de ellas tenía toda la frente ensangrentada y en el cuello de la otra se veía la señal de cinco dedos; en cuanto a la anciana, estaba tan destrozada que era imposible reconocerla. El desgraciado viejo lloró con desconsuelo, gimiendo y lamentándose durante un largo rato; pero poco a poco se tranquilizó, volvió a su cabaña, cogió un cayado de hierro y, lleno de ira y de ideas de venganza, se dirigió en busca de Verlioka para matarlo. Después de andar bastante tiempo llegó a un estanque donde estaba nadando una Oca sin cola, la cual al ver al anciano empezó a gritarle: -¡Así! ¡Así! Estaba segura de que vendrías; por eso te esperaba. ¿Cómo te va, abuelo? -Buenos días, Oca. ¿Por qué me esperabas? -Porque sabía que no perdonarías ni aun al mismo Verlioka la muerte de tu mujer y de tus nietas. -¿Y tú conoces a ese monstruo? -¡Ya lo creo! ¿Cómo no he de conocerle? Me acuerdo muy bien del día en que se puso a pegar en este mismo sitio a un desgraciado. Yo entonces tenía la costumbre de decir ¡ay!, ¡ay!, y mientras Verlioka se divertía en la orilla, yo le gritaba sentada en el agua: «¡Ay!, ¡ay!» Entonces él, después de matar a aquel pobre hombre, corrió a mí, gritándome: «¡Yo te enseñaré a defender a los demás!» Y me cogió por la cola. Pero yo nunca he sido cobarde y, haciendo un esfuerzo, me escapé, dejando mi cola entre sus manos espantosas. Claro está que la cola no es una cosa imprescindible; pero, de todos modos, siento haberla perdido y nunca se lo perdonaré a Verlioka. Desde entonces no soy tan tonta, y ya no grito «¡Ay!, ¡ay!», sino que siempre apruebo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!»; de lo que resulta que vivo más tranquila y la gente me respeta más. Todos dicen: «Esta Oca no tendrá cola, pero es muy lista.» -Está bien -dijo el anciano-; entonces, ¿podrás enseñarme dónde vive Verlioka? -¡Así! ¡Así! -contestó la Oca, saliendo del agua. Balanceándose sobre sus torpes patas se encaminó por la orilla, delante del anciano. Así anduvieron hasta que se encontraron en el camino una Cuerdecita, que les dijo: -Buenos días, abuelito. -Buenos días, Cuerdecita. -¿Cómo estás? ¿Adónde vas? -Estoy ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, quien ha ahogado a mi vieja mujer y matado a mis dos nietas. ¡Tan hermosas y buenas como eran! -Conocía a tus nietas y a tu mujer y quiero ayudarte. ¡Llévame contigo! El anciano pensó: «¡Quién sabe! Quizá me sirva para atar a Verlioka.» Y contestó: -Pues bien, ven con nosotros si conoces el camino. La Cuerdecita se arrastró tras ellos como si fuese una culebra. Anduvieron los tres un buen rato y vieron un Pisón tendido en la carretera, el cual les dijo: -Buenos días, abuelito. -Buenos días, Pisón. -¿Cómo estás? ¿Adónde vas? -Estoy ni bien ni mal y voy a castigar a Verlioka, que ha ahogado a mi vieja mujer y matado a mis dos nietas. ¡Si supieses qué hermosas y buenas eran! -Llévame contigo y te ayudaré. -Bueno, anda si conoces el camino -le dijo el anciano, pensando: «Realmente, el Pisón podrá ayudarnos mucho.» El Pisón se levantó, se apoyó con el asa en el suelo y se puso a caminar a saltos. Así anduvieron hasta que encontraron una Bellota, que les dijo: -Buenos días, abuelito. -Buenos días, Bellota. -¿Adónde vas? -Voy a matar a Verlioka; no sé si lo conocerás. -Ya lo creo que lo conozco. Es necesario castigarlo; llévame contigo y te ayudaré. -Pero tú, ¿de qué me vas a servir? -No me desprecies, abuelito. Acuérdate del proverbio que dice: No escupas en el pozo, porque tendrás que beber su agua. El anciano pensó: «No hay inconveniente en que venga con nosotros; cuanta más gente haya, mejor será.» Y luego, en alta voz, dijo: -Vente detrás. Pero la Bellota se puso a saltar delante de todos. Al fin llegaron a un espeso bosque y vieron una cabaña en cuyo interior no había nadie. La lumbre del horno estaba apagada y sobre el hogar había un puchero lleno de gachas de mijo. La Bellota se metió de un salto en el puchero, la Cuerdecita se tendió en el umbral de la puerta, el Pisón se subió encima de ésta, la Oca se sentó detrás de la estufa y el anciano se escondió en un rincón al lado de la puerta. Pronto llegó Verlioka, echó un haz de leña al suelo y se puso a encender la lumbre del horno. Entonces la Bellota, desde dentro del puchero, empezó a cantar: -¡Pi, pi, pi, han venido a matar a Verlioka! -¡Calla, papilla de mijo, o te echaré en el cubo! -exclamó Verlioka. Pero la Bellota no lo obedeció y siguió cantando su canción. Verlioka se enfadó, cogió el puchero y de un golpe vertió las gachas en el cubo. Al choque, la Bellota saltó y fue a dar en el único ojo de Verlioka, dejándolo ciego. El gigante quiso escapar y echó a correr; pero apenas llegó al umbral, la Cuerdecita se le enredó a los pies y lo tiró al suelo. El Pisón saltó de la puerta, y el anciano se precipitó sobre Verlioka desde el rincón donde estaba escondido y ambos se pusieron a pegarle. Mientras tanto, la Oca, sentada detrás de la estufa, aprobaba diciendo: «¡Así!, ¡así!, ¡así!» Esta vez no le sirvió a Verlioka su fuerza, pues el anciano, con la ayuda de sus buenos amigos, logró matarlo y librar a la gente de un monstruo espantoso. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El hermano de Cristo
Minicuento
Un campesino tenía un hijo muy bueno y muy religioso. Un día, el hijo le pidió permiso para peregrinar. Anduvo y anduvo, y llegó hasta una casita donde un anciano oraba arrodillado. Se pusieron juntos delante de los iconos, y rezaron durante mucho tiempo. Al terminar sus oraciones, el anciano le dijo que se hermanaran. Así lo hicieron. Luego, se despidieron y cada uno se fue por su camino. En cuanto el hijo del campesino regresó, el padre decidió casarlo. —No quiero casarme, padre mío —dijo—. Permíteme servir el resto de mi vida a Dios. Pero el Padre no quería ni oír hablar de aquello. Le buscó una novia, pidió la mano y le ordenó a su hijo casarse. El hijo reflexionó y se marchó de casa. Anduvo durante algún tiempo, y se encontró con el anciano con quien se había hermanado. El anciano lo llevó a su jardín. Al hijo del campesino le pareció que había estado allí unos tres minutos. Pero, cuando regresó a su pueblo, vio que todo había cambiado. Preguntó al sacerdote dónde estaba la antigua iglesia, y dónde se encontraba la gente que vivía antes allí. Especialmente, preguntó por la novia que fue abandonada por su novio en el altar. El sacerdote cogió los libros de la iglesia, los miró y dijo: —Eso fue hace unos trescientos años. Después interrogó al hijo del campesino: quién era, de donde había venido. Y, cuando estuvo enterado de todo, ordenó a sus sacristanes que se prepararan para servir la misa: —Este hombre —dijo— es el hermano de Cristo. Cuando la misa estaba a punto de terminar, el hijo del campesino empezó a perder tamaño, hasta desaparecer en el momento en que la misa terminó. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El hombre bueno y el hombre malo
Cuento folclórico
Una vez hablaban entre sí dos campesinos pobres; uno de ellos vivía a fuerza de mentiras, y cuando se le presentaba la ocasión de robar algo no la desperdiciaba nunca; en cambio, el otro, temeroso de Dios y de estrecha conciencia, se esforzaba por vivir con el modesto fruto de su honrado trabajo. En su conversación, empezaron a discutir; el primero quería convencer al otro de que se vive mucho mejor atendiendo sólo a la propia conveniencia, sin pararse en delito más o menos; pero el otro le refutaba, diciendo: -De ese modo no se puede vivir siempre; tarde o temprano llega el castigo. Es mejor vivir honradamente aunque se padezca miseria. Discutieron mucho, pues ninguno de los dos quería ceder en su opinión, y al fin decidieron ir por el camino real y preguntar su parecer a los que pasasen. Iban andando cuando encontraron a un labrador que estaba labrando el campo; se acercaron a él y le dijeron: -Dios te ayude, amigo. Dinos tu opinión acerca de una discusión que tenemos. ¿Cómo crees que hay que vivir, honradamente o inicuamente? -Es imposible vivir honradamente -les contestó el campesino-; es más fácil vivir inicuamente. El hombre honrado no tiene camisa que ponerse, mientras que la iniquidad lleva botas de montar. Ya ven: nosotros los campesinos tenemos que trabajar todos los días para nuestro señor, y en cambio no tenemos tiempo para trabajar para nosotros mismos. Algunas veces tenemos que fingirnos enfermos para poder ir al bosque a coger la leña que nos hace falta, y aun esto hay que hacerlo de noche porque es cosa prohibida. -Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: mi opinión es la verdadera. Continuaron el camino, anduvieron un rato y encontraron a un comerciante que iba en su trineo. -Párate un momento y permítenos una pregunta: ¿Cómo es mejor vivir, honradamente o inicuamente? -¡Oh amigos! Es difícil vivir honradamente; a nosotros los comerciantes nos engañan, y por ello tenemos que engañar también a los demás. -¿Has oído? Por segunda vez me dan la razón -dijo el Hombre Malo al Bueno. Al poco rato encontraron a un señor que iba sentado en su coche. -Detente un minuto, señor. Danos tu opinión sobre nuestra disputa. ¿Cómo se debe vivir, honradamente o inicuamente? -¡Vaya una pregunta! Claro está que inicuamente. ¿Dónde está la justicia? Al que pide justicia le dicen que es un picapleitos y lo destierran a Siberia. -Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: todos me dan la razón. -No me convencen -contestó el Bueno-; hay que vivir como Dios manda; suceda lo que suceda no cambiaré de conducta. Se fueron ambos en busca de trabajo, y durante mucho tiempo anduvieron juntos. El Malo sabía halagar a la gente y se las arreglaba muy bien; en todas partes le daban de comer y de beber sin cobrarle nada y hasta le proveían de pan en tal abundancia que siempre llevaba consigo una buena reserva. El Bueno, no poseyendo la habilidad de su compañero, era muy desgraciado, y sólo a fuerza de trabajar mucho conseguía un poco de agua y un pedazo de pan; pero estaba siempre contento a pesar de que su compañero no dejaba de burlarse de su inocencia. Un día, mientras caminaban por la carretera, el Bueno sintió gran hambre y dijo a su compañero: -Dame un pedacito de pan. -¿Qué me darás por él? -le preguntó el Malo. -Pídeme lo que quieras. -Bueno, te quitaré un ojo. Y como el Bueno tenía mucha hambre, consintió; el Malo le quitó un ojo y le dio un pedacito de pan. Siguieron andando, y al cabo de un buen rato el Bueno tuvo otra vez hambre y pidió al Malo que le diese otro poco de pan; pero éste le dijo: -Déjame sacarte el otro ojo. -¡Oh amigo, ten compasión de mí! ¿Qué haré si me quedo ciego? -¿Qué te importa? A ti te basta con ser bueno, mientras que yo vivo inicuamente. ¿Qué hacer? Era imposible resistir un hambre tan grande, y al fin el Bueno dijo: -Quítame el otro ojo si no tomes la ira de Dios. El Malo le vació el otro ojo, le dio un pedacito de pan y luego lo dejó en medio del camino, diciéndole: -¿Crees que te voy a llevar siempre conmigo? ¡No era mala carga la que me echaba encima! ¡Adiós! El ciego comió el pan y empezó a andar a tientas pensando en llegar a un pueblo cualquiera donde lo socorriesen. Anduvo, anduvo hasta que perdió el camino, y no sabiendo qué hacer empezó a rezar: -¡Señor, no me abandones! Ten piedad de mí, que soy alma pecadora! Rezó con mucho fervor, y de pronto oyó una voz misteriosa que le decía: -Camina hacia tu derecha y llegarás a un bosque en el que hay una fuente, a la que te guiará el oído porque es muy ruidosa. Lávate los ojos con el agua de esa fuente y Dios te devolverá la vista. Entonces verás allí un roble enorme; súbete a él y aguarda la llegada de la noche. El ciego torció a su derecha, llegó con gran dificultad al bosque, sus pies encontraron una vereda y siguió por ella, guiado por el rumor del agua, hasta llegar a la fuente. Cogió un poco de agua, y apenas se mojó las cuencas vacías de sus ojos recobró la vista. Miró alrededor suyo y vio un roble enorme, al pie del cual no crecía la hierba y la tierra estaba pisoteada; se subió por el roble hasta llegar a la cima, y escondiéndose entre las ramas se puso a aguardar que fuese de noche. Cuando ya la noche era obscura vinieron volando los espíritus del mal, y sentándose al pie del roble empezaron a vanagloriarse de sus hazañas, contando dónde habían estado y en qué habían empleado el tiempo. Uno de los diablos dijo: -He estado en el palacio de la hermosa zarevna. Hace ya diez años que estoy atormentándola; todos han intentado echarme del palacio, pero no logran realizarlo. Sólo me podrá echar de allí el que consiga una imagen de la Virgen Santísima que posee un rico comerciante. Al amanecer, cuando los diablos se fueron volando por todas partes, el Hombre Bueno bajó del árbol y se fue a buscar al rico comerciante que tenía la imagen. Después de buscarlo bastante tiempo, lo encontró y le pidió trabajo, diciéndole: -Trabajaré en tu casa un año entero sin que me des ningún jornal; pero al cabo del año dame la imagen que posees de la Santísima Virgen. El comerciante aceptó el trato y el Hombre Bueno empezó a trabajar como jornalero, esforzándose en hacerlo todo lo mejor posible, sin descansar ni de día ni de noche, y al acabar el año pidió al comerciante que le pagase su cuenta; pero éste le dijo: -Estoy contentísimo con tu trabajo, pero me da lástima darte la imagen; prefiero pagarte en dinero. -No -contestó el campesino-. No necesito tu dinero; págame según convinimos. -De ningún modo -exclamó el comerciante-; trabaja en mi casa un año más y entonces te daré la imagen. No había más remedio que aceptar tal decisión, y el Hombre Bueno se quedó en casa del comerciante trabajando otro año. Al fin llegó el día de pagarle la cuenta; pero por segunda vez se negó el comerciante a darle la imagen. -Prefiero recompensarte con dinero -le dijo-, y si insistes en recibir la imagen, quédate como jornalero un año más. Como es difícil tener razón cuando se discute con un hombre rico y poderoso, el campesino tuvo que aceptar las condiciones propuestas; se quedó en casa del comerciante un año más, trabajando como jornalero con más celo aún que los anteriores. Acabado el tercer año, el comerciante tomó la imagen y se la entregó al campesino, diciéndole así: -Tómala, hombre honrado, tómala, que bien ganada la tienes con tu trabajo. Vete con Dios. El campesino cogió la imagen de la Santísima Virgen, se despidió del comerciante y se dirigió a la capital del reino, donde el espíritu del mal atormentaba a la hermosa zarevna. Anduvo largo tiempo, y por fin llegó y empezó a decir a los vecinos: -Yo puedo curar a vuestra zarevna. Inmediatamente lo llevaron al palacio del zar y le presentaron a la joven y enferma zarevna. Una vez allí, pidió una fuente llena de agua clara y sumergió en ella por tres veces la imagen de la Santísima Virgen, entregó el agua a la zarevna y le ordenó que se lavase con ella. Apenas la enferma se puso a lavarse con el agua bendita, expulsó por la boca el espíritu del mal en forma de una burbuja; la enfermedad desapareció y la hermosa joven se puso sana, alegre y contenta. El zar y la zarina se pusieron contentísimos, y en su júbilo no sabían con qué recompensar al médico: le proponían joyas, rentas y títulos nobiliarios, pero el Hombre Bueno contestó: -No, no necesito nada. Entonces la zarevna, entusiasmada, exclamó: -Me casaré con él. Consintió el zar y dispuso que se celebrase la boda con gran pompa y en medio de grandes festejos. Desde entonces el campesino Bueno vivió en palacio, llevando magníficos vestidos y comiendo en compañía del zar y de toda la familia real. Transcurrido algún tiempo, el Hombre Bueno dijo al zar y la zarina: -Permítanme ir a mi aldea; tengo allí a mi madre, que es una pobre viejecita, y quisiera verla. El zar y la zarina aprobaron la idea; la zarevna quiso ir con él y se fueron juntos en un coche del zar, tirado por magníficos caballos. En el camino tropezaron con el Hombre Malo. Al reconocerlo, el yerno del zar le habló así: -Buenos días, compañero. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de cuando discutías conmigo sosteniendo que se obtiene más provecho viviendo inicuamente que trabajando honradamente? El Hombre Malo quedó asombrado al ver que el Bueno era yerno del zar y que había recuperado los ojos que él le había quitado. Tuvo miedo, y no sabiendo qué decir, permaneció silencioso. -No tengas miedo -le dijo el Hombre Bueno-; yo no guardo rencor nunca a nadie. Y le contó todo: lo de la fuente maravillosa que le había hecho recobrar la vista, lo del enorme roble, sus trabajos en casa del comerciante, y por fin, su boda con la hermosa zarevna. El Hombre Malo escuchó todo con gran interés y decidió ir al bosque a buscar la fuente. «Quizá -pensó- pueda también encontrar allí mi suerte.» Se dirigió al bosque, encontró la fuente maravillosa, se subió al enorme roble y esperó la llegada de la noche. A media noche vinieron volando los espíritus del mal y se sentaron al pie del árbol; pero percibiendo al Hombre Malo escondido entre las ramas, se precipitaron sobre él, lo arrastraron al suelo y lo despedazaron. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El infortunio
Cuento folclórico
En una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico. El rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer. El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia. Un día dijo a su mujer: -Iré a la ciudad y pediré a mi hermano que me preste ayuda. Fue a casa del hermano rico y le habló así: -¡Oh, hermano mío! Ayúdame en mi desgracia: mi mujer y mis hijos están sin comer y se mueren de hambre. -Si trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré -respondió el rico. El pobre se puso a trabajar con ardor: limpiaba el patio, cuidaba los caballos, traía agua y partía la leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan sólo un pan, diciéndole: -He aquí el pago de tu trabajo. -Gracias -le dijo el pobre, e hizo ademán de marcharse; pero el hermano lo detuvo, diciéndole: -Espera. Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi santo. -¿Cómo quieres que venga? Vendrán a verte ricos comerciantes que visten abrigos forrados de pieles y botas grandes de cuero, mientras que yo llevo calzado de líber y un viejo caftán gris. -¡No importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti. -Bueno, hermano mío, gracias. El pobre volvió a casa, entregó a su mujer el pan y le dijo: -Oye, mujer: nos han convidado para mañana. -¿Quién nos ha convidado? -Mi hermano, porque es el día de su santo. -Muy bien. Iremos. Por la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico, lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a la mesa, y el dueño atendía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su cuñada no hacía caso ninguno ni les ofrecía nada de comer. Los dos permanecían sentados en un rincón viendo cómo comían y bebían los demás. Al fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las gracias a los dueños de la casa. Entonces el pobre se levantó también del banco e hizo a su hermano una respetuosa reverencia. Todos se dirigieron a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba dijo a su mujer: -Vamos a cantar también nosotros. -¡Qué estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué vas a cantar tú? -De todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da vergüenza por él el ir callado. Si voy cantando, los que me vean creerán que yo también he comido y bebido. -Pues canta tú si quieres, que por lo que a mí hace, no cantaré -dijo la mujer con malos modos. El campesino se puso a cantar una canción, y le pareció oír que otra voz acompañaba a la suya; en seguida dejó de cantar y preguntó a su mujer: -¿Eres tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda? -Ni siquiera he pensado en hacerlo. -Pues ¿quién podrá ser? -No sé -contestó la mujer-. Empieza otra vez, yo escucharé. Se puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces se paró y exclamó: -¿Quién es el que me acompaña en mi canto? La voz contestó: -Soy yo: el Infortunio. -Pues bien, Infortunio, vente con nosotros. -Vamos, mi amo; ya no me separaré de ti nunca. Llegaron a casa y el Infortunio le propuso irse los dos a la taberna. El campesino le contestó: -No tengo dinero, amigo. -¡Oh tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve? Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la venderemos. El campesino con el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la pelliza. Al día siguiente el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino. -No tengo dinero -le contestó el pobre hombre. -Pero ¿para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante. El campesino no tuvo más remedio que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, y se gastaron todo el dinero y se emborracharon ambos. A la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su arado. Aún no había pasado un mes cuando se encontró sin muebles, sin sus aperos de labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había tomado el camino de la taberna. Pero el insaciable Infortunio se pegó a él otra vez, diciéndole: -Vámonos a la taberna. -¡Oh no, Infortunio! ¿No ves que ya no me queda nada que vender? -¿Cómo que no tienes nada? Tu mujer tiene aún dos sarafanes; con uno tiene bastante para vestirse y podemos vender el otro. El pobre cogió el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la taberna, y después pensó así: «Ahora sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos.» Por la mañana, el Infortunio despertó, y viendo que su amo ya no tenía nada que vender, le dijo: -Escucha, amo. -¿Qué quieres, Infortunio? -Ve a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes. El campesino se dirigió a casa de su vecino y le dijo: -Préstamo tu carro y un par de bueyes por hoy y trabajaré después para ti una semana. -¿Y para qué los necesitas? -Tengo que ir al bosque a coger leña. -Bien, llévatelos; pero no los cargues demasiado. -¡Dios me guarde de hacerlo! Condujo los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al campo. -Oye, amo -le preguntó el Infortunio-: ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra? -Ya lo creo que lo conozco. -Pues si lo conoces lleva el carro directamente allí. Llegado al sitio indicado se pararon y bajaron a tierra. El Infortunio indicó al campesino que levantase la piedra; éste lo hizo así y vieron que debajo de ella había una cavidad llena de monedas de oro. -¿Qué es lo que miras ahí parado? -le gritó el Infortunio-. Cárgalo pronto en el carro. El campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la última moneda. Viendo que la cavidad quedaba vacía, dijo al Infortunio: -Mira, Infortunio, me parece que allí ha quedado aún dinero. El Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo: -¿Dónde? Yo no lo veo. -Allí en un rincón brilla algo. -Pues yo no veo nada. -Baja al fondo y verás. El Infortunio bajó al hoyo, y apenas estuvo allí, el campesino dejó caer la piedra, exclamando: -¡Ahí estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero! El campesino, una vez llegado a su casa, llenó la cueva con el dinero, devolvió el carro y los bueyes a su vecino y empezó a meditar sobre el modo de arreglar su vida. Compró madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una vida mucho mejor que la de su hermano el rico. Pasado algún tiempo, un día fue a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para el día de su santo. -¿Qué tontería se te ha ocurrido? -le contestó su hermano-. No tienes qué comer y quieres celebrar el día de tu santo. -Verdad es que en otros tiempos no tenía qué comer; pero ahora, gracias a Dios, no tengo menos que tú. Tú ven a casa y verás. -Bien, iremos. Al día siguiente el rico se fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa; ningún comerciante de la ciudad tenía una parecida. El campesino los convidó con ricos manjares y vinos finos. Después de acabada la comida, el rico preguntó a su hermano: -Dime, por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo? El hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; cómo lo había hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el último vestido de su mujer, y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo tiempo de su mal acompañante. El rico, envidioso de una suerte tan grande, pensó para sus adentros: «Me iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para que arruine por completo a mi hermano y no se vanaglorie delante de mí de sus riquezas.» Envió a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo de observar la profundidad del hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se colocó a caballo sobre su cuello, gritándole: -¡Quisiste hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos! -Escucha, Infortunio. No soy yo -repuso el comerciante- quien te había encerrado en este calabozo. -Pues si no fuiste tú, ¿quién ha sido? -Ha sido mi hermano y yo he venido expresamente para libertarte. -¡Eso son mentiras! Me has engañado ya una vez, pero no me engañarás la segunda. El Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y éste se lo llevó a su casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio empezaba pidiendo una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar mucho dinero en la taberna. -Esto no puede durar más -decidió el comerciante-. Bastante he divertido al Infortunio; ya es tiempo de que me separe de él; pero ¿cómo? Pensó en ello mucho tiempo, y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos tapones de madera de encina, cogió una rueda de un carro y metió sólidamente uno de los tapones en el cubo de ella; después se fue a buscar al Infortunio y le dijo: -Oye, Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado? -¿Y qué quieres que haga? -Podíamos ir al patio a jugar al escondite. El Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se escondió; pero el Infortunio lo encontró en seguida. Cuando le llegó el turno de esconderse, dijo a su amo: -A mí no me encontrarás tan pronto, porque yo puedo esconderme en cualquier rendija. -¡A que no! -le contestó el comerciante-. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo de esta rueda y crees que te vas a poder esconder en una rendija? -¿Cómo que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo. El Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el otro tapón de encina, tapó bien con un mazo el lado abierto; luego cogió la rueda y la tiró al río. El Infortunio se ahogó y el comerciante se volvió a su casa y siguió viviendo como en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El niño prodigioso
Cuento folclórico
Érase un acreditado comerciante que vivía con su mujer y poseía grandes riquezas. Sin embargo, el matrimonio no era feliz porque no tenía hijos, cosa que deseaban ambos ardientemente, y para ello pedían a Dios todos los días que les concediese la gracia de tener un niño que los hiciese muy dichosos, los sostuviera en la vejez y heredase sus bienes y rezase por sus almas después de muertos. Para agradar a Dios ayudaban a los pobres y desvalidos dándoles limosnas, comida y albergue; además de esto, idearon construir un gran puente a través de una laguna pantanosa próxima al pueblo, para que todas las gentes pudiesen servirse de él y evitarles tener que dar un gran rodeo. El puente costaba mucho dinero; pero a pesar de ello el comerciante llevó a cabo su proyecto y lo concluyó, en su afán de hacer bien a sus semejantes. Una vez el puente terminado, dijo a su mayordomo Fedor: -Ve a sentarte debajo del puente, y escucha bien lo que la gente dice de mí. Fedor se fue, se sentó debajo del puente y se puso a escuchar. Pasaban por el puente tres virtuosos ancianos hablando entre sí, y decían: -¿Con qué recompensaríamos al hombre que ha mandado construir este puente? Le daremos un hijo que tenga la virtud de que todo lo que diga se cumpla y todo lo que le pida a Dios le sea concedido. El mayordomo, después de haber oído estas palabras, volvió a casa. -¿Qué dice la gente, Fedor? -le preguntó el comerciante. -Dicen cosas muy diversas: según unos, haz hecho una obra de caridad construyendo el puente, y según otros, lo has hecho sólo por vanagloria. Aquel mismo año la mujer del comerciante dio a luz un hijo, al que bautizaron y pusieron en la cuna. El mayordomo, envidioso de la felicidad ajena y deseoso del mal de su amo, a media noche, cuando todos los de la casa dormían profundamente, cogió un pichón, lo mató, manchó con la sangre la cama, los brazos y la cara de la madre, y robó al niño, dándolo a criar a una mujer de un pueblo lejano. Por la mañana los padres se despertaron y notaron que su hijo había desaparecido; por más que lo buscaron por todas partes no pudieron encontrarlo. Entonces el astuto mayordomo señaló a la madre como culpable de la desaparición. -¡Se lo ha comido su misma madre! -dijo-. Mira, todavía tiene los brazos y los labios manchados de sangre. Encolerizado el comerciante, hizo encarcelar a su mujer sin hacer caso de sus protestas de inocencia. Así transcurrieron algunos años, y entretanto el niño creció y empezó a correr y a hablar. Fedor se despidió del comerciante, se estableció en un pueblo a la orilla del mar y se llevó al niño a su casa. Aprovechándose del don divino del niño, le mandaba realizar todos sus caprichos diciéndole: -Di que quieres esto y lo otro y lo de más allá. Y apenas el niño pronunciaba su deseo, éste se realizaba al instante. Al fin un día le dijo: -Mira, niño, pide a Dios que aparezca aquí un nuevo reino, que desde esta casa hasta el palacio del zar se forme sobre el mar un puente todo de cristal de roca y que la hija del zar se case conmigo. El niño pidió a Dios lo que Fedor le decía, y en seguida, de una orilla a otra del mar, se extendió un maravilloso puente, todo él de cristal de roca, y apareció una espléndida población con suntuosos palacios de mármol, innumerables iglesias y altos castillos para el zar y su familia. Al día siguiente, al despertarse el zar, miró por la ventana, y viendo el puente de cristal, preguntó: -¿Quién ha construido tal maravilla? Los cortesanos se enteraron y anunciaron al zar que había sido Fedor. -Si Fedor es tan hábil -dijo el zar-, le daré por esposa a mi hija. Con gran rapidez se hicieron todos los preparativos para la boda y casaron a Fedor con la hermosa hija del zar. Una vez instalado Fedor en el palacio del zar, empezó a maltratar al niño; lo hizo criado suyo, lo reñía y pegaba a cada paso, y muchas veces lo dejaba sin comer. Una noche hablaba Fedor con su mujer, que estaba ya acostada, y el niño, escondido en un rincón oscuro, lloraba silenciosamente con desconsuelo; la hija del zar preguntó a Fedor cuál era la causa de su don maravilloso. -Si antes sólo eras un pobre mayordomo, ¿cómo conseguiste tantas riquezas? ¿Cómo pudiste en una noche hacer el puente de cristal? -Todas mis riquezas y mi poder mágico -contestó Fedor- las he obtenido de ese niño que habrás visto siempre conmigo, y que le robé a su padre, mi antiguo amo. -Cuéntame cómo -dijo la hija del zar. -Estaba yo de mayordomo en casa de un rico comerciante al que Dios había prometido que tendría un hijo dotado de tal virtud que todo lo que dijera se realizaría y todo lo que pidiese a Dios le sería dado. Por eso, apenas nació el niño yo lo robé, y para que no se sospechase de mí acusé a la madre diciendo a todos que se había comido a su propio hijo. El niño, después de haber oído estas palabras, salió de su escondite y dijo a Fedor: -¡Bribón! ¡Por mi súplica y por voluntad de Dios, transfórmate en perro! Y apenas pronunció estas palabras, Fedor se transformó en perro. El niño, atándole al cuello una cadena de hierro, se fue con él a casa de su padre. Una vez allí dijo al comerciante: -¿Quieres hacerme el favor de darme unas ascuas? -¿Para qué las necesitas? -Porque tengo que dar de comer al perro. -¿Qué dices, niño? -le contestó el comerciante-. ¿Dónde has visto tú que los perros se alimenten con brasas? -¿Y dónde has visto tú que una madre se pueda comer a su hijo? Has de saber que soy tu hijo y que este perro es tu infame mayordomo Fedor, que me robó de tu casa y acusó falsamente a mi madre. El comerciante quiso conocer todos los detalles, y ya seguro de la inocencia de su mujer, hizo que la pusieran en libertad. Luego se fueron todos a vivir al nuevo reino que había aparecido en la orilla del mar por el deseo del niño. La hija del zar volvió a vivir en el palacio de su padre y Fedor se quedó en miserable perro hasta su muerte.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El pez de oro
Cuento folclórico
En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos. Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba: -No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas. El anciano meditó un rato y le contestó: -No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda! Y al decir esto echó el pez de oro al agua. Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó: -¿Qué tal ha sido la pesca? -Mala, mujer -contestó, quitándole importancia a lo ocurrido-; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese. -¡Oh viejo tonto! Has tenido entre tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla. Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándolo en paz ni un solo instante. -Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja? Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! El Pez se arrimó a la orilla y le dijo: -¿Qué quieres, buen viejo? -Se ha enfadado conmigo mi mujer por haberte soltado y me ha mandado que te pida pan. -Bien; vete a casa, que el pan no les faltará. El anciano volvió a casa y preguntó a su mujer: -¿Cómo van las cosas, mujer? ¿Tenemos bastante pan? -Pan hay de sobra, porque está el cajón lleno -dijo la mujer-; pero lo que nos hace falta es una artesa nueva, porque se ha hendido la madera de la que tenemos y no podemos lavar la ropa; ve y dile al pez de oro que nos dé una. El viejo se dirigió a la playa otra vez y llamó: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! El Pez se arrimó a la orilla y le dijo: -¿Qué necesitas, buen viejo? -Mi mujer me mandó a pedirte una artesa nueva. -Bien; tendrás también una artesa nueva. De vuelta a su casa, cuando apenas había pisado el umbral, su mujer le salió al paso gritándole imperiosamente: -Vete en seguida a pedirle al pez de oro que nos regale una cabaña nueva; en la nuestra ya no se puede vivir, porque apenas se tiene de pie. Se fue el marido a la orilla del mar y gritó: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! El Pez nadó hacia la orilla poniéndose con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia el anciano, y le preguntó: -¿Qué necesitas ahora, viejo? -Constrúyenos una nueva cabaña; mi mujer no me deja vivir en paz riñéndome continuamente y diciéndome que no quiere vivir más en la vieja, porque amenaza hundirse de un día a otro. -No te entristezcas. Vuelve a tu casa y reza, que todo estará hecho. Volvió el anciano a casa y vio con asombro que en el lugar de la cabaña vieja había otra nueva hecha de roble y con adornos de talla. Corrió a su encuentro su mujer no bien lo hubo visto, y riñéndolo e injuriándolo, más enfadada que nunca, le gritó: -¡Qué viejo más estúpido eres! No sabes aprovecharte de la suerte. Has conseguido tener una cabaña nueva y creerás que has hecho algo importante. ¡Imbécil! Ve otra vez al mar y dile al pez de oro que no quiero ser por más tiempo una campesina; quiero ser mujer de gobernador para que me obedezca la gente y me salude con reverencia. Se dirigió de nuevo el anciano a la orilla del mar y llamó en alta voz: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! Se arrimó el Pez a la orilla como otras veces y dijo: -¿Qué quieres, buen viejo? Éste le contestó: -No me deja en paz mi mujer; por fuerza se ha vuelto completamente loca; dice que no quiere ser más una campesina; que quiere ser una mujer de gobernador. -Bien; no te apures; vete a casa y reza a Dios, que yo lo arreglaré todo. Volvió a casa el anciano; pero al llegar vio que en el sitio de la cabaña se elevaba una magnífica casa de piedra con tres pisos; corría apresurada la servidumbre por el patio; en la cocina, los cocineros preparaban la comida, mientras que su mujer se hallaba sentada en un rico sillón vestida con un precioso traje de brocado y dando órdenes a toda la servidumbre. -¡Hola, mujer! ¿Estás ya contenta? -le dijo el marido. -¿Cómo has osado llamarme tu mujer a mí, que soy la mujer de un gobernador? -y dirigiéndose a sus servidores les ordenó-: Cojan a ese miserable campesino que pretende ser mi marido y llévenlo a la cuadra para que lo azoten bien. En seguida acudió la servidumbre, cogieron por el cuello al pobre viejo y lo arrastraron a la cuadra, donde los mozos lo azotaron y apalearon de tal modo que con gran dificultad pudo luego ponerse en pie. Después de esto, la cruel mujer lo nombró barrendero de la casa y le dieron una escoba para que barriese el patio, con el encargo de que estuviese siempre limpio. Para el pobre anciano empezó una existencia llena de amarguras y humillaciones; tenía que comer en la cocina y todo el día estaba ocupado barriendo el patio, porque apenas cometía la menor falta lo castigaban, apaleándolo en la cuadra. -¡Qué mala mujer! -pensaba el desgraciado-. He conseguido para ella todo lo que ha deseado y me trata del modo más cruel, llegando hasta a negar que yo sea su marido. Sin embargo, no duró mucho tiempo aquello, porque al fin se aburrió la vieja de su papel de mujer de gobernador. Llamó al anciano y le ordenó: -Ve, viejo tonto, y dile al pez de oro que no quiero ser más mujer de gobernador; que quiero ser zarina. Se fue el anciano a la orilla del mar y exclamó: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! El Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo: -¿Qué quieres, buen viejo? -¡Ay, pobre de mí! Mi mujer se ha vuelto aún más loca que antes; ya no quiere ser mujer de gobernador; quiere ser zarina. -No te apures. Vuelve tranquilamente a casa y reza a Dios. Todo estará hecho. Volvió el anciano a casa, pero en el sitio de ésta vio elevarse un magnífico palacio cubierto con un tejado de oro; los centinelas hacían la guardia en la puerta con el arma al brazo; detrás del palacio se extendía un hermosísimo jardín, y delante había una explanada en la que estaba formado un gran ejército. La mujer, engalanada como correspondía a su rango de zarina, salió al balcón seguida de gran número de generales y nobles y empezó a pasar revista a sus tropas. Los tambores redoblaron, las músicas tocaron el himno real y los soldados lanzaron hurras ensordecedores. A pesar de toda esta magnificencia, después de poco tiempo se aburrió la mujer de ser zarina y mandó que buscasen al anciano y lo trajesen a su presencia. Al oír esta orden, todos los que la rodeaban se pusieron en movimiento; los generales y los nobles corrían apresurados de un lado a otro diciendo: «¿Qué viejo será ése?» Al fin, con gran dificultad, lo encontraron en un corral y lo llevaron a presencia de la zarina, que le gritó: -¡Ve, viejo tonto; ve en seguida a la orilla del mar y dile al pez de oro que no quiero ser más una zarina; quiero ser la diosa de los mares, para que todos los mares y todos los peces me obedezcan! El buen viejo quiso negarse, pero su mujer lo amenazó con cortarle la cabeza si se atrevía a desobedecerla. Con el corazón oprimido se dirigió el anciano a la orilla del mar, y una vez allí, exclamó: -¡Pececito, pececito! ¡Ponte con la cola hacia el mar y con la cabeza hacia mí! Pero no apareció el pez de oro; el anciano lo llamó por segunda vez, pero tampoco vino. Lo llamó por tercera vez, y de repente se alborotó el mar, se levantaron grandes olas y el color azul del agua se obscureció hasta volverse negro. Entonces el Pez de oro se arrimó a la orilla y dijo: -¿Qué más quieres, buen viejo? El pobre anciano le contestó: -No sé qué hacer con mi mujer; está furiosa conmigo y me ha amenazado con cortarme la cabeza si no vengo a decirte que ya no le basta con ser una zarina; que quiere ser diosa de los mares, para mandar en todos los mares y gobernar a todos los peces. Esta vez el pez no respondió nada al anciano; se volvió y desapareció en las profundidades del mar. El desgraciado viejo se volvió a casa y quedó lleno de asombro. El magnífico palacio había desaparecido y en su lugar se hallaba otra vez la primitiva cabaña vieja y pequeña, en la cual estaba sentada su mujer, vestida con unas ropas pobres y remendadas. Tuvieron que volver a su vida de antes, dedicándose otra vez el viejo a la pesca, y aunque todos los días echaba su red al mar, nunca volvió a tener la suerte de pescar al maravilloso pez de oro.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El príncipe Danilo
Cuento folclórico
Érase una princesa que tenía un hijo y una hija; los dos eran sanos y guapísimos. Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar a los niños, y al despedirse, dijo: -Querida amiga mía: he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu hijo, porque le traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga cuidado de no perderlo y de no casarse más que con la joven a la que el anillo se le ajuste exactamente. La princesa agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el anillo, obligándose a casarse con la joven a la cual éste se le ajustase exactamente. Así transcurrieron unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; se puso en busca de novia. Primero le gustó una, luego se enamoró de otra; pero a ninguna le venía bien el anillo; o era demasiado grande o demasiado pequeño. Viajó de una ciudad a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su prometida y volvió a casa triste y pensativo. -¿En qué estás pensando, hermanito?¿Por qué estás tan triste? -le preguntó su hermana. Éste le contó su desgracia. -Pero ¿cómo es ese anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? -exclamó la hermana-. Déjame ensayarlo. Se lo puso, y le entró tan justamente como si hubiese sido hecho de propósito para su manita. El príncipe, viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con júbilo: -¡Oh hermanita! ¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo. -¿Has perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia hermana? Dios te castigaría. Pero el príncipe no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le ordenó que se preparase para la boda. La pobre joven salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó en el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia. Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar en palacio para darles de comer. Ellos le preguntaron la causa de su desconsuelo y la joven les contó la desgracia que le ocurría. -No llores ni te entristezcas, hijita -le dijeron los ancianos-. Ve a tu habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones del cuarto, y cuando tu hermano te llame para que vayas con él a la iglesia contéstale así: «Voy en seguida; pero no te muevas.» Los ancianos se marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó: -¡Voy en seguida, hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos! Y las muñecas, sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron a coro: -¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana! La tierra empezó a abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco. El príncipe llamó por segunda vez: -¡Hermana, vamos a casarnos! -¡En seguida, hermanito! Estoy atándome la faja. Las muñecas cantaron otra vez: -¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana! La joven seguía hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó por tercera vez: -¡Hermana, vamos a casarnos! -En seguida, hermanito. Estoy poniéndome los pendientes. Las muñecas siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las profundidades de la tierra. El príncipe llamó aún con más insistencia; pero viendo que no le contestaban se enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con estrépito, y entrando en la habitación vio que su hermana había desaparecido. En los cuatro rincones del cuarto estaban sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando: -¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana! Entonces Danilo, cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al horno. Entretanto, la joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una cabaña, puesta sobre patas de gallina, que giraba continuamente. -¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la entrada hacia mí! -exclamó la joven. La cabaña se paró y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una joven hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos admirables en una preciosa toalla. Al ver a la inesperada visitante la acogió cariñosamente y luego le dijo suspirando: -¿Por qué has venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible bruja Baba-Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no está en casa, pero cuando venga ¡pobre de ti! La joven princesa se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando entre sí mientras trabajaban. De repente oyeron un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba-Yaga que volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven princesa en una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en un rincón. Apenas había tenido tiempo de acabar estas operaciones cuando la bruja apareció en la puerta. -¡Qué asco! -exclamó husmeando el aire-. ¡Aquí huele a carne humana! -Nada de extraño tiene, abuelita -le contestó la joven bordadora-. Hace poco pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua. -¿Por qué no los has invitado a quedarse aquí? -Es que eran ya viejos, abuela; no estaban para tus dientes. -Bueno; pero en adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y no dejar que ninguno se marche -dijo Baba-Yaga, y se marchó al bosque. Las jóvenes se volvieron a sentar a bordar en la toalla, charlando y riendo. De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su llegada, que la joven princesa apenas tuvo tiempo de esconderse en la escoba. Baba-Yaga husmeó el aire de la cabaña y exclamó: -Me parece percibir olor de carne humana. -Sí, abuela. Han entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron. La bruja, que tenía mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue gruñendo. La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar la toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de la bruja, huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir nada porque, de repente, Baba-Yaga apareció delante de ellas, sorprendiéndolas de improviso. -¡Qué asco! Huele a carne humana -exclamó furiosa. -Pues, abuelita, aquí te están esperando. La joven princesa levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba-Yaga, con sus piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa, se quedó como petrificada. -¿Por qué no trabajan? -gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y encender el horno. Ellas trajeron leña de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto estuvo ardiendo. Entonces la bruja, cogiendo una gran pala, dijo a la joven princesa. -Siéntate, hermosa, en la pala. La joven se sentó y la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa puso un pie en la boca y el otro en la estufa. -¿Cómo es eso, joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como es menester! La princesa se sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La bruja se enfadó, la hizo bajar de la pala, gritándole: -¿Estás divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta; mira cómo me siento yo. Se sentó en la paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala, la metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta atrancándola con unos troncos, taparon bien todas las junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña, llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine. Corrieron, corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las perseguía silbando: -¡Hola!¡Ahora no se escaparán! Tiraron el cepillo y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó con sus uñas, hizo una veredita y echó a correr tras las fugitivas. ¿Dónde esconderse? Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y espesísimo; ni siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló sus dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con sus raíces, lanzándolos por todas partes; pronto se abrió un camino y continuó la persecución. Ya estaba cerca, muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro y se formó un mar de fuego ancho y profundo. La bruja subió por el aire intentando volar por encima; pero cayó en el fuego y pereció. Las dos jóvenes, viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se sentaron en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor del príncipe las vio y anunció a su señor que en su jardín había dos jóvenes de belleza incomparable. -Una de ellas -le dijo- debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es imposible saber cuál de las dos es. El príncipe las invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que una de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si ella misma no lo decía? -Escúchame -dijo el servidor al príncipe-. Coge la vejiga de un cordero, llénala de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un malhechor, simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana te vea derramando sangre, en seguida se dará a conocer. Danilo aceptó este recurso y así lo hicieron. Cuando el criado dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando y exclamando: -¡Oh, hermano mío querido! Danilo se puso en pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un noble honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su hermana, y viendo que le servía perfectamente, se casó con ella y todos vivieron felices y contentos. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El Rey del Frío
Cuento folclórico
Érase que se era un viejo que vivía con su mujer, también anciana, y con sus tres hijas, la mayor de las cuales era hijastra de aquélla. Como sucede casi siempre, la madrastra no dejaba nunca en paz a la pobre muchacha y la regañaba constantemente por cualquier pretexto. -¡Qué perezosa y sucia eres! ¿Dónde pusiste la escoba? ¿Qué has hecho de la badila? ¡Qué sucio está este suelo! Y, sin embargo, Marfutka podía servir muy bien de modelo, pues, además de linda, era muy trabajadora y modesta. Se levantaba al amanecer, iba en busca de leña y de agua, encendía la lumbre, barría, daba de comer al ganado y se esforzaba en agradar a su madrastra, soportando pacientemente cuantos reproches, siempre injustos, le hacía. Sólo cuando ya no podía más se sentaba en un rincón, donde se consolaba llorando. Sus hermanas, con el ejemplo que recibían de su madre, le dirigían frecuentes insultos y la mortificaban grandemente; acostumbraban a levantarse tarde, se lavaban con el agua que Marfutka había preparado para sí y se secaban con su toalla limpia. Después de haber comido es cuando solían ponerse a trabajar. El viejo se compadecía de su hija mayor, pero no sabía cómo intervenir en su favor, pues su mujer, que era la que mandaba en aquella casa, no le permitía nunca dar su opinión. Las hijas fueron creciendo, llegaron a la edad de buscarles marido, y los ancianos calculaban el modo de casarlas lo mejor posible. El padre deseaba que las tres tuviesen acierto en la elección; pero la madre sólo pensaba en sus dos hijas y no en la hijastra. Un día se le ocurrió una idea perversa, y dijo a su marido: -Oye, viejo, ya es hora de que casemos a Marfutka, pues pienso que mientras ella no se case tal vez suceda que las niñas pierdan un buen partido; así es que nos tenemos que deshacer de ella casándola lo antes posible. -¡Bien! -dijo el marido, echándose sobre la estufa. Entonces la vieja continuó: -Yo ya le tengo elegido un novio; así es que mañana te levantarás al amanecer, engancharás el caballo al trineo y partirás con Marfutka; pero no te diré dónde debes ir hasta que llegue el momento de marchar. Luego, dirigiéndose a su hijastra, le habló así: -Y tú, hijita querida, meterás todas tus cosas en tu baulito y te vestirás con tus mejores galas, pues tienes que acompañar a tu padre a una visita. Al día siguiente Marfutka se levantó al amanecer, se lavó cuidadosamente, recitó sus oraciones, saludó al padre y a la madre, puso lo poco que tenía en el pequeño baúl y se engalanó con su mejor vestido. Resultaba una novia hermosísima. El viejo, cuando hubo enganchado el caballo al trineo, lo puso ante la puerta de la cabaña y dijo: -Ya está todo listo; y tú, Marfutka, ¿estás también preparada? -Sí, estoy pronta, padre mío. -Bien -dijo la madrastra-; ahora es preciso que coman. El anciano padre, lleno de asombro, pensó: «¿Por qué se sentirá hoy tan generosa la vieja?» Cuando terminaba la colación, dijo la esposa al asombrado viejo y a su hijastra: -Te he desposado, Marfutka, con el Rey del Frío. No es un novio joven ni apuesto, pero es, en cambio, riquísimo, y ¿qué más puedes desear? Con el tiempo llegarás a quererlo. El anciano dejó caer la cuchara, que aún tenía en la mano, y con los ojos llenos de espanto miró suplicante a su mujer. -Por Dios, mujer -lo dijo-. ¿Perdiste el juicio? -No sirve ya que protestes; ¡está decidido, y basta! ¿No es acaso un novio rico? Pues entonces, ¿de qué quejarse? Todos los abetos, pinos y abedules los tiene cubiertos de plata. No tendrán que andar mucho; irán directamente hasta la primera bifurcación del camino, luego tirarán hacia la derecha, entrarán en el bosque, y cuando hayan corrido unas cuantas leguas verán un pino altísimo y allí quedará depositada Marfutka. Fíjate bien en el sitio que te digo para no olvidarlo, pues mañana volverás para hacerle una visita a la recién casada. ¡Ánimo, pues! Es preciso que no pierdan tiempo. Era un invierno crudísimo el de aquel año; cubrían la tierra enormes montones de nieve helada y los pájaros caían muertos de frío cuando intentaban volar. El desesperado viejo abandonó el banco en que estaba sentado, acomodó en el trineo el equipaje de su hija, mandando a ésta que se abrigara bien con la pelliza, y al fin se pusieron los dos en camino. Cuando llegaron al bosque se internaron en él. Era un bosque frondoso, y tan espeso que parecía infranqueable. Al llegar bajo el altísimo pino hicieron alto, y el viejo dijo a su hija: -Baja, hija mía. Marfutka lo obedeció y su padre descargó del trineo el baulito, que puso al pie del árbol. Hizo que su hija se sentara sobre él y dijo: -Espera aquí a tu prometido y acógelo cariñosamente. Se despidieron y el padre volvió a tomar el camino de su casa. La pobre niña, al quedar sola al pie del altísimo pino, sentada sobre su baúl, sintió gran tristeza. Al poco rato empezó a tiritar, pues hacía un frío intensísimo que la iba invadiendo poco a poco. De pronto oyó allá a lo lejos al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro. Por fin llegó hasta el pino altísimo, y al descubrir a Marfutka le dijo: -Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa? -No, no tengo frío, abuelito -contestó la infeliz muchacha, mientras daba diente con diente. El Rey del Frío fue descendiendo, haciendo gemir al pino más y más, y ya muy cerca de Marfutka volvió a preguntarle: -Doncellita, ¿tienes frío? ¿Tienes frío, hermosa? Y la pobrecita niña no le pudo responder porque ya empezaba a quedarse helada. Entonces el rey sintió gran compasión por ella y la arropó bien con abrigos de pieles y le prodigó mil caricias. Luego le regaló un cofrecillo en el que había mil prendas lujosas y de valor, un capote forrado de raso y muchísimas piedras preciosas. -Me conmoviste, niña, con tu docilidad y paciencia. La perversa madrastra se levantó con el alba y se puso a freír buñuelos para celebrar la muerte de Marfutka. -Ahora -dijo a su marido- vete a felicitar a los recién casados. El viejo, pacientemente, enganchó el caballo al trineo y se marchó. Cuando llegó al pie del pino no daba crédito a sus ojos: Marfutka estaba sentada sobre el baúl, como la dejó la víspera, sólo que muy contenta y abrigada con un precioso abrigo de pieles; adornaba sus orejas con magníficos pendientes y a su lado se veía un soberbio cofre de plata repujada. Cargó el viejo todo este tesoro en el trineo, hizo subir en él a su hija y, sentándose a su vez, arreó al caballo camino de su cabaña. Mientras tanto, la vieja, que seguía su tarea de freír buñuelos, sintió que el Perrillo ladraba debajo del banco: -¡Guau! ¡Guau! Marfutka viene cargada de tesoros. Se incomodó la vieja al oírlo, y la rabia le hizo coger un leño, que tiró al can. -¡Mientes, maldito! El viejo trae solamente los huesecitos de Marfutka. Al fin se sintió llegar al trineo y la vieja se apresuró a salir a la puerta. Quedó asombrada. Marfutka venía más hermosa que nunca, sentada junto a su padre y ataviada ricamente. Junto a sí traía el cofre de plata que encerraba los regalos del Rey del Frío. La madrastra disimuló su rabia, acogiendo con muestras de alegría y cariño a la muchacha, y la invitó a entrar en la cabaña, haciéndola sentar en el sitio de honor, debajo de las imágenes. Sus dos hermanas sintieron gran envidia al ver los ricos presentes que le había hecho el Rey del Frío, y pidieron a su madre que las llevara al bosque para hacer una visita a tan espléndido señor. -También nos regalará a nosotras -dijeron-, pues somos tan hermosas o más que Marfutka. A la siguiente mañana la madre dio de comer a sus hijas, hizo que se vistieran con sus mejores vestidos y preparó todas las cosas necesarias para el viaje. Se despidieron ellas de su madre y, acompañadas del viejo, partieron hacia el mismo sitio donde quedara la víspera su hermana mayor. Y allí, bajo el pino altísimo, las dejó su padre. Sentáronse las dos jóvenes una junto a otra, decididas a esperar y entretenidas en calcular las enormes riquezas del Rey del Frío. Llevaban bonísimos abrigos; pero, no obstante, empezaron a sentir mucho frío. -¿Dónde se habrá metido ese rey? -dijo una de ellas-. Si continuamos así mucho rato llegaremos a helarnos. -¿Y qué vamos a hacer? -dijo la otra-. ¿Te figuras tú que novios del rango del Rey del Frío se apresuran por ir a ver a sus prometidas? Y a propósito: ¿a quién crees tú que elegirá, a ti o a mí? -Desde luego creo que a mí, porque soy la mayor. -No, te engañas; me escogerá a mí. -¡Serás tonta! Se enzarzaron de palabras y concluyeron por reñir seriamente. Y riñeron, riñeron, hasta que de repente oyeron al Rey del Frío, que hacía gemir al bosque saltando de un abeto a otro. Enmudecieron las jóvenes y sintieron al fin sobre el pino altísimo a su presunto prometido, que les decía: -Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? -¡Oh, sí, abuelo! Sentimos demasiado frío. ¡Un frío enorme! Esperándote, casi nos hemos quedado heladas. ¿Dónde te metiste para no llegar hasta ahora? Descendió un tanto el Rey del Frío, haciendo gemir más y más al pino, y volvió a preguntarles: -Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? -¡Vete allá, viejo estúpido! Nos tienes medio heladas y todavía nos preguntas si tenemos frío. ¡Vaya! ¡Mira que venir encima con burlas! Danos de una vez los regalos o nos marcharemos inmediatamente de aquí. Bajó entonces el Rey del Frío hasta el mismo suelo e insistió en la pregunta: -Doncellitas, doncellitas, ¿tienen frío? ¿Tienen frío, hermosas? Sintieron tal ira las hijas de la vieja, que ni siquiera se dignaron contestarle, y entonces el rey sintió también enojo y las aventó de tal modo que las jóvenes quedaron yertas en la misma actitud violenta que tenían; y todavía el Rey del Frío esparció sobre ellas gran cantidad de escarcha, alejándose por fin del bosque, saltando de un abeto a otro y haciendo gemir las ramas de los árboles bajo su agudo soplo… Al día siguiente dijo la mujer a su esposo: -¡Anda, hombre! Engancha de una vez el trineo, pon gran cantidad de heno y lleva contigo la mejor manta, pues con seguridad que mis hijitas tendrán mucho frío. ¿No ves el tiempo que está haciendo? ¡Anda! ¡Ve de prisa! El anciano hizo todo lo que le decía su mujer y marchó en busca de las hijas. Al llegar al sitio del bosque donde quedaron las doncellas levantó las manos al cielo con gesto desesperado y lleno de estupor; sus dos hijas estaban muertas, sentadas al pie del altísimo pino. Fue preciso levantarlas para depositarlas en el trineo y dirigirse a casa. Entretanto la vieja preparaba una comida suculenta para regalar a sus hijas; pero el Perrito ladró esta vez de nuevo bajo el banco de este modo: -¡Guau! ¡Guau! Viene el viejo, pero sólo trae los huesecitos de tus hijas. La mujer, encolerizada, le tiró un leño. -¡Mientes, maldito! El viejo viene con nuestras hijas y traen además el trineo cargado de tesoros. Por fin llegó el anciano, y salió la esposa a recibirle; pero quedó como petrificada: sus dos hijas venían yertas tendidas sobre el trineo. -¿Qué hiciste, viejo idiota? -le dijo-. ¿Qué hiciste con mis hijas, con nuestras niñas adoradas? ¿Es que quieres que te golpee con el hurgón? -¡Qué quieres que le hagamos, mujer! -contestó el viejo con desesperado acento-. Todos hemos tenido la culpa: ellas, las infelices, por haber sentido envidia y deseo de riquezas; tú, por no haberlas disuadido, y yo he pecado siempre dejándote hacer cuanto te vino en gana. Ahora ya no tiene remedio. Se desesperó y lloró la mujer con lágrimas de amargura y se rebeló contra el marido; pero el tiempo mitigó penas y rencores y al final hicieron las paces. Y desde entonces fue menos despiadada con Marfutka, la que pasado algún tiempo se casó con un buen mozo, bailando los dos ancianos el día del desposorio.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El sol, la luna y el cuervo
Cuento folclórico
Érase un matrimonio ya anciano que tenía dos hijas y un hijo. Un día fue el marido al granero a buscar grano; cogió un saco, lo llenó de trigo y se lo llevó a su casa; pero no se fijó en que el saco tenía un agujero, por el que el trigo se iba saliendo y esparciéndose por el camino. Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó: -¿Dónde está el grano? Sólo veo el saco vacío. No hubo más remedio que ir a recoger del suelo el grano esparcido, y el marido, mientras trabajaba, decía gimiendo: -Si el buen Sol me calentase con sus rayos, la Luna me iluminase y el sabio Cuervo me ayudase a recoger el grano, al Sol le daría en matrimonio a mi hija mayor, al sabio Cuervo le daría mi segunda hija y a la Luna la casaría con mi hijo. Apenas acabó de decirlo cuando el Sol lo calentó, la Luna iluminó el patio y el Cuervo le ayudó a recoger los granos. El viejo volvió a casa satisfecho y dijo a su hija mayor: -Vístete con tu mejor vestido y ve a sentarte a la puerta de la casa. Su hija lo obedeció; se vistió lo mejor posible y se sentó en el escalón de la puerta. En cuanto el Sol vio a la hermosa joven se la llevó a su casa. Luego, el padre ordenó lo mismo a su segunda hija, la que se puso su mejor traje y se dirigió al patio; aún no había pisado el umbral de la puerta cuando apareció el Cuervo, la cogió con sus garras y se la llevó a su reino. Le llegó el turno al hijo, a quien el padre dijo: -Ponte tu mejor vestido y sal a la puerta. Entonces la Luna, al ver al muchacho, se enamoró de él y se lo llevó a su palacio. Pasado algún tiempo, el padre sintió deseos de ver a sus hijos y para sus adentros se dijo: «Me gustaría visitar a mis yernos y a mi nuera.» Y sin pensarlo más se dirigió a casa del Sol. Andando, andando, al fin llegó. -¡Hola, suegro mío! ¿Cómo te va? ¿Quieres que te convide? -dijo el Sol. Y sin esperar la respuesta ordenó a su mujer que hiciese buñuelos. Cuando la masa estaba ya a punto se sentó en el suelo en medio de la habitación, su mujer le puso la sartén sobre la cabeza y en un abrir y cerrar de ojos se frieron los buñuelos. Regalaron con ellos al padre, quien después de descansar un poco se despidió de su yerno y de su hija. Una vez en su casa pidió a su mujer que hiciese buñuelos; ella quiso encender la lumbre, pero su marido la detuvo, gritando: -¡No hace falta! Y se sentó en el suelo diciendo que le pusiera sobre la cabeza la sartén con los buñuelos. -¿Qué dices, hombre? ¡Tú te has vuelto loco! -exclamó la mujer. -¡Tú qué sabes de esto! -le contestó el marido-. Tú ponlos y verás cómo se fríen. La mujer hizo lo que le mandaba; pero después de pasado un buen rato con la sartén sobre la cabeza los buñuelos no se frieron, sino que se agriaron. -¡Ya ves qué estúpido eres! -le gritó enfadada la mujer. Después de permanecer algunos días en casa se dirigió a visitar a su nuera la Luna. Al cabo de andar mucho tiempo, llegó cuando era medianoche; la Luna le preguntó: -¿A qué quieres que te convide? -A nada -contestó él-. No tengo ganas de comer, estoy muy cansado. Entonces la Luna, para que descansase, le propuso que tomase un baño caliente; pero él le contestó: -No, porque como es de noche no se verá nada en el baño. -¡Oh, por eso no te apures! -contestó la Luna-; yo te proporcionaré luz. Cuando el baño estaba ya caliente, el buen viejo fue a bañarse, y la Luna, descubriendo un agujero en la puerta, metió por él un dedo e iluminó toda la habitación. El buen hombre salió del baño muy satisfecho, y después de pasar unos cuantos días en casa de la Luna se despidió de sus hijos y se puso en camino. Una vez en su casa aguardó la llegada de la noche y mandó a su mujer que calentase el baño. Cuando estaba ya caliente, la invitó a que se bañase. -No iré -dijo la mujer-. ¿No ves, tonto, que el cuarto del baño está oscuro como boca de un lobo? -Tú báñate, que yo te procuraré luz. Obedeció la mujer y se dirigió al baño, mientras que el viejo, acordándose de lo que había hecho la Luna, se fue tras ella, con un hacha hizo un agujero en la puerta y metió por él un dedo. Pero no pudo iluminar el baño, y su mujer, al encontrarse en la oscuridad, lo colmaba de injurias. Por fin decidió ir a visitar a su yerno, el sabio Cuervo. Éste lo acogió con afabilidad y le preguntó: -¿A qué quieres que te convide? -No quiero comer nada -contestó el suegro-; sólo quiero dormir, pues tengo muchísimo sueño. -Pues bien, vamos a dormir -dijo el Cuervo. Y colocando una escalera para que subiera por ella el anciano, lo hizo sentarse en el palo que atravesaba la habitación, sirviendo de posadero, y lo tapó con un ala; pero el pobre viejo, al dormirse, perdió el equilibrio, cayó desde el posadero al suelo y se mató.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El soldado y la muerte
Cuento folclórico
Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo. Anduvo algún tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna. El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última. Llevaba andando un buen rato cuando se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna. El soldado sacó su última galleta y reflexionó así: «Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno se podrá ofender. Será mejor que le dé la galleta entera; yo me podré pasar sin ella.» Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó: -Dime, hijo mío, ¿qué deseas y qué necesitas? -Dios te bendiga -le contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme? -No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda recompensarte por tu buen corazón. -No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo. El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo: -Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a quien encuentres en el camino, sea persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: «Entra aquí», en seguida se meterá en ella. -Muchas gracias -le dijo el soldado. Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la baraja y la alforja y siguió su camino. Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó: -¡Ea, gansos, entren aquí! Apenas tuvo tiempo de pronunciar estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino. Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero: -Oye, toma este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo. Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a comer, bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnífico palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas. -Dime -preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué se halla abandonado? -Ya hace tiempo -le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace ya diez años que está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar, alborotar y jugar a los naipes. El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así: -¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado. Quisiera que me dieses permiso para pasar una noche en tu palacio abandonado. -¡Tú estás loco! Se han presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo. -El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contestó el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto. ¿Crees que ahora me voy a morir en una sola noche? -Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos -contestó el zar. El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado. -Bueno -dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que te espera. Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente. A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una algarabía infernal. -¡Hola, soldado! ¿Estás tú también aquí? -gritaron al ver a éste-. ¿Para qué has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros? -¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la de ustedes. En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente. -Espera, amigo -le dijeron los diablos-; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro. Mandaron a un diablejo para que les trajese los sacos de la reserva y continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, después de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto que, con el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo: -Permíteme descansar un ratito. -¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro! El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando. Los diablos, a quienes no agradaba separarse de su dinero, derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro: -Despedácenlo, despedácenlo. Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó: -¿Saben qué es esto? -Una alforja -le contestaron los diablos. -¡Pues entren todos aquí! Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos a otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió profundamente sin despertar hasta la mañana. Muy temprano, el zar dijo a sus servidores: -Vayan a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recojan sus huesos. Los servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa. -¡Hola, amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos? -¡Valientes personajes son esos diablos! ¡Miren cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes! Los servidores del zar se quedaron asombrados y no se atrevían a creer lo que veían sus ojos. -Se han quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el soldado-. Envíenme pronto dos herreros y díganles que traigan con ellos el yunque y los martillos. Cuando llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el soldado: -Descuelguen esa alforja de la pared y den buenos golpes sobre ella. Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos: -¡Dios mío, cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos! Y éstos exclamaron desde dentro: -Somos nosotros, queridos amigos. Colocaron el yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas: -¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la redonda! El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los demás. Cuando anunciaron al zar las hazañas del soldado, lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia: los bolsillos rebosando dinero, el respeto y consideración de toda la gente, que cuando se lo encontraban le hacían reverencias respetuosas, y el cariño de su zar. Se puso tan contento que quiso casarse. Buscó novia, celebraron la boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su matrimonio. Poco tiempo después se puso enfermo el niño y nadie lograba curarlo. Cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría. Entonces el soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y le preguntó: -¿Estás vivo, Diablo? -Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas, señor mío? -Se ha puesto enfermo mi hijo y no sé qué hacer con él. Quizá tú sepas cómo curarlo. -Sí sé. Pero ante todo déjame salir de la alforja. -¿Y si me engañas y te escapas? El diablo cojo le juró que ni siquiera un momento había tenido esa idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero. El diablo, recobrando su libertad, sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al padre: -Ven aquí, amigo, mira el agua. El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó: -¿Qué ves? -Veo la Muerte. -¿Dónde se halla? -A los pies de mi hijo. -Está bien. Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la cabecera, se hubiese muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía al enfermo. El soldado roció al niño con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad. -Gracias -dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando sólo el vaso. Desde aquel día se hizo curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con la mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál viviría. Así transcurrieron unos cuantos años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron al soldado, y éste, llenando el vaso con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del enfermo. -¡Majestad! -le dijo el soldado-. Nadie podrá devolverte la salud. Sólo te quedan tres horas de vida. Al oír estas palabras el zar se encolerizó y gritó con rabia: -¿Cómo? Tú que has curado a mis boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mí, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré orden para que te ejecuten una hora después de mi muerte. El soldado se encontró perplejo ante este problema y se puso a suplicar a la Muerte, diciendo: -Dale al zar la vida y toma en cambio la mía, porque si de todos modos he de perecer, prefiero morir por tu mano a ser ejecutado por la del verdugo. Miró otra vez en el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar. El soldado roció al enfermo, y éste en seguida recobró la salud y se levantó de la cama. -Oye, Muerte -dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para despedirme de mi mujer y de mi hijo. -Está bien -contestó la Muerte. El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole: -Despídete pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida. El soldado extendió un brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó: -¿Qué es esto? La Muerto le contestó: -Una alforja. -Es verdad; pues entra aquí. Y la Muerte en un instante se encontró metida en la alforja. El soldado sintió tan grande alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la cima de un álamo y se volvió contento a su casa. Desde entonces ya no se moría la gente. Nacían y nacían, pero ninguno se moría. Así transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo. Una vez que paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del viento. -¡Dios de mi alma, qué vieja eres! -exclamó el soldado-. ¡Ya es tiempo de que te mueras! -Sí, hijo mío -le contestó la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en este mundo por tu causa. El soldado se quedó pensativo: «Se ve que es necesario libertar a la Muerte aunque me mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran pecador!» Se despidió de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie. Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada en lo alto del árbol, balanceada por el viento. -Oye, Muerte, ¿estás viva? -preguntó el soldado. La Muerte le contestó con una voz apenas perceptible: -Estoy viva, amigo. El soldado descolgó la alforja, la desató y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero la Muerte, sin hacerle caso, echó a correr y en un instante desapareció. El soldado volvió a su casa y siguió viviendo muchos años, gozando de la mayor felicidad. Todos creían que ya no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El zarevich cabrito
Cuento folclórico
Eran un zar y una zarina que tenían un hijo y una hija. El hijo se llamaba Ivanuchka y la hija Alenuchka. Cuando el zar y la zarina murieron, los hijos, como no tenían ningún pariente, se quedaron solos y decidieron irse a recorrer el mundo. Se pusieron en camino y anduvieron hasta que el sol subió en el cielo a su mayor altura y sus rayos los quemaban implacablemente, haciéndolos ahogarse de calor sin ver a su alrededor vivienda alguna que les sirviera de refugio, ni árbol a la sombra del cual pudieran acogerse. En la extensa llanura percibieron un estanque, al lado del cual pastaba un rebaño de vacas. -Tengo sed -dijo Ivanuchka. -No bebas, hermanito, porque si bebes te transformarás en un ternero -le advirtió Alenuchka. Ivanuchka obedeció y ambos siguieron su camino. Anduvieron un buen rato y llegaron a un río, a la orilla del cual pacía una manada de caballos. -¡Oh, hermanita! ¡Si supieras qué sed tengo! -dijo otra vez Ivanuchka. -No bebas, hermanito, porque te transformarás en un potro. Ivanuchka obedeció y continuaron andando; después de andar mucho tiempo vieron un lago, al lado del cual pacía un rebaño de ovejas. -¡Oh, hermanita! ¡Quiero beber! -No bebas, Ivanuchka, que te transformarás en un corderito. Obedeció el niño otra vez; siguieron adelante y llegaron a un arroyo, junto al cual los pastores vigilaban a una piara de cerdos. -¡Oh, hermanita! ¡Ya no puedo más, tengo una sed abrasadora! -exclamó Ivanuchka. -No bebas, hermanito, porque te transformarás en un lechoncito. Otra vez obedeció Ivanuchka, y ambos siguieron adelante. Anduvieron, anduvieron; el sol estaba todavía alto en el cielo y quemaba como antes; el sudor les corría por todo el cuerpo y todavía no habían podido encontrar ninguna vivienda. Al fin vieron un rebaño de cabras que pacía cerca de una laguna. -¡Oh, hermanita! ¡Ahora sí que beberé! -¡Por Dios, hermanito, no bebas, porque te transformarás en un cabrito! Pero esta vez Ivanuchka no pudo soportar más la sed y, sin hacer caso del aviso de su hermana, bebió agua de la laguna y en seguida se transformó en un Cabrito que daba saltos y brincos delante de su hermana y balaba: -¡Beee! ¡beee!, ¡beee! La desconsolada Alenuchka le ató al cuello un cordón de seda y se lo llevó consigo llorando amargamente. Un día, el Cabrito, que iba suelto y corría y saltaba alrededor de su hermana, penetró en el jardín del palacio de un zar. La servidumbre los vio y uno de los criados anunció al zar: -Majestad, en el jardín de tu palacio hay una joven que lleva un cabrito atado con un cordón de seda; es tan hermosa que no se puede describir su belleza. El zar ordenó que se enterasen de quién era tal joven. Los servidores le preguntaron quién era y de dónde venía, y ella les contó su historia, diciéndoles: -Mi hermano era zarevich* y yo zarevna. Al morir nuestros padres y quedar huérfanos nos fuimos de casa para conocer el mundo, y el zarevich, no pudiendo soportar la sed que tenía, bebió agua de una laguna encantada y se transformó en un cabrito. Los servidores refirieron al zar todo lo que habían oído y éste hizo llamar a Alenuchka, para enterarse detalladamente de su vida. El zar quedó tan encantado de Alenuchka que quiso casarse con ella, y al poco tiempo celebraron la boda, y vivían felices y contentos. El Cabrito, que estaba siempre con ellos, paseaba durante el día por el jardín, por la noche dormía en una habitación de palacio y para comer se sentaba a la mesa con el zar y la zarina. Llegó un día en que el zar se fue de caza, y mientras tanto, una hechicera, por medio de sus artes de magia, hizo enfermar a la zarina, y la pobre Alenuchka adelgazó y se puso pálida como la cera. En el palacio y en el jardín todo tomó un aspecto triste; las flores se marchitaron, las hojas de los árboles se secaron y las hierbas se agostaron. El zar, al volver de caza y ver a su mujer tan cambiada, le preguntó: -¿Qué te pasa? ¿Estás enferma? -Sí; no estoy bien -contestó ella. Al día siguiente el zar se fue otra vez de caza mientras que Alenuchka guardaba cama. Vino a verla la hechicera y le dijo: -¿Quieres curarte? Pues ve a la orilla del mar y bebe su agua al amanecer y al anochecer durante siete días. La zarina hizo caso del consejo, y al llegar el crepúsculo se dirigió a la orilla del mar, donde aguardaba ya la hechicera, la cual la cogió, le ató al cuello una piedra y la echó al mar; Alenuchka se sumergió en seguida. El Cabrito, presintiendo la desdicha, corrió hacia el mar, y al ver desaparecer a su hermana prorrumpió en un llanto amarguísimo. Entretanto, la hechicera se vistió como la zarina, se presentó en palacio y empezó a gobernar. Llegó el zar de caza y, sin notar el engaño, se alegró mucho al ver que la zarina había recobrado la salud. Sirvieron la cena y se pusieron a cenar. -¿Dónde está el Cabrito? -preguntó el zar. -Estamos mejor sin él -contestó la hechicera-; he ordenado que no lo dejen entrar, porque me molesta su olor a cabrío. Al día siguiente, apenas el zar se fue de caza, la hechicera se puso a pegar al pobre Cabrito, y mientras lo apaleaba, le decía: -¡Aguarda, que en cuanto vuelva el zar le pediré que te maten! Apenas el zar regresó, la hechicera empezó a convencerlo a fuerza de súplicas: -¡Da orden de que maten al Cabrito! Me ha fastidiado de tal modo que no quiero verlo más. Al zar le dio lástima, pero no pudo defenderlo porque la zarina le suplicaba con tanta tenacidad que no tuvo más remedio que consentir que lo matasen. Pocas horas después, el Cabrito, viendo que ya estaban afilando los cuchillos para cortarle la cabeza, corrió al zar y le rogó: -¡Señor! Permíteme ir a la orilla del mar para beber allí agua y limpiar mis entrañas. El zar le dio permiso y el Cabrito corrió a toda prisa hacia el mar. Se paró en la orilla y exclamó con voz lastimera: -¡Alenuchka, hermanita mía, sal a la orilla! ¡Han encendido ya las hogueras, las calderas están llenas de agua hirviente, están afilando los cuchillos de acero para matarme! ¡Pobre de mí! Alenuchka le contestó: -¡Ivanuchka, hermanito mío, la piedra que está atada a mi cuello pesa demasiado; las algas sedosas se enredaron a mis pies; la arena amarilla se amontonó sobre mi pecho; la feroz serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón. El pobre Cabrito se echó a llorar y se volvió a palacio. A mediodía vino otra vez a pedir permiso al zar, diciéndole: -¡Señor! Permíteme ir a la orilla del mar para beber agua y limpiar mis entrañas. El zar volvió a darle permiso y el Cabrito corrió a todo correr hacia el mar, se paró en la orilla y exclamó: -¡Alenuchka, hermanita mía, sal a la orilla! ¡Han encendido ya las hogueras, las calderas están llenas de agua hirviente, están afilando los cuchillos de acero para matarme! ¡Pobre de mí! Alenuchka le contestó: -¡Ivanuchka, hermanito mío, la piedra que está atada a mi cuello pesa demasiado; las algas sedosas se enredaron a mis pies; la arena amarilla se amontonó sobre mi pecho; la feroz serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón! El pobre Cabrito se echó a llorar y volvió otra vez a palacio. Entonces el zar pensó: «¿Por qué el Cabrito quiere ir siempre a la orilla del mar?» Y cuando vino por tercera vez a pedirle permiso diciéndole: «¡Señor! Déjeme ir a la orilla del mar para beber agua y lavar mis entrañas», lo dejó ir y se fue tras él. Llegados a la orilla, oyó al Cabrito que llamaba a su hermana. -¡Alenuchka, hermanita mía, sal a la orilla! ¡Han encendido ya las hogueras, las calderas están llenas de agua hirviente, están afilando los cuchillos de acero para matarme! ¡Pobre de mí! Alenuchka le contestó: -¡Ivanuchka, hermanito mío, la piedra que está atada a mi cuello pesa demasiado; las algas sedosas se enredaron a mis pies; la arena amarilla se amontonó sobre mi pecho; la feroz serpiente ha chupado toda la sangre de mi corazón! Pero el Cabrito empezó a suplicar, llamándola con voz ternísima, y entonces Alenuchka, haciendo un gran esfuerzo, subió de las profundidades del mar y apareció en la superficie. El zar la cogió, desató la piedra que tenía atada al cuello, la sacó a la orilla y le preguntó lleno de asombro: -¿Cómo te ha sucedido tal desgracia? Ella le contó todo, el zar se alegró muchísimo y el Cabrito también, manifestando su alegría con grandes saltos. Los árboles del jardín de palacio reverdecieron, las plantas florecieron y todo alrededor de palacio se llenó de risa y júbilo. En cuanto a la hechicera, el zar dio orden de ejecutarla. En el centro del patio encendieron una gran hoguera y en ella quemaron a la bruja. Después de haber hecho justicia, el zar, su mujer y el Cabrito vivieron felices y en paz, aumentando sus bienes y sin separarse nunca. FIN * Zarevich: Primogénito del zar.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
El zarevich Iván y el lobo gris
Cuento folclórico
Una vez, en tiempos remotos, vivía en su retiro el zar Vislav con sus tres hijos los zareviches Demetrio, Basilio e Iván. Poseía un espléndido jardín en el que había un manzano que daba frutos de oro. El zar lo quería tanto como a las niñas de sus ojos y lo cuidaba con gran esmero. Llegó un día en que se notó la falta de varias manzanas de oro, y el zar se desconsoló tanto, que llegó a enflaquecer de tristeza. Los zareviches, sus hijos, al verlo así se llegaron a él y le dijeron: -Permítenos, padre y señor, que, alternando, montemos una guardia cerca de tu manzano predilecto. -Mucho se lo agradezco, queridos hijos -les contestó-, y al que logre coger al ladrón y me lo traiga vivo le daré como recompensa la mitad de mi reino y a mi muerte será mi único heredero. La primera noche le tocó hacer la guardia al zarevich Demetrio, quien apenas se sentó al pie del manzano se quedó profundamente dormido. Por la mañana, cuando despertó, vio que en el árbol faltaban aún más manzanas. La segunda noche le tocó el turno al zarevich Basilio y le ocurrió lo mismo, pues lo invadió un sueño tan profundo como a su hermano. Al fin le llegó la vez al zarevich Iván. No bien acababa de sentarse al pie del manzano cuando sintió un gran deseo de dormir; se le cerraban los ojos y daba grandes cabezadas. Entonces, haciendo un esfuerzo, se puso en pie, se apoyó en el arco y quedó así en guardia esperando. A medianoche se iluminó de súbito el jardín y apareció, no se sabe por dónde, el Pájaro de Fuego, que se puso a picotear las manzanas de oro. Iván zarevich tendió su arco y lanzó una flecha contra él; pero sólo logró hacerle perder una pluma y el pájaro pudo escapar. Al amanecer, cuando el zar se despertó, Iván Zarevich le contó quién hacía desaparecer las manzanas de oro y le entregó al mismo tiempo la pluma. El zar dio las gracias a su hijo menor y elogió su valentía; pero los hermanos mayores sintieron envidia y dijeron a su padre: -No creemos, padre, que sea una gran proeza arrancar a un pájaro una de sus plumas. Nosotros iremos en busca del Pájaro de Fuego y te lo traeremos. Reflexionó el zar unos instantes y al fin consintió en ello. Los zareviches Demetrio y Basilio hicieron sus preparativos para el viaje, y una vez terminados se pusieron en camino. Iván Zarevich pidió también permiso a su padre para que lo dejase marchar, y aunque el zar quiso disuadirlo, tuvo que ceder al fin a sus ruegos y lo dejó partir. Iván Zarevich, después de atravesar extensas llanuras y altas montañas, se encontró en un sitio del que partían tres caminos y donde había un poste con la siguiente inscripción: «Aquel que tome el camino de enfrente no llevará a cabo su empresa, porque perderá el tiempo en diversiones; el que tome el de la derecha conservará la vida, si bien perderá su caballo, y el que siga el de la izquierda, morirá.» Iván Zarevich reflexionó un rato y tomó al fin el camino de la derecha. Y siguió adelante un día tras otro, hasta que de pronto se presentó ante él en el camino un lobo gris que se abalanzó al caballo y lo despedazó. Iván continuó su camino a pie y siguió andando, andando, hasta que sintió gran cansancio y se detuvo para tomar aliento y reposar un poco; pero lo invadió una gran pena y rompió en amargo llanto. Entonces se le apareció de nuevo el Lobo Gris, que le dijo: -Siento, Iván Zarevich, haberte privado de tu caballo; por lo tanto, móntate sobre mí y dime dónde quieres que te lleve. Iván Zarevich se montó sobre él, y apenas nombró al Pájaro de Fuego, el Lobo Gris echó a correr tan rápido como el viento. Al llegar ante un fuerte muro de piedra, se paró y le dijo a Iván: -Escala este muro, que rodea un jardín en que está el Pájaro de Fuego encerrado en su jaula de oro. Coge el pájaro, pero guárdate bien de tocar la jaula. Iván Zarevich franqueó el muro y se encontró en medio del jardín. Sacó al pájaro de la jaula y se disponía a salir, cuando pensó que no le sería fácil el llevarlo sin jaula. Decidió, pues, cogerla, y apenas la hubo tocado cuando sonaron mil campanillas que pendían de infinidad de cuerdecitas tendidas en la jaula. Se despertaron los guardianes y cogieron a Iván Zarevich, llevándolo ante el zar Dolmat, el cual le dijo enfadado: -¿Quién eres? ¿De qué país provienes? ¿Cómo te llamas? Le contó Iván toda su historia, y el zar le dijo: -¿Te parece digna del hijo de un zar la acción que acabas de realizar? Si hubieses venido a mí directamente y me hubieses pedido el Pájaro de Fuego, yo te lo habría dado de buen grado; pero ahora tendrás que ir a mil leguas de aquí y traerme el Caballo de las Crines de Oro, que pertenece al zar Afrón. Si consigues esto, te entregaré el Pájaro de Fuego, y si no, no te lo daré. Volvió Iván Zarevich junto al Lobo Gris que, al verle, le dijo: -¡Ay, Iván! ¿Por qué no hiciste caso de lo que te dije? ¿Qué haremos ahora? -He prometido al zar Dolmat que le traeré el Caballo de las Crines de Oro -le contestó Iván-, y tengo que cumplirlo, porque si no, no me dará el Pájaro de Fuego. -Bien; pues móntate otra vez sobre mí y vamos allá. Y más rápido que el viento se lanzó el Lobo Gris, llevando sobre sus lomos a Iván. Por la noche se hallaba ante la caballeriza del zar Afrón y otra vez habló el Lobo a nuestro héroe en esta forma: -Entra en esta cuadra; los mozos duermen profundamente; saca de ella al Caballo de las Crines de Oro; pero no vayas a coger la rienda, que también es de oro, porque si lo haces tendrás un gran disgusto. Iván Zarevich entró con gran sigilo, desató el caballo y miró la rienda, que era tan preciosa y le gustó tanto, que, sin poderse contener, alargó un poco la mano con intención tan sólo de tocarla. No bien la hubo tocado cuando empezaron a sonar todos los cascabeles y campanillas que estaban atados a las cuerdas tendidas sobre ella. Los mozos guardianes se despertaron, cogieron a Iván y lo llevaron ante el zar Afrón, que al verlo gritó: -¡Dime de qué país vienes y cuál es tu origen! Iván Zarevich contó de nuevo su historia, a la que el zar hubo de replicar: -¿Y te parece bien robar caballos siendo hijo de un zar? Si te hubieses presentado a mí, te habría regalado el Caballo de las Crines de Oro; pero ahora tendrás que ir lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, a buscar a la infanta Elena la Bella. Si consigues traérmela, te daré el caballo y también la rienda, y si no, no te lo daré. Prometió poner en práctica la voluntad del zar y salió. Al verlo el Lobo Gris le dijo: -¡Ay, Iván Zarevich! ¿Por qué me has desobedecido? -He prometido al zar Afrón -contestó Iván- que le traeré a Elena la Bella. Es preciso que cumpla mi promesa, porque si no, no conseguiré tener el caballo. -Bien; no te desanimes, que también te ayudaré en esta nueva empresa. Móntate otra vez sobre mí y te llevaré allá. Se montó de nuevo Iván sobre el Lobo, que salió disparado como una flecha. No sabemos lo que duraría este viaje, pero sí que al fin se paró el Lobo ante una verja dorada que cercaba al jardín de Elena la Bella. Al detenerse habló de este modo a Iván: -Esta vez voy a ser yo quien haga todo. Espéranos a la infanta y a mí en el prado al pie del roble verde. Iván lo obedeció y el Lobo saltó por encima de la verja, escondiéndose entre unos zarzales. Al atardecer salió Elena la Bella al jardín para dar un paseo acompañada de sus damas y doncellas, y cuando llegaron junto a los zarzales donde estaba escondido el Lobo Gris, éste les salió al encuentro, cogió a la infanta, saltó la verja y desapareció. Las damas y las doncellas pidieron socorro y mandaron a los guardianes que persiguieran al Lobo Gris. Éste llevó a la infanta junto a Iván Zarevich y le dijo: -Móntate, Iván; coge en brazos a Elena la Bella y vámonos en busca del zar Afrón. Iván, al ver a Elena, se prendó de tal modo de sus encantos que se le desgarraba el corazón al pensar que tenía que dejársela al zar Afrón, y sin poderse contener rompió en amargo llanto. -¿Por qué lloras? -le preguntó entonces el Lobo Gris. -¿Cómo no he de llorar si me he enamorado con toda mi alma de Elena y ahora es preciso que se la entregue al zar Afrón? -Pues escúchame -contestole el Lobo-. Yo me transformaré en infanta y tú me llevarás ante el zar. Cuando recibas el Caballo de las Crines de Oro, márchate inmediatamente con ella, y cuando pienses en mí, volveré a reunirme contigo. Cuando llegaron al reino del zar Afrón, el Lobo se revolcó en el suelo y quedó transformado en la infanta Elena la Bella; y mientras que el zarevich Iván se presentaba ante el zar con la fingida infanta, la verdadera se quedó en el bosque esperándolo. Se alegró grandemente el zar Afrón al verlos llegar, e inmediatamente le dio el caballo prometido, despidiéndolo con mucha cortesía. Iván Zarevich montó sobre el caballo, llevando consigo a la infanta, y se dirigió hacia el reino del zar Dolmat para que le entregase el Pájaro de Fuego. Mientras tanto el Lobo Gris seguía viviendo en el palacio del zar Afrón. Pasó un día y luego otro y un tercero, hasta que al cuarto le pidió al zar permiso para dar un paseo por el campo. Consintió el zar y salió la supuesta Elena acompañada de damas y doncellas; pero de pronto desapareció sin que las que la acompañaban pudieran decir al zar otra cosa sino que se había transformado en un lobo gris. Iván Zarevich seguía su camino con su amada, cuando sintió como una punzada en el corazón, y al mismo tiempo se dijo: -¿Dónde estará ahora mi amigo el Lobo Gris? Y en el mismo instante se le presentó éste delante diciendo: -Aquí me tienes. Siéntate, Iván, si quieres, en mi lomo. Pusiéronse los tres en marcha y, por fin, llegaron al reino de Dolmat; cerca ya del palacio, el zarevich dijo al Lobo: -Amigo mío, óyeme y hazme, si puedes, el último favor; yo quisiera que el zar Dolmat me entregase el Pájaro de Fuego sin tener necesidad de desprenderme del Caballo de las Crines de Oro, pues me gustaría mucho poderlo conservar a mi lado. Se transformó el Lobo en caballo y dijo al zarevich: -Llévame ante el zar Dolmat y recibirás el Pájaro de Fuego. Mucho se alegró el zar al ver a Iván, a quien dispensó una gran acogida, saliendo a recibirlo al gran patio de su palacio. Le dio las gracias por haberle traído el Caballo de las Crines de Oro, lo obsequió con un gran banquete que duró todo el día, y sólo cuando empezaba a anochecer lo dejó marchar, entregándole el pájaro con jaula y todo. Acababa de salir el sol cuando Dolmat, que estaba impaciente por estrenar su caballo nuevo, mandó que lo ensillaran, y montándose en él salió a dar un paseo; pero en cuanto estuvieron en pleno campo empezó el caballo a dar coces y a encabritarse hasta que lo tiró al suelo. Entonces el zar vio, con gran asombro, cómo el Caballo de las Crines de Oro se transformaba en un lobo gris que desaparecía con la rapidez de una flecha. Llegó el Lobo hasta donde estaba el zarevich y le dijo: -Móntate sobre mí mientras que la hermosa Elena se sirve del Caballo de las Crines de Oro. Entonces lo llevó hasta donde al principio del viaje le había matado el caballo, y le habló de este modo: -Ahora, adiós, Iván Zarevich; te serví fielmente, pero ya debo dejarte. Y diciendo esto desapareció. Iván Zarevich y Elena la Bella se dirigieron al reino de su padre; pero cuando estaban cerca de él quisieron descansar al pie de un árbol. Ató Iván el caballo, puso junto a sí la jaula con el Pájaro de Fuego, se tumbó en el musgo y se durmió; Elena la Bella se durmió también a su lado. En tanto, los hermanos de Iván volvían a su casa con las manos vacías. Habían escogido en la encrucijada el camino que se veía enfrente; bebieron, se divirtieron grandemente y ni siquiera habían oído hablar del Pájaro de Fuego. Una vez que hubieron malgastado todo el dinero, decidieron volver al reino de su padre, y cuando regresaban vieron al pie de un árbol a su hermano Iván que dormía junto a una joven de belleza indescriptible. A su lado estaba atado el Caballo de las Crines de Oro, y también descubrieron al Pájaro de Fuego encerrado en su jaula. Los zareviches desenvainaron sus espadas, mataron a su hermano e hicieron pedazos su cuerpo. Se despertó Elena, y al ver muerto y destrozado a Iván rompió en amargo llanto. -¿Quién eres, hermosa joven? -preguntó el zarevich Demetrio. Y ella le contestó: -Soy la infanta Elena la Bella; a mi reino fue a buscarme el zarevich Iván, a quien acaban de matar. -Escucha, Elena -le dijeron los zareviches-: haremos contigo lo mismo que con Iván si te niegas a decir que fuimos nosotros los que te sacamos de tu reino, lo mismo que al caballo y al pájaro. Temió Elena la muerte y prometió decir todo lo que le ordenasen. Entonces los zareviches Demetrio y Basilio la llevaron, junto con el caballo y el pájaro, a casa de su padre y se alabaron ante éste de su arrojo y valentía. Los zareviches estaban satisfechísimos, pero la hermosa Elena lloraba incesantemente, el Caballo de las Crines de Oro caminaba con la cabeza tan baja que casi tocaba al suelo con ella, y el Pájaro de Fuego estaba triste y deslucido; tanto, que el resplandor que despedía su plumaje era muy débil. El cuerpo destrozado de Iván quedó por algún tiempo al pie del árbol, y ya empezaban a acercarse las fieras y las aves de rapiña para devorarlo, cuando acertó a pasar por allí el Lobo Gris, que se estremeció mucho al reconocer el cuerpo de su amigo. -¡Pobre Iván Zarevich! ¡Apenas te dejé, te sobrevino una desgracia! Es menester que te auxilie una vez más. Ahuyentó a los pájaros y fieras que rodeaban ya el cuerpo de su amigo y se escondió detrás de un zarzal. A poco vio venir volando a un cuervo que, acompañado de sus pequeñuelos, venía a picotear en el cadáver; cuando pasaron delante de él, saltó desde el zarzal y se abalanzó sobre los pequeños; pero el Cuervo padre le gritó: -¡Oh, Lobo Gris! ¡No te comas a mis hijos! -Los despedazaré si no me traes en seguida el agua de la muerte y el agua de la vida. Elevó el vuelo el cuervo padre y se perdió de vista. Al tercer día volvió trayendo dos frascos; entonces el Lobo Gris hizo pedazos a uno de los cuervecitos y lo roció con el agua de la muerte, y al momento los pedacitos volvieron a unirse; cogió el frasco del agua de la vida, lo roció igualmente con ella y el cuervecito sacudió sus plumas y echó a volar. Entonces el Lobo Gris repitió con el zarevich la misma operación de rociarlo con las dos aguas, que lo hicieron resucitar y levantarse, diciendo: -¿Cuánto tiempo he dormido? El Lobo Gris le contestó: -Habrías dormido eternamente si yo no te hubiese resucitado, porque tus hermanos, después de matarte, hicieron pedazos tu cuerpo. Hoy tu hermano Demetrio debe casarse con Elena la Bella y el zar cede todo su reino a tu hermano Basilio a cambio del Caballo de las Crines de Oro y del Pájaro de Fuego; pero móntate sobre tu Lobo Gris, que en un abrir y cerrar de ojos te llevará a presencia de tu padre. Cuando el Lobo apareció con el zarevich en el vasto patio del palacio todo pareció tomar más vida: Elena la Bella sonrió, secando sus lágrimas; se oyó relinchar en la cuadra al Caballo de las Crines de Oro, y el Pájaro de Fuego esparció tal resplandor, que llenó de luz todo el palacio. Al entrar Iván en éste vio todos los preparativos para el banquete de boda y que estaban ya reunidos los invitados a la ceremonia para acompañar a los novios Demetrio y Elena. Ésta, al ver a su antiguo prometido, se le echó al cuello abrazándolo estrechamente; pasado este primer ímpetu de alegría, contó al zar cómo fue Iván quien la sacó de su reino, así como quien consiguió traer al Caballo de las Crines de Oro y al Pájaro de Fuego; que después, mientras Iván dormía, sus hermanos lo habían matado y que a ella la habían hecho callar con amenazas. El zar Vislav, lleno de cólera, ordenó que expulsasen de su reino a sus dos hijos mayores. El zarevich Iván se casó con Elena la Bella y vivieron una vida de paz y amor. ¡Al Lobo Gris no se le volvió a ver más, ni nadie se acordó de él nunca!
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Fomá Berénnikov
Cuento folclórico
Érase una anciana que vivía con su hijo Fomá Berénnikov. Un día el hijo se fue a labrar al campo; su caballo era un rocín flaco y débil, y el pobre Fomá, desesperando de hacerle trabajar, se sentó en una piedra. Las moscas zumbaban volando sobre un montón de basura, y Fomá, cogiendo una rama seca, les pegó y se puso a contar cuántas había matado. Contó hasta quinientas, y aun había muchas más, que no pudo contar porque se cansó. Luego acercose a su rocín y vio hasta una docena de tábanos que lo picaban; los mató también, y volviendo a su casa pidió a su madre la bendición, diciéndole: -He matado tal cantidad de enemigos, que ni siquiera se pueden contar, y entre ellos había doce guerreros valientes; déjame, madre mía, ir a realizar hazañas dignas de un hombre valeroso, pues no conviene a un hombre como yo seguir labrando la tierra: quédese eso para un campesino y no para un héroe. La madre le dio la bendición y lo dejó ir a realizar sus valerosas proezas. Fomá Berénnikov se colgó sobre los hombros una alforja, se sujetó a la faja una vieja hoz y se dirigió por un camino desconocido hasta llegar a un sitio donde estaba clavado un poste en el suelo. Buscó en sus bolsillos, sacó un pedazo de yeso y escribió en el poste: «Pasó por aquí el valiente Fomá Berénnikov, que de un golpe mató una multitud de enemigos, y entre ellos doce guerreros valerosos.» Una vez escrito esto, siguió su camino. Poco rato después pasó por el mismo sitio Ilia Murometz; se acercó al poste, leyó la inscripción y dijo: -¡Cómo se echa de ver en este letrero la naturaleza y el carácter de un hombre valeroso! ¡No gasta ni oro ni plata; sólo usa yeso! Y escribió en el poste con un pedazo de plata: «Tras Fomá Berénnikov pasó por aquí el valiente Ilia Murometz.» Siguió por el camino, y alcanzando a Fomá Berénnikov, le preguntó respetuosamente: -¡Invicto héroe Fomá Berénnikov! ¿Dónde me mandas estar, delante o detrás de ti? -Ven detrás -contestó Fomá. Iba por el mismo camino el joven Alejo Popovich, y ya desde lejos vio resplandecer como escrito con brasas el cartel del poste. Acercose a éste, leyó las inscripciones de Fomá Berénnikov y de Ilia Murometz, sacó de su bolsillo un pedazo de oro y escribió: «Tras Ilia Murometz pasó por aquí el joven Alejo Popovich.» Siguió por el camino, alcanzó a Ilia Murometz y le preguntó: -Dime, Ilia Murometz, ¿dónde tengo que ir, delante o detrás de ti? -No me preguntes a mí, sino a mi hermano mayor, Fomá Berénnikov -le contestó Ilia. El joven Alejo Popovich se acercó a Fomá Berénnikov y le preguntó: -¡Invicto héroe Fomá Berénnikov! ¿Dónde mandas que vaya Alejo Popovich? -Ven detrás -dijo Fomá. Así siguieron los tres por el mismo camino, atravesando un país desconocido, y al fin llegaron a unos espléndidos jardines. Ilia Murometz y Alejo Popovich plantaron sus tiendas blancas y Fomá Berénnikov se tendió sobre su sayo. Los jardines pertenecían al zar Blanco, el cual estaba en guerra con un rey extranjero, que envió contra él sus seis guerreros más valerosos. El zar Blanco envió a Fomá Berénnikov un mensaje que decía: «Estoy en guerra con un rey extranjero. ¿Quieres prestarme tu ayuda?» Fomá, aunque no comprendía lo escrito, porque no sabía leer, miró el mensaje, meneó la cabeza y dijo: -Está bien. Entretanto el rey extranjero con su ejército se acercó a la ciudad. Ilia Murometz y Alejo Popovich se dirigieron a Fomá Berénnikov y lo consultaron, diciéndole: -Los enemigos están oprimiendo al zar; es menester salir en su defensa. Dinos si vas tú mismo o quieres que vayamos nosotros. -Ve tú, Ilia Murometz -contestó Fomá. Marchó entonces Ilia Murometz y mató a todos los enemigos. El rey extranjero envió contra el zar Blanco otro ejército innumerable y con él otros seis héroes renombrados. Otra vez fueron Ilia Murometz y Alejo Popovich a consultar a Fomá Berénnikov: -Dinos, Fomá Berénnikov, ¿irás tú mismo o quieres que vayamos nosotros? -Ve tú, joven Alejo Popovich -dijo Fomá. El joven Alejo fue y mató a todos los del innumerable ejército y a los seis valerosos guerreros. Entonces el rey extranjero pensó para sus adentros: «Tengo aún un héroe, el más valiente del mundo; lo guardaba para un caso extremo, pero tendré que utilizarlo ahora.» Esta vez el rey extranjero se puso en persona al frente de su ejército, llevando consigo a su más valeroso guerrero, a quien dijo de antemano: -No es con la fuerza con lo que nos vence el guerrero ruso, sino con la astucia; por eso, lo que veas hacer a éste hazlo tú también. Otra vez se presentaron Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich ante Fomá Berénnikov y le preguntaron: -¿Irás tú mismo o nos envías a nosotros? -Esta vez iré yo mismo. Traigan mi caballo. Los caballos de los dos valerosos guerreros estaban en el campo paciendo hierba; en cambio, el rocín de Fomá, como corresponde al caballo de un héroe, comía avena; fortalecido por el buen alimento, cuando se le acercó Ilia Murometz se puso a tirar coces y a morderlo. Ilia se enfadó, lo cogió por la cola y lo tiró por encima de la cerca. Al ver esto el joven Alejo Popovich le dijo: -¡Cuidado! No sea que nos vea Fomá Berénnikov, pues nos haría ver las estrellas. -No importa esto; no creas que el mérito lo tiene el caballo, sino el mismo guerrero -le repuso Ilia Murometz, y le llevó el rocín a Fomá Berénnikov. Éste, montando a caballo, dijo entre sí: -Será mucho mejor que me tape los ojos; así no me dará tanto miedo ir al encuentro de una muerte tan horrorosa como la que me espera. Se tapó los ojos atándose un pañuelo alrededor de la cabeza y se inclinó hacia delante sobre la silla, para hacerse menos visible. El héroe del rey extranjero, al ver a su enemigo con los ojos vendados pensó: «¡Gran Dios, qué guerrero! Se ha tapado los ojos porque está seguro de su poder; pero yo tampoco soy cobarde y haré lo mismo.» Apenas se hubo tapado los ojos e inclinado sobre su silla, Fomá, aburrido de esperar tanto tiempo, miró por debajo del pañuelo, y aprovechándose de la buena ocasión que tenía, desenvainó la espada que el guerrero llevaba colgada a su izquierda y con ella misma le cortó la cabeza. Después cogió el caballo del enemigo vencido e intentó montarlo; pero viendo que no podía, lo ató a un roble grandísimo, se subió a éste y desde lo alto saltó sobre la silla. Apenas el caballo sintió al jinete, dio un tirón, arrancó de cuajo el árbol con sus raíces y se precipitó a través del campo corriendo a todo correr y arrastrando el árbol tras de sí. Fomá Berénnikov gritaba con todas sus fuerzas: -¡Socorro! ¡Socorro! Pero nadie lo oía. Los enemigos se estremecieron de espanto y volvieron la espalda; pero el caballo, desbocado, los perseguía, pisándolos y atropellándolos con el árbol hasta que no quedó vivo ni uno solo. El rey extranjero envió entonces a Fomá Berénnikov el mensaje siguiente: «Heroico Fomá Berénnikov, jamás te haré la guerra.» Este mensaje agradó mucho al valiente guerrero. Los valerosos Ilia Murometz y Alejo Popovich quedaron asombrados al ver las proezas de su jefe. Fomá se dirigió al palacio del zar Blanco, y una vez llegado allí, éste le preguntó: -¿Con qué quieres que te recompense? Elige entre todo el oro que quieras, la mitad de mi reino o mi hija la hermosa zarevna. -Dame la zarevna y convida a la boda a mis hermanos menores Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich -le contestó Fomá. Poco después se casó con la hermosa zarevna, vivió con ella en la mayor felicidad y hasta su muerte conservó la fama de ser el guerrero más valeroso del mundo. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Gorrioncito
Cuento folclórico
Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia de tener un niño. Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo: -Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede. El anciano volvió al pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos. Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil. El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo: -Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito. Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa. Llegó la temporada de siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo: -¡Oh juventud indolente! Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada. -Padre, antes de juzgar, ve a ver -dijo Gorrioncito. El anciano se vistió, fue a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno. -¡Qué valientes son mis chicos! ¡Cuánto heno han guadañado en una semana y qué haces tan grandes han hecho! -exclamó. Tan grande fue su deseo de admirar sus bienes, que al día siguiente fue otra vez a las praderas; llegó allí y vio que faltaba un haz. Volvió a casa preocupado y dijo a sus hijos: -¡Oh hijos míos! ¡Ha desaparecido un haz de heno! -No importa, padre. Nosotros cogeremos al ladrón -le contestó Gorrioncito-. Dame cien rublos; yo sé lo que tengo que hacer. Cogió los cien rublos y se dirigió a la herrería. -¿Puedes -dijo al herrero- forjarme una cadena con la que pueda atar a un hombre desde los pies hasta la cabeza? -¿Por qué no? -contestó el herrero. -Pues hazme una, pero que sea bastante resistente. Si resulta fuerte te pagaré cien rublos; pero si se rompe no cobrarás ni un copec. El herrero forjó una cadena de hierro. Gorrioncito se ató con ella el cuerpo, luego se dobló por la cintura y la cadena se rompió. El herrero le forjó otra mucho más fuerte, que resistió todas las pruebas, y Gorrioncito la cogió, pagó por ella cien rublos y se dirigió a las praderas para montar la guardia a los haces de heno. Se sentó al lado de uno de ellos y se puso a esperar. Justo a media noche se levantó el viento, se alborotó el mar, y de sus profundidades surgió una yegua hermosísima que se acercó al primer haz y empezó a devorar el heno. Gorrioncito corrió hacia ella, la sujetó con la cadena de hierro y montó a caballo en su lomo. La yegua, enfurecida, echó a correr por valles y montes; pero, a pesar de esta carrera desenfrenada, el jinete permaneció como clavado en su sitio. Al fin, cansada de correr, la yegua se paró y dijo: -¡Oh, joven valeroso! Ya que has podido dominarme, sé tú el amo de mis potros. Se acercó a la orilla del mar y relinchó estrepitosamente. El mar se alborotó y salieron a la orilla cuarenta y un caballos tan magníficos, que aunque se buscasen por todo el mundo no se encontrarían otros semejantes. Por la mañana, el padre de Gorrioncito, oyendo un gran pataleo y estrepitoso relinchar en el patio, salió asustado para ver lo que pasaba. Era su hijo que llegaba a casa acompañado de todo un rebaño de caballos. -¡Hola, hermanos! -exclamó-. Aquí traigo un caballo para cada uno; vámonos a buscar novia. -¡Vámonos! -contestaron todos. Los padres les dieron su bendición y todos los hermanos se pusieron en camino. Durante mucho tiempo anduvieron por el mundo, pues no era cosa fácil encontrar tantas novias. Además, no querían separarse y casarse con jóvenes que perteneciesen a distintas familias, para no tener suerte distinta cada uno, y no era fácil encontrar una madre que pudiese alabarse de tener cuarenta y una hijas. Al fin llegaron a un país muy lejano y vieron un espléndido palacio, todo de piedra blanca, que se elevaba en una altísima montaña. Lo cercaba un alto muro y a la entrada estaban clavados unos postes de hierro. Los contaron y eran cuarenta y uno. Ataron a estos postes sus briosos caballos y entraron en el patio. Salió a su encuentro la bruja Baba-Yaga, que les gritó: -¿Quién los ha invitado a entrar? ¿Cómo han osado atar sus caballos a los postes sin pedirme permiso? -¡Vaya, vieja! ¿Por qué gritas tanto? Antes de todo danos de comer y beber y caliéntanos el baño; luego podrás hacernos tus preguntas. Baba-Yaga les dio de comer y beber, les calentó el baño, y después empezó a preguntarles: -Díganme, valerosos jóvenes, ¿están buscando algo o sólo caminan por el gusto de pasear? -Estamos buscando una cosa, abuelita. -¿Y qué quieren? -Buscamos novias para todos. -¡Pero si yo tengo cuarenta y una hijas! -exclamó Baba-Yaga. Corrió a la torre y pronto apareció acompañada de cuarenta y una jóvenes. Los hermanos, encantados, solicitaron permiso para casarse con ellas, y en seguida lo obtuvieron y celebraron la boda con un alegre festín. Al anochecer, Gorrioncito fue a ver qué tal estaba su caballo, y éste, al acercársele su amo, le dijo con voz humana: -¡Cuidado, amo! Cuando se acuesten con sus jóvenes esposas no se olviden de cambiar con ellas los vestidos; pónganse los de ellas y vístanlas a ellas con los de ustedes; si no, perecerán todos. Gorrioncito lo contó todo a sus hermanos, y todos al llegar la noche vistieron a sus jóvenes esposas con sus trajes, poniéndose ellos los de éstas, y así se acostaron. Pronto todos se durmieron profundamente; sólo Gorrioncito permaneció vigilando sin cerrar los ojos. A media noche gritó Baba-Yaga con una voz espantosa: -¡Hola, mis fieles servidores! ¡Vengan aquí y corten la cabeza a los visitantes importunos! En un instante acudieron los fieles servidores y cortaron la cabeza a las hijas de Baba-Yaga. Gorrioncito despertó a sus hermanos y les explicó lo ocurrido; cogieron las cabezas cortadas de sus esposas, las colocaron en los postes de hierro que adornaban la entrada, ensillaron sus caballos y huyeron de allí a todo galope. Por la mañana la bruja se levantó, miró por la ventana y, ¡oh desgracia!, las cabezas de sus hijas estaban colocadas en los postes de hierro. Se enfureció, ordenó que le diesen su escudo abrasador y se lanzó en persecución de los jóvenes echando fuego y quemando con su escudo todo alrededor de sí. Los hermanos, asustados, no sabían dónde esconderse. Delante de ellos se extendía el mar, y a sus espaldas la bruja quemaba todo con su escudo ardiente. La salvación era imposible. Pero Gorrioncito era sagaz y astuto: durante su estancia en el palacio de Baba-Yaga le había robado a ésta un pañuelo. Lo sacudió ante sí, y de repente apareció un puente que se tendía de una orilla a otra. Los jóvenes atravesaron a galope el mar por el puente, y pronto se vieron en la orilla opuesta. Gorrioncito sacudió el pañuelo hacia atrás y el puente desapareció. Baba-Yaga tuvo que volverse a casa, y los hermanos llegaron sanos y salvos junto a sus padres, que los acogieron llenos de alegría. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La araña Mizguir
Cuento folclórico
En tiempos remotos hubo un verano tan caluroso que la gente no sabía dónde esconderse para librarse de los ardientes rayos del Sol, que quemaban sin piedad. Coincidiendo con esta época de calor apareció una gran plaga de moscas y de mosquitos, que picaban a la desgraciada gente de tal modo que de cada picadura saltaba una gota de sangre. Pero al mismo tiempo se presentó el valiente Mizguir, incansable tejedor, que empezó a tejer sus redes, extendiéndolas por todas partes y por todos los caminos por donde volaban las moscas y los mosquitos. Un día una mosca que iba volando fue cogida en las redes de Mizguir. Éste se precipitó sobre ella y empezó a ahogarla; pero la Mosca suplicó a Mizguir: -¡Señor Mizguir! ¡No me mates! ¡Tengo tantos hijos, que si los pobres se quedan sin mí, como no tendrán qué comer, molestarán a la gente y a los perros! Mizguir tuvo compasión de la Mosca y la dejó libre. Ésta echó a volar, zumbando y anunciando a todos sus compañeros: -¡Cuidado, moscas y mosquitos! ¡Escóndanse bien bajo el tronco del chopo! ¡Ha aparecido el valiente Mizguir y ha empezado a tejer sus redes, poniéndolas por todos los caminos por donde volamos nosotros y a todos matará! Las moscas y los mosquitos, a todo correr, se escondieron debajo del tronco del chopo, permaneciendo allí como muertas. Mizguir se quedó perplejo al ver que no tenía caza; a él no le gustaba padecer hambre. ¿Qué hacer? Entonces llamó al grillo, a la cigarra y al escarabajo, y les dijo: -Tú, Grillo, toca la corneta; tú, Cigarra, ve batiendo el tambor, y tú, Escarabajo, vete debajo del tronco del chopo. Vayan anunciando a todos que ya no vive el valiente Mizguir, el incansable tejedor; que le pusieron cadenas, lo enviaron a Kazán, le cortaron la cabeza sobre el patíbulo y luego fue despedazado. El Grillo tocó la corneta, la Cigarra batió el tambor y el Escarabajo se dirigió bajo el tronco del chopo y anunció a todos: -¿Por qué permanecen ahí como muertos? Ya no vive el valiente Mizguir; le pusieron cadenas, lo mandaron a Kazán, le cortaron la cabeza en el patíbulo y luego fue despedazado. Se alegraron mucho las moscas y los mosquitos, salieron de su refugio y echaron a volar con tal aturdimiento que no tardaron en caer en las redes del valiente Mizguir. Éste empezó a matarlos, diciendo: -Tienen que ser más amables y visitarme con más frecuencia, para convidarme más a menudo, ¡porque son demasiado pequeños!
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La bruja Baba Yaga
Cuento folclórico
Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió, dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella. Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la madrastra le dijo a la muchacha: -Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja y un poco de hilo para que te cosas una camisa. La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista, decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre. -Buenos días, tiíta. -Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes? -Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo, para que me cosa una camisa. -Acuérdate bien -le dijo entonces la tía- de que un álamo blanco querrá arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón. La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó. Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba-Yaga sobre sus piernas huesosas, ocupada en tejer. -Buenos días, tía. -¿A qué vienes, sobrina? -Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para coserme una camisa. -Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer. Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su criada y le dijo: -Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la voy a comer. La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo, y cuando la bruja se marchó, dijo a la criada: -No quemes mucha leña, querida; mejor es que eches agua al fuego y lleves el agua al baño con un colador. Y diciéndole esto, le regaló un pañuelo. Baba-Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le preguntó a ésta: -¿Estás tejiendo, sobrinita? -Sí, tiíta, estoy trabajando. La bruja se alejó de la cabaña, y la muchacha, aprovechando aquel momento, le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo podría escaparse de allí. El gato le dijo: -Sobre la mesa hay una toalla y un peine: cógelos y echa a correr lo más de prisa que puedas, porque la bruja Baba-Yaga correrá tras de ti para cogerte; de cuando en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando oigas que está ya cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se tira al agua y lo pasa a nado, tú habrás ganado delantera. Cuando oigas en el suelo que no está lejos de ti, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a través del cual la bruja no podrá pasar. La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Los perros quisieron despedazarla, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de una cancela rechinaron y se cerraron de golpe, pero la muchacha untó los goznes con aceite, y las puertas se abrieron de par en par. Más allá, un álamo blanco quiso arañarle la cara; entonces ató las ramas con una cinta y pudo pasar. El gato se sentó al telar y quiso tejer; pero no hacía más que enredar los hilos. La bruja, acercándose a la ventana, preguntó: -¿Estás tejiendo, sobrinita? ¿Estás tejiendo, querida? -Sí, tía, estoy tejiendo -respondió con voz ronca el gato. Baba-Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole: -¡Ah viejo goloso! ¿Por qué has dejado escapar a mi sobrina? ¡Tu obligación era quitarle los ojos y arañarle la cara! -Llevo mucho tiempo a tu servicio -dijo el gato- y todavía no me has dado ni siquiera un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón. Baba-Yaga se enfadó con los perros, con la cancela, con el álamo y con la criada y se puso a pegar a todos. Los perros le dijeron: -Te hemos servido muchos años sin que tú nos hayas dado ni siquiera una corteza dura de pan quemado, y ella nos ha regalado con pan fresco. La cancela dijo: -Te he servido mucho tiempo sin que a pesar de mis chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite. El álamo dijo: -Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas regalado ni siquiera un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta. La criada exclamó: -Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni siquiera un trapo, y ella me ha regalado un pañuelo. Baba-Yaga se apresuró a sentarse en el mortero; arreándole con el mazo y barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Ésta arrimó su oído al suelo para escuchar y oyó acercarse a la bruja. Entonces tiró al suelo la toalla, y al instante se formó un río muy ancho. Baba-Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se le interponía en su camino, rechinó los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes y los llevó al río: los animales bebieron toda el agua y la bruja continuó la persecución de la muchacha. Ésta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba-Yaga estaba ya muy cerca: tiró al suelo el peine y se transformó en un bosque espesísimo y frondoso. La bruja se puso a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero a pesar de todos sus esfuerzos no lo consiguió, y tuvo que volverse furiosa a su cabaña. Entretanto, el comerciante volvió a casa y preguntó a su mujer. -¿Dónde está mi hijita querida? -Ha ido a ver a su tía -contestó la madrastra. Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña. -¿Dónde has estado? -le preguntó el padre. -¡Oh padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima bruja Baba-Yaga, que quiso comerme. -¿Cómo has podido escapar de ella, hijita? Entonces la niña le contó todo lo sucedido. Cuando el comerciante se enteró de la maldad de su mujer, la echó de su casa y se quedó con su hija. Los dos vivieron en paz muchos años felices.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La bruja y la hermana del Sol
Cuento folclórico
En un país lejano hubo un zar y una zarina que tenían un hijo, llamado Iván, mudo desde su nacimiento. Un día, cuando ya había cumplido doce años, fue a ver a un palafrenero de su padre, al que tenía mucho cariño porque siempre le contaba cuentos maravillosos. Esta vez, el zarevich Iván quería oír un cuento; pero lo que oyó fue algo muy diferente de lo que esperaba. -Iván Zarevich -le dijo el palafrenero-, dentro de poco dará a luz tu madre una niña, y esta hermana tuya será una bruja espantosa que se comerá a tu padre, a tu madre y a todos los servidores de palacio. Si quieres librarte tú de tal desdicha, ve a pedir a tu padre su mejor caballo y márchate de aquí adonde el caballo te lleve. El zarevich Iván se fue corriendo a su padre y, por la primera vez en su vida, habló. El zar tuvo tal alegría al oírle hablar que, sin preguntarle para qué lo necesitaba, ordenó en seguida que le ensillasen el mejor caballo de sus cuadras. Iván Zarevich montó a caballo y dejó en libertad al animal de seguir el camino que quisiese. Así cabalgó mucho tiempo hasta que encontró a dos viejas costureras y les pidió albergue; pero las viejas le contestaron: -Con mucho gusto te daríamos albergue, Iván Zarevich; pero ya nos queda poca vida. Cuando hayamos roto todas las agujas que están en esta cajita y hayamos gastado el hilo de este ovillo, llegará nuestra muerte. El zarevich Iván rompió a llorar y se fue más allá. Caminó mucho tiempo, y encontrando a Vertodub le pidió: -Guárdame contigo. -Con mucho gusto lo haría, Iván Zarevich; pero no me queda mucho que vivir. Cuando acabe de arrancar de la tierra estos robles con sus raíces, en seguida vendrá mi muerte. El zarevich Iván lloró aún con más desconsuelo y se fue más allá. Al fin se encontró a Vertogez, y acercándose a él, le pidió albergue; pero Vertogez le repuso: -Con mucho gusto te hospedaría, pero no viviré mucho tiempo. Me han puesto aquí para voltear esas montañas; cuando acabe con las últimas, llegará la hora de mi muerte. El zarevich derramó amarguísimas lágrimas y se fue más allá. Después de viajar mucho llegó al fin a casa de la hermana del Sol. Ésta lo acogió con gran cariño, le dio de comer y beber y lo cuidó como a su propio hijo. El zarevich vivió allí contento de su suerte; pero algunas veces se entristecía por no tener noticias de los suyos. Subía entonces a una altísima montaña, miraba al palacio de sus padres, que se percibía allá lejos, y viendo que nunca salía nadie de sus muros ni se asomaba a las ventanas, suspiraba llorando con desconsuelo. Una vez que volvía a casa después de contemplar su palacio, la hermana del Sol le preguntó: -Oye, Iván Zarevich, ¿por qué tienes los ojos como si hubieses llorado? -Es el viento que me los habrá irritado -contestó Iván. La siguiente vez ocurrió lo mismo. Entonces la hermana del Sol impidió al viento que soplase. Por tercera vez volvió Iván con los ojos hinchados, y ya no tuvo más remedio que confesarlo todo a la hermana del Sol, pidiéndole que le dejase ir a visitar su país natal. Ella no quería consentir; pero el zarevich insistió tanto que le dio permiso. Se despidió de él cariñosamente, dándole para el camino un cepillo, un peine y dos manzanas de juventud; cualquiera que sea la edad de la persona que come una de estas manzanas rejuvenece en seguida. El zarevich llegó al sitio donde estaba trabajando Vertogez y vio que quedaba sólo una montaña. Sacó entonces el cepillo, lo tiró al suelo y en un instante aparecieron unas montañas altísimas, cuyas cimas llegaban al mismísimo cielo; tantas eran, que se perdían de vista. Vertogez se alegró, y con gran júbilo se puso a trabajar, volteándolas como si fuesen plumas. El zarevich Iván siguió su camino, y al fin llegó al sitio donde estaba Vertodub arrancando los robles; sólo le quedaban tres árboles. Entonces el zarevich, sacando el peine, lo tiró en medio de un campo, y en un abrir y cerrar de ojos nacieron unos bosques espesísimos. Vertodub se puso muy contento, dio las gracias al zarevich y empezó a arrancar los robles con todas sus raíces. El zarevich Iván continuó su camino hasta que llegó a las casas de las viejas costureras. Las saludó y regaló una manzana a cada una; ellas se las comieron, y de repente rejuvenecieron como si nunca hubiesen sido viejas. En agradecimiento le dieron un pañuelo que al sacudirlo formaba un profundo lago. Al fin llegó el zarevich al palacio de sus padres. La hermana salió a su encuentro; lo acogió cariñosamente y le dijo: -Siéntate, hermanito, a tocar un poquito el arpa mientras que yo te preparo la comida. El zarevich se sentó en un sillón y se puso a tocar el arpa. Cuando estaba tocando, salió de su cueva un ratoncito y le dijo con voz humana: -¡Sálvate, zarevich! ¡Huye a todo correr! Tu hermana está afilándose los dientes para comerte. El zarevich Iván salió del palacio, montó a caballo y huyó a todo galope. Entretanto, el ratoncito se puso a correr por las cuerdas del arpa, y la hermana, oyendo sonar el instrumento, no se imaginaba que su hermano se había escapado. Afiló bien sus dientes, entró en la habitación y su desengaño fue grande al ver que estaba vacía; sólo había un ratoncito, que salió corriendo y se metió en su cueva. La bruja se enfureció, rechinando los dientes con rabia, y echó a correr en persecución de su hermano. Iván oyó el ruido, volvió la cabeza hacia atrás, y viendo que su hermana casi lo alcanzaba sacudió el pañuelo y al instante se formó un lago profundo. Mientras que la bruja pasaba a nado a la orilla opuesta, el zarevich Iván se alejó bastante. Ella echó a correr aún con más rapidez. ¡Ya se acercaba! Entonces Vertodub, comprendiendo al ver pasar corriendo al zarevich que iba huyendo de su hermana, empezó a arrancar robles y a amontonarlos en el camino; hizo con ellos una montaña que no dejaba paso a la bruja. Pero ésta se puso a abrirse camino royendo los árboles, y al fin, aunque con gran dificultad, logró abrir un camino y pasar; pero el zarevich estaba ya lejos. Corrió persiguiéndole con saña, y pronto se acercó a él; unos cuantos pasos más, y hubiera caído en sus garras. Al ver esto, Vertogez se agarró a la más alta montaña y la volteó de tal modo que vino a caer en medio del camino entre ambos, y sobre ella colocó otra. Mientras la bruja escalaba las montañas el zarevich Iván siguió corriendo y pronto se vio lejos de allí. Pero la bruja atravesó las montañas y continuó la persecución. Cuando lo tuvo al alcance de su voz le gritó con alegría diabólica: -¡Ahora sí que ya no te escaparás! Estaba ya muy cerca, muy cerca. Unos pasos más, y lo hubiera cogido. Pero en aquel momento el zarevich llegó al palacio de la hermana del Sol y empezó a gritar: -¡Sol radiante, ábreme la ventanita! La hermana del Sol le abrió la ventana e Iván saltó con su caballo al interior. La bruja pidió que le entregasen a su hermano. -Que venga conmigo a pesarse en el peso -dijo-. Si peso más que él, me lo comeré, y si pesa él más, que me mate. El zarevich consintió y ambos se dirigieron hacia el peso. Iván se sentó el primero en uno de los platillos, y apenas puso la bruja el pie en el otro el zarevich dio un salto hacia arriba con tanta fuerza que llegó al mismísimo cielo y se encontró en otro palacio de la hermana del Sol. Se quedó allí para siempre, y la bruja, no pudiendo cogerlo, se volvió atrás. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La ciencia mágica
Cuento folclórico
En una aldea vivían un campesino con su mujer y su único hijo. Eran muy pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero…! El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo. Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le preguntó: -¿Por qué estás tan triste, buen hombre? -¿Cómo no he de estarlo? -dijo el padre-. Hemos visitado muchas ciudades, buscando quién quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo. -Déjamelo a mí -le dijo el desconocido-. En tres años yo le enseñaré una profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para siempre conmigo. El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer. No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo era un hechicero. Pasaron tres años; el viejo había olvidado por completo la hora y el día y no sabía de qué modo salir de este apuro. El día anterior a aquel en que el campesino tenía que presentarse al hechicero, su hijo, transformado en un pajarito, voló a la casa paterna, se situó delante de la cabaña, y dando un golpe en el suelo con una patita volvió a su estado primitivo y entró en la casa hecho un joven guapísimo. Saludó a sus padres y les dijo: -¡Padre! Mañana es el día en que tienes que venir a buscarme, pues se cumplen los tres años de mis estudios, cuida de no olvidarlo. Y le explicó a qué sitio tenía que ir y cómo podría reconocerlo. -Mi maestro tiene en casa otros once jóvenes discípulos, los cuales se han quedado para siempre con él porque sus padres no llegaron a tiempo para llevárselos o no han sabido reconocerlos; si a ti te sucediese lo mismo no tendría más remedio que quedarme toda la vida con él. Mañana, cuando llegues a casa del maestro, él nos presentará a los doce jóvenes transformados en doce palomos blancos todos exactamente iguales; tú tienes que fijarte, pues al principio todos volaremos a la misma altura; pero luego yo volaré más alto que los otros; el maestro te preguntará: «¿Has reconocido a tu hijo?» Tú señálale el palomo que vuela más alto. Después -prosiguió el hijo- te presentará doce caballos que tendrán todos el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada; fíjate bien en que todos estarán muy tranquilos menos yo, que me moveré y golpearé el suelo con la pata izquierda. El maestro te repetirá la pregunta de antes y tú, sin titubear, señálame a mí. Después de esto -siguió el hijo- aparecerán ante ti doce guapos jóvenes todos de la misma estatura, del mismo color de pelo, con la misma voz, y estarán vestidos y calzados todos iguales. Fíjate bien entonces en que se posará en mi mejilla derecha una mosca pequeñita; ése será el signo por el que podrás reconocerme. Se despidió de sus padres, dio un golpe en el suelo, y al instante se volvió a transformar en un pajarito, que se fue volando a casa de su maestro. Por la mañana el padre se levantó temprano y se fue en busca de su hijo. Cuando se presentó delante del hechicero, éste le dijo: -He enseñado a tu hijo durante tres años toda la ciencia que yo sé; pero si tú no lo reconoces se quedará conmigo para siempre. Después soltó doce palomos todos blancos que no se diferenciaban en nada. El hechicero dijo entonces al padre: -Dime cuál es tu hijo. -¿Cómo quieres que lo reconozca cuando todos son iguales? -exclamó el padre. Pero de pronto uno de los palomos empezó a volar más alto que los demás, y el padre, entonces, reconoció en él a su hijo. -Bien, hombre. Esta vez has reconocido a tu hijo -dijo el hechicero. A los pocos minutos aparecieron ante ellos doce caballos, los cuales tenían el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada. El padre empezó a caminar alrededor de ellos sin poder reconocer a su hijo, cuando uno de los caballos golpeó el suelo con la pata izquierda; el padre en seguida señaló al caballo, diciendo al hechicero: -Ése es mi hijo. -Tienes razón, viejo -repuso el hechicero. Por último, se presentaron ante sus ojos doce jóvenes guapísimos; tenían todos la misma estatura, el pelo del mismo color, la misma voz y estaban vestidos y calzados del mismo modo. El campesino se fijó bien en ellos, pero esta vez no podía reconocer a su hijo; pasó por delante de ellos dos veces, y por fin vio posarse una mosquita sobre la mejilla derecha de uno de los jóvenes. El padre, lleno de júbilo, lo señaló al hechicero, diciéndole: -Maestro, ése es mi hijo. -Lo has reconocido; pero no eres tú el sabio astuto, sino que el astuto es tu hijo. El padre, contentísimo y seguido del hijo, se marchó a su casa. No se sabe cuánto tiempo caminaron; los cuentos se cuentan pronto, pero en la realidad las cosas ocurren mucho más despacio. En su camino encontraron a unos cazadores que estaban discutiendo, y mientras tanto, una zorra aprovechaba la ocasión para huir de ellos. -Padre -exclamó el hijo-, yo me transformaré en perro de caza, cogeré a la zorra, y cuando los cazadores quieran quitármela tú les dirás: «Señores cazadores, con este perro yo me gano la vida.» Ellos querrán comprarte el perro y te ofrecerán por él una buena cantidad de dinero; tú véndeme, pero conserva el collar y la correa. Al instante se transformó en perro de caza y cogió a la zorra. Los cazadores se pusieron a gritar al viejo campesino, diciéndole: -¿Por qué, viejo, has venido aquí a molestarnos y a robarnos nuestra presa? -Señores cazadores -respondió el viejo-, yo no tengo más que este perro, con el cual me gano la vida. -¿Quieres vendérnoslo? -Cómprenlo. -¿Cuánto quieres por él? -Cien rublos. Los cazadores, sin decir una palabra más, le pagaron al viejo los cien rublos, y al ver que éste le quitaba al perro el collar y la correa, dijeron: -¿Para qué necesitas tú el collar y la correa? -Por si se me rompen las correas de mis abarcas tener con qué componerlas. -Bueno, cógelos -le dijeron, y ataron al perro con un cinturón, arrearon sus caballos y se marcharon. Al poco rato vieron otra zorra y soltaron a sus perros; pero éstos, por más que corrieron no la pudieron coger. Uno de los cazadores dijo a sus compañeros: -Amigos, suelten al perro que acabamos de comprar. Lo soltaron, pero no tuvieron casi tiempo de verlo; la zorra corría por un lado y el perro desapareció por el otro, y llegó donde se había quedado el viejo, dio un golpe en el suelo, y al instante se transformó en el guapo mozo de antes. El padre y el hijo continuaron su camino; llegaron a un lago y vieron a otros cazadores que cazaban patos grises. -Mira, padre -le dijo su hijo-, mira cuántos patos vuelan. Voy a transformarme en halcón para coger y matar a los patos; entonces los cazadores empezarán a amenazarte para que los dejes cazar en paz, y tú diles: «Señores cazadores, yo no tengo más que este halcón que me ayuda a ganar el pan de cada día.» Ellos entonces querrán comprarte el pájaro, y tú se lo venderás, pero acuérdate bien de no darles las correítas que sujetan las patas. Se transformó en un magnífico halcón que voló con gran rapidez a una gran altura, y desde allí se precipitó sobre la manada de patos, hiriendo y matando tantos que su padre reunió en seguida un montón de caza. Cuando los cazadores vieron un halcón tan prodigioso se acercaron al viejo y le dijeron: -¿Por qué has venido aquí a quitarnos y estropearnos nuestra caza? -Señores cazadores, no tengo más que este halcón, con la ayuda del cual me gano la vida. -¿Quieres vendérnoslo? -Cómprenlo. -¿Cuánto quieres por él? -Doscientos rublos. Los cazadores le pagaron el dinero y se quedaron con el pájaro; pero el viejo le quitó las correas que sujetaban las patas. -¿Por qué se las quitas? -preguntaron los cazadores-. ¿Para qué te pueden servir? -Yo camino mucho, y con frecuencia se me rompen las correas de mis abarcas, y éstas me podrán servir para reemplazar las rotas. Los cazadores, no queriendo entrar en discusiones, le dejaron las correas y se marcharon con el halcón en busca de caza. Al poco tiempo voló hacia ellos una manada de gansos. -¡Compañeros, suelten pronto el halcón! -gritó uno de los cazadores. Lo soltaron, y éste voló con gran rapidez y se elevó a una gran altura sobre la manada de gansos, pero continuó volando más allá en busca del viejo, hasta que lo perdieron de vista. Encontró a su padre, dio un golpe en el suelo y volvió a su verdadero ser. De este modo llegaron los dos a su casa con los bolsillos llenos de dinero. Llegó el domingo, y el hijo dijo al padre: -Padre, hoy me transformaré en un caballo; tú me venderás, pero acuérdate bien de no vender la brida, porque si la vendes no podré volver más a casa. Dio un golpe con un pie en la tierra y se transformó en un magnífico caballo, que el padre llevó a la feria para venderlo. Apenas llegó, muchos compradores rodearon al caballo, ofreciendo cada vez más dinero; el hechicero, que estaba allí entre los compradores, ofreció al viejo un precio más elevado que los demás y se quedó con el caballo. El viejo empezó a quitarle la brida, pero el hechicero le dijo: -Pero hombre, si le quitas la brida, ¿cómo quieres que me lo lleve a mi cuadra? Toda la gente que estaba presente empezó a murmurar y a decirle: -No tienes razón: si has vendido el caballo, has vendido con él la brida. Como el viejo no podía nada contra tanta gente, le dejó la brida al comprador. El hechicero se llevó el caballo a su cuadra, lo ató muy bien al anillo y le puso la cuerda tan corta que el animal se quedó con el cuello estirado y sin poder llegar al suelo con las patas delanteras. -Hija mía -dijo el hechicero a su hija-, he comprado un caballo que es mi discípulo último. -¿Dónde está? -preguntó ella. -En la cuadra. Corrió a verlo y tuvo compasión del joven; quiso soltarle un poco la cabezada y empezó a quitar los nudos y aflojarle la cuerda, y el caballo a menear la cabeza de un lado a otro hasta que se quedó suelto, y de un salto escapó de la cuadra y se puso a galopar. La hija corrió entonces hacia su padre llorando y diciéndole: -Padre, perdóname. He cometido una gran falta: el caballo se ha escapado. El hechicero dio una patada en el suelo, se transformó en un lobo gris y salió corriendo como el viento. Ya estaba muy cerca del caballo cuando éste llegó a la orilla de un río, dio un golpe en el suelo y se transformó en un pececito; el lobo dio otro golpe en el suelo y se tiró al agua en forma de rollo. El pececito nadaba, nadaba, perseguido por el rollo, y ya lo iba a alcanzar, cuando llegó a la otra orilla, donde unas jóvenes estaban lavando ropa. Salió del agua y se transformó en una sortija de oro que, rodando, fue a parar a manos de una de las muchachas, hija de un rico mercader, la cual, apenas vio la sortija, se la puso en el dedo meñique. Entonces el hechicero se transformó en hombre y rogó a la joven que le regalase la sortija. Ella se la dio, pero al quitársela del dedo se cayó al suelo y se convirtió en muchas perlitas; el hechicero se transformó en gallo y se puso a comérselas. Mientras estaba entretenido en esta operación, una de las perlas se transformó en un buitre que voló muy alto, y de un golpe se tiró al suelo sobre el gallo y lo mató. Se convirtió entonces el buitre en el joven que conocemos, del cual se enamoró la hija del mercader. Se casaron y vivieron muchos años felices y contentos. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La invernada de los animales
Cuento folclórico
Un toro que pasaba por un bosque se encontró con un cordero. -¿Adónde vas, Cordero? -le preguntó. -Busco un refugio para resguardarme del frío en el invierno que se aproxima -contestó el Cordero. -Pues vamos juntos en su busca. Continuaron andando los dos y se encontraron con un cerdo. -¿Adónde vas, Cerdo? -preguntó el Toro. -Busco un refugio para el crudo invierno -contestó el Cerdo. -Pues ven con nosotros. Siguieron andando los tres y a poco se les acercó un ganso. -¿Adónde vas, Ganso? -le preguntó el Toro. -Voy buscando un refugio para el invierno -contestó el Ganso. -Pues síguenos. Y el ganso continuó con ellos. Anduvieron un ratito y tropezaron con un gallo. -¿Adónde vas, Gallo? -le preguntó el Toro. -Busco un refugio para invernar -contestó el Gallo. -Pues todos buscamos lo mismo. Síguenos -repuso el Toro. Y juntos los cinco siguieron el camino, hablando entre sí. -¿Qué haremos? El invierno está empezando y ya se sienten los primeros fríos. ¿Dónde encontraremos un albergue para todos? Entonces el Toro les propuso: -Mi parecer es que hay que construir una cabaña, porque si no, es seguro que nos helaremos en la primera noche fría. Si trabajamos todos, pronto la veremos hecha. Pero el Cordero repuso: -Yo tengo un abrigo muy calentito. ¡Miren qué lana! Podré invernar sin necesidad de cabaña. El Cerdo dijo a su vez: -A mí el frío no me preocupa; me esconderé entre la tierra y no necesitaré otro refugio. El Ganso dijo: -Pues yo me sentaré entre las ramas de un abeto, un ala me servirá de cama y la otra de manta, y no habrá frío capaz de molestarme; no necesito, pues, trabajar en la cabaña. El Gallo exclamó: -¿Acaso no tengo yo también alas para preservarme contra el frío? Podré invernar muy bien al descubierto. El Toro, viendo que no podía contar con la ayuda de sus compañeros y que tendría que trabajar solo, les dijo: -Pues bien, como quieran; yo me haré una casita bien caliente que me resguardará; pero ya que la hago yo solo, no vengan luego a pedirme amparo. Y poniendo en práctica su idea, construyó una cabaña y se estableció en ella. Pronto llegó el invierno, y cada día que pasaba el frío se hacía más intenso. Entonces el Cordero fue a pedir albergue al Toro, diciéndole: -Déjame entrar, amigo Toro, para calentarme un poquito. -No, Cordero; tú tienes un buen abrigo en tu lana y puedes invernar al descubierto. No me supliques más, porque no te dejaré entrar. -Pues si no me dejas entrar -contestó el Cordero- daré un topetazo con toda mi fuerza y derribaré una viga de tu cabaña y pasarás frío como yo. El Toro reflexionó un rato y se dijo: «Lo dejaré entrar, porque si no será peor para mí.» Y dejó entrar al Cordero. Al poco rato el Cerdo, que estaba helado de frío, vino a su vez a pedir albergue al Toro. -Déjame entrar, amigo, tengo frío. -No. Tú puedes esconderte entre la tierra y de ese modo invernar sin tener frío. -Pues si no me dejas entrar hozaré con mi hocico el pie de los postes que sostienen tu cabaña y se caerá. No hubo más remedio que dejar entrar al Cerdo. Al fin vinieron el Ganso y el Gallo a pedir protección. -Déjanos entrar, buen Toro; tenemos mucho frío. -No, amigos míos; cada uno de ustedes tiene un par de alas que les sirven de cama y de manta para pasar el invierno calentitos. -Si no me dejas entrar -dijo el Ganso- arrancaré todo el musgo que tapa las rendijas de las paredes y ya verás el frío que va a hacer en tu cabaña. -¿Que no me dejas entrar? -exclamó el Gallo-. Pues me subiré sobre la cabaña y con las patas echaré abajo toda la tierra que cubre el techo. El Toro no pudo hacer otra cosa sino dar alojamiento al Ganso y al Gallo. Se reunieron, pues, los cinco compañeros, y el Gallo, cuando se hubo calentado, empezó a cantar sus canciones. La Zorra, al oírlo cantar, se le abrió un apetito enorme y sintió deseos de darse un banquete con carne de gallo; pero se quedó pensando en el modo de cazarlo. Recurriendo a sus amigos, se dirigió a ver al Oso y al Lobo, y les dijo: -Queridos amigos: he encontrado una cabaña en que hay un excelente botín para los tres. Para ti, Oso, un toro; para ti, Lobo, un cordero, y para mí, un gallo. -Muy bien, amigo -le contestaron ambos-. No olvidaremos nunca tus buenos servicios; llévanos pronto adonde sea para matarlos y comérnoslos. La Zorra los condujo a la cabaña y el Oso dijo al Lobo: -Ve tú delante. Pero éste repuso: -No. Tú eres más fuerte que yo. Ve tú delante. El Oso se dejó convencer y se dirigió hacia la entrada de la cabaña; pero apenas había entrado en ella, el Toro embistió y lo clavó con sus cuernos a la pared; el Cordero le dio un fuerte topetazo en el vientre que lo hizo caer al suelo; el Cerdo empezó a arrancarle el pellejo; el Ganso le picoteaba los ojos y no lo dejaba defenderse, y, mientras tanto, el Gallo, sentado en una viga, gritaba a grito pelado: -¡Déjenmelo a mí! ¡Déjenmelo a mí! El Lobo y la Zorra, al oír aquel grito guerrero, se asustaron y echaron a correr. El Oso, con gran dificultad, se libró de sus enemigos, y alcanzando al Lobo le contó sus desdichas: -¡Si supieras lo que me ha ocurrido! En mi vida he pasado un susto semejante. Apenas entré en la cabaña se me echó encima una mujer con un gran tenedor y me clavó a la pared; acudió luego una gran muchedumbre, que empezó a darme golpes, pinchazos y hasta picotazos en los ojos; pero el más terrible de todos era uno que estaba sentado en lo más alto y que no dejaba de gritar: «¡Déjenmelo a mí!» Si éste me llega a coger por su cuenta, seguramente que me ahorca.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La niña lista
Cuento folclórico
Dos hermanos marchaban juntos por el mismo camino. Uno de ellos era pobre y montaba una yegua; el otro, que era rico, iba montado sobre un caballo. Se pararon para pasar la noche en una posada y dejaron sus monturas en el corral. Mientras todos dormían, la yegua del pobre tuvo un potro, que rodó hasta debajo del carro del rico. Por la mañana el rico despertó a su hermano, diciéndole: -Levántate y mira. Mi carro ha tenido un potro. El pobre se levantó, y al ver lo ocurrido exclamó: -Eso no puede ser. ¿Dónde se ha visto que de un carro pueda nacer un potro? El potro es de mi yegua. El rico le repuso: -Si lo hubiese parido tu yegua, estaría a su lado y no debajo de mi carro. Así discutieron largo tiempo y al fin se dirigieron al tribunal. El rico sobornaba a los jueces dándoles dinero, y el pobre se apoyaba solamente en la razón y en la justicia de su causa. Tanto se enredó el pleito, que llegaron hasta el mismo zar, quien mandó llamar a los dos hermanos y les propuso cuatro enigmas: -¿Qué es en el mundo lo más fuerte y rápido? -¿Qué es lo más gordo y nutritivo? -¿Qué es lo más blando y suave? -¿Qué es lo más agradable? Y les dio tres días de plazo para acertar las respuestas, añadiendo: -El cuarto día vengan a darme la contestación. El rico reflexionó un poco y, acordándose de su comadre, se dirigió a su casa para pedirle consejo. Ésta le hizo sentar a la mesa, convidándolo a comer, y, entretanto, le preguntó: -¿Por qué estás tan preocupado, compadre? -Porque el zar me ha dado para resolver cuatro enigmas un plazo de tres días. -¿Y qué enigmas son? -El primero, qué es en el mundo lo más fuerte y rápido. -¡Vaya un enigma! Mi marido tiene una yegua torda que no hay nada más rápido; sin castigarla con el látigo alcanza a las mismas liebres. -El segundo enigma es: ¿Qué es lo más gordo y nutritivo? -Nosotros tenemos un cerdo al que estamos cebando hace ya dos años, y se ha puesto tan gordo que no puede tenerse de pie. -El tercer enigma es: ¿Qué es lo más blando y suave? -Claro que el lecho de plumas. ¿Qué puede haber más blando y suave? -El último enigma es el siguiente: ¿Qué es lo más agradable? -¡Lo más agradable es mi nieto Ivanuchka! -Muchas gracias, comadre. Me has sacado de un gran apuro; nunca olvidaré tu amabilidad. Entretanto el hermano pobre se fue a su casa vertiendo amargas lágrimas. Salió a su encuentro su hija, una niña de siete años, y le preguntó: -¿Por qué suspiras tanto y lloras con tal desconsuelo, querido padre? -¿Cómo quieres que no llore cuando el zar me ha propuesto cuatro enigmas que ni siquiera en toda mi vida podría adivinar y debo contestarle dentro de tres días? -Dime cuáles son. -Pues son los siguientes, hijita mía: ¿Qué es en el mundo lo más fuerte y rápido? ¿Qué es lo más gordo y nutritivo? ¿Qué lo más blando y suave? ¿Qué lo más agradable? -Tranquilízate, padre. Ve a ver al zar y dile: «Lo más fuerte y rápido es el viento. Lo más gordo y nutritivo, la tierra, pues alimenta a todo lo que nace y vive. Lo más blando, la mano: el hombre, al acostarse, siempre la pone debajo de la cabeza a pesar de toda la blandura del lecho; y ¿qué cosa hay más agradable que el sueño?» Los dos hermanos se presentaron ante el zar, y éste, después de haberlos escuchado, preguntó al pobre: -¿Has resuelto tú mismo los enigmas o te ha dicho alguien las respuestas? El pobre contestó: -Majestad, tengo una niña de siete años que es la que me ha dicho la solución de tus enigmas. -Si tu hija es tan lista, dale este hilo de seda para que me teja una toalla con dibujos para mañana. El campesino tomó el hilo de seda y volvió a su casa más triste que antes. -¡Dios mío, qué desgracia! -dijo a la niña-. El zar ha ordenado que le tejas de este hilo una toalla. -No te apures, padre -le contestó la chica. Sacó una astilla del palo de la escoba y se la dio a su padre, diciéndole: -Ve a palacio y dile al zar que busque un carpintero que de esta varita me haga un telar para tejer la toalla. El campesino llevó la astilla al zar, repitiéndole las palabras de su hija. El zar le dio ciento cincuenta huevos, añadiendo: -Dale estos huevos a tu hija para que los empolle y me traiga mañana ciento cincuenta pollos. El campesino volvió a su casa muy apurado. -¡Oh, hijita! Hemos salido de un apuro para entrar en otro. -No te entristezcas, padre -dijo la niña. Tomó los huevos y se los guardó para comérselos, y al padre lo envió otra vez al palacio: -Di al zar que para alimentar a los pollos necesito tener mijo de un día; hay, pues, que labrar el campo, sembrar el mijo, recogerlo y trillarlo, y todo esto debe ser hecho en un solo día, porque los pollos no podrán comer otro mijo. El zar escuchó con atención la respuesta y dijo al campesino: -Ya que tu hija es tan lista, dile que se presente aquí; pero que no venga ni a pie ni a caballo, ni desnuda ni vestida; sin traerme regalo, pero tampoco con las manos vacías. «Esta vez -pensó el campesino- mi hija no podrá resolver tantas dificultades. Llegó la hora de nuestra perdición.» -No te apures, padre -le dijo su hija cuando llegó a casa y le contó lo sucedido-. Busca un cazador, cómprale una liebre y una codorniz vivas y tráemelas aquí. El padre salió, compró una liebre y una codorniz y las llevó a su casa. Al día siguiente, por la mañana, la niña se desnudó, se cubrió el cuerpo con una red, tomó en la mano la codorniz, se sentó en el lomo de la liebre y se dirigió al palacio. El zar salió a su encuentro a la puerta y la niña lo saludó, diciendo: -¡Aquí tienes, señor, mi regalo! Y le presentó la codorniz. El zar alargó la mano; pero en el momento de ir a cogerla echó a volar aquélla. -Está bien -dijo el zar-. Lo has hecho todo según te había ordenado. Dime ahora: tu padre es pobre, ¿cómo viven y con qué se alimentan? -Mi padre pesca en la arena de la orilla del mar, sin poner cebo, y yo recojo los peces en mi falda y hago sopa con ellos. -¡Qué tonta eres! ¿Dónde has visto que los peces vivan en la arena de la orilla? Los peces están en el agua. -¿Crees que eres más listo tú? ¿Dónde has visto que de un carro pudiera nacer un potro? -Tienes razón -dijo el zar, y adjudicó el potro al pobre. En cuanto a la niña, la hizo educar en su palacio, y cuando fue mayor se casó con ella, haciéndola zarina. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La rana zarevna
Cuento folclórico
En un reino muy lejano reinaban un zar y una zarina que tenían tres hijos. Los tres eran solteros, jóvenes y tan valientes que su valor y audacia eran envidiados por todos los hombres del país. El menor se llamaba el zarevich* Iván. Un día les dijo el zar: -Queridos hijos: Tomen cada uno una flecha, tiendan sus fuertes arcos y dispárenla al acaso, y dondequiera que caiga, allí irán a escoger novia para casarse. Lanzó su flecha el hermano mayor y cayó en el patio de un boyardo, frente al torreón donde vivían las mujeres; disparó la suya el segundo hermano y fue a caer en el patio de un comerciante, clavándose en la puerta principal, donde a la sazón se hallaba la hija, que era una joven hermosa. Soltó la flecha el hermano menor y cayó en un pantano sucio al lado de una rana. El atribulado zarevich Iván dijo entonces a su padre: -¿Cómo podré, padre mío, casarme con una rana? No creo que sea ésa la pareja que me esté destinada. -¡Cásate -le contestó el zar-, puesto que tal ha sido tu suerte! Y al poco tiempo se casaron los tres hermanos: el mayor, con la hija del boyardo; el segundo, con la hija del comerciante, e Iván, con la rana. Algún tiempo después el zar les ordenó: -Que sus mujeres me hagan, para la comida, un pan blanco y tierno. Volvió a su palacio el zarevich Iván muy disgustado y pensativo. -¡Kwa, kwa, Iván Zarevich! ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó la Rana-. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo? -¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre te ha mandado hacerle, para la comida, un pan blanco y tierno. -¡No te apures, zarevich! Vete, acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche -le dijo la Rana. Se acostó el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó la piel y se transformó en una hermosa joven llamada la Sabia Basilisa, salió al patio y exclamó en alta voz: -¡Criadas! ¡Prepárenme un pan blanco y tierno como el que comía en casa de mi querido padre! Por la mañana, cuando despertó el zarevich Iván, la Rana tenía ya el pan hecho, y era tan blanco y delicioso que no podía imaginarse nada igual. Por los lados estaba adornado con dibujos que representaban las poblaciones del reino, con sus palacios y sus iglesias. El zarevich Iván presentó el pan al zar; éste quedó muy satisfecho y le dio las gracias; pero en seguida ordenó a sus tres hijos: -Que sus mujeres me tejan en una sola noche una alfombra cada una. Volvió el zarevich Iván muy triste a su palacio, y se dejó caer con gran desaliento en un sillón. -¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás tan triste? -le preguntó la Rana-. ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo? -¿Cómo quieres que no esté triste cuando mi señor padre te ha ordenado que tejas en una sola noche una alfombra de seda? -¡No te apures, zarevich! Acuéstate y duerme tranquilo. Por la mañana se es más sabio que por la noche. Se acostó el zarevich y se durmió profundamente; entonces la Rana se quitó su piel y se transformó en la Sabia Basilisa; salió al patio y exclamó: -¡Viento impetuoso! ¡Tráeme aquí la misma alfombra sobre la cual solía sentarme en casa de mi querido padre! Por la mañana, cuando despertó Iván, la Rana tenía ya la alfombra tejida, y era tan maravillosa que es imposible imaginar nada semejante. Estaba adornada con oro y plata y tenía dibujos admirables. Al recibirla el zar se quedó asombrado y dio las gracias a Iván; pero no contento con esto ordenó a sus tres hijos que se presentasen con sus mujeres ante él. Otra vez volvió triste a su palacio Iván Zarevich; se dejó caer en un sillón y apoyó en su mano la cabeza. -¡Kwa, kwa, zarevich Iván! ¿Por qué estás triste? ¿Acaso te ha dicho tu padre algo desagradable o se ha enfadado contigo? -¿Cómo quieres que no esté triste? Mi señor padre me ha ordenado que te lleve conmigo ante él. ¿Cómo podré presentarte a ti? -No te apures, zarevich. Ve tú solo a visitar al zar, que yo iré más tarde; en cuanto oigas truenos y veas temblar la tierra, diles a todos: «Es mi Rana, que viene en su cajita.» Iván se fue solo a palacio. Llegaron sus hermanos mayores con sus mujeres engalanadas, y al ver a Iván solo empezaron a burlarse de él, diciéndole: -¿Cómo es que has venido sin tu mujer? -¿Por qué no la has traído envuelta en un pañuelo mojado? -¿Cómo hiciste para encontrar una novia tan hermosa? -¿Tuviste que rondar por muchos pantanos? De repente retumbó un trueno formidable, que hizo temblar todo el palacio; los convidados se asustaron y saltaron de sus asientos sin saber qué hacer; pero Iván les dijo: -No tengan miedo: es mi Rana, que viene en su cajita. Llegó al palacio un carruaje dorado tirado por seis caballos, y de él se apeó la Sabia Basilisa, tan hermosísima, que sería imposible imaginar una belleza semejante. Se acercó al zarevich Iván, se cogió a su brazo y se dirigió con él hacia la mesa, que estaba dispuesta para la comida. Todos los demás convidados se sentaron también a la mesa; bebieron, comieron y se divirtieron mucho durante la comida. Basilisa la Sabia bebió un poquito de su vaso y el resto se lo echó en la manga izquierda; comió un poquito de cisne y los huesos los escondió en la manga derecha. Las mujeres de los hermanos de Iván, que sorprendieron estos manejos, hicieron lo mismo. Más tarde, cuando Basilisa la Sabia se puso a bailar con su marido, sacudió su mano izquierda y se formó un lago; sacudió la derecha y aparecieron nadando en el agua unos preciosísimos cisnes blancos; el zar y sus convidados quedaron asombrados al ver tal milagro. Cuando se pusieron a bailar las otras dos nueras del zar quisieron imitar a Basilisa: sacudieron la mano izquierda y salpicaron con agua a los convidados; sacudieron la derecha y con un hueso dieron al zar un golpe en un ojo. El zar se enfadó y las expulsó de palacio. Entretanto, Iván Zarevich, escogiendo un momento propicio, se fue corriendo a casa, buscó la piel de la Rana y, encontrándola, la quemó. Al volver Basilisa la Sabia buscó la piel, y al comprobar su desaparición quedó anonadada, se entristeció y dijo al zarevich: -¡Oh Iván Zarevich! ¿Qué has hecho, desgraciado? Si hubieses aguardado un poquitín más habría sido tuya para siempre; pero ahora, ¡adiós! Búscame a mil leguas de aquí; antes de encontrarme tendrás que gastar andando tres pares de botas de hierro y comerte tres panes de hierro. Si no, no me encontrarás. Y diciendo esto se transformó en un cisne blanco y salió volando por la ventana. Iván Zarevich rompió en un llanto desconsolador, rezó, se puso unas botas de hierro y se marchó en busca de su mujer. Anduvo largo tiempo y al fin encontró a un viejecito que le preguntó: -¡Valeroso joven! ¿Adónde vas y qué buscas? El zarevich le contó su desdicha. -¡Oh Iván Zarevich! -exclamó el viejo-. ¿Por qué quemaste la piel de la Rana? ¡Si no eras tú quien se la había puesto, no eras tú quien tenía que quitársela! El padre de Basilisa, al ver que ésta desde su nacimiento le excedía en astucia y sabiduría, se enfadó con ella y la condenó a vivir transformada en rana durante tres años. Aquí tienes una pelota -continuó-; tómala, tírala y síguela sin temor por donde vaya. Iván Zarevich dio las gracias al anciano, tomó la pelota, la tiró y se fue siguiéndola. Transcurrió mucho tiempo y al fin se acercó la pelota a una cabaña que estaba colocada sobre tres patas de gallina y giraba sobre ellas sin cesar. Iván Zarevich dijo: -¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí! La cabaña obedeció; el zarevich entró en ella y se encontró a la bruja Baba-Yaga, con sus piernas huesosas y su nariz que le colgaba hasta el pecho, ocupada en afilar sus dientes. Al oír entrar a Iván Zarevich gruñó y salió enfadada a su encuentro: -¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora aquí ni se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! ¡Ea, Iván Zarevich! ¿Por qué has venido? -¡Oh tú, vieja bruja! En vez de gruñirme, harías mejor en darme de comer y de beber y ofrecerme un baño, y ya después de esto preguntarme por mis asuntos. Baba-Yaga le dio de comer y de beber y le preparó el baño. Después de haberse bañado, el zarevich le contó que iba en busca de su mujer, Basilisa la Sabia. -¡Oh, cuánto has tardado en venir! Los primeros años se acordaba mucho de ti, pero ahora ya no te nombra nunca. Ve a casa de mi segunda hermana, pues ella está más enterada que yo de tu mujer. Iván Zarevich se puso de nuevo en camino detrás de la pelota; anduvo, anduvo hasta que encontró ante sí otra cabaña, también sobre patas de gallina. -¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte como estabas antes, con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí! -dijo el zarevich. La cabaña obedeció y se puso con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia Iván, quien penetró en ella y encontró a otra hermana Baba-Yaga sentada sobre sus piernas huesosas, la cual al verle exclamó: -¡Fiú, fiú! ¡Hasta ahora por aquí nunca se vio ni se olió a ningún hombre, y he aquí uno que se ha atrevido a presentarse delante de mí y a molestarme con su olor! Qué, Iván Zarevich, ¿has venido a verme por tu voluntad o contra ella? Iván Zarevich le contestó que más bien venía contra su voluntad. -Voy -dijo- en busca de mi mujer, Basilisa la Sabia. -¡Qué pena me das, Iván Zarevich! -le dijo entonces Baba-Yaga-. ¿Por qué has tardado tanto en venir? Basilisa la Sabia te ha olvidado por completo y quiere casarse con otro. Ahora vive en casa de mi hermana mayor, donde tienes que ir muy de prisa si quieres llegar a tiempo. Acuérdate del consejo que te doy: Cuando entres en la cabaña de Baba-Yaga, Basilisa la Sabia se transformará en un huso y mi hermana empezará a hilar unos finísimos hilos de oro que devanará sobre el huso; procura aprovechar algún momento propicio para robar el huso y luego rómpelo por la mitad, tira la punta detrás de ti y la otra mitad échala hacia delante, y entonces Basilisa la Sabia aparecerá ante tus ojos. Iván Zarevich dio a Baba-Yaga las gracias por tan preciosos consejos y se dirigió otra vez tras la pelota. No se sabe cuánto tiempo anduvo ni por qué tierras, pero rompió tres pares de botas de hierro en su largo camino y se comió tres panes de hierro. Al fin llegó a una tercera cabaña, puesta, como las anteriores, sobre tres patas de gallina. -¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la puerta hacia mí! La cabaña le obedeció y el zarevich penetró en ella y encontró a la Baba-Yaga mayor sentada en un banco hilando, con el huso en la mano, hilos de oro; cuando hubo devanado todo el huso, lo metió en un cofre y cerró con llave. Iván Zarevich, aprovechando un descuido de la bruja, le robó la llave, abrió el cofrecito, sacó el huso y lo rompió por la mitad; la punta aguda la echó tras de sí y la otra mitad hacia delante, y en el mismo momento apareció ante él su mujer, Basilisa la Sabia. -¡Hola, maridito mío! ¡Cuánto tiempo has tardado en venir! ¡Estaba ya dispuesta a casarme con otro! Se cogieron de las manos, se sentaron en una alfombra volante y volaron hacia el reino de Iván. Al cuarto día de viaje descendió la alfombra en el patio del palacio del zar. Éste acogió a su hijo y nuera con gran júbilo, hizo celebrar grandes fiestas, y antes de morir legó todo su reino a su querido hijo el zarevich Iván. FIN * Zarevich: hijo del zar.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La vaquita parda
Cuento folclórico
Éranse en un reino un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando la zarina murió, el zar se casó al poco tiempo con una mujer llamada Yaguichno. De este segundo matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo, la segunda nació con dos, y la tercera tenía tres ojos. La madrastra no quería bien a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo y sucio, le dio una corteza de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda. La zarevna1 condujo a la vaquita a una pradera verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada. Limpia y arreglada como una zarevna, cuidó todo el día de la vaquita, y cuando el sol se puso María se quitó su vestido de gala, vistió su traje andrajoso, volvió a casa con la vaquita y guardó el pedazo de pan duro en el cajón de la mesa. «¿Qué es lo que habrá comido?», pensó la madrastra. Al día siguiente Yaguichno dio a su hijastra la misma corteza de pan duro y la envió a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que antes de marcharse dijo: -Observa, hija mía, qué es lo que come y bebe María, la cual vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy. Llegadas las muchachas a la pradera, María dijo a su hermana: -Ven, hermanita; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar. Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo: -No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida. Cuando la hermana se durmió, María se levantó, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja, salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarevna, cuidó de la vaquita. Cuando empezó a oscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole: -Levántate, hermanita; levántate, querida; es hora ya de volver a casa. «¡Qué lástima! -pensó entre sí la muchacha-. He dormido todo el día, no he visto lo que ha comido y bebido María y ahora no sabré lo que decir a mi madre cuando me pregunte.» Apenas llegaron a casa, Yaguichno preguntó a su hija: -¿Qué es lo que ha comido y bebido María? -¡Yo no he visto nada, madre! -respondió la hija. La madre la riñó, y a la mañana siguiente envió a su segunda hija, la que tenía dos ojos. -Ve, hija mía, y mira bien qué es lo que come y bebe María. Cuando llegaron al campo María dijo a su hermana: -Ven aquí; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a hacer la trenza. Y cuando apoyó su cabeza María dijo: -Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía. La hermana cerró los ojos y se durmió hasta la noche y, por consiguiente, no pudo ver nada. El tercer día, Yaguichno envió a su tercer hija, la que tenía tres ojos, diciéndole: -Observa bien qué es lo que come y bebe María Zarevna y cuéntamelo todo. Llegaron las dos a la pradera para apacentar a la vaquita parda, y María dijo a su hermana: -¿Quieres que te peine y te haga las trenzas? -Házmelas, hermanita. -Pues siéntate a mi lado y descansa tu cabeza sobre mis rodillas. Cuando tomó esta postura, María Zarevna pronunció las mismas palabras de siempre. -Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía. Pero olvidó por completo el tercer ojo; así que dos ojos dormían, pero el tercero observaba todo lo que María Zarevna hacía. Ésta se arrimó a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra, comida, bebida y bien vestida. Apenas se escondió el Sol, María se cambió de vestido y despertó a su hermana: -Levántate, hermanita, que es ya hora de volver a casa. Llegaron a casa y María escondió su corteza seca de pan en el cajón de la mesa. -¿Qué es lo que ha comido María? -preguntó a su hija la madrastra. La hija contó a su madre todo lo que había visto; entonces ésta llamó al cocinero y le dio orden de matar inmediatamente a la vaquita parda. El cocinero obedeció y María Zarevna le suplicó: -Abuelito, dame, por lo menos, el rabo de la vaquita. El viejo se lo dio; ella lo plantó en la tierra, y en poco tiempo creció un arbolito con unos frutos muy dulces, en el que se posaban muchos pájaros que cantaban canciones muy bonitas. Un zarevich llamado Iván, oyendo hablar de las virtudes y belleza de la zarevna María, se presentó un día a la madrastra, y poniendo un gran plato sobre la mesa, le dijo: -La muchacha que me llene de fruta este plato se casará conmigo. La madrastra envió a su hija mayor a coger la fruta; pero los pájaros no la dejaban acercarse al árbol y por poco le quitan el único ojo que tenía. Envió a las otras dos hijas; pero éstas tampoco pudieron coger un solo fruto. Finalmente, fue María Zarevna, y apenas se acercó con el plato al árbol y empezó a coger frutos, los pájaros se pusieron a ayudarla, y mientras ella cogía uno, los pajaritos le tiraban al plato dos o tres. En un momento estuvo el plato lleno. María Zarevna puso entonces el plato sobre la mesa e hizo una reverencia al zarevich. Prepararon la boda, se casaron, tuvieron grandes fiestas y vivieron muchos años muy felices y contentos. FIN 1. Zarevna: hija de zar.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La vejiga, la paja y el calzón de líber
Cuento folclórico
Una vejiga, una paja y un calzón de líber1 se reunieron y decidieron irse a recorrer el mundo para conocer gente y hacerse célebres. Llegaron a la orilla de un arroyito y se detuvieron indecisos al no encontrar el modo de atravesarlo. Entonces el Calzón de líber le dijo a la Vejiga: -Oye, Vejiga, tú puedes muy bien servirnos de barca. Pero la Vejiga repuso: -No, Calzón de líber; eso no me conviene. Mejor será que la Paja se tienda de una orilla a otra y nosotros podremos pasar por encima como si fuese por un puente. Aceptaron los tres esta proposición y la Paja se tendió de una orilla a otra. El Calzón de líber quiso pasar por encima de ella, y con gran dificultad llegó al centro del arroyo; pero entonces la Paja, no pudiendo resistir el peso, se quebró, y el Calzón cayó al arroyo y se ahogó. Al ver esto le dio a la Vejiga tal acceso de risa que se puso a reír a carcajadas hasta que reventó. Así acabó el viaje de los tres amigos. FIN 1. Líber: Tejido vegetal que se encuentra en la parte profunda de la corteza del tronco y de las ramas.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
La zorra, la liebre y el gallo
Cuento folclórico
Éranse una liebre y una zorra. La zorra vivía en una cabaña de hielo y la liebre en una choza de líber. Llegó la primavera, y los rayos del Sol derritieron la cabaña de la zorra, mientras que la de la liebre permaneció intacta. La astuta zorra pidió albergue a la liebre, y una vez que le fue concedido echó a ésta de su casa. La pobre liebre se puso a caminar por el campo llorando con desconsuelo, y tropezó con unos perros. -¡Guau, guau! ¿Por qué lloras, Liebrecita? -le preguntaron los Perros. La Liebre les contestó: -¡Déjenme en paz, Perritos! ¿Cómo quieren que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una de hielo; la suya se derritió, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa. -No llores, Liebrecita -le dijeron los Perros-; nosotros la echaremos de tu casa. -¡Oh, no! Eso no es posible. -¿Cómo que no? ¡Ahora verás! Se acercaron a la choza y los Perros dijeron: -¡Guau, guau! Sal, Zorra, de esa casa. ¡Anda! Pero la Zorra les contestó, calentándose al lado de la estufa: -¡Si no se marchan en seguida saltaré sobre ustedes y los despedazaré en un instante! Los Perros se asustaron y echaron a correr. La pobre Liebre se quedó sola, se puso a andar llorando desconsoladamente, y se encontró con un Oso. -¿Por qué lloras, Liebrecita? -le preguntó el Oso. -¡Déjame en paz, Oso! -le contestó-. ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una cabaña de hielo; al derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa. -No llores, Liebrecita -le contestó el Oso-; yo echaré a la Zorra. -¡Oh, no! No podrás echarla. Los Perros intentaron hacerlo y no pudieron; tampoco lo lograrás tú. -¿Cómo que no? ¡Ahora verás! Se encaminaron hacia la choza y el Oso dijo: -¡Sal, Zorra, de la casa! ¡Anda! Pero la Zorra contestó tranquilamente: -¡Espera un ratito, que saldré de casa y te despedazaré en un instante! El Oso se asustó y se marchó. Otra vez se puso a caminar la Liebre llorando, y encontró a un Toro, que le dijo: -¿Por qué lloras, Liebrecita? -¡Oh, déjame en paz, Toro! ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una de hielo; después de derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó a mí de mi propia casa. ¡Por qué poco lloras! Vamos allá, que yo la echaré de tu casa. -¡Oh, no, Toro! No podrás echarla. Los Perros quisieron echarla y no pudieron; luego el Oso intentó hacerlo y no pudo; tampoco tú lo conseguirás. -¡Ya verás! Se acercaron a la choza y el Toro gritó: -¡Sal de casa, Zorra! Pero ésta le contestó, sentada al lado de la estufa: -¡Aguarda un poquito, que saldré de casa y te despedazaré en un abrir y cerrar de ojos! El Toro, a pesar de su valentía, tuvo miedo y se marchó. Otra vez quedose sola la pobre Liebre y se puso a caminar vertiendo amargas lágrimas, cuando tropezó con un Gallo que llevaba consigo una guadaña. -¡Quiquiriquí! ¿Por qué lloras, Liebrecita? -¡Déjame en paz, Gallo! ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una de hielo; después de derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó a mí de mi propia casa. -¡Vámonos, que yo la echaré de allí! -No, Gallo, no podrás echarla. Los Perros quisieron echarla y no pudieron; el Oso quiso hacerlo y no pudo; al fin el Toro lo intentó, pero sin resultado; tampoco tú podrás hacerlo. -Ya verás como sí. ¡Vamos! Se acercaron a la choza y el Gallo cantó: -¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal en seguida de casa! ¡Anda! La Zorra oyó el canto y se asustó. -Aguarda un ratito -dijo-; estoy vistiéndome. El Gallo cantó por segunda vez. -¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal de la casa! ¡Anda! La Zorra, asustándose aún más, le contestó: -Estoy ya poniéndome el abrigo. El Gallo cantó por tercera vez: -¡Quiquiriquí! ¡Llevo conmigo una guadaña y quiero despedazar a la Zorra! ¡Sal de la casa! ¡Anda! La Zorra tuvo un miedo tan grande que salió de la casa, y entonces el Gallo la mató con la guadaña. Luego se quedó a vivir con la Liebre en su choza y ambos pasaron la vida en paz y concordia. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Marco el Rico y Basilio el Desgraciado
Cuento folclórico
En cierto país vivía un comerciante llamado Marco, al que pusieron el apodo de el Rico porque poseía una fabulosa fortuna. A pesar de sus riquezas, era un hombre avaro y sin caridad para los pobres, a los que no quería ver ni aun en los alrededores de su casa; apenas alguno se acercaba a su puerta, ordenaba a sus servidores que lo echasen fuera y lo persiguiesen con los perros. Un día, ya al anochecer, entraron en su casa dos ancianos de cabellos blanquísimos y le pidieron refugio. -¡Por Dios, Marco el Rico, danos alojamiento para no tener que pasar la noche a campo raso! Le suplicaron tanto y con tanta insistencia, que Marco, sólo para que no lo molestasen más, dio orden de que los dejasen dormir en el cobertizo del corral, donde también dormía una mujer pariente suya y gravemente enferma. A la mañana siguiente vio que ésta, perfectamente buena y sana, lo saludaba dándole los buenos días. -¿Qué te ha pasado? ¿Cómo has recobrado la salud? -le preguntó. -¡Oh Marco el Rico! -exclamó la mujer-. Yo misma lo ignoro. He visto, no sé si en sueños o en la realidad, que han pasado la noche en mi choza dos viejos con cabellos blancos como la nieve; a eso de la medianoche alguien llamó y dijo: «En la aldea vecina, en casa de un pobre campesino, acaba de nacer un niño. ¿Qué nombre quieren darle y qué dote le conceden?» Y los ancianos contestaron: «Le damos el nombre de Basilio, el apodo de el Desgraciado, y lo dotamos con todas las riquezas de Marco el Rico, en casa del cual pasamos ahora la noche.» -¿Y nada más? -preguntó Marco. -Para mí fue bastante lo que obtuve, porque apenas desperté me levanté sana y fuerte como antes. -Bien -dijo el comerciante-; pero los tesoros de Marco no logrará poseerlos el hijo de un pobre campesino; serían demasiado para él. Se puso a meditar Marco el Rico y quiso ante todo asegurarse de si era verdad que había nacido Basilio el Desgraciado. Mandó enganchar el coche, se fue a la aldea, y dirigiéndose a casa del pope1, le preguntó: -¿Es verdad que ayer nació aquí un niño? -Sí, es verdad -le contestó el pope-; nació en casa del más pobre campesino de estos lugares; yo le puse el nombre de Basilio y el apodo de el Desgraciado; pero aún no ha podido bautizársele, porque nadie quiere ser su padrino. Entonces Marco se ofreció como padrino, rogó a la mujer del pope que fuese la madrina y mandó preparar una abundante comida. Trajeron al niño, lo bautizaron y después tuvieron fiesta hasta la noche. Al día siguiente, Marco el Rico llamó al pobre campesino, lo trató con gran afabilidad y le dijo: -Oye, compadre, tú eres un hombre pobre y no podrás educar a tu hijo; cédemelo a mí, que lo haré un hombre honrado, aseguraré su porvenir y te daré a ti mil rublos para que no padezcas miseria. El padre reflexionó un poco; pero al fin consintió, pues creía hacer la felicidad de su hijo. Marco tomó al niño, lo tapó bien con su capote forrado de pieles de zorro, lo puso en el coche y se marchó. Después de haber corrido unas cuantas leguas, el comerciante hizo parar el coche, entregó el niño a su criado y le ordenó: -Cógelo por los pies y tíralo al barranco. El criado cogió al niño e hizo lo que su amo le mandaba. Marco, riéndose, dijo: -Ahí, en el fondo del barranco, podrás poseer todos mis bienes. Tres días después, y por el mismo camino por donde había pasado Marco, pasaron unos comerciantes que llevaban a Marco el Rico doce mil rublos que le debían; al aproximarse al barranco oyeron el llanto de un niño; se pararon y escucharon un rato y mandaron a uno de sus dependientes que se enterase de la causa de aquello. El empleado bajó al fondo del barranco y vio que había una pequeña pradera verde en la cual estaba sentado un niño jugando con las flores; volviendo atrás, contó lo que había visto a su amo y éste bajó en persona apresuradamente para verlo. Luego cogió al niño, lo arropó cuidadosamente, lo colocó en el trineo y todos se pusieron de nuevo en camino. Llegados a casa de Marco el Rico, éste preguntó a los comerciantes dónde habían encontrado al niño. Le contaron lo ocurrido y Marco comprendió en seguida que el niño era su ahijado Basilio el Desgraciado. Convidó a los comerciantes con manjares delicados y gran abundancia de vinos generosos, terminando por rogarles que le dieran al niño encontrado. Rehusaron los comerciantes un buen rato; pero al decirles Marco que les perdonaba todas las deudas, le entregaron el niño sin vacilar más. Pasó un día, luego otro, y al fin del tercero tomó Marco a Basilio el Desgraciado, lo puso en un tonel, que tapó y embreó cuidadosamente, y lo echó desde el embarcadero al agua. El tonel flotó durante mucho tiempo por el mar, y por fin llegó a una orilla en donde se elevaba un convento. En aquel momento salía un monje a coger agua, y oyendo un llanto infantil que partía del tonel salió en una barca, pescó el tonel, lo destapó, y al ver en el interior un niño sentado lo cogió en sus brazos y se lo llevó al convento. El abad, creyendo que no estaría bautizado, le puso al niño el nombre de Basilio y el apodo de el Desgraciado; desde entonces Basilio el Desgraciado vivió en el convento, y así transcurrieron dieciocho años, en los cuales aprendió a leer, a escribir y a cantar en el coro de la capilla. El abad tomó gran cariño a Basilio y lo utilizaba como sacristán en el servicio de la iglesia del convento. Un día Marco el Rico se dirigía a otro país para cobrar sus deudas, y al pasar por el convento se detuvo en él. Se fijó en el joven sacristán y empezó a preguntar a los monjes de dónde había venido y cuánto tiempo hacía que estaba en el convento. El abad le contó todo lo que recordaba acerca del hallazgo de Basilio. Que hacía dieciocho años un tonel que venía flotando por el mar se había acercado a la orilla no lejos del convento y que en el tonel había un niño, al que él había puesto el nombre de Basilio. Marco, después de haber oído esto, comprendió que el sacristán era su ahijado. Entonces dijo al abad: -Si yo hubiese dispuesto de un hombre tan listo como parece su sacristán, lo habría nombrado mi ayudante principal en los negocios de mi casa. ¡Cédanmelo! El abad se negó al principio; pero Marco el Rico, a pesar de su avaricia, ofreció una donación de veinticinco mil rublos para el convento a cambio de Basilio; el abad, después de haber pedido consejo a los demás frailes, decidió, con la aprobación de todos, aceptar la donación y dejar marchar a Basilio el Desgraciado. Marco envió al joven a su casa con una carta cerrada que decía: «Mujer: En cuanto recibas esta carta ve con el dador a nuestra fábrica de jabón y ordena a los obreros que lo echen en una de las calderas de aceite hirviendo; cuida de no faltar en cumplir lo que te digo, porque se trata de mi más temible enemigo.» Se puso en marcha Basilio el Desgraciado sin sospechar la suerte que le esperaba, y en el camino tropezó con un viejo de cabellos blancos como la nieve, que le preguntó: -¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado? -Voy a casa de Marco el Rico, donde me envía su dueño con una carta para su mujer. -Déjame ver la carta. Basilio le entregó la carta y el viejo rompió el sello y se la mostró, diciendo: -¡Toma, léela! Basilio la leyó y comenzó a llorar, diciendo: -¿Qué le he hecho yo a ese hombre para que me condene a muerte tan cruel? -No te entristezcas ni temas nada -le dijo el anciano para tranquilizarle-. Dios no te abandonará. Y soplando sobre la carta, se la devolvió con el sello intacto, como si no la hubiese abierto. -Ahora, vete con Dios y entrega la carta de Marco el Rico a su mujer. Basilio el Desgraciado llegó a la casa del comerciante, preguntó por el ama y le entregó la carta. La mujer la leyó, llamó a su hija y le enseñó la carta, que decía: «Mujer: En cuanto recibas esta carta, prepara todo para casar al día siguiente a Anastasia con el dador de ésta; y cuida de no faltar en cumplir lo que te digo, porque tal es mi voluntad.» Los ricos, como de todo tienen en su casa en abundancia, organizan rápidamente fiestas cuando les parece; así que inmediatamente vistieron a Basilio con un riquísimo vestido y le presentaron a Anastasia, que se enamoró en seguida de él; al día siguiente fueron a la iglesia, se casaron y celebraron la boda con un gran banquete. Después de transcurrido algún tiempo, una mañana avisaron a la mujer de Marco el Rico que llegaba su marido, y ella salió acompañada de su hija y su yerno al embarcadero para recibirlo. Marco, al ver vivo a Basilio el Desgraciado y casado con su hija, se enfureció y dijo a su mujer: -¿Cómo te has atrevido a casar a nuestra hija con este hombre? -No he hecho más que obedecer las órdenes que me diste -contestó la mujer, enseñándole la carta. Marco se aseguró de que estaba escrita por su propia mano, calló y no dijo más. Pasaron así tres meses, y el comerciante llamó a su yerno y le dijo: -Tienes que ir allá lejos, muy lejos, a mil leguas de aquí, donde vive el Rey Serpiente, a cobrarle la renta que me debe por doce años, y entérate de camino qué suerte tuvieron doce navíos míos que hace ya tres años que han desaparecido; mañana mismo al amanecer te pondrás en camino. Al día siguiente, muy temprano, se levantó Basilio el Desgraciado, rezó a Dios, se despidió de su mujer, cogió un saquito con pan tostado y se puso en camino. Llevaba andando bastante, cuando, al pasar junto a un frondoso roble, oyó una voz que le decía: -¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado? Miró a su alrededor, y no viendo a nadie preguntó: -¿Quién me llama? -Soy yo, el Roble, quien te pregunta. -Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años. Entonces el Roble contestó: -Cuando llegues allí acuérdate de mí, que estoy aquí hace ya trescientos años y quisiera saber cuántos tendré aún que permanecer en este sitio. No te olvides de enterarte. Basilio le escuchó con atención y continuó su camino. Más allá encontró un río muy ancho, se sentó en la barca para pasar a la otra orilla y el barquero le preguntó: -¿Adónde vas? -Voy al reino del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años. -Cuando llegues allá acuérdate de mí, que estoy pasando a la gente de una orilla a otra hace ya treinta años y quisiera saber durante cuánto tiempo tendré aún que seguir haciendo lo mismo. No te olvides de enterarte. -Bien -dijo Basilio, y siguió su camino. Anduvo unos cuantos días y llegó a la orilla del mar, sobre el cual estaba tendida una ballena de tal tamaño que llegaba a la orilla opuesta; su espalda servía de puente a los caminantes y los carros. Apenas la pisó Basilio, la Ballena exclamó: -¿Adónde vas, Basilio el Desgraciado? -Voy al reino del Rey Serpiente a reclamarle la renta de doce años. -Pues procura acordarte de mí, que estoy aquí tendida sobre el mar, y pasando sobre mis espaldas caminantes y carros que destrozan mis carnes hasta llegar a mis huesos; entérate cuánto tiempo tendré aún que seguir sirviendo de puente a la gente. -Bien, no te olvidaré -contestó Basilio, y siguió más adelante. Después de caminar mucho tiempo se encontró en una extensa pradera en medio de la cual se elevaba un gran palacio. Basilio el Desgraciado subió por la ancha escalera de mármol y penetró en el palacio. Atravesó muchas habitaciones, cada una más lujosa que la anterior, y en la última encontró, sentada sobre su lecho, una bellísima joven que lloraba con desconsuelo. Al percibir al desconocido se levantó y, acercándose a él, le dijo: -¿Quién eres y qué valor es el tuyo que te has atrevido a entrar en este reino maldito? -Soy Basilio el Desgraciado y me ha enviado aquí Marco el Rico en busca del Rey Serpiente para reclamarle la renta de doce años. -¡Oh, Basilio el Desgraciado! No te han enviado para cobrar la contribución, sino para ser comido por el Rey Serpiente. Cuéntame ahora por dónde has venido. ¿No te ocurrió nada mientras caminabas? ¿Viste u oíste algo? Basilio le contó lo del roble, lo del barquero y lo de la ballena. Apenas había terminado de hablar cuando se oyó un gran ruido como producido por un torbellino de viento; la tierra empezó a temblar y el palacio se bamboleó. La hermosa joven escondió a Basilio debajo de su lecho y le dijo: -Estate ahí sin moverte y escucha lo que diga el Rey Serpiente. El Rey Serpiente entró volando en la habitación, husmeó el aire y preguntó: -¿Por qué huele aquí a carne humana? -¿Cómo habría podido penetrar aquí un ser humano? -contestó la hermosa joven-. Por fuerza has volado muy cerca de la tierra y te has empapado de olor humano. -¡Oh qué cansadísimo estoy! ¡Ráscame la cabeza -dijo el Rey Serpiente, extendiéndose en el lecho. La joven se puso a rascarle la cabeza y mientras le dijo: -Mi señor, ¡si supieras qué sueño he tenido en tu ausencia! He soñado que caminaba por una carretera y, de repente, oí gritar a un viejo Roble: «Pregunta al Rey Serpiente cuánto tiempo me queda de estar aquí.» -Pues se quedará allí -contestó el Rey Serpiente- hasta que llegue un hombre valiente que le dé un golpe con el pie en dirección de Levante; entonces se romperán sus raíces, el roble caerá al suelo y bajo él se encontrará más cantidad de oro y plata que la que posee Marco el Rico. -Luego he soñado -siguió la joven- que me había acercado a un río ancho y grande; había una barca para pasar de una orilla a otra y el barquero me preguntó. «¿Por cuánto tiempo tendré que continuar en esta ocupación de pasar a la gente de una orilla a otra?» -Pues no mucho tiempo. Bastará que cuando se siente un viajero en la barca le entregue los remos y la empuje desde la orilla; así quedará él libre y el pasajero a quien le suceda esto se quedará, en cambio, de eterno barquero. -Luego soñé que estaba pasando por el lomo de una enorme ballena tendida en el mar de una orilla a otra, que se quejaba de su desgracia y me preguntaba: «¿Por cuánto tiempo tendré que seguir sirviendo de puente a todo el mundo?» -¡Oh! Ésa permanecerá así hasta que eche de sus entrañas los doce navíos de Marco el Rico, y apenas lo haga se sumergirá en el agua y sus huesos se cubrirán de carne -respondió el Rey Serpiente; y se durmió profundamente. La hermosa joven, dejando salir a Basilio el Desgraciado, le aconsejó: -Lo que has oído decir al Rey Serpiente no se lo digas ni a la Ballena ni al Barquero hasta después de atravesar el mar y el río; sólo cuando hayas pasado a la otra orilla del mar darás la contestación a la Ballena, y después de cruzar el río podrás contestar al Barquero. Basilio el Desgraciado dio las gracias a la joven y tomó el camino de su casa. Después de andar un buen rato llegó a la orilla del mar y en seguida la Ballena le preguntó: -¿Qué respuesta me traes? ¿Has hablado de mi asunto con el Rey Serpiente? -Sí, he hablado; pero la respuesta te la diré cuando haya pasado a la otra orilla. Y cuando se encontró en la otra orilla, le dijo: -Echa de tus entrañas los doce navíos de Marco el Rico. La Ballena vomitó los doce navíos, que salieron navegando con sus velas desplegadas, y las olas se precipitaron a la orilla con tal fuerza, que, aunque Basilio se había alejado ya bastante, se encontró con el agua hasta las rodillas. Cuando llegó al río, le preguntó el Barquero: -¿Has preguntado al Rey Serpiente lo que te rogué? -Sí, lo he preguntado; pero llévame antes a la otra orilla y allí te diré la respuesta. Basilio, una vez que hubo atravesado el río, le dijo al Barquero: -Al primero que te pida que lo pases a la orilla opuesta hazlo entrar en tu sitio y empuja la barca hacia el agua. Al fin, llegado delante del viejo roble le dio una patada con gran fuerza en dirección de Levante; el árbol cayó y debajo de sus raíces descubrió una cantidad enorme de oro, plata y piedras preciosas. Basilio miró atrás y vio navegar con rumbo a la orilla los doce navíos que había vomitado hacía poco la Ballena. Los marineros cargaron todas las riquezas en los navíos, y cuando acabaron se dieron a la vela llevando a bordo a Basilio el Desgraciado. Cuando avisaron a Marco el Rico que estaba llegando su yerno con los doce navíos y llevando consigo las incalculables riquezas que le había regalado el Rey Serpiente se enfureció y ordenó enganchar un carruaje para dirigirse al reino del Rey Serpiente y pedirle consejo acerca del modo de deshacerse de su yerno. Llegó al río, se sentó en la barca, el Barquero empujó a ésta desde la orilla y Marco el Rico se quedó allí toda la vida condenado a pasar la gente de una orilla a otra. Entretanto, Basilio el Desgraciado llegó a su casa y vivió siempre en la mejor armonía con su mujer y su suegra, aumentando sus tesoros y ayudando a los pobres y a los humildes. Así se cumplió la profecía de que heredaría todos los bienes de Marco el Rico. FIN 1. Pope: sacerdote de la iglesia ortodoxa.
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Potanka
Minicuento
Una mujer preparó levadura sin pedir que Dios la bendijera. Llegó corriendo el diablo Potanka y se metió en la levadura. Más tarde, la mujer se acordó de que no había pedido la bendición, regresó y bendijo la levadura. Así, Potanka no pudo ya salir de la tinaja. La mujer coló la levadura y tiró los desechos a la calle. Potanka se quedó allí enredado. Los cerdos lo empujaron de un lado para el otro, pero él no fue capaz de soltarse. Solo al cabo de tres días pudo despegarse de aquello y escapar. Llegó jadeando a donde estaban sus compañeros y estos le preguntaron: —Pero, ¿dónde has estado? —¡Maldita sea esa mujer! -dijo-. Ha hecho levadura sin santiguarse. Llegué y me metí dentro. Y, de repente, viene y me persigna. A duras penas logré escapar, y solo al cabo de tres días. Los cerdos me estuvieron empujando de un lado para otro, y yo no podía soltarme. De aquí en adelante, jamás en la vida volveré a meterme dentro de la levadura de la mujer. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Trilla milagrosa
Minicuento
Una noche invernal y de mal tiempo, marchaban por un camino Iván el Misericordioso y los doce apóstoles. Hacía demasiado frío como para pernoctar en el campo, de modo que llamaron a la puerta de una casa. El campesino los dejó entrar, a condición de que, al día siguiente, bien temprano, le trillaran varias gavillas de centeno. Por la mañana, el amo los llamó. Los apóstoles se levantaron y se dispusieron a marchar a la era. Pero Iván el Misericordioso les convenció de dormir un poquito más. El campesino esperó un rato, luego cogió un látigo, entró en la isbá¹ y se puso a dar latigazos al que se hallaba en el extremo cercano. Era Iván el Misericordioso, el cual gritó: —¡Basta! ¡Ya vamos! El campesino se marchó. Los apóstoles comenzaron levantarse. Pero Iván el Misericordioso les convenció a todos, otra vez, de descansar un poco más. Pero caviló: “A ver si viene de nuevo este campesino y se pone a dar golpes al primero”, y se escondió detrás de los demás. El campesino esperó un ratito, volvió a la isbá con el látigo y pensó: “¿Por qué voy a tener que pegar a la misma persona? Golpearé al que se encuentra detrás de todos”. Y empezó a dar latigazos al que se hallaba detrás. Apenas se marchó el campesino, convenció Iván el Misericordioso por tercera vez a los apóstoles de no levantarse, y se metió en medio de todos. El amo siguió a la espera, pero los forasteros no acudían. Volvió a la isbá con el látigo. Entró y pensó: “Bueno, el que está delante ya recibió lo suyo; el que está detrás, también. Voy a darle ahora su merecido al que está en medio”. Y, otra vez, recibió los latigazos Iván el Misericordioso, quien, ahora sí, pidió a los apóstoles que fueran a ayudar al campesino. FIN
Afanasiev, Aleksandr Nikoalevich
Rusia
1826-1871
Visita al infierno
Minicuento
Al joven a quien Dios llevó de visita al infierno, un anciano le instó: —Cuéntame lo que has visto. —Vi un puente de plata —contesta el peregrino—. Bajo el puente había una caldera enorme donde hervían cabezas humanas. Sobre ellas volaban águilas que las sometían a tortura con sus picos. —Ese es el eterno tormento que hay en el otro mundo. ¿Qué más has visto? —Después pasaba yo por un pueblo donde se oían alegres canciones y diversión. Pregunté: “¿A qué se debe esta alegría?”. Me contestaron que habían tenido una muy buena cosecha, y que vivían en la abundancia. —Es la gente de Dios: están dispuestos a dar de comer a todo el mundo; ningún pobre se alejaba de sus casas sin quedar bien atendido. —Después vi a dos perras que se peleaban en un camino. Quise separarlas, pero no logré hacerlo. —Eran dos nueras. ¿Qué pasó después? —En otro pueblo, vi lágrimas y tristeza. “¿Por qué están tan tristes?”, pregunté. Y me contestaron: “Porque el granizo estropeó nuestros campos, y ahora ya nada nos queda”. —Allí es donde vive la gente que no conoce la sinceridad. —Después vi cómo se peleaban dos cerdos. Quise separarlos, pero no logré hacerlo. —Se trata de hermanos que no estaban de acuerdo. ¿Qué más viste? —Estuve en una pradera maravillosa. Podría estar allí tres días sin moverme, contemplando tanta hermosura. —Es el paraíso, en el otro mundo; pero es difícil llegar ahí. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Almohada
Minicuento
Usando como almohada un escepticismo con olor a hojas de rosa, leía un libro de Anatole France. Pero nunca se dio cuenta de que, dentro de su almohada, había un centauro, una deidad que era medio hombre, medio caballo. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Base naval
Minicuento
El interior del submarino era oscuro. Se agachó, rodeado de maquinaria, y echó un vistazo por el periscopio. Vio el paisaje del puerto naval. —Por ahí tal vez pueda ver un buque, el Kongo —le dijo un oficial. Mientras contemplaba un buque de guerra en la lente cuadrada, se acordó, sin saber por qué, del perejil. El perejil sobre un bistec de a treinta centímetros el plato. Y de su delicado aroma. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Cuerpo de mujer
Cuento
Una noche de verano un chino llamado Yang despertó de pronto a causa del insoportable calor. Tumbado boca abajo, la cabeza entre las manos, se había entregado a hilvanar fogosas fantasías cuando se percató de que había un pulga avanzando por el borde de la cama. En la penumbra de la habitación la vio arrastrar su diminuto lomo fulgurando como polvo de plata rumbo al hombro de su mujer que dormía a su lado. Desnuda, yacía profundamente dormida, y oyó que respiraba dulcemente, la cabeza y el cuerpo volteados hacia su lado. Observando el avance indolente de la pulga, Yang reflexionó sobre la realidad de aquellas criaturas. “Una pulga necesita una hora para llegar a un sitio que está a dos o tres pasos nuestros, aparte de que todo su espacio se reduce a una cama. Muy tediosa sería mi vida de haber nacido pulga…” Dominado por estos pensamientos, su conciencia se empezó a oscurecer lentamente y, sin darse cuenta, acabó hundiéndose en el profundo abismo de un extraño trance que no era ni sueño ni realidad. Imperceptiblemente, justo cuando se sintió despierto, vio, asombrado, que su alma había penetrado el cuerpo de la pulga que durante todo aquel tiempo avanzaba sin prisa por la cama, guiada por un acre olor a sudor. Aquello, en cambio, no era lo único que lo confundía, pese a ser una situación tan misteriosa que no conseguía salir de su asombro. En el camino se alzaba una encumbrada montaña cuya forma más o menos redondeada aparecía suspendida de su cima como una estalactita, alzándose más allá de la vista y descendiendo hacia la cama donde se encontraba. La base medio redonda de la montaña, contigua a la cama, tenía el aspecto de una granada tan encendida que daba la impresión de contener fuego almacenado en su seno. Salvo esta base, el resto de la armoniosa montaña era blancuzco, compuesto de la masa nívea de una sustancia grasa, tierna y pulida. La vasta superficie de la montaña bañada en luz despedía un lustre ligeramente ambarino que se curvaba hacia el cielo como un arco de belleza exquisita, a la par que su ladera oscura refulgía como una nieve azulada bajo la luz de la luna. Los ojos abiertos de par en par, Yang fijó la mirada atónita en aquella montaña de inusitada belleza. Pero cuál no sería su asombro al comprobar que la montaña era uno de los pechos de su mujer. Poniendo a un lado el amor, el odio y el deseo carnal, Yang contempló aquel pecho enorme que parecía una montaña de marfil. En el colmo de la admiración permaneció un largo rato petrificado y como aturdido ante aquella imagen irresistible, ajeno por completo al acre olor a sudor. No se había dado cuenta, hasta volverse una pulga, de la belleza aparente de su mujer. Tampoco se puede limitar un hombre de temperamento artístico a la belleza aparente de una mujer y contemplarla azorado como hizo la pulga.
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
El biombo del infierno
Cuento
I Difícilmente habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro. De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora madre había aparecido el Matatejas, lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo concedido ser muy diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba de inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario, que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan a compararlo con el emperador de Ch’in, Shih Huang Ti o con Yang Kuang, de Sui; pero tales calumnias están muy lejos de la verdad. Las intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la gloria o a la fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre de gran carácter deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que él la disfrutaba. Así, cuando sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Templo Nijâ, no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Târu-no-Sadaijin , que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la avenida Higashi Sanjâ y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku), desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el propio señor de Horikawa. Tales eran el carácter y el poder del hombre que gozaba de enorme popularidad en toda la capital, donde se lo veneraba como a la reencarnación de un santo. Cierta vez, de regreso de la fiesta del ciruelo, soltose un toro de su carroza y embistió y derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar, juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de señor tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que acontecieron a lo largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día, en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió treinta caballos blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por un sacerdote de Shintan. Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable. Pero de todos los episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al “Biombo del Infierno”, hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha… En fin, noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba imperturbable, pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica, entonces, que quienes estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que le había servido durante veinte años, en los que nunca me había tocado presenciar una escena parecida. Pero para narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del biombo que representa el Infierno. II Al nombrarlo, es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre artista que en su tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a narrar, tendría ya unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia de un ser perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu, estampado en color jiroflé y tocado con el momieboshi ; pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza, y los labios rosados y húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia resultase particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor intencionadas le bautizaron con el nombre de Saruhide, por su parecido con este animal. A propósito de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide, de quince años, servía en palacio como konyobo; era una joven muy afable que en nada se parecía a su padre. Como había perdido a su madre siendo muy pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente, que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo hasta en los más mínimos detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de la señora de Horikawa y de las demás nyobo. Cierto día, alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó Yoshihide. Era un animal muy gracioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes empezaron a burlarse del mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos con burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido al pino del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas, y se divertían maltratándolo. Un día en que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas. Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando. Detrás del animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada rama y amenazándolo. —¡Ladrón de naranjas! ¡Te castigaré, te castigaré! Y lo perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba lastimosamente… Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo, con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi de color violeta y lo acogió con cariño; luego saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez que le decía con su voz suave y fresca: —Señor, es un pobre animal; os ruego le tengáis compasión. Pero el niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció aún más y pateó el suelo repetidas veces. —¿Por qué lo protegéis? —protestó—. Es un mono ladrón de naranjas. —Puesto que es un pobre animal… —repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste— y como lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no puedo soportarlo. Pronunció estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo: —Bien, ya que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono. Hizo esta concesión con visible contrariedad, y arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta corrediza. III Después de este incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente. Ante esta situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar al animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del señor de Horikawa, no solo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse cuando supo que un samurái le había hecho daño. Se cuenta también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con el mono, cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba la amistad que existía entre ella y el mono. —Sois fiel a vuestro padre —dijo el señor—; os recompensaré. La muchacha recibió del señor de Horikawa un akome de color rojo vivo, en premio a su buen corazón. El propio mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro del señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor filial que implicaba la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables, como murmuraba la gente. Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante. Aquí solo quiero aclarar que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no podía soñar en correr ninguna aventura con la que era hija de un simple pintor a su servicio. Después de haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y modesta, no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la hija del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la llevaba consigo siempre que salía en su carroza. Pero dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con el mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no cesaban de burlarse de él y de llamarlo “Saruhide”. Y esto no solo ocurría en palacio. El Sôzu de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su nombre se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio. Aquí conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez Yoshihide había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote; pero, como comprenderéis, son habladurías de la gente de la calle y no conviene otorgarles mayor crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide era compartida en todas las castas sociales. Solo uno que otro pintor amigo y algunas personas más, que lo conocían por su obra y no personalmente, se eximían de hablar mal de él. Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide reunía otros defectos no menos importantes, de manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía a su misma naturaleza. IV Era desvergonzado, haragán, avaro y codicioso, pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor pintor del Japón, convicción que él pregonaba como si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como si esto fuera poco, se creía superior también en otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo, de las buenas costumbres y de la rectitud de los demás. Cierto día —así lo refirió un discípulo que trabajó varios años en su taller—, cuando en el palacio de un noble un espíritu vengativo que había poseído a la famosa médium de Higaki anunció que por intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide tomó tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó a dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad. A tal punto era perverso que a la sagrada Mahâs’ri la pintaba con el rostro de una vulgar prostituta, y al Acalanatha lo mostraba como a un villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes, y si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna: “Dificulto que los dioses que pinto quieran vengarse de mí”. Al escuchar tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados, y algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía convencido de ser el más genial pintor del universo. Dicho todo esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel como por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o un Kanaoka, u otro pintor clásico, se podía decir, por ejemplo, que en una noche de luna parecía percibirse el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse las dulces melodías de la flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide solo hablaba de cosas desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos, se decía que quien pasaba a medianoche cerca del lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se contaba también que cuando ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos de varias cortesanas, las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas de una extraña enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que la pintura de Yoshihide era como él: irreverente y demoniaca. Como os iba diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse se jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de Horikawa, bromeando, le dijo: —Entiendo que a vos solo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide? A lo que él contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios colorados: —Exactamente. La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios. Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se justificaba la insolencia que había gastado con el señor. El discípulo que os mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju para satirizar su insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu que en una época pasada vino desde la China. Pero este Yoshihide, este descarado Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de amar humanamente. V Yoshihide sentía un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento sensible, que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por su hija excedía los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se trataba de comprarle kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero con largueza. Quería y cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan cualquier noche. Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó su contrariedad, y aun después de transcurrido un tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que el señor de Horikawa había llamado a la joven sugestionado por su belleza, y la había llevado a pesar de la disconformidad del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y desconfiada. Aunque el rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide pintó el Mañjusri , atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquel. Como el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció: —Os recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis. ¿Qué os pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras: —Deseo que me devolváis a mi hija. Este deseo hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera el del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente generoso, le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante con expresión severa, le dijo secamente: —Eso jamás. Se levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas veces. Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que podía correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía llorar, conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos opinarían que la tragedia relacionada con el Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la hija del pintor a acceder a los requerimientos del señor. Pero es absurdo suponer que haya podido suceder tal cosa. A nuestro parecer, el motivo de que el señor de Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar era justamente la conveniencia para ella de vivir en palacio sin ninguna preocupación, en lugar de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto, nadie niega que el señor sintiera simpatía por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os repito: no era porque la desease, como muchas personas malintencionadas se empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las malas lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo que sucedió en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo que representase el Infierno. VI Al mencionar el Biombo del Infierno, vuelve a mis pupilas el violento colorido del cuadro tal como si lo tuviera delante de mis ojos. Aun tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un trabajo totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos del biombo hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes y los guardianes, y el resto del cuadro aparecía cubierto en su totalidad por una hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera de los puntos amarillos y azules de los kimonos al estilo T’ang de los myôkan, dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color resaltaban las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las chispas, en un fuego que parecía danzar alocadamente. Solo esta furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de los cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de la realidad. Nobles de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu-ginu, sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta, doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos… Enumerar los motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros con cabezas de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata podría ser una kamunagi ; en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko y se precipita cabeza abajo como un murciélago, se reconocería a un joven funcionario del gobierno; además los había que eran azotados con látigos de hierro o aplastados por enormes piedras; algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña y otros mordidos por dragones venenosos… Se hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases de condenados allí registradas… Pero en medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y terrible era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del cielo, atravesando un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban los espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era agitada por el viento infernal, y en su interior se veía a una cortesana ataviada con un lujo propio de las nyôgo o de las kôi, debatiéndose desesperadamente, con sus negros cabellos revueltos y un cuello de impresionante blancura entre el rojo de las llamas. Tanto la doncella como la carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral la ejecución del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los condenados. Pero temo haber alterado el orden de la historia en mi apresuramiento por hablaros del Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento en que el señor de Horikawa le encargó la ejecución de la referida obra. VII Durante cinco o seis meses consecutivos Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el palacio. Conducta extraña en aquel hombre que tanto amaba a su hija, cuando empezó a trabajar se olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os hablé refería que, cuando Yoshihide empezaba a pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado por algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento. Lo cierto es que en ese tiempo se comentaba que el secreto de su éxito estaba en sus plegarias al Fukutok-no-ôkami con quien había sellado un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo espiado mientras pintaba y habían visto a los fantasmas de varios zorros rondándolo. Según he oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba de todo; se encerraba en el taller día y noche y muy raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso que nos ocupa pudo verse que su inspiración y fervor artístico cobraban especial intensidad. Su aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los discípulos con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se detenía allí. Aun sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar era suficiente para inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo, cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a los cadáveres que encontró en el camino, de los que las personas comunes apartaban la vista horrorizadas y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros y cuerpos putrefactos. ¿Qué os quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad? Seguramente muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el espacio para detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los hechos fueron más o menos los siguientes. Cierto día el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores, cuando se le presentó inesperadamente el maestro: —Pensaba hacer una siesta —dijo—, pero esto días duermo muy mal. Como no le pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente, sin interrumpir su labor: —¿De modo que no puede conciliar el sueño? Mas, cosa insólita, el maestro mostrose entristecido y continuó: —Quiero pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado. Pronunció estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el maestro se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo aceptó, diciendo que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado, le dijo titubeando: —Bueno; quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás discípulos, no les permita pasar. Esa habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas estaban cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto del biombo hecho con yakifude y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco después dormitaba con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo fue sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide. VIII Al principio eran solo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como de alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente comprendió algunas frases. —¿Qué? ¿Que vaya yo?… ¿Adónde?… ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?… ¿Que vaya al Infierno? ¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú… El discípulo detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro, pálido y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo: era la lengua; de ella salían las palabras delirantes. —Con que eres tú… Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme? Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno… ¿Qué? ¿Que mi hija me espera allí? En este punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra misteriosa rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al maestro. Y lo sacudió con fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al lado para lavar los pinceles. —¿Que me estás esperando, y que suba a la carroza?… ¿En esta carroza?… ¿Al Infierno?… —proseguía delirante. Al decir estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado. Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el semblante demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo: —Puede retirarse. Éste se retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían. Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla. Luego se tranquilizó. Pero puedo deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado al taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó: —Lo siento, pero tendrá que desnudarse como la vez pasada. Como ya anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una mirada extraña y agregó: —Pero esta vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que, aunque lo lamento mucho, tendrá que hacer lo que le mando. Hablaba fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que se diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del maestro lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento: “Creí que había enloquecido y que me mataría”. Un poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena que el discípulo perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso. IX Podría agregar que en tal estado el pobre discípulo tenía la apariencia de un tonel, estrechamente atado de pies y manos. La única parte del cuerpo que podía mover era el cuello. Además, tratándose de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso y los muslos se le iban enrojeciendo por la intensa y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide parecía importarle poco la situación del discípulo, y no cesaba de dar vueltas en torno de él, dibujándolo detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio del discípulo durante ese tiempo. Sin embargo, ese sufrimiento sería solo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado sería decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite negro. Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado: —¡Una serpiente, una serpiente! Como él mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón. En ese momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel del cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el reptil por la cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano de alcanzar la mano que la aprisionaba. —¡Diablos! —gritó Yoshihide—. ¡Me arruinaste un dibujo! Enfurecido, arrojó la serpiente en la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera le dio las gracias ni lo consoló. Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que había aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el maestro acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después. Con la sola mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que contaros una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce años, que por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida. Una noche este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano tenía un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca vista por el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un gato? Sí; mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas y los ojos blancos, grandes y redondos eran como los de un gato. X Yoshihide era un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller, un cúmulo de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki adornado con motivos de maki-e, que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes que, según lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro era que no se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba. Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna tuviera su origen en misterios como éste. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba algo, pero Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole el ave con el mentón, le dijo: —¿Qué le parece? ¿Verdad que está domesticado? —¿Qué clase de ave es? —preguntó el discípulo—. Es la primera vez que veo un pájaro semejante. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó: —¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas. Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque… Olvidado de la presencia del maestro y atento tan solo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación. El ave seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los ojos. En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de macabro que producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake. Al decir del discípulo, creía hallarse sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara le pareció el pálido reflejo de la luna. Pero, aunque horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver cómo el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide. XI Era lógico suponer que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que lo había llamado con la expresa intención de pintar una escena fríamente planeada por él, adiestrando de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse el rostro con las mangas del kimono para defenderse del asedio. Gritó algo ininteligible y se acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza. En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado, mientras el batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos. Instantes después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente. Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una víbora negra se había enroscado al ave, apresándole el cuello y una de las alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla se habían trabado en lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un instante contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la serpiente, nadie supo decir nunca nada. Incidentes de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño, y como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno, durante este periodo los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del invierno, algo pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y cada día hablaba con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro quedó paralizado. No solo no había adelantado el trabajo, sino que hasta parecía haber borrado algunas partes. Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que no podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo. Los discípulos, hastiados ya de la conducta del maestro, no quisieron acercársele; era como compartir la jaula con un tigre o un lobo. XII En realidad, nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar, eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y cuando estaba solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía llegar hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para pintar el Círculo de los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres del camino, empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto para el Biombo del Infierno? Mientras Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía cada vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto, el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas sombreándole los ojos y acentuando aun más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería a una lógica preocupación por su padre, a quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría enamorada; pero con el tiempo la gente lo atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido que se le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella. En ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros. Una noche, a hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono. Era una tibia noche de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos en flor. Bajo la luz de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la nariz y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo, y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un puntapié, pero me acordé de aquel samurái que lo había maltratado; por otra parte, la actitud del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin pensar en nada preciso. Al llegar a un ángulo del corredor desde donde se dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos unos ruidos ligeros como de personas que lucharan en silencio. Hallé insólito este ruido repentino en medio de aquella quietud, quebrada solo por el chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención para ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente. XIII Al mono parecía resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros. Quise evitarlo y aparté instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se me aferró a la manga del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso: me puse en acción. Abrí rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde no llegaba la luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión… Mejor dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró atemorizada, como si encontrara terrible mi presencia. Que esa persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un brillo particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden en las faldas del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su modalidad casi infantil. ¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?… Apoyándome en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis ojos, al mirarla, le preguntaban quién era esa persona. La hija del pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia. No me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad. Me acerqué a su oído y le pregunté en voz baja: —¿Quién es? Mas la joven hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían las pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca. Comprenderéis que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que tampoco en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía decir a la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a su lado, como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia. No recuerdo exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y la insté a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada y con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando sentí que alguien tiraba tímidamente de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada menos que el mono, que haciendo gestos como si fuera una persona, inclinaba la cabeza repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al cuello. XIV Unos quince días después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy inferior, en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor le concedió gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera fuese la persona que lo solicitara. El pintor vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo: —El Biombo del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues he trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días. —Os congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho. No sé por qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta. —No merezco ninguna felicitación —dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco—. Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo lograr. —¿Cómo? ¿Hay algo que no conseguís pintar? —Os lo digo. En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo, nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar. Al escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente. —¿Queréis decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno? —Exactamente. El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran comparables a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fudô. Vos ya conocéis esa obra. —Pero ¿cómo representaréis las almas condenadas y los guardianes del Infierno? —Ya he visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes —Yoshihide sonrió maliciosamente—… a los guardianes los he visto varias veces en mis sueños. Algunos con cabeza de toro, otros de caballo; los había con tres cabezas, seis brazos y seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no consigo es independiente de todo esto. El señor parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con irritación, y frunciendo el ceño le preguntó secamente: —Entonces, ¿cuál es el motivo que no podéis pintar? XV —Tengo pensado, señor, pintar en el centro del biombo un biroge cayendo del cielo. Dicho esto, levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado con harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide adquirían un brillo especial. En esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió: —En el interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror, mirando el techo y procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen las chispas. Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Ésta es la escena que no puedo lograr!… Por algún motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones. Y ya con los labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado: —No puedo pintar eso… Repitió de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia: —Os ruego, señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible, dentro de la carroza… —se interrumpió bruscamente. El señor de Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De pronto estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió: —Seréis complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego. Al oír estas palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios. Tras un breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo le hubiera estallado adentro: —Pondré fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su interior; no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis pensar en pintar a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo… Os felicito, os felicito… Yoshihide empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso solo duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se hubieran relajado repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada: —Os agradezco la merced. Quizá Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor, y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquélla fue la única vez que sentí alguna compasión por Yoshihide. XVI Pasados tres días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa, incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que había pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad. Hacía mucho tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso jardín donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta hermana del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña falda de color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar el piso… Os puedo asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el sol, el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio estrellado se parecen a sombras monstruosas. Era una noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío de color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado en relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario añadir que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De un modo especial se destacaba la figura de un samurái, que después de la batalla de Michinoku, en la que a causa del hambre se había visto forzado a comer carne humana, había adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenía puesto al parecer el haramaki y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba. Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban un cuadro fantasmagórico, entrevisto solo fugazmente a la luz movediza de los faroles agitados por el viento. La parte superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la oscuridad, tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de oro refulgían como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba la escena. El carruaje lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver su interior, y próximos se hallaban, estratégicamente situados, los sirvientes con las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese en dirección a la casa. Un poco más apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía las ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas. Parecía más pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo estrellado. Detrás había otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se hallaban en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no podía distinguir el color de sus vestidos. XVII Se acercaba la medianoche. Las sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor de la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el extraño cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora: —¡Yoshihide! Éste contestó algo, pero solo fue una exclamación. —¡Yoshihide! Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido. Y miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que el señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia. —Observad bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de un instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del Infierno. Dicho esto el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero. —Dentro de la carroza se ha atado a una mujer. Al arder el carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman en chispas y se elevan hacia el cielo. El señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros. —Será un espectáculo nunca visto —dijo—. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad la cortina para que pueda verse a la mujer. Uno de los sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha levantó con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más fuerza en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a una mujer que parecía atada en forma brutal. Esa mujer… ¿Quién no la reconocería? Sobre el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado con motivos de cerezos, caían sus largos brazos y negros cabellos adornados con sashi de oro que despedía intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos tan distinguidos y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito. En ese momento, el samurái que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver, se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba correr hacia el carruaje. No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a la distancia. Esta escena duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide —que parecía flotar atraído por una fuerza invisible—, y mostró la palidez mortal de su rostro. La carroza ya era presa de las llamas cuando Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor había dado la orden, y los sirvientes habían arrojado las antorchas dentro de la carroza. XVIII El fuego se propagó rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las cortinas, las mangas del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se consumían con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante. Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo, semejantes a una bola de fuego que al caer estallara en mil fragmentos. Yo había gritado un momento antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro consuelo que contemplarlo, aturdida y desconcertada. Pero ese padre, Yoshihide… No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer impulso fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado, con las manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y sombrío. Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un inmenso estupor ante la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni el asesino cuando comparece ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento. Hasta el famoso samurái que ya os cité palideció a la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida mirada al amo. Pero éste, a su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas… ¡Ay! No tengo fuerzas para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado por el humo, los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus hermosas ropas ardiendo como una tea… Imposible concebir una visión más despiadada. Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante, el humo se desplazó hacia el lado opuesto a donde nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror cómo en medio de esa hoguera, que parecía despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura forcejeando dolorosamente por quitarse las cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos. En ese momento, como si el viento hubiese renovado su intensidad, vimos un remolino en las copas de los árboles agitados de pronto por una ráfaga o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se desprendió del techo y volando, o corriendo, pero sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de la joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido se prolongó como un lamento detrás de la humareda. Una exclamación de espanto brotó de todas las gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los Horikawa y que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de la infeliz muchacha. XIX Pero solo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro. Yoshihide se hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora muestras de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de la desdichada. Pero lo extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder semejante al que simbolizan los leones de los sueños. Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas por el fuego parecían evitar el sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de inmortalidad, y se mostraban sobrecogidos por su actitud. Todos nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa alegría incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No podíamos dejar de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la noche, Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante. El señor de Horikawa se había transformado: intensamente pálido, despedía espuma por la boca, apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como una bestia sedienta. XX Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor. La mayoría opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor. Creo, no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo hizo con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto lo escuché una vez de los propios labios del señor. También se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el Biombo pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo maldecían, y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances de su amor de padre. El Sôzu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y solía decir al respecto: “Aunque sea un gran artista, desde que olvida los cinco deberes del hombre, no merece otro destino que el Infierno eterno”. Un mes después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo al juicio del señor. Se hallaba presente el Sôzu Yokawa, quien al ver la obra quedó estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la superficie con increíble fidelidad. El Sôzu, que habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente al Biombo no pudo menos que exclamar: “¡Magnífico!” Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga sonrisa del señor al escuchar el elogio. Desde que concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran aversión por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo. Pero cuando su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir a la hija que tanto había amado. El cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas de musgo. *FIN*
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
El gran terremoto
Minicuento
Olía como a albaricoques podridos. Caminando entre las ruinas del incendio, percibió ese tenue olor. También pensó que, extrañamente, el hedor de cadáveres putrefactos bajo el calor del sol no era tan desagradable. Ante el estanque donde habían ido apilando los cadáveres, comprendió que en el ámbito de las sensaciones, la expresión «atroz y truculento» no era exagerada. En especial, lo había impresionado el cadáver de un niño de doce o trece años. Mientras lo miraba, sintió algo parecido a la envidia. Las palabras «Los amados por los dioses, mueren prematuramente» surgieron en su mente. La casa de su hermana, quemada. La de su hermano adoptivo, también. Sin embargo, su cuñado, en libertad provisional por haber cometido perjurio… «Ojalá se mueran todos». Fue todo lo que se le ocurrió pensar mientras permanecía inmóvil y de pie ante las ruinas de los incendios que siguieron al terremoto. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
En el bosque
Cuento
Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi -Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas. El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba. ¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera. Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial -Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien. ¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo… Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial -¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera. De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado. Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial -Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos. ¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado. Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.) Confesión de Tajomaru Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto. Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante. ¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.) Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña. Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña. Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre. Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú. Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato. Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.) Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido. Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.) Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba. Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.) Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu -Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije: -Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas! Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí: -Te pido tu vida. Yo te seguiré. Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame». Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono. Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.) Lo que narró el espíritu por labios de una bruja -El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.) Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.) Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…» Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.) Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba: «Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.) Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar… FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Kappa
Cuento
Extrañamente, experimentaba simpatía por Gael, presidente de una compañía de vidrio. Gael era uno de los más grandes capitalistas del país. Probablemente, ningún otro kappa tenía un vientre tan enorme como el suyo. ¡Y cuán feliz se le ve cuando está sentado en un sofá y tiene a su lado a su mujer que se asemeja a una litchi y a sus hijos similares a pepinos! A menudo fui a cenar a la casa de Gael acompañando al juez Pep y al médico Chack; además, con su carta de presentación visité fábricas con las cuales él o sus amigos estaban relacionados de una manera u otra. Una de las que más me interesó fue la fábrica de libros. Me acompañó un joven ingeniero que me mostró máquinas gigantescas que se movían accionadas por energía hidroeléctrica; me impresionó profundamente el enorme progreso que habían realizado los kappas en el campo de la industria mecánica. Según el ingeniero, la producción anual de esa fábrica ascendía a siete millones de ejemplares. Pero lo que me impresionó no fue la cantidad de libros que imprimían, sino la casi absoluta prescindencia de mano de obra. Para imprimir un libro es suficiente poner papel, tinta y unos polvos grises en una abertura en forma de embudo de la máquina. Una vez que esos materiales se han colocado en ella, en menos de cinco minutos empieza a salir una gran cantidad de libros de todos tamaños, cuartos, octavos, etc. Mirando cómo salían los libros en torrente, le pregunté al ingeniero qué era el polvo gris que se empleaba. Éste, de pie y con aire de importancia frente a las máquinas que relucían con negro brillo, contestó indiferentemente: -¿Este polvo? Es de sesos de asno. Se secan los sesos y se los convierte en polvo. El precio actual es de dos a tres centavos la tonelada. Por supuesto, la fabricación de libros no era la única rama industrial donde se habían logrado tales milagros. Lo mismo ocurría en las fábricas de pintura y de música. Contaba Gael que en aquel país se inventaban alrededor de setecientas u ochocientas clases de máquinas por mes, y que cualquier artículo se fabricaba en gran escala, disminuyendo considerablemente la mano de obra. En consecuencia, los obreros despedidos no bajaban de cuarenta o cincuenta mil por mes. Pero lo curioso era que, a pesar de todo ese proceso industrial, los diarios matutinos no anunciaban ninguna clase de huelga. Como me había parecido muy extraño este fenómeno, cuando fui a cenar a la casa de Gael en compañía de Pep y Chack, pregunté sobre este particular. -Porque se los comen a todos. Gael contestó impasiblemente, con un cigarro en la boca. Pero yo no había entendido qué quería decir con eso de que “se los comen”. Advirtiendo mi duda, Chack, el de los anteojos, me explicó lo siguiente, terciando en nuestra conversación. -Matamos a todos los obreros despedidos y comemos su carne. Mire este diario. Este mes despidieron a 64.769 obreros, de manera que de acuerdo con esa cifra ha bajado el precio de la carne. -¿Y los obreros se dejan matar sin protestar? -Nada pueden hacer aunque protesten -dijo Pep, que estaba sentado frente a un durazno salvaje-. Tenemos la “Ley de Matanzas de Obreros”. Por supuesto, me indignó la respuesta. Pero, no sólo Gael, el dueño de casa, sino también Pep y Chack, encaraban el problema como lo más natural del mundo. Efectivamente, Chack sonrió y me habló en forma burlona. -Después de todo, el Estado le ahorra al obrero la molestia de morir de hambre o de suicidarse. Se les hace oler un poco de gas venenoso, y de esa manera no sufren mucho. -Pero eso de comerse la carne, francamente… -No diga tonterías. Si Mag escuchara esto se moriría de risa. Dígame, ¿acaso en su país las mujeres de la clase baja no se convierten en prostitutas? Es puro sentimentalismo eso de indignarse por la costumbre de comer la carne de los obreros. Gael, que escuchaba la conversación, me ofreció un plato de sándwiches que estaba en una mesa cercana y me dijo tranquilamente: -¿No se sirve uno? También está hecho de carne de obrero. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Kesa y Moritô
Cuento
I A medianoche, contemplando la luna, fuera del cerco que rodea su casa, Moritô, pensativo, va pisando las hojas muertas. Monólogo de Moritô Ya asomó la luna. Si hasta ahora esperé con impaciencia su salida, llegada esta noche su luz me llena de temor. Mi cuerpo tiembla al imaginar que en solo una noche pueda quedar destruido lo que fui hasta ahora, para convertirme en criminal desde mañana. ¡Imaginar el cuadro, cuando estas manos se tiñan con el rojo de la sangre! ¡Cómo habré de maldecirme cuando llegue ese momento! No sería tan grande mi sufrimiento si se tratara de un enemigo que odio; pero no guardo ningún rencor a quien debo matar esta noche. Yo conozco a este hombre desde hace tiempo. Aunque su nombre, Wataru Saemon-no-Jo, solo lo supe ahora por este incidente, recuerdo haber conocido antes sus rasgos finos y su cutis blanco, casi impropios de un hombre. Es verdad que en ese momento tuve celos al saber que era el marido de Kesa, pero ya esos celos se han disipado sin dejar rastros en mi corazón. Por eso, aunque sea Wataru mi rival amoroso, no siento por él ni odio ni rencor. Más aún, podría decir que hasta siento compasión por él; cuando mi tía de Koromogawa me enteró de los esfuerzos y sacrificios que había realizado para conquistar a Kesa, llegué a tenerle verdadera simpatía. ¿Acaso no se dijo que por el deseo de casarse con ella se había iniciado en el difícil arte de las poesías waka? Cuando imagino esos poemas de amor escritos por este hombre grave y prosaico, debo sonreír a pesar mío. Pero mi sonrisa no es ninguna burla. Me enternece el proceder de Wataru, que hasta de eso fue capaz para obtener el favor de una mujer. Hasta es posible que su pasión, que le lleva a esos extremos por conquistar a esa mujer que es mi amada, me produzca cierta satisfacción. Pero ¿es que amo realmente tanto a Kesa para decir todo esto? Yo amaba a Kesa antes de que perteneciera a Wataru; o tal vez creía amarla. Aunque pensándolo ahora, veo que tras ese amor se ocultaban motivos inconfesables. ¿Qué buscaba yo en ella? Debo confesar que era la mujer cuyo cuerpo deseaba, siendo yo virgen por entonces. Si se me permitiese la exageración, diría que el amor que sentía por ella era un deseo carnal sentimentalmente embellecido. Porque, si bien durante los tres años siguientes a la separación no la olvidé, ¿habría pensado igualmente en ella en caso de haberla poseído? No puedo decir con certeza que no la haya olvidado. Después de separarnos había en mí añoranza, una gran parte de pesar por no haberla conocido íntimamente. Luego, obsesionado y torturado por ese oscuro sentimiento, inicié la presente relación, esa relación que siempre había temido y que tanto deseara. Y ahora me pregunto: “¿La amo de verdad?” Pero antes de responder es preciso que recuerde, aunque me desagrade, todo lo sucedido hasta este momento. Cuando me encontré casualmente con Kesa después de tres años —en ocasión de celebrarse la Consumación en Puente Watanabe—, durante medio año me valí de toda clase de ardides para poder encontrarme secretamente con ella. Finalmente tuve éxito, y no solo logré la entrevista sino que también pude poseer su cuerpo, tal como lo había soñado. Sobre esto debo aclarar que lo que me obsesionaba en ese momento no era, como dije antes, la frustración de mi primer deseo. Cuando me senté frente a ella en la habitación de la casa de Koromogawa, noté que mi pesar anterior había desaparecido. Seguramente el hecho de que en ese momento yo no fuera ya virgen había contribuido a disminuir mi deseo. Pero más que eso, la razón más poderosa estaba en que ella, físicamente, ya no era la de antes. Ciertamente, la Kesa de ahora no es la de tres años atrás. Su rostro ha perdido lozanía y una sombra negruzca circunda sus ojos. La excitante y deliciosa carne que había en sus mejillas y debajo del mentón, ha desaparecido como por encanto. Se podría aventurar que lo único que no ha cambiado en ella son sus luminosos ojos negros… Este cambio fue sin duda un rudo golpe para mi deseo; recuerdo que la fuerte impresión me obligó a desviar la mirada cuando me enfrenté con ella. Y bien: ¿por qué entonces, tuve relaciones con esa mujer a la que no deseaba mayormente? Primero, sentí un extraño deseo de conquistarla. Cuando estuvimos frente a frente, ella comenzó a exagerar deliberadamente el amor que sentía por su marido. Yo únicamente entendía que lo que me contaba sonaba a falso y vacío. “Esta mujer conserva el orgullo por su marido, pensé, pero podría ser un síntoma de rebeldía, para no despertar mi compasión.” Entonces sentí que minuto a minuto un firme deseo de desmentir sus palabras se iba agitando dentro de mí. Naturalmente, si me preguntaran por qué creía que era falso, o si no había vanidad de mi parte en suponer que mentía, no encontraría el menor argumento para replicar. Lo cierto es que estuve completamente convencido de que mentía; y lo sigo creyendo. No solamente me dominaba el ansia de conquistar a Kesa. Aparte de ese deseo —con solo decirlo me lleno de vergüenza— estaba poseído por un deseo puramente carnal. Sin embargo, el motivo no era la insatisfacción de antes. Era más bajo, un deseo sexual que no exigía que fuese ella quien tuviera que saciarlo. Quizá ni cuando el hombre que compra viera una prostituta sería tan obsceno como lo era yo en aquel momento. Como quiera que fuese, por todos estos motivos trabé íntima relación con Kesa; mejor dicho, la deshonré. Y volviendo ahora a la pregunta del principio, no considero indispensable saber si la amo. A veces, hasta la odio. Cuando “aquello” concluyó y por la fuerza atraje a mis brazos a esa mujer que lloraba, la encontré más infame que yo: los cabellos rizados y el empolvado rostro sudoroso, todo en ella revelaba la fealdad, tanto de su alma como de su cuerpo. Si realmente la había amado hasta ese momento, ese amor tuvo que desaparecer para siempre aquel día. O si no la había amado, puedo decir que ese día nació en mí un nuevo odio por ella. ¡Y hoy tengo que matar a un hombre que no odio a causa de una mujer que no amo! Pero esto no es culpa de nadie. Yo lo dije, impúdicamente, con mi propia boca: “Matemos a Wataru”. Pienso si no estaría loco cuando susurré estas palabras al oído de Kesa. Sin embargo lo hice, a pesar de no desearlo, resistiéndome íntimamente. Ahora, recapacitando, no comprendo por qué habría de querer transmitirle semejante deseo; aunque si forzara una explicación diría que cuanto más la aborrecía más grande era mi tentación de deshonrarla. Y nada era más indicado para ello que matar a Wataru, el esposo que Kesa se jactaba de amar, y hacer que aceptara mi proposición aun contra su voluntad. Debió ser así como la convencí, como en una pesadilla, de que lo matásemos. Por si esto no fuera suficiente para justificar mi propósito, diría que una fuerza desconocida —tal vez la del diablo o del demonio— había anulado mi voluntad impulsándome a esta perversión. No obstante, susurré insistentemente al oído de Kesa esas mismas palabras. Por fin ella alzó vivamente su rostro y me dijo, sin vacilar, que aceptaba mi determinación. Me decepcionó la facilidad con que me dio su respuesta; fue más: al mirarla, sorprendí en sus ojos un misterioso brillo que hasta entonces no le había conocido. “Adúltera” fue la impresión instantánea. Al mismo tiempo, me invadió una desazón que me hizo descubrir, repentinamente, todo el horror que encerraba mi intención de matar. No creo necesario agregar que junto a ello su repulsiva y sensual presencia de adúltera mortificaba obstinadamente mi conciencia. De ser posible, habría retirado mi promesa en el acto. Deseé vivamente degradar hasta el límite a aquella mujer. Así mi conciencia podría escudarse en mi indignación, aun cuando la hubiera ofendido deliberadamente. Pero me faltó valor para ello; confieso que cuando clavó en mí su mirada, mudando repentinamente de expresión… lo que me llevó a comprometerme en forma vergonzosa a matar a Wataru un día fijo, a determinada hora, fue el miedo a la posible venganza de Kesa en el supuesto caso de que yo me arrepintiera. Ahora mismo siento que me persigue tenazmente ese miedo. Quien quiera burlarse por creerme cobarde, que se burle. Yo he de decirle que no conoció a la Kesa de ese momento. “Si no mato al marido, de algún modo provocará mi muerte, aunque no sea ella quien la ejecute. Siendo así, prefiero matar”, me dije con desesperación ante aquellos ojos que lloraban sin lágrimas. ¿Acaso no pude confirmar mi temor cuando vi que, bajando la vista, sonreía poniendo un hoyuelo en su pálido rostro? ¡Ah! Por esa maldita promesa deberé sumar a mi más impura alma el peso de un crimen. Si consiguiera romper este pacto antes de que llegue la medianoche… Pero tampoco lo podría soportar. Ante todo, he dado mi palabra. Después… He dicho que temía la venganza de Kesa; es verdad. Pero hay todavía algo más. ¿Qué es? ¿Qué fuerza poderosa es ésta que empuja a un cobarde como yo a matar a un inocente? No lo sé, no lo sé… Sin embargo, no puede ser. Desprecio a esa mujer. La temo. La odio. Pero a pesar de todo, a pesar de todo eso, es posible que hoy mate, precisamente porque la amo. Moritô, prosiguiendo su marcha, acalla el monólogo. Claro de luna. Se oye una voz que canta una balada. Sin luz, como las sombras, las almas de los hombres ardiendo en llamas de terrenales pasiones desaparecen, para siempre, de esta vida pasajera. II A medianoche, fuera del chodai, Kesa, con la manga del kimono entre los dientes, da la espalda a la lámpara que ilumina la habitación, pensativa. Monólogo de Kesa ¿Vendrá? ¿No vendrá? Bien, no creo que haya cambiado de parecer; se va poniendo la luna y no oigo sus pasos. Si no viniera… Ah, tendría que vivir nuevamente, día tras día, como una mujer indigna. ¡Cómo atreverme a un proceder tan audaz y deshonesto! Seré como cualquier cadáver abandonado en el camino, puesto que deberé callar, como una muda, aunque muestre toda mi vergüenza por el ultraje padecido. De llegar a eso, no acabaría de morir ni después de muerta. No, no, él ha de venir, seguramente. Estoy convencida desde que observé sus ojos cuando nos despedimos la última vez. Él me teme. Me teme aunque me odia y me desprecia. Si realmente me tuviera fe, no dudaría. Pero confío en él. Confío en su egoísmo. Quiero decir, estoy segura del miedo abyecto que le inspira su propio egoísmo. Por eso puedo decir que vendrá esta noche, infaliblemente… Pero ahora que no puedo creer más en mí, ¡qué miserable me siento! Hace tres años yo estaba segura, confiaba sobre todo en mi belleza. Quizá fuera más acertado decir “hasta aquel día”, que “hace tres años”. Ese día en casa de mi tía, cuando me encontré frente a él en la habitación, una sola mirada bastó para ver reflejada en su alma mi propia miseria. Afectando inocencia, Moritô trataba de seducirme con palabras amables e insinuantes. Pero ¿qué consuelo cabe en el alma de una mujer que ha descubierto su propia corrupción? Me sentía mortificada, horrorizada y triste. Prefería la terrible angustia de aquella vez, en que siendo niña, vi un eclipse en brazos del aya. Todos mis ensueños se disiparon. Después, ciñó mi cuerpo una tristeza semejante a un amanecer después de la lluvia… Sentí el temblor de esa tristeza; y por fin entregué a aquel hombre este cuerpo, este cuerpo hecho cadáver. A ese hombre que no amo, que me odia y es un mujeriego. ¿No habré podido sobreponerme a la angustia que sentí cuando comprendí mi propia pobreza? ¿Acaso habré querido disimular todo con aquel fugaz instante, cálido y delicioso, en que me entregué ocultando mi cara en su pecho? ¿O es que como él, actué únicamente por instinto, con ese oscuro impulso del deseo? De solo pensarlo me siento morir de vergüenza, ¡de vergüenza, de vergüenza! Aunque luchaba por no llorar de ira y de tristeza, las lágrimas me brotaban sin cesar. Pero no por el solo hecho de que me hubiese violado. Era la angustia y el dolor de ser violada y a la vez humillada, como un perro leproso al que no solo desprecian sino que maltratan. Pero ¿qué fue lo que hice “después”? Guardo un vago recuerdo, como si todo eso perteneciera a un pasado ya lejano. Recuerdo el instante en que, llorando todavía, sentí en mi oreja el roce de sus bigotes y oí en un susurro su voz cálida diciendo: “¡Matemos a Wataru!” Al escucharlo, no sé bien por qué me sentí extrañamente aliviada. ¿Aliviada? Si pudiera usar la metáfora de que la luz de luna es luminosa, tal vez lo que sentí en ese momento fue, sí, una especie de alivio, aunque ese alivio fuera el claro de luna y no la claridad del sol. Pensándolo bien, ¿no podría ser que esa terrible frase de Moritô hubiese logrado consolarme en cierto modo? ¡Ah! ¿Es posible que yo, la mujer, se complazca en ser amada por un hombre aun al precio de matar a su propio marido? Seguí llorando con ese sentimiento del claro de luna, triste y aliviada a la vez. ¿Después… después?… ¿Cuándo habré aceptado el plan para ultimar a Wataru con su complicidad? A decir verdad, en el mismo momento de aceptarlo fue cuando recordé a mi marido. Sinceramente, era la primera vez que pensaba en él. Hasta ese momento solo había pensado intensamente en mí, solamente en mí, que había sido injuriada de ese modo. Pero en aquel instante pensé en mi esposo, en mi tímido esposo… No, no pensé en él, sino que lo “recordé” con tanta nitidez como si lo hubiese tenido delante de mis ojos; con su cara sonriente, como cuando quiere decirme algo. ¿Es posible que haya sido precisamente cuando decidí ejecutar “mi” plan, el momento en que recordé el rostro sonriente de mi marido? En ese mismo instante me decidí a morir, y hasta me sentí feliz de haber tomado esa resolución. Pero cuando dejé de llorar y lo miré otra vez, y de nuevo vi reflejada en él mi propia miseria, sentí que toda mi alegría se esfumaba. Entonces —vuelvo a recordar la angustia de cuando vi el eclipse con mi aya— fue como si de pronto desapareciera todo lo que de maldito y misterioso encerraba aquella alegría. ¿Significa que amo a mi marido el solo hecho de haberme decidido a morir por él? No, no puede ser… obedezco únicamente al propósito de rehabilitarme, con el pretexto de sacrificarme por mi marido… Yo, que carezco de valor para suicidarme… con un corazón mezquino que teme la malicia de los otros. Pero eso podría serme perdonado. Puesto que hay algo más; fui aún más miserable, más ruin. ¿Acaso no quería vengarme del desprecio de aquel hombre y de su bajeza con el pretexto de esta abnegación final? Como corroborándolo, cuando vi el rostro de ese hombre, la extraña sensación —lúcida como la luz de la luna— se desvaneció, y al instante la congoja heló mi corazón. Yo no muero por mi marido. Yo me propongo morir para mí misma. Estoy dispuesta a ello para vengar la humillación y el rencor que conservo de la infamia. ¡Ay! ni merezco seguir en esta vida, ni soy digna de morir. Pero, después de todo, nadie sabe cuánto mejor es morir esta muerte que seguir viviendo. Aun en mi angustia, repetidas veces le aseguré, sonriendo, que cumpliría la promesa de matar a mi marido. Y él, que es bastante sensible, habrá imaginado a través de esas palabras de lo que sería capaz si él dejara de hacerlo. Esto significa que habiendo empeñado su palabra, es imposible que esta noche deje de venir… ¿Será el rumor del viento…? Al pensar que la angustia y el sufrimiento que me tortura desde aquel día pueden desaparecer hoy mismo, siento que mis nervios descansan. El sol de mañana bañará fríamente mi cuerpo sin cabeza. Cuando mi marido me descubra… No, no pensaré en él. Wataru me ama. Pero yo no tengo fuerzas para hacer algo por su amor. Hace tiempo que solo puedo amar a un hombre. Ese hombre es, justamente, el que vendrá esta noche para matarme. Hasta la débil llama de esta lámpara resulta luminosa para mí, maltratada como he sido por el hombre que amo… Kesa apaga la luz. Un momento después, se oye un ruido leve al abrirse la puerta del jardín. La luna irradia una suave claridad. *FIN*
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
La fiesta de baile
Cuento
1. Esto fue en la noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji. Akiko, hija de la familia XX, de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales, formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta, como un suspiro de felicidad incontenible. A Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera. Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei. Una vez adentro, Akiko se topó con un incidente que la hizo olvidar la inquietud; justo a la mitad de la escalera, el padre y la hija alcanzaron al diplomático chino, que les aventajaba algunos peldaños. Ladeando su cuerpo obeso para dejarles paso, el caballero le lanzó una mirada de admiración a Akiko. El vestido fresco color rosa, la cintilla celeste que colgaba con elegancia del cuello, una sola rosa que despedía una fragancia desde el cabello negro oscuro: la figura de la mujer japonesa, recién tocada por la cultura occidental, se destacaba esa noche con una belleza impecable que dejó abrumado al diplomático chino de coleta larga. En seguida, vinieron bajando con prisa dos japoneses vestidos de frac, que, al cruzarse con ellos, se volvieron casi por instinto para lanzar una mirada rápida de la misma admiración hacia la espalda de Akiko. Los dos señores se ajustaron la corbata blanca de una manera automática, sin explicarse por qué lo hacían, y siguieron su marcha apresurada hacia el vestíbulo entre los crisantemos. Cuando el padre y la hija terminaron de subir la escalera hasta el segundo piso, se encontraron a la entrada de la sala de baile con un conde de barba canosa, anfitrión de la fiesta, que, exhibiendo condecoraciones en su pecho, recibía generoso a los invitados, junto con la condesa, algo mayor que él, vestida con esmero al estilo Louis XV. A Akiko no le pasó desapercibido, hasta que el conde reveló un asombro inocente que cruzó en un instante fugaz por su cara astuta sin dejar rastro. Mientras el padre, siempre amistoso, presentó su hija al conde y a la condesa de manera escueta, con una sonrisa alegre. Ella se tranquilizó lo suficiente como para detectar lo vulgar que era el rostro de la condesa altanera. En la sala de baile también florecían a sus anchas los crisantemos hasta llenar los rincones más recónditos. El espacio estaba repleto de encajes, flores y abanicos de marfil que se removían en medio del perfume como una ola silenciosa al compás de las damas en espera de su pareja. Pronto, Akiko se separó de su padre y se mezcló con un grupo de damas elegantes. La mayoría eran muchachas de su misma edad, envueltas en vestidos semejantes color celeste o rosa. Al fijarse en Akiko, las damas empezaron a cuchichear como pajaritos y elogiaron al unísono la belleza sobresaliente que dominaba la noche. Apenas integrada al grupo, apareció sigiloso de algún escondrijo un francés desconocido, oficial de la marina, que se le acercó haciendo una venia de cortesía a la japonesa con los brazos caídos. Akiko sintió que le subía un rubor tenue por las mejillas. Sin necesidad de preguntar para qué la invitaba el hombre con esa venia formal, ella se volvió hacia la dama del vestido celeste que se sentaba a su lado, para ver si podía dejar en sus manos el abanico que llevaba consigo. De manera inesperada, el oficial francés, con un asomo de sonrisa en las mejillas, le dijo sin ambages en japonés, marcado por un acento peculiar: –¿Quiere bailar conmigo? En seguida Akiko bailó el vals El bello Danubio azul con el oficial francés, que mostraba el rostro en relieve con los cachetes bronceados y el bigote tupido. Tan baja de estatura, ella apenas alcanzaba los hombros de su pareja con la mano calada por un guante largo, pero el hombre tan experimentado la condujo con destreza y se deslizaron juntos con agilidad en medio del gentío. El oficial le susurraba en francés una que otra palabra de galantería en momentos de distensión. Akiko apenas contestaba con una sonrisa tímida al cariño del hombre mientras recorría la sala con su mirada; bajo el telón de seda morada con una inscripción teñida del blasón de la familia imperial y la bandera nacional de China, con los dragones serpenteando con garras hacia arriba, se veían floreros rebosados de crisantemos, algunos de color plata alegre y otros de oro solemne, que flameaban entre los bailarines movedizos. Agitadas por el viento melodioso, que la resplandeciente orquesta alemana emitía sin cesar, como cuando se destapa una botella de champaña. Las ondas humanas no dejaron de realizar ni un instante sus movimientos vertiginosos. Cuando la mirada de Akiko cruzó con la de una amiga suya, que también bailaba con un caballero, las dos cambiaron un cabeceo jubiloso de mutuo reconocimiento entre los pasos acelerados. Al siguiente segundo, ya aparecía otro bailarín ante los ojos de Akiko, vaya a saber de dónde, como una gran mariposa alborotada. Durante todo este tiempo, Akiko estaba consciente de que los ojos del oficial se fijaban en cada uno de sus movimientos, evidenciando el gran interés que mantenía el extranjero, ajeno por completo a los hábitos japoneses, en la forma jovial de bailar de su pareja. ¿Una dama tan hermosa también viviría como una muñeca en casa de papel y bambú? ¿Comería con los delgados palitos de metal los granos de arroz servidos en una taza con dibujo de flores azules, tan pequeña como la palma de su mano? -Estas preguntas parecían dar vueltas en las pupilas del francés al son de su sonrisa afectuosa, lo cual le produjo a Akiko gracia y orgullo al mismo tiempo. Sus finos zapatos de baile color rosa se deslizaron con más presteza sobre el piso, cada vez que la mirada curiosa del francés bajaba hacia los pies. Al cabo de algunos minutos, el oficial pareció darse cuenta de que su pareja estaba cansaba y le preguntó benévolo, escudriñando el rostro felino de la japonesa. –¿Quiere seguir bailando? –Non, merci –resollando, Akiko le contestó con franqueza. Entonces el oficial francés, todavía marcando los pasos con el ritmo de vals, la condujo con donaire entre las olas de encajes y flores que se movían a diestra y siniestra, hasta depositarla al lado de un florero de crisantemos, pegado a la pared. Después de hacer la última pirueta, la sentó en una silla con la misma elegancia, irguiendo el busto de su uniforme para hacer otra venia servicial al estilo japonés. Más tarde, Akiko bailó de nuevo una polka, y luego una mazurka con el mismo oficial francés, que después la llevó del brazo escalera abajo entre las tres hileras de crisantemos, blanco, amarillo y rosa, hacia el salón amplio de la planta baja. En medio de las incesantes idas y vueltas de fracs y camisas blancas, se veían mesas que exhibían platos de plata y cristal, unos con una montaña de carne y setas, otros con torres de bocadillos y helados, y los demás con conos de higos y granadillas. En una pared que no alcanzaban a cubrir los crisantemos, se instalaba un enrejado hermoso de oro, al cual se enrollaba una zarcilla de uvas artificiales. De ahí colgaban como colmenas varios racimos que ostentaban el color violeta al fondo de las hojas verdes. Akiko distinguió a su padre calvo, que fumaba un puro, conversando con otro señor de la misma edad, justo delante del enrejado. Su padre le asintió satisfecho con un cabeceo al reconocerla, pero en seguida le dio la espalda para seguir conversando con su acompañante sin dejar de echar bocanadas de humo. El oficial francés y Akiko arribaron a una mesa y probaron juntos unas cucharadas de helado. Mientras tanto, Akiko se daba cuenta de que los ojos de su pareja se detenían de cuando en cuando sobre sus manos, su cabello y su cuello tocado por una cintilla celeste. La mirada del francés estaba lejos de desagradarla, pero hubo momentos en que le despertaba la chispa de la sospecha femenina. Akiko aprovechó el momento en que pasaron al lado dos muchachas extranjeras, quizás alemanas, con una flor roja de camelia sobre los pechos cubiertos de terciopelo, para emitir una frase de admiración a manera de sondeo: –Qué hermosas son las mujeres occidentales. Al escucharlo, el oficial manifestó, con cara extrañamente seria, su desaprobación con movimientos de cabeza. –Las mujeres japonesas también son bonitas. Usted, en particular… –No es cierto. –Se lo digo en serio. Podrá asistir tal como está a una fiesta de baile en París y de seguro dejará maravillado al público. Usted parece la princesa dibujada por Watteau. Akiko no sabía quién era tal Watteau. Los pasados ilusorios -manantial en un bosque oscuro, rosas marchitas-, evocados por las palabras del oficial, se esfumaron al instante sin dejar huellas ante la ignorancia de la muchacha japonesa. Sin embargo, Akiko, siempre muy intuitiva, recobró la calma acudiendo al último recurso, mientras removía el helado con una cuchara: –Me gustaría asistir a una fiesta de baile en París. –Pero si es idéntica a ésta –dijo el oficial, observando las olas humanas y las flores de crisantemo que los rodeaban junto a la mesa. De repente se le cruzó un rayo de sonrisa irónica en las pupilas y agregó como en un monólogo, deteniendo el movimiento de la cuchara–: Sea en París o donde sea, la fiesta de baile siempre es la misma. Una hora después, Akiko y el oficial francés, todavía tomados de brazo, permanecían contemplando el cielo estrellado desde el balcón adjunto a la sala de baile, donde descansaban algunos japoneses y extranjeros. Al otro lado del parapeto estaba el jardín sembrado en toda su extensión por las coníferas que traslucían bajo las ramas enrevesadas las lámparas redondas con luces difusas. Debajo de la capa del aire frío, la superficie de la tierra parecía irradiar un olor a musgo y hojas secas, como un triste suspiro del otoño tardío. En la sala de baile, las olas de encajes y flores proseguían sus vaivenes incesantes bajo el telón de seda morada con el blasón de la familia imperial. Y el torbellino producido por la orquesta aguda seguía mandando palizas inclementes a la masa humana. El aire nocturno se sacudía sin cesar con cuchicheos y risas alegres sobre el balcón. Y casi se producía un revuelo entre los concurrentes cuando lanzaban una hermosa flor de fuego encima del bosque oscuro de coníferas. Mezclada en un grupo, Akiko sostenía de pie una conversación relajada con damas conocidas, pero pronto se dio cuenta de que el oficial francés, todavía tomado de su brazo, clavaba su mirada silenciosa en el cielo estrellado que se extendía sobre el jardín. Sospechando vagamente que se sentía nostálgico, Akiko alzó los ojos para observar el rostro del francés y le preguntó en un tono medio indulgente: –Piensa en su país, ¿no es cierto? Con los ojos aún sonrientes, el oficial se volvió hacia Akiko y le negó con un movimiento pueril de cabeza, en lugar de responderle con un “non”. –Pero está muy pensativo. –Adivine qué pienso. En ese mismo instante hubo otro revuelo como un remolino entre la gente conglomerada en el balcón. Akiko y el oficial se quedaron mudos como si se tratara de de un acuerdo mutuo, y dirigieron sus miradas hacia la bóveda celeste que avasallaba el bosque de coníferas. Una flor de fuego, configurada por trozos azules y rojos, se desvanecía rascando la oscuridad con sus tenazas. La imagen fugaz resultó tan bella que Akiko sintió una tristeza inexplicable. –Pensaba en la flor de fuego, que se asemeja tanto a la vie humana –dijo el oficial francés en un tono aleccionador, bajando los ojos tiernos a la cara de Akiko. 2. En otoño del año siete de Taisho, Akiko de antaño, actual señora H, se encontró por casualidad con un joven novelista, a quien había conocido en alguna otra ocasión, cuando viajaba en tren con rumbo a su quinta de Kamakura. El joven guardó sobre la parrilla el ramo de crisantemos que llevaba de regalo para sus amigos de Kamakura. Al ver las flores, la actual señora H se acordó de la anécdota inolvidable y le habló en detalle del baile celebrado hacía muchos años en la Casa Rokumei. El joven se interesó por esa forma peculiar de refrescar la memoria. Cuando la señora terminó de relatar la historia, el joven le preguntó sin ninguna intención particular: –¿No recuerda cómo se llamaba el oficial francés? La respuesta de la señora fue inesperada: –Claro que sí. Se llamaba Julien Viaud. –Ah, fue Loti. Pierre Loti, autor de La señora Crisantemo. El joven se emocionó de alegría, pero la vieja señora H, extrañada, solo le repitió en susurros insistentes: –No, no se llamaba Loti. Era Julien Viaud, estoy segura. **FIN**
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
La mandarina
Cuento
Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y solo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos. Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente a mí. Se trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka. Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la ventana. Así pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía solo por capricho, guardé sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua. Ahora, el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno. El crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo… En ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años. *FIN*
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
La nariz
Cuento
No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, que le cae desde el centro de la cara. Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya porque su condición de sacerdote “que aspira a la salvación en la Tierra Pura del Oeste” le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de la palabra nariz en las conversaciones cotidianas. Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de ellas: la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca comer solo, pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz. La gente del pueblo opinaba que Naigu debía de sentirse feliz, ya que al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación. Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente, de restaurar su orgullo mal herido. En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo, estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara entre las manos, o sostener con un dedo el centro del mentón. Pero lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría, además, que cuando más se empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y, suspirando hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante mantuvo fija su atención en la nariz de los demás. En el templo de lke-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo de su enorme nariz y se le veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello denunciaba su mal humor. Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia. Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés Nichiren, o Sãriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido narices largas. Seguramente tanto Nãgãrjuna, el conocido filósofo budista del siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas orejas, se hubiese tratado de la nariz. Pero no es de extrañar que, a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón. Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente. Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyoto, reveló que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin embargo, Naigu, dando a entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien, por otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió. El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde hizo a Naigu introducir su nariz en el orificio. La nariz no experimentó ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el discípulo: -Creo que ya ha hervido. Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente. El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante. Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado: -¿No te duele? ¿Sabes?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero, ¿no te duele? En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la picazón en el lugar exacto. Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz. Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo: “El médico dijo que había que sacar los granos con una pinza”. Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz. Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio: -Tendrás que hervirla de nuevo. La segunda vez comprobaron que se había acortado mucho más que antes. Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente, enrojecida a consecuencia del pisoteo. “En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz”. El rostro reflejado en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu. Pasó el resto del día con el temor de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz, y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que terminaba de copiar los sutras. Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un conocido samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas le había hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente, pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el motivo fuera ése, el modo de burlarse era “diferente” al de antes, cuando ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso… “Pero si antes no se reían tan abiertamente…” Así cavilaba Naigu, dejando de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de Samantabliadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando como “aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso pasado”. Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para responder a este problema. En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo. Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando: “La nariz, te pegaré en la nariz”. Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cidra al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía. Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz. Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano la notó algo hinchada e incluso afiebrada. -Debo haber enfermado por el tratamiento. En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con ambas manos. A la mañana. siguiente, al levantarse temprano como de costumbre, vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la galería que daba al jardín y aspiró profundamente. En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como cuando comprobó su reducción. -Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí. Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz en la brisa matinal del otoño. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Los engranajes
Cuento
I. Impermeable Desde un balneario veraniego situado a cierta distancia, cargando con mi maleta, tomé un auto hasta la estación de la línea Tokaido, en camino hacia la fiesta de bodas de un conocido. A cada lado del camino que recorría el auto había casi solamente pinos. Era dudoso que llegara a tiempo para alcanzar el tren que iba a Tokio. En el auto iba conmigo un peluquero. Era tan regordete como un durazno y lucía una barba corta. Como estaba preocupado por la hora, hablé con él de manera intermitente. —Es raro. He oído que la casa de Fulano está embrujada incluso durante el día. —Incluso durante el día. Mirando por la ventanilla las distantes colinas de pinos bañadas por el sol de la tarde, procuré satisfacerlo con respuestas ocasionales. —Pero no con buen tiempo, sin embargo. Me dijeron que el fantasma aparece casi siempre en días lluviosos. —Me sorprende que solo aparezca para mojarse los días de lluvia. —¡No es broma, se lo aseguro!… Y dicen que el fantasma se presenta con un impermeable. Con un bocinazo, el auto se detuvo en la estación. Me despedí del peluquero y entré. Como había imaginado, el tren había partido hacía apenas unos minutos. En un banco de la sala de espera, un hombre de impermeable miraba hacia el exterior con expresión ausente. Recordé la historia que acababa de escuchar. Pero la descarté, esbozando una leve sonrisa, y decidí ir a un café situado frente a la estación para esperar el próximo tren. Era un café que apenas si merecía ese nombre. Me senté a una mesa del rincón y ordené una taza de cocoa. El hule encerado que cubría la mesa era una cuadrícula de delgadas líneas azules sobre fondo blanco. Pero en los bordes estaba deshilachado y sucio. Bebí la cocoa, que olía a sustancia animal, y observé a mi alrededor el café vacío. En la pared sucia había muchas tiras de papel pegadas, con el menú: “un bol de arroz con pollo y huevo”, “chuletas”, etcétera. “Huevos frescos. Chuletas.” Las tiras de papel me hicieron advertir que me encontraba en el campo que rodeaba a la línea Tokaido. Aquí las locomotoras eléctricas pasaban en medio de sembradíos de coles y de trigo… Casi atardecía cuando abordé el tren siguiente. Usualmente viajaba en segunda, pero decidí que sería más simple ir en tercera. El tren estaba bastante atestado. Frente a mí y detrás había niñas de la escuela primaria que regresaban de una excursión a Oiso o algún sitio por el estilo. Mientras encendía un cigarrillo miré con detenimiento al grupo de estudiantes. Estaban de ánimo alegre. Y no paraban de parlotear, dirigiéndose a todos los pasajeros. —Eh, señor Cameraman, ¿cómo es una escena de amor? “El señor Cameraman”, sentado frente a mí, que parecía participar de la excursión, logró eludir el tema. Pero una muchacha de catorce o quince años siguió disparándole una pregunta tras otra. Al advertir que tenía la nariz congestionada no pude evitar una sonrisa. Después había una niña de doce o trece años sentada en el regazo de una joven maestra; con una mano le rodeaba el cuello y con la otra le acariciaba la mejilla. Mientras charlaba con alguien se volvió hacia la maestra para decirle: —Usted es bella, maestra. Tiene bonitos ojos, ¿sabe? Me parecieron más adultas que niñas. Es decir, salvo porque mascaban cáscaras de manzanas y desenvolvían un caramelo tras otro… Pero una, que tenía aspecto de contarse entre las mayores, debe de haber pisado inadvertidamente el pie de un pasajero al pasar, y dijo, próxima a mí: —Lo lamento muchísimo. Solo ella, más precoz que las demás, parecía más joven. Con el cigarrillo en la boca, no pude evitar sentirme ridículo por haber hallado alguna contradicción en eso. El tren, con todas las luces encendidas, llegó finalmente a una estación de cierto suburbio sin que yo lo advirtiera. Me apeé y me encontré en el andén donde soplaba un viento frío, después crucé por un paso elevado y decidí esperar el tren local. Entonces vi al señor T., un hombre de empresa. Hablamos sobre la depresión, etc., mientras esperábamos. Naturalmente, el señor T. estaba mucho más familiarizado que yo con esa clase de problemas. Pero lucía un anillo con una turquesa que no tenía nada que ver con la depresión. —Veo que tiene un tesoro allí. —¿Esto? Tuve que comprárselo a un amigo que había estado trabajando en Harbin. Ahora las cosas se pusieron duras para él. Ya no está en la cooperativa. Afortunadamente nuestro tren no iba muy lleno. Nos sentamos juntos y hablamos de diversos temas. El señor T. acababa de volver esa primavera de la oficina de su empresa en París. Así que hubo cierta tendencia a hablar de París. Historias sobre madame Caillaux, platos de cangrejo, el viaje al exterior de cierto príncipe… —En Francia las cosas no están tan mal como creemos. Los franceses por naturaleza no son dados a pagar sus impuestos, y eso suele desembocar en despidos en el gabinete… —Pero el franco ha caído en picada. —Eso dicen los diarios. Pero cuando uno está en Francia se da cuenta de que consideran a Japón un país de inundaciones y terremotos, que son otras fuentes de problemas. Justo en ese momento un hombre con impermeable ocupó el asiento frente a nosotros. Empecé a sentirme un poco raro y estuve a punto de contarle al señor T. la historia de fantasmas que me habían relatado unas horas antes. Pero él, inclinando la empuñadura de su bastón hacia la izquierda, y sin mover la cabeza, susurró: —¿Ve ese mujer de allá? La del chal gris… —¿La del peinado occidental? —Sí, la que lleva el furoshiki bajo el brazo. Estaba en Karuizawa este verano. Muy emperifollada al estilo occidental. Ahora se la veía bastante estropeada. Le eché un vistazo mientras hablaba con el señor T. En su rostro ceñudo había algo un poco demencial. Y de su furoshiki asomaba una esponja que parecía un leopardo. —En Karuizawa lo pasaba en grande bailando con un joven norteamericano. Lo que se podría llamar muy moderna… Para el momento en que T. y yo nos despedimos, el hombre de impermeable había desaparecido sin que yo me diera cuenta. Desde la estación, aún cargando la maleta, fui caminando hasta un hotel. La calle estaba flanqueada por enormes edificios. Mientras caminaba de pronto pensé en bosques de pinos. Y también había algo extraño en mi campo visual. ¿Algo extraño? Había engranajes semitransparentes que giraban sin cesar. Ya había tenido experiencias similares. Los engranajes crecieron hasta bloquear cualquier otra visión, pero solo durante un momento, y después desaparecieron y se instaló una terrible jaqueca… era siempre lo mismo. El oculista al que consulté por esa cegadora visión me había dicho muchas veces que fumara menos. Pero yo había empezado a ver los engranajes antes de los veinte años, cuando todavía no había empezado a fumar. Sintiendo que la cosa empezaba nuevamente, probé el ojo izquierdo tapándome el derecho. El ojo izquierdo estaba bien, como había previsto. Pero detrás del ojo derecho, cerrado, seguían girando innumerables engranajes. Al tener obstruida la visión de los edificios de la derecha, continué mi camino con dificultad. Cuando llegué a la entrada del hotel los engranajes habían desaparecido. Pero no el dolor de cabeza. Dejé en el guardarropa el abrigo y el sombrero y reservé una habitación. Después telefoneé al editor de una revista y discutí temas de dinero. La cena de la fiesta de bodas parecía haber empezado. Me senté en el extremo de una mesa y empecé a comer, provisto de cuchillo y tenedor. El novio y la novia y alrededor de cincuenta comensales más, sentados a la mesa principal en forma de U, parecían muy alegres. Pero yo empecé a sentirme más y más deprimido bajo las brillantes luces. Tratando de eliminar mi sensación me puse a charlar con el invitado más próximo. Era un anciano con melena de león. Además, era un famoso erudito dedicado a los clásicos chinos, cuyo nombre me resultaba familiar. Así que inconscientemente nuestra conversación derivó hacia los clásicos. —¿Los kylin son, en suma, una especie de unicornios? Y ho el fénix… Parloteando mecánicamente, de a poco creció en mí el deseo de ser destructivo, y no solo alegué que Yao y Shun eran figuras ficticias, sino que afirmé que el autor de las Crónicas de Lu era de la dinastía Han. En este punto el erudito no pudo seguir reprimiendo su disgusto y, volviéndome la espalda, interrumpió mi charla con un gruñido más o menos como el de un tigre. —Si Yao y Shun no hubieran existido, Confucio sería un mentiroso. Y los santos no pueden ser mentirosos. Con eso acabó la charla. Otra vez me encontré jugueteando con el cuchillo y el tenedor sobre la carne que tenía en el plato. Entonces descubrí una diminuta criatura que se retorcía en un borde de la carne. Me trajo a la memoria la palabra inglesa worm, gusano. Seguramente, como kylin y ho, también aludía a una bestia legendaria. Apoyé el cuchillo y el tenedor y observé, en cambio, el champán que me habían servido en la copa. Cuando por fin acabó la cena, totalmente dispuesto a encerrarme en la habitación que había reservado, caminé por los pasillos vacíos. Me hicieron sentir más en una prisión que en un hotel. Pero afortunadamente, sin que me hubiera dado cuenta, mi dolor de cabeza casi había desaparecido. Además de la maleta, habían dejado en la habitación mi abrigo y mi sombrero. Mi abrigo, colgado de la pared, se parecía mucho a mí, allí de pie, y de inmediato lo arrojé dentro del armario del rincón. Después, sentado ante el tocador, miré con resolución mi cara en el espejo. Se marcaban los huesos debajo de la piel. El gusano volvía a aparecer. Abrí la puerta y volví al pasillo y caminé sin saber en qué esquina girar. Entonces, en una esquina camino al vestíbulo una lámpara alta con pantalla verde se reflejaba con claridad en una puerta vidriada. De alguna manera, eso tranquilizó mi mente. Me senté en una silla junto a ella y empecé a pensar sobre varias cosas. Pero eso duró apenas cinco minutos. Entonces advertí en el respaldo del sofá, junto a mí, colgado flojamente, un impermeable. “Y encima ésta es la época más fría.” Mientras mi mente divagaba en esa vena, regresé por el pasillo. En la habitación de los camareros no había nadie a la vista. Pero un fragmento de la conversación que mantenían llegó a mis oídos mientras pasaba por delante. Era en inglés: —Está bien —en respuesta a algo. “¿Está bien?” Traté de imaginar a qué podría referirse. “¿Está bien?” “¿Está bien?” ¿Qué diablos podía estar bien? Por supuesto, mi cuarto estaba en silencio. Pero el solo hecho de abrir la puerta y entrar, por curioso que parezca, me daba miedo. Después de cierta vacilación finalmente me aventuré a transponer la puerta. Luego, cuidando de no mirar el espejo, me senté ante la mesa. La silla tenía brazos, y tapizado como de cuero de lagarto de color azul. Abrí mi maleta, extraje un bloc de notas y traté de retomar cierto relato. Pero la pluma y la tinta estaban inmovilizadas por el fuego eterno. Y cuando finalmente se movieron, solo aparecieron estas palabras: está bien… está bien… está bien, señor… está bien… De pronto un timbrazo del teléfono que estaba junto a la cama. Alarmado me incorporé y llevándome el aparato al oído respondí. —¿Quién es? —Soy yo. Yo… Era la hija de mi hermana mayor. —¿Qué ocurre? —Sí, ha ocurrido algo terrible. Entonces… como ocurrió algo terrible, también acabo de llamar a la tía. —¿Algo terrible? —Sí. Por favor, ven rápido. Rápido. Y la comunicación se cortó del otro lado. Colgué el auricular y mecánicamente oprimí el timbre para llamar al servicio. Pero advertí que me temblaba la mano. El muchacho demoró en venir. Con más dolor que impaciencia, volví a tocar el timbre una y otra vez, dándome cuenta del significado de las palabras “está bien”, cuya intención había estado tratando de abrirse paso hasta mí. El esposo de mi hermana mayor había sido atropellado, y había muerto, esa tarde en el campo, no muy lejos de Tokio. Además, sin ninguna relación en absoluto con el clima, llevaba puesto un impermeable. Todavía sigo escribiendo el mismo relato en esta habitación de hotel. No hay nadie en el pasillo, afuera. Pero a través de la puerta llega, de tanto en tanto, el sonido de un batir de alas. Alguien debe de tener un pájaro. II. Venganza Me desperté alrededor de las ocho y media en ese cuarto de hotel. Pero al levantarme de la cama descubrí, extrañamente, que una de mis pantuflas había desaparecido. Era exactamente la clase de cosa que solía sumirme en el miedo, la angustia, etc., durante el último par de años. Y me recordó también a cierto príncipe de la mitología griega que usaba una sandalia ajena. Toqué el timbre para llamar al botones y le pedí que buscara la pantufla perdida. Registró toda la habitación con una expresión burlona en el rostro. —La encontré, aquí está. Estaba en el baño. —¿Cómo llegó hasta allí? —Tal vez haya sido un ratón. Cuando el botones se fue bebí una taza de café, sin leche, y me dispuse a terminar mi relato. Una ventana cuadrada, con marco de toba, daba a un jardín nevado. Siempre que dejaba de escribir, echaba una mirada ausente a la nieve. Bajo el fragante arbusto de adelfa que empezaba a florecer, la nieve se veía sucia por el humo y el hollín de la ciudad. El espectáculo me apenaba. Fumé un cigarrillo, pensando miles de cosas, y la pluma no se posaba sobre el papel. Pensé en mi esposa, en mis hijos, y más que nada, en el esposo de mi hermana mayor… Antes de suicidarse, estaba bajo sospecha de haber cometido un incendio deliberado. En realidad, era inevitable que así fuera. Antes de que su casa se incendiara totalmente, la había asegurado por el doble de su valor. Aun así, aunque era culpable de perjurio, estaba en libertad condicional. No era su suicidio, sin embargo, lo que me angustiaba, sino el hecho de que nunca podía volver a Tokio sin ver un incendio. Una vez había visto un incendio en las colinas desde el tren, y otra vez desde un auto (yo iba con mi esposa y mis hijos) cerca de Tokiwabashi. Naturalmente, tuve la premonición de un incendio antes de que su casa verdaderamente se incendiara. —Podría declararse un incendio en casa este año. —No digas esas cosas… si alguna vez hubiera un incendio, eso nos causaría un montón de problemas. El seguro no alcanza y… Así hablamos. Pero no se había producido ningún incendio y, tratando de librarme de la idea, volví a empuñar la pluma. No se me ocurría ni una sola línea. Finalmente, abandonando la mesa, me tendí en la cama y empecé a leer Polikoushka de Tolstoi. El héroe de esa novela es una compleja personalidad en la que se mezclan la vanidad, la morbosidad y la ambición. Y con unos pocos cambios menores, la tragicomedia de su vida podría pasar como una caricatura de mi propia vida. Particularmente sentí en esa tragicomedia la burla del destino, y eso hizo que empezara a sentirme rarísimo. Al cabo de apenas una hora salté de la cama y arrojé el libro contra las cortinas de la ventana de la habitación. —¡Maldición! Y un gran ratón salió corriendo en diagonal desde detrás de la cortina en dirección al baño. De un salto estuve en el baño y abrí la puerta de par en par, buscándolo. Detrás de la blanca bañera no había rastros de él. De pronto me sentí raro, y calzándome rápidamente las pantuflas salí al corredor, pero no había allí ninguna señal de vida. El pasillo, como siempre, estaba tan oscuro como una prisión. Con la cabeza gacha, subiendo y bajando escaleras casi sin advertirlo, me encontré de repente en la cocina. La habitación estaba más iluminada de lo que se hubiera supuesto. Y en un costado las llamas se elevaban, abundantes, sobre el fogón. Al pasar pude sentir los fríos ojos de los cocineros, tocados con sus gorros blancos, que no me quitaban la vista de encima. De inmediato me sentí arrojado al infierno. “Dios, castígame. Por favor, no te ofendas. Esto será mi ruina.” Naturalmente en momentos así era lógico que saliera de mis labios esa plegaria. Salí del hotel y recorrí con dificultad el camino fangoso por la nieve semiderretida que me conducía a la casa de mi hermana mayor. Todos los árboles del parque que lo flanqueaban mostraban sus hojas y ramas completamente ennegrecidas. Y cada uno de ellos tenía, igual que nosotros, una parte delantera y otra trasera. A mí me resultaba menos desagradable que intimidante. Recordé el alma que se convertía en un árbol en el Infierno de Dante y decidí caminar por la calle que estaba del otro lado de las vías del tranvía, donde los edificios se alineaban en una fila compacta. Pero incluso allí una manzana era demasiado. —Disculpe que lo detenga. Era un sujeto de veintidós o veintitrés años con un uniforme con botones dorados. Lo miré fijamente sin decir una palabra y advertí que tenía un lunar en el lado izquierdo de la nariz. Él, quitándose la gorra, me habló con cautela: —¿No es usted el señor A.? —Sí. —Pensé que lo era… —¿Qué desea? —Nada. Solo quería saludarlo. Soy admirador suyo, sensei… Ante eso lo saludé tocando el ala de mi sombrero y empecé a poner distancia entre nosotros tan rápidamente como pude. Sensei. Un sensei… ese título me había empezado a resultar extremadamente desagradable. Había llegado a sentir que había cometido todos los crímenes imaginables. A pesar de eso, ahora me llamaban sensei en cualquier momento. No podía evitar sentir que había en ello algo vergonzoso. ¿Algo? Pero mi materialismo no podía flaquear ante el misticismo. Pocos meses antes yo había escrito en una pequeña revista: “No solo carezco de conciencia artística sino de conciencia en general. Todo lo que tengo es coraje…” Mi hermana mayor se había refugiado con sus hijos en una casucha de un callejón. Adentro de la casa, con su empapelado pardo, el ambiente era aún más sombrío que afuera. Calentándonos las manos sobre un hibachi, hablamos de cosas diversas. El esposo de mi hermana, un hombre de contextura robusta, siempre me había parecido instintivamente un inútil, desde que lo conocí. Y había hablado directamente de la inmoralidad de mi obra. Nunca había mantenido con él una charla amistosa, debido a que él despreciaba a alguien que pensara como yo. Hablando con mi hermana me di cuenta de que también él había sido arrojado gradualmente al infierno. Me enteré de que verdaderamente había visto un fantasma en un camarote. Pero, encendiendo un cigarrillo, tuve buen cuidado de mantener la conversación en el tema del dinero. —De todas maneras, tal como son las cosas, estoy pensando en vender todo lo que pueda. —Yo he pensado lo mismo. La máquina de escribir puede dejar un poco de dinero. —Y tenemos algunas pinturas. —¿Qué te parece vender el retrato de N-san? Pero eso… Miré al retrato a lápiz, sin marco, que pendía de la pared, y pensé que no debía hacer una broma tan desconsiderada. Me habían dicho que su rostro había quedado destrozado, que el tren lo había reducido a jirones, y que solo había quedado su bigote. De hecho, la historia me había conmocionado. Su retrato estaba dibujado con mucho detalle, pero el bigote no se veía del todo claro. Pensé que podría ser por la luz y estudié el cuadro desde diferentes ángulos. —¿Qué estás haciendo? —Nada… solo que alrededor de la boca, en ese cuadro… Ella se volvió para observar por un momento, pero dijo que no veía nada raro. —Solo el bigote, curiosamente, se ve un poco fino, ¿no es cierto? Lo que yo veía no era ilusorio. Pero si no lo era… Decidí que era más prudente separarme de mi hermana antes de que ella empezara a preocuparse por preparar el almuerzo. —¿Por qué no te quedas un rato más? —Tal vez mañana… hoy tengo que ir a Aoyama. —¿Allí? ¿Todavía tienes algún problema físico? —Estoy tomando somníferos como siempre. Son tantos… Veronal, Muronal, Trional, Numal… Alrededor de treinta minutos más tarde, entré en un edificio, subí en el ascensor y fui al tercer piso. Allí, traté de abrir empujando la puerta de un restaurante. La puerta no se movía. Sobre ella había un cartel: DÍA DE DESCANSO. Estaba más que fastidiado, pero tras echar un vistazo a las manzanas y bananas exhibidas sobre una mesa, del otro lado de la puerta, decidí volver a salir a la calle. Dos hombres que parecían ser empleados, tropezaron conmigo en la entrada, absortos en su conversación. Justo en ese momento uno de ellos, o eso me pareció, dijo: “Es un tormento”. Me quedé en la calle, esperando un taxi. Estuve un rato allí. Sin embargo, usualmente había un taxi amarillo en los alrededores. (Esos taxis amarillos, por alguna razón, siempre me involucraban en algún accidente.) Al cabo de cierto tiempo, no obstante, apareció un taxi verde, de la buena suerte, y decidí que de todos modos iría al hospital mental próximo al cementerio de Aoyama. “Tormento… Tántalo… Tártaro… infierno…” Tántalo yo mismo, de hecho, mirando la fruta a través del vidrio de la puerta. Maldiciendo para mis adentros el Infierno de Dante, observé la espalda del chofer. Y me invadió el sentimiento de que todo es una mentira. La política, el comercio, el arte, la ciencia… todo, ante lo cual yo no era más nada más que el mero camuflaje de una horrible existencia. Empecé a sentirme ahogado y abrí una ventanilla. Pero la sensación no desaparecía. Finalmente el taxi verde llegó a Jingu-mae. Allí había un callejón que conducía al hospital psiquiátrico. Pero justo ese día, por algún motivo, no pude encontrarlo. Después de pedirle al taxista que diera un par de vueltas a la manzana para localizarlo, y que volviera siguiendo las vías del tranvía, abandoné y decidí bajarme del auto. Por fin encontré el camino y me encontré saltando de derecha a izquierda en un camino lleno de charcos de fango. Entonces, sin advertirlo, debí de haber girado erróneamente, porque me encontré en la sala funeraria de Aoyama. Era un edificio en el que no había entrado desde el funeral de Natsume sensei, unos diez años atrás. Diez años atrás yo no era muy feliz. Pero al menos estaba en paz. Advertí la grava decorativa más allá de la entrada y, recordando el árbol de bashô del refugio de Sôseki, no pude evitar sentir que mi vida había terminado. Y tampoco pude evitar sentir que algo me había llevado de regreso a ese lugar después de diez años de ausencia. Después de salir del hospital psiquiátrico, tomé otro taxi y decidí regresar al hotel en el que había estado antes. Pero, al bajar del taxi a la entrada del hotel, me encontré un hombre de impermeable que discutía por alguna razón con un camarero. ¿Un camarero? No. No era un camarero sino un hombre de uniforme verde, que estaba a cargo de los taxis. La idea de entrar en el hotel me resultó ominosa y rápidamente giré sobre mis talones. Cuando llegué a Guinza, ya casi anochecía. Los negocios ubicados a ambos lados de la calle, la densa muchedumbre, todo se combinaba para deprimirme aún más. Lo que más me trastornó es que en la calle todo el mundo caminaba despreocupadamente, con indiferencia, como si fuera ajeno al pecado. Seguí caminando hacia el norte en la confusión entre el crepúsculo y las luces eléctricas. Luego mis ojos se sintieron atraídos por una librería con revistas y libros apilados. Entré y curioseé en los anaqueles con aire ausente. Había un libro, Mitos griegos, que decidí hojear. Mitos griegos, con su cubierta amarilla, parecía escrito para niños. Pero un renglón que leí accidentalmente me perturbó. “Ni siquiera el poderoso Zeus puede vencer al Dios de la Venganza…” Salí del local y me mezclé con la multitud. Podía sentir al Dios de la Venganza cerniéndose sobre mis hombros y empecé a vagar sin rumbo, desquiciado. III. Noche En uno de los anaqueles de la planta alta de Maruzen encontré Cuento de Strindberg, y leí unas páginas mientras me encontraba allí. Describe experiencias semejantes a las mías. Y tenía cubierta amarilla. Volví a dejarlo y recogí un libro grueso que se había caído por casualidad. ¡Y que veo en él sino una ilustración de engranajes con ojos y narices como si fueran seres humanos! Era una compilación de dibujos hechos por internados en asilos mentales, reunidos por algún alemán. Aun en medio de mi depresión, pude sentir que mi espíritu se alzaba en rebelión y con la desesperación de un adicto al juego seguía abriendo un libro tras otro. Por extraño que resulte, casi todos los libros tenían un algún aguijón oculto en sus letras o en sus ilustraciones. ¿Todos los libros? Hasta en Madame Bovary, que había leído muchas veces antes, sentí que al final yo era el burgués monsieur Bovary. En la planta alta de Maruzen, casi al anochecer, parecía no haber otro cliente más que yo. Eché un vistazo a un anaquel que tenía el cartel de Religión y extraje un libro de cubierta verde. En el índice, un capítulo estaba titulado: “Los cuatro enemigos mortales: la sospecha, el miedo, la vanidad y la sensualidad”. Con esas palabras, de inmediato mí espíritu volvió a rebelarse. Esos enemigos eran solo otros nombres de la sensibilidad y la inteligencia. Era insoportable sentir que lo tradicional era tan deprimente como lo moderno. El libro que tenía en mis manos me hizo recordar el seudónimo que había usado alguna vez, Juryo Yoshi. Era el nombre del joven de Chuang-tsé que había olvidado el muchacho de Juryo que había intentado imitar el paso de uno de Kantan y que terminó arrastrándose para llegar a su casa. Ahora debo de ser Juryo Yoshi para todo el mundo. Y, cuando todavía no había sido relegado al infierno, había usado ese nombre… Yo, con un anaquel entero de libros a mi espalda, traté de despojarme de todo engreimiento y me dirigí hacia una muestra de pósters que había a un costado. Allí, en uno de los pósters, un caballero que parecía ser san Jorge daba muerte con su lanza a un dragón alado. En la parte superior de la escena, el rostro ceñudo del caballero, a medias oculto por el casco, se parecía a uno de mis enemigos. También recordé las pinturas de Toryu en el Kanbishi y, sin recorrer la muestra, bajé por la ancha escalera. Caminando por Nihonbashi, en la oscuridad, seguí pensando en la palabra toryu. También era el nombre de mi pincel, estoy seguro. El hombre que me lo había dado era cierto empresario. Había fracasado en una variedad de negocios y finalmente acabó en la ruina. Me encontré mirando el cielo y pensando qué pequeña es la Tierra entre todas las estrellas… y cuánto más pequeño era yo. Pero el cielo, que había estado despejado todo el día, se había encapotado sin que yo lo advirtiera. De inmediato sentí que las cosas habían tomado un giro hostil contra mí y decidí buscar asilo en un café. “Asilo” es precisamente el término adecuado para describirlo. De alguna manera sentí algo tranquilizador en el matiz rosado de las paredes y me relajé en una mesa. Afortunadamente solo había unos pocos clientes. Bebí una taza de cocoa y me dispuse a fumar un cigarrillo, como siempre. El humo ascendió en un delgado hilo azul contra la pared rosada. La armoniosa mezcla de los colores suaves me resultó agradable. Pero al cabo de un rato descubrí un retrato de Napoleón en la pared de la izquierda y volví a inquietarme. Cuando Napoleón era solo un estudiante, había escrito en la última página de su cuaderno de geografía: “Santa Elena, una pequeña isla”. Podría haber sido, como se dice, solamente una coincidencia. Pero era algo que más tarde debe de haberle producido a Napoleón un escalofrío… Observando a Napoleón, pensé en mi propia obra. E irrumpieron en mi mente ciertas frases de Vida de un loco. (Especialmente las palabras “La vida es más infernal que el infierno mismo”.) Y también el destino del héroe de El biombo del infierno… un pintor llamado Yoshihide. Después… fumando miré alrededor, tratando de escapar de esos recuerdos. Me había refugiado allí hacía apenas cinco minutos. El lugar ya había experimentado un cambio radical. Lo que me resultaba más incómodo era que las sillas y las mesas de imitación caoba no armonizaban con las paredes rosadas. Temiendo caer en una agonía imperceptible para los demás, traté de salir del café arrojando rápidamente una moneda plateada. —Señor, son cinco centavos… Había dejado cinco en vez de veinte. Mientras caminaba solo por la calle, sintiéndome humillado, recordé de pronto mi casa en el pinar remoto. No era la casa de mis padres adoptivos, situada en los suburbios, sino una casa que yo mismo había alquilado para mi familia, en la que yo era amo y señor unos diez años antes. Pero por alguna razón, sin pensarlo, había vuelto a acordarme de ellos. En el mismo momento empecé a convertirme en un esclavo, un tirano, un egoísta impotente… Cuando llegué otra vez al hotel, eran casi las diez. Había estado caminando tanto tiempo que no tuve fuerza de ir a mi habitación y en cambio me senté en una silla frente a la chimenea donde ardía un enorme leño. Empecé a pensar en la obra de largo aliento que había estado planeando. Era un largo relato en el que los héroes serían personas comunes desde la era Meiji hasta la Suiko, en una secuencia de más de treinta cuentos cronológicos. Volaron algunas chispas, y recordé la estatua de bronce que estaba delante del Palacio Imperial. La estatua tenía casco y armadura, y estaba montada en un corcel, como si fuera la Lealtad misma pero su enemigo era… —¡Una mentira! Una vez más volví instantáneamente del pasado remoto al presente inmediato. Afortunadamente, el hombre que se me acercó era un escultor de cierta edad. Llevaba un abrigo de terciopelo y lucía una barba corta. Me incorporé y estreché la mano que me ofrecía. (No era un hábito en mí. Simplemente imité su costumbre, porque él había pasado la mitad de su vida en París y Berlín.) Sin embargo, curiosamente, su mano era tan viscosa como la piel de un reptil. —¿Se aloja aquí? —Sí… —¿Para trabajar? —Sí, también estoy trabajando. Me miró directamente. Sentí que me examinaba con ojos de detective. —¿Qué le parece si viene a mi habitación a conversar un poco? Hablé agresivamente. (Uno de mis malos hábitos era asumir de inmediato una actitud desafiante, aunque en realidad no tenía coraje.) Él sonrió y me respondió preguntando: —¿Dónde está su habitación? Caminando lado a lado a través de extranjeros que hablaban suavemente, como si fuéramos buenos amigos, nos dirigimos a mi habitación. Allí él se sentó con el espejo a sus espaldas. Y empezó a hablar de muchas cosas. ¿Muchas cosas? En realidad, casi todas eran historias de mujeres. Sin duda, yo era uno de los condenados al infierno por los pecados que había cometido. Así que las historias viciosas me angustiaban aún más. Por un momento me sentí como un puritano y empecé a despreciar a esas mujeres. —Mire por ejemplo los labios de S-ko-san. Por haber besado a tantos hombres, ella… Cerré la boca de repente y miré su espalda en el espejo. Tenía una venda amarilla pegada justo debajo de la oreja. —¿Por haber besado a tantos hombres? —Parece ser una de ésas. Sonrió y asintió. Sentí que estaba todo el tiempo dedicado al intento de espiar y revelar mi secreto. Pero nuestra conversación todavía siguió girando en torno de las mujeres. Me sentí más incómodo por mi falta de valor que por odiarlo, y solo pude deprimirme aún más. Cuando finalmente se fue, me eché y empecé a leer Anya-Koro. Cada una de las luchas espirituales a las que está sometido su héroe me resultaba conmovedora. Sentí que era un estúpido comparado con él, y me puse a llorar sin darme cuenta. Al mismo tiempo, las lágrimas me calmaron. Pero no por mucho tiempo. Mi ojo derecho empezó a ver otra vez esos engranajes semitransparentes. El número de los engranajes, que no dejaban de girar sin pausa, fue aumentando gradualmente. Temiendo una jaqueca, dejé el libro en la almohada, ingerí ocho miligramos de Veronal y decidí que intentaría descansar bien esa noche, fuera como fuese. Pero en mi sueño, estaba mirando una piscina. Muchos niños y niñas nadaban en ella, o se zambullían. Me interné en el pinar, dejando atrás la piscina. Entonces alguien me habló a mis espaldas: “Padre”. Me volví por un momento y vi a mi esposa de pie junto a la piscina. Y sentí un intenso pesar. —Padre, ¿una toalla? —No la necesito. Vigila a los niños. Seguí caminando. Pero el suelo por el que caminaba se había convertido en un andén sin que lo advirtiera. Parecía una estación rural, el andén estaba rodeado por un largo seto. Un estudiante de la universidad, llamado H., y una anciana, también estaban allí. Me vieron y se dirigieron a mí por turno. —Un enorme incendio, ¿verdad? —Yo también logré escapar. Me pareció que había visto antes a la anciana. Y sentí júbilo al hablar con ella. Entonces llegó silenciosamente un tren, soltando bocanadas de humo. Subí solo al tren y caminé en medio de camas separadas por colgaduras de tela blanca. Vi una mujer desnuda muy semejante a un cadáver que yacía en una cama frente a mí. Debe de haber sido el cadáver de la hija de algún loco… «el dios de mi venganza»… En cuanto me desperté salté de la cama, a pesar mío. La luz eléctrica inundaba la habitación de una luz tan brillante como antes. Pero de alguna parte venían sonidos de aleteos, de ratas que roían. Abrí la puerta, salí al pasillo y rápidamente me dirigí hacia la chimenea. Me senté y clavé la vista en el débil resplandor de las ascuas. Un muchacho de uniforme blanco vino a atizar el fuego. —¿Qué hora es? —Alrededor de las tres y media, señor. En un extremo del vestíbulo una mujer, que parecía norteamericana, estaba entretenida leyendo un libro, sola. Incluso desde la distancia a la que me encontraba era claro que llevaba puesto un vestido verde. De alguna manera eso me hizo sentir alivio y decidí esperar tranquilamente que amaneciera. Como un anciano que espera con calma la muerte después del largo sufrimiento de una enfermedad… IV. ¿Todavía? Finalmente terminé mi cuento en la habitación del hotel y decidí enviarlo a una revista. En realidad, el dinero que obtendría con él era menos del necesario para cubrir la cuenta del hotel por una semana de alojamiento. Pero estaba satisfecho de haber hecho el trabajo y decidí visitar una librería de Ginza como tónico espiritual. En el asfalto, bajo el sol invernal, había muchos pedazos de papel. Parecían rosas, exactamente. En cierto modo me sentía de buen ánimo y entré en la librería. Estaba más pulcra y ordenada que de costumbre. Una joven de lentes discutía algo con un empleado, y la charla no llegó a crisparme los nervios. Sin embargo, recordando las rosas de papel arrojadas en la calle, decidí comprar los Diálogos de Anatole France y las Cartas completas de Prosper Mérimée. Con los dos libros bajo el brazo, fui a un café. Preferí esperar a que me trajeran una taza de café a una mesa situada en el extremo de la sala. Del otro lado estaba sentada una pareja que parecían madre e hijo. El hijo era más joven que yo, pero una copia exacta de mí. Y conversaban como si fueran amantes, íntimamente. Al observarlos empecé a sentir que el hijo era consciente de que le proporcionaba a su madre también cierta satisfacción sexual. Era una clase de relación que yo conocía por experiencia propia. Además, era un ejemplo de esa tozudez y determinación que convierte el mundo en un infierno. Pero temía volver a ser presa de mis angustias y empecé a leer las Cartas completas de Prosper Mérimée, aprovechando que ya me habían servido el café. En las cartas se revelaba la misma mordacidad aforística que se leía en sus novelas. Sus oraciones acorazaron mis sentimientos, dándoles un filo de acero. (Uno de mis puntos débiles es que esa clase de giros influyen rápidamente en mí.) Muy pronto acabé mi taza y, sintiéndome distendido y despreocupado, abandoné el café. En la calle miré todos los escaparates, uno por uno. Un taller de marcos exhibía un retrato de Beethoven. Era la imagen de un genio, con el cabello erizado. No pude evitar que me pareciera ridículo… En ese momento vi a un amigo de la época del colegio secundario. Ahora convertido en profesor universitario de química aplicada, cargaba una enorme maleta colmada, y tenía un ojo enrojecido y congestionado. —¿Qué te pasa en el ojo? —¿Esto? Es solo una conjuntivitis. Entonces, por un sentimiento de afinidad, recordé que catorce o quince años atrás, yo había padecido la misma enfermedad. Pero no dije nada. Él me palmeó el hombro y empezó a hablar de amigos comunes. La charla lo indujo a llevarme a un café. —Hace mucho que no nos vemos. Tal vez desde la ceremonia que se hizo por el monumento de Shushunsui. Eso me dijo, sentado del otro lado de la mesa de mármol, después de encender un cigarro. —Sí. Ese Shushun… No sé por qué, pero no pude pronunciar correctamente la palabra Shushunsui. El hecho de que fuera japonés me hacía sentir aún más incómodo. Pero él siguió parloteando sobre mil cosas sin reparar en mi dificultad. Sobre el novelista K., sobre un bulldog que se había comprado, sobre el gas venenoso de lucita… —Parece que no estás escribiendo mucho. Sin embargo, leí tu Registro de muerte… ¿Es una obra autobiográfica? —Sí, es autobiográfica. —Es bastante morbosa. ¿Estás bien ahora? —Debo estar medicado siempre, como sabes. —Yo también estoy sufriendo de insomnio. —¿Qué quieres decir con “también”? —Bueno, oí que tú también padeces de insomnio… ¿verdad? Es peligroso, ya sabes… Había algo así como una sonrisa revelada en el ojo izquierdo aquejado de conjuntivitis. Antes de responder percibí que tendría dificultad para pronunciar la sílaba final de la palabra insomnio. —Es natural en el hijo de un loco. Menos de diez minutos después ya estaba otra vez caminando en la calle. Los pedazos de papel sobre el asfalto no llegaban a parecerse del todo a los rostros de los hombres. Entonces una mujer con el pelo a la garçon se acercó a mí en dirección opuesta. A la distancia se la veía bella. Pero cuando se aproximó no solo vi sus arrugas sino también su fealdad. Y parecía embarazada. A pesar mío le di la espalda y doblé una esquina metiéndome en una ancha calle lateral. Pero hacía ya un tiempo había empezado a tener dolores hemorroidales. Era un dolor que solo podía aliviarse con un baño de asiento. Un baño de asiento… también Beethoven solía hacerse baños de asiento. De inmediato el olor del azufre que se usaba en los baños asaltó mi nariz. Naturalmente, en la calle no había azufre por ninguna parte. Recordé otra vez las rosas de papel y seguí caminando con paso tan seguro como pude. Una hora más tarde, nuevamente encerrado en mi cuarto, me senté ante la mesa y empecé otro cuento. Para mi sorpresa, la pluma se deslizaba con fluidez sobre el papel. Pero al cabo de unas pocas horas se detuvo, como por obra de algo invisible a mis ojos. Me sentí obligado a incorporarme y a ponerme a caminar por el cuarto de arriba abajo. La sensación expansiva que experimentaba era absolutamente inusual. Con una suerte de salvaje júbilo, sentí que no tenía padres ni esposa ni hijos; todo lo que tenía era la vida que fluía de mi pluma. Pero al cabo de cuatro o cinco minutos me llamaron por teléfono. Atendía muchas veces, pero el teléfono solo repetía unas palabras ambiguas. En cualquier caso sonaba como todo. Finalmente abandoné el teléfono y volví a mi caminata por el cuarto. Pero la palabra todo me pesaba extrañamente. “Todo… topo…” Topo es mogura en japonés. La asociación tampoco era feliz para mí. Y al cabo de segundos empecé a debatirme con topo, ciego, muerto… la mort. La mort, la muerte, en francés, me inquietó. Así como la muerte había caído sobre el esposo de mi hermana, ahora parecía acecharme a mí. Pero aun en mi inquietud encontré algo gracioso. Y me encontré sonriendo como un tonto. ¿Qué era lo que me hacía gracia? No lo sabía con certeza. Me detuve ante el espejo, algo que no había hecho durante un tiempo, y me enfrenté con mi reflejo. Naturalmente había una sonrisa en mi cara. Mientras la observaba, recordé el álter ego. Por fortuna mi álter ego —el Doppelgänger alemán— nunca se había parecido mucho a mí. Pero la esposa de K., que se había convertido en una estrella de cine norteamericana, había visto a mi álter ego en el corredor del Teatro Imperial. (Recuerdo mi incomodidad cuando de repente la señora K. me dijo: “Lamento no haberlo saludado el otro día”.) Después, un ex traductor, que tenía una sola pierna, también vio a mi álter ego en una tabaquería de Ginza. La muerte podría caer sobre mi álter ego en vez de caer sobre mí. Aunque me ocurriera a mí… Me alejé del espejo y volví a la mesa frente a la ventana. Se podía ver un césped deslucido y una piscina a través del marco cuadrado de toba. Mirando el jardín recordé unos cuadernos y unas obras teatrales inconclusas que había quemado en un pinar distante. Tomando la pluma, empecé a escribir otra vez el nuevo cuento. V. Shakko La luz del sol empezó a atormentarme. Como un topo, mantuve las cortinas corridas y, con la luz eléctrica encendida, seguí dándole duro a mi cuento. Después, agotado, abrí la Historia de la literatura inglesa de Taine y leí sobre la vida de los poetas. Todos habían sido desdichados. Hasta los gigantes de la época isabelina… hasta Ben Jonson, el más distinguido erudito de su tiempo, solía estar tan atormentado por la ansiedad que había empezado a ver ejércitos cartagineses y romanos enzarzados en combate sobre el dedo gordo de su pie. No pude evitar sentir placer, un placer algo maligno, al leer sobre esas desventuras. A la noche, con un intenso viento del este (para mí de buen augurio), salí por el sótano a la calle y decidí visitar a un anciano que conocía. Trabajaba solo como cuidador en el ático de una empresa de biblias y dedicaba casi todo su tiempo a la lectura y la oración. Calentándonos las manos sobre un hibachi hablamos de temas diversos bajo un crucifijo que pendía de la pared. ¿Por qué mi madre se volvió loca? ¿Por qué mi padre fracasó en los negocios? ¿Por qué yo estaba siendo castigado? Él estaba familiarizado con esos temas misteriosos y con una extraña sonrisa solemne solía hablarme con facilidad y extensamente. Y a veces, en sus frases concisas, atrapaba la vida en toda su naturaleza caricaturesca. No podía evitar admirar al eremita en su ático. Pero al hablar con él descubrí que tenía ciertas propensiones… —La hija del jardinero es adorable, de buen carácter, y tan tierna conmigo. —¿Cuántos años tiene? —Cumple dieciocho este año. Es posible que fuera un sentimiento paternal. Pero no era difícil advertir cierta pasión en sus ojos. Y las manzanas que me ofreció sin advertirlo dejaban traslucir, en sus cáscaras amarillentas, unos unicornios. (Con frecuencia encontraba criaturas míticas en las vetas de la madera y en las rajaduras de las tazas de café.) Los unicornios eran, sin duda, Kylin (los unicornios chinos). Recordé que un crítico hostil me había calificado una vez de “prodigio (kirinji) de la década de 1910”, y de repente sentí que ese ático con su crucifijo tampoco era un lugar seguro. —¿Cómo has estado últimamente? —Tenso, como siempre. —Las drogas no te curarán. ¿Por qué no te haces cristiano? —Si hasta yo pudiera… —No hay nada difícil en ello. Simplemente, si crees en Dios, en Cristo el Hijo de Dios, y en los milagros que hizo Cristo… —Creo en los demonios… —Entonces, ¿por qué no en Dios? Si crees en las sombras, no entiendo cómo haces para no creer también en la luz. —Pero hay una oscuridad donde no llega ninguna luz. —¿Sombras sin luz? No pude responder nada. Él también caminaba en la oscuridad. Pero mientras hubiera sombras, él creía que también había luz. Ése era el único punto en el que teníamos una diferencia lógica. Pero para mí era un abismo infranqueable… —Pero verdaderamente existe la luz. Tenemos milagros que lo prueban… Hasta en nuestros días se producen milagros. —Los milagros son obra de los demonios… —¿De dónde salen tus demonios? —Estuve tentado de contarle mis experiencias del último par de años. Sin embargo, temía que les contara a mi esposa y a mis hijos, y que volvieran a mandarme al manicomio como le había ocurrido a mi madre. —¿Qué es eso que tienes allí? El anciano regordete giró para ver los viejos anaqueles e hizo una mueca semejante a la de Pan. —Es una colección de Dostoyevski. ¿Leíste Crimen y castigo? Naturalmente yo había tenido predilección por Dostoyevski unos diez años atrás y había leído cuatro o cinco libros suyos. Pero conmovido porque él hubiera dicho casualmente Crimen y castigo, le pedí el libro prestado y decidí regresar al hotel. La calle, deslumbrante por la luz eléctrica y tan llena de gente, me resultó opresiva. En ese punto me habría resultado insoportable encontrarme con algún conocido. Traté de avanzar por las calles laterales más oscuras, sigiloso como un ladrón. Al poco rato, sin embargo, empecé a sentir dolor de estómago. Solo un vaso de whisky podía curarme de ese mal. Encontré un bar y traté de abrirme paso para entrar. En el atestado bar había un humo denso, y algunos jóvenes, que parecían artistas, bebían sake juntos. En el medio de todo eso había también una muchacha que rasgueaba una mandolina con toda gravedad. De inmediato me sentí inseguro y retrocedí sin haber siquiera transpuesto la puerta. Descubrí que mi sombra oscilaba sin razón de derecha a izquierda. Y la luz que brillaba sobre mí, extrañamente, era roja. Me detuve. Pero mi sombra siguió oscilando de un lado a otro como antes. Me volví tímidamente y finalmente advertí un farol con vidrios de color que pendía del alero del bar. El farol se meneaba lentamente, movido por el fuerte viento… A continuación entré en un restaurante instalado en un sótano. Me acerqué a la barra y pedí un whisky. Vertí el whisky en un vaso de soda y lo sorbí en silencio. A mi lado había dos hombres de alrededor de treinta años, que parecían periodistas, hablando en voz baja. Hablaban en francés. Les di la espalda, pero sentí sus ojos sobre mí. De hecho, sus miradas me afectaron como una corriente eléctrica. Conocían mi nombre, era indudable, y estaban hablando de mí. —Bien… très mauvais… pourquoi? —Pourquoi?… le diable est mort! —Oui, oui… d’enfer… Arrojé una moneda plateada sobre el mostrador (el único dinero que me quedaba encima) y decidí salir de ese sótano. En la calle, la brisa nocturna que soplaba fortaleció mi ánimo y el dolor de estómago cedió. Recordé a Raskolnikov y sentí el deseo de arrepentirme de todo. Pero no solo para mí, sino también para mi familia, eso habría significado una tragedia. Y era cuestionable si mi deseo era verdadero o no. Si por lo menos mis nervios fueran tan fuertes como los de los hombres comunes… pero necesitaba ir a alguna parte para que eso ocurriera. A Madrid, a Río o a Samarkanda… Justo en ese momento un pequeño cartel blanco en el alero de un negocio me inquietó. Era el sello de una marca, unas alas pintadas sobre un neumático de auto. Me recordó a Ícaro con sus alas artificiales. Su intento de volar alto, sus alas derretidas por el calor del sol, su final, ahogado en el mar. A Madrid, a Río o a Samarkanda… ¿cómo podía evitar reírme de un sueño tan necio? Al mismo tiempo, no pude evitar pensar en Orestes, perseguido por los dioses de la venganza. Caminé por una calle oscura, junto a un canal. Entonces recordé la casa de mis padres adoptivos, en los suburbios. Por supuesto, deben de estar esperando mi regreso. Probablemente mis hijos también… pero cuando regresara… no podía evitar temer que hubiera allí alguna fuerza que me retuviera, naturalmente. El chapoteo del agua del canal alzó un bote de juncos a mi lado. En el fondo del barquito brillaba una débil luz. También allí debe de haber una familia, hombres y mujeres viviendo juntos. Odiándose y sin embargo amándose lo suficiente… pero alenté a mi mente a continuar la lucha y decidí volver al hotel, sintiendo el whisky en mi interior. De regreso ante la mesa, retomé la lectura de las Cartas de Mérimée. Silenciosamente eso empezó a revivirme. Pero cuando descubrí que en sus últimos años Mérimée se había convertido al protestantismo, de pronto sentí que se ocultaba tras una máscara. Él tanteaba en la oscuridad, igual que nosotros. ¿En la oscuridad?… Anya-Koro empezó a cobrar proporciones temibles para mí. Recurrí a los Diálogos de Anatole France para olvidar mi depresión. Pero este Pan de los tiempos modernos también cargaba una cruz… Más o menos una hora más tarde el botones me trajo una tanda de cartas. Uno de ellas era de una librería de Leipzig que me pedía un ensayo sobre “Las mujeres modernas en Japón”. ¿Por qué me buscan a mí para ese artículo? Había un post scríptum (en inglés) manuscrito: “Junto con el artículo apreciaríamos recibir un retrato de mujer… pero en blanco y negro como en las pinturas japonesas”. Las palabras me recordaron el whisky Black & White, y rompí la carta en mil pedazos. Abrí otro sobre al azar, y examiné el papel de carta amarillo. Era de un joven, alguien a quien yo no conocía. Pero al cabo de unas pocas líneas, las palabras “Su Biombo del infierno…” me irritaron. La tercera que abrí era de mi sobrino. Después de una profunda inspiración, me zambullí en la lectura de problemas familiares, etc. Pero incluso esa carta me deprimió al llegar al final. “Te envío un ejemplar de la segunda edición de la Antología de Shakko…” ¡Shakko! Sentía que alguien se estaba burlando de mí y busqué amparo fuera de la habitación. No había nadie en el pasillo. Apoyé una mano en la pared para sostenerme y recorrí el camino hasta el vestíbulo. Busqué una silla y decidí encender un cigarrillo. Por algún motivo, era un Airship. (Solo había fumado Star desde mi llegada al hotel.) Las alas artificiales volvieron a aparecer ante mis ojos. Decidí llamar otra vez al botones y pedirle que me comprara dos paquetes de Star. Pero, si era verdad lo que me dijo, desafortunadamente no les quedaban Star. —Pero tenemos Airship, señor… Meneé la cabeza y miré el gran vestíbulo que me rodeaba. En un extremo había algunos extranjeros charlando en una mesa. Uno de ellos, una mujer de vestido rojo, parecía mirarme mientras hablaba con los otros en un susurro. —Señora Townshead… Algo que trascendía mi poder de visión llegó hasta mí a pesar del susurro. El nombre de la señora Townshead, por supuesto, era desconocido para mí. Aun cuando fuera el nombre de la mujer que estaba allí… Me incorporé y, medio loco de miedo, decidí regresar a la habitación. Cuando estuve allí pensé en llamar a cierto hospital psiquiátrico. Pero ir a ese lugar significaba la muerte para mí. Después de muchas vacilaciones me puse a leer Crimen y castigo para distraerme. Sin embargo, la página en la que abrí el libro era de Los hermanos Karamazov. Suponiendo que me había equivocado de volumen, miré la cubierta. Crimen y castigo… el libro debía ser Crimen y castigo. En el error de encuadernación, en el hecho de que había abierto el libro en esta página mal intercalada, sentí el accionar del dedo del destino y seguí leyendo con sentimiento de inevitabilidad. Pero antes de terminar siquiera la página advertí que todo mi cuerpo empezaba a temblar. Era un fragmento en el que Iván era atormentado por la inquisición del diablo. Iván, Strindberg, de Maupassant, yo mismo, en esa habitación. Solo el sueño podía salvarme de ese estado. Sin que me hubiera dado cuenta, las drogas se me habían terminado. No podía soportar el tormento si no dormía. Con valor nacido de la desesperación, me hice traer una taza de café y decidí seguir escribiendo frenéticamente. Dos, cinco, siete, diez páginas… el manuscrito creció a toda velocidad. Llené el relato de criaturas sobrenaturales. Una de ellas me describía. Pero el agotamiento acabó por extenuar mi mente. Me aparté de la mesa y me tendí en la cama. Debo de haber dormido entre cuarenta y cincuenta minutos. Sentí que alguien susurraba en mi oído, despertándome y haciendo que me pusiera de pie, las palabras: —Le diable est mort. Del otro lado de la ventana de toba estaba a punto de romper el día. De pie junto a la puerta, miré la habitación vacía. En el cristal de la ventana advertí una pequeña escena del mar más allá de un pinar amarillento. Me acerqué a la ventana con cierta timidez, para advertir que la escena había sido evocada por el pasto marchito y la piscina del jardín. Pero la imagen había despertado en mi mente una especie de nostalgia de mi casa. Decidí que me iría a casa después de haber llamado a una de las editoriales de revistas y haberme asegurado alguna fuente de ingresos, a las nueve de la mañana. Libros, papeles, objetos personales, volvieron a guardarse en la maleta, sobre la mesa. VI. Avión Tomé un auto desde una estación de la línea Tokaido hasta un balneario veraniego situado a cierta distancia. Por alguna razón, a pesar del tiempo helado, el chofer llevaba puesto un impermeable. Sintiendo que había algo muy extraño en esa coincidencia, traté, dentro de lo posible, de mirar todo el tiempo por la ventanilla para no verlo. Un poco más allá del lugar donde crecían unos pinos pequeños, probablemente por un antiguo sendero, vi que avanzaba una procesión fúnebre. En la procesión no parecía haber faroles blancos ni de santuario. Pero delante y detrás del ataúd se mecían silenciosamente flores artificiales plateadas y doradas… Cuando por fin llegué a casa, pasé algunos días muy tranquilos, gracias a mi esposa e hijos y a los opiáceos. La planta alta ofrecía una modesta vista del mar más allá de los pinares. En la mesa de la planta alta, escuchando el arrullo de las palomas, decidí trabajar solamente durante las mañanas. Además de las palomas y los cuervos, los gorriones también se posaban en la galería. Era una alegría para mí. “Una urraca entra en la sala”… pluma en mano, cada vez que venían los pájaros, también venían a mí las palabras. Una tarde cálida y nublada fui a comprar tinta. La única tinta que les quedaba era sepia. La tinta sepia me resultaba más desagradable que cualquier otra. Tuve que salir del negocio y caminé, solo, por la concurrida calle. Un extranjero corto de vista, de unos cuarenta años, se paseaba muy ufano. Era sueco y sufría de paranoia y vivía en las cercanías. Y se llamaba Strindberg. Cuando pasé a su lado, la proximidad me pesó físicamente. La calle solo tenía unas pocas cuadras de largo. Pero al recorrerla un perro, negro de un lado, pasó junto a mí cuatro veces. Doblando en una esquina, recordé el whisky Black & White. Y recordé también que el pañuelo de Strindberg era blanco y negro. No podía ser una coincidencia. Y si no lo era… Me sentí como si solo mi cabeza hubiera estado caminando, y me detuve un momento. Detrás de una cerca de alambre, junto a la calle, habían arrojado un cuenco de vidrio con todos los colores del arco iris. En la base había un dibujo, como un ala estampada. Muchos gorriones volaron desde la copa de los pinos. Pero cuando se acercaron al cuenco, cada uno de ellos, como de común acuerdo, volvió a elevarse a los cielos con el resto… Fui a la casa de los padres de mi esposa y me senté en el jardín en una silla de ratán. En un gallinero cercado con alambre, en un rincón del jardín, daban vueltas numerosas Leghorn blancas, en silencio. A mis pies estaba echado un perro negro. Tratando de responder una pregunta que nadie podía captar, yo parecía conversar tranquilamente con la madre y el hermano menor de mi esposa. —Muy tranquilo aquí. —En cualquier caso, mucho más tranquilo que Tokio. —¿A veces también hay agitación aquí? —Como sabes, esto también es parte del mundo. Y al decir esas palabras, la madre de mi esposa se rió. Verdad, ese balneario veraniego era parte del mundo. Durante el año anterior yo había llegado a enterarme de la cantidad de crímenes y tragedias que tenían lugar. Un médico que había tratado de matar lentamente a un paciente con veneno, una anciana que incendió la casa de una pareja adoptiva, un abogado que trató de despojar a su hermana menor de la herencia… mirar sus casas era para mí ver el infierno de la vida. —Hay un loco en esta ciudad, ¿no es cierto? —Tal vez te refieres a H. No es loco. Se ha convertido en un idiota. —Lo que llaman demencia precoz. Siempre me hace sentir extraño. No sé por qué estaba arrodillado ante la imagen de Kannon con cabeza de caballo. —Te hace sentir extraño… Deberías ser más fuerte… —Tú eres más fuerte que yo, sin embargo… El hermano menor de mi esposa, sin afeitarse, porque acababa de levantarse de la cama después de una enfermedad, hizo esta acotación, indeciso como siempre. —Soy débil, pero fuerte en cierto modo… —Bien, lo lamento. Mirando a esa suegra mía, no pude evitar esbozar una amarga sonrisa. El hermano de mi esposa, sonriendo también mientras miraba los pinares que se extendían más allá de la cerca, siguió parloteando distraídamente. (El joven hermano convaleciente me parecía a veces un espíritu que había escapado de su cuerpo.) —Soy tan poco mundano y sin embargo al mismo tiempo anhelo tanto el contacto humano… —A veces eres un buen hombre, a veces uno malo. —No, es algo muy diferente de lo bueno o lo malo. —Como un niño que vive dentro de un adulto. —No exactamente. No puedo expresarlo con claridad… Tal vez algo más semejante a los dos polos de la electricidad. En cualquier caso, me ocurren al mismo tiempo dos cosas diferentes. Lo que me sobresaltó fue el rugido de un avión. A pesar mío, alcé la vista para encontrar un avión que parecía que volaba tan bajo, como para rozar las copas de los pinos. Era un monoplano inusual con las alas pintadas de amarillo. También los pollos y el perro se sobresaltaron y se lanzaron a correr en todas direcciones. El perro se ocultó bajo el porche, ladrando. —¿No se caerá ese avión? —Jamás… ¿Sabes de alguna enfermedad de los aviones? Encendiendo un cigarro meneé la cabeza en vez de decir “no”. —Como la gente que anda en esos aviones respira todo el tiempo el aire de la atmósfera superior, se dice que gradualmente se vuelve incapaz de vivir en el aire de aquí abajo… Caminando entre los pinos cuyas ramas no se movieron ni una sola vez después de que me fui de la casa de la madre de mi esposa, descubrí lentamente que estaba deprimido. ¿Por qué ese avión siguió ese trayecto, justo por encima de mi cabeza, y no cualquier otro? ¿Por qué solo tenían cigarrillos Airship en aquel hotel? Me debatí con esas diversas preguntas y caminé por calles que elegí porque no había en ellas ningún signo de vida. El mar estaba gris y encapotado más allá de una duna baja. En la costa arenosa se erguía el armazón de un columpio sin columpio. Al verlo inmediatamente recordaba una horca. Y algunos cuervos se posaron en él. Todos me miraron, pero no amagaron siquiera con lanzarse a volar. Y un cuervo, en el centro, alzó su pico al cielo y graznó cuatro veces. Avanzando a lo largo del borde de la playa, con su hierba marchita, decidí seguir por un camino junto al que se erguían muchas casas de campo. Se suponía que a la derecha se encontraba una casa de madera de dos plantas, de estilo occidental, construida entre altos pinos. (Un buen amigo mío la llamaba “La morada de la primavera”.) Pero al pasar por el lugar vi tan solo una bañera sobre una base de cemento. Un incendio, se me ocurrió de inmediato mientras seguía adelante rápidamente, tratando de no mirar. Un hombre en bicicleta se acercaba derecho hacia mí. Llevaba una gorra de caza marrón oscuro, la mirada extrañamente fija y estaba agachado sobre el manubrio. Inesperadamente vi en su cara la cara del esposo de mi hermana mayor y decidí alejarme del camino antes de que llegara hasta mí. Pero en el medio del sendero yacía, de espaldas, el cadáver de un topo. Que algo estuviera dirigido a mí empezó a hacerme sentir más inquieto con cada paso. Gradualmente, los engranajes semitransparentes bloquearon mi visión. Temiendo que estuviera próximo mi momento final, seguí caminando, manteniendo rígido el cuello. A medida que el número de engranajes crecía, también empezaron a girar. Al mismo tiempo, el pinar que estaba a mi derecha empezó a verse como a través de vidrio astillado, con ramas silenciosamente entrelazadas. Sentí que mi corazón latía con violencia y traté muchas veces de detener mi avance por la senda. Pero ni siquiera resultaba sencillo detenerse, como si alguien me empujara desde atrás… Al cabo de unos treinta minutos estaba en la planta alta de mi casa, descansando la espalda y padeciendo una aguda jaqueca, con los ojos fuertemente cerrados. Entonces empezó a aparecer detrás de mis párpados un ala de plumas plateadas superpuestas como escamas. Se reflejaba claramente en mi retina. Abriendo los ojos, miré el techo y, tras confirmar que no había allí nada semejante, decidí volver a cerrar los ojos. Pero el ala plateada por cierto regresó en esa oscuridad, tal como antes. Entonces recordé que también había un ala en la tapa del radiador del taxi que había tomado el otro día… Alguien subió la escalera con rapidez y después bajó apresuradamente, con mucho estrépito. Alarmado al advertir que sería mi esposa, me incorporé de inmediato y bajé a la sala oscura en la que desembocaba la escalera. Mi esposa, que parecía sin aliento, estaba temblando visiblemente. —¿Qué ocurre? —No, nada… Finalmente levantó el rostro y esbozó una sonrisa forzada mientras hablaba. —Nada… simplemente se me ocurrió, padre, que estabas por morir… Fue la experiencia más aterradora de mi vida… ya no tengo fuerzas para seguir escribiendo. Es inexpresablemente doloroso vivir en este estado mental. ¿No hay nadie que venga y me estrangule en silencio mientas duermo? *FIN*
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Maestro
Minicuento
Leyendo un libro del maestro bajo un gran roble. Bañado por la luz de un día de otoño, no se movía ni una sola hoja. En algún cielo lejano, una balanza de platillos de cristal mantenía un equilibrio perfecto… Tal era la imagen que veía mientras leía el libro del maestro. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Mariposa
Minicuento
Una mariposa revoloteaba en el viento impregnado de olor a algas. Durante un instante, sintió cómo las alas de la mariposa acariciaban sus labios resecos. Y a pesar de todo, el polvo que las alas dejaron grabado sobre sus labios, todavía continuaba brillando después de tantos años. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Muerte
Minicuento
Aprovechando la suerte de estar solo en el dormitorio, colgó el cinturón del enrejado de la ventana e intentó ahorcarse. Pero al tratar de introducir el cuello en el cinturón, lo asaltó el miedo a la muerte. No temía el dolor físico que se siente en el instante de morir. Sacó por segunda vez el reloj de bolsillo y decidió hacer la prueba de medir el suicidio por ahorcamiento. Entonces, después de una breve agonía, todo se volvió confuso. Si fuera capaz de superar al menos ese paso, sin duda alcanzaría la muerte. Consultó las agujas del reloj. El sufrimiento había durado más de un minuto y veinte segundos. Las tinieblas reinaban más allá de la ventana enrejada. Pero, de repente, la oscuridad fue quebrada por el canto fogoso de un gallo. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Parto
Minicuento
Se detuvo en la puerta corredera y miró desde arriba cómo la comadrona, que todavía llevaba la bata blanca de operaciones, limpiaba al recién nacido. El bebé, cada vez que le entraba jabón en los ojos, arrugaba la cara tiernamente. Además, lloraba con una voz muy aguda. Mientras notaba un olor que le recordaba al de una cría de ratón, no pudo evitar que royeran su mente ciertas ideas filosas y profundas… ¿Para qué habrá venido este crío al mundo? ¿A este mundo lleno de dolor?… ¿Por qué le habrá tocado la carga de tener a un padre como yo? Se trataba del primer niño al que daba a luz su esposa. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Rashomon
Cuento
Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado. En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados. Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha. Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto. Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir”. Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian. Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku. La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. “Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo…” Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no elijo…” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir “si no…” demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en ladrón”. Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido. Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara. El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño. Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla? Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre. Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros. Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez. El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres. Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer. Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente. A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal”, por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso. Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón. Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose. -¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres. La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia: -¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí. Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo: -Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento. La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente: -Yo, sacaba los cabellos… sacaba los cabellos… para hacer pelucas… Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca: -Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría. Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento. -¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón. De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza: -Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre. Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche. Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara. Abajo, sólo la noche negra y muda. Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe. FIN
Akutagawa, Ryunosuke
Japón
1892-1927
Sennin
Cuento
Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka. No sé su verdadero nombre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo. Este hombre -que nosotros llamaremos Gonsuké- fue a una agencia de COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al empleado que estaba fumando su larga pipa de bambú: -Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin¹. ¿Tendría usted la gentileza de buscar una familia que me enseñara el secreto de serlo, mientras trabajo como sirviente? El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su cliente. -¿No me oyó usted, señor Empleado? -dijo Gonsuké-. Yo deseo ser un sennin1. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el secreto? -Lamentamos desilusionarlo -musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa-, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá… Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón azul, y empezó a argüir de esta manera: -Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conseguir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionalmente, si no lo cumple. Frente a un argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo: -Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto -se apresuró a alegar el empleado-, pero si usted insiste en su extraño pedido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide. Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa y logró, momentáneamente por lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los secretos para ser un sennin. De modo que al deshacerse del visitante, el empleado acudió a la casa de un médico vecino. Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente: -Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con rapidez? Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado. -Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin. -¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona a un doctor con un sennin. El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra vez, y se alejó con gran júbilo. Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado: -Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita promesa después de tantos años? La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó: -Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para mantener alma y cuerpo unidos. Esta frase hizo callar a su marido. A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori y hakama, quizá en honor de tan importante ocasión. Gonsuké aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la apariencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo: -Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber quién le ha metido esa idea en la cabeza. -Bien señor, no es mucho lo que puedo decirle -replicó Gonsuké-. Realmente fue muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo, pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero… justamente lo que sentía en ese instante. -Entonces -prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación-, ¿haría usted cualquier cosa con tal de ser un sennin? -Sí, señora, con tal de serlo. -Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto. -¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido. -Pero -añadió ella-, de aquí a veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo de sueldo. ¿De acuerdo? -Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo. De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años que pasó Gonsuké al servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo, tenía que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo. Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa. Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados veinte años. -Y ahora, señor -prosiguió Gonsuké-. ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad? -Y ahora ¿qué hacemos? -suspiró el doctor al oír el pedido. Después de haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos. -Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga -concluyó el doctor y se alejó torpemente. La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo: -Muy bien, entonces se lo enseñaré yo, pero tenga en cuenta que usted debe hacer lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga, de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto. -Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea -contestó Gonsuké. Estaba muy contento y esperaba que ella hablara. -Bueno -dijo ella-, entonces trepe a ese pino del jardín. Desconociendo por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente imponerle cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin vacilación. -Más alto -le gritaba ella-, más alto, hasta la cima. De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto. -Ahora suelte la mano derecha. Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha. -Suelte también la mano izquierda. -Ven, ven, mi buena mujer -dijo al fin su marido atisbando las alturas-. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto. -En este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila. ¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye? En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego… y luego… Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta. -Les estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin -dijo Gonsuké desde lo alto. Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes. FIN
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
El asistente
Cuento
¡Qué horas tan dulces son las que siguen a una comida de amigos entusiastas, rociada grandemente de manzanilla, cuando el humo de los cigarros envuelve ya a los comensales, elevándose la imaginación tras sus giros voluptuosos; mientras el dedo de la memoria hojea melancólicamente el libro de lo pasado, y los secretos se desbordan de todos los corazones, y la máscara cae de todos los semblantes, y llueven las anécdotas, los chistes, los cuentos, las historias, los dramas y los poemas! Todos cuentan algo: hasta el más taciturno y desconfiado descubre el fondo de su alma. Los criados o mozos (según que sea en casa o en fonda) han abandonado el comedor. Ya no se habla de música, de política, de literatura, de religiones…, se habla de la vida, del tiempo, de la esperanza, del mundo cual es en sí. Todos los espíritus se han alzado a igual altura, y desde aquella cumbre filosófica echan miradas retrospectivas a las llanuras de la existencia, y tranquilas ojeadas al descenso de los días… Dice Byron: Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de una botella de Champagne y de una buena conversación. Nosotros lo teníamos todo…, menos leña, porque principiaba mayo y estábamos en Andalucía, en Granada, en la Alhambra, en la fonda de Los Siete Suelos. Habíamos hablado de muchas personas: de ese mismo Byron, del duque de Reichstadt, de Luis XVII, de la papisa Juana, del preste Juan de las Indias, de don Sebastián de Portugal y de otros muertos ilustres, cuando, no sé por qué camino, llegamos a hablar de perros, de monos, de hotentotes y, por último, de asistentes. Un capitán muy joven, muy bravo y muy ilustrado, a quien dedico esta reseña, tomó entonces la palabra y, sobre poco más o menos, vino a contarnos lo que sigue: —Quiero que forméis idea exacta de lo que es ese tipo sublime que medio habéis adivinado. Luego podréis vosotros deducir las consecuencias que queráis en pro o en contra de la civilización cristiana y de la civilización en general; podréis seguir discutiendo acerca del maniqueísmo, del instinto de los animales, del mérito y demérito de las acciones humanas y de la forma social que se adapta mejor a nuestra naturaleza caída… En cuanto a mí, hombre práctico, me contentaré con referiros un hecho, o sea con acusarme de una culpa. —¡Historia tenemos! —dijimos todos, arrellanándonos en las sillas—. ¡Así termina toda buena conversación!… ¡Hable el capitán! Éste encendió su tercer cigarro, y dijo con solemnidad y tristeza: —Desde que salí del colegio e ingresé en las filas, hasta hoy, que han pasado ya diez años, sólo he tenido dos asistentes: el que acabáis de ver y un tal García…, que es el héroe de la presente historia. La voz del capitán tembló al pronunciar aquel nombre. Tomó un sorbo de café y continuó: —García era un soldado reenganchado; hombre de más de veintiocho años; natural de Totana; tipo árabe o, por mejor decir, tunecino; de ojos negros, tez morena, pocas palabras, un valor a toda prueba y muy apasionado en sus odios y en sus simpatías. Debo advertiros, sin embargo, que yo no le conocí más odios ni otros cariños que el reflejo de mis sentimientos. ¡Amaba a quien yo amaba y abominaba al que yo aborrecía! Tampoco le conocí novia ni vicio alguno, ni menos supe cuándo comía ni cuándo descansaba. Sólo puedo decir que a todas horas se hallaba al alcance de mi voz, dispuesto a servirme en mis menores caprichos, tuviésemos o no dinero, fuese de día o de noche, ardiese la tierra bajo el sol del verano o estuviese cubierta de una vara de nieve. Aquel hombre constituía toda mi familia cuando yo estaba fuera de mi casa, que era casi siempre; por lo tanto, yo debía quererlo mucho…, y quizá lo quería… ¡Oh! Sí…, después lo he sabido…; ¡yo lo adoraba! ¡Pero nunca me ocurrió darme cuenta de ello! Esto es muy común en los hombres de mi carácter… Lo mismo soy ahora con mi mujer… ¡Díscolo y endemoniado! En fin, vamos al asunto. Por todo lo dicho comprenderéis que yo era un ser fabuloso a los ojos de García, y él me idolatraba como un buen hijo idolatra a un mal padre… Pero no… Esto es poco… ¡Como un perro idolatra a su amo! ¡Un perro… sí!… Tal fue siempre el papel que a mi lado representó García. Tenerme contento, evitar un regaño, merecer una mirada de mis ojos…; he aquí la suprema felicidad de aquel hombre. ¡Oh!…, el genio humano es esencialmente bueno. Y si lo dudáis, seguid prestándome atención. García, que era diez años mayor que yo, me hablaba de usted… Yo a él de tú. Él me hacía la comida con mil afanes… Las sobras de mi comida eran su alimento. Yo, militar voluntario, recibía ochocientos reales al mes por pasearme… ¡Él, soldado forzoso, ahorraba seis cuartos el día que más, y estaba trabajando siempre! Yo no le pagaba… Él me servía con gusto, con entusiasmo, con cariño. Tales eran nuestras relaciones, y tales las ventajas que me llevaba en el orden moral mi pobre asistente. Pues, sin embargo…, no sé por qué despropósito o contrasentido… (¡preocupaciones de raza o de clase, que desnaturalizan nuestro corazón!), yo trataba a García con mucha dureza. Sólo le hablaba para mandarle, para reñirle por el más leve descuido o para prohibirle alguna cosa… Mi voz era su ordenanza viva, su azote, su tormento. ¡Qué diablo! Yo soy hijo y hermano de militares, y la costumbre de obedecer rigurosamente me había dado el hábito de mandar con rigor… En medio de todo… ¿qué era García? ¡Un inferior mío…, un soldado de mi compañía…, un subordinado! ¡Un autómata! ¡Una máquina! ¡Cuánto debió de sufrir en su vida! ¡Él, que nada amaba en el mundo tanto como a mí, y nunca recibió pruebas de mi estimación; que jamás oyó de mis labios una palabra afectuosa, ni estrechó mi mano al separarse de mí, ni me abrazó al volver a verme, ni pudo decirme en los peligros de la guerra…: ¡Cuidado, amo mío! Que siempre amó, calló y sufrió en mi presencia, como un paria ante su dios, como un eunuco ante la sultana, como un esclavo ante su dueño… ¡Oh!… Pero ¡eso sí!… Estoy seguro de que no me engaño…, y después lo he pensado muchas veces… Si García hubiera caído enfermo, si me hubiese querido abandonar, si hubiera llorado delante de mí…, en aquel mismo punto habría dejado de ser mi inferior… Hubiérale dicho: «García, no podré vivir sin verte…» En fin, ¡me habría dado cuenta de que éramos dos hombres que se amaban en el fondo… como hermanos! ¡No exagero, amigos míos! Considerad lo que para un oficial es un asistente… Cuando a medianoche volvía yo a mi alojamiento, solo, triste, fastidiado…, él era quien me esperaba. Si estaba enfermo, me cuidaba él. No bien deseaba una cosa (a veces sin decirlo), me la proporcionaba a costa de las mayores molestias. En campaña estaba a mi lado. En los caminos me servían sus brazos de puente para pasar los ríos. En el invierno se tendía a mis pies para abrigarlos. En el verano me cobijaba bajo la sombra de su cuerpo. Él era el único que sabía el estado de mi bolsillo. ¡Sólo él podía adivinar el estado de mi corazón! Me veía sufrir, me veía lloroso; me veía enamorado, débil, arrastrado por los vicios, poco respetable por cualquier circunstancia de la juventud…, y me miraba, sentía, callaba, ¡y se quitaba la gorra con respeto! Él se peleaba con las patronas hasta ponerme en la mesa mis manjares favoritos. Ahorraba de mi dinero, o sea: me robaba temporalmente para sacarme después de apuros. Me revisaba la ropa como una mujer. Me peinaba, me cepillaba, me vestía. Era, por último, protector como un padre, previsor como una madre, dócil como un hijo, cariñoso como un hermano, económico como una esposa, leal como un amigo… ¡Una familia entera para mí! ¡Mi casa ambulante! ¡Oh! ¡Aquel hombre no tenía existencia propia! ¡Vivía de mi vida… y murió de mi muerte! Escuchad. Cuando la última intentona carlista acababa ya por consunción, hallábame yo en Cataluña, a las órdenes del general B… García me acompañaba. Un día encontramos al enemigo cerca del pequeño pueblo de Gironella. Desde por la mañana nos estuvimos batiendo con el mayor orden; y a la caída de la tarde, cuando la victoria era casi nuestra, fuimos sorprendidos a retaguardia por otra considerable partida. ¡Estábamos entre dos fuegos! Nuestro coronel mandó la retirada, viendo la cosa perdida, y en un momento casi todos los soldados huyeron en dispersión. Pero yo no oí aquel toque, y permanecí batiéndome al frente de mi compañía, que ocupaba el extremo del ala derecha, y cuyo capitán y tenientes habían muerto. Yo era subteniente en aquel entonces. Los carlistas avanzaron… Mis soldados empezaron a caer a mi alrededor como segadas espigas. ¡Y yo no mandaba la retirada! Estaba loco: era presa de la epilepsia, de esa enfermedad que acompaña a todos los accesos de mis pasiones. Pero tan estrechadas se vieron aquellas víctimas infelices de mi ciego furor, que huyeron al fin sin esperar mi orden, dejándose en el campo a la mayor parte de sus compañeros. García se figuró que yo había mandado aquella fuga, y corrió más que todos, creyéndome acaso al frente de la compañía. Quedé, pues, solo, sable en mano. De este modo avancé hacia el enemigo, poseído de tan insensata furia, que pronto cal en tierra presa de una terrible convulsión. Los facciosos me creyeron muerto y siguieron acosando a los fugitivos. Llegó la noche sin que yo me recobrase. Los restos de nuestras tropas estaban ya en Gironella, donde se fortificaban y rehacían para caer al día siguiente sobre los facciosos que, por su parte, acamparon enfrente de la pequeña población. García, entretanto, había notado mi falta y decidido volver al teatro de la lucha a fin de recoger mi cadáver, si yo había muerto, o auxiliarme, si me hallaba herido. Para lograrlo tenía que atravesar el campamento carlista… ¡Sólo un loco o una madre hubieran concebido tan temeraria empresa! Salió del pueblo cautelosamente, y dando un rodeo de tres leguas, consiguió atravesar la línea contraria. Poco después me encontró entre los cadáveres. Yo seguía insultado; pero sumido en esa extraña somnolencia de los epilépticos, que permite ver y oír, ya que no hablar o moverse. García adivinó al momento lo que me sucedía: enjugó sus lágrimas; refrenó sus sollozos; cogióme a cuestas, y echó a andar hacia el pueblecillo. Así se fue acercando a los facciosos, impasible, sereno, resignado con su suerte. ¡Sólo un prodigio podía salvarnos! ¡Él lo sabía, sí! Pero sabía también que si no se empleaban los medios acostumbrados para sacarme de aquel insulto, o me dejaba allí a la intemperie en tan terrible noche de ventisca, yo quedaría muerto al cabo de algunas horas… Continuó, pues, su camino. ¡Tenía que volver a forzar la línea de los carlistas! La oscuridad de la noche era la única probabilidad de salvación que nos quedaba… Pero la luna, que no suele saber lo que acontece en la Tierra, rompió en esto su cárcel de nubes y apareció plena, hermosa, resplandeciente, esclareciendo por completo todo aquel país nevado. García suspiró, previendo una desgracia. ¡Yo la preveía también!… ¡Yo, inerte, exánime, echado sobre la espalda de aquel mártir! ¡Qué horrenda pesadilla! Mas… ¡oh portento! ¡García atravesó con su carga a veinte pasos de un centinela, sin ser descubierto por él!… Quizá nos habíamos salvado… Mas ¡ay!, no… ¡La fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo! Ya tocaba el resignado Cristo al término de su vía de dolor, cuando los carlistas lo distinguieron a la luz de la Luna. —¡Quién vive! —gritó una voz a lo lejos. —¡A él! —exclamó otra más cercana. —¡María Santísima! —murmuró García. Y estrechando convulsivamente mis muñecas, apretó el paso. En esto silbó una bala y sonó un tiro… Mi asistente se detuvo… Bamboleóse después con su carga; dio un sollozo, y cayó de boca contra el suelo. Yo caí encima de él… El sacrificio estaba consumado. ¡Qué noche, Dios mío! Primero sentí que García temblaba y se retorcía bajo el peso de mi cuerpo y entre mis inertes brazos… Luego se quedó tranquilo… Después se fue enfriando poco a poco… Sus miembros adquirieron, en fin, una rigidez espantosa… Estaba muerto. ¡Yo lo sabía y no podía moverme! Pasé, pues, la noche abrazado a un cadáver…, ¡al cadáver de mi inferior, de mi esclavo, del pobre García! ¡Aquél era el primer abrazo que le daba! El fresco de la mañana me volvió el sentido. Me puse de pie y miré a mi alrededor. Estaba solo…, ¡solo entre los muertos! Los carlistas habían levantado el campo durante la noche, llevándose a todos los heridos. Registré a García, y vi que la bala le había entrado por un costado y salido por el otro. Tomélo a mi vez a cuestas y, trémulo, vacilante, con los ojos húmedos y el corazón destrozado, entré en Gironella… Allí está enterrado el pobre García. Hoy es para mí su nombre objeto de culto y veneración. ¡Cuántas veces, cuántas, he pedido locamente a Dios que le permitiera resucitar, para consolarle de mis acritudes y violencias y pagarle con amor su sacrificio! ¡Cuántas le he pedido perdón con el pensamiento! ¡Y cómo me ha mejorado su muerte! Desde entonces soy dulce, afable, cariñoso con aquellos de mis inferiores que se portan bien, y en vez de aspirar a que tiemblen ante mí y me crean un ser de especie superior a la humana, sólo deseo ser como un padre de todos ellos… Porque he comprendido, demasiado tarde, que bajo el burdo capote del soldado laten a veces corazones más hermosos que bajo el uniforme dorado del general. ¡Oh! Cuando los asistentes que he tenido después han celebrado mi trato paternal; cuando he oído las bendiciones de mi compañía; cuando he derramado algún consuelo sobre esos pobres hijos de la Patria, arrancados del seno de sus familias para servir a la ambición o a la cólera ajenas, ¿no es verdad, pobre García, que has sonreído en el Cielo, diciéndote: «Mi sacrificio no fue inútil, pues que ha redimido a algunos de mis camaradas?»… *** El joven militar quedó con los ojos clavados en el cielo; nosotros nos asimos a sus manos, y el mozo de la fonda entró con la cuenta. *FIN*
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
El extranjero
Cuento
– I – No consiste la fuerza en echar por tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima oriental. No abuses de la victoria, añade un libro de nuestra religión. Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a Sancho Panza. Para dar realce a todas estas elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad, nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe resplandecer cuando el enemigo está humillado. El hecho fue el siguiente, según me lo han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales. – II – -Buenos días, abuelo… -dije yo. -Dios guarde a usted, señorito… -dijo él. -¡Muy solo va usted por estos caminos!… -Sí, señor. Vengo de las minas de Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi familia. ¿Usted irá…? -Voy a Almería…, y me he adelantado un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué… Puede usted continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos. -¡Vamos! Ese libro es alguna historia… Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba? -¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted quitarse el sombrero y santiguarse! -Pues, ¡qué demonio!, hombre… ¿Por qué he de negarlo? Rezando iba… ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios! -Es mucha verdad. -¿Piensa usted andar largo? -¿Yo? Hasta la venta… -En este caso, eche usted por esa vereda y cortaremos camino. -Con mucho gusto. Esa cañada me parece deliciosa. Bajemos a ella. Y, siguiendo al viejo, cerré el libro, dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco. Las verdes tintas y diafanidad del lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la proximidad del Mediterráneo. Anduvimos en silencio unos minutos, hasta que el minero se paró de pronto. -¡Cabales! -exclamó. Y volvió a quitarse el sombrero y a santiguarse. Estábamos bajo unas higueras cubiertas ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente. -¡A ver, abuelito!… -dije, sentándome sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí. -¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él, estremeciéndose. -Yo no sé más… -añadí con suma calma-, sino que aquí ha muerto un hombre… ¡Y de mala muerte, por más señas! -¡No se equivoca usted, señorito! ¡No se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?… -Me lo dicen sus oraciones de usted. -¡Es mucha verdad! Por eso rezaba. Yo miré tenazmente la fisonomía del minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su rezo era tranquilo y dulce. -Siéntese usted aquí, amigo mío…-le dije, alargándole un cigarro de papel. -Pues verá usted, señorito… -Vaya, ¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!… -Reúna usted dos y resultará uno doble de grueso -añadí, dándole otro cigarro. -¡Dios se lo pague a usted! Pues, señor… -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo sitio… -¡Cuarenta y cinco años! -medité yo. Y la melancolía del tiempo cayó sobre mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras? ¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos! Viendo él que yo no decía nada, echó unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo: -¡Flojillo es! Pues, señor, el día que le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los otros… -¡Ya comprendo! Usted habla de la Guerra de la Independencia. -¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted nacido! -¡Ya lo creo! -¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan los libros. Ahí ponen lo que más acomoda…, y la gente se lo cree a puño cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón…, del bribonazo que murió ya… Porque ahora dice el señor cura que hay otro… Pero yo creo que ése no vendrá por estas tierras… ¿Qué le parece a usted, señorito? -¿Qué quiere usted que yo le diga? -¡Es verdad! Su merced no habrá estudiado todavía de estas cosas… ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor los rusos y moscovitas a quitar la Constitución… ¡Pero entonces ya me habré yo muerto!… Conque vuelvo a la historia de mi polaco. El pobre hombre se había quedado enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde… Una vieja lo cuidaba por caridad, sin reparar que era un enemigo… (¡Muchos años de gloria llevará ya la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba… Allí fue donde la noche antes dos soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda, descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras de su idioma en el delirio de la calentura. -¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros alcanzaremos un empleo. Iwa, que así se llamaba el polaco, según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y estaba muy débil, muy delgado, casi hético. La buena mujer lloró y suplicó, protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la media hora… Pero sólo consiguió ser apaleada, por su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra, que antes no había oído pronunciar nunca! En cuanto al polaco, figuraos cómo miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír a los dos militares. -¡Cállate, didón, perro, gabacho! -le decían. Y a fuerza de golpes lo sacaron del lecho. Para no cansar a usted, señorito: en aquella disposición, medio desnudo, hambriento…, bamboleándose, muriéndose…, ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!… ¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta aquí… ¡Y a pie!… ¡Descalzo!… ¡Figúrese usted!… ¡Un hombre fino, un joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de tercianas!… ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!… -¿Cómo pudo resistir? -¡Ah! ¡No resistió!… -Pero ¿cómo anduvo cinco leguas? -¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos! -Prosiga usted, abuelo… Prosiga usted. -Yo venía por este barranco, como tengo de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas… Iwa jadeaba como un perro próximo a rabiar… Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes, pero caídos… ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!… -¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas. Los españoles se reían de aquellos disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas. Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y cayó redondo al suelo. Yo respiré, porque creí que el pobre había dado el alma a Dios. Pero un pinchazo que recibió en un hombro le hizo erguirse de nuevo. Entonces se acercó a este barranco para precipitarse y morir… Al impedirlo los soldados, pues no les acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he dicho, estaba cargado de barrilla. -¡Eh, camarada! -me dijeron, apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo! Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer un favor al extranjero. -¿Dónde va usted? -me preguntaron cuando hube subido. -Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso que ustedes están haciendo es una inhumanidad! -¡Fuera sermones! -gritó uno de los verdugos. -¡Un arriero afrancesado! -dijo el otro. -¡Charla mucho… y verás lo que te sucede! La culata de un fusil cayó sobre mi pecho… ¡Era la primera vez que me pegaba un hombre, además de mi padre! -¡No irritar! ¡No incomodar! -exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra. -¡Descarga la barrilla! -me dijeron los soldados. -¿Para qué? -Para montar en el mulo a este judío. -Eso es otra cosa… Lo haré con mucho gusto -dije, y me puse a descargar. -¡No!… ¡No!… ¡No!… exclamó Iwa-. ¡Tú dejar que me maten! -¡Yo no quiero que te maten, desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven. -¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí por Dios!… -¿Quieres que yo te mate? -¡Sí…, sí…, hombre bueno! ¡Sufrir mucho! Mis ojos se llenaron de lágrimas. Volvíme a los soldados, y les dije con tono de voz que hubiera conmovido a una piedra: -¡Españoles, compatriotas, hermanos! Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os suplica… ¡Dejadme solo con este hombre! -¡No digo que es afrancesado! -exclamó uno de ellos. -¡Arriero del diablo -dijo el otro-, cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma! -¡Militar de los demonios -contesté con la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme… ¡Sois unos cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o morir…, pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay! -continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo, tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España, en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un rey…, ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais… ¡Sí, porque vosotros sois hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro! ¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis verdugos! -¡Basta de letanías! -dijo el que siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su cadáver. -Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el otro, medio conmovido con mis palabras. -¡Es muy sencillo! -repuso el primero-. ¡Mira! Y sin darme tiempo, no digo de evitar, sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del polaco. Iwa me miró con ternura, no sé si antes o después de morir. Aquella mirada me prometió el cielo, donde acaso estaba ya el mártir. En seguida los soldados me dieron una paliza con las baquetas de los fusiles. El que había matado al extranjero le cortó una oreja, que guardó en el bolsillo. ¡Era la credencial del empleo que deseaba! Después desnudó a Iwa, y le robó… hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al cuello. Entonces se alejaron hacia Almería. Yo enterré a Iwa en este barranco…, ahí…, donde está usted sentado…, y me volví a Gérgal, porque conocí que estaba malo. Y en efecto, aquel lance me costó una terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte. -¿Y no volvió usted a ver a aquellos soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban? -No, señor; pero por las señas que me dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que había matado y robado al pobre extranjero… En esto nos alcanzó la galera: el viejo y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos el uno del otro. ¡Habíamos llorado juntos! – III – Tres noches después tomábamos café varios amigos en el precioso casino de Almería. Cerca de nosotros, y alrededor de otra mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel el otro, según dijo alguno que los conocía. A pesar nuestro, oíamos su conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho. De pronto hirió mis oídos y llamó mi atención esta frase del coronel: -El pobre Risas… -¡Risas! -exclamé para mí. Y me puse a escuchar de intento. -El pobre Risas… -decía el coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las bebidas espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero, le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España, ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia. ¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas! ¡Dígole a usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya ocurrido nunca! Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado esta historia en cuarenta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento para cuidar a Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en recompensa, ella se brindara a cuidar a Risas al verlo caer en su presencia atacado de la fiebre cerebral… Llegados a casa de la buena mujer, y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho, bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que representaba a una Virgen o Santa de aquel país. -¡Iwa! ¡Iwa! -gritó después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada entendía, aletargado como estaba por la fiebre. En esto acudieron las hijas, y enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese, como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles, comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco tiempo… El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable… ¡Además, él no llevaba el medallón! Pero el otro… ¡al otro, al pobre Risas, lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas aquel retrato. -Permítame usted que se lo cuente yo… -dije sin poder contenerme. Y acercándome a la mesa del coronel y del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí a todos la espantosa narración del minero. Luego que concluí, el comandante, hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus canas: -¡Vive Dios, señores, que en todo eso hay algo más que una casualidad! FIN Almería, 1854
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
El libro talonario
Cuento
Historieta rural I La acción comienza en Rota. Rota es la menor de aquellas encantadoras poblaciones hermanas que forman el amplio semicírculo de la bahía de Cádiz; pero con ser la menor no ha faltado quien ponga los ojos en ella. El duque de Osuna, a título de duque de Arcos, la ostenta entre las perlas de su corona hace muchísimo tiempo, y tiene allí su correspondiente castillo señorial, que yo pudiera describir piedra por piedra… Mas no se trata aquí de castillos, ni de duques, sino de los célebres campos que rodean a Rota y de un humildísimo hortelano, a quien llamaremos el tío Buscabeatas, aunque no era éste su verdadero nombre, según parece. Los campos de Rota -particularmente las huertas- son tan productivos que, además de tributarle al duque de Osuna muchos miles de fanegas de grano y de abastecer de vino a toda la población -poco amante del agua potable y malísimamente dotada de ella-, surten de frutas y legumbres a Cádiz, y muchas veces a Huelva, y en ocasiones a la misma Sevilla, sobre todo en los ramos de tomates y calabazas, cuya excelente calidad, suma abundancia y consiguiente baratura exceden a toda ponderación, por lo que en Andalucía la Baja se da a los roteños el dictado de calabaceros y de tomateros, que ellos aceptan con noble orgullo. Y, a la verdad, motivo tienen para enorgullecerse de semejantes motes; pues es el caso que aquella tierra de Rota que tanto produce -me refiero a la de las huertas-; aquella tierra que da para el consumo y para la exportación; aquella tierra que rinde tres o cuatro cosechas al año, ni es tal tierra, ni Cristo que lo fundó, sino arena pura y limpia, expelida sin cesar por el turbulento océano, arrebatada por los furiosos vientos del Oeste y esparcida sobre toda la comarca roteña, como las lluvias de ceniza que caen en las inmediaciones del Vesubio. Pero la ingratitud de la Naturaleza está allí más que compensada por la constante laboriosidad del hombre. Yo no conozco, ni creo que haya en el mundo, labrador que trabaje tanto como el roteño. Ni un leve hilo de agua dulce fluye por aquellos melancólicos campos… ¿Qué importa? ¡El calabacero los ha acribillado materialmente de pozos, de donde saca, ora a pulso, ora por medio de norias, el precioso humor que sirve de sangre a los vegetales! ¡La arena carece de fecundos principios, del asimilable humus…¿Qué importa? ¡El tomatero pasa la mitad de su vida buscando y allegando sustancias que puedan servir de abono, y convirtiendo en estiércol hasta las algas del mar! Ya poseedor de ambos preciosos elementos, el hijo de Rota va estercolando pacientemente, no su heredad entera (pues le faltaría abono para tanto), sino redondeles de terreno del vuelo de un plato chico, y en cada uno de estos redondeles estercolados siembra un grano de simiente de tomate o una pepita de calabaza, que riega luego a mano con un jarro muy diminuto, como quien da de beber a un niño. Desde entonces hasta la recolección, cuida diariamente una por una las plantas que nacen en aquellos redondeles, tratándolas con un mimo y un esmero sólo comparables a la solicitud con que las solteronas cuidan sus macetas. Un día le añade a tal mata un puñadillo de estiércol; otro le echa una chorreadita de agua; ora las limpia a todas de orugas y demás insectos dañinos; ora cura a las enfermas, entablilla a las fracturadas, y pone parapetos de caña y hojas secas a las que no pueden resistir los rayos del sol o están demasiado expuestas a los vientos del mar; ora, en fin, cuenta los tallos, las hojas, las flores o los frutos de las más adelantadas y precoces, y les habla, las acaricia, las besa, las bendice y hasta les pone expresivos nombres para distinguirlas e individualizarlas en su imaginación. Sin exagerar: es ya un proverbio (y yo lo he oído repetir muchas veces en Rota) que el hortelano de aquel país toca por lo menos cuarenta veces con su propia mano a cada mata de tomates que nace en su huerta. Y así se explica que los hortelanos viejos de aquella localidad lleguen a quedarse encorvados, hasta tal punto, que casi se dan con las rodillas en la barba… ¡Es la postura en que han pasado toda su noble y meritoria vida! II Pues bien: el tío Buscabeatas pertenecía al gremio de estos hortelanos. Ya principiaba a encorvarse en la época del suceso que voy a referir; y era que ya tenía sesenta años… y llevaba cuarenta de labrar una huerta lindante con la playa de la Costilla. Aquel año había criado allí unas estupendas calabazas, tamañas como bolas decorativas de pretil de puente monumental, y que ya principiaban a ponerse por dentro y por fuera de color de naranja, lo cual quería decir que había mediado el mes de junio. Conocíalas perfectamente el tío Buscabeatas por la forma, por su grado de madurez y hasta de nombre, sobre todo a los cuarenta ejemplares más gordos y lucidos, que ya estaban diciendo guisadme, y pasábase los días mirándolos con ternura y exclamando melancólicamente: –¡Pronto tendremos que separarnos! Al fin, una tarde se resolvió al sacrificio; y señalando a los mejores frutos de aquellas amadísimas cucurbitáceas que tantos afanes le habían costado, pronunció la terrible sentencia: -Mañana -dijo- cortaré estas cuarenta, y las llevaré al mercado de Cádiz. ¡Feliz quien se las coma! Y se marchó a su casa con paso lento, y pasó la noche con las angustias del padre que va a casar una hija al día siguiente. -¡Lástima de mis calabazas! -suspiraba a veces sin poder conciliar el sueño; pero luego reflexionaba, y concluía por decir-: ¿Y qué he de hacer sino salir de ellas? ¡Para eso las he criado! Lo menos van a valerme quince duros… Gradúese, pues, cuánto sería su asombro, cuánta su furia y cuál su desesperación, cuando al ir a la mañana siguiente a la huerta, halló que, durante la noche, le habían robado las cuarenta calabazas… Para ahorrarme de razones, diré que, como el judío de Shakespeare, llegó al más sublime paroxismo trágico, repitiendo frenéticamente aquellas terribles palabras de Shyllock, en que tan admirable dicen que estaba el actor Kemble: –¡Oh! ¡Si te encuentro! ¡Si te encuentro! Púsose luego el tío Buscabeatas a recapacitar fríamente, y comprendió que sus amadas prendas no podían estar en Rota, donde sería imposible ponerlas a la venta sin riesgo de que él las reconociese, y donde, por otra parte, las calabazas tienen muy bajo precio. -¡Como si lo viera, están en Cádiz! -dedujo de sus cavilaciones-. El infame, pícaro, ladrón, debió de robármelas anoche a las nueve o las diez y se escaparía con ellas a las doce en el barco de la carga… ¡Yo saldré para Cádiz hoy por la mañana en el barco de la hora, y maravilla será que no atrape al ratero y recupere a las hijas de mi trabajo! Así diciendo permaneció todavía cosa de veinte minutos en el lugar de la catástrofe, como acariciando las mutiladas calabaceras, o contando las calabazas que faltaban, o extendiendo una especie de fe de livores, para algún proceso que pensara incoar hasta que, a eso de las ocho, partió con dirección al muelle. Ya estaba dispuesto para hacerse a la vela el barco de la hora, humilde falucho que sale todas las mañanas para Cádiz a las nueve en punto, conduciendo pasajeros, así como el barco de la carga sale todas las noches a las doce, conduciendo frutas y legumbres… Llamábase barco de la hora el primero, porque en este espacio de tiempo, y hasta en cuarenta minutos algunos días, si el viento es de popa, cruza las tres leguas que median entre la antigua villa del duque de Arcos y la antigua ciudad de Hércules… III Eran, pues, las diez y media de la mañana cuando aquel día se paraba el tío Buscabeatas delante de un puesto de verduras del mercado de Cádiz, y le decía a un aburrido polizonte que iba con él: -¡Éstas son mis calabazas! ¡Prenda usted a ese hombre! Y señalaba al revendedor. -¡Prenderme a mí! -contestó el revendedor, lleno de sorpresa y de cólera-. Estas calabazas son mías; yo las he comprado… -Eso podrá usted contárselo al alcalde -repuso el tío Buscabeatas. -¡Que no! -¡Que sí! -¡Tío ladrón! -¡Tío tunante! -¡Hablen ustedes con más educación, so indecentes! ¡Los hombres no deben faltarse de esa manera! -dijo con mucha calma el polizonte, dando un puñetazo en el pecho a cada interlocutor. En esto ya había acudido alguna gente, no tardando en presentarse también allí el regidor encargado de la policía de los mercados públicos, o sea el juez de abastos, que es su verdadero nombre. Resignó la jurisdicción el polizonte en su señoría, y enterada esta digna autoridad de todo lo que pasaba, preguntó al revendedor con majestuoso acento: -¿A quién le ha comprado usted esas calabazas? -Al tío Fulano, vecino de Rota… -respondió el interrogado. -¡Ése había de ser! -gritó el tío Buscabeatas-. ¡Muy abonado es para el caso! ¡Cuando su huerta, que es muy mala, le produce poco, se mete a robar en la del vecino! -Pero admitida la hipótesis de que a usted le han robado anoche cuarenta calabazas -siguió interrogando el Regidor, volviéndose al viejo hortelano-, ¿quién le asegura a usted que éstas y no otras son las suyas? -¡Toma! -replicó el tío Buscabeatas-. ¡Porque las conozco como usted conocerá a sus hijas, si las tiene! ¿No ve usted que las he criado? Mire usted: ésta se llama Rebolonda; ésta, Cachigordeta; ésta, Barrigona; ésta, Coloradilla; ésta, Manuela…porque se parecía mucho a mi hija la menor… Y el pobre viejo se echó a llorar amarguísimamente. -Todo eso está muy bien… -repuso el juez de abastos-; pero la ley no se contenta con que usted reconozca sus calabazas. Es menester que la autoridad se convenza al mismo tiempo de la preexistencia de la cosa, y que usted las identifique con pruebas fehacientes… Señores, no hay que sonreírse… ¡Yo soy abogado! -¡Pues verá usted qué pronto le pruebo yo a todo el mundo, sin moverme de aquí, que esas calabazas se han criado en mi huerta! -dijo el tío Buscabeatas, no sin grande asombro de los circunstantes. Y soltando en el suelo un lío que llevaba en la mano, agachóse, arrodillándose hasta sentarse sobre los pies, y se puso a desatar tranquilamente las anudadas puntas del pañuelo que lo envolvía. La admiración del concejal, del revendedor y del corro subió de punto. -¿Qué va a sacar de ahí? -se preguntaban todos. Al mismo tiempo llegó un nuevo curioso a ver qué ocurría en aquel grupo, y habiéndole divisado el revendedor, exclamó: -¡Me alegro de que llegue usted, tío Fulano! Este hombre dice que las calabazas que me vendió usted anoche, y que están aquí oyendo la conversación, son robadas… Conteste usted… El recién llegado se puso más amarillo que la cera, y trató de irse; pero los circunstantes se lo impidieron materialmente, y el mismo regidor le mandó quedarse. En cuanto al tío Buscabeatas, ya se había encarado con el presunto ladrón, diciéndole: -¡Ahora verá usted lo que es bueno! El tío Fulano recobró su sangre fría, y expuso: -Usted es quien ha de ver lo que habla; porque si no prueba, y no podrá probar, su denuncia, lo llevaré a la cárcel por calumniador. Estas calabazas eran mías; yo las he criado como todas las que he traído este año a Cádiz, en mi huerta del Egido, y nadie podrá probarme lo contrario. -¡Ahora verá usted! -repitió el tío Buscabeatas acabando de desatar el pañuelo y tirando de él. Y entonces se desparramaron por el suelo una multitud de trozos de tallo de calabacera, todavía verdes y chorreando jugo, mientras que el viejo hortelano, sentado sobre sus piernas y muerto de risa, dirigía el siguiente discurso al concejal y a los curiosos: -Caballeros: ¿no han pagado ustedes nunca contribución? ¿Y no han visto aquel libraco verde que tiene el recaudador, de donde va cortando recibos, dejando allí pegado un tocón o pezuelo, para que luego pueda comprobarse si tal o cual recibo es falso o no lo es? -Lo que usted dice se llama el libro talonario -observó gravemente el regidor. -Pues eso es lo que yo traigo aquí: el libro talonario de mi huerta, o sea los cabos a que estaban unidas estas calabazas antes de que me las robasen. Y, si no, miren ustedes. Este cabo era de esta calabaza… Nadie puede dudarlo… Este otro… ya lo están ustedes viendo…, era de esta otra. Este más ancho…, debe de ser de aquélla… ¡Justamente! Y éste es de ésta… Ése es de ésa… Ésta es de aquél… Y en tanto que así decía, iba adaptando un cabo o pedúnculo a la excavación que había quedado en cada calabaza al ser arrancada, y los espectadores veían con asombro que, efectivamente, la base irregular y caprichosa de los pedúnculos convenía del modo más exacto con la figura blanquecina y leve concavidad que presentaban las que pudiéramos llamar cicatrices de las calabazas. Pusiéronse; pues, en cuclillas los circunstantes, incluso los polizontes y el mismo concejal, y comenzaron a ayudarle al tío Buscabeatas en aquella singular comprobación, diciendo todos a un mismo tiempo con pueril regocijo: -¡Nada! ¡Nada! ¡Es indudable! ¡Miren ustedes! Éste es de aquí… Ése es de ahí… Aquélla es de éste… Ésta es de aquél… Y las carcajadas de los grandes se unían a los silbidos de los chicos, a las imprecaciones de las mujeres, a las lágrimas de triunfo y alegría del viejo hortelano y a los empellones que los guindillas daban ya al convicto ladrón, como impacientes por llevárselo a la cárcel. Excusado es decir que los guindillas tuvieron este gusto; que el tío Fulano viose obligado, desde luego, a devolver al revendedor los quince duros que de él había percibido; que el revendedor se los entregó en el acto al tío Buscabeatas, y que éste se marchó a Rota sumamente contento, bien que fuese diciendo por el camino: -¡Qué hermosas estaban en el mercado! ¡He debido traerme a Manuela, para comérmela esta noche y guardar las pepitas! *FIN*
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
La buenaventura
Cuento
I No sé que día de Agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía General de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre “Heredia”, caballero en flaquísimo y destartalado burro mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al Capitán General.» Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del Excelentísimo Sr. D. Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón Capitán General del antiguo reino de Granada… Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno…, con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al gitano. Penetró éste en el despacho de Su Excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó: – ¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo! – Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece… -respondió el Conde con aparente sequedad. Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo: – Pues, señor, vengo a que se me den los mil reales. – ¿Qué mil reales? – Los ofrecidos hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón. – Pues ¡qué! ¿tú lo conocías? – No, señor. – Entonces…. – Pero ya lo conozco. – ¡Cómo! – Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto; traigo las señas, y pido mi ganancia. – ¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el Capitán General con un interés que se sobrepuso a sus dudas. El gitano se echó a reír, y respondió: – ¡Es claro! Su merced dirá: este gitano es como todos, y quiere engañarme. ¡No me perdone Dios si miento!. Ayer vi a Parrón. – Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver? ¿Sabes que todos los días roba, en distintos puntos de estas sierras, a algunos pasajeros; y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la Justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte? El gitano se volvió a reír, y dijo: – Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros? Repito, mi General, que, no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con el. – ¿Dónde? – En el camino de Tózar. – Dame pruebas de ello. – Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado. «¿Será esta gente de Parrón? (me decía a cada instante.) ¡Entonces no hay remedio, me matan!…, pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.» Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo: – Compadre, ¡yo soy Parrón! Oír esto y caerme de espaldas, todo fue una misma cosa. El bandido se echó a reír. Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas, y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar: – ¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!… ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula? El Conde del Montijo no pudo contener la risa. Luego preguntó: – Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo? – Lo mismo que su merced; reírse a todo trapo. – ¿Y tú? – Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas. – Continúa. En seguida me alargó la mano y me dijo: – Compadre, es V. el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo V. me ha hecho reír: y si no fuera por esas lágrimas…. – Qué, ¡señor, si son de alegría! – Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado. – Pero despachemos. ¡Eh, muchachos! Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos, todo fue un abrir y cerrar de ojos. – ¡Jesús me ampare! -empecé a gritar-. – ¡Deteneos! -exclamó Parrón-. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre. – Un burro en pelo. – ¿Y dinero? – Tres duros y siete reales. – Pues dejadnos solos. Todos se alejaron. – Ahora dime la buenaventura, -exclamó el ladrón, tendiéndome la mano. Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma: – Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes…, ¡morirás ahorcado! – Eso ya lo sabía yo… -respondió el bandido con entera tranquilidad-. Dime cuándo. Me puse a cavilar. Este hombre (pensé) me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen… Después empezará la sumaria… – ¿Dices que cuándo? -le respondí en alta voz-. Pues ¡mira! va a ser el mes que entra. Parrón se estremeció, y yo también, conociendo que el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos. – Pues mira tú, gitano… -contestó Parrón muy lentamente-. Vas a quedarte en mi poder… ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti, tan cierto como ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre. – ¡Muchas gracias! -dije yo en mi interior-. ¡Me perdona… después de muerto! Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo. Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales…. – Vamos, ya comprendo… -exclamó el Conde del Montijo-. Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas… – ¡Todo lo contrario, mi General! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia. II Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes. – Sepa V. -me dijo- que el Jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias. A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor. Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas. Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de Parrón, regresaron al campamento, llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma. – ¡Dadme mis veinte duros! -decía-. ¡Ah! ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!… ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos! ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!… ¡Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima! Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre. Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia. – No seas loco… -exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador-. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte. – ¡Cómo! -dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos-. – ¡Estás en poder de Parrón! – Parrón… ¡No le conozco!… Nunca lo he oído nombrar… ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla. – Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos. – Voy a aprovecharlos… ¡Oídme, por compasión!… – Habla. – Tengo seis hijos… y una infeliz…diré viuda…, pues veo que voy a morir. Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras. ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah! ¡Perdón!… No sé lo que me digo.¡Caballeros, alguno de ustedes será padre!… ¿No hay un padre entre vosotros? ¿Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas, diciendo: «Tengo hambre…, tengo frío»? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos! ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma! Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara… ¡Qué cara! ¡Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores. Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros…; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla… – ¿Qué dijo? -preguntó el Capitán general, profundamente afectado por aquel relato-. – Dijo: «Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón.» – Nunca…, nunca… -tartamudearon los bandidos-. – Márchese V., buen hombre… -exclamó entonces uno que hasta lloraba-. Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante. El infeliz se levantó lentamente. – Pronto… ¡Márchese V.! -repitieron todos volviéndole la espalda-. El segador alargó la mano maquinalmente. – ¿Te parece poco? -gritó uno-. ¡Pues no quiere su dinero! Vaya…, vaya…. ¡No nos tiente V. la paciencia! El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció. Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua. Los bandidos retrocedieron espantados. Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo: – ¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado! Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía. Parrón le dijo: – ¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de V., nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve V. que desconfiaba de mí sin motivo!… He cumplido mi promesa.Ahí tiene V. sus veinte duros. Conque… ¡en marcha! El segador lo abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo. Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo. El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás. – ¿Qué manda V.?–le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia. – ¿Conoce V. a Parrón? -le preguntó él mismo-. – No lo conozco. – ¡Te equivocas! -replicó el bandolero-. Yo soy Parrón. El segador se quedó estupefacto. Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo. – ¡Maldito seas! -fue lo único que pronunció-. En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban. Una de las balas, después de herir al segador, había dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto. Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme. Entretanto decía Parrón a los suyos, señalando al segador: – Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles…, ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales!… Si conforme soy yo quien se lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel! ¡Ved las consecuencias de robar sin matar! Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste. Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo… Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape, y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí… Por consiguiente, señor, deme V. los mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio. Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida, y salió de la Capitanía General, dejando asombrados al Conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores. Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón. III Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de Dios y parte de la de San Felipe de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el Conde del Montijo. El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino! – Parece que ya vamos a formar… -dijo un miguelete a otro-, y no veo al cabo López… – ¡Extraño es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos! – Pues ¿no sabéis lo que pasa? -dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación-. – ¡Hola! Es nuestro nuevo camarada… ¿Cómo te va en nuestro Cuerpo? – ¡Perfectamente! -respondió el interrogado-. Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado. – Conque ¿decías…? -replicó el primero-. – ¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido… -respondió el miguelete pálido-. – Manuel… ¿Qué dices? ¡Eso no puede ser!… Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti… El llamado Manuel contestó fríamente: – Pues hace media hora que lo ha matado Parrón. – ¿Parrón? ¿Dónde? – ¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López. Todos quedaron silenciosos y Manuel empezó a silbar una canción patriótica. – ¡Van once migueletes en seis días! -exclamó un sargento-. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos! Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la Sierra de Loja? Manuel dejó de silbar, y dijo con su acostumbrada indiferencia: – Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos á buscarlo, tendríamos el gusto de verlo… – ¡Camarada! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!… – Pues ¿qué es Parrón más que un hombre? -repuso Manuel con altanería. – ¡A la formación! -gritaron en este acto varias voces-. Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal. En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa. Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dio un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros. Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo. Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano. Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire. – ¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! -exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena-. Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna. Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeúntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor. – ¡Llevadme a la Capitanía General! -decía el gitano-. ¡Tengo que hablar con el Conde del Montijo! – ¡Qué Conde del Montijo ni qué niño muerto! -le respondieron sus aprehensores-. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona! – Pues lo mismo me da… -respondió Heredia-. Pero tengan Vds. cuidado de que no me mate Parrón. – ¿Cómo Parrón?…¿Qué dice este hombre? – Venid y veréis. Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo: – Mi Comandante, ¡ése es Parrón, y yo soy el gitano que dio hace quince días sus señas al Conde del Montijo! – ¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!… -gritaron muchas voces. – No me cabe duda… -decía entretanto el Comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes! Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo? – ¡Necio de mí! -exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido- ¡es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa! A la semana siguiente ahorcaron a Parrón. Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano… Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle… Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa. Guadix *FIN*
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
La mujer alta
Novela corta
I –¡ Qué sabemos! Amigos míos…. ¡qué sabemos! –exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado. –Sentémonos, como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa –continuó Gabriel–, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis…, reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet… Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote. Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el de San Luis… Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria… Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera: –Creo que no me tacharéis de visionario… Por fortuna o desgracia mía soy, digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento…Pues bien: a propósito de fenómenos sobrenaturales o extranaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan maravilloso acontecimiento. –El caso fue como sigue… ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos! II –Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X…. que murió en 1860… –Yo no… –¡Yo sí! –Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda…. y que murió de ictericia… –¡Ése mismo! —-continuó Gabriel–. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que… Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario… –¡Señor don Gabriel, al orden! –Sí…, sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso… ¡Bueno está de verdad este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso. Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859… Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía a Telesforo… A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de mala salud… Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría inconsolable… Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo… No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo. Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de ferrocarril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin mirarme: –Mucho me alegro de que hayas venido … Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo… Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia… Siéntate… –prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su despacho–, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida… ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto –¡Habla! –respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo. –Oye… –repuso él, enjugándose la sudorosa frente. III No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la calle, a las altas horas de la noche. Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia. Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en otros varios puntos, he andado a deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino… Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía mas alma viviente por ningún lado… entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi casa. Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía… Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras … ! Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia. Así las cosas, hace muy cerca de tres años… (desgraciadamente, tengo varios motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857!) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces .. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de… (te lo diré, aunque te sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí aquella noche por primera… y última vez. Sabes que nunca he sido jugador, entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demimonde puro), so pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral… con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada. Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y desahogada posición…. cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa… El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente diome no sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje… Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena… Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante! Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón … ¡Todavía no estoy loco! Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del talle. ¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado… Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca…, ¡no sé de qué! ¡De algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle … ! ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas! No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese alas para seguirme, para acometerme, para… ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles! Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una palabra… ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay agentes de la autoridad! Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo. Así caminaba … ; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió un idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga! «Una de dos… –pensé con la rapidez del rayo–: o mi terror tiene fundamento o es una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo… Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.» Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza. ¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro! ¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas? ¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera… Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle. «¡Esa bribona –me dije– se habrá metido en el hueco de otra puerta…! Pero mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí … » En eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino. Obedeció el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente. Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta. –Se habrá metido en alguna casa –dijo el sereno. –¡Eso será! —-respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día siguiente. Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José. ¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de noviembre no habían concluido! –¿Qué ocurre? –le pregunté con extrañeza. –Aquí ha estado –me respondió visiblemente conmovido–, esperando a usted desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer… Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte… Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente… ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido! Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la muerte de mi honrado padre! A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en silencio… Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome: –¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces! IV ¡Mi amigo Telesforo –continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino– descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos siguientes: –Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico: que el mío eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores… También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo! –¿Para qué? –¡Para matarla en el acto! –No te comprendo… –Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina… –Cuéntame…. cuéntame… –Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T…. ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a aquella misma hora! Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines. No me miró, y creí que no me había visto… Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que hace tres años… ¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de la calle del Lobo, respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que me viese… De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima… Vuélvome en esto…. y ¡allí estaba! ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura, abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto… Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer. Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de hiena: –¿Por qué la ha tomado usted conmigo? Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera. –¡Luego usted recuerda –grité– haberme visto en otra parte! –¡Ya lo creo, alma mía! –respondió sardónicamente–. ¡La noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres años… Sentí frío dentro de los tuétanos. –Pero ¿quién es usted? –le dije sin soltarla–. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo? –Yo soy una débil mujer… –contestó diabólicamente–. ¡Usted me odia y me teme sin motivo … ! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio? –¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida! –¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti! –¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo? –¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma: «¡Éste es!» –Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí? –¡El demonio! –respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra… ¡Locura intentar alcanzarla … ! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer siguió corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció detrás de una esquina… ¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y mi vida! ¡óyeme dos minutos más! Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a Falcón para que me lo dijese… ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino? Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es … ? V –Os hago gracia, mis queridos amigos –continuó Gabriel–, de las reflexiones y argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada sobrenatural o sobrehumano… vosotros diréis más: vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido… –¡Admirable suposición! –exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas–. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros! –Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra! –¡Habla! ¡Habla! –Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino. VI A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes… Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de Tetuán… Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana siguiente. Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores, señalándoles con un abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba. A la Primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa… Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a mi infortunado amigo… Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio… La mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía…Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas… Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla…Si era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha desdeñado… ¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales? *** Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias… Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama. *FIN*
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
La Nochebuena del poeta
Cuento
I Hace muchos años (¡como que yo tenía siete!) que, al oscurecer de un día de invierno, y después de rezar las tres Ave-Marías al toque de Oraciones, me dijo mi padre con voz solemne: —Pedro: esta noche no te acostarás a la misma hora que las gallinas: ya eres grande, y debes cenar con tus padres y con tus hermanos mayores. Esta noche es Nochebuena. Nunca olvidaré el regocijo con que escuché tales palabras. ¡Yo me acostaría tarde! Dirigí una mirada de desprecio a aquellos de mis hermanos que eran más pequeños que yo, y me puse a discurrir el modo de contar en la escuela, después del día de Reyes, aquella primera aventura, aquella primera calaverada, aquella primera disipación de mi vida. II Eran ya las Ánimas, como se dice en mi pueblo. ¡En mi pueblo: a noventa leguas de Madrid: a mil leguas del mundo: en un pliegue de Sierra-Nevada! ¡Aún me parece veros, padres y hermanos! Un enorme tronco de encina chisporroteaba en medio del hogar: la negra y ancha campana de la chimenea nos cobijaba: en los rincones estaban mis dos abuelas, que aquella noche se quedaban en nuestra casa a presidir la ceremonia de familia; en seguida se hallaban mis padres, luego nosotros, y entre nosotros, los criados… Porque en aquella fiesta todos representábamos la Casa, y a todos debía calentarnos un mismo fuego. Recuerdo, sí, que los criados estaban de pie y las criadas acurrucadas o de rodillas. Su respetuosa humildad les vedaba ocupar asiento. Los gatos dormían en el centro del círculo, con la rabadilla vuelta a la lumbre. Algunos copos de nieve caían por el cañón de la chimenea, ¡por aquel camino de los duendes! ¡Y el viento silbaba a lo lejos, hablándonos de los ausentes, de los pobres, de los caminantes! Mi padre y mi hermana mayor tocaban el arpa, y yo los acompañaba, a pesar suyo, con una gran zambomba que había fabricado aquella tarde con un cántaro roto. ¿Conocéis la canción de los Aguinaldos, la que se canta en los pueblos que caen al Oriente del Mulhacem? Pues a esa música se redujo nuestro concierto. Las criadas se encargaron de la parte vocal, y cantaron coplas como la siguiente: Esta noche es Nochebuena, y mañana Navidad; saca la bota, María, que me voy a emborrachar. Y todo era bullicio; todo contento. Los roscos, los mantecados, el alajú, los dulces hechos por las monjas, el rosoli, el aguardiente de guindas circulaban de mano en mano… Y se hablaba de ir a la Misa del Gallo a las doce de la noche, y a los Pastores al romper el alba, y de hacer sorbete con la nieve que tapizaba el patio, y de ver el Nacimiento que habíamos puesto los muchachos en la torre… De pronto, en medio de aquella alegría, llegó a mis oídos esta copla, cantada por mi abuela paterna: La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más. A pesar de mis pocos años, esta copla me heló el corazón. Y era que se habían desplegado súbitamente ante mis ojos todos los horizontes melancólicos de la vida. Fue aquel un rapto de intuición impropia de mi edad; fue milagroso presentimiento; fue un anuncio de los inefables tedios de la poesía; fue mi primera inspiración… Ello es que vi con una lucidez maravillosa el fatal destino de las tres generaciones allí juntas y que constituían mi familia. Ello es que mis abuelas, mis padres y mis hermanos me parecieron un ejército en marcha, cuya vanguardia entraba ya en la tumba, mientras que la retaguardia no había acabado de salir de la cuna. ¡Y aquellas tres generaciones componían un siglo! ¡Y todos los siglos habrían sido iguales! ¡Y el nuestro desaparecería como los otros, y como todos los que vinieran después!… La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va… Tal es la implacable monotonía del tiempo, el péndulo que oscila en el espacio, la indiferente repetición de los hechos, contrastando con nuestros leves años de peregrinación por la tierra… ¡Y nosotros nos iremos y no volveremos más! ¡Concepto horrible, sentencia cruel, cuya claridad terminante fue para mí como el primer aviso que me daba la muerte, como el primer gesto que me hacía desde la penumbra del porvenir! Entonces desfilaron ante mis ojos mil Nochesbuenas pasadas, mil hogares apagados, mil familias que habían cenado juntas y que ya no existían; otros niños, otras alegrías, otros cantos perdidos para siempre; los amores de mis abuelas, sus trajes abolidos, su remota juventud, los recuerdos que les asaltarían en aquel momento; la infancia de mis padres, la primera Nochebuena de mi familia; todas aquellas dichas de mi casa anteriores a mis siete años… Y luego adiviné, y desfilaron también ante mis ojos, mil Nochesbuenas más, que vendrían periódicamente, robándonos vida y esperanza, alegrías futuras en que no tendríamos parte todos los allí presentes, mis hermanos, que se esparcirían por la tierra; nuestros padres, que naturalmente morirían antes que nosotros; nosotros solos en la vida; el siglo XIX sustituido por el siglo XX; aquellas brasas hechas ceniza; mi juventud evaporada, mi ancianidad, mi sepultura, mi memoria póstuma, el olvido de mí; la indiferencia, la ingratitud con que mis nietos vivirían de mi sangre, reirían y gozarían, cuando los gusanos profanaran en mi cabeza el lugar en que entonces concebía todos aquellos pensamientos. . . Un río de lágrimas brotó de mis ojos. Se me preguntó por qué lloraba, y, como yo mismo no lo sabía, como no podía discernirlo claramente, como de manera alguna hubiera podido explicarlo, interpretose que tenía sueño y se me mandó acostar… Lloré, pues, de nuevo con este motivo, y corrieron juntas, por consiguiente, mis primeras lágrimas filosóficas y mis últimas lágrimas pueriles, pudiendo hoy asegurar que aquella noche de insomnio, en que oí desde la cama el gozoso ruido de una cena a que yo no asistía por ser demasiado niño (según se creyó entonces), o por ser ya demasiado hombre (según deduzco yo ahora), fue una de las más amargas de mi vida. Debí al cabo de dormirme, pues no recuerdo si quedaron o no en conversación la Misa del Gallo, la de los Pastores y el sorbete proyectado. III ¿Dónde está mi niñez? Paréceme que acabo de contar un sueño. ¡Qué diablo! ¡Ancha es Castilla! Mi abuela paterna, la que cantó la copla, murió hace ya mucho tiempo. En cambio mis hermanos se casan y tienen hijos. El arpa de mi padre rueda entre los muebles viejos, rota y descordada. Yo no ceno en mi casa hace algunas Nochesbuenas. Mi pueblo ha desaparecido en el océano de mi vida, como islote que se deja atrás el navegante. Yo no soy ya aquel Pedro, aquel niño, aquel foco de ignorancia, de curiosidad y de angustia que penetraba temblando en la existencia. Yo soy ya… nada menos que un hombre, un habitante de Madrid, que se arrellana cómodamente en la vida, y se engríe de su amplia independencia, como soltero, como novelista, como voluntario de la orfandad que soy, con patillas, deudas, amores y tratamiento de usted!!! ¡Oh! cuando comparo mi actual libertad, mi ancho vivir, el inmenso teatro de mis operaciones, mi temprana experiencia, mi alma descubierta y templada como un piano en noche de concierto, mis atrevimientos, mis ambiciones y mis desdenes, con aquel rapazuelo que tocaba la zambomba hace quince años en un rincón de Andalucía, sonriome por fuera, y hasta lanzo una carcajada, que considero de buen tono, mientras que mi solitario corazón destila en su lóbrega caverna, procurando que no la vea nadie, una lágrima pura de infinita melancolía… ¡Lágrima santa, que un sello de franqueo lleva al hogar tranquilo donde envejecen mis padres! IV Conque vamos al negocio; pues, como dicen los muchachos por esas calles de Dios: Esta noche es Nochebuena y no es noche de dormir, que está la Virgen de parto y a las doce ha de parir. ¿Dónde pasaré la noche? Afortunadamente, puedo escoger. Y, si no, veamos. Estamos a 24 de Diciembre de 1855, en Madrid. Conocemos por su nombre a los mozos de los cafés. Tratamos tú por tú a los poetas aplaudidos—semidioses, por más señas, para los aficionados de lugar. Visitamos los teatros por dentro, y los actores y los cantantes nos estrechan las manos entre bastidores. Penetramos en la redacción de los periódicos, y estamos iniciados en la alquimia que los produce. Hemos visto los dedos de los cajistas tiznados con el plomo de la palabra, y los dedos de los escritores tiznados con la tinta de la idea. Tenemos entrada en una tribuna del Congreso, crédito en las fondas, tertulias que nos aprecian, sastre que nos soporta… ¡Somos felices! Nuestra ambición de adolescente está colmada. Podemos divertirnos mucho esta noche. Hemos tomado la tierra. Madrid es país conquistado. ¡Madrid es nuestra patria! ¡Viva Madrid! Y vosotros, jóvenes provincianos, que, a la caída de la tarde, en el otoño, solitarios y tristes, sacáis a pasear por el campo vuestros impotentes deseos de venir a la corte; vosotros que os sentís poetas, músicos, pintores, oradores, y aborrecéis vuestro pueblo, y no habláis con vuestros padres, y lloráis de ambición, y pensáis en suicidaros…; vosotros… ¡reventad de envidia, como yo reviento de placer! V Han pasado dos horas. Son las nueve de la noche. Tengo dinero. ¿Dónde cenaré? Mis amigos, más felices que yo, olvidarán su soledad en el estruendo de una orgía. —«¡La noche es de vino!» —exclamaban hace poco rato. Yo no he querido ser de la partida. — Yo he atravesado ya, sin ahogarme, ese mar rojo de la juventud. —«La noche es de lágrimas» —les he contestado con desdén. Mis tertulias están en los teatros. ¡Los madrileños celebran la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo oyendo disparatar a los comediantes! Algunas familias, en las que soy extranjero, me han querido dar la limosna de su calor doméstico, convidándome a comer, —¡porque ya no cenamos!…—. Pero yo no he ido; yo no quiero eso; yo busco mi cena pascual, la colación de Nochebuena, mi casa, mi familia, mis tradiciones, mis recuerdos, las antiguas alegrías de mi alma… ¡la Religión que me enseñaron cuando niño! VI ¡Ah! Madrid es una posada. En noches como esta se conoce lo que es Madrid. Hay en la corte una población flotante, heterogénea, exótica, que pudiera compararse a la de los puertos francos, a la de los presidios, a la de las casas de locos. Aquí hacen alto todos los viajeros que van de paso al porvenir, al reino fantástico de la ambición, o los que vuelven de la miseria y del crimen… La mujer hermosa viene aquí a casarse o a prostituirse. La pasiega deshonrada a criar. El mayorazgo a arruinarse. El literato por gloria. El diputado a ser ministro. El hombre inútil por un empleo. Y el sabio, el inventor, el cómico, el gigante, el enano; así el que tiene una rareza en el alma, como el que la tiene en el cuerpo; lo mismo el monstruo de siete brazos o de tres narices, que el filósofo de doble vista; el charlatán y el reformador; el que escribe melodías y el que hace billetes falsos, todos vienen a vivir algún tiempo a esta inmensa casa de huéspedes. Los que logran hacerse notar, los que encuentran quién los compre, los que se enriquecen a costa de sí mismos, se tornan en posaderos, en caseros, en dueños de Madrid, olvidándose del suelo en que nacieran… Pero nosotros, los caminantes, los inquilinos, los forasteros, nos damos cuenta esta noche de que Madrid es un vivac, un destierro, una prisión, un purgatorio… Y por la primera vez en todo el año conocemos que ni el café, ni el teatro, ni el casino, ni la fonda, ni la tertulia son nuestra casa… Es más; ¡conocemos que nuestra casa no es nuestra casa! VII La Casa, aquella mansión tan sagrada para el patriarca antiguo, para el ciudadano romano, para el señor feudal, para el árabe; la Casa, arca santa de los penates, templo de la hospitalidad, tronco de la raza, altar de la familia, ha desaparecido completamente en las capitales modernas. La Casa existe todavía en los pueblos de provincia. En ellos, nuestra casa es casi siempre nuestra… En Madrid, casi siempre es del casero. En provincias, cuando menos, la casa nos alberga veinte, treinta, cuarenta años seguidos… En Madrid, se muda de casa todos los meses, o a más tardar todos los años. En provincias, la fisonomía de la casa siempre es igual, simpática, cariñosa: envejece con nosotros; nos recuerda nuestra vida; conserva nuestras huellas… En Madrid, se revoca la fachada todos los años bisiestos, se visten las habitaciones con ropa limpia, se venden los muebles que consagró nuestro contacto. Allí, nos pertenece todo el edificio: el yerboso patio, el corral lleno de gallinas, la alegre azotea, el profundo pozo, terror de los niños, la torre monumental, los anchos y frescos cenadores… Aquí, habitamos medio piso, forrado de papel, partido en tugurios, sin vistas al cielo, pobre de aire, pobre de luz. Allí, existe el afecto de la vecindad, término medio entre la amistad y el parentesco, que enlaza a todas las familias de una misma calle… ¡Aquí, no conocemos al que hace ruido sobre nuestro techo, ni al que se muere detrás del tabique de nuestra alcoba, y cuyo estertor nos quita el sueño! En provincias, todo es recuerdos, todo amor local: en un lado, la habitación donde nacimos; en otro, la en que murió nuestro hermano; por una parte, la pieza sin muebles en que jugábamos cuando niños; por otra, el gabinete en que hicimos los primeros versos…; y, en un sitio dado, en la cornisa de una columna, en un artesonado antiguo, el nido de golondrinas, al cual vienen todos los años dos fieles esposos, dos pájaros de África, a criar una nueva prole… En Madrid, se desconoce todo esto. ¿Y la chimenea? ¿Y el hogar? ¿Y aquella piedra sacrosanta, fría en el verano y durante las ausencias, caliente y acariciadora en el invierno, en aquellas noches felices que ven la reunión de todos los hijos en torno de sus padres, pues hay vacaciones en el colegio, y los casados han acudido con sus pequeñuelos, y los ausentes, los hijos pródigos, han vuelto al seno de su familia? ¿Y ese hogar?… decidme… ¿dónde está ese hogar en las casas de la corte? ¿Será un hogar acaso la chimenea francesa, fábrica de bronce, mármol o hierro, que se vende en las tiendas al por mayor y al por menor, y hasta se alquila en caso necesario? ¡La chimenea francesa! ¡He aquí el símbolo de una familia cortesana! ¡He aquí vuestro hogar, madrileños! ¡Hogar sujeto a la moda; que se vende cuando está antiguo; que muda de habitación, de calle y de patria: hogar, en fin (y esto lo dice todo), que se empeña en un día de apuro! VIII He pasado por una calle, y he oído cantar sobre mi cabeza, entre el ruido de copas y platos y las risas de alegres muchachas, la copla fatídica de mi abuela: La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más. —He ahí (me he dicho) una casa, un hogar, una alegría, una sopa de almendra y un besugo, que pudiera comprar por tres o cuatro napoleones. En esto, me ha pedido limosna una madre que llevaba dos niños: uno en brazos, envuelto en su deshilachado mantón, y otro más grande, cogido de la mano. ¡Ambos lloraban, y la madre también! IX No sé cómo he venido a parar a este café, donde oigo sonar las doce de la noche, ¡la hora del Nacimiento! Aquí, solo, aunque bulle a mi alrededor mucha gente, he dado en analizar la vida que llevo desde que abandoné mi casa paterna, y me ha horrorizado por primera vez esta penosa lucha del poeta en Madrid; lucha en que sacrifica a una vana ambición tanta paz, tantos afectos. Y he visto a los vates del siglo XIX convertidos en gacetilleros, a la Musa con las tijeras en la mano despedazando sueltos, a los que en otros siglos hubieran cantado la epopeya de la patria, zurcir hoy artículos de fondo para rehabilitar un partido y ganar cincuenta duros mensuales!… ¡Pobres hijos de Dios! ¡Pobres poetas! Dice Antonio Trueba (a quien dedico este artículo): Hallo tantas espinas en mi jornada, que el corazón me duele, ¡me duele el alma!… ¡He aquí mi Nochebuena del presente, mi Nochebuena de hoy! Luego he tornado otra vez la vista a las Noches-buenas de mi pasado, y, atravesando la distancia con el pensamiento, he visto a mi familia, que en esta hora patética me echará de menos; a mi madre, estremeciéndose cada vez que gime al viento en el cañón de la chimenea, como si aquel gemido pudiese ser el último de mi vida; a unos diciendo: «¡tal año estaba aquí! a otros: «¿dónde estará ahora?…» ¡Ay! ¡no puedo más! ¡Yo os saludo a todos con el alma, queridos míos! Sí: yo soy un ingrato, un ambicioso, un mal hermano, un mal hijo… Pero ¡ay otra vez y ay cien mil veces! yo siento en mí una fuerza sobrenatural que me lleva hacia adelante y que me dice: «¡tú serás!» ¡Voz de maldición que estoy oyendo desde que yacía en la cuna!! ¿Y qué he de ser yo, desdichado? ¿Qué he de ser? Y nosotros nos iremos, y no volveremos más. ¡Ah! Yo no quiero irme: yo quiero volver: inmolo demasiado en la contienda para no salir victorioso: triunfaré en la vida y triunfaré de la muerte… ¿No ha de tener recompensa esta infinita angustia de mi alma? …. Es muy tarde. La copla de la difunta sigue revoloteando sobre mi cabeza: La Nochebuena se viene… ¡Ah! ¡sí! ¡Vendrán otras Nochesbuenas! —me he dicho—, reparando en mis pocos años. Y he pensado en las Nochesbuenas de mi porvenir. Y he empezado a formar castillos en el aire. Y me he visto en el seno de una familia venidera, en el segundo crepúsculo de la vida, cuando ya son frutos las flores del amor. Ya se había calmado esta tempestad de amor y lágrimas en que zozobro, y mi cabeza reposaba tranquila en el regazo de la paciencia, ceñida con las flores melancólicas de los últimos y verdaderos amores. jYo era ya un esposo, un padre, el jefe de una casa, de una familia! El fuego de un hogar desconocido ha brillado a lo lejos, y a su vacilante luz he visto a unos seres extraños que me han hecho palpitar de orgullo. ¡Eran mis hijos!… Entonces he llorado… Y he cerrado los ojos para seguir viendo aquella claridad rojiza, aquella profética aparición, aquellos seres que no han nacido… La tumba estaba ya muy próxima… Mis cabellos blanqueaban… Pero ¿qué importaba ya? ¿No dejaba la mitad de mi alma en la madre de mis hijos? ¿No dejaba la mitad de mi vida en aquellos hijos de mi amor? ¡Ay! en vano quise reconocer a la esposa que compartía allí conmigo el anochecer de la existencia… La futura compañera que Dios me tenga destinada, esa desconocida de mi porvenir, me volvía la espalda en aquel momento…. ¡No: no la veía!… Quise buscar un reflejo de sus facciones en el rostro de nuestros hijos, y el hogar empezó a apagarse.. Y cuando se apagó completamente, yo seguía viéndolo… ¡Era que sentía su calor dentro de mi alma! Entonces murmuré por última vez: La Nochebuena se va… Y me quedé dormido…, quizá muerto. Cuando desperté, se había ido ya la Nochebuena. Era el primer día de Pascua. *FIN*
Alarcón, Pedro Antonio de
España
1833-1891
Las dos glorias
Cuento
Un día que el célebre pintor flamenco Pedro Pablo Rubens andaba recorriendo los templos de Madrid acompañado de sus afamados discípulos, penetró en la iglesia de un humilde convento, cuyo nombre no designa la tradición. Poco o nada encontró que admirar el ilustre artista en aquel pobre y desmantelado templo, y ya se marchaba renegando, como solía, del mal gusto de los frailes de Castilla la Nueva, cuando reparó en cierto cuadro medio oculto en las sombras de feísima capilla; acercóse a él, y lanzó una exclamación de asombro. Sus discípulos le rodearon al momento, preguntándole: – ¿Qué habéis encontrado, maestro? – ¡Mirad! -dijo Rubens señalando, por toda contestación, al lienzo que tenía delante. Los jóvenes quedaron tan maravillados como el autor del “Descendimiento”. Representaba aquel cuadro la “Muerte de un religioso”. Era éste muy joven, y de una belleza que ni la penitencia ni la agonía habían podido eclipsar, y hallábase tendido sobre los ladrillos de su celda, velados ya los ojos por la muerte, con una mano extendida sobre una calavera, y estrechando con la otra, a su corazón, un crucifijo de madera y cobre. En el fondo del lienzo se veía pintado otro cuadro, que figuraba estar colgado cerca del lecho de que se suponía haber salido el religioso para morir con más humildad sobre la dura tierra. Aquel segundo cuadro representaba a una difunta, joven y hermosa, tendida en el ataúd entre fúnebres cirios y negras y suntuosas colgaduras…. Nadie hubiera podido mirar estas dos escenas, contenida la una en la otra, sin comprender que se explicaban y completaban recíprocamente. Un amor desgraciado, una esperanza muerta, un desencanto de la vida, un olvido eterno del mundo: he aquí el poema misterioso que se deducía de los dos ascéticos dramas que encerraba aquel lienzo. Por lo demás, el color, el dibujo, la composición, todo revelaba un genio de primer orden. – Maestro, ¿de quién puede ser esta magnífica obra? -preguntaron a Rubens sus discípulos, que ya habían alcanzado el cuadro. – En este ángulo ha habido un nombre escrito (respondió el maestro); pero hace muy pocos meses que ha sido borrado. En cuanto a la pintura, no tiene arriba de treinta años, ni menos de veinte. – Pero el autor…. – El autor, según el mérito del cuadro, pudiera ser Velazquez, Zurbarán, Ribera, o el joven Murillo, de quien tan prendado estoy…. Pero Velazquez no siente de este modo. Tampoco es Zurbarán, si atiendo al color y a la manera de ver el asunto. Menos aún debe atribuirse a Murillo ni a Ribera: aquél es más tierno, y éste es más sombrío; y, además, ese estilo no pertenece ni a la escuela del uno ni a la del otro. En resumen: yo no conozco al autor de este cuadro, y hasta juraría que no he visto jamás obras suyas. Voy más lejos: creo que el pintor desconocido, y acaso ya muerto, que ha legado al mundo tal maravilla, no perteneció a ninguna escuela, ni ha pintado más cuadro que éste, ni hubiera podido pintar otro que se le acercara en mérito…. Ésta es una obra de pura inspiración, un asunto “propio”, un reflejo del alma, un pedazo de la vida…. Pero…. ¡Qué idea! ¿Queréis saber quién ha pintado ese cuadro? ¡Pues lo ha pintado ese mismo muerto que veis en él! – ¡Eh! Maestro…. ¡Vos os burláis! – No: yo me entiendo…. – Pero ¿cómo concebís que un difunto haya podido pintar su agonía? – ¡Concibiendo que un vivo pueda adivinar o representar su muerte! Además, vosotros sabéis que profesar “de veras” en ciertas Órdenes religiosas es morir. – ¡Ah! ¿Creéis vos?… – Creo que aquella mujer que está de cuerpo presente en el fondo del cuadro era el alma y la vida de este fraile que agoniza contra el suelo; creo que, cuando ella murió, él se creyó también muerto, y murió efectivamente para el mundo; creo, en fin, que esta obra, más que el último instante de su héroe o de su autor (que indudablemente son una misma persona), representa la profesión de un joven desengañado de alegrías terrenales…. – ¿De modo que puede vivir todavía?… – ¡Sí, señor, que puede vivir! Y como la cosa tiene fecha, tal vez su espíritu se habrá serenado y hasta regocijado, y el desconocido artista sea ahora un viejo muy gordo y muy alegre…. Por todo lo cual ¡hay que buscarlo! Y, sobre todo, necesitamos averiguar si llegó a pintar más obras…. Seguidme. Y así diciendo, Rubens se dirigió a un fraile que rezaba en otra capilla y le preguntó con su desenfado habitual: – ¿Queréis decirle al Padre Prior que deseo hablarle de parte del Rey? El fraile, que era hombre de alguna edad, se levantó trabajosamente, y respondió con voz humilde y quebrantada: – ¿Qué me queréis? Yo soy el Prior. – Perdonad, padre mío, que interrumpa vuestras oraciones (replicó Rubens). ¿Pudierais decirme quién es el autor de este cuadro? – ¿De ese cuadro? (exclamó el religioso.) ¿Qué pensaría V. de mí si le contestase que no me acuerdo? – ¿Cómo? ¿Lo sabíais, y habéis podido olvidarlo? – Sí, hijo mío, lo he olvidado completamente. – Pues, padre… (dijo Rubens en son de burla procaz), ¡tenéis muy mala memoria! El Prior volvió a arrodillarse sin hacerle caso. – ¡Vengo en nombre del Rey! -gritó el soberbio y mimado flamenco. – ¿Qué más queréis, hermano mío? -murmuró el fraile, levantando lentamente la cabeza. – ¡Compraros este cuadro! – Ese cuadro no se vende. – Pues bien: decidme dónde encontraré a su autor….Su Majestad deseará conocerlo, y yo necesito abrazarlo, felicitarlo…, demostrarle mi admiración y mi cariño…. – Todo eso es también irrealizable….Su autor no está ya en el mundo. – ¡Ha muerto! -exclamó Rubens con desesperación. – ¡El maestro decía bien! (pronunció uno de los jóvenes.) Ese cuadro está pintado por un difunto…. – ¡Ha muerto!… (repitió Rubens.) ¡Y nadie lo ha conocido! ¡Y se ha olvidado su nombre! ¡Su nombre, que debió ser inmortal! ¡Su nombre, que hubiera eclipsado el mío! Sí; “el mío”…, padre…. (añadió el artista con noble orgullo.) ¡Porque habéis de saber que yo soy Pedro Pablo Rubens! A este nombre, glorioso en todo el universo, y que ningún hombre consagrado a Dios desconocía ya, por ir unido a cien cuadros místicos, verdaderas maravillas del arte, el rostro pálido del Prior se enrojeció súbitamente, y sus abatidos ojos se clavaron en el semblante del extranjero con tanta veneración como sorpresa. – ¡Ah! ¡Me conocíais! (exclamó Rubens con infantil satisfacción.) ¡Me alegro en el alma! ¡Así seréis menos fraile conmigo! Conque… ¡vamos! ¿Me vendéis el cuadro? – ¡Pedís un imposible! -respondió el Prior. – Pues bien: ¿sabéis de alguna otra obra de ese malogrado genio? ¿No podréis recordar su nombre? ¿Queréis decirme cuándo murió? – Me habéis comprendido mal…. (replicó el fraile.)–Os he dicho que el autor de esa pintura no pertenece al mundo; pero esto no significa precisamente que haya muerto…. – ¡Oh! ¡Vive! ¡vive! (exclamaron todos los pintores.) ¡Haced que lo conozcamos! – ¿Para qué? ¡El infeliz ha renunciado a todo lo de la tierra! ¡Nada tiene que ver con los hombres!… ¡nada!…–Os suplico, por tanto, que lo dejéis morir en paz. – ¡Oh! (dijo Rubens con exaltación.) ¡Eso no puede ser, padre mío! Cuando Dios enciende en un alma el fuego sagrado del genio, no es para que esa alma se consuma en la soledad, sino para que cumpla su misión sublime de iluminar el alma de los demás hombres. ¡Nombradme el monasterio en que se oculta el grande artista, y yo iré a buscarlo y lo devolveré al siglo! ¡Oh! ¡Cuánta gloria le espera! – Pero… ¿y si la rehúsa? -preguntó el Prior tímidamente. – Si la rehúsa acudiré al Papa, con cuya amistad me honro, y el Papa lo convencerá mejor que yo. – ¡El Papa! -exclamó el Prior. – ¡Sí, padre; el Papa! -repitió Rubens. – ¡Ved por lo que no os diría el nombre de ese pintor aunque lo recordase! ¡Ved por lo que no os diré a qué convento se ha refugiado! – Pues bien, padre, ¡el Rey y el Papa os obligarán á decirlo! (respondió Rubens exasperado.) -Yo me encargo de que así suceda. – ¡Oh! ¡No lo haréis! (exclamó el fraile.) ¡Haríais muy mal, señor Rubens! Llevaos el cuadro si queréis; pero dejad tranquilo al que descansa. ¡Os hablo en nombre de Dios! ¡Sí! Yo he conocido, yo he amado, yo he consolado, yo he redimido, yo he salvado de entre las olas de las pasiones y las desdichas, náufrago y agonizante, a ese grande hombre, como vos decis, a ese infortunado y ciego mortal, como yo le llamo; olvidado ayer de Dios y de sí mismo, hoy cercano a la suprema felicidad!… ¡La gloria!… ¿Conocéis alguna mayor que aquélla a que él aspira? ¿Con qué derecho queréis resucitar en su alma los fuegos fatuos de las vanidades de la tierra, cuando arde en su corazón la pira inextinguible de la caridad? ¿Creéis que ese hombre, antes de dejar el mundo, antes de renunciar a las riquezas, a la fama, al poder, a la juventud, al amor, a todo lo que desvanece a las criaturas, no habrá sostenido ruda batalla con su corazón? ¿No adivináis los desengaños y amarguras que lo llevarían al conocimiento de la mentira de las cosas humanas? Y ¿queréis volverlo a la pelea cuando ya ha triunfado? – Pero ¡eso es renunciar a la inmortalidad! -gritó Rubens. – ¡Eso es aspirar a ella! – Y ¿con qué derecho os interponéis vos entre ese hombre y el mundo? ¡Dejad que le hable, y él decidirá! – Lo hago con el derecho de un hermano mayor, de un maestro, de un padre; que todo esto soy para él…. ¡Lo hago en el nombre de Dios, os vuelvo a decir! Respetadlo…, para bien de vuestra alma. Y, así diciendo, el religioso cubrió su cabeza con la capucha y se alejó a lo largo del templo. – Vámonos -dijo Rubens. Yo sé lo que me toca hacer. – ¡Maestro! (exclamó uno de los discípulos, que durante la anterior conversación había estado mirando alternativamente al lienzo y al religioso.) ¿No creéis, como yo, que ese viejo frailuco se parece muchísimo al joven que se muere en este cuadro? – ¡Calla! ¡Pues es verdad! -exclamaron todos. – Restad las arrugas y las barbas, y sumad los treinta años que manifiesta la pintura, y resultará que el maestro tenía razón cuando decía que ese religioso muerto era a un mismo tiempo retrato y obra de un religioso vivo. Ahora bien: ¡Dios me confunda si ese religioso vivo no es el Padre Prior! Entretanto Rubens, sombrío, avergonzado y enternecido profundamente, veía alejarse al anciano, el cual lo saludó cruzando los brazos sobre el pecho poco antes de desaparecer. – ¡Él era, sí!… (balbuceó el artista.) ¡Oh!… Vámonos…. (añadió volviéndose a sus discípulos.) ¡Ese hombre tenía razón! ¡Su gloria vale más que la mía! ¡Dejémoslo morir en paz! Y dirigiendo una última mirada al lienzo que tanto le había sorprendido, salió del templo y se dirigió a Palacio, donde lo honraban SS. MM. teniéndole a la mesa. Tres días después volvió Rubens, enteramente solo, a aquella humilde capilla, deseoso de contemplar de nuevo la maravillosa pintura, y aun de hablar otra vez con su presunto autor. Pero el cuadro no estaba ya en su sitio. En cambio se encontró con que en la nave principal del templo había un ataúd en el suelo, rodeado de toda la comunidad, que salmodiaba el Oficio de difuntos…. Acercóse a mirar el rostro del muerto, y vio que era el Padre Prior. – ¡Gran pintor fue!… (dijo Rubens, luego que la sorpresa y el dolor hubieron cedido lugar a otros sentimientos.)¡Ahora es cuando más se parece a su obra! *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
¡Adiós, Cordera!
Cuento
Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera. El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped. Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio. La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio. Asistía a los juegos de los pastorcicos encargados de llindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter! Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca. “El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante… ¡todo eso estaba tan lejos!” Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas. Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de perezosa esquila. En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla. Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo. En tiempos difíciles, Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino. En los días de hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso para estrar el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera: -Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí. Estos recuerdos, estos lazos, son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella, sabía someter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra. * * * Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí; antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia. “Cuidadla, es vuestro sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo, y allá, en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá la había llevado al xatu.” No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo. Al oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro. No había vendido, porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá, pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias. En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera; un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho. El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso… Por fin, la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa. * * * Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio. El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle. Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. “¡Se iba la vieja!” -pensaba con el alma destrozada Antón el huraño. “Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.” Aquellos días en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera. El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz… Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa: -Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz de lágrimas. Caía la noche; por la calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas. -¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma! -¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno. -Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea. * * * Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte sin la Cordera parecía el desierto. De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces. -¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela. -¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla. Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo: -La llevan al Matadero… Carne de vaca, para comer los señores, los curas… los indianos. -¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera! Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo, que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones… -¡Adiós, Cordera!… -¡Adiós, Cordera!… * * * Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble. Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían, Pinín, con medio cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano: -¡Adiós, Rosa!… ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinínl ¡Pinín de mío alma!… “Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.” Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos… ¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte. -¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: -¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Benedictino
Cuento
Don Abel tenía cincuenta años, don Joaquín otros cincuenta, pero muy otros: no se parecían a los de don Abel, y eso que eran aquellos dos buenos mozos del año sesenta, inseparables amigos desde la juventud, alegre o insípida, según se trate de don Joaquín o de don Abel. Caín y Abel los llamaba el pueblo, que los veía siempre juntos, por las carreteras adelante, los dos algo encorvados, los dos de chistera y levita, Caín siempre delante, Abel siempre detrás, nunca emparejados; y era que Abel iba como arrastrado, porque a él le gustaba pasear hacia Oriente, y Caín, por moler, le llevaba por Occidente, cuesta arriba, por el gusto de oírle toser, según Abel, que tenía su malicia. Ello era que el que iba delante solía ir sonriendo con picardía, satisfecho de la victoria que siempre era suya, y el que caminaba detrás iba haciendo gestos de débil protesta y de relativo disgusto. Ni un día solo, en muchos años, dejaron de reñir al emprender su viaje vespertino; pero ni un solo día tampoco se les ocurrió separarse y tomar cada cual por su lado, como hicieron San Pablo y San Bernabé, y eso que eran tan amigos, y apóstoles. No se separaban porque Abel cedía siempre. Caín tampoco hubiera consentido en la separación, en pasear sin el amigo; pero no cedía porque estaba seguro de que cedería el compinche; y por eso iba sonriendo: no porque le gustase oír la tos del otro. No, ni mucho menos; justamente solía él decirse: «¡No me gusta nada la tos de Abel!» Le quería entrañablemente, sólo que hay entrañas de muchas maneras, y Caín quería a las personas para sí, y, si cabía, para reírse de las debilidades ajenas, sobre todo si eran ridículas o a él se lo parecían. La poca voluntad y el poco egoísmo de su amigo le hacían muchísima gracia, le parecían muy ridículos, y tenía en ellos un estuche de cien instrumentos de comodidad para su propia persona. Cuando algún chusco veía pasar a los dos vejetes, oficiales primero y segundo del gobierno civil desde tiempo inmemorial (don Joaquín el primero, por supuesto; siempre delante), y los veían perderse a lo lejos, entre los negrillos que orlaban la carretera de Galicia, solía exclamar riendo: -Hoy le mata, hoy es el día del fratricidio. Le lleva a paseo y le da con la quijada del burro. ¿No se la ven ustedes? Es aquel bulto que esconde debajo de la levita. El bulto, en efecto, existía. Solía ser realmente un hueso de un animal, pero rodeado de mucha carne, y no de burro, y siempre bien condimentada. Cosa rica. Merendaban casi todas las tardes como los pastores de don Quijote, a campo raso, y chupándose los dedos, en cualquier soledad de las afueras. Caín llevaba generalmente los bocados y Abel los tragos, porque Abel tenía un cuñado que comerciaba en vinos y licores, y eso le regalaba, y Caín contaba con el arte de su cocinera de solterón sibarita. Los dos disponían de algo más que el sueldo, aunque lo de Abel era muy poco más; y eso que lo necesitaba mucho, porque tenía mujer y tres hijas pollas, a quienes en la actualidad, ahora que ya no eran tan frescas y guapetonas como años atrás, llamaban los murmuradores Las Contenciosas-administrativas por lo mucho que hablaba su padre de lo contencioso-administrativo, que le tenía enamorado hasta el punto de considerar grandes hombres a los diputados provinciales que eran magistrados de lo contencioso…, etc. El mote, según malas lenguas, se lo había puesto a las chicas el mismísimo Caín, que las quería mucho, sin embargo, y les había dado no pocos pellizcos. Con quien él no transigía era con la madre. Era su natural enemigo, su rival pudiera decirse. Le había quitado la mitad de su Abel; se le había llevado de la posada donde antes le hacía mucho más servicio que la cómoda y la mesilla de noche juntas. Ahora tenía él mismo, Caín, que guardar su ropa, y llevar la cuenta de la lavandera, y si quería pitillos y cerillas tenía que comprarlos muchas veces, pues Abel no estaba a mano en las horas de mayor urgencia. *** -¡Ay, Abel! Ahora que la vejez se aproxima, envidias mi suerte, mi sistema, mi filosofía -exclamaba don Joaquín, sentado en la verde pradera, con un llacón entre las piernas. (Un llacón creo que es un pernil.) -No envidio tal -contestaba Abel, que en frente de su amigo, en igual postura, hacía saltar el lacre de una botella y le limpiaba el polvo con un puñado de heno. -Sí, envidias tal; en estos momentos de expansión y de dulces piscolabis lo confiesas; y, ¿a quién mejor que a mí, tu amigo verdadero desde la infancia hasta el infausto día de tu boda, que nos separó para siempre por un abismo que se llama doña Tomasa Gómez, viuda de Trujillo? Porque tú, ¡oh Trujillo!, desde el momento que te casaste eres hombre muerto; quisiste tener digna esposa y sólo has hecho una viuda… -Llevas cerca de treinta años con el mismo chiste… de mal género. Ya sabes que a Tomasa no le hace gracia… -Pues por eso me repito. -¡Cerca de treinta años! -exclamó don Abel, y suspiró, olvidándose de las tonterías epigramáticas de su amigo, sumiendo en el cuerpo un trago de vino del Priorato y el pensamiento en los recuerdos melancólicos de su vida de padre de familia con pocos recursos. Y como si hablara consigo mismo continuó mirando a la tierra: -La mayor… -Hola -murmuró Caín-; ¿ya cantamos en la mayor? Jumera segura… tristona como todas tus cosas. -No te burles, libertino. La mayor nació… sí, justo; va para veintiocho, y la pobre, con aquellos nervios y aquellos ataques, y aquel afán de apretarse el talle… no sé, pero… en fin, aunque no está delicada… se ha descompuesto; ya no es lo que era, ya no… ya no me la llevan. -Ánimo, hombre; sí te la llevarán… No faltan indianos… Y en último caso… ¿para qué están los amigos? Cargo yo con ella… y asesino a mi suegra. Nada, trato hecho; tú me das en dote esa botella, que no hay quien te arranque de las manos, y yo me caso con la (cantando) mayor. -Eres un hombre sin corazón… un Lovelace. -¡Ay, Lovelace! ¿Sabes tú quién era ese? -La segunda, Rita, todavía se defiende. -¡Ya lo creo! Dímelo a mí, que ayer por darla un pellizco salí con una oreja rota. -Sí, ya sé. Por cierto que dice Tomasa que no le gustan esas bromas, que las chicas pierden… -Dile a la de Gómez, viuda de Trujillo, que más pierdo yo, que pierdo las orejas, y dile también que si la pellizcase a ella puede que no se quejara… -Hombre, eres un chiquillo; le ves a uno serio contándote sus cuitas y sus esperanzas… y tú con tus bromas de dudoso gusto… -¿Tus esperanzas? Yo te las cantaré: La (cantando) Nieves… -Bah, la Nieves segura está. Los tiene así (juntando por las yemas los dedos de ambas manos). No es milagro. ¿Hay chica más esbelta en todo el pueblo? ¿Y bailar? ¿No es la perla del casino cuando la emprende con el vals corrido, sobre todo si la baila el secretario del gobierno militar, Pacorro? Caín se había quedado serio y un poco pálido. Sus ojos fijos veían a la hija menor de su amigo, de blanco, escotada, con media negra, dando vueltas por el salón colgada de Pacorro… A Nieves no la pellizcaba él nunca; no se atrevía, la tenía un respeto raro, y además, temía que un pellizco en aquellas carnes fuera una traición a la amistad de Abel; porque Nieves le producía a él, a Caín, un efecto raro, peligroso, diabólico… Y la chica era la única para volver locos a los viejos, aunque fueran íntimos de su padre. «¡Padrino, baila conmigo!» ¡Qué miel en la voz mimosa! ¡Y qué miradonas inocentes… pero que se metían en casa! El diablo que pellizcara a la chica. Valiente tentación había sacado él de pila… -Nieves -prosiguió Abel- se casará cuando quiera; siempre es la reina de los salones; a lo menos, por lo que toca a bailar… -Como bailar.. baila bien -dijo Caín muy grave. -Sí, hombre; no tiene más que escoger. Ella es la esperanza de la casa. -Ya ves, Dios premia a los hombres sosos, honrados, fieles al decálogo, dándoles hijas que pueden hacer bodas disparatadas, un fortunón… ¿Eh? viejo verde, calaverón eterno. ¿Cuándo tendrás tú una hija como Nieves, amparo seguro de tu vejez? Caín, sin contestar a aquel majadero, que tan feliz se las prometía, en teniendo un poco de Priorato en el cuerpo, se puso a pensar, que siempre se le estaba ocurriendo echar la cuenta de los años que él llevaba a la menor de las Contenciosas. «¡Eran muchos años!» *** Pasaron algunos; Abel estuvo cesante una temporada y Joaquín de secretario en otra provincia. Volvieron a juntarse en su pueblo, Caín jubilado y Abel en el destino antiguo de Caín. Las meriendas menudeaban menos, pero no faltaban las de días solemnes. Los paseos, como antaño, aunque ahora el primero que tomaba por Oriente era Joaquín, porque ya le fatigaba la cuesta. Las Contenciosas brillaban cada día como astros de menor magnitud; es decir, no brillaban; en rigor eran ya de octava o novena clase, invisibles a simple vista, ya nadie hablaba de ellas, ni para bien ni para mal; ni siquiera se las llamaba las Contenciosas, «las de Trujillo» decían los pocos pollos nuevos que se dignaban acordarse de ellas. La mayor, que había engordado mucho y ya no tenía novios, por no apretarse el talle había renunciado a la lucha desigual con el tiempo y al martirio de un tocado que pedía restauraciones imposibles. Prefería el disgusto amargo y escondido de quedarse en casa, de no ir a bailes ni teatros, fingiendo gran filosofía, reconociéndose gallina, aunque otra le quedaba. Se permitía, como corta recompensa a su renuncia, el placer material, y para ella voluptuoso, de aflojarse mucho la ropa, de dejar a la carne invasora y blanquísima (eso sí) a sus anchas, como en desquite de lo mucho que inútilmente se había apretado cuando era delgada. -«¡La carne! Como el mundo no había de verla, hermosura perdida; gran hermosura, sin duda, persistente… pero inútil. Y demasiada.» Cuando el cura hablaba, desde el púlpito, de la carne, a la mayor se le figuraba que aludía exclusivamente a la suya… Salían sus hermanas, iban al baile a probar fortuna, y la primogénita se soltaba las cintas y se hundía en un sofá a leer periódicos, crímenes y viajes de hombres públicos. Ya no leía folletines. La segunda luchaba con la edad de Cristo y se dejaba sacrificar por el vestido que la estallaba sobre el corpachón y sobre el vientre. ¿No había tenido fama de hermosa? ¿No le habían dicho todos los pollos atrevidos e instruidos de su tiempo que ella era la mujer que dice mucho a los sentidos? Pues no había renunciado a la palabra. Siempre en la brecha. Se había batido en retirada, pero siempre en su puesto. Nieves… era una tragedia del tiempo. Había envejecido más que sus hermanas; envejecer no es la palabra: se había marchitado sin cambiar, no había engordado, era esbelta como antes, ligera, felina, ondulante; bailaba, si había con quién, frenética, cada día mas apasionada del vals, más correcta en sus pasos, más vaporosa, pero arrugada, seca, pálida; los años para ella habían sido como tempestades que dejaran huella en su rostro, en todo su cuerpo; se parecía a sí misma… en ruinas. Los jóvenes nuevos ya no la conocían, no sabían lo que había sido aquella mujer en el vals corrido; en el mismo salón de sus antiguos triunfos, parecía una extranjera insignificante. No se hablaba de ella ni para bien ni para mal; cuando algún solterón trasnochado se decidía a echar una cana al aire, solía escoger por pareja a Nieves. Se la veía pasar con respeto indiferente; se reconocía que bailaba bien, pero, ¿y qué? Nieves padecía infinito, pero, como su hermana, la segunda, no faltaba a un baile. ¡Novio!… ¡Quién soñaba ya con eso! Todos aquellos hombres que habían estrechado su cintura, bebido su aliento, contemplado su escote virginal… etc., ¿dónde estaban? Unos de jueces de término a cien leguas: otros en Ultramar haciendo dinero, otros en el ejército sabe Dios dónde; los pocos que quedaban en el pueblo, retraídos, metidos en casa o en la sala de tresillo. Nieves, en aquel salón de sus triunfos, paseaba sin corte entre una multitud que la codeaba sin verla… Tan excelente le pareció a don Abel el pernil que Caín le enseñó en casa de este, y que habían de devorar juntos de tarde en la Fuente de Mari-Cuchilla, que Trujillo, entusiasmado, tomó una resolución, y al despedirse hasta la hora de la cita, exclamó: -Bueno, pues yo también te preparo algo bueno, una sorpresa. Llevo la manga de café, lleva tú puros; no te digo más. Y aquella tarde, en la fuente de Mari-Cuchilla, cerca del oscurecer de una tarde gris y tibia de otoño, oyendo cantar un ruiseñor en un negrillo, cuyas hojas inmóviles parecían de un árbol-estatua, Caín y Abel merendaron el pernil mejor que dio de sí cerdo alguno nacido en Teberga. Después, en la manga que a Trujillo había regalado un pariente, voluntario en la guerra de Cuba, hicieron café…, y al sacar Caín dos habanos peseteros…, apareció la sorpresa de Abel. Momento solemne. Caín no oía siquiera el canto del ruiseñor, que era su delicia, única afición poética que se le conocía. Todo era ojos. Debajo de un periódico, que era la primera cubierta, apareció un frasco, como podía la momia de Sesostris, entre bandas de paja, alambre, tela lacrada, sabio artificio de la ciencia misteriosa de conservar los cuerpos santos incólumes; de guardar lo precioso de las injurias del ambiente. -¡El benedictino! exclamó Caín en un tono religioso impropio de su volterianismo. Y al incorporarse para admirar, quedó en cuclillas como un idólatra ante un fetiche. -El benedictino -repitió Abel, procurando aparecer modesto y sencillo en aquel momento solemne en que bien sabía él que su amigo le veneraba y admiraba. Aquel frasco, más otro que quedaba en casa, eran joyas riquísimas y raras, selección de lo selecto, fragmento de un tesoro único fabricado por los ilustres Padres para un regalo de rey, con tales miramientos, refinamientos y modos exquisitos, que bien se podía decir que aquel líquido singular, tan escaso en el mundo, era néctar digno de los dioses. Cómo había ido a parar aquel par de frascos casi divinos a manos de Trujillo, era asunto de una historia que parecía novela y que Caín conocía muy bien desde el día en que, después de oírla, exclamó: -¡Ver y creer! Catemos, eso, y se verá si es paparrucha lo del mérito extraordinario de esos botellines. Y aquel día también había sido el primero de la única discordia duradera que separó por más de una semana a los dos constantes amigos. Porque Abel, jamás enérgico, siempre de cera, en aquella ocasión supo resistir y negó a Caín el placer de saborear el néctar de aquellos frascos. -Estos, amigos -había dicho- los guardo yo para en su día. -Y no había querido jamás explicar qué día era aquel. Caín, sin perdonar, que no sabía, llegó a olvidarse del benedictino. Y habían pasado todos aquellos años, muchos, y el benedictino estaba allí, en la copa reluciente, de modo misterioso que Caín, triunfante, llevaba a los labios, relamiéndose a priori. Pasó el solterón la lengua por los labios, volvió a oír el canto del ruiseñor, y contento de la creación, de la amistad, por un momento, exclamó: -¡Excelente! ¡Eres un barbián! Excelentísimo señor benedictino, ¡bendita sea la Orden! Son unos sabios estos reverendos. ¡Excelente! Abel bebió también. Mediaron el frasco. Se alegraron; es decir, Abel, como Andrómaca, se alegró entristeciéndose. A Caín, la alegría le dio esta vez por adular como vil cortesano. Abel, ciego de vanidad y agradecido, exclamó: -Lo que falta… lo beberemos mañana. El otro frasco… es tuyo; te lo llevas a tu casa esta noche. Faltaba algo; faltaba una explicación. Caín la pedía con los ojillos burlones llenos de chispas. A la luz de las primeras estrellas, al primer aliento de la brisa, cuando cogidos del brazo y no muy seguros de piernas, emprendieron la vuelta de casa, Abel, triste, humilde, resignado, reveló su secreto, diciendo: -Estos frascos… este benedictino… regalo de rey… -De rey… -Este benedictino… lo guardaba yo… -Para su día… -Justo; su día… era el día de la boda de la mayor. Porque lo natural era empezar por la primera. Era lo justo. Después… cuando ya no me hacía ilusiones, porque las chicas pierden con el tiempo y los noviazgos…, guardaba los frascos…, para la boda de la segunda. Suspiró Abel. Se puso muy serio Caín. -Mi última esperanza era Nieves…, y a esa por lo visto no la tira el matrimonio. Sin embargo, he aguardado, aguardado…, pero ya es ridículo…, ya… -Abel sacudió la cabeza y no pudo decir lo que quería, que era: lasciate ogni speranza. -En fin, ¿cómo ha de ser?- Ya sabes; ahora mismo te llevas el otro frasco. Y no hablaron más en todo el camino. La brisa les despejaba la cabeza y los viejos meditaban. Abel tembló. Fue un escalofrío de la miseria futura de sus hijas, cuando él muriera, cuando quedaran solas en el mundo, sin saber más que bailar y apergaminarse. ¡Lo que le había costado a él de sudores y trabajo el vestir a aquellas muchachas y alimentarlas bien para presentarlas en el mercado del matrimonio. Y todo en balde. Ahora…, él mismo veía el triste papel que sus hijas hacían ya en los bailes, en los paseos… Las veía en aquel momento ridículas, feas por anticuadas y risibles…, y las amaba más, y las tenía una lástima infinita desde la tumba en que él ya se contemplaba. Caín pensaba en las pobres Contenciosas también, y se decía que Nieves, a pesar de todo, seguía gustándole, seguía haciéndole efecto… Y pensaba además en llevarse el otro frasco; y se lo llevó efectivamente. *** Murió don Abel Trujillo; al año siguiente falleció la viuda de Trujillo. Las huérfanas se fueron a vivir con una tía, tan pobre como ellas, a un barrio de los más humildes. Por algún tiempo desaparecieron del gran mundo, tan chiquitín, de su pueblo. Lo notaron Caín y otros pocos. Para la mayoría, como si las hubieran enterrado con su padre y su madre. Don Joaquín al principio las visitaba a menudo. Poco a poco fue dejándolo, sin saber por qué. Nieves se había dado a la mística, y las demás no tenían gracia. Caín, que había lamentado mucho todas aquellas catástrofes, y que había socorrido con la cortedad propia de su peculio y de su egoísmo a las apuradas huérfanas, había ido olvidándolas, no sin dejarlas antes en poder del sanísimo consejo de que «se dejaran de bambollas… y cosieran para fuera». Caín se olvidó de las chicas como de todo lo que le molestaba. Se había dedicado a no envejecer, a conservar la virilidad y demostrar que la conservaba. Parecía cada día menos viejo, y eso que había en él un renacimiento de aventurero galante. Estaba encantado. ¿Quién piensa en la desgracia ajena si quiere ser feliz y conservarse? Las de Trujillo, de negro, muy pálidas, apiñadas alrededor de la tía caduca, volvían a presentarse en las calles céntricas, en los paseos no muy concurridos. Devoraban a los transeúntes con los ojos. Daban codazos a la multitud hombruna. Nieves aprovechaba la moda de las faldas ceñidas para lucir las líneas esculturales de su hermosa pierna. Enseñaba el pie, las enaguas blanquísimas que resaltaban bajo la falda negra. Sus ojos grandes, lascivos, bajo el manto recobraban fuerza, expresión. Podía aparecer apetitosa a uno de esos gustos extraviados que se enamoran de las ruinas de la mujer apasionada, de los estragos del deseo contenido o mal satisfecho. Murió la tía también. Nueva desaparición. A los pocos meses las de Trujillo vuelven a las calles céntricas, de medio luto, acompañadas, a distancia, de una criada más joven que ellas. Se las empieza a ver en todas partes. No faltan jamás en las apreturas de las novenas famosas y muy concurridas. Primero salen todas juntas, como antes. Después empiezan a desperdigarse. A Nieves se la ve muchas veces sola con la criada. Se la ve al oscurecer atravesar a menudo el paseo de los hombres y de las artesanas. Caín tropieza con ella varias tardes en una y otra calle solitaria. La saluda de lejos. Un día le para ella. Se lo come con los ojos. Caín se turba. Nota que Nieves se ha parado también, ya no envejece y se le ha desvanecido el gesto avinagrado de solterona rebelde. Está alegre, coquetea como en los mejores tiempos. No se acuerda de sus desgracias. Parece contenta de su suerte. No habla más que de las novedades del día, de los escándalos amorosos. Caín le suelta un piropo como un pimiento, y ella le recibe como si fuera gloria. Una tarde, a la oración, la ve de lejos, hablando en el postigo de una iglesia de monjas con un capellán muy elegante, de quien Caín sospechaba horrores. -Desde entonces sigue la pista a la solterona, esbelta e insinuante. «Aquel jamón debe de gustarles a más de cuatro que no están para escoger mucho.» Caín cada vez que encuentra a Nieves la detiene ya sin escrúpulo. Ella luce todo su antiguo arsenal de coqueterías escultóricas. Le mira con ojos de fuego y le asegura muy seria que está como nuevo; más sano y fresco que cuando ella era chica y él le daba pellizcos. -¿A ti, yo? ¡Nunca! A tus hermanas sí. No sé si tienes dura o blanda la carne. -Nieves le pega con el pañuelo en los ojos y echa a correr como una locuela…, enseñando los bajos blanquísimos, y el pie primoroso. Al día siguiente, también a la oración, se la encuentra en el portal de su casa, de la casa del propio Caín. -Le espero a usted hace una hora. Súbame usted a su cuarto. Le necesito. -Suben y le pide dinero, poco pero ha de ser en el acto. Es cuestión de honra. Es para arrojárselo a la cara a un miserable… que no sabe ella lo que se ha figurado. Se echa a llorar. Caín la consuela. Le da el dinero que pide y Nieves se le arroja en los brazos, sollozando y con un ataque de nervios no del todo fingido. Una hora después, para explicarse lo sucedido, para matar los remordimientos que le punzan, Caín reflexiona que él mismo debió de trastornarse como ella, que creyéndose más frío, menos joven de lo que en rigor era todavía por dentro, no vio el peligro de aquel contacto. «No hubo malicia por parte de ella ni por la mía. De la mía respondo. Fue cosa de la naturaleza. Tal vez sería antigua inclinación mutua, disparatada… ; pero poderosa…, latente.» *** Y al acostarse, sonriendo entre satisfecho y disgustado, se decía el solterón empedernido: -De todas maneras la chica… estaba ya perdida. ¡Oh, es claro! En este particular no puedo hacerme ilusiones. Lo peor fue lo otro. Aquello de hacerse la loca después del lance, y querer aturdirse, y pedirme algo que la arrancara el pensamiento… y.. ¡diablo de casualidad! ¡Ocurrírsele cogerme la llave de la biblioteca… y dar precisamente con el recuerdo de su padre, con el frasco de benedictino!… ¡Oh! sí; estas cosas del pecado, pasan a veces como en las comedias, para que tengan más pimienta, más picardía… Bebió ella. ¡Cómo se puso! Bebí yo… ¿qué remedio? obligado. «¡Quién le hubiera dicho a la pobre Nieves que aquel frasco de benedictino le había guardado su padre años y años para el día que casara a su hija!… ¡No fue mala boda!» Y el último pensamiento de Caín al dormirse ya no fue para la menor de las Contenciosas ni para el benedictino de Abel, ni para el propio remordimiento. Fue para los socios viejos del Casino que le llamaban platónico; «¡él, platónico!». FIN 1901
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Boroña
Cuento
En la carretera de la costa; en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra en la carretera en un buen trecho. Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas. Pepe Francisca don José Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna, con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre. De la boca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a Méjico, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo. Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo, todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y… su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempos remotos los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado a Rita, y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquélla era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase vulgar que él repetía siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un alma: faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; al amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instintos de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!» Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud, con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible caridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante. Otra cosa amarilla también le seducía a él, le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le fatigaban las idas abstractas, sin representación visible, plástica, y su cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma, los anhelos de vuelta al aire natal, en una ambición bien humilde, pero tal vez irrealizable… La cosa amarilla que tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes, oyendo a la Patti en Covent Garden, paseándose en Nueva York por el Broadway, la cosa amarilla que anhelaba saborear era… un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche, y que él saboreaba entre besos. «¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!» ¡Qué dicha representaba aquellos bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña la salud recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado, el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina amada y de su bosque de la Voz. «¡Veremos!», se dijo Pepe, plantado en la mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio de aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio. Tardaba en llamar a los suyos, en gritar: «¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a casa el equipaje… y a él mismo, que, de seguro, sin apoyo no podría dominar la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos herederos. Por fin, se decidió. -¡Ah, Rita! -gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y desde el prado pedía la merienda a su hermana, que estaba en casa. A los pocos minutos, rodeado de Rita, de Llantero, su esposo, y de los cinco sobrinos, Pepe Francisca descansaba en el corredor de la casucha en un sillón, de cuero, herencia de muchos antepasados. Pero el aire natal no le fue propicio. Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos, y del extraño malestar que produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de lejos, Pepe Francisca se sintió atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, como anhelaba, tuvo que ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo sobre el embozo de la cama y contemplarlo y palparlo. «¡Con mil amores!» Toda la boroña que quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a cambiar toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que quedaban por allá. Rita, como había temido su hermano, era otra. El cariño de la niñez había muerto; quedaba una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya como él avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque el tío no estaba tan a las últimas como se había esperado. Atenciones, solicitud, cuidados, protestas de cariño no faltaban. Pero Pepe comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres. Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo. Cuando pudo, Pepe abandonó el lecho para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes, bajar al corral, oler los perfumes para él exquisitos, del establo, llenos de recuerdos de la niñez primera; le olía el lecho de las vacas al gozo de Pepa Francisca, su madre. Mientras él, casi arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a su madre, su cuñado y los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante el deseo de entrar a saco en la presa. Pepe, al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión aquellos salvajes avarientos, y en tanto, el indiano, sentenciado a muerte, procuraba asomar el rostro a la huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas de cariño del corazón de su hermana, de aquella Rita que tanto le había querido. La fiebre última le cogió en pie, y con ella vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel capricho de su corazón: comer un poco de boroña. La pedía, entre dientes, quería probarla; llevábala hasta los labios, y el gusto del enfermo la repelía, pesará a sus entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo de los baúles y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajada al moribundo, seguíale el humor y la manía; y todas las mañanas le ponía delante de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada, como él la quería… Y un día, el último, al amanecer, Pepe Francisca, delirando, creía saborear el pan amarillo, la «boroña» de los aldeanos que viven años y años, respirando el aire natal al amor de los suyos; sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo, señal de muerte, tropezaban con pedazos de «boroña» y los deshacían, los desmigajaban… y… -¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame boroña! -suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera. Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero y los hijos revolvían en la salucha contigua el fondo de los baúles y se disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al muerto. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Cristales
Cuento
Mi amigo Cristóbal siempre estaba triste… no, no es esa la palabra; era aquello una frialdad, una indiferencia, una abstinencia de toda emoción fuerte, confiada, entusiástica… No sé cómo explicarlo… Hacía daño la vida junto a él. Sus ojos, de un azul muy claro y de pupilas muy brillantes, brillantes desde una obscuridad misteriosa y preguntona, parecían el doctor Pedro Recio de toda expansión, de toda admiración, de todo optimismo; amar, admirar, confiar, en presencia de aquellos ojos, era imposible; a todo oponían el veto del desencanto previo. Y lo peor era que todo lo decían con modestia, casi con temor; la mirada de Cristóbal era humilde, jamás prolongada. Podría decirse que destilaba hielo y echaba a correr. ¿Por qué era así Cristóbal, por qué miraba así? Un día lo supe por casualidad. —«El mejor amigo, un duro» —dijo delante de nosotros no sé quién. —Me irritan —dije a Cristóbal en cuanto quedamos solos—, me irritan estos vanos aforismos de la falsa sabiduría escéptica, plebeya y superficial; creo que el mundo debe en gran parte sus tristezas morales a este grosero y limitado positivismo callejero que con un refrán mata un ideal… —Sin embargo —dijeron a su modo los ojos de Cristóbal, y sus labios sonrieron, y, por fin, rompieron a hablar: —Un duro… no será gran amigo; pero acaso no hay otro mejor. Otros lloran la perfidia de una mujer… Yo me había enamorado de la amistad; había nacido para ella. Encontré un amigo en la adolescencia; partimos el pan del entusiasmo, el maná de la fe en el porvenir. Juntos emprendimos la conquista del ensueño. Cuando la bufera infernal del desengaño nos azotó el rostro, no separamos nuestras manos que se estrechaban; como a Paolo y Francesca, abrazados nos arrebató el viento… Los dos vivíamos para el arte, para la poesía, para la meditación; pero yo era autor dramático, y él no. Menos el don del teatro, que niega Zola, tal vez porque no lo tiene, todo lo dividíamos Fernando y yo. Nuestra gloria y nuestro dinero eran bienes comunes para los dos. El mundo, con su opinión autoritaria, vino a sancionar estos lazos; se nos consideró unidos por una cadena de hierro inquebrantable. Así sea, dijimos. Y en nuestro espíritu nació uno de esos dogmas cerrados en falso con que la humanidad se engaña tantas veces. Yo había notado que Fernando era muy egoísta; de la terrible clase de los inconscientes; era egoísta como rumia el rumiante; tenía el estómago así. Pero había notado también que yo, aunque más refinado y lleno de complicaciones, era otro egoísta. «¿Cómo puede vivir nuestra amistad entre estos egoísmos? Vive en su atmósfera», pensaba yo; observando que mi amigo tenía vanidad por mí, preocupaciones, antipatías y odios por mí. Yo también me sentía ofendido cuando otros censuraban a Fernando; este derecho de encontrarle defectos me lo reservaba; pero no veía en ello malicia, porque también, y con cierta voluptuosidad, examinaba yo mis propias máculas y deficiencias, creyéndome humilde. Uno de los disfraces que el diablo se pone con más gusto para sus tentaciones, es el de santo. Cierta noche se estrenó un drama mío; era de esos en que se rompen moldes y se apura la paciencia del público adocenado, pero no tan malévolo como supone el autor. En resumidas cuentas, y desde el punto de vista del mundanal ruido, el éxito fue un descalabro. Una minoría tan selecta como poco numerosa me defendía con paradojas insostenibles, con hipérboles que equivalían a subirme en vilo por los aires, para dejarme caer y aplastarme. En el saloncillo bramaba una verdadera tempestad crítica. La fórmula era darme la enhorabuena, pero con las de Caín. En cuanto yo daba la vuelta, se discutía el género, la tendencia, y, por último, se me desollaba a mí. Entonces acudían los amigos; me ensalzaban a mí y le echaban una mano protectora al género, a la tendencia. Yo recibía los parabienes con cara de Pascua, pero en calidad de cordero protagonista. Lo que nadie decía, pero lo que pensaban todos, era esto: «La culpa no es del género, no es de los moldes nuevos, es del repostero éste, es del ingenio mezquino que se ha metido en moldes de once varas. Se ha equivocado. Esta es la fija. Se ha equivocado». Así pensaban los enemigos; y aun lo insinuaban, atacándome de soslayo. Y así pensaban los amigos, defendiéndome de frente e insinuándolo más con esta franca defensa. ¿Y Fernando? Fernando me defendía casi a puñetazos. En poco estuvo que no tuviese dos o tres lances personales. Yo le oía de lejos; no le veía. El no pensaba que yo le oía. Su defensa apasionada, furiosa, era ingenua, leal. ¡Qué entusiasmo el suyo! Era ordinariamente moderado, casi frío; pero aquella noche ¡qué exaltación! —Le ciega la amistad —se oía por todos los rincones. ¡Qué no me hubiera cegado aquella noche a mí! Como se recogen los restos gloriosos de una bandera salvada en una derrota, Fernando me recogió a mí, me sacó del teatro y me llevó a nuestra tertulia de última hora, en un gabinete reservado de un café elegante. Al entrar allí me fijé, por primera vez en aquella noche, en el rostro de mi amigo, que vi reflejado en un espejo. Sentí un escalofrío. Me atreví a mirarle a él cara a cara. Y en efecto, estaba como su imagen. Aún había en el amigo no sé qué de pasión que no había en el espejo. Estaba radiante. En sus ojos brillaba la dicha suprema con rayos que sólo son de la dicha, que no cabe confundir con otros. Fernando, muy diferente de mí en esto, era un amador de mucha fuerza y de buena suerte; para él la mujer era lo que para mí la amistad: su buena fortuna en galanteos le hacía feliz. Su rostro, generalmente frío, soso, de poca expresión, se animaba con destellos diabólicos, de pasión intensa, cuando conseguía su amor propio grandes triunfos de amor ajeno. Pero tan hermosamente transfigurado por las emociones fuertes y placenteras como le vi aquella noche, en aquel gabinete del café, no le había visto ni siquiera en la ocasión solemne en que vino a pedirme que le dejara solo en casa con su conquista más preciosa: la mujer de un amigo. Mientras cenábamos me fijé en los ojos de Fernando. Allí se concentraba la cifra del misterio. Allí se leía, como clave del enigma: «¡Felicidad! ¡La mayor felicidad que cabe en este cuerpo y en este espíritu de artista, de egoísta, de hombre sin fe, sin vínculos fuertes con el deber y el sacrificio!» ¡Si el alma un cristal tuviera!… ¡Oh! ¡Sí; lo tenía! Yo leía en el alma de Fernando, a través de sus ojos, como en un libro de psicología moderna, como en páginas de Bourget. Fernando era feliz aquella noche de una manera feroz; sin saberlo, sí, como las fieras. Sabía él por experiencia propia que la quinta esencia del sentimiento de un artista, de lo que éste cree su corazón, tal vez porque no tiene otro mejor, y no es más que una burbuja delicada y finísima, un coágulo de vanidad enferma, estaba padeciendo dentro de mí dolores indecibles; sabía que el público y los falsos amigos me habían dado tormento en la flor del alma artificiosa del poeta… pero no sabía que él, su vanidad, su egoísmo, su envidia, se estaban dando un banquete de chacales con los despojos del pobre orgullo mío triturado. ¡Qué luz mística, del misticismo infernal de las pasiones fuertes, pero mundanas, en sus ojos! ¡Cómo se quedaba en éxtasis de placer sin sospecharlo! ¡Y qué decidor, qué generoso, qué expansivo! Lo amaba todo aquella noche. Hubiera sido caritativo hasta el heroísmo. Su dicha de egoísta le inspiraba este espejismo de abnegación. Sin duda creía que el mundo seguía siendo él. Oía las armonías de los astros. Y para mí, ¡qué cuidados, qué atenciones! ¡Qué hermano tenía en él! Se hubiera batido, puedo jurarlo, por mi fama. ¡Y el infeliz, sin sospechar siquiera que estaba gozando una dicha de salvaje civilizado, de carnívoro espiritual, y que esa dicha se alimentaba con sangre de mi alma, con el meollo de mis huesos duros de vanidoso incurable, de escritor de oficio! Aquel espectáculo, que me irritó al principio, que fue supremamente doloroso, fue convirtiéndose poco a poco en melancólica voluptuosidad. El examen, lleno de amargura, del alma de Fernando, que yo veía en sus ojos, se fue trocando en interesante labor finísima; no tardó mi vanidad, tan herida, en rehacerse con el placer íntimo, recóndito, de analizar aquella miseria ajena. ¡Cuánta filosofía en pocos minutos! A los postres de la tal cena, en que el último apóstol comensal era un Judas, sin saberlo, a los postres, ya recordaba yo mi obrita del teatro como una desgracia lejana, de poética perspectiva. Mi descalabro, el martirio oculto de mi amor propio, la perfidia de los falsos amigos y compañeros, todo eso quedaba allá, confundido con la común miseria humana, entre las lacerías fatales necesarias de la vida… En mi cerebro, como un sol de justicia, brillaba mi resignación, mi frío análisis del alma ajena, mi honda filosofía, ni pesimista ni optimista, que no otorga a los datos históricos, al fin empíricos, siempre pocos, más valor del que tienen… Y lo que más me confortó fue el sentimiento íntimo de que el dolor intenso que me producía la traición inconsciente de Fernando no me inspiraba odio para él, ni siquiera desprecio, sino lástima cariñosa. «Le perdonaba, porque no sabía lo que hacía.» «Mi dogma, la amistad, me dije, no se derrumba esta noche como mi pobre drama; Fernando no me quiere de veras, no es mi amigo, ¿y qué? lo seré yo suyo, le querré yo a él. Su amistad no existía, la mía sí.» En tal estado, llegué a mi casa. Entré en mi cuarto. Comencé a desvestirme, siempre con la imagen de Fernando, radiante de dicha íntima, apasionada, ante los ojos de la fantasía. Mi espíritu nadaba en la felicidad austera de la conciencia satisfecha, de la superioridad racional, mística, del alma resignada y humilde… ¡Qué importaba el drama, qué importaba la vanidad, qué importaba todo lo mundano… qué importaba la feroz envidia satisfecha del que se creía amigo!… Lo serio, lo importante, lo noble, lo grande, lo eterno, era la satisfacción propia, estar contento de sí mismo, elevarse sobre el vulgo, sobre las tristes pasiones de Fernando… Antes de apagar la luz del lavabo me vi en el espejo. ¡Vi mis ojos! ¡Oh, mis ojos! ¡Qué expresión la suya! ¡Qué cristales! ¡Qué orgullo infinito! ¡Qué dicha satánica! Yo estaba pálido, pero ¡qué ojos! ¡Qué hoguera de vanidad, de egoísmo! Allí dentro ardía Fernando, reducido a polvo vil… Era una pobre víctima ante el altar de mi orgullo… de mi orgullo, infierno abreviado. ¿Y la amistad? ¿La mía? ¡Ay! Detrás de los cristales de mis ojos yo no vi ningún ángel, como la amistad lo sería si existiese; sólo vi demonios; y yo, el autor del drama, era el diablo mayor… tal vez por razón de perspectiva… *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
De burguesa a burguesa
Cuento
Pajares 1.º de Febrero. Mi querida Visitación: Cuando esta llegue a tus manos estará tu pobre Pura, tu buena amiga, enterrada en vida, con no sé cuantos kilómetros de nieve sobre la cabeza. Nos ha cogido la mayor nevada del siglo en medio del puerto, y no podemos volver atrás ni llegar a nuestro bendito pueblo, del que ojalá no hubiéramos salido nunca. El correo lo llevan los peatones; yo he ofrecido el oro y el moro porque me pasara un peatón, y porque me pesaran en el estanquillo, para llegar a mi destino en calidad de certificado, costara los sellos que costara: imposible, me fue forzoso renunciar a mi proyecto, y aquí me tienes extraviada en el camino como carta de Posada Herrera. Mi Juan, ese hombre de bien, no hace más que dar pataditas en el suelo, soplarse las manos y exclamar de vez en cuando: ¡maldita sea mi suerte! ¡Calzonazos! ¡Como si no fuera él la causa de todos nuestros males! Figúrate, tú, Visita, que lo primero que hace Juan en cuanto llegamos a Madrid es coger una pulmonía. Verdad es, que por más de veinticuatro horas la disimuló, para que yo no me incomodara y pudiese ver los festejos; pero ¡buenos festejos te dé Dios! Yo quería estar en todas partes a un tiempo, como es natural en tales casos; para esto es necesario correr mucho; pues nada, Juan no daba paso: que le dolía esto, que le dolía lo otro, y no se meneaba. Tomamos un coche para los tres, el cochero refunfuña y me dice no sé qué groserías respecto a si yo abultaba por cuatro, y Juan… ¡qué te parece! no le rompió nada. Se pone en movimiento aquel armatoste, y a los cuatro pasos el caballo… cae muerto. Juan se enfureció porque yo le eché a él la culpa; pelea tú con un hombre así: en fin, nos volvemos a casa, y doña Encarnación con una oficiosidad que me da mala espina, declara que Juan está malo y que debe acostarse; y se acuesta, y viene el médico, y dice que mi esposo tiene pulmonía. Ya ves como todos se conjuraban contra mí. Adiós visitas al ministro, adiós ascenso, adiós quedarnos en Madrid. Añade a esto que doña Encarnación, que es una jamona muy presumida, no había comprado más que adefesios para mi hija, todo cursi y de moda del año ocho. Purita pataleó y echó la culpa a su papá, que efectivamente es quien nos trae en estos malos pasos de ser provincianas y tener que guiarnos por los envidiosos de Madrid. Pedíamos billetes a D. Juan, ¡que si quieres!, ni uno sólo había podido conseguir, y eso que amenazó con la dimisión de su destino; pero no dimitió: qué había de dimitir, si estos burócratas de Madrid no saben lo que es dignidad. Pero, dirás tú, y con razón, ¿por qué tú Juan había de necesitar que nadie mendigara billetes para su mujer? Es verdad, y en eso hablas como una Santa Teresa; pero Juan, nada, en su cama, queja que te quejarás, preparándose a bien morir y sin pensar en billetes, ni en caballeros en plaza, ni en ascensos, ni en todo eso que me trajo a la Corte en mal hora. En fin, Visita, no hemos visto nada, a no ser las iluminaciones, que valientes iluminaciones estaban; y se dio el caso de andar la familia de Covachuelón sin cabeza, porque la cabeza tenía malo el pulmón, de andar por aquellas plazuelas y calles de Dios, como unas cualesquiera, como unos papanatas, codeándose con la plebe y teniendo que dejar la acera a los que la llevasen, aunque fueran hijos del verdugo. Aquí no se respetan las clases, ni el abolengo, y no le conocen a una en la cara los pergaminos ni la categoría. No creas que el bullicio fue tan grande como dicen, y de mí te puedo asegurar que no grité viva nada, porque esto no es modo de tratar a la gente. ¿Te acuerdas de aquel D. Casimiro a quien sacamos diputado por los pelos, y gracias a estanquillos y chorizos de los decomisados? Pues, ¡asómbrate!, D. Casimiro, que tenía un paquete de entradas para todas partes, pasó junto a nosotros sin saludarnos, en un coche muy elegante, que no sé de donde lo habrá sacado ese pelagatos. Y dicen que la conciliación se arraiga y que esto va a durar: ¡mira tú que postura de conciliación es esta, ni si lleva trazas de arraigarse un ministerio tan destartalado y montado al aire! Después de ver tanta farsa y tanto descaro no me quedaba más que ver, y quise volverme a mi tierra: el mismo día en que la enfermedad de Juan hacía crisis, según dijo el médico, cogí a Juan por los pies, y lo vestí, y lo tapé, y escondí entre cinco mantas: hice la crisis yo, y nos metimos en el tren correo. Juan, dócil por la primera vez de su vida, se puso bueno en el camino, o por lo menos disimuló el mal; y aquí nos tienes con la nieve al cuello, en un lugarón que no tiene nombre en el mapa; yo furiosa, Purita desesperanzada de coger una proporción, y Juan dando pataditas en el suelo, soplándose los nudillos y murmurando a cada paso: ¡maldita sea mi suerte! Si algún día llego a mi casita, y desempeño los cubiertos, y junto algunos cuartos procedentes de las manos de Juan, que él llama groseramente puercas, y pongo esos cuartos a réditos y saco una renta regular para ir tirando… te juro, Visita (tanto es lo que aborrezco la conciliación), te juro que presento la renuncia del destino de Juan y me declaro ilegala. Purificación *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
De burguesa a cortesana
Cuento
Mi querida doña Encarnación: Ya sé que las de Pinto dijeron por ahí a los amigos, que las de Covachuelón no iríamos a las fiestas por falta de posibles o por falta de amor a los regocijos, como dice mi Juan que se llama eso; no haga usted pizca de caso, porque ya nos hemos encargado los sombreros, de esos que parecen de hombre, que son la última moda, según dijo la modista, que es de París de Francia, como si dijéramos; porque si bien ella no nació allá ni lo vio nunca con sus propios ojos, su marido es de pura raza parisién: ¡con que figúrese usted! Iremos, y tres más, lo cual, para evitarle a usted molestias de andar buscando casa y demás, nos iremos derechitos a la suya, y así se ahorra usted la incomodidad de tener que entenderse con fondistas y amas de huéspedes, que en estos días sacarán la tripa de mal año y pedirán por una habitación un ojo de la cara. Adjunta les remito la lista de las monadas y cachivaches que mi hija la mayor quiere que usted le tenga comprados para el mismo día que lleguemos; porque todo su prurito es que de cien leguas se la tome por una madrileña, porque ser provinciana es muy cursi, ya ve usted; y aunque yo le digo que lo que se hereda no se hurta, y que de casta le viene al galgo… y que una Covachuelón, que desciende de cien Covachuelones, aunque sea con el aire de la montaña puede tenérselas tiesas, en punto a buen tono y chicq (sic),   con la más encopetada cortesana, que puede ser hija de un cualquiera; digo que, a pesar de esto, la niña quiere que usted le tenga preparados esos trastos: y no es que aquí no haya guantes de esos que llegan hasta los hombros, porque también los vende la modista que tiene un marido de París; pero ¿qué quiere usted?, estas muchachas del día están perdidas por no ser de su tierra. Y mire usted, en confianza, doña Encarnación, y aquí inter nos, como dicen los franceses, la chica está en estado de merecer, y aquí todos son pelagatos, no hay proporciones, ¿quién sabe si alguno de esos caballeros en plaza, de que tanto hablan los periódicos, se enamorará de mi niña? En ese caso, nos quedaríamos a vivir en Madrid, que es lo que yo le digo a Juan; pero mi Juan es tan terco que no quiere abandonar este destino humilde, indigno de un Covachuelón, porque dice que es seguro y manos puercas. Como si no conociéramos el mundo, doña Encarnación, y no supiéramos que eso de gajes es cosa común a todos los destinos, con tal que haya buena voluntad. Yo, a decir la verdad, no sé de qué son esos caballeros en plaza; pero sin duda serán unos cumplidos caballeros, que apaleen el oro o por lo menos las fanegas de trigo, que todo es apalear. Demás de esto, mi Juan, que tiene mucho amor a las Instituciones, no perderá el tiempo durante nuestra estancia en esa, ni se dormirá en las pajas, porque el ministro le tiene ofrecido torres y montones; pero ojos que no ven… y así atenaceándole de cerca y no dejándole a sol ni a sombra, verá usted cómo se logra un ascenso, que buena falta nos hace, porque con este modestísimo sueldo y todas las manos que Juan quiera, no se puede vivir: y si no, ahora se ve, lo que es una deshonra, que para emprender un viaje a la Corte, con rebaja de precio y todo, la familia de un Covachuelón se halla obligada a vender los cubiertos de plata y algunas alhajas de los Covachuelones que fueron. Dígales, dígales usted a las de Pinto (sin contarles los de los cubiertos), cuánto hacen y pueden los de Covachuelón en alas o en aras (nunca digo bien esta palabra) de su amor a las Instituciones. Aquí se ha corrido el rumor de que por culpa de Moyano ya no había fiestas; que ese señor, que dicen que es muy feo, y lo prueban, había aguado la función; pero no lo hemos creído, porque es imposible; Dios no puede consentir que mi hija se quede sin su caballero en plaza, porque eso sería como  quedarse en la calle; ni mi esposo ha de pudrirse y pudrirme en este rincón oscuro; los Covachuelones pican más alto, y amanecerá Dios y medraremos; porque la mala voluntad de las de Pinto poco podrá contra los altos escrutinios de la Providencia, que a todas voces llama a los de Covachuelón a la Corte. Diga usted de mi parte al Sr. D. Juan, su marido (¡qué diferencia entre los dos Juanes! el de usted tan dócil, tan rico y tan amigo de su negocio), pues dígale usted que me busque sin pérdida de tiempo papeleta para todas partes: queremos verlo todo, lo que se llama todo, porque ¿a qué estamos?, no es cosa de vender una los cubiertos, para volverse luego dejando por ver alguna cosa. He leído en La Época que los provincianos llegarían tarde para sacar papeleta: ¡qué sabrá ella! La Época; como si esos perdularios gacetilleros, que son la perdición del país, hubieran de ser antes que nosotros, que servimos a la patria y a las instituciones, desde un rincón de España, con celo, inteligencia y lealtad, como decían los mismísimos liberales cuando dejaron cesante a mi marido. Sería de contar que la señora de Covachuelón e hija se quedaran sin papeleta para ver todo lo reservado y todo lo no reservado. Hemos de verlo todo: digáselo usted así a D. Juan: no rebajo nada. ¡Oh, quién fuera condesa, amiga mía! Pero de menos nos hizo Dios, y como Juan, el mío, ande derecho y en un pie, y haga lo que yo le diga, ¡quién sabe a dónde podremos llegar, y si vendrá día en que yo le vea a él mismo hecho un caballero en plaza, título que me suena de perlas, y que no puedo quitármelo de la imaginación! No canso más; consérvese usted buena y no se olvide de los encarguitos. Su amiga de toda la vida que desea abrazarla pronto, Purificación de los Pinzones de Covachuelón. P. D. Le advierto a usted que Juan se muere por los caracoles, y le dará usted una sorpresa agradable si se los presenta para almorzar el día que lleguemos. Supongo que irán Vds. a esperarnos con los criados, porque llevaremos mucho equipaje, y esos mozos de cordel la confunden a una con una palurda y piden un sentido. Suya, Purificación. Otra P. D. Le advierto a usted que en las camisolas y en los pañuelos que le encargué el otro día para Juan, han de ponerse estas letras, P. Juan, que no significan Padre Juan, sino que Juan es marido de Purificación, como usted sabe. Un Covachuelón no podría poner en sus camisas unas simples iniciales como cualquiera. Expresiones a su Juan de usted. Pura. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Dos sabios
Cuento
En el balneario de Aguachirle, situado en lo más frondoso de una región de España muy fértil y pintoresca, todos están contentos, todos se estiman, todos se entienden, menos dos ancianos venerables, que desprecian al miserable vulgo de los bañistas y mutuamente se aborrecen. ¿Quiénes son? Poco se sabe de ellos en la casa. Es el primer año que vienen. No hay noticias de su procedencia. No son de la provincia, de seguro; pero no se sabe si el uno viene del Norte y el otro del Sur, o viceversa… o de cualquier otra parte. Consta que uno dice llamarse D. Pedro Pérez y el otro D. Álvaro Álvarez. Ambos reciben el correo en un abultadísimo paquete, que contiene multitud de cartas, periódicos, revistas, y libros muchas veces. La gente opina que son un par de sabios. Pero ¿qué es lo que saben? Nadie lo sabe. Y lo que es ellos, no lo dicen. Los dos son muy corteses, pero muy fríos con todo el mundo e impenetrables. Al principio se les dejó aislarse, sin pensar en ellos; el vulgo alegre desdeñó el desdén de aquellos misteriosos pozos de ciencia, que, en definitiva, debían de ser un par de chiflados caprichosos, exigentes en el trato doméstico y con berrinches endiablados, bajo aquella capa superficial de fría buena crianza. Pero, a los pocos días, la conducta de aquellos señores fue la comidilla de los desocupados bañistas, que vieron una graciosísima comedia en la antipatía y rivalidad de los viejos. Con gran disimulo, porque inspiraban respeto y nadie osaría reírse de ellos en sus barbas, se les observaba, y se saboreaban y comentaban las vicisitudes de la mutua ojeriza, que se exacerbaba por las coincidencias de sus gustos y manías, que les hacían buscar lo mismo y huir de lo mismo, y sobre ello, morena. * * * Pérez había llegado a Aguachirle algunos días antes que Álvarez. Se quejaba de todo; del cuarto que le habían dado, del lugar que ocupaba en la mesa redonda, del bañero, del pianista, del médico, de la camarera, del mozo que limpiaba las botas, de la campana de la capilla, del cocinero, y de los gallos y los perros de la vecindad, que no le dejaban dormir. De los bañistas no se atrevía a quejarse, pero eran la mayor molestia. «¡Triste y enojoso rebaño humano! Viejos verdes, niñas cursis, mamás grotescas, canónigos egoístas, pollos empalagosos, indianos soeces y avaros, caballeros sospechosos, maníacos insufribles, enfermos repugnantes, ¡peste de clase media! ¡Y pensar que era la menos mala! Porque el pueblo… ¡Uf! ¡El pueblo! Y aristocracia, en rigor, no la había. ¡Y la ignorancia general! ¡Qué martirio tener que oír, a la mesa, sin querer, tantos disparates, tantas vulgaridades que le llenaban el alma de hastío y de tristeza!». Algunos entrometidos, que nunca faltan en los balnearios, trataron de sonsacar a Pérez sus ideas, sus gustos; de hacerle hablar, de intimar en el trato, de obligarle a participar de los juegos comunes; hasta hubo un tontiloco que le propuso bailar un rigodón con cierta dueña… Pérez tenía un arte especial para sacudirse estas moscas. A los discretos los tenía lejos de sí a las pocas palabras; a los indiscretos, con más trabajo y alguna frialdad inevitable; pero no tardaba mucho en verse libre de todos. Además, aquella triste humanidad le estorbaba en la lucha por las comodidades; por las pocas comodidades que ofrecía el establecimiento. Otros tenían las mejores habitaciones, los mejores puestos en la mesa; otros ocupaban antes que él los mejores aparatos y pilas de baño; y otros, en fin, se comían las mejores tajadas. El puesto de honor en la mesa central, puesto que llevaba anejo el mayor mimo y agasajo del jefe de comedor y de los dependientes, y puesto que estaba libre de todas las corrientes de aire entre puertas y ventanas, terror de Pérez, pertenecía a un señor canónigo, muy gordo y muy hablador; no se sabía si por antigüedad o por odioso privilegio. Pérez, que no estaba lejos del canónigo, le distinguía con un particular desprecio; lo envidiaba, despreciándole, y le miraba con ojos provocativos, sin que el otro se percatara de tal cosa. Don Sindulfo, el canónigo, había pretendido varias veces pegar la hebra con Pérez; pero este le había contestado siempre con secos monosílabos. Y D. Sindulfo le había perdonado, porque no sabía lo que se hacía, siendo tan saludable la charla a la mesa para una buena digestión. Don Sindulfo tenía un estómago de oro, y le entusiasmaba la comida de fonda, con salsas picantes y otros atractivos; Pérez tenía el estómago de acíbar, y aborrecía aquella comida llena de insoportables galicismos. Don Sindulfo soñaba despierto en la hora de comer; y D. Pedro Pérez temblaba al acercarse el tremendo trance de tener que comer sin gana. -¡Ya va un toque! -decía sonriendo a todos don Sindulfo, y aludiendo a la campana del comedor. -¡Ya han tocado dos veces! -exclamaba a poco, con voz que temblaba de voluptuosidad. Y Pérez, oyéndole, se juraba acabar cierta monografía que tenía comenzada proponiendo la supresión de los cabildos catedrales. Fue el sabio díscolo y presunto minando el terreno, intrigando con camareras y otros empleados de más categoría, hasta hacerse prometer, bajo amenaza de marcharse, que en cuanto se fuera el canónigo, que sería pronto, el puesto de honor, con sus beneficios, sería para él, para Pérez, costase lo que costase. También se le ofreció el cuarto de cierta esquina del edificio, que era el de mejores vistas, el más fresco y el más apartado del mundanal y fondil ruido. Y para tomar café, se le prometió cierto rinconcito, muy lejos del piano, que ahora ocupaba un coronel retirado, capaz de andar a tiros con quien se lo disputara. En cuanto el coronel se marchase, que no tardaría, el rinconcito para Pérez. * * * En esto llegó Álvarez. Aplíquesele todo lo dicho acerca de Pérez. Hay que añadir que Álvarez tenía el carácter más fuerte, el mismo humor endiablado, pero más energía y más desfachatez para pedir gollerías. También le aburría aquel rebaño humano, de vulgaridad monótona; también se le puso en la boca del estómago el canónigo aquel, de tan buen diente, de una alegría irritante y que ocupaba en la mesa redonda el mejor puesto. Álvarez miraba también a don Sindulfo con ojos provocativos, y apenas le contestaba si el buen clérigo le dirigía la palabra. Álvarez también quiso el cuarto que solicitaba Pérez y el rincón donde tomaba café el coronel. A la mesa notó Álvarez que todos eran unos majaderos y unos charlatanes… menos un señor viejo y calvo, como él, que tenía enfrente y que no decía palabra, ni se reía tampoco con los chistes grotescos de aquella gente. «No era charlatán, pero majadero también lo sería. ¿Por qué no?» Y empezó a mirarle con antipatía. Notó que tenía mal genio, que era un egoísta y maniático por el afán de imposibles comodidades. «Debe de ser un profesor de instituto o un archivero lleno de presunción. Y él, Álvarez, que era un sabio de fama europea, que viajaba de incógnito, con nombre falso, para librarse de curiosos o impertinentes admiradores, aborrecía ya de muerte al necio pedantón que se permitía el lujo de creerse superior a la turbamulta del balneario. Además, se le figuraba que el archivero le miraba a él con ira, con desprecio; ¡habríase visto insolencia!». Y no era eso lo peor: lo peor era que coincidían en gustos, en preferencias que les hacían muchas veces incompatibles. No cabían los dos en el balneario. Álvarez se iba al corredor en cuanto el pianista la emprendía con la Rapsodia húngara… Y allí se encontraba a Pérez, que huía también de Listz adulterado. En el gabinete de lectura nadie leía el Times… más que el archivero, y justamente a las horas en que él, Álvarez el falso, quería enterarse de la política extranjera en el único periódico de la casa que no le parecía despreciable. «El archivero sabe inglés. ¡Pedante!». A las seis de la mañana, en punto, Álvarez salía de su cuarto con la mayor reserva, para despachar las más viles faenas con que su naturaleza animal pagaba tributo a la ley más baja y prosaica… ¡Y Pérez, obstruccionista, odioso, tenía, por lo visto, la misma costumbre, y buscaba el mismo lugar con igual secreto… y ¡aquello no podía aguantarse! No gustaba Álvarez de tomar el fresco en los jardines ramplones del establecimiento, sino que buscaba la soledad de un prado de fresca hierba, y en cuesta muy pina, que había a espaldas de la casa… Pues allá, en lo más alto del prado, a la sombra de su manzano… se encontraba todas las tardes a Pérez, que no soñaba con que estaba estorbando. Ni Pérez ni Álvarez abandonaban el sitio; se sentaban muy cerca uno de otro, sin hablarse, mirándose de soslayo con rayos y centellas. * * * Si el archivero supuesto tales simpatías merecía al fingido Álvarez, Álvarez a Pérez le tenía frito, y ya Pérez le hubiera provocado abiertamente si no hubiera advertido que era hombre enérgico y, probablemente, de más puños que él. Pérez, que era un sabio hispano-americano del Ecuador, que vivía en España muchos años hacía, estudiando nuestras letras y ciencias y haciendo frecuentes viajes a París, Londres, Rusia, Berlín y otras capitales; Pérez, que no se llamaba Pérez, sino Gilledo, y viajaba de incógnito, a veces, para estudiar las cosas de España, sin que estas se las disfrazara nadie al saberse quién él era; digo que Gilledo o Pérez había creído que el intruso Álvarez, era alguna notabilidad de campanario, que se daba tono de sabio con extravagancias y manías que no eran más que pura comedia. Comedia que a él le perjudicaba mucho, pues, sin duda por imitarle, aquel desconocido, boticario probablemente, se le atravesaba en todas sus cosas: en el paseo, en el corredor, en el gabinete de lectura y en los lugares menos dignos de ser llamados por su nombre. Pérez había notado también que Álvarez despreciaba o fingía despreciar a la multitud insípida y que miraba con rencor y desfachatez al canónigo que presidía la mesa. La antipatía, el odio se puede decir, que mutuamente se profesaban los sabios incógnitos crecía tanto de día en día, que los disimulados testigos de su malquerencia llegaron a temer que el sainete acabara en tragedia, y aquellos respetables y misteriosos vejetes se fueran a las manos. * * * Llegó un día crítico. Por casualidad, en el mismo tren se marcharon el canónigo, el bañista que ocupaba la habitación tan apetecida, y el coronel que dejaba libre el rincón más apartado del piano. Terrible conflicto. Se descubrió que el amo del establecimiento había ofrecido la sucesión de D. Sindulfo, y la habitación más cómoda, a Pérez primero, y después a Álvarez. Pérez tenía el derecho de prioridad, sin duda; pero Álvarez… era un carácter. ¡Solemne momento! Los dos, temblando de ira, echaron mano al respaldo. No se sabía si se disputaban un asiento o un arma arrojadiza. No se insultaron, ni se comieron la figura más que con los ojos. El amo de la casa se enteró del conflicto, y acudió al comedor corriendo. -¡Usted dirá! -exclamaron a un tiempo los sabios. Hubo que convenir en que el derecho de Pérez era el que valía. Álvarez cedió en latín, es decir, invocando un texto del Derecho romano que daba la razón a su adversario. Quería que constase que cedía a la razón, no al miedo. Pero llegó lo del aposento disputado. ¡Allí fue ella! También Pérez era el primero en el tiempo… pero Álvarez declaró que lo que es absurdo desde el principio, y nulo, por consiguiente, tractu temporis convalescere non potest, no puede hacerse bueno con el tiempo; y como era absurdo que todas las ventajas, por gollería, se las llevase Pérez, él se atenía a la promesa que había recibido… y se instalaba desde luego en la habitación dichosa; donde, en efecto, ya había metido sus maletas. Y plantado en el umbral, con los puños cerrados amenazando al mundo, gritó: –In pari causa, melior est conditio possidentis. Y entró y se cerró por dentro. Pérez cedió, no a los textos romanos, sino por miedo. En cuanto al rincón del coronel, se lo disputaban todos los días, apresurándose a ocuparlo el que primero llegaba y protestando el otro con ligeros refunfuños y sentándose muy cerca y a la misma mesa de mármol. Se aborrecían, y por la igualdad de gustos y disgustos, simpatías y antipatías, siempre huían de los mismos sitios y buscaban los mismos sitios. * * * Una tarde, huyendo de la Rapsodia húngara, Pérez se fue al corredor y se sentó en una mecedora, con un lío de periódicos y cartas entre las manos. Y a poco llegó Álvarez con otro lío semejante, y se sentó, enfrente de Pérez, en otra mecedora. No se saludaron, por supuesto. Se enfrascaron en la lectura de sendas cartas. De entre los pliegues de la suya sacó Álvarez una cartulina, que contempló pasmado. Al mismo tiempo, Pérez contemplaba una tarjeta igual con ojos de terror. Álvarez levantó la cabeza y se quedó mirando atónito a su enemigo. El cual también, a poco, alzó los ojos y contempló con la boca abierta al infausto Álvarez. El cual, con voz temblona, empezando a incorporarse y alargando una mano, llegó a decir: -Pero… usted, señor mío… ¿es… puede usted ser… el doctor… Gilledo?… -Y usted… o estoy soñando… o es… parece ser… ¿es… el ilustre Fonseca?… -Fonseca el amigo, el discípulo, el admirador… el apóstol del maestro Gilledo… de su doctrina… -De nuestra doctrina, porque es de los dos: yo el iniciador, usted el brillante, el sabio, el profundo, el elocuente reformador, propagandista… a quien todo se lo debo. -¡Y estábamos juntos!… -¡Y no nos conocíamos!… -Y a no ser por esta flaqueza… ridícula… que partió de mí, lo confieso, de querer conocernos por estos retratos… -Justo, a no ser por eso… Y Fonseca abrió los brazos, y en ellos estrechó a Gilledo, aunque con la mesura que conviene a los sabios. La explicación de lo sucedido es muy sencilla. A los dos se les había ocurrido, como queda dicho, la idea de viajar de incógnito, Desde su casa Fonseca, en Madrid, y desde no sé dónde Gilledo, se hacían enviar la correspondencia al balneario, en paquetes dirigidos a Pérez y Álvarez, respectivamente. Muchos años hacía que Gilledo y Fonseca eran uña y carne en el terreno de la ciencia. Iniciador Gilledo de ciertas teorías muy complicadas acerca del movimiento de las razas primitivas y otras baratijas prehistóricas, Fonseca había acogido sus hipótesis con entusiasmo, sin envidia; había hecho de ellas aplicaciones muy importantes en lingüística y sociología, en libros más leídos, por más elocuentes, que los de Gilledo. Ni este envidiaba al apóstol de su idea el brillo de su vulgarización, ni Fonseca dejaba de reconocer la supremacía del iniciador, del maestro, como llamaba al otro sinceramente. La lucha de la polémica que unidos sostuvieron con otros sabios, estrechó sus relaciones; si al principio, en su ya jamás interrumpida correspondencia, solo hablaban de ciencia, el mutuo afecto, y algo también la vanidad mancomunada, les hicieron comunicar más íntimamente, y llegaron a escribirse cartas de hermanos más que de colegas. Álvarez, o Fonseca, más apasionado, había llegado al extremo de querer conocer la vera effigies de su amigo; y quedaron, no sin contestarse por escrito la parte casi ridícula de esta debilidad, quedaron en enviarse mutuamente su retrato con la misma fecha… Y la casualidad, que es indispensable en esta clase de historias, hizo que las tarjetas aquellas, que tal vez evitaron un crimen, llegaran a su destino el mismo día. Más raro parecerá que ninguno de ellos hubiera escrito al otro lo de la ida a tal balneario, ni el nombre falso que adoptaban… Pero tales noticias se las daban precisamente (¡claro!) en las cartas que con los retratos venían. * * * Mucho, mucho se estimaban Álvarez y Pérez, a quienes llamaremos así por guardarles el secreto, ya que ellos nada de lo sucedido quisieron que se supiera en la fonda. Tanto se estimaban, y tan prudentes y verdaderamente sabios eran, que depuestos, como era natural, todas las rencillas y odios que les habían separado mientras no se conocían, no solo se trataron en adelante con el mayor respeto y mutua consideración, sin disputarse cosa alguna…, sino que, al día siguiente de su gran descubrimiento, coincidieron una vez más en el propósito de dejar cuanto antes las aguas y volverse por donde habían venido. Y, en efecto, aquella misma tarde Gilledo tomó el tren ascendente, hacia el sur, y Fonseca el descendente, hacia el norte. Y no se volvieron a ver en la vida. Y cada cual se fue pensando para su coleto que había tenido la prudencia de un Marco Aurelio, cortando por lo sano y separándose cuanto antes del otro. Porque ¡oh miseria de las cosas humanas! La pueril, material antipatía que el amigo desconocido le había inspirado… no había llegado a desaparecer después del infructuoso reconocimiento. El personaje ideal, pero de carne y hueso, que ambos se habían forjado cuando se odiaban y despreciaban sin conocerse, era el que subsistía; el amigo real, pero invisible, de la correspondencia y de la teoría común, quedaba desvanecido… Para Fonseca el Gilledo que había visto seguía siendo el aborrecido archivero; y para Gilledo, Fonseca, el odioso boticario. Y no volvieron a escribirse sino con motivo puramente científico. Y al cabo de un año, un Jahrbuch alemán publicó un artículo de sensación para todos los arqueólogos del mundo. Se titulaba “Una disidencia”. Y lo firmaba Fonseca. El cual procuraba demostrar que las razas aquellas no se habían movido de Occidente a Oriente, como él había creído, influido por sabios maestros, sino más bien siguiendo la marcha aparente del sol… de Oriente a Occidente… FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El diablo en semana santa
Cuento
Como un león en su jaula, bostezaba el diablo en su trono; y he observado que todas las potestades, así en la tierra como en el cielo y en el infierno, tienen gran afición al aparato majestuoso y solemne de sus prerrogativas, sin duda porque la vanidad es flaqueza natural y sobrenatural que llena los mundos con sus vientos, y acaso los mueve y rige. Bostezaba el diablo del hambre que tenía de picardías que por aquellos días le faltaban, y eran los de Semana Santa. Tal como se muere de inanición el cómico en esta época del año, así el diablo expiraba de aburrido; y no bastaban las invenciones de sus palaciegos para divertirle el ánimo, alicaído y triste con la ausencia de bellaquerías, infamias y demás proezas de su gusto. Según bostezaba y se aburría, ocurriósele de pronto una idea, como suya, diabólica en extremo; y como no peca S. M. in inferis de irresoluta, dando un brinco como los que dan los monos, pero mucho más grande, saltó fuera de sus reales, y se quedó en el aire muy cerca de la tierra, donde es huésped agasajado y bienquisto por sus frecuentes visitas. Fue la idea que se le ocurrió al demonio, que por entonces comenzaba la tierra madre a hincharse con la comezón de dar frutos, yéndosele los antojos en flores, que lo llenaban todo de aromas y de alegres pinturas, ora echadas al aire, y eran las alas de las mariposas, ora sujetas al misterioso capullo, y eran los pétalos. Bien entiende el diablo lo que es la primavera, que antes de ser diablo fue ángel y se llamó luz bella, que es la luz de la aurora, o  la luz triste de la tarde, que es la luz de la melancolía y de las aspiraciones sin nombre que buscan lo infinito. Lo que sabe el diablo de argucias, díganlo San Antonio y otros varones benditos, que lucharon con fatiga y sudor entre las tentaciones del enemigo malo y las inefables y austeras delicias de la gracia.  Claro es que al atractivo celestial, nada hay comparable, ni de lejos, y que soñar con tales comparaciones es pecar mortalmente; pero también es cierto que, aparte de Dios, nada hay tan poderoso y amable, a su manera, como el diablo; siendo todo lo que queda por el medio, insulso, tibio y de menos precio, sea bueno o  malo. Para todo corazón grande, el bien, como no sea el supremo, que es Dios mismo, vale menos que el mal cuando es el supremo, que es el demonio. Al ver que brotaba la primavera en los botones de las plantas y en la sangre bulliciosa de los animales jóvenes, se dijo “ésta es la mía”, el diablo, gran conocedor de las inclinaciones naturales.  Aunque le teme y huye, no quiere el diablo mal a Dios, y mucho menos desconoce su fuerza omnipotente, su sabiduría y amor infinito, que a él no le alcanza, por misterioso motivo, cuyo secreto el mismísimo demonio respeta, más reverente que algunos apologistas cristianos. Y así, mirando al cielo, que estaba todo azul al Oriente y al Poniente se engalanaba con ligeras nubéculas de amaranto, decía el diablo con acento plañidero, pero no rencoroso, digan lo que quieran las beatas, que hasta del diablo murmuran y le calumnian; digo que decía el diablo: “Señor, de tu propia obra me valgo y aprovecho: tú fuiste, y sólo tú, quien produjo esta maravilla de las primaveras en los mundos, en una divina inspiración de amor dulcísimo y expansivo, que jamás comprenderán los hombres que son religiosos por manera ascética; ¿y qué es la primavera. Señor? Un beso caliente y muy largo que se dan el sol y la tierra, de frente, cara a cara, sin miedo. ¡Pobres mortales! Los malos, los que saben algo de la verdad del buen vivir, están en mi poder, y los buenos, los que vuelven a Ti los ojos, Dios Eterno, quiérente de soslayo, no con el alma entera; no entienden lo que es besar de frente y cara a cara, como besa el sol a la tierra, y tiemblan, vacilan y gozan de tibias delicias, más ideadas que sentidas; y acaso es mayor el placer que les causa la tentación con que yo les mojo los labios, que el alabado gozo del deliquio místico, mitad enfermedad, mitad buen deseo… Comprendió el diablo que se iba embrollando en su discurso, y calló de repente, prefiriendo las obras a las palabras, como suelen hacer los malvados, que son más activos y menos habladores que la gente bonachona y aficionada al verbo. Sonrió S. M. infernal con una sonrisa que hubiera hecho temblar de pavor a cualquier hombre que le hubiese visto: y varios ángeles que de vuelta del mundo pasaban volando cerca de aquellas nubes pardas donde Satanás estaba escondido, cambiaron por instinto la dirección del vuelo, como bandada de palomas que vuelan atolondradas con distinto rumbo al oír el estrépito que hace un disparo cuando retumba por los aires. Miró el diablo a los ángeles con desprecio, y volviendo en seguida los ojos a la tierra, que a sus pies se iba deslizando como el agua de un arroyo, dejó que pasara el Mediterráneo, que era el que a la sazón corría hacia Oriente por debajo, y cuando tuvo debajo de sí a España, dejóse caer sobre la llanura, y como si fuera por resorte, redújose con el choque de la caída, la estatura del diablo, que era de leguas, a un escaso kilómetro. El sol se escondía en los lejanos términos, y sus encendidos colores reflejábanse en el diablo de medio cuerpo arriba, dándole ese tinte mefistofélico con que solemos verle en las óperas, merced a la lámpara Drumont o a las luces de bengala. Puso el Señor de los Abismos la mano derecha sobre los ojos y miró en torno, y no vio nada a la investigación primera, más luego distinguió de la otra parte del sol como la punta de una lanza enrojecida al fuego. Era la veleta de una torre muy lejana. En unos doce pasos que anduvo, vióse el diablo muy cerca de aquella torre, que era la de la catedral de una ciudad muy antigua, triste y vieja, pero no exenta de aires señoriales y de elegancia majestuosa. Tendióse cuan largo era por la ribera de un río que al pie de la ciudad corría (como contando con las quejas de su murmullo la historia de su tierra), y estirando un tanto el cuello, con postura violenta, pudo Satanás mirar por las ventanas de la catedral lo que pasaba dentro. Es de advertir que los habitantes de aquella ciudad no veían al diablo tal como era, sino parte en forma de niebla que se arrastraba al lado del río perezosa, y parte como nubarrón negro y bajo una amenaza tormenta y que iba en dirección de la catedral desde las afueras. Verdad es que el nubarrón tenía la figura de un avechucho raro, así como cigüeña con gorro de dormir, pero esto no lo veían todos, y los niños, que eran los que mejor determinaban el parecido de la nube, no merecían el crédito de nadie. Un acólito de muy tiernos años, que había subido en compañía del campanero a tocar las oraciones, le decía: — Señor Paco, mire usted este nubarrajo que está tan cerca, parece un aguilucho que vuelve a la torre, pero trae una alcuza en el pico; vendrá por aceite para las brujas. Pero el compañero, sin contestar palabra ni mirar al cielo, daba la primera campanada, que despertaba a muchos vencejos y lechuzas dormidos en la torre. Sonaba la segunda campanada solemne y melancólica, y los pajarracos revolaban cerca de las veletas de la catedral; el chico, el acólito, continuaba mirando al nubarrón, que era el diablo; y a la campanada tercera seguía un repique lento, acompasado y grave, mientras que los otros campanarios de la ciudad vetusta comenzaban a despertarse y a su vez bostezaban con las tres campanadas primeras de las oraciones. Cerró la noche, el nubarrón se puso negro del todo, y nadie vio las ascuas con que el diablo miraba al interior de la catedral por unos vidrios rotos de una ventana que caía sobre el altar mayor, muy alumbrado con lámparas que colgaban de la alta bóveda y con velas de cera que chisporroteaban allá abajo. El aliento del diablo, entrando por la ventana de los vidrios rotos, bajaba hasta el altar mayor en remolinos, y movía el pesado lienzo negro que tapaba por aquellos días el retablo de nogal labrado. A los lados del altar, dos canónigos, apoyados en sendos reclinatorios, sumidos los pliegues del manteo en ampuloso almohadón carmesí, meditaban a ratos, y a ratos leían la pasión de Cristo. En el recinto del altar mayor, hasta la altísima verja de metal dorado con que se cerraba, nadie más había que los dos canónigos; detrás de la verja, el pueblo devoto, sumido en la sombra, oía con religiosa atención las voces que cantaban las Lamentaciones, los inmortales trenos de Jeremías. Cuando el monótono cántico de los clérigos cesaba, tras breve pausa, los violines volvían a quejarse, acompañando a los niños de coro, tiples y contraltos, que parecían llegar a las nubes con los ayes del Miserere. Diríase que cantaban en el aire, que se cernían las notas aladas en la bóveda, y que de pronto, volando, volando, subían hasta desvanecerse en el espacio. Después las voces del violín y las voces del colegial tiple emprendían juntas el vuelo, jugaban, como las mariposas, alrededor de las flores o  de la luz, y ora bajaban las unas en pos de las otras hasta tocarse cerca del suelo, ora, persiguiéndose también, salían en rápida fuga por los altos florones de las ventanas, a través de las cortinas cenicientas y de los vidrios de colores. Nuevo silencio; cerca del altar mayor se extinguía una luz, de varias colocadas en alto, sobre un triángulo de madera sostenido por un mástil de nogal pintado. Entonces como risas contenidas, pero risas lanzadas por bocas de madera, se oían algunos chasquidos; a veces los chasquidos formaban serie, las risas eran carcajadas; eran las carcajadas de las carracas que los niños ocultaban, como si fueran armas prohibidas preparadas para el crimen. El incipiente motín de las carracas se desvanecía al resonar otra vez por la anchurosa nave el cántico pesado, estrepitoso y lúgubre de los clérigos del coro. El diablo seguía allá arriba alentando con mucha fuerza, y llenaba el templo de un calor pegajoso y sofocante: cuando oyó el preludio inseguro y contenido de las carracas, no pudo contener la risa, y movió las fauces y la lengua de un modo que los fieles se dijeron unos a otros: -¿Será el carracón de la torre? ¿Pero por qué le tocan ahora? Un canónigo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo de hierbas, decía para sí: — ¡Ese Perico es el diablo, el mismo diablo! ¡Pues no se ha puesto a tocar el carracón del campanario! Y todo era que el diablo, no Perico, sino el diablo de veras, se había reído. El canónigo, que sudaba, miró hacia el retablo y vio el lienzo negro que se movía; volvió los ojos a su compañero, sumido en la meditación, y le dijo en voz muy baja y sin moverse: — ¿Qué será? ¿No ve usted cómo se menea eso? El otro canónigo era muy pálido. No sudaba ni con el calor que hacía allí dentro. Era joven; tenía las facciones hermosas y de un atrevido relieve; la nariz era acaso demasiado larga, demasiado inclinada sobre los labios y demasiado carnosa; aunque aguda, tenía las ventanas muy anchas, y por ellas alentaba el canónigo fuertemente, como el diablo de allá arriba. – No es nada – contestó sin apartar los ojos del libro que tenía delante; “es el viento que penetra por los cristales rotos”. En aquel momento todos los fieles pensaban en lo mismo y miraban al mismo sitio; miraban al altar y al lienzo que se movía, y pensaban: “¿qué será esto?” Las luces del triángulo puesto en alto se movían también, inclinándose de un lado a otro alrededor del pábilo, y brillaban cada vez más rojas, pero como envueltas en una atmósfera que hiciera difícil la combustión. El canónigo viejo se fue quedando aletargado o  dormido; la misma torpeza de los sentidos pareció invadir a los fieles, que oían como en sueños a los que en el coro cantaban con perezoso compás y enronquecidas voces. El diablo seguía alentando por la ventana de los vidrios rotos. El canónigo joven estaba muy despierto y sentía una comezón que no pudo dominar al cabo; pasó una mano por los ojos, anduvo en los registros del libro, compuso los pliegues del manteo, hizo mil movimientos para entretener el ansia de no sabía qué, que le iba entrando por el corazón y los sentidos; respiró con fuerza inusitada, levantando mucho la cabeza… y en aquel momento volvió a cantar el colegial que subía a las nubes con su voz de tiple. Era aquella voz para los oídos del canónigo inquieto de una extraña naturaleza, que él se figuraba así, en aquel mismo instante en que estaba luchando con sus angustias; era aquella voz de una pasta muy suave, tenue y blanquecina; vagaba en el aire, y al chocar con sus ondas, que la labraban como si fueran finísimos cinceles, iba adquiriendo graciosas curvas que parecían, más que líneas, sutiles y vigarosas ideas, que suspiraban entusiasmo y amor; al cabo, la fina labor de las ondas del aire sobre la masa de aquella voz, que era, aunque muy delicada, materia, daba por maravilloso producto los contornos de una mujer que no acababan de modelarse con precisa forma; pero que, semejando todo lo curvilíneo de Venus, no paraban en ser nada, sino que lo iban siendo todo por momentos. Y según eran las notas, agudas o  graves, así el canónigo veía aquellas líneas que son símbolo en la mujer de la idealidad más alta, o  aquellas otras que toman sus encantos del ser ellas incentivo de más corpóreos apetitos. Toda nota grave era, en fin, algo turgente, y entonces el canónigo cerraba los ojos, hundía en el pecho la cabeza y sentía pasar fuego por las hinchadas venas del robusto cuello; cuando sonaban las notas agudas, el joven magistral (que ésta era su dignidad) erguía su cabeza apolina, abría los ojos, miraba a lo alto y respiraba aquel aire de fuego con que se estaba envenenando, gozoso, anhelante, mientras rodaban lágrimas lentas de sus azules ojos, llenos de luz y de vida. Aunque la voz del colegial cantaba en latín los dolores del Profeta, el magistral creía oír palabras de tentación que en claro español le decían: “Mientras lloras y gimes por los dolores de edades enterradas después de muchos siglos, las golondrinas preparan sus nidos para albergar el fruto del amor”. “Mientras cantas en el coro tristezas que no sientes, corre loca la savia por las entrañas de las plantas y se amontona en los pétalos colorados de la flor como la sangre se transparenta en las mejillas de la virgen hermosa”. “El olor del incienso te enerva el espíritu; en el campo huele a tomillo, y la espinera y el laurel real embalsaman el ambiente libre”. “Tus ayes y los míos son la voz del deseo encadenado; rompamos estos lazos, y volemos juntos; la primavera nos convida; cada hoja que nace es una lengua que dice: “ven: el misterio dionisíaco te espera”. “Soy la voz del amor, soy la ilusión que acaricias en sueños; tú me arrojas de ti, pero yo vuelo en la callada noche, y muchas veces, al huir en la obscuridad, enredo entre tus manos mis cabellos; yo te besé los ojos, que estaban llenos de lágrimas que durmiendo vertías”. “Yo soy la bien amada, que te llama por última vez: ahora o  nunca. Mira hacia atrás: ¿no oyes que me acerco? ¿Quieres ver mis ojos y morir de amor? ¡Mira hacia atrás, mírame, mírame!…” Por supuesto, que todo esto era el diablo quien lo decía, y no el niño del coro, como el magistral pensaba. La voz, al cantar lo de “¡mírame, mírame!”, se había acercado tanto, que el canónigo creyó sentir en la nuca el aliento de una mujer (según él se figuraba que eran esta clase de alientos). No pudo menos de volver los ojos, y vio con espanto detrás de la verja, tocando casi con la frente en las rejas doradas, un rostro de mujer, del cual partía una mirada dividida en dos rayos que venían derechos a herirle en sitios del corazón deshabitados. Púsose en pie el magistral sin poder contenerse, y por instinto anduvo en dirección de la verja cerrada. A nadie extrañó el caso, porque en aquel momento otro canónigo vino de relevo y se arrodilló ante el reclinatorio. Aquella imagen que asomaba entre las rejas era de la jueza (que así llamaban a doña Fe, por ser esposa del magistrado de mayor categoría del pueblo). Bien la conocía el magistral, y aun sabía no pocos de sus pecados, pues ella se los había referido; pero jamás hasta entonces había notado la acabadísima hermosura de aquel rostro moreno. Claro es que al magistral, sin las artes del diablo, jamás se le hubiera ocurrido mirar a aquella devota dama, famosa por sus virtudes y acendrada piedad. Cuando el canónigo, sin saber lo que hacía, se iba acercando a ella, un caballero de elegante porte, vestido con esmerada riqueza y gusto, y ni más ni menos hermoso que el magistral mismo, pues se le parecía como una gota a otra gota, se acercó a la jueza, se arrodilló a su lado, y acercando la cabeza al oído de un niño que la señora tenía también arrodillado en su falda, le dijo algo que oyó el niño solo, y que le hizo sonreír con suma picardía. Miró la madre al caballero, y no pudo menos de sonreír a su vez cuando le vio posar los labios sobre la melena abundosa y crespa de su hijo, diciendo: “¡hermoso arcángel” — El niño, con cautela y a espaldas de la madre, sacó de entre los pliegues de su vestido una carraca de tamaño descomunal, en cuanto carraca, y sin más miramientos, en cuanto vio que otra luz de las del triángulo se apagaba, trazó en el viento un círculo con la estrepitosa máquina y dio horrísono comienzo a la revolución de las carracas. No había llegado, ni con mucho, el momento señalado por el rito para el barullo infantil, pero ya era imposible contener el torrente; estalló la furia acorralada, y de todos los ángulos del templo, como gritos de las euménides, salieron de las fauces de madera los discordantes ruidos, sofocados antes, rompiendo al fin la cárcel estrecha y llenando los aires, en desesperada lucha unos con otros, y todos contra los tímpanos de los escandalizados fieles. Y era lo que más sonaba y más horrísono estrépito movía la carcajada del diablo, que tenía en sus brazos al hijo de la jueza y le decía entre la risa: — ¡Bien, bravo, ja, ja, ja, toca; eso, ra, ra, ra, ra!… El niño, orgulloso de la revolución que había iniciado, manejaba la carraca como una honda, y gritaba frenético: “¡Mamá, mamá, he sido yo el primero! ¡Qué gusto, qué gusto! ¡Ra, ra, ra!” La jueza bien quisiera ponerse seria, a fuer de severa madre; pero no podía, y callaba y miraba al hermoso arcángel y al caballero que le sostenía en sus brazos; y oía el estrépito de las carracas como el ruido de la lluvia de primavera, que refresca el ambiente y el alma. Porque precisamente en aquel día había esta señora sentido grandes antojos de algo extraordinario, sin saber qué; algo, en fin, que no fuera el juez del distrito; algo que estuviera fuera del orden; algo que hiciese mucho ruido, como los besos que ella daba al arcángel de la melena; más todavía, como los latidos de su corazón, que se le saltaba del pecho pidiendo alegría, locuras, libertad, aire, amores… carracas. El magistral, que había acudido con sus compañeros de capítulo a poner dique a la inundación del estrépito, pero en vano, fingía, también en balde, tomar a mal la diablura irreverente de los muchachos, porque su conciencia le decía que aquella revolución le había ensanchado el ánimo, le había abierto no sabía qué válvulas que debía de tener en el pecho, que al fin respiraba libre, gozoso. Ni el magistral volvió a pensar en la jueza, ni la jueza miró sino con agradecimiento de madre al caballero que se parecía al magistral, a quien había mirado la espalda aquella noche antes de que entrase el caballero. Los demás devotos, que al principio se habían indignado, dejaron al cabo que los diablejos se despacharan a su gusto; en todas las caras había frescura, alegría; parecíales a todos que despertaban de un letargo; que un peso se les había quitado de encima, que la atmósfera estaba antes llena de plomo, azufre y fuego, y que ahora con el ruido, se llenaba el aire de brisas, de fresco aliento que rejuvenecía y alegraba las almas —Y ¡ra, ra, ra, ra! los chicos tocaban como desesperados. Perico hacía sonar el carracón de la torre, y el diablo reía, reía como cien mil carracas. *** Lo cierto es que el demonio tenía un plan como suyo; que la jueza y el magistral estuvieron a punto de perderse, allá en lo recóndito de la intención por lo menos; pero, como al diablo lo que más le agrada son las diabluras, en cuanto le infundió al chico de la jueza la tentación de tocar la carraca a deshora, todo lo demás se le olvidó por completo, y dejando en paz, por aquella noche, las almas de los justos, gozó como un niño con la tentación de los inocentes. Cuando Satanás, a la hora del alba, envuelto por obscuras nubes, volvía a sus reales, encontró en el camino del aire a los ángeles de la víspera. Oyeron que iba hablando solo, frotándose las manos y riendo a carcajadas todavía. — ¡Es un pobre diablo! — dijo uno de los ángeles. — ¡Y ríe! — exclamó otro. — Y ríe en la condenación eterna… Y callaron todos, y siguieron cabizbajos su camino. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El doctor Pértinax
Cuento
1 El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax. -¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!… ¡No confesará ni a la hora de la muerte!… Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo. -¡Agua! -exclamaba el mísero filósofo. -¡Vinagre! -contestó la vieja, sin moverse de su sitio. -Mónica, buena Mónica -prosiguió el doctor, hablando como pudo-, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel…, tu conciencia te lo premie…; esto se acaba… llegó mi hora, pero no temas… -No, señor; pierda usted cuidado… -No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo… individual puede quejarse de la muerte… Yo expiro, es verdad, nada queda de mí…, pero la especie permanece… No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame agua. Mónica vaciló, y, ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no se qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez. Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades. Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura. «¡No sería mala especie la que saliera de tu cuerpo enclenque y de tu meollo consumido por las herejías!» Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio magno de la Naturaleza. Amanecía. 2 Era la hora de las burras de leche. San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol. ¡Claro! Como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mismísimo sol que nosotros vernos aparecer todas las mañanas por el Oriente. El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire, muy parecido al ça irá de los franceses. -¡Hola! Parece que se madruga -dijo inclinando la cabeza y mirando de hito en hito a un personaje que se le había puesto delante en el umbral de la puerta. El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos. -Sin duda -prosiguió San Pedro-, ¿es usted el sabio que se estaba muriendo esta noche?… ¡Vaya una noche que me ha hecho usted pasar, compadre!… ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que a usted se le antojase llamar, y como tenía órdenes terminantes de no hacerle a usted aguardar ni un momento!… ¡Poquito respeto que se les tiene a ustedes aquí en el cielo! En fin, bien venido, y pase usted; yo no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba usted… todo derecho… No hay entresuelo. El forastero no se movió del umbral, y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de San Pedro, que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol. Era el recién venido delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura, y medía los ademanes y gestos con académico rigor. Después de mirar una buena pieza la obra de San Pedro, dio media vuelta y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado, pero vio que estaba sobre un abismo de oscuridad en que había tinieblas como palpables, ruidos de tempestad horrísona, y a intervalos ráfagas de una luz cárdena, a la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le habían subido tampoco estaba a la vista. -Caballero -exclamó con voz vibrante y agrio tono-, ¿se puede saber qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿Por qué se me ha traído aquí? -¡Ah! ¿Todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito -y sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó-: ¿Su gracia de usted? -Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su vigésima edición, que se intitula Filosofía última. San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito a todo esto Pértinax… -Bien. ¿Pértinax de qué? -¿Cómo de qué? ¡Ah, sí! ¿Querrá usted decir de dónde? Así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea…, Michelet de Berlín. -Justo. Quijote de la Mancha… -Escriba usted: Pértinax de Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué farsa es ésta? -¿Cómo farsa? -Sí, señor; yo soy víctima de una burla. Esto es una comedia. Mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mi imaginación con algún brebaje, han preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el engaño. Sobre todas estas apariencias está mi razón, mi razón, que protesta con voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni relumbrones, que a mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que siempre dije y tengo consignado en la página trescientas quince de la Filosofía última…, nota b de la subnota alfa, a saber: que después de la muerte no debo subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese el concupiscente querer vivir, Nolite vivere, que es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc., etc. Con que así, una de dos: o yo me he muerto o no me he muerto; si me he muerto, no es posible yo sea yo, como hace media hora, que vivía. Y todo esto que delante tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación no es, porque no soy; pero si no me he muerto y sigo siendo yo, éste que fui y soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como representación, no es lo que mis enemigos quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme, pero en vano, porque ¡vive Dios!… Y juró el filósofo como un carretero. Y no fue lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo, y los que en él estaban comenzaron a despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas, cuál de gualda, cuál otra de azul marino. Entre tanto San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos por no descoyuntarle con la risa, que le sofocaba. Mas, se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y éste hubo de suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras: -Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar a usted, sino de darle el cielo, que, por lo visto, ha merecido por buenas obras, que yo ignoro; como quiera que sea, tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allá dentro y habrá quien le conduzca donde todo se lo expliquen a su gusto, para que no le quede sombra de duda, que todas se acaban en esta región donde lo que menos brilla es este sol que estoy limpiando. -No digo yo que usted quiera engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y usted sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace. -Yo soy San Pedro… -A usted le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que usted lo sea. -Caballero, llevo más de mil ochocientos años en la portería… -Aprensión, prejuicio… -¡Qué prejuicio ni qué calabaza! -grita el Santo, ya incomodado un tantico-; San Pedro soy, y usted un sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza… La culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio… A la sazón aparecióse en el portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual, mirando con dulces ojos al filósofo colérico, le dijo, mientras cogía sus flacas manos, con las que él tenía de luz, o, por lo menos, de algo muy tenue y esplendoroso: -Pértinax, yo soy el solitario de Patmos; ven conmigo a la presencia del Señor. Tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te levantaron, como alas, de la tierra triste, y llegaste al cielo, y verás al Hijo a la diestra del Padre… El Verbo que se hizo carne. -Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero, señor San Juan, digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los escenógrafos; pero la farsa, buena para alucinar un espíritu vulgar, no sirve contra el autor de la Filosofía última -y el pobre filósofo escupía espuma de puro rabiado. El portal estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían coro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa… de bienaventurados la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor del Apocalipsis y el de la Filosofía última. Como San Juan se explicara en términos un tanto metafísicos, fue apaciguándose poco a poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó a olvidar la que él llamaba farsa indigna. Entre los del coro había dos que se miraban de reojo, como animándose mutuamente a echar su cuarto a espadas. Eran Santo Tomás y Hégel, que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de la Filosofía última, obra detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo, interrumpió al filósofo intruso, gritando sin poder contenerse: -Nego suppositum! Volvióse el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como se merecía al Doctor Angélico el cual, después de haberle negado el supuesto, se preparaba a anonadarle bajo la fuerza de la Summa Teologica, que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico, que andaba por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra cosa; Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo, desde la bodega hasta el desván. A esto, Santo Tomás apóstol dijo: «Perfectamente; eso es, ver y creer.» Pero su tocayo, el de Aquino, no se dio a partido; insistió en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era recurrir a la Summa. Y dicho y hecho; ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy guapo que llamaban allí Alejandrito, y era, efectivamente, Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya, y la primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba a balbucir latines, cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones: -¡Callen todas las Escolásticas del mundo donde está mi Filosofía última! En ella queda demostrado… -Oiga usted, señor filósofo -interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida-; yo no quiero callar, ni es usted quién para venir aquí con esos aires de taco, y lo que yo digo es que ya no hay clases, y que aquí entra todo el mundo. -Señora -exclamó el santo Job, haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba a guisa de cepillo-; señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el Universo y la corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar a Santo Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero, en fin, por mucho que valga la Summa, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra; más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado, y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una Comisión de nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, a quien siento no ver entre nosotros. Grandísimo era el respeto que a todos los santos y santas merecía el santo Job, y así, aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo a torcer, y Pidal volvió con la Summa a la biblioteca. Procedióse a votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo, por haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y resultaron elegidos de la Comisión los señores siguientes: el santo Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por mayoría. Tuvieron votos Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero. El doctor Pértinax accedió a las súplicas de la Comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu. -Hombre, no sea usted pesado -le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje que iban a emprender-. Aquí me tiene usted a mí, que me resistía a creer en la Resurrección del Maestro; vi, toqué y creí. Usted hará lo mismo… -Caballero -replicó Pértinax-, usted vivía en tiempos muy diferentes; estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosofía última, de modo que no creo en nada, ni en la madre que me parió; no creo más que en esto: en cuanto me sé de saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la esencia, que es inasequible, esto es, fuera de, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo), sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer por nueva representación volitiva y afectiva, representación dañosa por irracional y pecado original de la caída, pues deshecha esta apariencia del deseo, nada queda por explorar, ya que ni la voluntad del saber queda. Sólo el santo Job oyó la última palabra del discurso, y, rascándose con la teja la pelada coronilla, respondió: -La verdad es que son ustedes el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda usted, porque con esas cosas que tiene metidas en la cabeza o en la representación, como usted quiere, va a costar sudores hacerle ver la realidad tal como es. -¡Andando, andando! -gritó Diógenes en esto- A mí me negaban los sofismas el movimiento, y ya saben ustedes cómo se lo demostré. ¡Andando, andando! Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo: -¿Piensan ustedes hacerme ver todo el Universo? -Sí, señor -respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante)-, eso pronto se ve. -¡Pero, hombre, si el Universo (en el aparecer, por supuesto) es infinito! ¿Cómo conciben ustedes el límite del espacio? -Lo que es concebirlo, mal; pero verlo, todos los días lo ve Aristóteles, que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y, por cierto, que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que las disputas de sus peripatéticos. -Pero, ¿cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite, tiene que ser la nada; pero la nada, como no es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado. El santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con éstas: -¡Bueno, bueno, conversación! Más le vale a usted bajar la cabeza para no tropezar con el techo, que hemos llegado a ese límite del espacio que no se concibe, y si usted da un paso más, se rompe la cabeza contra esa nada que niega. Efectivamente; Pértinax notó que no había más allá; quiso seguir, y se hizo un chichón en la cabeza. -¡Pero esto no puede ser! -exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro mundo. No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el Universo se había acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brilla el firmamento con sus millones de millones de estrellas! -¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra? -¡Buena nebulosa te dé Dios! -contestó Santo Tomás-. Aquélla es la Jerusalén celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado usted con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad de Dios. -¿De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand, y que yo juzgaba indignas de un hombre serio?… -Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos a descansar en esta estrella que pasa por debajo, que, a fe de Diógenes, que estoy cansado de tanto ir y venir. -Señores, yo no estoy presentable -dijo Pértinax-; todavía no me he quitado la mortaja, y los habitantes de esa estrella se van a reír de este traje indecoroso… Los tres cicerones del cielo soltaron la carcajada a un tiempo. Diógenes fue el que exclamó: -Aunque yo le prestara a usted mi linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella ni en estrella alguna de cuantas Dios creó. -¡Claro, hombre, claro! -añadió muy serio Job-. No hay habitantes mas que en la tierra; no diga usted locuras. -¡Eso sí que no lo puedo creer! -Pues vamos allá -replicó Santo Tomás, a quien ya se le iba subiendo el humo a las narices. Y emprendieron el viaje de estrella en estrella, y en pocos minutos habían recorrido toda la vía láctea y los sistemas estelares más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba horrorizado. -¡Está es la Creación! -exclamó-. ¡Qué soledad! A ver, enséñeme usted la tierra; quiero ver esa región privilegiada; por lo que barrunto, debe de ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y a su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las esferas… -Nada de eso -repuso Santo Tomás; la Astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol, y ya verá usted qué insignificante aparece. Vamos a ver si la encontramos entre todo este garbullo de astros. Búsquela usted, santo Job, usted que es cachazudo. -¡Allá voy! -exclamó el Santo de la teja, dando un suspiro y asegurando en las orejas unas gafas- ¡Es como buscar una aguja en un pajar!… ¡Allí la veo! ¡Allí va! ¡Mírela usted, mírela usted, qué chiquitina! ¡Parece un infusorio! Pértinax vio la tierra, y suspiró, pensando en Mónica y en el fruto de sus filosóficos amores. -¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra? -Nada más. -¿Y el resto del Universo está vacío? -Vacío. -Y entonces, ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas? -Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven, además, para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio a la poesía. Y no se puede negar que son muy bonitas. -¡Pero vacío todo! ¡Vacío! Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Filosofía última amenazaba ruina. Al ver que el Universo era tan distinto de como lo pedía la razón, empezaba a creer en el Universo. Aquella lección brusca de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu para creer. «¡Está todo tan mal arreglado, que acaso sea verdad!», así pensaba el filósofo. De repente se volvió hacia sus compañeros, y les preguntó: -¿Existe el infierno? Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión, y respondieron: -Sí, existe. -Y la condenación, ¿es eterna? -Eterna. -¡Solemne injusticia! -¡Terrible realidad! -respondieron los del cielo a coro. Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sinrazón de todo le convencía. -¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la verdad? -Sí; la primera y última filosofía. -¿Luego no sueño? -No. -¡Confesión, confesión! -gritó, llorando el filósofo; y cayó desmayado en los brazos de Diógenes. Cuando volvió en sí, estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, a los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más le chocó fue ver, efectivamente, al Hijo sentado a la diestra de Dios Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba que el Padre estaba a la izquierda. No sé si un Trono o una Dominación, se acercó a Pértinax y le dijo: -Oye tu sentencia definitiva -y leyó la que sigue-: «Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu, incapaz de matar un mosquito; »Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos años a un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del filósofo; »Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa, »Fallamos que debemos absolver y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal señor don Ramón Nocedal, y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna.» Oída la sentencia, Pértinax volvió a desmayarse. * * * Cuando despertó, se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban a su lado. -Señor -dijo la bruja-, aquí está el confesor que usted ha pedido… Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo ambas manos gritó, mirando al confesor con ojos espantados: -Digo y repito que todo es pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. Y, en último caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo, debió haberlo hecho de otro modo -y expiró de veras. No le enterraron en sagrado. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El dúo de la tos
Cuento
El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera. «Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar. «Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza. «Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente. «Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante». De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó. «Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.» Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza. El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme. El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras. De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!» Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal. «Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía… compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden. Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra. Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían. Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta. Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes. «Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa. En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta. «Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril. Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo! Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos… Un eco… en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío. La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era… ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer. Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle. Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice. La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos. La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos. La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal. La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36. La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar. «¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen… ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.» Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba: Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy… si me deja la tos… ¡esta tos!… ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos…» Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos. El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre… ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle… ¿para qué? Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34. En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto… como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo. La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí. FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El entierro de la sardina
Cuento
Rescoldo, o mejor, la Pola de Rescoldo, es una ciudad de muchos vecinos; está situada en la falda Norte de una sierra muy fría, sierra bien poblada de monte bajo, donde se prepara en gran abundancia carbón de leña, que es una de las principales riquezas con que se industrian aquellos honrados montañeses. Durante gran parte del año, los polesos dan diente con diente, y muchas patadas en el suelo para calentar los pies; pero este rigor del clima no les quita el buen humor cuando llegan las fiestas en que la tradición local manda divertirse de firme. Rescoldo tiene obispado, juzgado de primera instancia, instituto de segunda enseñanza agregado al de la capital; pero la gala, el orgullo del pueblo, es el paseo de los Negrillos, bosque secular, rodeado de prados y jardines que el Municipio cuida con relativo esmero. Allí se celebran por la primavera las famosas romerías de Pascua, y las de San Juan y Santiago en el verano. Entonces los árboles, vestidos de reluciente y fresco verdor, prestan con él sombra a las cien meriendas improvisadas, y la alegría de los consumidores parece protegida y reforzada por la benigna temperatura, el cielo azul, la enramada poblada de pájaros siempre gárrulos y de francachela. Pero la gracia está en mostrar igual humor, el mismo espíritu de broma y fiesta, y, más si cabe, allá, en Febrero, el miércoles de Ceniza, a media noche, en aquel mismo bosque, entre los troncos y las ramas desnudas, escuetas, sobre un terreno endurecido por la escarcha, a la luz rojiza de antorchas pestilentes. En general, Rescoldo es pueblo de esos que se ha dado en llamar levíticos; cada día mandan allí más curas y frailes; el teatrillo que hay casi siempre está cerrado, y cuando se abre le hace la guerra un periódico ultramontano, que es la Sibila de Rescoldo. Vienen con frecuencia, por otoño y por invierno, misioneros de todos los hábitos, y parecen tristes grullas que van cantando lor guai per l’aer bruno. Pasan ellos, y queda el terror de la tristeza, del aburrimiento que siembran, como campo de sal, sobre las alegrías e ilusiones de la juventud polesa. Las niñas casaderas que en la primavera alegraban los Negrillos con su cáchara y su hermosura, parece que se han metido todas en el convento; no se las ve como no sea en la catedral o en las Carmelitas, en novenas y más novenas. Los muchachos que no se deciden a despreciar los placeres de esta vida efímera cogen el cielo con las manos y calumnian al clero secular y regular, indígena y transeúnte, que tiene la culpa de esta desolación de honesto recreo. Mas como quiera que esta piedad colectiva tiene algo de rutina, es mecánica, en cierto sentido; los naturales enemigos de las expansiones y del holgorio tienen que transigir cuando llegan las fiestas tradicionales; porque así como por hacer lo que siempre se hizo, las familias son religiosas a la manera antigua, así también las romerías de Pascua y de San Juan y Santiago se celebran con estrépito y alegría, bailes, meriendas, regocijos al aire libre, inevitables ocasiones de pecar, no siempre vencidas desde tiempo inmemorial. No parecen las mismas las niñas vestidas de blanco, rosa y azul, que ríen y bailan en los Negrillos sobre la fresca hierba, y las que en otoño y en invierno, muy de obscuro, muy tapadas, van a las novenas y huyen de bailes, teatros y paseos. Pero no es eso lo peor, desde el punto de vista de los misioneros; lo peor es Antruejo. Por lo mismo que el invierno está entregado a los levitas, y es un desierto de diversiones públicas, se toma el Carnaval como un oasis, y allí se apaga la sed de goces con ansia de borrachera, apurando hasta las heces la tan desacreditada copa del placer, que, según los frailes, tiene miel en los bordes y veneno en el fondo. En lo que hace mal el clero apostólico es en hablar a las jóvenes polesas del hastío que producen la alegría mundana, los goces materiales; porque las pobres muchachas siempre se quedan a media miel. Cuando más se están divirtiendo llega la ceniza… y, adiós concupiscencia de bailes, máscaras, bromas y algazara. Viene la reacción del terror… triste, y todo se vuelve sermones, ayunos, vigilias, cuarenta horas, estaciones, rosarios… En Rescoldo, Antruejo dura lo que debe durar tres días: domingo, lunes y martes; el miércoles de Ceniza nada de máscaras… se acabó Carnaval, memento homo, arrepentimiento y tente tieso… ¡pobres niñas polesas! Pero ¡ay!, amigo, llega la noche… el último relámpago de locura, la agonía del pecado que da el último mordisco a la manzana tentadora, ¡pero qué mordisco! Se trata del entierro de la sardina, un aliento póstumo del Antruejo; lo más picante del placer, por lo mismo que viene después del propósito de enmienda, después del desengaño; por lo mismo que es fugaz, sin esperanza de mañana; la alegría en la muerte. No hay habitante de Rescoldo, hembra o varón que no confiese, si es franco, que el mayor placer mundano que ofrece el pueblo está en la noche del miércoles de Ceniza, al enterrar la sardina en el paseo de los Negrillos. Si no llueve o nieva, la fiesta es segura. Que hiele no importa. Entre las ramas secas brillan en lo alto las estrellas; debajo, entre los troncos seculares, van y vienen las antorchas, los faroles verdes, azules y colorados; la mayor parte de las sábanas limpias de Rescoldo circulan por allí, sirviendo de ropa talar a improvisados fantasmas que, con largos cucuruchos de papel blanco por toca, miran al cielo empinando la bota. Los señoritos que tienen coche y caballos los lucen en tal noche, adornando animales y vehículos con jaeces fantásticos y paramentos y cimeras de quimérico arte, todo más aparatoso que precioso y caro, si bien se mira. Mas a la luz de aquellas antorchas y farolillos, todo se transforma; la fantasía ayuda, el vino transporta, y el vidrio puede pasar por brillante, por seda el percal, y la ropa interior sacada al fresco por mármol de Carrara y hasta por carne del otro mundo. Tiembla el aire al resonar de los más inarmónicos instrumentos, todos los cuales tienen pretensiones de trompetas del Juicio final; y, en resumen, sirve todo este aparato de Apocalipsis burlesco, de marco extravagante para la alegría exaltada, de fiebre, de placer que se acaba, que se escapa. Somos ceniza, ha dicho por la mañana el cura, y… ya lo sabemos, dice Rescoldo en masa por la noche, brincando, bailando, gritando, cantando, bebiendo, comiendo golosinas, amando a hurtadillas, tomando a broma el dogma universal de la miseria y brevedad de la existencia… * * * Celso Arteaga era uno de los hombres más formales de Rescoldo; era director de un colegio, y a veces juez municipal; de su seriedad inveterada dependía su crédito de buen pedagogo, y de éste dependían los garbanzos. Nunca se le veía en malos sitios; ni en tabernas, que frecuentaban los señoritos más finos, ni en la sala de juegos prohibidos en el casino, ni en otros lugares nefandos, perdición de los polesos concupiscentes. Su flaco era el entierro de la sardina. Aquello de gozar en lo obscuro, entre fantasmas y trompeteo apocalíptico, desafiando la picadura de la helada, desafiando las tristezas de la Ceniza; aquel contraste del bosque seco, muerto, que presencia la romería inverniza, como algunos meses antes veía, cubierto de verdor, lleno de vida, la romería del verano, eran atractivos irresistibles, por lo complicados y picantes, para el espíritu contenido, prudente, pero en el fondo apasionado, soñador, del buen Celso. Solían agruparse los polesos, para cenar fuerte, el miércoles de Ceniza; familias numerosas que se congregaban en el comedor de la casa solariega; gente alegre de una tertulia que durante todo el invierno escotaban para contribuir a los gastos de la gran cena, traída de la fonda; solterones y calaveras viudos, casados o solteros, que celebraban sus gaudeamus en el casino o en los cafés; todos estos grupos, bien llena la panza, con un poquillo de alegría alcohólica en el cerebro, eran los que después animaban el paseo de los Negrillos, prolongando al aire libre las libaciones, como ellos decían, de la colación de casa. Celso, en tal ocasión, cenaba casi todos los años con los señores profesores del Instituto, el registrador de la propiedad y otras personas respetables. Respetables y serios todos, pero se alegraban que era un gusto; los más formales eran los más amigos de jarana en cuanto tocaban a emprender el camino del bosque, a eso de las diez de la noche, formando parte del cortejo del entierro de la sardina. Celso, ya se sabía, en la clásica cena se ponía a medios pelos, pronunciaba veinte discursos, abrazaba a todos los comensales, predicando la paz universal, la hermandad universal y el holgorio universal. El mundo, según él, debiera ser una fiesta perpetua, una semiborrachera no interrumpida, y el amor puramente electivo, sin trabas del orden civil, canónico o penal ¡Viva la broma! -Y este era el hombre que se pasaba el año entero grave como un colchón, enseñando a los chicos buena conducta moral y buenas formas sociales, con el ejemplo y con la palabra. * * * Un año, cuando tendría cerca de treinta Celso, llegó el buen pedagogo a los Negrillos con tan solemne semiborrachera (no consentía él que se le supusiera capaz de pasar de la semi a la entera), que quiso tomar parte activa en la solemnidad burlesca de enterrar la sardina. Se vistió con capuchón blanco, se puso el cucurucho clásico, unas narices como las del escudero del Caballero de los Espejos y pidió la palabra, ante la bullanguera multitud, para pronunciar a la luz de las antorchas la oración fúnebre del humilde pescado que tenía delante de sí en una cala negra. Es de advertir que el ritual consistía en llevar siempre una sardina de metal blanco muy primorosamente trabajada; el guapo que se atrevía a pronunciar ante el pueblo entero la oración fúnebre, si lo hacía a gusto de cierto jurado de gente moza y alegre que lo rodeaba, tenía derecho a la propiedad de la sardina metálica, que allí mismo regalaba a la mujer que más le agradase entre las muchas que le rodeaban y habían oído. Gran sorpresa causó en el vecindario allí reunido que don Celso, el del colegio, pidiera la palabra para pronunciar aquel discurso de guasa, que exigía mucha correa, muy buen humor, gracia y sal, y otra porción de ingredientes. Pero no conocía la multitud a Celso Arteaga. Estuvo sublime, según opinión unánime; los aplausos frenéticos le interrumpían al final de cada periodo. De la abundancia del corazón hablaba la lengua. Bajo la sugestión de su propia embriaguez, Celso dejó libre curso al torrente de sus ansias de alegría, de placer pagano, de paraíso mahometano; pintó con luz y fuego del sol más vivo la hermosura de la existencia según natura, la existencia de Adán y Eva antes de las hojas de higuera: no salía del lenguaje decoroso, pero sí de la moral escrupulosa, convencional, como él la llamaba, con que tenían abrumado a Rescoldo frailes descalzos y calzados. No citó nombres propios ni colectivos; pero todos comprendieron las alusiones al clero y a sus triunfos de invierno. Por labios de Celso hablaba el más recóndito anhelo de toda aquella masa popular, esclava del aburrimiento levítico. Las niñas casaderas y no pocas casadas y jamonas, disimulaban a duras penas el entusiasmo que les producía aquel predicador del diablo. ¡Y lo más gracioso era pensar que se trataba de don Celso el del colegio, que nunca había tenido novia ni trapicheos! Como a dos pasos del orador, le oía arrobada, con los ojos muy abiertos, la respiración anhelante, Cecilia Pla, una joven honestísima, de la más modesta clase media, hermosa sin arrogancia, más dulce que salada en el mirar y en el gesto; una de esas bellas que no deslumbran, pero que pueden ir entrando poco a poco alma adelante. Cuando llegó el momento solemnísimo de regalar el triunfante Demóstenes de Antruejo la joya de pesca a la mujer más de su gusto, a Cecilia se le puso un nudo en la garganta, un volcán se le subió a la cara; porque, como en una alucinación, vio que, de repente, Celso se arrojaba de rodillas a sus pies, y, con ademanes del Tenorio, le ofrecía el premio de la elocuencia, acompañado de una declaración amorosa ardiente, de palabras que parecían versos de Zorrilla… en fin, un encanto. Todo era broma, claro; pero burla, burlando, ¡qué efecto le hacía la inesperada escena a la modestísima rubia, pálida, delgada y de belleza así, como recatada y escondida! El público rió y aplaudió la improvisada pasión del famoso don Celso, el del colegio. Allí no había malicia, y el padre de Cecilia, un empleado del almacén de máquinas del ferrocarril, que presenciaba el lance, era el primero que celebraba la ocurrencia, con cierta vanidad, diciendo al público, por si acaso: -Tiene gracia, tiene gracia… En Carnaval todo pasa. ¡Vaya con don Celso! A la media hora, es claro, ya nadie se acordaba de aquello; el bosque de los Negrillos estaba en tinieblas, a solas con los murmullos de sus ramas secas; cada mochuelo en su olivo. Broma pasada, broma olvidada. La Cuaresma reinaba; el Clero, desde los púlpitos y los confesonarios, tendía sus redes de pescar pecadores, y volvía lo de siempre: tristeza fría, aburrimiento sin consuelo. * * * Celso Arteaga volvió el jueves, desde muy temprano, a sus habituales ocupaciones, serio, tranquilo, sin remordimientos ni alegría. La broma de la víspera no le dejaba mal sabor de boca, ni bueno. Cada cosa en su tiempo. Seguro de que nada había perdido por aquella expansión de Antruejo, que estaba en la tradición más clásica del pueblo; seguro de que seguía siendo respetable a los ojos de sus conciudadanos, se entregaba de nuevo a los cuidados graves del pedagogo concienzudo. Algo pensó durante unos días en la joven a cuyos pies había caído inopinadamente, y a quien había regalado la simbólica sardina. ¿Qué habría hecho de ella? ¿La guardaría? Esta idea no desagradaba al señor Arteaga. «Conocía a la muchacha de vista; era hija de un empleado del ferrocarril; vestía la niña de obscuro siempre y sin lujo; no frecuentaba, ni durante el tiempo alegre, paseos, bailes ni teatros. Recordaba que caminaba con los ojos humildes». «Tiene el tipo de la dulzura», pensó. Y después: «Supongo que no la habré parecido grotesco», y otras cosas así. Pasó tiempo, y nada. En todo el año no la encontró en la calle más que dos o tres veces. Ella no le miró siquiera, a lo menos cara a cara. «Bueno, es natural. En Carnaval como en Carnaval, ahora como ahora». Y tan tranquilo. Pero lo raro fue que, volviendo el entierro de la sardina, el público pidió que hablara otra vez don Celso, porque no había quien se atreviera a hacer olvidar el discurso del año anterior. Y Arteaga, que estaba allí, es claro, y alegre y hecho un hedonista temporero, como decía él, no se hizo rogar… y habló, y venció, y… ¡cosa más rara! Al caer, como el año pasado, a los pies de una hermosa, para ofrecerle una flor que llevaba en el ojal de la americana, porque aquel año la sardina (por una broma de mal gusto) no era metálica, sino del Océano, vio que tenía delante de sí a la mismísima Cecilia Pla de marras. «¡Qué casualidad! ¡Pero qué casualidad! ¡Pero qué casualidad!» Repetían cuantos recordaban la escena del año anterior. Y sí era casualidad, porque ni Cecilia había buscado a Celso, ni Celso a Cecilia. Entre las brumas de la semiborrachera pensaba él: «Esto ya me ha sucedido otra vez; yo he estado a los pies de esta muchacha en otra ocasión…» * * * Y al día siguiente, Arteaga, sin dejo amargo por la semiorgía de la víspera, con la conciencia tranquila, como siempre, notó que deseaba con alguna viveza volver a ver a la chica de Pla, el del ferrocarril. Varias veces la vio en la calle, Cecilia se inmutó, no cabía duda; sin vanidad de ningún género, Celso podía asegurarlo. Cierta mañana de primavera, paseando en los Negrillos, se tuvieron que tocar al pasar uno junto al otro; Cecilia se dejó sorprender mirando a Celso; se hablaron los ojos, hubo como una tentativa de sonrisa, que Arteaga saboreó con deliciosa complacencia. Sí, pero aquel invierno Celso contrajo justas nupcias con una sobrina de un magistrado muy influyente, que le prometió plaza segura si Arteaga se presentaba a unas oposiciones a la judicatura. Pasaron tres años, y Celso, juez de primera instancia en un pueblo de Andalucía, vino a pasar el verano con su señora e hijos a Rescoldo. Vio a Cecilia Pla algunas veces en la calle: no pudo conocer si ella se fijó en él o no. Lo que sí vio que estaba muy delgada, mucho más que antes. * * * El juez llegó poco a poco a magistrado, a presidente de sala; y ya viejo, se jubiló. Viudo, y con los hijos casados, quiso pasar sus últimos años en Rescoldo, donde estaba ya para él la poca poesía que le quedaba en la tierra. Estuvo en la fonda algunos meses; pero cansado de la cocina pseudo francesa, decidió poner casa, y empezó a visitar pisos que se alquilaban. En un tercero, pequeño, pero alegre y limpio, pintiparado para él, le recibió una solterona que dejaba el cuarto por caro y grande para ella. Celso no se fijó al principio en el rostro de la enlutada señora, que con la mayor amabilidad del mundo le iba enseñando las habitaciones. Le gustó la casa, y quedaron en que se vería con el casero. Y al llegar a la puerta, hasta donde le acompañó la dama, reparó en ella; le pareció flaquísima, un espíritu puro; el pelo le relucía como plata, muy pegado a las sienes. -Parece una sardina, -pensó Arteaga, al mismo tiempo que detrás de él se cerraba la puerta. Y como si el golpe del portazo le hubiera despertado los recuerdos, don Celso exclamó: -¡Caramba! ¡Pues si es aquella… aquella del entierro!… ¿Me habrá conocido?… Cecilia… el apellido era… catalán… creo… sí, Cecilia Prast… o cosa así. Don Celso, con su ama de llaves, se vino a vivir a la casa que dejaba Cecilia Pla, pues ella era, en efecto, sola en el mundo. Revolviendo una especie de alacena empotrada en la pared de su alcoba, Arteaga vio relucir una cosa metálica. La cogió… miró… era una sardina de metal blanco, muy amarillenta ya, pero muy limpia. -¡Esa mujer se ha acordado siempre de mí! -pensó el funcionario jubilado con una íntima alegría que a él mismo le pareció ridícula, teniendo en cuenta los años que habían volado. Pero como nadie le veía pensar y sentir, siguió acariciando aquellas delicias inútiles del amor propio retroactivo. -Sí, se ha acordado siempre de mí; lo prueba que ha conservado mi regalo de aquella noche… del entierro de la sardina. Y después pensó: -Pero también es verdad que lo ha dejado aquí, olvidada sin duda de cosa tan insignificante… O ¿quién sabe si para que yo pudiera encontrarlo? Pero… de todas maneras… Casarnos, no, ridículo sería. Pero… mejor ama de llaves que este sargento que tengo, había de serlo… Y suspiró el viejo, casi burlándose del prosaico final de sus románticos recuerdos. ¡Lo que era la vida! Un miércoles de Ceniza, un entierro de la sardina… y después la Cuaresma triunfante. Como Rescoldo, era el mundo entero. La alegría un relámpago; todo el año hastío y tristeza. * * * Una tarde de lluvia, fría, obscura, salía el jubilado don Celso Arteaga del Casino, defendiéndose como podía de la intemperie, con chanclos y paraguas. Por la calle estrecha, detrás de él, vio que venía un entierro. -¡Maldita suerte! -pensó, al ver que se tenía que descubrir la cabeza, a pesar de un pertinaz catarro-. ¡Lo que voy a toser esta noche! -se dijo, mirando distraído el féretro. En la cabecera leyó estas letras doradas: C. P. M. El duelo no era muy numeroso. Los viejos eran mayoría. Conoció a un cerero, su contemporáneo, y le preguntó el señor Arteaga: -¿De quién es? -Una tal Cecilia Pla… de nuestra época… ¿no recuerda usted? -¡Ah, si! -dijo don Celso. Y se quedó bastante triste, sin acordarse ya del catarro. Siguió andando entre los señores del duelo. De pronto se acordó de la frase que se le había ocurrido la última vez que había visto a la pobre Cecilia. «Parece una sardina». Y el diablo burlón, que siempre llevamos dentro, le dijo: -Sí, es verdad, era una sardina. Este es, por consiguiente, el entierro de la sardina. Ríete, si tienes gana. FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El frío del papa
Cuento
Decía el periódico: «No es cierto que Su Santidad León XIII esté enfermo. Su salud se mantiene firme; pero no hay que olvidar que es la salud de un anciano, de un anciano cuyo espíritu ha trabajado y trabaja mucho. Está débil, sin duda; pero no se ha de juzgar por las apariencias de lo que es capaz de resistir aquel temperamento; detrás de aquella delicadeza, de aquel palidísimo color, de aquellos músculos sutiles, hay un vigor, una resistencia vital que no puede sospechar el que le ve y no conoce su fibra. Los catarros le molestan a menudo. Su gran batalla es con el frío. En sus habitaciones no se enciende lumbre; pero después que se acuesta necesita sobre su cuerpo flaco mucho abrigo. Parece imposible que aquellos miembros tan débiles resistan el peso de tanta ropa como hay que echarles encima». Interrumpió Aurelio Marco, exfilósofo, la lectura que le había llenado de lágrimas los ojos, y el espíritu de ideas y de imágenes. Era la noche del 5 de Enero, víspera de Reyes. En su pueblo, donde Aurelio se había refugiado después de recorrer gran parte del mundo, todavía se consagraba aquella noche a la inocente comedia mística, tradicional, de ir a esperar los Reyes; ni más ni menos que en su tiempo, cuando él era niño, y seguía por calles y plazas y carreteras, a la luz de las pestíferas antorchas, a los pobres músicos de la murga municipal, disfrazados, con trapos de colorines y tristes preseas de talco, de Reyes Magos, reyes melancólicos con cara de hambrientos. A lo lejos, allá en la calle, se oía la inarmónica elegía de un clarinete desafinado que se alejaba con su tristeza… «¡El Papa tiene frío!» pensó Aurelio. Y la ternura de un símbolo de inefable misterio doloroso le anegó el alma en visiones mezcladas de agudas ideas luminosas. Sus recuerdos de otras noches de Reyes, el clarinete que se alejaba, la noticia que acababa de leer, le devolvían, por lo que atañe al sentir, a la fe de su poética infancia, de su tormentosa adolescencia… La verdad estética de la leyenda sublime, única, le penetraba el corazón; y por él pasaba algo muy semejante a lo que el Fausto de Goethe sentía al escuchar las campanas que tocaban a Gloria y los cánticos populares de Pascua: («Erinn’rung halt mich nun, mit kindlichem Gefühle, etc…».) (¡Tal recuerdo reanima en mi corazón los sentimientos de la niñez… y me vuelve a la vida. ¡Oh! que os oiga otra vez, cánticos celestiales; ha corrido una lágrima, la tierra me reconquista».) Aurelio Marco llegaba a la vejez y su espíritu necesitaba un báculo; tenía canas en el pensamiento de nieve: huyendo de pretendida ciencia positiva, que niega y profana lo que no explica, había vuelto, no a la confesión dogmática de sus mayores, pero sí al amor y al respeto de la tradición cristiana: no entraba en el templo por no profanarlo, se quedaba a la puerta, aterido. Asistía al culto por fuera, contemplando la austera y dulce arquitectura de la torre gótica, himno de sincera piedad musical, inefable… Mas tales sentimientos, tales ideas de lo que llamaba él el buen sentido religioso, no le calentaban el corazón, como en su juventud borrascosa, borrascosa por dentro, se lo calentaban hasta abrasarlo los relámpagos de la fe poética, expectante, personal, originalísima, que brillaba a veces entre las tinieblas de sus dudas y negaciones. -Ahora -pensaba- sentía mejor, más sinceramente, con más prudencia, con más caridad para las ideas contrarias; se acercaba, sin duda, al justo medio, a la sabia parsimonia… ¡pero qué frío! -También tenía frío el Papa; un frío que le llegaría a los huesos. * * * Aurelio Marco se puso en pie de repente, como para sacudir las ideas; se quedó mirando, sin verla, la luz de su lámpara, roja detrás del cristal de color de leche; hizo un gesto singular con los labios, que chocaron con fuerza y ruido, como dando un beso a la adversidad y a la resignación a un tiempo, y llevando ambas manos a la frente, cual si buscara un medio artificial, mecánico, para pensar como quería, se dijo casi casi como quien se vuelve a una divinidad que se imagina en el cenit, no muy lejos: -¡Oh! ¡Si yo pudiera… aunque fuese soñando, volver a creer esto mismo que ahora siento… y no creo! ¿Por qué en mí la poesía y el amor son creyentes, y no lo es la inteligencia? Si me viera por dentro, ¿vería en mí la Iglesia un enemigo? ¡Ah! Debiera ser yo para ella, como tantos otros, un enfermo, pero un enfermo suyo. ¿Qué tengo yo que ver con el Papa? Y, sin embargo, ¡qué, escalofríos me da el frío del Papa! Todo un símbolo tierno y melancólico… Volvió a sentarse Aurelio Marco en su sillón de cuero, y creyendo oír todavía, a lo lejos, los ayes del clarinete del rey Baltasar, inclinada la cabeza, se quedó dormido. Había vuelto a los siete años; le llevaba una garrida moza del pueblo, de la mano, corriendo, corriendo, haciéndole volar, tocando apenas con los delicados pies el polvo de la carretera; su melena flotante batía sobre sus hombros como unas alas, y le infundía como un soplo en la nuca. Era de noche, una noche muy clara, helada, de estrellas que parecían acabadas de lavar. La carretera, bien la conocía, era la de Castilla, la de Madrid, la del ancho mundo, la de los ensueños ambiciosos… por allí se iba a la dicha misteriosa, vaga, pero segura. Y, sin embargo, mirando mejor a los lados, desconocía el camino. A derecha e izquierda edificios sin cuento, todos tristes, solemnes, de piedra; todos sepulcros: aquella inmensa mole parecía el gran monumento fúnebre de Cecilia Metela… Aquella era la carretera de Castilla, y era, además, algo así como la Vía Apia. -¿Adónde vamos? ¿Adónde va tanta gente? ¡A esperar los Reyes! En el corazón y en el pensamiento de Aurelio había los anhelos del niño y la experiencia y la ciencia del adulto. ¿Qué era ir a esperar los Reyes? Nada, un juego, una ilusión; y, con todo, ¡qué alegría! ¡qué exaltación! Aquel engaño, que no engañaba a nadie, engañaba a todos. Era una imagen, un símbolo de la vida aquella carrera en la noche helada, por la Vía Apia arriba. Viéndose apenas, distinguiéndose mal, como en la vida, donde apenas nos conocemos, la multitud se apresuraba, se disputaba el paso, atropellándose por llegar primero, ¿adónde? A la ilusión. Salían al camino a los Reyes… que no habían de encontrar. -¡Allí vienen! ¡Allí vienen! ¡Aquella luz! -gritaban los de la broma. Y Aurelio casi los creía, y la carrera se precipitaba. La luz era de una taberna. Allí no había Reyes; había borrachos y mujerzuelas, que también preguntaban por los Reyes. -¡Más arriba! ¡Más arriba! ¡Otra luz! ¡Otra taberna! ¡Adelante! ¡Más arriba!… Tumbas, sombras a los lados; estrellas frías y brillantes en el cielo; oscuridad y esperanza enfrente, a lo lejos. ¡Adelante! * * * La multitud va quedando zaguera; la ilusión ya la fatiga; las tabernas van tragando por el camino al pueblo que vuelve a la realidad para caer en la ilusión alcohólica sin ideal y de despertar amargo. Aurelio y la moza garrida que le hace volar, llevándole en vilo, llegan a verse solos… no importa, siguen. El camino hace un recodo en un altozano; el horizonte se ensancha y lo corta con obscuridad simétrica el perfil de un gran templo, de cúpula inmensa. Aurelio se ve solo dentro de la nave cuyas bóvedas se pierden en las sombras de la altura. Por la parte del ábside el gran templo está en ruinas y deja ver el campo, las montañas y las estrellas; en el altar mayor hay una cuna humilde en un pesebre; del lado del Evangelio hay una cama de hospital, limpia y pobre; en la cuna gime y tirita de frío un niño de piel de rosas; en la cama humilde tirita un anciano caduco, pálido como la cera, de piel transparente, en los huesos. Las estrellas parece que envían sobre la cuna y la cama efluvios de hielo. ¡Cuánto frío! ¡Qué desnudez! Una mula y un buey están al lado de la cuna; el buey arroja nubes del vapor de su aliento sobre el niño en la cuna. El anciano, que se muere de frío, de tarde en tarde levanta la cabeza temblorosa y mira hacia la cuna, y sonríe agradecido al buey que calienta con su aliento al niño. El frío hace delirar al anciano, que piensa, con esos consuelos de la pesadilla que huye del dolor: «Mientras él no se hiele, yo no me hielo». Aurelio ve que de repente entran en la nave del templo tres personajes vestidos de púrpura y oro, con sendas coronas en la frente; son, como el buey y la mula, figuras de nacimiento de tamaño natural. Bien los conoce: son Baltasar, zapatero y clarinete en la murga del municipio; Melchor, sacristán y figle de la banda; Gaspar, panadero y cornetín. Los Reyes Magos rodean el lecho del anciano. «¡Se muere de frío!» dijo Melchor. -«¡Se hiela en esta noche eterna del mundo sin fe, sin esperanza, sin caridad». Esto lo dijo Gaspar. Y Baltasar, suspirando: «Cubrámosle con nuestro manto». Y Baltasar entonces echó sobre el Pontífice León XIII, que este era el anciano del lecho humilde, echó su manto pesado de púrpura, y Gaspar el suyo, y Melchor el suyo. El buey, que los veía, dejó un momento al Niño, y vino también a calentar con su aliento al Papa, que se moría de frío. Aurelio Marco, de rodillas, sentía la inefable emoción del dolor religioso, de la sumisión piadosa a las despiadadas lecciones del misterio impenetrable y santo. «¡El Niño, en la cuna, muriendo de frío al nacer!; ¡el anciano, el Pontífice, sucesor de Pedro, vicario del Niño en la tierra, muriendo de frío en la extrema vejez! El buey, Aurelio lo conocía, era el buey mudo disfrazado, Santo Tomás, que con el aliento de su doctrina quería calentar al Papa aterido. Los mantos de los Reyes eran: la tradición respetada; las grandezas del mundo que se adherían a la Iglesia para salvar el capital de la civilización cristiana; el poder de la herencia de la fe, de la belleza mística… Todo era en vano; el viejo daba diente con diente. Los Reyes Magos ya no sabían qué hacer; cómo dar un poco de calor al cuerpo débil que los temblores sacudían. Miraban al cielo. Por la parte del ábside derruido se veía la bóveda estrellada. Allí estaba quieta, como un ascua de oro, su guía fiel, la estrella de Oriente… pero fría, como todas las demás, indiferente. -¡Si saliera el sol! ¡si saliera el sol! decían los Reyes Magos. Y arropaban bien, ciñéndole los mantos al triste cuerpo consumido, al Papa, que se moría de frío. Y el Papa, de tarde en tarde, sonriendo entre los temblores, levantaba la cabeza y miraba hacia la cuna del pesebre, en el altar mayor. En el delirio, cuajado en su cerebro, pensaba: «Mientras Él no se hiele, yo no me hielo». Y Melchor, Gaspar y Baltasar, como un coro, repetían: «¡Si saliera el sol! ¡Si saliera el sol!». *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El gallo de Sócrates
Cuento
Critón, después de cerrar la boca y los ojos al maestro, dejó a los demás discípulos en torno del cadáver, y salió de la cárcel, dispuesto a cumplir lo más pronto posible el último encargo que Sócrates le había hecho, tal vez burla burlando, pero que él tomaba al pie de la letra en la duda de si era serio o no era serio. Sócrates, al espirar, descubriéndose, pues ya estaba cubierto para esconder a sus discípulos, el espectáculo vulgar y triste de la agonía, había dicho, y fueron sus últimas palabras: -Critón, debemos un gallo a Esculapio, no te olvides de pagar esta deuda. -Y no habló más. Para Critón aquella recomendación era sagrada: no quería analizar, no quería examinar si era más verosímil que Sócrates sólo hubiera querido decir un chiste, algo irónico tal vez, o si se trataba de la última voluntad del maestro, de su último deseo. ¿No había sido siempre Sócrates, pese a la calumnia de Anito y Melito, respetuoso para con el culto popular, la religión oficial? Cierto que les daba a los mitos (que Critón no llamaba así, por supuesto) un carácter simbólico, filosófico muy sublime o ideal; pero entre poéticas y trascendentales paráfrasis, ello era que respetaba la fe de los griegos, la religión positiva, el culto del Estado. Bien lo demostraba un hermoso episodio de su último discurso, (pues Critón notaba que Sócrates a veces, a pesar de su sistema de preguntas y respuestas se olvidaba de los interlocutores, y hablaba largo y tendido y muy por lo florido). Había pintado las maravillas del otro mundo con pormenores topográficos que más tenían de tradicional imaginación que de rigurosa dialéctica y austera filosofía. Y Sócrates no había dicho que él no creyese en todo aquello, aunque tampoco afirmaba la realidad de lo descrito con la obstinada seguridad de un fanático; pero esto no era de extrañar en quien, aun respecto de las propias ideas, como las que había expuesto para defender la inmortalidad del alma, admitía con abnegación de las ilusiones y del orgullo, la posibilidad metafísica de que las cosas no fueran como él se las figuraba. En fin, que Critón no creía contradecir el sistema ni la conducta del maestro, buscando cuanto antes un gallo para ofrecérselo al dios de la Medicina. Como si la Providencia anduviera en el ajo, en cuanto Critón se alejó unos cien pasos de la prisión de Sócrates, vio, sobre una tapia, en una especie de plazuela solitaria, un gallo rozagante, de espléndido plumaje. Acababa de saltar desde un huerto al caballete de aquel muro, y se preparaba a saltar a la calle. Era un gallo que huía; un gallo que se emancipaba de alguna triste esclavitud. Conoció Critón el intento del ave de corral, y esperó a que saltase a la plazuela para perseguirle y cogerle. Se le había metido en la cabeza (porque el hombre, en empezando a transigir con ideas y sentimientos religiosos que no encuentra racionales, no para hasta la superstición más pueril) que el gallo aquel, y no otro, era el que Esculapio, o sea Asclepies, quería que se le sacrificase. La casualidad del encuentro ya lo achacaba Critón a voluntad de los dioses. Al parecer, el gallo no era del mismo modo de pensar; porque en cuanto notó que un hombre le perseguía comenzó a correr batiendo las alas y cacareando por lo bajo, muy incomodado sin duda. Conocía el bípedo perfectamente al que le perseguía de haberle visto no pocas veces en el huerto de su amo discutiendo sin fin acerca del amor, la elocuencia, la belleza, etc., etc.; mientras él, el gallo, seducía cien gallinas en cinco minutos, sin tanta filosofía. «Pero buena cosa es, iba pensando el gallo, mientras corría y se disponía a volar, lo que pudiera, si el peligro arreciaba; buena cosa es que estos sabios que aborrezco se han de empeñar en tenerme por suyo, contra todas las leyes naturales, que ellos debieran conocer. Bonito fuera que después de librarme de la inaguantable esclavitud en que me tenía Gorgias, cayera inmediatamente en poder de este pobre diablo, pensador de segunda mano y mucho menos divertido que el parlanchín de mi amo». Corría el gallo y le iba a los alcances el filósofo. Cuando ya iba a echarle mano, el gallo batió las alas, y, dígase de un vuelo, dígase de un brinco, se puso, por esfuerzo supremo del pánico, encima de la cabeza de una estatua que representaba nada menos que Atenea. -¡Oh, gallo irreverente! -gritó el filósofo, ya fanático inquisitorial, y perdónese el anacronismo. Y acallando con un sofisma pseudo-piadoso los gritos de la honrada conciencia natural que le decía: «no robes ese gallo», pensó: «Ahora sí que, por el sacrilegio, mereces la muerte. Serás mío, irás al sacrificio». Y el filósofo se ponía de puntillas; se estiraba cuanto podía, daba saltos cortos, ridículos; pero todo en vano. -¡Oh, filósofo idealista, de imitación! -dijo el gallo en griego digno del mismo Gorgias; -no te molestes, no volarás ni lo que vuela un gallo. ¿Qué? ¿Te espanta que yo sepa hablar? Pues ¿no me conoces? Soy el gallo del corral de Gorgias. Yo te conozco a ti. Eres una sombra. La sombra de un muerto. Es el destino de los discípulos que sobreviven a los maestros. Quedan acá, a manera de larvas, para asustar a la gente menuda. Muere el soñador inspirado y quedan los discípulos alicortos que hacen de la poética idealidad del sublime vidente una causa más del miedo, una tristeza más para el mundo, una superstición que se petrifica. -«¡Silencio, gallo! En nombre de la Idea de tu género, la naturaleza te manda que calles». -Yo hablo, y tú cacareas la Idea. Oye, hablo sin permiso de la Idea de mi género y por habilidad de mi individuo. De tanto oír hablar de Retórica, es decir, del arte de hablar por hablar, aprendí algo del oficio. -¿Y pagas al maestro huyendo de su lado, dejando su casa, renegando de su poder? -Gorgias es tan loco, si bien más ameno, como tú. No se puede vivir junto a semejante hombre. Todo lo prueba; y eso aturde, cansa. El que demuestra toda la vida, la deja hueca. Saber el porqué de todo es quedarse con la geometría de las cosas y sin la substancia de nada. Reducir el mundo a una ecuación es dejarlo sin pies ni cabeza. Mira, vete, porque puedo estar diciendo cosas así setenta días con setenta noches: recuerda que soy el gallo de Gorgias, el sofista. -Bueno, pues por sofista, por sacrílego y porque Zeus lo quiere, vas a morir. ¡Date! -¡Nones! No ha nacido el idealista de segunda mesa que me ponga la mano encima. Pero, ¿a qué viene esto? ¿Qué crueldad es esta? ¿Por qué me persigues? -Porque Sócrates al morir me encargó que sacrificara un gallo a Esculapio, en acción de gracias porque le daba la salud verdadera, librándole por la muerte, de todos los males. -¿Dijo Sócrates todo eso? -No; dijo que debíamos un gallo a Esculapio. -De modo que lo demás te lo figuras tú. -¿Y qué otro sentido, pueden tener esas palabras? -El más benéfico. El que no cueste sangre ni cueste errores. Matarme a mí para contentar a un dios, en que Sócrates no creía, es ofender a Sócrates, insultar a los Dioses verdaderos… y hacerme a mí, que sí existo, y soy inocente, un daño inconmensurable; pues no sabemos ni todo el dolor ni todo el perjuicio que puede haber en la misteriosa muerte. -Pues Sócrates y Zeus quieren tu sacrificio. -Repara que Sócrates habló con ironía, con la ironía serena y sin hiel del genio. Su alma grande podía, sin peligro, divertirse con el juego sublime de imaginar armónicos la razón y los ensueños populares. Sócrates, y todos los creadores de vida nueva espiritual, hablan por símbolos, son retóricos, cuando, familiarizados con el misterio, respetando en él lo inefable, le dan figura poética en formas. El amor divino de lo absoluto tiene ese modo de besar su alma. Pero, repara cuando dejan este juego sublime, y dan lecciones al mundo, cuán austeras, lacónicas, desligadas de toda inútil imagen con sus máximas y sus preceptos de moral. -Gallo de Gorgias, calla y muere. -Discípulo indigno, vete y calla; calla siempre. Eres indigno de los de tu ralea. Todos iguales. Discípulos del genio, testigos sordos y ciegos del sublime soliloquio de una conciencia superior; por ilusión suya y vuestra, creéis inmortalizar el perfume de su alma, cuando embalsamáis con drogas y por recetas su doctrina. Hacéis del muerto una momia para tener un ídolo. Petrificáis la idea, y el sutil pensamiento lo utilizáis como filo que hace correr la sangre. Sí; eres símbolo de la triste humanidad sectaria. De las últimas palabras de un santo y de un sabio sacas por primera consecuencia la sangre de un gallo. Si Sócrates hubiera nacido para confirmar las supersticiones de su pueblo, ni hubiera muerto por lo que murió, ni hubiera sido el santo de la filosofía. Sócrates no creía en Esculapio, ni era capaz de matar una mosca, y menos un gallo, por seguirle el humor al vulgo. -Yo a las palabras me atengo. Date… Critón buscó una piedra, apuntó a la cabeza, y de la cresta del gallo salió la sangre… El gallo de Gorgias perdió el sentido, y al caer cantó por el aire, diciendo: -¡Quiquiriquí! Cúmplase el destino; hágase en mí según la voluntad de los imbéciles. Por la frente de jaspe de Palas Atenea resbalaba la sangre del gallo. FIN 1901
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El regenerador
Cuento
Le sorprendemos en uno de los momentos felices de su vida. Está comiendo en la fonda, en un hotel, como dice él siempre, de primera clase, en la mesa redonda, en la que hay señoras que a él se le antojan duquesas y muchos comisionistas. Está comiendo de gorra. ¿Quién paga? El Municipio. El Regenerador es concejal y está en Madrid, en comisión, con otros ediles de su pueblo, gestionando el pronto despacho de ciertas gollerías que quiere el Ayuntamiento de la ciudad que le vio nacer. Así dice él… «La ciudad que me vio nacer…» Si habla con los comerciantes: «El gremio que me vio nacer…» Cuando se separó de cierto partido político, porque tardaba mucho en coger la sartén por el mango, el Regenerador publicó un manifiesto apartándose «con luto en el corazón, del partido que me vio nacer». Comer en fonda, sin pagar, ¡qué dicha! Y, miel sobre hojuelas, la conversación general de comisionistas y otra gente no más extraordinaria, acerca de las vergüenzas de la patria, y los bandidos de la política, y los soñadores y los Quijotes idealistas… Reparen ustedes el movimiento de esa mandíbula al deshacer los bocados… La idea de lobo surge enseguida. Cada plato es una presa. Cuando tritura carne, da miedo. ¡Qué ojos! Y, sobre lodo, ¡qué mandíbula! —Siempre lo he dicho. Menos teoría, menos doctores y más industria, más comercio, que es la sangre… eso, la sangre… de los pueblos… Y ¡zas! ¡zas! ¡ris, ras! Los dientes feroces desgarran la pobre vaca, el pobre carnero, la víctima, en fin, sea la que sea, mucho más digna de vivir que el lobo con cuello de pajarita que los devora. Es bajo, recio, con músculos de atleta, buen color; viste con lujo, a la moda; luce sortijas que valen muchos miles: no es feo, no deja de tener expresión en el rostro… y, con todo, es una fiera del egoísmo, asusta; es un ejemplar terrible de esa naturaleza que llega a la animalidad inteligente, pero no llega a la conciencia moral. El hombre así, espanta; es el monstruo cuya existencia más hace dudar de un plan divino al que no tenga fe muy arraigada, a no ser que se piense, como el ruso Spir, que Dios no hace esas cosas, que no se sabe cómo, por qué son, ni siquiera lo que son. No busquéis en él las señas fisiológicas del degenerado; no, ¡ca! ¡Bueno es él! Todo equilibrio, salud, fuerza. ¿Degenerado? Al contrario; ¿no lo he dicho? Es el Regenerador. Va a salvar a España, con otros como él. ¿Cómo? Pues haciendo Caminos y canales que crucen por doquier. Lo mismo que El diablo en el Poder. Y eso es él, un diablo, que aspira al poder. *** Soy amigo suyo… ¡Amigo! Ya comprenderán ustedes cómo. Amigo como se puede serlo de uno de los monos del Retiro, a quien se regalan terrones de azúcar para verle hacer groserías. Él es astuto, pero de mí no sospecha nada. No le estorbo, y no me estudia. Yo a él sí. No para luchar con él por la existencia, sino para aprender psicología diabólica. En el Casino le convido a veces a cenar. Con la idea de que él no paga, ya empieza a emborracharse. El más pequeño obsequio, una cena, le llama él, para sus adentros, primada, y se guiña el ojo por dentro, gozando más con la tontería del inocente que le hace un favor… gratis, que con el obsequio mismo. Para él, cuantos le han servido en este mundo, y no a título lucrativo, son otros tantos memos. En cierta ocasión, un obrero de una fábrica suya, del Regenerador, le salvó la vida en un incendio, con gran exposición del pobre muchacho, y el Regenerador, después del susto, le dio una peseta, y muchas palmadas en el hombro… sin poder contener la risa. —¡Habrá imbécil!—pensaba el Regenerador para sí. ¿Que cómo sé yo esto? Porque en las cenas de que venía hablando, mi hombre me descubre el pecho, gracias a la alegría de engañarme dejándome pagar; gracias al vino, a la carne, que le embriaga también, y a las argucias de mi conversación. De confidencia en confidencia, a los postres nos declaramos mutuamente… que ¡qué diablo! este mundo es un fandango, que todo es farsa, chico… Al principio, aún en medio de la borrachera incipiente, me mira con cierto recelo, como dudando de que yo sea un verdadero iniciado; pero mi elocuencia es tal, que le convenzo de mi sinceridad cínica… y quedamos en eso: en que no hay moral ni Cristo que la fundó. Al llegar en nuestras intimidades a tales honduras, el Regenerador se me enternece muy sinceramente; en su rostro brilla una especie de misticismo con el signo negativo; y, en una ocasión, tanto me agradeció mis pruebas de que la moral es un mito, que abrió los labios para balbucir una confesión… No se atrevió a expresar con toda claridad su pensamiento; pero pude comprender que lo que quería decirme era esto: «Que, porque me estimaba, me advertía que era una primada aquello de pagarle las cenas al prójimo.» *** «Mito». Desde que aprendió este vocablo, jamás lo dejó de aplicar cien veces al día. ¡Qué delicia para él que fuese mito, es decir, mentira, todo lo sublime, todo lo trascendental, todo lo que podía suponer una sanción superior, una idealidad de sacrificio, un castigo de lo alto! La moral, mito; el infierno, mito; la honradez, mito; la religión, mito; la santidad, mito; el sacrificio, mito. Pero, entendámonos; no hay que tomarle por un suscriptor de El Motín. ¡Quiá! Respetaba lodos los convencionalismos: sabía que era del peor tono, y muy expuesto a disgustos, el ponerse mal con el culto y el clero. No era hipócrita, no explotaba su fingida sumisión a la fe de sus mayores; no era eso; era que cumplía con la Iglesia como cumplía con todo el mundo. ¿Qué trabajo costaba la cortesía? Ninguno. Pagar cuatro cuartos por la bula de Cruzada, otros cuatro para el monumento de la parroquia en Semana Santa; pagar por bautizos, bodas, etc., etc., ¿y qué? «París bien vale una misa», repetía él, que había aprendido esto y lo aplicaba aunque no se tratase de París. Quería decir que por una friolera se podía pasar por buen creyente, lo cual era indispensable para entrar en muchas partes y para conservar la porción más saneada de la clientela de su fábrica y comercio. Le encantaba el trato de los curas, no cuando eran ascetas, escrupulosos, fanáticos, como decía él, sino pillines, gente de mundo, vividores, tolerantes y alegres. Aquello de que un respetable sacerdote le ayudase en la farsa de fingir gran respeto por el mito de los mitos, por el mito hache, le parecía divino. Lo que no era mito. sino cosa muy seria, y que él sentía no poder dominar, por falta de tiempo, era la ciencia. ¿Qué era la ciencia para el Regenerador? Una cosa práctica, con la cual se sabía por a más b, y no con vanas disposiciones, la manera de ganar dinero, de dominar la naturaleza para… ganar dinero, y de ver y tocar que todo lo que no sea industria, comercio, utilidad, tanto por ciento, es mito, convencionalismo, sensiblería. Cuando yo le expuse, de modo que él pudiera entenderla, la teoría famosa de la lucha por la existencia, quedó maravillado y profundamente agradecido al transformismo. Una cosa así ya la había adivinado él. ¡Claro! Quítate tú para ponerme yo: eso era el mundo. El más fuerte, el más listo… vencedor, ¡naturalmente! Y caiga el que caiga. ¡Qué gusto! Explotar a la humanidad doliente (vulgo pagano), de acuerdo con los adelantos científicos. «¿Con que fueron los ingleses los que inventaron eso de la lucha por la existencia? Siempre admiré yo a ese gran pueblo. ¡Quién fuera inglés!» Y suspiraba el Regenerador, enternecido ante la idea de aquella raza que, según él, convertía la ciencia en egoísmo. *** Nació en la trastienda de una droguería, y allí se crió y se educó (!) Desde sus más tiernos años aprendió la diferencia que va de la tienda a la trastienda. La tienda es el teatro: allí se engaña a nuestros favorecedores, se les da la droga maravillosa, que todo lo cura, y que no tiene más inconveniente que el haber de luchar con los viles falsificadores. Por fortuna, la firma auténtica del inventor, las contraseñas y otros expedientes, sirven para acreditar la pureza del producto… En la trastienda se falsifica el producto auténtico, con firma y todo: allí se mata el gato y se le disfraza de liebre; allí se convierte en droga que cuesta veinte la porquería que vale uno; allí se prescinde, ante las necesidades de la química, de los escrúpulos de conciencia, y se olvida que puede envenenar lo que se va a vender como panacea de salud. De la trastienda de la droguería salió el Regenerador a la tienda, al teatro del mundo. Se hizo comerciante. Y después que abusó hasta lo infinito de la ventaja de poner el producto al alcance del consumidor, quiso fabricar el producto también, para engañar ya al consumidor en este momento anterior de la explotación del prójimo. No hizo drogas, sino sustancias alimenticias: inventó una especie de cartón piedra para el estomago. Los alimentos que fabricaba el Regenerador eran vistosos, bien olientes, apetecibles; rodeados iban de lujoso aspecto… No se podían digerir, pero por lo demás, excelentes. Al llegar a cierta edad el Regenerador se fijó en la política, y le fue muy simpática, por lo mucho que se parecía a una tienda…, con su trastienda. Pero él llegaba a la cosa pública en tiempos en que este tráfico estaba muy desacreditado, y en que era lo corriente renegar de la política, para meterse en política. Si al principio figuró, en segunda línea, en un partido liberal, abandonó sus filas, cuando comprendió que por allí no se iba al poder; y aprovechó la ocasión para entrar en un Ayuntamiento que se declaró «enemigo de toda política y puramente adminisirativo»… Efectivamente, tanto administró el Regenerador, que no hubo suministro, contrata ni en fin, de cosa lucro en que él no mojase, por medios tortuosos y sin escándalo del procomún. Sus relaciones con fabricantes y casas de comercio del extranjero le facilitaron grandes primas, haciendo que el municipio consumiera a aquellos señores muchas cosas que el procomún no necesitaba, o que hubiera podido comprarlas más baratas. Cada día más rico y con más influencia en la plaza y en el concejo, el Regenerador vio el cielo abierto cuando la opinión pública empezó a gritar, hace poco, que bastaba de ensueños, de teorías, de idealidades, de quijotismos… Era lo que él había dicho siempre: «Menos doctores y más industriales. Menos política y más administración. Comercio, mucho comercio… que es la sangre de los pueblos.»… Y la mandíbula de lobo ¡tris. tras! devora la carne en la mesa redonda del hotel, mientras la fiera con cuello de pajarita refiere a los comisionistas que le rodean, llenos de respeto, los planes que el Regenerador abriga, así dice, para cuando se reúna la gran Convención de los industriales y comerciantes. Porque eso se siente él convencional, pero no convencional para declarar o defender derechos individuales, libertades y otras antiguallas idealistas; sino convencional de los intereses materiales, azote de los políticos de oficio, paladín de la industria, en suma, lo que hace falta aquí es el Terror… del comercio… que es la sangre de los pueblos… ¡Y en efecto, el hombre de la mandíbula de fiera está terrible, al exigir el poder para los fabricantes de sustancias alimenticias… de cartón piedra. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El rey Baltasar
Cuento
I Don Baltasar Miajas llevaba de empleado en una oficina de Madrid más de veinte años; primero había tenido ocho mil reales de sueldo, después diez, después doce y después… diez; porque quedó cesante, no hubo manera de reponerle en su último empleo y tuvo que conformarse, pues era peor morirse de hambre, en compañía de todos los suyos, con el sueldo inmediato… inferior. «¡Esto me rejuvenece!», decía con una ironía inocentísima; humillado, pero sin vergüenza, porque él no había hecho nada feo, y a los Catones de plantilla que le aconsejaban renunciar al destino por dignidad, les contestaba con buenas palabras, dándoles la razón, pero decidido a no dimitir, ¡qué atrocidad! Al poco tiempo, cuando todavía algunos compañeros, más por molestarle que por espíritu de cuerpo, hablaban con indignación del «caso inaudito de Miajas», el interesado ya no se acordaba de querer mal a nadie por causa del bajón de marras, y estaba con sus diez mil como si en la vida hubiese tenido doce. En otras ocasiones hubo tentativas de dejarle cesante, por no tener padrinos, aldabas, como decía él con grandísimo respeto; pero no se consumaba el delito, porque, a falta de recomendaciones de personajes, tenía la de ser necesario en aquella mesa que él manejaba hacía tanto tiempo. Ningún jefe quería prescindir de él y esto le sirvió en adelante no para ascender, que no ascendía, sino para no caer. Sin embargo, no las tenía todas consigo y a cada cambio de ministerio se decía: «¡Dios mío! ¡Si me bajarán a ocho!». Por lo demás, no pensaba en la cosa pública más que cuando había crisis. Hasta que los chicos anunciaban por las calles: «¡El extraordinario con la caída del Ministerio!», don Baltasar no se acordaba de que había Estado, ni Gobierno, ni intereses públicos en el mundo. Y no era que no comprase todas las noches, al retirarse, su periódico. Pero no era por la política: era por las charadas, los acertijos, anagramas, etcétera. Se metía en casa y, rodeado de su mujer y de sus tres hijos, dos varones y una hembra, pequeñuelos todavía, se entregaba a las dulzuras del hogar, de las zapatillas suizas, y de la sección amena de su periódico. No aborrecía el mundo, no era misántropo; pero no estaba a gusto más que entre los suyos, que eran la familia, y unos cincuenta tiestos con flores, y veinte pájaros que tenía y cuidaba en un estrechísimo terrado al que le daba derecho su cuarto piso con honores de guardilla. Era en la calle de Ferraz; desde aquella altura disfrutaba la vista de un panorama que le parecía asombroso, sobre todo por el silencio, por la soledad, por la luz esplendorosa y por el aire puro. Allí no venía a interrumpirle en sus contemplaciones de anacoreta lego o de braman sin cavilaciones más bicho viviente que éste o el otro gato, que se le quedaba mirando, también perezoso, también soñador y amigo de aquella soledad en la altura. Miajas bajaba al mundo pensando en sus flores, sus aves y sus hijos; se enfrascaba en los expedientes con la afición que le había ido dando el amor al cumplimiento exacto del deber, y de todo lo demás que le rodeaba allá abajo no se daba cuenta siquiera. Como donde él vivía de veras, con toda el alma, era en su cuarto piso, en su terrado principalmente, las calles, la oficina, los paseos, todo le parecía metido en un cuarto rastrero, ahogado… in inferís. «¡Sursum corda!», le gritaba el pecho, aunque no en latín; y en cuanto podía, ¡arriba!, ¡al terrado! La impureza del aire de abajo era para Miajas una preocupación constante; creía deber la salud al aire puro de su retiro empingorotado. Cuando oía hablar de las prevaricaciones y manos puercas de muchos sujetos, algunos compañeros suyos, pensaba con orgullo en su inmaculada honradez, en su probidad segura, achacaba la diferencia, por asociación de ideas, o mejor, de imágenes, a la impureza del aire que se respiraba allá abajo. Se figuraba que aquellas pobres gentes que casi nunca se codeaban con los gatos allá por las nubes, que no recibían durante horas y horas los soplos del aire puro, cerca del cielo, bajo torrentes de luz, en una atmósfera transparente, se iban llenando de microbios morales que producían aquellas debilidades de conciencia, aquellas tristes caídas. Pero, en general, pensaba muy poco en todo esto. No le importaba lo que hacían los demás, y tampoco dedicaba mucho tiempo a recordar los propios méritos y servicios. Así que casi tenía olvidadas ciertas visitas que le habían hecho illo tempore en su humilde guardilla disimulada, ilustres personajes de la política y del foro. Dos habían sido los señorones que habían venido a pedirle algo al pobre Miajas a tales alturas. La oficina de don Baltasar era muy importante porque en ella se despachaban asuntos de muchísimo dinero y, como en última instancia, el que entendía y en realidad resolvía las arduas cuestiones de minas o cosas parecidas era don Baltasar, y solo él, los que entendían de veras la aguja de marcar querían y procuraban tenerlo de su parte; pues, aun suponiendo que más arriba se quisiera atender más al favor que a la justicia y a la ley, mucho era, y en ocasiones indispensable, contar con el informe de aquel perito incorruptible. Una emperatriz o algo parecido tenía grandísimos intereses en cierto negocio famoso, y era abogado y principal agente de la ilustre dama un santón político de los primeros, muy popular, elocuente… y largo. No se anduvo en chiquitas; con sus aires democráticos, subió al cuarto piso de Miajas y entre bromitas, confianzas, promesas y veladísimas amenazas procuró ganar el ánimo del modestísimo empleado de diez mil reales, de quien, ¡oh, escándalos!, en realidad dependía aquel asunto que importaba tantos millones. Pero, ¡ay, amigo!, que el ilustre procer no tenía razón; y Miajas, avergonzado, sintiéndolo infinito, como si cometiera un delito de lesa majestad o, por lo menos, de lesa soberanía nacional…, dijo nones, y el señor aquél, elocuentísimo, jefe de partido, casi árbitro de los destinos del país en ocasiones, tuvo que bajar el ciento y pico de escaleras, lo mismo que las había subido, sin sacar nada en limpio, porque allí no se podía hacer nada sucio. Este triunfo no dejaba de halagar a don Baltasar, más que por el mérito de su honrada resistencia, por el honor de haber tenido en su casa, y suplicándole en vano y tratando de convencerle, a tan conspicuo personaje. Sin embargo, se le mezclaba esta satisfacción con el remordimiento de no haber podido complacer a una eminencia como aquélla, y también tenía cierto escozor que era así como un vago temor de que algún día aquel prócer se vengara dejándole cesante, o por lo menos… bajándole a ocho. La otra visita fue de otro santón no menos ilustre e influyente, también demócrata, y que era un especialista en materias de conciencia. Cuando él en un discurso decía: «¡Mi conciencia!», parecía decir: «¡Mis pergaminos!». Pues él también andaba en cosas de minas, y también subió las cien escaleras y pico. Pero éste hizo ante todo grandes protestas de la pureza de sus intenciones; con toda sinceridad mostraba el gran disgusto que tenía solo en pensar que don Baltasar pudiera creer que venía a sobornarle, a deslumbrarle… Venía a convencerle; no tenía que esperar Miajas ni premio ni castigo, resolviese lo que quisiera. Se hablaba a su convicción y nada más. Y el señor de la conciencia sacó unos papelitos y los leyó; y discutieron él y Miajas, y después de dos horas, con la mayor naturalidad, don Baltasar declaró que aquel ilustre prohombre tenía razón, que la ley estaba con él y que el negociado informaría, si a él se le hacía caso, como pedía el insigne caballero, que de resultas se ganarían acaso millones. Y se fue el señor rectísimo, dejando a Miajas los papelitos aquellos, con su firma, y no volvió en la vida; ni el empleado de diez mil reales le debió jamás favor alguno ni se lo encontró cara a cara otra vez. No importaba: él guardaba como un tesoro los papelitos y, sin decírselo a nadie, saboreaba el orgullo de haber tenido ante sí, tan fino, tan amable, al hombre más severo de España, al Catón más tieso de la Península. Pero después de algún tiempo fue olvidando la aventura y por fin ya disfrutaba de la contemplación de la propia honradez como de una cosa muy insípida, sin mérito grande, aunque indispensable. Estaba dispuesto a morir de hambre antes que a prevaricar en lo más insignificante. Pero el placer de este estado de alma era ya para él muy inferior al que le proporcionaba la solución de un jeroglífico. II Si aquellos señorones ilustres jamás hicieron nada bueno ni malo a don Baltasar; si el prócer de la conciencia no tuvo la amabilidad de mandarle siquiera unos cartuchos de dulces a los hijos de Miajas, no se portaron así el año de gracia de 189… los dos ricachos americanos que habían sacado de pila, respectivamente, al hijo mayor Carlos y a la hija Pepilla. El día de Reyes, muy tempranito, los chicos se encontraron en el terrado sendos juguetes de todo lujo: él, un guerrero indomable, con uniforme de teniente de caballería, con todas las armas y galones que eran de ordenanza; ella, una casa puesta para un matrimonio de porcelana, con ama de cría, un chiquitín y dos criadas, una de ellas negra. Era una maravilla. El entusiasmo de aquellos niños pobres, que otros años se contentaban con una caja de pinturas de peseta y una «pepona» de precio semejante, no tuvo límites… ni entrañas. A Marcelo, el hijo segundo, el más cariñoso, más aplicado y más metido por los mimos de su padre, los Reyes… no le habían traído nada, porque nada era un cartucho de dulces que se encontró al lado de esos soberbios juguetes. Pues bien, Pepilla y Carlos no tuvieron lástima, ni siquiera delicadeza, y delante de su hermano, sin padrino rico, ni pobre, porque lo había sido un abuelo, ya difunto, hicieron alarde de su riqueza, de su suerte escandalosa, de su alegría insolente. Los niños son así, ya lo dijo Víctor Hugo pintando el tormento de un sapo. ¿Cómo a don Baltasar no se le ocurrió remediar aquella injusticia de la suerte? No supo nada a tiempo. El encargado de dar la sorpresa fue un muchacho que, con el mayor sigilo, de parte de los ricachos americanos, dejó de noche, con pretexto de una visita, en el terrado, los regalos aquellos con tarjetas en que se leía: «A Pepilla. Gaspar» y «A Garlitos. Melchor». El cartucho de dulces de Marcelo era uno de los tres que su madre había comprado, porque aquel año el presupuesto de los Miajas andaba apuradísimo, y la noche anterior, la del cuatro al cinco, el matrimonio, con profunda tristeza, resignado, había resuelto, después de melancólica deliberación, que era una locura gastar aquel año en juguetes, por modestos que fueran, cuando no había apenas para garbanzos ni para remendar las botas de los chicos. Cuando don Baltasar, muy temprano, subió al terrado y vio a sus hijos en torno del portentoso hallazgo y se enteró de todo, y contempló la alegría loca, salvaje, de los egoístas agraciados (¡inocentes de su alma!), y después miró a Marcelo que, pálido, sonreía con una mueca dolorosa, chupando la cinta azul de seda de su cartucho de dulces, sintió una angustia dolorosa en el alma, una especie de agonía de todo lo bueno que tenía su corazón puro, de pobre resignado. Aquello era lo mismo que una puñalada. Dios los perdonará, pero sus queridos compadres habían incurrido en una omisión grosera, de solterones sin delicadeza: muy ricos, espléndidos, pero que no sabían lo que eran hijos… Aquellos juguetes finísimos, de príncipes, valían uno con otro, lo menos… treinta duros… ¡Virgen Santísima! Pues con treinta reales hubieran podido Melchor y Gaspar hacer feliz a toda la familia… Y ahora, ahora…, en tono de broma, él, Miajas, estaba pasando por una amargura… pueril… que era inexplicable, por lo fuerte, por lo profunda. Si hubiera sido Pepilla la desheredada, a grito pelado hubiera hecho constar la más enérgica protesta. Llanto y paradas durante tres horas, por lo menos. Carlos hubiera disputado a puñetazos el odioso privilegio, a no ser él el privilegiado… Marcelo…. sonreía, luchaba por vencerse, por disimular la tristeza, ¡y tenía ocho años! ¡Ángel de mi alma! ¡Qué culpa tiene él de que su pobre abuelo se le haya muerto y de que yo… deba aún al panadero todo el pan que hemos comido en diciembre. Miajas no sabía qué decir ni qué hacer, ni siquiera cómo mirar a su hijo segundo, que se quedaba sin juguete. Marcelo se fue hacia su padre, se le metió entre las rodillas y empezó a acariciarse las mejillas frotando con ellas los raídos pantalones de su señor padre. Su papá era su juguete, de movimiento, de cariño; así parecía pensar el niño consolándose. Aquellas caricias de resignación monstruosa, resignación a los ocho años, exaltaron más la sensibilidad paterna. Don Baltasar se creyó inspirado de repente, una inspiración mitad amor, mitad rebeldía, y por ello fue por lo que exclamó con voz nerviosa, enérgica, de fingida alegría: —Observo, señores, que aquí falta un rey. —¿Qué rey, qué rey? —gritaron Pepita y Carlos. —Sí, falta uno. A ti, el rey Melchor te regaló eso: a ti, eso el rey Gaspar… Falta Baltasar, que es el que trae el regalo de Marcelín, ¡cosa rica! Pero, amigo; como el rey Baltasar viene de más lejos, de más lejos, de allá, de… (Miajas era muy mal orientalista) de… la Conchinchina…, pues viene retrasado… por las nieves, ¡como los trenes a veces! Pero vendrá…. ¡Oh!, ¡yo te aseguro que vendrá! ¡No pasa de mañana, Marcelín, cree a tu padre! Marcelo, con lágrimas de inefable alegría en los ojos, sonriendo entre lágrimas, como Andrómaca, miraba a su padre extasiado, dudando de su felicidad futura… Creía y no creía en los reyes; era acaso dudoso aquello del milagro de los juguetes puestos en el balcón por manos invisibles…, pero ahora se inclinaba a pensar que su rey esta vez iba a ser su padre y se lo agradecía ¡tanto!, ¡tanto! Era mejor así. Pero, ¿vendría el juguete? —¿Y qué le va a traer? —preguntó Carlos entre incrédulo y envidioso de una dicha futura en la que ya no le tocaba nada. —Eso… Dios lo sabe. Pero me parece a mí… que va a ser… ¿Tú qué opinas, Marcelo? Marcelo era particularmente aficionado a las defensas de plazas fuertes, era el Vauban de la casa, y mientras Carlos se armaba hasta los dientes, él prefería construir murallas de cartón, y con un ingenio positivo, improvisaba aspilleras, cañones, reductos, combinando los más heterogéneos desperdicios de la industria: dedales viejos, rodajas de pies de butacas rotos, cápsulas vacías de escopeta, cajas de cerillas y otra porción de inutilidades que, combinadas y distribuidas, convertían la mesa del comedor en una fortaleza muy respetable. Marcelo opinó que el rey Baltasar le traería, si era amigo de cumplir, soldados de latón, de artillería, con cañones y todo… III Don Baltasar se echó a la calle aturdido, como borracho por emociones de amor, amargura, despecho y decisión violenta que le llenaban el alma; se figuraba que llevaba, si no en la mano, en el alma, en la intención, una tea incendiaria que debía prender fuego a la moral pública que se debía al orden constituido, a los más altos principios; ¡qué sabía él! En fin, por ello era por lo que salía dispuesto a cumplir su promesa temeraria de encontrar al rey Baltasar, y no ya traerlo de Conchinchina, sino sacarlo del centro de la tierra y hacerlo presentarse ante su Marcelo con un juguete verdaderamente regio que no valiese menos que el de sus señores hermanos. Lo primero que hizo… fue lo que hace el Gobierno, pensar en los gastos, no en los ingresos; escoger el juguete monumental (así lo llamaba para sus adentros), sin pensar en la mina o en la lotería de donde había de sacar el dinero necesario para pagarlo. Se paró en la calle de la Montera, ante un escaparate de juguetes de lujo. Entre tanta monada de subido precio no vaciló un momento: la elección quedó hecha desde el primer momento; nada de armaduras, coches, velocípedos de maniquí, grandes pelotas, ni demás chucherías: lo que había de comprar a Marcelín era aquella plaza fuerte que estaba siendo la admiración de cuatro o cinco granujas que rodeaban a Miajas junto al escaparate. «¡Lo que puede la voluntad! —pensaba el humilde empleado—; estos chicos cargarían con esa maravilla del arte de divertir a los niños con no menos placer que yo; en materia de posibles, allá nos vamos estos pilluelos y yo, y, sin embargo, ellos se quedan con el deseo y yo entro ahora mismo en el comercio y compro eso… y se lo llevo a Marcelín… ¿En dónde está el privilegio, la diferencia? ¿En los cuartos? ¡No! ¡Mil veces no! En la voluntad: yo quiero de veras que ese juguete sea de mi hijo.» Y entró, y compró la plaza fuerte que le deslumbraba con el metal de sus cañones, cureñas y cuantos pertrechos eran del caso. Cuando Marcelín viera aquellas torres y murallas, casamatas, puentes, troneras, soldados y tremendas piezas de artillería, se volvería loco, creería estar soñando. ¡Para él tanta hermosura!… Al ir a pagar después de que el juguete estuvo sobre el mostrador, don Baltasar sintió un nudo en la garganta… —Verán ustedes —dijo—; no me lo llevo ahora precisamente porque…, naturalmente…, no he de cargar con ese armatoste… —Lo llevará un mensajero… —No; no, señores; no se molesten ustedes. Déjenlo ahí apartado; yo enviaré por el juguete…, y entonces… traerán el dinero… el precio… Y salió aturdido y dando tropezones. —Ya no hay más remedio —iba pensando—. El juguete es mío; un contrato es un contrato. Hay que buscar el dinero debajo de las piedras. Pero en vez de ponerse a desempedrar la calle, se fue, como siempre, a la oficina. Había grandes apuros por causa de arreglar asuntos que pedían del Ministerio despachados, y el director había dispuesto habilitar aquel día festivo. Gran marejada político-moral-administrativa había por entonces en Madrid y en toda España; una de esas grandes irregularidades que de vez en cuando se descubren había puesto una vez sobre el tapete la cuestión de los cohechos, prevaricaciones y las clásicas manos puercas de la administración pública. Los periódicos de circulación venían echando chispas; se celebraban grandes reuniones públicas para protestar y escandalizarse en colectividad; el Círculo Mercantil y una junta de abogados se empeñaban en empapelar a un ministro y a muchos próceres, al parecer poco delicados en materia de consumos y de ferrocarriles. El Ministerio, amenazado con tanto ruido, se agarraba al poder como una lapa, y en las oficinas de Madrid había una terrible justicia de enero (del mes que venía corriendo) más o menos aparente. Los subsecretarios, los directores, los jefes de negociado, estaban hechos unos Catones, más o menos serondos; no se hablaba más que de revisiones de cuentas de expedientes; en fin, se quería le la moralidad de los funcionarios brillara como una patena. Había mucho miedo. —Siempre pagaremos justos por pecadores —decían muchos pecadores que todavía pasaban por justos. Y a todo esto, don Baltasar Miajas sin enterarse de nada. Oía campanas, pero no sabía dónde. El run run de las conversaciones referentes a los chanchullos legales llegaba hasta él sin sacarle de sus habituales pensamientos; lo oía como quien oye llover. El cumplía con su cometido y andando. Cuando llegó aquel día ante la mesa de su cargo, dispuesto a sacar el precio del juguete de debajo de las piedras, no soñaba con que había en el mundo inmoralidad, empleados venales, etcétera. Lo que él necesitaba eran diez duros. No sabía que estaba sobre un volcán rodeado de espías. Los pillos del negociado, que los había, estaban convertidos en Argos de la honradez provisional y temporera que el director del ramo había decretado dando puñetazos sobre un pupitre. Y el diablo, no la Providencia, como pensó don Baltasar, hizo que cierto contratista interesado en un expediente que Miajas acababa de despachar, de modo favorable para aquel señor, se le acercara y, fingiendo sigilo, pero con ánimo de que pudieran otros oficinistas enterarse de su generosidad, dejase entre unos papeles algunos billetes de Banco. Era un hombre tosco, acostumbrado a vencer así en las oficinas de su pueblo; y como no conocía a Miajas y quería ir anunciando su procedimiento expeditivo para que se enterasen los que podían servirle el día de mañana, hizo lo que hizo de aquella manera torpe, que comprometía al infeliz covachuelista. Don Baltasar, en el primer momento no se dio cuenta de lo que acababa de suceder. Todavía no se había hecho cargo de tan vituperable acción, y ya los espías del director se habían guiñado el ojo. Cuando el contratista insistió en su torpeza, llamando la atención de Miajas, éste… vio el cielo abierto. Y equivocándose sin duda, atribuyó entonces a la Providencia aquella oportunidad del diablo. En cualquier otra ocasión, sin escandalizarse, con mucha humildad y molestia, habría devuelto al pillastre su dinero, diciéndole con buenos modos que él había cumplido con su conciencia y que ya estaba pagado por el Gobierno. Pero… ahora… Marcelín… la plaza fuerte comprada… la promesa de traer al rey Baltasar aunque fuese de los pelos… y cierto profundo espíritu de rebelión… de protesta moral… En fin, todo ello hizo que don Baltasar, en voz baja, temblorosa, dijera: —¡Oh, no, caballero; es demasiado; basta con un… pequeño recuerdo… Guarde usted eso, guarde usted eso, pronto —y metió entre unos papeles un billete de cincuenta pesetas. A la mañana siguiente, en el terrado de la humilde vivienda de Miajas, su hijo segundo, Marcelo, encontró, con una tarjeta firmada por el rey Baltasar, el juguete pasmoso, la plaza fuerte que había soñado. Y por la tarde, el rey Baltasar recibió la noticia de que estaba cesante. Por hacerle un favor no se le formaba expediente. Justicia de enero. No había perdido más que el pan y la honra. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El sombrero del cura
Cuento
El señor obispo de la diócesis, por razones muy dignas de respeto, prohibió, hace algunos años, que el clero rural anduviera por prados y callejas, costas y montañas, luciendo el levitón de anchos faldones y el sombrero de copa alta, demasiado alta muchas veces. Hoy todos los curas de mi verde Erín, de mi católica y pintoresca Asturias, usan traje talar, sombrero de teja, de alas sueltas y cortas; y, a fuerza de humildad y con prodigios de obediencia, consiguen montar a caballo con sotana o balandrán, sin hacer la triste figura y sortear las espinas de los setos, sin dejar entre las zarzas jirones del paño negro. Pero en los tiempos a que me refiero, no lejanos, el cura de la aldea ordinariamente parecía un caballero particular vestido de luto, con alzacuello de seda o de abalorios menudos y con levita y chistera, de remotísima moda las más veces. El diputado Morales, cacique desde Madrid de una gran porción del territorio del Norte, lo menos, del que abarca dos o tres arciprestazgos, pasa los veranos en su magnífica posesión de la Matiella, en lo más alto de una colina cercana al mar. Desde el palacio, que así lo llaman los aldeanos, de los Morales se ve el cabo de Peñas, que avanza sobre el Cantábrico con gallardía escultórica; y del otro lado, al Oriente, se domina la costa accidentada, verde y alegre, hasta el cabo del Olivo. Y por la parte de tierra asisten los pasmados ojos, por un momento, a la sesión permanente que, en augusto conclave, celebran, por siglos de siglos, los gigantes de Asturias, de las Asturias de piedra: el Sueve, los Picos de Europa, el Aramo…, y tantas otras moles venerables que el buen hijo de esta patria llega a conocer y amar como a sacras imágenes de un augusto misterioso abolengo geológico… De barro somos, y no es mucho pensar con respeto y cariño en la tierra, abuela… Pero Morales no pensaba en eso ni se paraba a contemplar el gran paisaje (panorama le llamaba él constantemente) que se podía admirar desde la Matiella. Sabía Morales que aquellas vistas valían mucho dinero, que por un capricho un indiano poderoso, o un banquero arrogante darían muchos miles de duros, encima de lo que por sí valía la quinta, nada más que por pagar las vistas soberbias…, que tampoco se pararían a contemplar banqueros soberbios ni soberbios indianos. -Mire usted, mire usted qué panorama -decía Morales a cualquier huésped de la Matiella, y apuntaba con el dedo al horizonte, mientras él le miraba al amigo la cadena del reloj, los guantes o la corbata. Para el cacique de la Matiella, diputado por juro de heredad, la Naturaleza, es decir, el campo, no era más que un marco para hacer resaltar el lujo de verano. A sus ojos, mucho más tenían que admirar las porquerías de escayola con que él había adornado la quinta que el Sueve y Peña Mayor, que él confundía vilmente. Sí; la Naturaleza era un buen mareo para sus vanidades veraniegas…, pero había que pulirlo, dorarlo…, echarle arena y cal hidráulica. La arena era su manía. Aborrecía los senderos en que se ve la tierra que se pisa. Senda sin arena, para Morales, era vergonzosa desnudez. Le encantaba también el pérfido engaño del cemento, que parece piedra, y oportune ataque inportune, el cacique interrumpía la vida lozana de aquellos verdores con obras de cal hidráulica. Otro adorno de sus dominios era… el clero rural: los párrocos, coadjutores, ecónomes y capellanes sueltos de aquellos contornos. Morales, naturalmente, creía en Dios, o, mejor, en la necesidad de inventarlo; un Dios personal, por supuesto, especie de freno automático para contener las pasiones de la multitud y conservar las venerandas instituciones… el papel en alza, cuando convenía. La impiedad le parecía a Morales una falta de respeto al jefe del Gobierno. Era, pues, muy propio de un conservador incondicional rodearse de toda la clerecía de aquellos arciprestazgos, de que él venía a ser el brazo secular por mediación de alcaldes, jueces municipales, etc., etc. Sí, quería el freno religioso, el triunfo de la Iglesia…, pero con el concordato. Daba mucha importancia a las regalías. Le encantaba una Iglesia que fuese como la religión romana antigua, la de los paganos, una rueda de la administración pública… Miraba, dígase todo, en el fondo…, muy en el fondo…; dudaba…, creía que el progreso…; en fin, él había leído un artículo en que se extractaba la doctrina de Taine…, y… se atenía a los hechos. Quería el dogma para evitar que el mundo volviera a la barbarie; guardaba muchas consideraciones, a los señores curas…; pero…, ¡estaban tan atrasados!… ¡Aquella Teología! ¡Aquellos sombreros! El verdadero Dios de Morales, sin saberlo él, era una diosa: la moda. La moda en todo. En la ropa, en el arte, en las enfermedades, en los barbarismos y en la filosofía. ¡Y aquel respetable clero que se reunía en la Matiella vestía de una manera!… Morales era muy amigo de repetir que él, gracias al progreso, sabía más qué Aristóteles. Excuso decir que sabía mucho menos. También sabía más que Santo Tomás. Se reía, en el seno de la confianza, de la forma silogística. Aborrecía la rima en el verso; quería que las casas fueran de hierro, y filosofaba a lo jónico, moderno, asegurando que todo era electricidad. Llamaba neurastenia a todo lo que excedía de los alcances de su mísero espíritu, y creía bajo su palabra a la gente nueva cada vez que ésta le anunciaba que todo lo conocido caducaba, y que estaba para brotar el nuevo genio, el de la gran generación. A pesar de todo, era conservador en política, porque no había otra manera de conservar el distrito y la influencia de todos aquellos Ayuntamientos del contorno. ¡Pero, en el fondo, era él lo más avanzado, lo más modernista!… Y todo esto le venía de su real y espontánea afición, el último figurín, en materia de trapos. En fin: el gran villano, cuando hablaba a solas con su mujer, ¡llamaba cursi al cura de la Matiella! Era un sacerdote alto, moreno, de cara larga, no mucho, bien proporcionadas facciones, dientes limpios y sanos, labios frescos, cuello fuerte, buen torso, pierna larga, majestuoso sin afectación en los andares, pulcro y sencillo en el vestir. También usaba levita larga, pero no mucho; y el sombrero… -¡Verán ustedes qué sombrero! -nos dijo Morales una tarde de agosto, en que tomábamos café en la glorieta central del parque de la Matiella. Un criado acababa de anunciar al señor cura de la parroquia. Morales y el cura, por cosquillas de Morales y dignidad del párroco, habían estado sin verse dos o tres años; pero le había convenido al cacique una reconciliación, y el clérigo se había apresurado a admitirla, por caridad y espíritu sinceramente humilde. La tarde anterior, Morales había visitado al cura, le había invitado a tomar café al día siguiente, y él no tenía sobre la cabeza más que un humildísimo gorro negro. -¡Verán ustedes qué sombrero! -repitió Morales, pensando en la chistera que usaba el cura tres o cuatro años antes. No recordaba el sombrero, sino la impresión que a él le había hecho; no recordaba, sino que era de modelo antiquísimo, de figura antediluviana… Por un sendero en zig-zag, de resplandeciente arena amarillenta, se fue acercando una figura negra, esbelta. Veinte ojos fisgones, seis de ellos de mujer, ojos de gente madrileña, se habían clavado en el buen clérigo, y parecía que le estaban examinando de la ciencia de andar por un parque de gente rica como se debe. Largo era el examen, porque larga era la distancia; pero el cura no se daba gran prisa a abreviar el trance, que para él, por lo visto, no era amargo ni siquiera molesto. Casi todos estábamos cubiertos, porque en aquellas alturas soplaba con fuerza el Noroeste, y cubierto venía el cura. Al llegar a la glorieta, echó mano al sombrero, hizo muy airosa cortesía y se volvió a cubrir. Puestos en pie nosotros, imitamos su gesto. ¿Y… el sombrero? ¿El sombrero del señor cura? El sombrero del señor cura no tenía nada de particular. No, era nuevo, sin duda, pero estaba limpio y sin abolladuras; el pelo teníalo bastante bien conservado, y no nos pareció ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni de alas sobrado anchas, ni muy estrechas; y la forma de la copa ni demasiado curva nos pareció, ni de cilindro desairado ni de tronco de cono; era un sombrero de copa alta, aproximadamente como los que nosotros habíamos dejado en casa. Todos nos volvíamos hacia Morales, como pidiéndole cuentas de aquella decepción. Morales se encogió de hombros. Mientras el cura saludaba particularmente al amo de la casa, un pollo de Madrid, gente nueva, preguntó a Morales en voz baja: -Pero, ¿es el mismo? -¡Eso sí; el mismo! -Sin duda…, como no le he visto en tres años…, y entonces era tan diferente la moda… -Eso es -me atreví yo a decir-. El tiempo ha hecho otra vez de moda al sombrero antediluviano del señor cura. Morales, el pollo «gente nueva», y algunos otros se turbaron un poco por efecto de mis palabras. -¿Por qué? -Ya nos lo explicará con la mayor inocencia el señor cura de la Matiella, el del sombrero. 2 Gracias a los buenos puros, los buenos licores y al calor y la gracia de la conversación, se fue animando la gente, y a poco de haber entrado, en el corro el cura de la Matiella ya le tratábamos como a conocido antiguo; y él, seguro de haber parecido simpático, hablaba con gran soltura, alegre, sin dejar de medir las palabras, aunque salían abundantes y espontáneas. -¡El progreso, el progreso! -decía el señor cura-. Yo también creo en el progreso…, pero no como ustedes, que ven en él un ídolo, un fetiche, que tiene por símbolo una línea recta. El progreso no es un dios, y es una curva sinuosa. Vean ustedes este sombrero y, al decir esto, colocó el sombrero que tanto habíamos mirado sobre sus rodillas-. Vean ustedes; este sombrero me ha enseñado a mí mucho acerca del cambio de las cosas. Nuestro ilustre diputado el señor Morales, a cuya salud bebo esta copita, cree que en cuestión de ropa, de música, de jardinería, de filosofía y hasta de teología, lo mejor es la última moda, y que debemos andar siempre a la última. Yo creo que lo mejor es lo racional, lo prudente, que unas veces está de moda y otras no. Yo he leído un poquillo, poco; y recuerdo que Descartes, en el Discurso del método, dice, sobre poco más o menos, algo como esto: que lo mejor es colocarse en el medio, a igual distancia de los extremos, porque aunque la verdad esté en un extremo, a él se irá más pronto desde el medio que desde el otro extremo. Cuando compré este sombrero, hace muchísimos año, lo escogí a mi gusto. El sombrerero me puso delante otros muchos que eran de moda, diciéndome: «Ése que usted escoge ya no se lleva.» «Pues me lo llevo yo», repuse. Entonces se estilaban las chisteras con alas muy recortadas y pegaditas a la copa, que era muy alta. Mi sombrero, éste, tenía las alas algo anchas, para que diesen un poco de sombra al rostro y no dejaran desairada la copa por desproporción. Pero, claro, comparadas aquellas alas con las de moda, parecían anchísimas, y la copa regular, muy baja al lado de las que estaban en uso. Pero yo salía tan contento con mi compra en la cabeza, tranquila la conciencia, porque sabía que llevaba una prenda útil para su empleo y de proporciones regulares. Mas los caballeros y señoras con que tuve que tratar en la ciudad no lo veían como yo, porque, sin duda, encontraban anticuado aquel inocente pedazo de fieltro. Pasaron años; volví a la ciudad con mi sombrero, y también noté que llamaba la atención. Cuando fui a plancharlo, el sombrerero me explicó el motivo: la copa era escandalosa por lo alta, y las alas ridículas por lo estrechas… El sombrero de moda era de anchísimas alas y de copa tan baja, que no era digna de una verdadera canoa. Valga la verdad, hasta los chiquillos se reían, más o menos disimuladamente, de este pobre veterano (dando golpecitos sobre el sombrero), que les parecía una torre de Babel. Pero las modas pasan, y mi sombrero dura; así que, después de algún tiempo, volví a la ciudad, y noté que la bimba de este cura no llamaba la atención; por casualidad, y por poco tiempo, la moda coincidió con mi gusto, sobre poco más o menos; los sombreros de copa de los caballeros que veía pasar junto a mí eran de tamaño y figura del mío. Volví a planchar el vejete este, y al sombrerero no se le ocurrió proponerme que lo reformara. Estaba bien. Aquella forma era la corriente. Como las rechiflas de antaño no me habían dado frío, no me daba calor esto de andar a la moda por una temporada, de pelos arriba. Yo seguí contento con mi vetusta cobertura, no porque fuese de moda, sino porque era útil, conforme con su destino y las leyes constantes de la proporción. Otra vez volvió a estar mi sombrero anticuado, y volví yo a no incomodarme por eso. En el presente momento histórico, como dicen en el Congreso, mi chapeau vuelve a ser como los que se usan, ¿no es así, caballeros? Vuelve a la moda…, pero no me alegro; como no me dará pena que la moda se separe de mí. Larga pausa. -Pues lo que digo del sombrero, lo digo de la cabeza… y del corazón. Cuando escogí estado, cuando seguí mi vocación, cuando me aferré a mis ideas, a mi fe y a mis amores cristianos… no estaban de moda, no, la religión, la fe, ni el cristianismo. Ahora parece que entre la gente de más aristocrático pensamiento soplan aires místicos, o que así llaman, yo algo he leído de eso, y no todo me olió a farsa, aunque sí mucho. Bien venidos sean esos nuevos cristianos, si vienen solos, es decir, si no vienen con el diablo de la hipocresía o de la vanidad. Me temo, sin embargo, que esa ola favorable pasará; que la barca, que ustedes saben, seguirá luchando con las tempestades del mundo… Como quiera que sea, yo siempre tendré sabido que para Dios no hay evoluciones ni progresos; su gloria es eterna…, et nunc et semper. Perseguidos o respetados, nosotros siempre lo mismo. Y, poniéndose en pie, terminó diciendo: -Quien ve mi sombrero, me ve a mí. Según mi razón, escogí este chisme; según mi fe y mi conciencia, seguí la bandera de Jesús, y aunque hay muchas cosas que cambian y mejoran, no pueden variar las condiciones principales que debe tener un sombrero de copa alta, ni puede haber moda que eclipse la gloria de Cristo. ¡Ay del que le siga mirando si muchos o pocos le acompañan! A la moda, señores, en conclusión, le pasa lo que a la Academia, según la célebre sentencia de un crítico agudo: la moda es también una autoridad… cuando tiene razón. Hubo un momento de silencio. El amo de la casa se atrevió a romperlo, exclamando: -Usted saca el Cristo, señor cura, eso no vale. Dejemos las cosas de tejas arriba; en este bajo mundo… -¿Negará usted que la evolución es una ley universal demostrada hasta la sociedad? -El devenir. -Hégel… -Darwin… -Spencer… Mientras aquellos señores abrumaban al pobre cura de la Matiella con alardes de erudición filosófica de segunda o tercera mano, queriendo imponerle como leyes racionales las preocupaciones del propio psitacismo, yo le estaba agradeciendo al buen clérigo, en el fondo del alma, aquella lección sencilla y edificante, que venía a sancionar mis pesares más íntimos y mi conducta en la modesta cátedra, donde años y años llevo diciendo a mis queridos discípulos que procuren ser buenos ante todo, y además, y si tienen tiempo, que procuren encontrar por el camino que parece más racional, menos expuesto a engaños, una ciencia que yo no tengo y que, por lo mismo, no puedo enseñarles. Hace tres lustros, yo me presenté en mi cátedra con un sombrero que no estaba de moda; tenía, es claro, buen cuidado de explicar siempre, porque en punto a filosofía, hay que atender poco a los sombreros que llevan los demás; pero con todo, por conciencia, también advertía siempre que lo corriente entonces no era pensar así. El positivismo (¡y qué positivismo el que llega a las masas de los ateneos, academias, cátedras, foros, congresos, clubs, anfiteatros y laboratorios!) era en aquellos días aquí en España la última palabra. Yo combatía con toda la fuerza de mi convicción las teorías capitales del positivismo, sin negar sus méritos, sus servicios, sus verdades particulares, ni el genio ni el talento de tales o cuales positivistas. Era yo joven, y parecía en cátedra un viejo, un rezagado. Pasaron años…, y mi sombrero, como el del cura de la Matiella, está por esos mundos del pensamiento, de moda; a la última… ¿Por qué no decirlo a los discípulos? Se lo digo con cierta satisfacción contenida, hasta algo melancólica. Mis ideas son novísimas, mi tendencia la de los jóvenes maestros de Europa y América…; pero yo no parezco un joven, porque voy siendo viejo de veras. Y como para el viejo, aunque no sea perro, no hay tus tus, sin que deje de halagarme el ver en autores flamantes confirmadas mis opiniones, no siento por ello demasiado calor. Y, como el cura de la Matiella, aunque pase la moda de mi sombrero, pienso conservarlo hasta que me muera…, y acaso después. Et nunc et semper. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
El viejo y la niña
Cuento
Viejo precisamente… no. Pero comparado con ella, sí; podía ser su padre. Esto bastaba para que los dos se vieran separados por un abismo de tiempo; y lo mismo que ellos, la madre de ella y el mundo, que los dejaba andar juntos y solos por teatros y paseos, sin desconfianza ni sospecha de ningún género. Era él primo de la madre, y ésta pensando en que, de chicos, habían sido algo novios, sacaba en consecuencia que dejar a su hija confiada a aquel contemporáneo suyo no ofrecía ningún peligro, ni podía dar que decir a la malicia. Años y años vivieron así. Si queréis figuraros como era él, recordad a Sagasta, no como está ahora, naturalmente, sino como estaba allá, por los días en que dijo que iba “a caer del lado de la libertad”… sin romperse ningún peroné, por entonces. Tenía don Diego facciones más correctas que don Práxedes, pero el mismo no sé qué de melancolía elegante, simpática. Tenía el pelo negro todavía, con algo gris nada más en un bucle, sobre la sien derecha. En aquel rizo disimulado había una singular tristeza graciosa, que armonizaba misteriosamente con la mirada entre burlona y amorosa, algo cansada, y triste, con resignación que dan la piedad y la experiencia. Vestía con gusto según la elegancia propia de su edad. Ella… era todo lo bonita que ustedes quieran figurarse. Morena o rubia, no importa. Dulce, serena, de humores equilibrados, eso sí. Volvían del Retiro en una tarde de Septiembre, al morir el día. Habían estado en una tertulia al aire libre, rodeados, mientras ocupaban sillas del paseo, de una media docena de adoradores que a Paquita no le faltaban nunca. Eran todos jóvenes de pocos años; muy escogidos gomosos, como entonces se decía, de la más fina sociedad. No eran Sénecas, ni habían asado la manteca. Uno a uno, aislados, no empalagaban. Todos juntos, parecían esos ecos repetidos de la misma insustancialidad. Costaba trabajo distinguirlos, a pesar de las diferencias físicas. Paquita, al llegar a la Puerta de Alcalá, se cogió del brazo de su inofensivo amigo, que venía un poco preocupado, algo conmovido, pero no con pensamientos tristes. –¿Pero ves, que he de estar condenada a bebé perpetuo? –¿Cómo bebés? Eduardo ya tiene lo menos veinte años y Alfredo sus diez y nueve. –¡Ya ves que gallos! –¿Y para qué quieres tú gallos? Callaron los dos. Demasiado sabía don Diego que a Paquita no le gustaban los pocos años. De esto habían hablado mil veces, con gran complacencia del muy socarrón amigo, y, como tutor callejero de la niña. Varios novios le había conocido don Diego a Paquita; como que él era su confidente en casos tales. Pero duraban siempre los amores inocentes de aquella niña poco; y ahondaban casi nada en su espíritu. Por vanidad, por curiosidad, por agradar a la madre, que quería relaciones que fueran formales y procurasen un posición segura a la hija, admitía aquellos escarceos amorosos Paquita; pero, en rigor nunca había estado todavía «lo que se llama enamorada». También esto lo sabía don Diego; y ella se lo repetía a menudo, casi orgullosa de aquel modo de sentir suyo, y se lo decía una vez y otra vez a su amigo y Mentor, como quien insiste en una obra de caridad. En tanto años de vida íntima, de familiaridad constante, jamás de los labios de don Diego había salido una palabra que pudiese tomar Paquita por atrevimiento de galán con pretensiones. En cambio su vida común estaba llena de elocuentísimos silencios; y en los contactos indispensables en paseos, teatros, iglesias, bailes, etc., etc., ni nunca había habido deshonestos ademanes, ni siquiera insinuaciones que la joven hubiese podido llevar a mala parte, había habido por uno y otro lado no confesada delicia. Paquita se fijaba en que los novios cambiaban y el amigo viejo siempre era el mismo. Sin decírselo, los dos sabían que el otro pensaba esto; que era mucho más serio aquel contrato innominado de su amistad extraña, que los amoríos pasajeros, casi infantiles, de la niña. Otra cosa sabían los dos: que Paquita estimaba en todo lo que valía la pulquérrima conducta de D. Diego, que jamás, ni con disculpa del grandísimo deseo ni con disculpa de la insidiosa ocasión, había sucumbido a las tentaciones que el íntimo y continuo trato le hacía padecer. Jamás el más pequeño desmán… y eso que la frialdad y apatía ni el más ciego podía señalarlas como causa de aquella prudencia sublime. Él y ella se acordaban de los besos que cuando Paquita era niña, niña del todo, regalaba al buen señor, y aquello había concluido para no volver; y D. Diego había sido el primero a renunciar, sin que mediaran explicaciones, es claro, a tamaña regalía. –¿Por qué has reñido con Periquillo? – le preguntaba en una ocasión el viejo a la niña. –Porque se empeñaba en que me estuviera al balcón las horas muertas, viéndole pasear la calle, y yo no quise… porque me aburría. Y los dos reían a carcajadas, pensando en aquel modo tan singular de querer a sus novios que tenía Paquita. Aquella tarde, volvía muy contento, para sus adentros, D. Diego, porque en la tertulia al aire libre, en el Retiro, él había lucido su ingenio, con gran naturalidad y modestia, a costa de aquellos pobres sietemesinos. Paquita le había admirado, echando chispas de entusiasmo contenido por los ojos; bien lo había reparado él. Por eso volvía tan satisfecho… y con una tentación diabólica, que mil veces había tenido, pero a que siempre había resistido… y que ahora no creía poder resistir. Llegaron al Prado y a Paquita se le ocurrió sentarse allí otra vez. La tarde, ya cerca del oscurecer, estaba deliciosa; y declaró la niña que le daba pena meterse en casa tan pronto, perder aquel crepúsculo, aquella brisa tan dulce… Se sentaron, muy solos, sin alma viviente que reparase en ellos. Hablaron con gran calor, muy alegres los dos, sin saber por qué, los ojos en los ojos. –¿En qué piensas?– preguntó Paquita al ver de pronto ensimismado a D. Diego. –Oye, Paca… ¿Quién es en el mundo la persona, sin contar a tu madre, de tu mayor confianza? –¿Quién ha de ser? Tú. –Bueno, pues… – y D. Diego empezó a decir unas cosas que dejaba atónita a la niña. Él habló mucho, con mucha pasión y muchos circunloquios. Nosotros tenemos más prisa y menos reparos, y tenemos que decirlo todo en pocas palabras. Ello fue algo así: D. Diego propuso que jugaran un juego que era una delicia, pero al cual solo podían jugar dos personas de sexo diferente, si el juego había de tener gracia, y que se fiaran en absoluto la una de la otra. Era menester que se diera mutua palabra, seguro cada cual de que el otro la cumpliría, de no sacar ninguna consecuencia práctica del juego aquel; que por eso era juego. Consistía la cosa en confesarse mutuamente, sin reserva de ningún género, lo que cada cual pensaba y sentía y había penado y sentido acerca del otro; lo malo, por malo que fuere, lo bueno, por bueno que fuera también. Y después, como si nada se hubieran dicho. No debía ofenderse por lo desagradable, ni sacar partido de lo agradable. Paquita estaba como la grana; sentía calentura: había comprendido y sentido la profunda y maliciosa voluptuosidad moral, es decir, inmoral, del juego que el viejo la proponía. Había que decir todo, todo lo que se había pensado, a cualquier hora, en cualquier parte, con motivo de aquel amigo; cuantas escenas la imaginación había trazado haciéndole figurar a él como personaje… Paquita, después de parecer de púrpura, se quedó pálida, se puso en pie, quiso hablar y no pudo. Dos lágrimas se le asomaron a los ojos. Y sin mirar a D. Diego, le volvió la espalda, y con paso lento echó a andar, camino de su casa. El viejo asustado, horrorizado por lo que había hecho, siguió a la pobre amiga; pero sin osar emparejarse con ella, detrás, como un criado. No se atrevía a hablarle. Solo, al llegar al portal de la casa de ella, osó él decir: –Paquita, Paquita, ¿qué tienes? Oye: ¿Qué tienes? ¿Yo, qué te he hecho? ¿Qué dirá mamá?… Ella, sin contestarle, ni volver la cabeza, la movió lentamente con signo negativo. No, no hablaría: su madre no sabría nada… Pero al llegar a la escalera echó a correr, subió como huyendo, llamó a la puerta de su casa apresurada; y cuando abrieron desapareció, y cerró con prisa, dejando fuera al mísero D. Diego. El cual salió a la calle aturdido, y avergonzado; y cuando vio a dos del orden en una esquina, sintió tentaciones de decirles: –Llévenme ustedes a la cárcel, soy un criminal; mi delito es de los más feos, de esos cuya vista tienen que celebrarse a puerta cerrada, por respeto al pudor, a la honestidad… *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
En el tren
Cuento
El duque del Pergamino, marqués de Numancia, conde de Peñasarriba, consejero de ferrocarriles de vía ancha y de vía estrecha, ex ministro de Estado y de Ultramar… está que bufa y coge el cielo… raso del coche de primera con las manos; y a su juicio tiene razón que le sobra. Figúrense ustedes que él viene desde Madrid solo, tumbado cuan largo es en un reservado, con que ha tenido que contentarse, porque no hubo a su disposición, por torpeza de los empleados, ni coche-cama, ni cosa parecida. Y ahora, a lo mejor del sueño, a media noche, en mitad de Castilla, le abren la puerta de su departamento y le piden mil perdones… porque tiene que admitir la compañía de dos viajeros nada menos: una señora enlutada, cubierta con un velo espeso, y un teniente de artillería. ¡De ninguna manera! No hay cortesía que valga; el noble español es muy inglés cuando viaja y no se anda con miramientos medioevales: defiende el home de su reservado poco menos que con el sport que ha aprendido en Eton, en Inglaterra, el noble duque castellano, estudiante inglés. ¡Un consejero, un senador, un duque, un ex-ministro, consentir que entren dos desconocidos en su coche, después de haber consentido en prescindir de una berlina-cama, a que tiene derecho! ¡Imposible! ¡Allí no entra una mosca! La dama de luto, avergonzada, confusa, procura desaparecer, buscar refugio en cualquier furgón donde pueda haber perros más finos… pero el teniente de artillería le cierra el paso ocupando la salida, y con mucha tranquilidad y finura defiende su derecho, el de ambos. -Caballero, no niego el derecho de usted a reclamar contra los descuidos de la Compañía… pero yo, y por lo visto esta señora también, tengo billete de primera; todos los demás coches de esta clase vienen llenos; en esta estación no hay modo de aumentar el servicio… aquí hay asientos de sobra, y aquí nos metemos. El jefe de la estación apoya con timidez la pretensión del teniente; el duque se crece, el jefe cede… y el artillero llama a un cabo de la Guardia civil, que, enterado del caso, aplica la ley marcial al reglamento de ferrocarriles, y decreta que la viuda (él la hace viuda) y su teniente se queden en el reservado del duque, sin perjuicio de que éste se llame a engaño ante quien corresponda. Pergamino protesta; pero acaba por calmarse y hasta por ofrecer un magnífico puro al militar, del cual acaba de saber, accidentalmente, que va en el expreso a incorporarse a su regimiento, que se embarca para Cuba. -¿Con que va usted a Ultramar a defender la integridad de la patria? -Sí señor, en el último sorteo me ha tocado el chinazo. -¿Cómo chinazo? -Dejo a mi madre y a mi mujer enfermas y dejo dos niños de menos de cinco años. -Bien, sí; es lamentable… ¡Pero la patria, el país, la bandera! -Ya lo creo, señor duque. Eso es lo primero. Por eso voy. Pero siento separarme de lo segundo. Y usted, señor duque, ¿a dónde bueno? -Phs… por de pronto a Biarritz, después al Norte de Francia… pero todo eso está muy visto; pasaré el Canal y repartiré el mes de Agosto y de Septiembre entre la isla de Wight, Cowes, Ventnor, Ryde y Osborn… La dama del luto y del velo, ocupa silenciosa un rincón del reservado. El duque no repara en ella. Después de repasar un periódico, reanuda la conversación con el artillero, que es de pocas palabras. -Aquello está muy malo. Cuando yo, allá en mi novatada de ministro, admití la cartera de Ultramar, por vía de aprendizaje, me convencí de que tenemos que aplicar el cauterio a la administración ultramarina, si ha de salvarse aquello. -Y usted ¿no pudo aplicarlo? -No tuve tiempo. Pasé a Estado, por mis méritos y servicios. Y además… ¡hay tantos compromisos! Oh, pero la insensata rebelión no prevalecerá; nuestros héroes defienden aquello como leones; mire usted que es magnífica la muerte del general Zutano… víctima de su arrojo en la acción de Tal… Zutano y otro valiente, un capitán… el capitán… no sé cuántos, perecieron allí con el mismo valor y el mismo patriotismo que los más renombrados mártires de la guerra. Zutano y el otro, el capitán aquél, merecen estatuas; letras de oro en una lápida del Congreso… Pero de todas maneras, aquello está muy malo… No tenemos una administración… Conque ¿usted se queda aquí para tomar el tren que le lleve a Santander? Pues ea; buena suerte, muchos laureles y pocos balazos… Y si quiere usted algo por acá… ya sabe usted, mi teniente, durante el verano, isla de Wight, Cowes, Ryde, Ventnor y Osborn… El duque y la dama del luto y el velo quedan solos en el reservado. El ex-ministro procura, con discreción relativa, entablar conversación. La dama contesta con monosílabos, y a veces con señas. El de Pergamino, despechado, se aburre. En una estación, la enlutada mira con impaciencia por la ventanilla. -¡Aquí, aquí! -grita de pronto-; Fernando, Adela, aquí… Una pareja, también de luto, entra en el reservado: la enlutada del coche los abraza, sobre el pecho de la otra mujer llora, sofocando los sollozos. El tren sigue su viaje. Despedida, abrazos otra vez, llanto… Quedaron de nuevo solos la dama y el duque. Pergamino, muerto de impaciencia, se aventura en el terreno de las posibles indiscreciones. Quiere saber a toda costa el origen de aquellas penas, la causa de aquel luto… Y obtiene fría, seca, irónica, entre lágrimas, esta breve respuesta: -Soy la viuda del otro… del capitán Fernández. FIN 1901
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
En la droguería
Cuento
El pobre Bernardo, carpintero de aldea, a fuerza de trabajo, esmero, noble ambición, había ido afinando, afinando la labor; y D. Benito el droguero, ricacho de la capital, a quien Bernardo conocía por haber trabajado para él en una casa de campo, le ofreció nada menos que emplearle, con algo más de jornal, poco, en la ciudad, bajo la dirección de un maestro, en las delicadezas de la estantería y artesonado de la droguería nueva que D. Benito iba a abrir en la Plaza Mayor, con asombro de todo el pueblo y ganancia segura para él, que estaba convencido de que iría siempre viento en popa. Bernardo, en la aldea, aun con tanto afán, ganaba apenas lo indispensable para que no se muriesen de hambre los cinco hijos que le había dejado su Petra, y aquella queridísima y muy anciana madre suya, siempre enferma, que necesitaba tantas cosas y que le consumía la mitad del jornal misérrimo. Su madre era una carga, pero él la adoraba; sin ella la negrura de su viudez le parecería mucho más lóbrega, tristísima. Bernardo, con el cebo del aumento de jornal, no vaciló en dejar el campo y tomar casa en un barrio de obreros de la ciudad, malsano, miserable. -Por lo demás, -decía-, de los aires puros de la aldea me río yo; mis hijos están siempre enfermuchos, pálidos; viven entre estiércol, comen de mala manera y el aire no engorda a nadie. Mi madre, metida siempre en su cueva, lo mismo se ahogará en un rincón de una casucha de la ciudad que en su rincón de la choza en que vivimos. Tenía razón. Y se fue a la ciudad. Pero en la aldea no conocía una terrible necesidad que en el pueblo echaron de ver él y su madre, por imitación, por el mal ejemplo: el médico y sus recetas. Los demás obreros del barrio tenían, por módico estipendio, asistencia facultativa y ciertas medicinas, gracias a una Sociedad de socorros mutuos. En el campo, cada año, o antes si había peligro de muerte, veían al médico del Concejo que recetaba chocolate. Ramona, la madre, con aquel refinamiento de la asistencia médica, empezó a acariciar una esperanza loca, de puro lujo: la de sanar, o mejorar algo a lo menos, gracias a dar el pulso a palpar y enseñarle la lengua al doctor, y gracias, sobre todo, a los jarabes de la botica. Bernardo llegó a participar de la ilusión y de la pasión de su madre. Soñó con curarla a fuerza de médicos y cosas de la botica. El doctor, chapado a la antigua, era muy amigo de firmar recetas; no era de estos que curan con higiene y buenos consejos. Creía en la farmacopea, y era además aristócrata en materia médica; es decir, que las medicinas caras, para ricos, le parecían superiores, infalibles. Metía en casa de los pobres el infierno de la ambición; el anhelo de aplacar el dolor con los remedios que a los ricos les costaban un dineral. El tal Galeno, después de recetar, limitándose los cortos alcances que la Sociedad le permitía, respiraba recio, con cierta lástima desdeñosa, y daba a entender bien claramente que aquello podía ser la carabina de Ambrosio: que la verdadera salud estaba en tal y cual tratamiento, que costaba un dineral; pues entraban en él viajes, cambios de aire, baños, duchas, aparatos para respirar, para sentarse, para todo, brebajes reconstituyentes muy caros y de eso muy prolongado… en fin, el paraíso inasequible del enfermo sin posibles… Bernardo tenía el alma obscurecida, atenaceada por una sorda cólera contra los ricos que se curaban a fuerza de dinero; entre los suspiros, las quejas y sugestiones de su madre, y aquella constante tentación de las palabras del médico que le enseñaba el cielo de la salud de su madre… allá, en el abismo inabordable, le habían cambiado el humor y las ideas; ya no era un trabajador resignado, sino un esclavo del jornal, que oía pálido y rencoroso las predicaciones del socialismo que en derredor suyo vagaban como rumor de avispas en conjura. No envidiaba los palacios, los coches, las galas; envidiaba los baños, los aparatos, las medicinas caras. Ahí estaba la injusticia: en que unos, por ricos, se curaran, y los pobres, por pobres, no. Para echar más leña al fuego, vino la amistad con el droguero D. Benito. Terminada la obra de los lujosos anaqueles, abierta solemnemente al público la nueva tienda, conforme a los últimos adelantos, de manera que, según frase que corrió mucho, nada tenía que envidiar al mejor establecimiento de París, en su clase. Bernardo tomó la costumbre de pasar algún rato, después del trabajo en la droguería, conversando con los dependientes de D. Benito y con el mismo D. Benito. Bernardo se creía un poco partícipe de la gloria de aquel gran palacio de la salud puesto que había trabajado en toda la obra de ebanistería. Además, le atraían los cacharros, aquella luciente porcelana con letreros de oro, que encerraba, como en urnas sagradas, el misterio de la salud, a precios fabulosos, imposibles para un jornalero. Ante los escaparates, Bernardo se extasiaba. Admiraba, primero, una especie de Apolo, de barro barnizado, que sonreía frente a la plaza, tras los cristales, rodeado de vendas, como una momia egipcia, con un brazo en cabestrillo y una pierna rota, sujeta por artísticos rodrigones ortopédicos. Admiraba las grandes esponjas, que curaban con chorros de agua; los aparatos de goma, para cien usos, para mil comodidades de los enfermos; los frascos transparentes, llenos de píldoras que costaban caras, como perlas; las botellas elegantes, aristocráticas, bien lacradas y envueltas en vistosos papeles, como damas abrigadas con ricos chales; botellas de vinos de los dioses, todos dulzura y fuerza, la salud, la vida en cuatro gotas. Todo lo admiraba, porque en todo creía; porque el médico de su madre le había hecho supersticioso de la religión de los específicos, de las curas infalibles, pero lentas, carísimas. Y D. Benito, y su gente, por la cuenta que les tenía, y por amor al arte, y por ver al pobre carpintero pasmado ante tanto prodigio, remachaban el clavo describiéndole las curas maravillosas de estas y las otras drogas, del vino tal, de los granos cuál y del extracto X. Pero… lo de siempre: todo era muy caro, todo exigía perseverancia, uso continuo durante mucho tiempo…; es decir, todo exigía que Bernardo, para curar a su madre con aquellos portentos, gastase en un mes lo que ganaba en un año… Y el infeliz se contentaba con mirar, palpar a veces, tomar en peso paquetes, frascos, botellas, etc., etcétera… y suspirar y resignarse. Su pobre madre no curaría; porque él podía comprarle, con gran sacrificio, la medicina cara una vez, dos veces… pero luego, ¿qué? El mal vendría más fiero y el dinero se habría acabado y hasta el crédito… y… imposible, imposible. La prueba de que todo aquello era para ricos, muy caro, estaba en lo rico que se había hecho don Benito; tenía ya millones… Era un trato: él daba la salud y a él le pesaban en oro… los que podían. * * * Una tarde vio Bernardo entrar en la droguería a un anciano que parecía un difunto; un difunto de muy mal humor, con un ceño que era mueca de condenado; encorvado, como si estuviese herido por una maldición del cielo, con la respiración anhelante, irregular, los pómulos salientes, los ojos brillantes y angustiosos de modo siniestro. Vestía traje de muy buen corte, de riquísimo paño, pero muy descuidadamente. Entró sin saludar, se sentó en un sillón que solía ocupar D. Benito, y al momento le rodearon, con grandes muestras de respeto, todos los dependientes. A poco se presentó el amo, gorra en mano, y haciendo reverencias. -¡Oh, D. Romualdo! Cuánta honra… después de siglos… -Perdona, Benito; pero si vengo por aquí de tarde en tarde es… porque… ya sabes que todo esto me revienta. Si tuvieras tienda de juguetes no faltaría una tarde… de las pocas que el condenado mal me deja salir de casa. Pero estas porquerías (y señalaba a los cacharros de los anaqueles) me repugnan… ¡Qué farsa! ¡Los médicos! ¡Mal rayo! Cada receta un pecado mortal… D. Benito y los suyos sonrieron; no osaron contradecir al D. Romualdo, que parecía un muerto muy bien vestido. Por la conversación que siguió, fue Bernardo enterándose de cosas que le vino muy bien saber. D. Romualdo era el primer ricachón del pueblo, protector illo tempore de D. Benito; enfermo crónico, desesperado, sin resignación, furioso, con un achaque por cada millón, inútil para curar sus males. Muchos años hacía, también aquel millonario había creído, como el jornalero Bernardo, en el misterioso prestigio de la medicina infalible, en el don de salud de la receta cara; con vanidad, con orgullo, casi contento con tener que poner a prueba el poder mágico del dinero, creyendo que hasta alcanzaba a dar vida, energía, buenas carnes y buen humor, el Fúcar aquel había derrochado miles y miles en toda clase de locuras y lujos terapéuticos; conocía mejor, y por cara experiencia, las termas célebres de uno y otro país que el famoso Montaigne, tan perito en aguas saludables; no había aparato costoso, útil para sus males, que él no hubiera ensayado; en elixires, extractos y vinos nutritivos había empleado caudales… y al cabo, viejo, desengañado, hasta con remordimientos por haber creído y predicado tanto aquella religión de la salud a la fuerza y a costa de oro, confesaba con rabia de condenado la impotencia de la riqueza, la inutilidad de las invenciones humanas para impedir las enfermedades necesarias y la muerte. De tarde en tarde, y como por el placer de ir a insultar a las engañosas drogas, en su casa, cara a cara, se presentaba D. Romualdo en la lujosa tienda de D. Benito, donde tanto gasto había hecho, donde ya no gastaba ni un real. Su tema era repetir a su antiguo protegido: -¿Por qué no te deshaces de toda esta farsa, de toda esta porquería, y pones almacén de juguetes? No es menos serio y es más sincero; así no se engaña a nadie: venderías los cañones, los sables de mentirijillas por lo que son; no dirías: esto es de verdad, sino, es broma. Notó Bernardo que allí nadie se atrevía a contradecir aquel dogma de la inutilidad de drogas y recetas, caras o baratas; todos decían amén a los desprecios del ricacho; nadie le proponía tal o cual específico para ninguno de los infinitos dolores de que se quejaba. En cambio, se tomaban muy en serio las últimas esperanzas de curación que D. Romualdo ponía: 1.º en un apóstol que acababa de llegar al pueblo y curaba con agua de la fuente y falsos latines… y 2.º en un viaje a Lourdes. * * * Cuando se marchó D. Romualdo de la droguería, lanzando furiosas miradas de ira y de desprecio a estantes y escaparates, Bernardo, que no había dicho palabra, se levantó, dio las buenas tardes y salió a la calle. Respiró con fuerza. Se fue a dar un paseo hacia las afueras, al campo. Ya obscurecía. Las estrellas le dijeron algo de igualdad en lo inmenso, de igualdad en la pequeñez de la miseria humana. Su madre no sanaba… porque hay que morir…, no por pobre… D. Romualdo no sanaba tampoco… El dinero… las medicinas caras… ilusiones. Todos iguales, pensaba, todos nada. Y, entre triste y satisfecho, sentía un consuelo. 1901
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
González Bribón
Cuento
Es más bien bajo que alto; tiene unos ojos azules muy fríos, que, por lo punzantes,  a ratos, parecen oscuros (porque lo azul no pincha, como opinarán los decadentes americanos, que todo lo ven azul); cuando González Bribón mira sin odio (sin amor siempre mira) sus ojos claros parecen un lago, es decir, dos… helado, helados. Una noche salimos de un estreno de Echegaray, de aquellos que levantaban verdaderas tempestades; era en tiempos en que el burgués de las inverosimilitudes todavía no era crítico. Salíamos riñendo, como siempre; entusiasmados nosotros, indignados los enemigos; entre el barullo, junto al guardarropa, tropecé con Bribón. Me fui a él. -¿Y usted? ¿Qué opina usted?… ¿Es usted de los nuestros, o es usted de los indignados?… -Soy de los indignados, porque… me han perdido el gabán. -Pero ¿qué opina usted? -Opino eso, que me entreguen el gabán. Por lo visto pareció el gabán de pieles de González Bribón, y en él se metió como buen caracol literario. González Bribón es de su tiempo, es de su pandilla, es de su tertulia, es de su periódico, es de su daltonismo, esto es, que sólo cree en el color que ha escogido para verlo todo como su cristal se lo pinta. Se parece al río Piedra; los agravios que corren por el alma de Bribón se petrifican como la calumnia en la abadesa de «Miel de la Alcarria». Después, con el mármol, o «terra-cuota», de sus rencores, Bribón hace «bibelots» artísticos, muchas veces correctos. Es uno de esos egoístas que no lo parecen porque son nerviosos. Se mueve mucho, pero siempre es alrededor de sí mismo. En Bribón el «misoneísmo» (muy acentuado) es una forma de la autolatría. Todavía admira a Eguilaz, porque en tiempos de este, todavía era él, Bribón, joven, revistero de moda. Cual esos elegantes del año sesenta y tantos, que, como quien erige un monumento al recuerdo de sus conquistas, siguen vistiéndose, en lo posible, por el corte que usaban entonces, González Bribón se ha quedado a la zaga, muy a la zaga en gusto literario, no por incapaz de comprender y sentir lo nuevo, sino por nostalgia de sus verdores; por cariño a su tiempo. Es de los que hablan todavía de los chistes de Inza, y de los que llaman genio a Florentino Sanz, y le admiran por el «Quevedo», y porque se quedaba hasta muy tarde en el Casino. González Bribón no nació malo. Se hizo. Primero fue romántico. Se le conocía un drama en que hablaba mucho de la luna. Pero como la sátira de la crítica le hizo ver las estrellas, todo el clair de lune se le convirtió en bilis. Es capaz de aguardar veinte años para vengar un agravio. Frecuenta las oficinas donde sabe que tiene algún expediente que le interesa a algún crítico de los que se han burlado de su romanticismo, y emplea sus relaciones con los altos funcionarios para conseguir que el expediente no marche o marche mal. No acostumbra ir al Congreso, ni al Ateneo, ni a ningún sitio en que haya tribuna. Pero cuando sabe que habla algún enemigo literario suyo, va. Si el otro habla bien, se calla. Pero a fuerza de paciencia consigue que el enemigo le de el gusto de ponerse malo hablando, o de estar afónico, o de no complacer a los señores… Bribón sale de «estampía» en su periódico, gritando: «¡Si no podía menos! ¡Si ya lo habíamos previsto!». Tiene para seguir a sus adversarios la paciencia de aquel inglés que siguió a un famoso funámbulo por todo el mundo «hasta verle caerse de la cuerda y matarse». Bribón no pierde de vista «a sus rencores», y cuando los ve caer hace como que «estaba allí» por casualidad, y… ¡aquí que no peco! Parece cómplice de todas las desgracias. Lleva a los periódicos en que tiene parte como accionista, a sus amigos y protegidos… ¿Para qué le defiendan a él? No; para que ataquen a sus enemigos. Frecuenta mucho las librerías principales. ¿Sabéis por qué? Para espiar la venta de los libros ajenos. Procura quedarse a solas con el librero, y entonces, lleno de emoción, le pide, le suplica, que le confiese «si Fulano vende mucho». (Fulano, algún enemigo de Bribón). Goza con verdadero deliquio de envidia satisfecha, cuando le dice el librero que no «corre tal obra». El «crack» de la «novela larga», le tiene loco de contento. Sus principales antiguos enemigos, son «novelistas largos». (Él escribe cuentos). También procura estar bien relacionado con los editores extranjeros, y con los editores de revistas de París, Londres, Roma, Nueva York, etcétera, etc. ¿Para qué? Para mandarles «informes» de nuestros literatos. Por supuesto, poniendo en las nubes a sus pocos amigos, y omitiendo o descreditando a sus enemigos. Bribón es el autor de esas reseñas de literatura española contemporánea que publican de tarde en tarde, así como por compasión, algunos papeles ingleses, franceses e italianos. También se encarga con mucho gusto de mandar datos a las enciclopedias literarias, diccionarios biográficos y otras obras por el estilo. ¿Para qué? Para «omitir» a los enemigos o ponerlos de insignificantes  que dan lástima. «Hasta en la guía de forasteros» procura influir. ¿Cómo? Es toda una novela. Se hizo amigo del corrector de pruebas; un día le convidó a comer, le emborrachó, y como el otro le dijera que tenía que ir a corregir las pruebas del último «año» de «la guía», le pidió plenos poderes para ir en su lugar, a hacer sus veces. Y fue… y su enemigo mortal, X. Y. Z. que figuraba en el libro oficial en una lista que era una especie de escalafón… le rebajó dos o tres puestos y le quitó el Excelentísimo. Últimamente averiguó que las agencias telegráficas se han metido a críticas y mandan a las provincias telegramas dando cuenta de los estrenos y juzgando, en juicio sumarísimo, las obras estrenadas. Pues Bribón se ha hecho amigo de dos o tres Menchetas (empleo la palabra no en sentido patronímico, sino como apelativo común) y en cuanto hay estreno… de enemigo, ya se sabe, la agencia Abichuelas, o la agencia Fiebre, o la agencia Maleta les dicen a sus «provincianos»: «Catástrofe teatral… autor perseguido juez de guardia… Patatas simbólicas. Todo merecido». Puede suceder que sea mentira y se trate de un gran éxito, pero ¿quién le quita a Bribón el gusto de haber desacreditado a un enemigo por unas veinticuatro horas? Pero no se contenta con desacreditar a los literatos que aborrece. Les sigue la pista a los enemigos de aquellos a quien él aborrece y se complace en darles bombo. Bribón escribe unos artículos en que según su programa se habla «de todo menos de crítica literaria». Esto es un pretexto para no tener que hablar de los libros buenos de sus enemigos. Pero… a veces pide al lector permiso para «hacer una excepción» a favor de don Fulano… y escribe un bombo escandaloso para elogiar el libro de un cualquiera. Y ese cualquiera siempre es algún gozquecillo que le ha mordido las pantorrillas a un literato de los que odia Bribón. Bribón no escribe libros. Pero estos días se ha descolgado con una gran «biografía», en papel vitela, «a varias tintas», con retrato del biografiado… un volumen de todo lujo. Es el panegírico de don Insignificante de Tal. Un buen mozo, que vive amontonado con la infiel esposa de Z. X. Y…. del crítico que peor trató el drama romántico en que González Bribón decía aquellas cosas de la luna. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La conversión de Chiripa
Cuento
Llovía a cántaros y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del quiosco de la música, pero bien pronto le arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida, que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis, porque de negro había venido a dar un amarillento, como si padeciese ictericia, semejaba la fuente de la Alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían de terracota, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían míseros harapos puestos a… mojarse o para convertir la planta muerta en espantapájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie. Tenía Chiripa cuarenta años, y tan poco había adelantado en su carrera de mozo de cordel, que la tenía casi abandonada, sin ningún género de derechos pasivos. Por eso andaba tan mal de fondos, y por eso aquella misma y trágica mañana le habían echado del infame zaquizamí en que dormía; porque se habían cansado de sus escándalos de transnochador intemperante que no paga la posada en años y más años. -Bueno, peor para ellos -se había dicho Chiripa sin saber lo que decía, y tendiéndose en el banco del paseo público, donde creyó hacer los huesos duros, hasta que vino a desengañarle la furia del cielo. Así como los economistas dicen que la ley del trabajo es la satisfacción de las necesidades con el mínimo esfuerzo, Chiripa, vagamente pensaba que lo del mínimo esfuerzo era lo principal, y que a él habían de amoldarse también las necesidades, siendo mínimas. Era muy distraído y bastante borracho; dormía mucho, y como tenía el estómago estropeado le dejaba vivir de ilusiones, de flatos y malos sabores, comida ruin y fría y mucho líquido tinto, y blanco si era aguardiente. Vestía de lo que dejaban otros miserables por inservible, y con el orgullo de esa parsimonia en los gastos, se creía con derecho a no echar mano a un baúl sino de Pascuas a Ramos y cuando una peseta era absolutamente necesaria. Un día, viendo pasar una manifestación de obreros, a cuyo frente marchaba un estandarte que decía: «¡Ocho horas de trabajo», Chiripa estremeciéndose, pensó: «¡Rediós, ocho horas de trabajo; y para eso tiran bombas! Con ocho horas tengo yo para toda la temporada de verano, que es la de más apuro, por los bañistas.» En llevando dos reales en el bolsillo, Chiripa no podía con una maleta, ni apenas tenerse derecho. Pero tenía un valor pasivo, para el hambre y para el frío, que llegaba a heroico. Generalmente andaba taciturno, tristón, y creía, con cierta vanidad, en su mala estrella, que él no llamaba así, tan poéticamente, sino la aporreada… en fin, una barbaridad. Su apodo, «Chiripa» (el apellido no lo recordaba); el nombre debía ser Bernardo, aunque no lo juraría), lo tenía desde la remota infancia, sin que él supiera por qué, como no saben los perros por qué los llaman Nelson, Ney o Muley; si él supiera lo que era sarcasmo por tal tendría su mote porque sería el hombre menos chiripero  del mundo. Ello era que hacía unos treinta años (todos de hambre y de frío) eran tres notabilidades callejeras, especie de mosqueteros del hampa, Pipí, Chiripa y Pijueta. La historia trágica de Pipí ya sabía Chiripa que había salido en papeles, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido a su gloria. Sus gracias de pillete infantil ya nadie las recordaba; su fama, que era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería como gatadas de pillo célebre, como cosas de chiripa. «¡Bah!, el mundo era malo; y, si te vi, no me acuerdo.» Veía pasar, ya llenos de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico, porque no querrían ni reconocerle. Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era considerar un gran desatino el pedir ocho horas de trabajo. Prefería oír disparates, que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar mejor hilvanado. Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid. Todos se quejaban de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades… Había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por supuesto), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. «Todo se volvía pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital… para trabajar. ¡Rediós con la manía!» Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración, respeto, a lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones de filósofo de cordel, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien él solo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención, por supuesto, sin pensar en ÉL; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia  era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender la letra, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia  era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, solo por los andrajos. Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus, o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque vestir con decencia y con ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les tocase algo… ¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás, en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a veces, si los otros tenían ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo… como ello mismo lo decía: socialismo… cosa de sociedad, de trato, de juntarse… alternancia. * * * Salió del quiosco de la música al escape, hecho una sopa, echando chispas contra el fundador de la alternancia y contra su padre, y se metió en la población en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos, cerrado para él. Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento, que daba lástima, y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar, pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero… honorario, porque no pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a palos. Lo sabía por experiencia… Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba la prevención. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio y sin alguna fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que había en aquel caserón tan grande; para él, todo era prevención; cosas para prender, o echar multas, o tallar a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad, en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados que no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó junto a la Audiencia… pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado, no lo era. Como testigo falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad… de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos como el abogado, y el escribano, y el procurador, y el ricacho le venían a pedir su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos lo decían. Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se veían desde la calle, le echarían también. Temerían que fuese a robar libros. Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por el hospital… todo era lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con gorra de galones para eso, para no dejar entrar a los Chiripas. En las tiendas podía entrar… a condición de salir inmediatamente; en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que de todas le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para él alternancia! Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y él temblando de frío… calado hasta los huesos… Solo Chiripa corría por las calles, como perseguido por el agua y el viento. Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le dijera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola, vio Chiripa otro pordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, nadie paraba mientes en aquello. Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien «Era incienso, o cera, o todo junto y más: olía a recuerdos de chico.» El chisporroteo de las velas tenía algo de hogar; los santos, quietos, tranquilos, que le miraban con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo, con un sombrero de pastor en la mano, parecía saludarle, diciendo: «¡Bien venido, Chiripa!» Él, en justo pago, intentó santiguarse, pero no supo. No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió al grupo de mujeres que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesionario. De vez en cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual se apartaba otro bulto semejante. «Ahí dentro habría un carca», pensó Chiripa, sin ánimo de ofender al clero, creyendo sinceramente que carca valía tanto como «sacerdote». Le iba gustando aquello. «Pero ¡qué paciencia necesitaba aquel señor para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por aquello? Por de pronto, nada. Las beatas se iban sin pagar.» «Y nada. A él no lo echaban de allí.» Cuando la capilla fue quedando más despejada, pues las beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa notó que las que aún quedaban se fijaban en su presencia. «¿Si estaré faltando?» pensó y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante y miró con atención a Chiripa. «¿Iría a echarle?» Nada de eso. En cuanto el cura despachó a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías, se asomó otra vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa. «¿Es a mi?», pensó el exmozo de cordel. A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria. «¡Tiene gracia!, se dijo, pero con gran satisfacción, esponjándose. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para un Chiripa! En la vida le habían tratado así. El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no lo notaba. «¿Por qué no? —se dijo el perdis—. Por probar de todo. Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa ver lo que era eso del sufragio, y resultó que, aunque era para todos, para mí no era, no sé por qué tiquismiquis del padrón o su madre. Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba libre la penitente. -Por ahí, no; por aquí -dijo el sacerdote haciendo arrodillarse a Chiripa delante de sus rodillas. El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura. -Hijo mío, rece usted el acto de contrición. -No lo sé -contestó Chiripa humilde, comprendiendo que allí había que decir la verdad… verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio. El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo. -¿Cuanto tiempo hace que se ha confesado? -Pues… toa la vida. -¡Cómo! -Que nunca. Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado de su salvación, y él solo había atendido, y mal, a no morirse de hambre. El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que desde el punto de vista de los pecados de omisión; fuera de eso, lo peor que tenía eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia, tan brutal como falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esa parte era recluta disponible para la vida del yermo; tenía cuerpo de anacoreta. Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en aquella conversación que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba. El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía. El clérigo le hacía repetir protestas de fe, de adhesión a la Iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más: que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo, exclamó como inspirado: -¡Viva Carlos Sétimo! -¡No, hombre; no es eso!… No tanto -dijo el confesor sonriendo. -Como a los carcas los llaman clerófobos…. -¡Tampoco, hombre!… -Bueno, a los curas… En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje, se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo en aquel templo que había estado abierto para él cuando se le cerraban todas las puertas; allí donde se había librado de los latigazos del aire y del agua. -¿Conque te has hecho monago, Chiripa? -le decían otros hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión el pobre diablo. Y Chiripa contestaba: -Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia, porque allí, a lo menos, hay… alternancia. FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La imperfecta casada
Cuento
Mariquita Varela, casta esposa de Fernando Osorio, notaba que de algún tiempo a aquella parte se iba haciendo una sabia sin haber puesto en ello empeño, ni pensado en sacarle jugo de ninguna especie a la sabiduría. Era el caso, que, desde que los chicos mayores, Fernandito y Mariano, se habían hecho unos hombrecitos y se acostaban solos y pasaban gran parte del día en el colegio, a ella le sobraba mucho tiempo, después de cumplir todos sus deberes, para aburrirse de lo lindo; y por no estarse mamo sobre mano, pensando mal del marido ausente, sólo ocupada en acusarle y perdonarle, todo en la pura fantasía, había dado en el prurito de leer, cosa en ella tan nueva, que al principio le hacía gracia por lo rara. Leía cualquier cosa. Primero la emprendió con la librería del oficioso esposo, que era médico; pero pronto se cansó del espanto, de los horrores que consiente el padecer humano, y mucho más de los escándalos técnicos, muchos de ellos pintados a lo vivo en grandes láminas de que la biblioteca de Osorio era rico museo. Tomó por otro lado, y leyó literatura, moral, filosofía, y vino a comprender, como en resumen, que del mucho leer se sacaba una vaga tristeza entre voluptuosa y resignada; pero algo que era menos horroroso que la contemplación de los dolores humanos, materiales, de los libros de médicos. Llegó a encontrar repetidas muestras de literatura cristiana, edificante; y allí se detuvo con ahínco y empezó a tomar en serio la lectura, porque comenzó a ver en ella algo útil y que servía para su estado; para su estado de mujer que fue hermosa, alegre, obsequiada, amada, feliz, y que empieza a ver en lontananza la vejez desgraciada, las arrugas, las canas y la melancólica muerte del sexo en su eficacia. Lejos todavía estaba ese horror, pero mal síntoma era ir pensando tanto en aquello. Pues sus lecturas morales, religiosas, la ayudaban no poco a conformarse. Pero le sucedió lo que siempre sucede en tales casos: que fue más dichosa mientras fue neófita y conservó la vanidad pueril de creerse buena, nada más que porque tenía buenos pensamientos, excelentes propósitos, y porque prefería aquellas lecturas y meditaciones honradas; y fue menos dichosa cuando empezó a vislumbrar en qué consistía la perfección sin engaños, sin vanidades, sin confianza loca en el propio mérito. Entonces, al ver tan lejos (¡oh, mucho más lejos que la vejez con sus miserias!), tan lejos la virtud verdadera, el mérito real sin ilusión, se sintió el alma llena de amargura, en una soledad de hielo, sin mí, sin vos y sin Dios, como decía Lope, sin mí, es decir, sin ella misma, porque no se apreciaba, se desconocía, desconfiaba de su vanidad, de su egoísmo; sin vos, es decir, sin su marido, porque ¡ay! El amor, el amor de amores, había volado tiempo hacía; y sin Dios, porque Dios está sólo donde está la virtud, y la virtud real, positiva, no estaba en ella. Valor se necesitaba para seguir sondando aquel abismo de su alma, en que al cabo de tanto esfuerzo de humildad, de perdón de las injurias, de amor a la cruz del matrimonio, que llevaba ella sola, se encontraba que todo era presunción, romanticismo disfrazado de piedad, histerismo, sugestión de sus soledades, paliativos para conllevar la usencia del esposo, distraído allá en el mundo… El mérito real, la virtud cierta, estaba lejos, mucho más lejos. Y estas amarguras de tener que despreciarse a sí misma, sino por mala, por poco buena, era el único solaz que podía permitirse. Al que apelaba  sin falta, cuando, cumplidos todos sus deberes ordinarios, vulgares, fáciles, como pensaba ahora, aunque sintiéndolos difíciles, se quedaba sola, velando junto al quinqué, esperando al buen Osorio, que, allá, muy tarde, volvía con los ojos encendidos y vagamente soñadores, con las mejillas coloradas, amable, jovial, pródigo de besos en la nuca y en la frente de su eterna compañera, besos que, según las aprensiones, los instintos de ella, daban los labios allí y el alma en otra parte, muy lejos. * * * Y una noche leía Mariquita La Perfecta Casada, del sublime Fray Luis de León; y leía, poniéndose roja de vergüenza, mientras el corazón se lo quedaba frío: «…Así, por la misma razón, no trata aquí Dios con la casada que sea honesta y fiel, porque no quiere que le pase aún por la imaginación que es posible ser mala. Porque, si va a decir la verdad, ramo de deshonestidad es en la mujer casta el pensar que puede no serlo, o que en serlo hace algo que le debe ser agradecido». Y como si Fray Luis hubiera escrito para ella sola, y en aquel mismo instante, y no escribiendo, sino hablándola al oído, Mariquita se sintió tan avergonzada que hundió el rostro en las manos, y sintió en la nuca, no un beso in partibus de su esposo, sino el aliento del agustino que, con palabras del Espíritu Santo, le quemaba el cerebro a través del cráneo. Quiso tener valor, en penitencia, y siguió leyendo, y hasta llegó donde poco después dice: «Y cierto, como el que se pone en el camino de Santiago, aunque a Santiago no llegue, ya le llaman romero, así, sin duda, es principiada ramera la que se toma licencia para tratar de estas cosas, que son el camino». Y, siempre con las manos apretadas a la cabeza, la de Osorio se quedó meditando: -¡Yo ramera principiada y por aquello mismo que, si ahora siento como dolor de la conciencia que me remuerde, siempre tomé por prueba dura, por mérito de mi martirio, por cáliz amargo! Por el recuerdo de Mariquita pasó, en una serie de cuadros tristes, de ceniciento gris, su historia, la más cercana, la de esposa respetada, querida sin ilusión, sola en suma, y apartada del mundo casi siempre. Casi siempre, porque de tarde en tarde volvía a él, por días, por horas. Primero había sido completo alejamiento; la batalla maternal: el embarazo, el parto, la lactancia, los cuidados, los temores y las vigilias junto a la cuna; y vuelta a empezar: el embarazo, cada vez más temido, con menos fuerzas y más presentimientos de terror; el parto, la lucha con la nodriza que vence, porque la debilidad rinde a la madre; más vigilias, más cuidados, más temores… y el marido que empieza a desertar, en quien se disipa algo que parece nada, y era nada menos que el amor, el amor de amores, la ilusión de toda la vida de la esposa, su único idilio, la sola voluptuosidad lícita, siempre moderada. Como un rayo de sol de primavera, con el descanso de la maternidad viene el resucitar de la mujer, que sigue el imán de la admiración ajena; ráfagas de coquetería… así como panteística, tan sutiles y universales, que son alegría, placer, sin parecer pecado. Lo que se desea es ir a mirarse en los ojos del mundo como en un espejo. La ocasión de volver al teatro, al baile, al banquete, al paseo, la ofrece el mismo esposo, que siente remordimientos, que no quiere extremar las cosas, y se empeña -se empeña, vamos- en que su mujercita ¡qué, diablo! vuelva a crearse, vuelva al mundo, se distraiga honestamente. Y volvía Mariquita al mundo; pero… el mundo era otro. Por de pronto, ella no sabía vestirse; lo que se llama vestirse. Sin saber por qué, como si fueran escandalosas, prescindía de sus alhajas: no se atrevía a ceñirse la ropa, ni tampoco a despojarse de la mucha interior que ahora gasta, para librarse de achaques que sus maternidades trajeran con amenazas de males mayores. Además comprende que ha perdido la brújula en materia de modas. Un secreto instinto le dice que debe procurar parecer modesta, pasar como una de tantas, de esas  que llenan los teatros, los bailes, sin que en rigor se las vea. Al llegar cierta hora, en la alta noche, sin pensar en remediarlo, bosteza; y si la fiesta es cosa de música o drama sentimental, al llegar a lo patético se acuerda de sus hijos, de aquellas cabezas rubias que descansarán sobre la almohada, a la tibia luz de una lamparilla, solos, sin la madre. ¡Mal pecado! ¡Qué remordimiento! ¿Y todo para qué? Para permitirles la poca simpática curiosidad de olfatear amores ajenos, de espiar miradas, de contemplar los triunfos de las hermosas que hoy brillan como ella brillaba en otro tiempo… ¡Qué bostezos! ¡Qué remordimiento! Con el recuerdo nada halagüeño de las impresiones de noches tales, Mariquita se resolvió a no volver al mundo, y por mucho tiempo cumplió su palabra. En vano, marrullero, quería su esposo obligarla al sacrificio; no salía de casa. Pero pasaban años, los chicos crecían, el último parto ya estaba lejos, la edad traía ciertas carnes, equilibrio fisiológico que era salud, sangre buena y abundante; y la primavera de las entrañas retozaba, saliendo a la superficie en reminiscencias de vaga coquetería, en saudades de antiguas ilusiones, de inocentes devaneos y del amor serio, triunfador, pero también muerto de su marido. Mariquita recordaba ahora, leyendo a Fray Luis, sus noches de teatro de tal época. Llegaba tarde al espectáculo, porque la prole la retenía, y porque el tocado se hacía interminable por la falta de costumbre y por la ineficacia de los ensayos para encontrar en el espejo, a fuerza de desmañados recursos cosméticos, la Mariquita de otros días, la que había tenido muchos adoradores. ¡Sus adoradores de antaño! Aquí entraba el remordimiento, que ahora lo era, y antes, al pasar por ello, había sido desencanto glacial, amargura íntima, vergonzante… Acá y allá, por butacas y palcos, estaban algunos de aquellos adoradores pretéritos… menos envejecidos que ella, porque ellos no criaban chicos, ni se encerraban en casa años y años. ¡Por aquellos ilustres y elegantes gallos no pasaba el tiempo!… Ahora… adoraban también, por lo visto; pero a otras, a las jóvenes nuevas; constantes sólo, los muy pícaros, en admirar y amar la juventud. Celos póstumos, lucha por la existencia de la ilusión, por la existencia del instinto sexual, la habían hecho intentar… locuras; ensayar en aquellos amantes platónicos de otros días el influjo poderoso que en ellos ejercieran sus miradas, su sonrisa… Miró como antaño; no faltó quien echara de ver la provocación, quien participara de la melancolía y dulce reminiscencia… Entonces Mariquita (esto no podía verlo ella) se había reanimado, había rejuvenecido; sus ojos, amortiguados por la vigilia al pie de la cuna, habían   recobrado el brillo de la pasión, de la vanidad satisfecha, de la coquetería inspirada… ¡Ráfagas pasajeras! Pronto aquellos adoradores pretéritos daban a entender, sin quererlo, distraídos, que no cabía galvanizar el amor. Lo pasado, pasado. Volvían a su adoración presente, a la contemplación de la juventud, siempre nueva; y allá, Mariquita, la antigua reina de aquellos corazones, recogía de tarde en tarde miradas de sobra, casi compasivas, tal vez falsas, en su expresión. ¡Qué horror, qué vergüenza! ¡Por tan miserable limosna de idealidad amorosa, aquellos desengaños bochornosos! Y, aturdida, helada, había dejado de presumir, de sonsacar miradas, ¡es claro! por orgullo, por dignidad. ¡Pero el dolor aquel, pensaba ahora, leyendo a Fray Luis, el dolor de aquel desengaño… era todo un adulterio! ¡Cuánto pecado, y sin ningún placer! El desencanto en forma de crimen. El amor propio humillado y el remordimiento por costas. ¡Y ella, que había ofrecido a Dios, en rescate de otras culpas ordinarias, veniales, aquellas derrotas de su vanidad, de algo mejor que la vanidad, del sentimiento puro de gozar con el holocausto del cariño! Sí; había andado, con mal oculta delicia, aquellos pocos pasos en el camino de Santiago… luego romero… ramera ¡oh, no, ramera no! Eso era algo fuerte, y que perdonara el seráfico poeta… Pero, si criminal del todo no, lo que es  buena, tampoco. Ni buena, ni tan mala, ¡y padeciendo tanto! Sufría infinito, y no era perfecta. No podían amarla ni Dios, ni su marido. El marido por cansado, Dios por ofendido. Y pensaba la infeliz, mientras velaba esperando al esposo ausente, tal vez en una orgía: -¡Dios mío! ¡Dios mío! La verdadera virtud está tan alta, el cielo tan arriba, que a veces me parecen soñados, ilusorios por lo inasequibles. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La médica
Cuento
Era D. Narciso un enfermo de mucho cuidado; entendámonos, porque la frase es de doble sentido. No digo que estuviera enfermo de mucho cuidado… Tampoco esto va bien. Si estaba enfermo de mucho cuidado, ya lo creo; muy grave; sobre todo porque empeoraba, empeoraba y no se podía acertar con el remedio, ni había seguridad alguna en el diagnóstico. Pero lo que yo quería decir primero no se refiere a la gravedad y rareza del mal, sino a la condición personal de D. Narciso, que era un enfermo de mucho cuidado… como hay toros de mucho cuidado también, ante los cuales el torero necesita tomar bien las medidas a las distancias, y a los quiebros, y al tiempo, para no verse en la cuna. El médico era a don Narciso lo que el torero a esos toros; porque don Narciso, hombre nerviosísimo, filósofo escéptico y aficionado a leer de todo, y por contra aprensivo, como todos los muy enamorados de la propia, preciosa existencia, le ponía las peras a cuarto al doctor, discutía con él, le exigía conocimientos exactos a lo que a él le pasaba por dentro, conocimientos que el doctor estaba muy lejos de poseer; y con las voces técnicas más precisas le combatía, le presentaba objeciones, y, en fin, le desesperaba. Lo peor era que, acostumbrado don Eleuterio, el médico, a la mala manía de hablar delante de sus enfermos legos en los términos del arte, porque así ni él mentía ocultando la gravedad del mal, ni los enfermos se alarmaban demasiado, porque no le entendían, a veces se le escapaba delante de D. Narciso alguna de esas palabrotas poco tranquilizadoras para quien las entiende; y el paciente, erudito, siquiera fuese a la violeta, ponía el grito en el cielo, se alborotaba, y si no pedía la Extremaunción no era por falta de miedo. Había que tranquilizarle, mentir, establecer distingos, en fin, sudar ciencia y paciencia; y no para curarle, sino para que se volviese a sus casillas. Don Eleuterio aguantaba todas estas impertinencias porque el parroquiano o cliente era de oro por lo bien que pagaba, y, además, hombre influyente y de mucho viso; en fin, no se le podía plantar, pese a todas sus… cosas, como las llamaba el médico por no insultar al otro. Y no valía que las palabras terminadas en itis o en algia, y otras no menos bárbaras, fuesen de uso completamente nuevo, acabadas de componer por un sabio, autor de libro o artículo de revista, o de laboratorio; todo lo comprendía el entrometido, porque como picaba también en las lenguas sabias, no era manco en la griega, o mejor, no era deslenguado; y en seguida, anhelante, preocupadísimo, analizaba los componentes del terminacho flamante, y sea con ayuda del léxico, o sin ella, sacaba en limpio… que él tenía el hígado mechado, como dice un personaje de Zaragüeta, o el riñón cubierto… de úlceras, o cualquier otra barbaridad. Aquello era un purgatorio. La familia de don Narciso pagaba el suplemento de las pejigueras que tenía que aguantar el facultativo. Al cual le costaba más trabajo hacerse respetar, en nombre de la autoridad de la ciencia, porque, cuando estaba sano el amigo D. Narciso, solían convenir, sobre todo si tomaban juntos a la sazón café y copa, en que la Medicina está en la edad de piedra, y puede que nunca alcance la de oro. Los dos hacían alarde de su escepticismo terapéutico; el médico muy vano porque creía que era un acto de imparcialidad sublime y de abnegación el confesar él semejante bancarrota (palabra de moda en las ciencias), contra lo que le aconsejaban sus intereses; y el otro muy hueco porque lucía su erudición trayendo a cuento a los ilustres varones que habían renegado de médicos y medicinas. «Cómo dijo Molière… Según Montaigne… Dijo Quevedo», etc., etc. Y claro, cuando había que agarrarse a un clavo ardiendo, recurrir a la Medicina, porque D. Narciso se iba por la posta, ¿con qué cara le hablaba don Eleuterio de la eficacia de las recetas ni aún de la probabilidad de los diagnósticos? ¿No habían convenido en que el juego fatal de los fenómenos naturales era demasiado complejo para que el hombre pudiera tener la pretensión de penetrar en su enmarañada urdimbre? Todo iba a dar a la química… y la verdadera química estaba en mantillas. No se sabía si existían los átomos; lo probable era que no; y sin embargo, los átomos; eran indispensables para la química… y ni aún esto era ya muy seguro, según las recientes disputas de Ostwald, Cornu, etc. De modo que todo estaba en el aire… todo se reducía a conjeturas, a hipótesis… ¡y a don Narciso le llevaban los demonios, porque no quería que el importantísimo negocio de su rápida curación dependiese de nada hipotético… «O ji o ja», gritaba él; ji era la muerte y ja la salud. Y aunque decía ji o ja, al médico no le permitía decir más que ja. Y ja decía D. Eleuterio a regañadientes, porque le gustaba ser claro. Pero en diciendo él ja (la salud, sin duda), se irritaba el otro, y exclamaba: -¿Usted qué sabe? A mí no se me engaña. Tanto cree usted en esas pócimas como yo; ni usted ni nadie sabe lo que yo tengo en el bazo, ni lo que puede sobrevenir en el hígado… – ¡Todo es farsa! Usted me lo ha confesado mil veces. Y así se pasaba la vida, haciéndola más miserable y menos apetecible de tanto apetecer prolongarla y de tanto temer la muerte. * * * Un día D. Eleuterio se puso muy serio, a la cabecera de la cama de D. Narciso; sacó el reloj, tomó el pulso, examinó detenidamente al enfermo, y con un tono autoritario que, por de pronto, sorprendió y sobrecogió al paciente, impuso su voluntad y declaró que iba a recetar una cosa que estaba indicadísima para evitar complicaciones serias que podían sobrevenir, de que ya había indicios. Y no dio más explicaciones; no dijo qué cosa era aquella. Don Narciso asustado, débil, no pudo mostrar la energía de otras veces para ponerse al cabo de lo que se iba a hacer con él. A sus tímidas indicaciones, el médico, con voz seca, contestó (seguro de ejercer en aquella ocasión cierto poder sugestivo): -No puede usted entender la fórmula de esto: es cosa nueva; esta noche he estudiado la cuestión, y resuelvo que esto es lo que conviene; se trata de algo muy complejo, que usted, profano al fin, no comprendería. Y no hay que andarse con bromas, podrá el remedio no servir; pero sin él…, es seguro… -¿El qué? -Es seguro que estamos… mal. Cada vez más acoquinado, dijo D. Narciso, por decir algo: -Bueno; pues… que traigan pluma y papel… o pase usted al despacho… -No: no hace falta; tengo prisa. Aquí mismo; traigo yo papel y lápiz… Y esas plumas de usted nunca parecen… y eso que es usted escritor. Y diciendo y haciendo, sacó de un bolsillo interior una cartera, buscó en ella un papel y un lápiz, y en pie, apoyando el papel en la cartera misma, escribió rápidamente la receta. Quería aprovechar aquel momento de dominio sugestivo sobre el enfermo, y no quería dilaciones por causa de pormenores materiales. Nervioso, pero con aspecto de triunfo, guardó sus chismes de escribir, se despidió con pocas palabras y salió, después de entregar a uno de la familia el papelito, símbolo de su victoria sobre el empecatado D. Narciso. Vino la medicina, la tomó el enfermo, como un doctrino, en la forma que al salir había detallado el médico, y no hubo más. * * * Así, como media hora después de tragarse la pócima, D. Narciso, revolviendo impaciente los pliegues del arrugado embozo del lecho, tropezó con un papel escrito. -¿Qué es esto? pensó. ¿Quién ha dejado esto aquí? ¡Ah! ya caigo. Este papel se cayó de la cartera de D. Eleuterio. -Como no era carta, ni cosa por el estilo, su curiosidad no encontró resistencia cuando le pidió que leyera aquel documento. Y leyó. ¡Cosa más rara! Eran unos apuntes que podían llamarse reflexiones sueltas acerca de la Medicina en general. ¡Pero qué reflexiones (No solo eran incoherentes, sino que subvertían todo el orden de la terapéutica, tomaban a contrapelo la patología, y suponían un criterio de escepticismo caprichoso, respeto de la ciencia tradicional; y en cambio se veía clara una tendencia a admitir la eficacia de lo maravilloso, a suponer en la realidad, en el fondo de la química, según palabras que se leían allí, misteriosas relaciones, virtudes cuasi morales de los llamados simples con que no contaba ni podía contar la Medicina, porque desconocía la naturaleza, y aún la existencia de tales elementos de la vida natural, y nadie podía decir de sus causas ni de sus efectos. Se exageraba en aquel papel la autosugestión; se suponía que, siendo el hombre microcosmos, tenía, por autarquía y autonomía de la vida universal-individual, un mundo aparte, individual, de leyes naturales, diferentes para cada cual. Así como Protágoras había dicho que «el hombre era la medida de todo» con relación al conocimiento, significando que la verdad para cada cual era diferente, allí se aseguraba que las enfermedades y los remedios en cada ser individual eran diferentes también. Después venían burlas sangrientas, sarcasmos feroces contra médicos, escuelas, hipótesis científicas, etc., todo en estilo nerviosísimo, entre paradojas e hipérboles, incongruencias, imágenes alambicadas y extravagantes… -No cabe duda, -pensó D. Narciso; -este hombre está loco; ¡quién lo había de decir! Aquí tengo el pensamiento secreto de mi médico: este papel se le ha caído de la cartera cuando la sacó para escribir la receta; este papel representa el íntimo pensar de mi médico… y esto es obra de un loco ilustrado, de un doctor… a quien se le han hecho los sesos caldo. ¡Dios mío… y yo estoy en manos de este demente, a merced mi salud de los caprichos de una vesania! Y siguió leyendo, y de repente dio un grito espantado. Porque había leído esto: «El único médico bueno del mundo no es médico, es médica: la Casualidad». «Solo podéis curar vuestros males jugando a la lotería. Una receta debe ser algo así como un décimo o muchos décimos. El motivo es obvio. No es cierto que la ignorancia en que estamos del fondo virtual de la esencia de las cosas aconseje la abstención de medicamentos. El mal, por lo común, no desaparece por sí solo. Lo que hay que hacer es… jugar a la lotería el mayor número posible de billetes, para aumentar las probabilidades de curar… y las de reventar. («¡Loco rematado!» gritaba al llegar aquí D. Narciso.) El que no se aventura no pasa la mar. El médico y el enfermo deben de ser valientes, jugar el todo por el todo. La receta debe contener la mayor cantidad posible de principios curativos que no se neutralicen, todos de positiva eficacia en su género. De este modo, si no se ha dado en el clavo, sino en la herradura, se puede matar al paciente, es verdad; pero también puede suceder que su mal no tenga relación ni con el efecto nocivo ni con el benéfico del resultado de la combinación compleja de agentes. Puede también suceder que ésta resulte inofensiva para todo temperamento y para todos los órganos, en todos los estados. Y, por último, puede suceder que la acción de alguno de los componentes, o de la reunión de varios, o de la total, sea la que se buscaba a ciegas. Y entonces tenemos la receta modelo… a posteriori. La firma… la médica única, la Casualidad. Jugad muchos billetes y podréis tener más probabilidades de sanar… o de reventar». -¡Reventar, reventar de seguro! -gritaba don Narciso fuera de sí, casi decidido a saltar de la cama, víctima del pánico. Se colgó del cordón de la campanilla; pedía socorro. «¡Envenenado! ¡Estoy envenenado!» Decía lleno de terror a los parientes y criados que rodearon el lecho… -¡Lo que me habrá dado ese loco! ¡Dios mío! ¡Qué números, qué serie de la lotería me habré tragado yo! -Pero ¿estás loco?… -le preguntaban. -No, yo no; el médico… Pronto, a escape, un contraveneno… un vomitivo… -Irán a la botica… -No, no, es tarde; corre prisa… Aceite, ¡todo el aceite que haya en casa!… ¡Venga aceite! Bebió no sé qué cantidad fabulosa de aceite. Por aquella boca salió a poco… lo que no puede decirse. Debió de haberse quedado hueco. Le venció la debilidad y se quedó entre aletargado y dormido. Se llamó a D. Eleuterio. Cuando despertó don Narciso lo tenía inclinado sobre su cabeza, observándole. -Pero ¿qué hace aquí ese hombre? Don Eleuterio creyó que deliraba. En fin, después de muchos despropósitos, hubo explicaciones. Don Narciso sintió que se sentía muy bien. -¡La medicina! -dijo D. Eleuterio. -No, el aceite. El médico se echó a reír, y dijo: -Puede. Aquel papelito que tanto había alarmado al enfermo no era cosa de su médico; éste, por curiosidad lo había recogido entre otros muchos que había dejado un pobre estudiante de Medicina que había muerto loco en el hospital. A los pocos días del susto y de desfondarse, don Narciso se paseaba ya por casa y comía con apetito. Y una tarde, D. Eleuterio, que había estudiado muy bien la rápida y milagrosa curación espontánea del inaguantable cliente, le dijo: -Pues hay que confesarlo; el loco del hospital… acertó con ese testamento científico. Quien le ha curado a usted ha sido la médica, la Casualidad. Reconozco, sé positivamente, que lo que usted necesitaba, y yo no caía en ello, no era lo que yo le di, sino lo que usted tomó para arrojar lo otro. -¿Aceite? -Si no aceite por necesidad, algo que surgiera el mismo efecto. La cosa parece muy grosera; pero la verdad es que usted tenía dentro algo que no sabemos lo que era; y que le hacía falta librarse de ello, y se libró… por creer que yo estaba chiflado. Le han curado a usted entre un demente y la Fortuna. Dos locos. -Sobre todo me ha curado,… la médica. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La noche mala del diablo
Cuento
Viajaba de incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego que son su corona, y con el rabo entre piernas, enroscado a un muslo bajo la túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito. Viajaba por el haz de la tierra y recorría a la sazón el Imperio Romano, en cuya grandeza confiaba para que le preparase por la fuerza y la humillación de las almas el dominio del mundo, que era suyo, según demostraban, con árboles genealógicos y una especie de leyes Sálicas, los abogados del infierno. Había llegado a la Judea romana, atravesando el Gran mar como si fuera un vado; sobre las olas las plantas de Luzbel dejaban huellas de humo y chirridos del agua que quedaba hirviendo a su paso. Tomó tierra en Ascalon, y subiendo hacia el Norte por la playa estéril y desierta, antigua patria de los Filisteos, pasó, al ponerse el sol, cerca de Arimatea y de Lidda; más al llegar la noche, fría, helada, las estrellas que brillaban, y temblaban, muchas de ellas, con particular brillo y temblor, le dieron cierto miedo supersticioso; y como un ave a quien el viento, que cambia, empuja hacia donde va su ímpetu; o como nave que la tempestad envuelve, Lucifer se sintió impelido hacia Oriente, o mejor, hacia el Sudeste, camino de Emmaús, y allá fue, remontando la corriente de un flaco riachuelo. A cada paso la noche le daba más miedo. Era clara, serena; mas, por lo mismo, temblaba el Diablo, porque cada astro era un ojo y un grito; todos le miraban y maldecían, cantando a su modo con su luz la gloria del Señor. Y además, en el ambiente sentía Satán ráfagas misteriosas, vibraciones sobrenaturales, y como aprensión de voces ocultas, de divina alegría, estremecimientos nerviosos del aire y del éter; la vida magnética del planeta se exaltaba; el Diablo se ahogaba en aquella atmósfera en que, como una tormenta, parecía próximo a estallar el prodigio. Tal como las altas nubes abaten a veces el vuelo y ruedan sobre las montañas y descienden a beber en las aguas de los valles, al demonio le parecía que aquella noche, el cielo, el de los ángeles, se había humillado y se cernía al ras de tierra; y las nieblas del río y las lejanías azuladas del horizonte le parecían legiones disfrazadas de querubines. Dejó atrás Emmaús, y guiado por instinto superior a su voluntad, siguió caminando al Sudeste, dejando a la izquierda a Jerusalén, cuyas murallas le parecieron de fuego. Llegó cerca de una majada de pastores que velaban y guardaban la vigilia de la noche sobre su ganado. No se acercó a su hoguera, ocultándose en las sombras a que no llegaban los reflejos inquietos de las llamaradas. Mas de pronto, la hoguera empezó a palidecer cual si llegara el día y la luz del sol ofuscase el vigor de su lumbre; los pastores miraron en torno y creyeron que de repente la aurora aparecía por todos los confines del cielo, y se acercaba a ellos con sus tintes de rosa. No era la aurora; eran las alas del ángel del Señor que vibraban con santa alegría, y al sacudir el aire creaban la luz. Temblaron los pastores sobrecogidos, postráronse en tierra, y ocultaban el rostro entre las manos, mientras el diablo clavaba dientes y garras en la tierra, como raíces de una planta maldita. Lucifer oyó el confuso rumor de las palabras del Ángel, que sonaban desde lo alto como suave música escondida en los pliegues del aire; pero no comprendió lo que decía a los pastores la aparición celeste. No entendió que les decía: «No temáis, porque vengo a daros noticias de gozo, que lo será para todo el mundo. Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor. «He aquí las señas: hallaréis al niño envuelto en pañales, echado en un pesebre». Nada de esto oyó Satanás distintamente, pero sí vio que sus aprensiones de antes se cuajaban en realidad; porque de repente, como de una emboscada, salieron de las ondas del aire legiones de ángeles, una multitud de los ejércitos celestiales que alababan a Dios y decían: «Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, buena voluntad para los hombres». Mas todo pasó como un sueño, volvieron a brillar la hoguera abajo y las estrellas arriba… pero el demonio daba diente con diente. Se acordó del Paraíso, del delito de Adán, de la promesa de Dios. ¡Iba a nacer el Unigénito! Dios iba a cumplir su palabra. Su infinito amor entregaba al Hijo a la crueldad y ceguera de los hombres. Escondido en su propia sombra, que simulaba la de un nubarrón, Lucifer siguió a los pastores, que cual iluminados dejaron la majada y se encaminaron a Betlehem. Y llegaron al mesón en que José y María se albergaban, y allí les dijeron que la casa estaba llena y que se habían acomodado José y María en el lugar más humilde de la posada: entraron y vieron al niño acostado en un pesebre. Y mientras los pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago, entraba y salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor de Dios. Pero empezaron a entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los modelos de Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y se espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la soledad de la noche, a la triste helada, tan ensimismado, que al volver, en lo oscuro, a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago, las cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño. Parecían capa angulosa de piel repugnante y como viva; y por instinto, para librarse del relente, el Demonio, meditabundo, se embozó en las alas. * * * -¡Oh, noche! -pensaba-. ¡Qué noche! Después del trance de la batalla celestial perdida; después de la primera noche en las tinieblas del abismo, esta es la más terrible de mi vida inmortal. Y la envidia de la caridad le mordía el alma, que como era de ángel, aunque caído, conservaba en el mal, en la impotencia para el bien, todas las delicadezas de percepción y gusto de su prístina condición seráfica. El diablo sabe mucho, y sabe que lo más grande, lo más noble, no es la hermosura corporal, ni el poder, ni el ingenio, ni la fortuna; que lo más grande es el amor, la abnegación. Y así, no le envidiaba a Dios sus dominios sobre la infinidad del firmamento estrellado, su sabiduría, la belleza de sus obras creadas para su gloria: envidiábale aquel amor infinito que entregaba a los dolores de la carne la naturaleza divina, y hacía del Verbo un Hombre para comunicar con los míseros mortales. La imaginación profética, su mayor tormento, presentaba a Lucifer, envuelto en sus alas de murciélago, el espectáculo del mundo a partir de aquella noche terrible que los pueblos llamarían Noche-buena. ¡Dios penetraba en los espíritus rebeldes; el Cristo iba a reinar en las almas y en las sociedades que parecían más refractarias a su ley! Primero el humilde señorío de unos cuantos judíos pobres, ignorantes; después la atracción misteriosa ejercida sobre el mundo pagano distraído, más frívolo que pervertido en el fondo; la conversión de pueblos bárbaros, el dominio por la fe, por la esperanza, por la caridad; reino ideal, sin espada. Y el demonio sonreía con amarga complacencia imaginando lo que seguía: la cruz-cetro, el báculo-hoz, que al enganchar a la oveja descarriada le hace sangrar con el filo: el poder temporal, el imperio ortodoxo; después el Papado-Imperio, la fuerza ciega creyéndose cristiana; la Cruz sirviendo de pared a los edictos imperiales; pasquines del Estado pegados al sublime leño; sentencias de muerte clavadas allí donde se leyó un día INRI. Sonreía el diablo, pero no muy contento, porque bien veía que aquello duraba poco… poco en comparación de la multitud de los siglos futuros… ¡Otra vez el reinado espiritual!… Resurrección de aquellos esplendores pasajeros del siglo XIII, del Evangelio nuevo; el mundo civilizado, de vida compleja, de cultura intensa y extendida por todas las regiones, viniendo a ser, sencillamente, una gran cofradía, que se pudiera llamar o Confederación Universal o La Orden Tercera. Francisco de Asís eternamente de moda. La frase evangélica: «Siempre habrá pobres entre vosotros…» explicada, no por la miseria material, no por el egoísmo que acapara, sino por la constante imitación de San Francisco. Los pueblos más lejanos y más extraños a la civilización cristiana, dejando sus ídolos, sus libros sagrados, para copiar, primero, a la Europa y a la América laicas, profanas, sus Estados, sus armamentos, sus leyes frívolas de formalidad política, sus artes, su industria… y después imitar su conversión, el fondo íntimo de la esencia de su cultura, el fondo cristiano. Todos los pueblos cristianos. El mundo entero viendo con nueva claridad y fuerza el profanado sentido de aquellas palabras: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella…». «¡Oh, sí! -pensaba Lucifer llorando-. ¡Qué idea la de Dios! Hacerse hombre… Y hacerse hombre en la sangre del Hijo… Ser Hijo de Dios, nacer en un pesebre, predicar diciendo: Padre nuestro que estás en los cielos… danos el pan de cada día… Hágase tu voluntad… Todos somos hermanos; Dios, Padre de todos; perdonad las injurias; dadlo todo a los pobres y seguidme… Tener la cruz… y morir en ella… perdonando… ¡Inolvidable! ¡Inolvidable!… »En cambio… yo… -seguía pensando Lucifer- me voy haciendo viejo; dentro de poco será cada día para mí un siglo; mis años caducos no serán respetables, seré el anciano chocho, sin grave dignidad, de que se burla el vulgo y que persiguen los pilletes, no el venerable patriarca que guía un pueblo; seré después algo menos que eso: una abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica; bueno para metáforas… ¡Ay! yo no me comunico con el mundo; en mis apariciones jamás dejo mi prerrogativa diabólica, mi inviolabilidad de espíritu; tengo miedo a hacerme carne que los hombres puedan atormentar… El egoísmo estéril no me deja reproducirme… Yo no tengo Verbo, yo no tengo Hijo… Yo me inutilizaré, me haré despreciable, llegaré a verme paralítico, en un rincón del infierno, sin poder mostrarme al mundo… y mi Hijo no ocupará mi puesto. ¡El gran rey de los Abismos no tiene heredero!…». * * * Y como seguía sintiendo, a lo lejos los estremecimientos de alegría del Universo en la Noche-buena; aquellas señas que se hacían las estrellas, guiñándose, en la inteligencia del sublime secreto como diciéndose unas a otras: «¡Lo que acaba de suceder! Allá abajo, donde quiera, en un rincón de la Vía Láctea… ¡ha nacido Dios!». Como los ángeles insistían en revolotear sobre Betlehem, y el cielo seguía, como niebla baja, cerrazón divina, a ras de tierra, mezclados el Empíreo y la Judea, Lucifer, a quien la envidia desgarraba las inmortales entrañas del espíritu sutil, hizo un supremo esfuerzo de voluntad, quiso violentar su egoísmo y pensó: «¡Yo también quiero encarnar, yo también quiero tener un hijo, yo también quiero mi Noche buena!…». Pero ¿en quién engendrar al Hijo del Demonio? ¿Cómo perpetuar el mal en forma humana, en algo que dure siempre sobre la tierra, y haga de mi naturaleza cosa viva, tangible, imperecedera, inolvidable! -Y abriendo las alas de murciélago, que eran ahora inmensas, y se extendieron hasta el horizonte, ocultó en aquella oscuridad las estrellas; la noche se hizo tenebrosa. Y, con la voz del trueno, Satanás declaró su deseo a las tinieblas; propuso a la Noche la cópula infernal de que debía nacer el Satán-Hombre, la humanidad diabólica. Mas, infeliz en todo, su imaginación profética le hizo ver por adelantado el cuadro de sus inútiles esfuerzos, el constante fracaso de sus pruritos de amor diabólico, el aborto sin fin de sus conatos de paternidad maldita. ¡Terrible suerte! Antes de emprender las hazañas de su imposible triunfo, ver y saber los desengaños infalibles. ¡Ver muertos los hijos primero de engendrarlos! Y vio que de la Noche tendría por hijos al Miedo, la Superstición, que porque es ciega se toma por la Fe; nacerían el Error sentimental, la Ciencia apasionada, es decir, falsa; el Ergotismo hueco, la Hipótesis loca, la Humildad fingida, que rinde la virtud de la Razón a la Autoridad, y hace esclavo del orgullo inconsciente a la Conciencia. Mas todos estos hijos, pálidos, como nacidos en cuevas frías, oscuras, iban muriendo poco a poco; raza de microbios que la luz del Sol aniquilaba. Lucifer, ya que a Dios no podía, quiso imitar a Júpiter y tomar mil formas para seducir a sus Europas, y Ledas y Alcmenas; y de meretrices, cortesanas, malas vestales y reinas corrompidas, tuvo hijos bastardos que le vivían poco; todos flacos, débiles, contrahechos. Tuvo por concubinas la Duda, la Locura, la Tiranía, la Hipocresía, la Intolerancia, la Vanidad, y le nacieron hijos que se llamaban el Pesimismo, el Orgullo, el Terror, el Fanatismo. Todos vivían hambrientos, devorando el bien del mundo que trituraban en sus fauces, que eran los estragos; pero en vano, porque poco a poco se iban muriendo… Hasta hizo tálamo el demonio del pórtico de la Iglesia; pero ni la Inquisición, ni la Ignorancia, ni la Monarquía absoluta, ni la Pseudo-Escolástica, le dieron el Hijo que buscaba, el inmortal, porque todos perecían. Al fin, en la Civilización creyó haber engendrado lo que buscaba, sorprendiéndola dormida; de aquella unión forzada nació el Materialismo, sensual, frívolo, egoísta… pero murió a manos de los hijos legítimos de aquella madre casta, y Satán vio que el mundo volvía a Jesús cuando parecía llegada la hora del diablo. ¡Padre infeliz! Después de siglos y siglos de constantes afanes por dejar descendencia, ¡rodeado de sombras, de recuerdos de prole infinita desaparecida, muerta, llorando en vejez estéril! Así pudo verse Lucifer en aquella imagen de lo futuro que su fantasía atormentada le presentó en el fondo tenebroso de la noche, en cuyo seno quiso engendrar su primogénito nacido para morir. Él, inmortal, no podía dar la inmortalidad a lo que engendraba… Cada año un hijo… cada año un muerto. Todas las Noches-Buenas, Jesús nacía en un pesebre, y los pastores le veían entre las manos puras de María, que le envolvía en pañales… Y a la misma hora, en la soledad de la noche fría, el diablo enterraba en los abismos el hijo suyo, muerto de helado, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte eterna. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La rosa de oro
Cuento
Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo bizantino en pintura, llevaba la vida este Papa esmaltada moro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud. Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio. Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía. Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades. Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol; por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, paños del altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto. El Papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y sin moneda. La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que este lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros. «Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad», predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuasión, por la solicitud en procurar las donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada. Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes. Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Laetare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro, también, dirigía, con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres; a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y las del Papa, la efigie de algún santo. La única pena que tenía el Papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro. ¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba pensando que las grandezas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro. «¡En fin, la diplomacia…!» exclamaba el Papa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío. Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta: «¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!» * Una tarde de Abril se paseaba el Papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día. El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el Papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen. -Tarde te presentas hoy, Bernardino -dijo el Pontífice al tomar las flores. -¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad… porque… tal vez he pecado! -¿Qué es ello? -Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo… he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio. -¡Una mujer aquí! -Pidiome el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero; descargo mi conciencia… Allí está, detrás de aquella espesura… es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos… de Alemania creo… -Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme… de otra manera? -Sí; pero es el caso… que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; más la niña no se atreve con vuestra presencia, y segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar, Beatísimo Padre, sin falta. «Yo me vuelvo a mi tierra -me dijo- sin osar mirarle cara a cara, sin osar hablarle, ni oírle… sin implorar mi perdón… Pero lo que es de lejos… a hurtadillas… no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu». -Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona. Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su imprudencia. No le vio siquiera el Papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: «Ve, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura. A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía. Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el Papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia: -Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas. -Señor, traigo una rosa de oro. * María Blumengold, en la capilla del Papa, ante la Virgen, de rodillas, sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas, apretadas al pecho. En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro (gemacht vonn golde, dice un antiguo código) regalo de León X (Herr Leo… der zehnde Babst dess nahamens…). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen. Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola, besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo Papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? y esto no podía ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por ser ella obediente, él, despechado, huyó del pueblo, aborreciendo a los que le impedían arrodillarse delante de su ídolo, y jurando profanarlo todos puesto que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores. Pasó a Bohemia, donde la casualidad le hizo tropezar con otros aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los cuales por causas mezcladas de religión y política se sublevaban contra las autoridades y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que su hija ganaba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas, en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, donde en otro tiempo mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña, próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es esta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y estrecha. -No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo… bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vio dentro… una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo también. Una piedra de aquellas estaba casi desprendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía, ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir… «Pero si la necesidad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor». Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria precipitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se meneaba sobre el pétalo de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo… Pero María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras ricas, allí no eran riqueza, no eran más que una señal del amor. Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusalén, donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que acosado por mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que aquella rosa de oro era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Guillermo, que encontró a ese ladrón, cuando iba por el mundo buscando una ofrenda para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al Señor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación austera, a dejar la rosa de oro en poder del Padre Santo para que otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituyera, si lo creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena. -Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible. Yo no podía abandonarle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físico, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas. «-Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no tendrás con qué… o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas». Dejar a mi padre morir padeciendo infinito, imposible… Me acordé de la piedra que por sí sola se desprendía, de la rosa de oro… Me acordé de mi virtud… de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía… Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado, sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía… -Y… ¿qué hiciste? -preguntó el Papa inclinando la cabeza sobre María Blumengold-. Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?… ¿Un sacrilegio? -Le di un beso al demonio. -Sí… sería el demonio. Hubo un silencio. El Papa volvió la mirada a la Virgen del altar suspirando y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora miraba al Papa cara a cara, humilde, pero sin miedo. -Un beso -dijo el sucesor de Pedro-. Pero… ¿qué es… un beso? ¡Habla claro! -Nada más que un beso. -Entonces… no era el diablo. El Papa dio a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló así: -Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la rosa de oro… y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra. Y… ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico? -Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar como antes. -Bueno. Pensaremos también en tu padre. Al día siguiente el Papa tenía en su poder la rosa de oro de la iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María Blumengold volvía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice * Cuando llegó la Pascua de aquel año la diplomacia se puso en movimiento, a fin de que la rosa de oro fuera esta vez para una famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina devota, fanática, capaz de quemar a todos sus vasallos por herejes, si se oponían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del Obispo que la confesaba. Por penuria del tesoro pontificio o por piadosa malicia del Papa, aquel año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro era grande; el rey de Occidente, poderoso, se daba por desairado, por injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer? El Papa, muy asustado, confesó que tenía una rosa de oro, antigua, de origen misterioso. La reina devota, y lúbrica contó con ella. Pero llegó el domingo de Laetare y no se bendijo rosa alguna. Porque aquella noche el Papa lo había pensado mejor, y sucediera lo que Dios fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino. Lo que hizo el Papa fue despertar muy temprano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, camino de Hall, con el encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro. Y el Papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza: -«Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia». Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
La yernocracia
Cuento
Hablaba yo de política días pasados con mi buen amigo Aurelio Marco, gran filósofo fin de siècle y padre de familia no tan filosófico, pues su blandura doméstica no se aviene con los preceptos de la modernísima pedagogía, que le pide a cualquiera, en cuanto tiene un hijo, más condiciones de capitán general y de hombre de Estado, que a Napoleón o a Julio César. Y me decía Aurelio Marco: -Es verdad; estamos hace algún tiempo en plena yernocracia: como a ti, eso me irritaba tiempo atrás, y ahora… me enternece. Qué quieres; me gusta la sinceridad en los afectos, en la conducta; me entusiasma el entusiasmo verdadero, sentido realmente; y en cambio, me repugnan el pathos falso, la piedad y la virtud fingidas. Creo que el hombre camina muy poco a poco del brutal egoísmo primitivo, sensual, instintivo, al espiritual, reflexivo altruismo. Fuera de las rarísimas excepciones de unas cuantas docenas de santos, se me antoja que hasta ahora en la humanidad nadie ha querido de veras… a la sociedad, a esa abstracción fría que se llama los demás, el prójimo, al cual se le dan mil nombres para dorarle la píldora del menosprecio que nos inspira. El patriotismo, a mi juicio, tiene de sincero lo que tiene de egoísta; ya por lo que en él va envuelto de nuestra propia conveniencia, ya de nuestra vanidad. Cerca del patriotismo anda la gloria, quinta esencia del egoísmo, colmo de la autolatría; porque el egoísmo vulgar se contenta con adorarse a sí propio él solo, y el egoísmo que busca la gloria, el egoísmo heroico… busca la adoración de los demás: que el mundo entero le ayude a ser egoísta. Por eso la gloria es deleznable… claro, como que es contra naturaleza, una paradoja, el sacrificio del egoísmo ajeno en aras del propio egoísmo. Pero no me juzgues, por esto, pesimista, sino cauto; creo en el progreso; lo que niego es que hayamos llegado, así, en masa, como obra social, al altruismo sincero. El día que cada cual quisiera a sus conciudadanos de verdad, como se quiere a sí mismo, ya no hacía falta la política, tal como la entendemos ahora. No, no hemos llegado a eso; y por elipsis o hipocresía, como quieras llamarlo, convenimos todos en que cuando hablamos de sacrificios por amor al país… mentimos, tal vez sin saberlo, es decir, no mentimos acaso, pero no decimos la verdad. -Pero… entonces -interrumpí- ¿dónde está el progreso? -A ello voy. La evolución del amor humano no ha llegado todavía más que a dar el primer paso sobre el abismo moral insondable del amor a otros. ¡Oh, y es tanto eso! ¡Supone tanta idealidad! ¡Pregúntale a un moribundo que ve cómo le dejan irse los que se quedan, si tiene gran valor espiritual el esfuerzo de amar de veras a lo que no es yo mismo! -¡Qué lenguaje, Aurelio! -No es pesimista, es la sinceridad pura. Pues bien; el primer paso en el amor de los demás lo ha dado parte de la humanidad, no de un salto, sino por el camino… del cordón umbilical… las madres han llegado a amar a sus hijos, lo que se llama amar. Los padres dignos de ser madres, los padres-madres, hemos llegado también, por la misteriosa unión de la sangre, a amar de veras a los hijos. El amor familiar es el único progreso serio, grande, real, que ha hecho hasta ahora la sociología positiva. Para los demás círculos sociales la coacción, la pena, el convencionalismo, los sistemas, los equilibrios, las fórmulas, las hipocresías necesarias, la razón de Estado, lo del salus populi y otros arbitrios sucedáneos del amor verdadero; en la familia, en sus primeros grados, ya existe el amor cierto, la argamasa que puede emir las piedras- para los cimientos del edificio social futuro. Repara cómo nadie es utopista ni revolucionario en su casa; es decir, nadie que haya llegado al amor real de la familia; porque fuera de este amor quedan los solterones empedernidos y los muchísimos mal casados y los no pocos padres descastados. No; en la familia buena nadie habla de corregir los defectos domésticos con ríos de sangre, ni de reformar sacrificando miembros podridos, ni se conoce en el hogar de hoy la pena de muerte, y puedes decir que no hay familia real donde, habiendo hijos, sea posible el divorcio. ¡Oh, lo que debe el mundo al cristianismo en este punto, no se ha comprendido bien todavía! -Pero… ¿y la yernocracia? -Ahora vamos. La yernocracia ha venido después del nepotismo, debiendo haber venido antes; lo cual prueba que el nepotismo era un falso progreso, por venir fuera de su sitio; un egoísmo disfrazado de altruismo familiar. Así y todo, en ciertos casos el nepotismo ha sido simpático, por lo que se parecía al verdadero amor familiar; simpático del todo cuando, en efecto, se trataba de hijos a quien por decoro había que llamar sobrinos. El nepotismo eclesiástico, el de los Papas, acaso principalmente, fue por esto una sinceridad disfrazada, se llevaba a la política el amor familiar, filial, por el rodeo fingido del lazo colateral. En el rigor etimológico, el nepotismo significaría la influencia política del amor a los hijos de los hijos, porque en buen latín nepos, es el nieto; pero en el latín de baja latinidad, nepos pasó a ser el sobrino; en la realidad, muchas veces el nepotismo fue la protección del hijo a quien la sociedad negaba esta gran categoría, y había que compensarle con otros honores. Nuestra hipocresía social no consiente la filiocracia franca, y después del nepotismo, que era o un disfraz de la filiocracia o un disfraz del egoísmo, aparece la yernocracia… que es el gobierno de la hija, matriz sublime del amor paternal. ¡La hija, mi Rosina! Calló Aurelio Marco, conmovido por sus recuerdos, por las imágenes que le traía la asociación de ideas. Cuando volvió a hablar, noté que en cierto modo había perdido el hilo, o por lo menos, volvía a tomarlo de atrás, porque dijo: -El nepotismo es generalmente, cuando se trata de verdaderos sobrinos, la familia refugio, la familia imposición; algo como el dinero para el avaro viejo; una mano a que nos agarramos en el trance de caducar y morir. El sobrino imita la familia real que no tuvimos o que perdimos; el sobrino finge amor en los días de decadencia; el sobrino puede imponerse a la debilidad senil. Esto no es el verdadero amor familiar; lo que se hace en política por el sobrino suele ser egoísmo, o miedo, o precaución, o pago de servicios: egoísmo. Sin embargo, es claro que hay casos interesantes, que enternecen, en el nepotismo. El ejemplo de Bossuet lo prueba. El hombre integérrimo, independiente, que echaba al rey-sol en cara sus manchas morales, no pudo en los días tristes de su vejez extrema abstenerse de solicitar el favor cortesano. Sufría, dice un historiador, el horrible mal de piedra, y sus indignos sobrinos, sabiendo que no era rico y que, segun él decía, «sus parientes no se aprovecharían de los bienes de la Iglesia», no cesaban de torturarle, obligándole continuamente a trasladarse de Meaux a la corte para implorar favores de todas clases; y el grande hombre tenía que hacer antesalas y sufrir desaires y burlas de los cortesanos; hasta que en uno de estos tristes viajes de pretendiente murió en París en 1704. Ese es un caso de nepotismo que da pena y que hace amar al buen sacerdote. Bossuet fue paro, sus sobrinos eran sobrinos. -Pero… ¿y la yernocracia? -A eso voy. ¿Conoces a Rosina? Es una reina de Saba de tres años y medio, el sol a domicilio; parece un gran juguete de lujo… con alma. Sacude la cabellera de oro, con aire imperial, como Júpiter maneja el rayo; de su vocecita de mil tonos y registros hace una gama de edictos, decretos y rescriptos, y si me mira airada, siento sobre mí la excomunión de un ángel. Es carne de mi carne, ungida con el óleo sagrado y misterioso de la inocencia amorosa; no tiene, por ahora, rudimentos de buena crianza, y su madre y yo, grandes pecadores, pasamos la vida tomando vuelo para educar a Rosina; pero aún no nos hemos decidido ni a perforarle las orejitas para engancharle pendientes, ni a perforarle la voluntad para engancharle los grillos de la educación a los dos años se erguía en su silla de brazos, a la hora de comer, y no cejaba jamás en su empero de ponerse en pie sobre el mantel, pasearse entre los platos y aun, en solemnes ocasiones, metió un zapato en la sopa, como si fuera un charco. Deplorable educación… pero adorable criatura. ¡Oh, si no tuviera que crecer, no la educaba; y pasaría la vida metiendo los pies en el caldo! Más que a su madre, más que a mí, quiere a ratos la reina de Saba a Maolito, su novio, un vecino de siete años, macho más hermoso que yo y sin barbas que piquen al besarle. Maolito es nuestro eterno convidado; Rosina le sienta junto a sí, y entre cucharada y cucharada le admira, le adora… y le palpa, untándole la cara de grasa y otras lindezas. No cabe duda; mi hija está enamorada a su manera, a lo ángel, de Maolito. Una tarde, a los postres, Rosina gritó con su tono más imperativo y más apasionado y elocuente, con la voz a que yo no puedo resistir, a que siempre me rindo… -Papá… yo quere que papá sea rey (rey lo dice muy claro) y que haga ministo y general a Maolito, que quere a mí… -No, tonta -interrumpió Maolito, que tiene la precocidad de todos los españoles-; tu papá no puede ser rey; di tú que quieres que sea ministro y que me haga a mí subsecretario. Calló otra vez Aurelio Marco y suspiró, y añadió después, como hablando consigo mismo: -¡Oh, que remordimientos sentí oyendo aquel antojo de mi tirano, de mi Rosina! ¡Yo no podía ser rey ni ministro! Mis ensueños, mis escrúpulos, mis aficiones, mis estudios, mi filosofía, me habían apartado de la ambición y sus caminos; era inepto para político, no podía ya aspirar a nada… ¡Oh, lo que yo hubiera dado entonces por ser hábil, por ser ambicioso, por no tener escrúpulos, por tener influencia, distrito, cartera, y sacrificarme por el país, plantear economías, reorganizarlo todo, salvar a España y hacer a Maolito subsecretario! FIN
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Mi entierro. Discurso de un loco
Cuento
Una noche me descuidé más de lo que manda la razón jugando al ajedrez con mi amigo Roque Tuyo en el café de San Benito. Cuando volví a casa estaban apagados los faroles, menos los guías. Era en primavera, cerca ya de Junio. Hacía calor, y refrescaba más el espíritu que el cuerpo el grato murmullo del agua, que corría libre por las bocas de riego, formando ríos en las aceras. Llegué a casa encharcado. Llevaba la cabeza hecha un horno y aquella humedad en los pies podía hacerme mucho daño; podía volverme loco, por ejemplo. Entre el ajedrez y la humedad hacíanme padecer no poco. Por lo pronto, los polizontes que, cruzados de brazos, dormían en las esquinas, apoyados en la puerta cochera de alguna casa grande, ya me parecían las torres negras. Tanto es así, que al pasar junto a San Ginés uno de los guardias me dejó la acera, y yo en vez de decir -gracias-, exclamé -enroco-, y seguí adelante. Al llegar a mi casa vi que el balcón de mi cuarto estaba abierto y por él salía un resplandor como de hachas de cera. Di en la puerta los tres golpes de ordenanza. Una voz ronca, de persona medio dormida, preguntó: -¿Quién? -¡Rey negro! -contesté, y no me abrieron-. ¡Jaque! -grité tres veces en un minuto, y nada, no me abrieron. Llamé al sereno, que venía abriendo puertas de acera en acera, saliéndose de sus casillas a cada paso. -Chico -le dije cuando le tuve a salto de peón-. ¡Ni que fueras un caballo; vaya modo de comer que tienes! -El pollín será usted y el comedor, y el sin vergüenza… Y poco ruido, que hay un difunto en el tercero, de cuerpo presente. -¡Alguna víctima de la humedad! -dije lleno de compasión, y con los pies como sopa en vino. -Sí, señor, de la humedad es; dicen si ha muerto de una borrachera; él era muy vicioso, pero pagaba buenas propinas; en fin, la señora se consolará, que es guapetona y fresca todavía, y así podrá ponerse en claro y conforme a la ley lo que ahora anda a oscuras y contra lo que manda la justicia. -¿Y tú qué sabes, mala lengua? -Que no ponga motes, señorito; yo soy el sereno, y hasta aquí callé como un santo, pero muerto el perro… ¡Allá voy! -gritó aquel oso del Pirineo, y con su paso de andadura se fue a abrir otra puerta. Un criado bajó a abrirme. Era Perico, mi fiel Perico. -¡Cómo has tardado tanto, animal! -¡Chist! No grite V., que se ha muerto el amo. -¿El amo de quién? -Mi amo. -¿De qué? -De un ataque cerebral, creo. Se humedeció los pies después de una partida de ajedrez con el Sr. Roque… y claro, lo que decía don Clemente a la señora: «No te apures, que el bruto de tu marido se quita de enmedio el mejor día reventando de bestia y por mojarse los pies después de calentarse los cuernos…». -Los cascos diría, que es como se dice. -No, señor, cuernos decía. -Sería por chiste; pero en fin, al grano. Vamos a ver, y si tu amo se ha muerto, ¿quién soy yo? -Toma, V. es el que viene a amortajarle, que dijo don Clemente que le mandaría a estas horas por no dar que decir… Suba V., suba V.-. Llegué a mi cuarto. En medio de la alcoba había una cama rodeada de blandones, como en Lucrecia Borgia están los ataúdes de los convidados. El balcón estaba abierto. Sobre la cama, estirado, estaba un cadáver. Miré. En efecto, era yo. Estaba en camisa, sin calzoncillos, pero con calcetines. Me puse a vestirme; a amortajarme, quiero decir. Saqué la levita negra, la que estrené en la reunión del Circo de Price, cuando Martos dijo aquello de «traidores como Sagasta» y el difunto Mata habló del cubo de las Danaides. ¡No supe nunca qué cubo era ese! Pero en fin, quise empezar a mudarme los calcetines, porque la humedad me molestaba mucho, y además quería ir limpio al cementerio. ¡Imposible! Estaban pegados al pellejo. Aquellos calcetines eran como la túnica de no sé quién, sólo que en vez de quemar mojaban. Aquella sensación de la humedad unas veces daba frío y otras calor. A veces se me figuraba sentir los pies en la misma nuca, y las orejas me echaban fuego… En fin, me vestí de duelo, como conviene a un difunto que va al entierro de su mejor amigo. Una de las hachas de cera se torció y empezaron a caer gotas de ardiente líquido en mis narices. Perico, que estaba allí solo, porque el hombre que me había amortajado había desaparecido, Perico dormía a poca distancia sobre una silla. Despertó y vio el estrago que la cera iba haciendo en mi rostro; probó a enderezar el gran cirio sin levantarse, pero no llegaba su brazo al candelero… y bostezando, volvió a dormir pacíficamente. Entró el gato, saltó a mi lecho y enroscándose se acostó sobre mis piernas. Así pasamos la noche. Al amanecer, el frío de los pies se hizo más intenso. Soñé que uno de ellos era el Mississippí y el otro un río muy grande que hay en el Norte de Asia y que yo no recordaba cómo se llamaba. ¡Qué tormento padecí por no recordar el nombre de aquel pie mío! Cuando la luz del día vino a mezclarse, entrando por las rendijas, con la luz amarillenta de las hachas, despertó Perico; abrió la boca, bostezó en gallego y sacando una bolsa verde de posadero se puso a contar dinero sobre el lecho mortuorio. Un moscón negro se plantó sobre mis narices cubiertas de cera. Perico miraba distraído al moscón mientras hacía cuentas con los dedos, pero no se movió para librarme de aquella molestia. Entró mi mujer en la sala a eso de las siete. Vestía ya de negro, como los cómicos que cuando tiene que pasar algo triste en el tercer acto se ponen antes de luto. Mi mujer traía el rostro pálido, compungido, pero la expresión del dolor parecía en él gesto de mal humor más que otra cosa. Aquellas arrugas y contorsiones de la pena parecían atadas con un cordel invisible. ¡Y así era en efecto! La voluntad, imponiéndose a los músculos, teníalos en tensión forzosa… En presencia de mi mujer sentí una facultad extraordinaria de mi conciencia de difunto; mi pensamiento se comunicaba directamente con el pensamiento ajeno; veía a través del cuerpo lo más recóndito del alma. No había echado de ver esa facultad milagrosa antes porque Perico era mi única compañía, y Perico no tenía pensamiento en que yo pudiera leer cosa alguna. -Sal -dijo mi esposa al criado; y arrodillándose a mis pies quedó sola conmigo. Su rostro se serenó de repente; quedaron en él las señales de la vigilia, pero no las de la pena. Y rezó mentalmente en esta forma: «Padre nuestro (¡cómo tarda el otro!) que estás en los cielos (¿habrá otra vida y me verá este desde allá arriba?), santificado (haré los lutos baratos, porque no quiero gastar mucho en ropa negra) sea el tu nombre; venga a nos el tu reino (el entierro me va a costar un sentido si los del partido de mi difunto no lo toman como cosa suya), y hágase tu voluntad (lo que es si me caso con el otro, mi voluntad ha de ser la primera y no admito ancas de nadie -ancas, pensó mi mujer, ancas, así como suena) así en la tierra como en el cielo (¿estará ya en el purgatorio este animal?)». A las ocho llegó otro personaje, Clemente Cerrojos, del comité del partido, del distrito de la Latina, vocal. Cerrojos había sido amigo mío político y privado, aunque no le creía yo tan metido en mis cosas como estaba efectivamente. Antes jugaba al ajedrez, pero conociendo yo que hacía trampas, que mudaba las piezas subrepticiamente, rompí con él, en cuanto jugador, y me fui a buscar adversario más noble al café. Clemente se quedaba en mi casa todas las noches haciendo compañía a mi mujer. Estaba vestido con esa etiqueta de los tenderos, que consiste en levita larga y holgada de paño negro liso, reluciente, y pantalón, chaleco y corbata del mismo color. Clemente Cerrojos era bizco del derecho; la niña de aquel ojo brillaba inmóvil casi siempre, sin expresión, como si tuviese allí clavada una manzanilla de esas que cubren los baúles y las puertas. Mi mujer no levantó la cabeza. Cerrojos se sentó sobre el lecho mortuorio, haciéndole crujir de arriba abajo. Cinco minutos estuvieron sin hablar palabra. Pero ¡ay!, que yo veía el pensamiento de los infames. Mi mujer pensó de pronto en lo horroroso y criminal que sería abrazar a aquel hombre o dejarse abrazar allí, delante de mi presunto cadáver. Cerrojos pensó lo mismo. Y los dos lo desearon ardientemente. No era el amor lo que los atraía, sino el placer de gozar impunemente un gran crimen, delicioso por lo horrendo. «Si él se atreviera, yo no resistiría», pensó ella temblando. «Si ella se insinuara, no quedaría por mí», dijo él para sus adentros. Ella tosió, arregló la falda negra y dejó ver su pie hasta el tobillo. Él la tocó con la rodilla en el hombro. Yo sentí que el fuego del adulterio sacrílego pasaba de uno a otro, a través de la ropa… Clemente inclinábase ya hacia mi viuda… Ella, sin verle, le sentía venir… Yo no podía moverme; pero él creyó que yo me había movido. Me miró a los ojos, abiertos como ventanas sin madera y retrocedió tres pasos. Después vino a mí y me cerró las ventanas con que le estaba amenazando mi pobre cadáver. Llegó gente. Bajaron la caja mortuoria hasta el portal y allí me dejaron junto a la puerta, uno de cuyos batientes estaba cerrado. Parte del ataúd, la de los pies, la mojaba fina lluvia que caía; ¡siempre la humedad! Vi bajar, es decir, sentí por los medios sobrenaturales de que disponía, bajar a los señores del duelo. Llenaron el portal, que era grande. Todos vestían de negro; había levitas del tiempo del retraimiento. Estaban allí todo el comité del distrito y muchos soldados rasos del partido, de esos que sólo figuran cuando se echa un guante para cualquier calamidad de algún correligionario y se publican las listas de la suscrición. Allí estaba mi tabernero que bien quisiera consagrar una lágrima y un pensamiento melancólico a la memoria del difunto; pero la levita le traía a mal traer, se le enredaba entre las piernas, y en cuanto a la corbata le hacía cosquillas y le sofocaba; por lo cual no pensó en mí ni un solo instante. El duelo se puso en orden; me metieron en el carro fúnebre y la gente fue entrando en los coches. Había dos presidencias, una era la de la familia, que como yo no tenía parientes, la representaban mis amigos, los íntimos de la casa; Clemente Cerrojos presidía, a la derecha llevaba a Roque Tuyo, a la izquierda a mi casero, que solía entrar en casa a ver si le maltratábamos la finca. La otra presidencia era política. Iban en medio don Mateo Gómez, hombre íntegro, consecuente, que profesaba este dogma: mis amigos, los de mi partido. Y juraba que Madoz le había robado aquella frase célebre: «yo seguiré a mi partido hasta en sus errores». Uno de los títulos de gloria de don Mateo era que no se había muerto ningún correligionario suyo sin que él le acompañase al cementerio. Don Mateo me estimaba, pero valga la verdad, según caminábamos a la que él pensaba llamar en el discurso que le había tocado en suerte, última morada, un color se le iba y otro se le venía; se le atravesaba no sabía qué en la garganta, y maldecía, para sus adentros, la hora en que yo había nacido y mucho más la en que había muerto. Yo iba penetrando en el pensamiento de don Mateo desde mi carro fúnebre, merced a la doble vista de que ya he hablado. El buen patricio, no vale mentir, se había aprendido su discurso de memoria: era sobre poco más o menos y tal como la habían publicado los periódicos, la oración fúnebre de cierto correligionario, mucho más ilustre que yo, pronunciada por un orador célebre de nuestro partido. Pero al buen Gómez se le había olvidado más de la mitad, mucho más, de la arenga prendida con alfileres, y allí eran los apuros. Mientras sus compañeros de presidencia discurrían con gran tranquilidad de ánimo acerca de las vicisitudes del mercado de granos, a que ambos se consagraban, don Mateo procuraba en vano reedificar la desmoronada construcción del discurso premeditado. Por fin se convenció de que le sería necesario improvisar, porque de la memoria ya no había que esperar nada. «Lo mejor para que se me ocurriera algo, pensó, sería sentir de veras, con todo el corazón, la muerte de Ronzuelos (mi apellido)». Y probaba a enternecerse, pero en vano; a pesar de su cara compungida, le importaba tres pepinos la muerte de Ronzuelos (don Agapito) es decir, mi muerte. -Es una pérdida, una verdadera pérdida -dijo alto para que los otros le ayudaran a lamentar mi desaparición del gran libro de los vivos, como dice Pérez Escrich-. ¡Una gran pérdida! -repitió. -Sí, pero el grano estaba averiado, y gracias que así y todo se pudo vender -contestó otro de los que presidían. -¿Cómo vender? Ronzuelos era incapaz… era integérrimo… eso es, integérrimo. -Pero ¿quién habla de Ronzuelos, hombre? Hablamos del grano que vendió Pérez Pinto… -Pues yo hablo del difunto. -Ah, sí. Era un carácter. -Justo, un carácter, que es lo que necesitamos en este país sin… -Sin carácteres -añadió el interlocutor acabando la frase con el esdrújulo apuntado. Don Mateo dudaba si caracteres era esdrújulo o no, pero ya supo desde entonces a qué atenerse. Llegamos al cementerio. Entonces los del duelo, por la primera vez, se acordaron de mí. En torno del ataúd se colocó el partido a quien don Mateo seguía hasta en sus extravíos. Hubo un silencio que no llamaré solemne porque no lo era. Todos los circunstantes esperaban con maliciosa curiosidad el discurso de Gómez. -Es un inepto, ahora lo vamos a ver -decían unos. -No sabe hablar, pero es un hombre enérgico. Es lo que necesitamos -interrumpía alguno. -Menos palabras y más hechos es lo que necesita el país. -¡Eso!… Eso… Eso… -dijeron muchos. -¡Esooo!… -repitió el eco a lo lejos. -Señores -exclamó don Mateo, después de toser dos veces y desabrocharse y abrocharse un guante-. Señores, otro campeón ha caído herido como por el rayo (no sabía que me había matado la humedad) en la lucha del progreso con el oscurantismo. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales, brilló entre sus virtudes como astro mayor la gran virtud cívica de la consecuencia. Íntegro como pocos, su corazón era un libro abierto. Modelo de ciudadanos, de esposos y de liberales… -don Mateo se acordó de repente de que esto ya lo había dicho; tembló como un azogado, sintió que la memoria y todo pensamiento se hundían en un agujero más oscuro que la tumba que iba a tragarme, y en aquel instante me tuvo envidia; se hubiera cambiado por el difunto. El cementerio empezó a dar vueltas, los mausoleos bailaban y la tierra se hundía. Yo, que estaba de cuerpo presente, a la vista de todos, tuve que hacer un gran esfuerzo para no reírme y conservar la gravedad propia del cadáver en tan fúnebre ceremonia. Volvió a reinar el silencio de las tumbas. Don Mateo buscaba la palabra rebelde, el público callaba, con un silencio que valía por una tormenta de silbidos; sólo se oía el chisporroteo de los cirios y el ruido del aire entre las ramas de los cipreses. Don Mateo, mientras buscaba el hilo, maldecía su suerte, maldecía al muerto, el partido y la manía fea de hablar, que no conduce a nada, porque lo que hace falta son hechos. «¿De qué me ha servido una vida de sacrificios en aras o en alas (nunca había sabido don Mateo si se dice alas o aras hablando de esto) en alas de la libertad, pensaba, si porque no soy un Cicerón estoy ahora en ridículo a los ojos de muchos menos consecuentes y menos patriotas que yo?». Por fin pudo coger lo que él llamaba el hilo del discurso y prosiguió: -¡Ah, señores, Ronzuelos, Agapito Ronzuelos fue un mártir de la idea (de la humedad, señor mío, de la humedad), de la idea santa, de la idea pura, de la idea del progreso, el progreso indefinido! No era un hombre de palabra, quiero decir, no era un orador, porque en este desgraciado país lo que sobran son oradores, lo que hace falta es carácter, hechos y mucha consecuencia-. Hubo un murmullo de aprobación y don Mateo lo aprovechó para terminar su discurso. Se disolvió el cortejo. Entonces se habló un poco de mí, para criticar la oración fúnebre del presidente efectivo del comité. -La verdad es -dijo uno encendiendo un fósforo en la tapa de mi ataúd-, lo cierto es que don Mateo no ha dicho más que cuatro lugares comunes. -Claro, hombre -dijo otro-, lo de cajón; por lo demás, este pobre Ronzuelos era buena persona y nada más. ¡Qué había de tener carácter! -Ni consecuencia. -Lo que era un gran jugador de ajedrez. -De eso habría mucho que hablar -replicó un tercero-. Ganaba porque hacía trampas. Guardaba las piezas en el bolsillo. ¡El que hablaba así era Roque Tuyo, mi rival, el infame que enrocaba después de haber movido el rey! No pude contenerme. -¡Mientes! -grité saltando de la caja. Pero no vi a nadie; todos habían desaparecido. Empezaba la noche; la luna asomaba tras las tapias del cementerio. Los cipreses inclinaban sus copas agudas con melancólico vaivén, gemía el aire entre las ramas, como poco antes, cuando se cortó don Mateo. Llegó un enterrador. -¿Qué hace V. ahí? -me dijo, un poco asustado. -Soy el difunto -respondí-. Sí, el difunto, no te espantes. Oye: alquilo ese nicho; te pagaré por vivir en él mejor que si lo ocupara un muerto. No quiero volver a la ciudad de los vivos… Mi mujer, Perico, Clemente, el partido, don Mateo… y sobre todo Roque Tuyo, me dan asco-. El enterrador dijo a todo amén. Quedamos en que el cementerio sería mi posada, aquel nicho mi alcoba. Pero ¡ay!, el enterrador era hombre también. Me vendió. Al día siguiente vinieron a buscarme Clemente, Perico, mi mujer y una comisión del seno de mi partido, con don Mateo a la cabeza o a los pies. Resistí cuanto pude, defendiéndome con un fémur; pero venció el número; me cogieron, me vistieron con un traje de peón blanco, me pusieron en una casilla negra, y aquí estoy, sin que nadie me mueva, amenazado por un caballo que no acaba de comerme y no hace más que darme coces en la cabeza. Y los pies encharcados, como si yo fuera arroz. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Para vicios
Cuento
Doña Indalecia era una viuda de sesenta años que había nacido para jefe superior de Administración o para Ministro del Tribunal de Cuentas, y acaso, acaso mejor para inspector general de Policía; pero sus creencias, sus gustos, sus desgracias, sus achaques, sus desengaños la habían inclinado del lado de la piedad; y era una ferviente beata, no de las que se comen los santos, sino de las que beben los vientos practicando las obras de misericordia en forma de sociedad, fuese colectiva, comanditaria o anónima; era muy religiosa, muy caritativa, pero siempre en sociedad; creía más en la Iglesia que en Dios; pensaba que Jesús se había dejado crucificar para que, andando el tiempo, hubiese un lucido Colegio de Cardenales y Congregación del Índice. La consolaba la idea de aquella triste profecía «siempre habrá pobres entre vosotros», porque esto significaba que siempre habría Sociedad de San Vicente de Paúl y Hermanitas de los Pobres, etc., etc. Amaba los organismos caritativos mucho más que la caridad; cabe decir que las lacerías humanas no empezaban a inspirarle lástima hasta que los desgraciados estaban acogidos al amparo de alguna archicofradía. Para ella los pobres eran los pobres matriculados, los oficiales, los de esta o la otra sociedad; por estos se desvivía, pero ¡infelices! ¡de que manera! Tenía una inquisición en cada yema de los dedos de las manos; era un Argos para perseguir el vicio de los miserables, para distinguir las verdaderas necesidades de las falsas; no daba un cacho de pan sin formar a su modo un expediente. Su gloria era ver asilos de lujo, limpios, ordenados, con rigurosa disciplina, con todos los adelantos, tales que los asilados no pudieran respirar fuera del reglamento. Y, para que más que la verdad, doña Indalecia hubiera preferido que un asilo que se creaba, limpísimo, inmaculado, nuevecito todo… no se estrenara, no se echara a perder por el uso de los miserables a quienes se dedicaba. Llegó a ver en el pobre, en el protegido, una abstracción, una idea fría, pasiva; y así, cuando algún desgraciado a quien tenía que amparar mostraba que era hombre con flaquezas como todos, doña Indalecia se sublevaba. Los vicios en los desheredados le parecían monstruosos. Sus convicciones se arraigaron más y más, cuando llegó a saber, por conversaciones con sacerdotes ilustrados y catedráticos, y por ciertas lecturas, que la ciencia moderna estaba de acuerdo con ella en lo de la caridad bien entendida, con su cuenta y razón. Cuando leyó que la limosna esporádica, la limosna suelta, en la calle, al azar, la limosna ciega, como la fe, era contraproducente, así como delito, se volvió loca de gusto. «¡Pues es claro, lo que ella había dicho siempre!». En cada pordiosero veía un criminal, y en cada transeúnte que soltaba en la calle un perro chico, un anarquista. Su policía caritativa no sólo perseguía a los pobres falsos, a los pobres viciosos, sino a los ricos que no sabían ejercer la caridad, que daban limosnas de ciego, como palos. Sujeto a esta vigilancia, tenía, sin que él lo sospechara, al Director de la Biblioteca provincial, don Pantaleón Bonilla, un vejete muy distraído, como llama el vulgo al que jamás se distrae, al que siempre está atento a una cosa. Bonilla estaba fijo en sus trece, que eran sus libros, sus teorías de filósofo y de bibliófilo científico. No hacía más que ir de casa a la Biblioteca, de la. Biblioteca a casa, siempre corriendo por no perder tiempo, tropezando con transeúntes, faroles y esquinas. Cuando le costaba un coscorrón un tropiezo, suspiraba, y, en vez de rascarse, se aseguraba bien las gafas, que a su juicio tenían la culpa de todo… Doña Indalecia era muy señora suya; la trataba, es decir, se le quitaba el sombrero, sin verla; pero no sabía el infeliz que le seguía los pasos; que la tenía escandalizada con su conducta. «¡Y eso es un sabio!» decía para sí doña Indalecia, siguiéndole de esquina en esquina, hasta dejarlo metido en la Biblioteca. «¡Pero con este hombre no hay caridad posible; no hay organización que valga; nos lo corrompe todo! ¡Esto es un libertinaje! ¡Debe entender en ello el Gobernador como en lo de la blasfemia!». Pero ¿qué era ello? Bonilla no advertía nada; se creía inocente. Ello era, que en cuanto salía de casa le rodeaban los pordioseros; le acosaban cojos y mancos, mujeres harapientas con tres o cuatro crías colgadas del cuerpo, por el pecho y por la espalda; pilluelos descalzos, que saltaban como gozquecillos tras los faldones de su levita… ¿Y en qué consistía el delito de Bonilla? ¡Ahí era nada! En ir soltando perros chicos y grandes como globo que arroja lastre para seguir volando… Como no podía menos, el exceso de la demanda llegó a ahogar las salidas… El coro de miserables llegó a ser muchedumbre, motín, ola, que cortó el paso al manirroto… D. Pantaleón un día llegó a fijarse en que no le dejaban andar. -¡Pero qué es esto! -exclamó, mirando a los lados, hacia atrás, como pidiendo auxilio-. ¿De dónde sale tanto pobre? ¿No hay policía? -Si hubiera policía estaría usted preso -le contestó la voz de doña Indalecia, que le seguía, y que al verle volverse se le puso delante. Y después que la viuda, repartiendo golpes con la sombrilla, el abanico y hasta con el rosario espantaba a los pobres, a los pordioseros, como Jesús arrojó del templo a los mercaderes, (ese como es de doña Indalecia), cuando ya Bonilla se vio libre de moscas, la beata con tono agridulce, y por cobrarle el favor que le había hecho, le soltó un sermón en forma. -¡Parece mentira -vino a decirle en muchas más palabras- que siendo usted un sabio, no sepa que su manera de ejercer la caridad ofende a Dios y a la sociedad! Usted corrompe a los pobres, fomenta la holganza, subvenciona el vicio; todos esos cuartos que usted arroja a derecha e izquierda, se gastan en alcohol y otras porquerías. Cuando usted se muera y pida que le lleven en volandas al cielo los pobres a quien socorrió, se encontrará con que no puede ser, porque sus protegidos estarán en el infierno; y los que no, como no se podrán tener en pie, de borrachos, no podrán llevarle… etcétera, etc. D. Pantaleón Bonilla escuchó a la vieja sonriendo, con interés. Cuando terminó la plática, notó que no tenía argumento serio que oponer. -¿De modo, señora, que sin querer he estado años y años corrompiendo la sociedad, subvencionando el vicio?… Y todo sin intención. ¡Cómo tiene uno tantas cosas en la cabeza! No, y lo que es leer, yo también he leído todo eso que usted dice de la caridad ordenada, organizada: ilustres filántropos y santos muy clásicos, me han convencido de que la limosna perezosa, empírica, desordenada, casual es nociva. ¡Pero… como no tengo tiempo ni para rascarme! En fin, yo me enmendaré; yo me enmendaré… En adelante, no me meteré donde no me llaman; cada cual a lo suyo; ustedes a su caridad, yo a mis libros, cada cual a su vocación… Pero después de un viaje que tuvo que hacer para fundar algo caritativo en otra provincia, volvió y… ¡oh desencanto! vio otra vez a su don Pantaleón soltando trigo a diestro y siniestro como la molienda de San Isidro Labrador… El enjambre de los pordioseros de nuevo le seguía, como las abejas de una colmena que llevan de un lado a otro. Tras varios días de espionaje, la implacable viuda volvió a interpelar al demagogo de las limosnas. Pero entonces fue él quien habló largo y tendido; y vino a decir: -Qué quiere usted, hija mía… Por lo visto… era un vicio. No tengo otros. He seguido el consejo de usted… he estado mucho tiempo sin dar un ochavo… y no me sentía bien; el no dar limosna me preocupaba, sentía una comezón… remordimientos… Me asaltaron mil dudas… Acaso usted y los suyos no tenían razón… Y yo no estoy para dudas nuevas, para más problemas… ¡bastante tengo con los míos! Figúrese usted, señora, que ando a vueltas con el criterio de la moralidad. ¿Por qué debemos ser buenos, morales? En rigor todavía no lo sé… Pero en la duda… procuro no ser como Caín. Conque… figúrese usted si por unos cuantos perros y pesetillas sueltas voy yo a cargar con cien quebraderos de cabeza. Además, yo no tengo virtud ni tiempo suficientes para ejercer la caridad metódica, sabia, ordenada… y como yo hay muchos… A los que estamos en esta inferior situación ¿se nos ha de negar todo acto de caridad? Déjesenos ser la calderilla de la filantropía, y repartir un poco de calderilla. De la mía yo no sé qué hacer si no doy limosna… Yo no fumo, no juego, no gasto en mujeres, ni bebo… ¡Algún vicio había de tener! Déjeme usted este. Como no quiera usted que me dé al aguardiente… Dispénseme usted, señora; pero no tengo tiempo ni humor para no dar limosna. Me falta algo si no la doy, tengo que contenerme, gastar la energía que necesito para otras cosas, me distraigo de mis pensares y mis quehaceres… ¡un horror! -Vuelvo a repartir cuartos, y como un reloj. Suplico a usted que no le dé vueltas. Y no me venga usted con el cielo. No pido cosa tan rica a cambio de este bronce que reparto. Nada de eso. Me basta con creer que no me condeno por darle estos perros grandes a esa mujer que trae un chiquillo colgando de cada brazo… y mire usted… mire usted este pillastre, pálido, canijo, que tirita de frío… ¿cree usted que irá a seducir a una hija de familia con este real en perros que le regalo? Y en último caso, señora, si hacen lo que yo, si también tienen vicios, pues de defectos están libres ustedes, los beatos, pero no los pobres ni los sabios; si tienen vicios… tienen que ser vicios de perro chico… parva materia… Con que toma, toma, toma. Y Bonilla, entusiasmado con su discurso, empezó a echar calderilla a puñados, como el labrador que siembra y arroja el grano sin responder, más que con la esperanza, de la simiente que fructifica… Y según soltaba perros chicos y grandes, iba diciendo don Pantaleón: -Ea, ea… tomad… para vicios… para vicios… *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Reflejo
Cuento
CONFIDENCIAS Voy muy pocas veces a Madrid, entre otras razones, porque le tengo miedo al clima. Después de tantos años de ausencia he perdido ya en la corte la ciudadanía… climatológica (si vale hablar así, que lo dudo), bien ganada, illo tempore, en la alegre y descuidada juventud. Además… ¿por qué negarlo? La presencia de Madrid, ahora que me acerco a la vejez, me hace sentir toda la melancolía del célebre non bis in idem. No, no se es joven dos veces. Y Madrid era para mí la juventud; y ahora me parece otro… que ha variado muy poco, pero que ha envejecido bastante. Marcos Zapata, ausente de Madrid también muchos años, al volver hizo ya la observación de lo poquísimo que la corte varía. Es verdad: todo está igual.., pero más viejo. Apolo y Fornos pueden ser símbolos de esta impresión que quiero expresar. Están lo mismo que entonces, pero ¡qué ahumados!… Hay una novela muy hermosa de Guy de Maupassant, en que un personaje, infeliz burgués vulgar, que no hace más que sentarse a la misma mesa de un café años y años, deja pasar así la vida, siempre igual. Pero un día se le ocurre mirarse en uno de aquellos espejos… y es el mismo de siempre, pero ya es un pobre viejo. No pasó nada más… que el tiempo. Madrid tiene para mí algo del personaje de Maupassant. Desde luego reconozco que en esto habrá mucho de subjetivo… Una de las cosas que más me entristecen en Madrid es la falta de los antiguos amigos. Han muerto algunos, pero no muchos; otros están ausentes; pero los más en Madrid residen. ¿Por qué no se les ve? Porque ya no son las golondrinas que alborotan en la plaza y que interrumpen a San Francisco; ya no son los peripatéticos que discuten a voces, azotacalles perennes del estrecho recinto en que se encierra el Madrid espiritual propiamente dicho. Algunos son personajes políticos y tienen que darse cierto tono; otros se han refugiado en el hogar, desengañados de la Ágora… Ello es que no los veo por ningún lado. Y los antiguos maestros, aquellas lumbreras en que nuestra juventud creía, porque entonces no se había inventado esta división absurda y grosera de jóvenes y viejos; los grandes poetas, los grandes oradores, críticos, moralistas, eruditos, ¿dónde están? Olvidados del gobierno del mundo y sus monarquías; calentando el cuerpo achacoso al calor de buena chimenea; rodeados de cien precauciones higiénicas; haciendo la vida monástica en un despacho, a que la edad nos irá condenando a todos. ¡Infeliz del viejo que no haya aprendido, antes de serlo, a estar solo muy a su gusto! Sí; casi todos los maestros son ya viejos; salen poco… ¡Qué tristeza! Una de las mayores. Mas, para mí, un consuelo visitarlos. Cuando hago examen de conciencia y veo mi pequeñez, mis defectos, una de las cosas menos malas que veo en mí, una de las poquísimas que me inclinan a apreciarme todavía un poco, moralmente, es el arraigo de la veneración sincera que siento y he sentido siempre respecto de los hombres ilustres a quien debe algo mi espíritu. Como a mis lugares sagrados, solía yo ir, al verme en Madrid, peregrino siempre triste, a casa de Campoamor… que ya no gusta de visitas; de Castelar (que hemos perdido), de Giner, de Valera, de Balart… Y de este otro señor, el señor X, que no es nadie y es quien ustedes quieran. Otro maestro. Vivía en un barrio allá muy lejos, casi más cerca de Toledo o de Guadalajara que de la Puerta del Sol. Quiero hablar de las últimas visitas que le hice. Fue de noche. No me esperaba. Es soltero; vive con una doncella de su madre, que es hoy una anciana muy sorda y que debe considerar a los discípulos de su amo como enemigos que no quiere en su casa. Antonia, así la llama, es como Zarathustra, según Nietzsche, recelosa respecto de los que piensan entrar en el apostolado de su amo de ella; amo, pero no maestro, porque Antonia no debe de tener escuela filosófica ni literaria. Sabe Antonia, vagamente, que su señor vale mucho, por cosas que ella no puede comprender; sabe que los papeles le han puesto mil veces en los cuernos de la luna; que ha sacado de su cabeza unos libros muy buenos que le han dado algunas pesetas, pocas… y mucha honra y muchos disgustos. Y sabe que todo ello no le ha servido para medrar, para hacerse rico, ni para tener influencia en la política, ni con el obispo, ni en Palacio, ni en parte alguna de esas donde se hacen los favores gordos. Visitas, antiguamente, muchas, pero de gente de poco pelo, que traían libros de regalo —¡libros!—, que es lo mismo que si la trajeran a Antonia polvo y lodo de la calle. ¡Libros! Lo que sobra en la casa, lo que a ella la tiene loca, porque no sabe ya dónde ponerlos. Ya no hay sitio en mesas, armarios y hasta sillas más que para los libros, y ellos atraen los ratones y crían polvo, telarañas… ¡horror! Y después la gracia de que el amo no lee casi nunca esos tomos que le regalan, sino otros muchos que él compra muy caros. «Los que hacen los libros que a mí me estorban y que el señor no lee» éstos son para Antonia la mayor parte de los señoritos que se cuelgan del timbre. ¡Deben ser tan poca cosa! Además, cuando el amo se guarda de ellos y miente, como si no hubiera Dios, para disculparse y no recibirlos, por algo será… No; ni los libros ni los que los traen le dan alegría ni nada bueno al señor… Está triste, sale poco, cada vez menos. Si escribe, ella le ve la cara llena de angustia; si medita, lo mismo. Sólo cuando lee con afán alguno de aquellos libros caros, que él compra, es cuando le nota, a veces, sereno, de veras entretenido, a veces casi casi sonriente. ¿Que dirán aquellos señores, que hasta al amo le gusta lo que dicen? Deben de ser gente lista, de buen trato, sí; pero esos… son justamente los que nunca le vienen a ver. Mas, ¡oh contrasentidos misteriosos del corazón humano, que ni siquiera Antonia se explica! La buena ama de llaves nota de algunos años acá, sin querer dar importancia al hecho, que las visitas importunas van escaseando; que cada día se olvidan más aquellos discípulos, antes pegajosos, del pobre maestro; y Antonia, a regañadientes, siente el desaire; ve en él no sabe qué síntoma de vejez, de abandono. También comprende, por muchas señales, que poco a poco el amo se va apartando más de aquella vida de impresiones que le traían los papeles y los amigos y sus salidas frecuentes y a deshora… Y no hay disgustos de aquellos que él se comía, pero que ella adivinaba. Calma, eso sí; mucha, demasiada; así como de mal agüero. Y a pesar de esto, Antonia, así como por tesón, por orgullo de artista —que tiene ella por su amo— cuando llega a la puerta algún raro admirador, lo recibe con ceño, disimulando la simpatía y el agradecimiento que le inspira la fidelidad de aquel hombre, a quien, sin embargo, trata con el mismo rigor de que antes usaba espontáneamente. El ceño y los malos modos de Antonia quieren decir en el fondo: «Ya sabemos que se nos olvida. ¿Y qué? Poco nos importan las vanidades de la gloria; aquí no necesitamos a nadie… Gracias, de todos modos, por la atención; pero conste que ya no nos da frío ni calor nada de cuanto pueda llegar por esa puerta…» ¿Cómo pude yo averiguar todos estos pensares de Antonia? Hablando con ella, largo y tendido, una tarde que fui a ver a X, cuando él, positivamente, no estaba en casa. La criada me recibió mal, como a todos; pero cuando dije mi nombre, cambió de humor de repente. El amo le había anunciado mi visita, y la necesidad de tratarme con amabilidad excepcional, porque yo no era uno que llevaba libros, sino un amigo verdadero. En fin, mucho bueno le debió decir de mí el amo a la criada, porque ella me hizo entrar en el despacho, me obligó a esperar al señor media hora, que llenamos con amable, íntima conversación. El cariño de Antonia a su señor le hizo comprender que yo le quería también como ella, y que también me daba pena verle aislarse, huir de la actividad exterior, dejar que el mundo frívolo le olvidara, porque él no lo buscaba con reclamos. Y así fue que la noche que X me recibió en su casa, ya sabía yo mucho de su estado de alma por el reflejo de Antonia. No me hizo pasar X a su despacho, sino a una modesta habitación cuadrada, sin pintura ni libros, ni bibelots, ni más muebles que los necesarios. El único lujo allí consistía en murallas de telas y paño para no dejar que entrase frío. Silencio y calor parecía ser el ideal a que se aspiraba allí dentro. En una butaca, más echado que sentado, con los pies envueltos en una manta, que casi se quemaba en un brasero de bronce, metido en caja de roble, X leía un tomo de La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo. —¿Eh, qué atrasado verdad? —me dijo—. ¡Si me viera un modernista!¡Víctor Hugo! —y sonreía, con ironía muda, venenosa—. No, —prosiguió—. Ya sé que usted no es de esos; cuando estuve en su pueblo, y en su casa, ausente usted, vi que en su gabinete de trabajo no tenía usted más que tres retratos: el de la torre de la catedral de su ciudad querida, el de su hijo… y el de Víctor Hugo… La moda… la moda, en Arte, muchas veces no es más que una frialdad y una ingratitud. Nuestra gente modernísima, por tendencia materialista en parte, y en parte para disimular su ignorancia, hace alarde de no tener memoria. Y… ya lo sabe usted; un gran filósofo moderno —no modernista— por la memoria nos revela el espíritu. Lo presente es del cuerpo, el recuerdo del alma. Doctrina profunda… Después, creyendo que todo aquello era hablar de sí mismo, en el fondo, quiso cambiar de asunto y hablar de mis cosas. —Ya veo, ya veo que usted sigue luchando en veinte periódicos… Hace usted bien… Eso supone cierta fe. En cambio, no hace usted libros… También hace usted bien. Yo tampoco hago libros. Son inútiles. No los leen. No los saben leer. Los artículos, sí; se leen… pero tampoco se entienden. Ya no los escribo yo tampoco… porque no creo en su eficacia. Y buena falta me hace cobrar unas cuantas pesetas… pero ni por esas. No escribo. Mire usted; entre enseñar cosas del alma a gente que no la tiene y empeñar un colchón, prefiero empeñar el colchón. Gasta menos el espíritu… aunque algo lo gasta también… Hasta hace poco, en vez de artículos escribía cartas a los amigos íntimos, capaces de entender; tres o cuatro. Ahora ya, ni eso; porque, por las contestaciones, veía que no les enseñaba nada nuevo; pensaban lo mismo, sentían lo mismo. Me devolvían mis tristezas, en otro estilo y con otra clase de erudición… Así es que ahora, ni cartas. Nada… Nada más que leer… y calentarme los pies, no los cascos… ¿Ha leído usted los versos de Taine a sus gatos? ¡Pocas veces fue tan filósofo de veras el gran crítico como en esos versos…! Ya sé, ya sé que ciertos gusanos literarios me ponen en la lista de sus muertos y me entierran con Valera, Balart, Campoamor… ¡No es mal panteón…! pero sepan los tales modernistas que yo no soy un muerto de ellos, sino mió. Me he pagado el entierro. Y no soy un enterrado de actualidad. ¡No; soy un Ramsés II, todo un Sesostris! Este ya es mi único orgullo; ser un muerto antiguo, una momia… y mi derecho… el de la muerte también… ¡Que no me anden con los huesos…! Y al despedirme, incorporándose, me decía: —Adiós, buen amigo. Dígale usted al mundo que ha visto la momia de Sesostris… en la actitud en que le sorprendió la muerte, hace miles de años… ¡leyendo a Víctor Hugo! Cuando salí, en el recibimiento, la sonrisa triste y benévola de Antonia me repitió, a su modo, cuanto su amo acababa de decirme. En rigor, todo lo que me dijo X no fue más que cuanto yo había adivinado la tarde anterior hablando con su ama de llaves. Con otro estilo y otra erudición, como X decía, las mismas tristezas. *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Un candidato
Cuento
Tiene la cara de pordiosero; mendiga con la mirada. Sus ojos, de color de avellana, inquietos, medrosos, siguen los movimientos de aquel de quien esperan algo como los ojos del mono sabio a quien arrojan golosinas, y que, devorando unas, espera y codicia otras. No repugna aquel rostro, aunque revela miseria moral, escaso aliño, ninguna pulcritud, porque expresa todo esto, y más, de un modo clásico, con rasgos y dibujo del más puro realismo artístico: es nuestro Zalamero, que así se llama, un pobre de Velázquez. Parece un modelo hecho a propósito por la Naturaleza para representar el mendigo de oficio, curtido por el sol de los holgazanes en los pórticos de las iglesias, en las lindes de los caminos. Su miseria es campesina; no habla de hambre ni de falta de luz y de aire, sino de mal alimento y de grandes intemperies; no está pálido, sino aterrado; no enseña perfiles de hueso, sino pliegues de carne blanda, fofa. Así como sus ojos se mueven implorando limosna y acechando la presa, su boca rumia sin cesar, con un movimiento de los labios que parece disimular la ausencia de los dientes. Y con todo, sí tiene dientes, negros, pero fuertes. Los esconde como quien oculta sus armas. Es un carnívoro vergonzante. Cuando se queda solo o está entre gente de quien nada puede esperar, aquella impaciencia de sus gestos se trueca en una expresión de melancolía humilde, sin dignidad picaresca, sin dejar de ser triste; no hay en aquella expresión honradez, pero sí algo que merece perdón, no por lo bajo y villano, sino por lo doloroso. Se acuerda cualquiera, al contemplarle en tales momentos, de Gil Blas, de don Pablos, de maese Pedro, de Patricio Rigüelta; pero como este último, todos esos personajes con un tinte aldeano que hace de esta mezcla algo digno de la égloga picaresca, si hubiere tal género. Zalamero ha sido diputado en una porción de legislaturas; conoce a Madrid al dedillo, por dentro y por fuera; entra en toda clase de círculos, por altos que sean; se hace la ropa con un sastre de nota, y, con todo, anda por las calles como por una calleja de su aldea, remota y pobre. Los pantalones de Zalamero tienen rodilleras la misma tarde del día que los estrena. Por un instinto del gusto, de que no se da cuenta, viste siempre de pardo, y en invierno el paño de sus trajes siempre es peludo. Los bolsillos de su americana, en los que mete las manazas muy a menudo, parecen alforjas. No se sabe por qué, Zalamero siempre trae migajas en aquellos bolsillos hondos y sucios, y lo peor es que, distraído, las coge entre los dedos manchados de tabaco y se las lleva a la boca. Con tales maneras y figura, se roza con los personajes más empingorotados, y todos le hacen mucho caso. «Es pájaro de cuenta», dicen todos. «Zalamero, mozo listo», repiten los ministros de más correa. Fascina solicitando. El menos observador ve en él algo simbólico; es una personificación del genio de la raza en lo que tiene de más miserable, en la holgazanería servil, pedigüeña y cazurra. «Yo soy un frailuco -dice el mismo Zalamero-; un fraile a la moderna. Soy de la orden de los mendicantes parlamentarios.» Siempre con el saco al hombro va de Ministerio en Ministerio pidiendo pedazos de pan para cambiarlos en su aldea por influencias, por votos. Ha repartido más empleos de doce mil reales abajo que toda una familia de esas que tienen el padre jefe, de un partido o de fracción de partido. Para él no hay pan duro; está a las resultas de todo; en cualquier combinación se contenta con la peor; lo peor, pero con sueldo. Sus empleados van a Canarias, a Filipinas; casi siempre se los pasan por agua; pero vuelven, y suelen volver con el riñón cubierto y agradecidos. -¿Qué carrera ha seguido usted, señor Zalamero? -le preguntan las damas. Y él contesta, sonriendo: -Señora, yo siempre he sido un simple hombre público. -¡Ah! ¿Nació usted diputado? -Diputado, no, señora; pero candidato creo que sí. -¿Y ha pronunciado usted muchos discursos en el Congreso? -No, señora, porque no me gusta hablar de política. En efecto: Zalamero, que sigue con agrado e interés cualquier conversación, en cuanto se trata de política bosteza, se queda triste, con la cara de miseria melancólica que le caracteriza, y enmudece mientras mira; receloso, al preopinante. No cree que ningún hombre de talento tenga lo que se llama ideas políticas, y hablarle a Zalamero de monarquía o república, democracia, derechos individuales, etc., etc., es darle pruebas de ser tonto o de tratarle con poca confianza. Las ideas políticas, los credos, como él dice, se han inventado para los imbéciles y para que los periódicos y los diputados tengan algo que decir. No es que él haga alarde de escepticismo político. No; eso no le tendría cuenta. Pertenece a un partido como cada cual; pero una cosa es seguirle el humor al pueblo soberano, representar un papel en la comedia en que todos admiten el suyo, por no desafinar, y otra cosa es que entre personas distinguidas, de buena sociedad, se hable de las ideas en que no cree nadie. Zalamero, en el seno de la confianza, declara que él ha llegado a ser hombre público… por pereza, por pura inercia. «Dejándome, dejándome ir, dice, me he visto hecho diputado. Nunca me gustó trabajar; siempre tuve que buscar la compañía de los vagos, de los que están en la plaza pública, en el café, azotando calles a las horas en que los hombres ocupados no parecen por ninguna parte. ¿Qué había de hacer? Me aficioné a la cosa pública; me vi metido en los negocios de los holgazanes, de los desocupados, en elecciones. Fui elector, cazador de votos, como quien es jugador. Cuando supe bastante me voté a mí propio. El progreso de mi ciencia consistió en ir buscando la influencia cada vez más arriba. He llegado a esta síntesis: todo se hace con dinero, pero arriba. Cuanto más arriba y cuanto más dinero, mejor. El que no es rico, no por eso deja de manejar dinero; hay para esto la tercería de los grandes contratos vergonzantes. El dinero de los demás, en idas y venidas que ideaba yo, me ha servido como si fuera mío.» Mientras muchos personajes andan echando los bofes para asegurar un distrito, y hoy salen por aquí, mañana por los cerros de Úbeda, Zalamero tiene su elección asegurada para siempre en el tranquilo huerto electoral que cultiva abonando sus tierras con todo el estiércol que encuentra por los caminos, en los basureros, donde hay abono de cualquier clase. Aunque trata a duquesas, grandes hombres, ilustres próceres, millonarios insignes, cortesanos y diplomáticos, en el fondo, Zalamero los desprecia a todos, y sólo está contento y sólo habla con sinceridad cuando va a recorrer el distrito, y en una taberna, o bajo los árboles de una pomareda, ante el paisaje que vieron sus ojos desde la niñez, apura el jarro de sidra o el vaso de vino, bosteza sin disimulo, estira los brazos, y a la luz de la luna, con la poética sugestión de los rayos de plata que incitan a las confidencias, exclama con su voz tierna y ronca de pordiosero clásico, dirigiéndose a uno de sus íntimos aldeanos, agentes, electores, sus criaturas: -…Y después, si Dios quiere, como otros han llegado, puedo llegar a ministro…, y como no soy ambicioso, juro a Dios que con los treinta mil reales de la cesantía me contento; sí, los treinta mil…, aquí, en esta tierra de mis padres, en la aldea, bajo estos árboles, con vosotros… Y Zalamero se enternece de veras y suspira porque ha hablado con el corazón. En el fondo es cómo el aguador que junta ochavos y suena con la terriña. Zalamero, el palaciego del sistema parlamentario, el pobre de la Corte de los Milagros…, del salón de conferencias; el mendicante representativo no sueña con grandezas, no quiere meter al país en un puño, imponer un credo. ¡Qué credos! Ser ministro ocho días, quedarse con treinta mil…, y a la aldea. Es todo lo Cincinnato que puede ser un Zalamero. No quiere ser gravoso a la patria. «Si me hubiesen dado una carrera, hoy sería algo. Pero un hombre como yo, ¿a qué ha de aspirar sino a ser ministro cesante cuando la vejez ya no le consienta trabajar… el distrito?» *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Un viejo verde
Cuento
Oíd un cuento… ¿Que no le queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible… romántico. *** Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron como convocadas, de una lontananza ideal, las hadas invisibles de la armonía, las notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor inmortal, poesía eternamente insepulta, como larva de un héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico del arte, iba dominando a los que oían, cual si un céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de sonidos, infundiendo en todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática de la belleza rítmica. El sol de fiesta de Madrid penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas, azules, verdes, moradas y amarillas; y como polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres y mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul, de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa cabeza desnuda de la morena de un palco, y más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora boreal a las flores, a la paja, a los tules de los sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la primavera como las margaritas de un prado. *** Desde un palco del centro oía la música, con más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima, solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni monotonía, con sencillez y hasta con gracia. Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba enamorada del modo de amar de algunos hombres. Era coqueta como quien es coleccionista. Amaba a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia ajena: para ella un adorador antiguo era un incunable. A su lado tenía aquella tarde en otro palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios se perdían para ella en la noche de los tiempos. Aquel señor, porque ya era un señor como de treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí, la quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se había puesto la primera vez que la había visto arrastrando cola, grave y modesta al lado de su madre. Y ya había llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era niña, y si no empezaba a parecer desairada su prolongada soltería, era sólo porque constaba al mundo entero que tenía los pretendientes a patadas, a hermosísimas patadas de un pie cruel y diminuto; pues era cada día más bella y cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos negocios de la familia. Aquel señor tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el estado de aquel misterioso adorador, con quien no había hablado mas que dos o tres veces en diez años y nunca más de algunas docenas de palabras, entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era casado y que su mujer se había vuelto loca y estaba en un manicomio; otros que era soltero, mas que estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y ciertos compromisos legales… ello era que a la de Rojas le constaba que aquel señor no podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se lo había dicho en el único papel que se había atrevido a enviarle en su vida. Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados con miradas intensas, largas, profundas, de las que a cada amador de los predilectos le tocaba una cada mes, próximamente. Aquel señor, que al principio no había sido de los más favorecidos, llegó a fuerza de constancia y de humildad a merecer el privilegio de una o dos de aquellas miradas en cada ocasión en que se veían. Una noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos de la contemplación callada, dulce y discreta del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar los ojos en los del triste caballero y ensayar en aquella mirada una diabólica experiencia que parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia de ciencias del infierno: consistía la gracia en querer decir con la mirada, sólo con la mirada, todo esto que en aquel momento quiso ella pensar y sentir con toda seriedad: «Toma mi alma; te beso el corazón con los ojos en premio a tu amor verdadero, compañía eterna de mi vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien, este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que es purísimo, noble y humilde. No seré tuya más que en este instante y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de comprender aquel señor; porque se puso muy pálido y, sin que lo notara nadie más que la de Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la cabeza en una columna que tenía al lado. En cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo un sobre, estas palabras: «Mi divino imposible!». Nada más, pero era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía pretenderla, y si esto por una temporada la asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó adorar y pagó con los ojos aquella firmeza del que no esperaba nada. Nada. Llegó la ocasión de ver el personaje imposible, pretendientes no mal recibidos al lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad y humildad y cordura, compatible con la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos, sin poder decir palabra, sin poder defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas en la resignación necesaria, fatal, del que no podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía pretender. Lo que no sabía Elisa era que aquel señor no veía las cosas tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas, creía no estar en ridículo. Lo que más le iba preocupando cada mes, cada año que pasaba, era naturalmente la edad, que le iba pareciendo impropia para tales contemplaciones. Cada vez se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y sólo cuando se encontraban por casualidad aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla, siempre con discreto disimulo, por no poder otra cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla. Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura de amor, en aquellos pobres ojos que tantos años había sentido acariciándola con adoración muda, seria, absoluta, eterna. Mas era costumbre también en la de Rojas jugar con fuego, poner en peligro los afectos que más la importaban, poner en caricatura, sin pizca de sinceridad, por alarde de paradoja sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo que respetaba. Así, cuando veía al amador incunable animarse un poco, poner gesto de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella, que no tenía por tan absurdas como él mismo tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón, para lo que le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca. *** La tarde de mi cuento era solemne para aquel señor; por primera vez en su vida el azar le había puesto en un palco codo con codo, junto a Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba con su madre y otras señoras, que habían saludado al entrar a alguno de los caballeros que acompañaban al otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la música y la presencia tan cercana de aquel hombre la tenían en tal estado, que necesitaba, o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o hablar mucho y destrozar el alma con lo que dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas que no sentía, despreciando lo digno de amor… en fin, como otras veces. Tenía una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando formalmente no podría decir nada digno de la Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza. Sabía que era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión… que ella, a pesar de todo, hablaba como las demás, punto más punto menos. En cuanto a él… tampoco hablaba apenas. Ella le oiría… y tampoco creía digno de aquellos oídos nada de cuanto pudiera decir en tal ocasión él, que había sabido callar tanto… Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el grupo que formaban Elisa y su adorador, tan cerca uno de otro por la primera vez en la vida. A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los dos se fijaron en aquel lazo de luz que los unía tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la paz que simboliza el arco iris. El hombre no pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un salto gracioso salió de la brillante aureola y se sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel señor no se movió. Sus amigos se fijaron en el matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de la orquesta y no era discreto hablar mucho ni en voz alta. A las bromas de sus compañeros el enamorado caballero no contestó más que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a Elisa notaron también la extraña apariencia que la luz verde daba al caballero aquel. La de Rojas sintió una tentación invencible, que después reputó criminal, de decir, en voz bastante alta para que su adorador pudiera oírla, un chiste, un retruécano, o lo que fuese, que se le había ocurrido, y que para ella y para él tenía más alcance que para los demás. Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica en los labios, al infeliz caballero que se moría por ella… y dijo, como para los de su palco solo, pero segura de ser oída por él: -Ahí tenéis lo que se llama… un viejo verde. Las amigas celebraron el chiste con risitas y miradas de inteligencia. El viejo verde, que se había oído bautizar, no salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió del rayo de luz y entró en la obscuridad para no salir de ella en su vida. Elisa Rojas no volvió a verle. *** Pasaron años y años; la de Rojas se casó con cualquiera, con la mejor proposición de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después del matrimonio sus ensueños, sus melancolías y aun sus remordimientos fueron en busca del amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa como un dios en el destierro. En los días de crisis para su alma, cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos siempre fieles, como si fueran los de un amante verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que me quería, aquél sí que me adoraba!». Una noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil, que también sirve para los protestantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso el derecho romano, en el declive de una loma que muere en el mar. La luz de la luna besaba el mármol de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones de letra gótica, en inglés o en alemán. En un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más luz que aquella de la noche clara, al rayo de la luna llena, sobre el mármol negro del nicho, una breve y extraña inscripción, en relieve, con letras de serpentina. Estaba en español y decía: «Un viejo verde». De repente sintió la seguridad absoluta de que aquel viejo verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las poquísimas veces que aquel señor la había oído hablar, había sido en ocasión en que ella describía aquel cementerio protestante que ya había visto otra vez, siendo niña, y que la había impresionado mucho. «¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano! Como lo que era, pues yo fui su diosa». Sin que nadie la viera, mientras sus amigas inglesas admiraban los efectos de luna en aquella soledad de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba, sobre el cristal de aquella urna, detrás del que se leía «Un viejo verde», escribió a tientas y temblando: «Mis amores». *** Me parece que el cuento no puede ser más romántico, más imposible… *FIN*
Alas "Clarín", Leopoldo
España
1852-1901
Un voto
Cuento
El drama se hundía. Ya era indudable. Los amigos que rodeaban a Pablo Leal, el autor, entre bastidores, ya no trataban de animarle, de hacerle tomar los ruidos que venían de la sala por lo que no eran. Ya no se le decía: «Es que algunos quieren aplaudir, y otros imponen silencio». El engaño era inútil. Callaban los fieles compañeros que le estaban ayudando a subir aquel que a ellos les parecía calvario. El noble Suárez, el ilustre poeta, vencedor en cien lides de aquel género… y derrotado en otras ciento, estaba pálido, tembloroso. Quería a Leal de todo corazón; era su protector en las tablas; él le había aconsejado llevar a la escena uno de aquellos cuadros históricos que Pablo escribía con pluma de maestro, de artista, y con sólida erudición. Creía, por ceguera del cariño, en el talento universal de su amigo, de su Benjamín, como él le llamaba, porque veía en Pablo un hermano menor. «¡Cuánto padecerá! -pensaba Suárez-. Es más nervioso que yo, mucho más; es primerizo, y ¡yo, que ya estoy hecho a las armas padezco tanto cada vez que pierdo una de estas batallas!». Era verdad que él padecía mucho. Conocía al público mejor que nadie; sabía que era un ídolo de barrio… y le temía con un fetichismo artístico inexplicable. No era Suárez de los que creen que cuarenta o cuatro mil necios sumados pueden dar de sí una suma de buen criterio; despreciaba en sus adentros, como nadie, la opinión vulgar; pero creía que al teatro se va a gustar al público, sea como sea. Y transigía con él, y procuraba engañarle con oropel que añadía al oro fino de su ingenio; y como unas veces le aplaudían el oro y le silbaban el oropel, y otras veces al revés, y otras se lo silbaban todo por igual, o todo se lo aplaudían, insistía, desorientado, en su afán de vencer; pero daba mil tropiezos en aquella guerra indigna de su mérito, y a los estrenos iba a ciegas siempre, esperando el tallo como si fuese la bola de una ruleta que no se sabe dónde va a parar. Y padecía infinito las noches de estreno. No comió aquel día; se le iba el santo al cielo; sentía náuseas, inquietud de calentura, y deseaba con ardor, aun más que el triunfo, que volara el tiempo, que pasara la crisis. «¡Cuánto padecería aquel pobre Leal, que, más pensador que literato, sincero, artista de austera religiosidad estética, ignoraba las miserias y pequeñeces de los escenarios, las luchas de empresa, las cábalas de camarillas y cenáculos!». Suárez miraba a su amigo con disimulo, y le veía sonreír, mientras se paseaba, entre aquellos lienzos arrumbados, en corto espacio, como en una jaula. «Es claro que disimula, pensaba Suárez; pero lo hace muy bien. Si yo no supiera que es imposible no padecer en este trance, creería que él estaba muy tranquilo. En sus ojos yo no veo inquietud, amargura; no hay ningún esfuerzo en ese gesto plácido. Lo que es excitado, no lo está». Y luego preguntó a su amigo: -¿No sientes nada… aquí, por encima del estómago? Leal se rió y dijo: -No; no siento nada. ¿Es eso lo que se siente? -Yo sí; eso. Toda la noche. -Pues yo sólo siento… que esto se lo lleva la trampa. ¿No oyen ustedes? La dama grita, pero más gritan fuera… En efecto, crecía el tumulto. Los amigos de Leal, los leales, los que le rodeaban, protestaban entre bastidores; contestaban, sin que desde fuera los oyesen, es claro, a los gritos del público. -Conozco esa voz: es la de López, a quien Leal no votó en la Academia de la Historia. -Y ese otro que dice que bajen el telón es Minuta, el director de El Gubernamental, el imitador de Campoamor… Suárez callaba y observaba a Pablo, que volvía a pasear, al parecer tranquilo. En fin, se hundió el drama. Cayó el telón entre murmullos. La dama, que se había destrozado la garganta, corrió a abrazar a Pablo, llorosa, gritando: -¡Imbéciles! ¡No han querido oír! ¡No han querido enterarse! Hubo que subir al saloncillo. Ecce homo. Allí había de todo. Amigos verdaderos, indignados de verdad; amigos falsos, más indignados al parecer. Pero a estos Pablo les leía en los ojos el placer inmenso que sentían. Se discutió el drama, la competencia del público, hasta las condiciones acústicas del teatro. El talento del autor nadie lo ponía en tela de juicio. ¡Estaba él allí! Algunos, haciendo alarde de franqueza y mirando con delicia el efecto de sus palabras, decían que la cosa era una joya literaria pero acaso no era teatral. Otros gritaban: «Es teatral y es muy humana… y muy nueva… ¡El público es un imbécil!». -Eso no -decía un autor que ni en ausencia se atrevía a ser irreverente con el público. Un crítico, gran catador de salsas dramáticas y filarmónicas, crítico del Real, vamos, de óperas, y constante lector de Shakespeare, hizo la anatomía del drama y del estreno. El drama era demasiado científico y pecaba de idealista. Suárez reparó que Leal, que todo lo había oído sin dejar el gesto de placidez, miró un momento con ira al químico que quería pincharle con disparates romos. El químico aborrecía a Leal, que le había tenido que dar varias lecciones en las disputas de café. La sesión del saloncillo venía a ser una capilla… a posteriori, después del suplicio. Pero pasó también. Pasó todo. Leal, Suárez y los demás íntimos salieron del teatro ya muy tarde; y como hacía buena noche de luna, de templado ambiente, recorrieron calles y calles sin acordarse de que había camas en el mundo. Suárez era quien más hacía por mantener la conversación; quería retrasar todo lo posible el momento de dejar a Leal a solas con sus impresiones. Ya cerca del amanecer entraron en un café y cada cual tomó lo que quiso. Leal prefirió una copa de Jerez. ¡Cosa más rara! El vinillo le puso alegre, pero de veras; era imposible que se pudiera fingir aquel contento. Suárez acabó por sentir más curiosidad que lástima. ¿Por qué demonio, siendo tan nervioso su amigo, y no siendo un santo, no padecía más con la derrota de aquella noche y con los alfilerazos del saloncillo? Lo que hacía Leal era procurar que no se hablase de su drama, ni del público, ni de la crítica. Con mucha naturalidad llevó la conversación a cosas más elevadas; se habló de la psicología de las multitudes, del altruismo, de la vida de familia, y de si era compatible con las grandes empresas de abnegación, de reforma social. Pablo opinaba que sí; que por el amor del hogar debían irse organizando todos los amores superiores, para ser efectivos, para perder el carácter de abstracción que generalmente revisten y les quita fuerza… Leal se exaltaba hablando de aquello; de la necesidad de fundarlo todo en el cariño real de la familia… Mucho hablaron, mucho. Pero al fin vino el sueño, y Suárez se despidió del autor derrotado, seguro de que lo primero que haría Pablo al verse en la cama… sería dormirse. * * * Pasó mucho tiempo, y Suárez no se atrevía a preguntar a Leal de dónde había sacado fuerzas para pasar con tal serenidad por las amarguras de aquella terrible noche. Pero un día, hablando de teología y de religión, Pablo se lo explicó todo espontáneamente, dándole la clave del misterio, por vía de ejemplo de ciertas demostraciones. Se trataba de varios artículos recientes de filósofos extranjeros, -acerca de legitimidad racional de la plegaria. Salieron a relucir las novísimas teorías referentes a la creencia; se comentó la filosofía de Renouvier; se habló de otros defensores de la tesis de la contingencia, del autor de Las tres dialécticas, Gourd; y llegando Leal a decir algo suyo, de experiencia personal, se explicó de esta manera: -Yo perdono a los espíritus geométricos su intransigencia esquinada, su inflexibilidad, su cristalización fatal, congénita, y no me irrito cuando me dicen que me contradigo, y me llaman místico, soñador,dilettante, etc., etc. No pueden ellos comprender esta plasticidad del misterio; la seguridad con que se apoya, si no los pies, las alas del espíritu, en la bruma de lo presentido, de la intuición inspirada. No comprenderán, imposible, por ejemplo, a Carlyle cuando nos habla de la adoración legítima del mito mientras es sincera; no comprenderán, imposible, a Marillior cuando distingue el mito racional de la última razón metafísica de la religión. Y, sin embargo, es una pretensión ridícula querer elevarnos por encima de los límites de nuestra pobre individualidad, y hacernos superiores a las influencias de raza, clima, civilización, nacionalidad, tiempo, etc., etc., sin más fundamento que la idea de que el conocimiento realmente científico necesita, para ser, prescindir de todas las influencias históricas. ¿Quién se atreve a personificar en sí el sujeto puro de la ciencia pura? Pero otra cosa es la legitimidad de la creencia racional, no incompatible con lo que la conciencia nos da como lo más conforme a verdad, según el adelanto especulativo que alcanzamos. Así como en derecho positivo nadie tiene por absurdas las formas residuales del primitivo o antiquísimo derecho simbólico, así estos nobles residuos, racionales, de creencias antiguas pueden entrar en nuestra vida moral, no en calidad de ciencia, pero sí de creencia y culto y devoción personal, que nadie ha de imponer a nadie. Yo, v. gr., soy de los que rezan, de los que adoran; y no por seguir al pie de la letra la teología ortodoxa, ni por inclinarme a las teorías de que hablábamos, relativas a la contingencia, a las voliciones divinas nuevas, al indeterminismo primordial. Yo no pido a Dios que por mí cambie el orden del mundo; rezo deseando que haya armonía entre mi bien, el que persigo, y ese orden divino; rezo, en fin, deseando que mi bien sea positivo, real, no una apariencia, un engaño de mi corazón. Y con tal sentido, me animo a mejorar moralmente, a hacerme menos malo, no sólo por la absoluta ley del deber, sino pensando en la flaqueza de mi interesada pequeñez de alma; también por esa especie de pacto místico, inofensivo por lo menos, en que ofrecemos a Dios el sacrificio de una pasión, de un falso bien mundano, a cambio de que exista esa anhelada armonía entre el orden divino de las cosas y un deseo nuestro que tenemos por lícito. Cualquier jurista podrá ver que no es esto imponer una condición para el sacrificio, pues en buen derecho, la condición es acontecimiento futuro e incierto, que puede ser o no ser… y esta armonía que deseo entre mi anhelo y el orden de las cosas no es contingente. -Vamos -dijo Suárez-, eso es la filosofía, más o menos ecléctica, del voto. -Sí; yo hago votos. Y no me avergüenzo. Algunas veces me han servido para salir menos mal de situaciones difíciles. Oye un ejemplo… del que no he hablado nunca a nadie… ¿Te acuerdas del naufragio de aquel drama histórico mío, que tú me hiciste llevar al teatro? -¡Pues no he de acordarme!… -¿Y no te acuerdas de que yo estuve aquella noche bastante sereno, con gran asombro tuyo? -Sí, hombre; y por cierto que no pude explicarme nunca… -Pues vas a explicártelo ahora. Por aquellos días, yo tenía a mi único hijo, de seis años, enfermo de algún cuidado, fuera de Madrid, en una aldea del Norte, adonde le había llevado su madre por consejo del médico. Yo me fui con ellos. Mi drama se ensayó, como recordarás, durante mi ausencia. Me llamaban desde Madrid, pero yo no quería separarme de mi hijo. El médico del pueblo, hombre discretísimo, me aseguró que la enfermedad de mi hijo no ofrecía peligro, y que de fijo sería larga; que en aquellos ocho días que yo necesitaba para ir y volver, nada de particular podría pasar. Mi mujer apoyaba al médico; lo mismo los demás parientes y los amigos; vosotros desde Madrid me apurabais encareciendo la necesidad de mi presencia… Dejé a mi hijo; pero es claro que de él tenía noticia telegráfica dos veces al día. En cuanto estuve lejos de los míos, el dolor de la ausencia fue mi principal sentimiento; lo del drama quedaba relegado a segundo término… Hasta me remordía la conciencia, a ratos. Mil veces estuve tentado de volver al lado del enfermo, echando a rodar todas las vanidades de artista… Las noticias del pueblo eran satisfactorias, el niño mejoraba.. Pero el telegrama que recibí la noche anterior a la del estreno me alarmó; la madre, veladamente, me indicaba un retroceso, el ansia de que yo volviera pronto. Todos los que leían el telegrama me aseguraban que no había en él motivo para tristes presentimientos… Pero yo los tenía tales, que eran una angustia indecible. Mientras vosotros, en casa, en el teatro, me hablabais, entre bromas cariñosas, de las emociones del autor, de la capilla… yo pensaba en lo otro, en la otra crisis; y cuando no me veía nadie apoyaba la cabeza en una pared para descansar; porque me abrumaba el peso de mi agonía, el plomo de tantas ideas siniestras que me llenaban el cerebro… Dolor y remordimiento… ¿Por qué no huí? ¿Por qué no os dejé con vuestro estreno dichoso y no eché a correr al lado de los míos…? No lo sé. Porque me daba vergüenza; por falta de fuerzas para toda resolución; porque, en buena lógica, yo también juzgaba irracionales mis temores… Acaso, y esto aún me avergüenza, porque, sin darme yo cuenta de ello, me retenía la vanidad del autor, aquella miseria… Lo que hice para calmar mis remordimientos, por acto también de amor puro a mi hijo, y, valga la verdad, con fe y esperanza realmente religiosas, fue ofrecer a Dios un voto, un voto en el sentido que te he explicado antes. «Señor, venía a ser mi pensamiento, yo ofrezco en cambio de un telegrama que me anuncie una gran mejoría de mi hijo enfermo, de una noticia que me quite esta horrible incertidumbre, este tormento de presentir vagamente una desgracia superior a mi resistencia, yo ofrezco los viles despojos de un naufragio de mi pobre vanidad; juro con todas las veras de mi alma, que a cambio de la salud de mi hijo, deseo vivamente la derrota de mi amor propio, la muerte de este otro hijo del ingenio, hijo metafórico, que no tiene mi sangre, que no es alma de mi alma. Muera el drama… y que baje por lo menos a 37 y unas décimas la temperatura de mi Enriquín… Que Dios quiera que esto deba ser así, que esté en el orden que sea… y prometo recibir la silba con toda la serenidad que pueda, pensando en cosas más altas, de piedad, de caridad, de filosofía…». “A las ocho y cuarto de la noche terrible… recibí un telegrama en que se me daba la enhorabuena en nombre del médico, porque el niño experimentaba una mejoría que tenía trazas de ser definitiva, anuncio de franca y pronta curación… Mi alegría fue inmensa; mi enternecimiento inefable; mi fe, de granito. Noté que a los demás el telegrama les hacía poco efecto, porque no habían creído en el peligro… y porque no eran los demás padres de Enriquín. En aquel éxtasis de reposo moral, de emoción religiosa, me cogió como un torbellino la realidad brutal del estreno… No sé cómo llegué al teatro; me vi rodeado de gente… La dama me preguntó si estaba bien caracterizado el personaje con aquella ropa, aquellas arrugas… ¡qué sé yo! Aquel infierno de las vanidades me arrancó por algunos momentos el recuerdo de mi felicidad, de la gran noticia que me habían mandado desde mi hogar querido… No volví a pensar en la dicha de tener a mi hijo fuera de cuidado… hasta que me dieron el primer susto las señales de desagrado que empezaron a venir de la sala, que yo no veía… Yo no esperaba un descalabro; esperaba un buen éxito; sobre todo creía en mi drama. Llegaba, por lo visto, el momento de cumplir el voto; había que alegrarse, desear la derrota… Era el precio de la salud de mi hijo. Saqué fuerzas de flaqueza…, elevé cuanto pude el corazón y las ideas…, y aunque tropezando y cayendo en el camino de aquel Calvario… de menor cuantía, al fin creo que conseguí no hacerme indigno del premio de mi promesa. Si no con perfección, al cabo cumplí mi voto. “Te aseguro, mi querido poeta, que representándome las sonrisas de mi hijo redivivo; la dicha que me aguardaba en sus primeras caricias; la felicidad de llorar de placer juntos y de dar gracias a Dios la madre, el padre y el hijo…; las injurias de aquella noche horrible no me llegaban a lo más hondo de las entrañas… No era yo del todo el que recibía aquellos agravios. Yo, más que el autor de mi pobre drama, era el padre de mi pobre hijo. Este no podían matármelo los morenos. Dios quería librarlo de las garras de la fiebre; un enemigo mucho más serio que el público de los lunes clásicos. FIN 1901
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
El fantasma de Treviño
Cuento
Treviño limita: al Norte, con el asfalto, la erre y la zeta; al Sur, con el verano, los tiros sueltos de las escopetas y las canciones obscenas; al Este, con el rumor azul de las esquilas y un sol taladrado de cuervos; al Oeste, con la primera manzana amarga y el primer sapito de San Juan. Entre estos cuatro límites de cuento pequeño, vivió La Brígida. Vivió mendicando patatas, rastrojeando el campo y durmiendo bajo el patronazgo de la zagalada. La Brígida, en tanto fue carne mortal, llevaba los años como los piojos, con desparpajo y sin trascendencia. Siempre fue pobre y nunca honrada, por lo que le tocaba andar, ahora, de alma en pena. Fue fea sin consolación y amargaba su charla como los arañes verdes. Se rió de su sombra; ignoró su nacimiento; se bachilleró en leyes de tanto pisar el Juzgado, y se le concedió título por la mismísima razón. De joven estuvo con los gitanos y luego de querindonga de un maese Guasón, que le pegaba para divertirse contándole los cardenales. Por tierras del Condado, andaba desde la primavera, el fantasma de La Brígida que murió ahogada en un nacho, breve de caudal y fangoso de fondo. El fantasma de La Brígida iba por la carretera apoyándose en un báculo de avellano, con un zurrón al hombro corcovado, negro, misterioso y sucio. Andaba despacio, balbuceando los pasos. La carretera se mareaba sin un árbol. Un gavilán volaba alto. En la lontananza, la fila larga y geométrica de los chopos daba a entender el río. La fantasma se paró, columbrando el pueblo, puro resplandor. Después, terca de paso, echó a andar, con algo de pajarraco, con algo, al mismo tiempo, de quemado muñón de árbol. A la entrada del pueblo un perro ladró alto, una gallina coja, cacareante y aspaventera, le mostró su miedo, y desapareció ratonil entre la paja del primer portegado, un chavalillo greñudo y feo. Primero, tímidamente el vecindario, a los pocos momentos, ternes que ternes, y al cabo de unos minutos, peligrosos, rodearon al fantasma, con ánimo más que de espantarlo como ave de rapiña o fiera de contrición, de comérselo a gritos y a puñados. Rebotó al escándalo, desde su siesta en la casa-cuartel, un guardia desabrochado y con aspecto de hombre al que van a fusilar. Se abrió paso a la autoridad, y la autoridad que conoció a la célebre Brígida se topó delante del numeroso concurso con su fantasma. El numeroso concurso atisbaba el primer gesto del civil y, como siempre, salió defraudado, porque ni se inmutó, ni se carenó de terrores, ni dio el espectáculo que se esperaba. El de la Benemérita se numeró en interrogador. -¿Tú, por aquí? Pero, ¡si decían que habías muerto! Un campesino le siguió tibio. -Enterráronte no hace todavía dos meses en Ascarza, según contaron. Y otro campesino, descendiente, sin duda, de alguno de los que hicieron la campaña de América con Cortés: -Yo te vi con mis propios ojos, muerta en el cuérnago. El fantasma callaba. Los vecinos comenzaron a tomar confianza; cosa muy razonable porque un fantasma acorralado y un escorpión sobre una mesa, impulsaban más al juego que al temor; más, también, a la crueldad inútil que a una austera ejecución. Los vecinos se recreaban preguntándole, aunque no obtenían respuesta alguna. -¿Tanto has pecado para andar de ese modo? Y alguno más incisivo, le decía: -Dinos la verdad: ¿estiraste el zancajo o tomaste distancia y te confundieron? -Yo te vi con mis propios ojos, muerta en el cuérnago -repetía el campesino, testigo y fiscal. -Anda, Brígida, explícanos esta molienda -interrumpió la autoridad. Se hizo un silencio diáfano; el piar de un pajarillo chocó contra él y, como si fuera un muelle brincador, se dimensionó de eco hacia la tejavana de donde había brotado. Los campesinos abrían unos ojos tremendos de responsabilidad. Un moscardón despeñaba, entre las boinas y los pañolones, su tronada diminuta. La cuchilla de afeitar del cantar de un gallo cortó el tímpano de la masa, volviendo a aquella gente a una espera reposada y contemplativa. El campesino que la vio muerta muleteaba con su frase para que entrara. El guardia observó con el rabillo tunante de su ojo derecho, acostumbrado a coger puntería, que el párroco se acercaba con rapidez desde la iglesia. Apresuró el interrogatorio: -Bueno, dinos de una vez, si sabes hablar, lo que ha pasado, que no estamos para ir de pesca. Nada había ya que perturbara una imponente calma que el fantasma había adquirido en el entretanto. El párroco entró por el grupo con prisa; los aldeanos se apartaban respetuosamente. Se acercó al guardia, interrogándole con la mirada. El guardia se explicó: -Es La Brígida, señor cura, la que cuentan que murió y fue enterrada en Ascarza… -Hum, hum… -Aquí hay uno que la vio muerta en el cauce, y otro que está enterado de cuándo la enterraron. El párroco se revolvió hacia el que le señalaron. -La Brígida murió, y esta pobre mujer no sé quién será, pero no es ella. Mejor harías en ir más por la iglesia y en dejarte de fantasmas y estupideces. Cuando se os mete una cosa entre ceja y ceja lo resolvéis todo con una patochada. El fantasma alzaba la cabeza para que bien la vieran. -¿Vienes de La Rioja? -preguntó el párroco. El fantasma negó con la cabeza y a renglón barbotó una serie de sonidos incoherentes. -¿De Álava? Nuevo cabeceo negativo. -¿Tú conociste a La Brígida? Asintió y al mismo tiempo mostraba las dos manos, uniéndolas y separándolas, gesticulando y balbuceando. En aquel lenguaje oral los sonidos eran a las palabras lo que en el lenguaje escrito pueden ser los palotes a una correcta caligrafía. -¿Tenías algo que ver con ella? Nuevo asentimiento de cabeza y nuevos sonidos y gestos misteriosos. Un carro tirado por bueyes se acercaba cansino; el mozo conductor iba delante, la vara sobre el hombro, la boina ladeada, mascando un yerbajo y con una colilla pegada al labio inferior; de vez en vez, repetía las palabras rituales de la marcha: aidá, aidá, pinchando en los lomos de la pareja. Cuando la fantasma lo vio, se fue abriendo paso tirando de la sotana del cura, y lo llevó hasta la altura del carro. Señaló los bueyes, rojos los dos, al parecer iguales, mostró de nuevo sus manos, y emitió un sonido que, de no estar en el ajo, era imposible traducir por hermana. El Espíritu Santo descendió sobre la aldea. El sacerdote, mirándole fijamente, le dijo: -¿Hermanas gemelas? Movió la cabeza el fantasma y afirmó en su lenguaje párvulo: -¡EEE MMEEE LLLAAA! Eran las cinco de la tarde y el ganado salía a la aguada. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
El loro antillano
Cuento
Doña Frasquita acababa de cumplir los sesenta y dos. Era pomposa, rubiales, dada a las novelas radiofónicas y tenía un corazón caritativo y tiernucho. Se pintaba llamativamente, asistía a los estrenos de teatro para aplaudir como una loca, y conservaba las buenas maneras en la mesa y en el juego del julepe con sus amigas. Jugaban fuerte y apasionadamente, pero solo las tardes de los sábados y las de los domingos. El estanco le daba su dinerillo y no tenía quebraderos de cabeza ni cocido un día sí y otro no, ni apremios del casero. Todo el mundo la quería: su peluquera se hacía lenguas de ella, sus clientes alababan su cortesía y su agradable charlar sobre el tiempo y sobre las cosas de la vida. Además, la política le importaba un rábano, porque era mujer de orden y de desfiles. A doña Frasquita le asustó el que le regalaran un loro. Poseía una idea tópica de los loros. Estaba en la creencia de que aparte de los gritos patrióticos de los tales animalejos, el lenguaje que usaban era sucio, era -según ella- de carreteros. Por eso anduvo remisa al aceptarlo, no fuera que le saliera la criada respondona y tuviera que regalar el regalo, cosa que no se debe hacer. Pero tanto insistieron, que, por no hacer un desprecio, lo aceptó. El loro pasó a ser de doña Frasquita: y doña Frasquita, que debía tener gato, pero que tenía tortuga, depositó todo su cariño vacío de solterona en él. El loro era antillano, verde y algo purí. Sabía bastante gramática y su programa oratorio se salía de lo normal. Los primeros días se mostró correcto y se dedicó a dar la tabarra a base de chocolate y versos. Pero en cuanto tomó confianza, acaso por no pasar por una fiera desde el principio, se salió de lo trillado y empezó a vociferar en gordo. Doña Frasquita le decía por ejemplo: El lorito ¿quiere chocolate? Y el loro le contestaba, «¡Viva Bolívar! ¡Mueran los gachupines!» Doña Frasquita, tan española, se asustaba y, como en son de disculpa por aquel desbarrar, insistía: El lorito ¿quiere galletas? Y el loro, firme en su postura, respondía: «¡Redención del negro, redención del negro!»; y luego silbaba, y luego agitaba las alas, mitineador y revolucionario. Las tardes de los sábados y los domingos fueron un infierno. La partida, que la componían ella y cuatro solteronas más, se complicaba a ojos vistas. Todas, con los nervios de punta, gritaban de un modo terrible por cualquier nadería, mientras el loro desde su tribuna expresaba sus particulares opiniones acerca de la colonización española. Nada respetaba el bicho, y lo famoso del caso es que nunca su lenguaje se vulgarizaba con palabras malsonantes. Sobre las siete y media caían por allí dos carcamales con aire de donjuanes viejos. Las de la timba les solían saludar cariñosamente: hola, Manolo… ¿qué tal, don Seve? Ellos, uno detrás de otro, gazmoñeaban invariablemente: «viviendo, viviendo, que no hay nada mejor.» Doña Frasquita se apresuraba de picara: calla, que ustedes… y dejaba la frase en suspenso guiñando un ojo. Luego añadía: y de chavalas… porque no me negarán… que yo sé… no me digan. Y volviendo a la partida: menda, pone el caballero del sable. Los otros asomaban la gaita a la mesa echando humo. El humo corría rasero un instante hasta que se levantaba en fiorituras. Doña Frasquita, dengosa, muequeaba: Uff, ¡qué humazo! Y los dos carcamales se reían enseñando unos dientes negros y desvencijados. Pero aquella cordialidad desapareció por mor del loro antillano. Después de los saludos rituales nadie hablaba, puesta la atención en el juego. Don Seve quiso aventurar una gracia de las suyas y le respondieron desabridamente. Se quedó que ni de piedra porque no esperaba aquello. La misma tarde doña Frasquita riñó con su amiga Pepa, que era una mujer alta de armas tomar, un poco bisoja, un poco dada al anís, y que de joven tuvo un novio que estudiaba medicina y luego otro que pertenecía al cuerpo pericial de aduanas. Riñeron por cosa de poca monta: doña Frasquita había puesto un siete y lo retiró en seguida. Pepa se abalanzó a decirle: carta echada con el codo se levanta. La baza la ganó la dueña de la casa y la perdedora armó un catapé. El loro silbaba como una locomotora. Gritaban todas: los carcamales, temblando, intentaban mediar. Al loro se le escapó, por primera vez en su vida, una palabrita-palabrota terminada en letra griega: luego se dedicó a funambulear por una cuerda que cortaba la galería y que a doña Frasquita le servía para poner a secar, puritana y cuidadosa, su ropa interior. Mientras cruzaba aquel Niágara de voces y de gestos violentos, canturreaba el loro un himno de independencia y guerra. Los carcamales se najaron sin ser notados y no volvieron hasta pasados quince días. A los quince días los líos se sucedían unos tras otros; la paz estaba de emigración, las solteronas se sacaban los trapitos sucios a relucir: pero qué vas a decir tú…. y pan, pan, se soltaban una retahíla de cosas tremendas que cada una creía olvidadas. El loro, que era un verdadero agitador, repetía lo que le convenía para caldear más el ambiente y hacer la revolución. Los carcamales se ausentaron, sin plazo definido, porque a ellos les molestaba todo aquel maremágnum y porque cualquier día los ponían verdes, y se acababan prestigio y respeto. A pesar de todos los disgustos, las solteronas volvían a casa de doña Frasquita, tal vez por recurso, tal vez porque, en el fondo, sus naturalezas les pedían gresca. Cuando se encontraban dos de ellas se dedicaban a murmurar, que es una forma de conspirar contra el orden de una casa honrada. Los chismorreos alcanzaron insospechadas cimas: ya no se paraban en las cosas de antaño o en las del momento, sino que se hacían primero cabalas y después argumentaciones en toda regla para el porvenir. De doña Frasquita y del pobre don Seve hicieron una babel de pecados. De Manolo no decían otras cosas que las que veda la vergüenza. Del loro, nada, por si salían malparadas en la aventura. El loro se escapó un día de casa, no se sabe si por imperativos amorosos o por informarse de cuestiones sociales por la vecindad, que como la de cualquier lugar gritaba en chancletas y albornoz sucio, de ventana a ventana, de puerta a puerta. Volvió a los pocos días -y vaya la alegría que le dio a doña Frasquita- con la cabeza rota y el ojo vivo. Parecía haber estado de juerga, aunque nada contaba de su andanza. Doña Frasquita le cuidó amantísima, como una tía solterona a un sobrino descarriado, calaverón y vivales. No creemos que el loro se lo agradeciera, a pesar de que estuvo pidiendo chocolate y haciéndose el manso dos o tres días. Días que coincidieron con los sábados y domingos de sotas tomateras, y que sirvieron para que se hiciera una tregua en el apocalipsis del julepe. Pepa, la de cara de ayuno, firmó un tratado de amistad con doña Frasquita, y los carcamales entraron, después de mucho tiempo, a saludar, solo a saludar. La dueña estaba contenta, abundante de alegría, regalona. Sacó el Marie Brizard para festejarlo. Las solteronas se pusieron a medio aire, terciados los años sobre la frente en unos tufos, que a todas les caían, viciosos y chulones. Se perdonaron entre ellas y confesaron, en voz alta, sus dislates. También bajaron la categoría del julepe, y acabaron jurándose amistad eterna y ayuda mutua hasta el resto de sus días. El loro pedía, con voz de tenor borracho, encantador y patriotero, un fusil para ir a luchar contra los mambises. Pasaron quince días más. Los carcamales volvieron a la tertulia; la tertulia les saludó entusiasmada con las frases de siempre: hola, Manolo, y ¿qué tal, don Seve? Ellos variaron las contestaciones diciendo que estaban muy aburridos y algo pachuchos. Don Seve tenía un vago gesto de melancolía y el bisoñé lo llevaba mal ajustado. Manolo estaba catarroso y no podía echar humo sobre el tapete porque el médico le había prohibido fumar. Don Seve le dio un terroncito de azúcar, que se había guardado del café de la tarde, al loro, para quedar amigos y para despertar mayor simpatía en doña Frasquita. La primavera estaba ya mediada. La galería era una maravilla de plantas caseras, de plantas humildes, que solo necesitaban un buen riego para dar un aroma denso y, también, humilde, lleno de alegría y de deseos de que todo vaya por buenos caminos. El loro se despertó a la primavera, tardío y huracanado. Piropeaba a las solteronas, un poco meloso de sus islas y un poco azufrado de sol. Los carcamales se presentaron sin bufanda y con el abrigo al brazo. Pero como siempre en estos casos en que la vida se hace más amable que nunca, más fondona, y toda la gente transpira beatitud, alguien llega a meter la pata -esta vez el pico-, a aguar la fiesta, a destrozar el idilio humano. El loro se dio una pechada de vociferar contra la moral al uso y contra la tiranía celtibérica. Las solteronas volvieron a ponerse de uñas, haciendo caso omiso de sus juramentos de amistad. Aquello no podía continuar así, máxime cuando las del julepe se habían dado cuenta de que todos sus malosquereres provenían precisamente del gangueo revolucionario del avechucho. El loro, pues, pasó en el criterio de doña Frasquita a la sección de cosas liquidables. Como nadie lo quería regalado, lo vendió, por un precio irrisorio, a una pajarería. Y como en la pajarería no se encontraba a gusto, el loro antillano organizó con otros de su raza y calaña, una fuga. Fue una noche de luna. Fue una noche de luna; el sereno caminaba sonámbulo; los coches pasaban rápidos, alborotadores; todavía los simones tenían importancia e iban metiendo ruido de cascajo hollado. El loro y sus cómplices abandonaron sus jaulas, torciendo los barrotes a picotazos, y se largaron por el agujero del tubo de la estufa a la calle. La culpa la tuvo el chófer, que iba confuso de vino. El renault aplastó al loro antillano. Sus compañeros se acercaron para recoger de su pico el último suspiro. El loro antillano dio su postrer viva a la revolución. Ya en plena agonía, delirando, pidió una galleta María. El loro estiró la pata; los otros, asustados, se volvieron a la pajarería. Murió como un hombre. Lo enterraron en un cajón de basura. Los chiquillos del suburbio, que lo descubrieron en un vertedero, jugaron con su cadáver hasta que se cansaron. La tertulia de doña Frasquita, ignorando la tragedia, siguió sin líos ni zarandajas su marcha normal por los siglos de los siglos. Amén. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Epitafio de un boxeador
Minicuento
Nosotros, sus agradecidos contrarios, erigimos esta estatua a Apis, un boxeador considerado, que ni cuando nos fajábamos nos hacía daño. -Lucilius, Epitafio de un boxeador Pasaban las nubes de tormenta con su gorgojo tronador dentro; pasaban sobre el cementerio, agrio y cuaresmal de luz morada. Altos cipreses, hemiciclos mortuorios, taxis en la avenida, un fulgor diamantino en los lejos del sudoeste, urdimbres de coronas pudriéndose, colgado como trapos viejos de las ventanas de los muertos y de las cruces de los panteones. Los acompañantes formaban un grupo friolero contemplando el trabajo de los enterradores. Eran pocos y se hablaban en voz baja. Abrieron el ataúd antes de meterlo en el nicho. Las monjas del hospital no habían logrado cruzar piadosamente las manos del excampeón, que conservaba la guardia cambiada con el brazo derecho caído según su estilo. Eso le quedaba. Todo lo demás fue miseria hasta su muerte, y la Federación pagó el entierro. Un periodista joven tuvo que ser reconvenido por su director. Había escrito: «Cuando abrieron la caja, el excampeón parecía totalmente K.O.». Los muertos deben ser respetados, pero era un buen epitafio. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Hasta que lleguen las doce
Cuento
Hacía daño respirar. Las sirenas de las fábricas se clavaban en el costado blanco de la mañana. Pasaron hacia los vertederos los carros de la basura. Pedro Sánchez se sopló los dedos. Despertó Antonia Puerto; lloraba el pequeño. Antonia abrió la ventana un poquito y entró el frío como un pájaro, dando vueltas a la habitación. Tosió el pequeño. Antonia cerró y el frío se fue haciendo chiquito, hasta desaparecer. También se despertó Juan, con ojos de liebre asustada; dio una vuelta en la cama y desveló a su hermano mayor. Antonia cerró la ventana. La habitación olía pesadamente. Pasó los dedos, con las yemas duras, por el cristal con postillas de hielo. Tenía un sabor agrio en la boca que le producía una muela cariada. Miró la calle, con los charcos helados y los montones de grava duros e hilvanados de escarcha. Oyó a su hijo pequeño llorar. Pedro se había marchado al trabajo. Llevaban diez años casados. Un hijo; cada dos años, un hijo. El primero nació muerto y ya no lo recordaba; no tenía tiempo. Después llegaron Luis, Juan y el pequeño. Para el verano esperaba otro. Pedro trabajaba en la construcción; tuvo mejor trabajo, pero ya se sabe: las cosas… No ganaba mucho y había que ayudarse. Para eso estaba ella, además de para renegar y poner orden en la casa. Antonia hacía camisas del Ejército. El pequeño lloraba y despertó a sus hermanos. Luis, el mayor, saltó de la cama en camisa y apresuradamente se puso los pantalones. Juan se quedó jugando con las rodillas a hacer montañas y organizar cataclismos. La orografía de las mantas le hacía soñar; inventaba paisajes, imaginaba ríos en los que pudiera pescar, piedra a piedra, por supuesto, cangrejos. Cangrejos y arroz, porque esto era lo mejor de las excursiones domingueras del verano. Luis ya se había lavado y el pequeño no lloraba. Entró una vecina a pedir un poco de leche -en su casa se cortó inexplicablemente-. Antonia se la dio. La vecina, con un brazo cruzado sobre el pecho y con el otro recogido, sosteniendo un cazo abollado, comenzó a hablar. A Juan le llegaban las voces muy confusas. La vecina decía: -Los chicos, al nacer, tienen los huesos así… Después tienen que crecer por los dos lados para que vuelvan a su ser… Si crecen solo por uno… -¡Juan! La voz de la madre le sobresaltó. Todavía intentó soñar. -Ya voy. -Levántate o te ganas una tunda. Juan no tuvo más remedio: se levantó. La habitación estaba pegada a la cocina. En la habitación se estaba bien, pero luego de haber ido a la cocina no se podía volver: se comenzaba a tintar. Juan cogió el orinal. La voz de la madre le llegó con una nueva amenaza. -Cochino. Vete al váter. No quería ir al retrete porque hacía mucho frío, pero fue; el retrete estaba en el patio. Al volver se había marchado la vecina. La madre le agarró del pescuezo y le arrastró a la fregadera: -¡A ver cuándo aprendes a lavarte solo! Por fin desayunó. Con la tripa caliente salió al patio. Sus amigos estaban jugando con unas escobas a barrenderos de jardines. Trazaban medios círculos y se acompañaban con onomatopeyas. Estuvo un rato mirándoles con las manos en los bolsillos. Estuvo mirándoles con desprecio. Se puso un momento a la pata coja para rascarse un tobillo. Sin embargo, no sacó la mano izquierda del pantalón. A poco bajó su hermano Luis a un recado. Decidió acompañarle. Daba gusto subir a los montones de grava. Pararse a mirar un charco y romper el hielo con el tacón. Recoger una caja de cerillas vacía o un simple, triste y húmedo papel. Antonia trabaja junto a la ventana sentada en una silla ancha y pequeña. La luz del patio es amarga; es una luz prisionera, una luz que hace bajar mucho la cabeza para coser. En el fogón una olla tiembla. Antonia deja la camisa sobre las rodillas y abulta la mejilla con la lengua, tanteando la muela. Hasta las diez no vuelven los chiquillos, porque se han entretenido o tal vez porque prefieren el frío de la calle al encierro de la casa. Antonia les insulta con voz áspera y tierna. Luis está convicto de su falta. Juan saca los labios bembones. -Y tú no te hagas el sueco, Juan. No seas cínico. Luego Antonia comienza un monólogo -siempre el mismo- que la descansa. Los chicos están parados observando a su madre, hasta que los larga a la calle. -Podéis iros, aquí no pintáis nada. Juan camina lentamente hacia la puerta. La entreabre… Está a punto de saltar a la libertad cuando la madre le llama: -No corras mucho; puedes sudar y enfriarte, y ¡ya sabes!, al hospital, porque aquí no queremos enfermos. Las dos amenazas que usa, sin resultado alguno, con sus hijos, son el hospital y el hospicio. Cuando no los conmueve a primera vista echa mano del padre: -Se lo diré a tu padre; él te arreglará… Cuando vuelva tu padre te ajustará las cuentas… Si lo vuelves a hacer ya verás a las doce la que te espera. Juan siente escalofríos por la espalda cuando le amenazan con su padre. Llegará cansado y si le pega le pegará aburrida y serenamente. Está seguro que le pegará sin darle importancia. No como la madre, que lo hace a conciencia y entre gritos. Un rayo de sol dora las fachadas, ahora que la niebla alta se ha despejado. Los gorriones se hinchan como los papos de un niño reteniendo el aire. Un perro se estira al sol con la lengua fuera. El caballo de la tartana del lechero pega con los cascos en el suelo y mueve las orejas. La mañana bosteza de felicidad. Juan se mete en un solar a vagabundear. Silba y tira piedras. Los cristales de la casa de enfrente son de un color sanguinolento, tal que el agua cuando se lava las narices ensangrentadas por haberse hurgado mucho. Las paredes de la casa contigua al solar son grises, como cuando se pone la huella del dedo untado en saliva en el tabique blanqueado. Juan sí que sabe buscar caras de payasos en las manchas de las paredes. Recuerda algún catarro en el que el único entretenimiento eran las caras de la pared. Antonia se asoma y grita: -Juan, sube. -Ya voy, madre. Pero Juan, el soñador Juan, se retrasa buscando no sabe qué por el solar. Al fin alcanza el portal y sube. La madre, sencillamente dice: -Coge eso y llévalo al tendero. Ya pasaré yo. En cuanto a lo que hagas puedes seguir; no te voy a decir nada. La madre ensaya un bello gesto de ironía: -Hasta que lleguen las doce te queda tiempo; puedes hacer lo que quieras. Luis está sentado con el hermano pequeño en brazos. Luis sonríe porque siente que están premiando su virtud. Juan se asusta. Hace muchos días que no le decían esto. Sí, ahora Juan puede hacer lo que quiera, pero por muy poco tiempo: una hora, hora y cuarto todo lo más si el padre se para a tomar un vaso con sus amigos. Pero le parece difícil; es viernes, y los viernes ni hay vino para su padre ni mucha comida para ellos. Ha tenido mala suerte. Juan no entiende de reloj. Cuando llega a la tienda con el capazo de su madre pregunta al dueño: -Por favor, ¿me dice qué hora es? -Las once y diez, chico. -Mi madre, que luego pasará. -Bien, chico. Toma unas almendras. El tendero es bueno y da almendras a los hijos de sus clientes. Juan balbucea las gracias y sale. Hoy no le interesan mucho las almendras. Las mete en un bolsillo y se dedica a ronzar una, mientras cavila en lo pronto que llegarán las doce. Juan se sienta en el umbral de su casa a meditar lo que puede hacer. Puede hacer: volver al solar a buscar; subir a casa y pedir perdón; llegarse hasta la esquina y ver cómo trabajan unos hombres haciendo una zanja; subir a casa y acurrucarse en un rincón a esperar; entretenerse en el patio y dar voces para que su madre lo sienta cerca y juzgue que es bueno. Sí; esto último es lo que tiene que hacer. En el patio juegan con un cajón los que antes jugaban a barrenderos. Juan se les queda mirando con un gesto de súplica en los ojos. Uno de ellos, sudoroso, jadeante, se vuelve a él y le pregunta: -¿Quieres jugar? -Bueno. Juan reparte las almendras generosamente. Antonia Puerto sigue cosiendo. De vez en cuando se levanta a atender la cocina. La olla continúa temblando y gimiendo. Indefectiblemente, al quitarle la tapa se quema los dedos. Tiene que cogerla con el delantal. Luis le ayuda; el pequeño balbucea. De abajo le llegan las voces de Juan; enternecida, se asoma a la ventana. Juan se vuelve en aquel momento y sorprende a su madre. A las doce menos cuarto Juan ha ganado. Una vecina entra de la calle y cruza el patio con rapidez. Al ver a Juan le pregunta: -¿Está tu madre? El chico asiente con la cabeza y echa tras de ella. Cuando llegan a su piso la vecina llama con los nudillos, nerviosa, rápida, telegráficamente. Es como un extraño S. O. S. Esta llamada de timbre, de nudillos, de aldaba, que hace a los habitantes de una casa salir velozmente con el corazón en un puño. Aparece Antonia Puerto. -¿Qué ha pasado, Carmen? -Ahora te lo digo. Pasa, Juan. Que tienes que ir al teléfono. Te llama el capataz de la obra. A tu Pedro le ha pasado algo. Quitándose el delantal, Antonia se abalanza escaleras abajo. -Cuídate de esos. -No te preocupes. Juan lo ha oído todo y empieza a llorar ruidosamente. Luis, asustado, le imita. La vecina coge al pequeño en brazos e intenta calmarlos. La vecina ha cerrado la puerta. Antonia entra en la tienda donde está el único teléfono de la calle. No acierta a hablar: -Sí…, yo… ¿Ha sido mucho..? Ahora mismo. El sol entra por el escaparate reflejando el rojo color de un queso de bola sobre el mármol del mostrador. Las sirenas de las fábricas se levantan al cielo puro, transparente del mediodía. Han llegado las doce. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
La despedida
Cuento
A través de los cristales de la puerta del departamento y de la ventana del pasillo, el cinemático paisaje era una superficie en la que no penetraba la mirada; la velocidad hacía simple perspectiva de la hondura. Los amarillos de las tierras paniegas, los grises del gredal y el almagre de los campos lineados por el verdor acuoso de las viñas se sucedían monótonos como un traqueteo. En la siestona tarde de verano, los viajeros apenas intercambiaban desganadamente suspensivos retazos de frases. Daba el sol en la ventanilla del departamento y estaba bajada la cortina de hule. El son de la marcha desmenuzaba y aglutinaba el tiempo; era un reloj y una salmodia. Los viajeros se contemplaban mutuamente sin curiosidad y el cansino aburrimiento del viaje les ausentaba de su casual relación. Sus movimientos eran casi impúdicamente familiares, pero en ellos había hermetismo y lejanía. Cuando fue disminuyendo la velocidad del tren, la joven sentada junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha, se levantó y alisó su falda y ajustó su faja con un rápido movimiento de las manos, balanceándose, y después se atusó el pelo de recién despertada, alborotado, mate y espartoso. —¿Qué estación es esta, tía? —preguntó. Uno de los tres hombres del departamento le respondió antes que la mujer sentada frente a ella tuviera tiempo de contestar. —¿Hay cantina? —No, señorita. En la próxima. La joven hizo un mohín, que podía ser de disgusto o simplemente un reflejo de coquetería, porque inmediatamente sonrió al hombre que le había informado. La mujer mayor desaprobó la sonrisa llevándose la mano derecha a su roja, casi cárdena, pechuga, y su papada se redondeó al mismo tiempo que sus labios se afinaban y entornaba los párpados de largas y pegoteadas pestañas. —¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber un traguillo de vino? —preguntó el hombre. —Te sofocará —dijo la mujer mayor— y no te quitará la sed. —¡Quiá!, señora. El vino, a pocos, es bueno. El hombre descolgó su bota del portamaletas y se la ofreció a la joven. —Tenga cuidado de no mancharse —advirtió. La mujer mayor revolvió en su bolso y sacó un pañuelo grande como una servilleta. —Ponte esto —ordenó—. Puedes echar a perder el vestido. Los tres hombres del departamento contemplaron a la muchacha bebiendo. Los tres sonreían pícara y bobamente; los tres tenían sus manos grandes de campesinos posadas, mineral e insolidariamente, sobre las rodillas. Su expectación era teatral, como si de pronto fuera a ocurrir algo previsto como muy gracioso. Pero nada sucedió y la joven se enjugó una gota que le corría por la barbilla a punto de precipitarse ladera abajo en su garganta hacia las lindes del verano, marcadas en su pecho por una pálida cenefa ribeteando el escote y contrastando con el tono tabaco de la piel soleada. Se disponían los hombres a beber con respeto y ceremonia, cuando el traqueteo del tren se hizo más violento y los calderones de las melodías de la marcha más amplios. El dueño de la bota la sostuvo cuidadosamente, como si en ella hubiera vida animal, y la apretó con delicadeza, cariñosamente. —Ya estamos —dijo. —¿Cuánto para aquí? —preguntó la mujer mayor. —Bajarán mercancía y no se sabe. La parada es de tres minutos. —¡Qué calor! —se quejó la mujer mayor, dándose aire con una revista cinematográfica—. ¡Qué calor y qué asientos! Del tren a la cama… —Antes era peor —explicó el hombre sentado junto a la puerta—. Antes, los asientos eran de madera y se revenía el pintado. Antes echaba uno hasta la capital cuatro horas largas, si no traía retraso. Antes, igual no encontraba usted asiento y tenía que ir en el pasillo con los cestos. Ya han cambiado las cosas, gracias a Dios. Y en la guerra… En la guerra tenía que haber visto usted este tren. A cada legua le daban el parón y todo el mundo abajo. En la guerra… Se quedó un instante suspenso. Sonaron los frenos del tren y fue como un encontronazo. —¡Vaya calor! —dijo la mujer mayor. —Ahora se puede beber —afirmó el hombre de la bota. —Traiga usted —dijo, suave y rogativamente, el que había hablado de la guerra—. Hay que quitarse el hollín. ¿No quiere usted, señora? —ofreció a la mujer mayor. —No, gracias. No estoy acostumbrada. —A esto se acostumbra uno pronto. La mujer mayor frunció el entrecejo y se dirigió en un susurro a la joven; el susurro coloquial tenía un punto de menosprecio para los hombres del departamento al establecer aquella marginal intimidad. Los hombres se habían pasado la bota, habían bebido juntos y se habían vinculado momentáneamente. Hablaban de cómo venía el campo y en sus palabras se traslucía la esperanza. La mujer mayor volvió a darse aire con la revista cinematográfica. —Ya te lo dije que deberíamos haber traído un poco de fruta —dijo la joven—. Mira que insistió Encarna; pero tú, con tus manías… En la próxima, hay cantina, tía. —Ya lo he oído. La pintura de los labios de la mujer mayor se había apagado y extendido fuera del perfil de la boca. Sus brazos no cubrían la ancha mancha de sudor axilar, aureolada del destinte de la blusa. La joven levantó la cortina de hule. El edificio de la estación era viejo y tenía un abandono triste y cuartelero. En su sucia fachada nacía, como un borbotón de colores, una ventana florida de macetas y de botes con plantas. De los aleros del pardo tejado colgaba un encaje de madera, ceniciento, roto y flecoso. A un lado estaban los retretes, y al otro, un tingladillo que servía para almacenar las mercancías. El jefe de estación se paseaba por el andén; dominaba y tutelaba como un gallo, y su quepis rojo era una cresta irritada entre las gorras, las boinas y los pañuelos negros. El pueblo estaba retirado de la estación, a cuatrocientos o quinientos metros. El pueblo era un sarro que manchaba la tierra y se extendía destartalado hasta el leve henchimiento de una colina. La torre de la iglesia —una ruina erguida, una desesperada permanencia— amenazaba al cielo con su muñón. El camino calcinado, vacío y como inútil hasta el confín de azogue, atropaba las soledades de los campos. Los ocupantes del departamento volvieron las cabezas. Forcejeaba, jadeante, un hombre en la puerta. El jadeo se intensificó. Dos de los hombres del departamento le ayudaron a pasar la cesta y la maleta de cartón atada con una cuerda. El hombre se apoyó en el marco y contempló a los viajeros. Tenía una mirada lenta, reflexiva, rastreadora. Sus ojos, húmedos y negros como limacos, llegaron hasta su cesta y su maleta, colocadas en la redecilla del portamaletas, y descendieron a los rostros y a la espera, antes de que hablara. Luego se quitó la gorrilla y sacudió con la mano desocupada su blusa. —Salud les dé Dios —dijo, e hizo una pausa—. Ya no está uno con la edad para andar en viajes. Pidió permiso para acercarse a la ventanilla y todos encogieron las piernas. La mujer mayor suspiró protestativamente y al acomodarse se estiró buchona. —Perdone la señora. Bajo la ventanilla, en el andén, estaba una anciana acurrucada, en desazonada atención. Su rostro era apenas un confuso burilado de arrugas que borroneaba las facciones, unos ojos punzantes y unas aleteadoras manos descarnadas. —¡María! —gritó el hombre—. Ya está todo en su lugar. —Siéntate, Juan, siéntate —la mujer voló una mano hasta la frente para arreglarse el pañuelo, para palpar el sudor del sofoco, para domesticar un pensamiento—. Siéntate, hombre. —No va a salir todavía. —No te conviene estar de pie. —Aún puedo. Tú eres la que debías… —Cuando se vaya… —En cuanto llegue iré a ver a don Cándido. Si mañana me dan plaza, mejor. —Que haga lo posible. Dile todo, no dejes de decírselo. —Bueno, mujer. —Siéntate, Juan. —Falta que descarguen. Cuando veas al hijo de Manuel le dices que le diga a su padre que estoy en la ciudad. No le cuentes por qué. —Ya se enterará. —Cuídate mucho, María. Come. —No te preocupes. Ahora, siéntate. Escríbeme con lo que te digan. Ya me leerán la carta. —Lo haré, lo haré. Ya verás cómo todo saldrá bien. El hombre y la mujer se miraron en silencio. La mujer se cubrió el rostro con las manos. Pitó la locomotora. Sonó la campana de la estación. El ruido de los frenos al aflojarse pareció extender el tren, desperezarlo antes de emprender la marcha. —¡No llores, María! —gritó el hombre—. Todo saldrá bien. —Siéntate, Juan —dijo la mujer, confundida por sus lágrimas—. Siéntate, Juan —y en los quiebros de su voz había ternura, amor, miedo y soledad. El tren se puso en marcha. Las manos de la mujer revolotearon en la despedida. Las arrugas y el llanto habían terminado de borrar las facciones. —Adiós, María. Las manos de la mujer respondían al adiós y todo lo demás era reconcentrado silencio. El hombre se volvió. El tren rebasó el tingladillo del almacén y entró en los campos. —Siéntese aquí, abuelo —dijo el hombre de la bota, levantándose. La mujer mayor estiró las piernas. La joven bajó la cortina de hule. El hombre que había hablado de la guerra sacó una petaca oscura, grande, hinchada y suave como una ubre. —Tome usted, abuelo. La mujer mayor se abanicó de nuevo con la revista cinematográfica y preguntó con inseguridad: —¿Las cosechas son buenas este año? El hombre que no había hablado a las mujeres, que solamente había participado de la invitación al vino y de las hablas del campo, miró fijamente al anciano, y su mirada era solidaria y amiga. La joven decidió los prólogos de la intimidad compartida. —¿Va usted a que le operen? Entonces el anciano bebió de la bota, aceptó el tabaco y comenzó a contar. Sus palabras acompañaban a los campos. —La enfermedad…, la labor…, la tierra…, la falta de dinero…; la enfermedad…, la labor…, la tierra…; la enfermedad…, la labor…, la enfermedad… La primera vez, la primera vez que María y yo nos separamos… Sus años se sucedían monótonos como un traqueteo. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
La ley del péndulo
Minicuento
Bajaban los sacos con un cabrestante. La escotilla portaba un cielo azul de verano, inhóspito como una gran sala vacía. En la bodega los estibadores, formando corro, abrían cancha al redón descendente. Urgidos por el capataz se abalanzaban sobre los sacos y los apilaban ordenada y rápidamente. –Saco… estribor… arriba… Iuú… Sentían el polvillo del trigo en los pulmones y carraspeaban de vez en cuando. Las manos se endurecían en la faena, se musculaban y tomaban fuerza. –Saco… babor… arriba… Iuú… Al ocaso entraba el segundo turno. En el ocaso, antes de que las luces del barco feriaran el trabajo, los estibadores miraban al cielo acuario como si fueran a emerger hacia el infinito. Los estibadores se prestaban los chalecos de cuero y andrajos. Se despedían. –¿Te entrenas? –¿Te parece poco entrenamiento este? –A ver lo que haces en el próximo… –Lo que se pueda. –A ver cuándo empiezas a ganar dinero y dejas esto. –En seguida. En el gimnasio penduleaba el saco de entrenamiento. El boxeador obedecía la voz del capataz. –Saco… izquierda… derecha… arriba… abajo… Sigue… Para… En los barcos y en los gimnasios se iba aprendiendo a vivir: fuerza, velocidad, pegada… Un poco más lejos el dinero… y entretanto de saco a saco como única esperanza. FIN