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Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Seguir de pobres
Cuento
Las ciudades de provincias se llenan en primavera de carteles. Carteles en los que un segador sonriente, fuerte, bien nutrido, abraza un haz de espigas solares; a su vera, un niño de amuñecada cara nos mira con ojos serenos: a sus pies, una hucha de barro recibe por la recta abertura del ahorro –boca sin dientes, como de vieja, como de batracio– una espuerta de monedas doradas. Son los anuncios de las Cajas de Ahorro. Son anuncios para los labradores que tienen parejas de bueyes, vacas, maquinaria agrícola y un hijo estudiando en la universidad o en el seminario. Estos carteles tan alegres, tan de primavera, tan de felicidad conquistada, nada dicen de las cuadrillas de segadores que, como una tormenta de melancolía, cruzan las ciudades buscando el pan del trabajo por los caminos del país. A principios de mayo el grillo, sierra en lo verde el tallo de las mañanas; la lombriz enloquece buscando sus penúltimos agujeros de las noches; la cigüeña pasea los mediodías por las orillas fangosas del río haciendo melindres como una señorita. En los chopos altos se enredan vellones de nubes, y en el chaparral del monte bajo el agua estancada se encoge miedosa cuando las urracas van a beberla. La vida vuelve. La cuadrilla de la siega pasa las puertas a hora temprana, anda por la carretera de los grandes camiones y los automóviles de lujo en fila, en silencio, en oración –terrible oración– de esperanza. Al llegar al puente del río lo abandonan por el camino de los pueblos del campo lontano. Se agrupan. Alguien canta. Alguien pasa la bota al compañero. Alguien reniega de una alpargata o de cualquier cosa pequeña e importante. En la cuadrilla van hombres solos. Cinco hombres solos. Dos del noroeste, donde un celemín de trigo es un tesoro. Otros dos de la parte húmeda de las Castillas. El quinto, de donde los hombres se muerden los dedos, lloran y es inútil. Con pan y vino se anda camino cuando se está hecho a andarlo. Con pan, vino y un cinturón ancho de cueras de becerra ahogada o una faja de estambre viejo, bien apretados, no hay hambre que rasque el estómago. Con mala manta hay buen cobijo, hasta que la coz de un aire, entre medias cálido, tuerce el cuello y balda los riñones. Cuando a un segador le da el aire pardo que mata el cereal y quema la hierba –aire que viene de lejos, lento y a rastras, mefítico como el de las alcantarillas–, el segador se embadurna de miel donde le golpeó. Pero es pobre el remedio. Ha de estar tumbado en el pajar viendo a las arañas recorrer sus telas. Telas que de puro sutiles son impactos sobre el cristal de la nada. Cinco hombres solos. Cinco que forman un puño de trabajo. Dos del noroeste: Zito Moraña y Amadeo, el buen Amadeo, al que le salen las barbas en el dorso de las manos, que se afeita con una hoz. Dos de la Castilla verde: San Juan y Conejo. El quinto, sin pueblo, del estaribel de Murcia por algo de cuando la guerra. El quinto, callado; cuando más, sí y no. “El Quinto”, por un buen sentido nominador. “El Quinto” les dijo en la cantina de la estación donde se lo tropezaron: –Si van para el campo y no molesto, voy con ustedes. Zito Moraña le contesta: –Pues venga. “El Quinto” movió la cabeza, clavó los ojos en Moraña, pasó la vista sobre Amadeo, que se rascaba las manos; consultó con la mirada a San Juan, que liaba un cigarrillo parsimonioso sin que se le cayera una brizna de tabaco, y por fin miró a Conejo, que algo se buscaba en los bolsillos. –Acabo de seguir de la cárcel. ¿Qué dicen? –¿Y usted? –respondió Zito. –La guerra, y luego, mala conducta. –¿Mala? –De hombre, digo yo. –Pues está dicho. “El Quinto” pidió un cuartillo de vino tinto. La cita fue para las cinco y media de la mañana en el depuertas de la carretera. Se pararon. Ahora los cinco van agrupados por el camino largo de los segadores. Zito conoce el terreno. Todos los años deja su tierra para segar a jornal. –Amadeo, de la revuelta esa nos salió el pasado una liebre como un burro. –Sí, hombre; pero no el pasado, sino otro año atrás. –Fue lástima… Y Zito y Amadeo hablan del antaño perdiéndose en detalles, mientras San Juan se suena una y otra vez la nariz distraídamente, mientras Conejo se queja en un murmullo de su alpargata rota, mientras “El Quinto” va mirando los bordes del camino buscando no sabe qué. Al mediodía les para un sombrajo. De la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no se descorteza, se raspa. En el sombrajo descansan y fuman los cigarrillos de las mil muertes del fuego, de sus mil nacimientos en el encendedor tosco y seguro. Han dejado de hablar de las cosas de siempre, esas cosas que acaban como empiezan: –La mujer habrá terminado de trabajar en el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras de la casa. Los chavales estarán dándole vueltas al pucherillo. Una larga pausa y la vuelta. –Los chavales le estarán sacando brillo al puchero. La mujer saldrá a trabajar el pañuelo de tierra que hemos arrendado tras la casa. Dice la mujer, los chavales, el que se fue de las calenturas, el que vino por San Juan de hará tres años. No poseen con la brutal terquedad de los afortunados y hasta parece que han olvidado en los rincones de la memoria los posesivos débiles de la vida. Están libres. Callan hasta que otro repita la historia con escasas variantes. Callan hasta que se dan cuenta de que hay un ser de silencio y de sombras con ellos, uno que ha dicho sí y no y poca cosa más. Aquí está Zito Moraña para preguntar, por qué a un compañero hay que darle ocasión, sin molestarle, de un suspiro, de una lágrima, de una risa. Un compañero puede estar necesitado de descanso y es necesario saber, cuando cuente, el momento en que hay que balancear la cabeza o agacharla hacia el suelo o levantarla hacia el sol. –¿Usted qué hará cuando acabe esto? “El Quinto” encoge una pierna y duda. –¿Yo? –Nosotros volveremos para la tierra. –Ya veré… Y entre ellos, entre los cuatro y “El Quinto”, el corazón de la comunidad naufraga. Zito tiene su orden. Se pone en pie, consulta su sombra, levanta su hato y se lo carga a la espalda. –Bueno, andando. Para las cinco podemos estar en la hocina. Para las seis, en el teso del pueblo. Por la ladera, hacia el río, vuela el ave que huele mal. Conejo, de los bolsillos, saca una madera que talla con la navaja. –¿Qué haces? –le pregunta San Juan. –La torre de los condes, para que juegue el chico a la vuelta. La hago con silbo de pájaro. Zito y Amadeo recuerdan el antaño. Y “El Quinto” mira el camino. A las seis platea el río por medio del llano. En el pueblo, entre casa y casa, crece la tiniebla. Por los últimos alcores el cielo está morado. Los perros ladran al paso lento de los de la siega. Zito conoce a los que se asoman a las puertas a verlos llegar. –Señor Ricardo, ¿se curó de los cólicos? El campesino responde, cachazudo: –Parece, parece. La cuadrilla sigue adelante. –Señora Rosario, ¿volviole el santo a Patricio? –Por ahí anda. Zito hace un aparte a San Juan. –Es que tiene un hijo que dio en manías el año pasado de una soleada en las fincas. Hacen un alto en la plaza. El cuadrado de la plaza está quebrado por la irregularidad de las construcciones. En la mitad está el pilón; en él juegan los niños. Al verlos a los cinco parados y ensimismados, los niños se les acercan a una distancia de respeto y prudencia. Los segadores, como los gitanos, pueden robar criaturitas para venderlas en otros pueblos. Zito vocea a un campesino sentado en el umbral de su casa: –¿Qué, Martín, hay pajar para cinco hombres? –Hay, pero no paja. –Da igual. ¿A cuántos nos necesita usted? –Con dos de vosotros me arreglo, porque tengo otros que llegaron ayer. Mañana temprano, a darle. El jornal el de siempre. –Ya aumentará usted una pesetilla. –Están los tiempos malos, pero se ha de ver. Precisamente están los tiempos malos. No se marcha la gente de su tierra porque estén buenos, ni porque la vida sea una delicia, ni porque los hijos tengan todo el pan que quieran. Zito arruga la frente y medita. –Tú, San Juan, y tú, Conejo, podéis quedaros con él. Mañana arreglaremos nosotros. Dando la vuelta a la iglesia, a la que está pegada la casa, se abre un amplio portegado. El portegado está entre una era y un estercolero, que en las madrugadas tiene flotando un vaho de pantano y que está en perpetuo otoño de colores. Del portegado se sube al pajar. Las maderas brillan pulimentadas. Solo hay un poco de paja en un rincón. Los trillos, apoyados sobre la pared, con pedernales amenazantes, parecen fauces de perros guardianes. –Dejad ahí los hatos. Vamos a ver si nos dan algo en la cocina. En la cocina les dan un trozo de tocino a cada uno, pan y vino. La mujer de Martín les contempla desde una silla. –Tú, Zito, alegra el ánimo con la comida. Canta algo, hombre, de por tu tierra. –No estoy de buen año, señora. –Canta, Zito –dice Martín, que está apoyado en la puerta. –Tengo la garganta con nudos. –Cuanto más viejo más tuno, Zito. –Pues cantaré, pero no de la tierra, y a ver si les va gustando. –Tú canta, canta. Zito con el porrón apoyado sobre una pierna, entona una copla. Sus compañeros bajan la cabeza. Al marchar a la siega entran rencores trabajar para ricos seguir de pobres. Sobre los campos salta la noche. Un ratón corre por el pajar. Los segadores están tumbados. –Oye, San Juan, son unos veinte días aquí. A doce pesetas, ¿cuánto viene a ser? –Cuarenta y ocho duros. –No está mal. Abajo, en la cocina, habla Martín en términos comerciales y escogidos con un amigo. –Me han ofrecido material humano a siete pesetas para hacer toda la campaña, pero son andaluces… –Gente floja. –Floja. Martín hace con los labios un gesto de menosprecio. Trabajan San Juan y el Conejo con Martín. Zito Moraña, Amadeo y “El Quinto”, con otros segadores que llegaron un día después, segaban en las fincas del alcalde. No se veían los dos grupos más que cuando marchaban al trabajo o volvían de él por los caminos. Zito, Amadeo y “El Quinto” dormían en el pajar del alcalde, sobre paja medio pulverizada. Se pasaban el día en el campo. A la cuarta jornada apretó el calor. En el fondo del llano una boca invisible alentaba un aire en llamas. Parecía que él iba a traer las nubes negras de la tormenta que cubrirían el cielo, y sin embargo, el azul se hacía más profundo, más pesado, más metálico. Los segadores sudaban. Buscaban las culebras la humedad debajo de las piedras. Los hombres se refrescaban la garganta con vinagre y agua. En el saucal, la dama del sapo, que tiene ojos de víbora y boca de pez, lo miraba todo maldiciendo. Los segadores, al dejar el trabajo un momento, tiraban, por costumbre, una piedra a bajo pierna en los arbustos para espantarla. Podía llegar la desgracia. El viento pardo vino por el camino levantando una polvareda. Su primer golpe fue tremendo. Todos lo recibieron de perfil para que no les dañase, excepto “El Quinto”, que lo soportó de espaldas, lejano en la finca, con la camisa empapada en sudor, segando. Le gritaron y fue inútil. No se apercibió. Cuando levantó la cabeza era ya tarde. “El Quinto” llegó al pajar tiritando. Y no quiso cenar. Le dieron miel en las espaldas. El alcalde llamó al médico. El médico lo mandó lavar porque opinó que aquello eran tonterías. Y dictaminó. –No es nada. Tal vez haya bebido agua demasiado fría. Zito le explicó: –Mire, doctor, fue el viento pardo… El médico se enfadó. –Cuanto más ignorantes, más queréis saber. ¿Qué me vas a decir tú? –Mire, doctor, fue el viento que mata el cereal y quema la yerba. Hay que darle miel. Las mantecas de los riñones las tiene blandas. –Bah, bah, el viento pardo… – comentó. Los compañeros volvieron a darle miel en las espaldas en cuanto se marchó el médico, y Zito le echó su manta. –¿Y tú, Zito? –dijo “El Quinto”. –Yo, a medias con Amadeo. “El Quinto” temblaba; le castañeaban los dientes. El viento pardo en el saucal hacía un murmullo de risas. Allí estaba “El Quinto”, entretenido con las arañas. Las iba conociendo. Contó a Zito y a Amadeo cómo había visto pelear a una de ellas, la de la gran tela, de la viga del rincón, con una avispa que atrapó. Lo contaba infantilmente. Zito callaba. De vez en vez le interrumpía doblándole la manta. –¿Qué tal ahora? –Bien, no te preocupes. –¿No me he de preocupar? Has venido con nosotros y no te vas a poder marchar. Nosotros dentro de cuatro días tiramos para el Norte. Esto está ya dando las boqueadas. –Bueno, qué más da. No me echarán a la calle de repente. –No, no, desde luego… –dudaba Zito. –Y si me echan, pues me voy. –¿Y a dónde? –Para la ciudad, al hospital, hasta que sane. –Hum… –Aquí tienes lo tuyo, Zito. Os doy doce perras más por día a cada uno. –Gracias. –Pues hasta el año que viene. Que haya suerte. Y dile al “Quinto” que para él, aunque no ha trabajado más que tres días y le he estado dando de comer todo ese tiempo, hay diez duros. No se quejará. –No, claro. –Pues díselo, y también que levante con vosotros. –Pero si es imposible, si está tronzado. –Y yo qué quieres que le haga. Llegaron al puente. “El Quinto” andaba apoyado en un palo medio a rastras. Zito Moraña y Amadeo le ayudaban por turno. –¿Qué tal? Ahora coges la carretera y te presentas enseguida en la ciudad. –Si llego. –No has de llegar. Mira, los compañeros y yo hemos hecho un ahorro. Es poco, pero no te vendrá mal. Tómalo. Le dio un fajito de billetes pequeños. –Os lo acepto porque… Yo no sé… Muchas gracias. Muchas gracias, Zito y todos. “El Quinto” estaba a punto de llorar, pero no sabía o lo había olvidado. –No digas nada, hombre. Les dio la mano largamente a cada uno. –Adiós, Zito; adiós, Amadeo; adiós, Juan; adiós, Conejo. –Adiós, Pablo; adiós. Hacía quince días que habían aprendido el nombre del “Quinto”. Por la otra orilla de la carretera caminaba, vacilante, Pablo. Los segadores volvieron las espaldas y echaron a andar. Se alejaron del puente. Zito, para distraer a sus compañeros, se puso a cantar a media voz algo de su tierra. FIN Glosario
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Un cuento de reyes
Cuento
El ojo del negro es el objetivo de una máquina fotográfica. El hambre del negro es un escorpioncito negro con los pedipalpos mutilados. El negro Omicrón Rodríguez silba por la calle, hace el visaje de retratar a una pareja, siente un pinchazo doloroso en el estómago. Veintisiete horas y media lleva sin comer; doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar; la mayoría de las de su vida, silbando. Omicrón vivía en Almería y subió, con el calor del verano pasado, hasta Madrid. Subió con el termómetro. Omicrón toma, cuando tiene dinero, café con leche muy oscuro en los bares de la Puerta del Sol, y copas de anís, vertidas en vasos mediados de agua, en las tabernas de Vallecas, donde todos le conocen. Duerme, huésped, en una casita de Vallecas, porque a Vallecas llega antes que a cualquier otro barrio la noche. Y por la mañana, muy temprano, cuando el sol sale, da en su ventana un rayo tibio que rebota y penetra hasta su cama, hasta su almohada. Omicrón saca una mano de entre las sábanas y la calienta en el rayo de sol, junto a su nariz de boxeador principiante, chata, pero no muy deforme. Omicrón Rodríguez no tiene abrigo, no tiene gabardina, no tiene otra cosa que un traje claro y una bufanda verde como un lagarto, en la que se envuelve el cuello cuando, a cuerpo limpio, tirita por las calles. A las once de la mañana se esponja, como una mosca gigante, en la acera donde el sol pasea, porque el sol pasea solo por un lado, calentando a la gente sin abrigo y sin gabardina que no se puede quedar en casa, porque no hay calefacción y vive de vender periódicos, tabaco rubio, lotería, hilos de nylon para collares, juguetes de goma y de hacer fotografías a los forasteros. Omicrón habla andaluza y onomatopéyicamente. Es feo, muy feo, feísimo, casi horroroso. Y es bueno, muy bueno; por eso aguanta todo lo que le dicen las mujeres de la boca del Metro, compañeras de fatigas. -Satanás, muerto de hambre, ¿por qué no te enchulas con la Rabona? -No me llames Satanás, mi nombre es Omicrón. -¡Bonito nombre! Eso no es cristiano. ¿Quién te lo puso, Satanás? -Mi señor padre. -Pues vaya humor. ¿Y era negro tu padre? Omicrón miraba a la preguntante casi con dulzura: -Por lo visto. De la pequeña industria fotográfica, si las cosas iban bien, sacaba Omicrón el dinero suficiente para sostenerse. Le llevaban veintitrés duros por la habitación alquilada en la casita de Vallecas. Comía en restaurantes baratos platos de lentejas y menestras extrañas. Pero días tuvo en que se alimentó con una naranja, enorme, eso sí, pero con una sola naranja. Y otros en que no se alimentó. Veintisiete horas y media sin comer y doce y tres cuartos, no contando la noche, sin retratar son muchas horas hasta para Omicrón. El escorpión le pica una y otra vez en el estómago y le obliga a contraerse. La vendedora de lotería le pregunta: -¿Qué, bailas? -No, no bailo. -Pues chico, ¡quién lo diría!, parece que bailas. -Es el estómago. -¿Hambre? Omicrón se azoró, poniendo los ojos en blanco, y mintió: -No, una úlcera. -¡Ah! -¿Y por qué no vas al dispensario a que te miren? Omicrón Rodríguez se azoró aún más: -Sí, tengo que ir, pero… -Claro que tienes que ir, eso es muy malo. Yo sé de un señor, que siempre me compraba, que se murió de no cuidarla. Luego añadió nostálgica y apesadumbrada: -Perdí un buen cliente. Omicrón Rodríguez se acercó a una pareja que caminaba velozmente. -¿Una foto? ¿Les hago una foto? La mujer miró al hombre y sonrió: -¿Qué te parece, Federico? -Bueno, como tú quieras… -Es para tener un recuerdo. Sí, háganos una foto. Omicrón se apartó unos pasos. Le picó el escorpioncito. Por poco sale movida la fotografía. Le dieron la dirección: Hotel… La vendedora de lotería le felicitó: -Vaya, has empezado con suerte, negro. -Sí, a ver si hoy se hace algo. Rodríguez hizo un silencio lleno de tirantez. -Casilda, ¿tú me puedes prestar un duro? -Sí, hijo, sí; pero con vuelta. -Bueno, dámelo y te invito a café. -¿Por quién me has tomado? Te lo doy sin invitación. -No, es que quiero invitarte. La vendedora de lotería y el fotógrafo fueron hacia la esquina. La volvieron y se metieron en una pequeña cafetería. Cucarachas pequeñas, pardas, corrían por el mármol donde estaba asentada la cafetera exprés. -Dos con leche. Les sirvieron. En las manos de Omicrón temblaba el vaso alto, con una cucharilla amarillenta y mucha espuma. Lo bebió a pequeños sorbos. Casilda dijo: -Esto reconforta, ¿verdad? -Sí. El «sí» fue largo, suspirado. Un señor, en el otro extremo del mostrador, les miraba insistentemente. La vendedora de lotería se dio cuenta y se amoscó. -¿Te has fijado, negro, cómo nos mira aquel tipo? Ni que tuviéramos monos en la jeta. Aunque tú, con eso de ser negro, llames la atención, no es para tanto. Casilda comenzó a mirar al señor con ojos desafiantes. El señor bajó la cabeza, preguntó cuánto debía por la consumición, pagó y se acercó a Omicrón: -Perdonen ustedes. Sacó una tarjeta del bolsillo. -Me llamo Rogelio Fernández Estremera, estoy encargado en el Sindicato de organizar algo en las próximas fiestas de Navidad. Bueno -carraspeó-, supongo que no se molestará. Yo le daría veinte duros si usted quisiera hacer el rey negro en la cabalgata de Reyes. Omicrón se quedó paralizado. -¿Yo? -Sí, usted. Usted es negro y nos vendría muy bien, y si no, tendremos que pintar a uno, y cuando vayan los niños a darle la mano o besarle en el reparto de juguetes se mancharán. ¿Acepta? Omicrón no reaccionaba. Casilda le dio un codazo: -Acepta, negro tonto… Son veinte chulís que te vendrán muy bien. El señor interrumpió: -Coja la tarjeta. Lo piensa y me va a ver a esa dirección. ¿Qué quieren ustedes tomar? -Yo un doble de café con leche -dijo Casilda -, y este un sencillo y una copa de anís, que tiene esa costumbre. El señor pagó las consumiciones y se despidió. -Adiós, piénselo y venga a verme. Casilda le hizo una reverencia de despedida. -Orrevuar, caballero. ¿Quiere usted un numerito del próximo sorteo? -No, muchas gracias; adiós. Cuando desapareció el señor, Casilda soltó la carcajada. -Cuando cuente a las compañeras que tú vas a ser rey se van a partir de risa. -Bueno eso de que voy a ser rey… -dijo Omicrón. * Omicrón Rodríguez apenas se sostenía en el caballo. Iba dando tumbos. Le dolían las piernas. Casi se mareaba. Las gentes desde las aceras sonreían al verle pasar. Algunos padres alzaban a sus niños. -Mírale bien, es el rey Baltasar. A Omicrón Rodríguez le llegó la conversación de dos chicos. -¿Será de verdad negro o será pintado? Omicrón Rodríguez se molestó. Dudaban por primera vez en su vida si él era blanco o negro, y precisamente iba haciendo de rey. La cabalgata avanzaba. Sentía que se le aflojaba el turbante. Al pasar cercano a la boca del Metro, donde se apostaba cotidianamente, volvió la cabeza, no queriendo ver reírse a Casilda y sus compañeras. La Casilda y sus compañeras estaban allí, esperándole; se adelantaron de la fila; se pusieron frente a él y, cuando esperaba que iban a soltar la risa, sus risas guasonas, temidas y estridentes, oyó a la Casilda decir: -Pues, chicas, va muy guapo, parece un rey de verdad. Luego unos guardias las echaron hacia la acera. Omicrón Rodríguez se estiró en el caballo y comenzó a silbar tenuemente. Un niño le llamaba, haciéndole señales con la mano: -¡Baltasar, Baltasar! Omicrón Rodríguez inclinó la cabeza solemnemente. Saludó. -¡Un momento, Baltasar! Los flashes de los fotógrafos de prensa le deslumbraron. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Un hombrecillo que nació para actor
Cuento
Eran las cuatro de la mañana. La churrería tenía algo de vagón de tercera clase. Dormía una vieja con sueño altisonante de suspiros y entrecortado de babeos. Un hombre mostraba infinidad de carnets, la faz angulosa y el pelo blandón y rubiaco, a la pareja policial que tomaba el mojapán madruguero. Tres estudiantes troneras bebían cazalla en compañía de unas pelanduscas que recortaban el canje de interjecciones. El churrero, a lo macho, se abría la camisa frente al fogón donde chirriaba la gran sartén del aceite. Olor de tren con aceitazo y dejo axilar, pegaba un tufo inolvidable. La calle del Ave María se abría a la expedición sabatina de la gente de última hora. El nocherniego encontraba su reposo en el chocolate con churros o en el aguardiente truhán en copita breve y alta de caderas. La noche, maya de estrellas y canciones y verdeada de faroles de gas. Se dejaba oír el tacón del chuzo con que el sereno se autorizaba. Bajaban hacia la plaza dos farsantes, hombre y mujer, del brazo y entonados. La luz mortecina los atrajo como a vagas mariposas. La pareja de los mosquetes se clareó a un rincón, como los gatos, preparada para intervenir cuando las circunstancias lo exigiesen. La vieja dormilona despotricó por sus fueros de despertada, rascándose la piojería y mostrando el Teruel de sus dientes. El churrero ni se inmutó desde su púlpito de hombre corrido y corroído. Agua de borrajas la bronca, la zaragata de un estudiante les invitó a lo que gustaran tomar. Se le antojó a la mujer un vaso de leche y al marido un anisete para quedar bien, porque los hombres deben mostrar siempre que lo son. Una de las damas se estropeó la voz de un trago y comenzó a deleitar a la reunión. Cantaba en faraona y había que exornarla de olés y de vivas familiares. Los tres estudiantes comenzaron a cantar en gabacho unas canciones menudas y como de coro. Nadie les mandó callar, pero se callaron. Aquello no era de la noche. La noche tiene su rito, más o menos torpe y exige que se cumpla. Habló el cómico y mostró su francés escolar; después el norte de las miradas se ofreció en espera del cuentacuentos. -Aquí, mi señora y yo, somos del teatro. Una vez un estudiante de su edad, como ustedes. ¿A que no han entrado en quintas todavía? -preguntó difuminando su charla en el capricho de que afirmaran y él pudiera sentar bien su experiencia de hombre maduro. Los estudiantes precisaron que ya las habían pasado con muy malos tragos. El cómico explicaba a continuación, ramificando la historia: -Medicina, estudiaba. Era grandullón, un mozo guapote y quería ser actor. Ustedes no saben lo que es esto. Correr de aquí para allá, como se dice. Ahora venimos de Valencia. El género nuestro se va acabando. Mi mujer está de costurera en la compañía y yo soy del coro. Los estudiantes comenzaron a cantar de pronto. Una de las acompañantes les estaba haciendo el tercio con el fotógrafo. Se levantó para sentarse en la otra mesa. -¡Qué tiempos aquellos! Ustedes no habían nacido. Yo llegué a cantar Lisístrata; también canté El pollo Tejada. Se despidieron las dos que quedaban y salieron a orearse. -Yo he trabajado mucho en esa capital. Teníamos el hoyo lleno todos los días. Había que ver las taquillas que se hacían. Precisamente allá conocí a mi señora. La señora intervino falseando la voz: -Mi esposo y una servidora, que entonces era una chiquilla, nos hicimos novios. Formalizamos nuestras relaciones cuando volvimos a este Madrid de mi alma. El sultán estudiante se desperezó en el banquito. Las gafas le hacían a sus ojos una prisión de peces abisales. Estaba mal afeitado: las crecidas patillas lo achulaban con canallería. Se sonreían de todo aquello, y el capítulo de la Comiquería les agradaba de sabores viejos. El jovencillo pidió al otro, pálido y ojeroso, una peseta para la alcancía de la cerillera. -Cuando iba a la escuela ya me llamaban las tablas. Me acuerdo que una vez hicimos El puñal del godo. El maestro me dijo que yo era capaz de ganarme el garbanzo trabajando de actor. Y no estoy arrepentido porque, cuidándome, yo hubiera llegado a ser algo. A la mujer del histrión le entró maternal. El estudiantillo de la cara aniñada estaba ya harto de juerga y se dormía. -Pobrecico, tan joven. ¿Cómo lo sacan ustedes de casa…? Se recuperó el estudiante y ronzó unas palabras. Pidió más cazalla. El de las patillas se reía burlonamente. -Miguelito, que te va a hacer daño. -Me cabe un litro. -No presumas. El hombre de la farsa pagó una ronda y siguió charlando. -Pues sí, señores, yo nací para actor, pero la vida… ya saben ustedes. Uno quiere llegar y luego se encuentra con los malos quereres. En la guerra tuve que poner un puesto de periódicos y no me iba mal. Lo dejé por esta maldita afición. Todo me lo he jugado y ya ven cómo me va. Miguelito se quiso sacar la espina aventurando una gracia que no le gustó al actor. Este se envolvió en la bufanda: una bufanda grande amarilla y negra que le daba cierto aire funeral. Reclamó a su mujer porque la mañana se enfriaba casi por la ventanera. Y se levantó. Cuando estaba de pie se le acercó titubeante el dipsómano de los carnets: -¿No tendrá un cigarro? -Un cuerno. Y el dipsómano ensayó un pase natural. Nadie le hizo caso y se quedó navegando con cara de hastío en espera de otra oportunidad. Del mostrador salió la voz de Lucifer: -No molestes a los señores. Lo más extraño era que todo ese mundo cochambroso se trataba con una educación inesperada. El de los carnets pidió perdón y se retiró a un rincón. Por la calle del Ave María, en la soledad de un amanecer blanco y sucio como la leche pasada, caminaban los tres estudiantes. Quedaban solos el dueño y el hombre de los carnets. Se iba a cerrar una hora para que descansase el churrero. Canciones viejas y salmantinas crecían en el avance de la estudiantina. El sereno apareció como un fantasma. Les mandó callar. Los faroles de gas parecían fuegos fatuos. Miguelito temblaba y balbuceaba incoherencias. La cuesta era un calvario que había que subir. El último gato de la noche se escondió en un quicio. Rieron los estudiantes del hombre que nació para actor. El hombre que nació para actor dormía con alto sueño de triunfos en los teatros hispanoamericanos. Al pasar por una iglesia sorprendió a los tres estudiantes la primera boda del domingo. FIN
Aldecoa, Ignacio
España
1925-1969
Young Sánchez
Cuento
1 Dejó el trozo de peine en uno de los ángulos del pequeño lavabo metálico con vaso en forma de cacerola. Con las palmas de las manos se planchó el pelo hacia la nuca. Silbaba. No se molestó en limpiar el peine; lo dejó donde lo había encontrado, junto al grifo, que daba un hilo de agua y no se podía cerrar. Orinó en el sumidero de la ducha. Recogió su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenía cortada la tubería de conducción. Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el pañuelo se secó la melenilla. Se ahuecó en torno del cogote el cuello de la camisa, húmedo, gastado, seboso. El cuarto olía a cañería de desagüe. Desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando dónde mirarse se alzó de puntillas. Movió la cabeza con repente de escalofrío para desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le desprendió. Tenía la camisa abierta, y hundiendo la barbilla en el pecho, conteniendo la respiración, miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo. El cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia. Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se sintió seguro. Un momento se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara de un huevo, el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa muy altas, por encima de los bíceps. Una izquierda de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio saliva en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió. El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón. Silbaba. Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra se percibía. El puching era como un avispero, lo había pensado muchas veces. La mesa de masaje tenía la huella de un cuerpo, hecho con muchos cuerpos. Sobre el ring colgaba una bombilla de pocas bujías. El suelo era de tarima; debía de haber ratas de seis onzas bajo las tablas. Encajó el puño derecho en el cuenco de la mano izquierda y se fue acercando al ring. Una lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo doce sogas forradas. Oía el chasquido de los guantes golpeando. Los guantes viejos suenan más que los nuevos. Los guantes viejos a veces cortan como navajas de afeitar, a veces levantan la piel como navajas desafiladas. Los guantes viejos infectan los cortes o hacen que en los rasponazos de la piel surjan puntitos de pus. Ya no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas: “Esa derecha, esa derecha… Sal de cuerdas… Esa guardia, levántala… Sal de cuerdas… Boxea”. El maestro se aburría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto. Sin embargo, en el ring uno tenía miedo. Uno tenía ganas de dejarlo y esperaba que la voz, sin cambiar el tono, diese por finalizada la pelea. “Cúbrete”, dijo el maestro. Pero la palabra no llegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados, empujándose. “Cúbrete al salir”, dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos se separaron sin tocarse. Entonces el maestro dijo: “Basta”. Y a los dos se les cayeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo. Se lo sabía bien. Ahora diría alguien: “¿Hacemos un asalto nosotros? ¿Quiénes? Nosotros; Juan y yo, o el Conca y yo”. Otra callejera con miedo. Otra payasada. Uno que estaba apoyado en la pared contemplando despreciativamente la pelea fue hacia el saco. Pensó que aquel sí podría ser boxeador; los demás, no. A los demás los conocía bien. Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas del barrio, en los talleres, en los bailes del domingo. Se los imaginaba amagando un golpe a un compañero: “Te doy así…”. El maestro se acercó cansadamente. –Estás flojo de piernas. –Ya. –No te descuides. –Ya. –Te veo sin muchas ganas. –No, tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien. –Bueno. El maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podía parecer que estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado importante, pero había peleado en París, en Londres… Fue a la Argentina… Había sido figura. Se defendía dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen hombre, un poco amargado porque la gente de su gimnasio no tenía suerte. Les robaban las peleas… No, no las robaban… En el gimnasio apenas había gente que valiera la pena. Oyó su nombre. –Paco, ponle chicha a ese ojo. Risas de compromiso. Contestó con una brutalidad. Se volvió de espaldas. Se acercó al que estaba golpeando el saco. –¿Sales el domingo? Esperó la respuesta. El que golpeaba el saco respiraba sonoramente cada vez que pegaba. –¿Con quién te toca, Ruiz? Ruiz hacía profundas aspiraciones y luego iba expulsando el aire como si se sonase. Dio cinco golpes con el puño izquierdo. –Si es el de la Fiero, tienes que tener cuidado con su izquierda. Da duro. Uno, dos. Ruiz se apartó y alzó los brazos respirando hondo y dejando escapar el aire por la boca. Tenía la camiseta sucia: llevaba un pantalón de fútbol; calzaba alpargatas y calcetines con grises soletas. –Si sales puedo dejarte la bata. Ruiz hizo un signo afirmativo. Paco guardó silencio. Pensó que aquel muchacho que salía al ring  con todo prestado: las zapatillas, los calzones y la camiseta; con una toalla amarilla, que era lo único suyo, por los hombros. Pensó que en el gimnasio había más de uno que tenía dos pares de zapatillas, una de entrenamiento y otras para cuando alguna vez se decidiera a salir en un matinal de Price. Los de dos pares de zapatillas era difícil, muy difícil, que se decidieran a enfrentarse con un muchacho al que no conocían, durante diez minutos. Los de dos pares de zapatillas, dos calzones y camisetas con los colores del gimnasio era improbable que tuvieran verdadera afición al boxeo. Eran boxeadores para las novias y los tontos del barrio. Le dejaría la bata –un trofeo ganado en cinco combates– a Ruiz, que era un muchacho que se lo merecía. –La cuidaré –dijo Ruiz. –Si quieres salgo de segundo. –Me lo ha pedido uno de esos –aclaró Ruiz señalando a los que charlaban junto alring. –Esos están para dar la botella. Paco sonrió. Ni para dar la botella, pensó; se ponen nerviosos cuando la gente les mira o les gusta una broma. Pero les gusta estar cerca de la sangre. Después de los combates aconsejan al derrotado o celebran un gancho gesticulando. –El domingo puedo ganar. Ya le he visto a la de la Ferro. No tiene piernas –dijo Ruiz. A Paco le pesaba el párpado y se lo tocó suavemente con la punta d elos dedos. –¿Duele? –preguntó Ruiz. –No. –No es de golpe. –No. El dedo. Ése boxea todavía con las manos abiertas. Ruiz volvió a golpear el saco. Paco se despidió y caminó hacia la puerta. Al pasar al lado de los colgadores cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros. Salió. Uno de los chicos del gimnasio salió con él. Comenzó a hablarle mientras subían las escaleras del sótano. Le hablaba con una confianza respetuosa. Paco silbaba. –¿Tú crees que me sacarán alguna vez? –preguntó el muchacho. –Claro, hombre. –¿Tú crees que estoy preparado? –Necesitas más tiempo. El año que viene seguro… No tengas prisa. Continuó silbando en bajo. El muchacho comenzó a hablarle de sus esperanzas. –Si tuviera suerte de aficionado, puede que me pudiera hacer profesional. –¿Dónde trabajas? –dijo de pronto Paco. Notó que el muchacho se azoraba. –En un comercio –respondió el muchacho. –¿En un comercio? –se extraño Paco–. Entonces… Paco pensaba que trabajando en un comercio no se podía ser boxeador… –Pero voy a dejarlo… Paco sonrió pensando que aquel muchacho bailaría muy bien, que aquel muchacho debía haber tenido ya unas cuantas novias con las que seguramente había paseado buscando los oscuros de las calles cuando las acompañaba a sus casas; que había paseado con ellas muy apoyado, a pasitos cortos y chulones, diciéndoles cosas que las hacían respirar entrecortadamente. Llegaron a la boca del Metro. El muchacho se adelantó a sacar los billetes. Paco le dejó hacer. Después se separaron; iban en direcciones opuestas. El andén estaba solitario. En un comercio, pensó Paco, los días de invierno debe estar muy caliente y en los de verano muy fresco. Estaba en el extremo derecho del andén. El ruido del tren crecía. Paco no se retiró cuando llegó, y aguantó al borde mientras le poseía una sensación de atropello. 2 De todas maneras tenía que engrasarla antes de que apareciera el jefe del taller. El jefe de taller llevaba chaqueta y pantalones azules. Y corbata negra. Asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta el capuchón de una estilográfica., la contera de un lápiz, el alambre espiral de un bloc pequeño. Lo primero que se veía del jefe de taller cuando se estaba engrasando la máquina eran sus zapatos de color. Cuando se veían los zapatos se oía su voz, porque el jefe de taller no hablaba hasta que el obrero volvía la cabeza para ver sus zapatos. Su voz caía sobre los hombros del obrero y pesaba. Paco se arrodilló en el portland. Le entró frío. Un frío que le ascendió hasta el estómago vacío. Hacía cuatro horas que había cenado. Tenía un bocadillo en el bolsillo de la chaqueta, que pensaba comer cuando acabara de engrasar la máquina. En el turno de noche, no sabía por qué, siempre pasaba hambre. Comería el bocadillo y, al amanecer, ya cercano el relevo, sentiría náuseas. Náuseas que desaparecerían con sólo comer. “La noche del hambre”, pensó Paco, y se puso al trabajo. Cuando vio los zapatos del jefe de taller estaba terminado. Alzó los ojos y recorrió todo su cuerpo hasta la barbilla prominente. Al jefe del taller le caían las gafas sobre la punta de la nariz. –Esto ya está –dijo Paco. No obtuvo respuesta. –Si usted quiere –dijo Paco–, paso a echarles una mano a los del grupo. El jefe del taller preguntó: –¿Ese ojo? –Entrenándome. –¿Cuándo boxeas otra vez? –Dentro de dos semanas. –¿Cuándo empiezas a ganar dinero? –Dentro de dos semanas. Es mi primero como profesional. –Bueno, hombre. –No es en Madrid; si no le daría de las entradas que nos suelen dar a los boxeadores. –Bueno, hombre. Muchas gracias. ¿Dónde boxeas? –En Valencia. –Pues que tengas suerte. El jefe del taller hizo una pausa, luego dijo: –Vete a echarles una mano a los del grupo. –Sí, señor. En el grupo viejo trabajaban dos obreros. Paco estuvo viéndoles trabajar en tanto se comía el bocadillo. Uno de los obreros era alto, delgado y amarillo. Moqueaba continuamente y se pasaba el dorso de la mano izquierda, libre de herramienta, por la nariz. El otro era de mediana estatura, con un pelo rizoso y empastado. Llevaba patillas en punta. Discutía con su compañero, daba órdenes, cantaba. Paco terminó el bocadillo y cogió el botijo de color muerto, con la huella de grasa de una mano grande en su panza, y bebió. El estómago acusó el trago de borborigmos. Se dio unas palmadas en el vientre que sonaron como golpes en un tambor con el parche roto. –¿Cómo va eso? –preguntó Paco. El obrero alto, delgado y amarillo no llegó a tiempo de explicar cómo iba el trabajo, porque era tartamudo y su compañero se le adelantó. Se limitó a pasarse la mano por la nariz. –Hay que echar un año, figura, para arreglar esto. Pero tú ves… Paco se acuclilló junto al grupo. El obrero que le había llamado figura tenía un color de vino clarete en la cara. –Nos hemos metido en un tango que verás. Paco meditaba produciendo trinos de después de comer con la lengua y los dientes. Torcía la boca. Dijo: –Se acaba hoy, Tanis. Está listo para el turno. Tanis se incorporó. –Vamos a verlo, figura. De pronto se asombró espectacularmente. –¿Quién te ha puesto persiana en ese tragaluz, chacho? ¿Estabas dormido? No nos desacredites. Al que te ha dado hay que ponerlo en la Prensa. Paco sonrió. –Dime quién ha sido, que ficho por él –dijo Tanis–, y Pedrito también, ¿verdad? –Sí –silbó Pedrito el tartamudo e hizo ruidos con la nariz. –Poca cosa –dijo Paco–, ni sostiene por los guantes. Los que pasan miedo y no saben boxear, de vez en cuando, volviendo la cabeza, meten las manos y te dan; es un chaval que está empezando. Paco pidió una llave inglesa a Pedrito. Tanis fumaba un cigarrillo Peninsular. Guardaba dos Bisontes para la salida. Uno para él, otro para el jefe del taller, al que se lo daría al pasar si no estaba fumando y estaba en la puerta del pabellón: “Señor Luis, ¿un pito?”. A los jefes hay que darles su faena, decía siempre Tanis. Lo decía tan convencido que a Paco ni siquiera le indignaba y a los de la cuadrillo del turno les traía sin cuidado. No se lo reprochaban. –En el primer combate –dijo Tanis– tienes que ganar por k.o.: un primer combate de profesional no vale a los puntos. Tanis estaba apoyado en la ventana: su silueta se recortaba negra en el amanecer. –¿Sabes cómo se llama el punto? –preguntó. –Bustamante –respondió Paco. Tanis alzó las cejas, echó el humo, estuvo unos instantes reflexionando. –Lo he oído –dijo. –Tiene siete combates de profesional –dijo Paco–. Cinco victorias, uno nulo y una derrota. El último le dieron. Querrá sacarse el clavo. Tanis expelió el humo por la nariz y por la boca, se rascó un costado. –No son muchos. –¿Pero qué habéis hecho aquí? –preguntó Paco. –No son muchos –insistió Tanis–. Puedes estar tranquilo, con los que tú llevas se puede salir. Hablo sólo de salir, no cuento lo que tú eres. –Es… tá mal en…ca… ja…do… –dijo repitiendo sílabas Pedrito. –Hay que desmontarlo todo –afirmó Paco. –¿Cuántos asaltos? Eso lo debes cuidar. Para un primer combate tienes suficiente con ocho. No te dejes engañar. Siete combates dan fuelle. ¿Sabes algo de él? –Es zurdo –dijo Paco. –Es–tá for–za–do enormemente –habló Pedrito. Paco y Pedrito comenzaron a desmontar el grupo. Tanis iba acabando su cigarrillo. –Un buen resultado te dobla el precio en el combate siguiente. ¿Cuánto le sacas a éste? –Mil –hizo un esfuerzo Paco que abrió un silencio–. Mil y los viajes en segunda y un hotel de segunda. –Vaya. ¿Quién va contigo? –Voy solo. –Mal. Eso no lo debes hacer. Que te acompañe un maestro. –No puede. –Un segundo de allá no te conviene. –Da igual. –Ya–es–tá –dijo Pedrito. Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba declarando el día. Pedrito se irguió y señaló al grupo y a Tanis. Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba aclarando el día. Pedrito se irguió y señaló el grupo a Tanis. –Tú. Luego sacó de su bolsillo un tubo metálico y lo destapó. Se echó una palmadilla de bicarbonato y se lo llevó de golpe a la boca. Bebió del botijo. Tanis empezó a cantar. Pedrito eructaba discretamente junto a ventana. El jefe del taller estaba parado junto a un soldador. El resplandor de la llama del soplete azuleaba su figura. El rumor del trabajo crecía o decrecía según los turnos de las máquinas, unas libres y otras ocupadas. Para Paco se perdió la canción de Tanis cuando, en un momento, el rumor fue creciendo, rompió su tono y se desbordó de golpe en un ruido ensordecedor. Mis personas gritando cuando uno es golpeado en la cabeza y ya no puedo controlar con el oído la fuerza de un golpe, el jadeo del contrario, la propia respiración. Pedrito se desgañitaba intentando decirles que se acercaba el jefe del taller. Acabó señalándose con la mano cuando estaba junto a ellos. El jefe del taller contempló el trabajo desde su altura, luego dobló la cintura y, apoyando las palmas de las manos en los muslos, comenzó a hablarle a Tanis. Paco estiró el rostro y se tocó el párpado hinchado con la muñeca. El párpado le escocía. De vez en vez se le escapaba una lágrima que enjugaba violentamente en el hombro. Pensó que cuando tuviera que hacer un asalto con el muchacho que le había lastimado iba a dearle un par de buenos golpes de los que hacen daño, de los que se sienten durante una semana al hacer un esfuerzo, de los que despiertan y desvelan al iniciar un movimiento en el lecho. Los que no saben, en los gimnasios siempre son de temer. De ellos son los rodillazos, los golpes con la cabeza o con los antebrazos, los marcajes bajos. Sonó sordamente la sirena. Segundos después el ruido del taller fue decreciendo, hasta que se pararon casi todas las máquinas. Paco terminó de poner apresuradamente una tuerca. Tanis ya caminaba emparejado con el jefe del taller hacia la puerta de salida. Entraban los primeros obreros del turno de la mañana. Pacio vio al jefe de taller parándose a encender un cigarrillo: el cigarrillo de Tanis. El aire de la mañana de primavera no tenía aroma. Era todavía muy temprano. Cansaba el respirar como cansa beber un vino de agua demasiada fría que no mitiga la sed. Un aire sin aroma como un vaso de agua muy fría son elementos demasiado puros. Paco se subió el cuello de la chaqueta y, al lado de Tanis, Pedrito y tres compañeros más, echó a andar hacia la parada del tranvía. El sol comenzaba a dorar el vaho de Madrid cercano; el aire principiaba a tener sabor. Las palabras vencían el rumor del taller, del que se iban alejando paso a paso. 3 –Ya voy –djo Paco. El jergón chicharreó. De la calle llegaba el alborozo del mediodía primaveral. Los filetes luminosos que recortaban las contraventanas cerradas tenían el carnoso amarillo rojiz de los quesos de bola. Solamente había dormido seis horas, pero se encontraba descansando. Estiró las piernas y puso los músculos en tensión. Oyó el ruido de los grifos en la cocina Luego la cisterna del retrete vaciándose. Un murmullo familiar de trajín doméstico. Escuchó a su madre riñendo al gato, humanizando al gato. Golpearon en su puerta y acompañaron los débiles golpes de palabras suaves, que invitaban a continuar en la cama. –Son las doce y media, Paco… –Ya voy. Paco pensó que su hermana era una chica con mala suerte. Lo único bonito que tenía era la voz. A veces le daba como pena mirarla. Una chica fea, acaso muy fea de rostro, con un cuerpo basto, donde el vientre se hincaba y las caderas se ensanchaban casi cuadradas… Una chica fea, con conciencia de que era fea. Humillada por su fealdad. Acabada por su fealdad. Pensó en lo importante que era para una muchacha pobre ser guapa. En la belleza estribaban todas las posibilidades de mejorar de vida. Buenos empleos y hasta un buen matrimonio. Una chica pobre, fea, equivalía  un muchacho pobre, débil. Paco se palpó loa músculos de los antebrazos. A cada movimiento que hacía para calzarse, el jergón crujía. Abrió la pierna cuando tuvo puesto el pantalón, y le llegó el olor de la comida. Habló a gritos: –Mercedes. –Ya voy, Paco. La docilidad de la hermana, la atenta y servicial disposición que tenía para él, llegaban a irritarle. –Búscame una camisa que esté bien. –¿Quieres que te planche la blanca? –No, tengo prisa. ¿Está la comida? –Sí. Te plancho la blanca en un momento. –No. Búscame una camisa que no esté muy bieja. –No me cuesta nada planchártela. –No. La muchacha acababa desilusionada. –Como tú quieras Paco se lavó en la pila de la cocina. Se puso la camisa y se sentó a comer. La madre le contemplaba mientras hacía leves gestos negativos con la cabeza. –¿Qué te pasa? –dijo Paco. –Ya lo sabes, Paco. Paco se tocó el párpado hinchado, que tenía un color violeta oscuro –¿Es esto?… ¡Bah!… Nada. La madre continuaba moviendo la cabeza negativamente. –Trabajando –dijo Paco con la boca llena– te puede ocurrir esto o algo peor. La madre tenía demasiado cansancio en la mirada para que fuese dulce. Era una mirada vidriosa, vaga, vuelta ya de la desesperación o de la rabia o del deseo de conseguir algo. La madre tenía las crenchas de un rubio sucio como del color del papel de estraza. La madre tenía la roña metida en los poros de la piel de las manos de tal manera, que aunque se lavase no se le iría. Era la porquería de la mujer que hace coladas para cuatro personas, que lava los suelos, que guisa, sube el carbón y trabaja, si le queda tiempo, de asistenta n una casa conocida. La porquería en los nudillos en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en las muñecas. La porquería como un tatuaje. –¿A qué hora quieres la cena? –preguntó la hermana, que se había sentado a su lado a verle comer. –Como siempre. La madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro cosido y roto, recosido y roto, y roto. La madre se sentó como si estuviera de visita, en el mismo borde de la banqueta. –Tu padre ha dicho –dijo la madre– que vayas a la bodega de Modesto, que te espera allí a las ocho y media. –Bien. –La madre se levantó para atender lo que estaba puesto en el fogón. Primero comía Paco y después las dos mujeres, con lentitud, dialogando pausadamente. Paco terminó. –Me voy –anunció. –A las ocho y media te espera tu padre  –repitió la madre. –Iré. La hermana tuvo un rato la puerta abierta hasta que ya no oyó los pasos de Paco en la escalera. La madre seguía en el fogón. Del portal a la calle, un paso. El paso que va desde la sordidez a la alegría. –¡Hola! Paco, ¿cuándo te pegas? –le dijo la muchacha de la frutería. –Dentro de quince días –ensayó un piropo–. Cada día que pasa te pones… Vamos, tú me entiendes… La muchacha sacó cadera. –¿Aquí? –preguntó. –No… Un día te voy a llevar a bailar. –¿Dónde peleas? –En Valencia. Y después de bailar te llevo a un cine de la Gran Vía, o antes, como tú digas. –Las ganas que yo tengo de ir a Valencia, majo. –Dentro de quince días, ya sabes, si tú quieres… –Vamos, Paco… –En serio. –Bueno…, pero éste… Pero ¡qué cosas tienes! Paco se rió. –Te llevo. La muchacha fingió enfadarse. Compuso una mueca de altivez, de intocable, de ofendida en su honestidad. –¿Hablas en serio, Paco? ¿Con quién es? –¿Qué más da?… Te llevo. –Ya está bien, Paco… –hizo una pausa–. A ver si ganas y llegas a campeón. Dentro de la frutería sonó una voz ronca. –Juana, menos palique y más estar en lo que estamos. –¿Te gustaría?… –preguntó Paco. –Juana, gansa. –Me llaman –dio la muchacha. –Espérate. –No, que está hoy… –ladeó graciosamente la cabeza y miró al cielo. –¡Juana! La muchacha giró el cuerpo y encogió los hombros. –No te digo… La vio desaparecer en el fondo de la frutería, atravesando entre los frescos colores de las hortalizas y las frutas. Antes de desaparecer dio un tropezoncillo adrede y volvió la cabeza haciendo un gesto de despedida. Paco echó a andar silbando. Apretaba el calor. El asfalto despedía como un aliento caliente que sofocaba. Paco se quitó la chaqueta que llevaba por los hombros y la recogió al brazo. –Adiós, Paquito. Sonrió a la vieja que vendía chucherías, golosinas y cigarrillos en un puestecito del esquinazo de la manzana. Dos niños sorprendieron sus juegos con chapas de botellas de refresco y cuchichearon entre ellos. El vendedor de periódicos alzó la mano en un saludo. En torno de un ciclista que descansaba sin bajarse de la bicicleta, con un pie apoyado en el suelo y el muslo de la pierna contraria en la barra del cuadro, como se suelen sentar en los bares los habituales chuletones, hacía como la afición de la calle: el pescadero hijo, la chaquetilla blanca remangada, delantal verde con rayas negras, madreñas de madera y cuero, que se guiaba por el periódico Marca y tenía una fe ciega, heredada, en la Prensa; el cobrador del tranvía, que se soltaba la chaquetilla del uniforme,  con la camisa sin cuello y la cabeza sin gorra parecía que iba a ser fusilado en el solar cercano como un militar de cuartelada decimonónica; el cobrador que no creía en la Prensa; el vago con buenos recuerdos de un equipo de primera regional, que había empezado con muchachos que eran figuras y que si no hubiese sido por una lesión…, el electricista, de zapatillas de ciclista, admirador profundo de Julián Barrendero, de los Regueiro, de Juanito Martín, de Angelillo, que se sentía antes que nada madrileño y solamente creí en los valores del tiempo pasado. Paco llegó al grupo… El ciclista se despidió y, alzándose sobre los pedales fue cogiendo velocidad con gran estilo. –¿Qué hay, Paco, qué te cuentas? –le palmeó las espaldas fuertemente el tranviario. A Paco le turbaban las muestras de afecto espectaculares. –¿Te entrenas mucho? –preguntó el electricista. –¡Hombre!… –dijo Paco. –Ese Bustamante –afirmó el pescadero hijo– tiene una zurda, ¡uf!, como un exprés. –Si estás bien entrenado seguro que le tienes en el bote –afirmó el electricista–. Porque el boxeo, desde luego, exige mucho entrenamiento. De aquí ha salido la flor y nata de los boxeadores. –¿Y los vascos, qué? –preguntó el vago. –Y los vascos –dijo el electricista. –Y los catalanes, ¿no son nada? –preguntó el tranviario. –Te diré. –Bueno, me vas a contar ahora que no son nada. –Muy técnicos, pero con la clase de los de aquí, no. ¿Verdad, Paco? –Cataluña da muy buenos boxeadores –dijo Paco–. Acuérdate de Romero, por ejemplo. –¿Y vas a comparar a Romero con todo su campeonato y todo lo que quieras, con Luis? –preguntó el electricista–. Vamos, Paco… ¡Romero!… Corazón, eso sí. –Los campeonatos no se logran solamente con corazón –dijo el pescadero hijo–, hay que saber… ¿Es verdad o no es verdad, Paco? Paco hizo un vago gesto afirmativo. El electricista interrumpió la conversación, invitando. –Pago unos vasos. Aceptaron. Entraron en un bar cercano. –Cuatro blancos –dijo el electricista–, porque si tú beberás, ¿eh, Paco? 4 El padre pagó dos rondas de vino. Los amigos le despidieron en la puerta. –¡Que haya suerte! –Ánimo que tú llegarás! El padre caminaba por la calle muy orgulloso, junto al hijo. –¿Cuánto cuesta una radio a plazos? –preguntó Paco. –No sé –dijo el padre–, pero ya me enteraré. El padre saludó a dos hombres que charlaban en medio de la calle. –¿Dónde vas? –le dijeron. –Aquí, con éste. Se iba alejando, pero continuaba la conversación. –¿Cuándo pelea? –Dentro de quince días en Valencia. Paco agachó la cabeza. El padre caminaba por la calle muy ufano. –Que gane. –Gracias, Paulino. –Es lo que hace falta, Andrés. Paco se avergonzaba cuando iba con su padre, porque se sentía exhibido. –¿Has comprado Marca para ver si habla de ti? –preguntó el padre. –No, ¿por qué iba a hablar de mí? –Porque vas a pelear… ¡por qué! –Todavía es demasiado pronto. Eso lo darán un par de días antes. –Lo mismo lo pueden dar hoy. En el quiosco de periódicos el padre compró el diario deportivo y se paró a hojearlo bajo la luz de un farol. No hablaba de Paco, pero el padre no se defraudó. –Lo miraré con más calma en casa –dijo. –Yo te voy a dejar –anunció Paco. –Bueno, como tú quieras. –Dile a mamá que dentro de media hora en casa. –¿Dónde vas? –Subo hasta la plaza. Estaban parados. El padre sonrió picarescamente. –Cuidado, ¿eh Paco? Mucho cuidado. Sintió que no podía dominar el rubor. La despedida fue apresurada. –Hasta luego. Dio unos pasos y se volvió para ver a su padre. Andaba con inseguridad. Le había herido un trozo de metralla en la cadera durante la guerra, en las trincheras de a Ciudad Universitaria. Era tan bajo como él. Seguramente daría el peso de los plumas. No, pensó, tal vez de un peso más alto, porque los viejos pesan más. Paco se subió hacia la plaza. Prefería que no fuera a los combates, pero iba. Se sentaba en la segunda fila dering o en la primera. Comenzaba por decirle al vecino de asiento que el combate bueno era el tercero. Si el vecino era propicio a la conversación le comunicaba que el que iba a ganar el tercer combate era su hijo, Young Sánchez. Gritaba durante el combate. Alguna vez se acercó a la escuadra para darle un consejo, y el segundo le tuvo que decir violentamente que se marchara. Cuando peleó en el campo del Gas, tuvo un lío con un guardia de la Policía Armada, y gritó que el que estaba boxeando era su hijo. Hubo choteo del público. Al final de las peleas lo sacaba abrazado por entre la gente que ocupaba el pasillo, acompañándolo a los vestuarios. Asistía a la dacha hablando de combate. Si se hubiese dejado le he hubiera enjabonado, porque el padre sentía aquel cuerpo completamente suyo. En el barrio era peor: era el elogio hasta el cansancio, hasta la antipatía, hasta la fuga. Se sentía liberado y también un poco apenado por haber dejado a su padre. Se sabía una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón de su padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera en cuenta. Le había oído muchas veces contar cosas de la guerra, vulgares, quitándoles importancia de una manera que parecían tenerla; y se percataba perfectamente de que en el padre había latente una congoja, nacida de la indiferencia de los compañeros, de los amigos, de los vecinos. Ahora el padre se tomaba la revancha. Llegó a la plaza. En el café, las luces de los tubos fluorescentes empalidecían lo rostros de la clientela, que charlaba, que jugaba al dominó, daba la matraca con los viejos discos de la gramola: a peseta la voz de Antonio Molina, a peseta Lola, a peseta la Perrita Pequinesa. El muchacho del mostrador se movía tanto y tanto hablaba para la nada, que apenas había una cuadrilla al chato: un señor leyendo un periódico y bebiendo un vermut a salto de noticia, como un pajarito; una vieja que se refrescaba con una gaseosa, acompañada de un niño entretenido en recoger chapas de botellines por las suciedades del suelo. –La gaseosa ¿no tiene tapa? –preguntó la vieja. El señor que leía el periódico la miró estupefacto. –No, señora. Las tapas con gaseosa hacen daño… –dijo el que atendía el mostrador. Paco entró hasta el fondo del café, hasta la gramola y la puerta de paso a los servicios. Volvió. –¿Cerveza, Paco? –Un corto… ¿No han venido ésos? –Aquí no ha venido nadie. Andarán por El Chapas o por La Venencia. Paco silbaba y se paseaba delante del mostrador, casi luciéndose, casi vigilando la plaza, como preocupado o distraído. –¿Has visto al pluma que salió el domingo? Paco se acercó a tomarse el vaso de cerveza. Su respuesta fue un vago comentario. –Pega, ¿eh? Paco miraba a la calle de espaldas al mostrador. –Ese chaval sabe. Paco se volvió, apoyó los brazos en la barra y agachó la cabeza. Se distrajo silvando. –Con la derecha y con la izquieda. Paco miraba el vaso mediado. Bebió el resto de la cerveza y pidió más. –Si le cuidan, ahí hay un campeón, ¿no te parece? Paco se encogió de hombros. Sonaron una moneda en el mármol del mostrador. –¡Va!… Y antes de atender el reclamo aseguró. –Ese chaval es boxeador y va a dar muchos disgustos, pero muchos disgustos en su peso… Pertenecía a la fauna de los que sienten placer desasosegando, amenazando. Pertenecía a la fauna de los retorcidos que elogian para despertar el recelo, para punzar el amor propio, para tantear irritante en la inseguridad y en el desánimo. Echó la cabeza hacia atrás y el mechón le desbordó la frente. Pensó en el pluma de que hablaba el muchacho del mostrador. Un buen comienzo, dos combates limpiamente ganados; pero ¿podría aguantar con los viejos, con los que no salían nunca de aficionados y se sabían las marrullerías de los profesionales? Recordaba su primer combate con un boxeador viejo, la impasibilidad de su rostro cuando le golpeaba y su intranquilidad en la escuadra. Los boxeadores viejos enseñan a costa de sufrir la dureza de sus golpes. Cuando acabó el combate le dolían los antebrazos. Cuando llegó a casa le dolía el cuello y la caeza. Había ganado, pero no supo hasta el último momento si iba a ganar o a perder, porque los boxeadores viejos se derrumban de pronto, pero no dan ni un síntoma de flaqueza, de agotamiento; un indicio que puede animar al contrincante durante el combate. –¿No has ido al gimnasio? –preguntó al mozo de mostrador. –No. –¿Te encuentras en forma? –¡Vaya! –El de Valencia tiene un buen palmarés. –Sí. –Los boxeadores valencianos saben, saben y aguantan. Un fajador como tú… –Oye –dijo Paco–, si vienen por aquí los amigos les dices que me he ido a casa, que después de cenar saldré. –¿Aquí? –Sí, aquí. Sobre las nueve y cuarto. –¿Hoy no currelas? –No. –Ya se puede… En la plaza estuvo unos instantes dudando. Era todavía pronto para ir a cenar; era ya un poco tarde para ir hasta Atocha. La plaza estaba repartida entre la oscuridad del descampado y la luz de la vecindad. Junto a las casas paraban los autobuses. La luna iba baja; una luna como la plaza, con un semicírculo de luz y otro de sombra, pero una luna con su contorno precisado en una circunferencia, que se le antojó azul. Una luna ascendiente por el cielo del descampado que no limitaba la plaza, que la ampliaba al mundo. Se encontró bajando lentamente hacia su casa. Iba pensando en el muchacho del mostrador. “Hoy no has estado bien… ¿Por qué no sacaste la izquierda cuando lo tenías a placer?… Lo podías haber tumbado en el segundo asalto. ¿Qué te pasó?… Se te notaba falto de fuelle. Se vio que te había hecho daño; yo creí que ibas a abandonar…”. El muchacho del mostrado acabaría teniendo una taberna donde presumiría de haber conocido a un campeón: “¿Young Sánchez? Fuimos muy amigos. Ése es bueno de verdad… Ése es…”. Entonces estaría muy lejos del muchacho del mostrador, de su taberna, de la calle, a la que volvería de visita alguna vez… Entonces… –¡Adiós, Paco! –le dijeron. 5 –Adiós, Paco! –le dijeron. Caminaba de prisa. Saludó con la mano. Titilaban las acacias a la luz del sol. El descampado de la plaza estaba como recién barrido por la mañana, limitada su extensión por las fachadas posteriores de una calle nueva. Esperó la llegada del autobús, y cuando llegó tuvo una sensación de partida para un viaje alegre, de excursión de día festivo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se adelantó por una calle hacia la ciudad. Un vientecillo fresco entraba por las ventanas revolviéndose el mechón, que sentía como una carrera de insecto por la frente, acariciándole los párpados entornados y el rostro recién afeitado, la piel escocida por una hoja muy usada. Tuvo que esperar en la salita de las oficinas. La salita estaba en penumbra, con las cortinas del gran ventanal corridas. Recoleta, desvinculada de la calle, hostil, con la frialdad de una habitación de espera, le inquietaba. Era una espera miedosa. Había llegado alegre y estaba triste. Se fijó en un grabado que representaba una escena mitológica… Dos sillones y un sofá de cuero moreno. Dos sillones y un sofá, no sabía por qué enemigos. Y una mesa baja sin revistas. La alfombra, gruesa. Una lámpara como una amenaza colgando del techo La salita era como una isla, donde se acababa la seguridad. Estaba deseando marcharse. Se abrió la puerta. –Venga –le dijeron. Salió y caminó por un pasillo hasta una habitación. –¡Pase! –le dijeron. Pasó sin decisión. Oyó una voz suave que le invitaba desde el fondo: –¡Pase usted, pase! En un sillón cercano a la ventana fumaba un hombre joven. Olió su perfume. Una mezcla de tabaco rubio, de agua de colonia, de manos lavadas con un buen jabón, de traje nuevo, de camisa limpia… Husmeó sorprendido como un animalillo. La voz le agarrotaba los músculos. Se sintió torpe. –¡Siéntese, joven, siéntese! Se sentó en un sillón que cedía a su peso. Cuando la voz preguntó, le fue dificultoso responder e inició un movimiento para incorporarse. –¿Cuántos combates, cuántos? Titubeó antes de responder, como si no recordarse el número de combates. El hombre comenzó a explicar, sin atenderle demasiado, como si hablase para sí: –No sé si usted lo sabe, pero conviene que lo sepa. Es una dedicación que no me reporta más que gastos. Me divierte ayudar a los que pueden ser algo. Ni sé si usted me entiende. Realmente… No entendía por qué el maestro le había indicado que fuera a ver a aquel hombre. Aquel hombre que hablaba y fumaba delante de él nada tenía que ver con el boxeo. “Ayuda”, le había dicho el maestro. Y él había ido a que le ayudasen. El hombre seguía hablando: –… cuando usted regrese de Valencia venga a verme, joven. Se encontró repentinamente de pie, estrechando una mano, que se le tendía lánguida desde la butaca. Caminó rápidamente hacia la puerta. La puerta era de madera, de una madera con vetas estrechas… Estaban en el pasillo. Se sintió liberado en la calle. Liberado y confuso, el tipo era raro. ¿Ayudaba? Pero ¿por qué ayudaba? No le interesaba el boxeo, no sacaba ningún beneficio de los boxeadores. Ayudaba porque le divertía ayudar. “Tiene mucho dinero –le había dicho el maestro– y se lo gasta. Le gustan las cosas donde hay sangre. Gallos, boxeo, ¡qué se yo! El caso es que ayuda”. La entrevista le había amargado. El solo de mediodía agriaba el color del descampado de la plaza. El solo del mediodía pesaba en las copas de las acacias. La calle hacia su casa era un túnel de luz cegadora. –¿Vas para casa? –le preguntó alguien que le echó un brazo a los hombros. –¡Hola, Luis! Hizo un movimiento para sacudirse el brazo que le daba calor. Llevaba el traje nuevo y se había puesto corbata para la entrevista. No se decidía a quitarse la chaqueta. –Te vas pronto, ¿no? –Sí. –Tienes que ganar. Después del combate pon un telegrama si todo ha ido bien. Ponlo a La Venecia, Paco. –¡Bueno, hombre! –Tú ya sabes que aquí, en el barrio, se te da ganador por todos. –El otro también pega, no vayas a creer que sale sólo a recibir. –Tú le das. Si fuero por k.o. mejor. Figúrate, el primero de profesional y tumbándolo. Si peleas como debes, seguro que… –El otro también pega. Se separaron al llegar a la altura de la casa donde vivía el administrador. –Ya sabes que se confía, Paco, y que se te admira. Le agradaba que le admirasen y le molestaba que le creasen obligaciones. Saldría a pelear, pero el otro no se iba a dejar pegar. El otro tenía más experiencia y era un buen boxeador. Subió las escaleras de la casa lentamente. –No te he oído llear, Paco –dijo la hermana cuando salió a abrir. Paco se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata. –Como siempre subes corriendo y cantando es fácil saber que eres tú, pero hoy… –Estoy cansado –dijo Paco. –Padre se ha marchado y madre está echada, porque le duelen las espaldas –anunció la hermana–. Padre ha dicho que no te vayas hasta que él vuelva del trabajo. ¿Te pongo la comida? –Bueno. –¿Te pasa algo, Paco? –No, nada. –Algo te pasa, Paco. Dímelo. –¡Qué me va a pasar! –dijo desabridamente. La hermana se dedicó a prepararle la mesa. Paco respiró hondo el olor de su casa. Un olor en el que se distinguían las cosas que lo producían. El olor de la comida, el del carbón, el de la mesa fregada con lejía, el de los trapos húmedos… En la salita donde le habían hecho esperar solamente olía a nuevo. El olor de nuevo y de caro era hostil. Cuando pensaba en la visita de la mañana se sentía de pronto sucio, sucio de las cosas limpias, nuevas y caras. –Pasa a ver a mamá –indicó la hermana. –Paco se levantó y salió al pasillo. Abrió la puerta de la habitación de los padres. –¡Madre! –dijo. –¿Qué, hijo? En la penumbra no se percibía el rostro de la madre. –Me ha dicho Mercedes que te sientes mal. –No es nada. Cansancio. –¿Quieres que avisemos a un médico…? –No. Se pasará. Es que me he cansado más de la cuenta. –Deberíamos avisar a un médico para que te mirase. –No, hijo. La madre y el hijo aguardaron silencio. En la cama de matrimonio a madre estaba como desmayada La almohada, blanca, y el rostro, de un pálido grisáceo. El pelo como un manojo de esparto. –Vete a comer. –Luego vengo a estar contigo. –Bueno. No os preocupéis, que no es  nada. –¿Has comido? –No. –¿No quieres nada? –No. No te preocupes. Anda, vete. Paco cerró suavemente la puerta. Cuando llegó a la cocina preguntó a la hermana: –¿Ha cogido algún frío? –Esta mañana ha estado lavando. –Habrá que avisar a un médico. Padre, ¿qué ha dicho? –¡Como ella dice que no se avise…! –¡No quiere, siempre igual! –dijo Paco, y se indignó–. Pues aunque no quiera. La hermana colocó a cazuela encima de la mesa, sobre una rejilla. –¡Anda, come! –dijo. Paco dejó que le sirviera. Metió la cuchara en el plato y comenzó a comer en silencio. –¿En qué estás pensando? –preguntó la hermana Paco no respondió. 6 La tarde estaba pesada y tormentosa. Llegaban del campo aromas cereales. Olían las cloacas. Olía a humos de locomotoras. La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos como despensas: olía a campesino puesto de domingo en la ciudad. Cada paso era un descubrimiento. Olía a hospital. No olía a hospital, pero Paco tenía la sensación de que caminaba por un pasillo de hospital, mezclados el olor de la botica y el del ser humano, acompañado por el murmullo. De un zumbido de quejas sobre enfermedades propias y enfermedades de los parientes o de los amigos a los que se va a visitar. En los retazos de conversaciones que llegaban a sus oídos creía sorprender la quejumbre, la salmodiosa habla de los enfermos y de los visitadoes. Apuntaban las cuatro y media e iba por la calle de Atocha. Sobre el chirrido de un tranvía rompió la tronada. Sobre el polvillo, tenue como una purpurina de alas de mariposas nocturnas, que cubre las calles antes de las tormentas, cayeron las primeras gotas. Paco andaba de prisa hacia Antón Martín. Alzó los ojos al cielo negro–violeta como un gran hematoma. Las primeras gotas cayeron adormecidas. Después tabletearon delicadamente en el asfalto, en los tejados, en las claraboyas de las casas viejas. No llovió más. Las nubes estaban fijas sobre la ciudad y la enclaustraron, la recogieron de su dispersión, la limitaron en un regazo denso, carnoso y morado. Cansaba caminar, pesaban las manos en los bolsillos, dolía la chaqueta en las axilas. Un olor de humedad ganó la calle. Una sensación de dolor sucio le desazonaba. Paco pensó en las chinches de una pensión del Sur, en una población en la que había boxeado. Una noche con bochorno de tormenta. Una noche en que los nervios punteaban la piel. Pensó que lo peor que le podía ocurrir en el mundo era ponerse enfermo en una pensión del Sur, desmantelada, cargada de soledad. Prefería el hospital con toda su tristeza, con el cobijo de los demás, aunque temiera la cercanía de la muerte. Entró en el bar. Pasó delante del mostrador y se fue al fondo. El muchacho del mostrador le saludó: –Hola, Young. En los vasares del mostrador se rizaban las fotografías de los boxeadores junto a la de las supervedetes y las de los caricatos célebres. Los boxeadores saludando; los boxeadores en guardia, con guantes, sin guantes, en vendas. Dedicatorias: “A mi particular amigo Mariano Martínez”, y la firma garrapateda. “A Mariano, gran aficionado al boxeo, su amigo”, y la firma torpe. “A Mariano después del combate más duro de mi vida”, y la firma clara. “A mi admirador Mariano Martínez el día que gané el Campeonato de Castilla del peso pluma por k.o.”, y la firma muy grande. Las fotografías de algunos de los campeones de España de los diferentes pesos solamente tenían las firmas. –Hola, Young. Los boxeadores jugaban al mus, rodeados de unos vagos vagos, admiradores profesionales. –Hola, chaval –dijo el ex campeón. Los vagos le hicieron un sitio al boxeador Young Sánchez. –Hay que comer patatas –dijo el ex campeón. Los vagos se rieron. –¿Eh, chaval? –preguntó el ex campeón. –Sí tú lo dices… respondió Young Sánchez. –Hay que comer patatas –dijo el ex campeón–, porque si no el estómago no aguanta… –y barbarizó. Uno de los vagos palmeó las espaldas del ex campeón, que volvió la cabeza irado. –¡Eh, tú, que yo no soy una tía! –¿Atiendes o no atiendes? –preguntó uno de los de la partida. –Calma –dijo el ex campeón–, tengo unos pares de muerte, con los que te voy a matar. –Muy bien. –Pues me paso hasta mi compañero, que os va a arrear de muerte. Young Sánchez miraba la cara del ex campeón. Una cara con “mucha leña encima”. Bajo las ceras, peladas de cicatrices, le brillaban hundidos los ojos. Las comisuras de los labios se le alargaban en dos rayas blanquecinas, que destacaban en el moreno de la piel y de la barba. –Mátalos con un órdago. Leña en los pómulos, leña en la nariz, leña en las orejas. Aceptaron el órdago y ganaron el ex campeón y su compañero. El ex campeón dijo satisfecho. –Hay que comer patatas. Dos tiñosas y dos ases. Ves, chaval, como hay que comer patatas. Y les das. Les das de derecha y luego de izquierda. Los dejas para sebo. Uno de los vagos preguntó a Young Sánchez. –¿Debutas por fin? –No se habla –gritó el ex campeón–. No se habla, porque me distraigo. A hablar se va uno al mostrador. Dieron cartas. El compañero del ex campeón miró a Young Sánchez y sonrió: –¿Son buenas las condiciones? Young Sánchez le hizo un vago gesto de insatisfacción que formaba parte del juego cuando se hablaba de contratos. Un boxeador de alguna importancia nunca podía demostrar entusiasmo por el dinero de los contratos, siempre tenía que dar la impresión de que era algo muy por debajo de sus merecimientos. Al llegar a campeón, el juego variaba y había que dar la impresión contraria, la de que los contratos eran muy ventajosos. El compañero del ex campeón era un buen peso ligero que se disponía a irse a América. Se llamaba Raimundo Moreno. –No se habla, Ray –dijo el ex campeón–. Hay que estar en el combate. –Bien, Marquitos –respondió Ray Moreno. –Hay que dar de nuevo –dijo el ex campeón–, porque tengo cinco cartas. Todo por hablar. Jugando no se habla. –¿Dónde están las cinco cartas? –preguntó, mirándole, uno de la pareja contraria. El ex campeón contó las cartas y sonrió con una amplia sonrisa de máscara. –Nada de marrullerías –dijo el que había preguntado por las cartas–. Nada de suciedades. El ex campeón, alborozado, golpeó con las palmas de las manos en la mesa. –Con estas cuatro cartas se acaba la partida. Órdago a todo. Y quiero una copa de coñac. Tú –señaló a uno de los vagos, tráeme una copa de coñac. El vago obedeció y se encaminó al mostrador. –Órdago a todo –gritó el ex campeón– Así se juega, Ray. Fíjate qué asalto. Qué pelea estoy haciendo, porque tú no me ayudas ni esto. Hizo un ruido con el índice y el pulgar derechos. –Bien, Marquitos; pero lleva cuidado –dijo Ray. Siguieron la partida hablando únicamente las jugadas. El vago llegó con la copa de coñac. –Gracias, segundo –dijo el ex campeón–. Te puedes tomar un chato a mi cuento. –Gracias, Marquitos; luego. –Luego, no. Ahora, que es cuando te he invitado. –Bueno; lo tomaré ahora. –Atiende, Marquitos –dijo Ray. –Estoy, estoy… –Esta es la última. Ellos están a falta de cinco y nosotros de dos –declaró Ray. –Pues órdago, no quiero perder los puntos –dijo el ex campeón. –¡Quiero! –contestó uno de los contrarios. El ex campeón perdió. –Ves… –le reprochó Ray. –A los puntos hubiera sido peor. –Hubiéramos ganado si te pasas a todo. –No, hubiéramos perdido. Ray Moreno le hizo una suma del tanteo. –¿Ves…? –¿Quién me da un cigarro? –preguntó el ex campeón. Uno de los vagos le ofreció una cajetilla de Bisonte. El ex campeón encendió un cigarrillo y principió a fumarlo como un fumador novato, casi soplando el humo. –Esta partida estaba visto que la teníamos perdida desde el principio, totalmente perdida. –¿Por qué? –preguntó Ray. –Porque se veía. Yo lo he visto desde el primer momento, desde la campana. Young Sánchez hablaba con Chele y Adrián Ortega, que era la pareja de ganadores. –Yo voy a Zaragoza el sábado –dijo Chele. –Dentro de dos semanas tengo combate en Barcelona –dijo Adrián Ortega. Los vagos atendían al ex campeón. Éste dijo de pronto: –Me marcho, porque me esperan, y mañana no vengo. –Bueno, Marquitos –dijo Chele–, si mañana no hay partida, ya no la hay hasta que venga yo de Zaragoza. –También me voy. El ex campeón se quedó un momento pensando. –Suerte, Chele; suerte Young. Ya nos veremos. A comer patatas. El ex campeón parecía bailar al caminar. Se paró un momento en el mostrador y pagó. Al andar se llevaba la mano derecha a la cabeza. Se dirigió a la puerta. Arreciaba la lluvia. Young Sánchez, Chele, Adrián Ortega y Ray Moreno le siguieron con los ojos. El ex campeón, al llegar a la puerta, no dudó y salió a la calle. La calle estaba solitaria. 7 Paco estaba sentado en la mesa de masajes de la cabina de boxeadores. Unos metros a sus espaldas, Bustamante se dejaba vendar la manos. –Estira un poco la cara. Paco obedeció a su segundo, que comenzó a embadurnarle el rostro de glicerina. Luego le dio una toalla para que se enjuagase. –Ya estás lsito. Paco cerró el puño derecho y lo golpeó contra la palma de su mano izquierda, probando el vendaje. Luego con el puño de la mano izquierda, golpeó en la palma de la mano derecha. –¿Está bien? –preguntó el segundo. –Bien. –Voy a asomarme a ver cómo va el combate. Era el último de aficionados. En cuanto acabara, les tocaba a ellos. De ellos, era el primero de profesionales de la velada mixta. Paco miró a Bustamante. Se lo habían presentado por la mañana en el pesaje oficial. Le había dicho “mucho gusto”, y no le había oído nada más. Bustamante le llevaba apenas unos gramos, pero tenía más envergadura que él. Entró el segundo. –Les quedan do rounds; ninguno de los dos pega –dijo–. Échate y te doy un poco de masaje. –No es necesario. –Como tú quieras, Young. ¿Estás tranquilo? –Sí. “Más envergadura que yo”, pensé. Y de repente sintió que el miedo le trepaba por las piernas, debilitándoselas, le ascendía por el vientre y se le asentaba en el estómago. Una bola en el estómago. Una bola, eso era el miedo que obligaba a respirar fuerte, “porque ahogaba –pensó–, hacía daño y fijaba en ella la atención de uno”. Se llegaba a sentir las dimensiones de la bola y su peso. Su miedo pesaba exactamente un kilo y no era mayor de tamaño que la pesa de un kilo de ultramarinos. –Cálmate –dijo el segundo. Paco sonrió inseguro. –Cálmate –repitió el segundo–, eso acaba en seguida. Piensa en otra cosa. Continuó sonriendo. –El público estará de tu parte. A medida que el segundo le hablaba, Paco iba recuperando seguridad. Prestaba atención a su segundo, eso era todo. –Si te conservas fresco los cuatro primeros asaltos, el combate es tuyo, y si lo desbordas en el primero, también. Yo lo conozco bastante, ¿sabes? No le sigas su ritmo porque ahí no tienes nada que hacer. O desbordarlo o esperar. Paco no se fiaba. El segundo parecía adivinarle el pensamiento. –Fíjate en lo que te digo. Yo no te engaño. El segundo hablaba en un tono muy bajo, muy suavemente. –Ceja izquierda la tiene muy resentida; ahí debes dirigirte en los golpes a la cabeza. Y fájate los cuatro primeros, o si te atreves…; bueno…, no, es mejor que esperes. Los del combate de fondo no se preparaban en la cabina común. Los del combate de semifondo acababan de entrar. Uno de ellos silbaba mientras se iba desnudando. Ninguno de los dos había saludado. Paco lo esperaba. Cada uno estaba pensando en el combate; cada uno sentía cómo el miedo le ascendía por las piernas, por el vientre, hasta el estómago. –Ya han acabado –dijo el segundo. –¿Vamos? –preguntó Paco. –Deja que entren. Bustamante miraba hacia la puerta. Se oían los aplausos y silbidos del público. Paco estaba de pie con la bata puesta. Su segundo le alargó una toalla, que se puso en torno al cuello. Se Abrió la puerta y entró un muchacho sostenido por un segundo que hizo una seña, significado la derrota. El mucho apenas podía tenerse en pie y le ayudaron a echarse sobre la mesa de masaje. En seguido entró el ganador. –Vamos –dijo el segundo. Paco le siguió mansamente. –Calma –dijo el segundo. Ya caminaban por el pasillo entre la gente. Paco se estiró. Le llegaban los aplausos, como una calentura, hasta las sienes, que le palpitaban fuertemente. Ya sentía a sus partidarios. A sus primeros partidarios, que se habían pronunciado a su favor. Los sentía en los aplausos y en las palabras de aliento y en su deseo de violencia. Saltó al ring y saludó con la mano derecha en alto. Se fue a la escuadra. Vio a Bustamante saltar al ring y saludar. Calibró los aplausos. –Las manos. Casi se sorprendió ante la exigencia del árbitro. Extendió sus manos y el árbitro cumplió ell trámite. –Lo que te he dicho, no lo olvides –dijo el segundo. –Bien. Paco se quitó la bata y se la puso por los hombros. Después se calzó los guantes. Volvió a saludar con el puño enguantado cuando el speaker dio su nombre y su peso. No tenía miedo. No sentía el cuerpo. Los llamó el árbitro al centro del ring. Les hizo las recomendaciones de costumbre y encareció la combatividad: era profesionales. Volvió cada uno a su rincón. “Tengo que ganar”, pensó. Abrió la boca y el segundo le colocó el protector. “Tengo que ganar –pensó– para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar”. –Haz lo que te he dicho –dijo el segundo. Entonces sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Calixto Garmendia
Cuento
—Déjame contarte —le pidió un hombre llamado Remigio Garmendia a otro llamado Anselmo, levantando la cara—. Todos estos días, anoche, esta mañana, aun esta tarde, he recordado mucho… Hay momentos en que a uno se le agolpa la vida… Además, debes aprender. La vida, corta o larga, no es de uno solamente. Sus ojos diáfanos parecían fijos en el tiempo. La voz se le fraguaba hondo y tenía un rudo timbre de emoción. Blandíanse a ratos las manos encallecidas. —Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de carpintería: que el cabo de una lampa o un hacha, que una mesita, en fin. Desde un extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería, teníamos bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter, mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. “Buenos días, señor”, decía mi padre, y se acabó. Pasaba el subprefecto. “Buenos días, señor”, y asunto concluido. Pasaba el alférez de gendarmes. “Buenos días, alférez”, y nada más. Pasaba el juez y lo mismo. Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea indios, cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. “Don Calixto, encábecenos para hacer ese reclamo”. Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buenas palabras. A veces hacía ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza. Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados. Las autoridades y ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre y no los dejaba tranquilos. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada pudiera pasar. Había hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a conversar con los amigos. “Lo que necesitamos es justicia”, decía. “El día que el Perú tenga justicia, será grande”. No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con satisfacción, predicando: “No debemos consentir abusos”. Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron el pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero, que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento… Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde. Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: “A ruego Calixto Garmendia, que no sabe firmar, Fulano”. El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado de la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otras al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. “¿Carta para Calixto Garmendia?”, preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejo flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de las G, las iba viendo y al final decía: “Nada, amigo”. Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como estos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén a favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuando pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años. Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: “No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará”. Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. “Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía”. El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo. A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: “¡Algo mío han enterrado ahí también! ¡Crea usted en la justicia!”. Siempre se había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones. Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de pandilla que lo despojó. ¿A qué hombre tratado así no se le daña el corazón? Mi madre creía que no estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho, al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aun para eso hay gustos. Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablada del progreso. En mi casa hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que la gastara en lo que quisiera, así, en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles. Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro, nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante, no me cobró ya nada y si antes me recibió los dos soles, fue de pobre que era. En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto. Antes lo había visto ya gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba muy vistosa. Después ya no le importó y como que salía del paso con un poco de lija. Hasta que por fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era plato fuerte. Cobrábamos generalmente diez soles. Dele otra vez a alegrarse a mi padre, que solía decir: “¡Se fregó otro bandido, diez soles!”; a trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclado tanto la muerte. La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar. Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de la casa del juez, del subprefecto, del alférez de gendarmes, del Síndico de Gastos. Calculadamente, rompió las de las casas de otros notables, para que si querían deducir, se confundieran. Los ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista en la rotura de tejas. De mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las casas que atacaba subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el agua la dañara o, al caerles, les molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía el agua en los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por darse el gusto de pensarlo. El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de chancho y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado para que hicieran el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando al muerto. Él parecía la muerte. Cobró cincuenta soles adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el cajón al hoyo, y decía: “Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come”. Y reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo, tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de injusticia y desamparo, lo habían derrumbado. Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto. Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle. Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un agitador del pueblo. Esto ya no tenía ni apariencia de verdad. Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban por la casa para que les defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato. Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde, que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: “¡Eso nunca! ¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!”. Al poco tiempo, mi padre murió. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Cuarzo
Cuento
El indio Fabián caminaba imaginando la cara que su pequeño hijo pondría al ver el cuarzo. El bloque traslúcido, erizado de varillas refulgentes, estaba con la calabaza y la cuchara de palo del yantar y otros trastos, en el fondo de las alforjas que le ceñían el hombro. Un quebrado sendero, ágil equilibrista de breñales andinos, aumentaba la brusquedad de su paso, por lo cual los objetos de las alforjas se entrechocaban produciendo un ruido monótono que rimaba con el choclear de las ojotas. Más allá, en torno del viajero, solo había silencio. La puna estaba cargada de noche. Un ligero viento no conseguía silbar entre las pajas. A Fabián no le importaba la cegadora oscuridad ni las desigualdades de la ruta, pues se hallaba acostumbrado a vencerlas con habilidad aprendida entre las mismas peñas. Amén de que la noche a flor de tierra no era tan densa y permitía estar erguido, así fuera sobre un hilo de senda rondadora de abismos. Más sombra tuvo en la profundidad de la mina, mayor incomodidad en la estrechez del socavón roqueño. Trabajó dos meses allí. Los peones entraban por las prietas galerías a barrenar y dinamitar las entrañas de la tierra, extrayendo una sustancia pesada y lustrosa, de color chocolate, envuelta en rutilantes rocas de cuarzo. Una callada hilera de mujeres andinas, que era como un arco iris de pollerones orlando la tierra gris, tomábala entonces y separaba el cuarzo, rompiéndolo a golpe de martillo. Así, los fragmentos de tungsteno quedaban listos para ser cargados en asnos y llamas y enviados muy lejos. Fabián no sabía precisamente a dónde ni para qué. Se hablaba de que había una guerra grande en el mundo y que esa guerra, fuera de gente, comía tungsteno. Muchos inventos sacaban. Al principio, unos gringos treparon los roquedales andinos a explorar y luego llamaron a los campesinos para el laboreo. Ahora se llevaban el mineral. Y sobre la ancha falda del cerro rico, según podía verse, nevaba la nueva nieve del cuarzo. Los viajeros de la región no dejaban de echar un vistazo a la original industria. Antes vieron explotar el oro, la plata, el cobre, aun el carbón. Los tiempos modernos, con su fiera guerra, habían valorizado el… “¿cómo se llama?… ¡ah, el tungsteno!”. Mascullaban algo en tono de broma y, como nadie lo impedía, echaban a las alforjas un trozo de brillante cuarzo para obsequio o recuerdo. Llegó a ponerse de moda. Por toda la comarca se esparció la roca de la mina. Los niños indios miraban maravillados los poliedros, hasta que al fin se atrevían a jugar con ellos. Las mujeres dábanles oficio de peanas. En los escritorios de los hacendados a guisa de pisapapeles, se erguían triunfantes los haces de varillas. Fabián llevaba también ese regalo para su pequeño: cuarzo, luz de piedra. No era lo único. En una esquina del pañuelo tenía amarrados quinientos soles, solo algunos de metal firme, a la verdad, pero los billetes valían en las tiendas del pueblo. Su mujer tenía vista una falda de percal floreado. Él andaba aficionado de una cuchilla. El pequeño quería una sonaja. Justo el domingo próximo irían al pueblo. Todo ello alegraba al viajero como la perspectiva de alcanzar sus lares. Tenía el corazón hecho un abrazo para la mujer y el hijo, la casa y el ganado, la tierra y la siembra. Cuatro leguas más de camino y estaría en lo suyo. Ahí la luz surgía en los cerros para mostrar al hombre todas las cosas buenas que animaban la ondulación de los campos y no a marcarle la necesidad de hundirse en el socavón ahíto de trémulas tinieblas y ensordecedores ruidos de barrena. Después de todo, pagaban algo en la mina y, descontando gastos de comida y cañazo bueno para el frío, solía sobrar un poco. Decían que cuando terminara la guerra, esa pelea lejana y hasta cierto punto misteriosa, la explotación del tungsteno cesaría y era cuestión de aprovechar ahora. Marchaba vigorosamente, venciendo con rápido paso los altibajos y recovecos de cuestas y laderas. Su mujer estaría contenta con los quinientos soles, su hijo con el cuarzo. La cara que ponía el pequeño al alegrarse, de puro risueña era cómica y le hacía a Fabián mucha gracia. Una leve sonrisa se perdió en sus facciones tal si fuera en montañas calladas. Súbitamente fulguró, partiendo del cielo y la noche, la candela fugaz de un lejano relámpago. El granizo apedreó después el sombrero de junco y las rocas. Por último, la lluvia cayó en apretados y sonoros chorros. Humedeciendo rápidamente el poncho, que templó su fría pesantez de los hombros, comenzó a lamer las espaldas con su lengua helada. “Ya —se dijo el caminante—, ojalá escampe luego”. Pero el aguacero no tenía trazas de parar. Su violencia creció más todavía a favor de un viento que llegó dando alaridos en la sombra. Los chorros adquirían una furia de chicote sobre la cara. Fabián tuvo que sacarse las ojotas, pues el sendero se tornó muy resbaladizo. Sabía caminar engarfiando los dedos en la arcilla mojada, a fin de no deslizarse y caer. De rato en rato, la llama de los relámpagos iluminaba la puna y el eco de los truenos rodaba sordamente de picacho en picacho. A la fugaz claridad, las rocas enhiestas parecían encajarse en el negro cielo y la delgada canaleta del sendero brillaba trémula como si fuera a deshacerse con la plétora de agua y fango. Por ella seguía chapoteando Fabián, tozudamente, calado hasta los tuétanos por la humedad y el frío. Sacó de las alforjas un puñado de coca que chorreaba agua y se puso a masticarla para sobrellevar mejor la marcha. Había tenido que lentificarla y tardaría más en llegar. Con las horas, disminuyó la furia de la tempestad. Solo la lluvia continuaba cayendo, densa y sonora, con esa pertinacia propia de los aguaceros nocturnos. “Pasará al amanecer”, pensó Fabián. Y se echó más coca entre los belfos ateridos y agitó el poncho para librarlo un tanto del agua y que pesara menos. ¡Malhaya las chanzas del tiempo! Fabián pensaba en el tibio lecho de bayetas y pieles de carnero, en el fogón de vivaces llamas, en la sopa reconfortante que su mujer hacía. El cuerpo de Donatila era cálido y bueno. La lluvia tendría que contentarse con chapotear a la puerta del bohío. Él iba a llegar ya. Los raros relámpagos le precisaban la posición. He ahí las rocas que se alzaban en las inmediaciones de las chacras y, bajo sus pies, las curvas mejor conocidas, los escalones más familiares por frecuentados debido a la proximidad del bohío. De pronto, un trueno alargó desmesuradamente su estruendo. Roncó estremeciendo la noche y acallando por un momento el tenaz rumor del aguacero. Fabián se sobresaltó con todas las fuerzas de su instinto, deteniéndose y echando hacia la sombra y la lejanía los hilos tensos de sus sentidos. Continuaban produciéndose ruidos confusos, como de piedras que ruedan y maderos que se rompen. El fuerte olor de la tierra revuelta pasó en oleadas espesas. Ya no le cupo duda. Un derrumbe se había lanzado cuesta abajo y terminaba ahora de arrastrar sus últimos restos hacia el fondo de la encañada. No sería en su parcela. Él mismo había visto que todo era firme allí, que ni una vara de suelo vacilaría. Con una consistencia sólida e inclinación propicia al desagüe, nada había que temer… Fabián prosiguió su marcha, deseando solamente que el alud no hubiera cortado la ruta. Mas estaba de contratiempos esa noche. El olor a fango se hizo permanente y pronto debió admitir que el camino se rompía, perdiéndose en un barranco formado por la avalancha. Sus pies vacilaron sobre la última fracción de senda, deleznable ya. Volvió calmosamente, casi a gatas, y terminó por acomodarse al pie de una gran roca cuya inclinación podía defenderlo de la lluvia. Ésta seguía cayendo con terca insistencia. “Apenas aclare, buscaré paso”, resolvió Fabián, acurrucándose en espera del alba. Después de un rato, brilló un rezagado relámpago. Su escasa lumbre bastó para que el indio alerta viera la franja gris que manchaba el cerro. ¿Era tan grande que abarcaba el sitio de la casa y el redil? Tenía la evidencia de que una chacra había desaparecido, pero esperaba que allá, al otro lado, se elevaran todavía el promontorio del bohío y la cerca de la majada. No se podía columbrar. Ahora sí que aguardaba ansiosamente el alba. De saber, habría rezado y se encomendó como pudo, en una muda imploración, a la Santísima Virgen. En la espera larga, la sombra parecía adherida a las montañas. Solo la lluvia fue amenguándose y terminó por irse, aunque no con la brusquedad con que llegara. Y al fin un güicho, vigía del alba, desenvolvió su agudo y claro canto. ¡Esa sostenida melodía despertaba otrora al corazón de Fabián! Con ella se había levantado a recibir el sol en medio del rocío titilante, los sembríos promisorios y el ganado en acecho de la vastedad de la puna. Pero ahora obedeció al sonido para incorporarse a escrutar los cerros, en una angustiosa interrogación. La claridad opaca del amanecer neblinoso bordeó un picacho, avanzó por el cielo y luego descendió enharinando la encañada. Entonces Fabián pudo ver. Cada vez más claramente, vio. La avalancha se había llevado todo, amontonando ruinas en lo más bajo del abra, allí entre los retorcidos alisos que bordeaban una quebrada. La huella oscura comenzaba arriba, muy alto, al pie de una gran peña, se curvaba un tanto al adquirir amplitud y luego descendía por la falda del cerro, recta y violentamente, hasta el fondo. Un pardo retazo de chacra quedaba al otro lado, pero la casa y el redil, con todo lo más querido, estarían abajo, envueltos en el hacinamiento de troncos, piedras y barro. El día fue pronto una luz amarilla que comenzó a brillar en la yerba y a calentar la tierra, levantando el vaho las nubes. Fabián no dejaba de mirar la mancha gris. De saber cosas, la habría encontrado igual a la silueta con que los dibujantes de fantasías fingen el símbolo de la muerte. Para él era solamente la presencia de la desgracia hecha lluvia, flojedad y caída hecha derrumbe. Todo tenía una aplastante simplicidad, una definición sin réplica. Admitiéndolo así, descendió bordeando el nuevo barranco hasta llegar a su término. El cadáver de una oveja asomaba apenas del lodazal, lo mismo que dos vigas. Bajo una costra de tierra, la azulosa pupila de la oveja se empeñaba en mirar obstinadamente. Habría que sacar a la mujer y al hijo para darles la debida sepultura y a las ovejas para desollarlas. Vendería las pieles y la carne serviría para el velorio. El sol llegó a hundirse en el revuelto conglomerado, haciendo más intenso el olor acre del barro. Fabián dio varias vueltas considerando indicios y lo observó todo sin que se contrajera un músculo de su cetrina faz. La tibieza del sol le recordó la conveniencia de secar el poncho y lo extendió —rojo y azul— sobre unas matas. Luego pensó en ir a demandar ayuda, pero al punto cayó en cuenta de que los indios de los contornos, al advertir la huella en el cerro, acudirían a examinar lo sucedido, encontrándose con él y dándole una mano en la tarea. Con todo, ésta sería larga y convenía renovar la entonadora dotación de coca a fin de acopiar fuerzas. Sentose, pues, a un lado, revolviendo las alforjas que guardaban la hoja verde. Al hacerlo encontró el albo y aristado trozo de cuarzo, que fulguró bellamente bajo el sol. Pero en los ojos de Fabián centelló también una llama y con un desdeñoso movimiento del brazo, lo arrojó hacia las ruinas. El cuarzo sumergió su nítida blancura en la prieta masa del barro, produciendo un breve chasquido. Y esa llama fugaz y tal gesto despectivo fueron los únicos signos exteriores de que algo había ocurrido en el alma del indio Fabián. Después, hasta sentirse con ánimo para la faena, se puso a masticar su coca impasiblemente. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Cuento quiromántico
Cuento
Yo me dejaba ir a la deriva. (Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no hace al caso. ¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras dormís plácidamente, el vecino del piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino de eso: de un molesto ruido de zapatos). Entonces quedamos en que me dejaba ir… Mis pensamientos habían soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que es inútil tomar rumbo porque perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he de explicarles por qué llegué a tal situación. Una situación así suele presentarse a raíz de grandes catástrofes o solamente porque olvidamos la tarea de oficiar de punteros de reloj en la hora justa —¡hay tantas horas!— o cosas así… Bueno; si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando de matar el tiempo —de esta paradoja dicharachera se venga el muy taimado ya sabemos cómo— en un acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing, pero ella no acudió a la esquina de la cita. ¡Esa Lucy! Siempre con sus senos parleros contando las “mil y una noches”. Y en la espera fui como una barcaza que roe sus amarras y al fin se deja ir. La ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad sin rumbo cierto y llegar a sitios propicios, al cariz novelesco, es cosa que sucede, si no en la vida, por lo menos en las historias a las que se juzga dignas de contar. Me duelen los oídos de tener que incidir en un lugar común, pero he de hacerlo. Ya se verá. Llegué precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi destruido. No sé qué es peor. Las casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales, en forma de paredes inconclusas. Largas distancias de paredones agrietados las separaban y las callejas oscilaban entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra cosa que merece apuntarse es que las paredes no tenían una neta voluntad vertical y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su plomada de las doce del día. ¿Decía? Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas, lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí, un hombre bebía cerveza. El bar estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó la atención, pues tendría más de cincuenta años. No había más gente allí hasta que entró un niño. Estaba a medio hacer pero, como es natural, el hecho se explica. Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones. Cuando he aquí que, al voltear, me encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio hacer. Tendría unos sesenta años. Es casi inimaginable que un hombre a tal edad se encuentre a medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse nada, puesto que no vestía en forma especial. Acaso por un pasador, formado de un cordel pequeño rematado en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las puntas del cuello, podía deducirse que se había estacionado en alguna esquina vital. Pero sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo le contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente sobre el estado del tiempo. Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones símiles, hace exactamente lo mismo. No son las palabras. Sus manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando, subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve en un gesto baldío de mano. El hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como si el líquido tuviera suma importancia para su factura personal y atravesara, al mismo tiempo, inminente riesgo de perderse. Le invito un sándwich y tengo la impresión de que no piensa estar ingiriendo carne y pan. No sé cómo palpar sus aristas romas e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta. —¿Tiene usted hambre? —le pregunto al fin. —No, en lo absoluto, he estado un poco resfriado. —¿Pero así es usted siempre? —¿Así qué? —Nada, una manera de ver. —¡Ah! Y el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por los ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente no encuentra qué llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un anuncio de football. Luego se vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo que pide más cerveza: —Es usted un hombre completo. Pienso que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera estamos ebrios. —¿Usted es de aquí? —me pregunta. —No. Ya le dije que soy de otra parte. —¡Ah, yo también quisiera ser de otra parte! Y luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo estoy queriendo marcharme, pero el hombre me detiene con una imploración de oídos atentos. Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a mi corazón, que se ha empeñado en afirmar tonterías sobre ese hombre y hasta se encuentra en trance de llorar. —Charlemos de algo… ¡Ah, ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino: —No sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho. —Es evidente: ya hemos dicho mucho. Y vuelve a poner frente a mí —lo hizo ya antes— su lívida oreja izquierda surcada de venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí donde la nuez se revuelve como una rana presa. Pero al fin termina por levantarse y marcharse en busca de no sabría decir qué. No ha de encontrarlo jamás. Ese hombre se quedará a medio hacer y cuando lo entierren, enterrarán a medio hombre. Yo también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta más amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme, pero ya no me interesa. Mis pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de que, en cambio, le sobra la nariz. Tal mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y lo sigo estando porque a Lucy siempre la veo así. Solo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente a esta malhadada ocupación de escribir. Ahora pienso que el mundo está al revés. Si hay Dios, él sabrá. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
De cómo repartió el diablo los males por el mundo
Cuento
Voy a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda. Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había hecho polvo. Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento… Y así es que la gente iba para comprarle y todita compraba enfermedad, miseria, avaricia y los que pensaban más compraban opulencia y también ambición… Y todo era para hacerse mal entre los mismos cristianos. El Diablo les vendía cobrándoles buen precio, pero a aquel paquetito con polvito blanco lo miraban, mas nadie le hacía caso… “¿Qué es, pues, eso?”, preguntaban por mera curiosidad. Y el Diablo se enojaba, pues la gente le parecía demasiado cerrada de ideas. Y cuando de casualidad o por mero capricho alguno lo quería comprar, preguntaba: “¿Cuánto?”, y el Diablo respondía: “Tanto”. Y era pues un precio muy caro, más precio que el de toditos los paquetes, y he aquí que la gente se reía diciendo que por ese paquetito tan chico y que no era tan gran mal no estaba bien que cobrara tanto, insultando también al Diablo diciéndole que era muy Diablo por quererlos engañar así… Y el Diablo tenía cólera y también se reía viendo como no pensaba la gente… Y es así que vendió todos los males, pero nadie le quiso comprar aquel paquetito, porque era chiquitito y el desaliento no era gran mal. Y el Diablo decía: “Con este, todos; sin este, ni uno”. Y la gente más se reía, pensando que el Diablo se había vuelto zonzo. Y he aquí que solo quedó aquel paquetito, por el que no daban ni un cobre… Entonces el Diablo, con más cólera todavía y riéndose con la misma risa de un Diablo, dijo: “Esta es la mía”, y echó al viento aquel polvo para que se fuera por todo el mundo. Desde entonces, todos los males fueron peores, por ese mal que voló por los aires y enfermó a todos los hombres. Solo, pues, hay que reparar, nada más, para darse cuenta… Si es afortunado y poderoso, pero cae desalentado por la vida, nada le vale y el vicio lo empuña… Si es humilde y pobre, entonces el desaliento lo pierde más rápido todavía… Así fue como el Diablo hizo mal a toda la tierra, pues sin el desaliento ningún mal podría pescar a un hombre… Es así como está en el mundo, donde algunos más, donde otros menos; siempre nos llega y nadie puede ser bueno de verdad, pues no puede resistir, como es debido, la lucha fuerte del alma y el cuerpo que es la vida… Niños del mundo: que el desaliento no empuñe nunca vuestro corazón. FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Duelo de caballeros
Cuento
Voy a contar una historia verdadera. Se trata de un singular duelo de caballeros cuyo interés principal reside en que los protagonistas fueron dos personajes del hampa de Lima, exactamente del barrio de Malambo. El nombre de resonancia africana abarca un dédalo de casas y callejones de adobe, colorido emporio del negrerío, del mulataje, de una más reciente cholada, de toda esa chocolateada mezcolanza racial ante la cual resalta la blancura de la minoría cuyos antepasados dieron nombre a la Ciudad de los Reyes. Otro elemento de interés en la historia es que tal duelo no se llevó a cabo según las puntillosas reglas del Marqués de Cabriñana. Fue a la criolla y usando el arma llamada chaveta, larga y delgada hoja de acero, filuda hasta poder afeitar, con la cual se dan tajos los peleanderos del pueblo costeño del Perú. Quizá tenga también interés anotar que mi información es de primera mano. La historia del duelo me la contó el sobreviviente, mientras ambos cumplíamos condena en la penitenciaría de Lima. ¿Será necesario aclarar que yo estaba preso por razones políticas? Fui sentenciado a diez años de presidio por tomar parte de la revolución de Trujillo, hecha en 1932. Cuanto vi, escuché y pasé en ese sombroso antro de altas paredes lisas y barrotes rechinantes, donde más de una vez, por esos radiosos milagros del alma humana, afloraba también luz, podría ser materia de una novela que acaso escriba con el tiempo. Por el momento, quiero contar la historia del original duelo que, pese a algunas de sus características arrabaleras, fue considerado por la Corte de Justicia de Lima como un duelo de caballeros. Para tan gallarda interpretación mediaron causas que ya aparecerán. Después de ingresar en la Penitenciaría, pasé por siete días reglamentarios de aislamiento y luego entré en contacto con una treintena de compañeros de lucha que me había precedido en la entrada, y los presos comunes. Los “políticos” no tardaron en señalarme a las notabilidades que había entre los “comunes”. Allí se encontraba Carita, mulato malambino de los que, por su retadora condición de hombre de pelea, reciben el nombre de faites. Carita era más alto que bajo, de contextura recia; usaba zapatos de tacón alto, a la andaluza; llevaba arreglado el uniforme a rayas negras y grises según su medida; se ladeaba sobre la frente la visera ancha de una gorra de apache y los domingos hacía flotar en torno al cuello un pañuelo rojo. En su cara cetrina y alargada, un tanto caballuna, la boca prominente lucía una gran cicatriz; la nariz era ancha y de trazo enérgico; los ojos oscuros se movían ágiles, pero a ratos adquirían la fijeza de los de una fiera en acecho. Tenía modales sueltos que denotaban aplomo, respondía con una sobriedad no exenta de distinción a su prestigio legendario y miraba desdeñosamente a lo que podría llamarse el vulgo del delito. Por el tiempo en que lo conocí, allá en el año 32, Carita hacía gestiones para conseguir el indulto y ofrecía en cambio sus servicios de guardaespaldas a Sánchez Cerro, razón por la cual y muy a su manera, guardando todo el solapado oportunismo de un tipo de experiencia, trataba también con cierta indiferencia a los “políticos”, que estábamos allí por oponernos al régimen. En ese tiempo, cumplía una segunda condena a quince años de presidio por un crimen vulgar, pero la nombradía de bravura, adquirida en el famoso duelo, le duraba todavía. De “puro macho” —así comentaban los otros presos— no comía con los demás, sino que en la mesa de los guardas, tal como suena. Iba a los talleres cuando le venía en gana y, en general, tenía hacia el trabajo esa actitud de desdén que es propia de los delincuentes de vuelo y de los aristócratas. De la Independencia para acá, éstos han ido arriando bandera y se han puesto a laborar. Los delincuentes, aquellos de ley, la levantan en alto aún, y Carita hacía solo a regañadientes las concesiones demandadas por la necesidad. Formaba de mala gana en las filas de presos, pero su latente indisciplina no llegaba a propasarse. Con los guardas se llevaba dentro de unas maneras en las que había agazapadas amenazas revestidas de dignidad. Ni autoridades ni presos tenían conflictos con él. Las primeras le respetaban los caprichos con los que afirmaba su espíritu individualista y rebelde, y los segundos a la vez lo admiraban y le temían, razón por la cual le prodigaban atenciones o lo eludían. Carita era todo un héroe de la prisión. Un día lo encontré en el despacho de recetas del hospital y le dije: —Mire, Carita. Cuando yo era repórter del diario El Norte, de Trujillo, tropecé en la cárcel con un negro chavetero y ladrón apodado el Mono. Le hice un reportaje. Afirmó que él fue quién mató a Tirifilo, cuando la pelea estaba en las últimas pero indecisa, por salvarlo a usted… —Mentiras del Mono —replicó Carita, haciendo un gesto de desdén con la mano, y agregó—: Cierto que el Mono estaba en mi barra, pero ¿cómo se iba a meter si ahí estaba también la barra de Tirifilo? Eso dice el Mono por darse pisto, por vincularse de algún modo al asunto… ¡Negro atrevido! Cuando yo salga, le advertiré que diga la verdad… Carita me hizo varias preguntas y sonrió con satisfacción al confirmar yo su fama. Alentado por eso y mi condición de periodista, me dijo: —Sentémonos aquí y yo le contaré cómo fueron las cosas. No me gusta contárselas a todos, ¿me entiendes? ¡Qué va a hablarle uno a cualquier suche! Tomamos asiento en dos sillas que había por allí y Carita comenzó a hablar. Pese a su desdén por los suches, es decir, la gente de poca monta, siempre lo escucharon varios a los que seguramente consideraba así, o sea quien despachaba las recetas, un guarda y varios presos comunes que entraron por remedios y se fueron añadiendo al auditorio. Ya entusiasmado por el recuerdo de su hazaña, en pleno relato, Carita aceptaba la admirativa atención de los suches con ocasionales miradas de condescendencia. Su voz era gruesa y opaca, pero adquirió emocionadas modulaciones a medida que avanzaba narrando. Sus palabras y frases tenían color. En un momento se puso de pie y dio varios pasos, haciendo fintas, para reproducir los lances de la pelea. No recuerdo sus palabras exactas. Se nos confinaba desde las seis de la tarde a las seis de la mañana en una celda parecida a un nicho, cuyas paredes laterales uno podía tocar abriendo los brazos. Allí, mientras había luz, o sea hasta las nueve, me entretenía tomando notas de mis impresiones diarias y escribiendo cuanto se me ocurría. Una vez, con motivo de que a un compañero le encontraron una revista que contenía un artículo considerado “subversivo”, hicieron un registro de celdas “políticas” y se llevaron todos nuestros papeles. Las notas del relato de Carita estaban entre los míos. No sé a qué sabias conclusiones llegarían las autoridades después del concienzudo análisis que practicaron, pero a nadie le devolvieron una hoja. En muchos casos, los tales papeles eran simplemente esas cartas que vienen del mundo de afuera, con el mensaje de la familia, de la novia, de los amigos, y que para el preso constituyen un tesoro. Me procuré un grueso fajo de papel de estraza en la cocina, pero no pude reconstruir cuanto había apuntado y menos re-crear (aquí no hay nada unamunesco) mi incipiente producción literaria. Con todo, a modo de revancha, prosé algunos nuevos versos libertarios que fueron bastante celebrados y, ganando la calle, adquirieron una apreciable popularidad. También compuse cuentos. Mi instinto de novelista me decía que lo memorable se quedaría en la memoria para después. Así, narro la historia del famoso duelo de Carita y Tirifilo sin más auxilio que el de la memoria. Si hay fallas, que me disculpen los años transcurridos. En el barrio de Malambo, antes del año 20, era lo que se llama el taita un negro apodado Tirifilo. Sería exagerado decir que tal sujeto no tenía oficio ni beneficio. De oficio era ladrón y como beneficio, por cierto exclusivamente personal, tenía el de manejar la chaveta como nadie. Fuera de contar con un corazón bien puesto, lo ayudaban sus condiciones físicas. Tirifilo levantaba una larga estatura, según la fama de cerca de dos metros. Esto más que fama resultaba leyenda para muchos, pero en todo caso era muy alto y flaco, de una agilidad de puma, a todo lo cual se agregaba que sus brazos extraordinariamente largos, armado de chaveta el uno, el otro sirviéndole de defensa mediante la manta arrollada, no dejaban pasar los tiros del rival y en cambio lo alcanzaban con una facilidad extrema. Todo ello hizo que Tirifilo fuera el indiscutible mandamás del hampa negra y mulata de Malambo, durante un número de años que ya nadie se encargaba de contar. Los más valientes y diestros chaveteros le huían. Pero el poder es perecedero y la vida, huidiza. Más si dependen del filo de la chaveta. Tomaba vuelo entre los chaveteros de Malambo un mozo al que habían apodado Carita por la acusada expresión jovial que tenía su faz en aquellos años. No pasaba mucho más allá de los veintiuno y ya había puesto fuera de combate, con los puños o por medio de la hoja filuda, a cuantos se le enfrentaron. Era además medio guitarrista y cantor, cliente distinguido de los burdeles baratos, bueno para el trago y amigo de sus amigos. Las nuevas promociones de faites, los negros y mulatos jóvenes eran partidarios de Carita por esa solidaridad que hay entre los miembros de la misma generación y sus colindantes y también porque es un natural impulso de la juventud perseguir la renovación del liderazgo, aun en el mundo llamado bajo. Mientras tiraban los dados y bebían pisco en las penumbrosas cantinas de Malambo, aseguraban que Carita era muy capaz de hacerle pelea a Tirifilo, aunque pocos osaban afirmar que lo derrotaría. El poderoso amenazado, por su parte, no tomaba en cuenta las habladurías. Tirifilo trataba a Carita con la natural superioridad que va del maestro al discípulo, aunque la verdad era que a usar la chaveta no le había enseñado. Ni siquiera lo había visto pelear. Lo que sí quiso enseñarle fue el arte de robar y meterse en contrabandos y malas aventuras, por todo lo cual andaba siempre buscando al mozo, quien con su madre ocupaba dos cuartos en un callejón del barrio. La señora, madre al fin, mostraba cierta resistencia a que su hijo entrara en colaboración estrecha con un tipo tan notorio, imaginando naturalmente que no tardaría en mezclarlo en un lío de gran clase malambina. Su actitud evasiva y poco amistosa traía molesto a Tirifilo. Y sucedió que una mañana, en circunstancias en que el taita hacía planes para practicar un robo de importancia, llegó al callejón en busca de Carita. Éste no se encontraba en casa y así se lo dijo la señora con la frialdad que el otro ya conocía. Tirifilo tronó afirmando que ella “lo negaba” para impedir que se juntara con él y le espetó, intercalando entre frase y frase el más selecto conjunto del repertorio de injurias arrabalero: —¡Vieja!… ¡Quieres tener al hijo metido entre las polleras!… ¡Déjalo que salga y se haga hombre!… El vecindario se revolvió al oír los gritos. Las puertas del callejón enracimaron cabezas aguaitadoras. Corrían voces diciendo: —¡Es Tirifilo! ¡Es Tirifilo! Era como si un hálito de malos presagios cruzara por el aire. Tirifilo siguió gritando para que lo oyeran todos, inclusive Carita, a quien suponía oculto en el otro cuarto: —¡Lo vas a hacer un flojo, un cobarde, si es que ya no lo es!… ¡Sácatelo de entre las polleras, vieja!… ¡Que salga ese cobarde!… Carita carecía del don de la ubicuidad y naturalmente no salió. Se fue puertas adentro, entre sollozos, la pobre negra defendelona y Tirifilo optó también por marcharse, escupiendo desprecio y amenazas frente al pobrerío amedrentado. Al poco rato apareció Carita y encontró a su madre llorando. Ella no le quiso revelar nada de lo que había pasado y Carita salió a informarse entre los vecinos. Cuando supo lo ocurrido, se le enrojecieron los ojos y enmudeció, adquiriendo la torva resolución de una fiera herida. De ahí no más se fue a la calle, a fin de que “la vieja” no supiera lo que iba a hacer, y buscó a dos miembros de su barra para que fueran testigos del reto. En compañía de dos negros, uno de los cuales era el Mono, llegó a casa de Tirifilo. Éste se encontraba sentado junto a la puerta, todavía con señas de mal humor. —¡Negro liso! —le gritó Carita, intercalando con exacta propiedad otro selecto conjunto de injurias del susodicho repertorio—. ¿Por qué te has atrevido a insultar a mi madre? Me la vas a pagar… —¿Qué? —gruñó Tirifilo con una desdeñosa incredulidad—. Lo que he dicho, ahí se queda… —¿Se queda? —retrucó Carita—. Vas a ver que pa un hombre hay otro, negro abusivo… Te reto a pelear esta noche, cuando salga la luna, en el Jato del Tajamar… ¡Uno de los dos se quedará ahí!… Tirifilo miró a Carita, midiéndole despectivamente, y respondió: —Ahí estaré… La noticia del próximo duelo corrió sigilosamente de calle en calle, de casa en casa, de callejón en callejón, de cuartucho en cuartucho, convocando lo más granado del hampa de Malambo. Cada bando reclutó una barra de unos veinte chaveteros escogidos. Y ya no se hizo nada más, salvo que los contrincantes afilaron bien sus mejores chavetas y todos esperaron. Llegó la noche a Malambo. La luna debía surgir tarde. A eso de las dos salieron Carita, el Mono y otro más, rumbo a las afueras del barrio y por las callejas soledosas, brotando de la oscuridad de los callejones; llamándose y respondiendo con rápidos y peculiares silbidos, avanzaron también los miembros de las barras. Carita y sus acompañantes, todos los cuales se le juntaron en un lugar convenido, fueron los primeros en llegar al Jato de Tajamar, sitio llano, cubierto de basura y latas viejas. Pese a la oscuridad, unos cuantos limpiaron un ancho espacio, librándolo de latas y lo que pudiera servir para tropezar. A poco, llegaron varios del bando de Tirifilo y revisaron el trabajo hecho, ampliando todavía más el espacio sin obstáculos. Corrió un rumor entre las barras cuando Tirifilo arribó, seguido de algunos más, delineando su alta silueta entre las sombras. Al ser rodeado por toda su gente, dijo algo hablando sobre las cabezas. De nuevo, ya no quedaba sino esperar. Los duelistas y sus barras sentáronse en fila, a un lado y otro del espacio señalado. Sus rostros y vestidos oscuros apenas se veían en la sombra. Sí fulgía la luz de los cigarrillos. Y hablaban una que otra vez, en voz baja, como se habla siempre en tales horas, que son de un anticipado respeto a la muerte. No lejos pasaba el silencioso Rímac, que separa a Lima de Malambo. El barrio negro se aplastaba a un lado, chato bajo la noche, entre un débil reflejo de luces rojizas. Al otro lado del río, la ciudad alzaba hacia el cielo un pálido resplandor. Pero la sombra del Jato del Tajamar envolvía a los duelistas y sus barras y había que seguir en espera de la luna. La espera se hacía tensa. En el silencio de la noche, no se oía ya ni una palabra. Algunos masticaban coca, la hoja india que amansa los nervios. La luz de los cigarrillos continuaba brillando. Cuando el reloj de la catedral marcó las tres y media, comenzó a surgir la luna. Hubo que esperar un rato más, hasta que saliera de una espesa mancha de nubes. Carita bebió medio vaso de pisco mezclado con tabaco. Tirifilo hizo otro tanto. Una voz surgió desde la barra de éste, diciendo: —Vamos. La luz de la luna había llegado al Jato del Tajamar. Los contendores, seguidos de dos ayudantes, avanzaron a paso lento, en mangas de camisa, hacia el centro del campo. Detuviéronse a corta distancia uno del otro y lentamente, casi ritualmente, envolvieron una manta en el antebrazo izquierdo. Debía quedar bien ceñida, como una paca de chafar puntazos. Con la diestra empuñaron la chaveta. Las hojas de acero y los ojos buidos refulgieron a la luz de la luna. —¡Ya!… ¡Déjenlos solos! —gritó alguien. Los ayudantes se apartaron. Tirifilo y Carita se quedaron solos y frente a frente, como dos hitos. La muerte parecía estar entre ellos, reclamando otra calavera. Eran muy pocos los que pensaban que no sería la de Carita. Pero todos admiraban al mozo, por atreverse a hacer lo que nadie. El negro Tirifilo, el as de la chaveta, estaba allí ante un contendor al que aventajaba claramente en estatura y largo de brazos. Además, doblaba en edad al novato, y nadie consideraba la pérdida del vigor, sino una mayor experiencia decisiva. A Carita no parecía quedarle otra cosa que morir, salvo que Tirifilo, después de cortarlo a su gusto por vía de distracción y ejemplo, le perdonara la vida. En realidad, esto es lo que pensaba hacer Tirifilo; ya así se lo había confiado a dos de sus íntimos, como se supo después. A última hora había dudado de que Carita aceptara el perdón, recordando la forma resuelta en que lo retó. El combate diría… Tirifilo inició la pelea dando un salto hacia atrás y poniéndose en guardia. Agazapado para hurtar el vientre a los puntazos, los hombros inclinados hacia delante, el enorme brazo izquierdo arqueando el antebrazo protector, con la chaveta en la diestra, jugándola a golpe de muñeca, parecía un gigantesco puma de zarpas prontas. Y más lo pareció cuando, una vez que Carita entró en guardia, se puso a dar agilísimos saltos en redondo, como si quisiera aturdirlo, caerle por sorpresa, burlarse de él o todo junto. Carita, dándole la cara siempre, lo medía y aguardaba sin moverse casi del sitio en que se plantó al comenzar. —¡Entra, hijo de puta! —gritó Tirifilo. Carita continuó en su sitio, sin mostrar intenciones de atacar. Que no era cobarde lo probaba el hecho mismo de encontrarse allí. Él sabría lo que iba a hacer. Para Tirifilo, entretanto, la tarea de darle vueltas a saltos había pasado a ser incómoda. No podía estarse así todo el tiempo. Se decidió a atacar dando un formidable salto hacia delante, como para cortar a Carita en el hombro, pero éste se hizo a un lado a su vez, con otro salto muy liviano, y dejó pasar al gigantesco puma limpiamente. —¡Así! —gritaron en la barra del mozo. Tirifilo volviose con rapidez y repitió el ataque, esta vez al rostro, y Carita lo eludió con un salto hacia atrás, perdiéndose el chavetazo en el aire. Tirifilo repitió su reto: —¡Entra, carajo! Carita no atacó. Estaba visto que se guardaba. El maestro de siempre comenzó a sospechar que tenía un rival de vuelo. Volvió a la carga una y otra vez, y una y otra vez fue eludido. Si bien Tirifilo aventajaba a Carita en estatura, no le llevaba nada en astucia. El muchacho había resuelto pelearle de lejos. Tirifilo alcanzó luego a clavarle varios puntazos en la manta arrollada. Mientras más se esforzaba, menos parecía lograr. Carita comenzó a tantearlo. Confiado en el largo de sus brazos, Tirifilo se descuidaba un tanto después de saltar hacia adelante. En una de ésas, Carita contraatacó logrando cortarle el brazo izquierdo, cerca del hombro. La primera sangre, sangre de Tirifilo, comenzó a chorrear. Algunas gotas brillaron en el suelo. Las barras, cada una por razón contraria, miraban la sangre con sorpresa. Tirifilo se enfureció, lanzando más injurias que ataques. Carita se le escapaba con una agilidad felina. Luego, Tirifilo calló. Los contrincantes comenzaron a jadear. El resuello de Tirifilo era violento. Producía un ruido ronco y agudo. Por poco rugía. Carita logró darle otro tajo en el antebrazo derecho, devolviéndole un chavetazo que falló. Las barras aullaron. Solo la luna lucía impasible. Tirifilo trató de serenarse y de tomar las cosas verdaderamente en serio. Estaba visto que ya no podría lucirse cortando a su placer a Carita y menos perdonándole. Jugó los brazos simulando contradictorios ataques y luego entró a fondo, logrando cortar a Carita en la boca. —¡Ése es tajo que vale! —gritó uno de la barra adicta al maestro. Y agregó más fuerte—: ¡Ríndete, Carita! ¡Te va a matar! Carita comenzó a beber su propia sangre, que del labio superior partido le chorreaba a la boca. El sabor de su sangre lo enfureció más, aturdiéndolo un poco, circunstancia que aprovechó Tirifilo para lanzarle nuevos chavetazos que lo hirieron en los hombros. —¡Ríndete, Carita! —conminó de nuevo la voz. La respuesta fue agacharse, saltar a un lado y otro, desviar la diestra armada de Tirifilo entrando de costado y darle un formidable puntazo en el rostro. Carita sintió el hueso del pómulo. Tirifilo rugió de dolor y las barras se excitaron a tal punto que alguien demandó calma a gritos. El novato volvió al ataque pero el maestro, ya prevenido, lo paró en seco. Carita sintió que le desgarraba la camisa, a la altura del pecho. La chaveta cruzó de costado. Un poco más y lo habría muerto. Carita se puso a dar saltos en torno a su enemigo, rehuyendo un entrevero. Trataba, mientras tanto, de pensar con claridad. La intimación al rendimiento le pareció un indicio de que la pelea estaba indecisa. Si bien la segunda vez lo había indignado, atacando como lo hizo, ahora veía que si continuaba entrando, Tirifilo acabaría por ganarle a pura dimensión de brazo, encajándole un chavetazo mortal. Entonces, debía volver a su táctica de pelearle de lejos, haciéndole el mayor número de tajos, cansándolo y desangrándolo hasta debilitarlo en tal forma que la tarea de rematar sería cuestión de tiempo. Tirifilo, con toda su experiencia de luchador, entendió bien lo que Carita se proponía. Desde el principio, trató de indignarlo para que entrara. Luego vio que no le hizo caso, pero más tarde se arrebató en forma que podía aprovechar. Ahora que Carita volvía a escurrírsele, entendió que llevaba las de perder si no terminaba pronto con el “vivo” y se lanzó al ataque. Lo perseguía de un lado a otro del campo, hasta tropezar con los miembros de las barras o alguna lata vieja. Carita retrocedía a saltos, lo esquivaba, no sin lanzarle un chavetazo alguna vez. Los brazos de Tirifilo se iban llenando de heridas. Y parecía que Carita siempre le iba a quedar lejos. —¡No corras, hijo de puta! —gritó Tirifilo. En su voz había un acento de contenida desesperación. Le daba rabia no poder acabar con ese rival novato, de sorprendente agilidad, que no solo iba a dar al traste con su prestigio de chavetero sino que le podía quitar la vida. Habiendo abandonado la idea de lucirse con él y perdonarlo hacía mucho rato, resultaba que ahora tampoco podía matarlo. El gigantesco puma bufaba lanzando chavetazos de frente y de costado, sin lograr herir a Carita. Había sangre en los aceros y en los cuerpos, pero la sangre de Tirifilo corría más. En un momento en que éste se tiró a fondo como para atravesar a Carita, fue esquivado en forma tal, que la chaveta del muchacho, quien hizo un quite agachado y lanzose hacia delante, le partió un muslo. Tirifilo volviose rápido para encontrar que Carita le pasaba por un lado, cortándole el molledo del brazo izquierdo. El maestro se detuvo, como si para él todo eso constituyera el colmo de la sorpresa. Luego reinició la terca persecución, resollando angustiadamente. Comenzaba a clarear el día. Carita vio la congestionada faz de Tirifilo. De los ojos rabiosos salían lágrimas que dejaban un trazo brillante en una mejilla. En la otra, malherida, las lágrimas se confundían con la sangre. Carita vio también que en esos ojos estaba grabada la muerte, a fuego de odio y orgullo. Querían la muerte para Carita o Tirifilo mismo, pero nada menos. Las barras se habían callado. El final ya parecía anunciarse, pero la derrota de Tirifilo se tenía aún por cosa increíble. Muchos esperaban que acertara haciendo un último esfuerzo. De algo habrían de servirle su gran valor, sus brazos larguísimos, su experiencia de años. Acaso terminaría por matar a Carita, pese a las malas condiciones en que estaba. Se había desangrado mucho, pero ninguna de sus heridas parecía mortal. La cuestión consistía en que resistiera. Aún podría atacar… Es lo que trató de hacer Tirifilo. Pero no pudo persistir en el esfuerzo. Dio visibles muestras de debilidad. Sus saltos eran menos ágiles. El brazo de la manta aflojó mucho. Se hubiera dicho que perdía la guardia. El otro, se movía con poca agilidad al lanzar los chavetazos. Confundido ya, insultó de nuevo a Carita, a la loca, como se vio luego: —Entra, hijo de puta. Carita saltó de un lado a otro, confundiendo más a su rival y midiendo la situación. De repente entró a fondo. Con el antebrazo enmantado, hizo a un lado el arma de Tirifilo y como la defensa de éste era floja, le clavó la chaveta en el pecho, empujándola con la palma de la mano ahuecada y sacándola luego inmediatamente, de modo que todo aquello pareció suerte de torería. Tirifilo derrumbose largo a largo y murió dando un rápido estertor. Viendo las camisas blancas enrojecidas a trechos, uno comentó: —Se han pintao la bandera peruana. Carita se marchó hacia Malambo solo, la manta ensangrentada en una mano, la chaveta en la otra. Llegando al poblado, echó a andar por media calle, el paso vacilante, por poco sin fuerzas. Cuando pasaba frente a la casa de Tirifilo, encontró a la mujer de éste, esperando a su marido en la puerta. Díjole entonces: —Anda, recoge a tu negro, que no se levantará más… Calle adelante, tropezó con dos policías. Pese a que caminaba con dificultad, llevaba en el rostro tal expresión de fiereza, y todo su continente rezumaba tanta disposición de lucha, así con la manta chorreando sangre y la chaveta lista, que los policías lo dejaron pasar, limitándose a seguirlo. Carita llegó por fin a la puerta de una botica, donde se desplomó gritando: —Cúrenme. La noticia fue recibida con incredulidad por los cronistas policiales. ¿Muerto a chaveta Tirifilo, el as de Malambo? Luego que la confirmaron viendo el cadáver en la morgue y entrevistando a Carita en el hospital, los diarios lucieron crónicas y reportajes a grandes titulares, durante muchos días. El alma del pueblo vibró. Carita tenía en su favor, más allá de toda consideración de valor y victoria sobre el temible Tirifilo, el hecho de haber defendido a su madre. Valses criollos y marineras cantaron la hazaña. Un nuevo héroe popular había surgido. A la larga fue envuelto en una aureola de leyenda. Cuando la Corte de Justicia vio el caso, Carita tenía ganada su causa en la opinión. Los magistrados consideraron la reyerta entre un negro y un mulato de Malambo como una clara cuestión de honor, un duelo de caballeros, y dictaron la sentencia correspondiente: tres años de prisión. Los negros y mulatos de Malambo, de ordinario arrogantes, abombaron un tanto más el pecho al pasar por las calles de la Ciudad de los Reyes. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El amuleto
Cuento largo
Ellos estaban en una inmensa altura. Para llegar hasta allí habían tomado, sucesivamente, dos ascensores de rápido impulso, sintiendo en la subida que los oídos les zumbaban. A Lina le dolieron. Ahora las miradas de Joan saltaban de rascacielos en rascacielos, en tanto que suspiraba hondo, moviendo rítmicamente los senos moldeados por una blusa azul. Con el cuerpo elástico ceñido al muro gris, la grácil cabeza echada hacia adelante como deseando abandonarse al espacio. Su actitud toda habría hecho pensar que experimentaba la emoción del vuelo. Ella estaba viviendo, en general, una señalada aventura que conjugaba gozosamente lo cierto e incierto. —Siempre he soñado con esta ciudad —dijo. No pronunció una palabra más durante mucho rato. La terraza de observación del mayor rascacielos, tendida esa tarde al tibio sol de abril, atalayando Nueva York con seguro gesto, invitaba a la contemplación y al silencio. Allá lejos, el puente George Washington extendía con gallarda esbeltez el acero de sus vigas, columnas y cuerdas bien templadas. Parecía un arpa eólica frente al viento que venía del mar, cargado de sales y espacios oceánicos, y se abatía sobre las cimas de la ciudad y entre los cordajes. Joan pensó que acaso ese viento diestro en inmensidades podía tener noción de la grandeza de la ciudad. Los edificios hechos de rectángulos se levantaban de la tierra en una ansiosa búsqueda de altura que adquiría belleza dentro de su simétrica exactitud. Las moles cuadrangulares daban una impresión de yerta solidez, pero millares de ventanas abiertas en las rocas grises hablaban de que había actividad dentro de los cubos enormes y que muchachas hermosas y hombres alertas vivían allí parte de su jornada. Cerca de Columbus Circle, hacia el norte según señalaba el plano que abría de cuando en vez con manos ansiosas, ella había encontrado una habitación provisional. ¿Qué ventana le correspondía? ¿La veía acaso? En la gigantesca zarabanda de volúmenes cuadriculados de ventanas, por aquí, por allá, algunas luces artificiales brillaban a pesar de ser de día. Por el cielo claro, un avión volaba muy alto, rasgando nubes ágiles. Y abajo, lejos, verticalmente, en el fondo de la ciudad rectilínea, al pie de los edificios lisos, se alargaban las calles por cuyas veredas opacas avanzaba la muchedumbre en un incesante fluir humano y por cuyo asfalto brillante corrían los vehículos en un acompasado fluir mecánico. Las cambiantes luces que rigen el tráfico detenían por momentos las filas de autos, pero el enjambre de la multitud se movía sin descanso, yendo y viniendo como dos corrientes cuya variedad de colores se mezclaba hasta volverse gris. Y de toda esa agrupación de hombres y máquinas, del tenaz ajetreo neoyorquino, ascendía un rumor sordo y profundo, como de olas marinas que baten acantilados o de tormentas lejanas. A 1050 pies de altura, se lo escucha así. Es el pulso de Nueva York ese rumor poderoso. El muro que rodeaba la terraza cuadrangular había sido hecho alto adrede para evitar a los visitantes el riesgo del vértigo. Joan miró con insistencia hacia abajo, sintiendo que en el espacio mismo, en esa estilizada profundidad marcada por perpendiculares líneas, había un elemento de sutil y brutal fascinación. Una confusa emoción de alegría y temor le crispó los nervios al principio. Luego se le fueron distendiendo, familiarizados con una sensación de caída que no llegaba a producirse. Al verlos desde esa altura, los vehículos le parecían de juguete. El hombre era como una afanosa hormiga. Y se le antojaba extraño que tal ser, empequeñecido aún más por la distancia, hubiera llegado a abrir esas moles alrededor de las cuales caminaba, trepanándolas a la vez con ascensores por los que subía y bajaba, dividiéndolas en habitaciones donde, a su placer, impedía la sombra creada por los propios edificios que elevó hasta ocultar el sol, con la claridad de un sol propio. El fenómeno arquitectónico era sin embargo explicable y claro, pese a la magnificencia de proporciones, mas parecía encerrar un secreto como ocurre con toda gran creación. —¡Es maravilloso! —exclamó Joan. —Sí —confirmó Clemente Azor. Lina, a pesar de que le gustaba hablar, nada dijo. Joan se llamaba exactamente Joan Bonard Clark y era natural de Nueva Orleans. Había llevado sus hermosos dieciocho años a la ciudad de Nueva York con el propósito de “ver qué pasaba”, según solía decir ella misma, tratando de explicar el cumplimiento de una ambición que se afirmaba en un optimismo sin muchos asideros, sin ninguno en particular para ser precisos, pero no obstante firme y hasta radioso en su alegre confianza. Hacía diez días que estaba en Nueva York y durante ese tiempo hizo cosas extraordinarias y completamente naturales, o sea asistir a una exposición de pintura surrealista por curiosidad y a una función de ópera por la misma razón, comprar artículos que no necesitaba, emborracharse en dos clubs nocturnos, tratar de colocarse como experta en algodón y ser rechazada, perderse en los túneles del tren subterráneo, perderse en el vórtice de la ciudad. Conoció a Lina y Clemente la noche anterior, en una fiesta, y se habían hecho amigos, como quien dice, de la noche a la mañana. Con el hombre tuvo una larga conversación sobre los cóndores andinos y Joan había subrayado con las palabras “muy interesante” cuanto él dijo, manifestando también que en Nueva York se tropieza con gente de todas partes y se oye hablar de hechos remotos y extrañísimos. Clemente le presentó a su amiga Lina, quien aceptó el plan de visitar el Empire State Building, anunciado por Joan con entusiasmo. Y allí estaban, de cara a la ciudad cubista, con los ojos perdidos entre prominencias y hondonadas de exactos vértices. Clemente Azor, sudamericano de frente ancha bajo la cual se curvaba una nariz aguileña y se hundían entrecerrados ojos grises, miraba complacidamente las montañas de hierro y cemento, el gallardo puente George Washington, el río Hudson mercurial y tranquilo, las lejanías esfumadas y las cercanías abismales. El paisaje andino en que nació se había estilizado en Nueva York y siempre le produjo una particular impresión, entre sorpresiva y estimulante, que esa vasta réplica, enhebrada de electricidad, hubiera llegado a existir. Azor amaba la visión que ofrecen las cumbres, pero en Nueva York la inmensidad tornábase una epopeya de volúmenes, un canto lineal al esfuerzo constructivo. Solía ascender al observatorio del Empire State Building y mirar todo aquello tratando de aprehenderlo para su alma y sus páginas. Era escritor y a su sentimiento básico de independencia individual se mezclaba un deseo de entender las expresiones de la vida. Azor, de pronto, dejó de mirar a lo lejos para mirar a Joan o mejor dicho volverla a mirar. ¿Cuántas veces la había examinado desde la frente a las plantas? Más alta que baja, su elástica delgadez se alzaba plácidamente y henchía alimonados senos de neta curva. En ese momento, su suéter azul parecía un retazo de cielo que hubiera descendido a ceñirle el pecho hermoso. La melena negra flotaba al viento y en la cara oval, la piel levemente trigueña se distendía con tersura. Sus brillantes ojos oscuros parecían portar un mensaje, la nariz se respingaba dando a la faz un toque casi infantil y la boca roja, de labios carnosos y espaciosos, sonreía mostrando dientes nítidos. La falda negra caía blandamente sobre la gracia de las caderas y las piernas elásticas. Los pies descansaban con levedad y firmeza en zapatos de tacones altos. Una fina cadena de oro, brillando sobre el tobillo izquierdo, reclamaba a los ojos que iniciaran la contemplación de las pantorrillas que desaparecían bajo la falda, a la vez negando y prometiendo, tal en el ritmo inicial del amor. Las miradas de Azor la punzaron acaso, pues ella volviose y le sonrió, alegre y despreocupadamente generosa. Su sonrisa estaba caldeada por profundas corrientes vitales y éstas eran tan impetuosas y seguras, que brindaban a la personalidad de Joan Bonard Clark una satisfacción que parecía circular por su sangre. Azor la había visto sonreír de igual manera en la fiesta, con esa sonrisa que resultaba un derroche de dones, ya sea porque fueran inagotables o los conservara intactos. Bien mirado, tal vez no lo distinguía particularmente, aunque tal sonrisa como respuesta a sus miradas entrañaba la reciprocidad de la aceptación. La mirada del hombre jugó un momento sobre la faz morena como besando su tersura, y Joan volvió a sonreírle, ahora como si hubiera preferido sonreír que negar. Azor se le acercó para hablarle y en ese momento sintió que Lina le tomaba una mano, presionándosela en forma de reclamo. Joan preguntó, apuntando a lo lejos con el índice: —¿Qué es eso? Lo dijo como si lo único que le preocupara fuese la ciudad. —Rockefeller Center —respondió Azor, mirando una vez más el conjunto gris de masas ágiles, donde la única recta marcaba al volumen el sentido de la moderna armonía. Los edificios que componen Rockefeller Center se distinguían entre la muchedumbre de rascacielos con enhiesta prestancia. Azor sabía que están en torno a una plaza que desde el observatorio no podía verse. Las calles y plazas de Nueva York tienen, como en ninguna ciudad, un carácter funcional y se hallan tan hundidas en la ciudad misma que frecuentemente parece que no pertenecieran a un mundo dado a la altura. Quien avanza por una calle numerada para alcanzar una dirección llega a una puerta que, en la mayoría de los casos, es solamente un accidente de la ruta. Arribará al lugar propuesto tomando altura, sea la de Rockefeller Center o cualesquiera de los miles de rascacielos. Solo que en Rockefeller Center comienza a estilizarse la nueva ambición y la nueva belleza. Hay en las líneas esbeltas y disparadas al cielo de sus edificios, un afán de altura que podría equivaler, hablando en términos de épocas históricas, al del estilo gótico de la Edad Media. Así la cercana catedral de San Patricio apenas logra aparecer entre los rectángulos de la vecindad. Se necesita ir a su lado y afinar el espíritu con el recuerdo de una era remota y la exaltación mística, para captar de nuevo el plácido sentimiento de ascensión de sus ojivas y agujas. El rascacielos ignora la curva, salvo en algunas torres, y su belleza viene de la recta combinada en sabias proporciones y lanzadas hacia el cielo con precisión y audacia. Más acá y más allá, tantos que no se los podía contar, los edificios se alzaban sin pausa, y su volumen desigual y su más desigual altura mezclaban abruptamente sus perfiles dentro de la inmensa perspectiva. Lina, muchacha tropical de cabello rojizo, facciones de una plasticidad dolorosa y anchas caderas receptivas, estaba acostumbrada a las palmeras gráciles y las blandas colinas de su isla nativa. La estática dureza de Nueva York parecía herirle los ojos absortos. A la distancia —no se podía calcular— se extendía, amurallado por la ciudad, el rectángulo terreno de Central Park, verde de árboles y con un lago que brillaba al sol. Más al norte, los edificios continuaban hasta perderse en la lejanía. Por allí estaban el negro Harlem y el populoso Bronx. Desde el Empire, habría podido verse el fin de la ciudad, pero las nubes comenzaban a superponerse, dando lugar a un horizonte confuso en el cual se perdía la ciudad, que de tal suerte parecía sin fin. Sin tregua ni vacilación, siempre el mismo escalonarse de cubos. Quizás los edificios lejanos no eran tan altos, pero la visión de la altura de los próximos los había habituado a las grandes dimensiones y los distantes también se les antojaban elevadísimos. A la izquierda, recortando su silueta blanca frente al verdor del parque, Clemente Azor reconoció un hotel donde, algunos años atrás, había pasado una semana con una muchacha singularmente hermosa. Fue un imprevisto regalo de Nueva York. Desde entonces, supo que la ciudad podía también ser contada según sus dones humanos. Muy lejos, en un punto que no podía precisar, estaba el edificio de los Cloisters, medieval creación que había sido traída piedra por piedra, y como quien importa pasado. Entre los árboles de la cercanía, azulados de noche, Clemente conoció a su amiga Lina. Aún recordaba que, luego de la intimidad reveladora y gozosa del primer encuentro, abrió los ojos y vio entre las matas las luces encendidas al otro lado del río. Así era también Nueva York. A la muchacha singularmente hermosa la había perdido en la ciudad. Mediando una querella se cambió de domicilio y no la vio más. Con Lina había sufrido y gozado según el acontecer del amor, pero ella no lograba entender la ciudad, por mucho que la llamara con segura fuerza. Se quería marchar y llevarse a Clemente, que pertenecía ya a la noche. A veces, manifestaba arrepentimiento por haberse entregado demasiado pronto a su amigo. Esto era, según creía, haberse puesto a tono con la vida de la ciudad, y el hecho la alarmaba. Azor pensaba que ella podría marcharse cualquier día, aunque ahora se estaba reteniendo a sí misma con la mano cálida ajustada a la suya. Entonces, podría ocurrir que, con los años, mirara a la columna del Empire State Building, clímax de la altura de la ciudad, y recordara que allí estuvo una tarde con Joan y Lina. Una de las características de Azor era sentir una anticipada nostalgia. Joan lo miró tal si hubiera entendido su pensamiento y esta vez echó a andar invitándolos con el gesto a seguirla. La terraza estaba animada por muchos visitantes. Gentes que habían venido de otros lugares del país, como Joan; neoyorquinos mismos, que pasaron años sin efectuar la ascensión; soldados y marineros de vacaciones; muchachas que todavía no habían conquistado un millonario; un grupo de tipos que hablaban un idioma extraño; un hombre de barbas y traza europea al que había que imaginar de importancia… Algunos apuntaban a la distancia con los largavistas situados en las esquinas de la terraza. Azor lo había hecho también. El retazo de rascacielos que alcanzó a través de las lunas semejaba la piel de un paquidermo. Los más de los visitantes, dando vueltas o detenidos junto al muro prieto, se lanzaban al espacio con los ojos y Nueva York les parecía más grande acaso. Una mujer había levantado a su niño en brazos. El pequeño miraba a la distancia y luego palpó el muro buscando una explicación. —Mamá, ¿quién hizo esta roca? —preguntó. Joan que con paso de ritmo suelto avanzaba sorteando a las gentes, alcanzó a captar las palabras del niño y dijo: —Realmente, yo también quisiera preguntar: ¿quién o quiénes hicieron todo esto?… Los tres amigos rieron, pero su risa se apagó pronto. Pensar en millones de obreros e ingenieros soldando vigas de acero para formar armazones que luego serían rellenadas con cemento, planeando incesantemente ganar nuevas dimensiones y lograrlo, no se les antojaba suficiente. Había junto al muro una pareja de hindúes que parecía unida, más que por su proximidad, que no era mucha, por conservar entre ellos un diferente mundo. Era como si vivieran en una atmósfera especial traída desde el Asia y celosamente guardada entre los dos. La mujer vestía un largo traje morado y tenía pintado un lunar rojo en mitad de la frente. El hombre, vestido a la usanza occidental, se cubría la cabeza con un turbante blanco. Mas estos detalles típicos eran nada ante el exotismo de sus rostros tostados, no solamente por la lumbre externa, fuerte en los lares nativos, sino por otra interior que les asomaba a los ojos. Y toda su ausencia de la tierra de los rascacielos, y su expectación circunstancial, era acentuada por su actitud de acompañarse en una intimidad que tenía también de comunión personal. Seguramente, pensaban en qué lejos se podía estar en Nueva York del ideal del nirvana búdico, de la tenaz y desnuda meditación de los yogui; cuando hasta la grandeza material tenía allí un sello humano y la actividad, la marcha apresurada, para ser más precisos, la acción en pos de un fin próximo o distante, eran la ley del hombre. He allí por qué los dos hindúes se acompañaban tan celosamente, manteniendo su concepción de la vida frente al mundo extraño, defendiendo inclusive su propia integridad. Y tal actitud se pronunció más todavía cuando Joan se escurrió entre la pareja para ganar un sitio junto al muro. El hombre la miró con sorpresa, pero no solo como se puede mirar a una intrusa, sino a quien está rompiendo algo. La mujer pareció replegarse en sí misma. Su mundo hindú había quedado momentáneamente dividido. Y sin decir nada, como obedeciendo a una señal que en este caso fuera hecha interiormente, se fueron de allí, muy ceñidos, sosteniendo entre los dos un universo suyo y lejano. La partida de los hindúes, que Joan había provocado sin proponérselo y cuyos sutiles motivos no consideraba, hizo espacio para nuestros amigos. En el lado Oeste de la ciudad, los rascacielos avanzaban, empequeñeciéndose sucesivamente, hasta llegar al río Hudson, que se curvaba al flanco de Manhattan, yendo al estuario con tranquilidad. El río estaba retaceado de docks, ceñidos por grandes barcos, en los que llegaban y partían gentes y especies de los cuatro lados del mundo. Al otro lado de las aguas lentas, se tendían más docks, erguíanse más edificios en una prolongación de Nueva York que geográficamente era Nueva Jersey. El río Hackensack ondulaba a lo lejos y en el fondo, las Orange Mountains trataban de asomarse, entre nubes quietas, a columbrar la ciudad. Por el río Hudson mismo, se movían algunos barcos, lanchas pequeñas, remolcadores halando pontones, algunas blancas velas… Con los ojos puestos en el río, flanqueado de altos edificios y actividad, propicio al anclaje de los grandes vapores y a las faenas de los docks, Joan tenía una expresión de candoroso asombro. Azor la miraba advirtiendo que la misma expresión se había ya mostrado antes, fugazmente, y que ahora precisábase al acentuarse en la actitud tensa del cuerpo y los ojos estáticos. Se hubiera dicho que estaba entregada a un sueño. —Joan —llamó Azor con voz queda. Ella tornó la faz y sonriose. —¿Ah? —dijo. —¿Qué le pasa? —preguntó Azor. Y Joan, vacilando en la dificultad de dar a sus emociones formas de ideas: —Es como… bueno, como si estuviera comenzando un gran viaje… —Quién sabe —comentó Azor en una forma en que Lina ni Joan supieron si sus palabras entrañaban realmente duda. Pero tales palabras pusieron a Joan frente a sí misma en forma súbita y si se quiere violenta. La idea de viaje le pareció inapropiada y se disponía a dar nuevas explicaciones, cuando Azor la tomó del brazo, lo mismo que a Lina, y echó a andar. Ésta hizo un gesto de resistencia al ser tomada. Creía notar un comienzo de intimidad entre Joan y Azor que en cierto modo la ofendía. Como el hombre la sujetó y condujo sin tomar en cuenta su gesto, ella inició otra forma de retirada. —A mí me gusta el estilo renacentista. El de los rascacielos, que ni siquiera tiene nombre, es demasiado simple… Un producto del comercio y la aglomeración. Azor sabía bien que Lina se había llenado la cabeza de nombres y estilos durante su estancia en Europa. En cierto modo, encontró lógico que votara por el estilo renacentista, debido a su voluptuosa elaboración, con la cual tenía parecido el cuerpo de Lina y su alma misma. Pero Azor conocía también que su experiencia europea la había tocado apenas y que sus palabras, en ese momento, no eran otra cosa que un medio de distanciarse de Joan y Azor, inclusive de colocarse por encima de ellos, admirando algo realmente refinado y valioso. Lina sonrió llena de una súbita felicidad. —Cada época —dijo Azor— ha creado su estilo. Nueva York está en la era de la técnica y es un producto de ella. La técnica creará su estética también. Ya lo está haciendo… Lina se estremeció como bajo una corriente eléctrica. Se hallaba en el lindero justo del mundo al que no quería rendirse y al cual, para mayor complicación, Azor estaba encontrando belleza. Joan sabía poco de estilos, pero ahora mostraba a su vez un aire complacido. En el centro de la terraza se levantaba una nueva proyección de vidrio y cemento, como si el edificio, que ya venía angostándose de plataforma en plataforma a medida que tomaba altura, realizara un esfuerzo más. Había llegado junto a unas gradas. Un hombre iba a subir por ellas para ganar la puerta a la cual daban acceso, pero se detuvo y gritó: —¡Clemente! —¡Raymond! —gritó también Azor, casi al mismo tiempo. —Por poco no te veo —dijo el nombrado Raymond entre una risotada, mientras se acercaba. Los amigos se estrecharon las manos en tanto que Joan, Lina y los que estaban cerca y habían vuelto la cara al oír las voces reían, tal ocurre siempre, como si tuviera una gracia especial el hecho de que dos amigos se encuentren. Azor hizo las presentaciones debidas. El recién llegado bromeó, repitiendo la frase estampada en el folleto que hacía propaganda al edificio: —“Where the whole world meets”. Las muchachas celebraron la frase como si, aplicada al encuentro, fuera un brote del ingenio de Shaw. Él contó luego, respondiendo a sus preguntas, que había llegado de ultramar hacía dos días, en un barco al que, desde la terraza podía verse allá abajo, acoderado a uno de los muelles del Hudson. Ellas celebraron también las comunes noticias entusiastamente, tal si hubieran tenido un encanto especial. Lina, en un intempestivo movimiento de cordialidad, se le colgó del brazo con una familiaridad espectacular. Azor conoció a Raymond Dalton en una de esas fiestas a las que van dos o tres escritores que publican libros y muchos que tienen intenciones de hacerlo. Dalton trabajaba en bienes raíces y, desde luego, soñaba con escribir algún día. Se habían vuelto amigos y veíanse de cuando en vez para hablar de letras y beber whisky concienzudamente. Cuando vino la guerra, Dalton fue llamado a filas. Azor recibió una carta suya fechada en la ciudad brasileña de Belem do Para y en la cual, además de hablar de la grandeza del río Amazonas y la abundancia de palmeras, contaba que le había ocurrido algo extraordinario. No explicaba la naturaleza de tal evento y tampoco le escribió ninguna carta más. La única noticia que tuvo Azor acerca de su amigo, después de tan singular anuncio, fue una publicada en los diarios con motivo de habérsele otorgado una medalla por acción de guerra en Europa. Pero lo extraordinario había tenido lugar en Brasil o por lo menos allí comenzaba, de modo que Azor se quedó sin saberlo y, de hecho, hasta había olvidado el asunto. Ahora que veía a Dalton, surgió en su recuerdo acicateándole la curiosidad, pero no quiso preguntarle nada, tanto porque de ser el hecho extraordinario no tardaría en referirlo, cuanto porque quizá tenía un carácter personal. —Recuerdo haber visto su retrato en los periódicos —dijo Lina. —¡Cuánto sufriría usted en la guerra! —insistió la muchacha dando a sus palabras un énfasis entre admirativo y tierno. —No mucho —contestó Dalton y agregó—: He estado con suerte… La suerte existe… Sus últimas palabras, sea por el tono con que las dijo o porque entrañaban una afirmación innecesaria que por lo mismo podía ser tomada por una clase especial de convicción, resultaban insólitas. Pero Lina no estaba para sopesarlas y medirlas y siguió dirigiendo a Dalton frases un tanto convencionales a las que ella valorizaba con el acento. Azor se inclinó a creer que Lina estaba tomando una rápida venganza, como solía hacer en parecidas circunstancias, de la atención con que él trataba a Joan. El aludido respondía sonriendo con una segura condescendencia. Parecía sentirse por encima de sus amigos. Azor temió de primera intención que el hombre que antes solía vender propiedades y venerar en Dickens al maestro de edificantes historias magistralmente narradas, se hubiera vuelto fatuo debido a su condición de héroe de la guerra. Examinándolo mejor, convino en que había cambiado, pero que tal cambio estaba lejos de llevarlo a la fatuidad. Alto y rubio, su piel se había curtido y sus facciones tenían la firmeza que dan las impresiones profundas. Sus ojos, así miraran cerca, parecían estar mirando a lo lejos, con un aire de avizorar más bien. Podía ser ésta una consecuencia de su oficio de aviador. En sus palabras había seguridad, pero no petulancia, y en ocasiones ellas tenían humor. ¿De dónde le venía entonces ese aire de superioridad, que por otra parte era completamente espontáneo? Pensando en el anuncio del hecho extraordinario, supuso que algo le había pasado aunque bien sabía que no hay nada más maravilloso que la vida y que el hombre llama extraordinarios a los hitos. Dalton, desistiendo de su propósito de subir las gradas, siguió la dirección que llevaba el grupo. Llegaron, con el aletazo del viento oceánico sobre la cara, junto al muro que miraba al sur. Dalton dijo: —Yo soy neoyorquino, pero solo estando lejos llegué a entender cuánto representa para mí esta ciudad. Sus miradas, dirigiéndose ahora a Joan, chocaron con las de ella, se sostuvieron un instante entrecruzándose como espadas y luego se rehuyeron. Las de Dalton fueron a detenerse en los distantes edificios del sector financiero. La gran ciudad, avanzando hacia la bahía, se extendía formando una concavidad de promontorios, para erguirse de pronto, con plena esbeltez de nuevo, en un grupo de columnas que se recortaban nítidamente frente al mar. Aquellos edificios eran severos y populosos, según Azor lo había podido notar caminando por calles oscuras como encañadas. Una de ellas era la mentada Wall Street pero había muchas iguales, densas de gente atareada, hábil en maniobrar con la riqueza del mundo. Cierta vez, yendo por Wall Street, recordó un poema de Sandburg leído en la adolescencia, acerca de la iglesia de la Trinidad y su cementerio con las tumbas de Hamilton y Fulton. Caminando entre la turbamulta recaló frente a la pequeña iglesia y entró al cementerio. La ciudad, al crecer con violencia incontenible, había respetado sin embargo esa pequeña iglesia y el cementerio, dejando un recinto para la plegaria y la muerte. Azor buscó durante mucho rato los nombres de Hamilton y Fulton en las piedras de las tumbas. El tiempo había hecho su firme tarea de corrosión. Las piedras estaban resquebrajadas, muchos nombres se habían borrado. Los que podían verse, no eran los de aquellos héroes que el poeta cantó. Nuevos inviernos acabarían por llevárselos y por destrozar del todo las piedras mismas. Azor preguntó, a unas empleaditas que andaban por allí comiendo sándwiches, por las tumbas que buscaba y ellas se miraron unas a otra, como preguntándose a sí mismas, y finalmente una dijo: —Tal vez al otro lado… Azor rodeó la iglesia y encontró que la presunción era cierta. Allí estaban aún las tumbas de Alexander Hamilton y Robert Fulton, junto a una verja, a través de la cual se veía pasar la gente y los vehículos y, más allá, alzarse impetuosamente la ciudad. La muchedumbre atareada, los vehículos ruidosos, los edificios ahítos de altura, parecían indiferentes ante las tumbas de Fulton y Hamilton y decenas de otros muertos de nombres olvidados o desaparecidos. La ciudad se tragaba a la muerte… La impresión que hizo todo ello en Azor no fue ni triste ni angustiada. Tuvo, al contrario, un neto sentido de inevitabilidad y debió hurgar en sí mismo para encontrar, en tal sentido, el drama callado que encierra lo inevitable. La muerte estaba allí sin la vida intelectual que suele tener en los cementerios corrientes, como acabada y representada con pequeñez en las piedras de las tumbas, frente a la vida ruidosa de las calles y su alta y abrumadoramente física representación de rascacielos. Mientras Azor, rondando tal recuerdo, no lograba localizar el sitio de la iglesia de la Trinidad, Dalton miraba su ciudad reencontrada con un aire de alegre adhesión y Lina, que hasta hacía unos minutos alababa el estilo renacentista, tenía en la faz una expresión pueril de entusiasmo. Joan, entretenida en hurgar en el misterio de una avenida que brillaba al fondo, como un extraño alfanje de claridad hundiéndose en el barrio financiero, volviose violentamente para mirar de nuevo a Dalton rozando a Azor con sus senos de oleaje tibio. El escritor estaba a sus espaldas y observaba la ciudad tanto como a sus amigos. Dentro del caso, su actitud de honesta indiscreción espiritual habría podido ser comparada a la honesta indiscreción física de un médico, de no ser porque Azor mismo no era imparcial en ese momento. Creyó advertir, en el gesto de Joan, que la muchacha había cedido por fin a una atracción que sin duda estaba operando sobre ella y que quiso disimular examinando la avenida, pues luego de volverse quedó con los ojos fijos en Dalton, hasta cierto punto conturbada. Sea porque se hubiera recobrado o porque deseara darle una especie de satisfacción, sonrió a Clemente. Era como si no deseara ofender a su amigo de ayer —el concepto era desoladoramente fugaz dentro de la precisión del tiempo— mostrando un alejamiento que ninguno de los dos habría podido establecer pero que resultaba tácito, debido a su anterior cordialidad. Azor sintió esa alarma confusa que viene de creer en la pérdida de lo que no se ha ganado y, por otra parte, vio que Lina estaba dedicada a murmurar amabilidades en el hombro de Dalton con la intención de que llegaran a sus oídos. Si llegaban, o no, era difícil precisarlo pues Dalton, en todo caso, parecía no escucharla. Joan tornó a mirarlo y taconeó nerviosamente, haciendo fulgir la cadena de su tobillo. El movimiento de sus pies subió por su cuerpo como una onda hasta perderse bajo la cabellera endrina, que tembló. Sus senos, luego de palpitar venciendo la opresión del suéter, quedáronse en una tensión alerta. Azor, ganado por el ritmo en sí mismo reclamador y la belleza en inquieto trance de ofrenda, ciñó a Joan el talle. Era un talle firme y flexible. La muchacha exclamó a media voz: “¡Nueva York!”. Y no se sabía si tal exclamación era el resultado de un previo encadenamiento de ideas, de una revelación súbita, una forma de liberarse aunque fuera indirectamente, la expresión de un sentimiento más que de un concepto, solo una de esas frasecillas que emplean las mujeres para llamar la atención o todo junto. La exclamación fue captada por Dalton, que repitió con satisfacción: —¡Nueva York!… —para agregar señalando con el brazo extendido—: Greenwich Village. A la derecha, tras un primer plano de rascacielos y al pie de los del fondo, las casas eran bajas y prietas. Allí extendía Greenwich Village la maraña de sus callejas, que tenían nombre y no número, llamándose algunas Jane, Horatio, King. Hacia el lado del Hudson, también se levantaba una muralla de edificios, de modo que la ciudad parecía arremansar sus alturas en Greenwich, donde Dalton había vivido hasta que entró al negocio de bienes raíces. Allí conoció escritores pobres que esperaban producir obras sorprendentes algún día, poetas que jugaban con las palabras y querían traducir el misterio del alma empleando sus resonancias, pintores para los cuales aún la forma era una abstracción, periodistas liberales que conocían la fórmula de la felicidad humana, millonarios arruinados que esperaban hacer millones de nuevo según su propia fórmula de facilidad, arquitectos sin contrata que construirían una Nueva York de vidrio y acero, extraños realistas hechos de sueños, todos ellos. Si en otro tiempo impresionaron a Dalton, ahora parecía evocar su recuerdo sin cuidarse. Azor pensó que acaso era porque también se sentía un hombre en tratos con lo extraordinario, con la suerte o cualquier forma de aventura personal. Mas no era cuestión de avanzar juicios. Dalton siguió señalando otros puntos de la ciudad con el gesto seguro del neoyorquino capaz de ver matices y diferencias en lo que para el ojo corriente es un laberinto. La estatua de la libertad alumbrando el mundo se erguía en un islote de la bahía, hacia la derecha. Apenas se le podía distinguir y semejaba más bien un montículo, pero era fácil verla con la imaginación, alta y broncínea, con su antorcha de llama metálica, severa la faz que no se cansa de otear horizontes. Marca de Nueva York tanto como las fajas cuadriculadas de los edificios, al forastero que llega por la bahía le dan la sensación neta, precisa, de estar llegando a Nueva York, reconociendo lo que no ha conocido. Más a la derecha y no muy lejos de la estatua, asomábase Ellis Island cubierta por los edificios sólidos del Servicio de Inmigración, organismo diestro en abrir y cerrar la puerta mayor del nuevo mundo. ¡Cuántos ojos foráneos, rebosantes de dolor y distancias, avizoran desde allí a Nueva York, vinculándola a su esperanza! La bahía, de un mar casi negro, surcado por barcos y remolcadores de ancha estela, se extendía al abrigo de islas grandes que la vista no lograba abarcar y por las cuales Nueva York avanza tenazmente. La hermosa faz morena de Joan expresaba perplejidad y Lina volviose hacia Azor como para decirle algo, pero fue interrumpida por Dalton, que se empeñaba en explicar el dédalo. Manhattan guardaba otros pueblos. A la izquierda, tras rascacielos de recia factura, extendíase una gris llanura de azoteas, terrazas y techos planos. Allí estaban Chinatown, los barrios húngaro y rumano y algunos más. Se presumía la altura por contraste. Una sola plaza miraba como un ojo del suelo. Brillando al sol, el Río del Este ceñía Manhattan por ese lado. No muy lejos de la bahía, caía sobre el río el puente de Brooklyn, dando paso al barrio del mismo nombre, extenso hasta perderse en el horizonte. Río arriba, se arqueaban sobre las aguas más puentes gallardos como instrumentos de cuerda o redes extendidas. El de Brooklyn había causado sensación cuando fue construido, hacía más de cuarenta años o sea una eternidad en Nueva York. Ahora teníase que conjugar su nombre con el de otros puentes más nítidos, admirar la significación del esfuerzo y rendir en su complicada armazón metálica el debido homenaje al pasado. Difícil homenaje en una ciudad compuesta esencialmente de futuro. Azor vio cierta vez una máquina provista de una enorme esfera de hierro que oscilaba como un péndulo, golpeando y convirtiendo en ruinas un alto rascacielos. Es el destino común de esos gigantes silenciosos. En una generación Nueva York se renueva. De cuanto estaban viendo, quedarían los puentes y algunos señalados edificios tal vez. En la permanencia de la ciudad hay una continua ansiedad de metas, un perpetuo viaje a la altura. Nueva York, con sus descomunales proporciones y sus ocho millones de habitantes, da la impresión de no tener nada terminado en definitiva. El hombre parece perseguir un objetivo siempre lejano. Muchos caen fatigados en la jornada y otros la interrumpen arrojándose desde la altura. La misma terraza del Empire State Building estaba convertida en plataforma de lanzamiento a la muerte. Se hablaba de poner una valla de hierro sobre el muro para impedir el salto a quienes elegían tal forma, si se quiere simbólica, de abatirse. En todo gran viaje hay quienes caen y mueren. Nuestros amigos, guiados por sus miradas, se desprendieron del lugar donde estaban y avanzaron hacia otro lado. Contemplar Nueva York es como contemplar las aguas de un río. Solo que viendo un río, el movimiento está en las aguas y viendo Nueva York, en los ojos. Mas en ambos casos la emoción se precisa a medida que pasa el tiempo dentro del continuo fluir y la repetición es un factor de intensidad. Cuando el espíritu aficionado a tal contemplación la suspende, es porque se ha saciado y no porque se haya aburrido. Lo mismo podría sucederle en una muestra de Velázquez. Ellos se encontraban lejos de aburrirse. Sus miradas, después de planear sobre los edificios de dos compañías de seguros que hermanaban su arrogancia maciza, subieron surcando el Río del Este y la película del agua y del cemento armado se desenvolvió hasta detenerse en la enhiesta columna del Chrysler Building. La cúpula piramidal insistía en prolongarse con una aguja de oro que brillaba al sol. Es el edificio buido de Nueva York, el que hiere las alas del viento y apunta a las nubes con una flecha en trance de volar. No muy lejos, pequeño en comparación pero singularmente aéreo, se observa un edificio de ágiles líneas. Azor lo conocía bien, pues se publicaba allí un diario de pequeño formato y muchas ediciones. Ancho y sólido, de clara nitidez, ascendía escalonando sus vértices con elegante presteza. En él la altura era una impresión más que una dimensión y podía considerársela una victoria visual de la línea. ¿Qué sorprendentes logros de esta original estética ofrecería la Nueva York del futuro? En la rotonda del edificio había un globo terráqueo de girar lento. Cierta vez, un hombre que estaba mirando el globo, dijo a Azor: —Trabajo cerca y, desde hace varios años, vengo a la hora del almuerzo a ver el mundo… Cada día lo miro unos minutos… Yo pienso en él… —¿Y qué piensa usted? —urgió Azor. —Aún no lo sé —contestó. Era como si la respuesta estuviera ahora flotando en el aire. Entre uno que otro hito, los tableros del lado Este se sucedían hasta llegar al río, sobre cuyas aguas bruñidas los recios perfiles se recortaban con nitidez. Junto al río mismo, rayando el agua con sus lamas negras, un manojo de chimeneas humeaba tenazmente. En el otro lado, estaban Long Island, Queens y de nuevo Brooklyn, repitiendo sobre la ribera y más allá sus llanuras granadas de cubos. En el Río del Este había también muelles estriados y barcos fletados de rulas. La emoción de partida pudo acentuarse en el alma de Joan, pues ganaba ese río y todo su trajín con ojos ávidos. De seguro, ella era parte importante de la singular jornada humana que parecía iniciarse en ese grupo reunido casi al acaso. Dalton, que la había estado ojeando desde el momento en que se rehuyeron, se encaró súbitamente a la muchacha morena y la miró como si recién la hubiera descubierto o acabara de llegar a su lado y le sorprendiera mucho el encuentro. Sus ojos se extasiaron en la frente de dulce curva, en las pupilas de secreto mensaje, en la nariz infantil y la boca madura y luego descendieron por los senos tensos hasta los pies, desnudando el cuerpo flexible con una feliz ansiedad. El torso de Joan y su melena de fácil ondular tenían por fondo Nueva York, pero Dalton la miraba como si estuviera en una región remota. Joan sonreía levemente, tal si contuviera un júbilo todavía incierto y hasta su cuerpo, a un tiempo receptivo y donador, parecía aguardar. Dalton dijo a media voz: —Es extraño. —¿Qué? —preguntó Joan. —¿Qué es lo extraño? —terció Lina con un tono en el que había una curiosidad voraz. —Oh, nada… nada —repuso Dalton, mientras en su cuello la aorta palpitaba con violencia enrojeciéndole la faz y no sabía qué hacer con las manos. Metió una en el bolsillo de la chaqueta gris, luego la otra, las sacó, tomó el brazo de Lina y evidentemente callaba algo que los demás podían acaso imaginar pero deseaban que dijera, guardando un silencio por el que cruzaba el rumor pertinaz de Nueva York. Había inclinado la cara y tenía los ojos fijos en los pies de Joan, posados en el concreto pardo como dos aves quietas. Causaba una peculiar impresión, en la que había un dejo de comicidad, verlo turbado, pero tal situación duró apenas. —Nada —repitió, alzando la cara y rechazando en definitiva franquearse, pero riendo en cambio con una risa franca, que invitó a los demás a reír también, lo que en cierto sentido quitaba al incidente, si no importancia, cualquier vestigio de sentimentalismo que hubiera podido tener. Diciendo a Lina que el color plácido de su traje violeta le recordaba las flores de un hermoso árbol que vio en el Brasil, Dalton terminó por recuperar la serenidad e, inclusive, su aire de espontánea superioridad. Era evidente que sus palabras tuvieron por objeto cubrir sus verdaderas emociones y darle tiempo para salir de un estado de ánimo que se negaba a explicar. Pero en el mismo recuerdo de la visión remota entraba en juego alguna asociación de ideas, según creía advertir Azor. Por otra parte, cuanto siguió diciendo a Lina sobre las particularidades del árbol y su aroma denso era lo suficientemente impersonal como para no alejar a Joan, aunque los resultados fueron diferentes. Lina acogió sus palabras con notorio agrado, tomándolas por la terminación de un incidente que había herido su vanidad, en tanto que Joan se puso pensativa y luego, volviéndose a Azor, le dijo en voz muy baja: —Creo que solo le recordé algo. —¿Solo? —preciso Azor. —Sí, solo eso —afirmó Joan. Hay en la voz baja un toque de cálida intimidad. Es el tono de la confesión amorosa, la plegaria, la ternura, lo secreto. Joan, al musitar sus palabras, había puesto en ellas algo de entrega. A las caras de todos asomó una lenta serenidad mientras en la urbe atardecía. El sol estaba descendiendo y los rascacielos comenzaban a tender largos edificios de sombra. En las calles y avenidas, como en el fondo de profundos cañones, la oscuridad empezaba a apretarse, las luces del tráfico brillaban como gemas rojas y verdes y los autos perforaban la noche naciente con sus taladros de luz. En las alturas de los edificios, estaba aún muy claro el día. El atardecer, visto desde los rascacielos, comienza en las profundidades antes que en el horizonte. El diálogo en voz baja había aproximado de nuevo a Joan y Azor. Éste pensaba que la tarde había pasado en un ritmo de entrega y negación, no por sutil menos preciso. En el espíritu de los cuatro había agilidad y aventura. Seguramente, el secreto estaba en su sangre. Un súbito golpe de viento, ese viento anchuroso al que a ratos se lo sentía pasar en turbonadas impetuosas, agitó la negra melena de Joan y Dalton hizo el ademán de quererla palpar o alisar con la mano. Las hebras se extendieron frente a los ojos de Azor como una malla fina y un perfume cargado del propio olor de la muchacha se desprendió de su cuerpo y llegó a ellos, como un don de los pechos escondidos. Dalton se le quedó mirando de nuevo, ahora calma y deliberadamente, y le preguntó: —¿Usted cree en la suerte? —Depende —repuso Joan. Y luego agregó, como si hubiera hecho un rápido análisis interior y se rectificara—: Creo que sí… eso es: sí… Lina dejó de interesarse en Dalton y colgose al brazo de Azor, pero éste apenas se percató de ello. Era verdad que la quería pese a sus discrepancias y que casi se había acostumbrado al ritmo firme de su carne y al huidizo de su alma, pero Joan lo atraía como una promesa, por mucho que estuviera situada en un confín incierto. Ella no se había decidido, en todo caso. —Es decir —siguió diciendo Dalton— que yo creo en una suerte especial… no en esa a la que llamamos suerte todos los días… A mí me ocurrió algo, ¿cómo lo diré?… algo casi mágico… Dalton callose. A los creyentes que todavía no han soltado prenda siempre les asalta el temor de parecer ingenuos a los descreídos. —Yo se lo contaré a usted alguna vez —dijo por fin Dalton dirigiéndose a Joan y ella turbose como si la comprometiera en cierto modo. —¿Y por qué no a nosotros? —interrogó Lina, para agregar con una ironía leve—: Usted se está haciendo el misterioso… —No es eso —replicó Dalton— la suerte siempre está envuelta en misterio, en todo eso que llamamos destino. Callose de nuevo en tanto que Azor acechaba una buena historia como un halcón su presa. Estaba seguro de que tal historia tenía que ver en algún sentido con Joan, así hubiera comenzado antes y que la aventura humana, una seguramente muy particular en este caso, estaba marchando con pasos silenciosos por ocultos caminos. —Dalton, usted me escribió, hace tiempo, que le había ocurrido algo extraordinario —dijo Azor. —Sí —admitió Dalton—, en ese tiempo me hallaba lejos de sospechar todo lo que había de sucederme… Habló mirando a Joan como si estuviera refiriéndose a ella y la muchacha, sorprendida, arqueó las cejas adoptando una actitud inquisitiva. Había en las palabras de Dalton más de lo que ella podía admitir. Azor insistió: —Un hecho extraordinario tiene siempre muchas derivaciones… ¿Usted había visto a Joan antes? En ese momento, el sol caía ya entre nubes brumosas dorando las cimas de los rascacielos. A la luz del ocaso, la cara morena de Joan había tomado un cálido color de cobre bruñido. —No… no exactamente —respondió Dalton evitando dar explicaciones, y añadió como si quisiera esquivar el asunto, sin lograrlo del todo—: Aquello me ocurrió en Belem do Para. Lina estaba por perder la paciencia y miraba a uno y otro tratando de explicarse una situación en la que se estaba quedando fuera. Dalton guardaba el secreto, Joan parecía tener conexiones con el mismo y Azor, a juzgar por lo que había dicho, se hallaba en posesión de algunos antecedentes. Lina mostraba esa inquietud que asalta a las mujeres que están a punto de perder un secreto. —¿Y por qué no cuenta qué fue? —interrogó retadoramente a Dalton—, ¿es un secreto de guerra? —Peor que eso —afirmó Dalton sonriendo—, es un secreto mío. La ocurrencia les hizo reír pero, colocando a Dalton por encima de cualquier barata solemnidad, dio a su irrevelada aventura un carácter de seriedad cuyos efectos pudo percibir él mismo. Todo ser es portador de un mensaje, grande o pequeño, ignorado o consciente. El de Dalton parecía ser particularmente suyo y querido. Sin abandonar del todo sus reservas, dijo: —Les podría contar algo del asunto… aunque… quizá no les parezca importante… Tengo experiencia al respecto. —¿Por qué no? —apuntó Azor alentándolo—. Todas las cosas tienen importancia. Por lo que representan para la vida en conjunto, una hebra del cabello de Joan es tan importante como el Empire Building. —Sin duda —comentó Dalton— pero lo que a mí me pasó… El sol caía decididamente a lo lejos y la ciudad perdía extensas masas cercenadas por la sombra. Las alturas de los rascacielos formaban murallones dorados y luces próximas y lejanas brotaban de la tierra como brotan estrellas de los cielos. Enormes volúmenes se perdían en la oscuridad, en tanto que otros surgían de ella misma como grandes carbunclos. La noche neoyorquina llegaba entre vastos trazos de luz y la sombra huía y velaba, en una ronda terca. En el Empire, seguía brillando el sol. A la distancia, la aguja rutilante del Chrysler Building se aguzaba como una antena ávida de la voz de la inmensidad. Nuevos rostros había en la terraza. Quizá eran los mismos, quizá otros, pero parecían distintos en virtud del atardecer. El hombre que subía desde las profundidades del Manhattan a encontrarse con el ocaso recibía el mensaje de la naturaleza, que debido a la hora no estaba exento de una plácida melancolía, aunque la ciudad impusiera su presencia al mismo sol muriente y sus colores últimos. Los hindúes estaban por allí, mirando al oriente con ojos fijos. Dalton parecía evocar recuerdos lejanos: —Ah, yo era sargento en una base aérea de Belem do Para… Y era una tarde como ésta, de grandes nubarrones de color, aunque el sol no caía sobre rascacielos sino en los altos árboles del trópico. Los insectos comenzaban a cantar y alumbrar. Hay grandes luciérnagas… Ésa es una tierra nueva y hermosa. En las tardes, me era muy fácil soñar… ¿Qué soñaba yo?, no lo sabía exactamente, pero me parecía que algo imprevisto debía ocurrirme y sería favorable. El campo de aterrizaje estaba recién hecho y en los bordes había tierra removida. Frente a los bosques gigantescos, a uno le daban ganas de pensar que los aviones eran pájaros salidos de la selva. Así es ese mundo… Joan y sus amigos estaban pendientes de las palabras de Dalton. Azor notó que la mente de su amigo había recibido un fuerte estímulo. Dalton se llevó la mano derecha a uno de los bolsillos del chaleco y siguió hablando con el tono de voz que anuncia. —Aquella tarde yo estaba en mi hamaca y la caída del sol comenzó a teñir las nubes. Una luz de colores sólidos se cernía entre los árboles. Un ave cantó a lo lejos y los insectos punzaban el aire con leves sonidos. Yo me eché a caminar y de pronto, en la tierra removida del borde del campo, vi una piedra que me llamó la atención. No había mucha claridad y sin embargo la vi. Envuelta en tierra húmeda, se la podía tomar por un guijarro vulgar, pero no lo era. Fui a mi barraca y la lavé. Entonces aprecié realmente que era una piedra muy extraña… Dalton la extrajo del bolsillo y la mostró a sus amigos. Joan dejó caer el folleto y la tomó para verla mejor, acercándosela a los ojos, de cara al sol. —Es un amuleto —precisó Dalton. Joan adquirió una expresión entre sonriente y asombrada. Lina apeló a sus reservas de civilización para no demostrar mucho interés y Azor miraba la piedra con ojos escrutadores. Un amuleto puede o no tener significación para las gentes, en un sentido personal, pero aun el más incrédulo admite que lleva una carga de misterio. En este caso, su cualidad mágica estaba reforzada por la actitud de Dalton, por cuanto había dicho y hecho, y era muy singular que a esa pequeña piedra estuvieran ligados sucesos que relacionaba con la suerte y el destino. El grupo estaba poseído de una curiosidad atenta y las palabras “interesante”, “extraño”, “original”, aparecieron repetidamente, combinadas en frases breves. Dalton mostraba un aire de singular complacencia ante la reacción de sus amigos. Si bien analizaban la piedra con cuidado, demostraban un interés real y podía atribuírsele todo ello, una vez más, a los poderes ocultos que el amuleto llevaba en sí. —Es un muirakitan —dijo Azor. —¿Qué? —exclamó Lina, como si la extraña palabra la asombrara. —Un muirakitan —repitió Azor. El raro nombre aumentó el interés. En el fondo de las palabras reside una dosis de magia que el hombre ha desvalorizado a fuerza de derrocharlas. Algunas religiones antiguas tienen palabras cuya pronunciación adecuada, a la cual se llega por el perfeccionamiento individual, da gracia y poderes sobrenaturales. Otras religiones siguen utilizando un idioma especial que no entiende el común de los fieles. En los comienzos del lenguaje, el hecho de poder dar nombre a las cosas, de poseerlas por medio de la voz, debió tener para el hombre un encanto maravilloso y en alguna forma oculto. El mundo comenzó a ser dominado en virtud de la palabra. El vacilante ser humano pudo orientarse por la voz. Y es revelador que en las viejas historias existan palabras mágicas que abren puertas, destruyen obstáculos, rinden voluntades y cuyo secreto no se explica jamás. El prestigio ancestral de la palabra revive ante las voces extrañas, como si su particular sonido abriera puertas cerradas en el alma. —Parece una palabra muy remota —comentó Lina. —Lo es —acotó Azor, añadiendo—: muy lejana en el tiempo… Los dedos de Joan hacían girar el amuleto llamado muirakitan, piedra tallada del color verde azulado que tienen los bosques extensos. El tallador había trabajado la roca de dos pulgadas dándole la forma estilizada de un sapo. En la cabeza oval, los ojuelos saltones tenían orificios que simulaban las pupilas. La espalda se curvaba con nitidez y las piernas contraídas se distinguían apenas, estando solamente sugeridas. Por su diseño y factura, era graciosa la figura cuidadosamente pulimentada, pero Joan parecía atraída por algo más que las líneas y se la entregó de mala gana a Lina cuando hizo el gesto de pedírsela. Ésta la tomó en forma que la piedra verdiazul quedó engastada en sus uñas rojas. Los ojuelos mirones estaban fijos en los suyos. A pesar de las raspaduras que eran las trazas del tiempo, de los siglos sin duda, la suavidad del muirakitan hizo que le pasara los dedos con una deleitación táctil. —Nunca me han gustado los sapos, pero éste tiene cierto encanto —comentó entregando el talismán a Clemente. El escritor lo mantuvo en la palma de la mano, examinándolo con actitud de conocedor, y luego lo miró contra el sol de la tarde, comprobando que estaba horadado a la altura del cuello, cosa en la que apenas habían reparado antes. —Por allí pasaban el hilo con que lo suspendían sobre el pecho —explicó—. Y no es al acaso que este amuleto representa un sapo… —¿Por qué? ¿Sabe de amuletos tanto como de cóndores? —preguntó Joan recordando su conversación de la noche anterior. —Conozco —dijo Azor—. En los pueblos de la selva amazónica, el sapo es el llamador de la lluvia, o sea del agua que es la vida… Dalton adquirió el aire de quien escucha revelaciones que están, por algún motivo, relacionadas con algo que le interesa gratamente. Su cara reflejaba una alegre avidez. La severidad del entrecejo fruncido era templada por una vaga sonrisa que distendía sus labios y brillaba en sus ojos. —Desde los más remotos tiempos —prosiguió Azor— esta piedra… jade o jadeíta… ha sido simbólica o mágica. El sol declinante daba un color de oro pálido a la terraza. La muerte del día, eterna o transitoria según lo quiera la razón, está acompañada de una sensación de misterio. Las palabras de Azor la acentuaban en cierto modo. —Ahora recuerdo una fórmula cabalística para el uso del jade —dijo—. Me la ha hecho recordar el atardecer. En un movimiento imprevisto, poniendo la piedra en riesgo, la arrojó hacia lo alto y mientras descendía, la atrapó al vuelo con la mano. Iba a repetir el lance, pero la mano de Dalton cayó sobre la suya, como una zarpa, y prácticamente le arrebató el amuleto. —¡Podría soltarla! —exclamó—. ¿Se figura usted? Hablaba como si la piedra hubiera podido caer sobre el muro y rebotar de allí para perderse en el vacío y hacerse añicos en las salientes del edificio o las profundidades de Manhattan. Dándose cuenta de su exagerada alarma que había causado que las muchachas lo miraran con extrañeza acompañada de ahogadas risas, Dalton devolvió el amuleto al escritor, diciéndole: —¿Ésa era la fórmula? A veces le gusta hacer bromas, Azor. —No, nada de eso —contestó riendo el aludido—. Quería ver hasta qué punto cree usted en su piedra… —Yo creo en Dios —afirmó Dalton— pero… si perdiera este amuleto, me faltaría algo… No se ría. —Me hizo gracia su alarma —explicó Azor dejando de reír, y añadió—: Yo respeto su creencia… —¿Pero cuál era la fórmula, Clemente? —preguntó Lina, interesada por el giro que habían tomado las cosas. Después de un breve silencio, Azor habló con un tono en el cual no había nada de broma. —La fórmula es de Egipto —dijo—. Allí, trabajaban la piedra dándole la forma exacta de un rectángulo, marcándola con los números 1811 y montándola en oro puro… Así comenzaba el rito: con números mágicos y oro… Luego, en una hora como ésta, a la puesta del sol, seguramente ante ese sol sangrante que cae sobre los desiertos, se le echaba el aliento tres veces y otro tanto se hacía al amanecer, repitiendo quinientas veces en cada caso la palabra Thoth, dios egipcio proveniente de dos divinidades lunares. La piedra era finalmente ligada con un hilo rojo, el hilo de la vida… El dueño del talismán tenía asegurado el éxito, pues nadie podía negarse a cualquier favor o servicio que demandara. —¿Y era cierto eso? —preguntó Joan, rompiendo un silencio de labios plegados y ojos fijos. —Es lo que creían los egipcios —contestó Azor sin dar mayores explicaciones, entregándole el muirakitan que Joan quería tomar de nuevo. —Cosas como las que ha dicho quería escuchar —comentó Dalton. En la cara de Lina había una sutil melancolía y buscó a Azor con sus grandes ojos pardos, que tenían algo de la abrillantada oscuridad de la penumbra. A la alta terraza llegaba ya la noche y el salón de té, que se extendía tras la estructura de vidrio, comenzó a proyectar hacia afuera un claro resplandor. En el cielo se desleían tintes rojos y azules estriados de oro. La terraza se había ido quedando sin gente, aunque ellos no lo notaron, interesados como estaban en las palabras que decían y en lo que cada cual portaba en sí como un mensaje que aun podía ser tomado por la razón que los hacía estar juntos y en espera. Soplaba un viento fuerte resonando en los muros. Lina echó una ojeada a su reloj, aunque no viese claramente la esfera, haciendo el gesto de irse. —No se vayan —dijo Joan. —¡El tiempo ha volado! —exclamó Lina a guisa de explicación. —Espero que no se vayan —reclamó Dalton—. Usted, Azor, tiene que contarme todo lo que conozca de esta piedra. Sus palabras, no obstante ser dichas como al desgaire, revelaban un deseo casi fervoroso. Dalton añadió: —Podríamos tomar un trago ¿ah? —Es la mejor manera de conversar —bromeó Azor. Como si fueran empujados por el gesto que hizo con los brazos el hombre que conocía el misterio del jade, subieron por las gradas que ya hemos visto, entrando al salón de té. Se hallaba separado de la terraza por paredes de vidrio. El cielorraso, en el cual se ahondaban lámparas convexas guarnecidas por aros de bronce, estaba sostenido por columnas hexagonales. Las mesas y las sillas refulgían en sus partes niqueladas y el mostrador, situado al fondo, estaba cruzado de cintas metálicas. Todo era brillante y aséptico, inclusive la muchacha rubia que se acercó a servirles. Azor y sus amigos sentáronse ante la primera mesa que hallaron vacía. Desde allí podía verse el barrio industrial. El cielo tornábase oscuro mientras la tierra levantaba grandes hachones de luz. Resplandecían columnas y poliedros ganando incesantemente la sombra. Naturalmente, en el salón de té se servía también whisky. Azor y sus amigos lo pidieron escocés con soda. Joan dejó el amuleto sobre la mesa y al mirarlo, dilatado a través del vaso de whisky opalino que burbujeaba con grata frescura, Dalton dijo: —Parece un retazo de la selva. La servidora se demoró en llenar los otros vasos adrede, poniendo los ojos más en el pequeño sapo que en su quehacer. Hubiera querido estarse allí para contemplarlo detenidamente y enterarse de las particularidades que tuviera, según se dedujo de la forma tenaz en que, al marcharse, lo miró de reojo. En la figurilla estallaba la luz proyectada por una de las lámparas, haciéndole despedir esmeraldinos reflejos. Agitaron sus vasos con las varillas densamente azules que la servidora dejó, produciendo esa tenue música que, al mezclar las notas claras del cristal y las opacas del hielo, es el preludio de la bebida. —Salud. —Salud. Azor y Dalton bebieron con discreta decisión, como en los tiempos en que el segundo ponderaba a Dickens, y las muchachas bebieron con discreta mesura. La pareja hindú estaba en una mesa contigua, sorbiendo jugos con cañas de avena. El hombre del turbante, al advertir el muirakitan, sonrió a Joan tal si le perdonara su intromisión de la tarde y quedose en una actitud de acecho. La mujer del lunar rojo dijo unas cuantas palabras de su idioma extraño. El salón de té daba a un pasadizo al cual llegaba el ascensor que subía hasta la torre del edificio más alto del mundo. El oído fino de Azor percibía un murmullo de bronce y electricidad, pensando al mismo tiempo cómo, en media civilización mecánica, un pequeño talismán primitivo adquiría inusitada importancia. En torno a la figurilla de piedra se había abierto un silencio lleno de expectación. Azor estaba hasta cierto punto obligado por tal silencio. Bebió unos tragos más y dijo: —Ciertamente, esto viene de lejos… La servidora rubia, cuyos ojos verdes tenían el color del amuleto, llegó a ver si querían más whisky aunque era demasiado pronto para que pensara así, y luego preguntó algo a los hindúes. Azor hizo una pausa para mirar a Joan. La pierna suave de Lina rozó la suya y luego se alejó. Estaba muy hermosa Joan. La noche tenía un cálido emblema en su melena y la luz, plasmando su rostro con violentos contrastes de claridad y sombra, acentuaba la nitidez de sus facciones. Brillaban sus ojos profundos y en su boca había una sonrisa inocentemente voluptuosa. Azor volviose luego hacia Lina y vio que las aletas de su nariz vibraban. Ella tomó un trago de whisky y echó al amuleto y a Dalton una mirada con la cual, más bien, quería rehuirlos. Dalton mantenía la cabeza erguida, seguro, envuelto en el prestigio de la suerte. Azor, con la cabeza de cabello hirsuto inclinada sobre la mesa, ordenó sus recuerdos advirtiendo que el ágil juego de emociones iba y venía como un oleaje. El muirakitan presidía el grupo con la impasibilidad propia de las fuerzas elementales. —Pues sí —dijo Azor—. Plinio afirma que en todo el Oriente se usaba el jade en los amuletos. Los chinos lo han tallado con veneración. —En el Museo Metropolitano he visto joyas y amuletos pulidos con refinamiento asiático —advirtió Lina. —Sí, allí los hay —siguió diciendo Azor— y Confucio consideró al jade un símbolo de virtud. —¡Eso es serio! —estalló Joan, haciéndolos reír. Y Azor: —Desde luego, la virtud tiene implicaciones milagrosas en la mente china… En los tiempos bíblicos el jade era piedra divina y se la usaba en la circuncisión… En Europa los amuletos de jade aparecieron en la edad lacustre. El hombre, que se protegía por medio del agua, encontraba ya en el jade su más seguro protector. —¿Hasta dónde nos va a llevar siguiendo el jade? —preguntó Joan, por halagar al narrador. —Hasta donde sea —interrumpió Dalton con entusiasmo—. Es indudable que hay una íntima relación, más secreta de lo que podemos imaginar, entre el hombre y las cosas. —¿Qué? —exclamó Lina con una retadora sospecha. —Eso, eso mismo —siguió diciendo Dalton—. Creemos que estamos en relación con la gente, con los seres animados en general. En parte es cierto. Pero dependemos también de las cosas… Ese rubí que lleva en el anillo, por ejemplo. Es parte de su vida, Lina. Si no lo poseyera, usted dejaría de ser lo que es en alguna forma… Sin contar con lo inexplicable… Lina dijo: —Un rubí es ciertamente hermoso. Tratando de entender lo que habían dejado de decir, mantuvieron ese bello recogimiento que suele nutrirse de sugerencias. Joan tomó el amuleto casi maquinalmente y lo volvió a dejar donde estaba. —Los maoríes de Nueva Zelanda —prosiguió Azor, interesado en las reacciones que provocaban sus palabras— atribuyen gran poder a las piedras de jade. Para los turcos eran símbolos de fuerza y las usaban en las empuñaduras de sus espadas. Un maorí, provisto de una piedra de jade, puede cruzar entre el fuego, si quiere. —Sí, cierto —interrumpió de nuevo Dalton, llevándose el vaso a la boca como para incrementar su entusiasmo. —¿Por qué dice eso, Ray? —le preguntó Joan añadiendo—: Creo que usted no estuvo nunca en Nueva Zelanda. ¿Cruzó entre el fuego? —Algo parecido —respondió Dalton— el jade es una piedra de secreta eficacia… Usted cree lo mismo, Azor… No está hablando solo por ilustrarnos. Azor bebió disolviendo en los bordes del vaso una vaga sonrisa. Dalton ya había terminado con su whisky y pidió más. La servidora rubia estaba a la mano. Joan y Lina se miraron con una renacida rivalidad. El hindú seguía observando al grupo, lo acechaba como hemos dicho, aunque al hacerlo empleara una cautela asiática. Lina dijo: —¿Pero usted cree, Ray —acentuó el diminutivo Ray compitiendo con Joan—, que este amuleto tiene poder realmente?… Tales palabras se le antojaron extraordinariamente insólitas a Dalton, por mucho que de una mujer que quiere hacerse presente a un hombre, diciendo cualquier cosa, no sea dable esperar mucha lógica. —Ya oyó usted lo que dijo Azor —repuso con severidad, invocando las palabras de su amigo a guisa de testimonio definitivo. Y señalando con el índice la figurilla, impasible, poniéndola una vez más en consideración, añadió—: esta piedra… este amuleto mismo… verán ustedes… Encendió un cigarrillo y tras una bocanada de humo, que onduló en el aire lentamente, comenzó a hablar. Su faz curtida tenía una expresión de revivido asombro y sus ojos claros parecían mirar imágenes lejanas. Azor se puso a fumar también y las muchachas adquirieron una actitud en la cual se confundía su interés en las revelaciones con otro estrictamente personal en Dalton. —Cuando encontré este amuleto —decía el veterano con un tono convencido y un tanto confidencial— salí de la nada… Los moradores de las cercanías iban a verme y a ver la piedra. Yo era el hombre de la suerte. Entre nosotros, los de la base aérea, unos lo tomaban en serio y otros en broma. Lo tomaban en serio quienes tenían patas de conejo o herraduras… Pero los nativos estaban excitados. Contaban toda clase de historias acerca de la piedra, que ellos llaman piedras de las amazonas… —Muirakitan es el nombre antiguo —exclamó Azor. —Bien —prosiguió Dalton—, una de las más recientes historias decía que en la isla de Marajó, isla boscosa y grande en medio río, un hombre encontró una amazona que le dio un amuleto… Parecido a éste, desde luego. El afortunado se fue a Río de Janeiro y tuvo cuanto quiso. Era dueño de la suerte. Se le ocurría una cosa y, como esto… (Dalton hizo chasquear los dedos pulgar y medio) la conseguía… Nadie hubiera deseado nada mejor que tener también un amuleto, pero son contados. Era, entonces, algo muy personal que a mí me hubiera tocado uno. ¿Por qué? Es lo que me pregunto hasta ahora y la única respuesta que me he podido dar… dejaré que ustedes juzguen. Les advierto que yo comencé a tomar el asunto con calma. Era original, ciertamente, pero no le di ninguna significación especial. ¡Pasan tantas cosas! Cierto día, uno de los nativos me dijo: “Tenga usted cuidado: le pueden robar su piedra”. No había pensado en eso y la advertencia me extrañó. Luego noté que era realmente acechado y hubo alguien que quiso asaltarme. En las gentes que al principio me admiraban como al hombre de la suerte, se había producido un cambio. Querían también tener suerte; quitarme la mía. Dalton echó un vistazo en torno, como si todavía temiera que el amuleto le pudiera ser robado y tropezó con los ojos fijos del hindú, quien esquivó la mirada sin ninguna turbación, en tanto que la mujer del lunar rojo le decía, con acento cauteloso, unas cuantas palabras a las que no respondió. —Otro día —prosiguió Dalton observando al hindú— llegó al campamento un hombre llamado Moraes. Vino, sin duda, a proponerme la compra del amuleto. No se lo vendí a pesar de que, por haberle contado yo un hecho singular, mejoró su primera oferta y quiso darme una cantidad considerable. Era tarde para él… En sus últimas palabras había un dejo de compasión… —Quiere usted decir con eso —apuntó Azor—, que usted ya no podía desprenderse del muirakitan. —Ciertamente —admitió Dalton— y fue a causa del pretendido asalto de que les hablé. Cosa notable. Dejó de observar al hindú, que hacía con toda naturalidad su papel de perfecta indiferencia, y aun a sus inmediatos oyentes. Era de nuevo como si estuviera en su pasado lleno de azares y revelaciones. —Me acechaban, querían robarme el amuleto. Estaba yo bañándome en el río, cierta vez, en ese gran río que es un mar en marcha, y noté que en la orilla un hombre registraba los bolsillos de mi uniforme. Di un grito de amenaza y nadé hacia la ribera, mientras el ladrón desaparecía entre los árboles. Encontré mi amuleto en el bolsillo que lo guardaba. El tipo no había logrado dar con él. Las huellas del hombre estaban marcadas en la arena, pero luego se perdían en el lecho de hojas caídas del bosque. Los inmensos troncos habían escondido también su figura. Me di a pensar en asegurar el amuleto y comprendí que en mis bolsillos no estaba seguro. Tampoco quería tenerlo lejos de mí. Entonces, suponiendo que así lo hicieron sus primeros dueños, mucho, mucho tiempo atrás, le pasé un hilo y lo llevaba colgado del cuello. Lo sentí al principio frío sobre mi pecho, bajo las ropas, pero luego se entibió y advertía su presencia solo al hacer movimientos bruscos. Yo reía entre mí, pensando que dejaba burlados a los ladronzuelos. Hubieran tenido que matarme si lo querían poseer. Curiosamente, eso fue lo que se intentó. Era un hombre de mirada torva y barba renegrida, siempre a medio afeitar, que usaba un sombrero de paja amarillenta y camiseta rayada a lo ancho de varios ocres. Ignoraba su nombre, pero lo llegué a conocer de tanto tropezármelo. Primero lo vi rondando la barraca y luego seguirme por las calles de Belem, atisbarme disimuladamente en restoranes y bares. No le podía pedir explicaciones. Todo parecía una simple coincidencia… En ese tiempo yo era sargento y le conté lo que ocurría a mi inmediato superior, el subteniente Spark, pidiéndole que me dejara salir armado. Se rió y me dijo que, para librarme de preocupaciones, regalara el amuleto a alguno de los nativos. No le daba importancia. Así es la mente de los civilizados cuando, por primera vez, juzga estas cosas. Pero yo no iba a ceder mi amuleto por eso. No tenía por qué renunciar a lo mío. Y sucedió que una noche, tarde ya, volvía a pie al campamento. Me había demorado en la ciudad conversando y bebiendo copas con algunos amigos. Eran de Belem y, como ocurría con frecuencia, hablábamos del amuleto. Me contaban, por milésima vez, la historia del hombre de Marajó y me hacían toda clase de buenos augurios. Entre trago y trago, yo estaba por creerles. Cuando salí en busca del jeep que debía llevarme, ya había partido. Solíamos dejarlo en cierta calle y nos poníamos de acuerdo para volver a determinada hora. Yo tenía cuarenta minutos de retraso. Los muchachos se habían cansado de esperarme y se fueron. No soy malpensado y nunca creí que esos amigos de Belem me entretuvieran de propósito, aunque lo que un rato después me pasó podría justificar la sospecha. El caso es que me fui a pie a la base aérea, como ya les dije. Saliendo de la ciudad, la luna creciente arrojaba a la sombra de los árboles sobre el camino, en el cual lograba albear la huella de los carros. No había visto en todo el día al hombre que me perseguía. Ni siquiera lo recordaba en esos momentos. Caminaba completamente desprevenido y, por eso mismo, me llevé una gran sorpresa cuando, de pronto, lo vi surgir de entre los árboles y plantarse en medio camino. Estaba como a diez pasos y, aunque llevaba un saco gris cubriéndole la típica camiseta a rayas, lo reconocí por la traza. Yo me detuve casi instintivamente. Con el sombrero de paja inclinado sobre el rostro, tenía un aire de solapada amenaza. Llevándose la mano derecha al cinturón, hizo refulgir la hoja de un puñal. En momentos de peligro, uno suele pensar y tomar decisiones con una rapidez pasmosa, según pude comprobarlo en esa ocasión y, más tarde, en el frente de combate europeo. Aquella noche, pensé que si corría, el hombre podía alcanzarme y apuñalearme por la espalda, sin tener yo posibilidad de defensa. Para peor, acaso era de los que tiran puñales desde lejos. Si avanzaba hacia él y no me hería mortalmente al comienzo, yo podía luchar y tal vez desarmarlo y vencerlo. De modo que avancé. No puedo precisar cuánto tiempo me detuve. Un minuto o menos, quién sabe segundos. Que yo avanzara pareció desconcertarlo. ¡Sabe Dios qué reacción esperaba de mí! Quiso avanzar también y apenas dio un paso. Ya estaba muy cerca de él, cuando con rápido movimiento guardó el puñal. Eso me desconcertó a mi turno. Yo me había preparado a luchar y quise atacarlo a pesar de todo (¡uno es así cuando despierta el combatiente que lleva dentro!), pero me contuve con algún esfuerzo. Mi mente conocía el peligro y lo evitaba. Haciéndome a un lado, pues él estaba inmóvil como un poste, iba a pasar, cuando me dijo, tratando de darme una explicación de su actitud, con una voz cavernosa apagada por la renuncia: “¿Tiene un cigarrillo?”. Le di el cigarrillo y como lo tomó con la derecha, la mano del puñal, le di fuego. A la luz del encendedor, vi sus ojos. No pudo herirme y en el turbio brillo de sus ojos había temor y rencor, un respeto y un odio penoso. ¡Nunca olvidaré esos ojos torturados! Seguí andando, sin mucha prisa, como quien continúa su camino. La silueta negra del hombre, inmóvil allá bajo la sombra de los árboles, se fue haciendo menos visible a medida que me alejaba. Al volver la cara, distinguía de cuando en vez, la luz roja del cigarrillo. Al fin perdí de vista hasta la pequeña brasa. Mientras no dejé de ver algo de aquel desesperado, me pareció que constituía un peligro, una amenaza de puñal listo. Solo ya, me envolvió el inmenso silencio de la noche, quebrado levemente por el chirriar de los insectos y el rumor de mis pisadas en los guijarros. La luna se había levantado sobre los árboles y brillaban grandes estrellas. Habría podido escuchar sus pasos, verlo fácilmente, pero yo caminaba solo. Y caminaba pensando en el extraño caso, analizándolo mejor conforme iba recuperándome de la impresión. Yo no había recordado el amuleto en el momento de peligro, pero mi perseguidor sí. Me daba cuenta de eso claramente. Entonces comprendí el valor de lo que poseía y por qué los nativos me consideraban un hombre de suerte. Fue en esos días que le escribí a usted, Azor, que me había sucedido algo extraordinario… Dalton hizo una pausa. Podría decirse que volvía al salón de té del Empire Building. Bebió lentamente mientras Lina decía rozando con el índice las suaves curvas de la figurilla de piedra: —¡Jamás me habría imaginado tales cosas! Joan comentó: —Entonces es que… Interrumpiose como si hubiera estado en riesgo de manifestar algo impertinente y que al mismo tiempo pudiera turbar a Azor, quien había sacado su libreta de notas y apuntaba algo. —Usted puede escribir lo que guste, Azor —dijo en tono retador Dalton—. Quiéralo o no, su bella historia tendría la pretensión de explicar las cosas… La vida es más misteriosa que las novelas, pues si en éstas todo queda al fin explicado, en la vida hay cosas que nadie puede explicar… Azor terminó de tomar sus notas en una quebrada letra que de seguro solo él entendía y como si no hubiera escuchado las palabras de Dalton. De ordinario tenía un aire distraído y fue tomado con naturalidad que, sin hacer la menor alusión a las apreciaciones de su amigo, le dijera: —Permítame preguntarle algo. ¿Estuvo Moraes entre los que lo entretuvieron aquella noche? —Estuvo —replicó Dalton— pero creo que no tuvo que ver con el lío. De los otros no podría asegurar nada. Me di cuenta de ello porque, cuando Moraes fue a comprarme el amuleto, me ofreció de primera intención cien contos. Me negué a vendérselo como ya les he dicho y él insistió tanto que hube de referirle la forma en que el amuleto me salvó. Se quedó pasmado, como quien escucha una estupenda noticia y verifica al mismo tiempo su fe. Entonces me ofreció doscientos contos. De hecho, era tarde para él. Quizá en ese tiempo yo no estaba completamente convencido del poder de mi amuleto, digo completamente, pero comenzaba a admitirlo. Quise esperar… —¿Y? —demandó Joan, viendo que Dalton hacía otra pausa al advertir que la servidora rubia, con sus idas y venidas, que ya habían sido varias, demostraba más afán de curiosear que de servir. —Lo que vino luego es una “y” muy larga —contestó entre serio y sonriente Dalton—. Para hacerles la historia en orden… A usted especialmente, Joan. Pues… Yo debía ser castigado por presentarme tarde al campamento. Cuando le conté lo ocurrido al subteniente Spark, se rió de nuevo y me dijo: “O usted estaba borracho o ese amuleto y los cuentos de los nativos lo tienen mal de la cabeza”. ¡Pobre subteniente Spark! Él mismo se había de convencer más tarde, como ya les contaré. Me preguntó muy serio: “¿Usted vio realmente que el hombre sacó el puñal y luego, así como así, desistió de atacarlo?”. Le contesté que no estaba borracho y me di cuenta de todo. Spark terminó: “Pase por hoy y se le suspende el castigo, pero no me venga con esas historias en el futuro, ni ande en compañías dudosas. Usted debería escribir novelas”. De que vi el puñal, yo estaba cierto y de que el hombre que quiso asaltarme perseguía mi amuleto también lo estuve por lo que sucedió después. Pero sigo con mi historia en orden… Los muchachos de la base aérea se rascaban la coronilla oyéndome y los que tenían sus modestos amuletos sin pasado… bueno: dejaron de burlarse de que llevara el mío colgando del cuello. Ya no era un salvaje o por lo menos era un salvaje completamente respetable. No se daban cuenta de que antes habían reducido el asunto a la forma de cargar el amuleto. Aburrido de los comentarios, iba a sentarme al pie de un árbol rojo que había no lejos del campo de aterrizaje, allí donde comenzaba la selva que se libró de la tala. Ese árbol, grande y frondoso, de hojas anchas, daba una agradable sombra. Pero no es de todos los días que uno se acoja a la sombra de un árbol tan singular y terminó por hacerme una rara impresión. Era como si al entrar bajo su fronda, entrara en un mundo desconocido. Es lo que me ocurría en general. Imagínense lo que puede significar la selva para un hombre de Nueva York. El árbol rojo adquiría una rotunda precisión, dentro del intrincado océano de árboles, pero no lograba ver claro. Estaba envuelto también en la selva. Me hacía pensar la rumorosa inmensidad vegetal que había en ella algo mágico. Mi amuleto, acaso, o más seguramente quienes lo hicieron. Esa mujer de la isla de Marajó parecía de leyenda, pero ¿quién hacía los amuletos, qué daba poder a la piedra tallada? Mis pensamientos lindaban con el sueño. Sé que ante ustedes debo atenerme a los hechos, a los fenómenos visibles. No a lo que ocurría en mi alma. Este amuleto vale, no por lo que yo imagine sino por lo que vale en sí. Lo he comprobado. El caso es que habían llegado aviones nuevos. Eran de caza, pequeños, y los armamos rápido. Debíamos probarlos. A los dos o tres días del asalto frustrado… ahora recuerdo que fue a los tres, porque a los dos días un piloto que tenía una pobre pata de conejo se rompió el tobillo. Los amigos del narrador rieron. —¿Divertido, no? —comentó Dalton un tanto amoscado—. Ustedes deben analizar… Nada más apropiado para ignorar la vida que la risa del escéptico. No habían reído de escepticismo, ciertamente. Dalton tenía ese candor de los convencidos que, a menudo, hace que se ría ante ellos como se ríe ante los niños. Lejos estaban de querer burlarse ni deseaban interrumpir la singular jornada a través de hechos desacostumbrados, por no decir ya enigmáticos, que naciendo en un pasado cuya antigüedad no estaba precisa, parecía prolongarse hasta el presente de manera más imprecisa todavía. —Aunque se crea lo contrario, no es fácil ser escéptico —afirmó Azor. Dalton complaciose de tales palabras, que tomó a modo de satisfacción. —Como les iba diciendo —continuó—, a los tres días del asalto, salimos Spark y yo a probar uno de los aviones recién llegados… Despegamos bien, pero algo falló. Un avión nuevo es como un caballo joven. Reluce y está lleno de fuerza, pero puede fallar. Así sucedió aquella vez y lo peor de todo era que no nos dábamos cuenta. Volamos un momento sobre el río Amazonas, luego rumbeamos hacia el bosque. Volar sobre la selva es cosa de ver para sentir. Hay bajo las alas una especie de tierra verde azulada hecha de copas de árboles, con llanuras, con colinas, con quebradas y todo, menos gente. Esta tierra de árboles se arrebata por momentos levantando montañas encrespadas, pero con más frecuencia se extiende por planicies y oteros de blanda curva. Uno sabe que todo es vegetal, más la impresión fantástica se afirma y resulta en la imaginación una tierra extraña y sola. Un verdadero río, un afluente del Amazonas, es allí una sorpresa de color, prieto tajo del agua en la inmóvil extensión hecha de hojas. Se puede volar miles de millas, pues el bosque amazónico es infinito, sin ver otra cosa. Las ciudades y aldeas son los oasis del desierto vivo. Sentimos orgullo del oficio de aviador viendo tales cosas. Hay mundos nuevos. Para mí, todo esto tenía un encanto en cierto modo personal. De hecho: personal. Mi amuleto era un producto de la selva y, por el color, una síntesis del bosque. ¡Endiablada cosa! Las profundidades de la selva guardaban el secreto de su don y solo tenía ante mis ojos la superficie, como un enorme jade tallado. Yo iba al timón y tomé el rumbo de la isla de Marajó… En ese momento se me ocurrió hablar por radio con la base, a fin de que supieran a dónde íbamos. El aparato de radio no funcionaba… En un día claro, yendo en un buen avión, ¿qué importancia tenía hablar? Seguimos… El avión respondía con justeza al tablero de mando. De un momento a otro, un avión apareció a nuestras espaldas, llovido del cielo, y esto no es metáfora. Enfiló hacia nosotros como si quisiera embestirnos. “¡Están locos!”, dijo Spark. Pasó cerca, curvando el vuelo con gallardía, y el compañero del piloto nos hizo señas. Moviendo repetidamente el brazo, mostraba algo bajo el avión nuestro y el suyo. Nosotros miramos hacia abajo, naturalmente, allí estaba la selva y a lo lejos, bordeándola como un mar de hierro, el río Amazonas. El avión dio la vuelta y se fue con la misma rapidez que lo trajo. Era evidente que pasaba algo, aunque nosotros no lo supiéramos. El tiempo era alentador, nada inquietante se veía en el bosque ni en el río y el avión funcionaba con esa sensitiva precisión que los asemeja a un ser viviente. Por las dudas, disminuimos la velocidad y luego, pensándolo mejor, decidimos regresar. A la distancia, cubierta por una tenue niebla, alcancé a distinguir la isla de Marajó. Sobre las lejanías amazónicas cae siempre un fino velo de neblina, como ese que cubre los cuadros de Corot, según pude apreciar más tarde en París. Ahí estaba la isla, señera y vaga ante mis ojos, y al verla así, la historia del amuleto adquiría un toque de leyenda y al mismo tiempo, esto es lo extraño, de posibilidad. De regreso, pensamos que acaso nos pidieron que exploráramos esa zona y nos pusimos a dar vueltas, volando bajo, lo más bajo que podíamos, sobre el bosque. Las alturas de la selva estaban habitadas por pájaros de todas clases que volaban asustados al paso del avión. Sobre el denso tapiz verde había un temblor de alas negras, blancas, rojizas, grises… Las hojas lozanas brillaban al sol y hasta alcanzábamos a distinguir ramas y tallos oscuros. Aquello era ya conocido por nosotros. Nada justificaba la especie de alarma con que nos habían hecho señas. ¡El avión apareció otra vez! Nuevamente se vino derecho hacia nosotros pero, al pasar, el compañero del piloto levantó una rueda. La puso en alto con los brazos y luego señaló nuestro avión. Nosotros asomamos la cabeza y vimos de lo que se trataba realmente. Nos faltaba la rueda derecha, que de seguro fue mal ajustada y se zafó al despegar. El eje no era más que un muñón. ¡Diablos! Lo primero que hicimos fue tomar altura, como si eso fuera bastante. Bajar era el problema. Nuestros informantes se fueron con cierta lentitud, volviendo de rato en rato la cabeza para ver qué hacíamos. Demasiado sabíamos todos que nadie podía hacer nada por nosotros, salvo nosotros mismos. En nuestra pericia o en nuestra suerte para aterrizar con una sola rueda se hallaba la salvación. Spark y yo nos miramos sin decirnos nada. La idea de la muerte nunca es clara hasta que se la confronta con un riesgo cierto. Entonces, adquiere una brutal simplicidad. Yo la vi en los ojos de Spark. A mí me vino por segunda vez, aunque ahora de modo más preciso. Quién sabe por eso me vino a la cabeza la idea de mi amuleto, del que no me acordé cuando el asalto. Y al pensar en mi amuleto se me ocurrió casi al mismo tiempo la forma de aterrizar. Spark me gritó: “¡Vamos a la playa!”. Lo que deseaba era que enterráramos el avión en la arena de la playa, pero eso podía fallar. Yo sabía que la playa es a trechos arcillosa, dura, y otras veces tiene palos varados a medio enterrar. Un choque allí, y estábamos hechos pedazos. “No”, le dije, “voy al campo”. En momentos de riesgo tiene la razón el que se muestra más seguro. Spark me dejó hacer. Aceleré y pronto estuvimos sobre el campo de aterrizaje. ¡Había que ver la expectación! ¡Toda la base aérea estaba con la cabeza para arriba! Pasé sobre el campo, volando bajo. Magnífico campo, amplio y llano, en el que sin embargo podíamos morir. Casi podía ver en la actitud de todos, que se preguntaban lo que pensaba hacer. Pasé de nuevo, haciendo señas de que se retiraran del lado derecho. Me entendieron y quedó un amplio espacio en esos contornos, libre. Entonces, lentamente, tomé tierra un tanto inclinado sobre la rueda izquierda y encaminé el avión fuera del campo. El eje sin rueda, ese muñón inútil, se enterró en el montículo donde yo había encontrado el amuleto y el avión se detuvo. Los mirones dieron gritos de júbilo. Uno aplaudió como si hubiera estado viendo una película. Yo paré el motor y salimos con cierta lentitud, pues nuestros nervios se habían quedado laxos. Uno de los jefes dijo: “¡Un gran aterrizaje de emergencia!, ¿cómo se le ocurrió?”. Yo no contesté nada y me limité a mirar el montículo de tierra donde, algún tiempo atrás, había recogido esta pequeña piedra. Spark fue quien me preguntó directamente más tarde: “¿Llevaba el amuleto consigo?”. Le contesté que sí y que al recordarlo tuve la idea de aterrizar como lo hice. “¡Es curioso!” comentó, pero, al parecer, todavía no le daba importancia al asunto. Es posible que hasta ese entonces tuviera un concepto diferente de la suerte o que fuera para él, como para la mayoría, una palabra convencional, en el mejor de los casos una versión modesta y accidental del concepto del destino. ¿Qué es la suerte para casi todos? Se dice: Buena suerte, mala suerte. Pero el misterio que hay en la suerte no es tomado en cuenta. Un amuleto da suerte, buena suerte, ¿por qué? He llegado a creer que este talismán trae en sí algo desde el fondo de quién sabe cuán remotos tiempos… *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El barco fantasma
Minicuento
Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos¹ vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Diose el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las aguas, recobrando su forma de peces. El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El barco era chato, el shipibo limitose a alcanzar los racimos y ni sospechó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma. El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico procedente del barco fantasma. Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos, como campanas… FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El brillante
Cuento
El claro sol tropical, que al bajar del avión les pareció un estallido de luz, untaba ahora las estrechas calles de San Juan. Las gentes deambulaban con lentitud. Las puertas de las tiendas solas simulaban un bostezo en la modorra cálida del mediodía. Desde alguna, salían las notas cadenciosas de un bolero. Y desde más allá de los acantilados, ayudado por ráfagas de viento, llegaba el son del mar. Unas palmeras, en el recinto ardiente de una plaza, se erguían a otear el cielo nítido. Levantando su silueta angulosa sobre las casas bajas, un incipiente rascacielos era una incrustación de la historia. Habían ido de compras y estaban en el plácido momento en que éstas terminan. En realidad, la placidez era disfrutada por él. A las mujeres siempre les queda la impresión de que algo dejaron por comprar. La de Clemente no era en este caso una excepción, pese a que tenía algunas cosas raras que la hacían diferente, comenzando por su nombre: Nydia. —¿De qué me habré olvidado? ¿No necesitaremos nada más? —preguntaba. Se hubiera dicho que deseaba comprar el mundo. —Nada —afirmaba con cierta humorística seguridad Clemente, pese a que nunca estaba seguro de lo que quería o no quería comprar su mujer. En otros tiempos se había opuesto, con poco éxito, a que su casa fuera transformada en un museo. Menos mal que ahora habían salido, como quien dice, en pos de caza mayor, o sea de muebles, y él no estaba cargado de paquetes. Así es que placenteramente se dedicó a observar la ciudad, nueva para sus ojos, y cuanto surgía al paso, según era su costumbre, la que por cierto le había proporcionado algunos materiales para ejercitar su oficio de novelista. De pronto, le pareció que un hombre de solapada actitud los seguía. Luego tuvo la certidumbre de que los seguía realmente y creyó que se trataba de un ratero. Sonriose pensando que llevaba solo dos dólares en la cartera y que no había tanta gente como para provocar el encontronazo propicio a la maniobra que seguramente haría el sujeto. Clemente había estado, si bien por razones políticas, en la cárcel y allí aprendió la técnica de muchas malas artes. El hombre aquel acecharía el momento en que se produjera una aglomeración y fingiría tropezar con el forastero, al mismo tiempo que con la zurda le extraería la cartera presumiblemente repleta. Clemente pensaba sorprender a Nydia desbaratando el juego del ladino. Para sorpresa del Sherlock Holmes por cuenta propia, el perseguidor apresuró el paso y por fin se le acercó en un lugar bastante descampado de la vereda. Decir que se acercó no sería del todo exacto. Evidenciando el propósito de hacerse notar, le rozó el hombro, arqueando un cuerpo magro que terminaba en una cabeza angulosa. Llevó rápidamente la mano al bolsillo del pantalón y extrajo un estuche de carey que abrió más rápidamente todavía, con un diestro empujón del pulgar, dejando ver un anillo coronado por un brillante luminoso. “Mire”, dijo. Cerró el estuche con toda la mano, lo metió de nuevo al bolsillo y siguió adelante, a paso rápido. Su solapada actitud era la del perseguido. —¿Qué tenía? —preguntó Nydia. —Un brillante —contestó Clemente, sin darle importancia. El extraño sujeto se detuvo a media cuadra y esperó a la pareja, fuera de la vereda, tras un auto. Vestía una vieja camisa ocre y pantalón amarillento, por no decir gris de puro raído. Sus zapatos estaban gastados. El cabello peinado hacia atrás, abundante y nigérrimo, hacía resaltar las protuberancias de su frente. Los ojos le brillaban en el fondo de cuencas muy hondas y la nariz roma se alzaba de mala gana sobre una boca ancha, de labios fláccidos. Pómulos y quijadas, cubiertos ajustadamente por la piel cetrina, daban la impresión del hueso descarnado. El cuello sobresalía del cuerpo magro levantado por notorios tendones. La pareja avanzó, vereda adelante, y el extraño se acercó de nuevo. Con la misma sospechosa actitud y el mismo rápido movimiento, extrajo otra vez el estuche, que traqueteó claramente ahora, atrayendo las miradas de Nydia. El hombre de la piedra preciosa, dirigiéndose a Clemente, con inquieta premura, terminó por mascullar: —Tiene un quilate, pero se lo dejo en treinta dólares… —No —respondió el aludido. El tipo hizo desaparecer el estuche en el bolsillo y siguió caminando deprisa, para detenerse más allá. Miró hacia adelante y atrás, con rápidos movimientos de cabeza, mientras la pareja proseguía. Estaba visto que necesitaba vender su brillante. Por segunda vez ofreció: —Se lo dejo en veinte dólares. Su voz temblaba un poco. —No, no pierda su tiempo —contestó Clemente—. No compro cosas en la calle. El frustrado vendedor permaneció inmóvil y estuvo mirándolos hasta que doblaron la esquina. Aparentemente, se quedaba en espera de otro posible comprador. —¿Crees que no vale los veinte dólares? —preguntó Nydia. —Eso —afirmó Clemente—. Y si los vale, debe ser una cosa robada. ¿Viste qué facha?… —En tal caso, costará más —apuntó Nydia. —Nos ha visto caras de extranjeros —sentenció Clemente, con la entonación de quien da por terminado un asunto. No lo daba por terminado, sin embargo, el hombre de la joya, quien ya estaba allí de nuevo, pisándoles los talones. Clemente sonrió pensando que, acaso, habría oído la conversación. El extraño pasó delante de ellos luego y fue a detenerse frente a la vitrina de una tienda. Tenía solo el anillo en la mano cuando la pareja se acercó. Esta vez dirigiose a Nydia: —Mire —dijo con resolución. Rayó el vidrio del escaparate con la punta del brillante. Un leve rumor. Una leve huella. Ya tenía guardado el brillante. La sutil línea ondulaba sobre la superficie lisa del cristal. Era bastante. Nydia abrió tamaños ojos y dijo con una voz en la que se mezclaban la sorpresa de la revelación y el acicate del deseo: —¡Corta vidrio! La eterna historia de la tentación, aunque se pierda el Paraíso. La manzana era esta vez un brillante y la sierpe, pues, esa línea que se alargaba en ondas tensas sobre la luna nítida. Clemente sabía que hay cristales duros que rayan a los que son menos y advirtió a Nydia: —Cristal de roca, tal vez… Ella no le contestó y, tomando el asunto en sus manos, dijo al vendedor: —Vamos a una joyería para que lo examinen… La cara angulosa se crispó y los ojos reflejaron una temerosa indecisión. Los labios fláccidos barbotaron: —No… no me comprometan… Para hacer la historia entera, Nydia se las echaba de psicóloga y esa manifestación de temor ante la posibilidad de un reconocimiento, terminó por convencerla. Volviéndose a Clemente, demandó: —¿Tienes dinero? —No. Se me ha terminado —le dijo éste secamente. Nydia hizo un gesto de contrariedad. Clemente añadió rotundamente, como quien presenta la más poderosa de las razones: —Me quedan solo dos dólares… Pero Nydia no estaba para razones de tal clase. —¡Aquí tengo los cheques! —exclamó abriendo su cartera y extrayendo un fajo. El hombre de la piedra preciosa vaciló de nuevo: —No puedo recibir el cheque. Los acompañaré hasta el banco, si… —El banco está en Río Piedras… una sucursal y… es hora de almorzar… —arguyó Nydia vacilando y, al parecer, buscando una salida mejor. —Entonces… —musitó el hombre de la piedra preciosa con un gesto de desencanto y un tono de partida. —Venga por la tarde a casa —apuntó Nydia—, le daremos nuestra dirección… Pero el hombre de la piedra preciosa no estaba para dilaciones. —Tengo que salir para Mayagüez —musitó, mirando de reojo a un policía pachorriento que pasaba haciendo bambolear su bastón. Nydia entonces, presa de una idea súbita, reconoció la calle con la mirada. Ahí estaba, casualmente, la mueblería donde habían comprado. Hacia allá se dirigió, seguida de Clemente, después de ordenar casi: —Espere. La cajera dijo que en ese momento habían hecho un pago fuerte y no podía cambiar el cheque. Lo sentía mucho, realmente. Ante la insistencia de Nydia, tuvo que abrir la caja y mostrar en el fondo un solitario billete de cinco dólares. Clemente estaba íntimamente complacido del percance, pero su satisfacción duró poco. Nydia no estaba para abandonar la partida y salió diciendo: —En La Bombonera me lo cambiarán. Clemente entendió que nada la podría detener ya y echó a andar junto a ella, si cabe la expresión, pues la prisa que llevaba Nydia lo hacía quedarse un tanto atrás, tratando de tomar el asunto filosóficamente, cosa que se hace frente a situaciones en las que ya no queda ninguna filosofía por aplicar. En cierto momento, reaccionó y haciendo un último esfuerzo, pensó detener a Nydia en su carrera adquisitiva, pero la idea de que en el futuro ella le reprocharía mil veces no haberle dejado comprar siquiera ese brillante de ocasión, lo disuadió. Porque el brillante que Nydia estaba capturando tenía una larga historia emocional. Era “el brillante” o “mi brillante” según los casos. Ahora reaparecía. La cosa empezó cuando ambos, parados frente al escaparate de una joyería de Nueva York, miraban una buena colección de gemas. Él le había dicho, medio en serio y medio en broma: —Cuando escriba mi libro, te regalaré un brillante, ¡el que tú quieras! La mejor del asunto estuvo en que una señora que entendía español y también se había detenido a mirar, comentó poniendo en el tono de su voz una buena carga de humor: —¡Ave María! Que cuando escriba su libro le regalará un brillante ¡y el que quiera! ¡Ave María! Se había alejado riendo. El libro era uno muy famoso y excelente, que pese a esta cualidad vendía miles y miles de ejemplares. Desde luego, en la imaginación del autor. No había sido escrito. Exactamente existían de él diez páginas. —¿Y cuándo sale tu tremendo libro? —le decían a Clemente sus amigos, decididamente interesados, pues él se pasaba haciendo proyectos a base del libro. Clemente respondía riendo: —Ya saldrá… ya saldrá… Aparentemente, lo tomaba en broma. La verdad es que no quería explicar las razones dolorosas que le habían impedido escribir su libro, su nuevo libro, en buenas cuentas; ya tenía algunos publicados. Nydia recordó muchas veces que le había prometido “el brillante” y “mi brillante”, a propósito del libro. Lo recordaba muy bien, ciertamente, pues una de sus características era tomar en cuenta las promesas que le hacían, aunque no las que ella hacía. Ahora, al fin, aparecía “el brillante” y “mi brillante”, pese a que no había ningún libro de por medio y sí una curiosa contingencia de la vida. En estas y las otras, Nydia ingresó al establecimiento propuesto y a los pocos minutos salió con dos billetes, que puso en manos de Clemente. El hombre de la piedra preciosa estaba por allí, atisbando, y los tres vieron que un policía se acercaba. Echaron a andar ligero y Clemente, súbitamente atraído por una carátula, entró a un tendejón donde vendían libros baratos y revistas. El apurado sujeto ingresó también, alargando enseguida el estuche. Clemente verificó que contenía el anillo de brillante, entregó los billetes y ambos salieron. Nydia había visto la maniobra desde la puerta y tenía una sonrisa triunfal. El sol no brillaba tanto como sus ojos. Todavía comentaba alegremente las diferentes incidencias del lance cuando tomaron el ómnibus para regresar a casa. Y mientras el vehículo cruzaba frente al mar, uno multicolor y refulgente, que parecía complacerse en matizar sus olas con un ritmo de diáfanos azules y verdes que centelleaban al sol. Nydia no miró ese libre y sencillo don de la naturaleza, como solía hacer, sino que demandó a Clemente, tocando la protuberancia que el estuche hacía sobre su pierna… —Sácalo para verlo… El hombre respondió: —Ya tendrás tiempo de verlo en casa. No te olvides de que… *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El puma de sombra
Cuento
Fue que nuestro padre Adán estaba en el Paraíso, llevando, como es sabido, la regalada vida. Toda fruta había: ya sea mangos, chirimoyas, naranjas, paltas¹ o guayabas y cuanta fruta se ve por el mundo. Toda laya de animales también había y todos se llevaban bien entre ellos y también con nuestro padre. Y así que él no necesitaba más que estirar la mano para tener lo que quería. Pero la condición de todo cristiano es descontentarse. Y ahí está que nuestro padre Adán le reclamó al Señor. No es cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche. —Señor —le dijo—, quita la sombra: no hagas noche; que todo sea solamente día. Y el Señor le dijo: —¿Para qué?. Y nuestro padre le dijo: —Porque tengo miedo. No veo ni puedo caminar y tengo miedo. Y entonces le contestó el Señor: —La noche para dormir se ha hecho. Y nuestro padre Adán dijo: —Si estoy quieto, me parece que un animal me atacará aprovechando la oscuridad. —¡Ah! —dijo el Señor— eso me hace ver que tienes malos pensamientos. Ni un animal se ha hecho para que ataque a otro. —Así es, Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz solo día, que todito brille con la luz —le rogó nuestro padre. Y entonces contestó el Señor: —Lo hecho está hecho, porque el Señor no deshace lo que ya hizo. Y después le dijo a nuestro padre: —Mira —señalando para un lado. Y nuestro padre vio un puma grandenque, más grande que toditos, que se puso a venirse bramando con una voz muy fea. Y parecía que quería comerse a nuestro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nuestro padre estaba asustado viendo cómo venía contra él el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero lo ve que se va deshaciendo, que pasa por encima sin dañarlo nada y después se pierde en el aire. Era, pues, un puma de sombra. Y el Señor le dijo: —Ya ves, era pura sombra. Así es la noche. No tengas miedo. El miedo hace cosas de sombra. Y se fue sin hacerle caso a nuestro padre. Pero como nuestro padre también no sabía hacer caso, aunque indebidamente, siguió asustándose por la noche, y después le pegó su maña a los animales. Y es así como se ven diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda laya de fealdades entre la noche. Y las más de las veces son meramente sombra, como el puma que le enseñó a nuestro padre el Señor. Pero no acaba todavía la historia. Fue que nuestro padre Adán, por no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les he dicho, y le pidió compañía al Señor. Pero entonces le dijo, para que se la diera: —Señor, a toditos le diste compañera, menos a mí. Y el Señor, como era cierto que toditos tenían, menos él, tuvo que darle. Y así fue como la mujer lo perdió, porque vino con el miedo y la noche… FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El sapo y el urubú
Cuento
¿Saben, niños, por qué el sapo tiene manchas y protuberancias en el lomo? Pues porque se golpeó. Antes de tal accidente mostraba, sin duda, una espalda pulida y lustrosa, de la cual se enorgullecería ante los otros animales acuáticos, pues ya sabemos que el sapo anda siempre hinchado de vanidad. Sucedió que el sapo y el urubú, o sea, el buitre, fueron invitados a una fiesta que se iba a realizar en el cielo de los animales. El urubú, después de hacer sus preparativos, fue donde el sapo con el fin de burlarse de él. Lo encontró entre los juncos de un charco, croando de la manera más melodiosa que le era posible. Es que estaba adiestrando la voz. —Compadre —le dijo el urubú—, me han contado que irás a la fiesta del cielo. —Desde luego —contestó el sapo, muy satisfecho—, saldré mañana temprano hacia allá. Me invitan debido a mi gran habilidad de cantante… —Yo también iré —afirmó el urubú, para que el sapo se dejara de jactancias ante un testigo que lo iba a sorprender mintiendo. —¡Magnífico! —exclamó el sapo—, y espero que estarás ensayando tu instrumento. Se refería a la guitarra, a la que era muy aficionado el urubú. Como éste lo mirara un tanto asombrado, pues no esperaba tales alardes, el sapo agregó, dándose importancia: —Sí, compadre, iré. Una ascensión me será bastante útil para el vigor del cuerpo y el esparcimiento del espíritu, pues la vida rutinaria me disgusta… En seguida volvió las espaldas al urubú y siguió croando a voz en cuello. Al oírlo se estremecían hasta los juncos. El urubú se quedó convencido de que el sapo era un gran farsante. Al otro día, muy de mañana, el urubú estaba posado en la rama de un arbusto y se alisaba las negras plumas, preparándose para el viaje, cuando se le presentó el sapo. La guitarra se encontraba en el suelo, ya lista, pues el urubú la estuvo templando durante la noche. —Buenos días —saludó el sapo. —Buenos días —le contestó el urubú, con cierto tono de burla. —Como yo avanzo con mucha lentitud —exclamó el sapo—, he resuelto irme primero. Así es que ya nos veremos. Hasta luego… —Hasta luego —respondió el urubú, sin mirar al sapo, y pensando que salía con esa propuesta para escabullirse por allí y no quedar en vergüenza. Pero lo que hizo el sapo fue meterse, a escondidas, en la guitarra. El urubú se pasó el pico por las plumas hasta que quedaron relucientes y, en seguida, cogió su instrumento y levantó el vuelo. Entusiasmado como iba con la perspectiva de la fiesta, no advirtió que su guitarra tenía más peso que el de costumbre. Volaba impetuosamente, y pronto dejó tras sí las nubes y luego la luna y las estrellas. Al llegar al cielo, que, como ya hemos dicho, era el cielo de los animales, le preguntaron por el sapo. —¿Creen que va a venir? —contestó el urubú—. Veo que ustedes se han olvidado del sapo. Si en la tierra apenas marcha a saltos, ¿piensan que puede remontarse hasta esta altura? Es seguro que no vendrá… —¿Por qué no lo trajiste? —demandó el pato, que tenía cierta simpatía por el sapo debido a su común afición al agua. —Porque no acostumbro cargar piedras —respondió el urubú. Dicho esto, dejó a un lado su guitarra y, esperando que llegara el momento de la música, se puso a conversar con el loro. Entonces el sapo salió de su escondite y apareció de improviso ante la concurrencia, más hinchado y orgulloso que de costumbre. Como es natural, lo recibieron con gran asombro, en medio de aplausos y felicitaciones. Al mismo tiempo, se reían del urubú. Alguien contó, por lo bajo, la forma en que viajó el sapo, y el urubú, al notar que rezongaban de él, se sentía muy incómodo. Después comenzó la fiesta. Repetimos que ése era el cielo de los animales. Todos estaban allí felices y contentos. El burro ya no sufría los palos del amo ni el caballo los espolazos, pudiendo ambos estar quietos o galopando según su gusto. El león conversaba tranquilamente con la oveja, que disfrutaba de un verde prado. Del mismo modo, el puma se entendía bien con el venado, y el ñandú corría solamente cuando se le antojaba, pues no había allí gauchos que lo persiguieran con boleadoras. Los monos tenían árboles cuajados de frutos, que compartían con pájaros felices, pues nadie les robaba sus nidos. En fin, no había animal que se encontrara triste, por falta de alimentos o por la persecución de otro animal o del hombre. Las palomas revoloteaban sobre ese cuadro de felicidad, llevando en el pico la rama del olivo de la paz con más éxito que en la tierra. Para mejor, todos se dedicaban a cultivar el canto, el baile o el instrumento de su preferencia. Y era precisamente para lucir sus habilidades que se realizaba la fiesta. Llegado el momento, el elefante soplaba el clarinete, los pájaros hacían sonar las flautas, la serpiente de cascabel agitaba uno muy grande, la jirafa se entendía con el saxófono, el grillo tocaba su violincito de una sola cuerda y la tortuga golpeaba el bombo con mucha compostura. En cuanto a canto, el león rugía una melodía severa y profunda, el caballo relinchaba un aria, el gato maullaba una patética serenata, y el gallo, de todos modos, lo hacía mejor que cuando quiso actuar en Bremen. No nos hemos olvidado del burro, que tiene también potente voz, pero haciendo honor a su nombre, no había logrado perfeccionarse, por lo cual los demás animales le pidieron que no desafinara. Estaba por allí tocando, discretamente, el triángulo. La música celestial contaba también con el silbo, a cargo de la vizcacha, que lo hacía tan bien como el mirlo. Quien bailaba era el oso, bamboleándose muy gustosamente, sin tener que obedecer ya el látigo del gitano. También hacían piruetas los monos, a quienes fue imposible sujetar, y ni qué decir que las ardillas se movían más que nunca. Desde luego que el buitre, invitado para refuerzo de la orquesta, rasgueaba su guitarra con gran entusiasmo, y el sapo, que era partidario de formar un orfeón, daba unos “do de pecho” con una voz de tenor bastante apreciable. A todo esto, el loro hablaba y lanzaba vivas en todos los idiomas. El sapo no las tenía todas consigo pensando en la vuelta y por eso, aprovechando un momento en que eran mayores la alegría y el alboroto, se metió de nuevo en la caja de la guitarra. Terminada la fiesta, nadie notó su ausencia a la hora de despedirse. Nadie, salvo el urubú, que le guardaba rencor por haberlo puesto en ridículo. Éste echó a volar al fin hacia la tierra y, como ya estaba receloso, advirtió el mayor peso de su instrumento. Como no residía de firme en el cielo, tenía aún malos sentimientos, y se propuso vengarse del sapo que, por la misma razón de no vivir allí, se encontraba aún a merced de las trapacerías de sus enemigos. El urubú voló sin hacer ninguna investigación hasta que le fue posible distinguir el suelo. En ese momento estaba también bajo la luna y, dando inclinación a la guitarra para que la luz entrara en la caja, distinguió al pobre sapo acurrucado en el fondo de ella. —Sal de ahí —gritó el urubú. —Por favor, no me eches —rogó el sapo, angustiosamente. —¿No eres capaz de volar hasta el cielo? Sal, sal pronto —insistió el urubú. —No, no puedo salir, porque tú me arrojarás… —se lamentaba el sapo. El urubú continuó exigiéndole que saliera, cosa que no pudo conseguir, pues el sapo, de ningún modo quería exponerse a caer. Por último, el urubú volteó y agitó la guitarra hasta que consiguió disparar por los aires al clandestino ocupante. El sapo movía las patas, cayendo vertiginosamente. Por mucha que fuera la velocidad, la distancia era también muy grande, y el choque demoraba. El pobre sapo tuvo entonces tiempo para pensar y lamentarse: —Ojalá no caiga en rocas ni piedras —decía—. Ojalá caiga en una laguna…, o en arena…, o en blanda yerba… El urubú, entretanto, le gritaba: —¡Qué rápido vuelas!… ¡Sin duda fue un águila tu madre!… El pobre sapo ni le oía. En cierto momento le pareció que caería en una laguna, pero un ventarrón lo alejó, haciéndole perder esa esperanza. Luego creyó que se precipitaba sobre un prado, y, por último, sobre un frondoso ombú; mas siguió apartándose de la dirección de estos lugares. Ahí estaban unos largos y duros caminos. Ahí, unos roquedales. Ahí, el patio de una casa. Descendía dando volteretas, pues el viento arreció. Por último, cerró los ojos, prefiriendo no ver el sitio en el cual iba a estrellarse. Al fin llegó. Se dio contra el suelo, de espaldas, en un lugar lleno de piedras. Quedose sin sentido y, cuando despertó, andaba rengueando más que nunca, y pasaron muchos días antes que se repusiera completamente. Pero el golpe había sido tan fuerte que la espalda le quedó para siempre manchada y llena de protuberancias. He ahí, pues, la razón por la cual el pobre sapo tiene tan fea presencia. También dicen que debido al golpe se le malogró la voz, pero esto no se puede asegurar. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
El tigre negro y el venado blanco
Cuento
El tigre negro, el más feroz y vigoroso de los animales de la selva, buscaba un lugar para construir su casa y lo encontró junto a un río. Al venado blanco, el más tímido y frágil de los animales de la selva, le pasó cosa igual. Eligieron el mismo lugar: un hermoso sitio, sombreado de árboles y con abundante agua. Al día siguiente, antes de que saliera el sol, el venado blanco abatió el herbazal y cortó los árboles. Después marchose y llegó el tigre negro que, al ver tales aprestos, exclamó: —Es Tupa (el dios de la selva) que ha venido a ayudarme… Y se puso a trabajar con los árboles cortados. Cuando el venado blanco llegó al día siguiente, exclamó a su vez: —¡Qué bueno es Tupa: ha venido a ayudarme!… Techó la casa, la dividió en dos habitaciones y se instaló en una de ellas. Cuando llegó el tigre negro y vio la casa terminada, creyó que ello era obra de Tupa y se instaló en la otra habitación. Pero al día siguiente se encontraron al salir, comprendiendo entonces lo ocurrido. El venado blanco dijo: —Ha de ser Tupa quien ha dispuesto que vivamos juntos. ¿Quieres que vivamos juntos? El tigre negro aceptó: —Sí, vivamos juntos. Hoy iré yo a buscar la comida y mañana irás tú… Se fue por el bosque y regresó a la media noche, cargando un venado rojo, que arrojó ante su socio diciéndole: —Toma: haz la comida. El venado blanco, temblando de miedo y de horror, preparó la comida, pero no probó ni un bocado de ella. Todavía más: ni siquiera durmió en toda la noche. Temía que su feroz compañero sintiera hambre. Al día siguiente le tocó al venado blanco buscar la comida y se fue por el bosque. ¿Qué haría? Encontró un tigre dormido, un tigre más grande que su compañero, e imaginó un plan. Buscó al oso hormiguero, que es muy forzudo, y le dijo: —Allí hay un tigre dormido. Estaba diciendo que tú no tienes fuerza… El oso hormiguero fue calladamente hacia el tigre, lo apretó entre sus poderosos brazos y lo ahogó. El venado blanco arrastró el tigre muerto hasta la casa y dijo, poniéndolo ante los pies del tigre negro, despreciativamente: —Toma, come: eso es lo poco que pude encontrar… El tigre negro no dijo nada, pero se quedó lleno de recelo. No comió nada tampoco. En la noche no durmió ninguno de los dos. El venado blanco esperaba la venganza del tigre negro y éste temía ser muerto como lo había sido otro tigre mayor. Ya de día, ambos se caían de sueño. La cabeza del venado blanco golpeó la pared que separaba las habitaciones. El tigre negro creyó que su compañero iba a atacarlo y echose a correr. Pero hizo ruido con sus garras y creyendo el venado blanco igual cosa del otro, salió también precipitadamente. Y la casa quedó abandonada… *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Guillermo el salvaje
Cuento
No llegué a verlo claramente esa tarde. Cuando nos acercábamos a su bohío –mi padre jineteando una mula y yo un pequeño caballo–, dejó de atizar el fogón donde preparaba la comida y echó a correr a campo traviesa, con los harapos flotando al aire, para esconderse en unos matorrales. Fuimos hacia ellos. Ningún movimiento denotaba la presencia de un ser viviente entre las ramas. Se había aquietado, para disimular mejor, según hacen los animales salvajes. Mi padre llamó a grandes voces y nadie respondió. Volvimos al bohío y nos pusimos a esperar, sentados en una piedra tendida frente al corredor. En el fogón hervía, rodeada de un acre humo de boñiga, una olla de papas. Lo que relato ocurría hace años, en el norte del Perú, en una hacienda de propiedad de mi familia, que linda con la ribera izquierda del río Marañón. Un poco más al Oriente, detrás de las últimas estribaciones de la cordillera andina, se extiende la selva amazónica. Yo era en ese tiempo un niño, y estaba, desde luego, más impresionado que mi padre, que ya conocía el caso. —Se llama Guillermo Silvestre —empezó a decirme—. Es un salvaje que hace honor a su nombre. Su padre fue también un indio cerril, pero éste no solo ha seguido su ejemplo sino que salido aumentado. Ya vendrá la madre, que se llama Saturnina y es pastora de cabras. Esperémosla y veremos lo que se puede hacer por él… A poco, por la ancha falda de un cerro, apareció Saturnina arreando su manada. No tardó en llegar. Después de encerrar las cabras, se puso a conversar con mi padre. Éste habló primeramente del ganado y después le demandó: —¿Y qué le pasa a tu hijo? Cada día lo encuentro peor. Haz que aprenda a trabajar. Llévalo donde Fidel Juárez para que le enseñe. Da pena ver que no tienes un pedazo de tierra sembrado… En torno a la casa de Saturnina las chacras estaban llenas de mala yerba, pues desde la muerte del marido nadie había puesto mano en ellas. Como a veinte cuadras de allí, teñida por los vivos colores del atardecer, se alzaba la casita de Fidel, rodeada de eucaliptos y sembrados. Saturnina lamentose en un castellano tartajoso: —Patrón, ¿qué no he hecho? Lo llevé onde don Fidel y al poquito tiempo se huyó. Estuvo po esas quebradas, como un animal remontao, y volvió a la semana con sus trapos en pedazos, comido de garrapatas y hambriento que daba lástima… Lo dejo pa que cuide la casa, y ni eso… Apenas ve gente, corre como si viera al mesmo Diablo. ¿Quiere usté creer que no recoge ni leña? Cocina juntando boñiga seca, como usté ve, y de cocinar solo sabe hervir papas… Es lo único que hace… ¿Por qué Dios me habrá castigao así? —¿Nunca ha tratado de trabajar? ¿Siempre ha sido así? —inquirió mi padre. —Le diré, patrón. Cuando lo llevé onde don Fidel quiso trabajar, aunque no se encontraba a gusto pue los otros muchachos le hacían burla por ser feo y algo pesao pa el trabajo. Ya podía con alguna cosita fácil, pero un día don Fidel lo mandó regar las coles. Guillermo, en vez de echar poca agua, soltó toíta la acequia y el borbollón malogró los surcos y se llevó las coles. Los muchachos se rieron y don Fidel lo regañó diciéndole que era una bestia, que no parecía un cristiano. Desde esa vez fue peor, y ya no quiere ni dejarse ver… Saturnina lloró un poco, secándose las lágrimas con un extremo del rebozo. Era una india de unos cuarenta años, y se la veía muy abatida. Mi padre le dijo: —Aconseja a Guillermo lo mejor que puedas y llévamelo uno de estos días. Yo trataré de que aprenda algo… Montamos e iniciamos el retorno por un escarpado sendero. Ya había caído la noche, y nuestras cabalgaduras descendían cuidadosamente, tratando de no rodar. De pronto, oímos la voz de Saturnina que llamaba: “¡Guillermooo… Guillermooo..!” Sus gritos sonaban como un aullido entre la sombra. A los pocos días, arribó la pastora a la casa-hacienda conduciendo a su hijo. Entonces fue cuando pudimos conocer de veras a Guillermo Silvestre. No he visto ser más basto. De pequeña estatura, muy grueso; tenía las piernas arqueadas; los largos brazos le llegaban casi hasta las rodillas. El poncho rojo se deshilachaba por los extremos, y el calzón de bayeta, hecho jirones, dejaba ver la carne morena, un tanto enrojecida por el frío de la cordillera. En el sombrero de junco, casi negro de puro viejo, se hundía holgadamente la pequeña cabeza; los cabellos mal recortados le tapaban las orejas y el cuello. Los grandes pies desnudos, de dedos arqueados y callosos, pisaban firmemente el suelo. Al andar, se bamboleaba como un oso. Su misma fealdad quizá lo impulsaba a huir de la gente. Sin embargo, sería exagerado decir que era repelente. Su talante acusaba una gran fuerza –tendría el muchacho alrededor de quince años– y una naturalidad animal que despertaba simpatía, quizá compasión. Lo primero que se hizo con él fue cambiarle la facha. Un mayoral le cortó el pelo y mi madre le dio ropas nuevas. Después se le dejó en libertad. Él caminó alejándose de la casa. Todos pensamos que, de pronto, iba a echar a correr. No lo hizo, sino que se sentó en una loma; hasta allí fuimos mis hermanos y yo. Queríamos interrogar al bárbaro aquél. —¿Qué hacías allá arriba, en Tierra Amarilla? Guillermo no respondió. —¿Cómo te llamas? El mismo silencio. —¿Quién es tu mamá? Guillermo continuó callado. Miraba y miraba a su madre, que trepaba la cuesta, por un zigzagueante sendero amarillo, volviendo a su lugar. Al anochecer comió en la cocina, con los sirvientes, sin cambiar palabra, y luego Máximo Tambo, uno de ellos, lo llevó al cuarto que compartiría con el recién llegado, según orden de mi padre. Por la mañana, para comenzar, Guillermo fue destinado a una tarea sencilla: llevar alfalfa a los caballos del pesebre. Ataba mal los tercios e iba regando la alfalfa por el camino. Uno de los caballerizos tuvo que aleccionarlo pacientemente. Por la noche, mi padre fue a su cuarto, provisto de una linterna; lo encontró en el suelo, acurrucado como un can, y tuvo que insistir mucho para que subiera a la tarima y se cubriera con las mantas. Quizá esa tarea no le gustaba. Lo enviaron al jardín. Las rosas necesitaban una tierra suelta y bien removida. Guillermo barreteaba dando un golpe aquí y otro allá, de modo que formaba grandes terrones. El jardinero le mostró detenidamente lo que debía hacer, pero fue inútil: no podía. Para peor, en una de ésas, dejó caer tan torpemente la barreta, que se lesionó un pie. La curación duró varias semanas. Cuando estuvo bien, mi padre lo envió de nuevo al jardín. Entonces el silencioso habló, casi a gritos: —No, patrón, no puedo… ¡quiero irme!… ¡no puedo! Mi padre lo condujo a la pieza donde recibía a los peones y le estuvo hablando mucho rato. Para terminar, le dijo: —¿Piensas que debes vivir como un animal por el campo? Tú eres un hombre como todos. Aprende a trabajar… ¡Sí puedes!… Yo no te obligo, y ahora respóndeme: ¿quieres irte o quieres quedarte? Guillermo no respondió ni sí ni no, y toda su actitud era de indecisión. Mi padre no quiso forzarlo y le dijo por fin: —Vete ahora y mañana me responderás… Guillermo estuvo todo el día dando vueltas por los contornos y mirando el caserón de paredes bancas y tejas rojas donde vivía la extraña gente que le impulsaba a cambiar. El patrón le había dicho que él podía aprender a ser como ellos. Miraba también los cerros enhiestos, el quebrado sendero que conducía a su bohío y los lugares en que discurrió su existencia primitiva. Indudablemente las palabras sencillas de mi padre resonaban aún en sus oídos: “¿Piensas que debes vivir como un animal en el campo?… Tú eres un hombre como todos…” ¿Así que él era un hombre como los demás? En la noche comió sin decir palabra y luego se fue a su pieza. Si durmió mucho o poco aquella noche, solo él lo supo. Mas a la mañana siguiente sorprendió a todos cuando dijo a mi padre, quien le preguntó por lo que había resuelto: —Me quedo, patrón… Guillermo comenzó a trabajar de nuevo en la misma tarea en que fracasó. La efectuaba muy cuidadosamente, y cada vez le salía mejor. La voluntad de aprender, de capacitarse, había nacido en ese hombre de cerebro pequeño y miembros inhábiles. Se necesitaba remover un solo plantel y él, por su cuenta, removió dos más. Llegado el tiempo de aporcar el maíz, pidió que lo destinaran a esa faena. Así fue como una mañana formó, lampa en mano, en la fila de peones diestros. Trabajó como el que más. Verdad que, a veces, debido a un lampazo torpe, ahogaba una joven planta de maíz junto con la mala yerba; pero día a día se perfeccionaba. Al finalizar la labor, sus surcos no eran tan diferentes de los que aporcaron los peones veteranos. Otros progresos fue haciendo Guillermo Silvestre. Aprendió a torcer sogas y construyó una tarabilla para facilitar la torcedura. Llegó a ser bastante diestro con el lazo, y a trasquilar ovejas rápidamente. Sus rudas manazas se tornaron lo suficientemente ágiles para cumplir la ordeña. También arrojaron el trigo de siembra, al voleo, y supieron formar las áureas gavillas de la siega. Cuando no tenía qué hacer, pasaba largos ratos entre los animales de la hacienda. Se convirtió en una especie de ángel guardián de los perros. Recuerdo que uno de ellos tomola mala costumbre de matar gallinas: una vez, por puro deporte, dio muerte a cuatro. Lo buscaron inútilmente para castigar su fechoría. Guillermo lo había escondido, según se supo después, en uno de los terrados. Lo curioso es que se dio maña para contener los malos ímpetus del perro, y éste no volvió a repetir su delito. El carácter de Guillermo fue cambiando. Solía reír a veces, y conversaba con cierta soltura. En la cocina, a la hora de yantar, confiaba a los otros sirvientes: —Ya no paro hasta ser verdadero hombre de trabajo… —¿Qué? —le replicaba Máximo Tambo—. Todavía te falta arar, amansar… ¿Crees que es juego uncir una yunta y guiarla? ¿Crees que es juego sujetarse sobre un potro chúcaro?… Guillermo se callaba, porque no sabía discutir. Sus relaciones con Máximo no iban bien. Era éste un mocetón fuerte y diestro, que trataba a los otros con desdén, y más a Guillermo. Le corría bromas pesadas y lo insultaba diciéndole “indio burro”. La cosa llegó a oídos de mi padre, quien los llamó y les dijo: —Oye, Máximo: no tienes por qué ofender a Guillermo. Es un hombre de mérito, que se está levantando por su voluntad y su esfuerzo; deben respetarlo todos… Y tú, Guillermo, no te dejes faltar. Si Máximo te ofende, ajústale la cuenta. Días después algo debió de pasar entre ellos. Máximo Tambo apareció con un ojo hinchado y todas las señales de haber recibido una tunda. Guillermo Silvestre le había ajustado la cuenta. Todos creyeron que por haber logrado vencer al agresivo Máximo, el mejor peleador, Guillermo se tornaría agresivo a su vez. No ocurrió así. Trataba de vivir en paz con la gente y, por cierto, con quien menos volvió a reñir fue con Máximo. Cada vez iba logrando Guillermo mayor éxito en su tarea de tornarse hombre capaz. Nadie discutía ya su mérito.Los niños lo queríamos especialmente: había perdido su recelo y era muy cordial con nosotros. Cuando le preguntábamos lo que hacía en Tierra Amarilla, ya no se quedaba callado. Nos contaba episodios de su vida salvaje: en una de sus huidas por la Quebrada Negra se había refugiado por la noche en la cueva de un zorro y comenzaba a quedarse dormido cuando sintió los pasos cautelosos del animal. —Yo le veía brillar los ojos en la escuridá —nos refería—, y tenía un susto que ni pa qué hablar. Despacito se jue acercando y yo grité: “Buuuú…” Y el zorro, patas pa qué las quiero, se jue de un carrerón que quién sabe hasta onde… “Sharac, sharac”, sonaban las hojas secas a lo que corría… Había que oír y ver a Guillermo contando sus peripecias. Hacía tales gestos y profería tales exclamaciones y ruidos imitativos, que nos asombraba y nos hacía reír: —Y ¿qué comías? —Es lo que yo mismo me pregunto, ¿qué comía?… Lo que hallaba…, moras, raíces, púrpuros… Pero no los encontraba siempre, y entonces me daba más hambre, y cuando ya no aguantaba el hambre, me volvía pa la casa. Entonces mi mama lloraba y yo tenía pena… Llegó el tiempo en que debió aprender a arar. Un buen gañán le dio la primera lección, pero al siguiente día Guillermo tuvo que enfrentarse solo a los toros. Éstos, acaso presintiendo la inhabilidad del novato, se pusieron a mañosear. No lograba aproximarlos el uno al otro. Cuando al fin lo consiguió, les asentó el yugo, pero las coyundas se le hicieron un lío, y los toros, apartándose de nuevo, dejaron caer el yugo al barro. Estuvo forcejeando mucho rato. No podía con los animales ni con los aperos. Mi padre temió que se desmoralizara y le gritó: —Déjalo ahora. Esos toros son muy marrajos; mañana tomarás otra yunta… Pero Guillermo se plantó delante de mi padre diciéndole: —Patrón… deme un rato… ¡Sí puedo! Asintió mi padre y el empecinado tornó a bregar. Jadeó, sudó, forcejeó. Los otros peones, que ya habían comenzado a arar, querían darle una mano y él se negaba. Viendo que los toros estaban nerviosos y no le obedecían, los llevó a un lado del campo de labor y los dejó descansar. Pasado un rato, los aproximó blandamente, y con más blandura aun les puso el yugo. Después, tomando las coyundas con ambas manos, de un solo movimiento rápido y sorpresivo, logró sujetar el yugo a una de las astas de cada res. Es una maniobra que exige destreza y que realizan los gañanes cuando están solos frente a toros marrajos. “¡Quieto!”…, ordenó con voz segura. Los toros no se movieron más, y amarró las coyundas en forma perfecta. Luego colocó el arado y, por fin, mancera en mano, dio un enérgico puyazo a cada toro y avanzó abriendo un surco hondo y ancho. Mi padre lo miraba con afecto y orgullo. Desde el momento en que Guillermo Silvestre clamó “¡no puedo!” hasta el momento en que afirmó “¡sí puedo!”,habían transcurrido dos años. Mi padre, que ya tenía confianza en él, le ofreció regalarle una yegua, a condición de que la amansara. Guillermo enlazó una potranca tordilla y la ensilló. La tordilla, desesperada y rabiosa, se encabritó y corcoveó con todas sus fuerzas; pero Guillermo se sujetó bien. La tordilla tuvo que detenerse por fin, empapada en sudor, temblando de cansancio, vencida. Terminó de amansarla en poco tiempo, y le puso de nombre Buenamoza. Guillermo estuvo en casa unos meses más. Un día lo llamó mi padre y lo despidió con estas palabras: —Guillermo, te has portado bien y estoy muy contento de ti. Ya sabes todo lo que un hombre de campo debe saber. Anda ahora a vivir con tu madre. Espero que cultives tus tierras y sigas siendo un hombre capaz y trabajador… Guillermo respondió sencillamente: —Sí, patrón… Cuando se fue, cabalgando en la Buenamoza, todos tuvimos pena. Los pequeños lo estuvimos mirando hasta que se perdió en la lejanía. Aún recuerdo cómo su poncho habano ondeó ampliamente al viento, antes de perderse en uno de los últimos recodos de la cuesta. Yo también me fui de la casa, pero a más lejanas tierras, a aprender cosas de letras y escritura. Hace diez años —después de otros diez de ausencia—, volví de paso por esa región del Perú y vi de nuevo a Guillermo Silvestre. Me pareció más grueso y más pequeño, pero tenía la misma cara bonachona de antes. Al verme llegar a su casa anduvo hacia mí con sus lentos y balanceados pasos y, después del saludo, me dijo con cierta confianza: —De veras que es usted el patroncito Ciro. Ha crecido, algo… En lugar del viejo bohío había una casa más grande, hecha de adobe, que Guillermo –según me dijo más tarde–, había construido con sus propias manos. Las chacras que la rodeaban hallábanse bien cultivadas. Junto a la casa florecía un pequeño jardín de rosas –comenzado, sin duda, con pies de los rosales de la hacienda que estuvieron a punto de acarrearle el fracaso a Guillermo. A poco se presentó Saturnina, muy envejecida; luego salió la mujer de Guillermo, muchacha un poco gruesa y desgarbada, con su hijito de dos años; el chico de quien decía con orgullo que iba a ser como su padre. Guillermo habló con gran seguridad de su condición de agricultor próspero.Todo a nuestro alrededor denotaba bienestar y trabajo. Parecía que Guillermo le dedicaba a ese pedazo de tierra un cuidado tan paciente y cariñoso como el que en otro tiempo recibió él mismo de mi padre, y que la tierra florecía agradecida. —La finca de Fidel no se ve tan próspera como la tuya —comenté mirando hacia la casita blanca, rodeada de eucaliptos. —Fidel es un buen hombre —me respondió—; pero ha llegado a viejo sin saber hacer bien las cosas. Yo tuve mejores ocasiones de aprender. Cuando salí, vino a acompañarme hasta el camino. Dando unas palmadas en el anca de mi caballo, me dijo con el tono del hombre experimentado y seguro que se dirige a un mozalbete inexperto: —Adiós, blanquito. Manéjese bien… Al despedirnos, Guillermo tenía terciada una formidable escopeta de un cañón, de esas que se cargan por la boca. Un arma quizá poco temible, pero, al menos, simbólica de su dominio sobre aquel trozo de sierra bravía y sobre las criaturas montaraces entre las cuales se refugió en otro tiempo, cuando huía de sus semejantes… *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Historia de una infidelidad
Cuento
Hay muchas situaciones y maneras de ser infiel. Cristo lo sabía. No nos referiremos a su videncia de la última cena, donde anunció que sería negado tres veces, ni al momento ratificador en que Pedro, efectivamente, lo negó otras tantas. En el caso de la señora Lonigan, debemos recordar cómo Jesús desarmó a los que pretendían lapidar a la mujer adúltera. Los perseguidores soltaron su piedra porque ninguno se encontraba limpio de pecado. La señora Lonigan acaso no pensaba en estas cosas cuando se dispuso a contarnos la historia de su infidelidad. Se trataba simplemente de contar una historia y además ella era franca por naturaleza, como ocurre con la gente del Oeste. Raza de pioneros, también transita con naturalidad por la selva de los sentimientos. Esto ocurría en un tiempo en que la guerra no había llegado aún y quien poseyera un vehículo podía echarlo a correr sin preocuparse del racionamiento de gasolina y el desgaste de llantas. Nuestra felicidad tenía que ver, muchas veces, con las millas de recorrido… Y fue así como llegamos, en un auto que la misma señora Lonigan conducía, a unas escarpadas montañas del estado de Wyoming. El cielo estaba nítido y espléndido un sol tibio sobre los picachos de rocas blanquecinas y azulencas y los pinares verdinegros. Almorzamos sólidas viandas en las que se mezclaba la grata y áspera fragancia del bosque. Y bebimos agua de un arroyo cercano, que cumplía con naturalidad su virgiliano papel de transparencia y murmullo, y vino de una ventruda garrafa que emigró hacia allí desde California. Entonces el profesor norteamericano Ben cantó con simpático entusiasmo algunas canciones que había aprendido durante su último viaje a México, el arqueólogo brasileño Guimarães se trepó a un árbol y el novelista peruano Álvarez relató las dificultades que tuvo en cierta ocasión para obtener fuego en medio de la selva virgen. Cuando la señora Lonigan anunció que iba a contar la historia de su infidelidad, prodújose un ambiente de expectación e inclusive el arqueólogo, llamado por su esposa, se bajó del árbol para formar parte del círculo de oyentes. —A través de mi infidelidad —comenzó diciendo la señora Lonigan— quedé convencida de que la mujer es un ser fiel… —Una excelente paradoja —acotó el novelista. —Su experiencia personal probaría, a lo más, que usted es una mujer fiel —adujo otro de los circunstantes. —Cuando me casé con Robert —continuó diciendo la señora Lonigan— le juré amor eterno y serle fiel hasta con el pensamiento. Pero pasaron dos o tres años… sí, tres, pues recuerdo que en ese tiempo ya vivíamos en San Antonio… y debo reconocer que falté a mi promesa. Es el caso que Robert tenía un amigo llamado Chas y éste era un bribón gallardo. No sabría decir si fue él o yo quien dio lugar a que nuestra amistad fuera un “poco demasiado” cordial. En estos casos, es difícil fijar exactamente la responsabilidad. Lo cierto es que simpatizamos mucho y como él iba siempre a casa y Robert no se daba cuenta de nada, quién sabe porque tenía buena memoria y no había olvidado mi promesa, la cosa fue creciendo. Llegó un tiempo en que mi marido se alejó de la casa y Chas estaba en cierto balneario. Entonces resolví escribirle. No había ninguna razón especial para que yo le escribiera, y la inventé. Le dije, de primera intención, que me hiciera el favor de visitar en mi nombre a una amiga que yo tenía en el lugar. Enseguida me di a hacerle confesiones de cierto tono. Creía que Chas, que no era ningún tonto, se daría cuenta inmediatamente de que mi carta era una especie de declaración… Pero también escribí a Robert y desde luego que sin decirle nada de la otra carta… —Escribir varias cartas al mismo tiempo es algo típico en estos casos —comentó el arqueólogo brasileño echando su cuarto a espadas en asuntos de amor. —Lo que fuera —replicó la señora Lonigan y prosiguió—: Metí las cartas en los sobres y me dirigí al correo… Sin darme cuenta, había cambiado los sobres y estaba mandando a Robert la carta para Chas y al contrario. Compré en la oficina de correos las estampillas, se las puse a cada sobre y ya los iba a arrojar al buzón cuando me asaltó la súbita duda de si acaso había cerrado las cartas equivocadamente. Abrí entonces los sobres y vi con horror que así era. Me asusté tanto que no atiné a hacer otra cosa que romper inmediatamente los sobres y las cartas, tal como si Robert me hubiera sorprendido en ese momento. Quería borrar, un poco instintivamente, todo vestigio, la más insignificante prueba de culpabilidad. Arrojé las cartas a un canasto que había en un rincón y aún recuerdo la cara especial que pusieron las gentes ante mi extraña conducta. No era para menos. Ellas no vieron sino que una señora estaba por echar sus cartas al buzón y luego se arrepentía procediendo a abrirlas y, hecho esto, después de darles un rápido vistazo, las hacía añicos precipitadamente. De vuelta a casa, recuperé la serenidad y me puse a analizar las cosas fríamente. Encontré que ya no quería a Robert en la misma forma que antes, puesto que dejó de parecerme el hombre más encantador del mundo y me había interesado Chas. Pero consideré al mismo tiempo que le profesaba un gran respeto y una gran estimación y ello estaba probado por la intensa emoción, el miedo, el sobrecogimiento que me produjo la posibilidad de ser descubierta. De no considerar y apreciar a Robert, tal posibilidad no me habría conmovido tanto. Examiné también a Chas y encontré que ese encantador pícaro jamás podría haberme despertado la reverencia que Robert. Ya no traté de escribir ninguna carta. Y desde este tiempo quise a Robert con seguridad y firmeza, pues el episodio me sirvió para valorizarlo… Además, quedé convencida de que la mujer es un ser fiel, o de que cuando menos yo lo soy, ya que por encima de todo, sentí una gran incomodidad ante mí misma, una especial vergüenza por lo que había hecho. Tal estado de ánimo se me quitó solamente cuando Robert volvió a casa y sentí como que me perdonaba su tranquila seguridad de hombre confiado… La señora Lonigan terminó diciendo: —Ésta es la historia de mi infidelidad, pues fui una vez infiel con el pensamiento. Lo importante es detenerse allí y yo lo hice. Porque por lo demás, ¿quién es el que puede afirmar que no ha tenido nunca algún mal pensamiento de esta clase? Nadie dijo que no. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
La madre
Cuento
La selva rodeaba una barraca hecha de esbeltos tallos de palmera y levantada en un claro logrado a golpe de hacha, donde los tocones rojos parecían heridas. El vasto cuerpo del bosque había sido mutilado para que el sol se tendiera sobre la casa y los hombres. Ellos, de no estar entregados a sus faenas, jugaban a los dados sobre una tosca mesa o dormitaban en las hamacas colgadas en el corredor, al lado del fusil y la esperanza. También solían salir al espacio talado y estiraban los brazos ante la luz, con un aire de aves fatigadas. Habían ido en pos del caucho y la riqueza. Hundidos en la inmensidad vegetal, inhóspita y a la vez aprisionante, sus sueños eran inasibles como el humazo del áspero tabaco que chupaban con gesto lento. Cada mañana, la selva les lanzaba su reto. Aun los veteranos temían el laberinto formado por el apretado abrazo de sus ramas y la sombra de sus tupidas copas. Cerca de la barraca corría un pequeño río, encauzado entre árboles, lamiendo tallos y viejas raíces retorcidas. Podía llamarse Yavarí o Ingaraparaná o Porá o Yarobé. Podía tener cualquier nombre extraído de los rumores de la floresta, de las extrañas voces con que se entienden el vegetal, la fiera y el salvaje. Ese río va a engrosar otros, formando parte del sistema circulatorio de la selva, sanguíneo ramaje que riega puertos soñados en la manigua y cuyos nombres son agrandados por el deseo de encontrarlos: Contamana, Nauta, Iquitos, Manaos. y más allá, lejos, cuando todos los líquidos caminos son uno solo, cuando el gran río, el Amazonas, el más colmado y ancho de los ríos, se hunde en el Atlántico, y aún más allá, donde apunta la aguja de la brújula, fulge el nombre rutilante: Nueva York. Columbrando en sueños su resplandor encendido con una alegría de alto puntaje en la bolsa de valores, estaban los hombres en la noche de la manigua, extrayendo el caucho, en una voluntariosa lucha con el riesgo, esperando vivir. De surcada por aquel pequeño río llegaron Cárpena y Jiménez, servidos por dos bogas, en un atardecer que amontonaba sobre los árboles pesadas nubes, sombras trémulas e inquietos vuelos de pájaros. Habían navegado en canoa desde el amanecer. Todo el día escucharon el monótono chapoteo de los remos accionados por los bogas, cetrinos indios de rictus bárbaro. Cárpena era un novato y Jiménez, con quien se reunió para cumplir la última etapa de su viaje, gozaba relatándole hazañas y acontecimientos. Empleaba un tono de bromista jactancia. De repente, se puso a hablar de las anacondas. ¡Cuidado! De un solo coletazo podían volcar la canoa. En el agua había caimanes. “Y por ahí ¿lo ve?, en esa zona viven los indios cashivos. Son indomables. Matan a la gente, la queman y beben las cenizas disueltas en masato.” Cárpena trataba de no mostrarse impresionado. Por último, Jiménez recomendó: —Sobre todo, amigo, aquí hay que olvidarse de que uno tiene sentimientos. ¿Nobles, se dice? Ahí está don Floro; lo va a conocer: ése ya no tiene corazón. Cuando la canoa, con el alegre impulso del arribo, hirió la arena de la orilla. Cárpena descansó, más que de estar encogido, de la charla de su compañero. Los caucheros de la barraca los recibieron entre voces y abrazos alborozados. “¿Y qué hay por Iquitos?” “¿Traen balas?” “¡Ah, qué bien!” “¿Y conservas?” “¿No?” “¡Diantre, ya estamos hartos de mono!” “Echar atrás a los japoneses tomará tiempo.” “Habrá mercado para nuestro caucho.” “¡Duraznos al jugo!” “¡Al menos una lata!” “¿Usted es nuevo?” “Se le ve en la cara”. “Pasen, pasen a descansar…”. Cayó la noche y Cárpena y Jiménez continuaban metidos en las hamacas de fibra, contestando preguntas que la curiosidad y la nostalgia ponían en los labios de sus amigos. Después encendieron una linterna y rodearon la mesa de rijosos maderos. La comida fue sobria. El pescado llamado paiche con un plátano verde llamado inguire, la pasta de yuca conocida por fariña y, para celebrar la llegada, un buen trago de aguardiente de caña. Blancas mariposas nocturnas revoloteaban en torno a la luz. Afuera hablaban los bogas y otros indios salvajes de lengua tronante. Los caucheros hacían salir su voz desde una cara invadida por barbas revueltas. —No se afeite, amigo Cárpena. La barba impide que le piquen los mosquitos. Cárpena, por su parte, trató de preguntar todo lo que pudo. Su ignorancia producía risa a menudo. Pero supo al menos lo necesario acerca de sus compañeros y se le reafirmó la idea de que en la selva había que ser duro. Cuando apagaron la luz y se tendieron a dormir, comenzó a soplar un viento de tenaz mugido. Un cauchero dijo a don Floro: —Está bien eso; se llevará a los mosquitos. Y usted lleve mañana a Cárpena al monte. Ya tendrá tiempo de ahumar. Cárpena había visto en Iquitos las bolas de caucho y el atosigante trabajo de ahumarlas. Menos mal que ahora lo destinaban a otra cosa. Podía considerar, inclusive, que estaba con suerte. Le gustaba tener que acompañar a don Floro. Según se había enterado, éste era un rumbero, o sea el hombre que en medio del laberinto vegetal de la selva, encuentra siempre el rumbo. Había leído una novela en la cual se contaba cómo un rumbero a quien le falló el sentido de dirección, mientras guiaba a un grupo de caucheros, perdió a su angustiada tropa en la incertidumbre del bosque sin caminos y de la mente enloquecida. Pero don Floro parecía incapaz de extraviarse. Era un sesentón membrudo de ojos de jaguar y la consabida barba enmarañada y sucia. La piel blanca había adquirido tonos ocres y verdosos tal si se le hubieran pegado del bosque, y las barbas grises parecían un manojo de esos bejucos parásitos que cuelgan de los troncos. Don Floro, al calmarse un poco el viento, barbotó con su vozarrón despacioso: —Se me hace que, por allá, al sur, hay una partida de monos. Están chillando con el ventarrón. Diría que hay un monito chico entre ellos. ¿No lo oyen? Lo voy a atrapar mañana. Con darle un tiro a la madre… —¿Y cómo los vamos a encontrar? —preguntó Cárpena con una respetabilísima ingenuidad. Los comentarios y las risas rebotaron de hamaca en hamaca. Don Floro apagó su carcajada de trueno y dijo: —Muchacho: yo les sé las costumbres. Esos monos seguirán caminando desde antes del amanecer. Y que me corten el cogote si no se paran en una mancha de palmeras que he visto. Hay mucho coco ahí. Ya verás, ya verás… —¿Y usted los oye realmente? —preguntó de nuevo Cárpena. —Claro que los oigo —aseguró don Floro—, cuando el viento calma, se los oye. Chillan como unos condenaos… Deben estar a unas veinte cuadras de aquí… Con el sueño, en la barraca se adensó el silencio. Cárpena buscó nuevas palabras entre la sombra. Solo hablaba el viento, de rato en rato, con una voz cargada de espacios selváticos, misteriosa y profunda. El bisoño tenía veinte años y un puñado de familiares recuerdos. Su experiencia de la selva se reducía al viaje que había hecho para llegar a la barraca. Provenía de tierra sin muchos árboles, de la costa peruana, donde cada valle está flanqueado por desiertos de arena y piedra. El se había nutrido del cuidado materno, de lecturas de Salgari y grandes proyectos personales. Ahora la aventura cobraba un sesgo real, al enfrentar la realidad sentíase desarmado, y los grandes proyectos parecían perdidos como las estrellas. La noche le vendaba los ojos. Cárpena terminó por sentirse solo y la nostalgia de la madre le creció pecho adentro. En la hamaca se acurrucó tal si estuviera en el regazo materno y un sentimiento de ternura, próximo y distante, lo envolvió dándole una sensación de timidez a la que se mezclaba una creciente tristeza. Aulló un jaguar a lo lejos y una luciérnaga trazó un fugaz hilo de luz. El muchacho fue llamado a la realidad. Trató de rehacerse y de insistir en su determinación de ser duro. El —pensaba— sabría luchar también. Después tendría dinero y la firmeza de los que triunfan en la vida. Pero debía ser fuerte. Reacio a toda mella como las rocas y los palos de chonta. El también se curtiría… Tenía que ser un cauchero de veras, un hombre de la selva… él también… Al fin se durmió. A la mañana siguiente, Cárpena, que pese a sus esfuerzos tenía el aire inseguro del recién llegado, salió con don Floro, el rumbero, a cazar monos. Cárpena marchaba mirando a todos lados, tal si un peligro inmediato le estuviera azotando los flancos. ¡No fuera que una boa, que un jaguar, que un caimán, que un indio salvaje! Don Floro iba delante, empeñado en escrutar lo alto con sus vivaces ojos de fiera. Ambos llevaban fusiles a la espalda y caminaban por una angosta trocha. Las hojas caídas, rojinegras y pardas, llenaban el suelo despidiendo, al podrirse, un olor acre. El musgo y toda laya de plantas parásitas escoriaban los tallos innumerables. Era ése un mundo intestinal que realizaba laboriosamente su digestión de árboles. Cárpena avanzaba muy pegado al rumbero, como si de la proximidad a aquel hombre dependiera su vida. Aprendería de él. Don Floro le enseñaría los secretos del bosque. El baqueano ya había desempeñado igual tarea muchas veces y la tomaba con gusto. Hablaba, comenzando a enseñar la pulseada del bosque, mientras apartaba a manotadas las ramas que ya querían cerrar la trocha y se interponían a su paso. —¡Ah, muchacho! Soy antiguazo aquí. Vine mocoso como tú, cuando la primera busca del caucho. No sé si quedará retazo de bosque que no haya andao. Bueno, esto es mucho; pero te digo que conozco la cosa. ¿Sabes las rayas de tu mano? ¿No? Pues yo sé las del bosque. Una media bruja de la ciudad, veía las rayas de la palma de la mano y decía que ahí estaba el destino. Esta es una mano que hay que saberla ver lo mismo. Aquí hay también destino… Tropezaron con un árbol cubierto de cortaduras y lacras, un pobre ser de los bosques al que habían hecho padecer un raro suplicio. Las incisiones y los tajos llenaban su hermoso tallo. Aún había rastros de la sangre blanca que vertiera. —Caucho explotao —explicó don Floro. Y prosiguió—: Ahora pa encontrarlo, hay que caminar lejos. Han macheteao duro los muchachos. Antes dabas un machetazo al aire y salía jebe. Ahora hay que caminar hasta donde el duende tiene su guarida, que es lejos, y no encuentras. De la cintura de don Floro colgaba un largo machete metido en vaina de cuero. —Bueno, todo está lejos. Nos tomará tiempo encontrar a los monos. No se ve ni uno por lo alto. Por eso estoy hablando sin consideración. ¿Has comido mono? ¿No? Ya comerás. Al principio, viéndolos listos, parecen niños asaos y no dan ganas de comerlos. Pero, la necesidá… Esa lo hace todo. Con el tiempo, te los comes como si tal cosa… Hay que comer mono. No siempre tienes suerte y encuentras pavas y tapires… La trocha se fue borrando. Cárpena sintió como que el bosque se adueñaba de ellos. Un rumor confuso y perenne flotaba sobre sus cabezas y no se veía otra cosa que tallos, ramas y lianas. El rumbero se volvió hacia el mozo cogiendo su fusil con las dos manos, Cárpena lo imitó maquinalmente. —Ssschcht —musitó el conocedor, continuando muy bajito—: Silencio…, que no se asusten los monos. Ponen a uno de guardián y si nos hacemos notar, ése da el grito y escapan… Y siguió adelante, eludiendo las lianas blandamente y pisando con suavidad. El fusil, dirigido a lo alto, parecía tan alerta como sus ojos. Si Cárpena, con un movimiento inhábil producía algún rumor, don Floro volteaba hacia él, en un mudo reproche. Para peor, aumentaban las lianas, las ramas, los altos tallos. Crecía el bosque, se agrandaba ante los ojos del recién llegado. No lograba ver nada preciso en las copas. ¿Distinguiría don Floro la caza? De cuando en vez, sonaban los aletazos de un pájaro que huía entre el follaje. Y los hombres ligeramente agazapados, en acecho, avanzaban sin tregua hacia su insegura presa. Era fatigosa la marcha y más teniendo que cuidar el silencio. En las hojas caídas dejaban un pequeño rastro, pero otras se amontonaban pronto sobre ellas, borrándolo. Al cruzar por un terreno pantanoso, la huella de un tacón se mostró a los ojos del novato, desde la blanda gleba de un charco. Otro hombre había estado por allí, como lo atestiguaba su seña y sin embargo la naturaleza, hostil y recogida en sí misma, parecía haber ignorado siempre su presencia. Los pantanos se precisaron más y tuvieron que bordeados. Oscuras y quietas aguas, se embalsaban al pie de grandes árboles tranquilos. Y traspuesta esa zona, otra vez el lecho de hojas, y las ramas y lianas obstaculizantes, y la penumbra bajo las altas copas estremecidas. El sol se filtraba a ratos en haces oblicuos, haciendo ver grietas de troncos añosos y tierno musgo. Sobre la tersura de un tallo plomizo, destacó una inscripción: UN RECUERDO DE PEDRO J. RAMIREZ Las letras hondas, grabadas a cuchillo, denotaban un pulso recio. Cárpena tocó el brazo de don Floro y, al volverse éste, le mostró el nombre. En verdad, nadie lo llevaba en la barraca. Allí estaban el “chino” Cortez, el español Segovia, el “negro” Domingo y también Jiménez y Díaz. No había ninguno que se llamara así. El rumbero se encogió de hombros como diciendo: “¿Para qué te ocupas de tonterías, cuando estamos empeñados en encontrar importantes monos?” Pero, tratando de dar una explicación, se señaló el cuello en un gesto de cortárselo y reanudó la marcha silenciosamente. Había muerto Pedro J. Ramírez. Como Cárpena, sin duda, dejó su lugar nativo para lanzarse a esos mundos con un equipo de cauchero y de sueños. He allí que ya no quedaba de él, sino un nombre grabado en el tallo de un árbol perdido en medio de la selva. Desde el fondo del bosque, hablaba un muerto en la supervivencia de un vegetal impasible. Nada más. Cárpena se resistía a deplorarlo. Ahí —ya lo veía— era innecesaria la compasión. Sería duro como don Floro. Igual que el rumbero, sabría recorrer el bosque, por un lado y otro, sin perderse ni lamentar lo irremediable. Don Floro seguía avanzando con los ojos y el fusil vigilantes. Se detuvo de súbito colocándose una mano tras la oreja, a modo de pantalla. Un débil chillido venía de lejos. ¿De dónde? El rumbero volteó la cabeza a todos lados y luego tomó la dirección. Cárpena lo seguía hecho ojos y oídos. Pero sin pensar precisamente en que el fusil le iba a servir de algo. La anunciada “mancha” de palmeras hizo blanquear sus tallos en medio de la inmensidad verde gris. Don Floro se detuvo de nuevo y echóse a la cara el fusil. La tropilla de monos escandalizaba haciendo piruetas y arrojando cocos. El que estaba próximo, que era sin duda el vigía, distinguió a los cazadores y lanzó un grito estridente, pero ya era tarde. Don Floro disparó. También disparó Cárpena hacia un pequeño ser gesticulante que se contorsionaba entre las ramas. Los micos huyeron a grandes saltos por las copas, chillando y dando alaridos. En pocos segundos se perdió el eco de sus voces en la tranquila inmensidad de la selva. Pero uno de ellos se había quedado. Trató de sostenerse enroscando la cola en una rama, pero después cayó sobre la hojarasca con un ruido blando. Los cazadores acudieron. Era una mona que tenía a su pequeño hijo en brazos. El balazo le había roto el pecho. Miró a los hombres con ojos de pánico y odio, pero después los fijó amorosamente en el pequeño. Con todas sus fuerzas abrazaba al hijo. Trataba de que el aterrorizado monito se le pegara al magro seno y luego le acercaba la boca a la teta. Sacudida por los estertores de la muerte, únicamente se preocupaba de que el pequeño mamara, de que pudiera vivir. Ninguno de los hombres atinó a rematarla, viendo esa grande y maternal defensa de la vida. La madre quería a toda costa salvar al hijo. Sus ojos brillaban sobre él, llenos de ternura, y al estrecharlo brindábale empecinadamente los exiguos pezones. Pero el monito chillaba viendo a los cazadores, sin desprenderse del seno, invitando más bien a la fuga con su actitud medrosa. ¡Si ella hubiera podido huir! Miró por última vez a los hombres y de nuevo al hijo. Persistió en su empeño de que mamara, ya muy débilmente, pues las fuerzas sin duda la abandonaban. Y la muerte llegó al fin y rindióse a ella en medio de una estremecida agonía. Se aquietó para siempre con el hijo en brazos, dada íntegramente a él, en un gesto de suprema solicitud. En el vasto silencio que cayó sobre la selva, solo se escuchaban los gemidos del monito, cogido del inmóvil y sangrante cuerpo materno. Aferrado a él, parecía pedirle que lo amparara. Cárpena no pudo contenerse más y, apoyándose en un tronco, se puso a sollozar como un niño. Don Floro trataba de consolarlo: —Bah, muchacho, ya pasará. Se acostumbra uno. Después de todo, no fue tuyo el tiro… Mas el rumbero se felicitaba en su interior de la penumbra del bosque y de la ancha falda de su sombrero de palma, que le apretaba sombra sobre la cara. Una terca lágrima había rodado por su mejilla. Haciéndose a un lado, discretamente, se la enjugó con la manga de la camisa. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
La Madre de las Enfermedades
Minicuento
Se llama Unguymaman, o sea, Madre de las Enfermedades. Vive en las aguas profundas y sale a la superficie en las noches oscuras, tempestuosas o lluviosas, para hacer el mal. Va dando voces desde el agua, por ríos, quebradas, lagos y lagunas. Da voces cuando ve lanchas, balsas y canoas, o también casas en las orillas. Con la entonación del grito del sapo y algo más, llama: «¡Uf!», «¡uf!»… Puede también que su voz parezca el aullido del viento, o el de algún otro animal, y hasta la llamada confusa de un ser humano. Si sale a tierra, la Unguymaman llama de casa en casa, sin tocar la puerta, con la misma voz. Es una voz a la que se puede reconocer por su tono lúgubre y aleve. Cualquier persona que escuche a la Unguymaman, hombre, mujer o niño, no debe contestar. Si responde, la Unguymaman le dará la enfermedad. No hay que contestarle con una sola palabra ni con nada. La persona que necesite de nosotros, debe tocar a la puerta o llamarnos hablando, para reconocerla debidamente. Solo en tales casos se contestará. De la Unguymaman se sabe únicamente que es un ser maligno, cuya forma nadie ha llegado a precisar. ¿Quién podría verla durante esas noches lóbregas en que abandona su habitual morada y sale en busca de sus víctimas? Para hacer daño bástale la voz, pero a condición de que se le conteste. FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
La piedra y la cruz
Cuento
Los árboles se fueron empequeñeciendo a medida que la cuesta ascendía. El caminejo comenzó a jadear trazando curvas violentas, entre cactos de brazos escuetos, achaparrados arbustos y pedrones angulosos. Los dos caballos reposaban y sus jinetes habían callado. Un silencio aún más profundo que el de los hombres enmudecía las laderas. De cuando en cuando, pasaba el viento haciendo chasquear los arbustos, bramando en los pedrones. En las ráfagas eran solo una avanzada del presente ventarrón de la puna. Al cesar después de una breve lucha con las ramas y los riscos dejaban una gran cauda de silencio. El rumor de las pisadas de los caballos parecía aumentar ese silencio nutrido de inmensidad. Si algún pedrusco rodaba del sendero, seguía dando botes por la pendiente, a veces arrastrando a otros en su caída, y todo ello era como el resbalar de unos granos de arena de la grandeza de las moles andinas. De pronto, ya no hubo si quiera arbustos ni cactos. La roca se dio a crecer más y más, ampliándose en lajas cárdenas y plomizas, tendidas como planos inclinados hacia la altura; alzándose verticalmente en peñas prietas que remedaban inmensos escalones; contorsionándose en picachos aristados que herían el cielo tenso; desperdigándose en pedrones que parecían bohíos vistos a distancia; superponiéndose en muros de un gigantesco cerco de infinito. Donde había tierra crecía tenazmente la paja brava llamada ichu. En su color gris amarillento se arremansaba el relumbrón del sol. El resuello de caballos y jinetes empezó a colgarse, formando nubecillas blancuzcas que desaparecían rápidamente en el espacio. Los hombres sentían el frío en la piel erizada, pese a la gruesa ropa de lana y los tupidos ponchos de vicuña. El que iba delante volvió la cara y dijo, sofrenando su caballo: —¿No le dará soroche, niño? El interpelado respondió: —Con mi papá he subido hasta el Manancancho. Ojeó entonces el camino que pugnaba por subir y picó espuelas. Las rodajas se hundieron en los ijares y el caballo dio un salto, para luego avanzar sobre el crujido de guijarros. El otro caballo se retrasó un tanto, pero acabó por apresurarse también, llegando a compasar el rumor de los cascos junto al primero. El hombre que iba de guía era un indio viejo, de impasible cara. Bajo el sombrero de junco, cuya sombra escondía un tanto la rudeza de su faz, los ojos fulgían como dos diamantes negros incrustados en piedra. Quien lo seguía era un niño blanco, de diez años, bisoño aún en largos viajes por las breñas andinas, razón la cual su padre le había asignado el guía. Camino del pueblo donde estaba la escuela, tenían que pasar por tierras cuya amplitud crecía en soledad y altura. Que el niño era blanco decíase por el color de su piel, aunque bien sabía él mismo que por las venas de su madre corrían algunas gotas de sangre india. Ella era hermosa y dulce, y la raza nativa se le anunciaba en la mata abundosa y endrina del cabello, en la piel ligeramente trigueña, en los ojos de una suave melancolía, en la alegría y la pena contenidas por una serenidad honda, en la ternura presente siempre, en las manos dadivosas y la voz acariciante. Así es que el niño blanco no lo era del todo, y más por haber vivido siempre entre dos mundos. El mundo blanco de su padre y los familiares de éste, y el mundo de su madre y el pueblo peruano de los Andes del norte, confusa aglutinación de cholos e indios hasta no poderse hacer precisa cuenta de raza según la sangre y el alma. Con todo, el niño era considerado blanco debido a su color y también por pertenecer a la clase de los hacendados, dominadora del pueblo indio durante más de cuatro siglos. El muchacho caminaba tras el viejo sin tomar en cuenta, ni poco ni mucho, que le estaba haciendo un servicio. A lo más podía considerar, con absoluta naturalidad, que eso no era parte de su deber de indio. Pero tampoco se preocupaba de considerarlo así. Estaba completamente acostumbrado a que los indios le sirvieran. En esos momentos, evocaba su casa y algunos episodios de su vida. Ciertamente que había subido con su padre hasta el Manancancho, cerro de su hacienda que le llamara la atención debido a que amanecía nevado una que otra vez. Pero esas montañas que ahora estaban remontando eran evidentemente más elevadas y acaso el soroche, el mal de la puna, lo atenazaría cuando estuvieran en las cumbres gélidas. Una sensación de soledad le crecía también pecho adentro. Hacía cinco horas que caminaban y tres por lo menos que dejaron los últimos bohíos. El guía indio, que de amanecida y mientras cruzaran por un valle oloroso a duraznos y chirimoyas, le fue contando entretenidas historias, se cayó al tomar altura, tal vez contagiado del silencio de la puna, acaso porque más le interesara contemplar el panorama. Los ojos del viejo no hacían otra cosa que avizorar los horizontes, el cielo amplísimo, los cañones abismales. El muchacho miraba también, sobre todo a las alturas. ¿Dónde estaría la famosa cruz? Al doblar la falda de un cerro, tropezaron con unos arrieros que conducían una piara de mulas cansinas, las que prácticamente desaparecían bajo inmensas cargas. Los fardos olían a coca y estaban cubiertos por las frazadas que los arrieros usarían en la posada. Los vivos colores de las mantas daban pinceladas de júbilo a la uniformidad gris de las rocas y pajonales. —Güenos días, cristianos —saludó el guía indio. Los arrieros contestaron: —Güenos días les dé Dios… —Ave María Purísima… —Güenos días… El guía indio dijo con la mejor expresión que pudo poner: —Quién sabe tienen un traguito… Los arrieros miraron al que parecía ser su jefe, sin responder. Éste, que era un cholo cuarentón, de ojos sagaces, echó un vistazo al indio viejo y al niño blanco, para hacerse cargo de quienes eran, y respondió: —Algo quedará… Uno de los arrieros le alcanzó, sacándola de las alforjas que llevaba al hombro, una botella que caló el sol haciendo ver que guardaba mucho cañazo todavía. El cholo se le acercó al niño, diciendo: —Si el patroncito quiere, él primero… —Yo conozco a su papá, el patrón Elías… El muchacho no gustaba del licor, pero le habían dicho que era bueno en la altura, para calentarse y evitar el soroche, de modo que tomó dos largos tragos del áspero aguardiente de caña. El guía indio se detuvo también a los dos tragos, muy educadamente, pero apenas el jefe de los arrieros lo invitó a proseguir, se pegó el gollete a la boca y no paró hasta que el más zumbón de la partida gritole: —Güeno, yastá güeno… El viejo sonrió levemente, entregando la botella. —Dios se lo pague. Guía y niño avanzaron luego, cruzando con cierta dificultad entre la desordenada piara de mulas. Sobre una de las mulas, en el vértice de dos fardos, había una piedra grande hermosamente azulada, casi lustrosa. —Piedra de devoción —acotó el guía. Los arrieros lanzaron gritos que eran como zumbantes látigos: —¡Jah, mula!… —¡Mulaaaaa!… —¡So!… ¡So!… —¡Jah!… —¡Mula!… El eco los multiplicaba. Parecía que otra partida arreaba desde las peñas. En un momento, el largo cordón de las mulas se rehízo y reptó coloreado la cuesta. Uno de los arrieros echó al viento la afirmación de un huaino: A mí me llaman Paja Brava porque he nacido en el campo. En la lluvia y el viento fuerte no más me mantengo. Ya no se sabía si era más jubiloso el color de las mantas o la canción. Los jinetes iban todo lo ligero que les permitía la abrupta senda y, pendiente arriba siempre, fueron dejando lejos a los arrieros. De rato en rato, escuchaban algún fragmento de los gritos: “¡uuuuuu!”… “¡aaaaa!”… Pero la inmensidad quedó a poco muda. Salvo que el viento silbó más repetidamente entre las pajas y despedazó con más furia en los roquedales. Cuando no crecía el silencio de los peñones, de grandeza levantada impetuosamente hasta el cielo, naciendo de una sombrosa profundidad. Abajo, los arrieros y su piara se habían empequeñecido hasta semejar una hilera de hormigas afanosas, a cuestas con su carga por un sendero al que más bien había que imaginar, hilo desenvuelto al desgaire, leve línea que borraba casi, comida por las salientes de las peñas. La sombra de un nubarrón pasaba lentamente por las laderas, dando un tono más oscuro a los pajonales. Al ceñirse a las breñas, la sombra ondulaba como un oleaje de aire. Los dos jinetes tomaron por un camino que cortaba oblicuamente un peñón. La roca había sido labrada a dinamita y a pico, donde era casi vertical, y se habían hecho calzadas donde la gradiente permitía asentar piedras. La roca viva surgía hacia un lado, aupándose hacia las nubes, y por el otro descendía formando un abismo. Los caballos pisaban firme, nerviosos sin embargo, y sus jinetes sentían bajo las piernas de los cuerpos crispados, tensos en el esfuerzo cuidadoso de bordear el desfiladero sin dar un resbalón que podía ser mortal. Los ojos de las bestias brillaban alertas sobre las sendas roqueñas y su resuello era más sonoro, prolongándose a veces, donde había que saltar escalones, en una suerte de quejido. El viejo y el muchacho sentían una solidaridad profunda hacia sus caballos y los breves gritos que daban para alentarlos sonaban más bien como palabras de un lenguaje de fraternidad entre hombre y animal. El niño blanco no habría sabido calcular el tiempo que duró la travesía en roca viva, al filo del abismo. Quizá veinte minutos o tal vez una hora. Aquello terminó cuando el camino, curvándose y abriendo una suerte de puerta, asomose a una llanura. Él sintió que sus propios nervios se distendían. Su caballo se detuvo y sacudió adrede el cuerpo, frenéticamente, dando luego un corto relincho. Descansó así y siguió al del guía con trote fácil. El viejo barbotó: —¡La mera jalca! Era el altiplano andino. La paja brava crecía corta en la fría desolación del yermo. En el fondo de la planicie, se alzaba una nueva crestería. El viento soplaba tenazmente, pasando libre sobre el páramo, desgreñando los pajonales, ululando, rezongando. La ruta estaba marcada en ichu por un haz de senderos, canaletas abiertas por el trajín de la tierra arcillosa. Pedrones de un azul oscuro hasta el negror o de un rojo de brasa, medio redondos, surgían por aquí y por allá como gigantescas verrugas de la llanura. Las piedras de tamaño mediano eran escasas y menos se veían de las pequeñas, buenas para ser acarreadas. El indio desmontó súbitamente y se encaminó a cierto lado, derecho hacia una piedra que había logrado localizar y levantó en la mano. —¿Le llevo una pa’ usté, niño? —preguntó. —No —fue la respuesta del muchacho. Con todo, el viejo buscó otra piedra y volvió con ambas. Le llenaban las manos grandotas. Parsimoniosamente, mirando de reojo al niño blanco, las guardó en las alforjas colocadas en el basto trasero de la montura, una en cada lado. Cabalgó entonces y habló: —Hay que cargar las piedras desde aquí. Más adelante se han acabao… —Ese arriero que trae una piedra, se pasa de zonzo. ¡Traer una piedra de tan lejos! —Habrá hecho promesa, niño. —¿Y dónde está la cruz? El viejo señaló con el índice cierto punto de la crestería, diciendo: —Ésa es… El muchacho no la distinguió, pese a que tenía buena vista, pero sabía que el indio, aunque muy viejo, debía tenerla mejor. Estaría allí. Se referían a la gran Cruz del Alto, famosa en toda la región por milagrosa y reverenciada. Estaba situada en el lugar donde la ruta vencía la más alta cordillera. Era costumbre que todo viajero que pasase por dejara una piedra junto a la peaña. A través de los años, las piedras transportables que habían en las cercanías se agotaron y tenían que llevárselas desde muy lejos. Año tras año aumentaba las distancia, pero no decrecía la recogida. El muchacho llevaba también algo en relación con la cruz, pero entre pecho y espalda. Al despedirse, su padre le había dicho: —No pongas piedra en la cruz. Ésas son cosas de indios y cholos… de gente ignorante… Recordaba exactamente tales palabras. Él sabía que su padre no era creyente por ser racionalista, cosa que no entendía. Su madre sí era creyente y llevaba una pequeña cruz de oro sobre el pecho y encendía una pequeña lámpara votiva ante una hornacina que guardaba la imagen de la Virgen de los Dolores. Pensaba que también, de haber tenido tiempo de preguntárselo a su madre, ella le hubiese dicho que pusiera la piedra ante la cruz. Cavilaba sobre ello cuando sonó la voz del indio, quien se atrevía a advertirle: —La piedra es devoción, patroncito. Todo el que pasa tiene que poner su piedra. Ya ve usté que soy viejo y eso es lo que siempre he visto y oído… —Ajá… La pondrán los indios y cholos. —Todos, patroncito. Hasta los blancos… —¿Los patrones? —Los patrones también. Es devoción. —No te creo. ¿Mi papá también? —A la verdá, nunca pasé junto con él al lado de la Cruz del Alto, pero le juro que lo hizo… —No es cierto. Él dice que éstas son cosas de indios y cholos, de gente ignorante. —La Santa Cruz le perdone al patrón. —Una piedra es una piedra. —No diga eso, patroncito. Mire que al doctor Rivas, el juez del pueblo, letrao como es, hombre de mucho libro, yo lo vi poner su piedra. Hasta echó sus lagrimones… El viento arreció y les impedía hablar. Les levantaba los ponchos, les azotaba la cara. El muchacho, no obstante ser andino, comenzó a sentir frío de veras. Unas lagunas de aguas escarchadas, al filo de las cuales pasaban, reflejaron la traza injerida de caballos y jinetes. Las crines y los ponchos parecían banderolas del viento. Cuando amainó un poco, el viejo volvió a decir: —Ponga su piedra, patroncito. A los que no lo hacen, les va mal… Yo no quiero que le pase nada malo, patroncito… El muchacho no le contestó. Conocía mucho al viejo indio, pues vivía cerca de la casa-hacienda, en un bohío igualmente viejo, tanto que en cierto lugar del techo, la paja se había podrido y apelmazado y crecían allí algunas hierbas. El viejo le llamaba “niño” habitualmente, con lo cual adquiría el rango propio de los ancianos, pero cuando quería que le hiciese un favor, pasaba automáticamente al “patroncito”. “Patroncito. Su papá me ofreció encargarme un machete y lo ha olvidao. Hágale acordar, patroncito”. “Patroncito: mi vieja anda mala de la barriga y le voy a dar manzanilla en agua caliente. Pa que seya güena, se necesita echarle la azucarcita. Deme un puñao de azucarcita, patroncito”. La manzanilla y otras plantas más o menos medicinales crecían, junto con repollos y cebollas en el pequeño huerto del viejo. También había una planta de lúcuma, con cuya fruta le obsequiaba. Y no lejos del bohío solía deambular siempre una de sus nietas, chinita de la edad del niño blanco, quien pasteaba un rebaño de ovejas. La muchachita, de cara reilona y ojos brillantes, cantaba cantos indios con una voz de tórtola. Verla y oírla le daba un gran contento. Eran tan amigos, que jugando rodaban por la loma. Y ahora salía el viejo indio con la cantaleta del “patroncito”. Se esforzó una vez más: —Patroncito… Óigame, patroncito. Hace añazos subió un cristiano de la costa llamao Montuja o algo de esa laya. Así era el apelativo. El tal Montuja no quiso poner su piedra y se rió. Se rió. Y quien le dice que pasando esta pampa, al lao de estas meras lagunas según cuentan, le cae un rayo y lo deja en el sitio… —Ajá… —Cierto, patroncito. Y se vio claro que el rayo iba destinao pa él. Con tres más andaba, que pusieron su piedra, y solo a don Montuja lo mató… —Sería casualidad. A mi papá nuca le ha pasado nada, para que veas. El viejo pensó un rato y luego le dijo: —La Santa Cruz le perdone al patrón, pero usté, patroncito… El niño blanco creyendo que no debía discutir con el indio, le interrumpió diciendo: —Calla ya. El viejo enmudeció. Violento, manso, el viento no cesaba. Su persistencia era un baño helado. El muchacho tenía las manos ateridas y sentía que las piernas se le estaban adormeciendo. Esto podía deberse también al cansancio y a la altura. Acaso su sangre estaba circulando mal. Un ligero sonido estaba comenzando a sonar en el fondo de sus oídos. Tomando una rápida resolución, desmontó diciendo al guía: —Jala tú mi caballo. ¡Sigue! Sin más palabras, echaron a andar, el guía y los caballos delante. El muchacho se terció el poncho a la espalda y salió de la huella. Pronto advirtió que las grandes rodajas de las espuelas se enredaban en la paja brava y tuvo que volver a uno de los senderos. Sentía que las puntas de sus pies estaban duras y frías y que las piernas le obedecían mal. Apenas podía respirar, como que le faltaba el aire enrarecido, y su corazón retumbaba. Claramente, oía el lento y trabajoso palpitar de su corazón. A los diez minutos de marcha, se había cansado mucho, pero pese a todo, seguía caminando voluntariosamente. Según oyó decir a su padre, en los Andes hay que pasar a veces por lugares de diez, doce, catorce mil metros de altura y más. No sabía a que elevación se encontraba en ese momento, pero indudablemente era muy grande. Su padre le había hablado también de la forma que hay que comportarse en las grandes alturas y eso estaba haciendo. Solo que hasta caminar resultaba difícil. El mero hecho de avanzar por una planicie, fatigaba. La altura quitaba el aire. Y no obstante, el viento le había quemado la cara a chicotazos. Al tocársela, sintió que ardía. Un sabor salino se le agrandó en la boca. Sus labios estaban partidos y sangrantes. Un rastro rojizo le quedó en los dedos. Recordó cómo su madre solía curarlo y una honda congoja le anudó el cuello. La nostalgia de la madre le hizo asomar a los ojos lágrimas tenaces que se los empañaron. Se las secó rápidamente, para que no lo viera llorar ese indio que cargaba neciamente dos piedras. Menos mal que los pies se le estaban abrigando y sentía las piernas menos tiesas. En realidad, el indio no dejaba de observarlo a su manera, es decir disimuladamente. Desde la seguridad de su baquía y su milenaria reciedumbre, sentía cierta admiración por ese pequeño blanco que estaba afrontando adecuadamente su primera prueba de altura. Pero no dejaba de infundirle cierto malestar, inclusive temor, la irreverencia del muchacho, en la cual quería ver algo genuinamente blanco, o sea maligno. Ningún indio sería capaz de hablar así de la piedra y la cruz. Pero él no tenía palabras para hacerle entender, después de todo se le había ordenado callar y no podía, en último extremo, hacer otra cosa. El muchacho, sintiéndose mejor, pues se le habían entibiado hasta las manos, gritó: —¡Ey! —¿Va a montar, niño? —Sí. El viejo le acercó el caballo y desmontó diciendo: —Espere todavía. Sacó de uno de sus bolsillos un envoltorio de papel ocre. Contenía grasa de la usada para tratar los cueros, especialmente los lazos y riendas. Con ella embadurnó la cara del muchacho, a la vez que decía: —Es buena pa la quemadura de puna… Se ha pelao como papa… Tiene que curtirse como yo, niño… En la altura, es güeno ser indio… La puna tendrá que hacerlo menos indio… Olía mal la grasa, y era tratado como cuero, pero sin abandonar su arrogancia, el muchacho sonrió. Bien que tuvo que hacerlo con cierta parsimonia porque los labios partidos le dolieron más al distenderse. Trote adelante, advirtió que la cordillera, situada al fondo de la llanura, quedaba ya muy cerca. Alzando los ojos, vio la cruz, erguida arriba, en una concavidad de las cresterías hasta la cual llegaba el quebrado sendero. Sobre un promontorio, la cruz extendía sus brazos al espacio, bajo un inmenso cielo. A poco andar, llegaron a la cordillera. Las rocas que formaban eran pardas y azules y no había siquiera paja entre ellas. El sendero era extraordinariamente difícil, labrado de nuevo en las peñas por medio de cortes y calzadas. Frecuentes escalones demandaban un enorme esfuerzo a las bestias, que crispaban sus cuerpos en la ascensión, resoplaban sonoramente, daban cortos bufidos como quejas. El muchacho pensaba que, de no haberse puesto a caminar, ahora se le habría paralizado el cuerpo. Pese al sol radiante que brillaba en medio del cielo, estallando en las aristas de las rocas, el aire era singularmente frío, capaz de helar. Su consistencia sutilísima demandaba que se lo respirase a pulmón lleno, sin que ello impidiera quedarse con una vaga sensación de asfixia. Pero no se preocupaba ya. Tenía el cuerpo abrigado por la camiseta y su sangre fluía acompasadamente. Sus oídos afinados podían escucharlo. Para mejor, terminada la cuesta, cosa que les llevaría una media hora, comenzarían el descenso. Habiendo pasado con bien por la prueba, hasta estaba alegre. Quien echaba miradas recelosas era el indio. El niño blanco las entendió, y más viendo el sendero y sus inmediaciones, prácticamente limpios de toda piedra que se pudiera transportar. Dijo volviendo al tema: —Con el tiempo, quizás tengan que romper las peñas y las piedras grandes a comba y dinamita… para la devoción. No quedan ni guijarros por aquí… —Patroncito: cuando los taitas pasan con chiquitos, les dan también su piedra a cargar… Así, en años y años, hasta las piedras chicas se han acabao, patroncito… Fuera de que algunos cristianos que no encontraban piedra güena, cargaban con varias chicas… —¿Y cuándo comenzó todo esto? —No hay memoria. Mi taita ya contaba de la devoción y el taita de mi taita, lo mesmo… También la encontró. —Está bien que ante las imágenes y cruces pongan lámparas y velas… ¿pero piedras?… —Como que da lo mesmo, patroncito. La piedra es también devoción. El indio se quedó meditando y luego, esforzándose por dar expresión adecuada a sus pensamientos, dijo lentamente: —Mire, patroncito… La piedra no es cosa de despreciarla… ¿Qué fuera del mundo sin la piedra? Se hundiría. La piedra sostiene la tierra… Como que sostiene la vida… —Eso es otra cosa. Pero mi papá dice que los indios, de ignorantes que son, hasta adoran la piedra. Hay algunos cerros de piedra, tienen que ser de piedra, a los que llevan ofrendas de coca y chicha y les preguntan cosas… Son como dioses… Uno de esos cerros es el Huara… —Así es, patroncito… Dicen que es muy milagroso el cerro Huara. —Ya ves. ¿Crees tú en el cerro? —A la verdá que yo nunca jui al Huara, pero no puedo decir ni sí, ni no. Mi cabeza no me da pa eso… —Ajá. ¿Y por qué no ponen cruz en ese cerro? —Dicen que ése no es cerro de cruz. Es cerro de piedra. —¿Y por qué no le llevan piedras? —Usté sabe que le llevan ofrendas de otra laya. ¿Pa qué va a querer piedras si es de piedra?, a una cruz no se le llevan cruces… —Pero tú crees en el cerro. —No le puedo responder, como le digo… Yo nunca fui al Huara… pero, patroncito, ¿por qué no va a poner piedra en la cruz? La cruz es la cruz… —¿Qué importancia tiene una piedra? —La piedra es devoción, patroncito. Callaron ambos, ni el viejo ni el muchacho sabían de las innumerables piedras místicas que había en su historia ancestral, pero la discusión los conturbó en cierto modo. Más allá de las razones que se dieron, existían otras que no pudieron hacer aflorar a su mente y sus palabras. El viejo, confusamente, compadecía al niño por creerlo un ser mutilado, remiso a la alianza profunda con la tierra y la piedra, con las fuentes oscuras de la vida. Le parecía fuera de la existencia, tal un árbol sin raíces, o absurdo como un árbol que viviera con las raíces en el aire. Ser blanco, después de todo, resultaba hasta cierto punto triste. El muchacho, por su parte, hubiera querido fulminar la creencia del viejo, pero encontró que la palabra ignorancia no tenía mucho significado, que en último término carecía de alguno, frente a la fe. Era evidente que el viejo tenía su propia explicación de las cosas o que, si no la tenía, le daba lo mismo. Incapaz de ir más allá de estas consideraciones, las aceptó como hechos que tal vez se explicaría más tarde. Miró hacia lo alto. La famosa cruz no era visible desde la cuesta, pues la ocultaban las aristas de los peñones. Pero parecía que ya iban a llegar. El camino se lanzó por una encañada y saliendo de ella, en la parte más honda de una curva tendida entre dos picachos, estaba la reverenciada Cruz del Alto. Como a cincuenta pasos del camino, hacia un lado, se levantaban los recios maderos ennegrecidos por el tiempo. La peaña cuadrangular sobre la cual se los alza estaba enteramente cubierta de las piedras amontonadas por los devotos. El pedrerío seguía extendiéndose por todos lados, teniendo a la cruz como centro, y cubría un gran espacio, tal vez doscientos metros en redondo. El indio desmontó y el niño blanco hizo lo mismo para ver mejor lo que pasaba. El viejo sacó de las alforjas las dos piedras, dejando una en el suelo, a la vista, sobre las mismas alforjas. Con la otra en la mano, avanzó hasta las orillas del pedrerío y precisó con los ojos un lugar apropiado. Sacándose el sombrero, y haciendo una reverencia, en actitud ritual, colocó su misma piedra sobre las otras. Luego miró la cruz. No movía los labios, pero parecía estar rezando. Quizá pedía algo en forma de rezo. En sus ojos había un tranquilo fulgor. Bajo el desgreñado cabello blanco, el rostro cetrino y rugoso tenía la nobleza que da la fe nítida. Había en toda su actitud algo profundamente conmovedor y al mismo tiempo digno. Para no turbarlo, el muchacho se alejó un tanto, y después de trepar a una pequeña loma situada en mitad de la cresta, pudo contemplar, a un lado y al otro, el más amplio panorama de cerros que hasta ese momento vieron sus ojos. En el horizonte, las nubes formaban un marco albo sobre el cual las cumbres se recortaban, azules y negras, limando un tanto sus aristas. Más acá, los cerros tomaban diferentes colores: morados, rojizos, prietos, amarillentos, según su conformación, su altura y lejanía, surgiendo a veces desde el lado de ríos que ondulaban como sierpes grises. Coloreados de árboles y bohíos en sus bases, los cerros íbanse limpiando de tierra y por último, de no llegar a coronarlos de nieve espejeante, la roca estallaba en una dramática afloración. La piedra cantaba su épico fragor de abismos, de picachos, de farallones, de cresterías, de toda suerte de cimas agudas y cumbres encrespadas, de roquedales enhiestos y peñones bravíos, en sucesión inconmensurable cuya grandeza era aumentada por una impresión de eternidad. Surgía de ese universo de piedra un poderoso aliento místico, quizás menos grandioso que el de las noches estrelladas, pero más ligado a la vida del hombre. Simbólicamente acaso, ese mundo de piedra estaba allí, al pie de la cruz, en las ofrendas de miles y miles de cantos, de piedras votivas, llevadas a lo largo del tiempo, en años que nadie podía contar, por los hombres del mundo de piedra. El niño blanco se acercó silenciosamente a las alforjas, tomó la piedra y se acercó a hacer la ofrenda. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
La sirena del bosque
Minicuento
El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver. Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la escuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para oírla. Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás. Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante. FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Leyenda del ayaymama
Cuento
Hace tiempo, mucho tiempo, vivía en las márgenes de un afluente del Napo —río que avanza selva adentro para desembocar en el Amazonas— la tribu secoya del cacique Coranke. Él tenía, como todos los indígenas, una cabaña de tallos de palmera techada con hojas de la misma planta. Allí estaba con su mujer, que se llamaba Nara, y su hijita. Bueno: que estaba es solo un decir, pues Coranke, precisamente, casi nunca se encontraba en casa. Era un hombre fuerte y valiente que siempre andaba por el riñón del bosque en los trajines de la caza y la guerra. Donde ponía el ojo clavaba la flecha y esgrimía con inigualada potencia el garrote de madera dura como la piedra. Patos silvestres, tapires y venados caían con el cuerpo traspasado y más de un jaguar que trató de saltarle sorpresivamente rodó por el suelo con el cráneo aplastado de un mazazo. Los indios enemigos le huían. Nara era tan bella y hacendosa como Coranke fuerte y valiente. Sus ojos tenían la profundidad de los ríos, en su boca brillaba el rojo encendido de los frutos maduros, su cabellera lucía la negrura del ala del paujil y su piel la suavidad de la madera del cedro. Y sabía hacer túnicas y mantas de hilo de algodón, y trenzar hamacas con la fibra de la palmera shambira, que es muy elástica, y modelar ollas y cántaros de arcilla, y cultivar una chacra —próxima a su cabaña— donde prosperaban el maíz, la yuca y el plátano. La hijita, muy pequeña aún, crecía con el vigor de Coranke y la belleza de Nara, y era como una hermosa flor de la selva. Pero he allí que el Chullachaqui se había de entrometer. Es el genio malo de la selva, con figura de hombre, pero que se diferencia en que tiene un pie humano y una pata de cabra o de venado. No hay ser más perverso. Es el azote de los indígenas y también de los trabajadores blancos que van al bosque a cortar caoba o cedro, o a cazar lagartos y anacondas para aprovechar la piel, o a extraer el caucho del árbol del mismo nombre. El Chullachaqui los ahoga en lagunas o ríos, los extravía en la intrincada inmensidad de la floresta o los ataca por medio de las fieras. Es malo cruzarse en su camino, pero resulta peor que él se cruce en el de uno. Cierto día, el Chullachaqui pasó por las inmediaciones de la cabaña del cacique y distinguió a Nara. Verla y quedarse enamorado de ella fue todo uno. Y como puede tomar la forma del animal que se le antoja, se transformaba algunas veces en pájaro y otras en insecto para estar cerca de ella y contemplarla a su gusto sin que se alarmara. Mas pronto se cansó y quiso llevarse consigo a Nara. Se internó entonces en la espesura, recuperó su forma y, para no presentarse desnudo, consiguió cubrirse matando a un pobre indio que estaba por allí de caza y robándole la túnica, que era larga y le ocultaba la pata de venado. Así disfrazado, se dirigió al río y cogió la canoa que un niño, a quien sus padres ordenaron recoger algunas plantas medicinales, había dejado a la orilla. Tan malo como es, no le importó la vida del indio ni tampoco la del niño, que se iba a quedar en el bosque sin poder volver. Fue bogando hasta llegar a la casa del cacique, que estaba en una de las riberas. —Nara, hermosa Nara, mujer del cacique Coranke —dijo mientras arribaba—, soy un viajero hambriento. Dame de comer… La hermosa Nara le sirvió, en la mitad de una calabaza, yucas y choclos cocidos y también plátanos. Sentado a la puerta de la cabaña, comió lentamente el Chullachaqui, mirando a Nara, y después dijo: —Hermosa Nara, no soy un viajero hambriento, como has podido creer, y he venido únicamente por ti. Adoro tu belleza y no puedo vivir lejos de ella. Ven conmigo… Nara le respondió: —No puedo dejar al cacique Coranke… Y entonces el Chullachaqui se puso a rogar y a llorar, a llorar y a rogar para que Nara se fuera con él. —No dejaré al cacique Coranke —dijo por último Nara. El Chullachaqui fue hacia la canoa, muy triste, muy triste, subió a ella y se perdió en la lejanía bogando río abajo. Nara se fijó en el rastro que el visitante había dejado al caminar por la arena de la ribera y al advertir una huella de hombre y otra de venado, exclamó: «¡Es el Chullachaqui!». Pero calló el hecho al cacique Coranke, cuando éste volvió de sus correrías, para evitar que se expusiera a las iras del Malo. Y pasaron seis meses y al caer la tarde del último día de los seis meses, un potentado atracó su gran canoa frente a la cabaña. Vestía una rica túnica y se adornaba la cabeza con vistosas plumas y el cuello con grandes collares. —Nara, hermosa Nara —dijo saliendo a tierra y mostrando mil regalos—, ya verás por esto que soy poderoso. Tengo la selva a mi merced. Ven conmigo y todo será tuyo. Y estaban ante él todas las más bellas flores del bosque, y todos los más dulces frutos del bosque, y todos los más hermosos objetos —mantas, vasijas, hamacas, túnicas, collares de dientes y semillas— que fabrican todas las tribus del bosque. En una mano del Chullachaqui se posaba un guacamayo blanco y en la otra un paujil del color de la noche. —Veo y sé que eres poderoso —respondió Nara, después de echar un vistazo a la huella, que confirmó sus sospechas—, pero por nada del mundo dejaré al cacique Coranke… Entonces el Chullachaqui dio un grito y salió la anaconda del río, y dio otro grito y salió el jaguar del bosque. Y la anaconda enroscó su enorme y elástico cuerpo a un lado y el jaguar enarcó su lomo felino al otro. —¿Ves ahora? —dijo el Chullachaqui—, mando en toda la selva y los animales de la selva. Te haré morir si no vienes conmigo. —No me importa —respondió Nara. —Haré morir al cacique Coranke —replicó el Chullachaqui. —Él preferirá morir —insistió Nara. Entonces el Malo pensó un momento y dijo: —Podría llevarte a la fuerza, pero no quiero que vivas triste conmigo, pues eso sería desagradable. Retornaré, como ahora, dentro de seis meses y si rehúsas acompañarme te daré el más duro castigo… Volvió la anaconda al río y el jaguar al bosque y el Chullachaqui a la canoa, llevando todos sus regalos, muy triste, muy triste subió a ella y se perdió otra vez en la lejanía bogando río abajo. Cuando Coranke retornó de la cacería, Nara le refirió todo, pues era imprescindible que lo hiciera, y el cacique resolvió quedarse en su casa para el tiempo en que el Chullachaqui ofreció regresar, a fin de defender a Nara y su hija. Así lo hizo. Coranke templó su arco con nueva cuerda, aguzó mucho las flechas y estuvo rondando por los contornos de la cabaña todos esos días. Y una tarde en que Nara se hallaba en la chacra de maíz, se le presentó de improviso el Chullachaqui. —Ven conmigo —le dijo—, es la última vez que te lo pido. Si no vienes, convertiré a tu hija en un pájaro que se quejará eternamente en el bosque y será tan arisco que nadie podrá verlo, pues el día en que sea visto, el maleficio acabará, tornando a ser humana… Ven, ven conmigo, te lo pido por última vez, si no… Pero Nara, sobreponiéndose a la impresión que la amenaza le produjo, en vez de ir con él se puso a llamar: —Coranke, Coranke… El cacique llegó rápidamente con el arco en tensión y lista la buida flecha para atravesar el pecho del Chullachaqui, pero éste ya había huido desapareciendo en la espesura. Corrieron los padres hacia el lugar donde dormía su hijita y encontraron la hamaca vacía. Y desde la rumorosa verdura de la selva les llegó por primera vez el doliente alarido: «Ay, ay, mamá», que dio nombre al ave hechizada. Nara y Coranke envejecieron pronto y murieron de pena oyendo la voz transida de la hijita, convertida en un arisco pájaro inalcanzable aun con la mirada. El ayaymama ha seguido cantando, sobre todo en las noches de luna, y los hombres del bosque acechan siempre la espesura con la esperanza de liberar a ese desgraciado ser humano. Y es bien triste que nadie haya logrado verlo todavía… *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Los ladrones
Cuento
Olía a ron, cerveza y conversaciones de domingo. Los parroquianos, de trajes blancos que destacábanse sobre un fondo de coloreadas etiquetas y un prieto mostrador, bebían despaciosamente, sitiados por un sol rotundo. En un rincón guarnecido de costales de arroz, cuatro muchachos jugaban al dominó. El bodeguero, inclinado sobre el mostrador y con un lapicillo romo que desaparecía entre la diestra rugosa, apuntaba nombres y cifras en una libreta grasienta. El chasquido de las fichas de dominó se detuvo le pronto. Uno de los jugadores habíase ensimismado. —¡Te toca, Chumbo! —le advirtió, con voz molesta, su compañero de partida. El aludido, después de un rápido vistazo, colocó su ficha con indiferencia. Tampoco se preocupó por fijarse en las piezas que virarían los otros, alargando la negra hilera punteada de blanco. Había una alta ventana que daba al cielo. Un rectángulo azul parecía ser la mesa de dominó para Chumbo. Él contemplaba sus recuerdos. Era como si recién dejara la puerta de aquella casa. Mencha le había dicho: “Mi mamá se va el domingo al otro pueblo”. Recordaba exactamente sus palabras. “Ven como a las doce.” Ella bajó más la voz para repetir: “Ven”. A Mencha le acababan de madurar los senos y era muy hermosa con sus grandes ojos negros, entre tímidos y audaces, su boca pulposa a la cual la sonrisa parecía ofrendar y su cuerpo flexible, de ocres tersuras escondidas bajo un traje amarillo. Cuando dijo “ven” por segunda vez, temblaban las aletas de su naricilla respingada. Sonrió Mencha y le rebrillaron los dientes nítidos, entre los que resaltaba el breve cuajarón de la lengua. —¡Juega, Chumbo! —tronó otra voz. El remiso tornó a ojear las jugadas recientes y puso su ficha. —No te molestes, Paco —musitó, sonriendo como si ya hubiese ganado la partida—. Quedarse atrás no es pa tanto, chico. —El juego es pa jugar —adujo brillantemente Paco, a la vez que colocaba un cinco doble. El bodeguero conectó su radio y las notas de una vieja habanera se mezclaron con el rumor de las conversaciones, el ruido de los vasos y el chasquido de las fichas, “En Cuba, la isla hermosa del ardiente sol”, cantaba una melosa voz femenina cernida por la radio, Chumbo miró el viejo reloj de la bodega. Las oxidadas aspas marcaban las doce menos diez. —Siempre me acordaré de esa música —dijo, sin advertir que debía jugar otra vez—; es como si recién la escuchara… —¡Fíjate!, ¿vas a jugar o no? —barbotó de nuevo Paco, señalando la hilera de piezas con una manotada. Chumbo hizo resbalar una ficha parsimoniosamente, mientras decía: —¿Por qué te pones tan bravo, Paco? Vas a ganar, ya que juego mal. ¿Te pasa algo? —El juego es pa jugar —sentenció por segunda vez Paco, arrojando una ficha al centro de la mesa. Otro la colocó en la hilera. Los jugadores pudieron ver eso y cómo le hervía en los ojos una furia inusitada. No advirtieron que tentaba, tal si la acariciase, una cuchilla guardada en el bolsillo del pantalón. —Pa no disgustarse, en un ratico más me iré —prometió Chumbo con ironía, agregando—: abriré otro juego con dos ases… —¡Debías fijarte!… ¡Me vas a hacer perder! —terció el compañero de Chumbo—. ¡A veinte centavos la botella!. .. ¡Yo no soy un Rockefeller!… —Pago todo, Tony —afirmó Chumbo, derrochando entusiasmo—, ¡pierdo con gusto! Los rasgos duros de su cara estaban suavizados por una placidez profunda, que mostrábase también en el fulgor jubiloso de los ojos y en la boca que, así estuviera plegada, parecía sonreír bajo el bigotillo recortado. —¡Cierto que estás como pa irte a La Habana! —exclamó el compañero de juego de Paco, dirigiéndose a Chumbo, después de examinarlo. Los cabellos de Chumbo relucían, albeaba la guayabera, los pantalones tenían raya y los zapatos, brillo. Los cuatro jugadores estaban sentados en cajones, pero él lo hacía en el filo del suyo, para no chafar su atildamiento. —¡Hay algo mejor que eso! —afirmó Chumbo, mirando a Paco e invitándolo a que jugara con un movimiento de la mano. Paco no jugó. —Me han contao que andas tras de Mencha —dijo encarándose a Chumbo y en un tono que deseaba ser desdeñoso—. No te hagas ideas, chico. Mi tía es amiga de la madre y lo sabe. Te diré la verdad: la vieja ya se cansó de ser lavandera… Con un agresivo rencor añadió: —La vieja ve que la chica vale y no se la dará a cualquier desgraciao. Quiere casada con un tipo de plata. Deja eso, Chumbo. Mencha no es pa un desgraciao… A Paco le estaba sudando la angosta frente, sobre la cual jugaba un tirabuzón de cabellos. Sus violáceos labios se rasgaban en una mueca. Chumbo sonreía a ese súbito consejero que, además, se dio maña para llamarle “desgraciao”. Recordaban todos que, hacía cosa de un año, se agarró a golpes con Paco. Ahora los otros muchachos se explicaban por qué, siendo que Chumbo lo verdeó, Paco se atrevía de nuevo. El dominó parecía sobrar. Chumbo dijo calmosamente: —Cada uno sabe sus cosas, Paco… ¡Y eso de que te han contao! Tú estabas allá, detrás de una palmera del potrero. Así que tú mismo vistes, Paco, cuando Mencha me hablaba. ¿Por qué te haces el disimulao? Paco quiso responder, pero un turbión de ideas entrechocadas le azotaba la dura frente. No sabía cuál expresar. Era como si Chumbo hubiese colocado una ficha imprevista. —¡Juega! —demandó Tony. La prieta mano de Paco terminó por resbalar sobre la mesa, pesadamente. Parecía una garra chispada sobre la ficha. Chumbo tornó a mirar el reloj. Faltaban cinco para las doce. La música blandíase lentamente en el aire, igual que lo haría el cuerpo de Mencha en la hamaca. Con la yema de los dedos, Chumbo siguió el despacioso compás. Su compañero demoraba la jugada, estudiando las fichas. Aún pretendía ganar una partida que Chumbo maleó desde el comienzo. —¡Juega rápido, Tony, que me voy! —urgió Chumbo. Ahora sí quiso fijarse en el juego. La hilera de fichas, que aparentemente no tenía nada cómico, le dio risa. Cuando llegó su turno, Chumbo hizo un cierre prematuro, arrojando la ficha elegida con un ademán de displicencia. —¡Adiviné que saldrías con eso! —exclamó Tony—. Puedes irte, pero paga primero… Paco hizo la suma de los puntos, hendiendo rabiosamente el papel. Como se esperaba, Chumbo había perdido. —Está bien que se chive —murmuró Tony. —¡Compay! —gritó Chumbo al bodeguero, poniéndose de pie—. Sirva tres cervezas y apúntemelas… —¡Un momento! —atajó Paco—. ¡Yo quiero mi parte en cash! —¡Cash! —se extrañó Chumbo—. ¡Habíamos jugao cervezas! —¡Digo que cash! —gritó agresivamente Paco, dando una manotada a las fichas, varias de las cuales rebotaron en el piso de cemento. Los otros parroquianos volviéronse hacia los alborotados muchachos, algunos con el vaso en alto, tal si brindaran por una buena pelea. Paco añadió, llevando al extremo la demanda: —Mi compañero igual, ¿no es cierto? ¡Cash! Sunsún también quiere cash… El llamado Sunsún, o sea picaflor, tenía una estatura que correspondía a su apodo. No sintiéndose con fuerzas para sobrellevar parte del lío, aceptó la propuesta moviendo la menuda cabeza. —Sirva entonces una sola cerveza, pa Tony —terminó por ordenar el perdedor. Sacando un puñado de opacas monedas y mientras los mirones comentaban que se había achicado extrañamente, pues Chumbo tenía fama de buen peleador, contó veinte centavos, sobre la mesa, a cada uno de los ganadores. —¡Me dejan apenas con treinta, en un día como hoy! —comentó en tono de broma. Tal flema desconcertó a Paco. Había calculado emplear su cuchilla con el pretexto de la legítima defensa, después de que Chumbo lo cerrara a golpes. Este ganaba ya la puerta. —¡Cuentas centavos y quieres agarrar a Mencha! —gritóle con sorna Paco. Nuevas esperanzas tuvieron quienes deseaban ver narices rotas o algo agradable por el estilo, pero Chumbo salió sin volver la cabeza siquiera. Los mirones rieron entonces, diciendo que no podía esperarse nada bueno así fuese una pelea dominguera, de “los muchachos de estos tiempos”. Triunfó del barullo la alta voz de Tony, que demandaba: “¡Hatuey bien fría!”, repitiendo una frase de propaganda. Sirviósela el bodeguero, y esto es decir que destapó la botella dejándola sobre la mesa. Paco guardó sus centavos y Sunsún hizo lo mismo, después de un instante. Tony púsose a beber la cerveza, a pico de botella y largos tragos. Cuando no, miraba a Paco de modo entre inquisitivo y burlón. Paco permanecía callado, el labio inferior colgante, mientras acoplaba fichas de dominó, tal si jugara una partida imaginaria. El flacuchento Sunsún guardaba también silencio, cautelosamente. Paco alzó la cara. Parecía estar enfadado ahora con Tony. —Tú eres amigo de Chumbo —díjole conminatoriamente—. Quiero saber, fijo, qué pasa… Tony empezó a rascarse el rubianco cráneo, sonriendo. Cuando terminó de rascarse, pero no de sonreír, preguntó: —¿Qué quieres decir? ¿Lo de Chumbo con Mencha? —Eso. Le complacía a Tony la cerveza tanto como el embrollo. Saboreaba la bebida con gustosa calma. Nunca habría imaginado que Paco quisiera todavía convencerse. —La verdad es —dijo adoptando una actitud de seriedad un tanto cómica—, la verdad es…. Se echó a reír. —Habla de una vez —gruñó Paco. Recobraba aquella seriedad, no sin algún esfuerzo, Tony prosiguió: —La verdad es, según me parece, que te la ganó. Paco abrió tamaños ojos. Era como si no pudiese admitir tal posibilidad. —La vieja la cuida mucho —concedió Tony—, pero, ¿tú no sabes quién ha sido la alcahueta? La negra Carolina. Chumbo ha estao bombardeando a Mencha con cartas. —¡Cartas! —exclamó Paco, de un modo más bien necio, que hizo reír a Tony de nuevo y hasta sonreír a Sunsún. Paco también había mandado cartas a Mencha muy sigilosamente, con la tía amiga. Creía estarla ganando así. Sueña el amor y olvida que la imaginación no siempre crea realidades. Es necesario que el hombre haga, por propia experiencia, tan sencillo descubrimiento. —¡Cartas! —repitió. —Claro que cartas, ¿por qué no? —comentó el entretenido Tony—. Cartas con cosas de su propio coco y otras muy sabrosas, copiadas de un librito llamao Cartas de amor, que encargó a La Habana… Se las llevaba Carolina por una copa de ron. Tú sabes que la negra, debido al trago y lo demorona que es, no consigue lavao. Cuando puede, ayuda a la madre de Mencha, por unos centavos. ¡La negra ha bebido cantidá a cuenta de Chumbo! La otra noche, le trajo la noticia de que Mencha quería verlo. ¿No sabes que su vieja se va hoy, en la guagua de las once y media? Claro que volverá en la tarde, pero Chumbo tendrá tiempo de ver a Mencha sola. ¡Eso que dijo! A Paco se le había ido congestionando la cara. Su boca contraíase en un gesto de rabiosa brutalidad y parecía que los ojos iban a soltar sangre. —Pero, a lo mejor, no —echóse a decir Tony, recapacitando—. Podría ser que Mencha y Chumbo no llegaran a nada… Tendrías chance tú, Paco, y yo, y Sunsún… El que ella aceptara… No te pongas así, chico… Paco no le oía ya. Se lanzó a la calle a grandes trancos y sus dos amigos lo siguieron. Las rápidas salidas fueron notadas por los otros parroquianos. Algunos se agolparon en la puerta. Chumbo encontrábase ya lejos, a muchas cuadras de allí, si era ése de albeante guayabera. El sol de las doce aplomábase en las calles soledosas. En el aire hervían briznas de oro. Chumbo avanzaba pensando en Mencha. No le había contestado sus cartas, sin duda por temor de ser sorprendida, pero lo citó. Tenía que hablarle harto a Mencha, junto a su aliento. Iba a cimbrarla y a besarla. “Ven.” Ella lo quería ya. No podía significar otra cosa lo poco y mucho que entre ambos había pasado. Cuando cruzaba frente a la plaza, surgió allá lejos, detrás de las torres de la iglesia, rayando el cielo limpio, la alta chimenea del ingenio Mercedes. Aún no echaba humo. Solo dentro de dos semanas terminaría el tiempo muerto, esos lentos meses durante los cuales paran los trapiches, los intactos cañaverales extienden una suave gasa de flores violáceas, los poblados se amodorran bajo el sol y las gentes echan a holgar sus pobrezas. Chumbo, como siempre, se había llenado de deudas a la bodega, pero tuvo el tiempo que quiso para rondar la casa de Mencha, solazarse con sus propios sueños, angustiarse a causa de ellos y escribir las honestamente plagiadas cartas. Ahora recordaba también que Mencha le dijo: “¡Chist!, mi mamá está siestiando”. “Cuando vengas, que no nos vean.” Nadie los vería. “Como a las doce” no había gente en las calles, por el sol y el almuerzo. Varios días del tiempo muerto habían corrido, desde que Mencha lo citó. Cierto que, entre tanto, pudo mandarle decir alguna cosa con Carolina, pero acaso temió que la negra les largara el recado a otros, en una borrachera. ¿Qué importaba ya? Ahora vería a Mencha. Las casas se le iban quedando atrás, como una sucesión de colores. La de Mencha estaba en esa última cuadra, cerca del campo. Chumbo dobló una esquina, entrando a la querida calleja. Allá en e! fondo, una hilera de palmas extendió un trémulo horizonte de penachos. Chumbo sonrió saludando a esa visión que le recordaba sus rondas. Luego se detuvo, perplejo. La calleja no estaba sola. Había cierto afanado trajín, que iba a dar precisamente a la casa de Mencha. Una mujer entró llevando una silla y otra la seguía, con un atado. Paradas junto a sus propias puertas, algunas gentes hablaban con un aire de sigilo. Chumbo echó a andar rápido. Acaso la madre de Mencha, que comenzaba a envejecer, habría sufrido un ataque. ¿Era que los vecinos lo miraban como a una aparición? El solía rondar por las tardes. Más bien lo miraban con una sorprendida piedad. Ya llegaba por fin. Entró angustiada y violentamente. Mencha estaba en la sala, tendida sobre un bastidor de catre, muerta. Sonaba un sollozo fatigado. La trigueña faz de Chumbo pareció cubrirse de ceniza. Cuchichearon e! nombre de! muchacho quienes sentábanse en las sillas adosadas a las paredes. Chumbo oyó que alguien le decía, cerca: —Cálmate, hijo, y perdóname. La madre de Mencha extendió el brazo temblón sobre las anchas espaldas curvadas. —¡Tan muchacha, tan…! —clamó Chumbo con una voz que se le quebraba en gemidos. —Dios me la ha quitao —masculló la mujer—. ¡No quiero ni pensar, hijo! Fuese entonces con pasos flojos y aquel sollozo. Chumbo, con la cara brillosa de lágrimas, se arrodilló junto a la muerta. Aprisionó una de las manos y curvóse hasta besarle la boca. Cuando se levantó, dirigiéndose hacia la puerta, llevaba en los labios una sensación de fría suavidad, una especie de marca. No llegó a salir, pues volvióse para mirar de nuevo a Mencha. Le habían cerrado ya los ojos. Los senos parecían absortos, distendiendo una blusa azul. La boca, como que sonreía aún, curvando un leve rictus de tristeza, con el cual comenzaba la deformación de la muerte. Entrando atropelladamente, los otros muchachos pasaron junto a Chumbo, empujándolo. Quedáronse clavados ante e! cadáver. Paco, que aún llevaba metida la mano en el bolsillo de la cuchilla, sacó e! arma y se puso a abrirla y cerrarla, produciendo un traquido metálico. La colorada cara de Tony empalideció como si hubiera perdido la sangre. Sunsún lanzó un breve grito y en eso se dio cuenta de la turbación que padecía, por lo que apretó los labios voluntariosamente y los mantuvo así unos instantes. Al oír e! traquido, volvióse a mirar y luego dijo a Paco: “No hagas eso, hermano”, quitándole la cuchilla de entre los dedos. Paco la soltó como si no hubiera podido guardarla él mismo, o más exactamente, sin percatarse de nada, salvo de que Mencha era ya cadáver. Después estuvieron en silencio, los ojos fijos en la muerta, hasta que Tony cuchicheó que debían retirarse. Los tres caminaron hacia la puerta. Sus zapatones dejaban marcas en el piso de tierra. —¿Cómo ha sido? —preguntó Sunsún a Chumbo. Cierta vieja, que era un montón de arrugas sobre una silla próxima, se incorporó a explicarles… Y Mencha estuvo caminando, y con los pies desnudos por el corral, y un vidrio la hirió, y no le dieron importancia, y después creció aquel fiebrón, y la madre dijo “¡ay comadrita!”, y llamaron al médico de la plaza, y él dijo “es tétano”, y algo hizo, y después… La vieja era asmática y tomaba resuello antes de cada y. Los muchachos miraron de nuevo el cadáver. En uno de los pies blanqueaban vendas, rastros de la curación tardía. Sunsún percatóse de la humildad en que yacía la muerta. —Podemos ofrecemos pa traer la caja —sugirió. La anciana informadora pasó a jadear que, para mayor desgracia, a la madre de Mencha nadie le pudo hacer un préstamo de dinero en el barrio, donde todos eran muy pobres. Comisionó entonces a varios conocidos, para que pidieran más lejos. Dos ya habían regresado sin nada. En ese momento, mírenlo, se aparecía el otro. Estaba en la puerta un hombrecillo paliducho. Sin pronunciar palabra, dijo a la anciana que no, moviendo discretamente el índice. —Yo traeré la caja —prometió Chumbo. Con la cabeza señaló a los otros muchachos la puerta. Los cuatro la ganaron empujándose. Sabían a dónde iban y echáronse a andar por media calle, a paso rápido. Ninguno decía nada. En el silencio, el rumor de sus pasos acompasaba una marcha de tristeza. —La Gallega es una tacaña —dijo después de un rato, al acaso, Tony. Fue como si no hubiese hablado. El recordó que hacía poco tiempo, al ponerse grave don Ufe, un gordo al que volvía más voluminoso la hidropesía, sus parientes encargaron un ataúd apropiado. Como don Ufe dio la sorpresa de mejorarse y hasta adelgazó, lleváronlo a La Habana para que un especialista lo sanara del todo. Allí tuvo la inoportunidad de morirse, dejando a la funeraria del pueblo, servida con el gran armatoste. Nadie quería comprarlo, por mucho que le rebajaron el precio, pues resultaba holgado para cualquier muerto corriente. En eso falleció el marido de la Gallega, hombre pequeño, de veras magro, y la práctica viuda resolvió salir del invendible féretro. Quienes fueron al velorio, decían que el menudo difunto parecía una pulga en una caja de fósforos. Quienes cargaron la caja, que oían al cadáver topetearse, resbalando de un lado para otro. Exageraciones, sin duda, y manera trágica de bromear, pero la tacañería de la Gallega estaba clara.. A Tony se le esfumaron otros recuerdos parecidos, pues la idea de la muerte súbita de Mencha le invadió de nuevo el cerebro. Pasaron frente a la tienda y les pareció en alguna forma extraño que hubieran estado jugando allí al dominó. Cuantos continuaban bebiendo, los miraron con una sonrisa que Sunsún convirtió en un gesto de sorpresa. —Ha muerto Mencha —les gritó. La puerta de la funeraria tenía solo una hoja abierta, y a medias, por ser domingo, como si en tal día debiera distraerse también la muerte. Chumbo entró dando un empellón a la hoja y avanzó hasta media sala, seguido de los otros. Unos diez ataúdes, blancos y negros, flotaban con algo de naves en una corriente de penumbra. —¡Señora! —gritó Chumbo. En su voz ruda se afinaron desgarrones de llanto. Salió la Gallega arreglándose las greñas y al saber por Chumbo que la muerta era Mencha, abrió una ventana. La luz cabrilleó sobre un ataúd blanco, que no tenía el color propio de la madera, como ocurría con otros, sino que expresamente había sido pintado así. La costumbre prescribía enterrar en ataúd de neta blancura, a los niños y a las doncellas. Chumbo explicó brevemente la situación y pidió a la Gallega que le fiara la caja. La flacucha mujer irguió se con visibles bríos y negó en seco. —Le pagaré con lo primero que gane en la zafra —imploró Chumbo. Ante la nueva negativa, intervino Paco, diciendo: —Yo me comprometo a pagar la mitá… Tony y Sunsún ofrecieron contribuir también. La Gallega examinó a todos, echándoles molestas miradas. Si el mejor presentado fue el que primero pidió crédito, la apariencia de los otros, gritando pobreza con las camisas y pantalones raídos, no garantizaba ningún refuerzo. —No puedo —insistió—. Seguramente estáis cargados de deudas y una caja se entierra y nadie la saca… Pedid prestado a otros y volved… Uno arguyó con la conclusión, coreada por todos. al punto, de que una deuda compartida entre cuatro, se hacía fácilmente pagable. Ofrecieron firmar un papel poniendo de testigos al bodeguero y los clientes que tuviera en ese momento. A la Gallega le sobraba mucho de lo que llamaba “energía”, aun ante las lágrimas. —Pues no —dijo señalándoles la puerta—. No, ya lo sabéis. Mi marido me enseñó este negocio. Caja fiada, caja perdida. La tierra se lo traga todo… Fue entonces como silos muchachos se hubieran puesto de acuerdo. Apenas Chumbo hizo una seña, los cuatro rodearon la caja con súbita presteza y, alzándola hasta sus hombros, echaron a trotar. La Gallega daba chillones gritos, llamándoles ladrones y ordenando que se detuvieran. Ellos se detuvieron realmente, para que uno abriera la hoja cerrada. haciendo graznar a un mohoso cerrojo. Cuando alcanzaron la calle, el trote se hizo una acompasada carrera, que no era carrera abierta por temor de que el féretro cayese. Corriendo a su vez, la Gallega diose a gritar más fuerte todavía: —¡Ladrones!, ¡ladrones! Sus gritos poblaron la cuadra. Los primeros en asomarse fueron los parroquianos de la bodega. Muchos siguieron al grupillo, unos corriendo también y otros al paso, con ganas de ver en qué terminaba el curioso lío. —¡Ladrones!, ¡ladrones! Calle adelante, mientras proseguía la carrera escoltada de gritos, menudeaba el asomar de cabezas a puertas y ventanas. Las gentes se llamaban entre exclamaciones de extrañeza y aun risas. Muchas continuaban engrosando el raro cortejo. Cuando pasaba frente a la plaza, la Gallega dio gritos más alusivos: —¡Policía!, ¡ladrones!, ¡policía!… En la plaza estaba el cuartel de policía. Al mismo tiempo que gritaba, la Gallega movía los brazos señalando a los cargadores del ataúd. Las chillonas voces, repetidas con fiera fe, extendiéronse por la plaza y parecieron ganar las tejas, alcanzar las torres de la iglesia y quizás llegar hasta la chimenea del lejano ingenio Mercedes. Salió del cuartel el cabo de guardia, seguido de un policía, para satisfacción de la Gallega y mayor interés de la gente. Azulearon los uniformes corriendo por la plaza. Luego se perdieron entre el gris tumulto de los curiosos, para reaparecer junto a los muchachos, que seguían calle adelante, a media cuadra de la plaza ya. —¡Alto, deténganse! —gritaban el cabo y su segundo, pero los conminados no obedecían. El cabo no sacaba su revólver, así fuera para amedrentar, ni el guardia empleaba su palo, cosa evidentemente más factible. Tampoco osaban poner mano en los ladrones, como si llevar cargado un ataúd les diera un particular privilegio, pese a que la Gallega seguía llamándolos de esa manera y añadía una que otra frase más explicativa: —¡Ladrones!, ¡acaban de robar la caja!… ¡Ladrones!, ¡ladrones!, ¡de mi propia agencia la sacaron!… El tumulto pasó frente a la casa del sargento de policía, quien estaba almorzando. Salió al instante, cumpliendo con su deber de oír gritos. Los subalternos le informaron brevemente, mientras la Gallega berreaba. El sargento corrió hasta adelantarse a los muchachos. —¡Qué significa esto!, ¡alto! —gritó al encararse con ellos, abriendo los brazos para impedirles que pasaran. Los ladrones lo esquivaron dando un rodeo, que no fue tan amplio como para que uno de ellos dejara de tropezar con un obstaculizante brazo. El sargento, en vez, de agarrar al osado, dejó caer el brazo como si no le sirviera de nada. Al rumor de la carrera se mezcló un murmullo de sorpresa y más fue de asombrarse cuando el sargento, que vino a quedar delante del cabo y el guardia, encabezó también el cortejo del ataúd robado, dentro de la acompasada carrera. Hasta la Gallega pareció entender que algo inusitado ocurría y dejó de dar gritos. El sargento llevaba treinta años de tranquilos servicios y había engordado. Pronto cansóse de la carrerilla y echó a andar al paso, por la acera, secándose el sudor de la frente con un gran pañuelo. Los subalternos lo imitaron en todo, hasta en eso de secarse el sudor, y la Gallega se les unió sin decir palabra, pero demostrando con su actitud que esperaba pronta justicia. Los curiosos, tanto porque estaban también cansados, cuanto porque pensaron que el interés del caso estaría ya en ver qué harían las autoridades, opta. ron por seguir a los uniformes azules y la fiera Gallega, Los ladrones sí continuaron corriendo y pronto el ataúd, deslumbrante de blancura soleada, desapareció a lo lejos, doblando una esquina. Llegados a la sala, los muchachos diéronse prisa en alzar el cadáver de Mencha y pasarlo al ataúd. Alguien se llevó el bastidor. La tapa de la caja fue colocada contra la pared. Chumbo padeció de nuevo la frialdad del amado cuerpo, en el breve abrazo del traslado. Dijo mirando a la muerta: —¡Nadie se atreverá a sacarla! Estaban jadeando, sudorosos, y aprobaron tales palabras mientras se pasaban las mangas por la cara. La manera en que los muchachos llegaron con el ataúd y luego acomodaron el cadáver, demasiado apresurada ciertamente, junto con las palabras de Chumbo, no dejaron de extrañar a algunos veloriantes, pero nadie estaba para hacer demasiadas conjeturas. La madre de Mencha agradeció con los ojos a los muchachos, les llamó hijos y, una vez más, retiróse entre lloros. Ellos se quedaron hablando en voz baja y, de súbito, los cuatro miraron hacia la puerta de la calle. Un rumor de voces y pisadas crecía afuera. Dos viejas salieron a atisbar. La madre de Mencha regresó con una almohadilla y púsose a acomodada bajo la cabeza de su hija, de modo que reposara blandamente. Tal hacía cuando se desbordaron, entrando en la sala y llevándose por delante a las dos viejas fisgonas, los policías, la Gallega y parte de los curiosos. El cabo y el guardia, a un gesto del sargento, impidieron que siguieran entrando más. La madre de Mencha quedóse paralizada, con los brazos extendidos sobre el cadáver. Los ladrones, alineados junto al ataúd, esperaron inmóviles. El sargento miró unos instantes, haciendo un rápido inventario, y preguntó a la Gallega: —¿Cómo ha sido? Ella acusó de nuevo, ahora con exceso de pormenores, pues mencionó inclusive que hallábase friendo patatas cuando oyó la llamada, de modo que el delito quedó establecido sin duda alguna. Ahí estaba, además, “el cuerpo del delito”, o sea la caja, en exactos términos policíacos y jurídicos. —Y ustedes, ¿qué tienen que decir? —preguntó el sargento a los muchachos. Se miraron unos a otros, esperando que hablase el que se creyera capaz de hacerlo mejor. Chumbo dijo: —Sí, sargento… Le ofrecimos pagar, como que le rogamos entre todos. Ella misma lo ha dicho… Nada aceptó… Quería la plata y faltan dos semanas para la zafra… ¿Cómo íbamos a consentir que esta muchacha, fíjese usté, bajara a la tierra sin caja?.. Mencha se llama… ¡Ella era tan bonita! Todavía lo es. Todos los muchachos la queríamos, la soñábamos… No podíamos permitir… Usté comprende, sargento… Por eso hemos robao… Métanos presos, si quiere, pero deje a Mencha en la caja… La madre de Mencha, rojas las manos de fregar ropa, rojos los ojos de llorar, incorporóse para abrazar a Chumbo, Más bien tendió los brazos, como cayendo en un refugio. El sargento estaba perplejo y miró a los subalternos, que igualmente lo estaban. De que se había cometido un delito, no cabía duda, pero los tres cavilaban acerca de lo que podían hacer. La vieja ley, vuelta hábito, de tomar preso al ladrón, no parecía suficiente. La Gallega, desconcertada por la nueva situación, miraba como si fuera incapaz de entender nada. El sargento volvió a secarse el sudor, dando tiempo a que le viniera alguna idea. El silencio crecía sobre las cabezas atisbantes y oyóse el rumor de las palmas agitadas por un súbito ventarrón. El sargento miró de nuevo el cadáver, tendido ahí en el suelo de la pobreza, pero dentro de una caja. En seguida se dirigió a la puerta, empujando a los curiosos. Plantado en el umbral, trató de sobresalir frente al gentío agolpado en la calle. —Yo no me sé explicar bien —dijo—, pero óiganme… Aquí hubo un robo y también algo que está más allá del robo… No alcanzo a decirlo de otro modo. Ahora, yo propongo que entre todos paguemos la caja y el asunto termine… Sacóse el kepis y manteniéndolo en alto con una mano, dejó caer dentro, con la otra, un billete de cinco pesos. Algunos dieron unas palmadas, interrumpiéndolas al entender que no se hallaban ante una manifestación cualquiera, sino en otra muy particular, envuelta por la solemnidad de la muerte. El sargento tendió el kepis a los subalternos, que echaron un peso. El mismo quiso ir de un lado a otro entre el gentío. Algunos soltaban billetes y los más, moneda menuda. La novedad había cundido en el pueblo entero, debido a los gritos de la Gallega y al alboroto que armaron todos, por lo cual los automóviles del almacenista y el boticario, avanzaban lentamente, curioseando. Ambos iban al volante y los acompañaban señoritas vistosamente arregladas. Los autos resbalaron con cautela entre la aglomeración, no sin detenerse para que los dueños hicieran preguntas y diesen algo. Echaron en el kepis billetes grandes. Las señoritas, muy excitadas por cuanto oían, prometieron volver. Cuando regresó el sargento a la sala, pasó el kepis más bien por cortesía, para no ofender a la pobreza. Aún hubo algunos que quisieron contribuir. Paco y Sunsún dieron los veinte centavos ganados en el dominó y Chumbo, los treinta que le quedaban. Tony nada tenía y, como excusándose, miró a Mencha. Los uniformes azules se acuclillaron en torno a una silla, para contar el dinero. En el asiento, los subalternos apilaron la moneda menuda. El sargento seleccionó los billetes. Aquello parecía un platal. —¡Sesenta y cinco pesos y veinte y tres centavos! —anunció el sargento. Le brillaron los ojos a la Gallega y más cuando recibió el valor de la caja. En su ofuscación, la madre de Mencha olvidó que ya tenía suficiente dinero para ordenar una capilla ardiente. La Gallega ofreció: —Yo os mandaré soportes para la caja, candelabros y todo lo que se usa, sin cobraros ni un céntimo más. Varios veloriantes se ofrecieron para acarrear los artefactos fúnebres, manifestando que los muchachos que “procuraron” el ataúd, ya habían hecho bastante. Salió, entonces la Gallega, después de dar el pésame a la afligida madre, seguida de los acomedidos. Se fueron también los policías. El sargento, mostrando un rezago postrero de su inflexible conciencia del deber, pasó muy circunspecto ante los ladrones. —¡Buenos ladrones resultaron ustedes! —les gritó desde la puerta—. ¡Solo eso los salva!… Sometiéndose a la desganada verificación de que ya no quedaba nada espectacular que ver, los curiosos optaron por marcharse a su vez, en grupos o uno tras otro, con lentitud de domingo. Algunos que conocían a la madre de Mencha o tenían amigos entre los veloriantes, se quedaron, adoptando el aire preciso de quien acompaña en el sentimiento. El hombrecillo paliducho, espíritu observador de esos que están en todo y aconsejan siempre lo pertinente, propuso a la madre de Mencha que mandara por ron y cerveza. Al punto, varias comadres dijeron que ellas prepararían los sánguches y bocaditos. La señora entregó el dinero necesario y todavía le sobró, por lo cual dio gracias a la Virgen de la Caridad del Cobre, de la que era muy devota, ya los buenos muchachos acusados de ladrones. Dos horas después, esplendía una densa capilla ardiente. Chorreábanse las velas compradas con el dinero sobrante y aromaban las flores llevadas por las señoritas de los automóviles. Los muchachos estaban sentados frente al cadáver de Mencha, sin decirse nada, fumando cigarrillos que les fiaron en la bodega. Una y otra vez, tomaban ron que ofrecíales el hombrecillo paliducho, autonombrado copero. El cumplía su voluntario oficio con diligencia, haciendo discurrir por la sala, las dos habitaciones contiguas y aun la cocina, una gran bandeja de asa, atestada de coloreadas copas. El tiempo se arrastró, dolorosamente, en la tarde cálida. Sunsún parpadeaba, al borde de la inconsciencia. Tony tenía la cara enrojecida, la mirada absorta. Los tragos fuertes no estaban entre sus hábitos. Parecía que los ojos de Paco iban a soltar sangre, pero no por asunto de cuchilla. Dos hombres pueden amar a una muerta y ser amigos. Perfumaban intensamente las flores al marchitarse y las velas, consumiéndose, llameaban con luz trémula. Mencha comenzó a deformarse en su caja. Pecho adentro, el menudeo de tragos encendía la tristeza. Chumbo no cesaba de mirar a la muerta. —La cita acabó siendo callada… y con un ladrón —murmuró Chumbo—. ¿Qué importa ya ser buen ladrón o no? Entendieron los otros ladrones que no les preguntaba a ellos y continuaron en silencio. El copero sirvió más ron. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Mañana difunta
Minicuento
Tal vez llegarían mejores tiempos. Porque todo tiene su hora justa y nadie debe quedarse sin su ración de bienandanza. Los momentos buenos llegan de pronto, llegan algún día. Nítido cielo azul arriba. Esplendían los techos rojos y pardos de las casas. Un pájaro cruzó raudamente, con su antigua sabiduría de avión edénico, volando hacia las zonas de la dicha. Por la ventana entraba un aire diáfano. De la de una vecina, colgaban ropas de niño puestas a secar. Amarillas, verdes, violetas, blancas. Un niño se llamaba Charlito. Había llorado la noche pasada pero ahora todo estaba en silencio. Y la paz tenía esa tranquilidad germinal de las mujeres grávidas. Algo anunciaba la propicia donación que, en un lugar impreciso, preparaba la vida. Esa antena de radio, fina y gallarda, debía saber. Tenían un gesto atento sus oídos metálicos. Lo callado se hacía en ellos voz. Porque el hombre conoce únicamente cierta parte de la vida de la materia. Debe estar llena de energías y voces ocultas, latentes, que no se esquivan y solo esperan que el índice presione el botón exacto, que la mano acierte con el nítido pulso de sus venas y el oído descubra el ritmo de su maravilloso corazón. Mientras tanto, ella sabe y da. Conjugando todas sus fuerzas, las aprehensibles e inaprehensibles, en alguna latitud, quizá a la vuelta de la esquina, estaría gestando su bello presente. Para el cuerpo y para el alma. Para el cuerpo y el alma de Nicolás Rivera. Para él. Sin duda para él mismo, como para tantos. En verdad, siempre había esperado vagamente eso y sin duda ahora iba a llegar. Lo sentía en el ambiente, en el hálito luminoso y potente de los anchos espacios y en el fácil ritmo de su sangre. También en la hebilla del cinturón y en los botones del chaleco y en el nudo de la corbata. (Se encontraba vistiéndose). Su buen humor obedecía seguramente a una razón. El corazón tiene, a veces, adivinaciones inexplicables. Y además estuvo silbando alegremente. Silbando alegremente un aire viejo y nuevo siempre y siempre renovado como el oxígeno del aire. No podía recordar si fue acaso el Preludio VIII de Bach. La brisa llevaba un grato olor a jabón. Toda la vida se había levantado y estaba limpia y apta. Iniciábase un magnífico día. Adelante, Nicolás Rivera. Salió. En la esquina, el mismo diario le dijo que el mundo continuaba siendo el mismo. Por las calles trotaban los mismos tranvías ahítos y desvencijados. En la oficina, el mismo libro de cuentas le mostró los mismos números insospechablemente rígidos. ¿Qué fue de lo sorprendente, lo bueno y lo hermoso? Nicolás Rivera vaciló. Sus ojos aún buscaron sobre la mesa. Después, con el gesto de quien se rinde, cogió la pluma y se puso a alinear cifras mudas. Así murió una promisora mañana. *FIN*
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Muerte del cabo Cheo López
Minicuento
Perdóneme, don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende? Yo estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre, y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba beber. ¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Solo que como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico… Todos lo mismo… Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo, sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando. Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe. Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será. Ahora que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”… ¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía… Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho… Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe… Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando… Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se quejaban… Otros estaban ya callados… Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López. Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López. Pero ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?… Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos, capitán… Hágale siquiera un saludo… FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Navidad en los Andes
Cuento
Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales. Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos¹. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevose un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar: -¿Cómo dices que bien? -Si hemos llegao bien, todo ha estao bien -fue su apreciación. El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias. Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza. Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado. Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá. En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso: -José, pero si tú eres ateo… -Déjame, déjame, Herminia -replicaba mi padre con buen humor- no me recuerdes eso ahora y… a los chicos les gusta la Navidad… Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente. Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar… Cierta vez, un indio regalome un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones. Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego. El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta. Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos. Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo. De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos: En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna; a Virgen y San José y el niño que está en la cuna. Niñito, por qué has nacido en este pobre portal, teniendo palacios ricos donde poderte abrigar… Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples. Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche. La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción. -Señora Santa Ana, ¿por qué llora el Niño? -Por una manzana que se le ha perdido. -No llore por una, yo le daré dos: una para el Niño y otra para vos. La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba: A mi niño Manuelito todas le trae un don. Yo soy chica y nada tengo, le traigo mi corazón. La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo. Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general. Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente pedíase a las “pastoras” de mejor voz que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria. La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años. FIN
Alegría, Ciro
Perú
1909-1967
Panki y el guerrero
Cuento
Allá lejos, en esa laguna de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí. Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis. Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que aso­mara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire. Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de la panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki. Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estirose hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitose las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré. Mientras tanto, la panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más esa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado. No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido. Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos. Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma no ha surgido más. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
1833-1883
Crónica
¿Perdemos o ganamos? Cuando hago la pregunta y comparo las dos fechas que encabezan este artículo, acuden a mi mente infinitos recuerdos de hechos que he presenciado en el espacio de cincuenta años y vengo a dar en la sempiterna cuestión que, bajo distinta forma, está planteándose desde tiempo inmemorial y que con relación a Puerto Rico se reduce a averiguar si el progreso realizado entre nosotros nos ha hecho más dichosos, o si con él y por su causa, somos más infelices. Es achaque de viejos, y yo lo soy por mi desgracia, el empeñarse en sostener que en los tiempos de su pasada juventud todo era mejor y más bello. ¿No ha oído el lector más de una vez y entre personas de edad, diálogos parecidos al siguiente? En el toman parte una señora que hoy es abuela, pero en el año cuarenta y dos era una de las señoritas que por su belleza, su juventud y su finura, llamaban más la atención y cautivaban a los elegantes, como entonces se nombraba a los jóvenes en estado de merecer, que ahora llamamos pollos; entre los cuales, como uno de los más apuestos, figuraba su interlocutor el hoy solterón incorregible don Dámaso Arizmendi y Cerrogordo. -Estamos en junio, amigo don Damas. ¿Qué me dice usted de las fiestas de San Juan? -¿Qué he de decir, señora dona Juanita? ¿Acaso las hay ahora? La inauguración de la estatua de Ponce de León, dos bailes y algunas otras simplezas por el estilo, ¿pueden compararse con las fiestas que se celebraban antes? -Es verdad, amigo mío, ¡qué tiempos aquellos! ¿Recuerda usted cuánto nos divertíamos? -Ya lo creo. Recuerdo perfectamente aquel San Juan en que corrió usted acompañada de mi amigo Nicolás (Q.E.E.G.). -¡Pobre Nicolás! Entonces empezaron nuestras relaciones, que fuimos estrechando hasta terminarlas casándonos seis meses después. -Sí señora, y en el mismo año pasamos siete días en Toa Baja bailando sin cesar durante la noche y jugando gallos por el día. ¿Recuerda usted sus riñas con Nicolás? -Porque él era muy celoso. -Y usted muy linda. -Mire usted que han pasado cuarenta años. -Mi corazón es siempre joven. -¿Y su cabeza? -Vamos, Juanita; hablemos de otra cosa… *************** Otras veces es un anciano quien pretende hacer creer a un joven que cuando ello era todo marchaba de un modo admirable. El bienestar, el orden, la armonía y la abundancia reinaban en absoluto: las mujeres eran más hermosas y recatadas; los hombres más honrados y galantes. Nada tiene esto de extraño. Las personas de edad han pensado y pensarán siempre del mismo modo; porque sucede con los recuerdos de la juventud lo mismo que con los buenos cuadros; son mejores y más agradables cuanto mayor es su antigüedad. Por eso se ha dicho con sobrada razón que el hombre se alimenta en la primera mitad de su vida de esperanzas, en la segunda mitad de recuerdos y sería muy cruel, dado que pudiéramos hacerlo, el destruir aquellas en los jóvenes y borrar estos en los viejos. Lo que sí causa sorpresa, y debe ser combatido, es el afán de algunos jóvenes que se hacen defensores del pasado que no conocieron y censores implacables del presente que no han tenido, tiempo ni voluntad de estudiar; y todavía es mucho más censurable el proceder de los que, sin ser jóvenes, observan la misma conducta:, atendiendo, más que a la verdad, a miras de bastardos intereses personales. Para estos quisiera yo tener el poder de impedirles el uso de todo aquello que no teníamos el año treinta y tres. Por ejemplo: si desde la capital quisieran ir a Ponce, les haría pasar, en tiempo de lluvias por el antiguo camino de Caguas, Cayey, Aibonito y Coamo, sin permitirles ir por la carretera que hoy une a la del norte con la del sur de la Isla, menos el espacio que media entre el segundo y el tercero de los pueblos citados y que con toda comodidad puede recorrerse en coche. Si prefieren ir por mar, les obligaría a embarcarse en una pequeña goleta de cabotaje, en vez de hacerlo en uno de los buenos buques de vapor de las siete líneas nacionales o extranjeras que constantemente recorren nuestros puertos. Cuando quisieran apagar la sed que produce el calor de la capital y lo mismo en Mayagüez, Ponce y otros puntos, les diría: nada de bebidas frescas y mucho menos heladas; y les recordaría que en el año treinta y nueve, con motivo de las fiestas que se celebraron por el Convenio de Vergara, recibimos en la marina y acompañamos con música unos bultos que contenían hielo, por primera vez introducido en la Isla, y cuyo uso no se generalizó hasta algún tiempo después. Bien sé que pudiera argüírseme que estos y otros muchos ejemplos que puedo presentar, solo prueban que hemos mejorado en cuanto al bienestar material; pero que en lo moral, en lo intelectual, y en todo lo demás, lejos de ganar, hemos perdido. La abolición de la esclavitud llevada a cabo hace solo diez años, es suficiente para probar que en moralidad hemos ganado y no poco. Aquellos seres desgraciados, que se vendían públicamente en los almacenes de la marina de esta capital y en otros puntos de la Isla, llevaban al seno de las familias la corrupción más degradante. La prostitución, el concubinato y el envilecimiento del trabajo eran los frutos mediatos de aquella iniquidad, que, para honra de España, abolieron las Cortes, con aplauso de todo el mundo civilizado. Mucho de lo que se lee y escribe acerca de las costumbres patriarcales de aquellos tiempos es falso. Entonces hubo piratas que murieron en el cadalso, compañías de ladrones que robaban en cuadrilla, partidas que llevaban el nombre de algunas familias, enemigas irreconciliables entre sí y cuyos individuos no se encontraban con sus contrarios sin que riñeran en grupo o en particular; y al que ponga en duda lo que afirmo le aconsejo que lea las Memorias de don Pedro Tomás de Córdova en lo que se refiere al primer tercio de este siglo o le diré que he asistido como médico, en su última enfermedad a uno de los compañeros del célebre Bibián y a otro de los más terribles partidarios de una banda que cometió todo género de fechorías. ¿Necesitaré esforzarme para probar que hemos ganado también en la parte intelectual? La escuela del pueblo de Caguas donde yo aprendí a escribir estaba dotada, y costó trabajo el conseguirlo, con la pobre suma de cien pesos anuales. En cuanto al arte tipográfico puede formarse una idea por las Memorias del señor Córdova que acabo de citar y por las colecciones de periódicos que existen en la Biblioteca del Ayuntamiento de esta capital y que se publicaron en los años de 1814 y de 1820. Hospitalidad, la había, como la hay ahora; aunque no sean tan numerosas las ocasiones de ejercitarla. Nuestros caminos, todavía hoy en un estado de atraso vergonzoso, son empero, mejores que entonces; se encuentran algunas fondas y esto hace que con menos frecuencia se vea el viajero en la necesidad de pedir posada; frase que significa llegar a la casa de un desconocido y encontrar en ella albergue con mesa, cama, criados y pasto para los caballos, sin más costo que dar las gracias al marcharse. Esto es muy hermoso; pero el país ganará mucho cuando no sea tan frecuente, porque las vías de comunicación lleguen a lo que deben ser en un pueblo culto. Para los que se hacen lenguas ponderando el cariño y veneración que se profesaba a los sacerdotes, escojo, entre otros que pudiera citar, un hecho a propósito para demostrar que de todo había en la viña del Señor. Vivía en cierta población de la Isla un honrado relojero, que al regreso de un viaje, encontró siendo ya de noche, al cura encargado de la parroquia por enfermedad del propietario; como lleva en igual dirección, pusieron sus caballos al mismo paso y comenzaron a hablar tranquilamente; cuando a poco se vio el señor cura rodeado de cuatro hombres a caballo, armados de buenos foetes de los llamados cuatro reales, con los cuales empezaron a azotarlo cruelmente; mas como eran muchos, y por ello se estorbaban, fueron a colocarse a los lados del relojero, empezando con este la obra infame que sus compañeros continuaban con aquel, y ni los unos ni los otros la interrumpieron; por más que los viajeros se pusieron en fuga a todo correr de sus caballerías, hasta que, cerca ya del poblado, los dejaron marchar. Al llegar a las primeras casas se separaron y debió el relojero, cuando iba por las calles que conducían a la suya, repetir si lo sabía, aquellos versos que empiezan así: Vinieron los sarracenos Y nos molieron a palos… Al fin llegó y su mujer, que bajó presurosa a abrir la puerta cuando le oyó llamar, se llenó de susto al ver los gestos que hacía y oír los gemidos que se le escapaban al moverse. -¿Qué tienes? -le dijo-; ¿estás malo? -Sí, mujer; prepara alguna cosa que ponerme en las espaldas que me duelen mucho. -A ver, ¿dónde te duele? -Y al mismo tiempo iba poniendo al descubierto la parte que quería reconocer; mas al lograrlo su cara cambió de expresión, tornándose de compasiva en iracunda. -Lo que tienes en la espalda no es un dolor, sino muchos foetazos. ¿En dónde estabas metido? ¡Estas son cosas de mujeres! -¿Cosas de mujeres? ¡Pues me gusta! ¿Crees tú que las mujeres azotan así? No fueron mujeres, sino cuatro pícaros; digo mal, dos pícaros; porque los otros dos allí se entretuvieron con el señor cura. -Mira, yo no digo que fueron mujeres las que te pegaron; y más valía que en lugar de venir con quejidos y morisquetas donde la tuya te hubieras ido donde la bribona que tiene la culpa. Llegada la discusión a este punto y, como el dolor de las espaldas aumentaba, no tuvo el que lo sentía más remedio que referir el hecho con todos sus detalles, encargando a su cara mitad la mayor reserva. La misma relación y el mismo encargo hizo a cada uno de los amigos que, al día siguiente vinieron a visitarle, de modo que antes de llegar la noche, no quedó en el pueblo vecino ni transeúnte que ignorase el suceso. Todavía viven bastantes personas que lo recuerdan y una de ellas es el autor de estas líneas. En cuanto al gobierno paternal que nos regía, pueden dar razón de su dulzura no pocas familias respetables. Entre estas citaré las de Linares, Machicote, Rivera y Gimbernat. Al condenar aquel régimen no me guía sentimiento alguno que no sea justo y leal. Dádoslos tiempos, dadas las omnímodas facultades de que nuestros antiguos capitanes generales se hallaban revestidos, lo primero que debemos hacer es confesar que usaron de ellas con moderación en la generalidad de los casos, agradecerles los males que dejaron de causar y mucho más los bienes que hicieron. La fiebre, como se dice vulgarmente, no estaba en las sábanas, sino en el enfermo. Lo que había que cambiar no eran las personas, sino el sistema que, con mejor o peor voluntad, tenían estas que poner en práctica. Concluyamos, pues, afirmando que desde 1833 a 1883 hemos ganado mucho en todos conceptos; aunque nos queda mucho más que adelantar; que debemos reconocerlo así, porque es justo y honroso para la Isla y para la nación a que pertenecemos; y que sería un cargo muy grave y vergonzoso a la par que gratuito, el sostener que ni los puertorriqueños, ni los gobiernos de la nación habían sabido hacer otra cosa en cincuenta años que llevar a la Isla por la senda del atraso y de la inmoralidad. Esto no es verdad y por tanto lo negamos. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
Agapito Avellaneda
Cuento
I Conocí hace mucho tiempo a don Jaime Rocafort, catalán como su apellido, emprendedor y activo como catalán, y económico y cumplidor de sus tratos como hombre honrado que aspira a adquirir fortuna. Alcanzó esta al cabo de algunos años y con ella el aprecio de cuantos le tratan y la amistad de no pocos, en cuyo número tengo el placer de contarme. El diablo, que, según dicen, nunca está ocioso, metió entre nosotros dos la cola; porque don Jaime es conservador y yo liberal; pero, aunque hemos discutido largamente jamás se han entibiado nuestras relaciones, y creo que S. M. Satánica, viendo que no lograba enemistamos se ha ido a otra parte con su cola. En cuanto a nosotros, seguiremos con nuestras polémicas cada uno en sus trece, sin estar de acuerdo más que en una sola cosa y esta es: que los hombres sin conciencia no tienen partido político y que los empleados que no cumplen honrada e imparcialmente sus deberes son perjudiciales, cualquiera que sea el partido a que pertenezcan Algo es algo. Tenía mi amigo, que se conserva soltero, un hermano político, viudo, que falleció dejando un niño pequeño, al que el bueno de don Jaime crió y procuró educar como si fuera hijo propio; y si bien logró lo primero, porque el muchacho creció robusto y con una presencia arrogante, fue desgraciado en cuanto a lo segundo, porque el chico, que no carecía de disposiciones naturales, odiaba el estudio, y cuando, ya talludo, lo mandó su tío a Barcelona, se le veía más en la calle del Alba y en otras partes por el estilo, que en la calle del Carmen, donde estaba la antigua Universidad; y prefería una partida de billar o una francachela a las bibliotecas y las aulas. No es extraño, pues, que al cumplir los veinte y cinco años regresara tan ignorante como fue, y mucho más vicioso y corrompido. Al comercio no quiso dedicarse, porque el de esta Isla era cosa pequeña para un joven educado como él, en la buena sociedad. A la agricultura, menos, porque era un trabajo demasiado penoso; y como no poseía ciencia ni arte en que ejercitarse, vino a ser para su tío una carga insoportable. Consultó este a sus amigos, celebrando con ellos largas conferencias, que dieron por resultado el convencimiento de que el sobrino era inútil para cualquier trabajo que pudiera proporcionarle honrada subsistencia; y estaba ya resuelto a plantarlo en media del arroyo y que se fuera con su madre de Dios, cuando le vino a la cabeza el más raro pensamiento que pudo jamás ocurrir al tío más bonachón del mundo, y fue que imaginó que ya que Agapito, (este es el nombre de nuestro héroe) no servía para la ciencia, ni para las artes, ni para otro género de trabajo, podría ser que sirviera para empleado. Alegre con este hallazgo, se lanzó en busca de recomendaciones,; toda vez que méritos no podía alegar, porque su sobrino carecía de ellos, y tal maña se dio, tanto visitó, rogó e importunó a sus amigos y amigas, que adquirió un número de cartas que jamás hubiera reunido en su favor el cesante más honrado, antiguo, laborioso e inteligente, con las cuales consiguió el nombramiento de don Agapito Avellaneda para secretario de la Alcaldía de un pueblo de esta Isla. II Quince días después de tomar posesión de su destino el nuevo secretario, escribió a su protector la siguiente carta: «Mi querido tío: Aquí me tiene usted hecho una persona importante. El alcalde me consulta, los concejales me llevan en palmas y las personas me adulan y festejan; soy, en una palabra, el niño mimado de esta turba de jíbaros que quieren engañarme para servirse de mí, cada uno en su provecho particular; pero no tema usted, que se les volverá la criada respondona. Ya me han hecho varias proposiciones lucrativas, aunque en sentidos opuestos: veremos lo que me tenga mejor cuenta y haré mi negocio sin comprometerme. ¿Recuerda usted sus consejos sobre desinterés, imparcialidad, reservas, buenas maneras, conducta irreprensible y otros mil que me dio de palabra y por escrito, para que no se me olvidase? Pues bien, amado tío, pásmese usted al saber que si los hubiera seguido era hombre al agua. Afortunadamente me ha deparado mi buena estrella un sabio mentor, sujeto muy influyente en los negocios de este pueblo, que me ha puesto al corriente de todos los enredos y tapujos que hay en él; con lo cual he descubierto una verdadera mina, que iré explotando a medida que se presente ocasión. En cuanto al desinterés, serviré mejor al que sea más generoso, sin pararme en si tiene o no razón; lo cual dará a usted una idea de mi imparcialidad; en una palabra: sabré nadar y guardar la ropa como hace mi mentor el sujeto influyente, que se ha hecho rico, nunca ha estado en la cárcel y todo el pueblo le teme y respeta, porque hace cuanto se le antoja y siempre sale bien; gracias a los manejos electorales en ayuda del más fuerte, a sus buenas relaciones aquí y en esa capital y a la habilidad con que sabe desorientar a la justicia. El día que cambie la situación, esto es, el día que caiga el partido que hoy manda, cambiaré yo también; todo se reducirá a seguir haciendo lo que hoy; variando solo en atacar a los que ahora ayudo y viceversa. Los cambios políticos nunca perjudican al que tiene habilidad para quedar a flote. Entre tanto, quedo siempre su agradecido sobrino. Agapito Avellaneda». Es imposible pintar la ira que se apoderó de Rocafort, al leer tan indigna carta. Después de maldecir la hora en que había recogido y criado a semejante víbora, contestole de este modo: «Desgraciado sobrino: hasta hoy había creído que eras holgazán y vicioso; tu carta me ha hecho ver que eres un pícaro. No vuelvas a escribirme y olvida que tienes un tío que te desprecia. Jaime Rocafort». Pasó algún tiempo, y tantas y tales fueron las habilidades de Agapito, que al fin le dejaron cesante por convenir al servicio; y peor le hubiera ido sin la protección de su mentor y de los que a este sostenían. Pero como ocurrió más tarde un cambio político, y Agapito trabajó sin  descanso en favor de la nueva situación y en contra de sus antiguos correligionarios, una mañana que su tío leía un periódico vio en él que Agapito estaba nombrado, en premio de sus buenos servicios, alcalde del mismo pueblo en que había servido antes como secretario. III La conducta de Agapito como alcalde fue la misma que cuando era secretario. Persiguió a sus antiguos amigos, hizo desterrar de la Isla a algunos de ellos, encarceló, multó y ultrajó; llevando la desolación al seno de las familias honradas. A las quejas de sus víctimas, contestaba que lo tenían muy merecido, porque eran enemigos encubiertos del Gobierno y conspiradores contra el orden público; que él los conocía bien porque había militado en sus filas, hasta que la experiencia y la rectitud de su corazón le hicieran abandonarlos. Cuando explotó y arruinó a los caídos, fue tal su atrevimiento, que empezó a oprimir a los que le habían encumbrado y esto, andando el tiempo, dio lugar a su destitución «por lo mal que había correspondido a la confianza en él depositada». Mi amigo don Jaime celebró tal caída con toda su alma y había resuelto no pensar ni hablar una palabra de su sobrino, cuando un día, estando yo presente, se le coló este por la puerta de su despacho, tan risueño y tan fresco, que el buen viejo se quedó como petrificado. -Buenos días, tío. ¿Cómo está su salud? -Yo no tengo sobrinos. No lo conozco a usted. -¿Cómo, después de tanto tiempo le dura a usted todavía la incomodidad que le causó mi carta? -Sí, señor: me dura y durará siempre; y por si acaso hubiera olvidado la carta, me la ha recordado usted con sus hechos, en el tiempo en que ha sido alcalde. -Pero tío, si me han castigado destituyéndome -dijo Agapito con desvergonzada sonrisa. -Me alegro y es demasiado poco. ¿Cree usted que con eso paga sus fechorías? Vaya usted a ocultarse donde nadie le vea, si es que le queda un resto de vergüenza. Ahora recordará usted mis consejos. Una sonora carcajada fue la contestación de Agapito. -Vamos -dijo- no parece sino que se empeña usted en que he hecho mal; pues bien; sepa usted que si hubiera seguido sus consejos, sería hoy a lo más un pobre secretario de Alcaldía. -Sería usted un hombre honrado. -Sí, un hombre honrado sin un cuarto; al paso que no siguiéndolos soy un hombre rico. Aquí mi buen amigo perdió la paciencia y se lanzó sobre aquel miserable, que abandonó la casa a todo correr. Cuando se tranquilizó algún tanto me dijo: -Ya ve usted, amigo mío, este es el hijo de mi pobre hermana. -Olvídelo usted -le contesté-; y supuesto que él dice que está rico, figúrese usted que ha muerto. -Si, muerto está para mí desde que supe que era un perverso. ¿Y los males que ha causado? ¿Y las injusticias que ha hecho? Esos no tienen remedio. ¡Desgraciado de mí que le hice colocar, y mucho más desgraciado el pueblo que le ha sufrido! ¡Qué Dios no permita que haya ni pueda haber otro que se le parezca! FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
El jíbaro en la capital
Crónica
Don José de los Reyes Pisafirme es uno de mis buenos y antiguos amigos. En el pueblo de Caguas donde él nació y adonde fueron a vivir mis padres cuando yo contaba tres años de edad, asistimos juntos a la escuela, y tanto la población como el hermoso valle que la rodea fueron el teatro de nuestras correrías y travesuras infantiles. Mi amigo, que es labrador acomodado, tiene ya bastantes años; aunque los lleva con la salud y robustez de un joven. En sus buenos tiempos fue muy trabajador, buen jinete y bailador incansable; hoy es un viejo sesudo y de buen juicio, que así maneja todavía el arado, como sirve una plaza de concejal, y hasta la presidencia, en el ayuntamiento de su pueblo. Hace algún tiempo le escribí diciéndole: que estaba delicado de salud y pensaba ir a pasar una temporada al campo. A los dos días recibí la contestación siguiente: «Querido Manuel: pasado mañana salgo para esa y no volveré hasta que te traiga conmigo. Haremos el viaje cuando y cómo quieras, porque para eso llevaré mi coche. Tuyo Reyes.» Dicho y hecho: dos días después vino a buscarme y al día siguiente estaba yo en su casa donde, en el tiempo que permanecí, fui tratado a cuerpo de rey. No es extraño, pues, que tuviera muchísimo gusto al recibir la siguiente carta, hace unos dos meses. «Querido amigo: mi Francisca necesita tomar baños de mar. El médico lo dice y no quiero que pierda tiempo; además, sin que el médico lo diga ni yo lo necesite, iré con ella porque así lo quiere, y tú sabes que nunca dejo de complacerla, si puedo. Prepárate para sufrir este recargo que por la vía de apremio te impone y cobrara tu amigo Reyes.» Acepté el recargo y me dispuse a pagarlo con la mejor voluntad y de muy distinto modo que si me lo hubiera impuesto el Estado, la Provincia o el Municipio. El día de la llegada de mis huéspedes fuimos a oír música a la plaza principal. La noche estaba muy serena, corría un fresco delicioso, la banda militar tocaba bien y el alumbrado era bastante mejor que otras veces. -Todo esto es muy agradable -decía mi amigo- lo único que falta es gente. Parece que a los habitantes de la capital gusta muy poco el paseo. -Así es -le contesté- aquí casi nadie pasea. -Nunca las señoras fueron amigas de salir de su casa; pero yo recuerdo la época lejana ya, en que la retreta empezaba en la Fortaleza; allí concurrían muchas señoras y caballeros y de aquel punto iban paseando, por esta plaza y la calle de San Francisco hasta la plazuela de Santiago, donde aún tocaba un poco la música. -Eso era cuando estudiábamos en el Seminario. ¿Quieres que las señoras y señoritas de hoy hagan ese camino delante o detrás de una música militar? -Yo nada quiero; aunque me gustaría ver más concurrido un sitio que lo es tan poco y sin razón. -¿Recuerdas cómo era esta plaza en el año 40? -Perfectamente: su piso al nivel de las calles que la rodean, era el natural, arenoso; de suerte que pocas veces había lodo porque el agua se filtraba; pero en cuanto corría el aire,se levantaban nubes de polvo muy molesto. Pocos años después se cubrió con baldosas en líneas cruzadas, de un metro de ancho cada una y que dejaba entre si cuadrados empedrados con chinos pequeños. En tiempo del general don Juan de la Pezuela se levantó el piso a la altura que hoy tiene sobre las calles, y se construyeron las balaustradas, los asientos y demás obras. El alumbrado por el gas no se estableció hasta el gobierno del general Norzagaray, cuando se introdujo en la ciudad esta mejora. “En el frente que hoy ocupa el palacio de la Intendencia había entonces una pared alta, sucia y en muchas partes desconchada, con dos órdenes de ventanas fuertemente enrejadas de hierro. Aquel tétrico edificio era el presidio, cuya entrada daba a la calle de San Francisco. “En el lugar que hoy ocupan las oficinas de la Diputación y el Instituto provincial estaba el antiguo cementerio, cercado con una pared más negra, más sucia, y más deteriorada que la del predio su vecino de enfrente. “La casa en que hoy están el Casino Español, la Sociedad de Crédito Mercantil y el café La Zaragozana era entonces una construcción paralizada hacía años y cuyas paredes llegaban a la altura del piso principal. “La casa del Ayuntamiento está poco más o menos lo mismo: tiene ahora una torrecilla más y sobre la del reloj había una figura dorada, giratoria, representando la fama, que marcaba la dirección del viento. “Tampoco ha mejorado mucho el aspecto de las fachadas de las casas; el que ha ganado bastante es el de las tiendas. En la que hoy tiene escrito en su muestra «Tu Casa» tenía la suya don Antonio Garriga, aquel honradísimo catalán que fue tan amigo de tu padre. El mostrador de pino, pintado de verde, que imitaba un cajón prolongado, estaba cubierto con una pieza de coleta, tendida en varios dobleces a todo su largo: el aparador era de igual madera y pintura que el mostrador; el piso de ladrillos comunes; y no tenía aquel establecimiento más almacén que la trastienda, sobrado capaz para guardar el pequeño surtido que el dueño traía de San Tomás una vez en el año, o acaso más de tarde en tarde. Añádase a esto el alumbrado que daba la llama de dos velas de composición, llamadas en aquel tiempo de esperma, y hasta ocho o diez asientos en forma de catrecitos de tijera con asientos de tela y se completará la imagen de lo que era una de las mejores tiendas de la plaza de Puerto Rico en 1840. “En ella se reunían por la noche, y hacían la tertulia a la puerta varias personas de las más distinguidas de la ciudad; siendo una de ellas, hasta el año treinta y siete el general don Miguel Latorre, y allí concurría, según aseguraban nuestros padres, el inolvidable bienhechor de la Isla, el intendente don Alejandro Ramírez que, con menos empleados, sin tantos expedientes y dinero, hizo lo que ninguno ha hecho después ni antes de él.” -Tienes razón, amigo Reyes: muchas veces decía mi padre, que vio y habló no pocas, en la tienda de Garriga, con el célebre Ramírez, que este iba allí casi todas las mañanas, vestido con pantalón de dril blanco, chaleco de pique del mismo color y casaquilla de calancán rayado.Con la mayor bondad y siempre de buen humor departía hasta con los jíbaros que venían a comprar. Era muy querido y más respetado cuanto más se le trataba; jamás se encastilló porque el que se encastilla es porque teme que, viéndolo de cerca, lo conozcan. -Recuerdo -continuó mi amigo- el aspecto que presentaba esta plaza, único mercado público que existía en la ciudad. Menos la carne que se despachaba en un edificio que estaba en el sitio que hoy ocupa el colegio de niñas de San Ildefonso, todo lo demás se vendía en ella. Animación había mucha más; pero aseo tan poco como puede imaginarse de un sitio en que se detenían por más o menos tiempo las caballerías que traían diariamente los frutos del campo y donde quedaban los despojos de las ventas. “A las dos o las tres de la tarde hacía la limpieza una brigada de confinados del presidio, y por la noche el capitán que mandaba la guardia principal, alojada en las habitaciones bajas donde hoy se está ahogando por falta de espacio la Biblioteca Municipal, el capitán, repito, hacía sacar unos bancos de pino con respaldar que ocupaban algunos de sus amigos y compañeros de armas, sin excluir los jefes, y alguna vez hasta el capitán general. A las diez de la noche se concluía esta tertulia al aire libre.” Desde la plaza fuimos a la Mallorquina, bonito café que hoy está de moda y que con justicia merece el favor del público, compartiéndolo con La Zaragozana y La Palma, establecimiento de la misma clase. -En esto sí que hemos ganado -decía mi huésped al ver el aseo, la claridad del alumbrado, y la bondad de los artículos que se servían-. De las antiguas confiterías, donde se despachaban confituras y vasos de refresco endulzados con panales y algunas horchatas, y aun del primitivo café de Turull, muy mejorado después y cerrado este mismo año, hay hasta este en que estamos gran diferencia. “Por los años cuarenta y cinco o cuarenta y seis, en el café de las Columnas situado, si no me engaño, en los bajos de la casa que hoy lleva el numero de la calle de la Fortaleza, empezaron a servirse helados, artículo no conocido antes en la Isla. Desde aquella fecha comenzaron las señoras a concurrir a estos sitios, frecuentados antes solo por los hombres.” Sería interminable la relación de las ocurrencias de mi amigo en todos nuestros paseos; solo citaré algunas. De las calles de la capital pensaba que hace cuarenta años eran mejores porque estaban recién empedradas; y no comprendía cómo a los coches que rodaban por ellas se les hacía pagar contribución, cuando se debía indemnizar a los dueños por los desperfectos que sufrían sus carruajes. Del alcantarillado mal construido, incompleto, repugnante al olfato y perjudicial a la salud PÚBLICA, me decía que debió ser inventado por un médico, un boticario o un alquilador de trenes de difuntos. El puerto, un gran depósito de lodo sobre el cual resbalaban los barcos; y la aduana, lo comparaba a un edificio que hubiera pasado largo tiempo debajo del agua. Pero cuando el jíbaro se puso serio fue el día que visitó el local que ocupa la Audiencia. -¿Es posible -exclamó- que el primer Tribunal de Justicia de la Isla funcione en ese caserón ruinoso que parece más propio para almacén de trastos viejos? Del ensanche de la población decía que hasta ahora había sido para los habitantes de la ciudad como el Mesías de los judíos. ¡Quiera Dios, añadía, que pronto se realice! El autor repite lo mismo al terminar este artículo. ¡Quiera Dios que esta mejora, la limpia del puerto y otras varias que reclaman con urgencia la salud y el ornato públicos, se realicen pronto, para bien de una población digna por todos conceptos de la protección de todo gobierno que estime su buen nombre y desee la felicidad de sus gobernados! FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
El pájaro malo
Cuento
Si el lector ha hecho alguna vez el camino de Caguas a la capital de Puerto Rico, recordará el hermoso valle que media entre la cuesta de Quebrada-Arenas, y el cerro llamado de la Mesa; valle ameno y muy fértil regado por el río Cañas y la Quebrada-Arenas, y sembrado de infinidad de árboles, algunos de los cuales, situados a la orilla del camino, sirven de día para guarecerse el viajero de los ardores del sol, y mienten de noche fantásticas apariciones que asustan a más de un supersticioso. Dos caminantes atravesaban este valle en una noche de enero a las dos de la madrugada: el uno, joven de veinte años, de cabello y ojos muy negros y relucientes, tez morena y con aquel tinte amarillo tan general en los criollos descendientes de europeos sin mezcla de otra raza, montaba un hermoso caballo negro, cuyas orejas pequeñas y móviles seguían de continuo la dirección del menor ruido causado por el aire, o de cualquier objeto en el cual se reflejaba la luz dudosa de la luna menguante que acababa de salir. El otro, mulato bronceado, de formas atléticas, y vestido con sombrero de paja y camisa y pantalón de tela blanca, iba sobre un alazán, que si no igualaba en la casta al caballo de su joven amo, llevaba no poca carga sin dar la menor señal de flaqueza. -Jacinto -dijo el primero de estos dos personajes-, parece que vas cabeceando, procura tenerte firme, que caerás si te descuidas. -Es verdad, niño, pero también lo es que tengo motivo para ir dando el piojo: hace cuatro noches que apenas duermo. -Tampoco he dormido yo, y sin embargo me mantengo firme. -¡Ah! cuando yo tenía la edad de su merced no me dormía aunque pasara quince malas noches; pero aquel era otro tiempo, ahora tengo veinte años más, y no puedo llevar muchos huevos de punta. -Tienes razón, aquel era otro tiempo -contestó el joven en tono de mofa-: ¡qué buena pieza serías entonces! ¿Cuántas muchachas tenías enredadas? -Ninguna, niño, en mi vida he querido a nadie, más que a Juana mi mujer, la criandera de su merced, y me alegro mucho de ello; porque ella me ha querido y me quiere lo que nadie puede pensar. -Sí, buena pieza, ya lo sé, y tampoco ignoro que, en el año que yo nací, tuvo mi padre que casaros por lo mucho que os habíais querido antes de estar autorizados para ello. -Vamos, niño, su merced siempre ha de ser el mismo: ¿quién hubiera dicho cuando lo paseábamos de noche en brazos porque no cesaba de llorar, que había de ser después tan amigo de reírse a costa del prójimo? -¿Con qué entonces no te echaba pullas?… -La cruz de Nazareno te caiga debajo, y te levante un millón de leguas más arriba de las estrellas -gritó el mulato, interrumpiendo a su amo. En este instante comenzaban a bajar una pendiente, habiendo dejado algunos pasos atrás, y a la izquierda del camino, una cruz de madera, que hacía años estaba en aquel sitio clavada en tierra. El mulato se había quitado su sombrero, y rezaba temblando de miedo. -¿Empiezas ya con tus majaderías? -dijo el joven fingiendo estar enfadado-. ¿A qué vienen esos gritos? -Niño, no son majaderías; he oído cantar al pájaro malo. -Calla, tonto, ¿que más pájaro malo que tú? -La cruz de Nazareno te caiga debajo -repitió de nuevo el esclavo; añadiendo después-: ¿Y ahora lo ve su merced? ¿Ha cantado o no? En efecto, tres gritos lejanos, al parecer de un ave nocturna, llegaron a oídos de los viajeros. -Y bien -contestó el joven a su interlocutor-, ¿qué tenemos con eso? Si ha cantado, contéstale tú con una copla de cadenas, de aquellas que sabes improvisar. -Parece imposible que se burle su merced de esas que a mí me dan tanto miedo. -Y también lo parece que un hombre como tú, que rinde a un toro por los cuernos, que se ha echado a un río crecido por salvar a quien no conocía, y que ha reñido con tres negros cimarrones a la vez, tenga temor por esos cuentos de viejas. -No son cuentos de viejas, niño; y la prueba de esto es esa cruz que hemos pasado ahora. -¿Y qué tiene que ver la cruz con el pájaro malo? -Si su merced supiera lo que significa esa cruz, y por qué se puso en donde está, no me haría esa pregunta. -Yo no sé más, sino que en el mismo sitio mataron a uno y, como es costumbre, han puesto una cruz para que los caminantes rueguen a Dios por su alma. -Pues hay más que eso. -Vaya, veo que quieres contarme un cuento, que de todo tendrá menos de verdadero. -Todo el pueblo sabe la historia de la muerte de Gregorio Rodríguez, que tiene mucho de verdad, y es extraño que su merced no la sepa. -Me alegro mucho de no saberla, porque así te la oiré contar, y entretendremos un rato el camino. -Pues, señor -comenzó Jacinto- había en el barrio de la Jagua un mozo de unos veinte años, llamado Gregorio, o Goyo, hijo de Atanasio Rodríguez, uno de los que fueron a buscar a los ingleses al puente de Martín Peña, con aquel tremendo Díaz, que dicen los desafiaba encaramado sobre uno de los pedazos que de dicho puente habían quedado cuando lo volaron los sitiadores. Este tal Goyo era alto, grueso a proporción, y tenía más fuerza que una yunta de bueyes: nadie podía aguantar su genio; a los doce años hirió a un hermano suyo, y a los diez y ocho levantó la mano a su padre, que aunque hubiera sido para él un extraño, no merecía semejante injuria, porque todos le teníamos por el hombre mejor del mundo. El pobre viejo sufrió con mucha paciencia los golpes de su hijo, y cuando se vio libre de él, arrodillándose en medio del soberano levantó las manos al cielo, diciendo: ¡Dios mío!, perdona a ese muchacho, que no sabe lo que acaba de hacer conmigo. “Pasaron de esto algunos meses, y el padre y el hijo parecían olvidados de lance tan desagradable; pero como la justicia de Dios había de cumplirse, héteme que una tarde sale mi mozo con otro camarada suyo para ir a bailar a Turabo: llegaron a la casa del baile, y allí estuvieron hasta las tres de la madrugada sin que nada les sucediese. Al salir se juntaron con otro conocido de su mismo barrio, y tomaron el camino conversando alegremente: un poco antes de llegar al pueblo de Caguas, que habían de atravesar, oyeron cantar al pájaro malo. El endiablado Goyo se echó a reír y gritó: «Mira, mal avechucho, ven mañana a casa por cuatro granos de sal; y no faltes, que te espero.» En este momento la sombra del pájaro se pintó en el suelo delante de él; y a pesar de que quería hacerse el guapo, le dio un temblor tan fuerte, que apenas podía dar un paso. Los otros dos, que tenían miedo como él, le echaron en cara su locura en desafiar el poder del malo; mas él, recobrando su malvado valor, echó por aquella boca mil pestes sobre todo lo que nos enseña la doctrina cristiana. “Al siguiente día, al mudar una res que nunca había topado, recibió de ella una cornada, que le hizo ir muy alto, rompiéndose al caer una pierna. Su pobre padre le asistió con el mayor agrado durante los muchos días que estuvo de peligro, y pasó las noches en vela, rogándole en vano que se confesase y comulgase. “Apenas curado, volvió a su antigua vida de vicioso y mal hijo: salia de su casa sin volver a veces en tres o cuatro días y cuando se le acababa el dinero y no tenía que jugar, robaba a algún vecino o a su mismo padre lo que podía, para seguir en tan perjudicial entretenimiento. Llegó, por fin, un día en que nada quedaba al viejo, y entonces le abandonó, dejándole solo, pues que su hermano había muerto poco antes; se fue a vivir con uno que no tenía otro oficio que el robo, y cometió en su compañía tantos crímenes, que la justicia le echó mano y fue sentenciado a cuatro años de presidio. “Cumplida la condena, volvió más holgazán y más pícaro que antes a unirse a su compañero y comenzaron de nuevo sus fechorías. Una noche asesinaron, por robarle treinta pesos, a un infeliz que volvía de la ciudad, donde había vendido su pequeña cosecha de café; el crimen quedó sin castigo porque nadie supo quién lo cometió. “A los pocos días se habló de otro robo de más consideración, y no pasaron muchos después de este último, cuando se encontró una mañana en el Barrio de Culebras el cadáver del compañero de Goyo cosido a puñaladas, y no faltó quien dijera que el matador era nuestro mocito de la Jagua, que después del suceso gastaba y se divertía, sin que ninguno supiera su oficio. “Al cabo de algún tiempo se le acabó el dinero y no sus vicios; salió una noche de una casa de este barrio que pasamos ahora, en la cual había perdido lo poco que le quedaba, y pensó matar a otro jugador que había ganado mucho. Para lograr su intento se colocó en el lugar donde ahora está la cruz de palo, y allí aguardó la proximidad de su nueva víctima. Ya el otro subía la cuestecita… no le faltaba mucho… Goyo tenía el machete empuñado con la mano derecha, y con la zurda aflojaba dentro de la vaina el cuchillo que llevaba a la pretina, iba a adelantar hacia el camino, y… el pájaro malo cantó sobre su cabeza. “La cruz de Nazareno te caiga debajo, dijo el jugador afortunado; y de repente, viendo un bulto a la orilla del camino, paró el caballo y añadió: “-Caramba, apártese un poquito más lejos, o diga qué es lo que quiere. “-Que me entregues el dinero que nos has robado esta noche con tus trampas. “-Pues, amigo, venga por él y se lo daré, que desde aquí no puedo tirarlo. “-Allá voy, y despachemos pronto. “Diciendo esto saltó la zanja, y se adelantó hasta muy cerca del que le aguardaba, al parecer resignado a dejarse robar; levantó el machete, y ya iba a descargar el golpe terrible, cuando se oyó un tiro; la bala de una pistola disparada por el jugador atravesó el pecho de Goyo, y el canto del pájaro malo respondió desde lejos al grito que dio este al caer en medio del camino bañado en sangre. “Quiso Dios que el cura del pueblo, que volvía de una administración, acertase a pasar por aquel sitio y viendo un hombre en el suelo, se acercó a él con el fin de auxiliarle, si estaba enfermo, o apartarle a un lado, si otra causa menos lastimera le obligaba a guardar semejante postura. Se apeó de su caballo, y al poner la mano sobre aquel cuerpo le halló todo mojado, latía muy poco el corazón y la respiración apenas se sentía. Con mucho trabajo logró incorporarle, ayudado por el hombre que le acompañaba; mas no pasó un minuto después de esto cuando el herido, volviendo en sí, después de un profundo gemido dijo: “-¡Ah! ¿Quién es la buena alma que me socorre y me vuelve a la vida? “Es Dios -contestó el sacerdote-, que ha traído aquí al más indigno de sus ministros para recibir de usted la confesión de sus culpas, y auxiliarle con el fin de lograr la salvación de su alma, y volver si es posible la salud al cuerpo. “-¡Oh padre!, lo último es imposible, porque estoy muy mal herido, y conozco que se me va acabando por momentos la poca vida que me queda; y lo primero es igualmente desesperado, porque soy un infame y mi vida es un tejido de crímenes. “-Hijo mío, confía en la divina Providencia, abre tu corazón a un ser infinitamente misericordioso, confiesa y arrepiéntete de tus culpas, que Dios las perdonará. “-¿Es posible, padre? ¿Dios perdona a hombres como yo que merezco arder en el infierno? “El bueno del señor cura le predicó tanto y tan al alma, que el último se decidió, e iba a comenzar el Yo pecador; pero el canto del pájaro malo le anudó la garganta y no pudo articular ni una palabra. “-Vamos, hijo, ¿por qué tardas tanto? -le dijo el sacerdote. “-Padre, ¿no ha oído usted ese pájaro que acaba de cantar? “-Si, hijo; ¿pero por qué dices eso? “-Porque ese pájaro es el diablo, que quiere mi alma. “-¡Calla, desgraciado! ¿Es posible que en el momento de morir tengas esa preocupación? “El moribundo, vencido de nuevo por la persuasión del ministro del altar, dijo con voz clara sus culpas, y apenas absuelto murió en los brazos del confesor. “Desde entonces hay esa cruz en el paraje que ha visto su merced, y en el cual nos ha cantado esta noche el pájaro malo.” -Y bien, ¿qué tiene que ver la muerte de Gregorio Rodríguez con que sea verdad que existe ese pájaro malo? -Mucho, señor, si no hubiera aquel mozo desafiado a este, como hizo, ofreciéndole cuatro granos de sal, no hubiera seguido siempre mal guiado por el mismo camino; yo al menos así lo veo. -Y yo veo que tú eres un simple, pues no conoces que ese pájaro es uno cualquiera, y que el hombre que cumple con Dios y sus semejantes está muy seguro de que no le harán obrar mal todos los pájaros buenos y malos de la tierra. Aquí terminó la conversación de los viajeros, que siguieron callados su camino. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
El sueño de mi compadre
Cuento
Como no podía menos de suceder en la tierra clásica de los compadres, tengo yo varios y entre ellos uno que con el necesario permiso, presento a mis lectores. Llámase don Cándido y le cuadra perfectamente el nombre: lo que no le cuadra es el apellido Delgado porque pesa más de doscientas libras. Este mi compadre es un bonachón a carta cabal, servidor y consecuente como pocos; pero fundido en el antiguo molde colonial. Para él el gobernador es todavía el  capitán general de otros tiempos, la Audiencia, el ya olvidado asesor de Gobierno, y los alcaldes, los hace tiempo difuntos tenientes a guerra (Q.D.G.G.). Siempre que se le habla de gobierno, administración de justicia o de cualquier otro ramo, siempre que oye la relación de un suceso que necesita correctivo, siempre que alguien se queja de que le han hecho una injusticia, contesta de un modo invariable: «¡Si yo fuera capitán general!» ¿Qué haría usted?, le he preguntado algunas veces. Entonces me ha contestado sin vacilar y según los casos: que separaría al alcalde o al juez, que pondría en el castillo del Morro al intendente, que embarcaría bajo partida de registro a toda la Audiencia, que desterraría al obispo y hasta fusilaría a la Diputación Provincial. El bueno de mi compadre no se para en barras, y aunque incapaz de ver morir al pollo que han de servirle al almuerzo, sería, por supuesto de palabra, una fiera que acabaría con todos los empleados, si, como el dice, fuera capitán general. Hace pocos días y al siguiente de uno en que habíamos discutido muy largo, no sobre la bondad de su sistema de gobierno, porque sobre este punto mi compadre no admite discusión, sino sobre las dificultades que habría que vencer al ponerlo en práctica, me lo vi entrar en casa tan alegre, que le pregunté si había sacado el premio grande de la lotería. -No he sacado premio grande ni chico; pero he sido ya capitán general y por cierto que no me ha gustado el oficio. Quedeme parado al oír esto, porque me ocurrió la idea de que el pobre hombre se había vuelto loco. -Vaya -me dijo al notar mi turbación-, ¿no quiere usted saber cómo ha pasado cosa tan rara? -Nada deseo tanto como saberlo. -Pues allá va mi historia -me contestó-, después de sentarse y encender un cigarro: -Anoche me recogí a la hora de costumbre; media hora después mi mujer me despertó, porque mis ronquidos no la dejaban dormir: me volví al otro lado y a poco empecé a soñar que ocupaba el palacio de la Fortaleza como dueño de la casa. Mi ayudante de servicio estaba en su puesto para anunciarme las personas que iban llegando, y yo, como si en mi vida no hubiera hecho otra cosa, las recibía o hacia esperar, según su importancia o la del asunto que había de tratar con ellas. “Yo estaba completamente transformado; mi natural encogimiento se había convertido en soltura, mi timidez en arrogancia y mi lenguaje torpe en elegante facilidad. Me encontraba más instruido en todas las materias que cuantos conmigo hablaban, y resolvía las cuestiones con un acierto que jamás hubiera creído tener. Todo esto me admiraba; pero lo que menos podía comprender era cómo había adquirido el don de leer en el interior de cada uno lo que pensaba cuando me dirigía la palabra; de manera que conmigo no había falsedad ni disimulo posibles. “El primero que se me presentó fue un señor, llegado de cierto pueblo de la Isla, vestido por un buen sastre, aunque llevaba la ropa como el que a ella no está acostumbrado; lucía sobre el chaleco gruesa cadena y pesados dijes de reloj y en la camisa ricos botones de brillantes; pisaba recio, hablaba alto y en ciertos momentos ponía cara de traidor de melodrama. Hablome mucho de sus tierras, de sus cañas, de sus ganados y cuando hizo recaer la conversación sobre las personas más notables de su pueblo, me aseguró que allí no había más hombres honrados que él, dos amigos suyos y el alcalde. Los demás, debían inspirarme muy poca a ninguna confianza porque eran díscolos, intrigantes y sobre todo, enemigos del orden y del principio de autoridad. Por fortuna y gracias al don de penetrar en su pensamiento deque yo disfrutaba, estaba oyendo que interiormente se decía: “-Si supiera este buen general que vendido todo lo que tengo, no alcanzaría para pagar a mis acreedores, que algunos de ellos están en la miseria, mientras yo nado en la abundancia y que el alcalde y los otros dos sujetos que tanto le recomiendo es para que no vean el lazo que les preparo, con el fin de acabar con ellos en la primera ocasión. “Tentaciones me dieron de echar aquel villano a puntapiés; pero me contuve y le despedí; cuando entraba otro sujeto de buena figura, tan cortes, tan elegante y de maneras y lenguaje tan respetuosos, que me agradó sobremanera. Traía el encargo de presentarme una exposición de un convecino suyo que, según me aseguró, era, además del más rico, el protector, el padre de todos los habitantes de su pueblo, donde nada bueno se hacía sin su anuencia. Él socorría a los necesitados, ponía en paz a los desavenidos, era, en una palabra, la Providencia que llevaba a todas partes la dicha y el contento. “También este me engañaba, según leí en su interior. El padre, el bienhechor, la Providencia era el azote de aquel pobre pueblo: se había hecho rico a fuerza de mil bajezas y crímenes que habían quedado impunes, y la pretensión que ahora tenía era la de que se le concediera la explotación de un monopolio injusto y dañoso a sus convecinos. “Después de este agente de malos negocios se me presentó un maestro de escuela que venía a quejarse del alcalde y del Ayuntamiento. A este infeliz cargado de familia le debían ocho meses de sueldo. Al principio encontró quien le prestara dinero al tres por ciento de interés mensual; pasado algún tiempo, otro sujeto se lo facilitó al de un real al mes por cada peso, y últimamente a ningún precio se lo querían dar. Acosado por el hambre fue a ver al alcalde y este, que llevaba cobrados hasta el día todos sus sueldos, le contestó, como otras veces: «No hay dinero, veremos si se cobra algo.» “-Lo que aquí no hay es justicia, y lo que se cobra es para pagar a otros y no a mí -replicó desesperado el mísero profesor. “Por esta contestación le suspendieron de empleo y sueldo y se le formó causa por desacato a la Autoridad. “Esta vez, por más que escudriñaba en el interior de aquel hombre, nada vi que no estuviera de acuerdo con sus palabras y se quedaba corto al hacer relación de las miserias y humillaciones que había sufrido. Debía a la caridad de una buena alma la pequeña suma que necesitó para venir a la capital, y temía que, cuando me hablaba, estuviera expirando uno de sus hijos pequeños que había dejado enfermo. Desde que salió de mi despacho el maestro no pude estar tranquilo y no hacía más que discurrir sobre el castigo que iba a aplicar al alcalde. “Recibí después hombres importantes que todo lo enredan: empresarios de obras que pretendían hacer la felicidad del país enriqueciéndolo, después de enriquecerse ellos; abastecedores de carne que iban a facilitar este artículo casi de balde a los pueblos, después de haber comprado las reses a los criadores en un cincuenta por ciento menos de su valor, y haber duplicado este al vender la carne; contratistas de alumbrado que nunca alumbraba: defensores, sin peligro, de la religión, de la justicia o de la caridad, con su correspondiente tanto por ciento de ganancia; protectores de alcaldes, de viudas honestas, de hermanas jóvenes y bonitas, de maestras completas e incompletas, de padres y madres con hijos y sin ellos. “Tantos y tan variados tipos recibí, que no me es posible recordarlos y aburrido ya, iba a retirarme a descansar, cuando llegó la hora del despacho. “-Gracias a Dios -pensé-. Ahora sí que voy a hacer algo provechoso. “El empleado que venía a la firma entró con una carga de mamotretos capaz de asustar a cualquiera, y mucho más al que acaba de pasar gran parte del día de un modo tan poco divertido. “-Antes que otra cosa le dije: deseo ver el expediente formado al profesor de instrucción primaria del pueblo de… “-Aquí está. “-¿Por qué se le encausa? “-Por desacato al alcalde. “-¿Y qué resulta? “-Ese maestro se presentó reclamando el importe de algunos sueldos que le adeudan los fondos municipales. El alcalde le contestó que no había dinero en caja; que cuando se cobrara se le pagaría, hasta donde fuera posible. El maestro empezó entonces a gritar: que lo que no había era justicia y que si se cobraba se repartiría como otras veces entre unos cuantos (aludía a la Autoridad) la cantidad que ingresara en los fondos y amenazó al alcalde con que se quejaría al gobernador. Todo esto pasó en presencia de testigos que son el secretario, el escribiente y el depositario de fondos municipales. El informe del alcalde presenta al sumariado como falto de respeto a la Autoridad, díscolo y de mala conducta. Debo añadir también que el señor don N. N., por cuyo conducto recibí esta mañana el expediente, confirma cuanto dice el alcalde. “-Basta -dije encolerizado pegando fuertemente con la mano sobre la mesa; basta de… “-Cándido ¡por Dios! ¿te has vuelto loco? “Era mi pobre mujer que gritaba asustada, porque había recibido en el hombro el puñetazo que, soñando, creía yo haber dado en la mesa del general. Con unos paños de árnica y más aún, con la risa que le produjo la relación de mi sueño, se le pasó pronto el dolor; pero no las ganas de reír, y ríe a menudo y me pregunta si todavía deseo ser capitán general.” -Y usted -le dije- ¿qué responde a esa pregunta y que piensa de su sueño? -A la pregunta de mi mujer nada contesto. Nos reímos a dúo y pare usted de contar. En cuanto a lo demás, le confieso que me sucede lo mismo que cuando sueño que se me ha muerto un hijo. Veo cuando despierto que es todo falso, que mi hijo vive y está bueno; pero siento dolor al recordar que le vi amortajado. Del mismo modo me aflige el recordar lo que vi, por más que fuera soñando, y no me parece cosa tan fácil el gobernar pueblos, mientras los gobernantes no tengan el don de leer el interior y saber de este modo lo que piensa cada uno. -Tiene usted razón, compadre; el gobernar debe ser cosa muy difícil, e imposible el hacerlo bien al que carece de ciertas condiciones. El don de leer en el interior de los hombres se alcanza con el hábito de manejar negocios y solo en sueños se adquiere de repente. La honradez, la rectitud de miras, la ilustración suficiente, la firmeza, la prudencia y la abnegación que libran del maléfico influjo de las pasiones, son cualidades naturales o adquiridas, que necesita tener el gobernante. -Eso es lo que yo pienso. No hay que envidiar al que manda, porque teniendo conciencia, debe sufrir mucho y a menudo. Es preferible a gobernar y no hacerlo bien, ser el último de los gobernados. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
La gallera
Crónica
Puede pasar un pueblo de la isla de Puerto Rico sin espectáculos públicos de toda clase, y si fuera preciso sin alcalde, regidor ni nadie que gobernase en él; pero jamás pasaría sin un ranchón grande, cubierto de teja yagua o paja, en cuyo centro hay un círculo de ocho o diez pasos de diámetro formado de tablas, con una gradería alrededor, hecha de lo mismo: cuando se trata de fundar una nueva población no es extraño ver que aparece este edificio mucho antes que la iglesia, y en no pocos parajes en que el número de casas de campo es crecido, estando a alguna distancia de los pueblos, se ve también que le hay, si bien falta una ermita o capilla. Esta entidad que preside en todas partes, esta avanzada de la creación de nuevas sociedades en sitios hasta entonces inhabitados, este lugar al parecer de un culto idólatra, es la Gallera. Examinaremos en esta escena su objeto e influencia moral, y de aquí la necesidad de hablar primero de los gallos, los galleros y los jugadores, como actores principales, y después de las peleas, desafíos, etc… El gallo, animal célebre desde la más remota antigüedad, ídolo de algunas religiones, y de cuyo canto se valió nuestro Redentor para recordar a uno de sus discípulos su pecado, en ninguna parte es tan querido como en las Antillas; hay una clase sobre todo llamada gallo inglés, que es el compañero inseparable del jíbaro. Antes de salir del cascarón, ya se ha cuidado de legitimar su origen, poniendo a la madre en la imposibilidad de ser infiel: un platanal, un bosque u otro sitio apartado, es el teatro de los dichosos amores del sultán, que después de haber muerto en el combate a su terrible adversario, viene cubierto de honrosas cicatrices a reinar en medio de sus favoritas. De allí es trasladada la clueca, y su nido se coloca en la casa en el sitio más a propósito, cuídasela con mucho esmero, y el día en que sale rodeada de sus polluelos es un día de gozo para la familia. Empiezan entonces las discusiones sobre el sexo, color y demás cualidades; los amigos y conocidos averiguan los grados de parentesco que tienen los recién nacidos con los gallos de más nombre de todos los pueblos cercanos, recorriendo las líneas colaterales, con más afán que un hidalgo pobre que desea acercarse a un título de Castilla. Hechas de este modo las debidas averiguaciones, conserva el dueño en su mente la ejecutoria, y los pollos van creciendo hasta dejar la madre; entonces es el momento de separarlos dejando las hembras en casa y poniendo los machos en otro sitio, lo cual no es de tan poca importancia como pudiera parecer: los jíbaros saben muy bien que un terreno en que los animalitos puedan escarbar, fortalece mucho sus patas y su pico; así como el criarse en el bosque les hace vigorosos en el vuelo; circunstancias no despreciables, puesto que de ellas depende más adelante la probabilidad de la victoria. Es también de notar el cuidado que tiene todo criador inteligente en impedir que se mezcle con los pollos, cuando son ya crecidos, alguna gallina; porque reñirían hasta matarse; y si por una casualidad no sucediera así, perderían mucha pujanza, siendo más débiles en el combate; cada día les muda la comida y el agua, cuando no la hay en el criadero, y se asegura muy  a menudo del estado de la salud de los futuros gladiadores. Estos cuidados duran año y medio o dos, hasta que entran en la escuela práctica, bajo la dirección del gallero; este es un hombre blanco, negro, o mulato, gordo o flaco, alto o pequeño, por lo regular de alguna edad, que es capaz, por su mucho conocimiento en la materia y por su acrisolada paciencia, de instruir a un gallo, sacando todo el partido posible de las disposiciones que presenta, desconocidas a los profanos en el arte; mas que para él son el objeto de un estudio continuo. Debe además ser vir probus en toda la extensión de la palabra, pues a su rectitud se fían grandes sumas, como veremos después. Hacerse cargo de la completa filiación de su pupilo es la primera diligencia del gallero, que en dos minutos sabe si aquel es rubio, giro, pinto, cenizo, canagüey, gallina, ala de mosca, jabao, blanco, o negro; si es pava, roson o guineo; si es pati-negro, pati-amarillo o pati-blanco, si es cinqueno, bajo o alto de espuelas; si tiene la canilla larga o corta, si es largo o ancho de cuerpo, si aletea con fuerza, si tiene la pluma madura, etc., no olvidándose nunca de oírlo cantar, para conocerlo después por la madrugada; y es tal la habilidad de aquellos hombres, que entre centenares de gallos que cuidan y acondicionan, conocen a cada uno por el canto, sin que se engañen jamás. Desde este día, hasta aquel en que está en disposición de jugarse, pasa el gallo por una serie de pruebas y ejercicios continuos, sujeto siempre a un régimen severo, todo lo cual reunido forma lo que se llama darle condición; o, lo que es lo mismo, ponerle en disposición de reñir con las mayores ventajas posibles de su parte. Córtale el gallero la cresta y las barbas, le pela con unas tijeras el pescuezo y la parte posterior del cuerpo, le recorta la cola a unos cuatro traveses de dedo de la rabadilla, y lo mismo hace con la punta de las plumas del ala; le pone una cabulla por sobre la espuela para que no pueda soltarse, ni le oprima la pata; teniendo cuidado de mudarla de una a otra, y le coloca en el lugar que debe ocupar en una casa grande, alquilada expresamente, y que toda está llena de gallos atados, de modo que no puedan alcanzarse, a un clavo fijo en las tablas del piso, o encerrados en jaulas grandes de madera, con su división para cada uno. Al salir el sol los sacan al corral o frente de la casa, atando a cada uno en su estaca clavada en tierra, para que puedan escarbar; antes de esto los rosían con buches de agua y aguardiente, y los tienen allí basta las diez o las once de la mañana. Por la tarde vuelven a sacarlos, y al ponerse el sol les dan el maíz y el agua graduados según su peso y el resultado de la última prueba. Estas pruebas son las botas y los coleos; las primeras consisten en echar a reñir dos gallos de igual peso con las espuelas embotadas o envueltas en trapo o papel de estraza, de suerte que no puedan dañarse; el gallero observa atentamente a cada uno, si pelea alto o bajo, si pica a la cabeza, al pescuezo, al buche, a la cabeza del ala o debajo de ella, si es de carrera, si juega la cabeza, si pelea de afuera o apechuga, si engrilla o voltea, etc.; y según lo que nota, coge a uno de ellos en la mano y le maneja delante del otro con tal habilidad, que, siguiendo este sus movimientos, se acostumbra a pelear, corrigiendo sus defectos. Esto es lo que se llama coleo. Si el gallo se cansa en estos ensayos por exceso de gordura, se le rebaja la ración diaria; si está débil, se le aumenta; habiendo tal variedad, que unos pelean mejor cuando están gordos, y otros estando flacos; de lo cual resulta su división en gallos a la vista, y gallos de saco. El gallo que pelea bien teniendo muchas carnes, bajo de patas, ancho de cuerpo, y que puesto de pie no eleva mucho la cabeza, debe jugarse a la vista; esto es, comparándole al descubierto con su adversario: cuando el que pelea bien con pocas carnes es alto de patas, largo de cuerpo y tiene la cabeza alta, debe jugarse al saco; esto es, equilibrándole en una balanza con su competidor dentro de dos sacos que pesen lo mismo. Cuando está acondicionado, lo cual se conoce por las botas y coleos y por el hermoso color rojo de su cuello y de la parte posterior del cuerpo, se lleva a la gallera para jugarlo con más o menos dinero, según las cualidades que ha manifestado: y aquí es muy interesante el papel del gallero, que durante la riña, se llama coleador: casa la pelea conforme a las reglas establecidas, salvo algunas ligeras modificaciones como el enseñar la cabeza del gallo, para conocer por la cicatriz de la cresta si los dos son de una edad, el medir las espuelas, el dar en el peso alguna media onza de ventaja, etc., y hecho esto, Los agusan, los rustan Y si ey día es abansao Les dan tres o cuatro granos De maís medio mascao. No hay palabras para pintar la fiereza de aquellos animales: al principio no llegan a picarse, sino que se hieren al vuelo: a estos primeros golpes es a los que llaman tiros bolaos; pero no tardan en comenzar, y cada picotazo va seguido de una puñalada, que el contrario evita con destreza, o recibe con heroico valor; sus cuerpos se cubren de sangre y polvo, pierden la vista, y apenas pueden tenerse; llegando muchas veces a quedar después de algunas horas rendidos de fatiga, sin que ninguno de los dos haya vencido: a esto se llama entablar la pelea: otras huye uno, muere, queda fuera de combate, siendo el otro vencedor. Hay gallos que tienen golpes favoritos; tales como picar a la cabeza del ala, clavando la espuela debajo de ella, dar en el yunque, que así llaman a la nuca, etc. La carrera es también un grandísimo recurso; los hay que corren alrededor de la valla delante del contrario, que si no tiene también esta cualidad se cansa persiguiéndolos, entonces es vencido fácilmente; llegando algunos a tanto, que, si mocen desventaja por su parte, se detienen sin correr, hasta que otro vuelve a seguir riñendo. El ojo de lince del coleador sigue todos los movimientos de su gallo, mientras que los espectadores de las gradas publican en alta voz la cantidad que quieren apostar a su favor, y le animan con las exclamaciones más originales: Pica gayo, engriya jiro, Mueide al ala renegao, Juy qué punalón de baca, etc. que se repiten a cada nuevo encuentro. Cuando los combatientes dejan por un momento de lidiar se da un careo, los cogen los coleadores, los limpian chupando la sangre de todo el pescuezo, examinan sus miembros; y con estos cuidados le vuelven a veces la vista y los reaniman para volver a la reyerta. Un número determinado de careos sin que ninguno de los combatientes embista al otro entabla la pelea. Con lo dicho se tendrá una idea del objeto de la gallera; pero no sería muy completa, sin añadir algo que venga a confirmar lo establecido al comenzar este artículo: bastará decir, que muy raro es el jíbaro que no cría gallos de buena casta, que muchos pasan todo el domingo en la gallera, y que algunos vuelven a su casa por la noche, sin llevar la carne que habían ido a comprar al pueblo para toda la semana siguiente, porque les tentó algún pati-marillo o coli-blanco; mas ¿a qué detenernos en otras cosas, cuando una simple relación de un desafío basta y sobra a nuestro propósito? Los desafíos, que no son más que la reunión en un pueblo de los gallos más famosos de muchos de los circunvecinos, se anuncian con grande anticipación, y se verifican en días señalados. Algunos antes empiezan a llegar los campeones, conducidos con grandísimo cuidado: un hombre lleva una vara al hombro, y de ella penden cuatro, seis u ocho gallos, en su saco cada uno; así son trasladados hasta a ocho y diez leguas de distancia. Llega por fin el día deseado: toda la población se inunda de gente, una gran parte de la cual no tiene otro objeto que ver jugar un gallo conocido, y para esto ha hecho a pie muchas horas de camino.  En la pelea se sigue las mismas reglas que en los casos ordinarios, con la única diferencia que se atraviesan mayores cantidades, y que el concurso es mucho más numeroso. Hemos llegado al punto en que el lector aguarda que le diga mi modo de pensar acerca de la gallera: yo reconozco la oportunidad de su deseo; pero no puedo complacerle cual quisiera, porque es cuestión más difícil de resolver de lo que al pronto parece. En efecto; ¿qué puede contestarse a la pregunta de si el juego de gallos es útil o no? Diremos, que como causa de la comunicación de unos pueblos con otros, como medio de que circule el dinero, y como mero pasatiempo en los días festivos, no hay duda que lo es; más como ocupación, como camino que puede conducir a otros vicios, y como ocasión de perder el dinero destinado al sustento de una familia, es altamente perjudicial. El tiempo resolverá el problema, y yo me atrevo a esperar que cuando haya otras diversiones públicas y a medida que adelantemos, se irá perdiendo esta costumbre hasta desaparecer completamente. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
La linterna mágica
Cuento
Una de las cosas que distinguen mi carácter, y que en él sirven de contraste a ciertos arranques impetuosos, es la grandísima flema con que muchas veces me detengo, aun en los parajes más públicos, a mirar objetos que son tenidos por la gente de frac y levita como indignos de llamar su atención; así no es extraño hallarme con tamaña boca abierta parado delante de una tienda de estampas contemplando una testa contrahecha de Napoleón, un Gonzalo de Córdoba patituerto o un Luis XIV jorobado, y allí me estoy largo rato para despedirme después con una sonrisa: tampoco es raro el verme detenido en medio de una calle, estorbando, si es menester, a los que pasan, para oír la ensarta de disparates con que un ciego publica el romance nuevo, donde se da razón de la batalla sangrienta de los doce Pares de Francia contra los moros mandados por don Juan de Austria. Un día, no muy lejano de éste en que escribo, iba yo por una calle muy concurrida, cuando picó mi natural curiosidad un grupo de personas apiñadas alrededor de una especie de cajón pintado de verde y colocado sobre un trípode de cuatro palmos de elevación, y que tenía en el frente que daba a los espectadores un cristal de forma circular. Cada uno de los que se acercaban a mirar por él entregaba un par de cuartos a un hombre extravagantemente vestido, que tocaba el tamboril; mientras, un muchacho de unos doce años, cubierto de harapos y no tan limpio como cualquier cosa sucia, gritaba sin parar, diciendo: -Vamos, señores; ¿quién por dos cuartos no ve todos los países de la tierra y de la luna? Reparen el ahorro de dinero que esto puede proporcionarles. Aquí, aquí, señores y señoras de ambos sexos, y verán, sin necesidad de estropearse corriendo en un carruaje, de marearse navegando, ni de morirse de hambre y de asco en las posadas, todo lo que pasa desde la isla del gigante Revientapanzas, situada en el cuerno izquierdo de la luna, hasta los trópicos del polo norte, y desde allí hasta la casa del Preste Juan de las Indias. Los circunstantes pagaban e iban mirando uno después de otro por el cristal, retirándose después muy satisfechos; el muchacho gritaba más fuerte cuando disminuía el número, y así continuó por un largo rato; íbame yo a marchar, cuando le oí que decía entre varios otros despropósitos: -Ea, señores, aprovechen el día, que esto no se logra sino una vez al año; saquen esos cuartejos que se les están pudriendo en los bolsillos, y prevengan otros por esta noche, que el maestro dará una gran función de magia en la calle de los Imposibles, número treinta, primera habitación bajando del cielo. Allí verán ustedes cómo se adivina lo que ha de venir, y se dice lo que cada prójimo piensa de los demás, y los demás de él. Al escuchar esto me acerqué al que el muchacho llamaba maestro, y que en realidad le convenía este dictado en la ciencia de los embrollos y mentiras. -Oiga, usted -le dije-, ¿sería usted capaz de alcanzar lo que pensarán de cierta obrita en cierto país que yo sé? -Sí, señor, y por de pronto digo: que esa obrita se titula El jíbaro y usted es el autor. Quédeme pasmado, y él añadió: -No es extraño la turbación de usted; lo mismo sucede a todos; pero, perdone usted que no puedo entretenerme, y si quiere ver maravillas no deje de ir esta noche a mi casa. En efecto, llegué a ella de los primeros, y después de aguardar cerca de dos horas, se corrió una cortina, y empezó la función por mi pregunta, que había sido la primera, después de un rato de música de pito y tamboril, -Muchacho -dijo el charlatán-, métete dentro del diablo. Así llamaba una cara disforme, mal pintada en un lienzo blanco, detrás del cual se metió el asqueroso muchacho. -¿Estás ya listo? -Sí, señor, ya estoy dentro. -Vamos, pues; dime lo que ves; prosiguió el maestro, a guisa de magnetizador. -Señor, veo una ciudad en que hay unos cuantos que oyen leer un libro: los unos ríen, los otros bostezan; qué bueno es esto, dicen unos; que malísimo, dicen otros; cada cual cree conocer mejor que los demás dónde está el mérito y dónde las faltas. -Bueno, muchacho; y, ¿qué más? -Hay uno que dice que el autor es rubio; otro que moreno, y otro que negro. -Muchacho, sigue, ésos son unos tontos. -Señor, hay una vieja que dice que es hereje. -Chico, chico, deja esa vieja, que después de haber dado, como se dice, la carne al diablo, quiere dar ahora los huesos a Dios. -Hay dos guapos mozos que en cada personaje ven un retrato de una persona que conocen. -Pues dale un coscorrón a cada uno de esos guapos mozos, para que aprendan a ver la falta y no el culpable, y para quesean más nobles y no crean tan bajo al autor. -Señor, señor, veo a dos que están a punto de desafiarse, porque el uno dice que el autor es frío, y el otro que demasiado caliente. -Déjalos que se rompan las narices, que los dos piden peras al olmo. Habló después el muchacho de infinidad de tipos, que no dejaron de servirme de diversión: poetas que jamás han escrito un verso, literatos que ¡Dios nos asista!, críticos ignorantes que hallaban un defecto en el perfil de cada letra, y amigos desconsiderados que todo lo aplaudían; finalmente dijo: -Ahora alcanzo a ver unos señores muy comedidos que discuten sin enfadarse y que hacen con mucha calma sus observaciones. -Pues sal de dentro del diablo, para que no digas algún despropósito contra esos señores, que deben ser hombres de talento. Salió efectivamente de detrás de la cortina, y yo de la casa pensando en lo que había oído. Al día siguiente fui a buscar al charlatán para que me dijera cómo supo todo aquello de ser yo el autor de El jíbaro. -Muy sencillamente -me respondió-: días pasados estuve donde imprimen la obrita, allí le vi a usted y hasta leí una prueba vieja que me dio uno de los cajistas que es amigo mío. En cuanto a la opinión que de ella formarán, eso es cosa olvidada ya y poco más o menos de todas se forma la misma, según el caletre de cada uno de los que la leen. ¡Dichoso yo!, exclamé cuando me vi lejos de aquella buena pieza, dichoso yo que no seré juzgado según me ha predicho este perillán, porque en Puerto-Rico ni hay quien me crea de ninguno de los colores del iris, ni viejas que me tengan por hereje, ni guapos mozos que me consideren capaz de copiar a un individuo determinado para hacer públicos sus defectos, ni majaderos que me crean frío ni caliente; sino personas instruidas y juiciosas que me tienen por templado, cual conviene al escritor de costumbres, y ajeno a toda pasión mezquina, v lo que es más ni siquiera tengo un enemigo, y carezco de envidiosos émulos, porque carezco también del mérito que pudiera acarreármelos. ¡Dichoso yo! que estoy cierto de que al concluir de leer este libro dirán mis paisanos lo que yo dije al comenzarle: Es el fruto de muchas horas robadas al sueño y al descanso de una profesión noble y santa a que se dedica. FIN El gíbaro, 1849
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
La negrita y la vaquita
Crónica
Era una mañana de cierto mes y año que corría en los tiempos en que la autoridad civil y militar de la Isla de Puerto Rico se denominaba “capitán general” y no “gobernador general” como al presente. Empezaban a moverse los criados del Palacio de la Fortaleza, las ordenanzas de servicio estaban ya en su puesto y en el banco que ocupaban sentado entre ellas un hombre como de cincuenta años de edad, de maneras afectadamente encogidas; pero de mirada viva y de una expresión muy marcada, que revelaba que aquel sujeto poseía en alto grado las cualidades de astucia y disimulo que pudiera envidiarle el más hábil cortesano. Vestía un traje de tela cruda, compuesto de pantalón, chaleco y chaqueta del mismo color, corbata con lazo mal hecho, sombrero de jipijapa y zapato abotinado, de suela gruesa y punta ancha, atado con un cordón de cuero. El capitán general que en aquel momento se vestía, supo que aquel jibaro, según decía el ayuda de cámara, se había presentado cuando empezaba a amanecer, diciendo: que necesitaba con urgencia ver al general; pero que no le molestaran, que él esperaría a que estuviera levantado y quisiera recibirle. Un cuarto de hora después el general, que tenía buen corazón, era muy amante de su familia y de genio muy vivo, salió a la antesala, y llamando a nuestro hombre, le preguntó bondadosamente qué se le ofrecía. -Señor -contestó aquel, luciendo un saludo tan zalamero como desgarbado-; soy vecino del pueblo de… donde tengo algunas tierras, ganado, y algunos esclavitos que considero como si fueran mis hijos. Allá supe que la señora de vuecelencia estaba a punto de tener un niño y como acostumbramos en los campos, cuando vuestras mujeres no tienen bastante leche para criar, hacer que las negritas den el pecho a nuestros hijitos o darles leche de una vaca que sea recién parida, sana y que no se cambie nunca, hasta que el niño deje de mamar, salí a prima noche de casa para venirle a ofrecer una negrita y una vaquita escogidas entre las mejores de casa, por si pueden servir para cuando la señora salga de su cuidado. Al concluir estas palabras, como si temiera levantar la vista dirigió al general una mirada tan tímida como suplicante y halagadora. Este último retrocedió un paso, le miró de pies a cabeza y, satisfecho de su examen, expresó su fisonomía una satisfacción que alcanzaba a lo más profundo de su alma. -Buen hombre, no sabe usted lo que le agradezco el ofrecimiento que me hace. Vendrá enseguida el médico para que reconozca a su esclava y a la vaca y arreglaremos las condiciones del negocio según usted quiera. Pero ahora que caigo en la cuenta todavía no he tornado el café; acompáñeme usted que tampoco lo habrá tornado. El campesino pasó a la mano izquierda el sombrero de jipijapa bastante usado que tenía en la derecha, con esta se rascó ligeramente la cabeza y contestó: -Señor, es verdad que no he tornado café porque salí a prima noche de mi casa, para que con la fresca no se fatigaran la negrita ni la vaquita y en ninguna parte me he parado; pero maldita, señor, la falta que me hace, porque estoy viendo que es verdad lo que se dice por mi pueblo. -¿Y qué es lo que se dice por su pueblo? -Se dice que vuecelencia quiere mucho a su familia y quiere también a esta tierra y a los que habemos nacido en ella. Cuando vuelva a mi casa le diré a todo el mundo que cuando hablaba con vuecelencia me parecía que hablaba con mi padre. Por eso nosotros los jíbaros le queremos como si lo fuera. -Gracias. ¿Con que eso dicen por allá? Lo celebro mucho. Vamos pues a tomar café mientras viene el médico. Media hora después, entraba este en la Fortaleza y bajaban al patio con el general y el labrador. Allí había una mujer joven y robusta de color muy negro y bondadosa fisonomía, que fue reconocida por el facultativo y declarada inmejorable como nodriza y una hermosa vaca sumamente mansa. El médico al fijarse en esta última dijo que era menester ordeñarla y el campesino se prestó gustoso a practicar esta operación; lo cual hizo a toda conciencia y con tanta habilidad que demostró ser muy práctico en la materia y alcanzó las más cordiales felicitaciones del general y del médico. La cantidad de leche extraída fue tan grande y su gusto tan sabroso que el facultativo declaró que se veía perplejo entre la joven negra y la vaca y no sabía cuál de las dos era mejor. El general ya no se contentaba con felicitar al héroe de aquella acción solo con palabras, sino dándole palmadas en los hombros y haciéndole otras demostraciones que probaban su bondad y el cariño que tenia a su familia. Le convidó a almorzar y cuando al despedirlo le oyó decir: -Mi general, ni la negrita ni la vaquita valen nada; todavía en casa quedan más. Si alguna de ellas se muere o se enferma, avísemelo y en seguida le mandare otra. -Vaya usted con Dios, amigo mío -le dijo-; yo aprecio mucho a los hombres honrados y laboriosos y aprovecharé cualquier ocasión que se me presente para complacerle; me pone usted dos letras y esto bastara. -Yo no puedo escribir a vuecelencia porque no sé hacerlo bien. -No importa; bien o mal escritas, recibiré con mucho gusto sus cartas y lo tendré también en contestarlas. A las personas que visitaron aquel día y en los siguientes la Fortaleza, refirió el general lo ocurrido. Todas lo celebraron mucho, algunas se adelantaron a asegurarle que conocían al sujeto y que era un hombre digno, honrado, laborioso y de costumbres irreprensibles. Un coronel que había sido compañero del colegio del general le aseguró que contando con aquel hombre podía contar, no solo con todos los habitantes del pueblo, sino también con los circunvecinos. -¡Excelente! -contestó el general- ¡excelente hombre! ¡qué bondad! ¡Qué sencillez! Cuando hablaba con él me parecía estar hablando con uno de los más honrados y patriarcales labradores de la Rioja. Ahora bien: debo decir al lector, en conciencia, lo que podía haber de exacto en estos juicios y para que lo comprenda mejor descorreremos el velo que ocultaba la manera con que había sido preparada aquella comedia. El sencillo, el bondadoso, el honrado labrador que comparaba el general con un riojano modelo era precisamente todo lo contrario: de él podía afirmarse el dicho vulgar de que no tenía el diablo por donde desecharlo. Falso, intrigante, solapado y corrompido, mantenía relaciones en la capital con algunas personas a quienes hacía frecuentes regalas y en las mismas oficinas del Gobierno algún empleado le informaba de cuanto ocurría, así en dichas oficinas como en la familia del general y le complacía en todo. Cuando se acercó el momento oportuno, puso en la capital un hombre a propósito, que partió con un aviso del médico, en el momento en fue la señora experimentó síntomas que anunciaban el próxima alumbramiento: esta explica la oportunidad con que se presentó en la Fortaleza pocas horas después. El gobernador le colmó de atenciones y le dispensó favores que no fueron algunos de ellos otra cosa que irritantes injusticias. Quiso hacerle alcalde y el bondadoso y sencillo labrador le contestó: que no tenía conocimientos bastantes para ejercer dicho carga; pero hizo de modo que el general nombrara un testaferro suyo que hacía todo lo que le ordenaba. Cuando recuerdo aquellos tiempos, cuando discurro sobre aquel sistema de gobierno, que por fortuna ha variado bastante, no pueda menos que darme el parabién y dárselo a la Isla toda por el progreso que en ella se va realizando. La adulación, que siempre y en todas partes es peligrosa, lo era entonces más, porque cuando la voluntad y las pasiones no tenían otro freno que el criterio personal, cuando era imposible que la luz de la verdad llegara a oídos de los gobernantes, sin pasar por el prisma de intereses individuales, muchas veces no legítimos, no es extraño que las cosas aparecieran con un color falso, que daba lugar a lamentables injusticias. Cuando la gloria, el amor propio nacional, las buenas cualidades se explotaban, poniéndolos al servicio de intereses bastardos, cuando la audacia y la falta de pudor, apoyadas por un pequeño círculo compuesto de algunas de las pocas personas que entonces frecuentaban el palacio del Gobiemo, podría lograr que pareciera como un hombre recto, leal, humano y desprendido el que tenía los vicios contrarios a estas buenas cualidades; la adulación podía presentarse segura del buen éxito, aunque viniera revestida de las formas más vulgares. En los tiempos presentes no es posible, valiéndose de los mismos medios, obtener idénticos resultados. Ha desaparecido la esclavitud, existe una constitución que concede derechos individuales a los habitantes de esta Isla, y entre estos derechos el de la libre emisión del pensamiento con arreglo a una ley. El imperio de este sustituye al poder discrecional, y en aquellos salones, donde solo penetraba un corto número de privilegiados, penetra hoy, sin distinción de clases ni de opiniones políticas, todo el que por necesidad o por afecto desea acercarse a la autoridad. No quiere decir esto que la adulación haya abandonado el campo. Allí existe y existirá, como en todo lugar donde se administra justicia o pueden dispensarse favores; pero se presentará con atavíos menos repugnantes y no siempre alcanzará la victoria. La dificultad estará en conocer el disfraz, para poder rechazarla; lo cual importa mucho, porque no vendrá vestida con ropa de tela cruda, calzado ordinaria y sombrero de jipijapa usado, ni la acompañarán la negrita ni la vaquita. FIN
Alonso, Manuel A.
Puerto Rico
1822-1889
Perico Paciencia
Cuento
Tratábase de celebrar la fiesta del santo patrón de un pueblo de esta Isla, y siguiendo la costumbre establecida en casos semejantes, comenzó el Alcalde por abrir una suscripción en la que pronto figuraron los nombres de las principales personas de dicho pueblo. Vivía en el mismo un vecino joven que el señor Cura recogió cuando niño porque tuvo la desgracia de perder a sus padres, y lo había criado, dándole la educación que pudo, pues el buen señor hasta de lo necesario solía privarse para socorrer a los desgraciados y esto quiere decir que su bolsa estaba tan limpia de dinero como su alma de pecados. Pedro González, que así se llamaba el niño, creció teniendo siempre a la vista el buen ejemplo del sacerdote y como de suyo era bien inclinado, llegó a ser el mozo más honrado, servicial y bonachón; tanto que lo conocían todos por el nombre de Perico Paciencia, y así le llamaban sin que por ello se le diera un comino. Pensando sin duda en hacer una buena obra iba nuestro hombre por la calle, cuando se encontró con el Alcalde, que, con la lista en una mano y el lápiz en la otra, le interpeló de este modo: -Vamos, Perico, a ver con cuánto te apuntas para los gastos de la fiesta. -Señor Alcalde, con mucho gusto; lo que siento es que no tengo más que un peso, que si más tuviera vería usted qué pronto se lo entregaba, como hago con éste. Y, en efecto, entregó cuatro pesetas, único caudal que poseía en aquel momento y que llevaba consigo. -Pero algo más puedo hacer: usted tendrá que mandar por los músicos al pueblo vecino porque aquí no los hay; yo tengo mi caballito, iremos los dos y se ahorra el alquiler de un hombre y un caballo. Además iré también a llevarlos después de la fiesta. -Gracias, Perico, gracias y acepto tus ofrecimientos. Mañana temprano es preciso marchar. -Lo dicho, señor Alcalde, al amanecer saldré de aquí para estar de vuelta antes del mediodía, porque a las doce debo disparar los truenos y repicar las campanas. A la mañana siguiente llegaba Perico con una recua de siete caballos a la casa del director de la orquesta; mas el Alcalde parece que en materia de repartos no era muy inteligente y había echado la cuenta sin los violines, el trombón y el contrabajo, de modo que, después de estar a caballo los seis músicos, se encontró Perico con que tenía que acomodar en el séptimo caballo, que era el suyo, dos violines con su caja, el contrabajo con la suya, un trombón y su no pequeña humanidad. No vaciló por esto y dos horas después entraba en su pueblo precedido de los músicos y el caballo cargado con los demás instrumentos, menos el contrabajo que llevó sobre su cabeza para que no sufriera la menor avería. Media hora después, repicaba las campanas que era un gusto y entre uno y otro repique disparaba una porción de truenos que sin subvención de ningún género había fabricado. Por la noche cantó en la salve, dirigió la alborada, disparó los cohetes y dio muchos vivas al Santo patrón y al Alcalde, que lo había dejado a pie y con carga. Al día siguiente tocó el Ave María, cantó en la misa y cuidó del arreglo del salón en que por la noche debía darse el baile. Llegó la hora de éste y con ella la de recoger Perico el premio de todos sus trabajos. Ya el Alcalde, el Síndico y demás notables acompañados de sus caras mitades y no menos caras hijas ocupaban la sala, y la juventud masculina tosía, se arreglaba el cuello de la camisa o hacía otras cosas por el estilo, aguardando el momento de poner en juego las piernas al compás de la música. Perico se presenta a la puerta vestido con una levita nueva, que así como el resto de su traje no estaba muy conforme con el último figurín de modas, aunque podía pasar, y unos botines que le apretaban sin piedad, pero no piensa en esto cuando se trata de bailar con la hija del Alcalde, de quien estaba secretamente enamorado. Desde aquel sitio descubre a la niña que lleva un hermoso traje, regalo de su papá y comprado con el producto de la visita de tiendas de aquel año; los ojos de Perico se anublaron y su corazón dejó de latir y empezó a galopar. Perico se quedó como todos nos hemos quedado en iguales circunstancias. Mientras tanto la escogida concurrencia estaba escandalizada. -¿Cómo -decía uno- atreverse a venir al baile un hombre que lleva recados de todo el mundo? -Y que ha traído los músicos -añadía otro. -Y el contrabajo a cuestas. -Y que dispara truenos. -Y que toca las campanas. -Y que da vivas al Patrón y al Alcalde. -Y que arregló esta sala. -Pues lo que es yo -decía la chica del Alcalde- no bailo con él. ¡No faltaba más! Un hombre que fue descalzo a llamar la comadre cuando el último parto de mamá. -Ahí tiene usted -añadía la señora del Síndico- lo que son las cosas, ese chico aunque hijo de mi prima Josefa (que en gloria esté) como el Cura es así tan… tan… pues… tan llano, no le ha enseñado más que a ser honrado. -Verdad, doña Brígida, pero no puede entrar en la buena sociedad porque sus costumbres y sus modales no son de lo mejor -dijo la señora del abastecedor de la carne, íntimo amigo del Alcalde. Éste, lejos de calmar la tormenta la aumentaba sonriendo a uno, guiñando el ojo al otro, y dando la razón a todos. Por último, cuando vio que la opinión era unánime se dirigió a Perico, que repuesto algo de su emoción penetraba resueltamente a donde más le valiera no haber entrado. -Perico, óyeme una palabra. -Si, señor -contestó poniéndose colorado, porque pensó que habían sorprendido su secreto amor. -Mira, Perico: siento lo que voy a decirte; pero es preciso. Los concurrentes al baile tienen a mal el que hayas venido, y yo te aconsejo que te vayas para evitar un lance. -Pero ¿qué he hecho yo para que me echen así? ¿No soy un hombre honrado y trabajador? ¿No están ahí mis parientes? -Es cierto: pero ellos tienen una posición que tú no tienes y tus circunstancias y las mías no me permiten admitirte. -Y ¿por qué no? Mi padrino ¿no me ha enseñado lo que saben todos esos señores? ¿No cumplo con todos mis deberes? ¿No he pagado como ellos los gastos de la fiesta? Y, además, ¿no he trabajado sin cesar para que quedara lucida? -No sé qué decirte, hijo; pero el caso es que tienes que marcharte, porque así lo quieren y yo te mando que lo hagas. -Bien, señor Alcalde, bien; me voy por obedecerle; pero maldito si entiendo el motivo, y le juro que no he de parar hasta dar con la explicación de todo esto. Aquella noche no durmió Perico; más de dos horas pasó hablando con el Cura, que estaba despierto cuando llegó a su casa y que se admiró de verle volver tan temprano y nada alegre. A la mañana siguiente se presentó de nuevo al Alcalde. -Señor Alcalde -le dijo- aquí estoy a cumplir lo ofrecido. Vengo para ir a llevar los músicos. -Perico: mucho siento lo de anoche, no fue culpa mía; pero qué quieres, las circunstancias… -Usted, señor Alcalde, hizo lo que creyó bien hecho, yo haré lo que debo y nada más. *** Quince años después de lo que acabo de referir llegó también el día de la fiesta y para convidar a ella se repartían esquelas redactadas así: “Don Pedro González, Síndico de la Junta Municipal de… comisionado por ésta y los demás vecinos contribuyentes, tiene el honor de invitar a usted para la fiesta que en obsequio del Patrón celebrará dicho pueblo en los días de… de los corrientes; esperando se sirva usted concurrir para mayor lucimiento.” Don Pedro González, Síndico de la municipalidad y vecino influyente, no era otro que Perico Paciencia. Nada se hacía en el pueblo sin contar con su voto, y el antiguo Alcalde se envanecía de tenerle por yerno; pues hay que saber que aquella misma hija suya que no quería bailar con Perico llegó después a quererle de veras, de modo que cinco años más tarde era su esposa. ¿Qué había hecho Perico para que de tal manera variase de opinión? Perico hizo lo que cualquier hombre honrado y laborioso puede hacer, y llegó a donde no podía menos de llegar. Al salir del baile donde no lo admitieron, por no creerle bastante digno, fue inmediatamente a contarle todo al sacerdote, su segundo padre. Éste fue poco a poco calmándole y cuando lo hubo logrado, le dijo en resumen: -Hijo mío: tan pobre como tú, no dudé en recogerte cuando murieron tus padres; seis años tenías entonces; yo no era joven y hoy he llegado a ser viejo. Pensé, lo primero, en hacerte honrado y laborioso, y, gracias a Dios, lo he conseguido; todos te estiman porque tienes ambas cualidades, pero mi pobreza no me permitía gastar en buenas ropas y calzado para ti lo que otros más infelices necesitaban para no morirse de hambre, tu corazón era y es hermoso, tu ropa fea y remendada, hasta que hace poco has podido comprar otra mejor con el producto de tu trabajo. Aspiras a alterar con las principales personas del pueblo y nada más justo; por tu bondad lo mereces, si bastara ella sola para lograrlo, y por tu origen ninguno hay que te aventaje; sólo falta el que no lo solicites, sino que aguardes a que tus méritos te allanen el camino y que te busquen los mismos que hoy te rechazan. “Nada de odios, nada de chismes; refrena hasta tu bondad; si algo puedes dar, dalo con discernimiento, y no dejes que la vanidad te lleve, sin que tú mismo lo conozcas, a ser despilfarrador cuando piensas ser generoso. Trabaja mucho y sin cesar y yo te aseguro que serás de los primeros, aquí donde hoy eres de los últimos. Cuando tengas una casa en la que reine la abundancia, no te faltarán amigos y querrá entrar en ella siendo tu esposa la mejor y más bella de las jóvenes que hoy no te miran siquiera. Ánimo, pues y en lugar de lamentarte como un niño, pórtate como un hombre.” Perico, como he dicho, no durmió aquella noche pesando en las palabras del señor Cura. Al día siguiente había tomado su partido. Cuando volvió al pueblo después de llevar los músicos a nadie habló de lo ocurrido en el baile; si se lo recordaban no se daba por entendido. No faltó alguno de esos enredadores, que por desgracia hay, que le aconsejó que se quejara al Capitán General Gobernador Civil, delatando ciertos pecadillos verdaderos o falsos que se atribuían al Alcalde; Perico contestó que el oficio de delator no le hacia maldita la gracia y que no quería servir de instrumento a nadie; y que lo que quería era trabajar y nada más que trabajar. En una palabra, se condujo tan bien que los vecinos empezaron a confesar que era un excelente chico, y como su tema era siempre el trabajo, acabaron por ayudarle y protegerle, de suerte que la pequeña tienda, que debiendo cuanto en ella había, estableció al principio, se convirtió pocos años después en la mejor del pueblo, sin que a nadie debiera un centavo. Allí se reunía lo más escogido en los días festivos; la niña que tanto había hecho penar al pobre Perico, iba a hacer sus compras y echaba al dueño unas miradas y le sonreía de un modo que al recordarlo equivocó más de una cuenta. Al primer baile que concurrió, lejos de ser rechazado, todos querían obsequiarle, y más de una mamá pensó que era joven, bien parecido y que tenía con qué sostener los gastos de una familia. Perico nada advirtió, porque estaba deslumbrado y sólo veía a Angelina, su antiguo tormento; dirigiose a ella y esta vez conoció que se alegraba al bailar con él… lo demás se suprime para no cansar al benévolo lector. Unos meses después se casaron y cuento concluido. Tal es la historia de Perico Paciencia, que nunca he olvidado y que creo representa al vivo la de nuestra Isla. Pobre y desvalida era al comenzar el siglo presente y Dios sabe lo que de ella hubiera sido sin el bien natural de sus habitantes y los socorros que recibió. Como Perico tuvo quien le ayudara, pero también el protector empobreció y no pudo hacer más que conservarle la vida y hacerla honrada; el vestido era viejo y remendado, zapatos no pudo hasta más tarde comprarlos. ¡Pobre sacerdote que no podría dar aquello de que él mismo carecía! Pasaron años: Perico creció, robusto y bonachón hasta más no poder, y creyó que podía asistir al baile; para ello se necesitaba algo más que ser bueno y no fue admitido. Tal fue la situación de la Isla en el año 1837, cuando se le negó la representación en Cortes. Entonces hicimos como Perico, siguiendo lo que nuestra buena índole, más que nuestra escasa instrucción, nos aconsejó. Parece que un santo repitió a nuestros oídos: “Nada de odios, nada de chismes. Trabaja y cuando tus méritos te hagan acreedor nadie te negará lo que hoy no puedes conseguir el que te otorguen”. Siempre que alguno nos daba un mal consejo cerrábamos los oídos y nunca reñimos con quien no debíamos reñir. Este comportamiento hizo que se empezase por reconocer que éramos buenos chicos; después no faltó quien dijese que era preciso ayudarnos, y hace años que una parte de la prensa aboga en nuestro favor. Hoy el clamor es casi unánime y los que dirigen el baile tratan sobre si se nos envía una esquela de convite; de modo que debe esperarse que al fin… Perico se casará con la hija del Alcalde. ¡Cuidado, señor novio! ¡Cuidado! Tenga usted juicio; si no, aunque pueda usted mantener la mujer, aunque su ropa sea a la última moda, aunque baile usted a las mil maravillas y por más que lo conviden; no hará otra cosa que… llevar a cuestas el contrabajo.
Amicis, Edmundo de
Italia
1846-1908
De los Apeninos a los Andes
Cuento juvenil
Hace mucho tiempo un muchacho genovés, de trece años, hijo de un obrero, viajó desde Génova hasta América sólo para buscar a su madre. Ella se había ido dos años antes a Buenos Aires, capital de Argentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y ganar así, en poco tiempo, el dinero necesario para levantar a la familia, la cual, por efecto de varias desgracias, había caído en la pobreza y tenía muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan largo viaje con aquel objetivo. Gracias a los buenos salarios que allí encuentran las personas que se dedican a servir, éstas vuelven a su patria, al cabo de algunos años, con algunos miles de pesos. La pobre madre había llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho años y otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de esperanzas. El viaje fue feliz; apenas llegó a Buenos Aires encontró en seguida, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido, establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del país, que le daba buen salario y la trataba bien. Por algún tiempo mantuvo con los suyos una correspondencia regular. Como habían convenido entre sí, el marido dirigía las cartas al primo, quien las entregaba a la mujer; ésta, a su vez, le daba las contestaciones para que las mandase a Génova, escribiendo él, por su parte, algunos renglones. Ganaba ochenta pesos al mes, y como no gastaba nada en ella, enviaba a su casa, cada tres meses, una buena suma, con la cual el marido, que era un hombre de bien, iba pagando poco a poco las deudas más urgentes y adquiriendo así buena reputación. Entre tanto, trabajaba y estaba contento con lo que hacía; pero también esperaba que su mujer volviera dentro de poco, pues la casa parecía que estaba como en sombra desde que ella faltaba, y el hijo menor, que quería mucho a su madre, se entristecía y no podía resignarse a su ausencia. Pero transcurrido un año desde la marcha, después de una carta breve en la que decía no estar bien de salud, no se recibieron más. Escribieron dos veces al primo, y éste no contestó. Escribieron, también, a la familia del país donde estaba sirviendo la mujer; pero sospecharon que no llegaría la carta, porque habían equivocado el nombre en el sobre, y, en efecto, no tuvieron contestación. Temiendo una desgracia, se dirigieron al consulado italiano de Buenos Aires, pidiéndole que hiciese investigaciones; después de tres meses, les contestó el cónsul: a pesar del anuncio publicado en los periódicos, nadie se había presentado, ni para dar noticias. Y no podía suceder de otro modo, entre otras razones, por ésta: que con la idea de salvar el decoro de su familia, que creía manchar trabajando como criada, la buena mujer no había dicho a la familia argentina su verdadero nombre. Pasaron otros meses sin que tampoco hubiera ninguna noticia. Padre e hijos estaban consternados; el más pequeño se sentía oprimido por una tristeza que no podía vencer. ¿Qué hacer? ¿A quién recurrir? La primera idea del padre fue marcharse a buscar a su mujer a América. Pero ¿y el trabajo? ¿quién sostendría a sus hijos? Tampoco podía marchar el hijo mayor, porque comenzaba entonces a ganar algo y era necesario para la familia. En este afán vivían, repitiendo todos los días las mismas conversaciones dolorosas o mirándose unos a otros en silencio. Una noche, Marcos, el más pequeño, dijo resueltamente: -Voy a América a buscar a mi madre. El padre movió la cabeza tristemente, y no respondió. Era un buen pensamiento, pero impracticable. ¡A los trece años, solo, hacer un viaje a América, cuando se necesitaba un mes para llegar! Pero el muchacho insistió pacientemente. Insistió aquel día, el siguiente, todos los días, con gran parsimonia, y razonando como un hombre. -Otros han ido -decía-, más pequeños que yo. Una vez que esté en el barco, llegaré allí como los demás, y no tendré más que buscar la casa del tío. Como hay allá tantos italianos, alguno me enseñará la calle. Encontrando al tío, encuentro a mi madre, y si no la encuentro, buscaré al cónsul y a la familia argentina. Haya ocurrido lo que haya ocurrido hay allí trabajo para todos; yo también encontraré una ocupación que me permita, al menos, ganar lo suficiente para volver a casa. Y así, poco a poco, casi llegó a convencer a su padre. Éste lo apreciaba, sabía que tenía juicio y ánimo, que estaba acostumbrado a las privaciones y los sacrificios, que todas estas buenas cualidades reforzaban su decisión de buscar a su madre a quien adoraba. Sucedió también que cierto comandante de un buque mercante amigo de un conocido suyo, habiendo oído hablar del asunto, se empeñó en ofrecerle, gratis, un billete de tercera clase para ir a Argentina. Entonces, después de nuevas vacilaciones, el padre consintió y se decidió el viaje. Llenaron de ropa un pequeño baúl, le pusieron algunas liras en el bolsillo, le dieron las señas del tío, y una hermosa tarde del mes de abril lo embarcaron. -Marcos, hijo mío -le dijo el padre, dándole el último beso con lágrimas en los ojos, sobre la escalerilla del buque que estaba por salir-: ¡Ten ánimo, vas con un fin santo; Dios te ayudará! ¡Pobre Marcos! Tenía corazón esforzado y estaba preparado también para las más duras pruebas de aquel viaje; pero cuando vio desaparecer del horizonte la hermosa Génova y se encontró en alta mar, sobre aquel gran navío lleno de compatriotas que emigraban, solo, desconocido de todos, con aquel pequeño baúl que encerraba toda su fortuna, le asaltó un repentino desánimo. Dos días permaneció arrinconado en la proa, como un perro, casi sin comer y sintiendo gran necesidad de llorar. Toda clase de tristes pensamientos lo asaltaban, y el más triste, el más terrible era el que más se apoderada de él: el pensamiento de que hubiese muerto su madre. En sus sueños interrumpidos y penosos, veía siempre la faz de un desconocido que lo miraba con aire de compasión, y después le decía al oído: ¡Tu madre ha muerto! Y entonces se despertaba ahogando un grito. Al fin, pasado el estrecho de Gibraltar, en cuanto vio el océano Atlántico, tomó un poco de ánimo y cobró esperanzas. Pero fue un breve alivio. Aquel inmenso mar, igual siempre, el creciente calor, la tristeza de toda aquella pobre gente que lo rodeaba, el sentimiento de la propia soledad, volvieron a echar por tierra sus pasados bríos. Los días se sucedían tristes y monótonos, confundiéndose unos con otros en la memoria, como les sucede a los enfermos. Le parecía que hacía ya un año que estaba en el mar. Cada mañana, al despertar, experimentaba un nuevo estupor encontrándose allí solo, en medio de aquella inmensidad de agua, viajando hacia América. Los hermosos peces voladores que caían a cada instante en el barco; aquellas admirables puestas de sol de los trópicos con esas inmensas nubes color de fuego y sangre; aquellas fosforescencias nocturnas, que hacían que todo el océano apareciera encendido como un mar de lava, no le hacían el efecto de cosas reales, sino más bien de fantasmas vistos en el sueño. Hubo días de mal tiempo, durante los cuales permaneció encerrado continuamente en el camarote, donde todo bailaba y se caía, en medio de un coro espantoso de quejidos e imprecaciones, y creía que había llegado su última hora. Hubo otros días de mar tranquilo y amarillento, de calor insoportable e infinitamente aburridos; horas interminables y siniestras, durante las cuales los pasajeros, encerrados, tendidos inmóviles sobre las tablas, parecían muertos. Y el viaje no acababa nunca: mar y cielo, cielo y mar hoy como ayer, mañana como hoy, siempre, eternamente. Y él se pasaba las horas apoyado en la borda y mirando aquel mar sin fin, aturdido, pensando vagamente en su madre hasta que los ojos se le cerraban y la cabeza se le caía, rendida por el sueño; y entonces volvía a ver aquella cara desconocida que lo miraba con aire de lástima y le repetía al oído: ¡Tu madre ha muerto!. Y aquella voz lo despertaba sobresaltado para volver a soñar con los ojos abiertos y mirando el inalterable horizonte. Veintisiete días duró el viaje. Pero los últimos fueron los mejores. El tiempo estaba bueno y era fresco el aire. Había entablado relaciones con un buen viejo lombardo que iba a América a reunirse con su hijo, labrador de la ciudad de Rosario; le había contado todo lo que ocurría en su casa, y el viejo, a cada instante, le repetía, dándole palmaditas en el cuello: -¡Ánimo, muchachito!, tú encontrarás a tu madre sana y contenta. Aquella compañía lo animaba, y sus presentimientos, de tristes, se habían tornado alegres. Sentado en la proa, al lado del viejo labrador que fumaba en pipa, bajo un hermoso cielo estrellado, en medio de grupos de emigrantes que cantaban, se representaba mil veces en su pensamiento su llegada a Buenos Aires: se veía en una calle, encontraba la tienda, se echaba en brazos del tío: ¿Cómo está mi madre? ¿Dónde está? ¡Vamos en seguida! En seguida vamos. Corrían juntos, subían una escalera, se abría una puerta… Y aquí el sordo soliloquio se detenía, se perdía su imaginación en un sentimiento de inexplicable ternura que le hacía sacar, a escondidas, una medallita que llevaba al cuello y murmurar, besándola, sus oraciones. El vigesimoséptimo día después de la salida, llegaron. Era una hermosa mañana de mayo cuando el buque echó el ancla en el inmenso río de la Plata, sobre una orilla en la cual se extiende la vasta ciudad de Buenos Aires, capital argentina. Aquel tiempo espléndido le pareció de buen agüero. Estaba fuera de sí de alegría y de impaciencia. ¡Su madre se hallaba a pocas millas de distancia de él! ¡Dentro de pocas horas la habría ya visto! ¡Y él se encontraba en América, en el Nuevo Mundo; y había tenido el atrevimiento de ir allí solo! Todo aquel larguísimo viaje le parecía, entonces, que había pasado en un momento. Le parecía haber volado, soñando, y haber despertado entonces. Y era tan feliz, que casi no se sorprendió ni se afligió cuando se registró los bolsillos y se encontró una sola de las dos partes en que había dividido su pequeño tesoro, para estar seguro de no perderlo todo. Le habían robado la mitad, no le quedaban más que unas pocas liras; pero, ¿qué le importaba ya, estando tan cerca de su madre? Con su baúl al hombro, pasó, con otros muchos italianos, a un vaporcito que lo llevó a poca distancia de la orilla; saltó del vaporcito a una lancha que llevaba el nombre de Andrea Doria, desembarcó en el muelle, se despidió de su viejo amigo lombardo y se dirigió de prisa a la ciudad. Llegado a la desembocadura de la primera calle que encontró, detuvo a un hombre que pasaba y le rogó le indicase qué dirección debía tomar para ir a la calle de las Artes. Por casualidad, se había encontrado con un obrero italiano. Éste lo miró con curiosidad, y le preguntó si sabía leer. El muchacho contestó que sí. -Pues bien -le dijo el obrero, indicándole la calle de que salía- sube derecho, leyendo siempre los nombres de las calles en todas las esquinas y acabarás por encontrar la que buscas. El muchacho le dio las gracias, y siguió adelante por la calle que le indicaron. Era una calle recta y larga, pero estrecha, flanqueada por casas bajas y blancas que parecían otras tantas casitas de campo; llenas de gente, de coches, de carros, que producían un ruido ensordecedor; aquí y allá se izaban inmensas banderas de varios colores en las que había escritos, en gruesos caracteres, anuncios de salidas de vapores para ciudades desconocidas. A cada instante, volviéndose a derecha e izquierda, veía otras calles que parecían tiradas a cordel, flanqueadas de casas, también blancas y bajas, llenas de gente y de carruajes, y situadas en el mismo plano de la extensa llanura americana, semejante al horizonte del mar. La ciudad le parecía infinita; creía que se podían pasar días y semanas viendo siempre, aquí y allá, otras calles como aquéllas, y que toda América estaba formada así. Miraba atentamente los nombres de las calles; nombres raros, que le costaba trabajo leer. A cada calle nueva que divisaba, sentía que le latía más de prisa el corazón, pensando que fuese la que buscaba. Miraba a todas las mujeres con la idea de encontrar a su madre. Vio una delante de sí, y le dio una sacudida el corazón; la alcanzó, la miró: era una negra. Y seguía andando, apretando el paso; llegó a una plazoleta, leyó y quedó como clavado en la acera. Era la calle de las Artes. Volvió, vio el número 117; la tienda del tío era el número 175. Apretó más el paso, casi corría; en el número 171 tuvo que detenerse para tornar aliento, diciendo para sí: ¡Ah, madre mía! ¿Es verdad que te veré dentro de un instante? Corrió más: llegó a una pequeña tienda de quincalla. Ésa era. Se asomó. Vio a una señora con el pelo gris y anteojos. -¿Qué quieres, niño? -le preguntó aquélla en español. -¿No es ésta -dijo el muchacho, procurando echar fuera la voz- la tienda de Francisco Merelo? -Francisco Merelo murió -respondió la señora en italiano. El chico recibió una fuerte impresión al oírlo. -¿Cuándo murió? -¡Oh! Hace tiempo -respondió la señora-; algunos meses; tuvo malos negocios, y se fue. Dicen que se fue a Bahía Blanca, muy lejos de aquí, y murió apenas llegó allá. La tienda es mía. El muchacho palideció. Después dijo precipitadamente: -Merelo conocía a mi madre; ella estaba aquí sirviendo en casa del señor Mequínez. Sólo él podría decirme dónde está. He venido a América a buscar a mi madre. Merelo le mandaba las cartas. Necesito encontrar a mi madre. -Hijo mío -respondió la señora-, yo no sé de eso. Puedo preguntarle al muchacho del corral, que conoce al joven que le hacía los encargos a Merelo. Puede ser que éste sepa algo. Fue al fondo de la tienda y llamó al chico, que llegó en seguida. -Dime -le preguntó la tendera-: ¿recuerdas si el dependiente de Merelo iba alguna vez a llevar cartas a una mujer que estaba de criada en casa de hijos del país? -En casa del señor Mequínez -respondió el muchacho-, sí, señora, alguna vez. Al final de la calle de las Artes. -¡Ah! ¡Gracias, señora! -gritó Marcos-. Dígame el número…, ¿no lo sabe? Hágame acompañar, acompáñame tú mismo en seguida, chico. Aún tengo algunos cuartos. Y dijo esto con tanto calor, que sin esperar la venia de la señora, el muchacho respondió: -Vamos -y salió el primero a muy ligero paso. Casi corriendo, sin decir una palabra, fueron hasta el fin de la larguísima calle; atravesaron el portal de una pequeña casa blanca y se detuvieron delante de una hermosa reja de hierro, desde la cual se veía un patio lleno de macetas de flores. Marcos tocó la campanilla. Apareció una señorita. -Vive aquí la familia Mequínez ¿no es verdad? -preguntó con ansiedad el muchacho. -Aquí vivía -respondió la señorita, pronunciando el italiano a la española-. Ahora vivimos nosotros, la familia Ceballos. -¿Y a dónde han ido los señores Mequínez? -preguntó Marcos, latiéndole el corazón. -Se han ido a Córdoba. -¡Córdoba! -exclamó Marcos-; ¿dónde está Córdoba? ¿Y la persona que tenían a su servicio? La mujer, mi madre, la criada era mi madre. ¿Se han llevado también a mi madre? La señorita lo miró y dijo: -No lo sé. Quizá lo sepa mi padre, que los vio cuando se fueron. Espérate un momento. Se fue, y volvió con su padre, un señor alto, con la barba gris. Éste miró fijamente un momento a aquel simpático tipo de pequeño marinero genovés, de cabellos rubios y nariz aguileña, y le preguntó en mal italiano: -¿Es genovesa tu madre? Marcos respondió que sí. -Pues bien; la criada genovesa se fue con ellos, estoy seguro. -¿Y a dónde han ido? -A la ciudad de Córdoba. El muchacho dio un suspiro; después dijo con resignación: -Entonces…, iré a Córdoba. -¡Ah, pobre niño! -exclamó el señor mirándolo con lástima-. ¡Pobre niño! Córdoba está a mil leguas de aquí. Marcos se quedó pálido como un muerto y se apoyó con una mano en la reja. -Veamos, veamos -dijo entonces el señor, movido a compasión, abriendo la puerta-; entra un momento, veremos si se puede hacer algo. Siéntate. Le ofreció asiento, le hizo contar su historia, estuvo escuchándolo muy atento y se quedó un rato pensativo; después le dijo con resolución: -Tú no tienes dinero, ¿no es verdad? -Tengo todavía, pero muy poco -respondió Marcos. El señor estuvo pensando otros cinco minutos; después se sentó a una mesa, escribió una carta, la cerró, y dándosela al muchacho, le dijo: -Oye, italianito, ve con esta carta a Boca. Es una ciudad pequeña, medio genovesa, que está a dos horas de camino de aquí. Todo el que te encuentre te puede indicar el camino. Ve allí y busca a este señor, al cual va dirigida la carta, y que es muy conocido. Entrégale esta carta. Él te hará salir mañana para la ciudad de Rosario y te recomendará a alguno de allí que podrá proporcionarte un medio para que sigas el viaje hasta Córdoba, en donde encontrarás a la familia Mequínez y a tu madre. Entretanto, toma esto -y le dio algunos pesos-. Anda y ten ánimo; aquí hay por todas partes compatriotas tuyos, y no te abandonarán. Adiós. El muchacho le dijo: -Gracias. Sin ocurrírsele otras palabras, salió con su cofre y, despidiéndose de su pequeño guía, se puso en caminó lentamente hacia Boca, atravesando la gran ciudad, lleno de tristeza y de estupor. Todo lo que le sucedió desde aquel momento hasta la noche del día siguiente, le quedó después en la memoria, confuso e incierto como ensueños de calenturiento: ¡tan cansado, turbado y debilitado se encontraba! Al día siguiente, al anochecer, después de haber dormido la noche antes en un cuartucho de una casa de Boca, al lado de un almacén del muelle; después de haber pasado casi todo el día sentado sobre un montón de maderos, y como entre sueños, enfrente de millares de barcos, de lanchas y de vapores, se encontraba en la popa de una barcaza de vela, cargada de frutas, que salía para la ciudad de Rosario conducida por tres robustos genoveses bronceados por el sol, cuyas voces y el dialecto querido que hablaban llevó algunos bríos al ánimo de Marcos. Salieron, y el viaje duró tres días y cuatro noches, siendo continua la admiración del pequeño viajero. Tres días y tres noches remontó aquel maravilloso río Paraná, en cuya comparación nuestro gran Po no es más que un arroyuelo, y la extensión de Italia, cuadruplicada, no alcanza a la de su curso. El barco iba lentamente a través de aquella masa de agua inconmensurable. Pasaba por medio de largas islas, antiguos nidos de serpientes, cubiertas de árboles frondosos, semejantes a bosques flotantes; y ora se deslizaba entre estrechos canales, de los cuales parecía que no podía salir, ora desembocaba en vastas extensiones de agua, que semejaban grandes lagos tranquilos; después, saliendo de entre las islas, por los canales intrincados de un archipiélago, llegaba a sitios rodeados de montones inmensos de vegetación. Reinaba profundo silencio. En largos trechos, las orillas y las aguas solitarias y vastísimas evocaban la imagen de un río desconocido, que aquel pobre barco de vela era el primero en el mundo que se aventuraba a surcar. Mientras más avanzaban, tanto más aumentaba aquel inmenso río. Pensaba que su madre se encontraba aún a gran distancia, y que la navegación debía durar años todavía. Dos veces al día comía un poco de pan y de carne en conserva con los marineros, quienes, viéndole triste, no le dirigían nunca la palabra. Por la noche dormía sobre cubierta, y se despertaba a cada instante bruscamente, admirando la luz clarísima de la luna que blanqueaba las inmensas y lejanas orillas: entonces el corazón se le oprimía. ¡Córdoba!, repetía este nombre: Córdoba, como el de una de aquellas ciudades misteriosas de las que había oído hablar en las leyendas. Pero después pensaba: Mi madre ha pasado por aquí; ha visto estas islas, aquellas orillas; y entonces no le parecían ya tan raros y solitarios aquellos lugares en los cuales se había fijado la mirada de su madre… Por la noche alguno de los marineros cantaba. Aquella voz le recordaba las canciones de su madre cuando lo adormecía de niño. La última noche, al oír aquel canto, sollozó. El marinero se interrumpió. Después le gritó: -¡Ánimo, chico, valor! ¡Qué diablo! ¡Un genovés que llora por estar lejos de su casa! ¡Los genoveses atraviesan todo el mundo tan contentos como orgullosos! Aquellas palabras le hicieron experimentar una sacudida; oyó la voz de sangre genovesa que corría por sus venas, y levantó la frente con orgullo, dando un golpe en el timón. Bien -dijo para sí-; también daré yo la vuelta al mundo; viajaré años y años, andaré a pie centenares de leguas, seguiré adelante hasta que encuentre a mi madre. Llegaré, aunque sea moribundo, para caer muerto a sus pies. ¡Con tal de que vuelva a verla una sola vez!… ¡Ánimo!… Y con estos bríos llegó, al clarear una fría y hermosa mañana, frente a la ciudad de Rosario, situada en la ribera del Paraná, reflejándose en las aguas los palos y banderas de mil barcos de todos los países. Poco después de haber desembarcado, subió a la ciudad, con su cofre al hombro, buscando a un señor argentino, para el cual su protector de Boca le había dado una tarjeta con algunas líneas de recomendación. Al entrar en Rosario, le pareció que se encontraba en una ciudad ya conocida. Aquellas calles eran interminables, rectas, flanqueadas de casas blancas y bajas, atravesadas en todas direcciones, por encima de los tejados, por espesas fajas de hilos telegráficos y telefónicos, que parecían inmensas telarañas, oyéndose gran ruido de gente, caballos y carruajes. La cabeza se le iba: casi creía que volvía a entrar en Buenos Aires, y que iba otra vez a buscar a su tío. Anduvo cerca de una hora de aquí para allá, dando vueltas y revueltas, y pareciéndole que volvía siempre a la misma calle; y a fuerza de tantas preguntas encontró al fin la casa de su nuevo protector. Tocó la campanilla. Se asomó a la puerta un hombre grueso, rubio, áspero, que tenía aspecto de corredor de comercio, y que le preguntó fríamente con pronunciación extranjera: -¿Qué quieres? El muchacho dijo el nombre del patrón. -El patrón -respondió el corredor- ha salido anoche para Buenos Aires, con toda su familia. El muchacho se quedó paralizado. Después balbuceó: -Pero yo… no tengo a nadie aquí…, ¡soy solo! -Y le dio la tarjeta. El corredor la tomó, la leyó y dijo con mal humor: -No sé qué hacer. Ya le diré dentro de un mes, cuando vuelva… -¡Pero yo estoy solo! ¡Estoy necesitado! -exclamó el chico con voz suplicante. -¡Eh, anda -dijo el otro-; ¿no hay ya bastantes pordioseros de tu país en Rosario? Vete a pedir limosna a Italia. Y le dio con la puerta en las narices. El muchacho se quedó petrificado. Después tomó con desaliento su baúl, y salió con el corazón angustiado, con la cabeza hecha una bomba, y asaltado de un cúmulo de pensamientos desagradables. ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? De Rosario a Córdoba hay un día de viaje en ferrocarril. Le quedaba ya muy poco dinero. Deduciendo lo que habría de gastar en aquel día, no le quedaría casi nada. ¿Dónde encontrar dinero para pagarse el viaje? ¡Podía trabajar! Pero ¿cómo? ¿A quién pedir trabajo? ¡Pedir limosna! ¡Ah, no! Ser arrojado, insultado, humillado como hace poco, no; nunca, jamás, ¡prefiero morir! Y ante aquella idea, al ver otra vez delante de sí la inmensa calle que se perdía a lo lejos en la interminable llanura, sintió que le faltaban otra vez las fuerzas, echó a tierra el cofre, se sentó en él apoyando la espalda contra la pared, y se cubrió la cara con las manos, sin llorar, en actitud desconsolada. La gente lo tocaba con los pies al pasar; los carruajes hacían ruido por la calle; algunos muchachos se detenían para mirarlo. Estuvo así buen rato. De su letargo lo sacó una voz que le dijo medio en italiano, medio en lombardo: -¿Qué tienes, chiquillo? Alzó la cara al oír aquellas palabras, y en seguida se puso en pie, lanzando una exclamación de sorpresa: -¿Usted aquí? Era el viejo labrador lombardo, con el cual había contraído amistad durante el viaje. La admiración del viejo no fue menor que la suya. Pero el muchacho no le dejó tiempo para preguntarle, y le contó rápidamente lo ocurrido. -Heme aquí ahora, sin dinero; es menester que trabaje; búsqueme usted trabajo para poder reunir algunos pesos; yo haré de todo: llevar ropa, barrer las calles, hacer encargos, hasta trabajar en el campo; me contento con vivir solo de pan; pero que pueda yo marchar pronto, que pueda encontrar alguna vez a mi madre; ¡hágame usted esta caridad, búsqueme usted trabajo, por amor de Dios, que yo no puedo resistir más! -¡Cáspita, cáspita! -dijo el viejo, mirando alrededor y rascándose la barba-: ¿Qué historia es ésta? Trabajar… se dice muy pronto. ¡Veamos! ¿No habrá aquí algún medio de encontrar treinta pesos entre tantos compatriotas? El muchacho lo miraba, animado por un rayo de esperanza. -Ven conmigo -le dijo el viejo. -¿Dónde? -preguntó el chico, volviendo a cargar con el baúl. -Ven conmigo. El viejo se puso en marcha. Marcos lo siguió y anduvieron juntos un buen trecho de calle, sin hablar. El lombardo se detuvo en la puerta de una fonda que tenía en el rótulo una estrella, y escrito debajo: La Estrella de Italia; se asomó adentro, y volviéndose hacia el muchacho, le dijo alegremente: -Llegamos a tiempo. Entraron en una habitación grande, en donde había varias mesas y muchos hombres sentados que bebían y hablaban alto. El viejo lombardo se acercó a la primera mesa, y en el modo cómo saludó a los seis parroquianos que estaban a su alrededor, se comprendía que se había separado de ellos poco antes. Estaban muy encarnados, y hacían sonar sus vasos, voceando y riendo. -¡Camaradas! -dijo sin más preámbulos el lombardo, quedándose en pie y presentando a Marcos-: he aquí un pobre muchacho, compatriota nuestro, que ha venido solo, desde Génova a Buenos Aires, para buscar a su madre. En Buenos Aires le dijeron: No está aquí; está en Córdoba. Viene embarcado a Rosario, en tres días y cuatro noches, con dos líneas de recomendación; presenta la carta, lo reciben mal. No tiene un céntimo. Está aquí solo, desesperado. Es un pobre niño muy animoso. Hagamos algo por él; ¿no ha de encontrar lo necesario para pagar el billete hasta Córdoba y buscar a su madre? ¿Hemos de dejarle aquí como un perro? -¡Nunca, por Dios! ¡Nunca nos lo perdonaríamos! -gritaron todos a la vez, pegando puñetazos en la mesa-. ¡Un compatriota nuestro! -¡Ven aquí, pequeño! -¡Cuenta con nosotros, los emigrantes! -¡Mira qué hermoso muchacho! -¡Aflojen los pesos, camaradas! -¡Bravo! ¡Ha venido solo! ¡Tiene ánimos! Bebe un sorbo, compatriota. -Te enviaremos con tu madre, no hay que dudarlo. Uno le tiraba un pellizco en la mejilla, otro le daba palmadas en la espalda, un tercero le aliviaba del peso del cofrecillo; otros emigrantes se levantaron de las mesas próximas y se acercaban; la historia del muchacho corrió por toda la hostería; acudieron de la habitación inmediata tres parroquianos argentinos, y, en menos de diez minutos, el lombardo, que presentaba el sombrero, le reunió cuarenta y dos pesos. -¿Has visto -dijo entonces, volviéndose hacia el muchacho- qué pronto se hace esto en América? -¡Bebe! -le gritó otro, pasándole un vaso de vino-. ¡A la salud de tu madre! Todos levantaron los vasos. Y Marcos repitió: -A la salud de mi… -pero un sollozo de alegría le impidió concluir, y dejando el vaso sobre la mesa, se echó en brazos del viejo lombardo. A la mañana siguiente, al romper el día, había ya salido para Córdoba, animado y sonriente, lleno de presentimientos halagüeños. Pero esta alegría no correspondía al aspecto siniestro de la naturaleza. El cielo estaba cerrado y oscuro; el tren, casi vacío, corría a través de una inmensa llanura, en la que no se veía ninguna señal de habitación. Se encontraba solo en un vagón grandísimo, que se parecía a los de los trenes para los heridos. Miraba a derecha e izquierda y no se veía más que una soledad sin fin, ocupada sólo por pequeños árboles deformes, de ramas y troncos contrahechos, que ofrecían figuras raras y casi angustiosas y airadas; una vegetación oscura, extraña y triste, que daba a la llanura el aspecto de inmenso cementerio. Dormitaba una media hora, y volvía a mirar; siempre veía el mismo espectáculo. Las estaciones del camino estaban solitarias, como casas de ermitaños; y cuando el tren se paraba no se oía una voz; le parecía que se encontraba solo, en un tren perdido, abandonado en medio del desierto. Creía que cada estación debía ser la última, y que se entraba, después de ella, en las tierras misteriosas y horribles de los salvajes. Una brisa helada le azotaba el rostro. Embarcándolo en Génova a fines de abril, su familia no había pensado que en América podría encontrar el invierno, y le habían vestido de verano Al cabo de algunas horas comenzó a sentir frío, y con el frío, el cansancio de los días pasados, llenos de emociones violentas y de noches de insomnio y agitadas. Se durmió; durmió mucho tiempo y se despertó aterido, sintiéndose mal. Y entonces le acometió un vago terror de caer enfermo, de morirse en el viaje y de ser arrojado allí, en medio de aquella llanura solitaria, donde su cadáver sería despedazado por los perros y por las aves de rapiña, como algunos cuerpos de caballos y de vacas que veía al lado del camino, de vez en cuando, y de los cuales apartaba la mirada con espanto. En aquel malestar inquieto, en medio de aquel tétrico silencio de la naturaleza, su imaginación se excitaba y volvía a pensar en lo más negro. ¿Estaba, por otra parte, bien seguro de encontrar en Córdoba a su madre? ¿Y si no estuviera allí? ¿Y si aquellos señores de la calle de las Artes se hubieran equivocado? ¿Y si se hubiese muerto? Con estos pensamientos volvió a adormecerse y soñó que estaba en Córdoba de noche, y oía gritar en todas las puertas y desde todas las ventanas: ¡No está aquí! ¡No está aquí! ¡No está aquí! Se despertó sobresaltado, aterido, y vio en el fondo del vagón a tres hombres con barba envueltos en mantas de diferentes colores, que lo miraban hablando bajo entre sí, y le asaltó la sospecha de que fuesen asesinos y lo quisiesen matar para robarle el equipaje. Al frío, al malestar, se agregó el miedo; la fantasía, ya turbada, se le extravió -los tres hombres lo miraban siempre; uno de ellos se movió hacia él-; entonces le faltó la razón, y corriendo al encuentro de ellos, con los brazos abiertos, gritó: -No tengo nada. Soy un pobre niño. Vengo de Italia; voy a buscar a mi madre; estoy solo; ¡no me hagan daño! Los viajeros lo comprendieron todo en seguida; tuvieron lástima, le hicieron caricias y lo tranquilizaron, diciéndole muchas palabras, que no entendía; y viendo que le castañeteaban los dientes por el frío, le echaron encima una de sus mantas y le hicieron volver a sentarse para que se durmiera. Y se volvió a dormir al anochecer. Cuando lo despertaron, estaba en Córdoba. ¡Ah! ¡Qué bien respiró y con qué ímpetu se bajó del vagón! Preguntó a un empleado de la estación dónde vivía el ingeniero Mequínez; le dijo el nombre de una iglesia, al lado de la cual estaba su casa; el muchacho echó a correr hacia ella. Era de noche. Entró en la ciudad. Le pareció entrar en Rosario otra vez, al ver calles rectas, flanqueadas de pequeñas casas blancas y cortadas por otras calles rectas y larguísimas. Pero había poca gente, y a la luz de los escasos faroles que había, encontraba rostros extraños, de un color desconocido, entre negruzco y verdoso; y, alzando la cara de vez en cuando, veía iglesias de una arquitectura rara, que se dibujaban muy grandes y negras sobre el firmamento. La ciudad estaba oscura y silenciosa; pero después de haber atravesado aquel inmenso desierto, le pareció alegre. Preguntó a un sacerdote, y pronto encontró la iglesia y la casa; tocó la campanilla con mano temblorosa, y se apretó la otra contra el pecho, para sostener los latidos de su corazón que se le quería subir a la garganta. Una vieja fue a abrir con una luz en la mano. -¿A quién buscas? -preguntó aquélla en español. -Al ingeniero Mequínez -dijo Marcos. La vieja, despechada, respondió, meneando la cabeza: -¡También tú ahora preguntas por el ingeniero Mequínez! Me parece que ya es tiempo de que esto concluya. Ya hace tres meses que nos importunan con lo mismo. No basta que lo hayamos dicho en los periódicos. ¿Será menester anunciar en las esquinas que el señor Mequínez se ha ido a vivir a Tucumán? El chico hizo un movimiento de desesperación. Después dijo en una explosión de rabia: -¡Me persigue, pues, una maldición! Yo me moriré en medio de la calle sin encontrar a mi madre. ¡Yo me vuelvo loco! ¡Me mato! ¡Dios mío! ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Dónde está? ¿A qué distancia? -¡Pobre niño! -respondió la vieja, compadecida-. ¡Una friolera! Estará a cuatrocientas o quinientas leguas, por lo menos. El muchacho se cubrió la cara con las manos; después preguntó sollozando: -Y ahora…. ¿qué hago? -¿Qué quieres que te diga, hijo mío? -respondió la mujer-; yo no sé. Pero de pronto se le ocurrió una idea, y la soltó en seguida. -Oye, ahora que me acuerdo. Haz una cosa. Volviendo a la derecha, por la calle, encontrarás, a la tercera puerta, un patio; allí vive un capataz, un comerciante, que parte mañana para Tucumán con sus carretas y sus bueyes; ve a ver si te quiere llevar, ofreciéndole tus servicios; te dejará, quizás, un sitio en el carro; anda en seguida. El muchacho cargó con su cofre, dio las gracias a escape, y al cabo de dos minutos se encontró en un ancho patio, alumbrado por linternas, donde varios hombres trabajaban en cargar sacos de trigo sobre algunos grandes carros, semejantes a casetas de titiriteros, con la cubierta curvada y las ruedas altísimas. Un hombre alto, con bigote, envuelto en una especie de capa con cuadros blancos y negros, con dos anchos borceguíes, dirigía la faena. El muchacho se acercó a él y le expuso tímidamente su pretensión, diciéndole que venía de Italia y que iba a buscar a su madre. El capataz, es decir, el conductor de aquel convoy de carros, le echó una ojeada de pies a cabeza y le dijo secamente: -No tengo colocación para ti. -Tengo quince pesos -replicó el chico, suplicante-; se los doy. Trabajaré por el camino. Iré a buscar agua y pienso para las bestias; haré todos los servicios. Un poco de pan me basta. Déjeme ir, señor. El capataz volvió a mirarlo, y respondió, con mejor ánimo: -No hay sitio…, y, además, no vamos a Tucumán; vamos a otra ciudad, a Santiago. Tendríamos que dejarte en el camino, y andar todavía un buen trecho a pie. -¡Ah! ¡Yo andaría el doble! -exclamó Marcos-; yo andaré, no lo dude usted; llegaré de todas maneras; ¡déjeme un sitio, señor, por caridad; por caridad, no me deje aquí solo! -¡Mira que es un viaje de veinte días! -No importa. -¡Es un viaje muy penoso! -Todo lo sufriré. -¡Tendrás que viajar solo! -No tengo miedo a nada. Con tal de que encuentre a mi madre… ¡Tenga usted compasión! El capataz le acercó a la cara una linterna, y lo miró. Después dijo: -Está bien. El muchacho le besó las manos. -Esta noche dormirás en un carro -añadió el capataz, dejándolo-; mañana a las cuatro te despertaré. Buenas noches. Por la mañana a las cuatro, a la luz de las estrellas, la larga fila de los carros se puso en movimiento con gran ruido; cada carro iba tirado por seis bueyes. Seguía un gran número de animales, que servirían para mudar los tiros. El muchacho, despierto y metido dentro de uno de los carros, con su bagaje, se durmió muy pronto, profundamente. Cuando se despertó, el convoy estaba detenido en un lugar solitario, bajo el sol, y todos los hombres, los peones, estaban sentados en círculo alrededor de un cuarto de ternera, que se asaba al aire libre, clavado en una especie de espadón plantado en tierra, al lado de un gran fuego, agitado por el viento. Comieron todos juntos, durmieron, y después volvieron a emprender la jornada; y así continuó el viaje regulado, como una marcha militar. Todas las mañanas se ponían en camino a las cinco; se detenían a las nueve; volvían a andar a las cinco de la tarde y se detenían nuevamente a las diez. Los peones iban a caballo, y excitaban a los bueyes con palos largos. El muchacho encendía el fuego para el asado, daba de comer a las bestias, limpiaba los faroles y llevaba el agua para beber. El país pasaba delante de él como una visión fantástica: vastos bosques de pequeños árboles oscuros; aldeas de pocas casas, dispersas, con las fachadas rojas y almenadas; vastísimos espacios, quizá antiguos lechos de grandes lagos salados, blanqueados por la sal, hasta donde alcanzaba la vista; y por todas partes, y siempre, llanura, soledad, silencio. Rarísima vez encontraban dos o tres viajeros a caballo, seguidos de otros cuantos caballos sueltos, que pasaban al galope, como una exhalación. Los días eran todos iguales, como en el mar, sombríos e interminables. Pero el tiempo estaba hermoso. Los peones, como el muchacho se había hecho un servidor obligado, se tornaban día tras día más exigentes; algunos lo trataban brutalmente, con amenazas; todos se hacían servir de él sin consideración; lo obligaban a llevar cargas enormes de forraje; lo mandaban por agua a grandes distancias; y él, extenuado por la fatiga, no podía ni aun dormir de noche, despertando a cada instante por las sacudidas violentas del carro y por el ruido ensordecedor de las ruedas y de los maderos. Además, se había levantado viento y una tierra fina, rojiza y sucia, que lo envolvía todo, penetraba en el carro, se le introducía por entre la ropa, le quitaba la vista y la respiración, oprimiéndolo continuamente de un modo insoportable. Extenuado por la fatiga y el insomnio, roto y sucio, reprendido y maltratado desde la mañana hasta la noche, el pobre muchacho se debilitaba más cada día, y habría decaído su ánimo por completo si el capataz no le hubiera dirigido de vez en cuando alguna palabra agradable. A veces, en un rincón del carro, cuando no lo veían, lloraba con la cara apoyada en su baúl, que no contenía ya más que andrajos. Cada mañana se levantaba más débil y más desanimado, y al mirar al campo y ver siempre aquella implacable llanura sin límites, como un océano de tierra, decía para sí: ¡Oh, a la noche no llego, no llego a la noche! ¡Hoy me muero en el camino! Y los trabajos crecían, los malos tratamientos se redoblaban. Una mañana, porque había tardado en llevar el agua, uno de los hombres, no estando presente el capataz, le pegó. Desde entonces comenzaron a hacerlo por costumbre; cuando le mandaban algo, le daban un trastazo, diciéndole: ¡Haz esto, holgazán!, ¡Lleva esto a tu madre! El corazón se le quería salir del pecho; enfermo, estuvo tres días en el carro con una manta encima, con calentura, sin ver a nadie más que al capataz, que iba a darle de beber y a tomarle el pulso. Entonces se creía perdido e invocaba desesperadamente a su madre, llamándola mil veces por su nombre: ¡Oh madre mía! ¡Madre mía!… ¡Oh pobre madre mía, que ya no te veré más! ¡Pobre madre, que me encontrarás muerto en medio del camino! Juntaba las manos sobre el pecho y rezaba. Después se puso mejor, gracias a los cuidados del capataz, y se curó por completo; mas con la curación llegó el día más terrible de su viaje, el día en que debía quedarse solo. Hacía más de dos semanas que estaban de marcha. Cuando llegaron al punto en que el camino de Tucumán se aparta del que va a Santiago, el capataz le avisó que debían separarse. Le hizo algunas indicaciones respecto al trayecto, le cargó el equipaje sobre las espaldas, de modo que no le incomodase para andar, y abreviando, como si temiera conmoverse, lo despidió. El muchacho apenas tuvo tiempo para besarle en un brazo. También los demás hombres, que tan duramente lo habían tratado, parece que sintieron un poco de lástima al verlo quedarse tan solo, y le decían adiós con la mano, al alejarse. Él devolvió el saludo, permaneció unos momentos mirando el convoy que se perdía entre el rojizo polvo del campo, y después se puso en camino, tristemente. Una cosa, sin embargo, lo animó algo desde el principio. Después de tres días de viaje, a través de aquella llanura, interminable y siempre igual, vio delante de sí una cadena de altísimas montañas azules, con las cimas blancas, que le recordaban los Alpes. Le parecía acercarse a su país. Eran los Andes, la espina dorsal del continente americano, la inmensa cadena que se extiende desde la Tierra del Fuego hasta el mar glacial del Polo Ártico, por 110 grados de latitud. También lo animaba sentir que el aire se iba haciendo cada vez más cálido; y esto sucedía porque, marchando hacia el norte, se iba acercando a las regiones tropicales. A grandes distancias encontraba pequeños grupos de casas con una tiendecilla, y compraba algo para comer. Encontraba hombres a caballo; veía, de vez en cuando, mujeres y niños sentados en el suelo, inmóviles y serios. Eran caras completamente nuevas para él, color de tierra, con los ojos oblicuos, los huesos de las mejillas prominentes. Lo miraban fijo y lo seguían con la mirada, volviendo la cabeza lentamente, como autómatas. Eran indios. El primer día anduvo hasta que le faltaron las fuerzas, y durmió debajo de un árbol. El segundo anduvo bastante menos, y con menos ánimos. Tenía las botas rotas, los pies desollados y el estómago débil por la mala alimentación. En la noche empezaba a tener miedo. Había oído decir, en Italia, que en aquel país había serpientes; creía oírlas arrastrarse; se detenía, tomaba luego carrera y sentía frío en los huesos. A veces sentía una gran lástima de sí mismo, y lloraba en silencio, mientras caminaba. Después pensaba: ¡Oh, cuánto sufriría mi madre si supiese que tengo tanto miedo! Y este pensamiento le daba ánimos. Luego, para distraerse del terror, pensaba en ella, traía a su mente sus palabras cuando salió de Génova, y el modo como le solía arreglar las mantas bajo la barbilla, cuando estaba en la cama; y cuando era niño, que a veces lo cogía en sus brazos, diciéndole: ¡Estate aquí un poco conmigo!; y estaba así mucho tiempo, con la cabeza apoyada sobre la suya y entregada a sus pensamientos. Y decía para sí: ¿Volveré a verte alguna vez, madre querida? ¿Llegaré al fin de mi viaje, madre mía? Y andaba; andaba, en medio de árboles desconocidos, entre vastas plantaciones de cañas de azúcar, por prados sin fin, siempre con aquellas grandes montañas azules por delante, que cortaban el sereno cielo con sus altísimos conos. Pasaron cuatro días, cinco, una semana. Las fuerzas le iban faltando rápidamente, y los pies le sangraban. Al fin, una tarde, al ponerse el sol, le dijeron: -Tucumán está a cinco leguas de aquí. Dio un grito de alegría y apretó el paso, como si hubiese recobrado en el momento todo el vigor perdido. Pero fue breve ilusión. Las fuerzas lo abandonaron de nuevo, y cayó extenuado a la orilla de una zanja. Mas el corazón le saltaba de gozo. El cielo, cubierto de estrellas, nunca le había parecido tan hermoso. Lo contemplaba, echado sobre la hierba para dormir, y pensaba que su madre miraría quizá también al mismo tiempo el cielo: ¡Oh madre mía! ¿Dónde estás? ¿Qué haces en este instante? ¿Piensas en tu hijo? ¿Te acuerdas de tu Marcos, que está tan cerca de ti? ¡Pobre Marcos! Si él hubiese podido ver en qué estado se encontraba entonces su madre, hubiera hecho esfuerzos sobrehumanos para caminar aún, y llegar hasta ella cuanto antes. Estaba enferma en la cama, en un cuarto de un piso bajo de la casita solariega donde vivía toda la familia Mequínez, la cual le había tomado mucho cariño y la asistía muy bien. La pobre mujer estaba ya delicada cuando el ingeniero Mequínez tuvo que salir precipitadamente de Buenos Aires, y no se había mejorado del todo con el buen clima de Córdoba. Pero después, el no haber recibido contestación a sus cartas, del marido ni del primo, el presentimiento siempre vivo de alguna gran desgracia, la ansiedad continua en que vivía, dudando entre marchar y quedarse, cada día esperando una mala noticia, la habían hecho empeorar considerablemente. Por último, se había presentado una enfermedad gravísima: una hernia intestinal estrangulada. Desde hacía quince días no se levantaba. Era necesaria una operación quirúrgica para salvarle la vida. Precisamente, en aquel momento, mientras su Marcos la invocaba, estaban junto a su cama el amo y el ama de la casa convenciéndola, con mucha dulzura, para que se dejase hacer la operación. Un afamado médico de Tucumán había ya venido la semana anterior, inútilmente. -No, queridos señores -decía ella-, no tiene objeto; yo no tengo ya más fuerza para resistir, y moriré bajo los instrumentos del cirujano. Mejor es que me dejen morir así. No me importa la vida. Todo ha concluido para mí. Es preferible que muera antes de saber lo que haya ocurrido en mi familia. Los dueños volvían a decirle que no, que tuviese valor, que las últimas cartas enviadas a Génova directamente tendrían respuesta, que se dejase operar, que lo hiciese por sus hijos. Pero aquella idea de sus hijos agravaba más y más, con mayor angustia, el desaliento profundo que la postraba hacía largo tiempo. Al oír aquellas palabras, prorrumpía en llanto. -¡Oh, hijos míos! ¡Hijos míos! -exclamaba, juntando sus manos-; ¡quizá ya no existen! Mejor es que muera yo también. Muchas gracias, buenos señores; se los agradezco de corazón. Más vale morir. Ni aún con la operación me curaría, estoy segura. Gracias por tantos cuidados. Es inútil que pasado mañana vuelva el médico. ¡Quiero morirme; es mi destino! Estoy decidida. Y ellos, sin cesar de consolarla, repetían: -No, no diga eso -cogiéndola de las manos y suplicándole. La enferma entonces cerraba los ojos agotada, y caía en un sopor que la hacía parecer muerta… Los señores permanecían a su lado algún tiempo, mirando con gran compasión a la débil luz de la lamparilla, a aquella madre admirable, que había venido a servir a seis mil millas de su patria, y a morir… ¡después de haber sufrido tanto! ¡Pobre mujer! ¡Tan honrada, tan buena y tan desgraciada! Al día siguiente, muy de mañana, entraba Marcos con su saco a la espalda, encorvado y tambaleándose, pero lleno de ánimos, en la ciudad de Tucumán, una de las más jóvenes y florecientes del país. Le parecía volver a ver Córdoba, Rosario, Buenos Aires; eran aquellas mismas calles derechas, y larguísimas, y aquellas casas bajas y blancas; pero por todas partes se veía una nueva y magnífica vegetación; se notaba un aire perfumado, una luz maravillosa, un cielo límpido y profundo, como jamás lo había visto ni siquiera en Italia. Caminando por las calles, volvió a sentir la agitación febril que se había apoderado de él en Buenos Aires; miraba las ventanas y las puertas de todas las casas, se fijaba en todas las mujeres que pasaban, con la angustiosa esperanza de encontrar a su madre; hubiera querido preguntar a todos, y no se atrevía a detener a nadie. Todos, desde el umbral de sus puertas, se volvían a contemplar a aquel pobre muchacho harapiento, lleno de polvo, que daba señales de venir de muy lejos. Buscaba entre la gente una cara que le inspirase confianza, a quien dirigir aquella tremenda pregunta, cuando se presentó ante sus ojos, en el rótulo de una tienda, un nombre italiano. Dentro había un hombre con anteojos, y dos mujeres. Se acercó lentamente a la puerta, y con ánimo resuelto preguntó: -¿Me sabrían decir, señores, dónde está la familia Mequínez? -¿Del ingeniero Mequínez? -preguntó a su vez el de la tienda. -Sí, del ingeniero Mequínez -respondió el muchacho con voz apagada. -La familia Mequínez -dijo el de la tienda- no está en Tucumán. Un grito desesperado de dolor, como de persona herida de repente por artero puñal, fue el eco de aquellas palabras. El tendero y las mujeres se levantaron; acudieron algunos vecinos. -¿Qué ocurre? ¿Qué tienes, muchacho? -dijo el tendero, haciéndole entrar en la tienda y sentarse-; no hay por qué desesperarse, ¡qué diablo! Los Mequínez no están aquí, pero no están muy lejos: ¡a pocas horas de Tucumán! -¿Dónde? ¿Dónde? -gritó Marcos, levantándose como un resucitado. -A unas quince millas de aquí -continuó el hombre-, a orillas del Saladillo; en el sitio donde están construyendo una gran fábrica de azúcar; en el grupo de casas está la del señor Mequínez; todos lo saben, y llegarás en pocas horas. -Yo estuve allá hace poco -dijo un joven que había acudido al oír el grito. Marcos se le quedó mirando, con los ojos fuera de las órbitas, y le preguntó precipitadamente, palideciendo: -¿Habéis visto a la criada del señor Mequínez, la italiana? -¿La genovesa? La he visto. Marcos rompió en sollozos convulsivos, entre risa y llanto. Luego, con un impulso de violenta resolución: -¿Por dónde se va? ¡Pronto, el camino; me marcho en el acto, enséñeme el camino! -¡Pero si hay una jornada de marcha! -le dijeron todos a una voz-; estás cansado y debes reposar; partirás mañana. -¡Imposible! ¡ Imposible! -respondió el muchacho-. ¡Díganme por dónde se va; no espero ni un momento, en seguida, aun cuando me cayera muerto en el camino! Viendo que era irrevocable su propósito, no se opusieron más. -¡Que Dios te acompañe! -le dijeron-. Ten cuidado con el camino por el bosque. Buen viaje, italianito. Un hombre lo acompañó fuera de la ciudad, le indicó el camino, le dio algún consejo y se quedó mirando cómo empezaba su viaje. A los pocos minutos el muchacho desapareció, cojeando, con su cofrecito a la espalda, por entre los espesos árboles que flanqueaban el camino. Aquella noche fue tremenda para la pobre enferma. Tenía dolores atroces, que le arrancaban alaridos capaces de destrozar sus venas y que le producían momentos de delirio. Las mujeres que la asistían perdían la cabeza. El ama acudía de cuando en cuando, descorazonada. Todos comenzaron a temer que aunque hubiera decidido dejarse hacer la operación, el médico, que debía llegar a la mañana siguiente, llegaría ya demasiado tarde. En los momentos en que no deliraba, se comprendía, sin embargo, que su desconsuelo mayor y más terrible no lo causaban los dolores del cuerpo, sino el pensamiento de su familia lejana. Moribunda, descompuesta, con la fisonomía deshecha, metía sus manos por entre los cabellos, con actitudes de desesperación que traspasaban el alma, gritando: -¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Morir tan lejos! ¡Morir sin volverlos a ver! ¡Mis pobres hijos, que se quedan sin madre; mis criaturas, mi pobre sangre! ¡Mi Marcos, todavía tan pequeñito, así de alto, tan bueno y tan cariñoso! ¡No saben qué muchacho era! Señora, ¡si usted supiese! No me lo podía quitar de mi cuello cuando partí: sollozaba que daba compasión oírlo; ¡pobrecillo!, parecía que sospechaba que no había de volver a ver a su madre; ¡pobre Marcos, pobre niño mío! Creí que estallaba mi corazón. ¡Ah, si me hubiese muerto en aquel mismo instante en que me decía adiós! ¡Si hubiera entonces muerto atravesada por un rayo! ¡Sin madre, pobre hijo, él, que me quería tanto, que tanto me necesitaba; sin madre, en la miseria, tendrá que andar pidiendo limosna, él, Marcos, mi Marcos, que extenderá su mano hambriento! ¡Oh, Dios eterno! ¡No! ¡No quiero morir! ¡Un médico! ¡Llámenlo en seguida! ¡Que venga, que me opere, que me haga enloquecer, pero que me salve la vida! ¡Quiero curarme; quiero irme, huir, mañana, ahora mismo! ¡El médico! ¡Socorro! ¡Socorro! Y las mujeres le sujetaban las manos, la calmaban, suplicantes; procuraban hacerla volver en sí poco a poco, y le hablaban de Dios y de esperanza. Y volvía a sumirse en un abatimiento mortal, lloraba con las manos entre sus cabellos grises, gemía como una niña, lanzaba prolongados gemidos y murmuraba: -¡Oh, Marcos mío, mi pobre Marcos! ¡Dónde estará ahora la pobre criatura! Eran las doce de la noche. Su pobre Marcos, después de haber pasado muchas horas sobre la orilla de un foso, extenuado, caminaba entonces a través de una vastísima floresta de árboles gigantescos, monstruos de vegetación, con fustes desmesurados semejantes a pilastras de una catedral, que a cierta altura maravillosa entrecruzaban sus enormes cabelleras plateadas por la luna. Vagamente, en aquella media oscuridad, veía miles de troncos de todas formas, derechos, inclinados, retorcidos, cruzados, en actitudes extrañas de amenaza y de lucha; algunos caídos en tierra, como torres arruinadas de pronto; todo cubierto de una vegetación exuberante y confusa que semejaba a furiosa multitud disputándose palmo a palmo el terreno; otros formando grupos verticales y apretados, como si fueran haces de lanzas gigantescas cuyas puntas se escondieran en las nubes: una grandeza soberbia, un desorden prodigioso de formas colosales, el espectáculo más majestuosamente terrible que jamás le hubiese ofrecido la naturaleza vegetal. Por momentos le sobrecogía gran estupor. Pero pronto su alma volaba hacia su madre. Estaba muerto de cansancio, con los pies sangrando, solo, en medio de aquel imponente bosque, donde no veía más que, a grandes intervalos, pequeñas viviendas humanas, que colocadas al pie de aquellos árboles parecían nidos de hormigas; estaba agotado, pero no sentía el cansancio; estaba solo y no tenía miedo. La grandeza del campo engrandecía su alma; la cercanía de su madre le daba la fuerza y la decisión de un hombre; el recuerdo del océano, de los abatimientos, de los dolores que había experimentado y vencido, de las fatigas que había sufrido, de la férrea voluntad que había desplegado, le hacían levantar la frente; toda su fuerte y noble sangre genovesa refluía a su corazón en ardiente oleada de altanería y audacia. Y algo nuevo pasaba en él: hasta entonces había llevado en su mente una imagen de su madre oscurecida y como un poco borrada por los años de alejamiento, y ahora aquella imagen se aclaraba; tenía delante de sus ojos el rostro entero y puro de su madre como hacía mucho tiempo no lo había contemplado; la volvía a ver cercana, iluminada, como si estuviera hablando; volvía a ver los movimientos más fugaces de sus ojos y de sus labios, todas sus actitudes, sus gestos, las sombras de sus pensamientos; y apenado por aquellos vivos recuerdos, apretaba el paso, y un nuevo cariño, una ternura indecible, iba creciendo en su corazón, y hacía correr por sus mejillas lágrimas tranquilas y dulces. Según iba andando en medio de las tinieblas, le hablaba, le decía las palabras que le hubiera dicho al oído dentro de poco: -¡Aquí estoy, madre mía; aquí me tienes; no te dejaré jamás; juntos volveremos a casa, estaré siempre a tu lado en el vapor, apretado contra ti, y nadie me separará de ti nunca, nadie, jamás, mientras tengas vida! Y no advertía entretanto que sobre la cima de los árboles gigantescos iba poco a poco apagándose la argentina luz de la luna con la blancura delicada del alba. A las ocho de aquella mañana, el médico de Tucumán -un joven argentino- estaba ya al lado de la cama de la enferma acompañado de un practicante, intentando por última vez persuadirla para que se dejase hacer la operación; a su vez, el ingeniero Mequínez volvía a repetir las más calurosas instancias, lo mismo que su señora. Pero ¡todo era inútil! La mujer, sintiéndose sin fuerza, ya no tenía fe en la operación; estaba certísima o de morir en el acto, o de no sobrevivir más que algunas horas, después de sufrir en vano dolores mucho más atroces que los que debían matarla naturalmente. El médico tenía buen cuidado de decirle una y otra vez: -¡Pero si la operación es segura y su salvación es cierta, con tal de que tenga algo de valor! Y, por otro lado, si se empeña en resistir, la muerte es segura. Eran palabras lanzadas al aire. -No -respondía siempre con su débil voz-, todavía tengo valor para morir, pero no lo tengo para sufrir inútilmente. Gracias, señor médico. Así está dispuesto. Déjeme morir tranquila. El médico, desanimado, desistió. Nadie pronunció una palabra más. Entonces la mujer volvió el semblante hacia su ama, y le dijo, con voz moribunda, sus postreras súplicas. -Mi querida y buena señora -dijo con gran trabajo, sollozando-, usted mandará los pocos pesos que tengo y todas mis cosas a mi familia… por medio del señor cónsul. Yo supongo que todos viven. Mi corazón me lo predice en estos últimos momentos. Me hará el favor de escribirles… que siempre he pensado en ellos…, que he trabajado para ellos…, para mis hijos…, y que mi único dolor es no volverlos a ver más…, pero que he muerto con valor…, resignada…, bendiciéndolos; y que recomiendo a mi marido… y a mi hijo mayor al más pequeño, a mi pobre Marcos, a quien he tenido en mi corazón hasta el último momento. Y poseída de gran exaltación repentina, gritó juntando las manos: -¡Mi Marcos! ¡Mi pobre niño! ¡Mi vida!… -pero girando los ojos anegados en llanto, vio que su ama no estaba ya a su lado: habían venido a llamarla furtivamente. Buscó al señor, también había desaparecido. No quedaban más que las dos enfermeras y el practicante. En la habitación inmediata se oía el rumor de pasos presurosos, murmullo de voces precipitadas y bajas, y de exclamaciones contenidas. La enferma fijó su vista en la puerta en ademán de esperar. Al cabo de pocos minutos volvió a presentarse el médico, con semblante extraño; luego su señora y el amo, también con la fisonomía visiblemente alterada. Los tres se quedaron mirando con singular expresión, y cambiaron entre sí algunas palabras en voz baja. Le pareció oír que el médico decía a la señora: -Es mejor en seguida. La enferma no comprendía. -Josefa -le dijo el ama con voz temblorosa-. Tengo que darte una noticia buena. Prepara tu corazón a recibir una buena noticia. La mujer se quedó mirándola con fijeza. -Una noticia -continuó la señora cada vez más agitada- que te dará mucha alegría. La enferma abrió los ojos desmesuradamente. -Prepárate -prosiguió su ama- a ver a una persona… a quien quieres mucho. La mujer levantó la cabeza con ímpetu vigoroso, y empezó a mirar a la señora y a la puerta con ojos que despedían fulgores. -Una persona -añadió su ama, palideciendo- que acaba de llegar… inesperadamente. -¿Quién es? -gritó, con voz sofocada y angustiosa, como llena de espanto. Un instante después lanzó un agudísimo grito, de un salto se sentó sobre la cama, y permaneció inmóvil, con los ojos desencajados y con las manos apretadas contra las sienes, como si se tratase de una aparición sobrehumana. Marcos, lacerado y cubierto de polvo, estaba de pie en el umbral, detenido por el doctor, que lo sujetaba por un brazo. La mujer prorrumpió por tres veces: -¡Dios! ¡Dios! ¡Dios mío! Marcos se lanzó hacia su madre, que extendía sus brazos descarnados, apretándole contra su seno como un tigre, rompiendo a reír violentamente y mezclándose a su risa profundos sollozos sin lágrimas, que la hicieron caer rendida y sofocada sobre las almohadas. Pronto se rehízo, sin embargo, gritando como una loca, llena de alegría, y besando a su hijo: -¿Cómo estás aquí? ¿Por qué? ¿Eres tú? ¡Cómo has crecido! ¿Quién te ha traído? ¿Estás solo? ¿No estás enfermo? ¡Eres tú, Marcos! ¡No es esto un sueño! ¡Dios mío! ¡Háblame! Luego, cambiando de tono repentinamente: -¡No! ¡Calla! ¡Espera! -y volviéndose hacia el médico-: Pronto, en seguida doctor. Quiero curarme. Estoy dispuesta. No pierda un momento. Llévense a Marcos para que no sufra. ¡Marcos mío, no es nada! Ya me contarás todo. ¡Dame otro beso! ¡Vete! Heme aquí, doctor. Sacaron a Marcos de la habitación. Los amos y criados salieron en seguida, quedando sólo con la enferma el cirujano y el ayudante, que cerraron la puerta. El señor Mequínez intentó llevarse a Marcos a una habitación lejana: fue imposible; parecía que lo habían clavado en el pavimento. -¿Qué es? -preguntó-. ¿Qué tiene mi madre? ¿Que le están haciendo? Entonces Mequínez, bajito e intentando siempre llevárselo de allí: -Mira; oye; ahora te diré; tu madre está enferma; es preciso hacerle una sencilla operación; te lo explicaré todo; ven conmigo. -No -respondió el muchacho-, quiero estar aquí. Explíquemelo aquí. El ingeniero amontonaba palabras y más palabras, y tiraba de él para sacarlo de la habitación; el muchacho comenzaba a espantarse, temblando de terror. Un grito agudísimo, como el de un herido de muerte, resonó de repente por toda la casa. El niño respondió con otro grito horrible y desesperado: -¡Mi madre ha muerto! El médico se presentó en la puerta y dijo: -Tu madre se ha salvado. El muchacho lo miró un momento, arrojándose luego a sus pies, sollozando: -Gracias, doctor. Pero el médico lo hizo levantar, diciéndole: -¡Levántate!… ¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre! FIN
Amicis, Edmundo de
Italia
1846-1908
El pequeño escribiente florentino
Cuento juvenil
Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo. Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer. -Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo. El hijo le dijo un día: -Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú. Pero el padre le respondió: -No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello. El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores. Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas. Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo: -¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber. Julio, contento, mudo, decía para sí: ¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues! Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto: -¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte! Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante. Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes. -¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo! Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa. -Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes? A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó. -Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya. Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría: -¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado! Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo. Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí: ¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás! Y añadió el padre: -¡Treinta y dos florines!… Estoy contento… Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta. Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo: -Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más. Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho. -Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre. -¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo. Pero su padre lo interrumpió diciendo: -Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré. Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata. Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios. Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: Hoy no me levanto; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación. Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo: -Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!… ¡Julio mío! ¿Qué tienes? El padre lo miró de reojo y dijo: -La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso. -¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá. -¡Ya no me importa! -respondió el padre. Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre. ¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución! Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura. Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado. Si su padre se despertaba… Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo… el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo…, todo esto casi lo aterraba. Aguzó el oído, suspendiendo la respiración… No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir. Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo. Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón. -Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre. Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido. FIN
Amicis, Edmundo de
Italia
1846-1908
El pequeño vigía lombardo
Cuento juvenil
En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de las batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzo iba a paso lento, por una estrecha senda solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas. Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo. -¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia? -Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra. -¿Has visto pasar a los austriacos? -No, desde hace tres días. El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado: no se veía más que un pedazo de campo. “Es menester subir sobre los árboles”, pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados; de pronto preguntó al muchacho: -¿Tienes buena vista, chico? -¿Yo? -respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas. -¿Sabrías tú subir a la cima de aquel árbol? -¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo. -¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos…? -Seguro que sabré. -¿Qué quieres por prestarme este servicio? -¿Qué quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después… si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!… Si yo soy lombardo. -Bien; súbete, pues. -Espere que me quite los zapatos. Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno. -Pero, mira… -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino temor. El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante. -Nada -dijo el oficial-; sube. El muchacho se encaramó como un gato. -¡Miren adelante! -gritó el oficial a los soldados. En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza, que resplandecía con el sol, parecía oro. El oficial apenas lo veía: tan pequeño resultaba allí arriba. -Mira hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial. El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla. -¿Qué ves? -preguntó el oficial. El muchacho inclinó la cara hacia él, y, haciendo portavoz con su mano, respondió: -Dos hombres a caballo en lo blanco del camino. -¿A qué distancia de aquí? -Media legua. -¿Se mueven? -Están parados. -¿Qué otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-. Mira a la derecha. El chico dijo: -Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas. -¿Ves gente? -No; estarán escondidos entre los sembrados. En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa. -¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo. -Yo no tengo miedo -respondió el chico. -¡Baja!… -repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda? -¿A la izquierda? El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo. -¡Vamos -exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca. -¡Abajo! -gritó el oficial con energía, furioso. -En seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber? -A la izquierda -dijo el oficial-, pero baja. -A la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver… Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos. -¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo. El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo. -¡Está muerto! -exclamó el oficial. -¡No, vive! -replicó el sargento. -¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo! Pero mientras decía “ánimo” y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo. -¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño! Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta. El sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo. Permanecieron aún un rato silenciosos; después, el oficial se volvió hacia el sargento y le dijo: -Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo. Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó: -¡A caballo! Todos se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su marcha. Pocas horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra. Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino. La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós! Un oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria. FIN
Amicis, Edmundo de
Italia
1846-1908
El tamborcillo sardo
Cuento juvenil
Durante la primera jornada de la batalla de Custozza, el 24 de julio de 1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, que habían sido enviados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de pronto asaltados por dos compañías de soldados austriacos. Atacándolos por varios lados, éstos apenas les dieron tiempo de refugiarse en la morada y de reforzar precipitadamente la puerta, después de haber dejado algunos muertos y heridos en el campo. Asegurada la puerta, los nuestros acudieron a las ventanas del piso bajo y del primer piso y comenzaron a hacer certero fuego sobre los sitiadores, los cuales, acercándose poco a poco, colocados en forma de semicírculo, respondían vigorosamente. Los sesenta soldados italianos eran dirigidos por dos oficiales subalternos y un capitán viejo, alto, seco, severo, con el pelo y el bigote blancos. Estaba con ellos un tamborcillo sardo, muchacho de poco más de catorce años, que representaba escasamente doce, de cara morena aceitunada, con ojos negros y hundidos, que echaban chispas. El capitán, desde una habitación del piso primero, dirigía la defensa, dando órdenes que parecían pistoletazos, sin que se viera en su cara de hierro ningún signo de conmoción. El tamborcillo, un poco pálido, pero firme sobre sus piernas, subido sobre una mesa, alargaba el cuello, agarrándose a las paredes, para mirar fuera de las ventanas y veía a través del humo, por los campos, las blancas divisas de los austriacos, que iban avanzando lentamente. La casa estaba situada en la cima de una escabrosísima pendiente, y no tenía por el lado de la cuesta más que una ventanilla alta, correspondiente a un cuarto del último piso; por eso los austriacos no amenazaban la casa por aquella parte, y en la cuesta no había nadie: el fuego se dirigía contra la fachada y los dos flancos. Pero era un fuego infernal, una nutrida granizada de balas, que, por afuera, rompía paredes y despedazaba tejas, y, por dentro, deshacía techumbres, muebles, puertas, arruinándolo todo, arrojando al aire astillas, nubes de yeso y fragmentos de trastos, útiles y cristales, silbando, rebotando, rompiéndolo todo con un fragor que ponía los pelos de punta. De vez en cuando, uno de los soldados que disparaban desde las ventanas caía dentro, al suelo, y era echado a un lado. Algunos iban vacilantes de cuarto en cuarto, apretándose una herida con las manos. En la cocina había ya un muerto, con la frente abierta. El cerco de los enemigos se estrechaba. Llegó un momento en que se vio al capitán, hasta entonces impasible, dar muestras de inquietud y salir precipitadamente del cuarto, seguido de un sargento. Al cabo de tres minutos, volvió a la carrera el sargento y llamó al tamborcillo, haciéndole señas de que lo siguiese. El muchacho lo siguió, subiendo a escape por una escalera de madera, y entró con él en una buhardilla desmantelada, donde vio al capitán que escribía con lápiz en una hoja, apoyándose en la ventanilla, y teniendo a sus pies, sobre el suelo, una cuerda de pozo. El capitán dobló la hoja y dijo bruscamente, clavando sobre el muchacho sus pupilas grises y frías, ante las cuales todos los soldados temblaban: -¡Tambor! -El tamborcillo se llevó la mano a la visera. El capitán agregó-: Tú tienes valor. Los ojos del muchacho relampaguearon. -Sí, mi capitán -respondió. -Mira allá abajo -dijo el capitán llevándolo a la ventana-, en el suelo, junto a la casa de Villafranca, donde brillan aquellas bayonetas. Allí están los nuestros, inmóviles. Toma este papel, agárrate a la cuerda, baja por la ventanilla, atraviesa a escape la cuesta, corre por los campos, llega adonde están los nuestros, y entrega el papel al primer oficial que veas. Quítate el cinturón y la mochila. El tambor se quitó el cinturón y la mochila, y se colocó el papel en el bolsillo del pecho; el sargento echó afuera la cuerda y agarró con las dos manos uno de los extremos; el capitán ayudó al muchacho a saltar por la ventana, vuelto de espaldas al campo. -Ten cuidado -le dijo-; la salvación del destacamento está en tu valor y en tus piernas. -Confíe usted en mí, mi capitán -dijo el tambor saliendo fuera. -Agáchate al bajar -dijo el capitán, agarrando la cuerda junto con el sargento. -No tenga usted cuidado. -Dios te ayude. Pocos momentos más tarde el tamborcillo estaba en el suelo; el sargento tiró de la cuerda para arriba, y desapareció; el capitán se asomó precipitadamente a la ventanilla, y vio al muchacho que corría por la cuesta abajo. Esperaba ya que hubiese conseguido huir sin ser observado, cuando cinco o seis nubecillas de polvo que se destacaron del suelo, delante y detrás del muchacho, le advirtieron que había sido descubierto por los austriacos, los cuales disparaban hacia abajo, desde lo alto de la cuesta. Aquellas pequeñas nubes eran tierra echada al aire por las balas. Pero el tambor seguía corriendo precipitadamente. Al cabo de un rato, exclamó consternado: -¡Muerto! Pero no había acabado de decir la palabra, cuando vio levantarse al tamborcillo. ¡Ah, no ha sido más que una caída!, se dijo, y respiró. El tambor, en efecto, volvió a correr con todas sus fuerzas, pero cojeaba. Se ha torcido un pie, pensó el capitán. Alguna nubecilla de polvo se levantaba aquí y allá, en torno del muchacho, pero siempre más lejos. Estaba a salvo. El capitán lanzó una exclamación de triunfo. Pero siguió acompañándolo con los ojos, temblando, porque era cuestión de minutos. Si no llegaba pronto abajo con la esquela en que pedía inmediato socorro, todos sus soldados caerían muertos, o tendría que rendirse y caer prisionero con ellos. El muchacho corría rápidamente un rato; después detenía el paso cojeando; tomaba carrera luego de nuevo, pero a cada instante necesitaba detenerse. Quizá ha sido una contusión en el pie por una bala, pensó el capitán. Reparaba, temblando, en todos sus movimientos, y, excitado, le hablaba como si pudiera oírlo. Medía incesantemente con la vista el espacio que mediaba entre el muchacho que corría y el círculo de armas que veía allá lejos, en la llanura, en medio de los campos de trigo dorados por el sol. Mientras tanto escuchaba el silbido y el estruendo de las balas en las habitaciones de abajo, las voces de mando y los gritos de rabia de los oficiales y los sargentos; los agudos lamentos de los heridos, y el ruido de los muebles que se rompían, y del yeso que se desmoronaba. -¡Ánimo! ¡Valor! -gritaba, siguiendo con la mirada al tamborcillo que se alejaba-. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se detiene!… ¡Maldición! ¡Ah, vuelve a emprender la marcha! Un oficial subió anhelante a decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, agitaban un pañuelo blanco para intimar la rendición. -¡Que no se responda! -gritó el capitán, sin apartar la mirada del muchacho, que estaba ya en la llanura, pero que no corría, y parecía que desalentaba al llegar-. ¡Anda!… ¡Corre!… -decía el capitán apretando los dientes y los puños-; desángrate, muere, desgraciado, pero llega. Después lanzó una imprecación horrible. -¡Ah! El infame holgazán se ha sentado. El muchacho, en efecto, a quien hasta entonces se había visto sobresalir por encima de un campo de trigo, se había perdido de vista, como si se hubiese caído. Pero al cabo de un momento, su cabeza volvió a verse fuera; al fin se perdió detrás de los sembrados, y el capitán ya no lo vio más. Entonces bajó impetuosamente; las balas llovían; los cuartos estaban llenos de heridos, algunos de los cuales daban vueltas como borrachos, agarrándose a los muebles; las paredes y el suelo estaban teñidos de sangre; los cadáveres yacían en los umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala; el humo y la pólvora lo envolvían todo. -¡Ánimo! -gritó el capitán-. ¡Firmes en sus puestos! ¡Van a venir socorros! ¡Un poco de valor aún! Los austriacos se habían acercado más; se veían, ya entre el humo, sus caras descompuestas; se oía, entre el estrépito de los tiros, su gritería salvaje, que insultaba, intimaba la rendición y amenazaba con el degüello. Algún soldado, aterrorizado, se retiraba detrás de las ventanas, y los sargentos lo empujaban hacia adelante. Pero el fuego de los sitiados aflojaba, el desaliento se veía en todos los rostros; no era ya posible llevar más allá la resistencia. Llegó un momento en que el ataque de los austriacos se hizo más sensible, y una voz de trueno gritó, primero en alemán, en italiano después: -¡Ríndanse! -¡No! -gritó el capitán desde una ventana. Y el fuego volvió a empezar más certero y más rabioso por ambas partes. Cayeron otros soldados. Ya había más de una ventana sin defensores. El momento fatal era inminente. El capitán gritaba con voz que se le ahogaba en la garganta: -¡No vienen! ¡No vienen! Y corría furioso de un lado a otro, arqueando el sable con su mano convulsa, resuelto a morir. Entonces un sargento, bajando de la buhardilla, gritó con voz estentórea: -¡Ya llegan! -¡Ya llegan! -repitió con un grito de alegría el capitán. Al oír aquellos gritos, todos, sanos, heridos, sargentos, oficiales, se asomaron a las ventanas, y la resistencia se redobló ferozmente otra vez. De allí a pocos instantes se notó una especie de vacilación y un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, muy de prisa, el capitán reunió a algunos soldados en el piso bajo para contener el ímpetu de fuera, con bayoneta calada. Después volvió arriba. Apenas llegó, oyó un rumor de pasos precipitados, acompañado de un ¡Hurra! formidable, y vieron desde las ventanas avanzar entre el humo los sombreros apuntados de los carabineros italianos, un escuadrón a escape tendido, y un brillante centelleo de espadas que hendían el aire, en molinete por encima de las cabezas, sobre los hombros y encima de las espaldas; entonces el pequeño piquete reunido por el capitán salió a bayoneta calada fuera de la puerta. Los enemigos vacilaron, se resolvieron y, al fin, emprendieron la retirada: el terreno quedó desocupado, la casa estuvo libre, y poco después dos batallones de infantería italianos y dos cañones ocuparon la altura. El capitán, con los soldados que le quedaron, se incorporó a su regimiento, peleó aún, y fue ligeramente herido en la mano izquierda por una bala, que rebotó en la bayoneta durante el último ataque. La jornada terminó con la victoria de los nuestros. Pero, al día siguiente, habiendo vuelto a combatir, los italianos fueron vencidos a pesar de su valerosa resistencia, por un mayor número de austriacos, y la mañana del 26 tuvieron tristemente que retirarse hacia el Mincio. El capitán, aunque herido, anduvo a pie con sus soldados, cansados y silenciosos, y llegaron a Goito al ponerse el sol sobre el Mincio; buscó en seguida a su teniente, que había sido recogido con el brazo roto por nuestra ambulancia y que debía haber llegado allí antes que él. Le indicaron una iglesia donde se había instalado precipitadamente el hospital de campaña. Se dirigió allí; la iglesia estaba llena de heridos colocados en dos filas de camas y de colchones extendidos sobre el suelo; dos médicos y varios practicantes iban y venían afanados, y oíanse gritos ahogados y gemidos. Apenas entró el capitán, se detuvo y dirigió una mirada a su alrededor en busca de su oficial. En aquel momento, se oyó llamar por una voz apagada muy próxima: -¡Mi capitán! Se volvió: era el tamborcillo. Estaba tendido sobre un catre de madera, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de ventana, de cuadros rosa y blancos, con los brazos fuera, pálido y demacrado, pero siempre con sus ojos brillantes como dos ascuas. -¿Cómo, eres tú? -le preguntó el capitán, admirado, pero bruscamente-. Bravo; has cumplido con tu deber. -He hecho lo posible -respondió el tambor. -¿Estás herido? -dijo el capitán buscando con la vista a su teniente en las camas próximas. -¡Qué quiere usted! -dijo el muchacho, a quien daba alientos para hablar la honra de estar herido por vez primera, sin lo cual no hubiera osado abrir la boca ante aquel capitán- corrí mucho con la cabeza baja; pero, aunque agachándome, me vieron en seguida. Hubiera llegado veinte minutos antes si no me alcanzan. Afortunadamente encontré pronto a un capitán de Estado Mayor, a quien di la esquela. Pero me costó gran trabajo bajar después de aquella caricia. Me moría de sed; temía no llegar ya; lloraba de rabia, pensando que cada minuto que tardaba se iba uno al otro mundo, allá arriba. Pero, en fin, he hecho lo que he podido. Estoy contento. ¡Pero mire usted, y dispense, mi capitán, que pierde usted sangre! En efecto: de la palma de la mano del capitán, mal vendada, corría una gota de sangre. -¿Quiere usted que le apriete la venda, mi capitán? Déme un momento. El capitán dio la mano izquierda, y alargó la derecha para ayudar al muchacho a hacer el nudo y atarlo; pero el chico, apenas se alzó de la almohada, palideció, y tuvo que volver a apoyar la cabeza. -¡Basta, basta! -dijo el capitán mirándolo y retirando la mano vendada, que el tambor quería retener-; cuida de lo tuyo, en vez de pensar en los demás, que las cosas ligeras, descuidándolas, pueden hacerse graves. El tamborcillo movía la cabeza. -Pero tú -agregó el capitán, observándolo atentamente- debes haber perdido mucha sangre para estar tan débil. -¿Perdido mucha sangre? -respondió el muchacho sonriendo-. Algo más que sangre. ¡Mire! Y se echó abajo la colcha. El capitán retrocedió, horrorizado. El muchacho no tenía más que una pierna: la pierna izquierda le había sido amputada por encima de la rodilla; el muñón estaba vendado con paños ensangrentados. En aquel momento pasó un médico militar, pequeño y gordo, en mangas de camisa. -¡Ah, mi capitán! -dijo rápidamente señalando al tamborcillo-: he aquí un caso desgraciado; esa pierna se habría salvado con nada, si él no la hubiese forzado de aquella mala manera: ¡maldita inflamación! Fue necesario cortar así. Pero es un valiente, se lo aseguro; no ha derramado una lágrima ni se le ha oído un grito. Estaba yo orgulloso, al operarlo, de que fuese un muchacho italiano; palabra de honor. Es de buena raza, a fe mía. Y continuó su camino. El capitán arrugó sus grandes cejas blancas, y miró fijamente al tamborcillo, subiéndole la colcha; después, lentamente, casi sin darse cuenta de ello, y mirándolo siempre, levantó la mano hasta la cabeza y se quitó el quepis: -¡Mi capitán! -exclamó el muchacho, admirado-. ¿Qué hace, mi capitán? ¡Por mí! Y entonces aquel tosco soldado, que no había dicho nunca una palabra suave a un inferior suyo, respondió con voz dulce y extremadamente cariñosa: -Yo no soy más que un capitán: tú eres un héroe. Después se arrojó con los brazos abiertos sobre el tamborcillo, y lo besó cariñosamente con todo su corazón. FIN
Amicis, Edmundo de
Italia
1846-1908
En memoria de mi madre
Cuento juvenil
Es como el recuerdo de un sueño de remotos tiempos; mas, no como los otros, obscuro y fugitivo, sino de un sueño resplandeciente que está en el horizonte de la memoria como un sol enorme y terrible. Aquella estancia en desorden, aquel querido semblante cambiado, el médico, la Hermana de la Caridad, el agitarse de los parientes, el rayo de sol que entraba por la ventana con el ruido de carruajes y la voz despiadada de la ciudad alegre, y luego la quietud profunda, las flores, los hachones y los amigos, y el carro negro y las «Hijas de María» y la calle llena de gente; hé aquí la visión inmóvil, eterna. Puede mudar de aspecto la tierra; aquella permanecerá; ninguna otra, por espléndida o tremebunda que fuese, podría obscurecerla. Si en algún momento se desvanece, poco después se alza más lúcida y más evidente, como si cada hora que pasa, la acercase en vez de alejarla con el tiempo. La voluntad la arroja fuera alguna vez; mas poco después la busca el corazón, y es para él un triste consuelo, que mientras el pensamiento se fija en ella, sienta destilar la sangre por su herida. Hay dolores que no tienen consuelo posible más que en si mismos. Hacer de ellos un alimento de la propia vida, es el único modo de evitar que la envenenen. Dice el poeta:—«Abre al dolor las puertas del corazón como a un amigo.» Es exacto. Si no le amáis, no tendrá piedad. Ven, pues, ¡oh amigo austero! Sí, venid, pues, a ensanchar la herida, oh memorias cándidas de la infancia, imágenes innumerables de su rostro, inclinado ansiosamente sobre nuestra camita de enfermos, radiante con nuestros goces, afligido con nuestros pesares, pensativo con nuestros estudios; resonad en nuestra alma, oh dolorosas palabras de adiós, sollozadas en nuestras despedidas, y divinos gritos de amor con que saludaste nuestros retornos; volved todas al pensamiento, oh santas palabras de consejo y de consuelo, llenas de dulzura y de sabiduría, sencillas y profundas como su alma; cartas adoradas de caracteres temblorosos que durante treinta anos llevasteis a todas partes del mundo el latido de su corazón, y en las cuales nuestra boca besó las huellas de sus lágrimas; ademanes, miradas, caricias, acentos de la voz amada, cada uno de los cuales desterró de nuestra alma un pensamiento innoble o un sentimiento triste y despertó un dulce arrepentimiento, una tranquila resignación, un propósito honrado. Venid, oh recuerdos de las largas horas que ella veló en la soledad de la noche espiando el ruido de nuestros pasos; de los sacrificios realizados con secreta alegría para sacar de sus estrecheces algo con que atender a nuestros caprichos; de los padecimientos disimulados con fortaleza heroica por no turbar nuestro trabajo y nuestras alegrías. Venid, oh suaves memorias de sus indulgencias, de sus perdones, de sus piadosos silencios, de sus generosas indignaciones contra toda iniquidad humana, de su piedad ardiente por todos los infelices, de su caridad respetuosa y tímida con los pobres, de sus calurosos entusiasmos por toda cosa bella y grande; sentimientos súbitos, ingenuos, juveniles todavía hasta en sus últimos días, como si en su vida de ochenta anos, probada con grandes dolores y trabajada sin tregua por su misma bondad, no hubiera ella conocido del mundo otra cosa que la virtud y la belleza; venid a hacernos inclinar más profundamente la frente bajo el peso de la desventura, a hacernos sufrir y pensar todavía, a exprimir de nuestro corazón hasta la última lágrima que pueda dar la más íntima fibra. * Murió como vivió. Cada uno de sus últimos actos, cada una de sus últimas palabras, fue la expresión de una de sus virtudes, fue como un sello que ella puso a su vida. Como había amado a todos, siempre y con todos había sido buena, con una bondad maternal que no veía diferencias de condición social, sino para ser más amable con los más humildes; así, en sus últimas horas, buscaba con la mano la cabeza de todos, pedía con el mismo ademán amoroso el beso de sus hijos, de la monja, que la asistía, de la muchacha que la servía: su corazón difundía ternura y gratitud hacia todos lados igualmente, como la llama de la luz. Como nunca había temido a la muerte, como siempre se había mostrado intrépida contra todo peligro que amenazara a ella sola, y bajo cualquier dolor que sólo a ella hiriese, había inclinado siempre la cabeza sin lamentarse, así, cuando sintió que su fin se acercaba, sin un temblor en su voz, sin una sombra de tristeza en los ojos, con un acento inexplicable de dulzura y de tranquila resignación, que resonará en mi corazón toda la vida, dijo: —Es preciso morir. Como el pensamiento de si misma había sido siempre el último de sus pensamientos, como el orden de la casa y las comodidades de sus hijos habían sido siempre su primer afán, y hacía constante estudio de no pesar nunca sobre nuestra libertad, el no separarnos jamás un momento de nuestras familias, ni siquiera en sus enfermedades, así, apenas recobraba un rayo de inteligencia, al reconocernos, comprendía vagamente que la regularidad de nuestra vida se turbaba y nos preguntaba a cada paso con inquietud: —¿Habéis comido? … ¡No tenéis nada que hacer? … ¡Qué hacéis aquí?… Idos, idos con vuestros hijos. Y su último pensamiento, su última palabra fue de queja, no por el mal que la mataba, sino por el dolor que su mal nos causaba. Apenas podía hablar, hizo un esfuerzo para articular las palabras, las pronunció sílaba por sílaba, no las entendimos al pronto, las repitió hasta que logró hacerlas comprender, y fueron éstas … ¡Oh bendita y santa madre mía! Fueron éstas: —¡Cuánto os hago sufrir! Luego ya no habló más. * Adiós última esperanza ligada todavía al corazón por un hilo tenuísimo: también este hilo se ha roto. Y comienza aquel vagar por la casa, de habitación en habitación, a ciegas, para huir del pensamiento desesperado que nos persigue, que se nos pone delante en todas partes, a cada paso, en infinitas sucesivas apariciones de su imagen, que surge de entre las flores que ella solía regar, que brilla en el espejo delante del cual arreglaba sus blancos cabellos, que se aparece con la palmatoria que ella limpiaba todas las mañanas, de la silla donde reposaba todas las tardes, del libro aún abierto, que no acabó de leer. Todos los objetos que ella vio, cuidó, tocó durante tantos años, todo toma vida y parece que sabe, y que tiene el sentimiento de su fin y del propio, y dice en voz baja:—¡Ya no volverá! —Cinco días antes, con trabajo, pero sin apoyarse, venía todavía hasta el fondo de este pasillo para acompañarnos a la salida. ¿Es posible? ¡Qué felices éramos entonces! ¡Qué hermoso era el mundo! Cinco días, y parecen cinco años. Días, noches, auroras y ocasos se sucedieron apenas vistos y casi confundidos uno en otro, como si con la vista se hubieran confundido en nosotros el concepto del tiempo y el sentimiento de la naturaleza. El cielo está aún negro y esmaltado de estrellas; desde la terraza se ven aún las calles de ordinario sumergidas en la sombra, en las cuales de cuando en cuando suena y se pierde el ruido de un paso solitario: sólo en el horizonte, detrás de Superga, una vaga blancura anuncia el alba. ¿Para qué? El rayo del sol no la encontrará ya sentada como todas las mañanas, cerca de la ventana, no besará más su dulce semblante que le sonreía como a una promesa de paz. El sol, las colinas, Turín están sepultados para ella en la noche eterna … Mas ¿es verdad? ¿Es verdad? ¿No es una ilusión lo que he visto y oído en la habitación de donde acabo de salir, aquellos ojos cerrados, aquel estertor, aquellas caras sobre las cuales no existe signo alguno de esperanza? … Vuelvo de puntillas, entreabro la puerta con afanosa duda, asomo la cabeza … ¡Es verdad! * ¡Ah, el dolor que nos causa la muerte de nuestra madre, es cual interminable via crucis, donde en cada estación el alma siente que aquél se engrandece más y más, cuando creía haberlo ya comprendido y sufrido todo! El adiós supremo os parece haberlo dado cuando se pierde la última esperanza, pero ella os ve, os conoce, os habla todavía, es ella aún; su alma está todavía enlazada a la vuestra, y cuando la boca no dice ya nada, los ojos siguen diciendo que os queda su amor infinito. Más doloroso es el adiós que le dais cuando la conciencia se ha desvanecido, cuando los ojos no tienen ya mirada y la boca ya no puede besar, cuando os dicen que no siente ya ni vuestra caricia, ni vuestra voz, y que no le estremecería ni siquiera una fibra el grito de vuestra desesperación. Sin embargo, respira, se mueve todavía; aquel pobre rostro blanco tiene aún estremecimientos que parecen un esfuerzo por sonreír; aquel corazón angelical sigue palpitando bajo vuestra mano, y aquellos latidos os parecen palabras incomprensibles, pero dirigidas a vosotros, como si un último resto de su conciencia de madre se hubiera refugiado en su seno. ¡Ah! el supremo y terrible adiós se lo dais cuando la mano que toma el pulso le abandona, y os indica que ya no existe la madre; cuando, inclinándoos desesperadamente para besarla, no sentís su aliento y veis que su rostro no es más que una imagen. Un abismo se abre entre el momento anterior y aquel momento solemne; y más allá de este no veis más que un desierto tenebroso por el cual huye y os parece que huirá eternamente vuestro espíritu fulminado por el dolor. ¡Muerta! ¡Muerta! La palabra inmensa retumba en nuestra alma como un estallido del mundo y os parece haberlo perdido todo, excepto la facultad de oír eternamente aquel grito… Y, sin embargo, en aquella angustia mortal, algo os queda todavía: veis todavía su semblante, no alterado ya por el espasmo, quieto, otra vez hermoso, como en los días más serenos de la vejez, y podéis aún, hablándole desde vuestro corazón, mirándola como la habéis mirado durante cincuenta años, encontrar en su aspecto mil memorias como en un espejo de toda vuestra vida; podéis aún cubrir aquella frente de besos y de lágrimas como cuando en ella refulgía el pensamiento. No, no son aquellas las lágrimas más ardientes que deben derramar vuestros ojos; las más ardientes surcarán vuestras mejillas cuando perdáis para siempre su rostro, cuando se cierre sobre su cuerpo la memorable puerta que no vuelve a abrirse, y el martillo de la muerte os clave en el corazón los clavos con que esta toma posesión de su presa. ¡Adiós, dulce rostro que ya no besaré más! ¡Adiós, manos queridas que mecisteis mis sueños de niño! ¡Adiós, seno amoroso, del cual saqué la vida y todo lo que tengo de más fuerte y de más noble en el alma! Entonces os parecerá no poder sufrir ya más. Y, sin embargo, no, el momento más triste no ha llegado todavía. El rostro está tapado, el cuerpo está encerrado; pero aún está allí, la casa os parece aún suya, podéis decir volviendo a ella: Allí encontraré a mi madre. —Podéis decir: ¡Todavía es nuestra! El golpe más cruel lo recibiréis cuando vengan a llevarla; os parecerá que en aquel momento es cuando la perdéis verdaderamente, al decir: Ya deja su casa para siempre, baja estos peldaños para no subirlos jamás, abandona todas sus cosas, no tendrá casa, se va, va a dormir a otro lado, lejos de nosotros y donde tendremos que ir a buscarla a casa ajena, como si nos la hubieran robado y escondido. Mas mientras esto decís, estáis a su lado, podéis decir: Aquí está, aquí dentro, la seguiré, andaré el camino que haga ella. Tenéis no sé qué consuelo digno de compasión, no sé qué ilusión insensata, diciéndoos a vosotros mismos, corno cuando estaba viva: Acompaño a mi madre. Mas cuando esto que la encierra desaparezca también donde no hay ni aire ni luz, cuando entre ella y vosotros se amontone la tierra, cuando de aquello que es suyo no veáis más que las flores que llevaba el féretro, cuando os digan: ¡vámonos!, cuando tengáis que vol· verle la espalda, dejarla sola, sola en medio de aquella multitud de gente desconocida e invisible, sola en las tinieblas, sola en el silencio, ella, ·vuestra madre, la amiga, la dulzura, la fuerza, la poesía, el amor más puro y más santo de vuestra vida… ¡oh, el adiós supremo solamente entonces es cuando se lo dais, las lágrimas más desesperadas las derramáis entonces; toda su bondad, todo el cariño que os tuvo, todo el bien que os hizo, todo lo que habéis perdido, hasta entonces no lo sentís! * La tierra cayó también sobre mí, y sepultó el último resto de mi juventud. Había sobre mi cabeza alguna cosa hacia donde podía levantar la mirada y el pensamiento; ahora, encima, no tengo más que el cielo. Doquiera fuese, cualquiera cosa que hiciera, sentía una mano sobre mi frente; aquella mano se ha retirado, mi frente está indefensa y me encuentro como sobre un escollo en medio del mar, donde no puedo mirar en derredor sin sentir una sensación fría de soledad, semejante al desaliento del náufrago. Y el aspecto, el valor de todas las cosas se ha cambiado. Escribiendo, pienso: ya no leerá más; —yéndome: no me esperará; —experimentando un placer: no se lo podré decir. Todos aquellos días felices, el día de año nuevo, el día de su santo, el cumpleaños, que tan querido era para mí porque para ella era alegre, se me representan tristes y macilentos como fachadas de casa en ruinas. Hasta ayer pensaba todavía subir en la vida; su muerte me detuvo. Descendiendo detrás de su féretro, parecíame que las escaleras no se acababan nunca; y creo que aún sigo bajando. Mi único consuelo es el sueno, en el cual es un misterio para mi cómo ella no se presenta nunca jamás muerta, sino que se mueve, habla, sonríe, trabaja, me interroga con dulzura por qué estoy triste; y yo me pregunto a mí cómo jamás haya podido creer que era realidad la grande desventura. Pero el bien que este consuelo me produce lo expío al despertarme oyendo la voz implacable que me dice al oído: has soñado; no existe;—y mi corazón repite como un eco: he soñado; ya no existe. Me queda aún en la madurez vigorosa el amor a la vida, a la familia, al arte, a la santa esperanza de un mejor porvenir para el mundo; pero sobre todo esto se ha corrido un velo, como sobre la naturaleza después del ocaso del sol. Y en medio de la familia, de los ensueños y del trabajo, no tengo más que pasar el pensamiento sobre aquel pequeño espacio de tierra donde ella duerme, no tengo más que repetir dentro de mí, con aquel acento de infinita piedad, aquellas dulces palabras: ¡Cuánto os hago sufrir!, y una onda viva, amarga, ardiente, sube de mi pecho y me sofoca, y el corazón vuelve a destilar sangre. Y siento que destilará, destilará siempre, hasta que deje de moverse. Un relámpago cruza mi mente alguna vez:—¡Si la volviera a ver!—Y ante esta idea, toda mi alma se confunde y se subleva como ante una aparición sobrehumana. ¡Oh! si al precio de treinta años de vida dura y miserable, de bondad desconocida, de honradez calumniada, de beneficios pagados con ingratitud y escarnio; si perdonando a quien me ofendió más atrozmente, arrojando mi orgullo a los pies de quien gozara más en pisotearlo, arrastrando en la obscuridad, olvidado de todos, una vejez sin salud y sin consuelos; si plegando la frente y juntando las manos con la humildad de un niño ante el misterio inmenso que me fascina y me tortura como una palabra perpetuamente repetida sobre mi cabeza por una voz misteriosa, yo pudiera cambiar aquella idea que brilla por momentos, no en una certeza luminosa, mas sólo en una tenue esperanza, apenas aparente como un reflejo de crepúsculo, pero constante y firme que no me dejase pronunciar aquellas tremendas palabras: nunca, jamás … ¡si pudiese esperar!… Pero quizá esta esperanza existe en mí sin que yo tenga conciencia de ella, ardiente como una llama bajo el cúmulo de las dudas y de las negaciones que la cubren y por las cuales la creo sofocada. Y es quizá esta secreta esperanza la que me dio fuerza para fijarme por algunas horas en el recuerdo terrible y poder rendir este último tributo a la santa memoria. Ella la tenía en el corazón, y quizá al morir la trasfundió con su última mirada en el mío. Sé bendita, alma querida, y venerada también por este don. Si yo puedo aferrarlo, lo defenderé con todas mis fuerzas, lo llevaré siempre conmigo, me abrazaré a él con todos mis pensamientos en el momento supremo, y será todavía por tu virtud si digo con la santa serenidad con que tú dijiste Es preciso morir: ¡Madre, reposa en paz! *FIN*
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Abuelita
Cuento infantil
Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita. Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe – ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! – sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y… abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro. Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia. -Se ha terminado -dijo- y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito. Se recostó respirando suavemente, y quedó dormida; pero el silencio se volvía más y más profundo, y en su rostro se reflejaban la felicidad y la paz; se habría dicho que lo bañaba el sol… y entonces dijeron que estaba muerta. La pusieron en el negro ataúd, envuelta en lienzos blancos. ¡Estaba tan hermosa, a pesar de tener cerrados los ojos! Pero todas las arrugas habían desaparecido, y en su boca se dibujaba una sonrisa. El cabello era blanco como plata y venerable, y no daba miedo mirar a la muerta. Era siempre la abuelita, tan buena y tan querida. Colocaron el libro de cánticos bajo su cabeza, pues ella lo había pedido así, con la rosa entre las páginas. Y así enterraron a abuelita. En la sepultura, junto a la pared del cementerio, plantaron un rosal que floreció espléndidamente, y los ruiseñores acudían a cantar allí, y desde la iglesia el órgano desgranaba las bellas canciones que estaban escritas en el libro colocado bajo la cabeza de la difunta. La luna enviaba sus rayos a la tumba, pero la muerta no estaba allí; los niños podían ir por la noche sin temor a coger una rosa de la tapia del cementerio. Los muertos saben mucho más de cuanto sabemos todos los vivos; saben el miedo, el miedo horrible que nos causarían si volviesen. Pero son mejores que todos nosotros, y por eso no vuelven. Hay tierra sobre el féretro, y tierra dentro de él. El libro de cánticos, con todas sus hojas, es polvo, y la rosa, con todos sus recuerdos, se ha convertido en polvo también. Pero encima siguen floreciendo nuevas rosas y cantando los ruiseñores, y enviando el órgano sus melodías. Y uno piensa muy a menudo en la abuelita, y la ve con sus ojos dulces, eternamente jóvenes. Los ojos no mueren nunca. Los nuestros verán a abuelita, joven y hermosa como antaño, cuando besó por vez primera la rosa, roja y lozana, que yace ahora en la tumba convertida en polvo. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Algo
Cuento infantil
-¡Quiero ser algo! -decía el mayor de cinco hermanos-. Quiero servir de algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos. Pues bien, si yo los fabrico, haré algo real y positivo. -Sí, pero eso es muy poca cosa -replicó el segundo hermano-. Tu ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán maestro, y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo. -¡Tonterías! -intervino el tercero-. Ser albañil no es nada. Quedarás excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un « patán ». No, yo sé algo mejor. Seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar aguardiente y cerveza para los oficiales, y ellos me tutearán, lo cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia, libertades propias del Carnaval. Mañana, es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino, sin preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo, y seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho!. Acaso me llamen señoría, y excelencia, y me pongan, además, algún título delante y detrás, y venga edificar, como otros hicieron antes que yo. Y entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena! -Pues eso que tú dices que es algo, se me antoja muy poca cosa, y hasta te diré que nada -dijo el cuarto-. No quiero tomar caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un genio, mayor que todos ustedes juntos. Crearé un estilo nuevo, levantaré el plano de los edificios según el clima y los materiales del país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la evolución de la época, y les añadiré un piso, que será un zócalo para el pedestal de mi gloria. -¿Y si nada valen el clima y el material? -preguntó el quinto-. Sería bien sensible, pues no podrían hacer nada de provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y perder su valor; la evolución de la época puede escapar de tus manos, como se te escapa la juventud. Ya veo que en realidad ninguno de ustedes llegará a ser nada, por mucho que lo esperen. Pero hagan lo que les plazca. Yo no voy a imitaros; me quedaré al margen, para juzgar y criticar sus obras. En este mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz. Esto será algo. Así lo hizo, y la gente decía de él: «Indudablemente, este hombre tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada». Y, sin embargo, por esto precisamente era algo. Como ven, esto no es más que un cuento, pero un cuento que nunca se acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo. Pero, ¿qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escúchenme bien, que es toda una historia. El mayor, que fabricaba ladrillos, observó que por cada uno recibía una monedita, y aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayan con un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se les abre la puerta y sólo tienen que pedir lo que les haga falta. He aquí lo que sale de los ladrillos. Los hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar algo. Una pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casita sobre el malecón. El hermano mayor, que tenía un buen corazón, aunque no llegó a ser más que un sencillo ladrillero, le dio todos los ladrillos rotos, y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se construyó la casita con sus propias manos. Era muy pequeña; una de las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja, y el techo de paja hubiera podido quedar mejor. Pero, bien que mal, la casuca era un refugio, y desde ella se gozaba de una buena vista sobre el mar, aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón, salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era, ésta seguía en pie mucho tiempo después de estar muerto el que había cocido los ladrillos. El segundo hermano conocía el oficio de albañil, mucho mejor que la pobre Margarita, pues lo había aprendido tal como se debe. Aprobado su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la canción del artesano: Joven yo soy, y quiero correr mundo, e ir levantando casas por doquier, cruzar tierras, pasar el mar profundo, confiado en mi arte y mi valer. Y si a mi tierra regresara un día atraído por el amor que allí dejé, alárgame la mano, patria mía, y tú, casita que mía te llamé. Y así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y construyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto de la ciudad, las casas edificaron para él una casita, de su propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas. Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: «Sí, es verdad, la calle le ha construido una casa». Era pequeña y de pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió liso y brillante; y de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fue una linda casa y una pareja feliz. La bandera del gremio ondeaba en la fachada, y los oficiales y aprendices gritaban «¡Hurra por nuestro maestro!». Sí, señor, aquél llegó a ser algo. Y murió siendo algo. Vino luego el arquitecto, el tercero de los hermanos, que había empezado de aprendiz, llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a la calle le dieron el nombre del arquitecto, y la mejor casa de ella fue suya. Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida, y cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es algo. Y su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí señor. Siguió después el genio, el cuarto de los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino trillado, y realzar los edificios con un piso más, que debía inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello. Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico; en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo. El tercero había muerto, pues, como sus tres hermanos mayores. Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos, y en esto estuvo en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez, y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón. -De seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto de pareja con esta pobre alma -dijo el razonador. -¿Quién eres, abuelita? ¿Quieres entrar también? -le preguntó. Se inclinó la vieja lo mejor que pudo, pensando que el que le hablaba era San Pedro en persona. -Soy una pobre mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del malecón. -Ya, ¿y qué es lo que hiciste allá abajo? -Bien poca cosa, en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será una gracia muy grande de nuestro Señor, si me admiten en el Paraíso. -¿Y cómo fue que te marchaste del mundo? -siguió preguntando él, sólo por decir algo, pues al hombre le aburría la espera. -La verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un día no tuve más remedio que levantarme y salir, y me encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió: Fue un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como nuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré al mar desde mi cama, y entonces vi que de allí donde se tocan el cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar; y entonces supe lo que aquello significaba -pues soy vieja y tengo experiencia-, aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces, y sabía que anunciaba una espantosa tempestad, con una gran marejada que sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban, bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido, viejos y jóvenes. ¡Quién podía prevenirlos, si nadie veía el signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba! Sentí una angustia terrible, y me entró una fuerza y un vigor como hacía mucho tiempo no había sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude ir más allá. Conseguí abrir los postigos, y vi a muchas personas que corrían y saltaban por el hielo y vi las lindas banderitas y oí los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era bullicio y alegría, y mientras tanto la blanca nube con el punto negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos aquellos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el mar, sin salvación posible. Ellos no podían oírme, y yo no podía ir hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mí cama. Más valía que se incendiara mi casa, a que todos aquellos infelices pereciesen. Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta… pero allí me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando que iba a morir abrasada. Todos vinieron hacia el malecón. Los oí venir, pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos, pero la gente pudo llegar al malecón, donde las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio, no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo. Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar? En esto se abrió la puerta del cielo, y un ángel hizo entrar a la mujer. De ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas, que se trenzaban en hermosísimos arabescos. -¿Ves? -dijo el ángel al razonador-, esto lo ha traído la pobre mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer uno. De seguro que estaría mal hecho, siendo obra de tus manos, pero algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes volverte, y nada puedo hacer por ti. Entonces, aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió por él: -Su hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude levantar mi humilde casa. Fue un gran favor que me hizo. ¿No servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino de la gracia… -Tu hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances -dijo el ángel- aquél cuya honrada labor te parecía la más baja, te da su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer ahí fuera reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no entrarás mientras no hayas hecho una buena acción. -Yo lo habría sabido decir mejor -pensó el pedante, pero no lo dijo en voz alta, y esto ya es algo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Ana Isabel
Cuento infantil
Ana Isabel era un verdadero querubín, joven y alegre: un auténtico primor, con sus dientes blanquísimos, sus ojos tan claros, el pie ligero en la danza, y el genio más ligero aún. ¿Qué salió de ello? Un chiquillo horrible. No, lo que es guapo no lo era. Se lo dieron a la mujer del peón caminero. Ana Isabel entró en el palacio del conde, ocupó una hermosa habitación, se adornó con vestidos de seda y terciopelo… No podía darle una corriente de aire, ni nadie se hubiera atrevido a dirigirle una palabra dura, pues hubiera podido afectarse, y eso tendría malas consecuencias. Criaba al hijo del conde, que era delicado como un príncipe y hermoso como un ángel. ¡Cómo lo quería! En cuanto al suyo, el propio, crecía en casa del peón caminero; trabajaba allí más la boca que el puchero, y era raro que hubiera alguien en casa. El niño lloraba, pero lo que nadie oye, a nadie apena; y así seguía llorando hasta dormirse; y mientras se duerme no se siente hambre ni sed; para eso se inventó el sueño. Con los años – con el tiempo, la mala hierba crece – creció el hijo de Ana Isabel. La gente decía, sin embargo, que se había quedado corto de talla. Pero se había incorporado a la familia que lo había adoptado por dinero. Ana Isabel fue siempre para él una extraña. Era una señora ciudadana, fina y atildada, lo pasaba bien y nunca salía sin su sombrero. Jamás se le ocurrió ir a visitar al peón caminero, vivía demasiado lejos de la ciudad, y además no tenía nada que hacer allí. El chico era de ellos y consumía lo suyo; algo tenía que hacer para pagar su manutención, por eso guardaba la vaca bermeja de Mads Jensen. Sabía ya cuidar del ganado y entretenerse. El mastín de la hacienda estaba sentado al sol, orgulloso de su perrera y ladrando a todos los que pasaban; cuando llueve se mete en la casita, donde se tumba, seco y caliente. El hijo de Ana Isabel estaba sentado al sol en la zanja, tallando una estaca; en primavera había tres freseras floridas que seguramente darían fruto. Era un pensamiento agradable; mas no hubo fresas. Allí estaba él, expuesto al viento y a la intemperie, calado hasta los huesos; para secarse las ropas que llevaba puestas no tenía más fuego que el viento cortante. Si trataba de refugiarse en el cortijo, lo echaban a golpes y empujones; era demasiado feo y asqueroso, decían las sirvientas y los mozos. Estaba acostumbrado a aquel trato. Nunca lo había querido nadie. ¿Qué fue del hijo de Ana Isabel? ¿Qué podría ser del muchacho? su destino era éste: jamás sentiría el cariño de nadie. Arrojado de la tierra firme, fue a remar en una mísera lancha, mientras el barquero bebía. Sucio y feo, helado y voraz, se habría dicho que nunca estaba harto; y, en efecto, así era. El año estaba ya muy avanzado, el tiempo era duro y tempestuoso, y el viento penetraba cortante a través de las gruesas ropas. Y aún era peor en el mar, surcado por una pobre barca de vela con sólo dos hombres a bordo, o, mejor, uno y medio: el patrón y su ayudante. Durante todo el día había reinado una luz crepuscular, que en el momento de nuestra narración se hacía aún más oscura; el frío era intensísimo. El patrón sorbió un trago de aguardiente para calentarse por dentro. La botella era vieja, y también la copa, cuyo roto pie había sido sustituido por un tarugo de madera, tallado y pintado de azul; gracias a él se sostenía. «Un trago reconforta, pero dos reconfortan más todavía», pensó el patrón. El muchacho seguía sentado al remo, que sostenía con su mano dura y embreada. Realmente era feo, con el cabello hirsuto y el cuerpo achaparrado y encorvado. Según la gente, era el chico del peón caminero mas de acuerdo con el registro de la parroquia, era el hijo de Ana Isabel. El viento cortaba a su manera, y la lancha lo hacía a la suya. La vela, que había cogido el viento, se hinchó, y la embarcación se lanzó a una carrera velocísima; todo en derredor era áspero y húmedo, pero las cosas podían ponerse aún peores. ¡Alto! ¿Qué ha pasado? ¿Un choque? ¿Un salto? ¿Qué hace la barca? ¡Vira de bordo! ¿Ha sido una tromba, una oleada? El remero lanzó un grito: -¡Dios nos ampare! La embarcación había chocado contra un enorme arrecife submarino, y se hundía como un zapato viejo en la balsa del pueblo, se hundía con toda su tripulación, hasta con las ratas, como suele decirse. Ratas sí había, pero lo que es hombres, tan sólo uno y medio: el patrón y el chico del peón caminero. Nadie presenció el drama aparte las chillonas gaviotas y los peces del fondo, y aún éstos no lo vieron bien, pues huyeron asustados cuando el agua invadió la barca que se hundía. Apenas quedó a una braza de fondo, con los dos tripulantes sepultados, olvidados. Únicamente siguió flotando la copa con su pie de madera azul, pues el tarugo la mantenía a flote; marchó a la deriva, para romperse y ser arrojada a la orilla, ¿dónde y cuándo? ¡Bah! ¡Qué importa eso! Había prestado su servicio y se había hecho querer. No podía decir otro tanto el hijo de Ana Isabel. Pero en el reino de los cielos, ningún alma podrá decir: «¡Nadie me ha querido!». Ana Isabel vivía en la ciudad desde hacía ya muchos años. La llamaban señora, y erguía la cabeza cuando hablaba de viejos recuerdos, de los tiempos del palacio condal, en que salía a pasear en coche y alternaba con condesas y baronesas. Su dulce condecito había sido un verdadero ángel de Dios, la criatura más cariñosa que imaginarse pueda. La quería mucho, y ella a él. Se habían besado y acariciado; era su alegría, la mitad de su vida. Ahora era ya mayor, con sus catorces años, muy instruido y muy guapo. No lo había vuelto a ver desde que lo llevara en brazos. Hacía muchos años que no iba al palacio de los condes. Era todo un viaje ir hasta allí. -Tendré que decidirme -dijo Ana Isabel-. He de ir a ver a mis señores, a mi precioso condecito. Seguramente me echa de menos, se acuerda de mí me quiere como entonces, cuando me rodeaba el cuello con sus bracitos de ángel y me decía « An-Lis». Parecía la voz de un violín. Sí, he de ir a verlo. Partió en la carreta de bueyes e hizo parte del camino a pie. Llegó al palacio condal, espacioso y brillante; y, como antes, se quedó en el jardín. Todo el servicio era nuevo; nadie conocía a Ana Isabel, nadie sabía el cargo que en otros tiempos había desempeñado en la casa. Ya se lo dirían la señora condesa y su hijo. De seguro que ellos la echaban de menos. Y allí estaba Ana Isabel. Tuvo que esperar largo rato, y quien espera desespera. Antes de que los señores pasaran al comedor fue recibida por la condesa, que le dirigió palabras muy amables. A su pequeño no lo vería hasta después de comer; ya la llamarían entonces. ¡Qué alto, espigado y esbelto estaba! Conservaba aquellos ojos preciosos y su boquita de ángel. La miró sin decirle una palabra; seguramente no la había reconocido. Se Volvió para marcharse, pero entonces ella le cogió la mano y se la llevó a sus labios. -¡Está bien! -dijo él-, y salió de la habitación; él, el objeto de todo su cariño, a quien había querido y seguía queriendo por encima de todo, su orgullo en la Tierra. Ana Isabel partió del palacio, y se alejó por el camino vecinal. Se sentía muy triste. Se le había mostrado tan extraño, sin un pensamiento, sin una palabra para ella. Y pensar que lo había llevado en brazos día y noche, y que seguía llevándolo en el pensamiento. En esto pasó volando sobre el camino, a poca altura, un gran cuervo negro, que graznaba incesantemente. -¡Pajarraco de mal agüero! -exclamó ella. Llegó frente a la casa del peón caminero, y, como la mujer se hallara en la puerta, entablaron conversación. -¡Cómo te luce el pelo! -dijo la mujer del peón-. Estás rolliza y redonda. Parece que te van bien las cosas. -Desde luego -respondió Ana Isabel. -La barca se fue a pique con ellos -dijo la mujer-. Se ahogaron, el patrón Lars y el chico. Todo terminó. Yo había esperado que el muchacho me ayudase algún día, y trajera unos chelines a casa. ¡A ti nada te costó, Ana Isabel! -¡Ahogados! -exclamó Ana Isabel, y ya no pronunció una palabra más sobre el drama. Estaba afligida porque su condecito no le había dirigido la palabra, con lo que ella lo quería, y después de haber recorrido aquel largo camino para llegar al palacio. Y el dinero que le había costado, y todo inútilmente. Pero nada dijo de lo ocurrido. No quería abrir su corazón a la mujer del peón caminero. A lo mejor habría pensado que ya no tenía prestigio en el palacio. El cuervo volvió a graznar encima de su cabeza. -¡Maldito pajarraco! -exclamó-. Bastante me ha asustado hoy. Llevaba café en grano y achicoria. Sería una buena acción dárselo a la mujer para que preparase unas tazas de café caliente. También a ella le sentaría bien. Y la mujer salió a preparar la infusión, mientras Ana Isabel se sentaba en una silla y se quedaba dormida. Y he aquí que soñó con él; nunca le había ocurrido, ¡qué cosa más rara! Soñó con su propio hijo, que había llorado y sufrido hambre en aquella casa; nadie había cuidado de él, y ahora estaba en el fondo del mar, Dios sabía dónde. Soñó que se le presentaba allí, mientras la mujer del peón salía a preparar café; le llegaba incluso el aroma de los granos. Y en la puerta, de pie, había un mozo hermosísimo, tanto como el condecito, que le decía: -¡Se hunde el mundo! ¡Cógete fuertemente a mí, que después de todo eres mi madre! Tienes un ángel en el cielo. ¡Cógete a mí, cógete fuertemente! En esto se produjo un gran estruendo; seguramente era el mundo que se salía de quicio. Pero el ángel la levantó, sosteniéndola tan firmemente por las mangas que a ella le pareció que la levantaban de la Tierra. Pero algo muy pesado se había agarrado a sus piernas y la sujetaba por la espalda, como si centenares de mujeres la agarrasen, diciendo: «¡Si tú has de salvarte, también hemos de salvarnos nosotras! ¡Tente firme, tente firme!». Y todas se colgaban de ella. Aquello era demasiado. Se oyó un ¡ris, ras!, la manga se desgarró, y Ana Isabel cayó desde una altura enorme. La despertó la sacudida y estuvo a punto de irse al suelo con la silla en que se sentaba. Se sentía tan trastornada, que no recordaba siquiera lo que había soñado: indudablemente había sido algo malo. Tomaron el café y hablaron, y luego Ana Isabel se encaminó a la ciudad próxima, para ver al carretero, con el que debía regresar a su tierra aquella misma noche. Mas el hombre le dijo que no podía emprender el regreso hasta la tarde del día siguiente. Calculó ella entonces lo que le costaría quedarse allí, así como la distancia, y le pareció que la abreviaría cosa de dos millas si, en vez de seguir la carretera, tomaba por la costa. El tiempo era espléndido, y brillaba la luna llena. Ana Isabel decidió marcharse a pie; al día siguiente podría estar en casa. El sol se había puesto y las campanas vespertinas doblaban aún; pero no, eran las ranas de Peder Oxe, que croaban en el cenagal. Cuando se callaron, todo quedó silencioso; no se oía ni un pájaro, todos se habían acostado, y la lechuza aún no había salido. Reinaba un gran silencio en el bosque y en la orilla, por la que andaba; sólo percibía el rumor de sus propios pasos en la arena. No se oía ni el chapoteo del agua; del mar no llegaba ni un rumor. Todo estaba mudo, los vivos y los muertos. Ana Isabel seguía caminando sin pensar en nada. Había abandonado sus pensamientos, pero sus pensamientos no la abandonaban a ella. No nos dejan nunca, yacen como adormecidos, tanto los vivos, que se han echado un momento a descansar, como los que no se han despertado aún. Pero acuden, siempre; ora se agitan en el corazón o en la cabeza, ora nos acometen impensadamente. «Toda buena acción lleva su bendición», está escrito allí; y también: «En el pecado está la muerte». Muchas cosas hay allí escritas, muchas se dicen, sólo que se ignoran, no se piensa en ellas. Esto le ocurría a Ana Isabel. Mas pueden presentarse de repente, pueden acudir. En nuestro corazón -el tuyo, el mío- hay los gérmenes de todos los vicios y de todas las virtudes. Están en él como diminutas e invisibles semillas. Un día llega del exterior un rayo de sol, el contacto de una mano perversa. Vuelves una esquina, a derecha o a izquierda, pues un detalle así puede ser decisivo, y la minúscula semilla se agita, se hincha, estalla y vierte su jugo en la sangre. Y ya estás en camino. Hay pensamientos angustiosos, que uno no advierte cuando está, sumido en sueños, pero que se agitan. Ana Isabel andaba como en sueños y sus pensamientos se movían. De una Candelaria a la siguiente, el corazón registra muchas cosas en su tablilla, el balance de todo un año. Muchas cosas han sido olvidadas: pecados de pensamiento y de palabra contra Dios, contra nuestros prójimos y contra nuestra propia conciencia. No pensamos en ellos, como tampoco pensó Ana Isabel; nada de malo había cometido contra la ley y el derecho de su país, era bien considerada, honrada y respetable lo sabía bien. Y seguía avanzando por la orilla… ¿Qué era aquello que yacía en el suelo? Se detuvo. ¿Qué había arrojado el mar? Un sombrero viejo de hombre. ¿Se habría caído por la borda? Se acercó a la prenda, volvió a detenerse y miró: ¿Qué era aquello? Se asustó mucho, y, sin embargo, nada había allí que pudiese asustarla. Sólo un montón de algas y juncos enredados en torno a una piedra alargada, que parecía un cuerpo humano. No eran sino algas y juncos, y, sin embargo, ella se asustó. Y al proseguir su camino le vinieron a la mente muchas cosas que oyera de niña. Aquellas supersticiones acerca del «fantasma de la costa», el espectro de los cuerpos insepultos arrojados por las olas a la playa. El cuerpo muerto, que nada hacía, pero cuyo espectro, el fantasma de la playa, seguía al caminante solitario, se agarraba fuertemente a él y le pedía que lo llevase al cementerio y le diese cristiana sepultura. «¡Tente firme, tente firme!», decía. Y al repetir para sí estas palabras Ana Isabel, se le presentó de repente todo su sueño, con las madres cogidas a ella y exclamando: «¡Tente firme, tente firme!». Y luego el mundo se había hundido, y se le habían desgarrado las mangas, y se había desprendido de su hijo, que se esforzaba por llevarla consigo al juicio final. Su hijo, el hijo de su carne y de su sangre, al que nunca quisiera, en quien nunca había pensado, aquel hijo estaba ahora en el fondo del mar. Podía aparecérsele en figura de espectro y gritarle: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!». Y al pensar en esto, la angustia le espoleó los talones, obligándola a apresurar el paso. El miedo, como una mano fría y húmeda, le apretaba el corazón. Se sintió a punto de desmayarse, y al mirar a lo lejos, mar adentro, vio que el aire se volvía más denso y espeso. Descendía una pesada niebla, envolviendo árboles y matas, y dándoles un aspecto maravilloso. Se volvió ella a mirar la luna, que quedaba a su espalda y parecía un disco pálido, sin rayos, y sintió como si algo muy pesado se posara sobre sus miembros. «¡Tente firme, tente firme!», pensó, y al volverse a mirar a la luna le pareció como si su blanca cara estuviese junto a ella, y como si la niebla colgara sobre sus hombros a modo de blanco sudario: «¡Cógeme fuerte! ¡Llévame a tierra cristiana!», creyó oír, y le pareció percibir también un sonido hueco y extraño, que no venía ni de las ranas del pantano, ni de los cuervos, ni de las cornejas, pues no veía ninguna. «¡Entiérrame, entiérrame!», decía una voz gritando. Sí, era el espectro de su hijo, yaciente en el fondo del mar, y que no encontraba reposo mientras no fuera llevado al cementerio y depositado en tierra cristiana. Quiso ir allí y darle sepultura, y tomó la dirección de la iglesia. Le pareció entonces como si la carga se hiciera más liviana y desapareciera; reemprendió su camino anterior, el más corto para ir a su casa. Pero de nuevo oyó: «¡Cógeme fuerte, cógeme fuerte!». Resonaba como el croar de las ranas, como el grito de un ave quejumbrosa, pero ahora se entendía claramente: «¡Entiérrame, por amor de Dios, entiérrame!». La niebla era fría y húmeda; la mano y el rostro de la mujer lo estaban también, pero de terror. Sentía la presencia de algo, y en su mente se había hecho espacio para pensamientos que nunca había tenido antes. En las tierras del Norte, los hayedos pueden abrirse en una noche de primavera, y presentarse en su juvenil magnificencia bajo el sol del día siguiente. También en un segundo, la semilla del pecado que hay latente en nuestra vida puede germinar y desarrollarse. Y así lo hace cuando despierta la conciencia, que Dios despabila cuando menos lo esperamos. No hay disculpa posible, el hecho está allí, testificando en contra de nosotros; los pensamientos se tornan palabras, y éstas resuenan en los espacios. Nos espantamos de lo que hemos estado llevando dentro sin conseguir sofocarlo; nos espantamos de lo que hemos propagado en nuestra presunción y ligereza. El corazón encierra en sí todas las virtudes, pero también todos los vicios, los cuales pueden germinar y crecer, hasta en la tierra más estéril. Todo esto estaba encerrado en los pensamientos de Ana Isabel. Anonadada, cayó al suelo y continuó un trecho a rastras. «¡Entiérrame, entiérrame!», oía; y habría querido enterrarse a sí misma si la tumba hubiese significado eterno olvido. Era la hora tremenda de su despertar, con toda su angustia y su horror. Un supersticioso terror le producía escalofríos; acudían a su mente muchas cosas de las que nunca hubiera querido acordarse. Silenciosa, como la sombra de una nube a la luz de la luna, caminaba delante de ella una aparición de la que oyera hablar en otros tiempos. Junto a ella pasaban galopando cuatro jadeantes corceles, despidiendo fuego por los ojos y los ollares, tirando de un coche ardiente ocupado por el perverso señor que más de un siglo atrás había vivido en aquella comarca. Se decía que cada media noche recorría su propiedad y se volvía enseguida. No era blanco, como parece que son los muertos, sino negro como carbón, como carbón consumido. Hizo un gesto con la cabeza dirigiéndose a Ana Isabel, y, guiñándole el ojo le dijo: «¡Cógete firme, cógete firme! ¡Aún podrás montar en el coche de los condes y olvidar a tu hijo!». Ella apretó el paso y llegó al cementerio; pero las cruces negras y los negros cuervos flotaban, confundiéndose ante sus ojos. Los cuervos gritaban como el que había oído antes, pero ahora comprendía su lenguaje: «¡Soy un cuervo madre, soy un cuervo madre!», decían todos, y Ana Isabel sabía que aquel nombre se aplicaba a ella. Tal vez sería transformada en uno de aquellos negros pajarracos y condenada a gritar incesantemente lo que ellos gritaban si no conseguía cavar la tumba. Se arrojó al suelo, y con las manos cavó un hoyo en la dura tierra; y la sangre le manaba de los dedos. «¡Entiérrame, entiérrame!», resonaba la voz sin cesar. Ella temía oír el canto del gallo y ver la primera luz de la aurora; pues si no había terminado su trabajo antes, estaba perdida. Y cantó el gallo, y el cielo levantino se tiñó de rojo. La tumba estaba sólo medio abierta. Una mano gélida le resbaló por la cabeza y el rostro, hasta el corazón. «¡Sólo media tumba!», se oyó en el aire como en un suspiro, y algo pasó flotando en dirección al mar. Sí, era el fantasma de la orilla. A su contacto, Ana Isabel se desplomó, rendida y desmayada. Era ya pleno día cuando volvió en sí. Dos hombres la levantaron. No estaba en el cementerio, sino en la playa, donde había excavado un profundo hoyo en la arena, cortándose los dedos con una copa rota que tenía por pie un tarugo de madera pintado de azul. Ana Isabel estaba enferma; la conciencia había mezclado las cartas de la superstición, y, al cortarlas, había descubierto que sólo tenía media alma; la otra mitad se la había llevado consigo su hijo al fondo del mar. Nunca obtendría ya la gracia del cielo, mientras no recuperase aquella mitad de alma que retenían las aguas profundas. Ana Isabel llegó a su casa, mas ya no era la que había sido. Sus ideas se embrollaban como una madeja enredada; sólo una hebra quedaba desenmarañada: debía llevar al cementerio el fantasma de la orilla y darle sepultura; con ello recuperaría su alma entera. Muchas noches notaron los vecinos que se ausentaba de su casa; siempre la encontraban en la playa, esperando la aparición del espectro. Así transcurrió un año entero; luego desapareció una noche y ya nada supieron de su paradero. Se pasaron todo el día siguiente buscándola sin resultado. Al atardecer, cuando el sacristán llegó a la iglesia para tocar a vísperas, vio a Ana Isabel tendida delante del altar. Llevaba allí desde la mañana, casi exhausta, pero con los ojos luminosos y un brillo rojizo en la cara, producido por los últimos rayos del sol, que le daban en pleno rostro y se reflejaban también en las relucientes abrazaderas de la Biblia; ésta aparecía abierta en la página donde se leen aquellas palabras del profeta Joel: «¡Rueguen sus corazones y no sus vestidos, convirtiéndose al Señor!». «Casualidad -dijo la gente-. ¡Hay tantas casualidades!». En la cara de Ana Isabel, iluminada por el sol, se leía la paz y la gracia. Había sido mejor así para ella, dijeron; había superado la crisis. Por la noche se le había aparecido el espectro de la playa, su hijo, diciéndole: «Cavaste sólo media tumba para mí, pero durante mucho tiempo me tuviste sepultado en tu corazón, y éste es el mejor refugio de una madre para su hijo». Y devolviéndole la mitad del alma, la condujo hasta la iglesia. – Ahora estoy en la casa de Dios -dijo ella-. Y aquí se está a salvo. Cuando se acabó de poner el sol, el alma de Ana Isabel estaba en lo alto, allí donde no existe el temor cuando uno ha luchado. Y Ana Isabel había luchado hasta el fin.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
¡Baila, baila, muñequita!
Cuento infantil
-Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas -aseguró tía Malle-. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» -Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle. Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella. ¡Baila, baila, muñequita,qué fina es la señorita!Y también el caballerocon sus guantes y sombrero,calzón blanco y frac planchadoy muy brillante calzado.Son bien finos, a fe mía.Baila, muñequita mía. Ahí está Lisa, que es muy vieja,aunque ahora no semeja,con la cera que le han dado,que sea del año pasado.Como nueva está y entera.Baila con tu compañera,serán tres para bailar.¡Bien nos vamos a alegrar!Baila, baila, muñequita,pie hacia fuera, tan bonita.Da el primer paso, garbosa,siempre esbelta y tan graciosa.Gira y salta sin parar,que muy sano es el saltar.¡Vaya baile delicioso!¡Son un grupo primoroso! Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías. -¡Es una bobada! -decía. Pero Amalita no es boba, y la canta. Por ella es por quien la sabemos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Bajo el sauce
Cuento infantil
La comarca de Kjöge es ácida y pelada; la ciudad está a orillas del mar, y esto es siempre una ventaja, pero es innegable que podría ser más hermosa de lo que es en realidad; todo alrededor son campos lisos, y el bosque queda a mucha distancia. Sin embargo, cuando nos encontramos a gusto en un lugar, siempre descubrimos algo de bello en él, y más tarde lo echaremos de menos, aunque nos hallemos en el sitio más hermoso del mundo. Y forzoso es admitir que en verano tienen su belleza los arrabales de Kjöge, con sus pobres jardincitos extendidos hasta el arroyo que allí se vierte en el mar; y así lo creían en particular Knud y Juana, hijos de dos familias vecinas, que jugaban juntos y se reunían atravesando a rastras los groselleros. En uno de los jardines crecía un saúco, en el otro un viejo sauce, y debajo de éste gustaban de jugar sobre todo los niños; y se les permitía hacerlo, a pesar de que el árbol estaba muy cerca del río, y los chiquillos corrían peligro de caer en él. Pero el ojo de Dios vela sobre los pequeñuelos -de no ser así, ¡mal irían las cosas!-. Por otra parte, los dos eran muy prudentes; el niño tenía tanto miedo al agua, que en verano no había modo de llevarlo a la playa, donde tan a gusto chapoteaban los otros rapaces de su edad; eso lo hacía objeto de la burla general, y él tenía que aguantarla. Un día la hijita del vecino, Juana, soñó que navegaba en un bote de vela en la Bahía de Kjöge, y que Knud se dirigía hacia ella vadeando, hasta que el agua le llegó al cuello y después lo cubrió por entero. Desde el momento en que Knud se enteró de aquel sueño, ya no soportó que lo tachasen de miedoso, aduciendo como prueba al sueño de Juana. Éste era su orgullo, mas no por eso se acercaba al mar. Los pobres padres se reunían con frecuencia, y Knud y Juana jugaban en los jardines y en el camino plantado de sauces que discurría a lo largo de los fosos. Bonitos no eran aquellos árboles, pues tenían las copas como podadas, pero no los habían plantado para adorno, sino para utilidad; más hermoso era el viejo sauce del jardín a cuyo pie, según ya hemos dicho, jugaban a menudo los dos amiguitos. En la ciudad de Kjöge hay una gran plaza-mercado, en la que, durante la feria anual, se instalan verdaderas calles de puestos que venden cintas de seda, calzados y todas las cosas imaginables. Había entonces un gran gentío, y generalmente llovía; además, apestaba a sudor de las chaquetas de los campesinos, aunque olía también a exquisito alajú, del que había toda una tienda abarrotada; pero lo mejor de todo era que el hombre que lo vendía se alojaba, durante la feria, en casa de los padres de Knud, y, naturalmente, lo obsequiaba con un pequeño pan de especias, del que participaba también Juana. Pero había algo que casi era más hermoso todavía: el comerciante sabía contar historias de casi todas las cosas, incluso de sus turrones, y una velada explicó una que produjo tal impresión en los niños, que jamás pudieron olvidarla; por eso será conveniente que la oigamos también nosotros, tanto más, cuanto que es muy breve. -Sobre el mostrador -empezó el hombre- había dos moldes de alajú, uno en figura de un hombre con sombrero, y el otro en forma de mujer sin sombrero, pero con una mancha de oropel en la cabeza; tenían la cara de lado, vuelta hacia arriba, y había que mirarlos desde aquel ángulo y no del revés, pues jamás hay que mirar así a una persona. El hombre llevaba en el costado izquierdo una almendra amarga, que era el corazón, mientras la mujer era dulce toda ella. Estaban para muestra en el mostrador, y llevaban ya mucho tiempo allí, por lo que se enamoraron; pero ninguno lo dijo al otro, y, sin embargo, preciso es que alguien lo diga, si ha de salir algo de tal situación. «Es hombre, y por tanto, tiene que ser el primero en hablar», pensaba ella; no obstante, se habría dado por satisfecha con saber que su amor era correspondido. Los pensamientos de él eran mucho más ambiciosos, como siempre son los hombres; soñaba que era un golfo callejero y que tenía cuatro chelines, con los cuales se compraba la mujer y se la comía. Así continuaron por espacio de días y semanas en el mostrador, y cada día estaban más secos; y los pensamientos de ella eran cada vez más tiernos y femeninos: «Me doy por contenta con haber estado sobre la mesa con él», pensó, y se rompió por la mitad. «Si hubiese conocido mi amor, de seguro que habría resistido un poco más», pensó él. – Y ésta es la historia y aquí están los dos – dijo el turronero. – Son notables por su vida y por su silencioso amor, que nunca conduce a nada. ¡Vedlos ahí! – y dio a Juana el hombre, sano y entero, y a Knud, la mujer rota; pero a los niños les había emocionado tanto el cuento, que no tuvieron ánimos para comerse la enamorada pareja. Al día siguiente se dirigieron, con las dos figuras, al cementerio, y se detuvieron junto al muro de la iglesia, cubierto, tanto en verano como en invierno, de un rico tapiz de hiedra; pusieron al sol los pasteles, entre los verdes zarcillos, y contaron a un grupo de otros niños la historia de su amor, mudo e inútil, y todos la encontraron maravillosa; y cuando volvieron a mirar a la pareja de alajú, un muchacho grandote se había comido ya la mujer despedazada, y esto, por pura maldad. Los niños se echaron a llorar, y luego -y es de suponer que lo hicieron para que el pobre hombre no quedase solo en el mundo- se lo comieron también; pero en cuanto a la historia, no la olvidaron nunca. Los dos chiquillos seguían reuniéndose bajo el sauce o junto al saúco, y la niña cantaba canciones bellísimas con su voz argentina. A Knud, en cambio, se le pegaban las notas a la garganta, pero al menos se sabía la letra, y más vale esto que nada. La gente de Kjöge, y entre ella la señora de la quincallería, se detenían a escuchar a Juana. – ¡Qué voz más dulce! – decían. Aquellos días fueron tan felices, que no podían durar siempre. Las dos familias vecinas se separaron; la madre de la niña había muerto, el padre deseaba ir a Copenhague, para volver a casarse y buscar trabajo; quería establecerse de mandadero, que es un oficio muy lucrativo. Los vecinos se despidieron con lágrimas, y sobre todo lloraron los niños; los padres se prometieron mutuamente escribirse por lo menos una vez al año. Y Knud entró de aprendiz de zapatero; era ya mayorcito y no se le podía dejar ocioso por más tiempo. Entonces recibió la confirmación. ¡Ah, qué no hubiera dado por estar en Copenhague aquel día solemne, y ver a Juanita! Pero no pudo ir, ni había estado nunca, a pesar de que no distaba más de cinco millas de Kjöge. Sin embargo, a través de la bahía, y con tiempo despejado, Knud había visto sus torres, y el día de la confirmación distinguió claramente la brillante cruz dorada de la iglesia de Nuestra Señora. ¡Oh, cómo se acordó de Juana! Y ella, ¿se acordaría de él? Sí, se acordaba. Hacia Navidad llegó una carta de su padre para los de Knud. Las cosas les iban muy bien en Copenhague, y Juana, gracias a su hermosa voz, iba a tener una gran suerte; había ingresado en el teatro lírico; ya ganaba algún dinerillo, y enviaba un escudo a sus queridos vecinos de Kjöge para que celebrasen unas alegres Navidades. Quería que bebiesen a su salud, y la niña había añadido de su puño y letra estas palabras: «¡Afectuosos saludos a Knud!». Todos derramaron lágrimas, a pesar de que las noticias eran muy agradables; pero también se llora de alegría. Día tras día Juana había ocupado el pensamiento de Knud, y ahora vio el muchacho que también ella se acordaba de él, y cuanto más se acercaba el tiempo en que ascendería a oficial zapatero, más claramente se daba cuenta de que estaba enamorado de Juana y de que ésta debía ser su mujer; y siempre que le venía esta idea se dibujaba una sonrisa en sus labios y tiraba con mayor fuerza del hilo, mientras tesaba el tirapié; a veces se clavaba la lezna en un dedo, pero ¡qué importa! Desde luego que no sería mudo, como los dos moldes de alajú; la historia había sido una buena lección. Y ascendió a oficial. Se colgó la mochila al hombro, y por primera vez en su vida se dispuso a trasladarse a Copenhague; ya había encontrado allí un maestro. ¡Qué sorprendida quedaría Juana, y qué contenta! Contaba ahora 16 años, y él, 19. Ya en Kjöge, se le ocurrió comprarle un anillo de oro, pero luego pensó que seguramente los encontraría mucho más hermosos en Copenhague. Se despidió de sus padres, y un día lluvioso de otoño emprendió el camino de la capital; las hojas caían de los árboles, y calado hasta los huesos llegó a la gran Copenhague y a la casa de su nuevo patrón. El primer domingo se dispuso a visitar al padre de Juana. Sacó del baúl su vestido de oficial y el nuevo sombrero que se trajera de Kjöge y que tan bien le sentaba; antes había usado siempre gorra. Encontró la casa que buscaba, y subió los muchos peldaños que conducían al piso. ¡Era para dar vértigo la manera cómo la gente se apilaba en aquella enmarañada ciudad! La vivienda respiraba bienestar, y el padre de Juana lo recibió muy afablemente. A su esposa no la conocía, pero ella le alargó la mano y lo invitó a tomar café. -Juana estará contenta de verte -dijo el padre-. Te has vuelto un buen mozo. Ya la verás; es una muchacha que me da muchas alegrías y, Dios mediante, me dará más aún. Tiene su propia habitación, y nos paga por ella. Y el hombre llamó delicadamente a la puerta, como si fuese un forastero, y entraron -¡qué hermoso era allí!-. Seguramente en todo Kjöge no había un aposento semejante: ni la propia Reina lo tendría mejor. Había alfombras; en las ventanas, cortinas que llegaban hasta el suelo, un sillón de terciopelo auténtico y en derredor flores y cuadros, además de un espejo en el que uno casi podía meterse, pues era grande como una puerta. Knud lo abarcó todo de une ojeada, y, sin embargo, sólo veía a Juana; era una moza ya crecida, muy distinta de como la imaginara, sólo que mucho más hermosa; en toda Kjöge no se encontraría otra como ella; ¡qué fina y delicada! La primera mirada que dirigió a Knud fue la de una extraña, pero duró sólo un instante; luego se precipitó hacia él como si quisiera besarle. No lo hizo, pero poco le faltó. Sí, estaba muy contenta de volver a ver al amigo de su niñez. ¿No brillaban lágrimas en sus ojos? Y después empezó a preguntar y a contar, pasando desde los padres de Knud hasta el saúco y el sauce; madre saúco y padre sauce, como los llamaba, cual si fuesen personas; pero bien podían pasar por tales, si lo habían sido los pasteles de alajú. De éstos habló también y de su mudo amor, cuando estaban en el mostrador y se partieron… y la muchacha se reía con toda el alma, mientras la sangre afluía a las mejillas de Knud, y su corazón palpitaba con violencia desusada. No, no se había vuelto orgullosa. Y ella fue también la causante -bien se fijó Knud- de que sus padres lo invitasen a pasar la velada con ellos. Sirvió el té y le ofreció con su propia mano una taza luego cogió un libro y se puso a leer en alta voz, y al muchacho le pareció que lo que leía trataba de su amor, hasta tal punto concordaba con sus pensamientos. Luego cantó una sencilla canción, pero cantada por ella se convirtió en toda una historia; era como si su corazón se desbordase en ella. Sí, indudablemente quería a Knud. Las lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho sin poder él impedirlo, y no pudo sacar una sola palabra de su boca; se acusaba de tonto a sí mismo, pero ella le estrechó la mano y le dijo: -Tienes un buen corazón, Knud. Sé siempre como ahora. Fue una velada inolvidable. Son ocasiones después de las cuales no es posible dormir, y Knud se pasó la noche despierto. Al despedirlo el padre de Juana le había dicho: -Ahora no nos olvidarás. Espero que no pasará el invierno sin que vuelvas a visitarnos. Por ello, bien podía repetir la visita el próximo domingo; y tal fue su intención. Pero cada velada, terminado el trabajo -y eso que trabajaba hasta entrada la noche-, Knud salía y se iba hasta la calle donde vivía Juana; levantaba los ojos a su ventana, casi siempre iluminada, y una noche vio incluso la sombra de su rostro en la cortina -fue una noche maravillosa-. A la señora del zapatero no le parecían bien tantas salidas vespertinas, y meneaba la cabeza dubitativamente; pero el patrón se sonreía: -¡Es joven! -decía. «El domingo nos veremos, y le diré que es la reina de todos mis pensamientos y que ha de ser mi esposa. Sólo soy un pobre oficial zapatero, pero puedo llegar a maestro; trabajaré y me esforzaré (sí, se lo voy a decir). A nada conduce el amor mudo, lo sé por aquellos alajús». Y llegó el domingo, y Knud se fue a casa de Juana. Pero, ¡qué pena! Estaban invitados a otra casa, y tuvieron que decirlo al mozo. Juana le estrechó la mano y le preguntó: -¿Has estado en el teatro? Pues tienes que ir. Yo canto el miércoles, y, si tienes tiempo, te enviaré una entrada. Mi padre sabe la dirección de tu amo. ¡Qué atención más cariñosa de su parte! Y el miércoles llegó, efectivamente, un sobre cerrado que contenía la entrada, pero sin ninguna palabra, y aquella noche Knud fue por primera vez en su vida al teatro. ¿Qué vio? Pues sí, vio a Juana, tan hermosa y encantadora; cierto que estaba casada con un desconocido, pero aquello era comedia, una cosa imaginaria, bien lo sabía Knud; de otro modo, ella no habría osado enviarle la entrada para que lo viera. Al terminar, todo el público aplaudió y gritó «¡hurra!», y Knud también. Hasta el Rey sonrió a Juana, como si hubiese sentido mucho placer en verla actuar. ¡Dios mío, qué pequeño se sentía Knud! Pero la quería con toda su alma, y ella lo quería también; pero es el hombre quien debe pronunciar la primera palabra, así lo pensaba también la figura del cuento. ¡Tenía mucha enjundia aquella historia! No bien llegó el domingo, Knud se encaminó nuevamente a casa de Juana. Su estado de espíritu era serio y solemne, como si fuera a recibir la Comunión. La joven estaba sola y lo recibió; la ocasión no podía ser más propicia. -Has hecho muy bien en venir -le dijo-. Estuve a punto de enviarte un recado por mi padre, pero presentí que volverías esta noche. Debo decirte que el viernes me marcho a Francia; tengo que hacerlo, si quiero llegar a ser algo. Knud sintió como si el cuarto diera vueltas a su alrededor, y le pareció que su corazón iba a estallar. No asomó ni una lágrima a sus ojos, pero su desolación no era menos visible. -Mi bueno y fiel amigo… -dijo ella, y sus palabras desataron la lengua del muchacho. Le dijo cómo la quería y cómo deseaba que fuese su esposa. Y al pronunciar estas palabras, vio que Juana palidecía y, soltándole la mano, le dijo con acento grave y afligido: -¡No quieras que los dos seamos desgraciados, Knud! Yo seré siempre una buena hermana para ti, siempre podrás contar conmigo, pero nada más -y le pasó la mano suave por la ardorosa frente-. Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos. En aquel momento la madrastra entró en el aposento. -Knud está desolado porque me marcho -dijo Juana ¡Vamos, sé un hombre!- y le dio un golpe en el hombro; era como si no hubiesen hablado más que del viaje. -¡Chiquillo! -añadió-. Vas a ser bueno y razonable, como cuando de niños jugábamos debajo del sauce. Le pareció a Knud que el mundo se había salido de quicio; sus ideas eran como una hebra suelta flotando a merced del viento. Se quedó sin saber si lo habían invitado o no, pero todos se mostraron afables y bondadosos; Juana le sirvió té y cantó. No era ya aquella voz de antes, y, no obstante, sonaba tan maravillosamente, que el corazón del muchacho estaba a punto de estallar. Y así se despidieron. Knud no le alargó la mano, pero ella se la cogió, diciendo: -¡Estrecha la mano de tu hermana para despedirte, mi viejo hermano de juego! -y se sonreía entre las lágrimas que le rodaban por las mejillas; y volvió a llamarlo hermano. ¡Valiente consuelo! Tal fue la despedida. Se fue ella a Francia, y Knud siguió vagando por las sucias calles de Copenhague. Los compañeros del taller le preguntaron por qué estaba siempre tan caviloso, y lo invitaron a ir con ellos a divertirse; por algo era joven. Y fue con ellos al baile, donde había muchas chicas bonitas, aunque ninguna como Juana. Allí, donde había esperado olvidarse de ella, la tenía más que nunca presente en sus pensamientos. «Dios nos da la fuerza necesaria, con tal que nosotros lo queramos», le había dicho ella; una oración acudió a su mente y juntó las manos… los violines empezaron a tocar, y las muchachas a bailar en corro. Knud se asustó; le pareció que no era aquél un lugar adecuado para Juana, pues la llevaba siempre en su corazón; salió, pues, del baile y, corriendo por las calles, pasó frente a la casa donde ella habla vivido. Estaba oscura; todo estaba oscuro, desierto y solitario. El mundo siguió su camino, y Knud el suyo. Llegó el invierno, y se helaron las aguas; parecía como si todo se preparase para la tumba. Pero al venir la primavera y hacerse a la mar el primer vapor, le entró a Knud un gran deseo de marcharse lejos, muy lejos a correr mundo, aunque no de ir a Francia. Cerró la mochila y se fue a Alemania, peregrinando de una población a otra, sin pararse en ninguna, hasta que, al llegar a la antigua y bella ciudad de Nuremberg, le pareció que volvía a ser señor de sus piernas y que podía quedarse allí. Nuremberg es una antigua y maravillosa ciudad, que parece recortada de una vieja crónica ilustrada. Las calles discurren sin orden ni concierto; las casas no gustan de estar alineadas; miradores con torrecillas, volutas y estatuas resaltan por encima de las aceras, y en lo alto de los tejados, asombrosamente puntiagudos, corren canalones que desembocan sobre el centro de la calle, adoptando formas de dragones y perros de alargados cuerpos. Knud llegó a la plaza del mercado, con la mochila a la espalda, y se detuvo junto a una antigua fuente, en la que unas soberbias figuras de bronce, representativas de personajes bíblicos e históricos, se levantan entre los chorros de agua que brotan del surtidor. Una hermosa muchacha que estaba sacando agua dio de beber a Knud, y como llevara un puñado de rosas, le ofreció también una, y esto lo tomó el muchacho como un buen agüero. Desde la cercana iglesia le llegaban sones de órgano, tan familiares como si fueran los de la iglesia de Kjöge, y el mozo entró en la vasta catedral. El sol, a través de los cristales policromados, brillaba por entre las altas y esbeltas columnas. Un gran fervor llenó sus pensamientos, y sintió en el alma una íntima paz. Buscó y encontró en Nuremberg un buen maestro; se quedó en su casa y aprendió la lengua. Los antiguos fosos que rodean la ciudad han sido convertidos en huertecitos, pero las altas murallas continúan en pie, con sus pesadas torres. El cordelero trenza sus cuerdas en el corredor construido de vigas que, a la largo del muro, conduce a la ciudad, y allí, brotando de grietas y hendeduras, crece el saúco, extendiendo sus ramas por encima de las bajas casitas, en una de las cuales residía el maestro para quien trabajaba Knud. Sobre la ventanuca de la buhardilla que era su dormitorio, el arbusto inclinaba sus ramas. Residió allí todo un verano y un invierno, pero al llegar la primavera no pudo resistir por más tiempo; el saúco floreció, y su fragancia le recordaba tanto su tierra, que le parecía encontrarse en el jardín de Kjöge. Por eso cambió Knud de patrón, y se buscó otro en el interior de la ciudad, en un lugar donde no crecieran saúcos. Su taller estaba en las proximidades de un antiguo puente amurallado, encima de un bajo molino de aguas que murmuraba eternamente; por debajo fluía un río impetuoso, encajonado entre casas de cuyas paredes se proyectaban miradores corroídos, siempre a punto de caerse al agua. No había allí saúcos, ni siquiera una maceta con una planta verde, pero enfrente se levantaba un viejo y corpulento sauce, que parecía agarrarse a la casa para no ser arrastrado por la corriente. Extendía sus ramas por encima del río, exactamente como el del jardín de Kjöge lo hacía por encima del arroyo. En realidad, había ido a parar de la madre saúco al padre sauce; especialmente en las noches de luna, aquel árbol le hacía pensar en Dinamarca. Pero este pensamiento, más que de la luz de la luna, venía del viejo sauce. No pudo resistirlo; y ¿por qué no? Pregúntalo al sauce, pregúntalo al saúco florido. Por eso dijo adiós a su maestro de Nuremberg y prosiguió su peregrinación. A nadie hablaba de Juana; se guardaba su pena en el fondo del alma, dando una profunda significación a la historia de los pasteles de alajú. Ahora comprendía por qué el hombre llevaba una almendra amarga en el costado izquierdo; también él sentía su amargor, mientras que Juana, siempre tan dulce y afable, era pura miel. Tenía la sensación de que las correas de la mochila le apretaban hasta impedirle respirar, y las aflojó, pero inútilmente. A su alrededor veía tan sólo medio mundo, el otro medio lo llevaba dentro; tal era su estado de ánimo. Hasta el momento en que vislumbró las altas montañas no se ensanchó para él el mundo; sus pensamientos salieron al exterior, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Los Alpes se le aparecían como las alas plegadas de la Tierra, y como si aquellas alas se abrieran, con sus cuadros maravillosos de negros bosques, impetuosas aguas, nubes y masas de nieve. «El día del Juicio Final, la Tierra levantará sus grandes alas, volará a Dios y estallará como una burbuja de jabón en sus luminosos rayos. ¡Ah, si fuera el día del Juicio!», suspiró. Siguió errando por el país, que se le aparecía como un vergel cubierto de césped; desde los balcones de madera lo saludaban con amables signos de cabeza las muchachas encajeras, las cumbres de las montañas se veían teñidas de rojo a los rayos del sol poniente, y cuando descubrió los verdes lagos entre los árboles oscuros, le vino a la mente el recuerdo de la Bahía de Kjöge, y sintió que su pecho se llenaba de melancolía, pero no de dolor. En el lugar donde el Rin se precipita como una enorme ola y, pulverizándose, se transforma en una clara masa de nubes blancas como la nieve, como si allí se forjasen las nubes -con el arco iris flotando encima cual una cinta suelta-, pensó en el molino de Kjöge, con sus aguas rugientes y espumeantes. Gustoso se habría quedado en la apacible ciudad del Rin; pero crecían en ella demasiados saúcos y sauces, por lo que prosiguió su camino, cruzando las poderosas y abruptas montañas, a través de desplomadas paredes de rocas y de senderos que, cual nidos de golondrinas, se pegaban a las laderas. Las aguas mugían en las hondonadas, las nubes se cernían sobre su cabeza; por entre cardos, rododendros y nieve fue avanzando al calor del sol estival, hasta que dijo adiós a las tierras septentrionales, y entró en una región de castaños, viñedos y maizales. Las montañas eran un muro entre él y todos sus recuerdos; y así convenía que fuese. Se desplegaba ante él una ciudad grande y magnífica, llamada Milán y en ella encontró a un maestro alemán que le ofreció trabajo; era el taller de un matrimonio ya entrado en años, gente honrada a carta cabal. El zapatero y su mujer tomaron afecto a aquel mozo apacible, de pocas palabras, pero muy trabajador, piadoso y buen cristiano. También a él le parecía que Dios le había quitado la pesada carga que oprimía su corazón. Su mayor alegría era ir de vez en cuando a la grandiosa catedral de mármol, que le parecía construida con la nieve de su patria, toda ella tallada en estatuas, torres puntiagudas y abiertos y adornados pórticos; desde cada ángulo de cada espira, de cada arco le sonreían las blancas esculturas. Encima tenía el cielo azul; debajo, la ciudad y la anchurosa y verdeante llanura lombarda, mientras al Norte se desplegaba el telón de altas montañas nevadas… Entonces pensaba en la iglesia de Kjöge, con sus paredes rojas, revestidas de yedra, pero no la echaba de menos; quería que lo enterrasen allí, detrás de las montañas. Llevaba un año allí, y habían transcurrido tres desde que abandonara su patria, cuando un día su patrón lo llevó a la ciudad, pero no al circo a ver a los caballistas, sino a la Ópera, la gran ópera, cuyo salón era digno de verse. Colgaban allí siete hileras de cortinas de seda, y desde el suelo hasta el techo, a una altura que daba vértigo, se veían elegantísimas damas con ramos de flores en las manos, como disponiéndose a ir al baile, mientras los caballeros vestían de etiqueta, muchos de ellos con el pecho cubierto de oro y plata. La claridad competía con la del sol más espléndido, y la música resonaba fuerte y magnífica, mucho más que en el teatro de Copenhague; pero allí estaba Juana y aquí… ¡Sí, fue como un hechizo! Se levantó el telón, y apareció también Juana, vestida de oro y seda, con una corona en la cabeza. Cantó como sólo un ángel de Dios sabría hacerlo, y se adelantó en el escenario cuanto le fue posible, sonriendo como sólo Juana sabía sonreír; y miró precisamente a Knud. El pobre muchacho agarró la mano de su maestro y gritó: -¡Juana! -mas nadie lo oyó sino él, pues la música ahogó su voz. Sólo su amo hizo un signo afirmativo con la cabeza. -Sí, en efecto, se llama Juana -y, sacando un periódico, le mostró su nombre escrito en él. ¡No, no era un sueño! Y todo el público la aclamaba, y le arrojaba flores y coronas, y cada vez que se retiraba volvía a aplaudir llamándola a la escena. Salió una infinidad de veces. En la calle, la gente se agrupó alrededor de su coche, y Knud se encontró en primera fila, loco de felicidad, y cuando, junto con todo el gentío, se detuvo frente a su casa magníficamente iluminada, se halló él a la portezuela del carruaje. Se apeó Juana, la luz le dio en pleno rostro, y ella, sonriente y emocionada, dio las gracias por aquel homenaje. Knud la miró a la cara, y ella miró a su vez a la del joven… mas no lo reconoció. Un caballero que lucía una condecoración en el pecho le ofreció el brazo… Estaban prometidos, dijo la gente. Luego Knud se fue a su casa y se sujetó la mochila a la espalda. Quería volver a su tierra; necesitaba volver a ella, al saúco, al sauce -¡ay, bajo aquel sauce!-. En una hora puede recorrerse toda una vida humana. Le instaron a que se quedase, más ninguna palabra lo pudo retener. Le dijeron que se acercaba el invierno, que las montañas estaban ya nevadas; pero él podría seguir el rastro de la diligencia, que avanzaba despacio – y así le abriría camino -, la mochila a la espalda y apoyado en su bastón. Y tomó el camino de las montañas, cuesta arriba y cuesta abajo. Estaba cansado, y no había visto aún ni un pueblo ni una casa; marchaba hacia el Norte. Fulguraban las estrellas en el cielo, le vacilaban las piernas, y la cabeza le daba vueltas; en el fondo del valle centelleaban también estrellas, como si el cielo se extendiera no sólo en las alturas, sino bajo sus pies. Se sentía enfermo. Aquellos astros del fondo se volvían cada vez más claros y luminosos, y se movían de uno a otro lado. Era una pequeña ciudad, en la que brillaban las luces, y cuando él se dio cuenta de lo que se trataba, hizo un último esfuerzo y pudo llegar hasta una mísera posada. Permaneció en ella una noche y un día entero, pues su cuerpo necesitaba descanso y cuidados; en el valle deshelaba y llovía. A la mañana se presentó un organillero, que tocó una melodía de Dinamarca, y Knud ya no pudo resistir por más tiempo. Anduvo días y días a toda prisa, como impaciente por llegar a la patria antes de que todos hubiesen muerto; pero a nadie habló de su anhelo, nadie habría creído en la pena le su corazón, la pena más honda que puede sentirse, pues el mundo sólo se interesa por lo que es alegre y divertido; ni siquiera los amigos hubieran podido comprenderlo, y él no tenía amigos. Extranjero, caminaba por tierras extrañas rumbo al Norte. En la única carta que recibiera de su casa, una carta que sus padres le habían escrito hacia largo tiempo, se decía: «No eres un danés verdadero como nosotros. Nosotros lo somos hasta el fondo del alma. A ti te gustan sólo los países extranjeros». Esto le habían escrito sus padres. ¡Ay, qué mal lo conocían! Anochecía; él andaba por la carretera, empezaba a helar, y el paisaje se volvía más y más llano, todo él campos y prados. Junto al camino crecía un corpulento sauce. ¡Parecía aquello tan familiar, tan danés! Se sentó al pie del árbol; estaba fatigado, la cabeza se le caía, y los ojos se le cerraban; pero él seguía dándose cuenta de que el sauce inclinaba las ramas hacia él; el árbol se le aparecía como un hombre viejo y fornido, era el padre sauce en persona, que lo cogía en brazos y lo levantaba, a él, al hijo rendido, y lo llevaba a la tierra danesa, a la abierta playa luminosa, a Kjöge, al jardín de su infancia. Sí, era el mismo sauce de Kjöge que se había lanzado al mundo en su busca; y ahora lo había encontrado y conducido al jardincito junto al riachuelo, donde se hallaba Juana en todo su esplendor, la corona de oro en la cabeza, tal y como la viera la última vez, y le decía: – ¡Bienvenido! Y he aquí que vio delante de él a dos extrañas figuras, sólo que mucho más humanas que las que recordaba de su niñez; también ellas habían cambiado. Eran los dos moldes de alajú, el hombre y la mujer, que lo miraban de frente y tenían muy buen aspecto. -¡Gracias! – le dijeron a la vez-. Tú nos has desatado la lengua, nos has enseñado que hay que expresar francamente los pensamientos; de otro modo nada se consigue, y ahora nosotros hemos logrado algo: ¡Estamos prometidos! Y se echaron a andar cogidos de la mano por las calles de Kjöge; incluso vistos de espalda estaban muy correctos, no había nada que reprocharles. Y se encaminaron directamente a la iglesia, seguidos por Knud y Juana, cogidos asimismo de la mano; y la iglesia aparecía como antes, con sus paredes rojas cubiertas de espléndida yedra, y la gran puerta de doble batiente abierta; resonaba el órgano, mientras los hombres y mujeres avanzaban por la nave: «¡Primero los señores!», decían; y los novios de alajú dejaron paso a Knud y Juana, los cuales fueron a arrodillarse ante el altar; ella inclinó la cabeza contra el rostro de él, y lágrimas glaciales manaron de sus ojos; era el hielo que rodeaba su corazón, fundido por su gran amor; las lágrimas rodaban por las mejillas ardorosas del muchacho… Y entonces despertó, y se encontró sentado al pie del viejo sauce de una tierra extraña, al anochecer de un día invernal; una fuerte granizada que caía de las nubes le azotaba el rostro. – ¡Ha sido la hora más hermosa de mi vida – dijo -, y ha sido sólo un sueño! ¡Dios mío, deja que vuelva a soñar! – y, cerrando los ojos, se quedó dormido, soñando… Hacia la madrugada empezó a nevar, y el viento arrastraba la nieve por encima del dormido muchacho. Pasaron varias personas que se dirigían a la iglesia, y encontraron al oficial artesano, muerto, helado, bajo el sauce.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Buen humor
Cuento infantil
Mi padre me dejó en herencia el mejor bien que se pueda imaginar: el buen humor. Y, ¿quién era mi padre? Claro que nada tiene esto que ver con el humor. Era vivaracho y corpulento, gordo y rechoncho, y tanto su exterior como su interior estaban en total contradicción con su oficio. Y, ¿cuál era su oficio, su posición en la sociedad? Si esto tuviera que escribirse e imprimirse al principio de un libro, es probable que muchos lectores lo dejaran de lado, diciendo: «Todo esto parece muy penoso; son temas de los que prefiero no oír hablar». Y, sin embargo, mi padre no fue verdugo ni ejecutor de la justicia, antes al contrario, su profesión lo situó a la cabeza de los personajes más conspicuos de la ciudad, y allí estaba en su pleno derecho, pues aquél era su verdadero puesto. Tenía que ir siempre delante: del obispo, de los príncipes de la sangre…; sí, señor, iba siempre delante, pues era cochero de las pompas fúnebres. Bueno, pues ya lo saben. Y una cosa puedo decir en toda verdad: cuando veían a mi padre sentado allá arriba en el carruaje de la muerte, envuelto en su larga capa blanquinegra, cubierta la cabeza con el tricornio ribeteado de negro, por debajo del cual asomaba su cara rolliza, redonda y sonriente como aquella con la que representan al sol, no había manera de pensar en el luto ni en la tumba. Aquella cara decía: «No se preocupen. A lo mejor no es tan malo como lo pintan». Pues bien, de él he heredado mi buen humor y la costumbre de visitar con frecuencia el cementerio. Esto resulta muy agradable, con tal de ir allí con un espíritu alegre, y otra cosa, todavía: me llevo siempre el periódico, como él hacía también. Ya no soy tan joven como antes, no tengo mujer ni hijos, ni tampoco biblioteca, pero, como ya he dicho, compro el periódico, y con él me basta; es el mejor de los periódicos, el que leía también mi padre. Resulta muy útil para muchas cosas, y además trae todo lo que hay que saber: quién predica en las iglesias, y quién lo hace en los libros nuevos; dónde se encuentran casas, criados, ropas y alimentos; quién efectúa «liquidaciones», y quién se marcha. Y luego, uno se entera de tantos actos caritativos y de tantos versos ingenuos que no hacen daño a nadie, anuncios matrimoniales, citas que uno acepta o no, y todo de manera tan sencilla y natural. Se puede vivir muy bien y muy felizmente, y dejar que lo entierren a uno, cuando se tiene el «Noticiero»; al llegar al final de la vida se tiene tantísimo papel, que uno puede tenderse encima si no le parece apropiado descansar sobre virutas y aserrín. El «Noticiero» y el cementerio son y han sido siempre las formas de ejercicio que más han hablado a mi espíritu, mis balnearios preferidos para conservar el buen humor. Ahora bien, por el periódico puede pasear cualquiera; pero vengan conmigo al cementerio. Vamos allá cuando el sol brilla y los árboles están verdes; paseémonos entonces por entre las tumbas, Cada una de ellas es como un libro cerrado con el lomo hacia arriba; puede leerse el título, que dice lo que la obra contiene, y, sin embargo, nada dice; pero yo conozco el intríngulis, lo sé por mi padre y por mí mismo. Lo tengo en mi libro funerario, un libro que me he compuesto yo mismo para mi servicio y gusto. En él están todos juntos y aún algunos más. Ya estamos en el cementerio. Detrás de una reja pintada de blanco, donde antaño crecía un rosal -hoy no está, pero unos tallos de siempreviva de la sepultura contigua han extendido hasta aquí sus dedos, y más vale esto que nada-, reposa un hombre muy desgraciado, y, no obstante, en vida tuvo un buen pasar, como suele decirse, o sea, que no le faltaba su buena rentecita y aún algo más, pero se tomaba el mundo, en todo caso, el Arte, demasiado a pecho. Si una noche iba al teatro dispuesto a disfrutar con toda su alma, se ponía frenético sólo porque el tramoyista iluminaba demasiado la cara de la luna, o porque las bambalinas colgaban delante de los bastidores en vez de hacerlo por detrás, o porque salía una palmera en un paisaje de Dinamarca, un cacto en el Tirol o hayas en el norte de Noruega. ¿Acaso tiene eso la menor importancia? ¿Quién repara en estas cosas? Es la comedia lo que debe causaros placer. Tan pronto el público aplaudía demasiado, como no aplaudía bastante. -Esta leña está húmeda -decía-, no quemará esta noche. Y luego se volvía a ver qué gente había, y notaba que se reían a deshora, en ocasiones en que la risa no venía a cuento, y el hombre se encolerizaba y sufría. No podía soportarlo, y era un desgraciado. Y helo aquí: hoy reposa en su tumba. Aquí yace un hombre feliz, o sea, un hombre muy distinguido, de alta cuna; y ésta fue su dicha, ya que, por lo demás, nunca habría sido nadie; pero en la Naturaleza está todo tan bien dispuesto y ordenado, que da gusto pensar en ello. Iba siempre con bordados por delante y por detrás, y ocupaba su sitio en los salones, como se coloca un costoso cordón de campanilla bordado en perlas, que tiene siempre detrás otro cordón bueno y recio que hace el servicio. También él llevaba detrás un buen cordón, un hombre de paja encargado de efectuar el servicio. Todo está tan bien dispuesto, que a uno no pueden por menos que alegrársele las pajarillas. Descansa aquí -¡esto sí que es triste!-, descansa aquí un hombre que se pasó sesenta y siete años reflexionando sobre la manera de tener una buena ocurrencia. Vivió sólo para esto, y al cabo le vino la idea, verdaderamente buena a su juicio, y le dio una alegría tal, que se murió de ella, con lo que nadie pudo aprovecharse, pues a nadie la comunicó. Y mucho me temo que por causa de aquella buena idea no encuentre reposo en la tumba; pues suponiendo que no se trate de una ocurrencia de esas que sólo pueden decirse a la hora del desayuno – pues de otro modo no producen efecto -, y de que él, como buen difunto, y según es general creencia, sólo puede aparecerse a medianoche, resulta que no siendo la ocurrencia adecuada para dicha hora, nadie se ríe, y el hombre tiene que volverse a la sepultura con su buena idea. Es una tumba realmente triste. Aquí reposa una mujer codiciosa. En vida se levantaba por la noche a maullar para hacer creer a los vecinos que tenía gatos; ¡hasta tanto llegaba su avaricia! Aquí yace una señorita de buena familia; se moría por lucir la voz en las veladas de sociedad, y entonces cantaba una canción italiana que decía: «Mi manca la voce!» («¡Me falta la voz!»). Es la única verdad que dijo en su vida. Yace aquí una doncella de otro cuño. Cuando el canario del corazón empieza a cantar, la razón se tapa los oídos con los dedos. La hermosa doncella entró en la gloria del matrimonio… Es ésta una historia de todos los días, y muy bien contada además. ¡Dejemos en paz a los muertos! Aquí reposa una viuda, que tenía miel en los labios y bilis en el corazón. Visitaba las familias a la caza de los defectos del prójimo, de igual manera que en días pretéritos el «amigo policía» iba de un lado a otro en busca de una placa de cloaca que no estaba en su sitio. Tenemos aquí un panteón de familia. Todos los miembros de ella estaban tan concordes en sus opiniones, que aun cuando el mundo entero y el periódico dijesen: «Es así», si el benjamín de la casa decía, al llegar de la escuela: «Pues yo lo he oído de otro modo», su afirmación era la única fidedigna, pues el chico era miembro de la familia. Y no había duda: si el gallo del corral acertaba a cantar a media noche, era señal de que rompía el alba, por más que el vigilante y todos los relojes de la ciudad se empeñasen en decir que era medianoche. El gran Goethe cierra su Fausto con estas palabras: «Puede continuarse», Lo mismo podríamos decir de nuestro paseo por el cementerio. Yo voy allí con frecuencia; cuando alguno de mis amigos, o de mis no amigos se pasa de la raya conmigo, me voy allí, busco un buen trozo de césped y se lo consagro, a él o a ella, a quien sea que quiero enterrar, y lo entierro enseguida; y allí se están muertitos e impotentes hasta que resucitan, nuevitos y mejores. Su vida y sus acciones, miradas desde mi atalaya, las escribo en mi libro funerario. Y así debieran proceder todas las personas; no tendrían que encolerizarse cuando alguien les juega una mala pasada, sino enterrarlo enseguida, conservar el buen humor y el «Noticiero», este periódico escrito por el pueblo mismo, aunque a veces inspirado por otros. Cuando suene la hora de encuadernarme con la historia de mi vida y depositarme en la tumba, poned esta inscripción: «Un hombre de buen humor». Ésta es mi historia.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Cada cosa en su sitio
Cuento infantil
Hace de esto más de cien años. Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas. Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó. -¡Cada cosa en su sitio! -exclamó-. ¡El tuyo es el estercolero! -y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción: «¡Borrachas llegan las ricas aves!». Dios sabe lo rico que era. La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio. -¡Cada cosa en su sitio! -dijo, remedando al noble en tono de burla y poniendo a la muchacha en un lugar seco. Luego intentó volver a adherir la rama quebrada al árbol; pero eso de «cada cosa en su sitio» no siempre tiene aplicación, y así la clavó en la tierra reblandecida-. Crece si puedes; crece hasta convertirte en una buena flauta para la gente del castillo. Con ello quería augurar al noble y los suyos un bien merecido castigo. Subió después al palacio, aunque no pasó al salón de fiestas; no era bastante distinguido para ello. Sólo le permitieron entrar en la habitación de la servidumbre, donde fueron examinadas sus mercancías y discutidos los precios. Pero del salón donde se celebraba el banquete llegaba el griterío y alboroto de lo que querían ser canciones; no sabían hacerlo mejor. Resonaban las carcajadas y los ladridos de los perros. Se comía y bebía con el mayor desenfreno. El vino y la cerveza espumeaban en copas y jarros, y los canes favoritos participaban en el festín; los señoritos los besaban después de secarles el hocico con las largas orejas colgantes. El buhonero fue al fin introducido en el salón, con sus mercancías; sólo querían divertirse con él. El vino se les había subido a la cabeza, expulsando de ella a la razón. Le sirvieron cerveza en un calcetín para que bebiese con ellos, ¡pero deprisa! Una ocurrencia por demás graciosa, como se ve. Rebaños enteros de ganado, cortijos con sus campesinos fueron jugados y perdidos a una sola carta. -¡Cada cosa en su sitio! -dijo el buhonero cuando hubo podido escapar sano y salvo de aquella Sodoma y Gomorra, como él la llamó-. Mi sitio es el camino, bajo el cielo, y no allá arriba. Y desde el vallado se despidió de la zagala con un gesto de la mano. Pasaron días y semanas, y aquella rama quebrada de sauce que el buhonero plantara junto al foso, seguía verde y lozana; incluso salían de ella nuevos vástagos. La doncella vio que había echado raíces, lo cual le produjo gran contento, pues le parecía que era su propio árbol. Y así fue prosperando el joven sauce, mientras en la propiedad todo decaía y marchaba del revés, a fuerza de francachelas y de juego: dos ruedas muy poco apropiadas para hacer avanzar el carro. No habían transcurrido aún seis años, cuando el noble hubo de abandonar su propiedad convertido en pordiosero, sin más haber que un saco y un bastón. La compró un rico buhonero, el mismo que un día fuera objeto de las burlas de sus antiguos propietarios, cuando le sirvieron cerveza en un calcetín. Pero la honradez y la laboriosidad llaman a los vientos favorables, y ahora el comerciante era dueño de la noble mansión. Desde aquel momento quedaron desterrados de ella los naipes. -¡Mala cosa! -decía el nuevo dueño-. Viene de que el diablo, después que hubo leído la Biblia, quiso fabricar una caricatura de ella e ideo el juego de cartas. El nuevo señor contrajo matrimonio -¿con quién dirías?- Pues con la zagala, que se había conservado honesta, piadosa y buena. Y en sus nuevos vestidos aparecía tan pulcra y distinguida como si hubiese nacido en noble cuna. ¿Cómo ocurrió la cosa? Bueno, para nuestros tiempos tan ajetreados sería ésta una historia demasiado larga, pero el caso es que sucedió; y ahora viene lo más importante. En la antigua propiedad todo marchaba a las mil maravillas; la madre cuidaba del gobierno doméstico, y el padre, de las faenas agrícolas. Llovían sobre ellos las bendiciones; la prosperidad llama a la prosperidad. La vieja casa señorial fue reparada y embellecida; se limpiaron los fosos y se plantaron en ellos árboles frutales; la casa era cómoda, acogedora, y el suelo, brillante y limpísimo. En las veladas de invierno, el ama y sus criadas hilaban lana y lino en el gran salón, y los domingos se leía la Biblia en alta voz, encargándose de ello el Consejero comercial, pues a esta dignidad había sido elevado el ex-buhonero en los últimos años de su vida. Crecían los hijos – pues habían venido hijos -, y todos recibían buena instrucción, aunque no todos eran inteligentes en el mismo grado, como suele suceder en las familias. La rama de sauce se había convertido en un árbol exuberante, y crecía en plena libertad, sin ser podado. – -¡Es nuestro árbol familiar! -decía el anciano matrimonio, y no se cansaban de recomendar a sus hijos, incluso a los más ligeros de cascos, que lo honrasen y respetasen siempre. Y ahora dejamos transcurrir cien años. Estamos en los tiempos presentes. El lago se había transformado en un cenagal, y de la antigua mansión nobiliaria apenas quedaba vestigio: una larga charca, con unas ruinas de piedra en uno de sus bordes, era cuanto subsistía del profundo foso, en el que se levantaba un espléndido árbol centenario de ramas colgantes: era el árbol familiar. Allí seguía, mostrando lo hermoso que puede ser un sauce cuando se lo deja crecer en libertad. Cierto que tenía hendido el tronco desde la raíz hasta la copa, y que la tempestad lo había torcido un poco; pero vivía, y de todas sus grietas y desgarraduras, en las que el viento y la intemperie habían depositado tierra fecunda, brotaban flores y hierbas; principalmente en lo alto, allí donde se separaban las grandes ramas, se había formado una especie de jardincito colgante de frambuesas y otras plantas, que suministran alimento a los pajarillos; hasta un gracioso acerolo había echado allí raíces y se levantaba, esbelto y distinguido, en medio del viejo sauce, que se miraba en las aguas negras cada vez que el viento barría las lentejas acuáticas y las arrinconaba en un ángulo de la charca. Un estrecho sendero pasaba a través de los campos señoriales, como un trazo hecho en una superficie sólida. En la cima de la colina lindante con el bosque, desde la cual se dominaba un soberbio panorama, se alzaba el nuevo palacio, inmenso y suntuoso, con cristales tan transparentes, que se habría dicho que no los había. La gran escalinata frente a la puerta principal parecía una galería de follaje, un tejido de rosas y plantas de amplias hojas. El césped era tan limpio y verde como si cada mañana y cada tarde alguien se entretuviera en quitar hasta la más ínfima brizna de hierba seca. En el interior del palacio, valiosos cuadros colgaban de las paredes, y había sillas y divanes tapizados de terciopelo y seda, que parecían capaces de moverse por sus propios pies; mesas con tablero de blanco mármol y libros encuadernados en tafilete con cantos de oro… Era gente muy rica la que allí residía, gente noble: eran barones. Reinaba allí un gran orden, y todo estaba en relación con lo demás. «Cada cosa en su sitio», decían los dueños, y por eso los cuadros que antaño habrían adornado las paredes de la vieja casa, colgaban ahora en las habitaciones del servicio. Eran trastos viejos, en particular aquellos dos antiguos retratos, uno de los cuales representaba un hombre en casaca rosa y con enorme peluca, y el otro, una dama de cabello empolvado y alto peinado, que sostenía una rosa en la mano, rodeados uno y otro de una gran guirnalda de ramas de sauce. Los dos cuadros presentaban numerosos agujeros, producidos por los baronesitos, que los habían tomado por blanco de sus flechas. Eran el Consejero comercial y la señora Consejera, los fundadores del linaje. -Sin embargo, no pertenecen del todo a nuestra familia -dijo uno de los baronesitos-. Él había sido buhonero, y ella, pastora. No eran como papá y mamá. Aquellos retratos eran trastos viejos, y «¡cada cosa en su sitio!», se decía; por eso el bisabuelo y la bisabuela habían ido a parar al cuarto de la servidumbre. El hijo del párroco estaba de preceptor en el palacio. Un día salió con los señoritos y la mayor de las hermanas, que acababa de recibir su confirmación. Iban por el sendero que conducía al viejo sauce, y por el camino la jovencita hizo un ramo de flores silvestres. «Cada cosa en su sitio», y de sus manos salió una obra artística de rara belleza. Mientras disponía el ramo, escuchaba atentamente cuanto decían los otros, y sentía un gran placer oyendo al hijo del párroco hablar de las fuerzas de la Naturaleza y de la vida de grandes hombres y mujeres. Era una muchacha de alma sana y elevada, de nobles sentimientos, y dotada de un corazón capaz de recoger amorosamente cuanto de bueno había creado Dios. Se detuvieron junto al viejo sauce. El menor de los niños pidió que le fabricasen una flauta, como las había tenido ya de otros sauces, y el preceptor rompió una rama del árbol. -¡Oh, no lo hagáis! -dijo la baronesita; pero ya era tarde- ¡Es nuestro viejo árbol famoso! Lo quiero mucho. En casa se me ríen por eso, pero me da lo mismo. Hay una leyenda acerca de ese árbol… Y contó cuanto había oído del sauce, del viejo castillo, de la zagala y el buhonero, que se habían conocido en aquel lugar y eran los fundadores de la noble familia de la baronesita. -No quisieron ser elevados a la nobleza; eran probos e íntegros -dijo-. Tenían por lema: «Cada cosa en su sitio», y temían sentirse fuera de su sitio si se dejaban ennoblecer por dinero. Su hijo, mi abuelo, fue el primer barón; tengo entendido que fue un hombre sabio, de gran prestigio y muy querido de príncipes y princesas, que lo invitaban a todas sus fiestas. A él va la admiración de mi familia, pero yo no sé por qué los viejos bisabuelos me inspiran más simpatía. ¡Qué vida tan recogida y patriarcal debió de llevarse en el viejo palacio, donde el ama hilaba en compañía de sus criadas, y el anciano señor leía la Biblia en voz alta! -Fueron gente sensata y de gran corazón -asintió el hijo del párroco; y de pronto se encontraron enzarzados en una conversación sobre la nobleza y la burguesía, y casi parecía que el preceptor no formaba parte de esta última clase, tal era el calor con qué encomiaba a la primera. -Es una suerte pertenecer a una familia que se ha distinguido, y, por ello, llevar un impulso en la sangre, un anhelo de avanzar en todo lo bueno. Es magnífico llevar un apellido que abra el acceso a las familias más encumbradas. Nobleza es palabra que se define a sí misma, es la moneda de oro que lleva su valor en su cuño. El espíritu de la época afirma, y muchos escritores están de acuerdo con él, naturalmente, que todo lo que es noble ha de ser malo y disparatado, mientras en los pobres todo es brillante, tanto más cuanto más se baja en la escala social. Pero yo no comparto este criterio, que es completamente erróneo y disparatado. En las clases superiores encontramos muchos rasgos de conmovedora grandeza; mi padre me contó uno, al que yo podría añadir otros muchos. Un día se encontraba de visita en una casa distinguida de la ciudad, en la que según tengo entendido, mi abuela había criado a la señora. Estaba mi madre en la habitación, al lado del noble y anciano señor, cuando éste se dio cuenta de una mujer de avanzada edad que caminaba penosamente por el patio apoyada en dos muletas. Todos los domingos venía a recoger unas monedas. «Es la pobre vieja -dijo el señor-. ¡Le cuesta tanto andar!». Y antes de que mi madre pudiera adivinar su intención, había cruzado el umbral y corría escaleras abajo, él, Su Excelencia en persona, al encuentro de la mendiga, para ahorrarle el costoso esfuerzo de subir a recoger su limosna. Es sólo un pequeño rasgo, pero, como el óbolo de la viuda, resuena en lo más hondo del corazón y manifiesta la bondad de la naturaleza humana; y éste es el rasgo que debe destacar el poeta, y más que nunca en nuestro tiempo, pues reconforta y contribuye a suavizar diferencias y a reconciliar a la gente. Pero cuando una persona, por ser de sangre noble y poseer un árbol genealógico como los caballos árabes, se levanta como éstos sobre sus patas traseras y relincha en las calles y dice en su casa: «¡Aquí ha estado gente de la calle!», porque ha entrado alguien que no es de la nobleza, entonces la nobleza ha degenerado, ha descendido a la condición de una máscara como aquélla de Tespis; todo el mundo se burla del individuo, y la sátira se ensaña con él. Tal fue el discurso del hijo del párroco, un poco largo, y entretanto había quedado tallada la flauta. Había recepción en el palacio. Asistían muchos invitados de los alrededores y de la capital, y damas vestidas con mayor o menor gusto. El gran salón pululaba de visitantes. Reunidos en un grupo se veía a los clérigos de la comarca, retirados respetuosamente en un ángulo de la estancia, como si se preparasen para un entierro, cuando en realidad aquello era una fiesta, sólo que aún no había empezado de verdad. Había de darse un gran concierto; para ello, el baronesito había traído su flauta de sauce, pero todos sus intentos y los de su padre por arrancar una nota al instrumento habían sido vanos, y, así, lo habían arrinconado por inútil. Se oyó música y canto de la clase que más divierte a los ejecutantes, aunque, por lo demás, muy agradable. -¿También usted es un virtuoso? -preguntó un caballero, un auténtico hijo de familia-. Toca la flauta y se la fabrica usted mismo. Es el genio que todo lo domina, y a quien corresponde el lugar de honor. ¡Dios nos guarde! Yo marcho al compás de la época, y esto es lo que procede. ¿Verdad que va a deleitarnos con su pequeño instrumento? Y alargando al hijo del párroco la flauta tallada del sauce de la charca, con voz clara y sonora anunció a la concurrencia que el preceptor de la casa los obsequiaría con un solo de flauta, Fácil es comprender que se proponían burlarse de él, por lo que el joven se resistía, a pesar de ser un buen flautista. Pero tanto insistieron y lo importunaron, que, cogiendo el instrumento, se lo llevó a sus labios. Era una flauta maravillosa. Salió de ella una nota prolongada, como el silbido de una locomotora, y más fuerte aún, que resonó por toda la finca, y, más allá del parque y el bosque, por todo el país, en una extensión de millas y millas; y al mismo tiempo se levantó un viento tempestuoso, que bramó: «¡Cada cosa en su sitio!». Y ya tienen a papá volando, como llevado por el viento, hasta la casa del pastor, y a éste volando al palacio, aunque no al salón, pues en él no podía entrar, pero sí en el cuarto de los criados, donde quedó en medio de toda la servidumbre; y aquellos orgullosos lacayos, en librea y medias de seda quedaron como paralizados de espanto, al ver a un individuo de tan humilde categoría sentado a la mesa entre ellos. En el salón, la baronesita fue trasladada a la cabecera de la mesa, el puesto principal, y a su lado vino a parar el hijo del párroco, como si fueran una pareja de novios. Un anciano conde de la más rancia nobleza del país permaneció donde estaba, en su lugar de honor, pues la flauta era justa, como se debe ser. El caballero chistoso, aquel hijo de familia que había provocado la catástrofe, voló de cabeza al gallinero, y no fue él solo. El son de la flauta se oía a varias leguas a la redonda, y en todas partes ocurrían cosas extrañas. Una rica familia de comerciantes, que usaba carroza de cuatro caballos, se vio arrojada del carruaje; ni siquiera le dejaron un puesto detrás. Dos campesinos acaudalados, que en nuestro tiempo habían adquirido muchos bienes además de sus campos propios, fueron a dar con sus huesos en un barrizal. ¡Era una flauta peligrosa! Afortunadamente, reventó a la primera nota, y suerte hubo de ello. Entonces volvió al bolsillo. ¡Cada cosa en su sitio! Al día siguiente no se hablaba ya de lo sucedido; de ahí viene la expresión: «Guardarse la flauta». Todo volvió a quedar como antes, excepto que los dos viejos retratos, el del buhonero y el de la pastora, fueron colgados en el gran salón, al que habían sido llevados por la ventolera; y como un entendido en cosas de arte afirmara que se trataba realmente de obras maestras, quedaron definitivamente en el puesto de honor. Antes se ignoraba su mérito, ¿cómo iba a saberse? Pero desde aquel día presidieron el salón: «Cada cosa en su sitio», y ahí lo tienen. Larga es la eternidad, más larga que esta historia.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Chácharas de niños
Cuento infantil
En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un hombre de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza. Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente importante, como ella sabía muy bien. -¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse. -Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora. Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz: -Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo? -Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico. Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta. En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada. «¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible. Así discurrió aquella velada. Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres. Se levantaba en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen. ¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Cinco en una vaina
Cuento infantil
Cinco guisantes estaban encerrados en una vaina, y como ellos eran verdes y la vaina era verde también, creían que el mundo entero era verde, y tenían toda la razón. Creció la vaina y crecieron los guisantes; para aprovechar mejor el espacio, se pusieron en fila. Por fuera lucía el sol y calentaba la vaina, mientras la lluvia la limpiaba y volvía transparente. El interior era tibio y confortable, había claridad de día y oscuridad de noche, tal y como debe ser; y los guisantes, en la vaina, iban creciendo y se entregaban a sus reflexiones, pues en algo debían ocuparse. -¿Nos pasaremos toda la vida metidos aquí? -decían-. ¡Con tal de que no nos endurezcamos a fuerza de encierro! Me da la impresión de que hay más cosas allá fuera; es como un presentimiento. Y fueron transcurriendo las semanas; los guisantes se volvieron amarillos, y la vaina, también. -¡El mundo entero se ha vuelto amarillo! -exclamaron; y podían afirmarlo sin reservas. Un día sintieron un tirón en la vaina; había sido arrancada por las manos de alguien, y, junto con otras, vino a encontrarse en el bolsillo de una chaqueta. -Pronto nos abrirán -dijeron los guisantes, afanosos de que llegara el ansiado momento. -Me gustaría saber quién de nosotros llegará más lejos -dijo el menor de los cinco-. No tardaremos en saberlo. -Será lo que haya de ser -contestó el mayor. ¡Zas!, estalló la vaina y los cinco guisantes salieron rodando a la luz del sol. Estaban en una mano infantil; un chiquillo los sujetaba fuertemente, y decía que estaban como hechos a medida para su cerbatana. Y metiendo uno en ella, sopló. -¡Heme aquí volando por el vasto mundo! ¡Alcánzame, si puedes! -y salió disparado. -Yo me voy directo al Sol -dijo el segundo-. Es una vaina como Dios manda, y que me irá muy bien. Y allá se fue. -Cuando lleguemos a nuestro destino podremos descansar un rato -dijeron los dos siguientes-, pero nos queda aún un buen trecho para rodar-, y, en efecto, rodaron por el suelo antes de ir a parar a la cerbatana, pero al fin dieron en ella. ¡Llegaremos más lejos que todos! -¡Será lo que haya de ser! -dijo el último al sentirse proyectado a las alturas. Fue a dar contra la vieja tabla, bajo la ventana de la buhardilla, justamente en una grieta llena de musgo y mullida tierra, y el musgo lo envolvió amorosamente. Y allí se quedó el guisante oculto, pero no olvidado de Dios. -¡Será lo que haya de ser! -repitió. Vivía en la buhardilla una pobre mujer que se ausentaba durante la jornada para dedicarse a limpiar estufas, aserrar madera y efectuar otros trabajos pesados, pues no le faltaban fuerzas ni ánimos, a pesar de lo cual seguía en la pobreza. En la reducida habitación quedaba sólo su única hija, mocita delicada y linda que llevaba un año en cama, luchando entre la vida y la muerte. -¡Se irá con su hermanita! -suspiraba la mujer-. Tuve dos hijas, y muy duro me fue cuidar de las dos, hasta que el buen Dios quiso compartir el trabajo conmigo y se me llevó una. Bien quisiera yo ahora que me dejase la que me queda, pero seguramente a Él no le parece bien que estén separadas, y se llevará a ésta al cielo, con su hermana. Pero la doliente muchachita no se moría; se pasaba todo el santo día resignada y quieta, mientras su madre estaba fuera, a ganar el pan de las dos. Llegó la primavera; una mañana, temprano aún, cuando la madre se disponía a marcharse a la faena, el sol entró piadoso a la habitación por la ventanuca y se extendió por el suelo, y la niña enferma dirigió la mirada al cristal inferior. -¿Qué es aquello verde que asoma junto al cristal y que mueve el viento? La madre se acercó a la ventana y la entreabrió. -¡Mira! -dijo-, es una planta de guisante que ha brotado aquí con sus hojitas verdes. ¿Cómo llegaría a esta rendija? Pues tendrás un jardincito en que recrear los ojos. Acercó la camita de la enferma a la ventana, para que la niña pudiese contemplar la tierna planta, y la madre se marchó al trabajo. -¡Madre, creo que me repondré! -exclamó la chiquilla al atardecer-. ¡El sol me ha calentado tan bien, hoy! El guisante crece a las mil maravillas, y también yo saldré adelante y me repondré al calor del sol. -¡Dios lo quiera! -suspiró la madre, que abrigaba muy pocas esperanzas. Sin embargo, puso un palito al lado de la tierna planta que tan buen ánimo había infundido a su hija, para evitar que el viento la estropease. Sujetó en la tabla inferior un bramante, y lo ató en lo alto del marco de la ventana, con objeto de que la planta tuviese un punto de apoyo donde enroscar sus zarcillos a medida que se encaramase. Y, en efecto, se veía crecer día tras día. -¡Dios mío, hasta flores echa! -exclamó la madre una mañana y le entró entonces la esperanza y la creencia de que su niña enferma se repondría. Recordó que en aquellos últimos tiempos la pequeña había hablado con mayor animación; que desde hacía varias mañanas se había sentado sola en la cama, y, en aquella posición, se había pasado horas contemplando con ojos radiantes el jardincito formado por una única planta de guisante. La semana siguiente la enferma se levantó por primera vez una hora, y se estuvo, feliz, sentada al sol, con la ventana abierta; y fuera se había abierto también una flor de guisante, blanca y roja. La chiquilla, inclinando la cabeza, besó amorosamente los delicados pétalos. Fue un día de fiesta para ella. -¡Dios misericordioso la plantó y la hizo crecer para darte esperanza y alegría, hijita! – dijo la madre, radiante, sonriendo a la flor como si fuese un ángel bueno, enviado por Dios. Pero, ¿y los otros guisantes? Pues verás: Aquel que salió volando por el amplio mundo, diciendo: «¡Alcánzame si puedes!», cayó en el canalón del tejado y fue a parar al buche de una paloma, donde se encontró como Jonás en el vientre de la ballena. Los dos perezosos tuvieron la misma suerte; fueron también pasto de las palomas, con lo cual no dejaron de dar un cierto rendimiento positivo. En cuanto al cuarto, el que pretendía volar hasta el Sol, fue a caer al vertedero, y allí estuvo días y semanas en el agua sucia, donde se hinchó horriblemente. -¡Cómo engordo! -exclamaba satisfecho-. Acabaré por reventar, que es todo lo que puede hacer un guisante. Soy el más notable de los cinco que crecimos en la misma vaina. Y el vertedero dio su beneplácito a aquella opinión. Mientras tanto, allá, en la ventana de la buhardilla, la muchachita, con los ojos radiantes y el brillo de la salud en las mejillas, juntaba sus hermosas manos sobre la flor del guisante y daba gracias a Dios. – El mejor guisante es el mío -seguía diciendo el vertedero.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Colás el Chico y Colás el Grande
Cuento infantil
Vivían en un pueblo dos hombres que se llamaban igual: Colás. Pero uno tenía cuatro caballos y el otro solamente uno. Para distinguirlos llamaban Colás el Grande al de los cuatro caballos y Colás el Chico al otro, dueño de uno solo. Vamos a ver ahora lo que les pasó a los dos, pues es una historia verdadera. Durante toda la semana, Colás el Chico tenía que arar para el Grande, y prestarle su único caballo; luego Colás el Grande prestaba al otro sus cuatro caballos, pero sólo una vez a la semana: el domingo. ¡Había que ver a Colás el Chico haciendo restallar el látigo sobre los cinco animales! Los miraba como suyos, pero sólo por un día. Brillaba el sol, y las campanas de la iglesia llamaban a misa; la gente, endomingada, pasaba con el devocionario bajo el brazo para escuchar al predicador, y veía a Colás el Chico labrando con sus cinco caballos; y al hombre le daba tanto gusto que lo vieran así, que, pegando un nuevo latigazo, gritaba: «¡Oho! ¡Mis caballos!» -No debes decir esto -lo reprendió Colás el Grande-. Sólo uno de los caballos es tuyo. Pero en cuanto volvía a pasar gente, Colás el Chico, olvidándose de que no debía decirlo, volvía a gritar: «¡Oho! ¡Mis caballos!». -Te lo advierto por última vez -dijo Colás el Grande-. Como lo repitas, le arreo un trastazo a tu caballo que lo dejo seco, y todo eso te habrás ganado. -Te prometo que no volveré a decirlo -respondió Colás el Chico. Pero pasó más gente que lo saludó con un gesto de la cabeza y nuestro hombre, muy orondo, pensando que era realmente de buen ver el que tuviese cinco caballos para arar su campo, volvió a restallar el látigo, exclamando: «¡Oho! ¡Mis caballos!». -¡Ya te daré yo tus caballos! -gritó el otro, y agarrando un mazo le dio en la cabeza al caballo de Colás el Chico, y lo mató. -¡Ay! ¡Me he quedado sin caballo! -se lamentó el pobre Colás, echándose a llorar. Luego lo despellejó, puso la piel a secar al viento, la metió en un saco que se cargó a la espalda, y emprendió el camino de la ciudad para ver si la vendía. La distancia era muy larga; tuvo que atravesar un gran bosque oscuro, y como el tiempo era muy malo, se extravió y no volvió a dar con el camino hasta que anochecía; ya era tarde para regresar a su casa o llegar a la ciudad antes de que cerrase la noche. A muy poca distancia del camino había una gran casa de campo. Aunque los postigos de las ventanas estaban cerrados, por las rendijas se filtraba luz. «Esa gente me permitirá pasar la noche aquí», pensó Colás el Chico, y llamó a la puerta. Abrió la dueña de la granja, pero al oír lo que pedía el forastero le dijo que siguiese su camino, pues su marido estaba ausente y no podía admitir a desconocidos. -Bueno, no tendré más remedio que pasar la noche fuera -dijo Colás, mientras la mujer le cerraba la puerta en las narices. Había muy cerca un gran montón de heno, y entre él y la casa, un pequeño cobertizo con tejado de paja. -Puedo dormir allá arriba -dijo Colás el Chico, al ver el tejadillo-; será una buena cama. No creo que a la cigüeña se le ocurra bajar a picarme las piernas -pues en el tejado había hecho su nido una auténtica cigüeña. Se subió nuestro hombre al cobertizo y se tumbó, volviéndose ora de un lado ora del otro, en busca de una posición cómoda. Pero he aquí que los postigos no llegaban hasta lo alto de la ventana, y por ellos podía verse el interior. En el centro de la habitación había puesta una gran mesa, con vino, carne asada y un pescado de apetitoso aspecto. Sentados a la mesa estaban la aldeana y el sacristán; ella le servía, y a él se le iban los ojos tras el pescado, que era su plato favorito. «¡Quién estuviera con ellos!», pensó Colás el Chico, alargando la cabeza hacia la ventana. Y entonces vio que había además un soberbio pastel. ¡Qué banquete, santo Dios! Oyó entonces en la carretera el trote de un caballo que se dirigía a la casa; era el marido de la campesina, que regresaba. El marido era un hombre excelente, y todo el mundo lo apreciaba; sólo tenía un defecto: no podía ver a los sacristanes; en cuanto se le ponía uno ante los ojos, entrábale una rabia loca. Por eso el sacristán de la aldea había esperado a que el marido saliera de viaje para visitar a su mujer, y ella le había obsequiado con lo mejor que tenía. Al oír al hombre que volvía se asustaron los dos, y ella le pidió al sacristán que se ocultase en un gran arcón vacío, pues sabía muy bien la inquina de su esposo por los sacristanes. Se apresuró a esconder en el horno las sabrosas viandas y el vino, no fuera que el marido lo observara y le pidiera cuentas. -¡Qué pena! -suspiró Colás desde el tejado del cobertizo, al ver que desaparecía el banquete. -¿Quién anda por ahí? -preguntó el campesino mirando a Colás-. ¿Qué haces en la paja? Entra, que estarás mejor. Entonces Colás le contó que se había extraviado, y le rogó que le permitiese pasar allí la noche. -No faltaba más -le respondió el labrador-, pero antes haremos algo por la vida. La mujer recibió a los dos amablemente, puso la mesa y les sirvió una sopera de papillas. El campesino venía hambriento y comía con buen apetito, pero Nicolás no hacía sino pensar en aquel suculento asado, el pescado y el pastel escondidos en el horno. Debajo de la mesa había dejado el saco con la piel de caballo; ya sabemos que iba a la ciudad para venderla. Como las papillas se le atragantaban, oprimió el saco con el pie, y la piel seca produjo un chasquido. -¡Chit! -dijo Colás al saco, al mismo tiempo que volvía a pisarlo y producía un chasquido más ruidoso que el primero. -¡Oye! ¿Qué llevas en el saco? -preguntó el dueño de la casa. -Nada, es un brujo -respondió el otro-. Dice que no tenemos por qué comer papillas, con la carne asada, el pescado y el pastel que hay en el horno. -¿Qué dices? -exclamó el campesino, corriendo a abrir el horno, donde aparecieron todas las apetitosas viandas que la mujer había ocultado, pero que él supuso que estaban allí por obra del brujo. La mujer no se atrevió a abrir la boca; trajo los manjares a la mesa y los dos hombres se regalaron con el pescado, el asado y el dulce. Entonces Colás volvió a oprimir el saco y la piel crujió de nuevo. -¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino. -Dice -respondió el muy pícaro- que también ha hecho salir tres botellas de vino para nosotros; y que están en aquel rincón, al lado del horno. La mujer no tuvo más remedio que sacar el vino que había escondido, y el labrador bebió y se puso alegre. ¡Qué no hubiera dado por tener un brujo como el que Colás guardaba en su saco! -¿Es capaz de hacer salir al diablo? -preguntó-. Me gustaría verlo, ahora que estoy alegre. -¡Claro que sí! -replicó Colás-. Mi brujo hace cuanto le pido. ¿Verdad? -preguntó pisando el saco y produciendo otro crujido-. ¿Oyes? Ha dicho que sí. Pero el diablo es muy feo; será mejor que no lo veas. -No le tengo miedo. ¿Cómo crees que es? -Pues se parece mucho a un sacristán. -¡Uf! -exclamó el campesino-. ¡Sí que es feo! ¿Sabes?, una cosa que no puedo sufrir es ver a un sacristán. Pero no importa. Sabiendo que es el diablo, lo podré tolerar por una vez. Hoy me siento con ánimos; con tal que no se me acerque demasiado… -Como quieras, se lo pediré al brujo -dijo Colás, y pisando el saco aplicó contra él la oreja. -¿Qué dice? -Dice que abras aquella arca y verás al diablo; está dentro acurrucado. Pero no sueltes la tapa, que podría escaparse. -Ayúdame a sostenerla -le pidió el campesino, dirigiéndose hacia el arca en que la mujer había metido al sacristán de carne y hueso, el cual se moría de miedo en su escondrijo. El campesino levantó un poco la tapa con precaución y miró al interior. -¡Uy! -exclamó, pegando un salto atrás-. Ya lo he visto. ¡Igual que un sacristán! ¡Espantoso! Lo celebraron con unas copas y se pasaron buena parte de la noche empinando el codo. -Tienes que venderme el brujo -dijo el campesino-. Pide lo que quieras; te daré aunque sea una fanega de dinero. -No, no puedo -replicó Colás-. Piensa en los beneficios que puedo sacar de este brujo. -¡Me he encaprichado con él! ¡Véndemelo! -insistió el otro, y siguió suplicando. -Bueno -se avino al fin Colás-. Lo haré porque has sido bueno y me has dado asilo esta noche. Te cederé el brujo por una fanega de dinero; pero ha de ser una fanega rebosante. -La tendrás -respondió el labriego-. Pero vas a llevarte también el arca; no la quiero en casa ni un minuto más. ¡Quién sabe si el diablo está aún en ella! Colás el Chico dio al campesino el saco con la piel seca, y recibió a cambio una fanega de dinero bien colmada. El campesino le regaló todavía un carretón para transportar el dinero y el arca. -¡Adiós! -dijo Colás, alejándose con las monedas y el arca que contenía al sacristán. Por el borde opuesto del bosque fluía un río caudaloso y muy profundo; el agua corría con tanta furia que era imposible nadar a contra corriente. No hacía mucho que habían tendido sobre él un gran puente, y cuando Colás estuvo en la mitad dijo en voz alta, para que lo oyera el sacristán: -¿Qué hago con esta caja tan incómoda? Pesa como si estuviese llena de piedras. Ya me voy cansando de arrastrarla; la echaré al río. Si va flotando hasta mi casa, bien; y si no, no importa. Y la levantó un poco con una mano, como para arrojarla al río. -¡Detente, no lo hagas! -gritó el sacristán desde dentro. Déjame salir primero. -¡Dios me valga! -exclamó Colás, simulando espanto-. ¡Todavía está aquí! ¡Echémoslo al río sin perder tiempo, que se ahogue! -¡Oh, no, no! -suplicó el sacristán-. Si me sueltas te daré una fanega de dinero. -Bueno, eso ya es distinto -aceptó Colás, abriendo el arca. El sacristán se apresuró a salir de ella, arrojó el arca al agua y se fue a su casa, donde Colás recibió el dinero prometido. Con el que le había entregado el campesino tenía ahora el carretón lleno. «Me he cobrado bien el caballo» se dijo cuando, de vuelta a su casa, desparramó el dinero en medio de la habitación. «¡La rabia que tendrá Colás el Grande cuando vea que me he hecho rico con mi único caballo!; pero no se lo diré». Y envió a un muchacho a casa de su compadre a pedirle que le prestara una medida de fanega. «¿Para qué la querrá?», preguntóse Colás el Grande; y untó el fondo con alquitrán para que quedase pegado algo de lo que quería medir. Y así sucedió, pues cuando le devolvieron la fanega había pegados en el fondo tres relucientes monedas de plata de ocho chelines. «¿Qué significa esto?», exclamó, y corrió a casa de Colás el Chico: -¿De dónde sacaste ese dinero? -preguntó. -De la piel de mi caballo. La vendí ayer tarde. -¡Pues sí que te la pagaron bien! -dijo el otro, y, sin perder tiempo, volvió a su casa, mató a hachazos sus cuatro caballos y, después de desollarlos, marchose con las pieles a la ciudad. -¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? -iba por las calles, gritando. Acudieron los zapateros y curtidores, preguntándole el precio. -Una fanega de dinero por piel -respondió Colás. -¿Estás loco? -gritaron todos-. ¿Crees que tenemos el dinero a fanegas? -¡Pieles, pieles! ¿Quién compra pieles? -repitió a voz en grito; y a todos los que le preguntaban el precio respondíales: -Una fanega de dinero por piel. -Éste quiere burlarse de nosotros -decían todos, y, empuñando los zapateros sus trabas y los curtidores sus mandiles, pusiéronse a aporrear a Colás. -¡Pieles, pieles! -gritaban, persiguiéndolo-. ¡Ya verás cómo adobamos la tuya, que parecerá un estropajo! ¡Échenlo de la ciudad!. Y Colás no tuvo más remedio que poner los pies en polvorosa. Nunca lo habían zurrado tan lindamente. «¡Ahora es la mía!», dijo al llegar a casa. «¡Ésta me la paga Colás el Chico! ¡Le partiré la cabeza!». Sucedió que aquel día, en casa del otro Colás, había fallecido la abuela, y aunque la vieja había sido siempre muy dura y regañona, el nieto lo sintió, y acostó a la difunta en una cama bien calentita, para ver si lograba volverla a la vida. Allí se pasó ella la noche, mientras Colás dormía en una silla, en un rincón. No era la primera vez. Estando ya a oscuras, se abrió la puerta y entró Colás el Grande, armado de un hacha. Sabiendo bien dónde estaba la cama, avanzó directamente hasta ella y asentó un hachazo en la cabeza de la abuela, persuadido de que era el nieto. -¡Para que no vuelvas a burlarte de mí! -dijo, y se volvió a su casa. «¡Es un mal hombre!», pensó Colás el Chico. «¡Quiso matarme! Suerte que la abuela ya estaba muerta; de otro modo, esto no lo cuenta». Vistió luego el cadáver con las ropas del domingo, pidió prestado un caballo a un vecino y, después de engancharlo a su carro, puso el cadáver de la abuela, sentado, en el asiento trasero, de modo que no pudiera caerse con el movimiento del vehículo, y partió bosque a través. Al salir el sol llegó a una gran posada, y Colás el Chico paró en ella para desayunarse. El posadero era hombre muy rico. Bueno en el fondo, pero tenía un genio pronto e irascible, como si hubiese en su cuerpo pimienta y tabaco. -¡Buenos días! -dijo a Colás-. ¿Tan temprano y ya endomingado? -Sí -respondió el otro-. Voy a la ciudad con la abuela. La llevo en el carro, pero no puede bajar. ¿Quieres llevarle un vaso de aguamiel? Pero tendrás que hablarle en voz alta, pues es dura de oído. -No faltaba más -respondió el ventero, y, llenando un vaso de aguamiel, salió a servirlo a la abuela, que aparecía sentada, rígida, en el carro. -Traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo -le dijo el posadero. Pero la mujer, como es natural, permaneció inmóvil y callada. -¿No me oís? -gritó el hombre con toda la fuerza de sus pulmones-. ¡Os traigo un vaso de aguamiel de parte de vuestro hijo! Y como lo repitiera dos veces más, sin que la vieja hiciese el menor movimiento, el hombre perdió los estribos y le tiró el vaso a la cara, de modo que el líquido se le derramó por la nariz y por la espalda. -¡Santo Dios! -exclamó Colás el Chico, saliendo de un brinco y agarrando al posadero por el pecho-. ¡Has matado a mi abuela! ¡Mira qué agujero le has hecho en la frente! -¡Oh, qué desgracia! -gritó el posadero llevándose las manos a la cabeza-. ¡Todo por culpa de mi genio! Colás, amigo mío, te daré una fanega de monedas y enterraré a tu abuela como si fuese la mía propia; pero no digas nada, pues me costaría la vida y sería una lástima. Así, Colás el Chico cobró otra buena fanega de dinero, y el posadero dio sepultura a la vieja como si hubiese sido su propia abuela. Al regresar nuestro hombre con todo el dinero, envió un muchacho a casa de Colás el Grande a pedir prestada la fanega. «¿Qué significa esto?», pensó el otro. «Pues, ¿no lo maté? Voy a verlo yo mismo». Y, cargando con la medida, se dirigió a casa de Colás el Chico. -¿De dónde sacaste tanto dinero? -preguntó, abriendo unos ojos como naranjas al ver toda aquella riqueza. -No me mataste a mí, sino a mi abuela -replicó Colás el Chico-. He vendido el cadáver y me han dado por él una fanega de dinero. -¡Qué bien te lo han pagado! -exclamó el otro, y, corriendo a su casa, cogió el hacha, mató a su abuela y, cargándola en el carro, la condujo a la ciudad donde residía el boticario, al cual preguntó si le compraría un muerto. -¿Quién es y de dónde lo has sacado? -preguntó el boticario. -Es mi abuela -respondió Colás-. La maté para sacar de ella una fanega de dinero. -¡Dios nos ampare! -exclamó el boticario-. ¡Qué disparate! No digas eso, que pueden cortarte la cabeza. Y le hizo ver cuán perversa había sido su acción, diciéndole que era un hombre malo y que merecía un castigo. Asustose tanto Colás que, montando en el carro de un brinco y fustigando los caballos, emprendió la vuelta a casa sin detenerse. El boticario y los demás presentes, creyéndolo loco, lo dejaron marchar libremente. «¡Me la vas a pagar!», dijo Colás cuando estuvo en la carretera. «Esta no te la paso, compadre». Y en cuanto hubo llegado a su casa cogió el saco más grande que encontró, fue al encuentro de Colás el Chico y le dijo: -Por dos veces me has engañado; la primera maté los caballos y la segunda a mi abuela. Tú tienes la culpa de todo, pero no volverás a burlarte de mí. Y agarrando a Colás el Chico, lo metió en el saco y, cargándoselo a la espalda le dijo: -¡Ahora voy a ahogarte! El trecho hasta el río era largo, y Colás el Chico pesaba lo suyo. El camino pasaba muy cerca de la iglesia, desde la cual llegaban los sones del órgano y los cantos de los fieles. Colás depositó el saco junto a la puerta, pensando que no estaría de más entrar a oír un salmo antes de seguir adelante. El prisionero no podría escapar, y toda la gente estaba en el templo; y así entró en él. -¡Dios mío, Dios mío! -suspiraba Colás el Chico dentro del saco, retorciéndose y volviéndose, sin lograr soltarse. Mas he aquí que acertó a pasar un pastor muy viejo, de cabello blanco y que caminaba apoyándose en un bastón. Conducía una manada de vacas y bueyes, que al pasar, volcaron el saco que encerraba a Colás el Chico. -¡Dios mío! -continuaba suspirando el prisionero-. ¡Tan joven y tener que ir al cielo! -En cambio, yo, pobre de mí -replicó el pastor-, no puedo ir, a pesar de ser tan viejo. -Abre el saco -gritó Colás-, métete en él en mi lugar, y dentro de poco estarás en el Paraíso. -¡De mil amores! -respondió el pastor, desatando la cuerda. Colás el Chico salió de un brinco de su prisión. -¿Querrás cuidar de mi ganado? -preguntole el viejo, metiéndose a su vez en el saco. Colás lo ató fuertemente, y luego se alejó con la manada. A poco, Colás el Grande salió de la iglesia, y se cargó el saco a la espalda. Al levantarlo pareciole que pesaba menos que antes, pues el viejo pastor era mucho más desmirriado que Colás el Chico. «¡Qué ligero se ha vuelto!», pensó. «Esto es el premio de haber oído un salmo». Y llegándose al río, que era profundo y caudaloso, echó al agua el saco con el viejo pastor, mientras gritaba, creído de que era su rival: -¡No volverás a burlarte de mí! Y emprendió el regreso a su casa; pero al llegar al cruce de dos caminos topose de nuevo con Colás el Chico, que conducía su ganado. -¿Qué es esto? -exclamó asombrado-. ¿Pero no te ahogué? -Sí -respondió el otro-. Hace cosa de media hora que me arrojaste al río. -¿Y de dónde has sacado este rebaño? -preguntó Colás el Grande. -Son animales de agua -respondió el Chico-. Voy a contarte la historia y a darte las gracias por haberme ahogado, pues ahora sí soy rico de veras. Tuve mucho miedo cuando estaba en el saco, y el viento me zumbó en los oídos al arrojarme tú desde el puente, y el agua estaba muy fría. En seguida me fui al fondo, pero no me lastimé, pues está cubierto de la más mullida hierba que puedas imaginar. Tan pronto como caí se abrió el saco y se me presentó una muchacha hermosísima, con un vestido blanco como la nieve y una diadema verde en torno del húmedo cabello. Me tomó la mano y me dijo: «¿Eres tú, Colás el Chico? De momento ahí tienes unas cuantas reses; una milla más lejos, te aguarda toda una manada; te la regalo». Entonces vi que el río era como una gran carretera para la gente de mar. Por el fondo hay un gran tránsito de carruajes y peatones que vienen del mar, tierra adentro, hasta donde empieza el río. Había flores hermosísimas y la hierba más verde que he visto jamás. Los peces pasaban nadando junto a mis orejas, exactamente como los pájaros en el aire. ¡Y qué gente más simpática, y qué ganado más gordo, paciendo por las hondonadas y los ribazos! -¿Y por qué has vuelto a la tierra? -preguntó Colás el Grande-. Yo no lo habría hecho, si tan bien se estaba allá abajo. -Sí -respondió el otro-, pero se me ocurrió una gran idea. Ya has oído lo que te dije: la doncella me reveló que una milla camino abajo -y por camino entendía el río, pues ellos no pueden salir a otro sitio- me aguardaba toda una manada de vacas. Pero yo sé muy bien que el río describe muchas curvas, ora aquí, ora allá; es el cuento de nunca acabar. En cambio, yendo por tierra se puede acortar el camino; me ahorro así casi media milla, y llego mucho antes al lugar donde está el ganado. -¡Qué suerte tienes! -exclamó Colás el Grande-. ¿Piensas que me darían también ganado, si bajase al fondo del río? -Seguro -respondió Colás el Chico-, pero yo no puedo llevarte en el saco hasta el puente, pesas demasiado. Si te conformas con ir allí a pie y luego meterte en el saco, te arrojaré al río con mucho gusto. -Muchas gracias -asintió el otro-. Pero si cuando esté abajo no me dan nada, te zurraré de lo lindo; y no creas que hablo en broma. -¡Bah! ¡No te lo tomes tan a pecho! -y se encaminaron los dos al río. Cuando el ganado, que andaba sediento, vio el agua, echó a correr hacia ella para calmar la sed. -¡Fíjate cómo se precipitan! -observó Colás el Chico-. Bien se ve que quieren volver al fondo. -Sí, ayúdame -dijo el tonto-; de lo contrario, vas a llevar palo. Y se metió en un gran saco que venía atravesado sobre el dorso de uno de los bueyes. -Ponle dentro una piedra, no fuera caso que me quedase flotando -añadió. -Perfectamente -dijo el Chico, e introduciendo en el saco una voluminosa piedra, lo ató fuertemente y, ¡pum!, Colás el Grande salió volando por los aires, y en un instante se hundió en el río. «Me temo que no encuentres el ganado», dijo el otro Colás, emprendiendo el camino de casa con su manada. FIN Cuentos completos, 1959
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Dentro de mil años
Cuento infantil
Sí, dentro de mil años la gente cruzará el océano, volando por los aires, en alas del vapor. Los jóvenes colonizadores de América acudirán a visitar la vieja Europa. Vendrán a ver nuestros monumentos y nuestras decaídas ciudades, del mismo modo que nosotros peregrinamos ahora para visitar las decaídas magnificencias del Asia Meridional. Dentro de mil años, vendrán ellos. El Támesis, el Danubio, el Rin, seguirán fluyendo aún; el Montblanc continuará enhiesto con su nevada cumbre, la auroras boreales proyectarán sus brillantes resplandores sobre las tierras del Norte; pero una generación tras otra se ha convertido en polvo, series enteras de momentáneas grandezas han caído en el olvido, como aquellas que hoy dormitan bajo el túmulo donde el rico harinero, en cuya propiedad se alza, se mandó instalar un banco para contemplar desde allí el ondeante campo de mieses que se extiende a sus pies. -¡A Europa! -exclamarán las jóvenes generaciones americanas-. ¡A la tierra de nuestros abuelos, la tierra santa de nuestros recuerdos y nuestras fantasías! ¡A Europa! Llega la aeronave, llena de viajeros, pues la travesía es más rápida que por el mar; el cable electromagnético que descansa en el fondo del océano ha telegrafiado ya dando cuenta del número de los que forman la caravana aérea. Ya se avista Europa, es la costa de Irlanda la que se vislumbra, pero los pasajeros duermen todavía; han avisado que no se les despierte hasta que estén sobre Inglaterra. Allí pisarán el suelo de Europa, en la tierra de Shakespeare, como la llaman los hombres de letras; en la tierra de la política y de las máquinas, como la llaman otros. La visita durará un día: es el tiempo que la apresurada generación concede a la gran Inglaterra y a Escocia. El viaje prosigue por el túnel del canal hacia Francia, el país de Carlomagno y de Napoleón. Se cita a Molière, los eruditos hablan de una escuela clásica y otra romántica, que florecieron en tiempos remotos, y se encomia a héroes, vates y sabios que nuestra época desconoce, pero que más tarde nacieron sobre este cráter de Europa que es París. La aeronave vuela por sobre la tierra de la que salió Colón, la cuna de Cortés, el escenario donde Calderón cantó sus dramas en versos armoniosos; hermosas mujeres de negros ojos viven aún en los valles floridos, y en estrofas antiquísimas se recuerda al Cid y la Alhambra. Surcando el aire, sobre el mar, sigue el vuelo hacia Italia, asiento de la vieja y eterna Roma. Hoy está decaída, la Campagna es un desierto; de la iglesia de San Pedro sólo queda un muro solitario, y aún se abrigan dudas sobre su autenticidad. Y luego a Grecia, para dormir una noche en el lujoso hotel edificado en la cumbre del Olimpo; poder decir que se ha estado allí, viste mucho. El viaje prosigue por el Bósforo, con objeto de descansar unas horas y visitar el sitio donde antaño se alzó Bizancio. Pobres pescadores lanzan sus redes allí donde la leyenda cuenta que estuvo el jardín del harén en tiempos de los turcos. Continúa el itinerario aéreo, volando sobre las ruinas de grandes ciudades que se levantaron a orillas del caudaloso Danubio, ciudades que nuestra época no conoce aún; pero aquí y allá -sobre lugares ricos en recuerdos que algún día saldrán del seno del tiempo- se posa la caravana para reemprender muy pronto el vuelo. Al fondo se despliega Alemania -otrora cruzada por una densísima red de ferrocarriles y canales- el país donde predicó Lutero, cantó Goethe y Mozart empuñó el cetro musical de su tiempo. Nombres ilustres brillaron en las ciencias y en las artes, nombres que ignoramos. Un día de estancia en Alemania y otro para el Norte, para la patria de Örsted y Linneo, y para Noruega, la tierra de los antiguos héroes y de los hombres eternamente jóvenes del Septentrión. Islandia queda en el itinerario de regreso; el géiser ya no bulle, y el Hecla está extinguido, pero como la losa eterna de la leyenda, la prepotente isla rocosa sigue incólume en el mar bravío. -Hay mucho que ver en Europa -dice el joven americano- y lo hemos visto en ocho días. Se puede hacer muy bien, como el gran viajero -aquí se cita un nombre conocido en aquel tiempo- ha demostrado en su famosa obra: Cómo visitar Europa en ocho días.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Desde una ventana de Vartou
Cuento infantil
Junto a la verde muralla que se extiende alrededor de Copenhague, se levanta una gran casa roja con muchas ventanas, en las que crecen balsaminas y árboles de ámbar. El exterior es de aspecto mísero, y en ella viven gentes pobres y viejas. Es Vartou. Mira: En el antepecho de una de las ventanas se apoya una anciana solterona, entretenida en arrancar las hojas secas de la balsamina y mirando la verde muralla, donde saltan y corren unos alegres chiquillos. ¿En qué debe estar pensando? Un drama de su vida se proyecta ante su mente. Los pobres pequeñuelos, ¡qué felices juegan! ¡Qué mejillas más sonrosadas y qué ojos tan brillantes! Pero no llevan medias ni zapatos; están bailando sobre la muralla verde. Según cuenta la leyenda, hace pocos años la tierra se hundía allí constantemente, y en una ocasión un inocente niño cayó con sus flores y juguetes en la abierta tumba, que se cerró mientras el pequeñuelo jugaba y comía. Allí se alzaba la muralla, que no tardó en cubrirse de un césped espléndido. Los niños ignoran la leyenda; de otro modo, oirían llorar al que se halla bajo la tierra, y el rocío de la hierba se les figuraría lágrimas ardientes. Tampoco saben la historia de aquel rey de Dinamarca que allí plantó cara al invasor y juró ante sus temblorosos cortesanos que se mantendría firme junto a los habitantes de su ciudad y moriría en su nido. Ni saben de los hombres que lucharon allí, ni de las mujeres que vertieron agua hirviendo sobre los enemigos que, vestidos de blanco para confundirse con la nieve, trepaban por el lado exterior del muro. Los pobres chiquillos seguían jugando alegremente. ¡Juega, juega, chiquilla! Pronto pasarán los años. Los confirmandos irán cogidos de la mano a la verde muralla; tú llevarás un vestido blanco que le habrá costado mucho a tu madre, a pesar de estar hecho de otro viejo más grande. Te darán un pañuelo rojo, que te colgará muy abajo, demasiado; pero así se verá lo grande que es, ¡sí!, demasiado grande. Pensarás en tus galas y en Dios Nuestro Señor. ¡Qué hermoso es pasear por la muralla! Y los años transcurren, con muchos días sombríos, pero también con sus goces de juventud. Y tú encontrarás un amigo, sin saber cómo; se reunirán, y al acercarse la primavera irán a pasear por la muralla, mientras todas las campanas doblan llamando a la penitencia y a la oración. No habrán brotado todavía las violetas, pero frente al antiguo y bello palacio de Rosenborg lucirá un árbol sus primeras yemas verdeantes; se quedarán allí. Todos los años da aquel árbol nuevas ramas verdes, cosa que no hace el corazón encerrado en el pecho humano, por el cual pasan nubes negras, más negras que las que conoce el Norte. ¡Pobre niña! La cámara nupcial de tu novio será el féretro, y tú te convertirás en una solterona. Desde Vartou mirarás, por entre las balsaminas, a los niños que juegan, y te darás cuenta de que se repite tu propia historia. Y éste es justamente el drama de la vida que se despliega ante la anciana, que está mirando a la muralla, donde brilla el sol, y los niños de rojas mejillas, sin zapatos ni medias, juegan y gozan como las avecillas del cielo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Día de mudanza
Cuento infantil
¿Te acuerdas del torero Ole, verdad? Ya te conté que le hice dos visitas. Pues ahora te contaré una tercera, y no es la última. Por lo regular voy a verlo a su torre el día de Año Nuevo, pero esta vez fue el día de mudanza general, en que no se está a gusto en las calles de la ciudad, pues están llenas de montones de basura, cascos rotos y trastos viejos, y no hablemos ya de la paja vieja de los jergones, por la cual hay que pasar casi a vado. Siguiendo por entre aquellas pilas de desperdicios, vi a unos niños que estaban jugando con la paja. Jugaban a acostarse, encontrando que todo allí convidaba a este juego. Se metían en la paja viva, y se echaban encima, a guisa de cubrecama, una vieja cortina rota. -¡Se está muy cómodo! -decían-. Aquello ya era demasiado y me alejé, en dirección a la morada de Ole. -¡Es día de mudanza! -dijo-. Calles y callejones están convertidos en cubos de basura; unos cubos de basura grandiosos. A mí me basta con un carro lleno. Siempre puedo sacar algo de él, y así lo hice, poco después de Navidad. Bajé a la calle; el tiempo era rudo, húmedo, sucio, muy a propósito para enfriarse. El basurero se había parado con su carro lleno, una especie de muestrario de las calles de Copenhague en día de mudanza. En la parte posterior del carro había un abeto, verde todavía y con oropeles en las ramas; había estado en una fiesta de Nochebuena, y luego lo habían arrojado a la calle; el basurero lo había cargado encima de la basura, en la parte trasera del carro. Lo mismo parecía alegre que lloroso, cualquiera sabe. Todo depende de lo que esté uno pensando en aquel momento, y yo estaba pensando, y los objetos amontonados en el carro, de seguro que también pensaban; pensaban o habrían podido pensar, que viene a ser lo mismo. Había allí un guante de señora, roto. ¿Qué pensaría? ¿Quiere que se lo diga? Allí estaba quieto, señalando con el dedo meñique el abeto. «¡Me emociona este árbol! -pensaba-. También yo he estado en una fiesta iluminada con grandes lámparas. Mi vida propiamente dicha fue una noche de baile; un apretón de manos, y reventé. Aquí me abandonan mis recuerdos, no tengo otra cosa de que poder vivir». Esto era lo que pensaba el guante, o lo que hubiera podido pensar. «Es un tonto ese abeto», dijeron los cascos de loza rota. Esos cascos todo lo encuentran siempre tonto. «Una vez se está en el carro de la basura – decían hay que dejar de hacerse ilusiones y de llevar oropeles. Yo sé que he sido útil en este mundo, más útil que un palo verde como ése». ¿Ve usted? Esto es sólo una opinión personal, que acaso compartan muchos. Y, sin embargo, el abeto hacía bonito, era un poco de poesía entre la basura, y de ésta las calles están llenas los días de mudanza. El camino se me hacía pesado y fatigoso, y ya tenía ganas de llegar a la torre y quedarme en ella. Sentado en su altura, contemplo de buen humor lo que ocurre abajo. Las buenas gentes están jugando a las «cuatro esquinas». Se arrastran y atormentan con sus trastos, y el duende, sentado en la cuba, se muda con ellas; chismes domésticos, comadrerías de familia, cuidados y preocupaciones, todo abandona la casa vieja para trasladarse a la nueva. Y, ¿qué sacan en claro ellos y nosotros de todo aquel ajetreo? ¡Oh! Tiempo ha lo escribieron en aquel antiguo verso del «Noticiero»: «¡Piensa en el día de la muerte, la gran mudanza!». Éste es un pensamiento muy serio, pero imagino que no le gustará que se lo recuerden. La muerte es y será siempre el funcionario más concienzudo, a pesar de sus numerosos empleos accesorios. ¿No ha pensado usted en ella? La Muerte es conductora de ómnibus, expedidora de pasaportes, estampa su nombre al pie de nuestro boletín de conducta y es directora de la gran caja de ahorros de la vida. ¿Comprende? Todas las acciones que realizamos en el curso de nuestra existencia terrena las llevamos a la caja de ahorros, y cuando la muerte se detiene ante nuestra puerta con su carro de mudanzas y montamos en él con destino a la Eternidad, al llegar a la frontera nos da como pasaporte nuestro boletín de comportamiento. Como viático saca de la caja de ahorros tal o cual de nuestras acciones, la más típica de nuestro proceder. Esto puede resultar agradable, pero a lo mejor es espantoso. Nadie ha escapado todavía a este ómnibus. Cierto que se cuenta de un individuo que no pudo subir: el zapatero de Jerusalén; hubo de echar a correr detrás. De haberlo alcanzado, habría escapado al trato de que le han hecho objeto los poetas. Dirija usted mentalmente una mirada a aquel gran ómnibus de mudanzas. Verá qué sociedad tan abigarrada. Juntos van sentados un rey y un mendigo, un genio y un idiota; deben viajar sin más dinero ni bienes que su boletín de conducta y el viático de la caja de ahorros. ¿Cuál de sus acciones habrán sacado? Tal vez una muy pequeña, del tamaño de un guisante; pero de un guisante se puede hacer un zarcillo florido. La pobre Cenicienta, que se había pasado la vida sentada en el taburete del rincón, sin conocer más que golpes y palabras duras, recibirá tal vez como viático y distintivo su roto asiento, el cual, en el país de la Eternidad, es muy posible que se transforme en litera o se eleve a la categoría de un trono, reluciente como el oro, florido como una glorieta. Quien siempre anduvo por ahí sorbiendo la espaciosa bebida del placer para olvidar los errores que cometía, recibirá su barrilito de madera y tendrá que beber de su contenido en el curso del viaje, y la bebida será pura y sin mezcla, por lo que sus ideas se volverán claras, y se despertarán todos los buenos y nobles sentimientos; verá y comprenderá lo que antes no supo o no quiso ver, y de este modo llevará en sí mismo el castigo, el gusano roedor que no muere en toda la eternidad. Si en las copas había grabada la palabra «olvido», en el barrilito hay la de «recuerdo». Si leo un buen libro, una obra histórica, pongamos por caso, siempre me imagino al protagonista en el momento de subir al ómnibus de la muerte, y me pregunto cuáles de sus acciones sacaría la Descarnada de la caja de ahorros, qué viático le dieron para su viaje al país de la Eternidad. Hubo una vez un rey de Francia, cuyo nombre he olvidado -los nombres de los buenos se olvidan algunas veces, hasta yo los olvido, pero volverán a brillar-, que en ocasión de una carestía fue el bienhechor de su pueblo, y éste le erigió un monumento de nieve, con esta inscripción: «Más rápido de lo que tarda ésta en fundirse, acudiste tú en nuestra ayuda». Imagino que la muerte, al ver el monumento, le dio un solo copo, que nunca se derretirá y que en figura de blanca mariposa echó a volar encima de su cabeza hacia el país de la inmortalidad. Hubo también Luis XI; he retenido su nombre, pues de los malos es fácil acordarse. Uno de sus actos me viene con frecuencia a la memoria, y me gustaría que alguien demostrara que es falso. Mandó ejecutar a su condestable; podía hacerlo, justa o injustamente. Pero a sus dos hijitos inocentes, de 8 años el uno y de 7 el otro, mandó conducirlos al cadalso, donde fueron rociados con la sangre, aún caliente, de su padre, y luego los hizo encerrar en la Bastilla, en una jaula de hierro, sin darles una mala manta que les sirviera de lecho; y el rey Luis mandaba cada ocho días al verdugo para que les arrancase un diente a cada uno, así que no lo pasaban muy bien los pobrecillos. Y dijo el mayor: «Mi madre moriría de pena si supiera que mi hermanito ha de sufrir tanto. ¡Sácame dos dientes a mí y déjalo a él en libertad!». Hasta al verdugo le acudieron las lágrimas a los ojos; pero la voluntad del Rey fue más fuerte que las lágrimas, y cada ocho días presentaban al Rey dos dientes de niño en una bandeja de plata: los había exigido y los tuvo. Y creo que la muerte sacaría de la caja de ahorros aquellos dos dientes y se los entregaría a Luis XI para el viaje al país de la inmortalidad. Aquellos inocentes dientes infantiles volarían como dos moscas de fuego delante de él, brillando, quemando, torturándolo. Sí, es un viaje muy serio el que se efectúa en el ómnibus el día de la gran mudanza. ¿Y cuándo será? Esto es lo grave, que puede presentarse cualquier día, a cualquier hora, en cualquier minuto. ¿Cuál de nuestras acciones sacará la muerte de la caja de ahorros para entregárnosla? ¡Pensemos en ello! Esta fecha de la gran mudanza no está señalada en el calendario.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Dos hermanos
Cuento infantil
En una de las islas danesas, cubierta de sembrados entre los que se elevan antiguos anfiteatros, y de hayedos con corpulentos árboles, hay una pequeña ciudad de bajas casas techadas de tejas rojas. En el hogar de una de aquellas casas se elaboran cosas maravillosas; hierbas diversas y raras eran hervidas en vasos, mezcladas y destiladas, y trituradas en morteros. Un hombre de avanzada edad cuidaba de todo ello. -Hay que atender siempre a lo justo -decía-; sí, a lo justo, lo debido; atenerse a la verdad en todas las partes, y no salirse de ella. En el cuarto de estar, junto al ama de casa, estaban dos de los hijos, pequeños todavía, pero con grandes pensamientos. La madre les había hablado siempre del derecho y la justicia y de la necesidad de no apartarse nunca de la verdad, que era el rostro de Dios en este mundo. El mayor de los muchachos tenía una expresión resuelta y alegre. Su lectura referida eran libros sobre fenómenos de la Naturaleza, del sol y las estrellas; eran para él los cuentos más bellos. ¡Qué dicha poder salir en viajes de descubrimiento, o inventar el modo de imitar a las aves y lanzarse a volar! Sí, resolver este problema, ahí estaba la cosa. Tenían razón los padres: la verdad es lo que sostiene el mundo. El hermano menor era más sosegado, siempre absorto en sus libros. Leía la historia de Jacob, que se vestía con una piel de oveja para confundirse con Esaú y quitarle de este modo el derecho de primogenitura; y al leerlo cerraba, airado, el diminuto puño, amenazando al impostor. Cuando se hablaba de tiranos, de la injusticia y la maldad que imperaban en el mundo, le asomaban las lágrimas a los ojos. La idea del derecho, de la verdad que debía vencer y que forzosamente vencería, lo dominaba por entero. Un anochecer, el pequeño estaba ya acostado, pero las cortinas no habían sido aún corridas, y la luz penetraba en la alcoba. Se había llevado el libro con el propósito de terminar la historia de Solón. Los pensamientos lo transportaron a una distancia inmensa; le pareció como si la cama fuese un barco con las velas desplegadas. ¿Soñaba o qué era aquello? Surcaba las aguas impetuosas, los grandes mares del tiempo, oía la voz de Solón. Inteligible, aunque dicho en lengua extraña, resonaba la divisa danesa: «Con la ley se edifica un país». El genio de la Humanidad estaba en el humilde cuarto, e, inclinándose sobre el lecho, estampaba un beso en la frente del muchacho: «Hazte fuerte en la fama y fuerte en las luchas de la vida. Con la verdad en el pecho, vuela en busca del país de la verdad». El hermano mayor no se había acostado aún; asomado a la ventana, contemplaba cómo la niebla se levantaba de los prados. No eran los elfos los que allí bailaban, como le dijera una vieja criada, bien lo sabía él. Eran vapores más cálidos que el aire, y por eso subían. Brilló una estrella fugaz, y en el mismo instante los pensamientos del niño se trasladaron desde los vapores del suelo a las alturas, junto al brillante meteoro. Centelleaban las estrellas en el cielo; habríase dicho que de ellas pendían largos hilos de oro que llegaban hasta la Tierra. «Levanta el vuelo conmigo», pareció cantar y resonar una voz en el corazón del muchacho. El poderoso genio de las generaciones, más veloz que el ave, que la flecha, que todo lo terreno capaz de volar, lo llevó a los espacios, donde rayos, de estrella a estrella, unían entre sí los cuerpos celestes; nuestra Tierra giraba en el aire tenue, y aparecía una ciudad tras otra. En las esferas se oía: «¿Qué significa cerca y lejos, cuando te eleva el genio poderoso del espíritu?». Y el niño seguía en la ventana, mirando al exterior, y su hermanito leía en la cama, y su madre, los llamaba por sus nombres: -¡Anders y Hans Christian! Dinamarca los conoce. El mundo conoce a los dos hermanos Örsted.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
Dos pisones
Cuento infantil
¿Has visto alguna vez un pisón? Me refiero a esta herramienta que sirve para apisonar el pavimento de las calles. Es de madera todo él, ancho por debajo y reforzado con aros de hierro; de arriba estrecho, con un palo que lo atraviesa, y que son los brazos. En el cobertizo de las herramientas había dos pisonas, junto con palas, cubos y carretillas; había llegado a sus oídos el rumor de que las «pisonas» no se llamarían en adelante así, sino «apisonadoras», vocablo que, en la jerga de los picapedreros, es el término más nuevo y apropiado para, designar lo que antaño llamaban pisonas. Ahora bien; entre nosotros, los seres humanos, hay lo que llamamos «mujeres emancipadas», entre las cuales se cuentan directoras de colegios, comadronas, bailarinas – que por su profesión pueden sostenerse sobre una pierna -, modistas y enfermeras; y a esta categoría de «emancipadas» se sumaron también las dos «pisonas» del cobertizo; la Administración de obras públicas las llamaba «pisonas», y en modo alguno se avenían a renunciar a su antiguo nombre y cambiarlo por el de «apisonadoras». -Pisón es un nombre de persona -decían-, mientras que «apisonadora» lo es de cosa, y no toleraremos que nos traten como una simple cosa; ¡esto es ofendernos! -Mi prometido está dispuesto a romper el compromiso -añadió la más joven, que tenía por novio a un martinete, una especie de máquina para clavar estacas en el suelo, o sea, que hace en forma tosca lo que la pisona en forma delicada-. Me quiere como pisona, pero no como apisonadora, por lo que en modo alguno puedo permitir que me cambien el nombre. -¡Ni yo! -dijo la mayor-. Antes dejaré que me corten los brazos. La carretilla, sin embargo, sustentaba otra opinión; y no se crea de ella que fuera un don nadie; se consideraba como una cuarta parte de coche, pues corría sobre una rueda. -Debo advertirles que el nombre de pisonas es bastante ordinario, y mucho menos distinguido que el de apisonadora, pues este nuevo apelativo les da cierto parentesco con los sellos, y sólo con que piensen en el sello que llevan las leyes, verán que sin él no son tales. Yo, en su lugar, renunciaría al nombre de pisona. ¡Jamás! Soy demasiado vieja para eso -dijo la mayor. -Seguramente usted ignora eso que se llama «necesidad europea» -intervino el honrado y viejo cubo-. Hay que mantenerse dentro de sus límites, supeditarse, adaptarse a las exigencias de la época, y si sale una ley por la cual la pisona debe llamarse apisonadora, pues a llamarse apisonadora tocan. Cada cosa tiene su medida. -En tal caso preferiría llamarme señorita, si es que de todos modos he de cambiar de nombre -dijo la joven-. Señorita sabe siempre un poco a pisona. -Pues yo antes me dejaré reducir a astillas -proclamó la vieja. En esto llegó la hora de ir al trabajo; las pisonas fueron cargadas en la carretilla, lo cual suponía una atención; pero las llamaron apisonadoras. -¡Pis! -exclamaban al golpear sobre el pavimento-, ¡pis! Y estaban a punto de acabar de pronunciar la palabra «pisona», pero se mordían los labios y se tragaban el vocablo, pues se daban cuenta de que no podían contestar. Pero entre ellas siguieron llamándose pisonas, alabando los viejos tiempos en que cada cosa era llamada por su nombre, y cuando una era pisona la llamaban pisona; y en eso quedaron las dos, pues el martinete, aquella maquinaza, rompió su compromiso con la joven, negándose a casarse con una apisonadora.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El abecedario
Cuento infantil
Érase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario-librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas. Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas. Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, se subió de una volada a un borde del armario y, después de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquí. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el día y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario. -Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente -dijo-. El progreso no puede detenerse. Los niños son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «¡Hay que darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien los conozco! Más de diez veces se los oí leer en alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderé los míos, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompañan. Por ellos lucharé y cantaré. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leeré con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son. A. AmaSale el ama endomingadaPor un niño ajeno honrada. B. BarqueroPasó penas y fatigas el barquero,Mas ahora reposa placentero.-Este pareado no puede ser más soso. -dijo el gallo- Pero sigo leyendo. C. ColónSe lanzó Colón al mar ingente,y se ensanchó la tierra enormemente. D. DinamarcaDe Dinamarca hay más de una saga bella,No cargue Dios la mano sobre ella.-Muchos encontrarán hermosos estos versos -observó el gallo- pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos. E. ElefanteCon ímpetu y arrojo avanza el elefante,de joven corazón y buen talante. F. FollajeSe despoja el bosque del follajeEn cuanto la tierra viste el blanco traje. G. GorilaPor más que traigáis gorilas a la arena,se ven siempre tan torpes, que da pena. H. Hurra¡Cuántas veces, gritando en nuestra tierra,puede un «hurra» ser causa de una guerra!-¡Cómo va un niño a comprender estas alusiones! -protestó el gallo-. Y, sin embargo, en la portada se lee: «Abecedario para grandes y chicos». Pero los mayores tienen que hacer algo más que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeños no lo entienden.¡Esto es el colmo! Adelante! J. JilgueroCanta alegre en su rama el jilguero,de vivos colores y cuerpo ligero. L. LeónEn la selva, el león lanza su rugido;verlo luego en la jaula entristecido. M. Mañana (sol de)Por la mañana sale el sol muy puntual,mas no porque cante el gallo en el corral.Ahora las emprende conmigo -exclamó el gallo-. Pero yo estoy en buena compañía, en compañía del sol. Sigamos. N. NegroNegro es el hombre del sol ecuatorial;por mucho que lo laven, siempre será igual. O. Olivo¿Cuál es la mejor hoja, lo saben? A fe,la del olivo de la paloma de Noé. P. PensadorEn su mente, el pensador mueve todo el mundo,desde lo más alto hasta lo más profundo. Q. QuesoEl queso se utiliza en la cocina,donde con otros manjares se combina. R. RosaEntre las flores, es la rosa bellalo que en el cielo la más brillante estrella. S. SabiduríaMuchos creen poseer sabiduríacuando en verdad su mollera está vacía.-¡Permitidme que cante un poco! -dijo el gallo-. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento -. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecía sino una corneta de latón. Daba gusto oírlo – al gallo, entendámonos -. Adelante. T. TeteraLa tetera tiene rango en la cocina,pero la voz del puchero es aún más fina. U. UrbanidadVirtud indispensable es la urbanidad,si no se quiere ser un ogro en sociedad.Ahí debe haber mucho fondo -observó el gallo-, pero no doy con él, por mucho que trato de profundizar. V. Valle de lágrimasValle de lágrimas es nuestra madre tierra.A ella iremos todos, en paz o en guerra.-¡Esto es muy crudo! -dijo el gallo. X. Xantipa-Aquí no ha sabido encontrar nada nuevo:En el matrimonio hay un arrecife,al que Sócrates da el nombre de Xantipe.-Al final, ha tenido que contentarse con Xantipe. Y. YgdrasilEn el árbol de Ygdrasil los dioses nórdicos vivieron,mas el árbol murió y ellos enmudecieron.-Estamos casi al final -dijo el gallo-. ¡No es poco consuelo! Va el último: Z. ZephirEn danés, el céfiro es viento de Poniente,te hiela a través del paño más caliente. -¡Por fin se acabó! Pero aún no estamos al cabo de la calle. Ahora viene imprimirlo. Y luego leerlo. ¡Y lo ofrecerán en sustitución de los venerables versos de mi viejo abecedario! ¿Qué dice la asamblea de libros eruditos e indoctos, monografías y manuales? ¿Qué dice la biblioteca? Yo he dicho; que hablen ahora los demás. Los libros y el armario permanecieron quietos, mientras el gallo volvía a situarse bajo su A, muy orondo. -He hablado bien, y cantado mejor. Esto no me lo quitará el nuevo abecedario. De seguro que fracasa. Ya ha fracasado. ¡No tiene gallo!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El abeto
Cuento infantil
Allá en el bosque había un abeto, lindo y pequeñito. Crecía en un buen sitio, le daba el sol y no le faltaba aire, y a su alrededor se alzaban muchos compañeros mayores, tanto abetos como pinos. Pero el pequeño abeto sólo suspiraba por crecer; no le importaban el calor del sol ni el frescor del aire, ni atendía a los niños de la aldea, que recorran el bosque en busca de fresas y frambuesas, charlando y correteando. A veces llegaban con un puchero lleno de los frutos recogidos, o con las fresas ensartadas en una paja, y, sentándose junto al menudo abeto, decían: «¡Qué pequeño y qué lindo es!». Pero el arbolito se enfurruñaba al oírlo. Al año siguiente había ya crecido bastante, y lo mismo al otro año, pues en los abetos puede verse el número de años que tienen por los círculos de su tronco. “¡Ay!, ¿por qué no he de ser yo tan alto como los demás?” -suspiraba el arbolillo-. Podría desplegar las ramas todo en derredor y mirar el ancho mundo desde la copa. Los pájaros harían sus nidos entre mis ramas, y cuando soplara el viento, podría mecerlas e inclinarlas con la distinción y elegancia de los otros. Le eran indiferentes la luz del sol, las aves y las rojas nubes que, a la mañana y al atardecer, desfilaban en lo alto del cielo. Cuando llegaba el invierno, y la nieve cubría el suelo con su rutilante manto blanco, muy a menudo pasaba una liebre, en veloz carrera, saltando por encima del arbolito. ¡Lo que se enfadaba el abeto! Pero transcurrieron dos inviernos más y el abeto había crecido ya bastante para que la liebre hubiese de desviarse y darle la vuelta. «¡Oh, crecer, crecer, llegar a ser muy alto y a contar años y años: esto es lo más hermoso que hay en el mundo!», pensaba el árbol. En otoño se presentaban indefectiblemente los leñadores y cortaban algunos de los árboles más corpulentos. La cosa ocurría todos los años, y nuestro joven abeto, que estaba ya bastante crecido, sentía entonces un escalofrío de horror, pues los magníficos y soberbios troncos se desplomaban con estridentes crujidos y gran estruendo. Los hombres cortaban las ramas, y los árboles quedaban desnudos, larguiruchos y delgados; nadie los habría reconocido. Luego eran cargados en carros arrastrados por caballos, y sacados del bosque. ¿Adónde iban? ¿Qué suerte les aguardaba? En primavera, cuando volvieron las golondrinas y las cigüeñas, les preguntó el abeto: -¿No saben adónde los llevaron ¿No los han visto en alguna parte? Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña adoptó una actitud cavilosa y, meneando la cabeza, dijo: -Sí, creo que sí. Al venir de Egipto, me crucé con muchos barcos nuevos, que tenían mástiles espléndidos. Juraría que eran ellos, pues olían a abeto. Me dieron muchos recuerdos para ti. ¡Llevan tan alta la cabeza, con tanta altivez! -¡Ah! ¡Ojalá fuera yo lo bastante alto para poder cruzar los mares! Pero, ¿qué es el mar, y qué aspecto tiene? -¡Sería muy largo de contar! -exclamó la cigüeña, y se alejó. -Alégrate de ser joven -decían los rayos del sol-; alégrate de ir creciendo sano y robusto, de la vida joven que hay en ti. Y el viento le prodigaba sus besos, y el rocío vertía sobre él sus lágrimas, pero el abeto no lo comprendía. Al acercarse las Navidades eran cortados árboles jóvenes, árboles que ni siquiera alcanzaban la talla ni la edad de nuestro abeto, el cual no tenía un momento de quietud ni reposo; le consumía el afán de salir de allí. Aquellos arbolitos -y eran siempre los más hermosos- conservaban todo su ramaje; los cargaban en carros tirados por caballos y se los llevaban del bosque. «¿Adónde irán éstos? –se preguntaba el abeto-. No son mayores que yo; uno es incluso más bajito. ¿Y por qué les dejan las ramas? ¿Adónde van?». -¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Allá, en la ciudad, hemos mirado por las ventanas. Sabemos adónde van. ¡Oh! No puedes imaginarte el esplendor y la magnificencia que les esperan. Mirando a través de los cristales vimos árboles plantados en el centro de una acogedora habitación, adornados con los objetos más preciosos: manzanas doradas, pastelillos, juguetes y centenares de velitas. -¿Y después? -preguntó el abeto, temblando por todas sus ramas-. ¿Y después? ¿Qué sucedió después? -Ya no vimos nada más. Pero es imposible pintar lo hermoso que era. -¿Quién sabe si estoy destinado a recorrer también tan radiante camino? -exclamó gozoso el abeto-. Todavía es mejor que navegar por los mares. Estoy impaciente por que llegue Navidad. Ahora ya estoy tan crecido y desarrollado como los que se llevaron el año pasado. Quisiera estar ya en el carro, en la habitación calentita, con todo aquel esplendor y magnificencia. ¿Y luego? Porque claro está que luego vendrá algo aún mejor, algo más hermoso. Si no, ¿por qué me adornarían tanto? Sin duda me aguardan cosas aún más espléndidas y soberbias. Pero, ¿qué será? ¡Ay, qué sufrimiento, qué anhelo! Yo mismo no sé lo que me pasa. -¡Gózate con nosotros! -le decían el aire y la luz del sol goza de tu lozana juventud bajo el cielo abierto. Pero él permanecía insensible a aquellas bendiciones de la Naturaleza. Seguía creciendo, sin perder su verdor en invierno ni en verano, aquel su verdor oscuro. Las gentes, al verlo, decían: -¡Hermoso árbol!-. Y he ahí que, al llegar Navidad, fue el primero que cortaron. El hacha se hincó profundamente en su corazón; el árbol se derrumbó con un suspiro, experimentando un dolor y un desmayo que no lo dejaron pensar en la soñada felicidad. Ahora sentía tener que alejarse del lugar de su nacimiento, tener que abandonar el terruño donde había crecido. Sabía que nunca volvería a ver a sus viejos y queridos compañeros, ni a las matas y flores que lo rodeaban; tal vez ni siquiera a los pájaros. La despedida no tuvo nada de agradable. El árbol no volvió en sí hasta el momento de ser descargado en el patio junto con otros, y entonces oyó la voz de un hombre que decía: -¡Ese es magnífico! Nos quedaremos con él. Y se acercaron los criados vestidos de gala y transportaron el abeto a una hermosa y espaciosa sala. De todas las paredes colgaban cuadros, y junto a la gran estufa de azulejos había grandes jarrones chinos con leones en las tapas; había también mecedoras, sofás de seda, grandes mesas cubiertas de libros ilustrados y juguetes, que a buen seguro valdrían cien veces cien escudos; por lo menos eso decían los niños. Hincaron el abeto en un voluminoso barril lleno de arena, pero no se veía que era un barril, pues de todo su alrededor pendía una tela verde, y estaba colocado sobre una gran alfombra de mil colores. ¡Cómo temblaba el árbol! ¿Qué vendría luego? Criados y señoritas corrían de un lado para otro y no se cansaban de colgarle adornos y más adornos. En una rama sujetaban redecillas de papeles coloreados; en otra, confites y caramelos; colgaban manzanas doradas y nueces, cual si fuesen frutos del árbol, y ataron a las ramas más de cien velitas rojas, azules y blancas. Muñecas que parecían personas vivientes -nunca había visto el árbol cosa semejante- flotaban entre el verdor, y en lo más alto de la cúspide centelleaba una estrella de metal dorado. Era realmente magnífico, increíblemente magnífico. -Esta noche -decían todos-, esta noche sí que brillará. «¡Oh! -pensaba el árbol-, ¡ojalá fuese ya de noche! ¡Ojalá encendiesen pronto las luces! ¿Y qué sucederá luego? ¿Acaso vendrán a verme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones frente a los cristales de las ventanas? ¿Seguiré aquí todo el verano y todo el invierno, tan primorosamente adornado?». Creía estar enterado, desde luego; pero de momento era tal su impaciencia, que sufría fuertes dolores de corteza, y para un árbol el dolor de corteza es tan malo como para nosotros el de cabeza. Al fin encendieron las luces. ¡Qué brillo y magnificencia! El árbol temblaba de emoción por todas sus ramas; tanto, que una de las velitas prendió fuego al verde. ¡Y se puso a arder de verdad! -¡Dios nos ampare! -exclamaron las jovencitas, corriendo a apagarlo. El árbol tuvo que esforzarse por no temblar. ¡Qué fastidio! Le disgustaba perder algo de su esplendor; todo aquel brillo lo tenía como aturdido. He aquí que entonces se abrió la puerta de par en par, y un tropel de chiquillos se precipitó en la sala, que no parecía sino que iban a derribar el árbol; les seguían, más comedidas, las personas mayores. Los pequeños se quedaron clavados en el suelo, mudos de asombro, aunque sólo por un momento; enseguida se reanudó el alborozo; gritando con todas sus fuerzas, se pusieron a bailar en torno al árbol, del que fueron descolgándose uno tras otro los regalos. «¿Qué hacen? -pensaba el abeto-. ¿Qué ocurrirá ahora?». Las velas se consumían, y al llegar a las ramas eran apagadas. Y cuando todas quedaron extinguidas, se dio permiso a los niños para que se lanzasen al saqueo del árbol. ¡Oh, y cómo se lanzaron! Todas las ramas crujían; de no haber estado sujeto al techo por la cúspide con la estrella dorada, seguramente lo habrían derribado. Los chiquillos saltaban por el salón con sus juguetes, y nadie se preocupaba ya del árbol, aparte la vieja ama, que, acercándose a él, se puso a mirar por entre las ramas. Pero sólo lo hacía por si había quedado olvidado un higo o una manzana. -¡Un cuento, un cuento! – gritaron de pronto, los pequeños, y condujeron hasta el abeto a un hombre bajito y rollizo. El hombre se sentó debajo de la copa. -Pues así estamos en el bosque -dijo-, y el árbol puede sacar provecho, si escucha. Pero os contaré sólo un cuento y no más. ¿Prefieren el de Ivede-Avede o el de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, no obstante, fue ensalzado y obtuvo a la princesa? ¿Qué os parece? Es un cuento muy bonito. -¡Ivede-Avede! -pidieron unos, mientras los otros gritaban-: ¡Klumpe-Dumpe! ¡Menudo griterío y alboroto se armó! Sólo el abeto permanecía callado, pensando: «¿y yo, no cuento para nada? ¿No tengo ningún papel en todo esto?». Claro que tenía un papel, y bien que lo había desempeñado. El hombre contó el cuento de Klumpe-Dumpe, que se cayó por las escaleras y, sin embargo, fue ensalzado y obtuvo a la princesa. Y los niños aplaudieron, gritando: -¡Otro, otro!-. Y querían oír también el de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El abeto seguía silencioso y pensativo; nunca las aves del bosque habían contado una cosa igual. «Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, con todo, obtuvo a la princesa. De modo que así va el mundo» -pensó, creyendo que el relato era verdad, pues el narrador era un hombre muy afable-. «¿Quién sabe? Tal vez yo me caiga también por las escaleras y gane a una princesa». Y se alegró ante la idea de que al día siguiente volverían a colgarle luces y juguetes, oro y frutas. «Mañana no voy a temblar -pensó-. Disfrutaré al verme tan engalanado. Mañana volveré a escuchar la historia de KlumpeDumpe, y quizá, también la de Ivede-Avede». Y el árbol se pasó toda la noche silencioso y sumido en sus pensamientos. Por la mañana se presentaron los criados y la muchacha. «Ya empieza otra vez la fiesta», pensó el abeto. Pero he aquí que lo sacaron de la habitación y, arrastrándolo escaleras arriba, lo dejaron en un rincón oscuro, al que no llegaba la luz del día. «¿Qué significa esto? –se preguntó el árbol-. ¿Qué voy a hacer aquí? ¿Qué es lo que voy a oír desde aquí?». Y, apoyándose contra la pared, venga cavilar y más cavilar. Y por cierto que tuvo tiempo sobrado, pues iban transcurriendo los días y las noches sin que nadie se presentara; y cuando alguien lo hacía, era sólo para depositar grandes cajas en el rincón. El árbol quedó completamente ocultado; ¿era posible que se hubieran olvidado de él? «Ahora es invierno allá fuera -pensó-. La tierra está dura y cubierta de nieve; los hombres no pueden plantarme; por eso me guardarán aquí, seguramente hasta la primavera. ¡Qué considerados son, y qué buenos! ¡Lástima que sea esto tan oscuro y tan solitario! No se ve ni un mísero lebrato. Bien considerado, el bosque tenía sus encantos, cuando la liebre pasaba saltando por el manto de nieve; pero entonces yo no podía soportarlo. ¡Esta soledad de ahora sí que es terrible!». «Pip, pip», murmuró un ratoncillo, asomando quedamente, seguido a poco de otro; y, husmeando el abeto, se ocultaron entre sus ramas. -¡Hace un frío de espanto! -dijeron-. Pero aquí se está bien. ¿Verdad, viejo abeto? -¡Yo no soy viejo! -protestó el árbol-. Hay otros que son mucho más viejos que yo. -¿De dónde vienes? ¿Y qué sabes? -preguntaron los ratoncillos. Eran terriblemente curiosos-. Háblanos del más bello lugar de la Tierra. ¿Has estado en él? ¿Has estado en la despensa, donde hay queso en los anaqueles y jamones colgando del techo, donde se baila a la luz de la vela y donde uno entra flaco y sale gordo? -No lo conozco -respondió el árbol-; pero, en cambio, conozco el bosque, donde brilla el sol y cantan los pájaros -. Y les contó toda su infancia; y los ratoncillos, que jamás oyeran semejantes maravillas, lo escucharon y luego exclamaron: – ¡Cuántas cosas has visto! ¡Qué feliz has sido! -¿Yo? -replicó el árbol; y se puso a reflexionar sobre lo que acababa de contarles-. Sí; en el fondo, aquéllos fueron tiempos dichosos. Pero a continuación les relató la Nochebuena, cuando lo habían adornado con dulces y velillas. -¡Oh! -repitieron los ratones-, ¡y qué feliz has sido, viejo abeto! -¡Digo que no soy viejo! -repitió el árbol-. Hasta este invierno no he salido del bosque. Estoy en lo mejor de la edad, sólo que he dado un gran estirón. -¡Y qué bien sabes contar! -prosiguieron los ratoncillos; y a la noche siguiente volvieron con otros cuatro, para que oyesen también al árbol; y éste, cuanto más contaba, más se acordaba de todo y pensaba: «La verdad es que eran tiempos agradables aquéllos. Pero tal vez volverán, tal vez volverán. Klumpe-Dumpe se cayó por las escaleras y, no obstante, obtuvo a la princesa; quizás yo también consiga una». Y, de repente, el abeto se acordó de un abedul lindo y pequeñín de su bosque; para él era una auténtica y bella princesa. -¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncillos. Entonces el abeto les narró toda la historia, sin dejarse una sola palabra; y los animales, de puro gozo, sentían ganas de trepar hasta la cima del árbol. La noche siguiente acudieron en mayor número aún, y el domingo se presentaron incluso dos ratas; pero a éstas el cuento no les pareció interesante, lo cual entristeció a los ratoncillos, que desde aquel momento lo tuvieron también en menos. -¿Y no sabe usted más que un cuento? -inquirieron las ratas. -Sólo sé éste -respondió el árbol-. Lo oí en la noche más feliz de mi vida; pero entonces no me daba cuenta de mi felicidad. -Pero si es una historia la mar de aburrida. ¿No sabe ninguna de tocino y de velas de sebo? ¿Ninguna de despensas? -No -confesó el árbol. -Entonces, muchas gracias -replicaron las ratas, y se marcharon a reunirse con sus congéneres. Al fin, los ratoncillos dejaron también de acudir, y el abeto suspiró: «¡Tan agradable como era tener aquí a esos traviesos ratoncillos, escuchando mis relatos! Ahora no tengo ni eso. Cuando salga de aquí, me resarciré del tiempo perdido». Pero ¿iba a salir realmente? Pues sí; una buena mañana se presentaron unos hombres y comenzaron a rebuscar por el desván. Apartaron las cajas y sacaron el árbol al exterior. Cierto que lo tiraron al suelo sin muchos miramientos, pero un criado lo arrastró hacia la escalera, donde brillaba la luz del día. «¡La vida empieza de nuevo!», pensó el árbol, sintiendo en el cuerpo el contacto del aire fresco y de los primeros rayos del sol; estaba ya en el patio. Todo sucedía muy rápidamente; el abeto se olvidó de sí mismo: ¡había tanto que ver a su alrededor! El patio estaba contiguo a un jardín, que era una ascua de flores; las rosas colgaban, frescas o fragantes, por encima de la diminuta verja; estaban en flor los tilos, y las golondrinas chillaban, volando: «¡Quirrevirrevit, ha vuelto mi hombrecito!». Pero no se referían al abeto. «¡Ahora a vivir!», pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas; y allí lo dejaron entre hierbajos y espinos. La estrella de oropel seguía aún en su cúspide, y relucía a la luz del sol. En el patio jugaban algunos de aquellos alegres muchachuelos que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada. -¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó, subiéndose por las ramas y haciéndolas crujir bajo sus botas. El árbol, al contemplar aquella magnificencia de flores y aquella lozanía del jardín y compararlas con su propio estado, sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su sana juventud en el bosque, la alegre Nochebuena y los ratoncillos que tan a gusto habían escuchado el cuento de Klumpe-Dumpe. «¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha terminado». Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente, y cada suspiro semejaba un pequeño disparo; por eso los chiquillos, que seguían jugando por allí, se acercaron al fuego y, sentándose y contemplándolo, exclamaban: «¡Pif, paf!». Pero a cada estallido, que no era sino un hondo suspiro, pensaba el árbol en un atardecer de verano en el bosque o en una noche de invierno, bajo el centellear de las estrellas; y pensaba en la Nochebuena y en KlumpeDumpe, el único cuento que oyera en su vida y que había aprendido a contar. Y así hasta que estuvo del todo consumido. Los niños jugaban en el jardín, y el menor de todos se había prendido en el pecho la estrella dorada que había llevado el árbol en la noche más feliz de su existencia. Pero aquella noche había pasado, y, con ella, el abeto y también el cuento: ¡adiós, adiós! Y éste es el destino de todos los cuentos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El alforfón
Cuento infantil
Si después de una tormenta pasan junto a un campo de alforfón, lo verán a menudo ennegrecido y como chamuscado; se diría que sobre él ha pasado una llama, y el labrador observa: -Esto es de un rayo-. Pero, ¿cómo sucedió? Les voy a contar, pues yo lo sé por un gorrioncillo, al cual, a su vez, se lo reveló un viejo sauce que crece junto a un campo de alforfón. Es un sauce corpulento y venerable pero muy viejo y contrahecho, con una hendidura en el tronco, de la cual salen hierbajos y zarzamoras. El árbol está muy encorvado, y las ramas cuelgan hasta casi tocar el suelo, como una larga cabellera verde. En todos los campos de aquellos contornos crecían cereales, tanto centeno como cebada y avena, esa magnífica avena que, cuando está en sazón, ofrece el aspecto de una fila de diminutos canarios amarillos posados en una rama. Todo aquel grano era una bendición, y cuando más llenas estaban las espigas, tanto más se inclinaban, como en gesto de piadosa humildad. Pero había también un campo sembrado de alforfón, frente al viejo sauce. Sus espigas no se inclinaban como las de las restantes mieses, sino que permanecían enhiestas y altivas. -Indudablemente, soy tan rico como la espiga de trigo -decía-, y además soy mucho más bonito; mis flores son bellas como las del manzano; deleita los ojos mirarnos, a mí y a los míos. ¿Has visto algo más espléndido, viejo sauce? El árbol hizo un gesto con la cabeza, como significando: «¡Qué cosas dices!». Pero el alforfón, pavoneándose de puro orgullo, exclamó: -¡Tonto de árbol! De puro viejo, la hierba le crece en el cuerpo. Pero he aquí que estalló una espantosa tormenta; todas las flores del campo recogieron sus hojas y bajaron la cabeza mientras la tempestad pasaba sobre ellas; sólo el alforfón seguía tan engreído y altivo. -¡Baja la cabeza como nosotras! -le advirtieron las flores. – ¡Para qué! -replicó el alforfón. -¡Agacha la cabeza como nosotros! -gritó el trigo-. Mira que se acerca el ángel de la tempestad. Sus alas alcanzan desde las nubes al suelo, y puede pegarte un aletazo antes de que tengas tiempo de pedirle gracia. -¡Que venga! No tengo por qué humillarme – respondió el alforfón. -¡Cierra tus flores y baja tus hojas! -le aconsejó, a su vez, el viejo sauce-. No levantes la mirada al rayo cuando desgarre la nube; ni siquiera los hombres pueden hacerlo, pues a través del rayo se ve el cielo de Dios, y esta visión ciega al propio hombre. ¡Qué no nos ocurriría a nosotras, pobres plantas de la tierra, que somos mucho menos que él! -¿Menos que él? -protestó el alforfón-. ¡Pues ahora miraré cara a cara al cielo de Dios! Y así lo hizo, cegado por su soberbia. Y tal fue el resplandor, que no pareció sino que todo el mundo fuera una inmensa llamarada. Pasada ya la tormenta, las flores y las mieses se abrieron y levantaron de nuevo en medio del aire puro y en calma, vivificados por la lluvia; pero el alforfón aparecía negro como carbón, quemado por el rayo; no era más que un hierbajo muerto en el campo. El viejo sauce mecía sus ramas al impulso del viento, y de sus hojas verdes caían gruesas gotas de agua, como si el árbol llorase, y los gorriones le preguntaron: -¿Por qué lloras? ¡Si todo esto es una bendición! Mira cómo brilla el sol, y cómo desfilan las nubes. ¿No respiras el aroma de las flores y zarzas? ¿Por qué lloras, pues, viejo sauce? Y el sauce les habló de la soberbia del alforfón, de su orgullo y del castigo que le valió. Yo, que os cuento la historia, la oí de los gorriones. Me la narraron una tarde, en que yo les había pedido que me contaran un cuento.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El ángel
Cuento infantil
Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados. He aquí lo que contaba un ángel de Dios Nuestro Señor mientras se llevaba al cielo a un niño muerto; y el niño lo escuchaba como en sueños. Volaron por encima de los diferentes lugares donde el pequeño había jugado, y pasaron por jardines de flores espléndidas. -¿Cuál nos llevaremos para plantarla en el cielo? -preguntó el ángel. Crecía allí un magnífico y esbelto rosal, pero una mano perversa había tronchado el tronco, por lo que todas las ramas, cuajadas de grandes capullos semiabiertos, colgaban secas en todas direcciones. -¡Pobre rosal! -exclamó el niño-. Llévatelo; junto a Dios florecerá. Y el ángel lo cogió, dando un beso al niño por sus palabras; y el pequeñuelo entreabrió los ojos. Recogieron luego muchas flores magníficas, pero también humildes ranúnculos y violetas silvestres. -Ya tenemos un buen ramillete -dijo el niño; y el ángel asintió con la cabeza, pero no emprendió enseguida el vuelo hacia Dios. Era de noche, y reinaba un silencio absoluto; ambos se quedaron en la gran ciudad, flotando en el aire por uno de sus angostos callejones, donde yacían montones de paja y cenizas; había habido mudanza: se veían cascos de loza, pedazos de yeso, trapos y viejos sombreros, todo ello de aspecto muy poco atractivo. Entre todos aquellos desperdicios, el ángel señaló los trozos de un tiesto roto; de éste se había desprendido un terrón, con las raíces, de una gran flor silvestre ya seca, que por eso alguien había arrojado a la calleja. -Vamos a llevárnosla -dijo el ángel-. Mientras volamos te contaré por qué. Remontaron el vuelo, y el ángel dio principio a su relato: -En aquel angosto callejón, en una baja bodega, vivía un pobre niño enfermo. Desde el día de su nacimiento estuvo en la mayor miseria; todo lo que pudo hacer en su vida fue cruzar su diminuto cuartucho sostenido en dos muletas; su felicidad no pasó de aquí. Algunos días de verano, unos rayos de sol entraban hasta la bodega, nada más que media horita, y entonces el pequeño se calentaba al sol y miraba cómo se transparentaba la sangre en sus flacos dedos, que mantenía levantados delante el rostro, diciendo: «Sí, hoy he podido salir». Sabía del bosque y de sus bellísimos verdores primaverales, sólo porque el hijo del vecino le traía la primera rama de haya. Se la ponía sobre la cabeza y soñaba que se encontraba debajo del árbol, en cuya copa brillaba el sol y cantaban los pájaros. Un día de primavera, su vecinito le trajo también flores del campo, y, entre ellas venía casualmente una con la raíz; por eso la plantaron en una maceta, que colocaron junto a la cama, al lado de la ventana. Había plantado aquella flor una mano afortunada, pues, creció, sacó nuevas ramas y floreció cada año; para el muchacho enfermo fue el jardín más espléndido, su pequeño tesoro aquí en la Tierra. La regaba y cuidaba, preocupándose de que recibiese hasta el último de los rayos de sol que penetraban por la ventanuca; la propia flor formaba parte de sus sueños, pues para él florecía, para él esparcía su aroma y alegraba la vista; a ella se volvió en el momento de la muerte, cuando el Señor lo llamó a su seno. Lleva ya un año junto a Dios, y durante todo el año la plantita ha seguido en la ventana, olvidada y seca; por eso, cuando la mudanza, la arrojaron a la basura de la calle. Y ésta es la flor, la pobre florecilla marchita que hemos puesto en nuestro ramillete, pues ha proporcionado más alegría que la más bella del jardín de una reina. -Pero, ¿cómo sabes todo esto? -preguntó el niño que el ángel llevaba al cielo. -Lo sé -respondió el ángel-, porque yo fui aquel pobre niño enfermo que se sostenía sobre muletas. ¡Y bien conozco mi flor! El pequeño abrió de par en par los ojos y clavó la mirada en el rostro esplendoroso del ángel; y en el mismo momento se encontraron en el Cielo de Nuestro Señor, donde reina la alegría y la bienaventuranza. Dios apretó al niño muerto contra su corazón, y al instante le salieron a éste alas como a los demás ángeles, y con ellos se echó a volar, cogido de las manos. Nuestro Señor apretó también contra su pecho todas las flores, pero a la marchita silvestre la besó, infundiéndole voz, y ella rompió a cantar con el coro de angelitos que rodean al Altísimo, algunos muy de cerca otros formando círculos en torno a los primeros, círculos que se extienden hasta el infinito, pero todos rebosantes de felicidad. Y todos cantaban, grandes y chicos, junto con el buen chiquillo bienaventurado y la pobre flor silvestre que había estado abandonada, entre la basura de la calleja estrecha y oscura, el día de la mudanza. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El Ave Fénix
Cuento infantil
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de luz, magníficos sus colores, arrobador su canto. Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero del rojo huevo salió volando otra ave, única y siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda que anida en Arabia, y que cada cien años se da la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix, la única en el mundo. El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño. Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre cómoda exhalan, su perfume unas violetas. Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído: ¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la Wartburg. ¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas. ¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia. En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El bisabuelo
Cuento infantil
¡Era tan cariñoso, listo y bueno, el bisabuelo! Nosotros sólo veíamos por sus ojos. En realidad, por lo que puedo recordar, lo llamábamos abuelo; pero cuando entró a formar parte de la familia el hijito de mi hermano Federico, él ascendió a la categoría de bisabuelo; más alto no podía llegar. Nos quería mucho a todos, aunque no parecía estar muy de acuerdo con nuestra época. -¡Los viejos tiempos eran los buenos! -decía-; sensatos y sólidos. Hoy todo va al galope, todo está revuelto. La juventud lleva la voz cantante, y hasta habla de los reyes como si fuesen sus iguales. El primero que llega puede mojar sus trapos en agua sucia y escurrirlos sobre la cabeza de un hombre honorable. Cuando soltaba uno de estos discursos, el bisabuelo se ponía rojo como un pavo; pero al cabo de un momento reaparecía su afable sonrisa, y entonces decía: -¡Bueno, tal vez me equivoque! Soy de los tiempos antiguos y no consigo acomodarme a los nuevos. ¡Dios quiera encauzarlos y guiarlos! Cuando el bisabuelo hablaba de los tiempos pasados, yo creía encontrarme en ellos. Con el pensamiento me veía en una dorada carroza con lacayos; veía las corporaciones gremiales con sus escudos, desfilando al son de las bandas y bajo las banderas, y me encontraba en los alegres salones navideños, disfrazado y jugando a prendas. Cierto que en aquella época ocurrían también muchas cosas repugnantes y horribles, como el suplicio de la rueda, y el derramamiento de sangre; pero todos aquellos horrores tenían algo de atrayente, de estimulante. Y también oía muchas cosas buenas: sobre los nobles daneses que emanciparon a los campesinos, y el príncipe heredero de Dinamarca, que abolió la trata de esclavos. Era magnífico oír al bisabuelo hablar de todo aquello y de sus años juveniles, aunque el período mejor, el más sobresaliente y grandioso, había sido el anterior. -¡Bárbaro, era! -exclamó mi hermano Federico-. ¡Dios sea loado! Pero ya pasó. Y se lo dijo al bisabuelo. No estuvo bien, y, sin embargo, yo sentía gran respeto por Federico, mi hermano mayor, que habría podido ser mi padre, según decía él. Y decía también muchas cosas divertidas. De estudiante llevó siempre las mejores notas, y en el despacho de mi padre se aplicó tanto, que muy pronto pudo entrar en el negocio. Era el que tenía más trato con el bisabuelo, pero siempre discutían. No se comprendían ni llegarían nunca a comprenderse, afirmaba toda la familia; pero yo, con ser tan pequeño, no tardé en darme cuenta de que el uno no podía prescindir del otro. El bisabuelo escuchaba con ojos brillantes cuando Federico hablaba o leía en voz alta acerca del progreso de las ciencias, de los descubrimientos de las fuerzas naturales, de todo lo notable que ocurría en nuestra época. -Los hombres se vuelven más listos, pero no mejores -decía el bisabuelo-. Inventan armas terribles para destruirse mutuamente. -Así las guerras son más cortas -replicaba Federico-, No hay que aguardar siete años para que venga la bendita paz. El mundo está pletórico, y a veces le conviene una sangría. Un día Federico le contó un suceso ocurrido en una pequeña ciudad. El reloj del alcalde, es decir, el gran reloj del Ayuntamiento, señalaba las horas a la población, y, aunque no marchaba muy bien, la gente se regía por él. Llegaron al país los ferrocarriles, los cuales enlazan con los de los demás países; por eso es preciso conocer la hora exacta; de lo contrario se va rezagado. Pusieron en la estación un reloj que marchaba de acuerdo con el sol, y como el del alcalde no lo hacía, todos los ciudadanos empezaron a regirse por el reloj de la estación. Yo me reí, pareciéndome que la historia era muy divertida; pero el bisabuelo no se río ni pizca, sino que se quedó muy serio. -¡Tiene mucha miga lo que acaba de contar! -dijo-, y comprendo cuál es tu idea al contármelo. Hay mucha ciencia en el mecanismo de tu reloj, y me hace pensar en otro: en el sencillo reloj de Bornholm, de mis padres, tan viejo, con sus pesas de plomo. Marcó su tiempo y el de mi infancia. Cierto que no marchaba con tanta precisión, pero marchaba, lo veíamos por las agujas, creíamos lo que decían y no nos parábamos a pensar en las ruedas que tenía dentro. Así era también entonces la máquina del Estado; uno la miraba despreocupadamente, y tenía fe en la aguja. Pero hoy la máquina estatal se ha convertido en un reloj de cristal cuyo mecanismo es visible; se ven girar las ruedas, se oyen sus chirridos, y uno se asusta del eje y del volante. Yo sé cómo darán las campanadas, y ya no tengo la fe infantil. Esto es lo frágil de la época actual. Y entonces el bisabuelo se salía de sus casillas. No podía ponerse de acuerdo con Federico, pero tampoco podían separarse, de igual manera que la época vieja y la nueva. Bien se dieron cuenta ellos dos y la familia entera, cuando Federico hubo de emprender un largo viaje a América. Aunque los viajes eran cosa corriente en la familia, aquella separación resultó bien difícil para el bisabuelo. ¡Sería tan largo aquel viaje! Todo el océano de por medio, hasta llegar al otro continente. -Recibirás carta mía cada quince días -le dijo Federico-. Y más de prisa que las cartas te llegarán los telegramas. Los días se vuelven horas, y las horas, minutos. Llegó un saludo por el hilo telegráfico el día en que Federico embarcó en Inglaterra. Más rápido que una carta -ni que hubiesen actuado de correo las raudas nubes- llegó un saludo de América, al desembarcar en ella Federico. Fue unas pocas horas después de haber puesto pie en tierra firme. -Realmente, es una idea de Dios regalada a nuestros tiempo -dijo el bisabuelo-, una bendición para la Humanidad. -Y según me dijo Federico, estas fuerzas naturales se descubrieron en nuestro país -observé. -Sí -afirmó el bisabuelo, dándome un beso-. Sí, y yo he visto los dulces ojos infantiles que por primera vez descubrieron y comprendieron estas fuerzas de la Naturaleza; eran unos ojos infantiles como los tuyos. ¡Y he estrechado su mano! -. Y volvió a besarme. Había transcurrido más de un mes cuando llegó una carta de Federico con la noticia de que estaba prometido con una muchacha joven y bonita, y expresaba la confianza de que toda la familia se alegraría. Enviaba su fotografía, que fue examinada a simple vista y con una lupa, pues aquello era lo bueno de los retratos, que permitían ser examinados con la lente más nítida, y entonces aún se notaba más el parecido. Esto no lo habría podido hacer ningún pintor, ni los más famosos de los tiempos pretéritos. -¡Ah, si entonces hubiesen conocido este invento! -dijo el abuelo-. Habríamos podido ver cara a cara a los bienhechores y a los grandes hombres del mundo. -¡Qué simpática y buena parece esta muchacha! -dijo, mirándola con la lupa-. La conoceré en cuanto entre en la habitación. Poco faltó para que esto no ocurriera nunca; afortunadamente nos enteramos del peligro cuando ya había pasado. Los recién casados llegaron a Inglaterra contentos y en perfecta salud, y embarcaron en un vapor con destino a Copenhague. Ya a la vista de la costa danesa -las blancas dunas de Jutlandia occidental- se levantó una tormenta, y el barco encalló en un arrecife; el embravecido mar amenazaba con destrozarlo, sin que sirviesen los botes de salvamento. Cerró la noche, pero en medio de la oscuridad voló un brillante cohete desde la costa al buque embarrancado; el cohete arrojó un cable, quedó establecida la comunicación entre los náufragos y la costa, y pronto una linda joven fue transportada en la canasta de salvamento por sobre las olas encrespadas y furiosas; y se sintió infinitamente dichosa cuando, poco después, tuvo a su lado, en tierra firme, a su joven esposo. Todos los de a bordo se salvaron antes del amanecer. Nosotros dormíamos tranquilamente en Copenhague, sin pensar en desgracias ni peligros. Al sentarnos a la mesa para el desayuno, llegó por telégrafo la noticia del naufragio de un barco inglés en la costa occidental de la península. La angustia que experimentamos fue terrible, pero a los pocos momentos se recibió otro telegrama de los queridos viajeros, Federico y su esposa, anunciando su próxima llegada. Todos lloraban, y yo también, y el bisabuelo, quien, doblando las manos -estoy seguro de ello-, bendijo la nueva época. Aquel día el bisabuelo destinó doscientos escudos para el monumento a Hans Christian Örsted. Al llegar Federico con su joven esposa y enterarse de aquel gesto, dijo: -¡Muy bien, bisabuelo! Ahora te leeré lo que Örsted escribió, hace ya muchos años, sobre los tiempos viejos y los modernos. -Probablemente sería de tu opinión -preguntó el bisabuelo. -Puedes estar seguro -respondió Federico-, y tú también lo eres, puesto que has contribuido a su monumento.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El caracol y el rosal
Cuento infantil
Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo. -¡Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas. -Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer? -Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; ustedes siempre están de prisa. No, así no se preparan las sorpresas. Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo. -Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace. Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo. Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo. -Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco… ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte? -Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello. -Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra? -No -contestó el caracol-. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!… Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podía hacer otra cosa. -Tu vida fue demasiado fácil -dijo el caracol. -Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día. -No, no, de ningún modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo. -¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle? -¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa. Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló. -¡Qué pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida. Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él. Y pasaron los años. El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa del libro de oraciones había desaparecido… Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos. ¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre sería la misma. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El cerro de los elfos
Cuento infantil
Varios lagartos gordos corrían con pie ligero por las grietas de un viejo árbol; se entendían perfectamente, pues hablaban todos la lengua lagarteña. -¡Qué ruido y alboroto en el cerro de los ellos! -dijo un lagarto-. Van ya dos noches que no me dejan pegar un ojo. Lo mismo que cuando me duelen las muelas, pues tampoco entonces puedo dormir. -Algo pasa allí adentro -observó otro-. Hasta que el gallo canta, a la madrugada, sostienen el cerro sobre cuatro estacas rojas, para que se ventile bien, y sus muchachas han aprendido nuevas danzas. ¡Algo se prepara! -Sí -intervino un tercer lagarto-. He hecho amistad con una lombriz de tierra que venía de la colina, en la cual había estado removiendo la tierra día y noche. Oyó muchas cosas. Ver no puede, la infeliz, pero lo que es palpar y oír, en esto se pinta sola. Resulta que en el cerro esperan forasteros, forasteros distinguidos, pero, quiénes son éstos, la lombriz se negó a decírmelo, acaso ella misma no lo sabe. Han encargado a los fuegos fatuos que organicen una procesión de antorchas, como dicen ellos, y todo el oro y la plata que hay en el cerro -y no es poco- lo pulen y exponen a la luz de la luna. -¿Quiénes podrán ser esos forasteros? -se preguntaban los lagartos-. ¿Qué diablos debe suceder? ¡Oíd, qué manera de zumbar! En aquel mismo momento se partió el montículo, y una señorita elfa, vieja y anticuada, aunque por lo demás muy correctamente vestida, salió andando a pasitos cortos. Era el ama de llaves del anciano rey de los elfos, estaba emparentada de lejos con la familia real y llevaba en la frente un corazón de ámbar. ¡Movía las piernas con una agilidad!: trip, trip. ¡Vaya modo de trotar! Y marchó directamente al pantano del fondo, a la vivienda del chotacabras. -Están ustedes invitados a la colina esta noche -dijo-. Pero quisiera pedirles un gran favor, si no fuera molestia para ustedes. ¿Podrían transmitir la invitación a los demás? Algo deben hacer, ya que ustedes no ponen casa. Recibimos a varios forasteros ilustres, magos de distinción; por eso hoy comparecerá el anciano rey de los elfos. -¿A quién hay que invitar? -preguntó el chotacabras. -Al gran baile pueden concurrir todos, incluso las personas, con tal que hablen durmiendo o sepan hacer algo que se avenga con nuestro modo de ser. Pero en nuestra primera fiesta queremos hacer una rigurosa selección; sólo asistirán personajes de la más alta categoría. Hasta disputé con el Rey, pues yo no quería que los fantasmas fuesen admitidos. Ante todo, hay que invitar al Viejo del Mar y a sus hijas. Tal vez no les guste venir a tierra seca, pero les prepararemos una piedra mojada para asiento o quizás algo aún mejor; supongo que así no tendrán inconveniente en asistir, siquiera por esta vez. Queremos que vengan todos los viejos trasgos de primera categoría, con cola, el Genio del Agua y el Duende y, a mi entender, no debemos dejar de lado al Cerdo de la Tumba, al Caballo de los Muertos y al Enano de la Iglesia, todos los cuales pertenecen al elemento clerical y no a nuestra clase. Pero ése es su oficio; por lo demás, están emparentados de cerca con nosotros y nos visitan con frecuencia. -¡Muy bien! -dijo el chotacabras, emprendiendo el vuelo para cumplir el encargo. Las doncellas elfas bailaban ya en el cerro, cubiertas de velos, y lo hacían con tejidos de niebla y luz de la luna, de un gran efecto para los aficionados a estas cosas. En el centro de la colina, el gran salón había sido adornado primorosamente; el suelo, lavado con luz de luna, y las paredes, frotadas con grasa de bruja, por lo que brillaban como hojas de tulipán. En la colina había, en el asador, gran abundancia de ranas, pieles de caracol rellenas de dedos de niño y ensaladas de semillas de seta y húmedos hocicos de ratón con cicuta, cerveza de la destilería de la bruja del pantano, amén de fosforescente vino de salitre de las bodegas funerarias. Todo muy bien presentado. Entre los postres figuraban clavos oxidados y trozos de ventanal de iglesia. El anciano Rey mandó bruñir su corona de oro con pizarrín machacado (entiéndase pizarrín de primera); y no se crea que le es fácil a un rey de los elfos procurarse pizarrín de primera. En el dormitorio colgaron cortinas, que fueron pegadas con saliva de serpiente. Se comprende, pues, que hubiera allí gran ruido y alboroto. -Ahora hay que sahumar todo esto con orines de caballo y cerdas de puerco; entonces yo habré cumplido con mi tarea -dijo la vieja señorita. -¡Dulce padre mío! -dijo la hija menor, que era muy zalamera-, ¿no podría saber quiénes son los ilustres forasteros? -Bueno -respondió el Rey, tendré que decírtelo. Dos de mis hijas deben prepararse para el matrimonio; dos de ellas se casarán sin duda. El anciano duende de allá en Noruega, el que reside en la vieja roca de Dovre y posee cuatro palacios acantilados de feldespato y una mina de oro mucho más rica de lo que creen por ahí, viene con sus dos hijos, que viajan en busca de esposa. El duende es un anciano nórdico, muy viejo y respetable, pero alegre y campechano. Lo conozco de hace mucho tiempo, desde un día en que brindamos fraternalmente con ocasión de su estancia aquí en busca de mujer. Ella murió; era hija del rey de los Peñascos gredosos de Möen. Tomó una mujer de yeso, como suele decirse. ¡Ah, y qué ganas tengo de ver al viejo duende nórdico! Dicen que los chicos son un tanto mal criados e impertinentes; pero quizás exageran. Tiempo tendrán de sentar la cabeza. A ver si saben portarse con ellos en forma conveniente. -¿Y cuándo llegan? -preguntó una de las hijas. -Eso depende del tiempo que haga -respondió el Rey. Viajan en plan económico. Aprovechan las oportunidades de los barcos. Yo habría querido que fuesen por Suecia, pero el viejo se inclinó del otro lado. No sigue las mudanzas de los tiempos, y esto no se lo perdono. En esto llegaron saltando dos fuegos fatuos, uno de ellos más rápido que su compañero; por eso llegó antes. -¡Ya vienen, ya vienen! -gritaron los dos. -¡Denme la corona y dejen que me ponga a la luz de la luna! -ordenó el Rey. Las hijas, levantándose los velos, se inclinaron hasta el suelo. Entró el anciano duende de Dovre con su corona de tarugos de hielo duro y de abeto pulido. Formaban el resto de su vestido una piel de oso y grandes botas, mientras los hijos iban con el cuello descubierto y pantalones sin tirantes, pues eran hombres de pelo en pecho. ¿Esto es una colina? -preguntó el menor, señalando el cerro de los elfos-. En Noruega lo llamaríamos un agujero. -¡Muchachos! -les riñó el viejo-. Un agujero va para dentro, y una colina va para arriba. ¿No tienen ojos en la cabeza? Lo único que les causaba asombro, dijeron, era que comprendían la lengua de los otros sin dificultad. -¡Es para creer que les falta algún tornillo! -refunfuñó el viejo. Entraron luego en la mansión de los elfos, donde se había reunido la flor y nata de la sociedad, aunque de manera tan precipitada, que se hubiera dicho que el viento los habla arremolinado; y para todos estaban las cosas primorosamente dispuestas. Las ondinas se sentaban a la mesa sobre grandes patines acuáticos, y afirmaban que se sentían como en su casa. En la mesa todos observaron la máxima corrección, excepto los dos duendecitos nórdicos, los cuales llegaron hasta poner las piernas encima. Pero estaban persuadidos de que a ellos todo les estaba bien. -¡Fuera los pies del plato! -les gritó el viejo duende, y ellos obedecieron, aunque a regañadientes. A sus damas respectivas les hicieron cosquillas con piñas de abeto que llevaban en el bolsillo; luego se quitaron las botas para estar más cómodos y se las dieron a guardar. Pero el padre, el viejo duende de Dovre, era realmente muy distinto. Supo contar bellas historias de los altivos acantilados nórdicos y de las cataratas que se precipitan espumeantes con un estruendo comparable al del trueno y al sonido del órgano; y habló del salmón que salta avanzando a contracorriente cuando el Nöck toca su arpa de oro. Les habló de las luminosas noches de invierno, cuando suenan los cascabeles de los trineos, y los mozos corren con antorchas encendidas por el liso hielo, tan transparente, que pueden ver los peces nadando asustados bajo sus pies. Sí, sabía contar con arte tal, que uno creía ver y oír lo que describía. Se oía el ruido de los aserraderos y los cantos de los mozos y las rapazas mientras bailaban las danzas del país. ¡Ohó! De pronto, el viejo duende dio un sonoro beso a la vieja señorita elfa. Fue un beso con todas las de la ley, y eso que no eran parientes. A continuación las muchachas hubieron de bailar, primero bailes sencillos, luego zapateados, y bien que lo hacían; finalmente, vino el baile artístico. ¡Señores, y qué manera de extender las piernas, que no sabía uno dónde empezaban y dónde terminaban, ni lo que eran piernas y lo que eran brazos! Era aquello como un revoltijo de virutas, y metían tanto ruido, que el Caballo de los Muertos se mareó y hubo de retirarse de la mesa. -¡Brrr! -exclamó el viejo duende-, ¡vaya agilidad de piernas! Pero, ¿qué saben hacer, además de bailar, alargar las piernas y girar como torbellinos? -¡Pronto vas a saberlo! -dijo el rey de los elfos, y llamó a la menor de sus hijas. Era ágil y diáfana como la luz de la luna, la más bonita de las hermanas. Se metió en la boca una ramita blanca y al instante desapareció; era su habilidad. Pero el viejo duende dijo que este arte no lo podía soportar en su esposa, y que no creía que fuese tampoco del gusto de sus hijos. La otra sabía colocarse de lado como si fuese su propia sombra, pues los duendes no la tienen. Con la hija tercera la cosa era muy distinta. Había aprendido a destilar en la destilería de la bruja del pantano y sabía mechar nudos de aliso con gusanos de luz. -¡Será una excelente ama de casa! -dijo el duende anciano, brindando con la mirada, pues consideraba que ya había bebido bastante. Se acercó la cuarta elfa. Venía con una gran arpa, y no bien pulsó la primera cuerda, todos levantaron la pierna izquierda, pues los duendes son zurdos, y cuando pulsó la segunda cuerda, todos tuvieron que hacer lo que ella quiso. -¡Es una mujer peligrosa! -dijo el viejo duende; pero los dos hijos salieron del cerro, pues se aburrían. -¿Qué sabe hacer la hija siguiente? -preguntó el viejo. -He aprendido a querer a los noruegos, y nunca me casaré si no puedo irme a Noruega. Pero la más pequeña murmuró al oído del viejo: -Esto es sólo porque sabe una canción nórdica que dice que, cuando la Tierra se hunda, los acantilados nórdicos seguirán levantados como monumentos funerarios. Por eso quiere ir allá, pues tiene mucho miedo de hundirse. -¡Vaya, vaya! -exclamó el viejo-. ¿Esas tenemos? Pero, ¿y la séptima y última? -La sexta viene antes que la séptima -observó el rey de los elfos, pues sabía contar. Pero la sexta se negó a acudir. -Yo no puedo decir a la gente sino la verdad -dijo-. De mí nadie hace caso, bastante tengo con coser mi mortaja. Se presentó entonces la séptima y última. Y, ¿qué sabía? Pues sabía contar cuentos, tantos como se le pidieran. -Ahí tienes mis cinco dedos -dijo el viejo duende-. Cuéntame un cuento acerca de cada uno. La muchacha lo cogió por la muñeca, mientras él se reía de una forma que más bien parecía cloquear; y cuando ella llegó al dedo anular, en el que llevaba una sortija de oro, como si supiese que era cuestión de noviazgo, dijo el viejo duende: -Agárralo fuerte, la mano es tuya. ¡Te quiero a ti por mujer! La elfa observó que faltaban aún los cuentos del dedo anular y del meñique. -Los dejaremos para el invierno -replicó el viejo-. Nos hablarás del abeto y del abedul, de los regalos de los espíritus y de la helada crujiente. Tú te encargarás de explicar, pues allá arriba nadie sabe hacerlo como tú. Y luego nos entraremos en el salón de piedra, donde arde la astilla de pino, y beberemos hidromiel en los cuernos de oro de los antiguos reyes nórdicos. El Nöck me regaló un par, y cuando estemos allí vendrá a visitarnos el diablo de la montaña, el cual te cantará todas las canciones de las zagalas de la sierra. ¡Cómo nos vamos a divertir! El salmón saltará en la cascada, chocando contra las paredes de roca, pero no entrará. ¡Oh, sí, qué bien se está en la vieja y querida Noruega! Pero, ¿dónde se han metido los chicos? Eso es, ¿dónde se habían metido? Pues corrían por el campo, apagando los fuegos fatuos que acudían, bonachones, a organizar la procesión de las antorchas. -¿Qué significan estas corridas? -gritó el viejo duende-. Acabo de procurarles una madre, y ustedes pueden elegir a la que les guste de las tías. Pero los jóvenes replicaron que preferían pronunciar un discurso y brindar por la fraternidad. Casarse no les venía en gana. Y pronunciaron discursos, bebieron a la salud de todos e hicieron la prueba del clavo para demostrar que se habían zampado hasta la última gota. Quitándose luego las chaquetas, se tendieron a dormir sobre la mesa, sin preocuparse de los buenos modales. Mientras tanto, el viejo duende bailaba en el salón con su joven prometida e intercambiaba con ella los zapatos, lo cual es más distinguido que intercambiar sortijas. -¡Que canta el gallo! -exclamó la vieja elfa, encargada del gobierno doméstico- ¡Hay que cerrar los postigos, para que el sol no nos abrase! Y se cerró la colina. En el exterior, los lagartos subían y bajaban por los árboles agrietados, y uno de ellos dijo a los demás. -¡Cuánto me ha gustado el viejo duende nórdico! -¡Pues yo prefiero los chicos! -objetó la lombriz de tierra; pero es que no veía, la pobre. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El chelín de plata
Cuento infantil
Érase una vez un chelín. Cuando salió de la ceca, pegó un salto y gritó, con su sonido metálico «¡Hurra! ¡Me voy a correr mundo!». Y, efectivamente, éste era su destino. El niño lo sujetaba con mano cálida, el avaro con mano fría y húmeda; el viejo le daba mil vueltas, mientras el joven lo dejaba rodar. El chelín era de plata, con muy poco cobre, y llevaba ya todo un año corriendo por el mundo, es decir, por el país donde lo habían acuñado. Pero un día salió de viaje al extranjero. Era la última moneda nacional del monedero de su dueño, el cual no sabía ni siquiera que lo tenía, hasta que se lo encontró entre los dedos. -¡Toma! ¡Aún me queda un chelín de mi tierra! -exclamó- ¡Hará el viaje conmigo! Y la pieza saltó y cantó de alegría cuando la metieron de nuevo en el bolso. Y allí estuvo junto a otros compañeros extranjeros, que iban y venían, dejándose sitio unos a otros mientras el chelín continuaba en su lugar. Era una distinción que se le hacía. Llevaban ya varias semanas de viaje, y el chelín recorría el vasto mundo sin saber fijamente dónde estaba. Oía decir a las otras monedas que eran francesas o italianas. Una explicaba que se encontraban en tal ciudad, pero el chelín no podía formarse idea. Nada se ve del mundo cuando se permanece siempre metido en el bolso, y esto le ocurría a él. Pero un buen día se dio cuenta de que el monedero no estaba cerrado, por lo que se asomó a la abertura, para echar una mirada al exterior. Era una imprudencia, pero pudo más la curiosidad, y esto se paga. Resbaló y cayó al bolsillo del pantalón, y cuando, a la noche, fue sacado de él el monedero, nuestro chelín se quedó donde estaba y fue a parar al vestíbulo con las prendas de vestir; allí se cayó al suelo, sin que nadie lo oyera ni lo viese. A la mañana siguiente volvieron a entrar las prendas en la habitación; el dueño se las puso y se marchó, pero el chelín se quedó atrás. Alguien lo encontró y lo metió en su bolso, para que tuviera alguna utilidad. «Siempre es interesante ver el mundo -pensó el chelín-, conocer a otras gentes, otras costumbres». ¿Qué moneda es ésta? -exclamó alguien-. No es del país. Debe ser falsa, no vale. Y aquí empieza la historia del chelín, tal y como él la contó más tarde. -¡Falso! ¡Que no valgo! Aquello me hirió hasta lo más profundo -dijo el chelín-. Sabía que era de buena plata, que tenía buen sonido, y el cuño auténtico. «Esta gente se equivoca -pensé- o tal vez no hablan de mí». Pero sí, a mí se referían: me llamaban falso e inútil. «Habrá que pasarlo a oscuras», dijo el hombre que me había encontrado; y me pasaron en la oscuridad, y a la luz del día volví a oír pestes: «¡Falso, no vale! Tendremos que arreglarnos para sacárnoslo de encima». Y el chelín temblaba entre los dedos cada vez que lo colaban disimuladamente, haciéndolo pasar por moneda del país. -¡Mísero de mí! ¿De qué me sirve mi plata, mi valor, mi cuño, si nadie los estima? Para el mundo nada vale lo que uno posee, sino sólo la opinión que los demás se han formado de ti. Debe ser terrible tener la conciencia cargada, haber de deslizarse por caminos tortuosos, cuando yo, que soy inocente, sufro tanto sólo porque tengo las apariencias en contra. Cada vez que me sacaban, sentía pavor de los ojos que iban a verme. Sabía que me rechazarían, que me tirarían sobre la mesa, como si fuese mentira y engaño. Una vez fui a parar a manos de una mujer vieja y pobre, en pago de su duro trabajo del día; y ella no encontraba medio de sacudírseme; nadie quería aceptarme, era una verdadera desgracia para la pobre. -No tengo más remedio que colarlo a alguien -decía-; no puedo permitirme el lujo de guardar un chelín falso. El rico panadero se lo tragará; no le hace tanta falta como a mí; pero, sea como fuere, es una mala acción de mi parte. -¡Vaya! ¡Encima voy a ser una carga sobre la conciencia de esta vieja! -suspiró el chelín-. ¿Tanto he cambiado en estos últimos tiempos? La mujer se fue a la tienda del rico panadero, pero el hombre era perito en materia de monedas buenas y falsas. No me quiso, y hube de sufrir que me arrojaran a la cara de la vieja, la cual tuvo que volverse sin pan. Mi corazón sangraba, pues sólo me habían acuñado para causar disgustos a los demás. ¡Yo, que de joven tanta confianza había merecido y había estado tan seguro y orgulloso de mi valor y de la autenticidad de mi cuño! Me invadió una melancolía tal como sólo un pobre chelín puede sentir cuando nadie lo quiere. Pero la mujer se me llevó nuevamente a su casa y me miró con cariño, con dulzura y bondad. «¡No, no engañaré a nadie más contigo! -dijo-. Voy a agujerearte para que todo el mundo vea que eres falso; y, no obstante – se me ocurre una idea -, tal vez eres una moneda de la suerte. Se me acaba de ocurrir este pensamiento, y quiero creer en él. Haré un agujero en el chelín, le pasaré un cordón y lo colgaré del cuello del pequeñuelo de la vecina como moneda de la suerte». Y me agujereó, operación nada agradable, pero que uno soporta cuando se hace con buena intención. Me pasaron un cordón por el orificio, y quedé convertido en una especie de medallón. Me colgaron del cuello del niño, que me sonrió y me besó; y toda la noche descansé sobre el pecho calentito e inocente de la criatura. A la mañana siguiente, la madre me cogió entre sus dedos y me examinó; pronto comprendí que traía alguna intención. Cogiendo las tijeras, cortó la cuerdecita que me ataba. -¿El chelín de la suerte? -dijo-. Pronto lo veremos. Me puso en vinagre, con lo que muy pronto estuve completamente verde. Luego taponó el agujero y, tras haberme frotado un poco, al atardecer se fue conmigo a la administración de loterías para comprar un número, que debía ser el de la suerte. ¡Qué mal lo pasé! Me sentía oprimido como si fuese a romperme; sabía que me calificarían de falso y me rechazarían, y ello en presencia de todo aquel montón de monedas, todas con su cara y su inscripción, de que tan orgullosas podían sentirse. Pero me fue ahorrada aquella vergüenza; había tanta gente en el despacho de loterías, y el hombre estaba tan atareado, que fui a parar a la caja junto con las demás piezas. Si luego salió premiado el billete, es cosa que ignoro; lo que sí sé es que al día siguiente fui reconocido por falso, puesto aparte y destinado a seguir engañando, siempre engañando. Esto es insoportable cuando se tiene una personalidad real y verdadera, y nadie puede negar que yo la tengo. Durante mucho tiempo fui pasando de mano en mano, de casa en casa, recibido siempre con improperios, y siempre mal visto. Nadie fiaba en mí; yo había perdido toda confianza en mí mismo y en el mundo. ¡Fueron duros aquellos tiempos! Un día llegó un viajero; me pusieron en sus manos, y el hombre fue lo bastante cándido para aceptarme como moneda corriente. Pero cuando llegó el momento de pagar conmigo, volví a oír el sempiterno insulto: «No vale. Es falso». -Pues yo lo tomé por bueno -dijo el hombre, examinándome con detenimiento. Y, de repente, se dibujé una amplia sonrisa en su cara, cosa que no se había producido en ninguna de cuantas me habían mirado. -¡Qué es esto! -exclamó-. Pero si es una moneda de mi país, un bueno y auténtico chelín de casa, que agujerearon y ahora tienen por falso. ¡Vaya caso divertido! Me lo guardaré y me lo llevaré a mi tierra. Me estremecí de alegría al oírme llamar chelín bueno y legítimo. Volvería a mi patria, donde todos me conocerían, y sabrían que soy de buena plata y de auténtico cuño. Habría echado chispas de puro gozo, pero eso de despedir chispas no me va, lo hace el acero, pero no la plata. Me envolvieron en un papel fino y blanco para no confundirme con las demás monedas y pasarme por descuido. Y sólo me sacaban en ocasiones solemnes, cuando acertaban a encontrarse paisanos míos, y siempre hablaban muy bien de mí. Decían que era interesante; es chistoso eso de ser interesante sin haber pronunciado una sola palabra. Y al fin volví a mi patria. Mis penalidades tocaron a su fin y comenzó mi dicha. Era de buena ley, llevaba el cuño legitimo, y el haber sido agujereado para marcarme como falso no suponía desventaja alguna. Con tal de no serlo, la cosa no tiene importancia. Hay que tener paciencia y perseverar, que con el tiempo se hace justicia. Ésta es mi creencia – terminó el chelín. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El cofre volador
Cuento infantil
Érase una vez un comerciante tan rico, que habría podido empedrar toda la calle con monedas de plata, y aún casi un callejón por añadidura; pero se guardó de hacerlo, pues el hombre conocía mejores maneras de invertir su dinero, y cuando daba un ochavo era para recibir un escudo. Fue un mercader muy listo… y luego murió. Su hijo heredó todos sus caudales, y vivía alegremente: todas las noches iba al baile de máscaras, hacía cometas con billetes de banco y arrojaba al agua panecillos untados de mantequilla y lastrados con monedas de oro en vez de piedras. No es extraño, pues, que pronto se terminase el dinero; al fin a nuestro mozo no le quedaron más de cuatro perras gordas, y por todo vestido, unas zapatillas y una vieja bata de noche. Sus amigos lo abandonaron; no podían ya ir juntos por la calle; pero uno de ellos, que era un bonachón, le envió un viejo cofre con este aviso: «¡Embala!». El consejo era bueno, desde luego, pero como nada tenía que embalar, se metió él en el baúl. Era un cofre curioso: echaba a volar en cuanto se le apretaba la cerradura. Y así lo hizo; en un santiamén, el muchacho se vio por los aires metido en el cofre, después de salir por la chimenea, y montóse hasta las nubes, vuela que te vuela. Cada vez que el fondo del baúl crujía un poco, a nuestro hombre le entraba pánico; si se desprendiesen las tablas, ¡vaya salto! ¡Dios nos ampare! De este modo llegó a tierra de turcos. Escondiendo el cofre en el bosque, entre hojarasca seca, se encaminó a la ciudad; no llamó la atención de nadie, pues todos los turcos vestían también bata y pantuflos. Encontróse con un ama que llevaba un niño: -Oye, nodriza -le preguntó-, ¿qué es aquel castillo tan grande, junto a la ciudad, con ventanas tan altas? -Allí vive la hija del Rey -respondió la mujer-. Se le ha profetizado que quien se enamore de ella la hará desgraciada; por eso no se deja que nadie se le acerque, si no es en presencia del Rey y de la Reina. -Gracias -dijo el hijo del mercader, y volvió a su bosque. Se metió en el cofre y levantó el vuelo; llegó al tejado del castillo y se introdujo por la ventana en las habitaciones de la princesa. Estaba ella durmiendo en un sofá; era tan hermosa, que el mozo no pudo reprimirse y le dio un beso. La princesa despertó asustada, pero él le dijo que era el dios de los turcos, llegado por los aires; y esto la tranquilizó. S sentaro uno junto al otro, y el mozo se puso a contar historias sobre los ojos de la muchacha: eran como lagos oscuros y maravillosos, por los que los pensamientos nadaban cual ondinas; luego historias sobre su frente, que comparó con una montaña nevada, llena de magníficos salones y cuadros; y luego le habló de la cigüeña, que trae a los niños pequeños. Sí, eran unas historias muy hermosas, realmente. Luego pidió a la princesa si quería ser su esposa, y ella le dio el sí sin vacilar. -Pero tendrás que volver el sábado -añadió-, pues he invitado a mis padres a tomar el té. Estarán orgullosos de que me case con el dios de los turcos. Pero mira de recordar historias bonitas, que a mis padres les gustan mucho. Mi madre las prefiere edificantes y elevadas, y mi padre las quiere divertidas, pues le gusta reírse. -Bien, no traeré más regalo de boda que mis cuentos -respondió él, y se despidieron; pero antes la princesa le regaló un sable adornado con monedas de oro. ¡Y bien que le vinieron al mozo! Se marchó en volandas, se compró una nueva bata y se fue al bosque, donde se puso a componer un cuento. Debía estar listo para el sábado, y la cosa no es tan fácil. Y cuando lo tuvo terminado, era ya sábado. El Rey, la Reina y toda la Corte lo aguardaban para tomar el té en compañía de la princesa. Lo recibieron con gran cortesía. -¿Vas a contarnos un cuento –le preguntó la Reina-, uno que tenga profundo sentido y sea instructivo? -Pero que al mismo tiempo nos haga reír -añadió el Rey. – De acuerdo -respondía el mozo, y comenzó su relato. Y ahora, atención. «Érase una vez un haz de fósforos que estaban en extremo orgullosos de su alta estirpe; su árbol genealógico, es decir, el gran pino, del que todos eran una astillita, había sido un añoso y corpulento árbol del bosque. Los fósforos se encontraban ahora entre un viejo eslabón y un puchero de hierro no menos viejo, al que hablaban de los tiempos de su infancia”. -¡Sí, cuando nos hallábamos en la rama verde -decían- estábamos realmente en una rama verde! Cada amanecer y cada atardecer teníamos té diamantino: era el rocío; durante todo el día nos daba el sol, cuando no estaba nublado, y los pajarillos nos contaban historias. Nos dábamos cuenta de que éramos ricos, pues los árboles de fronda sólo van vestidos en verano; en cambio, nuestra familia lucía su verde ropaje, lo mismo en verano que en invierno. Mas he aquí que se presentó el leñador, la gran revolución, y nuestra familia se dispersó. El tronco fue destinado a palo mayor de un barco de alto bordo, capaz de circunnavegar el mundo si se le antojaba; las demás ramas pasaron a otros lugares, y a nosotros nos ha sido asignada la misión de suministrar luz a la baja plebe; por eso, a pesar de ser gente distinguida, hemos venido a parar a la cocina. -Mi destino ha sido muy distinto -dijo el puchero a cuyo lado yacían los fósforos-. Desde el instante en que vine al mundo, todo ha sido estregarme, ponerme al fuego y sacarme de él; yo estoy por lo práctico, y, modestia aparte, soy el número uno en la casa, Mi único placer consiste, terminado el servicio de mesa, en estarme en mi sitio, limpio y bruñido, conversando sesudamente con mis compañeros; pero si exceptúo el balde, que de vez en cuando baja al patio, puede decirse que vivimos completamente retirados. Nuestro único mensajero es el cesto de la compra, pero ¡se exalta tanto cuando habla del gobierno y del pueblo!; hace unos días un viejo puchero de tierra se asustó tanto con lo que dijo, que se cayó al suelo y se rompió en mil pedazos. Yo os digo que este cesto es un revolucionario; y si no, al tiempo. -¡Hablas demasiado! -intervino el eslabón, golpeando el pedernal, que soltó una chispa-. ¿No podríamos echar una cana al aire, esta noche? -Sí, hablemos -dijeron los fósforos-, y veamos quién es el más noble de todos nosotros. -No, no me gusta hablar de mi persona -objetó la olla de barro-. Organicemos una velada. Yo empezaré contando la historia de mi vida, y luego los demás harán lo mismo; así no se embrolla uno y resulta más divertido. En las playas del Báltico, donde las hayas que cubren el suelo de Dinamarca… -¡Buen principio! -exclamaron los platos-. Sin duda, esta historia nos gustará. -…pasé mi juventud en el seno de una familia muy reposada; se limpiaban los muebles, se restregaban los suelos, y cada quince días colgaban cortinas nuevas. -¡Qué bien se explica! -dijo la escoba de crin-. Se diría que habla un ama de casa; hay un no sé que de limpio y refinado en sus palabras. -Exactamente lo que yo pensaba -asintió el balde, dando un saltito de contento que hizo resonar el suelo. La olla siguió contando, y el fin resultó tan agradable como había sido el principio. Todos los platos castañetearon de regocijo, y la escoba sacó del bote unas hojas de perejil, y con ellas coronó a la olla, a sabiendas de que los demás rabiarían. “Si hoy le pongo yo una corona, mañana me pondrá ella otra a mí”, pensó. -¡Voy a bailar! -exclamó la tenaza, y, ¡dicho y hecho! ¡Dios nos ampare, y cómo levantaba la pierna! La vieja funda de la silla del rincón estalló al verlo-. ¿Me vais a coronar también a mí? -pregunto la tenaza; y así se hizo. -¡Vaya gentuza! -pensaban los fósforos. Le tocaba entonces el turno de cantar a la tetera, pero se excusó alegando que estaba resfriada; sólo podía cantar cuando se hallaba al fuego; pero todo aquello eran remilgos; no quería hacerlo más que en la mesa, con las señorías. Había en la ventana una vieja pluma, con la que solía escribir la sirvienta. Nada de notable podía observarse en ella, aparte que la sumergían demasiado en el tintero, pero ella se sentía orgullosa del hecho. -Si la tetera se niega a cantar, que no cante -dijo-. Ahí fuera hay un ruiseñor enjaulado que sabe hacerlo. No es que haya estudiado en el Conservatorio, mas por esta noche seremos indulgentes. -Me parece muy poco conveniente -objetó la cafetera, que era una cantora de cocina y hermanastra de la tetera – tener que escuchar a un pájaro forastero. ¿Es esto patriotismo? Que juzgue el cesto de la compra. -Francamente, me han desilusionado -dijo el cesto-. ¡Vaya manera estúpida de pasar una velada! En lugar de ir cada cuál por su lado, ¿no sería mucho mejor hacer las cosas con orden? Cada uno ocuparía su sitio, y yo dirigiría el juego. ¡Otra cosa seria! -¡Sí, vamos a armar un escándalo! -exclamaron todos. En esto se abrió la puerta y entró la criada. Todos se quedaron quietos, nadie se movió; pero ni un puchero dudaba de sus habilidades y de su distinción. “Si hubiésemos querido -pensaba cada uno-, ¡qué velada más deliciosa habríamos pasado!”. La sirvienta cogió los fósforos y encendió fuego. ¡Cómo chisporroteaban, y qué llamas echaban! “Ahora todos tendrán que percatarse de que somos los primeros -pensaban-. ¡Menudo brillo y menudo resplandor el nuestro!”. Y de este modo se consumieron». -¡Qué cuento tan bonito! -dijo la Reina-. Me parece encontrarme en la cocina, entre los fósforos. Sí, te casarás con nuestra hija. -Desde luego -asintió el Rey-. Será tuya el lunes por la mañana -. Lo tuteaban ya, considerándolo como de la familia. Fijóse el día de la boda, y la víspera hubo grandes iluminaciones en la ciudad, repartiéronse bollos de pan y rosquillas, los golfillos callejeros se hincharon de gritar «¡hurra!» y silbar con los dedos metidos en la boca… ¡Una fiesta magnífica! «Tendré que hacer algo», pensó el hijo del mercader, y compró cohetes, petardos y qué sé yo cuántas cosas de pirotecnia, las metió en el baúl y emprendió el vuelo. ¡Pim, pam, pum! ¡Vaya estrépito y vaya chisporroteo! Los turcos, al verlo, pegaban unos saltos tales que las babuchas les llegaban a las orejas; nunca habían contemplado una traca como aquella, Ahora sí que estaban convencidos de que era el propio dios de los turcos el que iba a casarse con la hija del Rey. No bien llegó nuestro mozo al bosque con su baúl, se dijo: «Me llegaré a la ciudad, a observar el efecto causado». Era una curiosidad muy natural. ¡Qué cosas contaba la gente! Cada una de las personas a quienes preguntó había presenciado el espectáculo de una manera distinta, pero todos coincidieron en calificarlo de hermoso. -Yo vi al propio dios de los turcos -afirmó uno-. Sus ojos eran como rutilantes estrellas, y la barba parecía agua espumeante. -Volaba envuelto en un manto de fuego -dijo otro-. Por los pliegues asomaban unos angelitos preciosos. Sí, escuchó cosas muy agradables, y al día siguiente era la boda. Regresó al bosque para instalarse en su cofre; pero, ¿dónde estaba el cofre? El caso es que se había incendiado. Una chispa de un cohete había prendido fuego en el forro y reducido el baúl a cenizas. Y el hijo del mercader ya no podía volar ni volver al palacio de su prometida. Ella se pasó todo el día en el tejado, aguardándolo; y sigue aún esperando, mientras él recorre el mundo contando cuentos, aunque ninguno tan regocijante como el de los fósforos. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El cometa
Cuento infantil
Y vino el cometa: brilló con su núcleo de fuego, y amenazó con la cola. Lo vieron desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla; lo vio el gentío que hormiguea en la calle, y el viajero que cruza llanos desiertos y solitarios; y a cada uno inspiraba pensamientos distintos. -¡Salgan a ver el signo del cielo! ¡Salgan a contemplar este bellísimo espectáculo! -exclamaba la gente; y todo el mundo se apresuraba, afanoso de verlo. Pero en un cuartucho, una mujer trabajaba junto a su hijito. La vela de sebo ardía mal, chisporroteando, y la mujer creyó ver una viruta en la bujía; el sebo formaba una punta y se curvaba, y aquello, creía la mujer, significaba que su hijito no tardaría en morir, pues la punta se volvía contra él. Era una vieja superstición, pero la mujer la creía. Y justamente aquel niño estaba destinado a vivir muchos años sobre la Tierra, y a ver aquel mismo cometa cuando, sesenta años más tarde, volviera a aparecer. El pequeño no vio la viruta de la vela, ni pensó en el astro que por primera vez en su vida brillaba en el cielo. Tenía delante una cubeta con agua jabonosa, en la que introducía el extremo de un tubito de arcilla y, aspirando con la boca por el otro, soplaba burbujas de jabón, unas grandes, y otras pequeñas. Las pompas temblaban y flotaban, presentando bellísimos y cambiantes colores, que iban del amarillo al rojo, del lila al azul, adquiriendo luego un tono verde como hoja del bosque cuando el sol brilla a su través. -Dios te conceda tantos años en la Tierra como pompas de jabón has hecho -murmuraba la madre. -¿Tantos, tantos? -dijo el niño-. No terminaré nunca las pompas con toda esta agua. Y el niño sopla que sopla. -¡Ahí vuela un año, ahí vuela un año! ¡Mira cómo vuelan! -exclamaba a cada nueva burbuja que se soltaba y emprende el vuelo. Algunas fueron a pararle a los ojos; aquello escocía, quemaba; le asomaron las lágrimas. En cada burbuja veía una imagen de lo por venir, brillante, fúlgida. -¡Ahora se ve el cometa! -gritaron los vecinos-. ¡Salgan a verlo, no se queden ahí dentro! La madre salió entonces, llevando el niño de la mano; el pequeño hubo de dejar el tubito de arcilla y las pompas de jabón; había salido el cometa. Y el niño vio la reluciente bola de fuego y su cola radiante; algunos decían que medía tres varas, otros, que millones de varas. Cada uno ve las cosas a su modo. -Nuestros hijos y nietos tal vez habrán muerto antes de que vuelva a aparecer -decía la gente. La mayoría de los que lo dijeron habían muerto, en efecto, cuando apareció de nuevo. Pero el niño cuya muerte, al creer de su madre, había sido pronosticada por la viruta de la vela, estaba vivo aún, hecho un anciano de blanco cabello. «Los cabellos blancos son las flores de la vejez», reza el proverbio; y el hombre tenía muchas de aquellas flores. Era un anciano maestro de escuela. Los alumnos decían que era muy sabio, que sabía Historia y Geografía y cuanto se conoce sobre los astros. -Todo vuelve -decía-. Fijaos, si no, en las personas y en los acontecimientos, y se darán cuenta de que siempre vuelven, con ropaje distinto, en otros países. Y el maestro les contó el episodio de Guillermo Tell, que de un flechazo hubo de derribar una manzana colocada sobre la cabeza de su hijo; pero antes de disparar la flecha escondió otra en su pecho, destinada a atravesar el corazón del malvado Gessler. La cosa ocurrió en Suiza, pero muchos años antes había sucedido lo mismo en Dinamarca, con Palnatoke. También él fue condenado a derribar una manzana puesta sobre la cabeza de su hijo, y también él se guardó una flecha para vengarse. Y hace más de mil años los egipcios contaban la misma historia. Todo volverá, como los cometas, los cuales se alejan, desaparecen y vuelven. Y habló luego del que esperaban, y que él había visto de niño. El maestro sabía mucho acerca de los cuerpos celestes y pensaba sobre ellos, pero sin olvidarse de la Historia y la Geografía. Había dispuesto su jardín de manera que reprodujese el mapa de Dinamarca. Estaban allí las plantas y las flores tal como aparecen distribuidas en las diferentes regiones del país. -Tráeme guisantes -decía, y uno iba al bancal que representaba Lolland-. Tráeme alforfón. Y el interpelado iba a Langeland. La hermosa genciana azul y el romero se encontraban en Skagen, y la brillante oxiacanta, en Silkeborg. Las ciudades estaban señaladas con pedestales. Ahí estaba San Canuto con el dragón, indicando Odense; Absalón con el báculo episcopal indicaba Söro; el barquito con los remos significaba que en aquel lugar se levantaba la ciudad de Aarhus. En el jardín del maestro se aprendía muy bien el mapa de Dinamarca, pero antes había que escuchar sus explicaciones, y ésta era lo mejor de todo. Estaban esperando el cometa, y el buen señor les habló de él y de lo que la gente había dicho y pensado sobre el astro muchos años antes, cuando había aparecido por última vez. -El año del cometa es año de buen vino -dijo-. Se puede diluir con agua sin que se note. Los bodegueros deben esperar con agrado los años del cometa. Por espacio de dos semanas enteras el cielo estuvo nublado, y, a pesar de que el meteoro brillaba en el firmamento, no podía verse. El anciano maestro estaba en su pequeña vivienda contigua a la escuela. El reloj de Bornholm, heredado de sus padres, estaba en un rincón, pero las pesas de plomo no subían ni bajaban, ni el péndulo se movía; el cuclillo, que antaño salía a anunciar las horas, llevaba ya varios años encerrado, silencioso, en su casita. Todo en la habitación permanecía callado y mudo; el reloj no andaba. Mas el viejo piano, también del tiempo de los padres, tenía aún vida; las cuerdas aunque algo roncas podían tocar las melodías de toda una generación. El viejo recordaba muchas cosas, alegres y tristes, sucedidas durante todos aquellos años, desde que, siendo niño, viera el cometa, hasta su actual reaparición. Recordaba lo que su madre había dicho acerca de la viruta de la vela, y recordaba también las hermosas pompas de jabón, cada una de los cuales era un año -había dicho la mujer-, y ¡qué brillantes y ricas de colores! Todo lo bello y lo agradable se reflejaba en ellas: juegos de infancia e ilusiones de juventud, todo el vasto mundo desplegado a la luz del sol, aquel mundo que él quería recorrer. Eran burbujas del futuro. Ya viejo, arrancaba de las cuerdas del piano melodías del tiempo pasado: burbujas de la memoria, con las irisaciones del recuerdo. La canción de su madre mientras hacía calceta, el arrullo de la niñera… Ora sonaban melodías del primer baile, un minueto y una polca, ora notas suaves y melancólicas que hacían asomar las lágrimas a los ojos del anciano. Ya era una marcha guerrera, ya un cántico religioso, ya alegres acordes, burbuja tras burbuja, como las que de niño soplara en el agua jabonosa. Tenía fija la mirada en la ventana; por el cielo desfilaba una nube, y de pronto vio el cometa en el espacio sereno, con su brillante núcleo y su cabellera. Le pareció que lo había visto la víspera, y, sin embargo, mediaba toda una larga vida entre aquellos días y los presentes. Entonces era un niño, y las pompas le decían: «¡Adelante!». Hoy todo le decía: «¡Atrás!». Sintió revivir los pensamientos y la fe de su infancia, sus ojos brillaron, y su mano se posó sobre las teclas; el piano emitió un sonido como si saltara una cuerda. -¡Vengan a ver el cometa! -gritaban los vecinos-. El cielo está clarísimo. ¡Vengan a verlo! El anciano maestro no contestó; había partido para verlo mejor; su alma seguía una órbita mayor, en unos espacios más vastos que los que recorre el cometa. Y otra vez lo verán desde el rico palacio y desde la pobre buhardilla, desde el bullicio de la calle y desde el erial que cruza el viajero solitario. Su alma fue vista por Dios v por los seres queridos que lo habían precedido en la tumba y con los que él ansiaba volver a reunirse. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El compañero de viaje
Cuento infantil
El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima a extinguirse, y llegaba la noche. -Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudará por los caminos del mundo. Le dirigió una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró; se habría dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la cama. Tuvo un sueño muy raro; vio cómo el Sol y la Luna se inclinaban ante él, y vio a su padre rebosante de salud y riéndose, con aquella risa suya cuando se sentía contento. Una hermosa muchacha, con una corona de oro en el largo y reluciente cabello, tendió la mano a Juan, mientras el padre le decía: «¡Mira qué novia tan bonita tienes! Es la más bella del mundo entero». Entonces se despertó: el alegre cuadro se había desvanecido; su padre yacía en el lecho, muerto y frío, y no había nadie en la estancia. ¡Pobre Juan! A la semana siguiente dieron sepultura al difunto; Juan acompañó el féretro, sin poder ver ya a aquel padre que tanto lo había querido; oyó cómo echaban tierra sobre el ataúd, para colmar la fosa, y contempló cómo desaparecía poco a poco, mientras sentía la pena desgarrarle el corazón. Al borde de la tumba cantaron un último salmo, que sonó armoniosamente; las lágrimas asomaron a los ojos del muchacho; rompió a llorar, y el llanto fue un sedante para su dolor. Brilló el sol, espléndido, por encima de los verdes árboles; parecía decirle: «No estés triste, Juan; ¡mira qué hermoso y azul es el cielo!. ¡Allá arriba está tu padre pidiendo a Dios por tu bien!». -Seré siempre bueno -dijo Juan-. De este modo, un día volveré a reunirme con mi padre. ¡Qué alegría cuando nos veamos de nuevo! Cuántas cosas podré contarle y cuántas me mostrará él, y me enseñará la magnificencia del cielo, como lo hacía en la Tierra. ¡Oh, qué felices seremos! Y se lo imaginaba tan a lo vivo, que asomó una sonrisa a sus labios. Los pajarillos, posados en los castaños, dejaban oír sus gorjeos. Estaban alegres, a pesar de asistir a un entierro, pero bien sabían que el difunto estaba ya en el cielo, tenía alas mucho mayores y más hermosas que las suyas, y era dichoso, porque acá en la Tierra había practicado la virtud; por eso estaban alegres. Juan los vio emprender el vuelo desde las altas ramas verdes, y sintió el deseo de lanzarse al espacio con ellos. Pero antes hizo una gran cruz de madera para hincarla sobre la tumba de su padre, y al llegar la noche, la sepultura aparecía adornada con arena y flores. Habían cuidado de ello personas forasteras, pues en toda la comarca se tenía en gran estima a aquel buen hombre que acababa de morir. De madrugada hizo Juan su modesto equipaje y se ató al cinturón su pequeña herencia: cincuenta florines y unos peniques en total; con ella se disponía a correr mundo. Sin embargo, antes volvió al cementerio, y, después de rezar un padrenuestro sobre la tumba dijo: ¡Adiós, padre querido! Seré siempre bueno, y tú le pedirás a Dios que las cosas me vayan bien. Al entrar en la campiña, el muchacho observó que todas las flores se abrían frescas y hermosas bajo los rayos tibios del sol, y que se mecían al impulso de la brisa, como diciendo: «¡Bienvenido a nuestros dominios! ¿Verdad que son bellos?». Pero Juan se volvió una vez más a contemplar la vieja iglesia donde recibiera de pequeño el santo bautismo, y a la que había asistido todos los domingos con su padre a los oficios divinos, cantando hermosas canciones; en lo alto del campanario vio, en una abertura, al duende del templo, de pie, con su pequeña gorra roja, y resguardándose el rostro con el brazo de los rayos del sol que le daban en los ojos. Juan le dijo adiós con una inclinación de cabeza; el duendecillo agitó la gorra colorada y, poniéndose una mano sobre el corazón, con la otra le envió muchos besos, para darle a entender que le deseaba un viaje muy feliz y mucho bien. Pensó entonces Juan en las bellezas que vería en el amplio mundo y siguió su camino, mucho más allá de donde llegara jamás. No conocía los lugares por los que pasaba, ni las personas con quienes se encontraba; todo era nuevo para él. La primera noche hubo de dormir sobre un montón de heno, en pleno campo; otro lecho no había. Pero era muy cómodo, pensó; el propio Rey no estaría mejor. Toda la campiña, con el río, la pila de hierba y el cielo encima, formaban un hermoso dormitorio. La verde hierba, salpicada de florecillas blancas y coloradas, hacía de alfombra, las lilas y rosales silvestres eran otros tantos ramilletes naturales, y para lavabo tenía todo el río, de agua límpida y fresca, con los juncos y cañas que se inclinaban como para darle las buenas noches y los buenos días. La luna era una lámpara soberbia, colgada allá arriba en el techo infinito; una lámpara con cuyo fuego no había miedo de que se encendieran las cortinas. Juan podía dormir tranquilo, y así lo hizo, no despertándose hasta que salió el sol, y todas las avecillas de los contornos rompieron a cantar: «¡Buenos días, buenos días! ¿No te has levantado aún?». Tocaban las campanas, llamando a la iglesia, pues era domingo. Las gentes iban a escuchar al predicador, y Juan fue con ellas; las acompañó en el canto de los sagrados himnos, y oyó la voz del Señor; le parecía estar en la iglesia donde había sido bautizado y donde había cantado los salmos al lado de su padre. En el cementerio contiguo al templo había muchas tumbas, algunas de ellas cubiertas de alta hierba. Entonces pensó Juan en la de su padre, y se dijo que con el tiempo presentaría también aquel aspecto, ya que él no estaría allí para limpiarla y adornarla. Se sentó, pues en el suelo, y se puso a arrancar la hierba y enderezar las cruces caídas, volviendo a sus lugares las coronas arrastradas por el viento, mientras pensaba: «Tal vez alguien haga lo mismo en la tumba de mi padre, ya que no puedo hacerlo yo». Ante la puerta de la iglesia había un mendigo anciano que se sostenía en sus muletas; Juan le dio los peniques que guardaba en su bolso, y luego prosiguió su viaje por el ancho mundo, contento y feliz. Al caer la tarde, el tiempo se puso horrible, y nuestro mozo se dio prisa en buscar un cobijo, pero no tardó en cerrar la noche oscura. Finalmente, llegó a una pequeña iglesia, que se levantaba en lo alto de una colina. Por suerte, la puerta estaba sólo entornada y pudo entrar. Su intención era permanecer allí hasta que la tempestad hubiera pasado. -Me sentaré en un rincón -dijo-, estoy muy cansado y necesito reposo. Se sentó, pues, juntó las manos para rezar su oración vespertina y antes de que pudiera darse cuenta, se quedó profundamente dormido y transportado al mundo de los sueños, mientras en el exterior fulguraban los relámpagos y retumbaban los truenos. Se despertó a medianoche. La tormenta había cesado, y la luna brillaba en el firmamento, enviando sus rayos de plata a través de las ventanas. En el centro del templo había un féretro abierto, con un difunto, esperando la hora de recibir sepultura. Juan no era temeroso ni mucho menos; nada le reprochaba su conciencia, y sabía perfectamente que los muertos no hacen mal a nadie; los vivos son los perversos, los que practican el mal. Mas he aquí que dos individuos de esta clase estaban junto al difunto depositado en el templo antes de ser confiado a la tierra. Se proponían cometer con él una fechoría: arrancarlo del ataúd y arrojarlo fuera de la iglesia. -¿Por qué quieren hacer esto? -preguntó Juan-. Es una mala acción. Dejen que descanse en paz, en nombre de Jesús. -¡Tonterías! -replicaron los malvados-. ¡Nos engañó! Nos debía dinero y no pudo pagarlo; y ahora que ha muerto no cobraremos un céntimo. Por eso queremos vengarnos. Vamos a arrojarlo como un perro ante la puerta de la iglesia. -Sólo tengo cincuenta florines -dijo Juan-; es toda mi fortuna, pero se los daré de buena gana si me prometen dejar en paz al pobre difunto. Yo me las arreglaré sin dinero. Estoy sano y fuerte, y no me faltará la ayuda de Dios. -Bien -replicaron los dos impíos-. Si te avienes a pagar su deuda no le haremos nada, te lo prometemos. Embolsaron el dinero que les dio Juan, y, riéndose a carcajadas de aquel magnánimo infeliz, siguieron su camino. Juan colocó nuevamente el cadáver en el féretro, con las manos cruzadas sobre el pecho, e, inclinándose ante él, se alejó contento bosque a través. En derredor, dondequiera que llegaban los rayos de luna filtrándose por entre el follaje, veía jugar alegremente a los duendecillos, que no huían de él, pues sabían que era un muchacho bueno e inocente; son sólo los malos, de quienes los duendes no se dejan ver. Algunos no eran más grandes que el ancho de un dedo, y llevaban sujeto el largo y rubio cabello con peinetas de oro. De dos en dos se balanceaban en equilibrio sobre las abultadas gotas de rocío, depositadas sobre las hojas y los tallos de hierba; a veces, una de las gotitas caía al suelo por entre las largas hierbas, y el incidente provocaba grandes risas y alboroto entre los minúsculos personajes. ¡Qué delicia! Se pusieron a cantar, y Juan reconoció enseguida las bellas melodías que aprendiera de niño. Grandes arañas multicolores, con argénteas coronas en la cabeza, hilaban, de seto a seto, largos puentes colgantes y palacios que, al recoger el tenue rocío, brillaban como nítido cristal a los claros rayos de la luna. El espectáculo duró hasta la salida del sol. Entonces, los duendecillos se deslizaron en los capullos de las flores, y el viento se hizo cargo de sus puentes y palacios, que volaron por los aires convertidos en telarañas. En éstas, Juan había salido ya del bosque cuando a su espalda resonó una recia voz de hombre: -¡Hola, compañero!, ¿adónde vamos? -Por esos mundos de Dios -respondió Juan-. No tengo padre ni madre y soy pobre, pero Dios me ayudará. -También yo voy a correr mundo -dijo el forastero-. ¿Quieres que lo hagamos en compañía? -¡Bueno! -asintió Juan, y siguieron juntos. No tardaron en simpatizar, pues los dos eran buenas personas. Juan observó muy pronto, empero, que el desconocido era mucho más inteligente que él. Había recorrido casi todo el mundo y sabía de todas las cosas imaginables. El sol estaba ya muy alto sobre el horizonte cuando se sentaron al pie de un árbol para desayunarse; y en aquel mismo momento se les acercó una anciana que andaba muy encorvada, sosteniéndose en una muletilla y llevando a la espalda un haz de leña que había recogido en el bosque. Llevaba el delantal recogido y atado por delante, y Juan observó que por él asomaban tres largas varas de sauce envueltas en hojas de helecho. Llegada adonde ellos estaban, resbaló y cayó, empezando a quejarse lamentablemente; la pobre se había roto una pierna. Juan propuso enseguida trasladar a la anciana a su casa; pero el forastero, abriendo su mochila, dijo que tenía un ungüento con el cual, en un santiamén, curaría la pierna rota, de tal modo que la mujer podría regresar a su casa por su propio pie, como si nada le hubiese ocurrido. Sólo pedía, en pago, que le regalase las tres varas que llevaba en el delantal. -¡Mucho pides! -objetó la vieja, acompañando las palabras con un raro gesto de la cabeza. No le hacía gracia ceder las tres varas; pero tampoco resultaba muy agradable seguir en el suelo con la pierna fracturada. Le dio, pues, las varas, y apenas el ungüento hubo tocado la fractura se incorporó la abuela y echó a andar mucho más ligera que antes. Y todo por virtud de la pomada; pero hay que advertir que no era una pomada de las que venden en la botica. -¿Para qué quieres las varas? -preguntó Juan a su compañero. -Son tres bonitas escobas -contestó el otro-. Me gustan, qué quieres que te diga; yo soy así de extraño. Y prosiguieron un buen trecho. -¡Se está preparando una tormenta! -exclamó Juan, señalando hacia delante-. ¡Qué nubarrones más cargados! -No -respondió el compañero-. No son nubes, sino montañas, montañas altas y magníficas, cuyas cumbres rebasan las nubes y están rodeadas de una atmósfera serena. Es maravilloso, créeme. Mañana ya estaremos allí. Pero no estaban tan cerca como parecía. Un día entero tuvieron que caminar para llegar a su pie. Los oscuros bosques trepaban hasta las nubes, y habían rocas enormes, tan grandes como una ciudad. Debía de ser muy cansado subir allá arriba, y, así, Juan y su compañero entraron en la posada; tenían que descansar y reponer fuerzas para la jornada que les aguardaba. En la sala de la hostería se había reunido mucho público, pues estaba actuando un titiritero. Acababa de montar su pequeño escenario, y la gente se hallaba sentada en derredor, dispuesta a presenciar el espectáculo. En primera fila estaba sentado un gordo carnicero, el más importante del pueblo, con su gran perro mastín echado a su lado; el animal tenía aspecto feroz y los grandes ojos abiertos, como el resto de los espectadores. Empezó una linda comedia, en la que intervenían un rey y una reina, sentados en un trono magnífico, con sendas coronas de oro en la cabeza y vestidos con ropajes de larga cola, como corresponda a tan ilustres personajes. Lindísimos muñecos de madera, con ojos de cristal y grandes bigotes, aparecían en las puertas, abriéndolas y cerrándolas, para permitir la entrada de aire fresco. Era una comedia muy bonita, y nada triste; pero he aquí que al levantarse la reina y avanzar por la escena, sabe Dios lo que creerla el mastín, pero lo cierto es que se soltó de su amo el carnicero, se plantó de un salto en el teatro y, cogiendo a la reina por el tronco, ¡crac!, la despedazó en un momento. ¡Espantoso! El pobre titiritero quedó asustado y muy contrariado por su reina, pues era la más bonita de sus figuras; y el perro la había decapitado. Pero cuando, más tarde, el público se retiró, el compañero de Juan dijo que repararía el mal, y, sacando su frasco, untó la muñeca con el ungüento que tan maravillosamente había curado la pierna de la vieja. Y, en efecto; no bien estuvo la muñeca untada, quedó de nuevo entera, e incluso podía mover todos los miembros sin necesidad de tirar del cordón; se habría dicho que era una persona viviente, sólo que no hablaba. El hombre de los títeres se puso muy contento; ya no necesitaba sostener aquella muñeca, que hasta sabía bailar por sí sola: ninguna otra figura podía hacer tanto. Por la noche, cuando todos los huéspedes estuvieron acostados, se oyeron unos suspiros profundísimos y tan prolongados, que todo el mundo se levantó para ver quién los exhalaba. El titiritero se dirigió a su teatro, pues de él salían las quejas. Los muñecos, el rey y toda la comparsería estaban revueltos, y eran ellos los que así suspiraban, mirando fijamente con sus ojos de vidrio, pues querían que también se les untase un poquitín con la maravillosa pomada, como la reina, para poder moverse por su cuenta. La reina se hincó de rodillas y, levantando su magnífica corona, imploró: -¡Quédate con ella, pero unta a mi esposo y a los cortesanos! Al pobre propietario del teatro se le saltaron las lágrimas, pues la escena era en verdad conmovedora. Fue en busca del compañero de Juan y le prometió toda la recaudación de la velada siguiente si se avenía a untarle aunque sólo fuesen cuatro o cinco muñecos; pero el otro le dijo que por toda recompensa sólo quería el gran sable que llevaba al cinto; cuando lo tuvo, aplicó el ungüento a seis figuras, las cuales empezaron a bailar enseguida, con tanta gracia, que las muchachas de veras que lo vieron las acompañaron en la danza. Y bailaron el cochero y la cocinera, el criado y la criada, y todos los huéspedes, hasta la misma badila y las tenazas, si bien éstas se fueron al suelo a los primeros pasos. Fue una noche muy alegre, desde luego. A la mañana siguiente, Juan y su compañero de viaje se despidieron de la compañía y echaron cuesta arriba por entre los espesos bosques de abetos. Llegaron a tanta altura, que las torres de las iglesias se veían al fondo como diminutas bayas rojas destacando en medio del verdor, y su mirada pudo extenderse a muchas, muchas millas, hasta tierras que jamás habían visitado. Tanta belleza y magnificencia nunca la había visto Juan; el sol parecía más cálido en aquel aire puro; el mozo oía los cuernos de los cazadores resonando entre las montañas, tan claramente, que las lágrimas asomaron a sus ojos y no pudo por menos de exclamar: ¡Dios santo y misericordioso, quisiera besarte por tu bondad con nosotros y por toda esa belleza que, para nosotros también, has puesto en el mundo! El compañero de viaje permanecía a su vez con las manos juntas contemplando, por encima del bosque y las ciudades, la lejanía inundada por el sol. Al mismo tiempo oyeron encima de sus cabezas un canto prodigioso, y al mirar a las alturas descubrieron flotando en el espacio un cisne blanco que cantaba como jamás oyeran hacer a otra ave. Pero aquellos sones fueron debilitándose progresivamente, y el hermoso cisne, inclinando la cabeza, descendió con lentitud y fue a caer muerto a sus pies. -¡Qué alas tan espléndidas! -exclamó el compañero-. Mucho dinero valdrán, tan blancas y grandes; ¡voy a llevármelas! ¿Ves ahora cómo estuve acertado al hacerme con el sable? Cortó las dos alas del cisne muerto y se las guardó. Caminaron millas y millas montes a través, hasta que por fin vieron ante ellos una gran ciudad, con cien torres que brillaban al sol cual si fuesen de plata. En el centro de la población se alzaba un regio palacio de mármol recubierto de oro; era la mansión del Rey. Juan y su compañero no quisieron entrar enseguida en la ciudad, sino que se quedaron fuera, en una posada, para asearse, pues querían tener buen aspecto al andar por las calles. El posadero les contó que el Rey era una excelente persona, incapaz de causar mal a nadie; pero, en cambio, su hija, ¡ay, Dios nos guarde!, era una princesa perversa. Belleza no le faltaba, y en punto a hermosura ninguna podía compararse con ella; pero, ¿de qué le servía?. Era una bruja, culpable de la muerte de numerosos y apuestos príncipes. Permitía que todos los hombres la pretendieran; todos podían presentarse, ya fuesen príncipes o mendigos, lo mismo daba; pero tenían que adivinar tres cosas que ella se había pensado. Se casaría con el que acertase, el cual sería Rey del país el día en que su padre falleciese; pero el que no daba con las tres respuestas, era ahorcado o decapitado. El anciano Rey, su padre, estaba en extremo afligido por la conducta de su hija, mas no podía impedir sus maldades, ya que en cierta ocasión prometió no intervenir jamás en los asuntos de sus pretendientes y dejarla obrar a su antojo. Cada vez que se presentaba un príncipe para someterse a la prueba, era colgado o le cortaban la cabeza; pero siempre se le había prevenido y sabía bien a lo que se exponía. El viejo Rey estaba tan amargado por tanta tristeza y miseria, que todos los años permanecía un día entero de rodillas, junto con sus soldados, rogando por la conversión de la princesa; pero nada conseguía. Las viejas que bebían aguardiente, en señal de duelo lo teñían de negro antes de llevárselo a la boca; más no podían hacer. -¡Qué horrible princesa! -exclamó Juan-. Una buena azotaina, he aquí lo que necesita. Si yo fuese el Rey, pronto cambiaría. De pronto se oyó un gran griterío en la carretera. Pasaba la princesa. Era realmente tan hermosa, que todo el mundo se olvidaba de su maldad y se ponía a vitorearla. La escoltaban doce preciosas doncellas, todas vestidas de blanca seda y cabalgando en caballos negros como azabache, mientras la princesa montaba un corcel blanco como la nieve, adornado con diamantes y rubíes; su traje de amazona era de oro puro, y el látigo que sostenía en la mano relucía como un rayo de sol, mientras la corona que ceñía su cabeza centelleaba como las estrellitas del cielo, y el manto que la cubría estaba hecho de miles de bellísimas alas de mariposas. Y, sin embargo, ella era mucho más hermosa que todos los vestidos. Al verla, Juan se puso todo colorado, por la sangre que afluyó a su rostro, y apenas pudo articular una palabra; la princesa era exactamente igual que aquella bella muchacha con corona de oro que había visto en sueños la noche de la muerte de su padre. La encontró indeciblemente hermosa, y en el acto quedó enamorado de ella. Era imposible, pensó, que fuese una bruja, capaz de mandar ahorcar o decapitar a los que no adivinaban sus acertijos. «Todos están facultades para solicitarla, incluso el más pobre de los mendigos; iré, pues, al palacio; no tengo más remedio». Todos insistieron en que no lo hiciese, pues sin duda correría la suerte de los otros; también su compañero de ruta trató de disuadirlo, pero Juan, seguro de que todo se resolvería bien, se cepilló los zapatos y la chaqueta, se lavó la cara y las manos, se peinó el bonito cabello rubio y se encaminó a la ciudad y al palacio. -¡Adelante! -gritó el anciano Rey al llamar Juan a la puerta. La abrió el mozo, y el Soberano salió a recibirlo, en bata de noche y zapatillas bordadas. Llevaba en la cabeza la corona de oro, en una mano, el cetro, y en la otra, el globo imperial. -¡Un momento! -dijo, poniéndose el globo debajo del brazo para poder alargar la mano a Juan. Pero no bien supo que se trataba de un pretendiente, prorrumpió a llorar con tal violencia, que cetro y globo le cayeron al suelo y hubo de secarse los ojos con la bata de dormir. ¡Pobre viejo Rey! -No lo intentes -le dijo-, acabarás malamente, como los demás. Ven y verás le que te espera -. Y condujo a Juan al jardín de recreo de la princesa. ¡Horrible espectáculo! De cada árbol colgaban tres o cuatro príncipes que, habiendo solicitado a la hija del Rey, no habían acertado a contestar sus preguntas. A cada ráfaga de viento matraqueaban los esqueletos, por lo que los pájaros, asustados, nunca acudían al jardín; las flores estaban atadas a huesos humanos, y en las macetas, los cráneos exhibían su risa macabra. ¡Qué extraño jardín para una princesa! -¡Ya lo ves! -dijo el Rey-. Te espera la misma suerte que a todos ésos. Mejor es que renuncies. Me harías sufrir mucho, pues no puedo soportar estos horrores. Juan besó la mano al bondadoso Monarca, y le dijo que sin duda las cosas marcharían bien, pues estaba apasionadamente prendado de la princesa. En esto llegó ella a palacio, junto con sus damas. El Rey y Juan fueron a su encuentro, a darle los buenos días. Era maravilloso mirarla; tendió la mano al mozo, y éste quedó mucho más persuadido aún de que no podía tratarse de una perversa hechicera, como sostenía la gente. Pasaron luego a la sala del piso superior, y los criados sirvieron confituras y pastas secas, pero el Rey estaba tan afligido, que no pudo probar nada, además de que las pastas eran demasiado duras para sus dientes. Se convino en que Juan volvería a palacio a la mañana siguiente. Los jueces y todo el consejo estarían reunidos para presenciar la marcha del proceso. Si la cosa iba bien, Juan tendría que comparecer dos veces más; pero hasta entonces nadie había acertado la primera pregunta, y todos habían perdido la vida. A Juan no le preocupó ni por un momento la idea de cómo marcharían las cosas; antes bien, estaba alegre, pensando tan sólo en la bella princesa, seguro de que Dios le ayudaría; de qué manera, lo ignoraba, y prefería no pensar en ello. Iba bailando por la carretera, de regreso a la posada, donde lo esperaba su compañero. El muchacho no encontró palabras para encomiar la amabilidad con que lo recibiera la princesa y describir su hermosura. Anhelaba estar ya al día siguiente en el palacio, para probar su suerte con el acertijo. Pero su compañero meneó la cabeza, profundamente afligido. -Te quiero bien -dijo-; confiaba en que podríamos seguir juntos mucho tiempo, y he aquí que voy a perderte. ¡Mi pobre, mi querido Juan!, me dan ganas de llorar, pero no quiero turbar tu alegría en esta última velada que pasamos juntos. Estaremos alegres, muy alegres; mañana, cuando te hayas marchado, podré llorar cuanto quiera. Todos los habitantes de la ciudad se habían enterado de la llegada de un nuevo pretendiente a la mano de la princesa, y una gran congoja reinaba por doquier. Se cerró el teatro, las pasteleras cubrieron sus mazapanes con crespón, el Rey y los sacerdotes rezaron arrodillados en los templos; la tristeza era general, pues nadie creía que Juan fuera más afortunado que sus predecesores. Al atardecer, el compañero de Juan preparó un ponche, y dijo a su amigo: -Vamos a alegrarnos y a brindar por la salud de la princesa. Pero al segundo vaso le entró a Juan una pesadez tan grande, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mantener abiertos los ojos, basta que quedó sumido en profundo sueño. Su compañero lo levantó con cuidado de la silla y lo llevó a la cama; luego, cerrada ya la noche, cogió las grandes alas que había cortado al cisne y se las sujetó a la espalda. Se metió en el bolsillo la más grande de las varas recibidas de la vieja de la pierna rota, abrió la ventana, y, echando a volar por encima de la ciudad, se dirigió al palacio; allí se posó en un rincón, bajo la ventana del aposento de la princesa. En la ciudad reinaba el más profundo silencio. Dieron las doce menos cuarto en el reloj, se abrió la ventana, y la princesa salió volando, envuelta en un largo manto blanco y con alas negras, alejándose en dirección a una alta montaña. El compañero de Juan se hizo invisible, para que la doncella no pudiese notar su presencia, y se lanzó en su persecución; cuando la alcanzó, se puso a azotarla con su vara, con tanta fuerza que la sangre fluía de su piel. ¡Qué viajecito! El viento extendía el manto en todas direcciones, a modo de una gran vela de barco a cuyo través brillaba la luz de la luna. -¡Qué manera de granizar! -exclamaba la princesa a cada azote, y bien empleado le estaba. Finalmente, llegó a la montaña y llamó. Se oyó un estruendo semejante a un trueno; se abrió la montaña, y la hija del Rey entró, seguida del amigo de Juan, que, siendo invisible, no fue visto por nadie. Siguieron por un corredor muy grande y muy largo, cuyas paredes brillaban de manera extraña, gracias a más de mil arañas fosforescentes que subían y bajaban por ellas, refulgiendo como fuego. Llegaron luego a una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. Flores del tamaño de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las fauces. Todo el techo se hallaba cubierto de luminosas luciérnagas y murciélagos de color azul celeste, que agitaban las delgadas alas. ¡Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo, con guarniciones hechas de rojas arañas de fuego; el trono propiamente dicho era de cristal blanco como la leche, y los almohadones eran negros ratoncillos que se mordían la cola unos a otros. Encima había un dosel hecho de telarañas color de rosa, con incrustaciones de diminutas moscas verdes que refulgían cual piedras preciosas. Ocupaba el trono un viejo hechicero, con una corona en la fea cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en la frente y, habiéndole invitado a sentarse a su lado, en el magnífico trono, mandó que empezase la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica, mientras la lechuza se golpeaba el vientre, a falta de tambor. Jamás se ha visto tal concierto. Pequeños trasgos negros con fuegos fatuos en la gorra danzaban por la sala. Sin embargo, nadie se dio cuenta del compañero de Juan; colocado detrás del trono, pudo verlo y oírlo todo. Los cortesanos que entraron a continuación ofrecían, a primera vista, un aspecto distinguido, pero observados de cerca, la cosa cambiaba. No eran sino palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo había infundido vida y recubierto con vestidos bordados. Pero, ¡qué más daba! Su única misión era de adorno. Terminado el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un nuevo pretendiente, y le preguntó qué debía idear para plantearle el consabido enigma cuando, al día siguiente, apareciese en palacio. -Te diré -contestó-. Yo elegiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se le ocurra pensar en ello. Piensa en tu zapato; no lo adivinará. Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas mañana por la noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer. La princesa se inclinó profundamente y prometió no olvidarse de los ojos. El brujo abrió la montaña, y ella emprendió el vuelo de regreso, siempre seguida del compañero de Juan, el cual la azotaba con tal fuerza que ella se quejaba amargamente de lo recio del granizo y se apresuraba cuanto podía para entrar cuanto antes por la ventana de su dormitorio. Entonces el compañero de viaje se dirigió a la habitación donde Juan dormía y, desatándose las alas, se metió en la cama, pues se sentía realmente cansado. Juan despertó de madrugada. Su compañero se levantó también y le contó que había tenido un extraño sueño acerca de la princesa y de su zapato; y así, le dijo que preguntase a la hija del Rey si por casualidad no era en aquella prenda en la que había pensado. Pues esto era lo que había oído de labios del brujo de la montaña. -Lo mismo puede ser esto que otra cosa -dijo Juan-. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no nos volveremos a ver. Se abrazaron, y Juan se encaminó a la ciudad y al palacio. El gran salón estaba atestado de gente; los jueces ocupaban sus sillones, con las cabezas apoyadas en almohadones de pluma, pues tendrían que pensar no poco. El Rey se levantó, se secó los ojos con un blanco pañuelo, y en el mismo momento entró la princesa. Estaba mucho más hermosa aún que la víspera, y saludó a todos los presentes con exquisita amabilidad. A Juan le tendió la mano, diciéndole: -Buenos días. Acto seguido, Juan hubo de adivinar lo que había pensado la princesa. Ella lo miraba afablemente, pero en cuanto oyó de labios del mozo la palabra «zapato», su rostro palideció intensamente, y un estremecimiento sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, no había remedio: ¡Juan había acertado! ¡Qué contento se puso el viejo Rey! Tanto, que dio una voltereta, tan graciosa, que todos los cortesanos estallaron en aplausos, en su honor y en el de Juan, por haber acertado la vez primera. Su compañero tuvo también una gran alegría cuando supo lo ocurrido. En cuanto a Juan, juntando las manos dio gracias a Dios, confiado en que no le faltaría también su ayuda las otras dos veces. Al día siguiente debía celebrarse la segunda prueba. La velada transcurrió como la anterior. Cuando Juan se hubo dormido, el compañero siguió a la princesa a la montaña, vapuleándola más fuertemente aún que la víspera, pues se había llevado dos varas; nadie lo vio, y él, en cambio, pudo oírlo todo. La princesa decidió pensar en su guante, y el compañero de viaje se lo dijo a Juan, como si se tratase de un sueño. De este modo nuestro mozo pudo acertar nuevamente, lo cual produjo enorme alegría en palacio. Toda la Corte se puso a dar volteretas, como las vieran hacer al Rey el día anterior, mientras la princesa, echada en el sofá, permanecía callada. Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía, se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey heredaría el trono imperial; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo se comería sus hermosos ojos azules. Aquella noche, Juan se acostó pronto; rezó su oración vespertina y durmió tranquilamente, mientras su compañero, aplicándose las alas a la espalda, se colgaba el sable del cinto y, tomando las tres varas, emprendía el vuelo hacia palacio. La noche era oscura como boca de lobo; arreciaba una tempestad tan desenfrenada, que las telas volaban de los tejados, y los árboles del jardín de los esqueletos se doblaban como cañas al empuje del viento. Los relámpagos se sucedían sin interrupción, y retumbaba el trueno. Se abrió la ventana y salió la princesa volando. Estaba pálida como la muerte, pero se reía del mal tiempo, deseosa de que fuese aún peor; su blanco manto se arremolinaba en el aire cual una amplia vela, mientras el amigo de Juan la azotaba furiosamente con las tres varas, de tal modo que la sangre caía a gotas a la tierra, y ella apenas podía sostener el vuelo. Por fin llegó a la montaña. -¡Qué tormenta y qué manera de granizar! -exclamó-. Nunca había salido con tiempo semejante. -Todos los excesos son malos -dijo el brujo. Entonces ella le contó que Juan había acertado por segunda vez; si al día siguiente acertaba también, habría ganado, y ella no podría volver nunca más a la montaña ni repetir aquellas artes mágicas; por eso estaba tan afligida. -¡No lo adivinará! -exclamó el hechicero-. Pensaré algo que jamás pueda ocurrírsele, a menos que sea un encantador más grande que yo. Pero ahora, ¡a divertirnos!. Y cogiendo a la princesa por ambas manos, bailaron con todos los pequeños trasgos y fuegos fatuos que se hallaban en la sala; las rojas arañas saltaban en las paredes con el mismo regocijo; se habría dicho el centelleo de flores de fuego. Las lechuzas tamborileaban, silbaban los grillos, y los negros saltamontes soplaban con todas sus fuerzas en las armónicas. ¡Fue un baile bien animado! Terminado el jolgorio, la princesa hubo de volverse, pues de lo contrario la echarían de menos en palacio; el hechicero dijo que la acompañaría y harían el camino juntos. Emprendieron el vuelo en medio de la tormenta, y el compañero de Juan les sacudió de lo lindo con las tres varas; nunca había recibido el brujo en las espaldas una granizada como aquélla. Al llegar a palacio y despedirse de la princesa, le dijo al oído: -Piensa en mi cabeza. Pero el amigo de Juan lo oyó, y en el mismo momento en que la hija del Rey entraba en su dormitorio y el brujo se disponía a volverse, agarrándolo por la luenga barba negra, ¡zas!, de un sablazo le separó la horrible cabeza de los hombros, sin que el mago lograse verlo. Luego arrojó el cuerpo al lago, para pasto de los peces, pero la cabeza sólo la sumergió en el agua y, envolviéndola luego en su pañuelo, se dirigió a la posada y se acostó. A la mañana entregó el envoltorio a Juan, diciéndole que no lo abriese hasta que la princesa le preguntase en qué había pensado. Había tanta gente en la amplia sala, que estaban, como suele decirse, como sardinas en barril. El consejo en pleno aparecía sentado en sus poltronas de blandos almohadones, y el anciano Rey llevaba un vestido nuevo; la corona de oro y el cetro habían sido pulimentados, y todo presentaba aspecto de gran solemnidad; sólo la princesa estaba lívida, y se había ataviado con un ropaje negro como ala de cuervo; se habría dicho que asistía a un entierro. -¿En qué he pensado? -preguntó a Juan. Por toda contestación, éste desató el pañuelo, y él mismo quedó horrorizado al ver la fea cabeza del hechicero. Todos los presentes se estremecieron, pues verdaderamente era horrible; pero la princesa continuó erecta como una estatua de piedra, sin pronunciar palabra. Al fin se puso de pie y tendió la mano a Juan, pues había acertado. Sin mirarlo, dijo en voz alta, con un suspiro: -¡Desde hoy eres mi señor! Esta noche se celebrará la boda. -¡Eso está bien! -exclamó el anciano Rey-. ¡Así se hacen las cosas! Todos los asistentes prorrumpieron en vítores, la banda de la guardia salió a tocar por las calles, las campanas fueron echadas al vuelo, y las pasteleras quitaron los crespones que cubrían sus tortas, pues reinaba general alegría. Pusieron en el centro de la plaza del mercado tres bueyes asados, rellenos de patos y pollos, y cada cual fue autorizado a cortarse una tajada; de las fuentes fluyó dulce vino, y el que compraba una rosca en la panadería era obsequiado con seis grandes bollos, ¡de pasas, además! Al atardecer se iluminó toda la ciudad, y los soldados dispararon salvas con los cañones, mientras los muchachos soltaban petardos; en el palacio se comía y bebía, todo eran saltos y empujones, y los caballeros distinguidos bailaban con las bellas señoritas; de lejos se les oía cantar: ¡Cuánta linda muchachita que gusta bailar como torno de hilar! Gira, gira, doncellita, salta y baila sin parar, hasta que la suela del zapato se vaya a soltar! Sin embargo, la princesa seguía aún embrujada y no podía sufrir a Juan. Pero el compañero de viaje no había olvidado este detalle, y dio a Juan tres plumas de las alas del cisne y una botellita que contenía unas gotas, diciéndole que mandase colocar junto a la cama de la princesa un gran barril lleno de agua, y que cuando ella se dispusiera a acostarse, le diese un empujoncito de manera que se cayese al agua, en la cual la sumergiría por tres veces, después de haberle echado las plumas y las gotas. Con esto quedaría desencantada y se enamoraría de él. Juan lo hizo tal y como su compañero le había indicado. La princesa dio grandes gritos al zambullirse en el agua y agitó las manos, adquiriendo la figura de un enorme cisne negro de ojos centelleantes; a la segunda zambullidura salió el cisne blanco, con sólo un aro negro en el cuello. Juan dirigió una plegaria a Dios; nuevamente sumergió el ave en el agua, y en el mismo instante quedó convertida en la hermosísima princesa. Era todavía más bella que antes, y con lágrimas en los maravillosos ojos le dio las gracias por haberla librado de su hechizo. A la mañana siguiente se presentó el anciano Rey con toda su Corte, y las felicitaciones se prolongaron hasta muy avanzado el día. El primero en llegar fue el compañero de viaje, con un bastón en la mano y el hato a la espalda. Juan lo abrazó repetidamente y le pidió que no se marchase, sino que se quedase a su lado, pues a él debía toda su felicidad. Pero el otro, meneando la cabeza, le respondió con dulzura: -No, mi hora ha sonado. No hice sino pagar mi deuda. ¿Te acuerdas de aquel muerto con quien quisieron cebarse aquellos malvados? Diste cuanto tenías para que pudiese descansar en paz en su tumba. Pues aquel muerto soy yo. Y en el mismo momento desapareció. La boda se prolongó un mes entero. Juan y la princesa se amaban entrañablemente, y el anciano Rey vio aún muchos días felices, en los que pudo sentar a sus nietecitos sobre sus rodillas y jugar con ellos con el cetro; pero al fin Juan llegó a ser rey de todo el país. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El cuello de camisa
Cuento infantil
Érase una vez un caballero muy elegante, que por todo equipaje poseía un calzador y un peine; pero tenía un cuello de camisa que era el más notable del mundo entero; y la historia de este cuello es la que vamos a relatar. El cuello tenía ya la edad suficiente para pensar en casarse, y he aquí que en el cesto de la ropa coincidió con una liga. Dijo el cuello: -Jamás vi a nadie tan esbelto, distinguido y lindo. ¿Me permite que le pregunte su nombre? -¡No se lo diré! -respondió la liga. -¿Dónde vive, pues? -insistió el cuello. Pero la liga era muy tímida, y pensó que la pregunta era algo extraña y que no debía contestarla. -¿Es usted un cinturón, verdad? -dijo el cuello-, ¿una especie de cinturón interior?. Bien veo, mi simpática señorita, que es una prenda tanto de utilidad como de adorno. -¡Haga el favor de no dirigirme la palabra! -dijo la liga-. No creo que le haya dado pie para hacerlo. -Sí, me lo ha dado. Cuando se es tan bonita -replicó el cuello no hace falta más motivo. -¡No se acerque tanto! -exclamó la liga-. ¡Parece usted tan varonil! -Soy también un caballero fino -dijo el cuello-, tengo un calzador y un peine. Lo cual no era verdad, pues quien los tenía era su dueño; pero le gustaba vanagloriarse. -¡No se acerque tanto! -repitió la liga-. No estoy acostumbrada. -¡Qué remilgada! -dijo el cuello con tono burlón; pero en éstas los sacaron del cesto, los almidonaron y, después de haberlos colgado al sol sobre el respaldo de una silla, fueron colocados en la tabla de planchar; y llegó la plancha caliente. -¡Mi querida señora -exclamaba el cuello-, mi querida señora! ¡Qué calor siento! ¡Si no soy yo mismo! ¡Si cambio totalmente de forma! ¡Me va a quemar; va a hacerme un agujero! ¡Huy! ¿Quiere casarse conmigo? -¡Harapo! -replicó la plancha, corriendo orgullosamente por encima del cuello; se imaginaba ser una caldera de vapor, una locomotora que arrastraba los vagones de un tren. -¡Harapo! -repitió. El cuello quedó un poco deshilachado de los bordes; por eso acudió la tijera a cortar los hilos. -¡Oh! -exclamó el cuello-, usted debe de ser primera bailarina, ¿verdad?. ¡Cómo sabe estirar las piernas! Es lo más encantador que he visto. Nadie sería capaz de imitarla. -Ya lo sé -respondió la tijera. -¡Merecería ser condesa! -dijo el cuello-. Todo lo que poseo es un señor distinguido, un calzador y un peine. ¡Si tuviese también un condado! -¿Se me está declarando, el asqueroso? -exclamó la tijera, y, enfadada, le propinó un corte que lo dejó inservible. -Al fin tendré que solicitar la mano del peine. ¡Es admirable cómo conserva usted todos los dientes, mi querida señorita! -dijo el cuello-. ¿No ha pensado nunca en casarse? -¡Claro, ya puede figurárselo! -contestó el peine-. Seguramente habrá oído que estoy prometida con el calzador. -¡Prometida! -suspiró el cuello; y como no había nadie más a quien declararse, se las dio en decir mal del matrimonio. Pasó mucho tiempo, y el cuello fue a parar al almacén de un fabricante de papel. Había allí una nutrida compañía de harapos; los finos iban por su lado, los toscos por el suyo, como exige la corrección. Todos tenían muchas cosas que explicar, pero el cuello los superaba a todos, pues era un gran fanfarrón. -¡La de novias que he tenido! -decía-. No me dejaban un momento de reposo. Andaba yo hecho un petimetre en aquellos tiempos, siempre muy tieso y almidonado. Tenía además un calzador y un peine, que jamás utilicé. Tenían que haberme visto entonces, cuando me acicalaba para una fiesta. Nunca me olvidaré de mi primera novia; fue una cinturilla, delicada, elegante y muy linda; por mí se tiró a una bañera. Luego hubo una plancha que ardía por mi persona; pero no le hice caso y se volvió negra. Tuve también relaciones con una primera bailarina; ella me produjo la herida, cuya cicatriz conservo; ¡era terriblemente celosa! Mi propio peine se enamoró de mí; perdió todos los dientes de mal de amores. ¡Uf!, ¡la de aventuras que he corrido! Pero lo que más me duele es la liga, digo, la cinturilla, que se tiró a la bañera. ¡Cuántos pecados llevo sobre la conciencia! ¡Ya es tiempo de que me convierta en papel blanco! Y fue convertido en papel blanco, con todos los demás trapos; y el cuello es precisamente la hoja que aquí vemos, en la cual se imprimió su historia. Y le está bien empleado, por haberse jactado de cosas que no eran verdad. Tengámoslo en cuenta, para no comportarnos como él, pues en verdad no podemos saber si también nosotros iremos a dar algún día al saco de los trapos viejos y seremos convertidos en papel, y toda nuestra historia, aún lo más íntimo y secreto de ella, será impresa, y andaremos por esos mundos teniendo que contarla. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El diablo y sus añicos
Cuento infantil
Cierto día un duende malo, el peor de todos, puesto que era el diablo, estaba muy contento porque había preparado un espejo que tenía la propiedad de que todo lo bueno, bonito y noble que en él se reflejaba desaparecía, y todo lo malo, feo e innoble aumentaba y se distinguía mejor que antes. ¡Qué diablura malvada! Los paisajes más hermosos, al reflejarse en el espejo, parecían espinacas hervidas y las personas más buenas tomaban el aspecto de monstruos o se veían cabeza abajo; las caras se retorcían de tal forma que no era posible reconocerlas, y si alguna tenía una peca, ésta crecía hasta cubrirle la boca, la nariz y la frente. -¡Vengan diablitos, miren que divertido! -decía el diablo. Había algo peor todavía. Si uno tenía buenos pensamientos, aparecía en el espejo con una sonrisa diabólica, y el peor de todos los duendes se reía satisfecho de su astuta invención. Los alumnos de su escuela, pues tenía una porque era profesor, decían que el espejo era milagroso, porque en él se podía ver, afirmaban, cómo eran en realidad el mundo y los hombres. Lo llevaron por todos los países y no quedó ningún hombre que no se hubiese visto completamente desfigurado. Pero los diablos no estaban satisfechos. -¡Quisiéramos llevarlo al Cielo para burlarnos de los ángeles! -dijeron sus alumnos. Así lo hicieron, pero cuanto más subían, más muecas hacía el espejo y más se movía, y casi no lo podían sostener. Subieron y subieron con su carga, acercándose a Dios y a los ángeles. El espejo seguía moviéndose; se agitaba con tanta fuerza que se les escapó de las manos y cayó a tierra y se rompió en más de cien millones de pedazos. Pero entonces la cosa fue peor todavía, porque había partículas que eran del tamaño de un granito de arena y se esparcieron por todo el mundo, y si caían en el ojo de alguien, se incrustaban en él y los hombres lo veían todo deformado y sólo distinguían lo malo, porque el más pequeño trozo conservaba el poder de todo el espejo. Lo terrible era cuando una partícula se incrustaba en el corazón de una persona, porque se convertía en un pedazo de hielo. Algunos hicieron cristales de gafas con los trozos que se encontraron pero fue espantoso. El que se ponía las gafas veía todas las cosas transformadas en cosas tristes y desagradables y ya no podía ser feliz. El diablo se desternillaba de risa vendo lo que habían hecho sus discípulos. Se reía tan a gusto que su gordo vientre se agitaba y se cansaba de felicitar a sus alumnos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El duende de la tienda
Cuento infantil
Érase una vez un estudiante, un estudiante de verdad, que vivía en una buhardilla y nada poseía; y érase también un tendero, un tendero de verdad, que habitaba en la trastienda y era dueño de toda la casa; y en su habitación moraba un duendecillo, al que todos los años, por Nochebuena, obsequiaba aquél con un tazón de papas y un buen trozo de mantequilla dentro. Bien podía hacerlo; y el duende continuaba en la tienda, y esto explica muchas cosas. Un atardecer entró el estudiante por la puerta trasera, a comprarse una vela y el queso para su cena; no tenía a quien enviar, por lo que iba él mismo. Le dieron lo que pedía, lo pagó, y el tendero y su mujer le desearon las buenas noches con un gesto de la cabeza. La mujer sabía hacer algo más que gesticular con la cabeza; era un pico de oro. El estudiante les correspondió de la misma manera y luego se quedó parado, leyendo la hoja de papel que envolvía el queso. Era una hoja arrancada de un libro viejo, que jamás hubiera pensado que lo tratasen así, pues era un libro de poesía. -Todavía nos queda más -dijo el tendero-; lo compré a una vieja por unos granos de café; por ocho chelines se lo cedo entero. -Muchas gracias -repuso el estudiante-. Démelo a cambio del queso. Puedo comer pan solo; pero sería pecado destrozar este libro. Es usted un hombre espléndido, un hombre práctico, pero lo que es de poesía, entiende menos que esa cuba. La verdad es que fue un tanto descortés al decirlo, especialmente por la cuba; pero tendero y estudiante se echaron a reír, pues el segundo había hablado en broma. Con todo, el duende se picó al oír semejante comparación, aplicada a un tendero que era dueño de una casa y encima vendía una mantequilla excelente. Cerrado que hubo la noche, y con ella la tienda, y cuando todo el mundo estaba acostado, excepto el estudiante, entró el duende en busca del pico de la dueña, pues no lo utilizaba mientras dormía; fue aplicándolo a todos los objetos de la tienda, con lo cual éstos adquirían voz y habla. Y podían expresar sus pensamientos y sentimientos tan bien como la propia señora de la casa; pero, claro está, sólo podía aplicarlo a un solo objeto a la vez; y era una suerte, pues de otro modo, ¡menudo barullo! El duende puso el pico en la cuba que contenía los diarios viejos. -¿Es verdad que usted no sabe lo que es la poesía? -Claro que lo sé -respondió la cuba-. Es una cosa que ponen en la parte inferior de los periódicos y que la gente recorta; tengo motivos para creer que hay más en mí que en el estudiante, y esto que comparado con el tendero no soy sino una cuba de poco más o menos. Luego el duende colocó el pico en el molinillo de café. ¡Dios mío, y cómo se soltó éste! Y después lo aplicó al barrilito de manteca y al cajón del dinero; y todos compartieron la opinión de la cuba. Y cuando la mayoría coincide en una cosa, no queda más remedio que respetarla y darla por buena. -¡Y ahora, al estudiante! -pensó; y subió calladito a la buhardilla, por la escalera de la cocina. Había luz en el cuarto, y el duendecillo miró por el ojo de la cerradura y vio al estudiante que estaba leyendo el libro roto adquirido en la tienda. Pero, ¡qué claridad irradiaba de él! De las páginas emergía un vivísimo rayo de luz, que iba transformándose en un tronco, en un poderoso árbol, que desplegaba sus ramas y cobijaba al estudiante. Cada una de sus hojas era tierna y de un verde jugoso, y cada flor, una hermosa cabeza de doncella, de ojos ya oscuros y llameantes, ya azules y maravillosamente límpidos. Los frutos eran otras tantas rutilantes estrellas, y un canto y una música deliciosos resonaban en la destartalada habitación. Jamás había imaginado el duendecillo una magnificencia como aquélla, jamás había oído hablar de cosa semejante. Por eso permaneció de puntillas, mirando hasta que se apagó la luz. Seguramente el estudiante había soplado la vela para acostarse; pero el duende seguía en su sitio, pues continuaba oyéndose el canto, dulce y solemne, una deliciosa canción de cuna para el estudiante, que se entregaba al descanso. -¡Asombroso! -se dijo el duende-. ¡Nunca lo hubiera pensado! A lo mejor me quedo con el estudiante… – Y se lo estuvo rumiando buen rato, hasta que, al fin, venció la sensatez y suspiró. -¡Pero el estudiante no tiene papillas, ni mantequilla!-. Y se volvió; se volvió abajo, a casa del tendero. Fue una suerte que no tardase más, pues la cuba había gastado casi todo el pico de la dueña, a fuerza de pregonar todo lo que encerraba en su interior, echada siempre de un lado; y se disponía justamente a volverse para empezar a contar por el lado opuesto, cuando entró el duende y le quitó el pico; pero en adelante toda la tienda, desde el cajón del dinero hasta la leña de abajo, formaron sus opiniones calcándolas sobre las de la cuba; todos la ponían tan alta y le otorgaban tal confianza, que cuando el tendero leía en el periódico de la tarde las noticias de arte y teatrales, ellos creían firmemente que procedían de la cuba. En cambio, el duendecillo ya no podía estarse quieto como antes, escuchando toda aquella erudición y sabihondura de la planta baja, sino que en cuanto veía brillar la luz en la buhardilla, era como si sus rayos fuesen unos potentes cables que lo remontaban a las alturas; tenía que subir a mirar por el ojo de la cerradura, y siempre se sentía rodeado de una grandiosidad como la que experimentamos en el mar tempestuoso, cuando Dios levanta sus olas; y rompía a llorar, sin saber él mismo por qué, pero las lágrimas le hacían un gran bien. ¡Qué magnífico debía de ser estarse sentado bajo el árbol, junto al estudiante! Pero no había que pensar en ello, y se daba por satisfecho contemplándolo desde el ojo de la cerradura. Y allí seguía, en el frío rellano, cuando ya el viento otoñal se filtraba por los tragaluces, y el frío iba arreciando. Sólo que el duendecillo no lo notaba hasta que se apagaba la luz de la buhardilla, y los melodiosos sones eran dominados por el silbar del viento. ¡Ujú, cómo temblaba entonces, y bajaba corriendo las escaleras para refugiarse en su caliente rincón, donde tan bien se estaba! Y cuando volvió la Nochebuena, con sus papillas y su buena bola de manteca, se declaró resueltamente en favor del tendero. Pero a media noche despertó al duendecillo un alboroto horrible, un gran estrépito en los escaparates, y gentes que iban y venían agitadas, mientras el sereno no cesaba de tocar el pito. Había estallado un incendio, y toda la calle aparecía iluminada. ¿Sería su casa o la del vecino? ¿Dónde? ¡Había una alarma espantosa, una confusión terrible! La mujer del tendero estaba tan consternada, que se quitó los pendientes de oro de las orejas y se los guardó en el bolsillo, para salvar algo. El tendero recogió sus láminas de fondos públicos, y la criada, su mantilla de seda, que se había podido comprar a fuerza de ahorros. Cada cual quería salvar lo mejor, y también el duendecillo; y de un salto subió las escaleras y se metió en la habitación del estudiante, quien, de pie junto a la ventana, contemplaba tranquilamente el fuego, que ardía en la casa de enfrente. El duendecillo cogió el libro maravilloso que estaba sobre la mesa y, metiéndoselo en el gorro rojo lo sujetó convulsivamente con ambas manos: el más precioso tesoro de la casa estaba a salvo. Luego se dirigió, corriendo por el tejado, a la punta de la chimenea, y allí se estuvo, iluminado por la casa en llamas, apretando con ambas manos el gorro que contenía el tesoro. Sólo entonces se dio cuenta de dónde tenía puesto su corazón; comprendió a quién pertenecía en realidad. Pero cuando el incendio estuvo apagado y el duendecillo hubo vuelto a sus ideas normales, dijo: -Me he de repartir entre los dos. No puedo separarme del todo del tendero, por causa de las papillas. Y en esto se comportó como un auténtico ser humano. Todos procuramos estar bien con el tendero… por las papillas.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El duendecillo y la mujer
Cuento infantil
Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran dificultad; sólo las rimas, el «remache», como ella decía, le costaba un regular esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor rector o, cuando menos, una buena señora rectora. -Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero -había dicho, expresando luego este pensamiento revestido de bellas palabras y «remachándolas», es decir, componiendo una canción edificante, bella y larga. El señor seminarista Kisserup -aunque el nombre no hace al caso- era primo suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero. Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo. -¡Tiene usted talento, señora! -añadió. -¡No diga sandeces! -atajó el jardinero-. No le meta esas tonterías en la cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las papillas. -El sabor a quemado lo quito con carbón -respondió la mujer-, y, cuando tú estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores. Y le dio un beso. -¡Las flores son el espíritu! -añadió. -Atiende a tu cocina -gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de su incumbencia. Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar con ella. Sobre su lema «Es hermosa la Tierra» pronunció una especie de sermón muy bien compuesto. -La Tierra es hermosa, sometedla a su poder, se nos ha dicho, y nosotros nos hicimos señores de ella. Uno lo es por el espíritu, otro por el cuerpo; uno fue puesto en el mundo como signo de admiración, otro como guión mayor, y cada uno puede preguntarse: ¿cuál es mi destino? Éste será obispo, aquél será sólo un pobre seminarista, pero todo está sabiamente dispuesto. La Tierra es hermosa, y siempre lleva su ropaje dominguero. Su poesía hace pensar, y está llena de sentimiento y de geografía. -Tiene usted ingenio, señor Kisserup -respondió la mujer-. Mucho ingenio, se lo aseguro. Hablando con usted, veo más claro en mí misma. Y siguieron tratando de cosas bellas y virtuosas. Pero en la cocina había también alguien que hablaba; era el duendecillo, el duendecillo vestido de gris, con su gorrito rojo. Ya lo conoces. Pues el duendecillo estaba en la cocina vigilando el puchero; hablaba, pero nadie lo atendía, excepto el gato negro, el «ladrón de nata», como lo llamaba la mujer. El duendecillo estaba enojado con la señora porque -bien lo sabía él- no creía en su existencia. Es verdad que nunca lo había visto, pero, dada su vasta erudición, no tenía disculpa que no supiera que él estaba allí y no le mostrara una cierta deferencia. Jamás se le ocurrió ponerle, en Nochebuena, una buena cucharada de sabrosas papillas, homenaje que todos sus antecesores habían recibido, incluso de mujeres privadas de toda cultura. Las papillas habían quedado en mantequilla y nata. Al gato se le hacía la boca agua sólo de oírlo. -Me llama una entelequia -dijo el duendecillo-, lo cual no me cabe en la cabeza. ¡Me niega, simplemente! Ya lo había oído antes, y ahora he tenido que escucharlo otra vez. Allí está charlando con ese calzonazos de seminarista. Yo estoy con el marido: «¡Atiende a tu puchero!». ¡Pero quiá! ¡Voy a hacer que se queme la comida! Y el duendecillo se puso a soplar en el fuego, que se reavivó y empezó a chisporrotear. ¡Surterurre-rup! La olla hierve que te hierve. -Ahora voy al dormitorio a hacer agujeros en los calcetines del padre -continuó el duendecillo-. Haré uno grande en los dedos y otro en el talón; eso le dará que zurcir, siempre que sus poesías le dejen tiempo para eso. ¡Poetisa, poetiza de una vez las medias del padre! El gato estornudó; se había resfriado, a pesar de su buen abrigo de piel. -He abierto la puerta de la despensa -dijo el duendecillo-. Hay allí nata cocida, espesa como gachas. Si no la quieres, me la como yo. -Puesto que, sea como fuere, me voy a llevar la culpa y los palos -dijo el gato mejor será que la saboree yo. -Primero la dulce nata, luego los amargos palos -contestó el duendecillo-. Pero ahora me voy al cuarto del seminarista, a colgarle los tirantes del espejo y a meterle los calcetines en la jofaina; creerá que el ponche era demasiado fuerte y que se le subió a la cabeza. Esta noche me estuve sentado en la pila de leña, al lado de la perrera; me gusta fastidiar al perro. Dejé colgar las piernas y venga balancearlas, y el mastín no podía alcanzarlas, aunque saltaba con todas sus fuerzas. Aquello lo sacaba de quicio, y venga ladrar y más ladrar, y yo venga balancearme; se armó un ruido infernal. Despertamos al seminarista, el cual se levantó tres veces, asomándose a la ventana a ver qué ocurría, pero no vio nada, a pesar de que llevaba puestas las gafas; siempre duerme con gafas. -Di «¡miau!» si viene la mujer -interrumpióle el gato- Oigo mal hoy, estoy enfermo. -Te regalaste demasiado -replicó el duendecillo-. Vete al plato y saca el vientre de penas. Pero ten cuidado de secarte los bigotes, no se te vaya a quedar nata pegada en ellos. Anda, vete, yo vigilaré. Y el duendecillo se quedó en la puerta, que estaba entornada; aparte la mujer y el seminarista, no había nadie en el cuarto. Hablaban acerca de lo que, según expresara el estudiante con tanta elegancia, en toda economía doméstica debería estar por encima de ollas y cazuelas: los dones espirituales. -Señor Kisserup -dijo la mujer -, ya que se presenta la oportunidad, voy a enseñarle algo que no he mostrado a ningún alma viviente, y mucho menos a mi marido: mis ensayos poéticos, mis pequeños versos, aunque hay algunos bastante largos. Los he llamado «Confidencias de una dueña honesta». ¡Doy tanto valor a las palabras castizas de nuestra lengua! -Hay que dárselo -replicó el seminarista-. Es necesario desterrar de nuestro idioma todos los extranjerismos. -Siempre lo hago -afirmó la mujer-. Jamás digo «merengue» ni «tallarines», sino «rosquilla espumosa» y «pasta de sopa en cintas». Y así diciendo, sacó del cajón un cuaderno de reluciente cubierta verde, con dos manchurrones de tinta. -Es un libro muy grave y melancólico -dijo-. Tengo cierta inclinación a lo triste. Aquí encontrará «El suspiro en la noche», «Mi ocaso» y «Cuando me casé con Clemente», es decir, mi marido. Todo esto puede usted saltarlo, aunque está hondamente sentido y pensado. La mejor composición es la titulada «Los deberes del ama de casa»; toda ella impregnada de tristeza, pues me abandono a mis inclinaciones. Una sola poesía tiene carácter jocoso; hay en ella algunos pensamientos alegres, de esos que de vez en cuando se le ocurren a uno; pensamientos sobre -no se ría usted- la condición de una poetisa. Sólo la conocemos yo, mi cajón, y ahora usted, señor Kisserup. Amo la Poesía, se adueña de mí, me hostiga, me domina, me gobierna. Lo he dicho bajo el título «El duendecillo». Seguramente usted conoce la antigua superstición campesina del duendecillo, que hace de las suyas en las casas. Pues imaginé que la casa era yo, y que la Poesía, las impresiones que siento, eran el duendecillo, el espíritu que la rige. En esta composición he cantado el poder y la grandeza de este personaje, pero debe usted prometerme solemnemente que no lo revelará a mi marido ni a nadie. Lea en voz alta para que yo pueda oírla, suponiendo que pueda descifrar mi escritura. Y el seminarista leyó y la mujer escuchó, y escuchó también el duendecillo. Estaba al acecho, como bien sabes, y acababa de deslizarse en la habitación cuando el seminarista leyó en alta voz el título. -¡Esto va para mí! -dijo-. ¿Qué debe haber escrito sobre mi persona? La voy a fastidiar. Le quitaré los huevos y los polluelos, y haré correr a la ternera hasta que se le quede en los huesos. ¡Se acordará de mí, ama de casa! Y aguzó el oído, prestando toda su atención; pero cuanto más oía de las excelencias y el poder del duendecillo, de su dominio sobre la mujer – y ten en cuenta que al decir duendecillo ella entendía la Poesía, mientras aquél se atenía al sentido literal del título -, tanto más se sonreía el minúsculo personaje. Sus ojos centelleaban de gozo, en las comisuras de su boca se dibujaba una sonrisa, se levantaba sobre los talones y las puntas de los pies, tanto que creció una pulgada. Estaba encantado de lo que se decía acerca del duendecillo. -Verdaderamente, esta señora tiene ingenio y cultura. ¡Qué mal la había juzgado! Me ha inmortalizado en sus «Confidencias»; irá a parar a la imprenta y correré en boca de la gente. Desde hoy no dejaré que el gato se zampe la nata; me la reservo para mí. Uno bebe menos que dos, y esto es siempre un ahorro, un ahorro que voy a introducir, aparte que respetaré a la señora. -Es exactamente como los hombres este duende -observó el viejo gato-. Ha bastado una palabra zalamera de la señora, una sola, para hacerle cambiar de opinión. ¡Qué taimada es nuestra señora! Y no es que la señora fuera taimada, sino que el duende era como, son los seres humanos. Si no entiendes este cuento, dímelo. Pero guárdate de preguntar al duendecillo y a la señora.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El elfo del rosal
Cuento infantil
En el centro de un jardín crecía un rosal cuajado de rosas y en una de ellas, la más hermosa de todas, habitaba un elfo tan pequeñín que ningún ojo humano podía distinguirlo. Detrás de cada pétalo de la rosa tenía un dormitorio. Era tan bien educado y tan guapo como pueda serlo un niño, y tenía alas que le llegaban desde los hombros hasta los pies. ¡Oh, y qué aroma exhalaban sus habitaciones, y qué claras y hermosas eran las paredes! No eran otra cosa sino los pétalos de la flor, de color rosa pálido. Se pasaba el día gozando de la luz del sol, volando de flor en flor, bailando sobre las alas de la inquieta mariposa y midiendo los pasos que necesitaba dar para recorrer todos los caminos y senderos que hay en una sola hoja de tilo. Son lo que nosotros llamamos las nervaduras; para él eran caminos y sendas, ¡y no poco largos! Antes de haberlos recorrido todos, se había puesto el sol; claro que había empezado algo tarde. Se enfrió el ambiente, cayó el rocío, mientras soplaba el viento; lo mejor era retirarse a casa. El elfo echó a correr cuando pudo, pero la rosa se había cerrado y no pudo entrar, y ninguna otra quedaba abierta. El pobre elfo se asustó no poco. Nunca había salido de noche, siempre había permanecido en casita, dormitando tras los tibios pétalos. ¡Ay, su imprudencia le iba a costar la vida! Sabiendo que en el extremo opuesto del jardín había una glorieta recubierta de bella madreselva cuyas flores parecían trompetillas pintadas, decidió refugiarse en una de ellas y aguardar la mañana. Se trasladó volando a la glorieta. ¡Cuidado! Dentro había dos personas, un hombre joven y guapo y una hermosísima muchacha; sentados uno junto al otro, deseaban no tener que separarse en toda la eternidad; se querían con toda el alma, mucho más de lo que el mejor de los hijos pueda querer a su madre y a su padre. -Y, no obstante, tenemos que separarnos -decía el joven­. Tu hermano nos odia; por eso me envía con una misión más allá de las montañas y los mares. ¡Adiós, mi dulce prometida, pues lo eres a pesar de todo! Se besaron, y la muchacha, llorando, le dio una rosa después de haber estampado en ella un beso tan intenso y sentido que la flor se abrió. El elfo aprovechó la ocasión para introducirse en ella, reclinando la cabeza en los suaves pétalos fragantes; desde allí pudo oír perfectamente los adioses de la pareja. Y se dio cuenta de que la rosa era prendida en el pecho del doncel. ¡Ah, cómo palpitaba el corazón debajo! Eran tan violentos sus latidos, que el elfo no pudo pegar el ojo. Pero la rosa no permaneció mucho tiempo prendida en el pecho. El hombre la tomó en su mano y, mientras caminaba solitario por el bosque oscuro, la besaba con tanta frecuencia y fuerza, que por poco ahoga a nuestro elfo. Éste podía percibir a través de la hoja el ardor de los labios del joven; y la rosa, por su parte, se había abierto como al calor del sol más cálido de mediodía. Se acercó entonces otro hombre, sombrío y colérico; era el perverso hermano de la doncella. Sacando un afilado cuchillo de grandes dimensiones, lo clavó en el pecho del enamorado mientras éste besaba la rosa. Luego le cortó la cabeza y la enterró, junto con el cuerpo, en la tierra blanda del pie del tilo. -Helo aquí olvidado y ausente -pensó aquel malvado-; no volverá jamás. Debía emprender un largo viaje a través de montes y océanos. Es fácil perder la vida en estas expediciones, y ha muerto. No volverá, y mi hermana no se atreverá a preguntarme por él. Luego, con los pies, acumuló hojas secas sobre la tierra mullida, y se marchó a su casa a través de la noche oscura. Pero no iba solo, como creía; lo acompañaba el minúsculo elfo, montado en una enrollada hoja seca de tilo que se había adherido al pelo del criminal mientras enterraba a su víctima. Llevaba el sombrero puesto, y el elfo estaba sumido en profundas tinieblas, temblando de horror y de indignación por aquel abominable crimen. El malvado llegó a casa al amanecer. Se quitó el sombrero y entró en el dormitorio de su hermana. La hermosa y lozana doncella yacía en su lecho soñando con aquél que tanto la amaba y que, según ella creía, se encontraba en aquellos momentos caminando por bosques y montañas. El perverso hermano se inclinó sobre ella con una risa diabólica, como sólo el demonio sabe reírse. Entonces la hoja seca se le cayó del pelo, quedando sobre el cubrecamas sin que él se diera cuenta. Luego salió de la habitación para acostarse unas horas. El elfo saltó de la hoja y, entrándose en el oído de la dormida muchacha, le contó, como en sueños, el horrible asesinato, describiéndole el lugar donde el hermano lo había perpetrado y aquel en que yacía el cadáver. Le habló también del tilo florido que crecía allí, y dijo: -Para que no pienses que lo que acabo de contarte es sólo un sueño, encontrarás sobre tu cama una hoja seca. Y, efectivamente, al despertar ella la hoja estaba allí. ¡Oh, qué amargas lágrimas vertió! ¡Y sin tener a nadie a quien poder confiar su dolor! La ventana permaneció abierta todo el día; al elfo le hubiera sido fácil irse a las rosas y a todas las flores del jardín; pero no tuvo valor para abandonar a la afligida joven. En la ventana había un rosal de Bengala; se instaló en una de sus flores y se estuvo contemplando a la pobre doncella. Su hermano se presentó repetidamente en la habitación, alegre a pesar de su crimen; pero ella no osó decirle una palabra de su cuita. No bien hubo oscurecido, la joven salió disimuladamente de la casa, se dirigió al bosque, al lugar donde crecía el tilo, y apartando las hojas y la tierra no tardó en encontrar el cuerpo del asesinado. ¡Ah, cómo lloró, y cómo rogó a Dios Nuestro Señor que le concediese la gracia de una pronta muerte! Hubiera querido llevarse el cadáver a casa, pero al serle imposible cogió la cabeza lívida, con los cerrados ojos, y besando la fría boca sacudió la tierra adherida al hermoso cabello. -¡La guardaré! -dijo, y después de haber cubierto el cuerpo con tierra y hojas, volvió a su casa con la cabeza y una ramita de jazmín que florecía en el sitio de la sepultura. Llegada a su habitación, cogió la maceta más grande que pudo encontrar, depositó en ella la cabeza del muerto, la cubrió de tierra y plantó en ella la rama de jazmín. -¡Adiós, adiós! -susurró el geniecillo, que, no pudiendo soportar por más tiempo aquel gran dolor, voló a su rosa del jardín. Pero estaba marchita; sólo unas pocas hojas amarillas colgaban aún del cáliz verde. -¡Ah, qué pronto pasa lo bello y lo bueno! -suspiró el elfo. Por fin encontró otra rosa y estableció en ella su morada, detrás de sus delicados y fragantes pétalos. Cada mañana se llegaba volando a la ventana de la desdichada muchacha, y siempre encontraba a ésta llorando junto a su maceta. Sus amargas lágrimas caían sobre la ramita de jazmín, la cual crecía y se ponía verde y lozana, mientras la palidez iba invadiendo las mejillas de la doncella. Brotaban nuevas ramillas y florecían blancos capullitos que ella besaba. El perverso hermano no cesaba de reñirle, preguntándole si se había vuelto loca. No podía soportarlo, ni comprender por qué lloraba continuamente sobre aquella maceta. Ignoraba qué ojos cerrados y qué rojos labios se estaban convirtiendo allí en tierra. La muchacha reclinaba la cabeza sobre la maceta, y el elfo de la rosa solía encontrarla allí dormida; entonces se deslizaba en su oído y le contaba de aquel anochecer en la glorieta, del aroma de la flor y del amor de los elfos; ella soñaba dulcemente. Un día, mientras se hallaba sumida en uno de estos sueños, se apagó su vida, y la muerte la acogió, misericordiosa. Se encontró en el cielo, junto al ser amado. Y los jazmines abrieron sus blancas flores y esparcieron su maravilloso aroma característico; era su modo de llorar a la muerta. El mal hermano se apropió la hermosa planta florida y la puso en su habitación, junto a la cama, pues era preciosa y su perfume una verdadera delicia. La siguió el pequeño elfo de la rosa, volando de florecilla en florecilla, en cada una de las cuales habitaba una almita, y les habló del joven inmolado cuya cabeza era ahora tierra entre la tierra, y les habló también del malvado hermano y de la desdichada hermana. -¡Lo sabemos -decía cada alma de las flores-, lo sabemos! ¿No brotamos acaso de los ojos y de los labios del asesinado? ¡Lo sabemos, lo sabemos! -y hacían con la cabeza unos gestos significativos. El elfo no lograba comprender cómo podían estarse tan quietas, y se fue volando en busca de las abejas, que recogían miel, y les contó la historia del malvado hermano, y las abejas lo dijeron a su reina, la cual dio orden de que, a la mañana siguiente, dieran muerte al asesino. Pero la noche anterior, la primera que siguió al fallecimiento de la hermana, al quedarse dormido el malvado en su cama junto al oloroso jazmín, se abrieron todos los cálices; invisibles, pero armadas de ponzoñosos dardos, salieron todas las almas de las flores y, penetrando primero en sus oídos, le contaron sueños de pesadilla; luego, volando a sus labios, le hirieron en la lengua con sus venenosas flechas. -¡Ya hemos vengado al muerto! -dijeron, y se retiraron de nuevo a las flores blancas del jazmín. Al amanecer y abrirse súbitamente la ventana del dormitorio, entraron el elfo de la rosa con la reina de las abejas y todo el enjambre, que veníam a ejecutar su venganza. Pero ya estaba muerto; varias personas que rodeaban la cama dijeron: -El perfume del jazmín lo ha matado. El elfo comprendió la venganza de las flores y lo explicó a la reina de las abejas, y ella, con todo el enjambre, revoloteó zumbando en torno a la maceta. No había modo de ahuyentar a los insectos, y entonces un hombre se llevó el tiesto afuera; mas al picarle en la mano una de las abejas, soltó él la maceta, que se rompió al tocar el suelo. Entonces descubrieron el lívido cráneo, y supieron que el muerto que yacía en el lecho era un homicida. La reina de las abejas seguía zumbando en el aire y cantando la venganza de las flores, y cantando al elfo de la rosa, y pregonando que detrás de la hoja más mínima hay alguien que puede descubrir la maldad y vengarla.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El escarabajo
Cuento infantil
Al caballo del Emperador le pusieron herraduras de oro, una en cada pata. ¿Por qué le pusieron herraduras de oro? Era un animal hermosísimo, tenía esbeltas patas, ojos inteligentes y una crin que le colgaba como un velo de seda a uno y otro lado del cuello. Había llevado a su señor entre nubes de pólvora y bajo una lluvia de balas; había oído cantar y silbar los proyectiles. Había mordido, pateado, peleado al arremeter el enemigo. Con su Emperador a cuestas, había pasado de un salto por encima del caballo de su adversario caído, había salvado la corona de oro de su soberano y también su vida, más valiosa aún que la corona. Por todo eso le pusieron al caballo del Emperador herraduras de oro, una en cada pie. Y el escarabajo se adelantó: -Primero los grandes, después los pequeños -dijo-, aunque no es el tamaño lo que importa. Y alargó sus delgadas patas. -¿Qué quieres? -le preguntó el herrador. -Herraduras de oro -respondió el escarabajo. -¡No estás bien de la cabeza! -replicó el otro-. ¿También tú pretendes llevar herraduras de oro? -¡Pues sí, señor! -insistió, terco, el escarabajo-. ¿Acaso no valgo tanto como ese gran animal que ha de ser siempre servido, almohazado, atendido, y que recibe un buen pienso y buena agua? ¿No formo yo parte de la cuadra del Emperador? -¿Es que no sabes por qué le ponen herraduras de oro al caballo? -preguntó el herrador. -¿Que si lo sé? Lo que yo sé es que esto es un desprecio que se me hace -observó el escarabajo-, es una ofensa; abandono el servicio y me marcho a correr mundo. -¡Feliz viaje! -se rió el herrador. -¡Mal educado! -gritó el escarabajo, y, saliendo por la puerta de la cuadra, con unos aleteos se plantó en un bonito jardín que olía a rosas y espliego. -Bonito lugar, ¿verdad? -dijo una mariquita de escudo rojo punteado de negro, que volaba por allí. -Estoy acostumbrado a cosas mejores -contestó el escarabajo-. ¿A esto llamáis bonito? ¡Ni siquiera hay estercolero! Prosiguió su camino y llegó a la sombra de un alhelí, por el que trepaba una oruga. -¡Qué hermoso es el mundo! -exclamó la oruga-. ¡Cómo calienta el sol! Todos están contentos y satisfechos. Y lo mejor es que uno de estos días me dormiré y, cuando despierte, estaré convertida en mariposa. -¡Qué te crees tú eso! -dijo el escarabajo-. Somos nosotros los que volamos como mariposas. Fíjate, vengo de la cuadra del Emperador, y a nadie de los que viven allí, ni siquiera al caballo de Su Majestad, a pesar de lo orondo que está con las herraduras de oro que a mí me negaron, se le ocurre hacerse estas ilusiones. ¡Tener alas! ¡Alas! Ahora vas a ver cómo vuelo yo. -Y diciendo esto, levantó el vuelo-. ¡No quisiera indignarme, y, sin embargó, no lo puedo evitar! Fue a caer sobre un gran espacio de césped, y se puso a dormir. De repente se abrieron las espuertas del cielo y cayó un verdadero diluvio. El escarabajo despertó con el ruido y quiso meterse en la tierra, pero no había modo. Se revolcó, nadó de lado y boca arriba -en volar no había ni que pensar-; seguramente no saldría vivo de aquel sitio. Optó por quedarse quieto. Cuando la lluvia hubo amainado algo y nuestro escarabajo se pudo sacar el agua de los ojos, vio relucir enfrente un objeto blanco; era ropa que se estaba blanqueando. Corrió allí y se metió en un pliegue de la mojada tela. No es que pudiera compararse con el caliente estiércol de la cuadra, pero, a falta de otro refugio mejor, allí se estuvo un día entero con su noche, sin que cesara la lluvia. Por la madrugada salió afuera; estaba indignado con el tiempo. Dos ranas estaban sentadas sobre la tela; sus claros ojos brillaban de puro embeleso. -¡Qué tiempo tan maravilloso! -exclamó una-. ¡Qué frescor! ¡Y esta tela que guarda tan bien el agua! ¡Siento un cosquilleo en las patas traseras como si fuera a nadar! -Me gustaría saber -dijo la otra – si la golondrina, que vuela tan lejos, en el curso de sus viajes por el extranjero ha encontrado un clima mejor que el nuestro. ¡Estas lloviznas, estas humedades! Es como estar en un foso lleno de agua. Poco ama a su patria el que no se alegra y goza de todo esto. -Bien se ve que no han estado nunca en la cuadra del Emperador -interrumpió el escarabajo-. Allí la humedad es caliente y aromática a la vez. A aquello estoy yo acostumbrado; es el clima que más me conviene; desgraciadamente, uno no puede llevárselo consigo cuando va de viaje. Y a propósito: ¿no hay en este jardín un estercolero donde puedan alojarse personas de mi categoría y sentirse como en casa? Pero las ranas no lo entendieron o se hicieron el sueco. -No suelo preguntar una cosa dos veces -dijo el escarabajo, después de haber repetido su pregunta por tercera vez sin obtener respuesta. Algo más lejos se topó con un casco de maceta; no tenía por qué estar allí en verdad, pero ya que estaba le sirvió de refugio. Vivían bajo el casco varias familias de tijeretas; son unos animalitos que no necesitan mucho espacio, con tal de que puedan estar bien juntos. Las hembras sienten para su prole un amor maternal sin límites, y creen que sus hijos son las criaturas más hermosas y listas del mundo. -¿Sabes? Nuestro hijo se ha prometido -dijo una madre ¡Pobre inocente! Su máxima ilusión es llegar algún día a instalarse en la oreja de un párroco. Es muy cariñoso, un niño todavía, y el tener novia lo tiene alejado de toda clase de vicios. ¡Qué mayor satisfacción para una madre! -Pues el nuestro -dijo otra- apenas salido del huevo se puso a jugar, ¡si vierais con qué alegría! Es de lo más vivaracho; hay que dejarle que se expansione. ¡Qué gozo para una madre! ¿Verdad, señor escarabajo? Reconocieron al forastero por su figura. -Las dos tienen razón -respondió el escarabajo; y así lo invitaron a meterse bajo el casco todo lo que su volumen le permitiese. -Le presentaremos a nuestros hijitos -dijeron otras dos madres-. ¡Son lindísimos, y tan graciosos! Y se portan como unos angelitos, a no ser que les duela la barriga, pero a su edad ya se sabe. Y a continuación cada una de las madres se puso a hablar de sus hijos, mientras éstos charlaban entre sí, y con las pinzas de la cola se dedicaban a pellizcar las antenas del escarabajo. -¡Qué traviesos! ¡No dejan a uno en paz! -exclamaban las madres, y no cabían en sí de orgullo maternal. Pero al escarabajo le disgustaba aquella familiaridad, y preguntó si por casualidad no había un estercolero por las inmediaciones. -¡Uf! Está lejos, muy lejos, del otro lado de aquel foso -dijo una tijereta-. Tan lejos, que espero que a ninguno de mis hijos se le ocurrirá ir nunca hasta allí. Me moriría de angustia. -Voy a ver si lo encuentro -contestó el escarabajo, y se marchó sin despedirse. Es lo más distinguido. En la zanja se encontró con varios individuos de su especie, es decir, escarabajos peloteros. -Vivimos aquí -dijeron-. Estamos muy bien. ¿Sería tomarnos excesiva libertad invitarlo a nuestro substancioso fango? De seguro que estará fatigado del viaje. -Lo estoy, en efecto -respondió el recién llegado-. La lluvia me obligó a refugiarme en una sábana recién lavada, y la limpieza siempre me ha dado escalofríos. Luego he cogido reuma en un ala, mientras me cobijaba bajo un casco de maceta abarrotado de gente. Es un verdadero alivio encontrarse de nuevo entre paisanos. -¿Viene acaso del estercolero? -preguntó el más viejo. -¡De mucho más alto! -repuso el escarabajo-. Vengo de la cuadra del Emperador, donde nací con herraduras de oro. Viajo en misión secreta, y así les ruego que no me pregunten, pues no les diré nada. Con ello nuestro escarabajo bajó al lodo, donde había tres señoritas de la familia que lo recibieron con risitas ahogadas, porque no sabían qué decir. -Es usted aún soltero -observó la madre, a lo cual las jovencitas volvieron con sus risitas, pero esta vez muy turbadas. -¡Ni en la cuadra imperial he visto muchachas tan hermosas! -dijo, galante, el escarabajo viajero. -¡Cuidado! No vaya a pervertir a mis hijas. Y no les hable, si no viene con buenas intenciones; pero si las tiene, le doy mi bendición. -¡Hurra! -gritaron los presentes, y con ello quedó prometido el escarabajo. Primero el noviazgo, luego la boda; ningún motivo había para retrasarla. El día siguiente transcurrió muy bien, el otro se hizo ya un poco más largo, el tercero fue cuestión de pensar en la comida de la mujer y, posiblemente, de los niños. -Me cogieron de sorpresa -se dijo para sus adentros-; por lo tanto, tengo derecho a pagarles con la misma moneda. Y así lo hizo. Tomó las de Villadiego. No compareció en todo el día ni en toda la noche… y la mujer se quedó viuda. Los demás escarabajos afirmaron que habían cometido la torpeza de admitir a un vagabundo en la familia; la mujer les resultaba una carga. -Que se venga a vivir conmigo como si fuese soltera -dijo la madre-, es mi hija, y como tal estará en mi casa. ¡Vaya con ese asqueroso bribón, que la ha plantado! Mientras tanto el escarabajo proseguía sus andanzas; había cruzado, el foso navegando en una hoja de col. Por la mañana se presentaron de improviso dos hombres, uno ya mayor y otro jovencito, divisaron al animalito, lo cogieron y, dándole vueltas de todos lados, se pusieron a hablar con una ciencia sorprendente, en particular el muchacho. -Alá, decía, descubre el negro escarabajo en la piedra negra de la negra roca. ¿No dice así el Corán?- preguntó, y tradujo al latín el nombre del insecto, describiendo su especie y su naturaleza. El mayor de los hombres no era partidario de llevárselo a casa; tenían ya bastantes buenos ejemplares, decía. Al escarabajo le parecieron estás palabras muy descorteses, y, desplegando las alas, se escapó de la mano del muchacho; voló un buen trecho, pues tenía ya secas las alas, y fue a aterrizar en un invernadero, en el que pudo entrar sin dificultad por una ventana abierta; encontró allí un montón de estiércol fresco y se hundió en él. -¡Esto es suculento! -exclamó. No tardó en dormirse, y soñó que el caballo del Emperador había sido derribado, y que al Señor Escarabajo Pelotero le habían dado sus herraduras de oro y la promesa de otras dos. ¡Qué agradable y delicioso es un sueño así! Al despertarse salió afuera y miró en derredor. El invernadero era magnífico. Grandes palmeras se alzaban esbeltas hasta el techo; el sol parecía hacerlas transparentes, y a sus pies crecía una rica vegetación con flores rojas como fuego, amarillas como ámbar y blancas como nieve recién caída. -¡Es de una magnificencia incomparable! ¡Qué olor más delicioso debe reinar aquí, cuando todas estas plantas entren en putrefacción! -dijo el escarabajo-. Jamás se ha visto tal despensa. Aquí viven congéneres míos. Voy a dar una vueltecita por si me topo con alguien con quien se pueda alternar. Soy persona respetable, éste es mi orgullo. Y anduvo buscando por todas partes, sin dejar de pensar en su sueño del caballo muerto y las herraduras de oro. De repente, una mano rodeó el escarabajo, lo apretó y le dio la vuelta. El hijo del jardinero y uno de sus amiguitos estaban en el invernadero, y al ver al insecto quisieron divertirse con él. Envuelto en una hoja de vid, fue a parar a un caliente bolsillo del pantalón. Allí venga cosquillear, por lo que el chiquillo lo obsequió con un recio manotazo. Llegaron entretanto a una gran balsa que había en el extremo del jardín. Lo metieron en un viejo zueco roto, al que faltaba la parte superior. Plantaron en él una estaquilla a modo de mástil y le ataron el escarabajo con un hilo de lana. El zueco haría de barco, y el escarabajo sería su patrón. La balsa era muy grande; el escarabajo la tomó por un océano, y quedó tan asombrado, que se cayó boca arriba y se puso a agitar las patas. El zueco se alejaba, pues la corriente era bastante fuerte. Si el barquito se apartaba demasiado de la orilla, uno de los chiquillos se arremangaba los pantalones, se metía en el agua, y lo volvía al borde. Pero sucedió que, estando el barquichuelo en plena navegación, alguien llamó a los niños, y ellos se echaron a correr sin preocuparse de la suerte del zueco, el cual siguió alejándose de tierra; el escarabajo estaba de verdad aterrorizado. No podía volar, pues lo habían atado al mástil. En éstas recibió la visita de una mosca. -¡Un día espléndido -dijo la mosca, iniciando la conversación-. Aquí podré descansar y tomar el sol. ¡Qué bien lo pasa usted, y qué cómodo debe estar ahí! -¡No diga tonterías! ¿No se da cuenta de que estoy atado? -¡Pues yo no! -replicó la mosca, y se echó a volar. -Ahora veo lo que es el mundo -dijo el escarabajo-. Lleno de gente ordinaria; no hay sitio, en él para una persona decente como yo. Primero me niegan las herraduras de oro, luego tengo que echarme en una tela mojada, después me apretujan en una maceta atestada de gente y, finalmente, me cargan una mujer. Se me ocurre luego darme un paseo por esas tierras para ver cómo andan las cosas y viene un bribonzuelo y me abandona atado en medio del mar. Y mientras tanto el caballo del Emperador va luciendo las herraduras de oro. Esto es lo que más me indigna. ¡Pero no hay que esperar compasión en este mundo! Mi vida ha sido de veras accidentada e interesante; mas, ¿de qué sirve todo eso si nadie la conoce? Por otra parte, el mundo no merece conocerla; de otro modo, me habría puesto herraduras de oro como al caballo, allí en la cuadra imperial. Ahora sería yo una honra para el establo. Pero me he perdido, y el mundo me ha perdido también, y todo ha terminado. Mas, contra lo que él creía, aún no había terminado todo, pues se acercó un bote ocupado por varias niñas. -¡Mirad! ¡Ahí flota un zueco! -exclamó una de ellas. -Hay un animalito atado -dijo otra. Se acercaron al zueco, lo pescaron, y, con unas tijeras, una de las chiquillas cortó el hilo de lana sin hacer daño al escarabajo, al que depositó en la hierba cuando desembarcaron. -¡Corre, corre! ¡Vuela, vuela si puedes! -gritó-. ¡Goza de la libertad! No tuvieron que decírselo dos veces: el escarabajo se echó a volar, y por una ventana abierta entró en un gran edificio, para ir a caer, rendido de fatiga, en la larga crin, fina y suave, del caballo del Emperador; pues sin darse cuenta había vuelto a dar en el establo donde antes vivía. Se agarró fuertemente a la crin y se repuso poco a poco. -¡Heme aquí montado en el caballo del Emperador, como un jinete! ¿Qué digo? ¡Claro que sí! Ya me lo preguntaba el herrador: «¿Por qué le pusieron herraduras de oro al caballo?». ¡Naturalmente! Se las pusieron por mí: para hacerme honor, cuando me dignara montarlo. Y este pensamiento lo puso de excelente humor. «¡Hay que ver lo que el viajar aguza el entendimiento!», pensó. Los rayos del sol caían directamente sobre él, y el sol le parecía hermoso. -¡Pues no está tan mal el mundo! -dijo-. Sólo hay que sabérselo tomar. El mundo volvía a ser hermoso, pues al caballo del Emperador le habían puesto herraduras de oro porque el escarabajo debía montar en él. ¡Parecía mentira que tal honor hubiese estado reservado para él! -Ahora me apearé para explicar a mis parientes lo mucho que han hecho por mí. Les contaré todas las amenidades de mi viaje al extranjero y les diré que sólo voy a permanecer en casa mientras el caballo no haya gastado las herraduras de oro.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El gallo de corral y la veleta
Cuento infantil
Éranse una vez dos gallos: uno, en el corral, y el otro, en la cima del tejado; los dos, muy arrogantes y orgullosos. Ahora bien, ¿cuál era el más útil? Dinos tu opinión; de todos modos, nosotros nos quedaremos con la nuestra. El corral estaba separado de otro por una valla. En el segundo había un estercolero, y en éste crecía un gran pepino, consciente de su condición de hijo del estiércol. «Cada uno tiene su sino –se decía para sus adentros-. No a todo el mundo le es concedido nacer pepino, forzoso es que haya otros seres vivos. Los pollos, los gansos y todo el ganado del corral vecino son también criaturas. Levanto ahora la mirada al gallo que se ha posado sobre el borde de la valla, y veo que tiene una significación muy distinta del de la veleta, tan encumbrado, pero que, en cambio, no puede gritar, y no digamos ya cantar. No tiene gallinas ni polluelos, sólo piensa en sí y cría herrumbre. El gallo del corral, ¡ése sí que es un gallo! Miradlo cuando anda, ¡qué garbo! Escuchadlo cuando canta, ¡deliciosa música! Dondequiera que esté se oye, ¡vaya corneta! ¡Si saltase aquí y se me comiese troncho y todo, qué muerte tan gloriosa!», suspiró el pepino. Aquella noche estalló una terrible tempestad; las gallinas, los polluelos y hasta el propio gallo corrieron al refugio; el viento arrancó la valla que separaba los dos corrales. Total, un alboroto de mil diablos. Volaron las tejas, pero la veleta se mantenía firme, sin girar siquiera; no podía hacerlo, a pesar de que era joven y recién fundida; pero era prudente y reposada como un viejo. No se parecía a las atolondradas avecinas del cielo, gorriones y golondrinas, a las cuales despreciaba («¡esos pajarillos piadores, menudos y ordinarios!»). Las palomas eran grandes, lustrosas y relucientes como el nácar; tenían algo de veleta, más eran gordas y tontas. Todos sus pensamientos se concentraban en llenarse el buche – decía la veleta -; y su trato era aburrido, además. También la habían visitado las aves de paso, contándole historias de tierras extrañas, de caravanas aéreas y espantosas aventuras de bandidos y aves rapaces. La primera vez resultó nuevo e interesante, pero luego observó la veleta que se repetían, qué siempre decían lo mismo, y todo acaba por aburrir. Las aves eran aburridas, y todo era aburrido; no se podía alternar con nadie, todos eran unos sosos y unos estúpidos. No valía la pena nada de lo que había visto y oído. -¡El mundo no vale un comino! -decía-. Todo es absurdo. La veleta era eso que solemos llamar abúlica, condición que, de haberla conocido, seguramente la habría hecho interesante a los ojos del pepino. Pero éste sólo tenía pensamientos para el gallo del corral, que era su vecino. El viento se había llevado la valla, y los rayos y truenos habían cesado. -¿Qué me decís de este canto? -preguntó el gallo a las gallinas y polluelos-. Salió un tanto ronco, sin elegancia. Y las gallinas y polluelos se subieron al estercolero, y el gallo se acercó a pasos gallardos. -¡Planta de huerto! -dijo al pepino, la cual, en esta única palabra, se dio cuenta de su inmensa cultura y se olvidó de que la arrancaba y se la comía. ¡Qué gloriosa muerte! Acudieron las gallinas, y tras ellas los polluelos, y cuando uno corría, corría también el otro, y todos cacareaban y piaban y miraban al gallo, orgullosos de pertenecer a su especie. ¡Quiquiriquí! -cantó él-. ¡Los polluelos serán muy pronto grandes pollos, si yo lo ordeno en el corral del mundo! Y las gallinas y los polluelos venga cacarear y piar. Y el gallo comunicó una gran novedad. -Un gallo puede poner un huevo. Y, ¿saben lo que hay en el huevo? Pues un basilisco. Nadie puede resistir su mirada. Bien lo saben los hombres, y ahora ustedes saben lo que hay en mí; saben que soy el rey de todos los gallineros. Y el gallo agitó las alas, irguió la cresta y volvió a cantar, paseando una mirada escrutadora sobre todas las gallinas y todos los polluelos, los cuales se sentían orgullosísimos de que uno de los suyos fuese el rey de los gallineros. Y arreciaron tanto los cacareos y los píos, que llegaron a oídos del gallo de la veleta; pero no se movió ni impresionó por eso. «¡Todo es absurdo! -repitió para sus adentros-. El gallo del corral no pone huevos, ni yo tampoco. Si quisiera, podría poner uno de cáscara blanda, pero ni esto se merece el mundo. ¡Todo es absurdo! ¡Ni siquiera puedo seguir aquí!». Y la veleta se desplomó, y no aplastó al gallo del corral, «aunque no le faltaron intenciones», dijeron las gallinas. ¿Y qué dice la moraleja? «Vale más cantar que ser abúlico y venirse abajo».
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El gollete de botella
Cuento infantil
En una tortuosa callejuela, entre varias míseras casuchas, se alzaba una de paredes entramadas, alta y desvencijada. Vivían en ella gente muy pobre; y lo más mísero de todo era la buhardilla, en cuya ventanuco colgaba, a la luz del sol, una vieja jaula abollada que ni siquiera tenía bebedero; en su lugar había un gollete de botella puesto del revés, tapado por debajo con un tapón de corcho y lleno de agua. Una vieja solterona estaba asomada al exterior; acababa de adornar con prímulas la jaula donde un diminuto pardillo saltaba de uno a otro palo cantando tan alegremente, que su voz resonaba a gran distancia. «¡Ay, bien puedes tú cantar! -exclamó el gollete. Bueno, no es que lo dijera como lo decimos nosotros, pues un casco de botella no puede hablar, pero lo pensó a su manera, como nosotros cuando hablamos para nuestros adentros-. Sí, tú puedes cantar, pues no te falta ningún miembro. Si tú supieras, como yo lo sé, lo que significa haber perdido toda la parte inferior del cuerpo, sin quedarme más que cuello y boca, y aun ésta con un tapón metido dentro… Seguro que no cantarías. Pero vale más así, que siquiera tú puedas alegrarte. Yo no tengo ningún motivo para cantar, aparte que no sé hacerlo; antes sí sabía, cuando era una botella hecha y derecha, y me frotaban con un tapón. Era entonces una verdadera alondra, me llamaban la gran alondra. Y luego, cuando vivía en el bosque, con la familia del pellejero y celebraron la boda de su hija… Me acuerdo como si fuese ayer. ¡La de aventuras que he pasado, y que podría contarte! He estado en el fuego y en el agua, metida en la negra tierra, y he subido a alturas que muy pocos han alcanzado, y ahí me tienes ahora en esta jaula, expuesta al aire y al sol. A lo mejor te gustaría oír mi historia, aunque no la voy a contar en voz alta, pues no puedo». Y así el gollete de botella -hablando para sí, o por lo menos pensándolo para sus adentros- empezó a contar su historia, que era notable de verdad. Entretanto, el pajarillo cantaba su alegre canción, y abajo en la calle todo el mundo iba y venía, pensando cada cual en sus problemas o en nada. Pero el gollete de la botella recuerda que recuerda. Vio el horno ardiente de la fábrica donde, soplando, le habían dado vida; recordó que hacía un calor sofocante en aquel horno estrepitoso, lugar de su nacimiento; que mirando a sus honduras le habían entrado ganas de saltar de nuevo a ellas, pero que, poco a poco, al irse enfriando, se fue sintiendo bien y a gusto en su nuevo sitio, en hilera con un regimiento entero de hermanos y hermanas, nacidas todas en el mismo horno, aunque unas destinadas a contener champaña y otras cerveza, lo cual no era poca diferencia. Más tarde, ya en el ancho mundo, cabe muy bien que en una botella de cerveza se envase el exquisito «lacrimae Christi», y que en una botella de champaña echen betún de calzado; pero siempre queda la forma, como ejecutoria del nacimiento. El noble es siempre noble, aunque por dentro esté lleno de betún. Después de un rato, todas las botellas fueron embaladas, la nuestra con las demás. No pensaba entonces ella que acabaría en simple gollete y que serviría de bebedero de pájaro en aquellas alturas, lo cual no deja de ser una existencia honrosa, pues siquiera se es algo. No volvió a ver la luz del día hasta que la desembalaron en la bodega de un cosechero, junto con sus compañeras, y la enjuagaron por primera vez, cosa que le produjo una sensación extraña. Se quedó allí vacía y sin tapar, presa de un curioso desfallecimiento. Algo le faltaba, no sabía qué a punto fijo, pero algo. Hasta que la llenaron de vino, un vino viejo y de solera; la taparon y lacraron, pegándole a continuación un papel en que se leía: «Primera calidad». Era como sacar sobresaliente en el examen; pero es que en realidad el vino era bueno, y la botella, buena también. Cuando se es joven, todo el mundo se siente poeta. La botella se sentía llena de canciones y versos referentes a cosas de las que no tenía la menor idea: las verdes montañas soleadas, donde maduran las uvas y donde las retozonas muchachas y los bulliciosos mozos cantan y se besan. ¡Ah, qué bella es la vida! Todo aquello cantaba y resonaba en el interior de la botella, lo mismo que ocurre en el de los jóvenes poetas, que con frecuencia tampoco saben nada de todo aquello. Un buen día la vendieron. El aprendiz del peletero fue enviado a comprar una botella de vino «del mejor», y así fue ella a parar al cesto, junto con jamón, salchichas y queso, sin que faltaran tampoco una mantequilla de magnífico aspecto y un pan exquisito. La propia hija del peletero vació el cesto. Era joven y linda; reían sus ojos azules, y una sonrisa se dibujaba en su boca, que hablaba tan elocuentemente como sus ojos. Sus manos eran finas y delicadas, y muy blancas, aunque no tanto como el cuello y el pecho. Se veía a la legua que era una de las mozas más bellas de la ciudad, y, sin embargo, no estaba prometida. Cuando la familia salió al bosque, la cesta de la comida quedó en el regazo de la hija; el cuello de la botella asomaba por entre los extremos del blanco pañuelo; cubría el tapón un sello de lacre rojo, que miraba al rostro de la muchacha. Pero no dejaba de echar tampoco ojeadas al joven marino, sentado a su lado. Era un amigo de infancia, hijo de un pintor retratista. Acababa de pasar felizmente su examen de piloto, y al día siguiente se embarcaba en una nave con rumbo a lejanos países. De ello habían estado hablando largamente mientras empaquetaban, y en el curso de la conversación no se había reflejado mucha alegría en los ojos y en la boca de la linda hija del peletero. Los dos jóvenes se metieron por el verde bosque, enzarzados en un coloquio. ¿De qué hablarían? La botella no lo oyó, pues se había quedado en la cesta. Pasó mucho rato antes de que la sacaran, pero cuando al fin, lo hicieron, habían sucedido cosas muy agradables; todos los ojos estaban sonrientes, incluso los de la hija, la cual apenas abría la boca, y tenía las mejillas encendidas como rosas encarnadas. El padre cogió la botella llena y el sacacorchos. Es extraño, sí, la impresión que se siente cuando a una la descorchan por vez primera. Jamás olvidó el cuello de la botella aquel momento solemne; al saltar el tapón le había escapado de dentro un raro sonido, «¡plump!», seguido de un gorgoteo al caer el vino en los vasos. -¡Por la felicidad de los prometidos! -dijo el padre, y todos los vasos se vaciaron hasta la última gota, mientras el joven piloto besaba a su hermosa novia. -¡Dichas y bendiciones! -exclamaron los dos viejos. El mozo volvió a llenar los vasos. -¡Por mi regreso y por la boda de hoy en un año! -brindó, y cuando los vasos volvieron a quedar vacíos, levantando la botella, añadió-: ¡Has asistido al día más hermoso de mi vida; nunca más volverás a servir! Y la arrojó al aire. Poco pensó entonces la muchacha que aún vería volar otras veces la botella; y, sin embargo, así fue. La botella fue a caer en el espeso cañaveral de un pequeño estanque que había en el bosque; el gollete recordaba aún perfectamente cómo había ido a parar allí y cómo había pensado: «Les di vino y ellos me devuelven agua cenagosa; su intención era buena, de todos modos». No podía ya ver a la pareja de novios ni a sus regocijados padres, pero durante largo rato los estuvo oyendo cantar y charlar alegremente. Llegaron en esto dos chiquillos campesinos, que, mirando por entre las cañas, descubrieron la botella y se la llevaron a casa. Volvía a estar atendida. En la casa del bosque donde moraban los muchachos, la víspera había llegado su hermano mayor, que era marino, para despedirse, pues iba a emprender un largo viaje. Corría la madre de un lado para otro empaquetando cosas y más cosas; al anochecer, el padre iría a la ciudad a ver a su hijo por última vez antes de su partida, y a llevarle el último saludo de la madre. Había puesto ya en el hato una botellita de aguardiente de hierbas aromáticas, cuando se presentaron los muchachitos con la botella encontrada, que era mayor y más resistente. Su capacidad era superior a la de la botellita, y el licor era muy bueno para el dolor de estómago, pues entre otras muchas hierbas, contenía corazoncillo. Esta vez no llenaron la botella con vino, como la anterior, sino con una poción amarga, aunque excelente, para el estómago. La nueva botella reemplazó a la antigua, y así reanudó aquélla sus correrías. Pasó a bordo del barco propiedad de Peter Jensen, justamente el mismo en el que servía el joven piloto, el cual no vio la botella, aparte que lo más probable es que no la hubiera reconocido ni pensado que era la misma con cuyo contenido habían brindado por su noviazgo y su feliz regreso. Aunque no era vino lo que la llenaba, no era menos bueno su contenido. A Peter Jensen lo llamaban sus compañeros «El boticario», pues a cada momento sacaba la botella y administraba a alguien la excelente medicina -excelente para el estómago, entendámonos-; y aquello duró hasta que se hubo consumido la última gota. Fueron días felices, y la botella solía cantar cuando la frotaban con el tapón. De entonces le vino el nombre de alondra, la alondra de Peter Jensen. Había transcurrido un largo tiempo, y la botella había sido dejada, vacía, en un rincón; mas he aquí que -si la cosa ocurrió durante el viaje de ida o el de vuelta, la botella no lo supo nunca a punto fijo, pues jamás desembarcó- se levantó una tempestad. Olas enormes negras y densas, se encabritaban, levantaban el barco hasta las nubes y lo lanzaban en todas direcciones; se quebró el palo mayor, un golpe de mar abrió una vía de agua, y las bombas resultaban inútiles. Era una noche oscura como boca de lobo, y el barco se iba a pique; en el último momento, el joven piloto escribió en una hoja de papel: «¡En el nombre de Dios, naufragamos!». Estampó el nombre de su prometida, el suyo propio y el del buque, metió el papel en una botella vacía que encontró a mano y, tapándola fuertemente, la arrojó al mar tempestuoso. Ignoraba que era la misma que había servido para llenar los vasos de la alegría y de la esperanza. Ahora flotaba entre las olas llevando un mensaje de adiós y de muerte. Se hundió el barco, y con él la tripulación, mientras la botella volaba como un pájaro, llevando dentro un corazón, una carta de amor. Y salió el sol y se puso de nuevo, y a la botella le pareció como si volviese a los tiempos de su infancia, en que veía el rojo horno ardiente. Vivió períodos de calma y nuevas tempestades, pero ni se estrelló contra una roca ni fue tragada por un tiburón. Más de un año estuvo flotando al azar, ora hacia el Norte, ora hacia Mediodía, a merced de las corrientes marinas. Por lo demás, era dueña de sí, pero al cabo de un tiempo uno llega a cansarse incluso de esto. La hoja escrita, con el último adiós del novio a su prometida, sólo duelo habría traído, suponiendo que hubiese ido a parar a las manos a que iba destinada. Pero, ¿dónde estaban aquellas manos, tan blancas cuando, allá en el verde bosque, se extendían sobre la jugosa hierba el día del noviazgo? ¿Dónde estaba la hija del peletero? ¿Dónde se hallaba su tierra, y cuál sería la más próxima? La botella lo ignoraba; seguía en su eterno vaivén, y al fin se sentía ya harta de aquella vida; su destino era otro. Con todo, continuó su viaje, hasta que, finalmente, fue arrojada a la costa, en un país extraño. No comprendía una palabra de lo que las gentes hablaban; no era la lengua que oyera en otros tiempos, y uno se siente muy desvalido cuando no entiende el idioma. Alguien recogió la botella y la examinó. Vieron que contenía un papel y lo sacaron; pero, por muchas vueltas que le dieron nadie supo interpretar las líneas escritas. Estaba claro que la botella había sido arrojada al mar deliberadamente, y que en la hoja se explicaba el motivo de ello, pero nadie supo leerlo, por lo que volvieron a introducir el pliego en el frasco, el cual fue colocado en un gran armario de una espaciosa habitación de una casa grandiosa. Cada vez que llegaba un forastero sacaban la hoja, la desdoblaban y manoseaban, con lo que el escrito, trazado a lápiz, iba borrándose progresivamente y volviéndose ilegible; al fin nadie podía reconocer que aquello fueran letras. La botella permaneció todavía otro año en el armario; luego la llevaron al desván, donde se cubrió, de telarañas y de polvo. Allí recordaba ella los días felices en que, en el bosque, contenía vino tinto, y aquellos otros en que vagaba mecida por las olas, portadoras de un misterio, una carta, un suspiro de despedida. En el desván pasó veinte años, y quién sabe hasta cuándo hubiera seguido en él, de no haber sido porque reconstruyeron la casa. Al quitar el techo salió la botella; algo dijeron de ella los presentes, ¡pero cualquiera lo entendía! No se aprende nada viviendo en el desván, aunque se esté en él veinte años. «Si me hubiesen dejado en la habitación de abajo -pensó- de seguro que habría aprendido la lengua», La levantaron y enjuagaron, y bien que lo necesitaba. Se sintió, entonces diáfana y transparente, joven de nuevo como en días pretéritos; pero la hoja escrita que estaba encerrada en su interior se estropeó completamente con él lavado. Llenaron el frasco de semillas, no sabía ella de qué clase. La taparon y envolvieron, con lo que no vio ni un resquicio de luz, y no hablemos ya de sol y luna; «cuando se va de viaje hay que poder ver algo», pensaba la botella. Pero no pudo ver nada, aunque de todos modos hizo lo principal: viajar y llegar a destino. Allí la desenvolvieron. -¡Menudo trabajo se han tomado con ella en el extranjero -exclamó alguien-. Y, a pesar de todo, seguramente se habrá rajado. Pero no, no se había rajado. La botella comprendía todas las palabras que se decían, pues lo hacían en la lengua que oyera en el horno vidriero, en casa del bodeguero, en el verde bosque y luego en el barco: la única vieja y buena lengua que ella podía comprender. Había llegado a su tierra natal, que saludó alborozada. De puro gozo, por poco salta de las manos que la sostenían; apenas se dio cuenta de que la descorchaban y vaciaban. La llevaron después a la bodega, para que no estorbase, y allí se quedó, olvidada del todo. En casa es donde se está mejor, aunque sea en la bodega. Jamás se le ocurrió. pensar cuánto tiempo pasó en ella; llevaba ya allí varios años, bien apoltronada, cuando un buen día bajaron unos individuos y se llevaron todas las botellas. El jardín ofrecía un aspecto brillantísimo: lámparas encendidas colgaban en guirnaldas, y faroles de papel relucían a modo de grandes tulipanes transparentes. La noche era magnífica, y la atmósfera, quieta y diáfana; brillaban las estrellas en un cielo de luna nueva; ésta se veía como una bola de color grisazulado ribeteada de oro. Para quien tenía buena vista, resultaba hermosísima. Los senderos laterales estaban también algo iluminados, lo suficiente para no andar por ellos a ciegas. Entre los setos habían colocado botellas, cada una con una luz, y de su número formaba parte nuestra antigua conocida, destinada a terminar un día en simple gollete, bebedero de pájaros. En aquel momento le parecía todo infinitamente hermoso, pues volvía a estar en medio del verdor, tomaba parte en la fiesta y el regocijo, oía el canto y la música, el rumor y el zumbido de muchas voces humanas, especialmente las que llegaban de la parte del jardín adornada con linternas de papel de colores. Cierto que ella estaba en uno de los caminos laterales, pero justamente aquello daba oportunidad para entregarse a los recuerdos. La botella, puesta de pie y sosteniendo la luz, prestaba una utilidad y un placer, y así es como debe ser. En horas semejantes se olvida uno hasta de los veinte años de reclusión en el desván. Muy cerca de ella pasó una pareja solitaria, cogida del brazo, como aquellos novios del bosque, el piloto y la hija del peletero. La botella tuvo la impresión de que revivía la escena. Por el jardín paseaban los invitados, y también gentes del pueblo deseosas de admirar aquella magnificencia. Entre éstas paseaba una vieja solterona que había visto morir a todos sus familiares, aunque no le faltaban amigos. Por su cabeza pasaban los mismos pensamientos que por la mente de la botella: pensaba en el verde bosque y en una joven pareja de enamorados; de todo había gozado, puesto que la novia era ella misma. Había sido la hora más feliz de su vida, hora que no se olvida ya nunca, ni cuando se llega a ser una vieja solterona. Pero ni ella reconoció la botella ni ésta a la ex-prometida, y así es como andamos todos por el mundo, pasando unos al lado de otros, hasta que volvemos a encontrarnos; eso les ocurrió a ellas, que vinieron a encontrarse en la misma ciudad. La botella salió del jardín para volver a la tienda del cosechero, donde otra vez la llenaron de vino para el aeronauta que el próximo domingo debía elevarse en globo. Un enorme hormiguero de personas se apretujaban para asistir al espectáculo. Resonó la música de la banda militar y se efectuaron múltiples preparativos; la botella lo vio todo desde una cesta donde se hallaba junto con un conejo vivo, aunque medio muerto de miedo, porque sabía que se lo llevaban a las alturas con el exclusivo objeto de soltarlo en paracaídas. La botella no sabía de subidas ni de bajadas; vio cómo el globo iba hinchándose gradualmente, y cuando ya alcanzó el máximo de volumen, comenzó a levantarse y a dar muestras de inquietud. De pronto, cortaron las amarras que lo sujetaban, y el aeróstato se elevó en el aire con el aeronauta, el cesto, la botella y el conejo. La música rompió a tocar, y todos los espectadores gritaron «¡hurra!». «¡Es gracioso esto de volar por los aires! -pensó la botella es otra forma de navegar. No hay peligro de choques aquí arriba». Muchos millares de personas seguían la aeronave con la mirada, entre ellas, la vieja solterona, desde la abierta ventana de su buhardilla, de cuya pared colgaba la jaula con el pardillo, que no tenía aún bebedero y debía contentarse con una diminuta escudilla de madera. En la misma ventana había un tiesto con un arrayán, que habían apartado algo para que no cayera a la calle cuando la mujer se asomaba. Esta distinguía perfectamente al aeronauta en su globo, y pudo ver cómo soltaba el conejo con el paracaídas y luego arrojaba la botella proyectándola hacia lo alto. La vieja solterona poco sospechaba que la había visto volar ya otra vez, aquel día feliz en el bosque, cuando era ella aún muy jovencita. A la botella no le dio tiempo de pensar; ¡fue tan inopinado aquello de encontrarse de repente en el punto crucial de su existencia! Al fondo se vislumbraban campanarios y tejados, y las personas no eran mayores que hormigas. Luego se precipitó, a una velocidad muy distinta de la del conejo. Volteaba en el aire, sintiéndose joven y retozona -estaba aún llena de vino hasta la mitad-, aunque por muy poco tiempo. ¡Qué viaje! El sol le comunicaba su brillo, toda la gente seguía con la vista su vuelo; el globo había desaparecido ya, y pronto desapareció también la botella. Fue a caer sobre uno de los tejados, haciéndose mil pedazos; pero los cascos llevaban tal impulso, que no se quedaron en el lugar de la caída, sino que siguieron saltando y rodando hasta dar en el patio, donde acabaron de desmenuzarse y desparramarse por el suelo. Sólo el gollete quedó entero, cortado en redondo, como con un diamante. -Podría servir de bebedero para un pájaro -dijo el hombre que habitaba en el sótano; pero él no tenía pájaro ni jaula, y tampoco era cosa de comprarse uno y otra sólo por el mero hecho de tener un cuello de botella apropiado para bebedero. La vieja solterona de la buhardilla le encontraría aplicación, y he aquí cómo el gollete fue a parar arriba, donde le pusieron un tapón de corcho, y la parte que antes miraba al cielo fue ahora colocada hacia abajo. ¡Cambios bien frecuentes en la vida! Lo llenaron de agua fresca y lo colgaron de la reja de la jaula, por el exterior; y la avecilla se puso a cantar con tanto brío y regocijo, que sus trinos resonaban a gran distancia. -¡Ay, bien puedes tú cantar! -fue lo que dijo el gollete de la botella, el cual no dejaba de ser una notabilidad, ya que había estado en el globo. Era todo lo que se sabía de su historia. Colgado ahora en calidad de bebedero, oía los rumores y los gritos de los transeúntes y las conversaciones de la vieja solterona en su cuartucho. Es el caso que acababa de llegar una visita, una amiga de su edad, y ambas se pusieron a charlar – no del gollete de la botella, sino del mirto de la ventana. -No te gastes dos escudos por la corona de novia de tu hija -decía la solterona-; yo te daré una que he conservado, con flores magníficas. ¿Ves aquel arbolillo de la ventana? Es un esqueje del arrayán que me regalaste el día en que me prometí, para que al cabo de un año me tejiera la corona de novia; pero ese día jamás llegó. Se cerraron los ojos destinados a iluminar mis gozos y mi dicha en esta vida. Reposa ahora dulcemente en el fondo del mar, pobre alma mía. El arbolillo se convirtió en un árbol viejo, pero yo envejecí más aún, y cuando aquél se marchitó, corté la última de sus ramas verdes y la planté, y aquella ramita se ha vuelto este arbolillo, que, al fin, será un adorno de novia, la corona de tu hija. Mientras pronunciaba estas palabras, gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de la vieja solterona; hablaba del amigo de su juventud, de su noviazgo en el bosque. Pensaba en el momento en que todos habían brindado por los prometidos, pensaba en el primer beso -pero todo esto se lo callaba; ahora no era sino una vieja solterona. ¡En tantas cosas pensó!-, pero ni por un momento le vino a la imaginación que en la ventana había un recuerdo de aquellos días venturosos, el gollete de la botella que había dicho «¡plump!» al saltar el tapón con un estampido. Por su parte, él no la reconoció tampoco, pues aunque hubiera podido seguir perfectamente la narración, no lo hizo. ¿Para qué? Estaba sumido en sus propios pensamientos.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El gorro de dormir del solterón
Cuento infantil
Hay en Copenhague una calle que lleva el extraño nombre de «Hyskenstraede» (Callejón de Hysken). ¿Por qué se llama así y qué significa su nombre? Hay quien dice que es de origen alemán, aunque esto sería atropellar esta lengua, pues en tal caso Hysken sería: «Häuschen», palabra que significa «casitas». Las tales casitas, por espacio de largos años, sólo fueron barracas de madera, casi como las que hoy vemos en las ferias, tal vez un poco mayores, y con ventanas, que en vez de cristales tenían placas de cuerno o de vejiga, pues el poner vidrios en las ventanas era en aquel tiempo todo un lujo. De esto, empero, hace tanto tiempo, que el bisabuelo decía, al hablar de ello: «Antiguamente…». Hoy hace de ello varios siglos. Los ricos comerciantes de Brema y Lubeck negociaban en Copenhague. Ellos no venían en persona, sino que enviaban a sus dependientes, los cuales se alojaban en los barracones de la Calleja de las casitas, y en ellas vendían su cerveza y sus especias. La cerveza alemana era entonces muy estimada, y la había de muchas clases: de Brema, de Prüssinger, de Ems, sin faltar la de Brunswick. Vendían luego una gran variedad de especias: azafrán, anís, jengibre y, especialmente, pimienta. Ésta era la más estimada, y de aquí que a aquellos vendedores se les aplicara el apodo de «pimenteros». Cuando salían de su país, contraían el compromiso de no casarse en el lugar de su trabajo. Muchos de ellos llegaban a edad avanzada y tenían que cuidar de su persona, arreglar su casa y apagar la lumbre -cuando la tenían-. Algunos se volvían huraños, como niños envejecidos, solitarios, con ideas y costumbres especiales. De ahí viene que en Dinamarca se llame «pimentero» a todo hombre soltero que ha llegado a una edad más que suficiente para casarse. Hay que saber todo esto para comprender mi cuento. Es costumbre hacer burla de los «pimenteros» o solterones, como decimos aquí; una de sus bromas consiste en decirle que se vayan a acostar y que se calen el gorro de dormir hasta los ojos. Corta, corta, madera, ¡ay de ti, solterón! El gorro de dormir se acuesta contigo, en vez de un tesorito lindo y fino. Sí, esto es lo que les cantan. Se burlan del solterón y de su gorro de noche, precisamente porque conocen tan mal a uno y otro. ¡Ay, no digan a nadie el gorro de dormir! ¿Por qué? Escuchen: Antaño, la Calleja de las Casitas no estaba empedrada; salías de un bache para meterte en un hoyo, como en un camino removido por los carros, y además era muy angosta. Las casuchas se tocaban, y era tan reducido el espacio que mediaba entre una hilera y la de enfrente, que en verano solían tender una cuerda desde un tenducho al opuesto; toda la calle olía a pimienta, azafrán y jengibre. Detrás de las mesitas no solía haber gente joven; la mayoría eran solterones, los cuales no creáis que fueran con peluca o gorro de dormir, pantalón de felpa, y chaleco y chaqueta abrochados hasta el cuello, no; aunque ésta era, en efecto, la indumentaria del bisabuelo de nuestro bisabuelo, y así lo vemos retratado. Los «pimenteros» no contaban con medios para hacerse retratar, y es una lástima que no tengamos ahora el cuadro de uno de ellos, retratado en su tienda o yendo a la iglesia los días festivos. El sombrero era alto y de ancha ala, y los más jóvenes se lo adornaban a veces con una pluma; la camisa de lana desaparecía bajo un cuello vuelto, de hilo blanco; la chaqueta quedaba ceñida y abrochada de arriba abajo; la capa colgaba suelta sobre el cuerpo, mientras los pantalones bajaban rectos hasta los zapatos, de ancha punta, pues no usaban medias. Del cinturón colgaban el cuchillo y la cuchara para el trabajo de la tienda, amén de un puñal para la propia defensa, lo cual era muy necesario en aquellos tiempos. Justamente así iba vestido los días de fiesta el viejo Antón, uno de los solterones más empedernidos de la calleja; sólo que en vez del sombrero alto llevaba una capucha, y debajo de ella un gorro de punto, un auténtico gorro de dormir. Se había acostumbrado a llevarlo, y jamás se lo quitaba de la cabeza; y tenía dos gorros de éstos. Su aspecto pedía a voces el retrato: era seco como un huso, tenía la boca y los ojos rodeados de arrugas, largos dedos huesudos y cejas grises y erizadas. Sobre el ojo izquierdo le colgaba un gran mechón que le salía de un lunar; no puede decirse que lo embelleciera, pero al menos servía para identificarlo fácilmente. Se decía de él que era de Brema, aunque en realidad no era de allí, pero sí vivía en Brema su patrón. Él era de Turingia, de la ciudad de Eisenach, en la falda de la Wartburg. El viejo Antón solía hablar poco de su patria chica, pero tanto más pensaba en ella. No era usual que los viejos vendedores de la calle se reunieran, sino que cada cual permanecía en su tenducho, que se cerraba al atardecer, y entonces la calleja quedaba completamente oscura; sólo un tenue resplandor salía por la pequeña placa de cuerno del rejado, y en el interior de la casucha, el viejo, sentado generalmente en la cama con su libro alemán de cánticos, entonaba su canción nocturnal o trajinaba hasta bien entrada la noche, ocupado en mil quehaceres. Divertido no lo era, a buen seguro. Ser forastero en tierra extraña es condición bien amarga. Nadie se preocupa de uno, a no ser que le estorbe. Y entonces la preocupación lleva consigo el quitárselo a uno de encima. En las noches oscuras y lluviosas, la calle aparecía por demás lúgubre y desierta. No había luz; sólo un diminuto farol colgaba en el extremo, frente a una imagen de la Virgen pintada en la pared. Se oía tamborilear y chapotear el agua sobre el cercano baluarte, en dirección a la presa de Slotholm, cerca de la cual desembocaba la calle. Las veladas así resultan largas y aburridas, si no se busca en qué ocuparlas: no todos los días hay que empaquetar o desempaquetar, liar cucuruchos, limpiar los platillos de la balanza; hay que idear alguna otra cosa, que es lo que hacía nuestro viejo Antón: se cosía sus prendas o remendaba los zapatos. Por fin se acostaba, conservando puesto el gorro; se lo calaba hasta los ojos, y unos momentos después volvía a levantarlo, para cerciorarse de que la luz estaba bien apagada. Palpaba el pábilo, apretándolo con los dedos, y luego se echaba del otro lado, volviendo a encasquetarse el gorro. Pero muchas veces se le ocurría pensar: ¿no habrá quedado un ascua encendida en el braserillo que hay debajo de la mesa? Una chispita que quedara encendida, podía avivarse y provocar un desastre. Y volvía a levantarse, bajaba la escalera de mano -pues otra no había- y, llegado al brasero y comprobado que no se veía ninguna chispa, regresaba arriba. Pero no era raro que, a mitad de camino, le asaltase la duda de si la barra de la puerta estaría bien puesta, y las aldabillas bien echadas. Y otra vez abajo sobre sus escuálidas piernas, tiritando y castañeteándole los dientes, hasta que volvía a meterse en cama, pues el frío es más rabioso que nunca cuando sabe que tiene que marcharse. Se cubría bien con la manta, se hundía el gorro de dormir hasta más abajo de los ojos y procuraba apartar sus pensamientos del negocio y de las preocupaciones del día. Mas no siempre conseguía aquietarse, pues entonces se presentaban viejos recuerdos y descorrían sus cortinas, las cuales tienen a veces alfileres que pinchan. ¡Ay!, exclama uno; y se la clavan en la carne y queman, y las lágrimas le vienen a los ojos. Así le ocurría con frecuencia al viejo Antón, que a veces lloraba lágrimas ardientes, clarísimas perlas que caían sobre la manta o al suelo, resonando como acordes arrancados a una cuerda dolorida, como si salieran del corazón. Y al evaporarse, se inflamaban e iluminaban en su mente un cuadro de su vida que nunca se borraba de su alma. Si se secaba los ojos con el gorro, quedaban rotas las lágrimas y la imagen, pero no su fuente, que brotaba del corazón. Aquellos cuadros no se presentaban por el orden que habían tenido en la realidad; lo corriente era que apareciesen los más dolorosos, pero también acudían otros de una dulce tristeza, y éstos eran los que entonces arrojaban las mayores sombras. Todos reconocen cuán magníficos son los hayedos de Dinamarca, pero en la mente de Antón se levantaba más magnífico todavía el bosque de hayas de Wartburg; más poderosos y venerables le parecían los viejos robles que rodeaban el altivo castillo medieval, con las plantas trepadoras colgantes de los sillares; más dulcemente olían las flores de sus manzanos que las de los manzanos daneses; percibía bien distintamente su aroma. Rodó una lágrima, sonora y luminosa, y entonces vio claramente dos muchachos, un niño y una niña. Estaban jugando. El muchacho tenía las mejillas coloradas, rubio cabello ondulado, ojos azules de expresión leal. Era el hijo del rico comerciante, Antoñito, él mismo. La niña tenía ojos castaños y pelo negro; la mirada, viva e inteligente; era Molly, hija del alcalde. Los dos chiquillos jugaban con una manzana, la sacudían y oían sonar en su interior las pepitas. Cortaban la fruta y se la repartían por igual; luego se repartían también las semillas y se las comían todas menos una; tenían que plantarla, había dicho la niña. -¡Verás lo que sale! Saldrá algo que nunca habrías imaginado. Un manzano entero, pero no enseguida. Y depositaron la semilla en un tiesto, trabajando los dos con gran entusiasmo. El niño abrió un hoyo en la tierra con el dedo, la chiquilla depositó en él la semilla, y los dos la cubrieron con tierra. -Ahora no vayas a sacarla mañana para ver si ha echado raíces -advirtió Molly-; eso no se hace. Yo lo probé por dos veces con mis flores; quería ver si crecían, tonta de mí, y las flores se murieron. Antón se quedó con el tiesto, y cada mañana, durante todo el invierno, salió a mirarlo, mas sólo se veía la negra tierra. Pero al llegar la primavera, y cuando el sol ya calentaba, asomaron dos hojitas verdes en el tiesto. -Son yo y Molly -exclamó Antón-. ¡Es maravilloso! Pronto apareció una tercera hoja; ¿qué significaba aquello? Y luego salió otra, y todavía otra. Día tras día, semana tras semana, la planta iba creciendo, hasta que se convirtió en un arbolillo hecho y derecho. Y todo eso se reflejaba ahora en una única lágrima, que se deslizó y desapareció; pero otras brotarían de la fuente, del corazón del viejo Antón. En las cercanías de Eisenach se extiende una línea de montañas rocosas; una de ellas tiene forma redondeada y está desnuda, sin árboles, matorrales ni hierba. Se llama Venusberg, la montaña de Venus, una diosa de los tiempos paganos a quien llamaban Dama Holle; todos los niños de Eisenach lo sabían y lo saben aún. Con sus hechizos había atraído al caballero Tannhäuser, el trovador del círculo de cantores de Wartburg. La pequeña Molly y Antón iban con frecuencia a la montaña, y un día dijo ella: -¿A que no te atreves a llamar a la roca y gritar: ¡«Dama Holle, Dama Holle, abre, que aquí está Tannhäuser!?». Antón no se atrevió, pero sí Molly, aunque sólo pronunció las palabras: «¡Dama Holle, Dama Holle!» en voz muy alta y muy clara; el resto lo dijo de una manera tan confusa, en dirección del viento, que Antón quedó persuadido de que no había dicho nada. ¡Qué valiente estaba entonces! Tenía un aire tan resuelto, como cuando se reunía con otras niñas en el jardín, y todas se empeñaban en besarlo, precisamente porque él no se dejaba, y la emprendía a golpes, por lo que ninguna se atrevía a ello. Nadie excepto Molly, desde luego. -¡Yo puedo besarlo! -decía con orgullo, rodeándole el cuello con los brazos; en ello ponía su pundonor. Antón se dejaba, sin darle mayor importancia. ¡Qué bonita era, y qué atrevida! Dama Holle de la montaña debía de ser también muy hermosa, pero su belleza, se decía, era la engañosa belleza del diablo. La mejor hermosura era la de Santa Isabel, patrona del país, la piadosa princesa turingia, cuyas buenas obras eran exaltadas en romances y leyendas; en la capilla estaba su imagen, rodeada de lámparas de plata; pero Molly no se le parecía en nada. El manzano plantado por los dos niños iba creciendo de año en año, y llegó a ser tan alto, que hubo que trasplantarlo al aire libre, en el jardín, donde caí el rocío y el sol calentaba de verdad. Allí tomó fuerzas para resistir al invierno. Después del duro agobio de éste, parecía como si en primavera floreciese de alegría. En otoño dio dos manzanas, una para Molly y otra para Antón; menos no hubiese sido correcto. El árbol había crecido rápidamente, y Molly no le fue a la zaga; era fresca y lozana como una flor del manzano; pero no estaba él destinado a asistir por mucho tiempo a aquella floración. Todo cambia, todo pasa. El padre de Molly se marchó de la ciudad, y Molly se fue con él, muy lejos. En nuestros días, gracias al tren, sería un viaje de unas horas, pero entonces llevaba más de un día y una noche el trasladarse de Eisenach hasta la frontera oriental de Turingia, a la ciudad que hoy llamamos todavía Weimar. Lloró Molly, y lloró Antón; todas aquellas lágrimas se fundían en una sola, que brillaba con los deslumbradores matices de la alegría. Molly le había dicho que prefería quedarse con él a ver todas las bellezas de Weimar. Pasó un año, pasaron dos, tres, y en todo aquel tiempo llegaron dos cartas: la primera la trajo el carretero, la otra, un viajero. Era un camino largo, pesado y tortuoso, que serpenteaba por pueblos y ciudades. ¡Cuántas veces Antón y Molly habían oído la historia de Tristán o Isolda! Y cuán a menudo, al recordarla, había pensado en sí mismo y en Molly, a pesar de que Tristán significa, al parecer, «nacido en la aflicción», y esto no cuadraba para Antón. Por otra parte, éste nunca habría pensado, como Tristán: «Me ha olvidado». Y, sin embargo, Isolda no olvidaba al amigo de su alma, y cuando los dos hubieron muerto y fueron enterrados cada uno a un lado de la iglesia, los tilos plantados sobre sus tumbas crecieron por encima del tejado hasta entrelazar sus ramas. ¡Qué bella era esta historia, y qué triste! Pero la tristeza no rezaba con él y Molly; por eso se ponía a silbar una canción del trovador Walther von der Vogelweide: ¡Bajo el tilo de la campiña! Y qué hermoso era especialmente aquello de: ¡Frente al bosque, en el valle tandaradai! ¡Qué bien canta el ruiseñor! Aquella canción le venía constantemente a la lengua, y ésta era la que cantaba y silbaba en la noche de luna en que, cabalgando por la honda garganta, se dirigía a Weimar a visitar a Molly. Quería llegar de sorpresa, y, en efecto, no lo esperaban. Le dieron la bienvenida con un vaso lleno de vino hasta el borde; se encontró con una alegre compañía, y muy distinguida, un cuarto cómodo y una buena cama; y, no obstante, aquello no era lo que él había pensado e imaginado. No se comprendía a sí mismo ni comprendía a los demás, pero nosotros sí lo comprendemos. Se puede ser de la casa, vivir en familia, y, sin embargo, no sentirse arraigado; se habla con los demás como se habla en la diligencia, trabar relaciones como en ella se traban. Uno estorba al otro, se tienen ganas de marcharse o de que el vecino se marche. Algo así le sucedía a Antón. -Mira, yo soy leal -le dijo Molly- y te lo diré yo misma. Las cosas han cambiado mucho desde que éramos niños y jugábamos juntos; ahora todo es muy diferente, tanto por fuera como por dentro. La costumbre y la voluntad no tienen poder alguno sobre nuestro corazón. Antón, no quisiera que fueses mi enemigo, ahora que voy a marcharme muy lejos de aquí. Créeme, te aprecio mucho, pero amarte como ahora sé que se puede amar a un hombre, eso nunca he podido hacerlo. Tendrás que resignarte. ¡Adiós, Antón! Y Antón le dijo también adiós. Ni una lágrima asomó a sus ojos, pero sintió que ya no era el amigo de Molly. Si besamos una barra de hierro candente, nos produce la misma impresión que si besamos una barra de hielo: ambas nos arrancan la piel de los labios. Pues bien, Antón besó, en el odio, con la misma fuerza con que había besado en el amor. Ni un día necesitó el mozo para regresar a Eisenach; pero el caballo que montaba quedó deshecho. -¡Qué importa ya todo! -dijo Antón-. Estoy hundido y hundiré todo lo que me recuerde a ella, Dama Holle, Dama Venus, mujer endiablada. ¡Arrancaré de raíz el manzano, para que jamás dé flores ni frutos! Pero no destruyó el árbol. Él fue quien quedó postrado en cama, minado por la fiebre. ¿Qué podía curarlo y ayudarle a restablecerse? Una cosa vino, sin embargo, que lo curó, el remedio más amargo de cuantos existen, que sacude el cuerpo enfermo y el alma oprimida: el padre de Antón dejó de ser el comerciante más rico de Eisenach. Llamaron a la puerta días difíciles, días de prueba; arremetió la desgracia; a grandes oleadas irrumpió en aquella casa, otrora tan próspera. El padre quedó arruinado, las preocupaciones y los infortunios lo paralizaron, y Antón hubo de pensar en otras cosas que no tenían nada que ver con su amor perdido y su rencor a Molly. Tuvo que ocupar en la casa el puesto de su padre y de su madre, disponer, ayudar, intervenir enérgicamente, incluso marcharse a correr mundo para ganarse el pan. Fuese a Brema, conoció la miseria y los días difíciles. Eso endurece el carácter… a no ser que lo ablande, y a veces lo ablanda demasiado. ¡Qué distintos eran el mundo y los hombres de como los había imaginado de niño! ¿Qué significaban ahora para él las canciones del trovador? Palabras vanas, un soplo huero. Así le parecían en ciertos momentos; pero en otros, aquellas melodías penetraban en su alma y despertaban en él pensamientos piadosos. -La voluntad de Dios es la más sabia –se decía entonces-. Fue buena cosa que Dios Nuestro Señor me privara del amor de Molly. ¡Adónde me habría llevado, ahora que la felicidad me ha vuelto la espalda!. Me abandonó antes de que pudiera pensar o saber que me venía este revés de fortuna. Fue una gracia que me concedió el Señor; todo lo dispone del mejor modo posible. Todo discurre según sus sabios designios. ¡Qué podía hacer ella para evitarlo! ¡Y yo que le he guardado tanto rencor! Transcurrieron años. El padre de Antón había muerto, y gentes extrañas ocupaban la casa paterna. Sin embargo, el joven estaba destinado a volver a verla. Su rico amo lo envió en viajes de negocios que lo obligaron a pasar por su ciudad natal de Eisenach. La antigua Wartburg se alzaba como siempre, sobre la peña del «fraile y la monja». Los corpulentos robles seguían dando al conjunto el mismo aspecto que durante su infancia. La Venusberg brillaba, desnuda y gris, sobre el fondo del valle. Gustoso habría gritado: -¡Dama Holle, Dama Holle! ¡Abre tu montaña, que así al menos descansaré en mi tierra! Era un pensamiento pecaminoso, y el mozo se santiguó. En el mismo momento cantó un pajarillo en el zarzal y le vino a la memoria la vieja trova: -¡Frente al bosque, en el valle tandaradai! ¡Qué bien canta el ruiseñor! En la ciudad de su infancia se despertaron multitud de recuerdos que le arrancaron lágrimas. La casa paterna se levantaba en su sitio de siempre, pero el jardín era distinto. Un camino vecinal lo atravesaba por uno de los ángulos, y el manzano que no había tenido valor para arrancar, seguía creciendo, aunque fuera del jardín, en el borde opuesto del camino. El sol lo bañaba como antes, y el rocío lo refrescaba, por lo que daba tanto fruto, que bajo su peso las ramas se inclinaban hasta el suelo. -Prospera -se dijo-. Él puede hacerlo. Sin embargo, una de las grandes ramas estaba tronchada, por obra de manos despiadadas, pues el árbol estaba a la vera del camino. -Cogen sus flores sin darle las gracias, le roban los frutos y le rompen las ramas. Del árbol podría decirse lo mismo que de un hombre: no le predijeron esta suerte en la cuna. Su historia comenzó de un modo tan feliz y placentero, y, ¿qué ha sido de él? Abandonado y olvidado, un árbol de vergel puesto junto al foso, al borde del campo y de la carretera. Ahí lo tienen sin protección, descuidado y roto. No se marchitará por eso, pero a medida que pasen los años, sus flores serán menos numerosas, dejará de dar frutos, y, al fin… al fin se acabó la historia. Todo esto pensó Antón bajo el árbol, y lo volvió a pensar más de una noche en su cuartito solitario de aquella casa de madera en tierras extrañas, en la calleja de las Casitas de Copenhague, donde su rico patrón, el comerciante de Brema, lo había enviado, bajo el compromiso de no casarse. -¿Casarse? ¡Jo, jo! -decía con una risa honda y singular. El invierno se había adelantado; helaba intensamente. En la calle arreciaba la tempestad de nieve, y los que podían hacerlo se quedaban en casa. Por eso, los vecinos de la tienda de enfrente no observaron que la de Antón llevaba dos días cerrada, y que tampoco él se dejaba ver. ¡Cualquiera salía con aquel tiempo, si podía evitarlo! Los días eran grises y oscuros, y en la casucha, cuyas ventanas, no tenían cristales, sino una placa poco translúcida, la penumbra alternaba con la negra noche. El viejo Antón llevaba dos días en la cama; no se sentía con fuerzas para levantarse. Hacía días que venía sintiendo en sus miembros la dureza del tiempo. Solitario yacía el viejo solterón, sin poder valerse; apenas lograba alcanzar el jarro del agua puesto junto a la cama, y del que había apurado ya la última gota. No era la fiebre ni la enfermedad lo que le paralizaba, sino la vejez. En la habitación donde yacía reinaba la noche continua; una arañita que él no alcanzaba a ver, tejía, contenta y diligente, su tela sobre su cabeza, como preparando un pequeño crespón de luto, para el caso de que el viejo cerrase los ojos para siempre. El tiempo era interminable y vacío. El anciano no tenía lágrimas, ni dolores. Molly se había esfumado de su pensamiento; tenía la impresión de que el mundo y su bullicio ya no le afectaban, como si él no perteneciera ya al mundo y nadie se acordara de su persona. Por un momento creyó tener hambre y sed. Sí las tenía, pero nadie acudió a aliviarlo, nadie se preocupaba de asistirlo. Pensó en aquellos que en otros tiempos habían sufrido hambre y sed, se acordó de Santa Isabel, la santa de su patria y su infancia, la noble princesa de Turingia que, durante su peregrinación terrena, entraba en las chozas más míseras para llevar a los enfermos la esperanza y el consuelo. Sus piadosos actos iluminaban su mente, pensaba en las palabras de consuelo que prodigaba a los que sufrían, y la veía lavando las heridas de los dolientes y dando de comer a los hambrientos a pesar de las iras de su severo marido. Recordó aquella leyenda: Un día que había salido con un cesto lleno de viandas, la detuvo su esposo, que vigilaba estrechamente sus pasos, y le preguntó, airado, qué llevaba. Ella, atemorizada, respondió: «Son rosas que he cogido en el jardín». Y cuando el landgrave tiró violentamente del paño, se produjo el milagro: el pan y el vino y cuanto contenía el cesto, se habían transformado en rosas. Así seguía vivo el recuerdo de la santa en la memoria del viejo Antón; así la veía ante su mirada empañada, de pie junto a su lecho, en la estrecha barraca, en tierras danesas. Se descubrió la cabeza, fijó los ojos en los bondadosos de la santa, y a su alrededor todo se llenó de brillo y de rosas, que se esparcieron exhalando delicioso perfume; y sintió también el olor tan querido de las manzanas, que venía de un manzano en flor cuyas ramas se extendían por encima de su persona. Era el árbol que de niños habían plantado él y Molly. El manzano sacudió sus aromáticas hojas. Cayeron en su frente ardorosa, y la refrescaron; cayeron en sus labios sedientos, y obraron como vino y pan reparadores; cayeron también sobre su pecho, y le infundieron una sensación de alivio, de deliciosa fatiga. -¡Ahora me dormiré! -murmuró con voz imperceptible- ¡Cómo alivia el sueño! Mañana volveré a sentirme fuerte y ligero. ¡Qué hermoso, qué hermoso! ¡Aquel manzano que planté con tanto cariño vuelvo a verlo ahora en toda su magnificencia! Y se durmió. Al día siguiente -era ya el tercero que la tienda permanecía cerrada-, como había cesado la tempestad, un vecino entró en la vivienda del viejo Antón, que seguía sin salir. Lo encontró tendido en el lecho, muerto, con el gorro de dormir fuertemente asido entre las manos. Al colocarlo en el ataúd no le cubrieron la cabeza con aquel gorro; tenía otro, blanco y limpio. ¿Dónde estaban ahora las lágrimas que había llorado? ¿Dónde las perlas? Se quedaron en el gorro de dormir -pues las verdaderas no se van con la colada-, se conservaron con el gorro y con él se olvidaron. Aquellos antiguos pensamientos, los viejos sueños, todo quedó en el gorro de dormir del solterón. ¡No lo desees para ti! Te calentaría demasiado la frente, te haría latir el pulso con demasiada fuerza, te produciría sueños que parecerían reales. Esto le sucedió al primero que se lo puso, a pesar de que había transcurrido ya medio siglo. Fue el propio alcalde, que, con su mujer y once hijos, estaba muy confortablemente entre sus cuatro paredes. Enseguida soñó con un amor desgraciado, con la ruina y el hambre. -¡Uf, cómo calienta este gorro! -dijo, quitándoselo de un tirón; y al hacerlo cayó de él una perla y luego otra, brillantes y sonoras-. -¡Debe de ser la gota! -exclamó el alcalde-, veo un centelleo ante los ojos. Eran lágrimas, vertidas medio siglo atrás por el viejo Antón de Eisenach. Todos los que más tarde se pusieron aquel gorro de dormir tuvieron visiones y sueños; su propia historia se transformó en la de Antón, se convirtió en toda una leyenda que dio origen a otras muchas. Otros las narrarán si quieren, nosotros ya hemos contado la primera y la cerramos con estas palabras: Nunca desees el gorro de dormir del solterón. FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El hada del saúco
Cuento infantil
Érase una vez un chiquillo que se había resfriado. Cuando estaba fuera de casa se había mojado los pies, nadie sabía cómo, pues el tiempo era completamente seco. Su madre lo desnudó y acostó, y, pidiendo la tetera, se dispuso a prepararle una taza de té de saúco, pues esto calienta. En esto vino aquel viejo señor tan divertido que vivía solo en el último piso de la casa. No tenía mujer ni hijos pero quería a los niños, y sabía tantos cuentos e historias que daba gusto oírlo. -Ahora vas a tomarte el té -dijo la madre al pequeño- y a lo mejor te contarán un cuento, además. -Lo haría si supiese alguno nuevo -dijo el viejo con un gesto amistoso-. Pero, ¿cómo se ha mojado los pies este rapaz? -preguntó. -¡Eso digo yo! -contestó la madre-. ¡Cualquiera lo entiende! -¿Me contarás un cuento? -pidió el niño. -¿Puedes decirme exactamente -pues debes saberlo- qué profundidad tiene el arroyo del callejón por donde vas a la escuela? -Me llega justo a la caña de las botas -respondió el pequeño-, pero sólo si me meto en el agujero hondo. -Conque así te mojaste los pies, ¿eh? -dijo el viejo-. Bueno, ahora tendría que contarte un cuento, pero el caso es que ya no sé más. -Pues invéntese uno nuevo -replicó el chiquillo-. Dice mi madre que de todo lo que observa saca usted un cuento, y de todo lo que toca, una historia. -Sí, pero esos cuentos e historias no sirven. Los de verdad, vienen por sí solos, llaman a la frente y dicen: ¡aquí estoy! -¿Llamarán pronto? -preguntó el pequeño. La madre se echó a reír, puso té de saúco en la tetera y le vertió agua hirviendo. -¡Cuente, cuente! -Lo haré, si el cuento quiere venir por sí solo, pero son muy remilgados. Sólo se presentan cuando les viene en gana. ¡Espera! -añadió-. ¡Ya lo tenemos! Escucha, hay uno en la tetera. El pequeño dirigió la mirada a la tetera; la tapa se levantaba, y las flores de saúco salían del cacharro, tiernas y blancas; proyectaron grandes ramas largas, y hasta del pitorro salían, esparciéndose en todas direcciones y creciendo sin cesar. Era un espléndido saúco, un verdadero árbol, que llegó hasta la cama, apartando las cortinas. Era todo él un cuajo de flores olorosas, y en el centro había una anciana de bondadoso aspecto, extrañamente vestida. Todo su ropaje era verde, como las hojas del saúco, lleno de grandes flores blancas. A primera vista no se distinguía si aquello era tela o verdor y flores vivas. -¿Cómo se llama esta mujer? -preguntó el niño. «Verás: los romanos y griegos -respondió el viejo- la llamaban Dríada, pero esta palabra no la entendemos nosotros. Allá en Nyboder le damos otro nombre mejor; la llamamos “mamita saúco”, y has de fijarte en esto. Escucha y contempla el espléndido saúco. Hay uno como él, florido también, allá abajo; crecía en un ángulo de una era pequeña y humilde. Un mediodía dos ancianos se habían sentado al sol, bajo aquel árbol. Eran un marino muy viejo y su mujer, que no lo era menos. Tenían ya bisnietos, y pronto celebrarían las bodas de oro, aunque apenas se acordaban ya del día de su boda; el hada, desde el árbol, parecía tan satisfecha como esta de aquí. -Yo sé cuándo son sus bodas de oro -dijo; pero los viejos no la oyeron; hablaban de tiempos pasados. -¿Te acuerdas? -decía el viejo marino-. ¿Te acuerdas de cuando éramos niños y corríamos y jugábamos en esta misma era? Plantábamos tallitos en el suelo y hacíamos un jardín. -Sí -replicó la anciana-, lo recuerdo bien. Regábamos los tallos; uno e ellos era una rama de saúco, que echó raíces y sacó verdes brotes y se convirtió en un árbol grande y espléndido; este mismo bajo el cual estamos. -Sí, esto es -dijo él-; y allí en la esquina había un gran barreño; en él flotaba mi barca. Yo mismo me la había tallado. ¡Qué bien navegaba! Pero pronto lo haría yo por otros mares. -Sí, pero antes fuimos a la escuela y aprendimos unas cuantas cosas prosiguió ella- Y luego nos prometieron. Los dos llorábamos, pero aquella tarde fuimos, cogidos de la mano, a la Torre Redonda, para ver el ancho mundo que se extiende más allá de Copenhague y del océano. Después nos fuimos a Frederiksberg, donde el Rey y la Reina paseaban por los canales en su embarcación de gala. -Pero pronto me tocó a mí navegar por otros lugares, durante muchos años. Fui lejos, muy lejos, en el curso de largos viajes. -Sí, ¡cuántas lágrimas me costaste! -dijo ella-. Creí que habías muerto; te veía en el fondo del mar, sepultado en el fango. ¡Cuántas noches me levanté para ver si la veleta giraba! Sí, giraba, pero tú no volvías. Me acuerdo de un día que estaba lloviendo a cántaros, el basurero se paró frente a la puerta de la casa donde yo servía. ¡Era un tiempo espantoso! Yo salí con el cubo de basura y me quedé en la puerta, y mientras aguardaba allí se me acercó el cartero y me dio una carta, una carta tuya. ¡Dios mío, lo que había viajado aquel sobre! Lo abrí y leí la carta, llorando y riendo a la vez. ¡Estaba tan contenta! Decía el papel que te hallabas en tierras cálidas, donde crecía el café. ¡Qué país más maravilloso debe ser! ¡Me contabas tantas cosas! Y yo las estaba viendo mientras la lluvia caía sin cesar, de pie yo con mi cubo de basura. Alguien me cogió por el talle… -Pero tú le propinaste un buen bofetón, muy sonoro por cierto. -No sabía que fueses tú. Habías llegado junto con la carta y ¡estabas tan guapo! -y todavía lo eres-. Llevabas en el bolsillo un largo pañuelo de seda amarillo, y un sombrero nuevo. ¡Qué elegante ibas! ¡Dios mío y qué tiempo hacía, y cómo estaba la calle! -Entonces nos casamos -dijo él-, ¿te acuerdas? ¿Y de cuándo vino el primer hijo, y después María y Niels, y Pedro, y Juan, y Cristián? -Sí, y todos crecieron y se hicieron personas como Dios manda, a quienes todo el mundo aprecia. -Y sus hijos han tenido ya hijos a su vez -dijo el viejo-. Nuestros bisnietos; hay buena semilla. ¿No fue en este tiempo del año cuando nos casamos? -Sí, justamente es hoy el día de sus bodas de oro -intervino el hada del sabucal, metiendo la cabeza entre los dos viejos, los cuales pensaron que era la vecina que les hacía señas. Se miraron a los ojos y se cogieron de las manos. Al poco rato se presentaron los hijos y los nietos; todos sabían muy bien que eran las bodas de oro; ya los habían felicitado, pero los viejos se habían olvidado, mientras se acordaban muy bien de lo ocurrido tantos años antes. El saúco exhalaba un intenso aroma, y el sol, cerca ya de la puerta, daba a la cara de los abuelos. Los dos tenían rojas las caras, y el más pequeño de sus nietos bailaba a su alrededor, gritando, alegre, que habría cena de fiesta: comerían patatas calientes. Y el hada asentía desde el árbol y se sumaba a los hurras de los demás». -Pero esto no es un cuento -observó el chiquillo, que escuchaba la narración. -Tú lo sabrás mejor -replicó el viejo señor que contaba-. Lo preguntaremos al hada del saúco. -No fue un cuento -dijo ésta-; el cuento viene ahora. Las más bellas leyendas surgen de la realidad; de otro modo, mi hermoso saúco no podría haber salido de la tetera. Y, sacando de la cama al chiquillo, lo estrechó contra su pecho, y las ramas cuajadas de flores se cerraron en torno a los dos. Quedaron ellos rodeados de espesísimo follaje, y el hada se echó a volar por los aires. ¡Qué indecible hermosura! El hada se había transformado en una linda muchachita, pero su vestido seguía siendo de la misma tela verde, salpicada de flores blancas, que llevaba en el saúco. En el pecho lucía una flor de saúco de verdad, y alrededor de su rubia cabellera ensortijada, una guirnalda de las mismas flores. Sus ojos eran grandes y azules, y era maravilloso mirarlos. Ella y el chiquillo se besaron, y entonces quedaron de igual edad, sintiendo las mismas alegrías. Cogidos de la mano salieron de entre el follaje, y de pronto se encontraron en el espléndido jardín de la casa paterna; en medio del verde césped, el bastón del padre aparecía atado a una estaquilla. Para los pequeñuelos había vida en aquel bastón; no bien se hubieron montado en él, el reluciente pomo se convirtió en una magnífica cabeza de caballo, con larga y negra melena ondulante, y de la caña salieron cuatro patas esbeltas y vigorosas; el animal era robusto y valiente. Se echaron a cabalgar a galope por el césped. -¡Olé!, correremos muchas millas -dijo el muchacho-; iremos a la finca donde estuvimos el año pasado. Y venga cabalgar alrededor del césped, mientras la muchacha, que, como sabemos, era el hada del saúco, gritaba: -Ya estamos llegando. ¿Ves la casa de campo, con el gran horno que parece un gigantesco huevo que sale de la pared y da al camino? El saúco extiende sus ramas por encima, y el gallo va de un lado a otro, escarbando el suelo para sus gallinas. ¡Mira cómo se pavonea! Ahora estamos cerca de la iglesia, en la cumbre de la colina, entre corpulentos robles, uno de los cuales está medio muerto. Y ahora llegamos a la herrería, donde arde el fuego, y los hombres, medio desnudos, golpean con sus martillos esparciendo una lluvia de chispas. ¡Adelante, camino de la casa de los señores! Y todo lo que iba nombrando la chiquilla montada en el bastón, lo veía el niño, a pesar de que no se movían del prado. Jugaron luego en el camino lateral y plantaron un jardincito en la tierra; ella se sacó una flor de saúco del cabello y la plantó; y creció como hiciera aquel que habían plantado los viejos cuando niños ya. Iban cogidos de la mano, como los abuelos hicieron de pequeños, pero no se encaminaron a la Torre Redonda ni al jardín de Frederiksberg, sino que la muchacha sujetó al niño por la cintura y se echaron a volar por toda Dinamarca; y llegó la primavera, y luego el verano, el tiempo de la cosecha y, finalmente, el invierno; y miles de imágenes se pintaban en los ojos y el corazón del niño, mientras la muchachita cantaba: -¡Jamás olvidarás esto! En todo el curso del vuelo, el saúco estuvo exhalando su aroma suave y delicioso. Bien observaba el niño las rosas y las hayas verdes, pero el sabucal olía con mayor intensidad aún, pues sus hojas pendían del corazón de la niña, y sobre él reclinaba el pequeño a menudo la cabeza durante el vuelo. -¡Qué hermoso es esto en primavera! -exclamó la muchacha; y se encontraron en el bosque de hayas en pleno reverdecer, con olorosas asperillas al pie de los árboles y rosados anemones entre la hierba-. ¡Ah!, ¿por qué no será siempre primavera en los perfumados hayales de Dinamarca? -¡Qué espléndido es aquí el verano! -exclamó ella, mientras pasaban por delante de viejos castillos del tiempo de los caballeros, cuyos rojos muros y recortados frontones se reflejaban en los canales donde nadaban cisnes, y a lo largo de los cuales se extendían antiguas y frescas avenidas. En los campos, las mieses ondeaban como el mar; en los ribazos crecían flores rojas y amarillas, y en los setos prosperaba el lúpulo silvestre y la florida enredadera. Al anochecer se remontó la luna, grande y redonda; los montones de heno de los prados esparcían su agradable fragancia. -¡Esto no se olvida nunca! -Es magnífico aquí el otoño -volvió a exclamar la muchachita. El aire era aún más alto y más azul, y el bosque presentaba una bellísima combinación de tonos rojos, amarillos y verdes. Pasaban corriendo perros de caza, grandes bandadas de aves salvajes volaban gritando por encima de los sepulcros megalíticos, recubiertos de zarzamoras, que proyectaban sus sarmientos en torno a las vetustas piedras. El mar era de un azul negruzco y aparecía salpicado de barcos de vela, y en la era mujeres maduras, doncellas y niños, recogían lúpulo y lo metían en un gran tonel; los jóvenes cantaban canciones, mientras los viejos narraban cuentos de duendes y gnomos. ¿Dónde podía estarse mejor? -¡Qué hermoso es aquí el invierno! -repitió la niña-. Todos los árboles estaban cubiertos de escarcha, como blancos corales; la nieve crepitaba bajo los pies, como si se llevasen siempre zapatos nuevos, y en el cielo se sucedían las lluvias de estrellas. En la sala estaba encendido el árbol de Navidad; había regalos y buen humor; en las casas de labranza resonaba el violín, y rebanadas de manzana caían a la sartén. Hasta los niños más pobres decían: -¡Qué hermoso es el invierno! Y sí, era hermoso; y la muchachita enseñaba al niño todas las cosas; el saúco seguía exhalando su fragancia, y la bandera roja con la cruz blanca seguía ondeando; aquella bandera bajo la cual había navegado el viejo marino de Nyboder. El niño se hizo un mozo y tuvo que salir al ancho mundo, lejos, a las tierras cálidas, donde crece el café. Pero al despedirse, la muchacha se desprendió del pecho una flor de saúco y se la dio como recuerdo. Él la puso cuidadosamente en su libro de cánticos, y siempre que lo abría en tierras extrañas, lo hacía en la página donde guardaba la flor; y cuanto más la contemplaba, más verde se ponía ella. Le parecía al mozo respirar el aroma de los bosques patrios, y veía claramente a la muchacha que lo miraba por entre los pétalos con aquellos ojos suyos azules y límpidos; y susurraba: -¡Qué hermosos son aquí la primavera, el verano, el otoño y el invierno! Y centenares de imágenes cruzaban su mente. Así transcurrieron muchos años; el muchacho era ya un anciano, y estaba sentado con su anciana esposa bajo un árbol en flor. Se habían cogido de las manos, como el bisabuelo y la bisabuela de Nyboder, y, lo mismo que ellos, hablaban de los tiempos pretéritos y de las bodas de oro. La muchachita de ojos azules y de las flores de saúco en el pelo, desde lo alto del árbol, inclinaba la cabeza con gesto de aprobación y decía: -Hoy celebran sus bodas de oro. Sacándose luego dos flores de su corona, las besó, y ellas relucieron primero como plata y después como oro; y cuando las puso en las cabezas de los ancianos, cada flor se transformó en una áurea corona. Y allí seguían los dos, semejantes a un rey y una reina, bajo el árbol fragante; y él contaba a su anciana esposa la historia del hada del sabucal, igual que se la habían contado antes a él, cuando era un chiquillo; y los dos convinieron en que en aquella historia había muchas cosas que corrían parejas con la propia; y lo que más se parecía era lo que más les gustaba. -Así es -dijo la muchachita del árbol-. Algunos me llaman hada, otros Dríada, pero en realidad mi nombre es Recuerdo. Yo soy la que vive en el árbol, que crece y crece continuamente. Puedo pensar en lo pasado y contarlo. Déjame ver si conservas aún tu flor. El viejo abrió su libro de cánticos, y allí estaba la flor de saúco, fresca y lozana como si acabase de cogerla; y el Recuerdo hizo un gesto de aprobación, y los dos ancianos. Con las coronas de oro en la cabeza, siguieron sentados al sol poniente. Cerraron los ojos y… bueno, el cuento se ha terminado. El chiquillo yacía en su cama; ¿había sido aquello un sueño, o realmente le habían contado un cuento? Sobre la mesa se veía la tetera, pero de ella no salía ningún saúco, y el anciano señor del piso alto se dirigía a la puerta para marcharse. -¡Qué bonito ha sido! -dijo el pequeñuelo-. ¡Madre, he estado en las tierras cálidas! -No me extraña -respondió la madre-. Cuando uno, se ha tomado un par de tazas de infusión de flor de saúco, no hay duda de que se encuentra en las tierras cálidas. Y lo arropó bien, para que no se enfriara. -Estuviste durmiendo mientras yo y él discutíamos sobre si era un cuento o una historia. -¿Y dónde está el hada del saúco? -preguntó el niño. -En la tetera -replicó la mujer-, y puede seguir en ella.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El hijo del portero
Cuento infantil
El general vivía en el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría social. Pero las dos moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero. Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana, inclinando la cabeza con aire complacido, decía: -¡Charmant! La generala, tan joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la señora. El sol entraba en el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del portero; habríais dicho un tulipán recién abierto. La hijita del general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia. Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero. Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo que era demasiado mayor para hacerlo. Una mañana subió el mocito a llevar al general las cartas y los periódicos que habían dejado en la portería. Mientras estaba en la escalera oyó un leve ruido en el cuarto donde guardaban la arena blanca empleada para la limpieza de los suelos. Pensando que sería un pollito allí encerrado, abrió la puerta y se encontró ante la hijita del general, vestida de gasas y encajes. -No lo digas a mis papás; se enfadarían. -Pero, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, señorita? -preguntó Jorge. -Todo está ardiendo -respondió ella-. ¡Llamas y llamas! Jorge abrió la puerta de la habitación de la niña. La cortina de la ventana estaba casi completamente quemada, y el barrote ardía. El niño lo hizo caer de un salto y pidiendo socorro a gritos. De no haber sido por él, la casa entera se hubiera incendiado. El general y la generala interrogaron a Emilita. -Sólo cogí una cerilla -dijo la niña-; prendió enseguida, y la cortina también. Escupí para apagar el fuego, escupí cuanto pude, pero no tenía bastante saliva, y entonces salí corriendo de la habitación, pues pensé que mis papás se enfadarían. -¡Escupir! -dijo el general-, ¿Qué palabrota es esa? ¿Cuándo la oíste a tu papá o a tu mamá? La aprendería ahí abajo. A Jorgito, empero, le dieron una moneda de cuatro chelines, que no fue a parar a la pastelería, no, sino a la hucha. Y pronto hubo en ella los chelines suficientes para comprar una caja de lápices de colores, con los cuales pudo iluminar sus numerosos dibujos. Éstos fluían materialmente de los lápices y los dedos. Los primeros los regaló a Emilita. -¡Charmant! -exclamó el general. Hasta la generala admitió que se veía perfectamente la idea del chiquillo. “Tiene talento”. Estas palabras fueron comunicadas, para su satisfacción, a la mujer del portero. El general y su esposa eran personas de la nobleza; tenían sus escudos de armas, cada cual el propio, en la portezuela del coche. La señora había hecho bordar el suyo en todas sus piezas de tela, tanto exteriores como interiores, así como en su gorro de dormir y en el bolso de cama. Era un escudo precioso, y sus buenos florines había costado a su padre, pues no había nacido con él, ni ella tampoco. Había venido al mundo demasiado pronto, siete años antes que el blasón. La mayoría de las personas lo recordaban; sólo la familia lo había olvidado. El escudo del general era antiguo y de gran tamaño; llevarlo encima habría sido como para que rechinaran los huesos, y ahora se le había añadido otro. Y a la señora generala parecía que se le oyeran rechinar los huesos cuando se dirigía en su carroza al baile de la Corte, toda tiesa y envarada. El general era ya viejo y de cabello entrecano, pero montado en su caballo, hacía aún buena figura. Como estaba convencido de ello, salía todos los días a caballo, con su ordenanza a la distancia conveniente. Cuando entraba en una reunión parecía también hacerlo a caballo, y tenía tantas condecoraciones, que resultaba casi increíble. Pero, ¿qué iba a hacerle? Había entrado muy joven en la carrera militar, y había participado en muchas maniobras, todas en otoño y en tiempo de paz. De aquellos tiempos recordaba una anécdota, la única que sabía contar. Su suboficial cortó una vez la retirada a un príncipe, haciéndolo prisionero, por lo que éste hubo de entrar en la ciudad en calidad de cautivo, junto con un grupo de soldados, detrás del general. Había sido un acontecimiento inolvidable, que el general narraba año tras año con regularidad, repitiendo siempre las memorables palabras que habla pronunciado al restituir el sable al príncipe: «Sólo un suboficial pudo hacer prisionero a Su Alteza; yo nunca». Y el príncipe había respondido: «Es usted incomparable». Jamás el general había tomado parte en una campaña de verdad. Cuando la guerra asoló el país, él entró en la carrera diplomática, y fue acreditado, sucesivamente, en tres Cortes extranjeras. Hablaba el francés tan a la perfección, que por esta lengua casi había olvidado la propia; bailaba bien, montaba bien, y las condecoraciones se acumulaban en su pecho en número incontable. Los centinelas le presentaban armas; una lindísima muchacha lo hizo también, y ello le valió ser elevada al rango de generala y tener una hijita encantadora, que parecía caída del cielo. Y el hijo del portero bailaba ante ella en el patio, y le regalaba todos sus dibujos y pinturas, que ella miraba complacida antes de romperlos. ¡Era tan delicada y tan linda! -¡Mi pétalo de rosa! –le decía la generala-. ¡Naciste para un príncipe! El príncipe estaba ya en la puerta, pero nadie lo sabía. Las personas no ven nunca más allá del umbral. -Hace poco nuestro pequeño partió su merienda con ella -dijo la mujer del portero-. No tenía ni queso ni carne, y, sin embargo, le gustó como si fuese buey asado. Se habría armado la gorda si llegan a verlo los generales; pero no se enteraron. Jorge había compartido su merienda con Emilita, y muy a gusto habría compartido también su corazón si ello hubiese podido darle gusto. Era un buen muchacho, listo y despierto. A la sazón concurría a la escuela nocturna de la Academia, para perfeccionarse en el dibujo. Emilita también progresaba en sus conocimientos; hablaba francés con su ama, y tenía profesor de baile. * * * -Jorge va a recibir la confirmación para Pascuas -dijo la mujer del portero. Tan mayor era ya. -Convendría ponerlo de aprendiz -observó el padre-. Habría que darle un buen oficio; y sería una carga menos. -Pero tendrá que venir a dormir a casa -respondió la madre. No es cosa fácil encontrar un maestro que disponga de dormitorio para aprendices. Igualmente tendremos que vestirlo, y, en cuanto a la comida, no supone un gran sacrificio, ya sabes que se contenta con unas patatas hervidas. Su instrucción no nos cuesta nada; déjalo que siga su camino. No nos pesará, ya lo verás. Lo dice su profesor. El traje de confirmación estaba listo. La propia madre lo había confeccionado. Se lo había cortado un sastre de la vecindad, que tenía muy buenas manos. Como decía la portera, si hubiese dispuesto de medios y tenido un taller con oficiales, habría sido sastre de la Corte. Los vestidos estaban listos, y el confirmando también. El día de la ceremonia, uno de los padrinos de Jorge, el más rico de todos un ex-mozo de almacén de edad ya avanzada, regaló a su ahijado un gran reloj de metal barato. Era un reloj viejo y muy usado que siempre adelantaba, pero mejor era eso que atrasar; fue un regalo espléndido. El obsequio de la familia del general consistió en un devocionario encuadernado en tafilete; se lo envió la señorita, a quien Jorge había regalado tantos dibujos. En la portada se leía su nombre y el de ella, con la expresión «afectuosa protectora». Lo había escrito la muchacha al dictado de la generala, y su marido, al leerlo, lo había encontrado charmant -Verdaderamente es una gran atención, de parte de personas tan distinguidas -dijo la mujer del portero; y Jorge hubo de vestir su traje de confirmación, y, con su devocionario, subir a dar las gracias. La generala estaba sentada, muy arropada, pues padecía jaqueca siempre que se aburría. Recibió a Jorge muy amablemente, lo felicitó y le deseó que nunca tuviera que sufrir aquel dolor de cabeza. El general iba en bata de noche, gorra de borla y botas rusas de caña roja. Por tres veces recorrió la habitación sumido en sus pensamientos y recuerdos; finalmente, se detuvo y pronunció el siguiente discurso: -Así ya tenemos al pequeño Jorge hecho un cristiano. Sé también un hombre bueno y respeta a tus superiores. Cuando seas viejo, podrás decir: ¡Lo aprendí del general! Fue sin duda el discurso más largo de cuantos el bravo militar habla pronunciado en toda su vida; luego volvió a reconcentrarse y adoptó un aire de gran dignidad. Pero de todo lo que Jorge oyó y vio en aquella casa, lo que más se grabó en su recuerdo fue la señorita Emilia. ¡Qué encantadora! ¡Qué dulce, vaporosa y distinguida! Si tuviera que pintarla, tendría que hacerlo en una pompa de jabón. Un fino perfume se exhalaba de todos sus vestidos y de su ensortijado cabello rubio. Se habría dicho un capullo de rosa recién abierto. ¡Y con aquella criatura había partido él un día su merienda! Ella se la había comido con verdadera voracidad, con un gesto de aprobación a cada bocado. ¿Se acordaría aún de aquello? Sí, seguramente; y en recuerdo le había regalado el hermoso devocionario. A la primera luna nueva del año siguiente, siguiendo una vieja tradición, salió a la calle con un trozo de pan y un chelín, y abrió el libro al azar, buscando una canción que le descubriera su porvenir. Salió un cántico de alabanza y de gracias. Preguntó luego al oráculo por el destino de Emilita. Procedió con extremo cuidado, para no dar con un himno mortuorio, y, a pesar de todo, el libro se abrió en una página que hablaba de la muerte y de la sepultura; pero, ¡quién cree en esas tonterías! Y, sin embargo, experimentó una angustia infinita cuando, poco más tarde, la encantadora muchachita cayó enferma, y el coche del doctor se paraba cada mediodía delante de la puerta. -No conservarán a la niña -decía la portera-. El buen Dios sabe bien a quién debe llamar a su lado. No murió, sin embargo, y Jorge siguió componiendo dibujos y enviándoselos. Dibujó el palacio del Zar y el antiguo Kremlin tal y como era, con sus torres y cúpulas, que, en el dibujo del muchacho, parecían enormes calabazas verdes y doradas por el sol. A Emilita le gustaban mucho estas composiciones, y aquella misma semana Jorge le envió otras, representando también edificios, para que la niña pudiera fantasear acerca de lo que había detrás de las puertas y ventanas. Dibujó una pagoda china, con campanillas en cada uno de sus dieciséis pisos, y dos templos griegos con esbeltas columnas de mármol y grandes escalinatas alrededor. Dibujó asimismo una iglesia noruega de madera; se veía que estaba construida toda ella de troncos y vigas, muy bien tallados y modelados, y encajados unos con otros con un arte singular. Pero lo más bonito de la colección fue un edificio, que él tituló «Palacio de Emilita», porque ella debía habitarlo un día. Era una invención de Jorge y contenía todos los elementos que le habían gustado más en las restantes construcciones. Tenía la viguería de talla, como la iglesia noruega; columnas de mármol, como el templo griego; campanillas en cada piso, y en lo alto, cúpulas verdes y doradas, como el Kremlin del Zar. Era un verdadero palacio infantil, y bajo cada ventana se leía el destino de la sala correspondiente: «Aquí duerme Emilia, aquí Emilia baila y juega a “visitas”». Daba gusto mirarlo, y causó la admiración de todos. -¡Charmant! -exclamó el general. Pero el anciano conde -pues había un conde anciano, más distinguido aún que el general y propietario de un palacio propio y una gran hacienda señorial -no dijo nada. Se enteró de que lo había imaginado y dibujado el hijo del portero. Ya no era un niño, pues había recibido la confirmación. El anciano conde examinó los dibujos y se guardó su opinión. Una mañana en que hacía un tiempo de perros, gris, húmedo, en una palabra, abominable, significó, sin embargo, para Jorge el principio de uno de los días más radiantes y bellos de su vida. El profesor de la Academia de Arte lo llamó. – Escucha, amiguito – le dijo -, tenemos que hablar tú y yo. Dios te ha dotado de aptitudes excepcionales, y ha querido al mismo tiempo que no te faltase la ayuda de personas virtuosas. El anciano conde que vive en esta calle ha hablado conmigo. He visto tus dibujos, pero ahora no hablemos de ellos, pues tienen demasiado que corregir. Desde ahora podrás asistir dos veces por semana a mi escuela de dibujo y aprenderás a hacer las cosas como se debe. Creo que es mayor tu disposición para arquitecto que para pintor. Pero tienes tiempo para pensarlo. Preséntate hoy mismo al señor conde de la esquina, y da gracias a Dios por haber puesto a este hombre en tu camino. Era una hermosa casa la del conde, allá en la esquina de la calle. Las ventanas estaban enmarcadas con relieve de piedra, representando elefantes y dromedarios, todo del tiempo antiguo, pero el anciano conde vivía de cara al nuevo y a todo lo bueno que nos ha traído, lo mismo si ha salido del primer piso como del sótano o de la buhardilla. -Creo -observó la mujer del portero- que cuanto más de veras son nobles las personas, más sencillas son. Mira el anciano conde, ¡qué llano y amable! Y habla exactamente como tú y como yo; no lo hacen así los generales. No estaba poco entusiasmado anoche Jorge, después de visitar al conde. Pues lo mismo me ocurre hoy a mí, después de haber sido recibida por este gran señor. ¿Ves lo bien que hicimos al no poner a Jorge de aprendiz? Tiene mucho talento. -Pero necesita apoyo de los de fuera observó el padre. -Ya lo tiene -repuso la madre-. El conde habló con palabras muy claras y precisas. -Pero la cosa salió de casa del general -opinó el portero y también a él debemos estarle agradecidos. -Desde luego -respondió la madre-, aunque no creo yo que les debamos gran cosa. Daré las gracias a Dios, y se las daré también por el restablecimiento de Emilita. La niña salía adelante, en efecto, y lo mismo hacía Jorge. Al cabo de un año ganó la segunda medalla de plata, y después, la primera. * * * -¡Más nos hubiera valido ponerlo de aprendiz! -exclamaba llorando la mujer del portero-; así lo hubiéramos tenido a nuestro lado. ¿Qué se le ha perdido en Roma? No volveré a verlo, aunque regrese algún día. ¡Pero nunca volverá mi hijo querido! -¡Pero si es por su bien, si es un gran honor para él! -la consolaba el padre. -Gracias por tus consuelos -protestó la mujer-, pero ni tú mismo crees lo que estás diciendo. ¡Estás tan triste como yo! La aflicción de los padres era justificada, pero no lo era menos el viaje. Para el muchacho era una gran suerte, decía la gente. Llegó la hora de despedirse, incluso de la familia del general. La señora no salió, pues sufría de fuerte jaqueca. El general le repitió su única anécdota, lo que había dicho al príncipe y la respuesta de éste: «Es usted incomparable». Luego le tendió la blanda mano. Emilia se la estrechó a su vez, parecía afligida, pero Jorge estaba aún más triste. * * * El tiempo pasa deprisa cuando se trabaja; pero también cuando no se hace nada. El tiempo es igual de largo, pero no de útil. Para Jorge era provechoso, pero no largo ni mucho menos, excepto cuando pensaba en los seres queridos que había dejado en casa. ¿Qué tal irían las cosas en el primer piso y en el sótano? Se escribían, naturalmente. ¡Cuántas cosas puede reflejar una carta! Días de sol y otros turbios y difíciles. Así llegó una anunciando que su padre había muerto y que la madre quedaba sola. Emilia se había portado como un ángel de consuelo. Había bajado al sótano, escribía la madre, añadiendo que le permitían continuar de portera. * * * La generala llevaba su diario, en el que registraba cada baile y cada tertulia a que había concurrido, así como las visitas de todos los forasteros. El diario estaba ilustrado con las tarjetas de los diplomáticos y de la alta nobleza; la dama estaba orgullosa de su diario. Había ido creciendo a lo largo del tiempo, a costa de horas, bajo fuertes jaquecas, pero también como fruto de claras noches, es decir, de bailes cortesanos. Emilia había asistido ya al primer baile; su madre llevaba un vestido rojo brillante, con encajes negros: traje español. La hija iba de blanco, fina y exquisita. Cintas de seda verde ondeaban como juncos entre sus dorados rizos, coronados por una guirnalda de lirios de agua. Sus ojos despedían un brillo azul y límpido, su boca era roja y delicada; toda ella era comparable a una sirena, hermosa hasta lo indecible. Tres príncipes bailaron con ella, uno tras otro, naturalmente. La generala estuvo luego ocho días sin que le doliera la cabeza. Mas aquel baile no fue el único, en perjuicio de la salud de Emilia. Por eso fue una suerte que llegase el verano, con su descanso y su vida al aire libre. El anciano conde invitó a la familia a su palacio. Este palacio tenía un parque admirable. Una parte de él se conservaba como en sus tiempos primitivos, con espesos setos verdes, que no parecía sino que uno anduviese entre verdes mamparas interrumpidas por mirillas. Bojes y tejos estaban cortados en figura de estrellas y pirámides, y el agua brotaba de grutas de concha; en derredor había estatuas de mármoles rasos, de bellos rostros y nobles ropajes. Cada arriate tenía una forma distinta; uno figuraba un pez, otro un escudo de armas, otro unas iniciales. Ésta era la parte francesa del parque. Desde ella se penetraba en el bosque fresco y verde, donde los árboles crecían en plena libertad; por eso eran tan grandes y tan magníficos. El césped era verde y mullido y le pasaban con frecuencia el rodillo, lo segaban y cuidaban para que se pudiera andar sobre él como sobre una alfombra. Era la parte inglesa del jardín. -La época antigua y la nueva -decía el conde-. Aquí al menos se armonizan, y la una valoriza a la otra. Dentro de dos años el palacio tendrá su auténtico carácter. Van a embellecerlo y mejorarlo a fondo. Les mostraré los dibujos y les presentaré al arquitecto, a quien he invitado a comer. -¡Charmant! -respondió el general. -¡Un verdadero paraíso! -exclamó la generala-; y allí tiene además un castillo medieval. -Es mi gallinero -replicó el conde-. Las palomas viven en la torre, los pavos, en el primer piso; pero abajo reina la vieja Elsa. En todos lados tiene habitaciones para huéspedes; las cluecas viven independientes, las gallinas con sus polluelos, también, y los patos tienen una salida especial al agua. -¡Charmant! -repitió el general. Y todos se dirigieron a ver aquella maravilla. En el centro de la habitación estaba la vieja Elsa, y a su lado su hijo, el arquitecto Jorge. Él y Emilita se volvían a encontrar al cabo de bastantes años, y el encuentro ocurría en el gallinero. Sí, allí estaba él, y de verdad que era un apuesto mozo. Abierta y resuelta era la expresión de su rostro, brillante su negro cabello, y en sus labios se dibujaba una sonrisa, como queriendo significar: a mí no me las dais, os conozco a fondo. La anciana no llevaba zuecos; se había puesto medias en honor de los distinguidos visitantes. Las gallinas cloqueaban, y el gallo cacareaba, y los patos anadeaban con su «rap, rap» camino del agua. Pero la fina muchacha, la amiga de su niñez, la hija del general, permanecía de pie, con un rubor en sus mejillas, de ordinario tan pálidas, los grandes ojos abiertos, la boca tan elocuente, a pesar de que no salía de ella ni una palabra. Y el saludo que él recibió fue el más amable que un joven pudiera esperar de una damita que no perteneciese a una encumbrada familia o hubiese bailado más de una vez con él. Pues ella y el arquitecto nunca habían bailado juntos. El conde tomó la mano del joven y lo presentó: -No les es del todo desconocido nuestro joven amigo, don Jorge. La generala correspondió con una inclinación, la hija estuvo a punto de ofrecerle la mano, pero se retuvo. -¡Nuestro pequeño amigo Jorge! -dijo el general-. Viejos amigos de casa. ¡Charmant! -Viene usted hecho un perfecto italiano -le dijo la generala-. Hablará la lengua como un nativo, ¿verdad? -Mi señora no habla el italiano, pero lo canta -explicó el general. En la mesa, Jorge se sentó a la derecha de Emilia; el general había entrado del brazo de ella, mientras el conde lo daba a la generala. Don Jorge habló y contó, y lo hizo bien; él fue quien ayudado por el anciano conde, animó la mesa con sus relatos y su ingenio. Emilia callaba, atento el oído, la mirada brillante. Pero no dijo nada. Ella y Jorge se reunieron en la terraza, entre las flores; un rosal los ocultaba. De nuevo Jorge tenía la palabra; fue el primero en hablar. -Gracias por su amable conducta con mi anciana madre -le dijo-. Sé que la noche en que falleció mi padre, usted bajó a su casa y permaneció a su lado hasta que se cerraron sus ojos. ¡Gracias! Y cogiendo la mano de Emilia, la besó; bien podía hacerlo en aquella ocasión. Un vivo rubor cubrió las mejillas de la muchacha, que le respondió apretándole la mano y mirándole con sus expresivos ojos azules. -Su madre es tan buena persona… ¡Cómo lo quiere! Me dejaba leer todas sus cartas; creo que lo conozco bien. ¡Qué bueno fue usted conmigo cuando yo era niña! Me daba dibujos… -Que usted rompía -interrumpió Jorge. -No, conservo aún una obra suya, en mi palacio. -Ahora voy a construirlos de verdad -dijo Jorge, entusiasmándose con sus propias palabras. El general y la generala discutían en su habitación acerca del hijo del portero, y convenían en que sabía moverse y expresarse. -Podría ser preceptor – dijo el general. -Tiene ingenio -se limitó a observar la generala. * * * Durante los dulces días de verano, don Jorge iba con frecuencia al palacio del conde. Lo echaban de menos si no lo hacía. -Cuántos dones le ha hecho Dios, con preferencia a nosotros, pobres mortales -le decía Emilia. -¿No le está muy agradecido? A Jorge le halagaba oír aquellas alabanzas de labios de la hermosa muchacha, en quien encontraba altísimas aptitudes. El general estaba cada vez más persuadido de la imposibilidad de que Jorge hubiese nacido en un sótano. -Por otra parte, la madre era una excelente mujer -decía-. He de reconocerlo, aunque sea sobre su tumba. Pasó el verano, llegó el invierno y nuevamente se habló de don Jorge. Era bien visto, y se le recibía en los lugares más encumbrados; el general hasta se encontró con él en un baile de la Corte. Organizaron otro en casa en honor de la señorita Emilia. ¿Sería correcto invitar a don Jorge? -Cuando el Rey invita, también puede hacerlo el general -dijo éste, creciéndose lo menos una pulgada. Invitaron a don Jorge, y éste acudió; y acudieron príncipes y condes, y cada uno bailaba mejor que el anterior. Pero Emilia sólo bailó el primer baile; le dolía un pie, no es que fuera una cosa de cuidado, pero tenía que ser prudente, renunciar a bailar y limitarse a mirar a los demás. Y se estuvo sentada, mirando, con el arquitecto a su lado. -Parece usted dispuesto a darle la basílica de San Pedro toda entera -dijo el general, pasando ante ellos con una sonrisa, muy complacido de sí mismo. Con la misma sonrisa complaciente recibió a don Jorge unos días más tarde. Probablemente el joven venía a dar las gracias por la invitación al baile. ¿Qué otra cosa, si no? Pero, no: era otra cosa. La más sorprendente, la más extravagante que cupiera imaginar: de sus labios salieron palabras de locura; el general no podía prestar crédito a sus oídos. «¡Inconcebible!», una petición completamente absurda: don Jorge solicitaba la mano de Emilita. -¡Señor mío! -exclamó el general, poniéndose colorado como un cangrejo. No lo comprendo en absoluto. ¿Qué dice usted? ¿Qué quiere? No lo conozco. ¿Cómo ha podido ocurrírsele venir a mi casa con esta embajada? No sé si debo quedarme o retirarme y andando de espaldas, se fue a su dormitorio y lo cerró con llave, dejando solo a Jorge. Éste aguardó unos minutos y luego se retiró. En el pasillo estaba Emilia. -¿Qué contestó mi padre? -dijo con voz temblorosa. Jorge le estrechó la mano. -Me dejó plantado. ¡Otro día estaré de mejor suerte! Las lágrimas asomaron a los ojos de Emilia. En los del joven brillaban la confianza y el ánimo; el sol brilló sobre los dos, enviándoles su bendición. Entretanto el general seguía en su habitación, fuera de sí por la ira. Su rabia le hacía desatarse en improperios: -¡Qué monstruosa locura! ¡Qué desvaríos de portero!. Menos de una hora después, la generala había oído la escena de boca de su marido. Llamó a Emilia a solas. -¡Pobre criatura! ¡Ofenderte de este modo! ¡Ofendernos a todos! Veo lágrimas en tus ojos, pero te favorecen. Estás encantadora llorando. Te pareces a mí el día de mi boda. ¡Llora, llora, Emilia querida! -Sí, habré de llorar -replicó la muchacha- si tú y papá no decís que sí. -¡Hija! -exclamó la generala-. Tú estás enferma, estás delirando, y por tu culpa voy a recaer en mi terrible jaqueca. ¡Qué desgracia ha caído sobre nuestra casa! ¿Quieres la muerte de tu madre, Emilia? Te quedarás sin madre. Y a la generala se le humedecieron los ojos; no podía soportar la idea de su propia muerte.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El hombre de nieve
Cuento infantil
-¡Cómo cruje dentro de mi cuerpo! ¡Realmente hace un frío delicioso! -exclamó el hombre de nieve-. ¡Es bien verdad que el viento cortante puede infundir vida en uno! ¿Y dónde está aquel abrasador que mira con su ojo enorme? Se refería al Sol, que en aquel momento se ponía. -¡No me hará parpadear! Todavía aguanto firmes mis terrones. Le servían de ojos dos pedazos triangulares de teja. La boca era un trozo de un rastrillo viejo; por eso tenía dientes. Había nacido entre los hurras de los chiquillos, saludado con el sonar de cascabeles y el chasquear de látigos de los trineos. Acabó de ocultarse el sol, salió la Luna, una Luna llena, redonda y grande, clara y hermosa en el aire azul. -Otra vez ahí, y ahora sale por el otro lado -dijo el hombre de nieve. Creía que era el sol que volvía a aparecer-. Le hice perder las ganas de mirarme con su ojo desencajado. Que cuelgue ahora allá arriba enviando la luz suficiente para que yo pueda verme. Sólo quisiera saber la forma de moverme de mi sitio; me gustaría darme un paseo. Sobre todo, patinar sobre el hielo, como vi que hacían los niños. Pero en cuestión de andar soy un zoquete. -¡Fuera, fuera! -ladró el viejo mastín. Se había vuelto algo ronco desde que no era perro de interior y no podía tumbarse junto a la estufa-. ¡Ya te enseñará el sol a correr! El año pasado vi cómo lo hacía con tu antecesor. ¡Fuera, fuera, todos fuera! -No te entiendo, camarada -dijo el hombre de nieve-. ¿Es acaso aquél de allá arriba el que tiene que enseñarme a correr? Se refería a la luna. -La verdad es que corría, mientras yo lo miraba fijamente, y ahora vuelve a acercarse desde otra dirección. -¡Tú qué sabes! -replicó el mastín-. No es de extrañar, pues hace tan poco que te amasaron. Aquello que ves allá es la Luna, y lo que se puso era el Sol. Mañana por la mañana volverá, y seguramente te enseñará a bajar corriendo hasta el foso de la muralla. Pronto va a cambiar el tiempo. Lo intuyo por lo que me duele la pata izquierda de detrás. Tendremos cambio. «No lo entiendo -dijo para sí el hombre de nieve-, pero tengo el presentimiento de que insinúa algo desagradable. Algo me dice que aquel que me miraba tan fijamente y se marchó, al que él llama Sol, no es un amigo de quien pueda fiarme». -¡Fuera, fuera! -volvió a ladrar el mastín, y, dando tres vueltas como un trompo, se metió a dormir en la perrera. Efectivamente, cambió el tiempo. Por la mañana, una niebla espesa, húmeda y pegajosa, cubría toda la región. Al amanecer empezó a soplar el viento, un viento helado; el frío calaba hasta los huesos, pero ¡qué maravilloso espectáculo en cuanto salió el sol! Todos los árboles y arbustos estaban cubiertos de escarcha; parecían un bosque de blancos corales. Se habría dicho que las ramas estaban revestidas de deslumbrantes flores blancas. Las innúmeras ramillas, en verano invisibles por las hojas, destacaban ahora con toda precisión; era un encaje cegador, que brillaba en cada ramita. El abedul se movía a impulsos del viento; había vida en él, como la que en verano anima a los árboles. El espectáculo era de una magnificencia incomparable. Y ¡cómo refulgía todo, cuando salió el sol! Parecía que hubiesen espolvoreado el paisaje con polvos de diamante, y que grandes piedras preciosas brillasen sobre la capa de nieve. El centelleo hacía pensar en innúmeras lucecitas ardientes, más blancas aún que la blanca nieve. -¡Qué incomparable belleza! -exclamó una muchacha, que salió al jardín en compañía de un joven, y se detuvo junto al hombre de nieve, desde el cual la pareja se quedó contemplando los árboles rutilantes. -Ni en verano es tan bello el espectáculo -dijo, con ojos radiantes. -Y entonces no se tiene un personaje como éste -añadió el joven, señalando el hombre de nieve- ¡Maravilloso! La muchacha sonrió, y, dirigiendo un gesto con la cabeza al muñeco, se puso a bailar con su compañero en la nieve, que crujía bajo sus pies como si pisaran almidón. -¿Quiénes eran esos dos? -preguntó el hombre de nieve al perr -. Tú que eres mas viejo que yo en la casa, ¿los conoces? -Claro -respondió el mastín-. La de veces que ella me ha acariciado y me ha dado huesos. No le muerdo nunca. -Pero, ¿qué hacen aquí? -preguntó el muñeco. -Son novios -gruñó el can-. Se instalarán en una perrera a roer huesos. ¡Fuera, fuera! -¿Son tan importantes como tú y como yo? -siguió inquiriendo el hombre de nieve. -Son familia de los amos -explicó el perro-. Realmente saben bien pocas cosas los recién nacidos, a juzgar por ti. Yo soy viejo y tengo relaciones; conozco a todos los de la casa. Hubo un tiempo en que no tenía que estar encadenado a la intemperie. ¡Fuera, fuera! -El frío es magnífico -respondió el hombre de nieve-. ¡Cuéntame, cuéntame! Pero no metas tanto ruido con la cadena, que me haces crujir. -¡Fuera, fuera! -ladró el mastín-. Yo era un perrillo muy lindo, según decían. Entonces vivía en el interior del castillo, en una silla de terciopelo, o yacía sobre el regazo de la señora principal. Me besaban en el hocico y me secaban las patas con un pañuelo bordado. Me llamaban «guapísimo», «perrillo mono» y otras cosas. Pero luego pensaron que crecía demasiado, y me entregaron al ama de llaves. Fui a parar a la vivienda del sótano; desde ahí puedes verla, con el cuarto donde yo era dueño y señor, pues de verdad lo era en casa del ama. Cierto que era más reducido que arriba, pero más cómodo; no me fastidiaban los niños arrastrándome de aquí para allá. Me daban de comer tan bien como arriba y en mayor cantidad. Tenía mi propio almohadón, y además había una estufa que, en esta época precisamente, era lo mejor del mundo. Me metía debajo de ella y desaparecía del todo. ¡Oh, cuántas veces sueño con ella todavía! ¡Fuera, fuera! -¿Tan hermosa es una estufa? -preguntó el hombre de nieve ¿Se me parece? -Es exactamente lo contrario de ti. Es negra como el carbón, y tiene un largo cuello con un cilindro de latón. Devora leña y vomita fuego por la boca. Da gusto estar a su lado, o encima o debajo; esparce un calor de lo más agradable. Desde donde estás puedes verla a través de la ventana. El hombre de nieve echó una mirada y vio, en efecto, un objeto negro y brillante, con una campana de latón. El fuego se proyectaba hacia fuera, desde el suelo. El hombre experimentó una impresión rara; no era capaz de explicársela. Le sacudió el cuerpo algo que no conocía, pero que conocen muy bien todos los seres humanos que no son muñecos de nieve. -¿Y por qué la abandonaste? -preguntó el hombre. Algo le decía que la estufa debía ser del sexo femenino-. ¿Cómo pudiste abandonar tan buena compañía? -Me obligaron -dijo el perro-. Me echaron a la calle y me encadenaron. Había mordido en la pierna al señorito pequeño, porque me quitó un hueso que estaba royendo. ¡Pata por pata!, éste es mi lema. Pero lo tomaron a mal, y desde entonces me paso la vida preso aquí, y he perdido mi voz sonora. Fíjate en lo ronco que estoy: ¡fuera, fuera! Y ahí tienes el fin de la canción. El hombre de nieve ya no lo escuchaba. Fija la mirada en la vivienda del ama de llaves, contemplaba la estufa sostenida sobre sus cuatro pies de hierro, tan voluntariosa como él mismo. -¡Qué manera de crujir este cuerpo mío! -dijo-. ¿No me dejarán entrar? Es un deseo inocente, y nuestros deseos inocentes debieran verse cumplidos. Es mi mayor anhelo, el único que tengo; sería una injusticia que no se me permitiese satisfacerlo. Quiero entrar y apoyarme en ella, aunque tenga que romper la ventana. -Nunca entrarás allí -dijo el mastín-. ¡Apañado estarías si lo hicieras! -Ya casi lo estoy -dijo el hombre-; creo que me derrumbo. El hombre de nieve permaneció en su lugar todo el día, mirando por la ventana. Al anochecer, el aposento se volvió aún más acogedor. La estufa brillaba suavemente, más de lo que pueden hacerlo la luna y el sol, con aquel brillo exclusivo de las estufas cuando tienen algo dentro. Cada vez que le abrían la puerta escupía una llama; tal era su costumbre. El blanco rostro del hombre de nieve quedaba entonces teñido de un rojo ardiente, y su pecho despedía también un brillo rojizo. -¡No resisto más! -dijo-. ¡Qué bien le sienta eso de sacar la lengua! La noche fue muy larga, pero al hombre no se lo pareció. La pasó absorto en dulces pensamientos, que se le helaron dando crujidos. Por la madrugada, todas las ventanas del sótano estaban heladas, recubiertas de las más hermosas flores que nuestro hombre pudiera soñar; sólo que ocultaban la estufa. Los cristales no se deshelaban, y él no podía ver a su amada. Crujía y rechinaba; hacía un tiempo ideal para un hombre de nieve, y, sin embargo, el nuestro no estaba contento. Debería haberse sentido feliz, pero no lo era; sentía nostalgia de la estufa. -Es una mala enfermedad para un hombre de nieve -dijo el perro-. También yo la padecí un tiempo, pero me curé. ¡Fuera, fuera! Ahora tendremos cambio de tiempo. Y, efectivamente, así fue. Comenzó el deshielo. El deshielo aumentaba, y el hombre de nieve decrecía. No decía nada ni se quejaba, y éste es el más elocuente síntoma de que se acerca el fin. Una mañana se desplomó. En su lugar quedó un objeto parecido a un palo de escoba. Era lo que había servido de núcleo a los niños para construir el muñeco. -Ahora comprendo su anhelo -dijo el perro mastín-. El hombre tenía un atizador en el cuerpo. De ahí venía su inquietud. Ahora la ha superado. ¡Fuera, fuera! Y poco después quedó también superado el invierno. -¡Fuera, fuera! -ladraba el perro; pero las chiquillas, en el patio, cantaban: Brota, asperilla, flor mensajera;cuelga, sauce, tus lanosos mitones;cuclillo, alondra, envíennos canciones;febrero, viene ya la primavera.Cantaré con ustedesy todos se unirán al jubiloso coro.¡Baja ya de tu cielo, oh, sol de oro!¡Quién se acuerda hoy del hombre de nieve!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El intrépido soldadito de plomo
Cuento infantil
Éranse una vez veinticinco soldados de plomo, todos hermanos, pues los habían fundido de una misma cuchara vieja. Llevaban el fusil al hombro y miraban de frente; el uniforme era precioso, rojo y azul. La primera palabra que escucharon en cuanto se levantó la tapa de la caja que los contenía fue: «¡Soldados de plomo!». La pronunció un chiquillo, dando una gran palmada. Eran el regalo de su cumpleaños, y los alineó sobre la mesa. Todos eran exactamente iguales, excepto uno, que se distinguía un poquito de los demás: le faltaba una pierna, pues había sido fundido el último, y el plomo no bastaba. Pero con una pierna, se sostenía tan firme como los otros con dos, y de él precisamente vamos a hablar aquí. En la mesa donde los colocaron había otros muchos juguetes, y entre ellos destacaba un bonito castillo de papel, por cuyas ventanas se veían las salas interiores. Enfrente, unos arbolitos rodeaban un espejo que semejaba un lago, en el cual flotaban y se reflejaban unos cisnes de cera. Todo era en extremo primoroso, pero lo más lindo era una muchachita que estaba en la puerta del castillo. De papel también ella, llevaba un hermoso vestido y una estrecha banda azul en los hombros, a modo de fajín, con una reluciente estrella de oropel en el centro, tan grande como su cara. La chiquilla tenía los brazos extendidos, pues era una bailarina, y una pierna levantada, tanto, qué el soldado de plomo, no alcanzando a descubrirla, acabó por creer que sólo tenía una, como él. «He aquí la mujer que necesito -pensó-. Pero está muy alta para mí: vive en un palacio, y yo por toda vivienda sólo tengo una caja, y además somos veinticinco los que vivimos en ella; no es lugar para una princesa. Sin embargo, intentaré establecer relaciones». Y se situó detrás de una tabaquera que había sobre la mesa, desde la cual pudo contemplar a sus anchas a la distinguida damita, que continuaba sosteniéndose sobre un pie sin caerse. Al anochecer, los soldados de plomo fueron guardados en su caja, y los habitantes de la casa se retiraron a dormir. Éste era el momento que los juguetes aprovechaban para jugar por su cuenta, a “visitas”, a “guerra”, a “baile”; los soldados de plomo alborotaban en su caja, pues querían participar en las diversiones; mas no podían levantar la tapa. El cascanueces todo era dar volteretas, y el pizarrín venga divertirse en la pizarra. Con el ruido se despertó el canario, el cual intervino también en el jolgorio, recitando versos. Los únicos que no se movieron de su sitio fueron el soldado de plomo y la bailarina; ésta seguía sosteniéndose sobre la punta del pie, y él sobre su única pierna; pero sin desviar ni por un momento los ojos de ella. El reloj dio las doce y, ¡pum!, saltó la tapa de la tabaquera; pero lo que había dentro no era rapé, sino un duendecillo negro. Era un juguete sorpresa. -Soldado de plomo -dijo el duende-, ¡no mires así! Pero el soldado se hizo el sordo. -¡Espera a que llegue la mañana, ya verás! -añadió el duende. Cuando los niños se levantaron, pusieron el soldado en la ventana, y, sea por obra del duende o del viento, se abrió ésta de repente, y el soldadito se precipitó de cabeza, cayendo desde una altura de tres pisos. Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo. La criada y el chiquillo bajaron corriendo a buscarlo; mas, a pesar de que casi lo pisaron, no pudieron encontrarlo. Si el soldado hubiese gritado: «¡Estoy aquí!», indudablemente habrían dado con él, pero le pareció indecoroso gritar, yendo de uniforme. He aquí que comenzó a llover; las gotas caían cada vez más espesas, hasta convertirse en un verdadero aguacero. Cuando aclaró, pasaron por allí dos mozalbetes callejeros. -¡Mira! -exclamó uno-. ¡Un soldado de plomo! ¡Vamos a hacerle navegar! Con un papel de periódico hicieron un barquito, y, embarcando en él. al soldado, lo pusieron en el arroyo; el barquichuelo fue arrastrado por la corriente, y los chiquillos seguían detrás de él dando palmadas de contento. ¡Dios nos proteja! ¡y qué olas, y qué corriente! No podía ser de otro modo, con el diluvio que había caído. El bote de papel no cesaba de tropezar y tambalearse, girando a veces tan bruscamente, que el soldado por poco se marea; sin embargo, continuaba impertérrito, sin pestañear, mirando siempre de frente y siempre arma al hombro. De pronto, el bote entró bajo un puente del arroyo; aquello estaba oscuro como en su caja. -«¿Dónde iré a parar? -pensaba-. De todo esto tiene la culpa el duende. ¡Ay, si al menos aquella muchachita estuviese conmigo en el bote! ¡Poco me importaría esta oscuridad!». De repente salió una gran rata de agua que vivía debajo el puente. -¡Alto! -gritó-. ¡A ver, tu pasaporte! Pero el soldado de plomo no respondió; únicamente oprimió con más fuerza el fusil. La barquilla siguió su camino, y la rata tras ella. ¡Uf! ¡Cómo rechinaba los dientes y gritaba a las virutas y las pajas: -¡Detenedlo, detenedlo! ¡No ha pagado peaje! ¡No ha mostrado el pasaporte! La corriente se volvía cada vez más impetuosa. El soldado veía ya la luz del sol al extremo del túnel. Pero entonces percibió un estruendo capaz de infundir terror al más valiente. Imaginad que, en el punto donde terminaba el puente, el arroyo se precipitaba en un gran canal. Para él, aquello resultaba tan peligroso como lo sería para nosotros el caer por una alta catarata. Estaba ya tan cerca de ella, que era imposible evitarla. El barquito salió disparado, pero nuestro pobre soldadito seguía tan firme como le era posible. ¡Nadie podía decir que había pestañeado siquiera! La barquita describió dos o tres vueltas sobre sí misma con un ruido sordo, inundándose hasta el borde; iba a zozobrar. Al soldado le llegaba el agua al cuello. La barca se hundía por momentos, y el papel se deshacía; el agua cubría ya la cabeza del soldado, que, en aquel momento supremo, se acordó de la linda bailarina, cuyo rostro nunca volvería a contemplar. Le pareció que le decían al oído: «¡Adiós, adiós, guerrero! ¡Tienes que sufrir la muerte!». Se desgarró entonces el papel, y el soldado se fue al fondo, pero en el mismo momento se lo tragó un gran pez. ¡Allí sí se estaba oscuro! Peor aún que bajo el puente del arroyo; y, además, ¡tan estrecho! Pero el soldado seguía firme, tendido cuán largo era, sin soltar el fusil. El pez continuó sus evoluciones y horribles movimientos, hasta que, por fin, se quedó quieto, y en su interior penetró un rayo de luz. Se hizo una gran claridad, y alguien exclamó: -¡El soldado de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido; y, ahora estaba en la cocina, donde la cocinera lo abría con un gran cuchillo. Cogiendo por el cuerpo con dos dedos el soldadito, lo llevó a la sala, pues todos querían ver aquel personaje extraño salido del estómago del pez; pero el soldado de plomo no se sentía nada orgulloso. Lo pusieron de pie sobre la mesa y -¡qué cosas más raras ocurren a veces en el mundo!- se encontró en el mismo cuarto de antes, con los mismos niños y los mismos juguetes sobre la mesa, sin que faltase el soberbio palacio y la linda bailarina, siempre sosteniéndose sobre la punta del pie y con la otra pierna al aire. Aquello conmovió a nuestro soldado, y estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo. Pero habría sido poco digno de él. La miró sin decir palabra. En éstas, uno de los chiquillos, cogiendo al soldado, lo tiró a la chimenea, sin motivo alguno; seguramente la culpa la tuvo el duende de la tabaquera. El soldado de plomo quedó todo iluminado y sintió un calor espantoso, aunque no sabía si era debido al fuego o al amor. Sus colores se habían borrado también, a consecuencia del viaje o por la pena que sentía; nadie habría podido decirlo. Miró de nuevo a la muchacha, se encontraron las miradas de los dos, y él sintió que se derretía, pero siguió firme, arma al hombro. Se abrió la puerta, y una ráfaga de viento se llevó a la bailarina, que, cual una sílfide, se levantó volando para posarse también en la chimenea, junto al soldado; se inflamó y desapareció en un instante. A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe. Cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo en forma de corazón; de la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El jabalí de bronce
Cuento infantil
En la ciudad de Florencia, no lejos de la Piazza del Granduca, corre una calle transversal que, si mal no recuerdo, se llama Porta Rossa. En ella, frente a una especie de mercado de hortalizas, se levanta la curiosa figura de un jabalí de bronce, esculpido con mucho arte. Agua límpida y fresca fluye de la boca del animal, que con el tiempo ha tomado un color verde oscuro. Sólo el hocico brilla, como si lo hubiesen pulimentado -y así es en efecto- por la acción de los muchos centenares de chiquillos y pobres que, cogiéndose a él con las manos, acercan la boca a la del animal para beber. Es un bonito cuadro el de la bien dibujada fiera abrazada por un gracioso rapaz medio desnudo, que aplica su fresca boca al hocico de bronce. A cualquier forastero que llegue a Florencia le es fácil encontrar el lugar; no tiene más que preguntar por el jabalí de bronce al primer mendigo que encuentre, seguro que lo guiarán a él. Era un anochecer del invierno; las montañas aparecían cubiertas de nieve, pero en el cielo brillaba la luna llena; y la luna llena en Italia es tan luminosa como un día gris de invierno de los países nórdicos; y le gana aún, pues el aire brilla y adquiere relieve, mientras que en el Norte el techo de plomo, frío y lúgubre, deprime al hombre, lo aplasta contra el suelo, ese suelo húmedo y frío que un día cubrirá su ataúd. Un chiquillo harapiento se había pasado todo el día sentado en el jardín del Gran Duque, bajo el tejado de pinos, donde incluso en invierno florecen las rosas por millares; un chiquillo que podía pasar por la imagen de Italia, tal era de hermoso, sonriente y, sin embargo, enfermizo de aspecto. Sufría hambre y sed, nadie le daba un céntimo y al oscurecer -hora de cerrar el jardín- el portero lo echó. Durante un largo rato se estuvo entregado a sus ensueños en el puente que cruza el Arno, contemplando las estrellas que se reflejaban en el agua, entre él y el magnífico puente de mármol «della Trinitá». Se dirigió luego hacia el jabalí de bronce, hincó la rodilla al llegar a él y, pasando los brazos alrededor del cuello de la figura, aplicó la boca al reluciente hocico y bebió a grandes tragos de su fresca agua. Al lado yacían unas hojas de lechuga y dos o tres castañas; aquello fue su cena. En la calle no había ni un alma; el chiquillo estaba completamente solo; se sentó sobre el dorso del jabalí, se apoyó hacia delante, de manera que su rizada cabecita descansara sobre la del animal, y sin darse cuenta se quedó profundamente dormido. Al sonar la medianoche, el jabalí de bronce se estremeció y el niño oyó que decía: -¡Agárrate bien, chiquillo, que voy a correr! Y emprendió la carrera, con él a cuestas. ¡Extraño paseo! Primero llegaron a la Piazza del Granduca, donde el caballo de bronce de la estatua del príncipe los acogió relinchando. El policromo escudo de armas de las antiguas casas consistoriales brillaba como si fuese transparente, mientras el David de Miguel Ángel blandía su honda. Por doquier rebullía una vida sorprendente. Los grupos de bronce que representan Perseo y el rapto de las Sabinas se agitaban frenéticamente; de la boca de las mujeres surgió un grito de mortal angustia, que resonó en la gran plaza solitaria. El jabalí de bronce se detuvo en el Palazzo degli Uffizi, bajo la arcada donde se reúne la nobleza en las fiestas de carnaval. -Agárrate bien -repitió el animal-, vamos a subir por esta escalera. El niño permanecía callado, entre tembloroso y feliz. Entraron en una larga galería que él conocía muy bien; ya antes había estado en ella. De las paredes colgaban magníficos cuadros, y había estatuas y bustos, todo iluminado por vivísima luz, como en pleno día. Pero lo más hermoso vino cuando se abrieron las puertas que daban acceso a una sala contigua. El niño no había olvidado cuán magnífico era aquello, pero nunca lo había visto tan esplendoroso como aquella noche. Había allí una maravillosa mujer desnuda, como sólo pueden moldearla la Naturaleza y el cincel de los grandes maestros. Movía los graciosos miembros, delfines saltaban a sus pies, la inmortalidad brillaba en sus ojos. El mundo la llama la Venus de Médicis. Todo en torno relucían las estatuas de mármol, en las que la piedra aparecía animada por la vida del espíritu: figuras de hombres magníficos, uno afilando la espada -por eso se le llama el Afilador-, más allá el grupo de los Pugilistas; la espada era aguzada, y los combatientes luchaban por la Diosa de la Belleza. El chiquillo estaba como deslumbrado por todo aquel esplendor; las paredes ardían de color y todo era vida y movimiento. Podían verse dos Venus, representando la Venus terrena, turgente y ardorosa, tal como Tiziano la había apretado sobre su corazón. Eran dos soberbias figuras femeninas. Los bellos miembros desnudos se extendían sobre los muelles almohadones; el pecho se levantaba y la cabeza se movía dejando caer los abundantes rizos en torno a los bien curvados hombros, mientras los oscuros ojos expresaban ardientes pensamientos. Pero ninguno de aquellos personajes osaba salir por completo de su marco. La propia Diosa de la Belleza, los Pugilistas y el Afilador permanecían en sus puestos, pues la Gloria que irradiaba de la Madonna, de Jesús y de San Juan, los mantenía sujetos. Las imágenes de los santos no eran ya imágenes, sino los santos en persona. ¡Qué esplendor y qué belleza de sala en sala! Y el niño lo veía todo; el jabalí de bronce avanzaba paso a paso por entre toda aquella magnificencia. Una visión eclipsaba a la otra, pero una sola imagen se fijó en el alma del niño, seguramente por los niños alegres y dichosos que aparecían en ella, y que el pequeño ya había visto antes a la luz del día. Son muchos los que pasan por delante de aquel cuadro sin apenas reparar en él; sin embargo, encierra un tesoro de poesía. Es Cristo descendiendo a los infiernos; pero a su alrededor no se ve a los condenados, sino a los paganos. El florentino Angiolo Bronzino pintó aquel cuadro, lo más sublime del cual es la certeza reflejada en el rostro de los niños, de que irán al cielo: dos de ellos se abrazan ya; uno, muy chiquitín, tiende la mano a otro que está aún en el abismo, y se señala a sí mismo, como diciendo: «¡Me voy al cielo!». Todos los restantes permanecen indecisos, esperando o inclinándose humildemente ante Jesús Nuestro Señor. El niño empleó en la contemplación de aquel cuadro mucho más rato que en todos los demás. El jabalí de bronce seguía parado delante de él. Se percibió un leve suspiro; ¿salía de la pintura o del pecho del animal? El niño extendió el brazo hacia los sonrientes pequeñuelos del cuadro, y entonces el jabalí prosiguió su camino, saliendo por el abierto vestíbulo. -¡Gracias, y Dios te bendiga, buen animal! -exclamó el muchacho, acariciando a su montura, que bajaba saltando las escaleras. -¡Gracias, y Dios te bendiga a ti! -respondió el jabalí-. Yo te he prestado un servicio, y tú me has prestado otro a mí, pues sólo con una criatura inocente sobre el lomo me son dadas fuerzas para correr. ¿Ves?, hasta puedo entrar dentro del círculo de luz que viene de la lámpara colgada ante el cuadro de la Virgen. A todas partes puedo llevarte, excepto a la iglesia; pero si tú estás conmigo, puedo mirar a su interior a través de la puerta abierta. No te apees de mi espalda; si lo haces, caeré muerto, tal como me ves durante el día en la calle de la Porta Rossa. -Me quedaré contigo, mi buen animal -respondió el niño; y el jabalí emprendió veloz carrera por las calles de Florencia, no deteniéndose hasta llegar a la plaza donde se levanta la iglesia de Santa Croce.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El Jardín del Paraíso
Cuento infantil
Érase una vez un príncipe, hijo de un rey; nadie poseía tantos y tan hermosos libros como él; en ellos se leía cuanto sucede en el mundo, y además tenían bellísimas estampas. Se hablaba en aquellos libros de todos los pueblos y países; pero ni una palabra contenían acerca del lugar donde se hallaba el Paraíso terrenal, y éste era precisamente el objeto de los constantes pensamientos del príncipe. De muy niño, ya antes de ir a la escuela, su abuelita le había contado que las flores del Paraíso eran pasteles, los más dulces que quepa imaginar, y que sus estambres estaban henchidos del vino más delicioso. Una flor contenía toda la Historia, otra la Geografía, otra las tablas de multiplicar; bastaba con comerse el pastel y ya se sabía uno la lección; y cuanto más se comía, más Historia se sabía, o más Geografía o Aritmética. El niño lo había creído entonces, pero a medida que se hizo mayor y se fue despertando su inteligencia y enriqueciéndose con conocimientos, comprendió que la belleza y magnificencia del Paraíso terrenal debían ser de otro género. -¡Ay!, ¿por qué se le ocurriría a Eva comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Por qué probó Adán la fruta prohibida? Lo que es yo no lo hubiera hecho, y el mundo jamás habría conocido el pecado. Así decía entonces, y así repetía cuando tuvo ya cumplidos diecisiete años. El Paraíso absorbía todos sus pensamientos. Un día se fue solo al bosque, pues era aquél su mayor placer. Se hizo de noche, se acumularon los nubarrones en el cielo, y pronto descargó un verdadero diluvio, como si el cielo entero fuese una catarata por la que el agua se precipitaba a torrentes; la oscuridad era tan completa como puede serlo en el pozo más profundo. Caminaba resbalando por la hierba empapada y tropezando con las desnudas piedras que sobresalían del rocoso suelo. Nuestro pobre príncipe chorreaba agua, y en todo su cuerpo no quedaba una partícula seca. Tenía que trepar por grandes rocas musgosas, rezumantes de agua, y se sentía casi al límite de sus fuerzas, cuando de pronto percibió un extraño zumbido y se encontró delante de una gran cueva iluminada. En su centro ardía una hoguera, tan grande como para poder asar en ella un ciervo entero; y así era realmente: un ciervo maravilloso, con su altiva cornamenta, aparecía ensartado en un asador que giraba lentamente entre dos troncos enteros de abeto. Una mujer anciana, pero alta y robusta, cual si se tratase de un hombre disfrazado, estaba sentada junto al fuego, al que echaba leña continuamente. -Acércate -le dijo-. Siéntate al lado del fuego y sécate las ropas. -¡Qué corriente hay aquí! -observó el príncipe, sentándose en el suelo. -Más fuerte será cuando lleguen mis hijos -respondió la mujer-. Estás en la gruta de los vientos; mis hijos son los cuatro vientos de la Tierra. ¿Entiendes? -¿Dónde están tus hijos? -preguntó el príncipe. -¡Oh! Es difícil responder a preguntas tontas -dijo la mujer-. Mis hijos obran a su capricho, juegan a pelota con las nubes allá arriba, en la sala grande -. Y señaló el temporal del exterior. -Ya comprendo -contestó el príncipe-. Pero habláis muy bruscamente; no son así las doncellas de mi casa. -¡Bah!, ellas no tienen otra cosa que hacer. Yo debo ser dura, si quiero mantener a mis hijos disciplinados; y disciplinados los tengo, aunque no es fácil cosa manejarlos. ¿Ves aquellos cuatro sacos que cuelgan de la pared? Pues les tienen más miedo del que tú le tuviste antaño al azote detrás del espejo. Puedo dominar a los mozos, te lo aseguro, y no tienen más remedio que meterse en el saco; aquí no andamos con remilgos. Y allí se están, sin poder salir y marcharse por las suyas, hasta que a mí me da la gana. Ahí llega uno. Era el viento Norte, que entró con un frío glacial, esparciendo granizos por el suelo y arremolinando copos de nieve. Vestía calzones y chaqueta de piel de oso, y traía una gorra de piel de foca calada hasta las orejas; largos carámbanos le colgaban de las barbas, y granos de pedrisco le bajaban del cuello, rodando por la chaqueta. -¡No se acerque enseguida al fuego! -le dijo el príncipe-. Podrían helársele la cara y las manos. -¡Hielo! -respondió el viento con una sonora risotada-. ¡Hielo! ¡No hay cosa que más me guste! Pero, ¿de dónde sale ese mequetrefe? ¿Cómo has venido a dar en la gruta de los vientos? -Es mi huésped -intervino la vieja-, y si no te gusta mi explicación, ya estás metiéndote en el saco. ¿Me entiendes? Bastaron estas palabras para hacerle entrar en razón, y el viento Norte se puso a contar de dónde venía y dónde había estado aquel mes. -Vengo de los mares polares -dijo-; estuve en la Isla de los Osos con los balleneros rusos, durmiendo sentado en el timón cuando zarparon del Cabo Norte; de vez en cuando me despertaba un poquitín, y me encontraba con el petrel volando entre mis piernas. Es un ave muy curiosa: pega un fuerte aletazo y luego se mantiene inmóvil, con las alas desplegadas. -No te pierdas en digresiones -dijo la madre-. ¿Llegaste luego a la Isla de los Osos? -¡Qué hermoso es aquello! Hay una pista de baile lisa como un plato, y nieve semiderretida, con poco musgo; esparcidos por el suelo había también agudas piedras y esqueletos de morsas y osos polares, como gigantescos brazos y piernas, cubiertos de moho. Se habría dicho que nunca brillaba allí el sol. Soplé ligeramente por entre la niebla para que pudiera verse el cobertizo. Era una choza hecha de maderos acarreados por las aguas; el tejado estaba cubierto de pieles de morsa con la parte interior vuelta hacia fuera, roja y verde; sobre el techo había un oso blanco gruñendo. Me fui a la playa, a ver los nidos de los polluelos, que chillaban abriendo el pico. Les soplé en el gaznate para que lo cerrasen. Más lejos se revolcaban las morsas, parecidas a intestinos vivientes o gigantescas orugas con cabeza de cerdo y dientes de una vara de largo. -Te explicas bien, hijo -observó la madre-. La boca se me hace agua oyéndote. -Luego empezó la caza. Dispararon un arpón al pecho de una morsa, y por encima del hielo saltó un chorro de sangre ardiente, como un surtidor. Yo me acordé entonces de mis tretas; me puse a soplar, y mis veleros, las altas montañas de hielo, aprisionaron los botes. ¡Qué tumulto, entonces! ¡Qué manera de silbar y de gritar! pero yo silbaba más que ellos. Hubieron de depositar sobre el hielo los cuerpos de las morsas capturadas, las cajas y los aparejos; yo les vertí encima montones de nieve, y forcé las embarcaciones bloqueadas, a que derivaran hacia el Sur con su botín, para que probasen el agua salada. ¡Jamás volverán a la Isla de los Osos! -¡Cuánto mal has hecho! -le dijo su madre. -Otros te contarán lo que hice de bueno – replicó el viento-. Pero ahí tenemos a mi hermano de Poniente; es el que más quiero; sabe a mar y lleva consigo un frío delicioso. -¿No es el pequeño Céfiro? -preguntó el príncipe. -¡Claro que es el Céfiro! -respondió la vieja-, pero no tan pequeño. Antes fue un chiquillo muy simpático, pero esto pasó ya. Realmente tenía aspecto salvaje, pero se tocaba con una especie de casco para no lastimarse. Empuñaba una porra de caoba, cortada en las selvas americanas, pues gastaba siempre de lo mejor. -¿De dónde vienes? –le preguntó su madre. -De las selvas vírgenes -respondió-, donde los bejucos espinosos forman una valla entre árbol y árbol, donde la serpiente de agua mora entre la húmeda hierba, y los hombres están de más. -¿Y qué hiciste allí? -Contemplé el río profundo, lo vi precipitarse de las peñas levantando una húmeda polvareda y volando hasta las nubes para captar el arco iris. Vi nadar en el río el búfalo salvaje, pero era más fuerte que él, y la corriente se lo llevaba aguas abajo, junto con una bandada de patos salvajes; al llegar a los rabiones, los patos levantaron el vuelo, mientras el búfalo era arrastrado. Me gustó el espectáculo, y provoqué una tempestad tal, que árboles centenarios se fueron río abajo y se hicieron trizas. -¿Eso es cuanto se te ocurrió hacer? -preguntó la vieja. -Di volteretas en las sabanas, acaricié los caballos salvajes y sacudí los cocoteros. Sí, tengo muchas cosas que contar; pero no hay que decir todo lo que uno sabe, ¿verdad, vieja? Y dio tal beso a su madre, que por poco la tumba; era un mozo muy impulsivo. Se presentó luego el viento Sur, con su turbante y una holgada túnica de beduino. -¡Qué frío hace aquí dentro! -exclamó, echando leña al fuego-. Bien se nota que el viento Norte fue el primero en llegar. -¡Hace un calor como para asar un oso polar! -replicó aquél. -¡Eso eres tú, un oso polar! -dijo el del Sur. -¿Quieres ir a parar al saco? -intervino la vieja-. Siéntate en aquella piedra y dinos dónde has estado. -En Africa, madre -respondió el interpelado-. Estuve cazando leones con los hotentotes en el país de los cafres. ¡Qué hierba crece en sus llanuras, verde como aceituna! Por allí brincaba el ñu; un avestruz me retó a correr, pero ya comprendes que yo soy mucho más ligero. Llegué después al desierto de arenas amarillas, que parece el fondo del mar. Encontré una caravana; estaba sacrificando el último camello para obtener agua, pero le sacaron muy poca. El sol ardía en el cielo, y la arena, en el suelo, y el desierto se extendía hasta el infinito. Me revolqué en la fina arena suelta, arremolinándola en grandes columnas. ¡Qué danza aquélla! Habrías visto cómo el dromedario cogía miedo, y el mercader se tapaba la cabeza con el caftán, arrodillándose ante mí como ante Alá, su dios. Quedaron sepultados, cubiertos por una pirámide de arena. Cuando soplé de nuevo por aquellos lugares, el sol blanqueará sus huesos, y los viajeros verán que otros hombres estuvieron allí antes que ellos. De otro modo nadie lo creería, en el desierto. -Así, sólo has cometido tropelías -dijo la madre-. ¡Al saco! Y en un abrir y cerrar de ojos agarró al viento del Sur por el cuerpo y lo metió en el saco. El prisionero se revolvía en el suelo, pero la mujer se le sentó encima, y hubo de quedarse quieto. -¡Qué hijos más traviesos tienes! -observó el príncipe. -¡Y que lo digas! -asintió la madre-; pero yo puedo con ellos. ¡Ahí tenemos al cuarto! Era el viento de Levante y vestía como un chino. -Toma, ¿vienes de este lado? -preguntó la mujer-. Creía que habrías estado en el Paraíso. -Mañana iré allí -respondió el Levante-, pues hará cien años que lo visité por última vez. Ahora vengo de China, donde dancé en torno a la Torre de Porcelana, haciendo resonar todas las campanas. En la calle aporreaba a los funcionarios, midiéndoles las espaldas con varas de bambú; eran gentes de los grados primero a noveno, y todos gritaban: «¡Gracias, mi paternal bienhechor!», pero no lo pensaban ni mucho menos. Y yo venga sacudir las campanas: ¡tsing-tsang-tsu! -Siempre haciendo de las tuyas -dijo la madre-. Conviene que mañana vayas al Paraíso; siempre aprenderás algo bueno. Bebe del manantial de la sabiduría y tráeme una botellita de su agua. -Muy bien -respondió el Levante-. Pero, ¿por qué metiste en el saco a mi hermano del Sur? ¡Déjalo salir! Quiero que me hable del Ave Fénix, pues cada vez que voy al jardín del Edén, de siglo en siglo, la princesa me pregunta acerca de ella. Anda, abre el saco, madrecita querida, y te daré dos bolsas de té verde y fresco, que yo mismo cogí de la planta. -Bueno, lo hago por el té y porque eres mi preferido-. Y abrió el saco, del que salió el viento del Sur, muy abatido y cabizbajo, pues el príncipe había visto toda la escena. -Ahí tienes una hoja de palma para la princesa -dijo-. Me la dio el Ave Fénix, la única que hay en el mundo. Ha escrito en ella con el pico toda su biografía, una vida de cien años. Así podrá leerla ella misma. Yo presencié cómo el Ave prendía fuego a su nido, estando ella dentro, y se consumía, igual que hace la mujer de un hindú. ¡Cómo crepitaban las ramas secas!. ¡Y qué humareda y qué olor! Al fin todo se fue en llamas, y la vieja Ave Fénix quedó convertida en cenizas; pero su huevo, que yacía ardiente en medio del fuego, estalló con gran estrépito, y el polluelo salió volando. Ahora es él el soberano de todas las aves y la única Ave Fénix del mundo. De un picotazo hizo un agujero en la hoja de palma; es su saludo a la princesa. -Es hora de que tomemos algo -dijo la madre de los vientos, y, sentándose todos junto a ella, comieron del ciervo asado. El príncipe se había colocado al lado del Levante, y así no tardaron en ser buenos amigos. -Dime -preguntó el príncipe-, ¿qué princesa es ésta de que hablabas, y dónde está el Paraíso? -¡Oh! -respondió el viento-. Si quieres ir allá, ven mañana conmigo; pero una cosa debo decirte: que ningún ser humano estuvo allí desde los tiempos de Adán y Eva. Ya lo sabrás por la Historia Sagrada. -Sí, desde luego -afirmó el príncipe. -Cuando los expulsaron, el Paraíso se hundió en la tierra, pero conservando su sol, su aire tibio y toda su magnificencia. Reside allí la Reina de las hadas, y en él está la Isla de la Bienaventuranza, a la que jamás llega la muerte y donde todo es espléndido. Móntate mañana sobre mi espalda y te llevaré conmigo; creo que no habrá inconveniente. Pero ahora no me digas nada más, quiero dormir. De madrugada despertó el príncipe y tuvo una gran sorpresa al encontrarse ya sobre las nubes. Iba sentado en el dorso del viento de Levante, que lo sostenía firmemente. Pasaban a tanta altura, que los bosques y los campos, los ríos y los lagos aparecían como en un gran mapa iluminado. -¡Buenos días! -dijo el viento-. Aún podías seguir durmiendo un poco más, pues no hay gran cosa que ver en la tierra llana que tenemos debajo. A menos que quieras contar las iglesias; destacan como puntitos blancos sobre el tablero verde. Llamaba «tablero verde» a los campos y prados. -Fue una gran incorrección no despedirme de tu madre y de tus hermanos -dijo el príncipe. -El que duerme está disculpado -respondió el viento, y echó a correr más velozmente que hasta entonces, como podía comprobarse por las copas de los árboles, pues al pasar por encima de ellas crepitaban las ramas y hojas; y podían verlo también en el mar y los lagos, pues se levantaban enormes olas, y los grandes barcos se zambullían en el agua como cisnes. Hacia el atardecer, cuando ya oscurecía, contemplaron el bello espectáculo de las grandes ciudades iluminadas salpicando el paisaje. Era como si hubiesen encendido un pedazo de papel y se viesen las chispitas de fuego extinguiéndose una tras otra, como otros tantos niños que salen de la escuela. El príncipe daba palmadas, pero el viento le advirtió que debía estarse quieto, pues podría caerse y quedar colgado de la punta de un campanario. El águila de los oscuros bosques volaba rauda, ciertamente, pero le ganaba el viento de Levante. El cosaco montado en su caballo, corría ligero por la estepa, pero más ligero corría el príncipe. -¡Ahora verás el Himalaya! -dijo el viento-. Es la cordillera más alta de Asia, y no tardaremos ya en llegar al jardín del Paraíso. Torcieron más al Sur, y pronto percibieron el aroma de sus especias y flores. Higueras y granados crecían silvestres, y la parra salvaje tenía racimos azules y rojos. Bajaron allí y se tendieron sobre la hierba donde las flores saludaron al viento inclinando las cabecitas, como dándole la bienvenida. -¿Estamos ya en el Paraíso? -preguntó el príncipe. -No, todavía no -respondió el Levante-, pero ya falta poco. ¿Ves aquel muro de rocas y el gran hueco donde cuelgan los sarmientos, a modo de cortina verde? Hemos de atravesarlos. Envuélvete en tu capa; aquí el sol arde, pero a un paso de nosotros hace un frío gélido. El ave que vuela sobre aquel abismo, tiene el ala del lado de acá en el tórrido verano, y la otra, en el invierno riguroso. -Entonces, ¿éste es el camino del Paraíso? -preguntó el príncipe. Se hundieron en la caverna; ¡uf!, ¡qué frío más horrible!, pero duró poco rato: El viento desplegó sus alas, que brillaron como fuego. ¡Qué abismo! Los enormes peñascos de los que se escurría el agua, se cernían sobre ellos adoptando las figuras más asombrosas; pronto la cueva se estrechó de tal modo, que se vieron forzados a arrastrarse a cuatro patas; otras veces se ensanchaba y abría como si estuviesen al aire libre. Se habrían dicho criptas sepulcrales, con mudos órganos y banderas petrificadas. -¿Vamos al Paraíso por el camino de la muerte? -preguntó el príncipe; pero el viento no respondió, limitándose a señalarle hacia delante, de donde venía una bellísima luz azul. Los bloques de roca colgados sobre sus cabezas se fueron difuminando en una especie de niebla que, al fin, adquirió la luminosidad de una blanca nube bañada por la luna. Respiraban entonces una atmósfera diáfana y tibia, pura como la de las montañas y aromatizado por las rosas de los valles. Fluía por allí un río límpido como el mismo aire, y en sus aguas nadaban peces que parecían de oro y plata; serpenteaban en él anguilas purpúreas, que a cada movimiento lanzaban chispas azules, y las anchas hojas de los nenúfares reflejaban todos los tonos del arco iris, mientras la flor era una auténtica llama ardiente, de un rojo amarillento, alimentada por el agua, como la lámpara por el aceite. Un sólido puente de mármol, bellamente cincelado, cual si fuese hecho de encajes y perlas de cristal, conducía, por encima del río, a la isla de la Bienaventuranza, donde se hallaba el jardín del Paraíso. El viento cogió al príncipe en brazos y lo transportó al otro lado del puente. Allí las flores y hojas cantaban las más bellas canciones de su infancia, pero mucho más melodiosamente de lo que puede hacerlo la voz humana. Y aquellos árboles, ¿eran palmeras o gigantescas plantas acuáticas? Nunca había visto el príncipe árboles tan altos y vigorosos; en largas guirnaldas pendían maravillosas enredaderas, tales como sólo se ven figuradas en colores y oro en las márgenes de los antiguos devocionarios, o entrelazadas en sus iniciales. Formaban las más raras combinaciones de aves, flores y arabescos. Muy cerca, en la hierba, se paseaba una bandada de pavos reales, con las fulgurantes colas desplegadas. Eso parecían… pero al tocarlos se dio cuenta el príncipe de que no eran animales, sino plantas; eran grandes lampazos, que brillaban como la esplendoroso cola del pavo real. El león y el tigre saltaban como ágiles gatos por entre los verdes setos, cuyo aroma semejaba el de las flores del olivo, y tanto el león como el tigre eran mansos; la paloma torcaz relucía como hermosísima perla, acariciando con las alas la melena del león, y el antílope, siempre tan esquivo, se estaba quieto agitando la cabeza, como deseoso de participar también en el juego.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El jardinero y el señor
Cuento infantil
A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de gruesos muros, con torres y hastiales. Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las que se criaban en el invernadero. El propietario tenía un jardinero excelente; daba gusto ver el jardín, el huerto y los frutales. Contiguo quedaba todavía un resto del primitivo jardín del castillo, con setos de arbustos, cortados en forma de coronas y pirámides. Detrás quedaban dos viejos y corpulentos árboles, casi siempre sin hojas; por el aspecto se hubiera dicho que una tormenta o un huracán los había cubierto de grandes terrones de estiércol, pero en realidad cada terrón era un nido. Moraba allí desde tiempos inmemoriales un montón de cuervos y cornejas. Era un verdadero pueblo de aves, y las aves eran los verdaderos señores, los antiguos y auténticos propietarios de la mansión señorial. Despreciaban profundamente a los habitantes humanos de la casa, pero toleraban la presencia de aquellos seres rastreros, incapaces de levantarse del suelo. Sin embargo, cuando esos animales inferiores disparaban sus escopetas, las aves sentían un cosquilleo en el espinazo; entonces, todas se echaban a volar asustadas, gritando «¡rab, rab!». Con frecuencia el jardinero hablaba al señor de la conveniencia de cortar aquellos árboles, que afeaban al paisaje. Una vez suprimidos, decía, la finca se libraría también de todos aquellos pajarracos chillones, que tendrían que buscarse otro domicilio. Pero el dueño no quería desprenderse de los árboles ni de las aves; eran algo que formaba parte de los viejos tiempos, y de ningún modo quería destruirlo. -Los árboles son la herencia de los pájaros; haríamos mal en quitársela, mi buen Larsen. Tal era el nombre del jardinero, aunque esto no importa mucho a nuestra historia. -¿No tienes aún bastante campo para desplegar tu talento, amigo mío? Dispones de todo el jardín, los invernaderos, el vergel y el huerto. Cierto que lo tenía, y lo cultivaba y cuidaba todo con celo y habilidad, cualidades que el señor le reconocía, aunque a veces no se recataba de decirle que, en casas forasteras, comía frutos y veía flores que superaban en calidad o en belleza a los de su propiedad; y aquello entristecía al jardinero, que hubiera querido obtener lo mejor, y ponía todo su esfuerzo en conseguirlo. Era bueno en su corazón y en su oficio. Un día su señor lo mandó llamar, y, con toda la afabilidad posible, le contó que la víspera, hallándose en casa de unos amigos, le habían servido unas manzanas y peras tan jugosas y sabrosas, que habían sido la admiración de todos los invitados. Cierto que aquella fruta no era del país, pero convenía importarla y aclimatarla, a ser posible. Se sabía que la habían comprado en la mejor frutería de la ciudad; el jardinero debería darse una vuelta por allí, y averiguar de dónde venían aquellas manzanas y peras, para adquirir esquejes. El jardinero conocía perfectamente al frutero, pues a él le vendía, por cuenta del propietario, el sobrante de fruta que la finca producía. Se fue el hombre a la ciudad y preguntó al frutero de dónde había sacado aquellas manzanas y peras tan alabadas. -¡Si son de su propio jardín! -respondió el vendedor, mostrándoselas; y el jardinero las reconoció en seguida. ¡No se puso poco contento el jardinero! Corrió a decir a su señor que aquellas peras y manzanas eran de su propio huerto. El amo no podía creerlo. -No es posible, Larsen. ¿Podría usted traerme por escrito una confirmación del frutero? Y Larsen volvió con la declaración escrita. -¡Es extraño! -dijo el señor. En adelante, todos los días fueron servidas a la mesa de Su Señoría grandes bandejas de las espléndidas manzanas y peras de su propio jardín, y fueron enviadas por fanegas y toneladas a amistades de la ciudad y de fuera de ella; incluso se exportaron. Todo el mundo se hacía lenguas. Hay que observar, de todos modos, que los dos últimos veranos habían sido particularmente buenos para los árboles frutales; la cosecha había sido espléndida en todo el país. Transcurrió algún tiempo; un día el señor fue invitado a comer en la Corte. A la mañana siguiente, Su Señoría mandó llamar al jardinero. Habían servido unos melones producidos en el invernadero de Su Majestad, jugosos y sabrosísimos. -Mi buen Larsen, vaya usted a ver al jardinero de palacio y pídale semillas de estos exquisitos melones. -¡Pero si el jardinero de palacio recibió las semillas de aquí! -respondió Larsen, satisfecho. -En este caso, el hombre ha sabido obtener un fruto mejor que el nuestro -replicó Su Señoría-. Todos los melones resultaron excelentes. -Pues me siento muy orgulloso de ello -dijo el jardinero-. Debo manifestar a Su Señoría, que este año el hortelano de palacio no ha tenido suerte con los melones, y al ver lo hermosos que eran los nuestros, y después de haberlos probado, encargó tres de ellos para palacio. -¡No, no Larsen! No vaya usted a imaginarse que aquellos melones eran de esta propiedad. -Pues estoy seguro de que lo eran. Y se fue a ver al jardinero de palacio, y volvió con una declaración escrita de que los melones servidos en la mesa real procedían de la finca de Su Señoría. Aquello fue una nueva sorpresa para el señor, quien divulgó la historia, mostrando la declaración. Y de todas partes vinieron peticiones de que se les facilitaran pepitas de melón y esquejes de los árboles frutales. Se recibieron noticias de que éstos habían cogido bien y de que daban frutos excelentes, hasta el punto de que se les dio el nombre de Su Señoría, que, por consiguiente, pudo ya leerse en francés, inglés y alemán. ¡Quién lo hubiera pensado! «¡Con tal de que al jardinero no se le suban los humos a la cabeza!», pensó el señor. Pero el hombre se lo tomó de modo muy distinto. Deseoso de ser considerado como uno de los mejores jardineros del país, se esforzó por conseguir año tras año los mejores productos. Mas con frecuencia tenía que oír que nunca conseguía igualar la calidad de las peras y manzanas de aquel año famoso. Los melones seguían siendo buenos, pero ya no tenían aquel perfume. Las fresas podían llamarse excelentes, pero no superiores a las de otras fincas, y un año en que no prosperaron los rábanos, sólo se habló de aquel fracaso, sin mencionarse los productos que habían constituido un éxito auténtico. El dueño parecía experimentar una sensación de alivio cuando podía decir: -¡Este año no estuvo de suerte, amigo Larsen! Y se le veía contentísimo cuando podía comentar: -Este año sí que hemos fracasado. Un par de veces por semana, el jardinero cambiaba las flores de la habitación, siempre con gusto exquisito y muy bien dispuestas; las combinaba de modo que resaltaran sus colores. -Tiene usted buen gusto, Larsen -le decía Su Señoría -. Es un don que le ha concedido Dios, no es obra suya. Un día se presentó el jardinero con una gran taza de cristal que contenía un pétalo de nenúfar; sobre él, y con el largo y grueso tallo sumergido en el agua, había una flor radiante, del tamaño de un girasol. -¡El loto del Indostán! -exclamó el dueño. Jamás habían visto aquella flor; durante el día la pusieron al sol, y al anochecer a la luz de una lámpara. Todos los que la veían la encontraban espléndida y rarísima; así lo manifestó incluso la más distinguida de las señoritas del país, una princesa, inteligente y bondadosa por añadidura. Su Señoría tuvo a honor regalársela, y la princesa se la llevó a palacio. Entonces el propietario se fue al jardín con intención de coger otra flor de la especie, pero no encontró ninguna, por lo que, llamando al jardinero, le preguntó de dónde había sacado el loto azul. -La he estado buscando inútilmente -dijo el señor-. He recorrido los invernaderos y todos los rincones del jardín. -No, desde luego allí no hay -dijo el jardinero-. Es una vulgar flor del huerto. Pero, ¿verdad que es bonita? Parece un cacto azul y, sin embargo, no es sino la flor de la alcachofa. -Pues tenía que habérmelo advertido -exclamó Su Señoría-. Creímos que se trataba de una flor rara y exótica. Me ha hecho usted tirarme una plancha con la princesa. Vio la flor en casa, la encontró hermosa; no la conocía, a pesar de que es ducha en Botánica, pero esta Ciencia nada tiene de común con las hortalizas. ¿Cómo se le ocurrió, mi buen Larsen, poner una flor así en la habitación? ¡Es ridículo! Y la hermosa flor azul procedente del huerto fue desterrada del salón de Su Señoría, del que no era digna, y el dueño fue a excusarse ante la princesa, diciéndole que se trataba simplemente de una flor de huerto traída por el jardinero, el cual había sido debidamente reconvenido. -Pues es una lástima y una injusticia -replicó la princesa-. Nos ha abierto los ojos a una flor de adorno que despreciábamos, nos ha mostrado la belleza donde nunca la habíamos buscado. Quiero que el jardinero de palacio me traiga todos los días, mientras estén floreciendo las alcachofas, una de sus flores a mi habitación. Y la orden se cumplió. Su Señoría mandó decir al jardinero que le trajese otra flor de alcachofa. -Bien mirado, es bonita -observó- y muy notable -. Y encomió al jardinero. «Esto le gusta a Larsen -pensó-. Es un niño mimado». Un día de otoño estalló una horrible tempestad, que arreció aún durante la noche, con tanta furia que arrancó de raíz muchos grandes árboles de la orilla del bosque y, con gran pesar de Su Señoría -un «gran pesar» lo llamó el señor-, pero con gran contento del jardinero, también los dos árboles pelados llenos de nidos. Entre el fragor de la tormenta pudo oírse el graznar alborotado de los cuervos y cornejas; las gentes de la casa afirmaron que golpeaban con las alas en los cristales. -Ya estará usted satisfecho, Larsen -dijo Su Señoría-; la tempestad ha derribado los árboles, y las aves se han marchado al bosque. Aquí nada queda ya de los viejos tiempos; ha desaparecido toda huella, toda señal de ellos. Pero a mí esto me apena. El jardinero no contestó. Pensaba sólo en lo que habla llevado en la cabeza durante mucho tiempo: en utilizar aquel lugar soleado de que antes no disponía. Lo iba a transformar en un adorno del jardín, en un objeto de gozo para Su Señoría. Los corpulentos árboles abatidos habían destrozado y aplastado los antiquísimos setos con todas sus figuras. El hombre los sustituyó por arbustos y plantas recogidas en los campos y bosques de la región. A ningún otro jardinero se le había ocurrido jamás aquella idea. Él dispuso los planteles teniendo en cuenta las necesidades de cada especie, procurando que recibiesen el sol o la sombra, según las características de cada una. Cuidó la plantación con el mayor cariño, y el conjunto creció magníficamente. Por la forma y el color, el enebro de Jutlandia se elevó de modo parecido al ciprés italiano; lucía también, eternamente verde, tanto en los fríos invernales como en el calor del verano, la brillante y espinosa oxiacanta. Delante crecían helechos de diversas especies, algunas de ellas semejantes a hijas de palmeras, y otras, parecidas a los padres de esa hermosa y delicada planta que llamamos culantrillo. Estaba allí la menospreciada bardana, tan linda cuando fresca, que habría encajado perfectamente en un ramillete. Estaba en tierra seca, pero a mayor profundidad que ella y en suelo húmedo crecía la acedera, otra planta humilde y, sin embargo, tan pintoresca y bonita por su talla y sus grandes hojas. Con una altura de varios palmos, flor contra flor, como un gran candelabro de muchos brazos, se levantaba la candelaria, trasplantada del campo. Y no faltaban tampoco las aspérulas, dientes de león y muguetes del bosque, ni la selvática cala, ni la acederilla trifolia. Era realmente magnífico. Delante, apoyadas en enrejados de alambre, crecían, en línea, perales enanos de procedencia francesa. Como recibían sol abundante y buenos cuidados, no tardaron en dar frutos tan jugosos como los de su tierra de origen. En lugar de los dos viejos árboles pelados erigieron un alta asta de bandera, en cuya cima ondeaba el Danebrog, y a su lado fueron clavadas otras estacas, por las que, en verano y otoño, trepaban los zarcillos del lúpulo con sus fragantes inflorescencias en bola, mientras en invierno, siguiendo una antigua costumbre, se colgaba una gavilla de avena con objeto de que no faltase la comida a los pajarillos del cielo en la venturosa época de las Navidades. -¡En su vejez, nuestro buen Larsen se nos vuelve sentimental! -decía Su Señoría-. Pero nos es fiel y adicto. Por Año Nuevo, una revista ilustrada de la capital publicó una fotografía de la antigua propiedad señorial. Aparecía en ella el asta con la bandera danesa y la gavilla de avena para las avecillas del cielo en los alegres días navideños. El hecho fue comentado y alabado como una idea simpática, que resucitaba, con todos sus honores, una vieja costumbre. -Resuenan las trompetas por todo lo que hace ese Larsen. ¡Es un hombre afortunado! Casi hemos de sentirnos orgullosos de tenerlo. Pero no se sentía orgulloso el gran señor. Se sentía sólo el amo que podía despedir a Larsen, pero que no lo hacía. Era una buena persona, y de esta clase hay muchas, para suerte de los Larsen. Y ésta es la historia «del jardinero y el señor». Detente a pensar un poco en ella.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El libro de estampas del padrino
Cuento infantil
El padrino sabía contar historias, muchas y muy largas. Y sabía también recortar estampas y dibujar figuras. Cuando se acercaban las Navidades cogía un cuaderno de hojas blancas y limpias, y en ellas pegaba ilustraciones, recortadas de libros y periódicos; si no bastaban para su propósito, las dibujaba con su propia mano. De niño yo fui obsequiado con muchos de aquellos libros de estampas, pero el más hermoso de todos fue uno acerca del «Año memorable en que el gas sustituyó en Copenhague a los viejos faroles de aceite de pescado», título que figuraba en primera página. -Hay que guardar muy bien este libro -me dijeron mis padres-; sólo lo sacaremos en ocasiones solemnes -. El padre había anotado en la tapa: Si rompes el libro, no será un gran delito. Peor habrá obrado más de un amiguito. Lo mejor era cuando el padrino, sacando el cuaderno, leía en alta voz los versos y demás cosas escritas en él, y luego se ponía a contar. ¡Entonces sí que la historia se volvía una verdadera historia! En la primera página había una estampa recortada del «Correo Volante», donde aparecía Copenhague con la Torre Redonda y la iglesia de Nuestra Señora. A la izquierda había pegado un dibujo que representaba una vieja linterna, con el letrero «Aceite», y a la derecha estaba un candelabro, con la palabra «Gas». Fíjate en la portada -dijo el padrino-. Es la introducción a la historia que vas a oír. También podría haber servido para una comedia, que habría podido titularse: «Aceite y gas, o la vida de Copenhague». Es un título sensacional. Al pie de la página aparece todavía otro grabado, que no es muy fácil de interpretar; por eso te lo descifraré: es un caballo infernal. Debiera figurar al fin del libro, pero se ha adelantado para advertir que ni la introducción ni el cuerpo de la obra, ni su desenlace valen gran cosa. Él lo habría hecho mejor si hubiera podido hacerlo. Como te digo, el caballo infernal, durante el día, va enganchado al periódico; está en las columnas, como dicen, pero al anochecer se escapa y se sitúa ante la puerta del poeta, y relincha para que el hombre que está dentro se muera en seguida; pero no muere si hay en él vida verdadera. El caballo infernal es casi siempre un pobre diablo que anda desorientado, pero necesita aire y alimento para correr y relinchar. El libro del padrino no le gusta ni pizca, de eso estoy seguro; razón de más para creer que no es tan malo. Mira, ahí tienes la primera página, la portada. Era precisamente la última noche que se encendían las viejas linternas de aceite. Habían instalado gas en la ciudad, y daba una luz tan viva, que aquellos pobres faroles quedaban casi eclipsados por completo. -Aquella noche yo salí a la calle -dijo el padrino-. La gente circulaba en todas direcciones para ver la nueva iluminación. Había un gran gentío, casi doble número de piernas que de cabezas. Los vigilantes estaban tristes, pues presentían que los despedirían como a los faroles de aceite. Éstos recordaban sus tiempos pasados, ya que no podían pensar en los venideros. ¡Recordaban tantas y tantas cosas de las veladas silenciosas y de las noches oscuras! Me apoyé en el poste del farol, y oí chisporrotear el aceite y el pabilo; oí también lo que decía la linterna y te lo repetiré. «Hemos hecho cuanto hemos podido -decía-. Servimos a nuestra época, la alumbramos en las horas de alegría y en las de pena. Hemos presenciado muchas cosas notables, podríamos decir que hemos sido los ojos nocturnos de Copenhague. Ahora, las nuevas luces vienen a ocupar nuestros puestos y desempeñar nuestras funciones. Cuántos años van a brillar y para qué lo harán, es cosa que aún está por ver. Son más luminosas que nosotras, hay que reconocerlo, pero qué tiene eso de particular, cuando lo funden a uno en forma de poste con tantas conexiones. Todos se ayudan entre sí. Tienen cañerías en todos los sentidos y pueden procurarse fuerzas dentro y fuera de la ciudad. En cambio, nosotras, las linternas de aceite, hemos de alumbrar con lo que llevamos dentro, sin poder contar con los parientes. Nosotras y nuestras abuelas hemos estado alumbrando Copenhague durante un tiempo larguísimo, inacabable. Mas, puesto que ésta es la última noche que nos encienden, como si fuéramos sus ayudantes, no queremos murmurar ni mostrarnos envidiosas, brillantes compañeros; por el contrario, estaremos alegres y complacientes. Somos las viejas centinelas a quienes relevan alabarderos de nuevo cuño, vestidos con mejor uniforme. Les contaremos lo que nuestro linaje ha visto y vivido, remontándonos hasta los abuelos: toda la historia de Copenhague. ¡Ojalá ustedes y sus descendientes puedan presenciar y narrar, hasta el último poste de gas, acontecimientos tan memorables el día en que, como hoy nosotras, tengan que despedirlos; día que les llegará sin duda. Deben estar preparados para cuando venga. Los hombres inventarán seguramente una iluminación más intensa que el gas; yo he oído decir a unos estudiantes que algún día se llegará a quemar agua del mar». La mecha chisporroteó al decir esto la linterna; tenía la sensación de que ya la estaban empapando de agua. El padrino escuchaba con atención, y pensó que la vieja linterna había tenido una excelente idea al aprovechar aquella noche de cambio del aceite por el gas, para pasar revista a toda la historia de Copenhague. -Jamás hay que desperdiciar una buena idea -dijo el padrino-. Yo la adopté enseguida; me fui a casa y confeccioné este libro de estampas. Se remonta aún a tiempos anteriores al de las linternas. He aquí el libro, y aquí va la historia: «La vida de Copenhague». Empieza con unas tinieblas absolutas, una hoja negra como el carbón; es la época de la oscuridad. -Volvamos ahora la página -dijo el padrino-. ¿Ves este grabado? Sólo se ve el mar embravecido y el furioso viento Nordeste. Bloques de hielo por doquier; nadie navega por sus aguas, aparte las enormes piedras que, allá en Noruega, se precipitan de las rocas sobre los hielos. El viento impele los témpanos, como empeñado en enseñar a las montañas germanas los peñascos que hay en el Norte. La flota de hielo ha llegado ya al estrecho de la costa zelandesa, donde se levanta hoy Copenhague, ciudad que entonces no existía. Bajo el agua se extendían grandes bancos de arena; los bloques de hielo, cargados con las enormes piedras, chocaron contra uno de ellos, y toda la helada flota se detuvo, sin que el viento pudiera despegarla del fondo. Por eso, henchido de cólera, maldijo el banco de arena, el «fondo de los ladrones», como lo llamó, jurando que si algún día se elevaba por encima de la superficie marina, desembarcarían allí ladrones y bandidos. Pero mientras maldecía y protestaba, salió el sol, y en sus rayos se columpiaban radiantes espíritus buenos, hijos de la luz, que bailaban por encima de los frígidos bloques de hielo y los derretían, por lo que las grandes piedras que estaban presas en ellos, se precipitaron al fondo, sobre el banco de arena. «¡Chusma del sol! -gritaba el viento Nordeste-. ¿Es esto camaradería y parentesco? Ya me acordaré para vengarme. ¡Lo maldigo!». «Nosotros lo bendecimos -respondieron los hijos de la luz-. El banco emergerá, y nosotros lo protegeremos. Sobre él se levantarán la Bondad, la Verdad y la Belleza». «¡Estúpidos!», gritó el viento. -¿Ves? De todo esto nada sabían las linternas -dijo el padrino pero yo sí lo sé, y es de gran importancia en la vida de Copenhague -. Volvamos ahora la página -añadió-. Han pasado muchos años, y el banco de arena se ha elevado. Un ave marina se ha posado sobre la mayor de las piedras, la que más sobresalía del agua. Puedes verla en la estampa. Corrieron los años. El mar arrojaba peces muertos a la arena; brotaron tenaces carrizos, se marchitaron y pudrieron, y abonaron el suelo. Nacieron otras especies de hierbas, y el banco de arena se transformó en una isla verdeante. Desembarcaron los vikingos; estallaron reyertas y desafíos, que fueron otras tantas avenidas de la muerte. En el Holm de Seeland había un buen fondeadero. Ardió la primera linterna de aceite; creo que asaron pescado sobre ella; abundaba bastante. Los arenques circulaban en enormes bandadas por el Sund, hasta el extremo de dificultar las maniobras de las embarcaciones. Brillaban las aguas como si en su seno estallaran relámpagos de calor; el fondo relucía como una aurora boreal. El Sund era rico en peces; por eso se fue poblando la costa de Seeland. Las paredes de las casas eran de roble, y los tejados, de corteza; no eran árboles lo que faltaba. Los barcos entraban en el puerto; la linterna de aceite ardía balanceándose en las jarcias, mientras el viento Nordeste soplaba, cantando: «¡huu-ui!». Si en el Holm brillaba una linterna, era de bandidos. Contrabandistas y bandidos prosperaban en la «Isla de los ladrones». -Creo que la maldad va extendiéndose, tal como yo quería -dijo el viento Nordeste-. No tardará en venir el árbol del que pueda sacudir el fruto. -Y aquí tenemos el árbol -continuó el padrino-. ¿Ves la horca en la Isla de los ladrones? De ella cuelgan ladrones y asesinos, tal y como se hacía entonces. El viento soplaba haciendo chocar entre sí los largos esqueletos, y la luna brillaba satisfecha sobre ellos, como brilla hoy sobre una fiesta campestre. También el sol enviaba contento sus rayos, ayudando a que se pudriesen las colgantes osamentas, y desde sus rayos cantaban los hijos de la luz: «¡Lo sabemos, lo sabemos! En tiempos venideros, esto será hermoso. Será una tierra bella y feliz». -¡Necias palabras! -refunfuñaba el viento. -Volvamos otra página -dijo el padrino-. Doblaban las campanas en la ciudad de Roeskilde, residencia del obispo Absalón, hombre que lo mismo leía la Biblia que blandía la espada. Tenía poder y voluntad, y se había propuesto proteger contra el pillaje a los laboriosos pescadores del puerto de aquella ciudad, que entretanto había crecido y convertido en centro comercial. Mandó rociar con agua bendita aquel suelo infame: se restituyó la honra a la Isla de los ladrones. Albañiles y carpinteros pusieron manos a la obra; por iniciativa del obispo, pronto se levantó un edificio. Los rayos del sol besaron sus rojos muros. Así surgió la Casa de Axel.Castillo con torreones,firme en la tormenta;muros que desafían los siglos.¡Hu-u-uh!Vino el viento Nortecon su hálito helado.Sopló,arremetió,mas el castillo no cedió.Y en el lugar se levantó «Copenhague», el puerto de los comerciantes.Morada de sirenas, entre lagos brillantes,Construida en la verde floresta. Acudieron los extranjeros a comprar pescado, levantaron tiendas y casas, en cuyas ventanas las vejigas de cerdo hacían de cristales, pues el vidrio era muy caro; surgieron graneros, con pináculos y poleas. ¿Ves? En estas tiendas están los solterones, los que no pueden casarse, comercian con jengibre y pimienta: son los «pimenteros». El viento Nordeste pasea sus ráfagas por las calles y callejas, arremolina el polvo, arranca algún que otro tejado de paja. Vacas y cerdos se meten en el arroyo. -¡A puñadas y empujones me llevaré las casas en torno al castillo de Axel! No puedo equivocarme. La llaman Steileborg de Tyvsö. Y el padrino me mostró un dibujo hecho por él mismo. Junto al muro se alineaban los palos, de cada uno de los cuales pendía la cabeza de un pirata capturado, regañando los dientes. -Esto ha sucedido de verdad -afirmó el padrino-; conviene saberlo y comprenderlo. El obispo Absalón estaba en el baño, y a través de la delgada pared oyó que se acercaba un barco corsario. Salió inmediatamente, subió a su barco y tocó el cuerno, a cuyo son acudió la tripulación, y las flechas volaron, y se clavaron en las espaldas de los piratas. Éstos trataron de huir, remando con todas sus fuerzas; las flechas les herían en las manos, pero no había tiempo para arrancarlas. El obispo capturó a todos los que habían quedado con vida y mandó decapitarlos y exhibir las cabezas en la muralla del castillo. El viento Nordeste soplaba con toda la fuerza de sus carrillos hinchados, con mal tiempo en la boca, como dice el marino. -Me estiraré aquí -dijo el viento-. Echado en este lugar veré todo este negocio. Se quedó encalmado varias horas, soplando luego durante días y noches. Transcurrieron años. Salió el guardián de la torre del castillo y miró al Este, al Oeste, al Norte y al Sur. -Ahí lo tienes en esta estampa -dijo el padrino, señalándolo-. Ahí está, y ahora te diré lo que vio. Ante las murallas de Steileborg se despliega al mar hasta el Golfo de Kjöge; el canal que sigue hasta la costa de Seeland es muy ancho. Frente a Serritslev Mark y Solbjerg Mark, donde están los grandes poblados, prospera la nueva ciudad, con sus casas de paredes entramadas y fachadas en hastial. Hay callejones enteros ocupados por zapateros y curtidores, abaceros y cerveceros; hay una plaza-mercado, una casa gremial, y junto a la playa, donde anteriormente había una isla, se levanta la magnífica iglesia de San Nicolás. Tiene una torre y una espira altísima; una y otra se reflejan bellamente en las aguas límpidas. No lejos de allí se encuentra la iglesia de Nuestra Señora, donde rezan y cantan misas, huele el incienso y arden los cirios. Copenhague es ahora la sede del obispo; el obispo de Roeskilde la rige y gobierna. Otro prelado llamado Erlandsen, ocupa la casa de Axel. En la cocina están asando, se sirve cerveza y vino especiado, mientras suenan violines y timbales. Arden cirios y lámparas, el palacio reluce como una linterna, encendida para iluminar todo el país y todo el reino. El viento Nordeste sopla a Poniente en torno a las fortificaciones de la ciudad, que no son sino un vallado de planchas. ¡Con tal que resista! Fuera está el rey de Dinamarca, Cristóbal I. Los sublevados lo derrotaron en Skjelskör, y ahora busca refugio en la ciudad del obispo. El viento silba, diciéndole, como el prelado: -¡Quédate fuera! ¡Quédate fuera! La puerta está cerrada para ti. Atravesamos una época de descontento; los días son difíciles. Todos quieren gobernar. La bandera del Holstein ondea en la torre del castillo; hay privaciones y sufrimientos, es la noche del terror: guerra en el país y la muerte negra, una noche tenebrosa, pero luego vino Waldemar Atterdag. La ciudad del obispo es ahora la ciudad del Rey. Tiene casas de hastial y estrechos callejones, tiene guardas y una casa consistorial; en la puerta de Poniente se alza una horca amurallada. Ningún forastero puede ser ahorcado en ella. Hay que ser ciudadano de la capital para tener el privilegio de colgar allí, tan alto, dominando Kjöge y sus pollos. -¡Magnífica horca! -exclamó el viento Nordeste-. Es un adorno para el paisaje. Y venga soplar y arremeter. De Alemania llegan la aflicción y la miseria. -Vinieron las Hansas -dijo el padrino-; vinieron de Rostock, Lubeck y Brema; pretendían algo más que apoderarse del ganso de oro de la torre de Waldemar. En la capital de Dinamarca mandaban más que el mismo Rey; vinieron en barcos armados. Nadie estaba preparado, y, por otra parte, el rey Erich no deseaba pelearse con sus primos alemanes; eran muchos y muy fuertes. El Monarca y sus cortesanos se precipitaron por la puerta de Poniente, dirigiéndose a Sorö, junto al lago tranquilo y los verdes bosques, entre canciones de amor y chocar de copas. Sin embargo, se había quedado en Copenhague un corazón real, una verdadera cabeza de rey. ¿Ves esta figura, esta mujer joven, delicada y fina, de ojos azules y cabello de lino? Es la reina de Dinamarca, Felipa, princesa de Inglaterra. Ella se quedó en la aterrorizada ciudad, en cuyos angostos callejones y calles de empinadas escaleras y cerrados tenduchos, los ciudadanos corrían a la desbandada, totalmente desorientados. Ella tiene el valor y el corazón de un hombre: llama a los ciudadanos y a los campesinos, los anima, los estimula. Se aparejan las naves, se equipan los fortines; los cañones retumban, vomitando fuego y humo. Vuelven los ánimos. Dios no abandona a Dinamarca, y el sol brilla en todos los corazones, mientras el júbilo de la victoria ilumina los ojos. ¡Bendita sea Felipa! La bendición en las chozas, en los hogares, en el palacio real, donde son atendidos los heridos y enfermos. He recortado una corona para ponerla como marco a esta estampa. ¡Bendita sea la reina Felipa! -Saltemos ahora algunos años -continuó el narrador-. Copenhague salta con ellos. El rey Cristián I ha estado en Roma, el Papa le ha dado su bendición, y en todo el largo camino ha sido objeto de homenajes y honores. En su país levanta una casa de piedras cocidas; en ella prosperará la Ciencia, que será difundida en latín. Los hijos de las familias humildes, del terruño y del taller, podrán venir también, abriéndose paso a fuerza de mendigar, llevando el largo y amplio manto negro, cantando frente a las puertas de los ciudadanos. Junto a la casa de la Ciencia, donde todo se dice en latín, hay otra casita en la que reinan la lengua y las costumbres danesas. Para desayuno se sirve sopa de cerveza, y se almuerza a las diez de la mañana. A través de los pequeños cristales brilla el sol en la alacena y en la librería, en la cual se guardan tesoros literarios, como el «Rosario» y «Comedias piadosas» del Señor Miguel, el «Recetario de Henrik Harpenstren» y la «Crónica rimada danesa» de los hermanos Niels de Sorö. Todo danés debiera conocerla, dice el dueño de la casa, y éste es el hombre llamado a divulgarla. Es el primer impresor de Dinamarca, el holandés Godofredo de Gehmen. Practica el bendito arte negro: la imprenta. Y los libros llegan al real palacio y a las casas de los burgueses. Proverbios y canciones adquieren vida imperecedera. Lo que el hombre no sabe expresar en poemas y canciones lo canta el pájaro de la canción popular con palabras floridas pero claras. Vuela libre y vuela lejos, a los aposentos del servicio y al castillo señorial; gorjeando, se posa como el halcón en la mano de la amazona; se desliza como un ratoncillo y se pone a piar ante el siervo campesino en la perrera. -¡Charla vacía! -exclama el acerado viento Nordeste. -¡Es primavera! -replican los rayos del sol-. Mira cómo asoma la verde hierba. -Sigamos hojeando en nuestro libro de estampas -dijo el padrino-. ¡Cómo resplandece Copenhague! Torneos y juegos, magníficos desfiles. ¡Mira los nobles caballeros en sus armaduras, las encopetadas damas vestidas de seda y oro! El rey Hans otorga al Elector de Brandeburgo la mano de su hija Isabel. ¡Qué joven es, y qué contenta está! Anda sobre terciopelo; en sus ojos brilla el porvenir, la felicidad de la vida doméstica. A su lado avanza su real hermano, el príncipe Cristián, de ojos melancólicos y sangre ardiente y alborotada. Los burgueses lo quieren; él conoce sus cuitas, el futuro de los pobres vive en su pensamiento. ¡Sólo Dios concede la felicidad! -¡Adelante con nuestro libro de estampas! -prosigue el padrino-. El viento sopla furioso, cantando las agudas espadas, los tiempos difíciles y sin paz. Es un día gélido de mediados de abril. ¿Por qué la multitud se apretuja frente al palacio, frente a la vieja aduana, donde está anclada la nave real, izadas las banderas y las velas extendidas? Se ve gente en las ventanas y los tejados. Reinan el dolor y la aflicción, la incertidumbre y el miedo. Todas las miradas se concentran en el castillo, en cuyas doradas salas se bailó otrora la danza de las antorchas, mientras hoy aparecen silenciosas y desiertas. Miran a la ventana del torreón, desde la cual el rey Cristián tantas veces siguió con la vista, al otro lado del Puente de la Corte y del estrecho callejón, a su palomita, la muchacha holandesa que había traído de la ciudad de Bergen. Los postigos están cerrados, la multitud mira al palacio; he aquí que se abre la puerta y se baja el puente levadizo. Ahí viene el rey Cristián con su fiel consorte Isabel, que se niega a abandonar a su real esposo en la hora de la desgracia. Había fuego en su pecho, fuego en su pensamiento. Quiso romper con los viejos tiempos, romper el yugo del campesino, favorecer al burgués, cortar las alas a los «voraces cernícalos». Pero eran demasiados. Helo ahí abandonando su patria y su reino, para ganarse en el extranjero amigos y parientes. Su esposa y sus leales lo acompañan, todos los ojos están húmedos a aquella hora de la separación. Se mezclan las voces que entonan la canción del tiempo, en su favor, en su contra; un triple coro. Escucha las palabras de la nobleza; pues han quedado escritas e impresas: -¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado! La sangre vertida en el mercado de Estocolmo clama venganza contra ti y te maldice. También el coro de los monjes expresa la misma sentencia: -¡Repudiado seas por Dios y por nosotros! Trajiste a esta tierra la doctrina luterana, le entregaste la Iglesia y el púlpito, permitiste que hablase la lengua del demonio. ¡Maldición sobre ti, Cristián el Malvado! Pero los campesinos y los burgueses lloraban: -¡Cristián, rey bondadoso! El campesino no ha de ser vendido como ganado ni trocado por un perro de caza. ¡Esta ley es tu ejecutoria! Pero las palabras de los humildes son como paja al viento. Pasa ahora el barco por delante del palacio, y los ciudadanos corren a lo alto de la muralla para decir un último adiós a la real nave. Largo es el tiempo, y tenebroso. ¡No te fíes de los amigos, no te fíes de los parientes! Tío Federico, del castillo de Kiel, ambiciona el trono. El rey Federico está ante Copenhague. ¿Ves esta estampa: «Copenhague la Leal»? Se ciernen sobre ella negros nubarrones, grabado tras grabado; fíjate en cada uno. En una estampa ruidosa; resuena todavía en la leyenda y en la canción: el tiempo es duro, difícil, amargo. -¿”Qué fue del rey Cristián, el ave sin rumbo? Lo han cantado los pájaros, que vuelan lejos, allende las tierras y los mares. La cigüeña llegó pronto, en primavera, procedente del Sur, a través del país germano. Había visto lo que vamos a contar. -Vi al fugitivo rey Cristián cruzando el erial. Lo esperaba allí un mísero carruaje tirado por un caballo. Iban en el vehículo su hermana la margravesa de Brandeburgo, que su marido expulsó por haberse mantenido fiel a la doctrina luterana. En el oscuro páramo se encontraron los proscritos hijos del Rey. ¡Largo es el tiempo, y angustioso; no confíes en tus amigos y parientes! La golondrina llegó del castillo de Sönderborg, entonando una canción plañidera: -¡El rey Cristián ha sido traicionado! Yace allí encerrado en la profunda torre; sus graves pasos dejan huellas en el pavimento de piedra, su dedo graba signos en el duro mármol: ¡Ah! ¿Qué dolor halló palabras como las que oyó la dura piedra? Del mar embravecido vino el quebrantahuesos. El mar es amplio y libre, y lo surca un barco, tripulado por el valeroso fionés Sören Nordby. La fortuna lo acompaña; pero la fortuna es veleidosa como el viento y el tiempo. En Jutlandia y en Fionia gritan el cuervo y la corneja: -¡Avanzamos! ¡Las cosas van bien, muy bien! Yacen allá cadáveres de caballos y de hombres. Es una época de inquietud, con las querellas de los condes. El campesino empuñó su maza, el comerciante su cuchillo, y todos echaron a gritar: -¡Degollaremos los lobos, hasta que no quede ni un lobezno! Nubes y humo suben de las ciudades incendiadas. El rey Cristián está prisionero en el castillo de Sönderborg; no puede escapar, no ve Copenhague ni su extrema miseria. En el herbazal al norte de la ciudad está Cristián III, allí donde estuvo su padre. En la capital reinan el terror, el hambre y la peste. Apoyado contra la pared de la iglesia, yace el cadáver de una mujer, vestida de harapos; dos criaturas vivas, sentadas en su regazo, chupan sangre del pecho de la muerta. El valor ha cedido, cede la resistencia. ¡Oh, tú, leal Copenhague! Resuenan clarines. ¡Escuchan los timbales y las trompetas! En ricos trajes de seda y terciopelo, con plumas ondeantes, se acercan los nobles montados en caballos guarnecidos de oro, cabalgando hacia el Altmark. ¿Hay allí algún torneo, alguna lucha a la antigua usanza? Burgueses y campesinos endomingados se encaminan también allí. ¿A ver qué? ¿Acaso han erigido una pira para quemar imágenes papistas, o está allí el verdugo, como estaba en la pira de Slaghoek? El Rey, señor del país, es luterano; hay que reconocerlo y proclamarlo en toda forma. Distinguidas damas y nobles doncellas, con altos cuellos y, luciendo perlas en las cofias, están sentadas detrás de las abiertas ventanas, contemplando aquel esplendor. Sobre un paño extendido, y bajo un dosel, se sienta el Consejo del Reino, en sus trajes antiquísimos, cerca del trono real. El Monarca permanece silencioso. Su voluntad y la del Consejo son leídas en alta voz y en lengua danesa; burgueses y campesinos han de oír palabras duras, duras reconvenciones por la resistencia que opusieron a la alta nobleza. El ciudadano es humillado, el campesino se convierte en esclavo. Luego se alzan voces de condenación contra los obispos del país. Su poder ha terminado. Todos los bienes de la Iglesia y de los conventos pasan al Rey y a la nobleza. Reinan la soberbia y el odio, reina la ostentación, reina la desolación. Ave pobre va cojeando, cojeando. Ave rica rauda va, rauda va. Los tiempos de transformación traen consigo negras nubes, pero también sol. Hay luz ahora en la casa de la Ciencia, en el hogar del estudiante, y nombres de entonces brillan aún hoy. Hans Tausen, el pobre hijo del herrero de Fionia: Fue aquel mozo de la ciudad de Birken. Su nombre pervive en la memoria danesa. Lutero danés, luchó con la espada del verbo y venció con el espíritu en el corazón del pueblo. Brilla allí el nombre de Petrus Palladius, latinizado del danés Peter Plade, obispo de Roeskilde, hijo asimismo de un pobre herrero de la tierra jutlandesa. Y entre los apellidos nobiliarios destaca el de Hans Friis, canciller del reino. Sentó a los estudiosos a su mesa, cuidó de ellos y de los alumnos. Uno, por encima de todos, es objeto de un hurra y de una canción: Mientras moje un estudiante su pluma en el puerto de Axel, la obra del rey Cristián será saludada con hurras. En aquellos tiempos de transformación los rayos del sol atravesaron las tupidas nubes. Ahora volvamos la página. ¿Qué es lo que silba y canta en el Gran Belt, junto a la costa de Samsö? Emerge del mar una sirena de cabellera verde como las algas y predice al campesino: Nacerá un príncipe que será un rey poderoso y grande. Nació en el campo, bajo el oxiacanto florido. Hoy su nombre brilla en leyendas y canciones, en torno a los castillos feudales y los palacios. Surgió la Bolsa, con su torre y su espira, se levantó Rosenborg muy por encima de la muralla; el estudiante tuvo su casa propia, junto a la cual se alza la Torre Redonda señalando al cielo, una columna de Urania que domina la Isla de Hveen, donde yace Uranienborg; sus doradas cúpulas brillaban a la luz de la luna, y las sirenas cantaban acerca del hombre que moraba en él, el genio de noble sangre, Tycho Brahe, a quien visitaban reyes y hombres ilustres. A tal altura llevó el nombre de Dinamarca, que él y el cielo estrellado son conocidos en todos los países civilizados del Globo. Mas Dinamarca lo repudió. En su dolor, se consoló con una canción: ¿No está el cielo por doquier? ¿Qué más necesito entonces? Su canción tiene la vida de la canción popular, como la de la sirena de Cristián IV. -Viene ahora una página que debes considerar con atención -dijo el padrino-. Las estampas siguen las estampas como los versos en la canción popular. Es una poesía tan alegre en su comienzo, como triste en el final. Una princesita danza en el palacio real: ¡qué preciosa está! ¡Mírala sentada en las rodillas de Cristián IV!; es su hija querida, Leonor. Crece en las virtudes y cualidades que adornan a una mujer. El hombre más ilustre de la poderosa nobleza, Korfitz Ulfeldt, es su prometido. Ella es una niña todavía, sometida a los azotes de su severa aya; ella se queja a su amado, y hace bien. ¡Qué lista es, qué cortés e instruida! Sabe griego y latín, canta en italiano al son de su laúd, es capaz de hablar acerca del Papa y de Lutero. El rey Cristián yace de cuerpo presente en la capilla de la catedral de Roeskilde; el hermano de Leonor sube al trono. En el palacio de Copenhague todo es esplendor y magnificencia, belleza y talento, y por encima de todos destaca la Reina, Sofía Amalia de Luneburgo. ¿Quién sabe como ella dominar el caballo? ¿Quién es tan elegante en el baile? ¿Quién habla con tanta erudición e ingenio como la reina de Dinamarca? -¡Leonor Cristina Ulfeldt! -así dice el embajador francés-: Ésta supera a todas en belleza e inteligencia. En el suelo liso del palacio crecía el cardo de la maldad. Fuertemente agarrado, propagaba a su alrededor el sarcasmo y la injuria: -¡La bastarda! Su coche siempre parado junto al puente de palacio; donde vaya la Reina, allí debe ir ella. La calumnia, la invención, la mentira dieron sus frutos. Y, en la noche silenciosa, Ulfeldt coge la mano de su esposa. Tiene las llaves de las puertas de la ciudad y abre una de ellas. Los caballos aguardan al exterior. Galopan a lo largo de la orilla, camino de la tierra de Suecia. -Volvamos la página, del mismo modo que la suerte vuelve la espalda a los dos. Es otoño, con sus días cortos y sus largas noches; gris está el cielo, y húmedo. El viento sopla frío aumentando por momentos su violencia. Ruge entre el follaje del bosque, las hojas vuelan al interior de la mansión de Peder Oxe, desierta y abandonada por su dueño. Y el viento silba sobre Chistianshavn, en torno a la morada de Kai Lykke; ahora es una cárcel. Él ha sido proscrito, infamado; su escudo de armas aparece roto, y su efigie cuelga de la horca más alta. De este modo han sido castigadas sus petulantes y ligeras palabras sobre la venerada reina del país. Aúlla el viento, volando por el solar abandonado donde se levantó la mansión del mayordomo imperial; hoy sólo queda de ella una piedra. «Lo arrojé como un guijarro sobre los hielos flotantes -dice el viento-; la piedra quedó varada en el lugar donde un día surgiera la Isla de los ladrones, maldita por mí; después vino a parar al palacio del señor de Ulfeldt, donde la castellana cantaba al son del laúd, leía en griego y en latín y llevaba erguida la cabeza. Ahora queda sólo la piedra con su inscripción: Para eterno ludibrio y vergüenza del traidor Corfitz Ulfeldt». -¿Dónde está ahora, la noble dama? ¡Hu-uihu-ui! -silba el viento con voz de nieve-. Lleva ya muchos años en la «Torre azul», detrás del castillo, donde las olas se estrellan contra la muralla cenagosa. En el recinto hay más humo que calor; la ventanita queda muy alta, junto al techo. La niña mimada del rey Cristián, la distinguida señorita, la noble dama, ¡qué pobre y miserable vive ahora! El recuerdo extiende cortinas y tapices sobre las paredes ennegrecidas de la cárcel. La mujer piensa en los tiempos felices de su juventud, en los rasgos bondadosos y radiantes de su padre; piensa en su magnífico viaje de bodas, en los días de su encumbramiento, en los de miseria en Holanda, Inglaterra y Bornholm. ¡Nada es demasiado gravoso para el amor verdadero! Pero entonces estaba él a su lado, y ahora está sola, sola para siempre. No sabe dónde está su tumba, nadie lo sabe. Lealtad al hombre fue todo su crimen. Pasó allí muchos y largos años, mientras fuera bullía la vida. Nunca se detiene, pero nosotros nos pararemos un instante a pensar en aquella mujer y en lo que dice la canción: Fui fiel al esposo en el honor, en la desgracia y en el gran dolor. -¿Ves este grabado? -dijo el padrino-. Estamos en invierno; el hielo tiende un puente entre Laaland y Fionia, un puente para Carlos Gustavo, que avanza arrollador. El pillaje y el incendio, el terror y la miseria reinan en todo el país.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El libro mudo
Cuento infantil
Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida. ¿Quién es el muerto? -preguntamos, y nos respondieron: -Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba. Quitaron el paño mortuorio: la paz se reflejaba en el rostro del difunto, sobre el que daba un rayo de sol; una golondrina penetró como una flecha en el follaje y dio media vuelta, chillando, encima de la cabeza del muerto. ¡Qué maravilloso es -todos hemos experimentado esta impresión- sacar a la luz viejas cartas de nuestra juventud y releerlas! Toda una vida asoma entonces, con sus esperanzas y cuidados. ¡Cuántas veces creemos que una persona con la que estuvimos unidos de corazón, está muerta hace tiempo, y, sin embargo, vive aún, sólo que hemos dejado de pensar en ella, aunque un día pensamos que seguiremos siempre a su lado, compartiendo las penas y las alegrías. La hoja de roble marchita de aquel libro recuerda al compañero, al condiscípulo, al amigo para toda la vida; se prendió aquella hoja a la gorra de estudiante aquel día que, en el verde bosque, cerraron el pacto de alianza perenne. ¿Dónde está ahora? La hoja se conserva, la amistad se ha desvanecido. Hay aquí una planta exótica de invernadero, demasiado delicada para los jardines nórdicos… Se diría que las hojas huelen aún. Se la dio la señorita del jardín de aquella casa noble. Y aquí está el nenúfar que él mismo cogió y regó con amargas lágrimas, la rosa de las aguas dulces. Y ahí una ortiga; ¿qué dicen sus hojas? ¿Qué estaría pensando él cuando la arrancó para guardarla? Ver aquí el muguete de la soledad selvática, y la madreselva arrancada de la maceta de la taberna, y el desnudo y afilado tallo de hierba. El florido saúco inclina sus umbelas tiernas y fragantes sobre la cabeza del muerto; la golondrina vuelve a pasar volando y lanzando su trino… Y luego vienen los hombres provistos de clavos y martillo; colocan la tapa encima del difunto, de manera que la cabeza repose sobre el libro… conservado… deshecho.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El lino
Cuento infantil
El lino estaba florido. Tenía hermosas flores azules, delicadas como las alas de una polilla, y aún mucho más finas. El sol acariciaba las plantas con sus rayos, y las nubes las regaban con su lluvia, y todo ello le gustaba al lino como a los niños pequeños cuando su madre los lava y les da un beso por añadidura. Son entonces mucho más hermosos, y lo mismo sucedía con el lino. -Dice la gente que me sostengo admirablemente -dijo el lino y que me alargo muchísimo; tanto, que hacen conmigo una magnífica pieza de tela. ¡Qué feliz soy! Sin duda soy el más feliz del mundo. Vivo con desahogo y tengo porvenir. ¡Cómo vivifica el sol, y cómo gusta y refresca la lluvia! Mi dicha es completa. Soy el ser más feliz del mundo entero. -¡Sí, sí, sí! -dijeron las estacas de la valla-, tú no conoces el mundo, pero lo que es nosotras, nosotras tenemos nudos -y crujían lamentablemente: Ronca que ronca carraca, ronca con tesón. Se terminó la canción. -No, no se terminó -dijo el lino-. El sol luce por la mañana, la lluvia reanima. Oigo cómo crezco y siento cómo florezco. ¡Soy dichoso, dichoso, más que ningún otro! Pero un día vinieron gentes que, agarrando al lino por el copete, lo arrancaron de raíz, operación que le dolió. Lo pusieron luego al agua como para ahogarlo, y a continuación sobre el fuego, como para asarlo. ¡Horrible! «No siempre pueden marchar bien las cosas -suspiró el lino-. Hay que sufrir un poco, así se aprende». Pero las cosas se pusieron cada vez peor. El lino fue partido y roto, secado y peinado. Él ya no sabía qué pensar de todo aquello. Luego fue a parar a la rueca, ¡y ronca que ronca! No había manera de concentrar las ideas. «¡He sido enormemente feliz! -pensaba en medio de sus fatigas-. Hay que alegrarse de las cosas buenas de que se ha gozado. ¡Alegría, alegría, vamos!» -. Así gritaba aún, cuando llegó al telar, donde se transformó en una magnífica pieza de tela. Todas las plantas de lino entraron en una pieza. -¡Pero esto es extraordinario! Jamás lo hubiera creído. Sí, la fortuna me sigue sonriendo, a pesar de todo. Las estacas sabían bien lo que se decían con su Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón. La canción no ha terminado aún, ni mucho menos. No ha hecho más que empezar. ¡Es magnífico! Sí, he sufrido, pero en cambio de mí ha salido algo; soy el más feliz del mundo. Soy fuerte y suave, blanco y largo. ¡Qué distinto a ser sólo una planta, incluso dando flores! Nadie te cuida, y sólo recibes agua cuando llueve. Ahora hay quien me atiende: la muchacha me da la vuelta cada mañana, y al anochecer me riega con la regadera. La propia señora del Pastor ha pronunciado un discurso sobre mí, diciendo que soy el lino mejor de la parroquia. No puede haber una dicha más completa. Llegó la tela a casa y cayó en manos de las tijeras. ¡Cómo la cortaban, y qué manera de punzarla con la aguja! ¡Verdaderamente no daba ningún gusto! Pero de la tela salieron doce prendas de ropa blanca, de aquellas que es incorrecto nombrar, pero que necesitan todas las personas. ¡Nada menos que doce prendas! -¡Miren! ¡Ahora sí que de mí ha salido algo! Éste era, pues, mi destino. Es espléndido; ahora presto un servicio al mundo, y así es como debe ser; esto da gusto de verdad. Nos hemos convertido en doce, y, sin embargo, seguimos siendo uno y el mismo, somos una docena. ¡Qué sorpresas tiene la suerte! Pasaron años, ya no podían seguir sirviendo. -Algún día tendrá que venir el final -decía cada prenda-. Bien me habría gustado durar más tiempo, pero no hay que pedir imposibles. Fueron cortadas a trozos y convertidas en trapos, por lo que creyeron que estaban listos definitivamente, pues los descuartizaron, estrujaron y cocieron (¡qué sé yo lo que hicieron con ellos!), y he aquí que quedaron transformados en un hermoso papel blanco. -¡Caramba, vaya sorpresa! ¡Y sorpresa agradable además! -dijo el papel-. Soy ahora más fino que antes, y escribirán en mí. ¡Las cosas que van a escribir! Ésta sí que es una suerte fabulosa. Y, en efecto, escribieron en él historias maravillosas, y la gente escuchaba embobada su lectura, pues eran narraciones de la mejor índole, de las que hacen a los hombres mejores y más sabios de lo que fueran antes; era una verdadera bendición lo que decían aquellas palabras escritas. -Esto es más de cuanto había soñado mientras era una florecita del campo. ¡Cómo podía ocurrírseme que un día iba a llevar la alegría y el saber a los hombres! ¡Aún ahora no acierto a comprenderlo! Y, no obstante, es verdad. Dios Nuestro Señor sabe que nada he hecho por mí mismo, nada más que lo que caía dentro de mis humildes posibilidades. Y, con todo, me depara gozo tras gozo. Cada vez que pienso: «¡Se terminó la canción!», me encuentro elevado a una condición mejor y más alta. Seguramente me enviarán ahora a viajar por el mundo entero, para que todos los hombres me lean. Es lo más probable. Antes daba flores azules; ahora, en lugar de flores, tengo los más bellos pensamientos. ¡Soy el más feliz del mundo! Pero el papel no salió de viaje, sino que fue enviado a la imprenta, donde todo lo que tenía escrito se imprimió para confeccionar un libro, o, mejor dicho, muchos centenares de libros; pues de esta manera un número infinito de personas podrían extraer de ellos mucho más placer y provecho que si el único papel original hubiese recorrido todo el Globo, con la seguridad de que a mitad de camino habría quedado ya inservible. «Sí, esto es indudablemente lo más satisfactorio de todo -pensó el papel escrito-. No se me había ocurrido. Me quedo en casa y me tratan con todos los honores, como si fuese el abuelo. Y han escrito sobre mí; justamente sobre mí fluyeron las palabras salidas de la pluma. Yo me quedo, y los libros se marchan. Ahora puede hacerse algo positivo. ¡Qué contento estoy, y qué feliz me siento!». Después envolvieron el papel, formando un paquetito, y lo pusieron en un cajón. -Cumplida la misión, conviene descansar -dijo el papel-. Es lógico y razonable recogerse y reflexionar sobre lo que hay en uno. Hasta ahora no supe lo que se encerraba en mí. «Conócete a ti mismo», ahí está el progreso. ¿Qué vendrá después?. De seguro que algún adelanto; ¡siempre adelante! Un día echaron todo el papel a la chimenea, pues iban a quemarlo en vez de venderlo al tendero para envolver mantequilla y azúcar. Habían acudido los chiquillos de la casa y formaban círculo; querían verlo arder, y contemplar las rojas chispas en el papel hecho ceniza, aquellas chispas que parecían correr y extinguirse una tras otra con gran rapidez -son los niños que salen de la escuela, y la última chispa es el maestro; a menudo cree uno que se ha marchado ya, y resulta que vuelve a presentarse por detrás. Y todo el papel formaba un montón en el fuego. ¡Qué modo de echar llamas! «¡Uf!», dijo, y en un santiamén estuvo convertido todo él en una llama, que se elevó mucho más de lo que hiciera jamás la florecita azul del lino, y brilló mucho más también que la blanca tela de hilo. Todas las letras escritas adquirieron instantáneamente un tono rojo, y todas las palabras e ideas quedaron convertidas en llamas. -¡Ahora subo en línea recta hacia el Sol! -exclamó en el seno de la llama, y pareció como si mil voces lo dijeran al unísono; y la llama se elevó por la chimenea y salió al exterior. Más sutiles que las llamas, invisibles del todo a los humanos ojos, flotaban seres minúsculos, iguales en número a las flores que había dado el lino. Eran más ligeros aún que la llama que hablan producido, y cuando ésta se extinguió, quedando del papel solamente las negras cenizas, siguieron ellos bailando todavía un ratito, y allí donde tocaban dejaban sus huellas, las chispas rojas. Los niños salían de la escuela, y el maestro, el último de todos. Daba gozo verlo; los niños de la casa, de pie, cantaban junto a las cenizas apagadas: Ronca que ronca, carraca, ronca con tesón. ¡Se terminó la canción! Pero los minúsculos seres invisibles decían a coro: -¡La canción no ha terminado, y esto es lo más hermoso de todo! Lo sé, y por eso soy el más feliz del mundo. Mas esto los niños no pueden oírlo ni entenderlo, ni tienen por qué entenderlo, pues los niños no necesitan saberlo todo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El molino de viento
Cuento infantil
En la cima del cerro había un molino de viento, de altivo aspecto; y la verdad es que se sentía muy orgulloso. -No es que sea orgulloso -decía-, lo que sí soy muy ilustrado, por fuera y por dentro. Tengo el sol y la luna para mi uso externo y también interno, y además dispongo de velas de estearina, lámparas de aceite y bujías de sebo. Bien puedo decir que soy un molino de luces; un ser inteligente y tan perfecto, que da gusto. Tengo en el pecho una rueda, y cuatro alas dispuestas sobre la cabeza, inmediatamente debajo del sombrero. Las aves, en cambio, poseen sólo dos, y las llevan en la espalda. De nacimiento soy holandés, bien se nota por mi figura; un holandés volante que, como no ignoro, figura entre los seres sobrenaturales, y, con todo, soy perfectamente natural. Tengo una galería alrededor del estómago y una vivienda en la parte inferior; en ella habitan mis pensamientos. Al más fuerte de ellos, el que manda y domina, lo llaman los demás «el molinero». Ése sabe lo que se trae entre manos, y está muy por encima de la harina y la sémola; sin embargo, tiene a su compañera, la «molinera». Ella es el corazón; no corre sin ton ni son de un lado para otro, pues también ella sabe lo que quiere y lo que puede; es suave como una leve brisa, y fuerte como un vendaval; es prudente y logra imponer su voluntad. Es mi sentido de la suavidad, el padre es el de la dureza. Aunque son dos, forman una sola persona, y entre ellos se llaman «mi mitad». Tienen hijos: pequeños pensamientos que crecerán. ¡Cuántas diabluras cometen los rapaces! No hace mucho me sentía deprimido e hice que el padre y sus oficiales examinasen mi mecanismo y la rueda que tengo en el pecho; quería saber lo que me ocurría, pues algo en mí no marchaba como debiera, y conviene vigilarse; los pequeñuelos metieron un ruido infernal, cosa muy enfadosa cuando se vive en la cumbre de una colina. Hay que contar con que todos te ven, y no se debe despreciar la opinión pública. Pero, como iba diciendo, los chiquillos cometieron una de travesuras… El más chiquitín se me subió sobre el sombrero, y armó tal alboroto que me daba cosquillas. Los pensamientos chicos pueden crecer, lo sé por experiencia. Y de fuera vienen también pensamientos, y no precisamente de mi linaje, pues no veo a ningún pariente en todo lo que alcanza mi vista; estoy sólo. Pero las casas sin alas, donde no se oye el girar de la rueda, tienen también pensamientos que vienen a reunirse con los míos y se enamoran unos de otros, como suele decirse. Es bien asombroso. ¡La de cosas extrañas que hay en el mundo! No sé si me ha venido de dentro o de fuera, pero el hecho es que ha habido un cambio en mi mecanismo. Es algo así como si el padre hubiese cambiado su mitad, como si hubiera venido un sentido más dulce aún, una compañera más amorosa, joven y buena y, sin embargo, la misma, pero más dulce y más piadosa a medida que pasa el tiempo. Lo amargo se ha evaporado; el conjunto resulta muy agradable. Van y vienen los días, cada vez más claros y alegres, hasta que -sí, dicho y escrito está- llegará uno en que todo habrá terminado para mí, aunque no del todo. Me derribarán para reconstruirme, nuevo y mejor. Desapareceré, pero seguiré viviendo. Seré distinto y, no obstante, seré el mismo. Esto me resulta muy difícil de comprender, pese a toda mi ilustración y a que me iluminan el sol, la luna, la estearina, el aceite y el sebo. Mis viejas paredes y habitaciones volverán a alzarse de entre los escombros. Espero que conservaré mis antiguos pensamientos: el molinero, la madre, los mayores y los chicos, la familia, como los llamo en conjunto, uno y, sin embargo, tantos, todo el conjunto de pensamientos, que ya me es imprescindible. Y tengo que seguir también siendo yo mismo, con la rueda en el pecho, las alas sobre la cabeza, la galería en torno al estómago; de otro modo no me reconocería, y tampoco me reconocerían los demás, y no podrían decir: «Ahí tenemos el molino en la colina, tan apuesto pero nada orgulloso». Todo esto dijo el molino, y muchas cosas más; pero lo más importante es lo que hemos apuntado. Y vinieron los días y se fueron, hasta que llegó el último. Estalló un incendio en el molino; se elevaron las llamas, proyectándose hacia fuera y hacia dentro, lamiendo las vigas y planchas y devorándolas. Se desplomó el edificio, y no quedó de él más que un montón de cenizas. De él se levantaba una columna de humo, que el viento dispersó. Lo que de vivo había en el molino, vivo quedó, y, en vez de sufrir daños, más bien salió ganando. La familia del molinero, un alma con muchos pensamientos, se construyó un molino nuevo y hermoso para su servicio, de aspecto exactamente igual al anterior, por lo que la gente decía: «Ahí está el molino de la colina, altivo y apuesto». Pero estaba mejor construido, más a la moderna, pues los tiempos progresan. Los viejos maderos, carcomidos y esponjosos, yacían convertidos en polvo y ceniza; el cuerpo del molino no volvió a levantarse, como él había creído; había dado fe a las palabras, pero no hay que tomar las cosas tan al pie de la letra.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El nido de cisnes
Cuento infantil
Entre los mares Báltico y del Norte hay un antiguo nido de cisnes: se llama Dinamarca. En él nacieron y siguen naciendo cisnes que jamás morirán. En tiempos remotos, una bandada de estas aves voló, por encima de los Alpes, hasta las verdes llanuras de Milán; aquella bandada de cisnes recibió el nombre de longobardos. Otra, de brillante plumaje y ojos que reflejaban la lealtad, se dirigió a Bizancio, donde se sentó en el trono imperial y extendió sus amplias alas blancas a modo de escudo, para protegerlo. Fueron los varingos. En la costa de Francia resonó un grito de espanto ante la presencia de los cisnes sanguinarios, que llegaban con fuego bajo las alas, y el pueblo rogaba: -¡Dios nos libre de los salvajes normandos! Sobre el verde césped de Inglaterra se posó el cisne danés, con triple corona real sobre la cabeza y extendiendo sobre el país el cetro de oro. Los paganos de la costa de Pomerania hincaron la rodilla, y los cisnes daneses llegaron con la bandera de la cruz y la espada desnuda. -Todo eso ocurrió en épocas remotísimas -dirás. También en tiempos recientes se han visto volar del nido cisnes poderosos. Se hizo luz en el aire, se hizo luz sobre los campos del mundo; con sus robustos aleteos, el cisne disipó la niebla opaca, quedando visible el cielo estrellado, como si se acercase a la Tierra. Fue el cisne Tycho Brahe. -Sí, en aquel tiempo -dices-. Pero, ¿y en nuestros días? Vimos un cisne tras otro en majestuoso vuelo. Uno pulsó con sus alas las cuerdas del arpa de oro, y las notas resonaron en todo el Norte; las rocas de Noruega se levantaron más altas, iluminadas por el sol de la Historia. Se oyó un murmullo entre los abetos y los abedules; los dioses nórdicos, sus héroes y sus nobles matronas, se destacaron sobre el verde oscuro del bosque. Vimos un cisne que batía las alas contra la peña marmórea, con tal fuerza que la quebró, y las espléndidas figuras encerradas en la piedra avanzaron hasta quedar inundadas de luz resplandeciente, y los hombres de las tierras circundantes levantaron la cabeza para contemplar las portentosas estatuas. Vimos un tercer cisne que hilaba la hebra del pensamiento, el cual da ahora la vuelta al mundo de país en país, y su palabra vuela con la rapidez del rayo. Dios Nuestro Señor ama al viejo nido de cisnes construido entre los mares Báltico y Norte. Dejad si no que otras aves prepotentes se acerquen por los aires con propósito de destruirlo. ¡No lo lograrán jamás! Hasta las crías implumes se colocan en circulo en el borde del nido; bien lo hemos visto. Recibirán los embates en pleno pecho, del que manará la sangre; mas ellos se defenderán con el pico y con las garras. Pasarán aún siglos, otros cisnes saldrán del nido, que serán vistos y oídos en toda la redondez del Globo, antes de que llegue la hora en que pueda decirse en verdad: -Es el último de los cisnes, el último canto que sale de su nido.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El niño en la tumba
Cuento infantil
Había luto en la casa, y luto en los corazones: el hijo menor, un niño de 4 años, el único varón, alegría y esperanza de sus padres, había muerto. Cierto que aún quedaban dos hijas; precisamente aquel mismo año la mayor iba a ser confirmada. Las dos eran buenas y dulces, pero el hijo que se va es siempre el más querido; y ahora, sobre ser el único varón, era el benjamín. ¡Dura prueba para la familia! Las hermanas sufrían como sufren por lo general los corazones jóvenes, impresionadas sobre todo por el dolor de los padres; el padre estaba anonadado, pero la más desconsolada era la madre. Día y noche había permanecido de pie, a la cabecera del enfermo, cuidándolo, atendiéndolo, mimándolo. Más que nunca sentía que aquel niño era parte de sí misma. No le cabía en la mente la idea de que estaba muerto, de que lo encerrarían en un ataúd y lo depositarían en una tumba. Dios no podía quitarle a su hijo, pensaba; y cuando ya hubo ocurrido la desgracia, cuando no cabía incertidumbre, exclamó la mujer en la desesperación de su dolor: -¡Es imposible que Dios se haya enterado! ¡En la Tierra tiene servidores sin corazón, que obran a su capricho, sin atender a las oraciones de una madre! Así perdió su confianza en Dios; en su mente se filtraron pensamientos tenebrosos, pensamientos de muerte, miedo a la muerte eterna, temor de que el hombre fuese sólo polvo y de que en polvo terminase todo. Con estas ideas no tenía nada a que asirse, y así iba hundiéndose en la nada sin fondo de la desesperación. En la hora más difícil no podía ya llorar, ni pensaba en las dos hijas que le quedaban; las lágrimas de su esposo le caían sobre la frente, pero no levantaba los ojos a él. Sus pensamientos giraban constantemente en torno al hijo muerto; su vida ya no parecía tener más objeto que evocar las gracias de su pequeño, recordar sus inocentes palabras infantiles. Llegó el momento del entierro. Ella llevaba varias noches sin dormir, y por la madrugada la venció el cansancio y quedó sumida en breve letargo. Entretanto llevaron el féretro a una habitación apartada, para que no oyera los martillazos. Al despertarse quiso ver a su hijito, pero su marido le dijo llorando: -Hemos cerrado el ataúd. ¡Había que hacerlo! -Si Dios se muestra tan duro conmigo -exclamó ella amargamente-, ¿por qué han de ser más piadosos los hombres? – Y prorrumpió en un llanto desesperado. Llevaron el féretro a la sepultura, mientras la desconsolada madre permanecía junto a sus hijas, mirándolas sin verlas, siempre con el pensamiento lejos del hogar. Se abandonaba a su dolor, y éste la sacudía como el mar sacude la embarcación cuando ha perdido la vela y los remos. Así pasó el día del entierro, y siguieron otros, igualmente tristes y sombríos. Las niñas y el padre la miraban con ojos húmedos y expresión desolada, pero ella no oía sus palabras de consuelo. Por otra parte, ¿qué podían decirle cuando a todos les alcanzaba la misma desgracia? Sólo el sueño hubiera podido consolarla, mitigar en algo su pena, restituir las fuerzas a su cuerpo y la paz a su alma. Pero se diría que ya no lo conocía; a lo sumo, consentía en echarse en la cama, donde quedaba inmóvil como si durmiese. Una noche, su esposo, escuchando su respiración, creyó que por fin había encontrado alivio y reposo, por lo que, juntando las manos, rezó una oración y se quedó profundamente dormido. Por eso no se dio cuenta de que ella se levantaba y, después de vestirse, salía sigilosamente de la casa para dirigirse al lugar donde de día y de noche tenía fijo el pensamiento: junto a la tumba de su hijo. Atravesó el jardín que rodeaba la casa, salió al campo y tomó un sendero que, dejando a un lado la ciudad, conducía al cementerio. Nadie la vio, ni ella vio a nadie. Era una bella noche estrellada, con el aire aún cálido y suave, pues corría el mes de septiembre. La mujer entró en el cementerio y se encaminó hacia la pequeña sepultura, que parecía un enorme y fragante ramo de flores. Se sentó e inclinó la cabeza sobre la losa, como si a través de aquella delgada capa de tierra le fuese dado ver a su hijito, cuya cariñosa sonrisa guardaba grabada en la mente. No se le había borrado tampoco la hermosa expresión de sus ojos, incluso cuando el niño yacía en su lecho de muerte. ¡Qué expresiva había sido su mirada, cuando ella se agachaba sobre el pequeño y le cogía la manita, aquella manita que él no podía ya levantar! Como había permanecido sentada a la cabecera del lecho, así velaba ahora junto a su tumba; pero aquí las lágrimas fluían copiosas, cayendo sobre la sepultura. -¡Quisieras ir con tu hijo! -dijo de pronto una voz a su lado, una voz que sonó clara y grave y le penetró en el corazón. La mujer alzó la mirada y vio junto a ella a un hombre envuelto en un amplio manto funerario, con la capucha bajada sobre la cara. Pero ella le vio el rostro por debajo; era severo, y, sin embargo, inspiraba confianza; los ojos brillaban como si su dueño estuviese aún en los años de juventud. -¡Ir con mi hijo! -repitió ella, con acento de súplica desesperada. -¿Te atreverías a seguirme? -preguntó la figura-. ¡Soy la Muerte! La mujer inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y de repente le pareció que todas las estrellas brillaban sobre su cabeza con el resplandor de la luna llena; vio la magnificencia de colores de las flores depositadas en la tumba, la tierra se abrió lenta y suavemente cual un lienzo flotante y la madre se hundió, mientras la figura extendía a su alrededor el negro manto. Se hizo la noche, la noche de la muerte; ella se hundió a mayor profundidad de la que alcanza la pala; el cementerio quedaba allí arriba, como un tejado sobre su cabeza. Se corrió de un lado la punta del manto, y la madre se encontró en una inmensa sala, enorme y acogedora. Aunque reinaba la penumbra, vio ante ella a su hijo, que en el mismo momento se arrojó a sus brazos. Le sonreía, irradiando una belleza superior aún a la que tenía en vida. Ella lanzó un grito que no pudo oírse, pues muy cerca de ella sonaba una música deliciosa, primero muy cerca, más lejana después, y que volvió a aproximarse. Nunca habían herido sus oídos sones tan celestiales; le llegaban del otro lado de la espesa cortina negra que separaba la sala del inmenso ámbito de la eternidad. -¡Mi dulce, mi querida madre! -oyó que exclamaba el niño. Era su voz, tan conocida; y ella lo devoraba a besos, presa de una dicha infinita. El niño señaló la oscura cortina. -¡No es tan bonito allá en la Tierra! ¿Ves, madre, ves a todos estos? ¡Mira qué felices somos! Pero la madre nada veía, ni allá donde le indicaba su hijo; nada sino la negra noche. Veía con sus ojos terrenales, pero no como veía el niño a quien Dios había llamado a sí. Oía los sones, la música, mas no la palabra en la que hubiera podido creer. -¡Ahora puedo volar, madre! -dijo el pequeño-, volar con todos los demás niños felices, directamente hacia Dios Nuestro Señor. ¡Me gustaría tanto hacerlo! Pero cuando tú lloras como lo haces en este momento, no puedo separarme de ti. ¡Y me gustaría tanto! ¿No me dejas? Pronto vendrás a reunirte conmigo, madre mía. -¡Oh, quédate, quédate aún un instante, sólo un instante! -le rogó ella-. ¡Deja que te mire aún otra vez, que te bese y te tenga en mis brazos! Y lo besó y estrechó contra su corazón. Desde lo alto, alguien pronunció su nombre, y los sones llegaban impregnados de una tristeza infinita. ¿Qué era? -¿Oyes? -dijo el niño-. ¡Es el padre, que te llama! Y un momento después se escucharon profundos sollozos, como de niños que lloraban. -¡Son mis hermanas! -dijo el niño-. ¡Madre, no las habrás olvidado! Entonces ella se acordó de los que quedaban; la sobrecogió una angustia indecible. Miró ante sí y vio unas figuras flotantes, algunas de las cuales creyó reconocer. Avanzaban en el aire por la sala de la Muerte hacia la oscura cortina y desaparecían detrás de ella. ¿No se le aparecerían su marido, sus hijas? No, su llamada, sus suspiros, seguían llegando de lo alto. Había faltado poco para que se olvidase de ellos, absorbida en el recuerdo del muerto. -¡Madre, ahora suenan las campanas del cielo! -dijo el niño- Madre, ahora sale el sol. Y sobre ella cayó un torrente de cegadora luz; el niño se había ido, y ella sintió que la subían hacia las alturas. Hacía frío a su alrededor, y al levantar la cabeza se dio cuenta de que estaba en el cementerio, tendida sobre la tumba de su hijo. Pero Dios, en su sueño, había sido un apoyo para su cuerpo y una luz para su entendimiento. Doblando la rodilla, dijo: -¡Perdóname, Señor, Dios mío, por haber querido detener el vuelo de un alma eterna, y por haber olvidado mis deberes con los vivos, que confiaste a mi cuidado! Y al pronunciar estas palabras, un gran alivio se infundió en su corazón. Salió el sol, un avecilla rompió a cantar encima de su cabeza, y las campanas de la iglesia llamaron a maitines. Un santo silencio se esparció en derredor, santo como el que reinaba ya en su corazón. Reconoció nuevamente a su Dios, reconoció sus deberes y volvió presurosa a su casa. Se inclinó sobre su marido, lo despertó con sus besos y le dijo palabras que le salían del alma. Volvía a ser fuerte y dulce como puede serlo la esposa, y de sus labios brotó una rica fuente de consuelo. -¡Bien hecho está lo que hace Dios! Le preguntó el marido: -¿De dónde has sacado de repente esta virtud de consolar a los demás? Ella lo abrazó y besó a sus hijas. -¡La recibí de Dios, por mediación de mi hijo muerto!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El niño travieso
Cuento infantil
Érase una vez un anciano poeta, muy bueno y muy viejo. Un atardecer, cuando estaba en casa, el tiempo se puso muy malo; afuera llovía a cántaros, pero el anciano se encontraba muy a gusto en su cuarto, sentado junto a la estufa en la que ardía un buen fuego y se asaban manzanas. -Ni un pelo de la ropa les quedará seco a los infelices que este temporal haya pillado fuera de casa -dijo, pues era un poeta de muy buenos sentimientos. -¡Ábrame! ¡Tengo frío y estoy empapado! -gritó un niño desde fuera. Y llamaba a la puerta llorando, mientras la lluvia caía furiosa y el viento hacía temblar todas las ventanas. -¡Pobrecillo! -dijo el viejo, abriendo la puerta. Estaba ante ella un rapazuelo completamente desnudo; el agua le chorreaba de los largos rizos rubios. Tiritaba de frío; de no hallar refugio, seguramente habría sucumbido, víctima de la inclemencia del tiempo. -¡Pobre pequeño! -exclamó el compasivo poeta, cogiéndolo de la mano-. ¡Ven conmigo, que te calentaré! Voy a darte vino y una manzana, porque eres tan precioso. Y lo era, en efecto. Sus ojos parecían dos límpidas estrellas, y sus largos y ensortijados bucles eran como de oro puro, aun estando empapados. Era un verdadero angelito, pero estaba pálido de frío y tiritaba con todo su cuerpo. Sostenía en la mano un arco magnifico, pero estropeado por la lluvia; con la humedad, los colores de sus flechas se habían borrado y mezclado unos con otros. El poeta se sentó junto a la estufa, puso al chiquillo en su regazo, le escurrió el agua del cabello, le calentó las manitas en las suyas y le preparó vino dulce. El pequeño no tardó en rehacerse: el color volvió a sus mejillas y, saltando al suelo, se puso a bailar alrededor del anciano poeta. -¡Eres un chico alegre! -dijo el viejo-. ¿Cómo te llamas? -Me llamo Amor -respondió el pequeño-. ¿No me conoces? Ahí está mi arco, con el que disparo; puedes creerme. Mira, ya ha vuelto el buen tiempo, y la luna brilla. -Pero tienes el arco estropeado -observó el anciano. -¡Mala cosa sería! -exclamó el chiquillo, y, recogiéndolo del suelo, lo examinó con atención-. ¡Bah!, ya se ha secado; no le ha pasado nada; la cuerda está bien tensa. ¡Voy a probarlo! Tensó el arco, le puso una flecha y, apuntando, disparó certero, atravesando el corazón del buen poeta. -¡Ya ves que mi arco no está estropeado! -dijo, y con una carcajada se marchó. ¿Se había visto un chiquillo más malo? ¡Disparar así contra el viejo poeta, que lo había acogido en la caliente habitación, se había mostrado tan bueno con él y le había dado tan exquisito vino y sus mejores manzanas! El buen señor yacía en el suelo, llorando; realmente lo habían herido en el corazón. -¡Oh, qué niño tan pérfido es ese Amor! Se lo contaré a todos los chiquillos buenos, para que estén precavidos y no jueguen con él, pues procurará causarles algún daño. Todos los niños y niñas buenos a quienes contó lo sucedido se pusieron en guardia contra las tretas de Amor, pero éste continuó haciendo de las suyas, pues realmente es de la piel del diablo. Cuando los estudiantes salen de sus clases, él marcha a su lado, con un libro debajo del brazo y vestido con levita negra. No lo reconocen y lo cogen del brazo, creyendo que es también un estudiante, y entonces él les clava una flecha en el pecho. Cuando las muchachas vienen de escuchar al señor cura y han recibido ya la confirmación él las sigue también. Sí, siempre va detrás de la gente. En el teatro se sienta en la gran araña, y echa llamas para que las personas crean que es una lámpara, pero ¡quizá! demasiado tarde descubren ellas su error. Corre por los jardines y en torno a las murallas. Sí, un día hirió en el corazón a tu padre y a tu madre. Pregúntaselo, verás lo que te dicen. Créeme, es un chiquillo muy travieso este Amor; nunca quieras tratos con él; acecha a todo el mundo. Piensa que un día disparó una flecha hasta a tu anciana abuela; pero de eso hace mucho tiempo. Ya pasó, pero ella no lo olvida. ¡Caramba con este diablillo de Amor! Pero ahora ya lo conoces y sabes lo malo que es.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El pacto de amistad
Cuento infantil
No hace mucho que volvimos de un viajecito, y ya estamos impacientes por emprender otro más largo. ¿Adónde? Pues a Esparta, a Micenas, a Delfos. Hay cientos de lugares cuyo solo nombre os alboroza el corazón. Se va a caballo, cuesta arriba, por entre monte bajo y zarzales; un viajero solitario equivale a toda una caravana. Él va delante con su «argoyat», una acémila transporta el baúl, la tienda y las provisiones, y a retaguardia siguen, dándole escolta, una pareja de gendarmes. Al término de la fatigosa jornada, no le espera una posada ni un lecho mullido; con frecuencia, la tienda es su único techo, en medio de la grandiosa naturaleza salvaje. El «argoyat» le prepara la cena: un arroz pilav; miríadas de mosquitos revolotean en torno a la diminuta tienda; es una noche lamentable, y mañana el camino cruzará ríos muy hinchados. ¡Tente firme sobre el caballo, si no quieres que te lleve la corriente! ¿Cuál será la recompensa para tus fatigas? La más sublime, la más rica. La Naturaleza se manifiesta aquí en toda su grandeza, cada lugar está lleno de recuerdos históricos, alimento tanto para la vista como para el pensamiento. El poeta puede cantarlo, y el pintor, reproducirlo en cuadros opulentos; pero el aroma de la realidad, que penetra en los sentidos del espectador y los impregna para toda la eternidad, eso no pueden reproducirlo. En muchos apuntes he tratado de presentar de manera intuitiva un rinconcito de Atenas y de sus alrededores, y, sin embargo, ¡qué pálido ha sido el cuadro resultante! ¡Qué poco dice de Grecia, de este triste genio de la belleza, cuya grandeza y dolor jamás olvidará el forastero! Aquel pastor solitario de allá en la roca, con el simple relato de una incidencia de su vida, sabría probablemente, mucho mejor que yo con mis pinturas, abrirte los ojos a ti, que quieres contemplar la tierra de los helenos en sus diversos aspectos. -Dejémosle, pues, la palabra -dice mi Musa-. El pastor de la montaña nos hablará de una costumbre, una simpática costumbre típica de su país. Nuestra casa era de barro, y por jambas tenía unas columnas estriadas, encontradas en el lugar donde se construyó la choza. El tejado bajaba casi hasta el suelo, y hoy era negruzco y feo, pero cuando lo colocaron esta a formado por un tejido de florida adelfa y frescas ramas de laurel, traídas de las montañas. En torno a la casa apenas quedaba espacio; las peñas formaban paredes cortadas a pico, de un color negro y liso, y en lo más alto de ellas colgaban con frecuencia jirones de nubes semejantes a blancas figuras vivientes. Nunca oí allí el canto de un pájaro, nunca vi bailar a los hombres al son de la gaita; pero en los viejos tiempos, este lugar era sagrado, y hasta su nombre lo recuerda, pues se llama Delfos. Los montes hoscos y tenebrosos aparecían cubiertos de nieve; el más alto, aquel de cuya cumbre tardaba más en apagarse el sol poniente, era el Parnaso; el torrente que corría junto a nuestra casa bajaba de él, y antaño había sido sagrado también. Hoy, el asno enturbia sus aguas con sus patas, pero la corriente sigue impetuosa y pronto recobra su limpidez. ¡Cómo recuerdo aquel lugar y su santa y profunda soledad! En el centro de la choza encendían fuego, y en su rescoldo, cuando sólo quedaba un espeso montón de cenizas ardientes, cocían el pan. Cuando la nieve se apilaba en torno a la casuca hasta casi ocultarla, mi madre parecía más feliz que nunca; me cogía la cabeza entre las manos, me besaba en la frente y cantaba canciones que nunca le oyera en otras ocasiones, pues los turcos, nuestros amos, no las toleraban. Cantaba: «En la cumbre del Olimpo, en el bajo bosque de pinos, estaba un viejo ciervo con los ojos llenos de lágrimas; lloraba lágrimas rojas, sí, y hasta verdes y azul celeste: Pasó entonces un corzo: -¿Qué tienes, que así lloras lágrimas rojas, verdes y azuladas? – El turco ha venido a nuestra ciudad, cazando con perros salvajes, toda una jauría. -¡Los echaré de las islas -dijo el corzo-, los echaré de las islas al mar profundo!-. Pero antes de ponerse el sol el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». Y cuando mi madre cantaba así, se le humedecían los ojos, y de sus largas pestañas colgaba una lágrima; pero ella la ocultaba y volvía el pan negro en la ceniza. Yo entonces, apretando el puño, decía: -¡Mataremos a los turcos! Mas ella repetía las palabras de la canción: «¡Los echaré de las islas al mar profundo! Pero antes de ponerse el sol, el corzo estaba muerto; antes de que cerrara la noche, el ciervo había sido cazado y muerto». Llevábamos varios días, con sus noches, solos en la choza, cuando llegó mi padre; yo sabía que iba a traerme conchas del Golfo de Lepanto, o tal vez un cuchillo, afilado y reluciente. Pero esta vez nos trajo una criaturita, una niña desnuda, bajo su pelliza. Iba envuelta en una piel, y al depositarla, desnuda, sobre el regazo de mi madre, vimos que todo lo que llevaba consigo eran tres monedas de plata atadas en el negro cabello. Mi padre dijo que los turcos habían dado muerte a los padres de la pequeña; tantas y tantas cosas nos contó, que durante toda la noche estuve soñando con ello. Mi padre venía también herido; mi madre le vendó el brazo, pues la herida era profunda, y la gruesa pelliza estaba tiesa de la sangre coagulada. La chiquilla sería mi hermana, ¡qué hermosa era! Los ojos de mi madre no tenían más dulzura que los suyos. Anastasia -así la llamaban- sería mi hermana, pues su padre la había confiado al mío, de acuerdo con la antigua costumbre que seguíamos observando. De jóvenes habían trabado un pacto de fraternidad, eligiendo a la doncella más hermosa y virtuosa de toda la comarca para tomar el juramento. Muy a menudo oía yo hablar de aquella hermosa y rara costumbre. Y, así, la pequeña se convirtió en mi hermana. La sentaba sobre mis rodillas, le traía flores y plumas de las aves montaraces, bebíamos juntos de las aguas del Parnaso, y juntos dormíamos bajo el tejado de laurel de la choza, mientras mi madre seguía cantando, invierno tras invierno, su canción de las lágrimas rojas, verdes y azuladas. Pero yo no comprendía aún que era mi propio pueblo, cuyas innúmeras cuitas se reflejaban en aquellas lágrimas. Un día vinieron tres hombres; eran francos y vestían de modo distinto a nosotros. Llevaban sus camas y tiendas cargadas en caballerías, y los acompañaban más de veinte turcos, armados con sables y fusiles, pues los extranjeros eran amigos del bajá e iban provistos de cartas de introducción. Venían con el solo objeto de visitar nuestras montañas, escalar el Parnaso por entre la nieve y las nubes, y contemplar las extrañas rocas negras y escarpadas que rodeaban nuestra choza. No cabían en ella, aparte que no podían soportar el humo que, deslizándose por debajo del techo, salía por la baja puerta; por eso levantaron sus tiendas en el reducido espacio que quedaba al lado de la casuca, y asaron corderos y aves, y bebieron vino dulce y fuerte; pero los turcos no podían probarlo. Al proseguir su camino, yo los acompañé un trecho con mi hermanita Anastasia a la espalda, envuelta en una piel de cabra. Uno de aquellos señores francos me colocó delante de una roca y me dibujó junto con la niña, tan bien, que parecíamos vivos y como si fuésemos una sola persona. Nunca había yo pensado en ello, y, sin embargo, Anastasia y yo éramos uno solo, pues ella se pasaba la vida sentada en mis rodillas o colgada de mi espalda, y cuando yo soñaba, siempre figuraba ella en mis sueños. Dos noches más tarde llegaron otras gentes a nuestra choza, armadas con cuchillos y fusiles. Eran albaneses, hombres audaces, según dijo mi padre. Permanecieron muy poco tiempo; mi hermana Anastasia se sentó en las rodillas de uno de ellos, y cuando se hubieron marchado, la niña no tenía ya en el cabello las tres monedas de plata, sino únicamente dos. Ponían tabaco en unas tiras de papel y lo fumaban; el más viejo habló del camino que les convenía seguir; sobre él no estaban aún decididos. -Si escupo arriba -dijo-, me cae a la cara; si escupo abajo, me cae a la barba. Pero había que elegir un camino; y al fin se fueron, acompañados por mi padre. Al poco rato oímos disparos, otros les respondieron, unos soldados entraron en la choza y se nos llevaron presos a mi madre, a Anastasia y a mí. Los bandidos se habían cobijado en nuestra choza, y mi padre los había seguido; por eso se nos llevaban. Vi los cadáveres de los bandidos, vi el cadáver de mi padre, y lloré hasta que me quedé dormido. Al despertar me encontré en la cárcel, cuyo recinto no era más miserable que nuestra casucha. Me dieron cebollas y vino resinoso, que vertieron de un saco embreado: no comamos mejor en casa. Ignoro cuánto tiempo permanecimos encarcelados, pero sí sé que transcurrieron muchos días y muchas noches. Al salir de la prisión era la Santa Pascua, y yo llevé a Anastasia a cuestas, pues mi madre estaba enferma, no podía caminar sino muy despacio, y tuvimos que andar mucho antes de llegar al mar, al Golfo de Lepanto. Entramos en una iglesia, toda ella un reflejo de imágenes sobre fondo dorado; había ángeles, ¡oh, tan preciosos!, aunque Anastasia no me parecía menos bonita que ellos. En el centro del templo, sobre el suelo, había un ataúd lleno de rosas; era Nuestro Señor Jesucristo -dijo mi madre-, que yacía allí en forma de bellas flores. El sacerdote anunció: «¡Cristo ha resucitado!». La gente se besaba. Todos tenían una vela encendida en la mano; también a mí me dieron una, y otra a Anastasia, aun siendo tan pequeña. Resonaban las gaitas, los hombres salían de la iglesia bailando cogidos de la mano, y fuera las mujeres asaban el cordero pascual. Nos invitaron; yo me senté junto al fuego; un muchacho mayor que yo me rodeó el cuello con el brazo y, besándome, dijo: «¡Cristo ha resucitado!». De este modo nos conocimos Aftánides y yo. Mi madre sabía remendar redes de pesca; era una ocupación lucrativa allá en el Golfo, y, así, nos quedamos largo tiempo en la orilla del mar, aquel mar tan hermoso que sabía a lágrimas, y que por sus colores recordaba las del ciervo, pues tan pronto era rojo como verde o azul. Aftánides sabía guiar el bote, yo me embarcaba en él con mi pequeña Anastasia, y la embarcación se deslizaba por el agua, rauda, como una nube a través del cielo. Luego, cuando el sol se ponía, las montañas se teñían de azuloscuro, una sierra asomaba por encima de la otra, y al fondo quedaba el Parnaso, con su manto de nieve; al sol poniente, la cumbre relucía como hierro al rojo vivo. Se hubiera dicho que la luz venía de su interior, pues al cabo de largo rato de haberse ocultado, el sol seguía aún brillando en el aire azul y radiante. Las blancas aves marinas azotaban con las alas la superficie del agua; de no ser por ellas, la quietud habría sido tan absoluta como entre las negras peñas de Delfos. Yo me estaba tendido de espalda en el bote, con Anastasia sentada sobre mi pecho, y las estrellas del cielo brillaban más claras que las lámparas de nuestra iglesia. Eran las mismas estrellitas, y se hallaban en el mismo lugar sobre mí que cuando me encontraba yo en Delfos delante de la choza. Al fin acabó pareciéndome que estaba todavía en Delfos. De súbito se oyó un chapoteo en el agua y lancé un grito, pues Anastasia había caído al mar; pero Aftánides saltó rápidamente tras ella, y pocos instantes después la levantaba y me la entregaba. Le quitamos los vestidos, exprimimos el agua que los empapaba y volvimos a vestirla. Aftánides hizo lo mismo con sus ropas y nos quedamos en el mar hasta que todo se hubo secado; y nadie supo una palabra del susto que habíamos pasado por causa de mi hermanita adoptiva, en cuya vida, desde entonces, Aftánides, tuvo parte. Llegó el verano. El sol era tan ardiente, que secaba las hojas de los árboles. Me acordaba yo de nuestras frescas montañas, con sus aguas límpidas; y también mi madre sentía la nostalgia de ellas; y así, un atardecer emprendimos el regreso a aquella tierra nuestra. ¡Qué silencio y que paz! Pasamos por entre altos tomillos, que olían aún a pesar de que el sol había chamuscado sus hojas. Ni un pastor encontramos, ni una choza en nuestro camino. Todo estaba silencioso y solitario; sólo una estrella fugaz nos dijo que todavía quedaba vida allá en el cielo. No sé si era el propio aire diáfano y azul el que brillaba, o si eran rayos de las estrellas; pero distinguíamos bien todos los contornos de las montañas. Mi madre encendió fuego y asó cebollas que traía consigo, y mi hermanita y yo dormimos entre los tomillos, sin temor al feo smidraki , que despide llamas por las fauces, ni tampoco al lobo ni al chacal; mi madre estaba sentada junto a nosotros, y esto, creía yo, era suficiente. Llegamos a nuestra vieja tierra; pero de la choza quedaba sólo un montón de ruinas; había que construir otra nueva. Unas mujeres ayudaron a mi madre, y en pocos días estuvieron levantadas las paredes y cubiertas con otro tejado de adelfa. Con piedras y corteza de árbol, mi madre trenzó muchas fundas de botellas, mientras yo guardaba el pequeño hato de los sacerdotes. Anastasia y las tortuguitas eran mis compañeras de juego. Un día recibimos la visita de nuestro querido Aftánides. Tenía muchos deseos de vernos, dijo, y se quedó dos días enteros. Al cabo de un mes volvió nos contó que pensaba ir en barco a Patras y Corfú, pero antes había querido despedirse de nosotros; a mi madre le trajo un pescado muy grande. Nos contó muchas cosas, no solamente acerca de los pescadores de allá abajo, en el Golfo de Lepanto, sino también de los reyes y los héroes que en otros tiempos habían reinado en Grecia como ahora los turcos. Muchas veces he visto brotar una yema en el rosal y desarrollarse al cabo de días y semanas hasta convertirse en flor, y hacerse flor antes de que yo me hubiese detenido a pensar en lo grande, hermoso y, roja que era; pues lo mismo me ocurrió con Anastasia. Era una bella moza, y yo un robusto muchacho. Las pieles de lobo de los lechos de mi madre y Anastasia, yo mismo las había arrancado a los animales cazados con mi propia escopeta. Los años se habían ido corriendo. Un atardecer se presentó Aftánides, esbelto como una caña, fuerte y moreno; nos besó a todos y nos habló del mar inmenso, de las fortificaciones de Malta y de las extrañas sepulturas de Egipto. Nos parecía estar escuchando una leyenda de los sacerdotes; yo lo miraba con una especie de veneración. -¡Cuántas cosas sabes -le dije-, y qué bien las cuentas! -Un día me contaste tú la más hermosa de todas -respondió-. Me contaste algo que nunca más se ha borrado de mi memoria: lo de la antigua y bella costumbre del pacto de amistad, costumbre que yo quisiera seguir también. Hermano, vámonos los dos a la iglesia, como un día lo hicieron tu padre y el de Anastasia. La doncella más hermosa y más inocente es Anastasia, tu hermana: ¡que ella nos consagre! No hay ningún pueblo que tenga una costumbre tan bella como nosotros, los griegos. Anastasia se sonrojó como un pétalo de rosa fresca, y mi madre besó a Aftánides. A una hora de camino de nuestra choza, allí donde tierra mullida cubre las rocas y algunos árboles dan sombra, se levantaba la pequeña iglesia; una lámpara de plata colgaba delante del altar. Yo me había puesto mi mejor vestido: la blanca fustanela me bajaba, en abundantes pliegues, por encima de los muslos; el jubón encarnado se quedaba ceñido y ajustado; en la borla del fez relucía la plata, y del cinturón pendían el cuchillo y las pistolas. Aftánides llevaba el traje azul propio de los marinos griegos, exhibiendo en el pecho una placa de plata con la imagen de la Virgen; su faja era preciosa, como las que sólo llevan los ricos. Bien se veía que nos preparábamos para una fiesta. Entramos en la solitaria iglesita, donde el sol poniente, penetrando por la puerta, enviaba sus rayos a la lámpara encendida y a los policromos cuadros de fondo, de oro. Nos arrodillamos en las gradas del altar, y Anastasia se colocó delante de nosotros; un largo ropaje blanco, holgado y ligero, cubría sus hermosos miembros; tenía el blanquísimo cuello y el pecho cubierto con una cadena de monedas antiguas y nuevas, y resultaba un magnífico atavío. El cabello negro recogido; en un moño, estaba sujeto por una diminuta cofia, adornada con monedas de plata y oro encontradas en los templos antiguos. Ninguna muchacha griega habría podido soñar un tocado más precioso. En su rostro radiante los ojos brillaban como dos estrellas. Los tres orábamos, y ella nos preguntó: -¿Quieren ser amigos en la vida y en la muerte? -¡Sí! -respondimos. -¿Piensen, suceda lo que suceda: mi amigo es parte de mí; mi secreto es su secreto, mi felicidad es la suya: el sacrificio, la constancia, cuanto en mí hay le pertenece como a mí mismo? Y repetimos: -¡Sí! Juntándonos las manos, nos besó en la frente, y volvimos a rezar en voz queda. Entró entonces el sacerdote por la puerta del presbiterio, nos bendijo a los tres, y un canto de los demás religiosos resonó detrás del altar. El pacto de eterna amistad quedaba sellado. Cuando nos levantamos, vi a mi madre que, en la puerta de la iglesia, lloraba vehementemente. ¡Qué alegría, luego, en nuestra casita y en la fuente de Delfos! La velada que precedió al día de la partida de Aftánides, estábamos él y yo sumidos en nuestros pensamientos, sentados en la ladera de la peña, su brazo en torno a mi cuerpo, el mío rodeándole el cuello. Hablábamos de la miseria de Grecia, de los hombres en quien podía confiar. Cada pensamiento de nuestras almas aparecía claro, ante los dos; yo le cogí la mano. -¡Una cosa debes saber, una cosa que hasta este momento, sólo Dios y yo sabemos! Mi alma entera es amor. Un amor más fuerte que el que siento por mi madre y por ti. -¿A quién amas, pues? -preguntó Aftánides, y su rostro y cuello enrojecieron. -Amo a Anastasia -dije, y sentí su mano temblar en la mía, y lo vi palidecer como un cadáver. Lo vi, lo comprendí, y, pareciéndome que también mi mano temblaba, me incliné hacia él y, besándole en la frente, murmuré: -Nunca se lo he dicho; tal vez ella no me quiere. Hermano: piensa en que la he estado viendo todos los días, ha crecido junto a mí, y dentro de mi alma. -Y tuya ha de ser -respondió él-, ¡tuya! No puedo mentirte, ni quiero. Yo también la amo. Pero mañana me marcho. Dentro de un año volveremos a vernos; para entonces estarán casados, ¿verdad?. Tengo algo de dinero, quédate con él, debes aceptarlo, debes aceptarlo. Seguimos errando por entre las rocas; cerraba la noche cuando llegamos a la choza de mi madre. Anastasia salió a recibirnos con la lámpara; cuando entramos, mi madre no estaba allí. La muchacha miró a Aftánides con expresión de maravillosa melancolía. -¡Mañana te vas de nuestro lado! -dijo-, ¡cuánto lo siento! -¡Te apena! -exclamó él, y me pareció observar en sus palabras un dolor tan intenso como el mío. No pude hablar, pero él, cogiéndome la mano, dijo: -Nuestro hermano te ama; ¿lo quieres tú a él? En su silencio se expresa su amor. Anastasia, temblando, rompió a llorar; yo la veía sólo a ella, sólo en ella pensaba, y, pasándole el brazo alrededor del cuerpo, le dije: -¡Sí, te amo! Oprimió ella su boca contra la mía, y me rodeó el cuello con las manos; pero la lámpara se había caído al suelo, y la habitación quedó oscura, como el corazón de nuestro pobre y querido Aftánides. Antes de rayar el alba se levantó, se despidió de todos besándonos y emprendió el camino. Había entregado a mi madre todo su dinero para nosotros. Anastasia era mi novia, y pocos días más tarde se convirtió en mi esposa.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El patito feo
Cuento infantil
¡Qué lindos eran los días de verano! ¡Qué agradable resultaba pasear por el campo y ver el trigo amarillo, la verde avena y las parvas de heno apilado en las llanuras! Sobre sus largas patas rojas iba la cigüeña junto a algunos flamencos, que se paraban un rato sobre cada pata. Sí, era realmente encantador estar en el campo. Bañada de sol se alzaba allí una vieja mansión solariega a la que rodeaba un profundo foso; desde sus paredes hasta el borde del agua crecían unas plantas de hojas gigantescas, las mayores de las cuales eran lo suficientemente grandes para que un niño pequeño pudiese pararse debajo de ellas. Aquel lugar resultaba tan enmarañado y agreste como el más denso de los bosques, y era allí donde cierta pata había hecho su nido. Ya era tiempo de sobra para que naciesen los patitos, pero se demoraban tanto, que la mamá comenzaba a perder la paciencia, pues casi nadie venía a visitarla. Al fin los huevos se abrieron uno tras otro. “¡Pip, pip!”, decían los patitos conforme iban asomando sus cabezas a través del cascarón. -¡Cuac, cuac! -dijo la mamá pata, y todos los patitos se apresuraron a salir tan rápido como pudieron, dedicándose enseguida a escudriñar entre las verdes hojas. La mamá los dejó hacer, pues el verde es muy bueno para los ojos. -¡Oh, qué grande es el mundo! -dijeron los patitos. Y ciertamente disponían de un espacio mayor que el que tenían dentro del huevo. -¿Creen acaso que esto es el mundo entero? -preguntó la pata-. Pues sepan que se extiende mucho más allá del jardín, hasta el prado mismo del pastor, aunque yo nunca me he alejado tanto. Bueno, espero que ya estén todos -agregó, levantándose del nido-. ¡Ah, pero si todavía falta el más grande! ¿Cuánto tardará aún? No puedo entretenerme con él mucho tiempo. Y fue a sentarse de nuevo en su sitio. -¡Vaya, vaya! ¿Cómo anda eso? -preguntó una pata vieja que venía de visita. -Ya no queda más que este huevo, pero tarda tanto… -dijo la pata echada-. No hay forma de que rompa. Pero fíjate en los otros, y dime si no son los patitos más lindos que se hayan visto nunca. Todos se parecen a su padre, el muy bandido. ¿Por qué no vendrá a verme? -Déjame echar un vistazo a ese huevo que no acaba de romper -dijo la anciana-. Te apuesto a que es un huevo de pava. Así fue como me engatusaron cierta vez a mí. ¡El trabajo que me dieron aquellos pavitos! ¡Imagínate! Le tenían miedo al agua y no había forma de hacerlos entrar en ella. Yo graznaba y los picoteaba, pero de nada me servía… Pero, vamos a ver ese huevo… -Creo que me quedaré sobre él un ratito aún -dijo la pata-. He estado tanto tiempo aquí sentada, que un poco más no me hará daño. -Como quieras -dijo la pata vieja, y se alejó contoneándose. Por fin se rompió el huevo. “¡Pip, pip!”, dijo el pequeño, volcándose del cascarón. La pata vio lo grande y feo que era, y exclamó: -¡Dios mío, qué patito tan enorme! No se parece a ninguno de los otros. Y, sin embargo, me atrevo a asegurar que no es ningún crío de pavos. Al otro día hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía en las verdes hojas gigantescas. La mamá pata se acercó al foso con toda su familia y, ¡plaf!, saltó al agua. -¡Cuac, cuac! -llamaba. Y uno tras otro los patitos se fueron abalanzando tras ella. El agua se cerraba sobre sus cabezas, pero enseguida resurgían flotando magníficamente. Movíanse sus patas sin el menor esfuerzo, y a poco estuvieron todos en el agua. Hasta el patito feo y gris nadaba con los otros. -No es un pavo, por cierto -dijo la pata-. Fíjense en la elegancia con que nada, y en lo derecho que se mantiene. Sin duda que es uno de mis pequeñitos. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Cuac, cuac! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarlos al corral entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los pisoteen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gato. Y con esto se encaminaron al corral. Había allí un escándalo espantoso, pues dos familias se estaban peleando por una cabeza de anguila, que, a fin de cuentas, fue a parar al estómago del gato. -¡Vean! ¡Así anda el mundo! -dijo la mamá relamiéndose el pico, pues también a ella la entusiasmaban las cabezas de anguila-. ¡A ver! ¿Qué pasa con esas piernas? Anden ligeros y no dejen de hacerle una bonita reverencia a esa anciana pata que está allí. Es la más fina de todos nosotros. Tiene en las venas sangre española; por eso es tan regordeta. Fíjense, además, en que lleva una cinta roja atada a una pierna: es la más alta distinción que se puede alcanzar. Es tanto como decir que nadie piensa en deshacerse de ella, y que deben respetarla todos, los animales y los hombres. ¡Anímense y no metan los dedos hacia adentro! Los patitos bien educados los sacan hacia afuera, como mamá y papá… Eso es. Ahora hagan una reverencia y digan ¡cuac! Todos obedecieron, pero los otros patos que estaban allí los miraron con desprecio y exclamaron en alta voz: -¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!… ¡Qué patito tan feo! No podemos soportarlo. Y uno de los patos salió enseguida corriendo y le dio un picotazo en el cuello. -¡Déjenlo tranquilo! -dijo la mamá-. No le está haciendo daño a nadie. -Sí, pero es tan desgarbado y extraño -dijo el que lo había picoteado-, que no quedará más remedio que despachurrarlo. -¡Qué lindos niños tienes, muchacha! -dijo la vieja pata de la cinta roja-. Todos son muy hermosos, excepto uno, al que le noto algo raro. Me gustaría que pudieras hacerlo de nuevo. -Eso ni pensarlo, señora -dijo la mamá de los patitos-. No es hermoso, pero tiene muy buen carácter y nada tan bien como los otros, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Espero que tome mejor aspecto cuando crezca y que, con el tiempo, no se le vea tan grande. Estuvo dentro del cascarón más de lo necesario, por eso no salió tan bello como los otros. Y con el pico le acarició el cuello y le alisó las plumas. -De todos modos, es macho y no importa tanto -añadió-, Estoy segura de que será muy fuerte y se abrirá camino en la vida. -Estos otros patitos son encantadores -dijo la vieja pata-. Quiero que se sientan como en su casa. Y si por casualidad encuentran algo así como una cabeza de anguila, pueden traérmela sin pena. Con esta invitación todos se sintieron allí a sus anchas. Pero el pobre patito que había salido el último del cascarón, y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que picotazos, empujones y burlas, lo mismo de los patos que de las gallinas. -¡Qué feo es! -decían. Y el pavo, que había nacido con las espuelas puestas y que se consideraba por ello casi un emperador, infló sus plumas como un barco a toda vela y se le fue encima con un cacareo, tan estrepitoso que toda la cara se le puso roja. El pobre patito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el corral. Así pasó el primer día. En los días siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre patito se vio acosado por todos. Incluso sus hermanos y hermanas lo maltrataban de vez en cuando y le decían: -¡Ojalá te agarre el gato, grandulón! Hasta su misma mamá deseaba que estuviese lejos del corral. Los patos lo pellizcaban, las gallinas lo picoteaban y, un día, la muchacha que traía la comida a las aves le asestó un puntapié. Entonces el patito huyó del corral. De un revuelo saltó por encima de la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los arbustos, que se echaron a volar por los aires. “¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando los ojos. Pero así y todo siguió corriendo hasta que, por fin, llegó a los grandes pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó toda la noche abrumado de cansancio y tristeza. A la mañana siguiente, los patos salvajes remontaron el vuelo y miraron a su nuevo compañero. -¿Y tú qué cosa eres? -le preguntaron, mientras el patito les hacía reverencias en todas direcciones, lo mejor que sabía. -¡Eres más feo que un espantapájaros! -dijeron los patos salvajes-. Pero eso no importa, con tal que no quieras casarte con una de nuestras hermanas. ¡Pobre patito! Ni soñaba él con el matrimonio. Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo entre los juncos y tomar un poquito de agua del pantano. Unos días más tarde aparecieron por allí dos gansos salvajes. No hacía mucho que habían dejado el nido: por eso eran tan impertinentes. -Mira, muchacho -comenzaron diciéndole-, eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres emigrar con nosotros? No muy lejos, en otro pantano, viven unas gansitas salvajes muy presentables, todas solteras, que saben graznar espléndidamente. Es la oportunidad de tu vida, feo y todo como eres. -¡Bang, bang! -se escuchó en ese instante por encima de ellos, y los dos gansos cayeron muertos entre los juncos, tiñendo el agua con su sangre. Al eco de nuevos disparos se alzaron del pantano las bandadas de gansos salvajes, con lo que menudearon los tiros. Se había organizado una importante cacería y los tiradores rodeaban los pantanos; algunos hasta se habían sentado en las ramas de los árboles que se extendían sobre los juncos. Nubes de humo azul se esparcieron por el oscuro boscaje, y fueron a perderse lejos, sobre el agua. Los perros de caza aparecieron chapaleando entre el agua, y, a su avance, doblándose aquí y allá las cañas y los juncos. Aquello aterrorizó al pobre patito feo, que ya se disponía a ocultar la cabeza bajo el ala cuando apareció junto a él un enorme y espantoso perro: la lengua le colgaba fuera de la boca y sus ojos miraban con brillo temible. Le acercó el hocico, le enseñó sus agudos dientes, y de pronto… ¡plaf!… ¡allá se fue otra vez sin tocarlo! El patito dio un suspiro de alivio. -Por suerte soy tan feo que ni los perros tienen ganas de comerme -se dijo. Y se tendió allí muy quieto, mientras los perdigones repiqueteaban sobre los juncos, y las descargas, una tras otra, atronaban los aires. Era muy tarde cuando las cosas se calmaron, y aún entonces el pobre no se atrevía a levantarse. Esperó todavía varias horas antes de arriesgarse a echar un vistazo, y, en cuanto lo hizo, enseguida se escapó de los pantanos tan rápido como pudo. Echó a correr por campos y praderas; pero hacía tanto viento, que le costaba no poco trabajo mantenerse sobre sus pies. Hacia el crepúsculo llegó a una pobre cabaña campesina. Se sentía en tan mal estado que no sabía de qué parte caerse, y, en la duda, permanecía de pie. El viento soplaba tan ferozmente alrededor del patito que éste tuvo que sentarse sobre su propia cola, para no ser arrastrado. En eso notó que una de las bisagras de la puerta se había caído, y que la hoja colgaba con una inclinación tal que le sería fácil filtrarse por la estrecha abertura. Y así lo hizo. En la cabaña vivía una anciana con su gato y su gallina. El gato, a quien la anciana llamaba “Hijito”, sabía arquear el lomo y ronronear; hasta era capaz de echar chispas si lo frotaban a contrapelo. La gallina tenía unas patas tan cortas que le habían puesto por nombre “Chiquitita Piernascortas”. Era una gran ponedora y la anciana la quería como a su propia hija. Cuando llegó la mañana, el gato y la gallina no tardaron en descubrir al extraño patito. El gato lo saludó ronroneando y la gallina con su cacareo. -Pero, ¿qué pasa? -preguntó la vieja, mirando a su alrededor. No andaba muy bien de la vista, así que se creyó que el patito feo era una pata regordeta que se había perdido-. ¡Qué suerte! -dijo-. Ahora tendremos huevos de pata. ¡Con tal que no sea macho! Le daremos unos días de prueba. Así que al patito le dieron tres semanas de plazo para poner, al término de las cuales, por supuesto, no había ni rastros de huevo. Ahora bien, en aquella casa el gato era el dueño y la gallina la dueña, y siempre que hablaban de sí mismos solían decir: “nosotros y el mundo”, porque opinaban que ellos solos formaban la mitad del mundo , y lo que es más, la mitad más importante. Al patito le parecía que sobre esto podía haber otras opiniones, pero la gallina ni siquiera quiso oírlo. -¿Puedes poner huevos? -le preguntó. -No. -Pues entonces, ¡cállate! Y el gato le preguntó: -¿Puedes arquear el lomo, o ronronear, o echar chispas? -No. -Pues entonces, guárdate tus opiniones cuando hablan las personas sensatas. Con lo que el patito fue a sentarse en un rincón, muy desanimado. Pero de pronto recordó el aire fresco y el sol, y sintió una nostalgia tan grande de irse a nadar en el agua que -¡no pudo evitarlo!- fue y se lo contó a la gallina. -¡Vamos! ¿Qué te pasa? -le dijo ella-. Bien se ve que no tienes nada que hacer; por eso piensas tantas tonterías. Te las sacudirías muy pronto si te dedicaras a poner huevos o a ronronear. -¡Pero es tan sabroso nadar en el agua! -dijo el patito feo-. ¡Tan sabroso zambullir la cabeza y bucear hasta el mismo fondo! -Sí, muy agradable -dijo la gallina-. Me parece que te has vuelto loco. Pregúntale al gato, ¡no hay nadie tan listo como él! ¡Pregúntale a nuestra vieja ama, la mujer más sabia del mundo! ¿Crees que a ella le gusta nadar y zambullirse? -No me comprendes -dijo el patito. -Pues si yo no te comprendo, me gustaría saber quién podrá comprenderte. De seguro que no pretenderás ser más sabio que el gato y la señora, para no mencionarme a mí misma. ¡No seas tonto, muchacho! ¿No te has encontrado un cuarto cálido y confortable, donde te hacen compañía quienes pueden enseñarte? Pero no eres más que un tonto, y a nadie le hace gracia tenerte aquí. Te doy mi palabra de que si te digo cosas desagradables es por tu propio bien: sólo los buenos amigos nos dicen las verdades. Haz ahora tu parte y aprende a poner huevos o a ronronear y echar chispas. -Creo que me voy a recorrer el ancho mundo -dijo el patito. -Sí, vete -dijo la gallina. Y así fue como el patito se marchó. Nadó y se zambulló; pero ningún ser viviente quería tratarse con él por lo feo que era. Pronto llegó el otoño. Las hojas en el bosque se tornaron amarillas o pardas; el viento las arrancó y las hizo girar en remolinos, y los cielos tomaron un aspecto hosco y frío. Las nubes colgaban bajas, cargadas de granizo y nieve, y el cuervo, que solía posarse en la tapia, graznaba “¡cau, cau!”, de frío que tenía. Sólo de pensarlo le daban a uno escalofríos. Sí, el pobre patito feo no lo estaba pasando muy bien. Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo, emergió de entre los arbustos una bandada de grandes y hermosas aves. El patito no había visto nunca unos animales tan espléndidos. Eran de una blancura resplandeciente, y tenían largos y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A la vez que lanzaban un fantástico grito, extendieron sus largas, sus magníficas alas, y remontaron el vuelo, alejándose de aquel frío hacia los lagos abiertos y las tierras cálidas. Se elevaron muy alto, muy alto, allá entre los aires, y el patito feo se sintió lleno de una rara inquietud. Comenzó a dar vueltas y vueltas en el agua lo mismo que una rueda, estirando el cuello en la dirección que seguían, que él mismo se asustó al oírlo. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos y afortunados pájaros! En cuanto los perdió de vista, se sumergió derecho hasta el fondo, y se hallaba como fuera de sí cuando regresó a la superficie. No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aves, ni de adónde se dirigían, y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces. No las envidiaba en modo alguno: ¿cómo se atrevería siquiera a soñar que aquel esplendor pudiera pertenecerle? Ya se daría por satisfecho con que los patos lo tolerasen, ¡pobre criatura estrafalaria que era! ¡Cuán frío se presentaba aquel invierno! El patito se veía forzado a nadar incesantemente para impedir que el agua se congelase en torno suyo. Pero cada noche el hueco en que nadaba se hacía más y más pequeño. Vino luego una helada tan fuerte, que el patito, para que el agua no se cerrase definitivamente, ya tenía que mover las patas todo el tiempo en el hielo crujiente. Por fin, debilitado por el esfuerzo, quedose muy quieto y comenzó a congelarse rápidamente sobre el hielo. A la mañana siguiente, muy temprano, lo encontró un campesino. Rompió el hielo con uno de sus zuecos de madera, lo recogió y lo llevó a casa, donde su mujer se encargó de revivirlo. Los niños querían jugar con él, pero el patito feo tenía terror de sus travesuras y, con el miedo, fue a meterse revoloteando en la paila de la leche, que se derramó por todo el piso. Gritó la mujer y dio unas palmadas en el aire, y él, más asustado, metiose de un vuelo en el barril de la mantequilla, y desde allí lanzose de cabeza al cajón de la harina, de donde salió hecho una lástima. ¡Había que verlo! Chillaba la mujer y quería darle con la escoba, y los niños tropezaban unos con otros tratando de echarle mano. ¡Cómo gritaban y se reían! Fue una suerte que la puerta estuviese abierta. El patito se precipitó afuera, entre los arbustos, y se hundió, atolondrado, entre la nieve recién caída. Pero sería demasiado cruel describir todas las miserias y trabajos que el patito tuvo que pasar durante aquel crudo invierno. Había buscado refugio entre los juncos cuando las alondras comenzaron a cantar y el sol a calentar de nuevo: llegaba la hermosa primavera. Entonces, de repente, probó sus alas: el zumbido que hicieron fue mucho más fuerte que otras veces, y lo arrastraron rápidamente a lo alto. Casi sin darse cuenta, se halló en un vasto jardín con manzanos en flor y fragantes lilas, que colgaban de las verdes ramas sobre un sinuoso arroyo. ¡Oh, qué agradable era estar allí, en la frescura de la primavera! Y en eso surgieron frente a él de la espesura tres hermosos cisnes blancos, rizando sus plumas y dejándose llevar con suavidad por la corriente. El patito feo reconoció a aquellas espléndidas criaturas que una vez había visto levantar el vuelo, y se sintió sobrecogido por un extraño sentimiento de melancolía. -¡Volaré hasta esas regias aves! -se dijo-. Me darán de picotazos hasta matarme, por haberme atrevido, feo como soy, a aproximarme a ellas. Pero, ¡qué importa! Mejor es que ellas me maten, a sufrir los pellizcos de los patos, los picotazos de las gallinas, los golpes de la muchacha que cuida las aves y los rigores del invierno. Y así, voló hasta el agua y nadó hacia los hermosos cisnes. En cuanto lo vieron, se le acercaron con las plumas encrespadas. -¡Sí, mátenme, mátenme! -gritó la desventurada criatura, inclinando la cabeza hacia el agua en espera de la muerte. Pero, ¿qué es lo que vio allí en la límpida corriente? ¡Era un reflejo de sí mismo, pero no ya el reflejo de un pájaro torpe y gris, feo y repugnante, no, sino el reflejo de un cisne! Poco importa que se nazca en el corral de los patos, siempre que uno salga de un huevo de cisne. Se sentía realmente feliz de haber pasado tantos trabajos y desgracias, pues esto lo ayudaba a apreciar mejor la alegría y la belleza que le esperaban. Y los tres cisnes nadaban y nadaban a su alrededor y lo acariciaban con sus picos. En el jardín habían entrado unos niños que lanzaban al agua pedazos de pan y semillas. El más pequeño exclamó: -¡Ahí va un nuevo cisne! Y los otros niños corearon con gritos de alegría: -¡Sí, hay un cisne nuevo! Y batieron palmas y bailaron, y corrieron a buscar a sus padres. Había pedacitos de pan y de pasteles en el agua, y todo el mundo decía: -¡El nuevo es el más hermoso! ¡Qué joven y esbelto es! Y los cisnes viejos se inclinaron ante él. Esto lo llenó de timidez, y escondió la cabeza bajo el ala, sin que supiese explicarse la razón. Era muy, pero muy feliz, aunque no había en él ni una pizca de orgullo, pues este no cabe en los corazones bondadosos. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era el más hermoso de los cisnes. Las lilas inclinaron sus ramas ante él, bajándolas hasta el agua misma, y los rayos del sol eran cálidos y amables. Rizó entonces sus alas, alzó el esbelto cuello y se alegró desde lo hondo de su corazón: -Jamás soñé que podría haber tanta felicidad, allá en los tiempos en que era solo un patito feo.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El pequeño Tuk
Cuento infantil
Pues sí, éste era el pequeño Tuk. En realidad no se llamaba así, pero éste era el nombre que se daba a sí mismo cuando aún no sabía hablar. Quería decir Carlos, es un detalle que conviene saber. Resulta que tenía que cuidar de su hermanita Gustava, mucho menor que él, y luego tenía que aprenderse sus lecciones; pero, ¿cómo atender a las dos cosas a la vez? El pobre muchachito tenía a su hermana sentada sobre las rodillas y le cantaba todas las canciones que sabía, mientras sus ojos echaban alguna que otra mirada al libro de Geografía, que tenía abierto delante de él. Para el día siguiente habría de aprenderse de memoria todas las ciudades de Zelanda y saberse, además, cuanto de ellas conviene conocer. Llegó la madre a casa y se hizo cargo de Gustavita. Tuk corrió a la ventana y estuvo leyendo hasta que sus ojos no pudieron más, pues había ido oscureciendo y su madre no tenía dinero para comprar velas. -Ahí va la vieja lavandera del callejón -dijo la madre, que se había asomado a la ventana-. La pobre apenas puede arrastrarse y aún tiene que cargar con el cubo lleno de agua desde la bomba. Anda, Tuk, sé bueno y ve a ayudar a la pobre viejecita. Harás una buena acción. Tuk corrió a la calle a ayudarla, pero cuando estuvo de regreso la oscuridad era completa, y como no había que pensar en encender la luz, no tuvo más remedio que acostarse. Su lecho era un viejo camastro; tendido en él estuvo pensando en su lección de Geografía, en Zelanda y en todo lo que había explicado el maestro. Debiera haber seguido estudiando, pero era imposible, y se metió el libro debajo de la almohada, porque había oído decir que aquello ayudaba a retener las lecciones en la mente; pero no hay que fiarse mucho de lo que se oye decir. Y allí se estuvo piensa que te piensa, hasta que de pronto le pareció que alguien le daba un beso en la boca y en los ojos. Se durmió, pero no estaba dormido; era como si la anciana lavandera lo mirara con sus dulces ojos y le dijera: -Sería un gran pecado que mañana no supieses tus lecciones. Me has ayudado, ahora te ayudaré yo, y Dios Nuestro Señor lo hará en todo momento. Y de pronto el libro empezó a moverse y a agitarse debajo de la almohada de nuestro pequeño Tuk. -¡Quiquiriquí! ¡Put, put! -Era una gallina que venía de Kjöge. -¡Soy una gallina de Kjöge! -gritó, y luego se puso a contar del número de habitantes que allí había, y de la batalla que en la ciudad se había librado, añadiendo empero que en realidad no valía la pena mencionarla. Otro meneo y zarandeo y ¡bum!, algo que se cae: un ave de madera, el papagayo del tiro al pájaro de Prastö. Dijo que en aquella ciudad vivían tantos habitantes como clavos tenía él en el cuerpo, y estaba no poco orgulloso de ello. -Thorwaldsen vivió muy cerca de mí. ¡Cataplún! ¡Qué bien se está aquí! Pero Tuk ya no estaba tendido en su lecho; de repente se encontró montado sobre un caballo, corriendo a galope tendido. Un jinete magníficamente vestido, con brillante casco y flotante penacho, lo sostenía delante de él, y de este modo atravesaron el bosque hasta la antigua ciudad de Vordingborg, muy grande y muy bulliciosa por cierto. Altivas torres se levantaban en el palacio real, y de todas las ventanas salía vivísima luz; en el interior todo eran cantos y bailes: el rey Waldemar bailaba con las jóvenes damas cortesanas, ricamente ataviadas. Despuntó el alba, y con la salida del sol desaparecieron la ciudad, el palacio y las torres una tras otra, hasta no quedar sino una sola en la cumbre de la colina, donde se levantara antes el castillo. Era la ciudad muy pequeña y pobre, y los chiquillos pasaban con sus libros bajo el brazo, diciendo: -Dos mil habitantes -pero no era verdad, no tenía tantos. Y Tuk seguía en su camita, como soñando, aunque no soñaba, pero alguien permanecía junto a él. -¡Tuquito, Tuquito! -dijeron. Era un marino, un hombre muy pequeñín, semejante a un cadete, pero no era un cadete. -Te traigo muchos saludos de Korsör. Es una ciudad floreciente, llena de vida, con barcos de vapor y diligencias; antes pasaba por fea y aburrida, pero ésta es una opinión anticuada. -Estoy a orillas del mar -dijo Korsör-; tengo carreteras y parques y he sido la cuna de un poeta que tenía ingenio y gracia; no todos los tienen. Una vez quise armar un barco para que diese la vuelta al mundo, mas no lo hice, aunque habría podido; y, además, ¡huelo tan bien! Pues en mis puertas florecen las rosas más bellas. Tuk las vio, y ante su mirada todo apareció rojo y verde; pero cuando se esfumaron los colores, se encontró ante una ladera cubierta de bosque junto al límpido fiordo, y en la cima se levantaba una hermosa iglesia, antigua, con dos altas torres puntiagudas. De la ladera brotaban fuentes que bajaban en espesos riachuelos de aguas murmurantes, y muy cerca estaba sentado un viejo rey con la corona de oro sobre el largo cabello; era el rey Hroar de las Fuentes, en las inmediaciones de la ciudad de Roeskilde, como la llaman hoy día. Y todos los reyes y reinas de Dinamarca, coronados de oro, se encaminaban, cogidos de la mano, a la vieja iglesia, entre los sones del órgano y el murmullo de las fuentes. Nuestro pequeño Tuk lo veía y oía todo. -¡No olvides los Estados! -le dijo el rey Hroar. De pronto desapareció todo. ¿Dónde había ido a parar? Daba exactamente la impresión de cuando se vuelve la página de un libro. Y hete aquí una anciana, una escardadera venida de Sorö, donde la hierba crece en la plaza del mercado. Llevaba su delantal de tela gris sobre la cabeza y colgándole de la espalda; estaba muy mojado: seguramente había llovido. -Sí que ha llovido -dijo la mujer, y le contó muchas cosas divertidas de las comedias de Holberg, así como de Waldemar y Absalón. Pero de pronto se encogió toda ella y se puso a mover la cabeza como si quisiera saltar. -¡Cuac! -dijo- está mojado, está mojado; hay un silencio de muerte en Sorö. Se había transformado en rana; ¡cuac!, y luego otra vez en una vieja. -Hay que vestirse según el tiempo -dijo-. ¡Está mojado, está mojado! Mi ciudad es como una botella: se entra por el tapón y luego hay que volver a salir. Antes tenía yo corpulentas anguilas en el fondo de la botella, y ahora tengo muchachos robustos, de coloradas mejillas, que aprenden la sabiduría: ¡griego, hebreo, cuac, cuac! Sonaba como si las ranas cantasen o como cuando caminas por el pantano con grandes botas. Era siempre la misma nota, tan fastidiosa, tan monótona, que Tuk acabó por quedarse profundamente dormido, y le sentó muy bien el sueño, porque empezaba a ponerse nervioso. Pero aun entonces tuvo otra visión, o lo que fuera. Su hermanita Gustava, la de ojos azules y cabello rubio ensortijado, se había convertido en una esbelta muchacha, y sin tener alas podía volar. Y he aquí que los dos volaron por encima de Zelanda, por encima de sus verdes bosques y azules lagos. -¿Oyes cantar el gallo, Tuquito? ¡Quiquiriquí! Las gallinas salen volando de Kjöge. ¡Tendrás un gallinero, un gran gallinero! No padecerás hambre ni miseria. Cazarás el pájaro, como suele decirse; serás un hombre rico y feliz. Tu casa se levantará altivamente como la torre del rey Waldemar, y estará adornada con columnas de mármol como las de Prastö. Ya me entiendes. Tu nombre famoso dará la vuelta a la Tierra, como el barco que debía partir de Korsör y en Roeskilde. ¡No te olvides de los Estados!, dijo el rey Hroar; hablarás con bondad y talento, Tuquito, y cuando desciendas a la tumba, reposarás tranquilo… -¡Como si estuviese en Sorö! -dijo Tuk, y se despertó. Brillaba la luz del día, y el niño no recordaba ya su sueño; pero era mejor así, pues nadie debe saber cuál será su destino. Saltó de la cama, abrió el libro y en un periquete se supo la lección. La anciana lavandera asomó la cabeza por la puerta y, dirigiéndole un gesto cariñoso, le dijo: -¡Gracias, hijo mío, por tu ayuda! Dios Nuestro Señor haga que se convierta en realidad tu sueño más hermoso. Tuk no sabía lo que había soñado, pero ¿comprendes? Nuestro Señor sí lo sabía.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El pino
Cuento infantil
Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa! No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas. A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado. -¡Mira qué arbolito tan lindo! -decían-. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así. Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen. -¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles! -suspiraba-. Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros. No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto. Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. ¡Oh, qué humillante era aquello!… Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos se vieron forzados a rodearlo. “Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante”, pensaba. En el otoño siempre venían los leñadores a cortar algunos de los árboles más altos. Todos los años pasaba lo mismo, y el joven pino, que ya tenía una buena altura, temblaba sólo de verlos, pues los árboles más grandes y espléndidos crujían y acababan desplomándose en tierra. Entonces les cortaban todas las ramas, y quedaban tan despojados y flacos que era imposible reconocerlos; luego los cargaban en carretas y los caballos los arrastraban fuera del bosque. ¿Adónde se los llevaban? ¿Cuál sería su suerte? En la primavera, tan pronto llegaban la golondrina y la cigüeña, el árbol les preguntaba: -¿Saben ustedes adónde han ido los otros árboles, adónde se los han llevado? ¿Los han visto acaso? Las golondrinas nada sabían, pero la cigüeña se quedó pensativa y respondió, moviendo la cabeza: -Sí, creo saberlo. A mi regreso de Egipto encontré un buen número de nuevos veleros; tenían unos mástiles espléndidos, y en cuanto sentí el aroma de los pinos comprendí que eran ellos. ¡Oh, y qué derechos iban! -¡Cómo me gustaría ser lo bastante grande para volar atravesando el mar! Y dicho sea de paso, ¿cómo es el mar? ¿A qué se parece? -Sería demasiado largo explicártelo -respondió la cigüeña, y prosiguió su camino. -Alégrate de tu juventud -dijeron los rayos del sol-; alégrate de tu vigoroso crecimiento y de la nueva vida que hay en ti. Y el viento besó al árbol, y el rocío lo regó con sus lágrimas. Pero él era aún muy tierno y no comprendía las cosas. Al acercarse la Navidad los leñadores cortaron algunos pinos muy jóvenes, que ni en edad ni en tamaño podían medirse con el nuestro, siempre inquieto y siempre anhelando marcharse. A estos jóvenes pinos, que eran justamente los más hermosos, les dejaron todas sus ramas. Así los depositaron en las carretas y así se los llevaron los caballos fuera del bosque. -¿Adónde pueden ir? -se preguntaba el pino-. No son mayores que yo; hasta había uno que era mucho más pequeño. ¿Por qué les dejaron todas sus ramas? ¿Adónde los llevan? -¡Nosotros lo sabemos, nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. Hemos atisbado por las ventanas, allá en la ciudad; nosotros sabemos adónde han ido. Allí les esperan toda la gloria y todo el esplendor que puedas imaginarte. Nosotros hemos mirado por los cristales de las ventanas y vimos cómo los plantaban en el centro de una cálida habitación, y cómo los adornaban con las cosas más bellas del mundo: manzanas doradas, pasteles de miel, juguetes y cientos de velas. -¿Y luego? -preguntó el pino, estremeciéndose en todas sus ramas-. ¿Y luego? ¿Qué pasa luego? -Bueno, no vimos más -respondieron los gorriones-. Pero lo que vimos era magnífico. -¡Si tendré yo la suerte de ir alguna vez por tan deslumbrante sendero! -exclamó el árbol con deleite-. Es aun mejor que cruzar el océano. ¡Qué ganas tengo de que llegue la Navidad! Ahora soy tan alto y frondoso como los que se llevaron el año pasado. ¡Oh, si estuviese ya en la carreta, si estuviese ya en esa cálida habitación en medio de ese brillo resplandeciente! ¿Y luego? Sí, luego tiene que haber algo mejor, algo aún más bello esperándome, porque si no, ¿para qué iban a adornarme de tal modo?, algo mucho más grandioso y espléndido. Pero ¿qué podrá ser? ¡Oh, qué dolorosa es la espera! Yo mismo no sé lo que me pasa. -Alégrate con nosotros -dijeron el viento y la luz del sol- alégrate de tu vigorosa juventud al aire libre. Pero el pino no tenía la menor intención de seguir su consejo. Continuó creciendo y creciendo; allí se estaba en invierno lo mismo que en verano, siempre verde, de un verde bien oscuro. La gente decía al verlo: -¡Ése sí que es un hermoso árbol! Y al llegar la Navidad fue el primero que derribaron. El hacha cortó muy hondo a través de la corteza, hasta la médula, y el pino cayó a tierra con un suspiro, desfallecido por el dolor, sin acordarse para nada de sus esperanzas de felicidad. Lo entristecía saber que se alejaba de su hogar, del sitio donde había crecido; nunca más vería a sus viejos amigos, los pequeños arbustos y las flores que vivían a su alrededor, y quizás ni siquiera a los pájaros. No era nada agradable aquella despedida. No volvió en sí hasta que lo descargaron en el patio con los otros árboles y oyó a un hombre que decía: -Éste es el más bello, voy a llevármelo. Vinieron, pues, dos sirvientes de elegante uniforme y lo trasladaron a una habitación espléndida. Había retratos alrededor, colgados de todas las paredes, y dos gigantescos jarrones chinos, con leones en las tapas, junto a la enorme chimenea de azulejos. Había sillones, sofás con cubiertas de seda, grandes mesas atestadas de libros de estampas y juguetes que valían cientos de pesos, o al menos así lo creían los niños. Y el árbol fue colocado en un gran barril de arena, que nadie habría reconocido porque estaba envuelto en una tela verde, y puesto sobre una alfombra de colores brillantes. ¡Cómo temblaba el pino! ¿Qué pasaría luego? Tanto los sirvientes como las muchachas se afanaron muy pronto en adornarlo. De sus ramas colgaron bolsitas hechas con papeles de colores, cada una de las cuales estaba llena de dulces. Las manzanas doradas y las nueces pendían en manojos como si hubiesen crecido allí mismo, y cerca de cien velas, rojas, azules y blancas quedaron sujetas a las ramas. Unas muñecas que en nada se distinguían de las personas -muñecas como no las había visto antes el pino- tambaleándose entre el verdor, y en lo más alto de todo habían colocado una estrella de hojalata dorada. Era magnífico; jamás se había visto nada semejante. -Esta noche -decían todos-, esta noche sí que va a centellear. ¡Ya verás! “¡Oh, si ya fuese de noche!”, pensó el pino. ¡Si ya las velas estuviesen encendidas! ¿Qué pasará entonces?, me pregunto. ¿Vendrán a contemplarme los árboles del bosque? ¿Volarán los gorriones hasta los cristales de la ventana? ¿Echaré aquí raíces y conservaré mis adornos en invierno y en verano?” Esto era todo lo que el pino sabía. De tanta impaciencia, comenzó a dolerle la corteza, lo que es tan malo para un árbol como el dolor de cabeza para nosotros. Por fin se encendieron las velas y ¡qué deslumbrante fiesta de luces! El pino se echó a temblar con todas sus ramas, hasta que una de las velas prendió fuego a las hojas. ¡Huy, cómo le dolió aquello! -¡Oh, qué lástima! -exclamaron las muchachas, y apagaron rápidamente el fuego. El árbol no se atrevía a mover una rama; tenía terror de perder alguno de sus adornos y se sentía deslumbrado por todos aquellos esplendores… De pronto se abrieron de golpe las dos puertas corredizas y entró en tropel una bandada de niños que se abalanzaron sobre el pino como si fuesen a derribarlo, mientras las personas mayores los seguían muy pausadamente. Por un momento los pequeñuelos se estuvieron mudos de asombro, pero sólo por un momento. Enseguida sus gritos de alegría llenaron la habitación. Se pusieron a bailar alrededor del pino, y luego le fueron arrancando los regalos uno a uno. “Pero, ¿qué están haciendo?”, pensó el pino. ¿Qué va a pasar ahora?” Las velas fueron consumiéndose hasta las mismas ramas, y en cuanto se apagó la última, dieron permiso a los niños para que desvalijasen al árbol. Se precipitaron todos a una sobre él, haciéndolo crujir en todas y cada una de sus ramas, y si no hubiese estado sujeto del techo por la estrella dorada de la cima se habría venido al suelo sin remedio. Los niños danzaron a su alrededor con los espléndidos juguetes, y nadie reparó ya en el árbol, a no ser una vieja nodriza que iba escudriñando entre las hojas, aunque sólo para ver si por casualidad quedaban unos higos o alguna manzana rezagada. -¡Un cuento, cuéntanos un cuento! -exclamaron los niños, arrastrando con ellos a un hombrecito gordo que fue a sentarse precisamente debajo del pino. -Aquí será como si estuviésemos en el bosque -les dijo-, y al árbol le hará mucho bien escuchar el cuento. Pero sólo les contaré una historia. ¿Les gustaría el cuento de Ivede-Avede, o el de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa? -¡Klumpe-Dumpe! -gritaron algunos, y otros reclamaron a Ivede-Avede. El griterío y el ruido eran tremendos; sólo el pino callaba, pensando: “¿Me dejarán a mí fuera de todo esto? ¿Qué papel me tocará representar?” Pero, claro, ya había desempeñado su papel, ya había hecho justamente lo que tenía que hacer. El hombrecito gordo les contó la historia de Klumpe-Dumpe, que aun cayéndose de la escalera subió al trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y exclamaron: -¡Cuéntanos otros! ¡Uno más! Querían también el cuento de Ivede-Avede, pero tuvieron que contentarse con el de Klumpe-Dumpe. El pino permaneció silencioso en su sitio, pensando que jamás los pájaros del bosque habían contado una historia semejante. “De modo que Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, a pesar de todo, se casó con la princesa. ¡Vaya, vaya; así es como se progresa en el gran mundo!”, pensaba. “Seguro que tenía que ser cierto si aquel hombrecito tan agradable lo contaba. Bien, ¿quién sabe? Quizás me caiga yo también de una escalera y termine casándome con una princesa.” Y se puso a pensar en cómo lo adornarían al día siguiente, con velas y juguetes, con oropeles y frutas. -Mañana sí que no temblaré -se decía-. Me propongo disfrutar de mi esplendor todo lo que pueda. Mañana escucharé de nuevo la historia de Klumpe-Dumpe, y quizás también la de Ivede-Avede. Y toda la noche se la pasó pensando en silencio. A la mañana siguiente entraron el criado y la sirvienta. “Ahora las cosas volverán a ser como deben”, pensó el pino. Mas, lejos de ello, lo sacaron de la estancia y, escaleras arriba, lo condujeron al desván, donde quedó tirado en un rincón oscuro, muy lejos de la luz del día. “¿Qué significa esto? -se maravillaba el pino-. ¿Qué voy a hacer aquí arriba? ¿Qué cuentos puedo escuchar así?” Y se arrimó a la pared, y allí se estuvo pensando y pensando… Tiempo para ello tenía de sobra, mientras pasaban los días y las noches. Nadie subía nunca, y cuando por fin llegó alguien fue sólo para amontonar unas cajas en el rincón. Parecía que lo habían olvidado totalmente. “Ahora es el invierno afuera”, pensaba el pino. “La tierra estará dura y cubierta de nieve, de modo que sería imposible que me plantasen; tendré que permanecer en este refugio hasta la primavera. ¡Qué considerados son! ¡Qué buena es la gente!… Si este sitio no fuese tan oscuro y tan terriblemente solitario!… Si hubiese siquiera algún conejito… ¡Qué alegre era estar allá en el bosque, cuando la nieve lo cubría todo y llegaba el conejo dando saltos! Sí, ¡aun cuando saltara justamente por encima de mí, y a pesar de que esto no me hacía ninguna gracia! Aquí está uno terriblemente solo.” -¡Cuic! -chilló un ratoncito en ese mismo momento, colándose por una grieta del piso; y pronto lo siguió otro. Ambos comenzaron a husmear por el pino y a deslizarse entre sus ramas. -Hace un frío terrible -dijeron los ratoncitos-, aunque éste es un espléndido sitio para estar. ¿No te parece, viejo pino? -Yo no soy viejo -respondió el pino-. Hay muchos árboles más viejos que yo. -¿De dónde has venido? -preguntaron los ratones, pues eran terriblemente curiosos-, ¿qué puedes contarnos? Háblanos del más hermoso lugar de la tierra. ¿Has estado en él alguna vez? ¿Has estado en la despensa donde los quesos llenan los estantes y los jamones cuelgan del techo, donde se puede bailar sobre velas de sebo y el que entra flaco sale gordo? -No -respondió el pino-, no conozco esa despensa, pero en cambio conozco el bosque donde brilla el sol y cantan los pájaros. Y les habló entonces de los días en que era joven. Los ratoncitos no habían escuchado nunca nada semejante, y no perdieron palabra. -¡Hombre, mira que has visto cosas! -dijeron-. ¡Qué feliz habrás sido! -¿Yo? -preguntó el pino, y se puso a considerar lo que acababa de decir-. Sí, es cierto; eran realmente tiempos muy agradables. Y pasó a contarles lo ocurrido en Nochebuena, y cómo lo habían adornado con pasteles y velas. -¡Oooh! -dijeron los ratoncitos-. ¡Sí que has sido feliz, viejo pino! -Yo no tengo nada de viejo -repitió el pino-. Fue este mismo invierno cuando salí del bosque. Estoy en plena juventud: lo único que pasa es que, por el momento, he dejado de crecer. -¡Qué lindas historias cuentas! -dijeron los ratoncitos. Y a la noche siguiente regresaron con otros cuatro que querían escuchar también los relatos del pino. Mientras más cosas contaba, mejor lo iba recordando todo, y se decía: -Aquellos tiempos sí que eran realmente buenos; pero puede que vuelvan otra vez, puede que vuelvan… Klumpe-Dumpe se cayó de la escalera y, aun así, se casó con la princesa; quizás a mí me pase lo mismo. Y justamente entonces el pino recordó a una tierna y pequeña planta de la familia de los abedules que crecía allá en el bosque, y que bien podría ser, para un pino, una bellísima princesa. -¿Quién es Klumpe-Dumpe? -preguntaron los ratoncitos. Y el pino les contó toda la historia, pues podía recordar cada una de sus palabras; y los ratoncitos se divirtieron tanto que querían saltar hasta la punta del pino de contentos que estaban. A la noche siguiente acudieron otros muchos ratones, y, el domingo, hasta se presentaron dos ratas. Pero éstas declararon que el cuento no era nada entretenido, y esto desilusionó tanto a los ratoncitos, que también a ellos empezó a parecerles poco interesante. -¿Es ése el único cuento que sabes? -preguntaron las ratas. -Sí, el único -respondió el pino-. Lo oí la tarde más feliz de mi vida, aunque entonces no me daba cuenta de lo feliz que era. -Es una historia terriblemente aburrida. ¿No sabes ninguna sobre jamones y velas de sebo? ¿O alguna sobre la despensa? -No -dijo el pino. -Bueno, entonces, muchas gracias -dijeron las ratas, y se volvieron a casa. Al cabo también los ratoncitos dejaron de venir, y el árbol dijo suspirando. -Era realmente agradable tener a todos esos simpáticos y ansiosos ratoncitos sentados a mi alrededor, escuchando cuanto se me ocurría contarles. Ahora esto se acabó también… aunque lo recordaré con gusto cuando me saquen otra vez afuera. Pero, ¿cuándo sería esto? Ocurrió una mañana en que subieron la gente de la casa a curiosear en el desván. Movieron de sitio las cajas y el árbol fue sacado de su escondrijo. Por cierto que lo tiraron al suelo con bastante violencia, y, enseguida, uno de los hombres lo arrastró hasta la escalera, donde brillaba la luz del día. “¡La vida comienza de nuevo para mí!”, pensó el árbol. Sintió el aire fresco, los primeros rayos del sol… y ya estaba afuera, en el patio. Todo sucedió tan rápidamente, que el árbol se olvidó fijarse en sí mismo. ¡Había tantas cosas que ver en torno suyo! El patio se abría a un jardín donde todo estaba en flor. Fresco y dulce era el aroma de las rosas que colgaban de los pequeños enrejados; los tilos habían florecido y las golondrinas volaban de una parte a otra cantando: -¡Quirre-virre-vit, mi esposo ha llegado ya! -pero, es claro, no era en el pino en quien pensaban. -¡Esta sí que es vida para mí! -gritó alegremente, extendiendo sus ramas cuanto pudo. Pero, ¡ay!, estaban amarillas y secas y se vio tirado en un rincón, entre ortigas y hierbas malas. La estrella de papel dorado aún ocupaba su sitio en la cima y resplandecía a la viva luz del sol. En el patio jugaban algunos de los traviesos niños que por Nochebuena habían bailado alrededor del árbol, y a quienes tanto les había gustado. Uno de los más pequeños se le acercó corriendo y le arrancó la reluciente estrella dorada. -¡Mira lo que aún quedaba en ese feo árbol de Navidad! -exclamó, pisoteando las ramas hasta hacerlas crujir bajo sus zapatos. Y el árbol miró la fresca belleza de las flores en el jardín, y luego se miró a sí mismo, y deseó no haber salido jamás de aquel oscuro rincón del desván. Recordó la frescura de los días que en su juventud pasó en el bosque, y la alegre víspera de Navidad, y los ratoncitos que con tanto gusto habían escuchado la historia de Klumpe-Dumpe. -¡Todo ha terminado! -se dijo-. ¡Lástima que no haya sabido gozar de mis días felices! ¡Ahora, ya se fueron para siempre! Y vino un sirviente que cortó el árbol en pequeños pedazos, hasta que hubo un buen montón que ardió en una espléndida llamarada bajo la enorme cazuela de cobre. Y el árbol gimió tan alto que cada uno de sus quejidos fue como un pequeño disparo. Al oírlo, los niños que jugaban acudieron corriendo y se sentaron junto al fuego; y mientras miraban las llamas, gritaban: “¡pif!, ¡paf!”, a coro. Pero a cada explosión, que era un hondo gemido, el árbol recordaba un día de verano en el bosque, o una noche de invierno allá afuera, cuando resplandecían las estrellas. Y pensó luego en la Nochebuena y en Klumpe-Dumpe, el único cuento de hadas que había escuchado en su vida y el único que podía contar… Y cuando llegó a este punto, ya se había consumido enteramente. Los niños seguían jugando en el patio. El más pequeño se había prendido al pecho la estrella de oro que había coronado al pino la noche más feliz de su vida. Pero aquello se había acabado ya, igual que se había acabado el árbol, y como se acaba también este cuento. ¡Sí, todo se acaba, como les pasa al fin a todos los cuentos! FIN
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El porquerizo
Cuento infantil
Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe quería hacer. Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del Emperador y decirle en la cara: -¿Me quieres por marido?-. Si lo hizo, fue porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella? Pues vamos a verlo. En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se habría dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata. El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría: -¡A ver si será un gatito! -pero al abrir la caja apareció el rosal con la magnífica rosa. -¡Qué linda es! -dijeron todas las damas. -Es más que bonita -precisó el Emperador-, ¡es hermosa! Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar. -¡Ay, papá, qué lástima! -dijo-. ¡No es artificial, sino natural! -¡Qué lástima! -corearon las damas-. ¡Es natural! -Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja -aconsejó el Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no hubo medio de manifestar nada en su contra. -¡Superbe, charmant! -exclamaron las damas, pues todas hablaban francés a cual peor. -Este pájaro me recuerda la caja de música de la difunta Emperatriz -observó un anciano caballero-. Es la misma melodía, el mismo canto. -En efecto -asintió el Emperador, echándose a llorar como un niño. -Espero que no sea natural, ¿verdad? -preguntó la princesa. -Sí, lo es; es un pájaro de verdad -respondieron los que lo habían traído. -Entonces, dejadlo en libertad -ordenó la princesa; y se negó a recibir al príncipe. Pero éste no se dio por vencido. Se embadurnó de negro la cara y, calándose una gorra hasta las orejas, fue a llamar a palacio. -Buenos días, señor Emperador -dijo-. ¿No podríais darme trabajo en el castillo? -Bueno -replicó el Soberano-. Necesito a alguien para guardar los cerdos, pues tenemos muchos. Y así el príncipe pasó a ser porquerizo del Emperador. Le asignaron un reducido y mísero cuartucho en los sótanos, junto a los cerdos, y allí hubo de quedarse. Pero se pasó el día trabajando, y al anochecer había elaborado un primoroso pucherito, rodeado de cascabeles, de modo que en cuanto empezaba a cocer las campanillas se agitaban, y tocaban aquella vieja melodía: ¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin! Pero lo más asombroso era que, si se ponía el dedo en el vapor que se escapaba del puchero, enseguida se adivinaba, por el olor, los manjares que se estaban guisando en todos los hogares de la ciudad. ¡Desde luego la rosa no podía compararse con aquello! He aquí que acertó a pasar la princesa, que iba de paseo con sus damas y, al oír la melodía, se detuvo con una expresión de contento en su rostro; pues también ella sabía la canción del “Querido Agustín”. Era la única que sabía tocar, y lo hacía con un solo dedo. -¡Es mi canción! -exclamó-. Este porquerizo debe ser un hombre de gusto. Oye, vete abajo y pregúntale cuánto cuesta su instrumento. Tuvo que ir una de las damas, pero antes se calzó unos zuecos. -¿Cuánto pides por tu puchero? -preguntó. -Diez besos de la princesa -respondió el porquerizo. -¡Dios nos asista! -exclamó la dama. -Éste es el precio, no puedo rebajarlo -, observó él. -¿Qué te ha dicho? -preguntó la princesa. -No me atrevo a repetirlo -replicó la dama-. Es demasiado indecente. -Entonces dímelo al oído -. La dama lo hizo así. -¡Es un grosero! -exclamó la princesa, y siguió su camino; pero a los pocos pasos volvieron a sonar las campanillas, tan lindamente: ¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin! -Escucha -dijo la princesa-. Pregúntale si aceptaría diez besos de mis damas. -Muchas gracias -fue la réplica del porquerizo-. Diez besos de la princesa o me quedo con el puchero. -¡Es un fastidio! – exclamó la princesa -. Pero, en fin, poneos todas delante de mí, para que nadie lo vea. Las damas se pusieron delante con los vestidos extendidos; el porquerizo recibió los diez besos, y la princesa obtuvo la olla. ¡Dios santo, cuánto se divirtieron! Toda la noche y todo el día estuvo el puchero cociendo; no había un solo hogar en la ciudad del que no supieran lo que en él se cocinaba, así el del chambelán como el del remendón. Las damas no cesaban de bailar y dar palmadas. -Sabemos quien comerá sopa dulce y tortillas, y quien comerá papillas y asado. ¡Qué interesante! -Interesantísimo -asintió la Camarera Mayor. -Sí, pero de eso, ni una palabra a nadie; recordad que soy la hija del Emperador. -¡No faltaba más! -respondieron todas-. ¡Ni que decir tiene! El porquerizo, o sea, el príncipe -pero claro está que ellas lo tenían por un porquerizo auténtico- no dejaba pasar un solo día sin hacer una cosa u otra. Lo siguiente que fabricó fue una carraca que, cuando giraba, tocaba todos los valses y danzas conocidos desde que el mundo es mundo. -¡Oh, esto es superbe! -exclamó la princesa al pasar por el lugar. -¡Nunca oí música tan bella! Oye, entra a preguntarle lo que vale el instrumento; pero nada de besos, ¿eh? -Pide cien besos de la princesa -fue la respuesta que trajo la dama de honor que había entrado a preguntar. -¡Este hombre está loco! -gritó la princesa, echándose a andar; pero se detuvo a los pocos pasos-. Hay que estimular el Arte -observó-. Por algo soy la hija del Emperador. Dile que le daré diez besos, como la otra vez; los noventa restantes los recibirá de mis damas. -¡Oh, señora, nos dará mucha vergüenza! -manifestaron ellas. -¡Ridiculeces! -replicó la princesa-. Si yo lo beso, también pueden hacerlo ustedes. No olviden que les mantengo y les pago-. Y las damas no tuvieron más remedio que resignarse. -Serán cien besos de la princesa -replicó él- o cada uno se queda con lo suyo. -Poneos delante de mí -ordenó ella; y, una vez situadas las damas convenientemente, el príncipe empezó a besarla. -¿Qué alboroto hay en la pocilga? -preguntó el Emperador, que acababa de asomarse al balcón. Y, frotándose los ojos, se caló los lentes-. Las damas de la Corte que están haciendo de las suyas; bajaré a ver qué pasa. Y se apretó bien las zapatillas, pues las llevaba muy gastadas. ¡Demonios, y no se dio poca prisa! Al llegar al patio se adelantó callandito, callandito; por lo demás, las damas estaban absorbidas contando los besos, para que no hubiese engaño, y no se dieron cuenta de la presencia del Emperador, el cual se levantó de puntillas. -¿Qué significa esto? -exclamó al ver el besuqueo, dándole a su hija con la zapatilla en la cabeza cuando el porquerizo recibía el beso número ochenta y seis. -¡Fuera todos de aquí! -gritó, en el colmo de la indignación. Y todos hubieron de abandonar el reino, incluso la princesa y el porquerizo. Y he aquí a la princesa llorando, y al porquerizo regañándole, mientras llovía a cántaros. -¡Ay, mísera de mí! -exclamaba la princesa-. ¿Por qué no acepté al apuesto príncipe? ¡Qué desgraciada soy! Entonces el porquerizo se ocultó detrás de un árbol, y, limpiándose la tizne que le manchaba la cara y quitándose las viejas prendas con que se cubría, volvió a salir espléndidamente vestido de príncipe, tan hermoso y gallardo, que la princesa no tuvo más remedio que inclinarse ante él. -He venido a decirte mi desprecio -exclamó él-. Te negaste a aceptar a un príncipe digno. No fuiste capaz de apreciar la rosa y el ruiseñor, y, en cambio, besaste al porquerizo por una bagatela. ¡Pues ahí tienes la recompensa! Y entró en su reino y le dio con la puerta en las narices. Ella tuvo que quedarse fuera y ponerse a cantar: ¡Ay, querido Agustín, todo tiene su fin!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El príncipe malvado
Leyenda
Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas. El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Se lanzó a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba. Luego dispuso el príncipe que se erigiese su estatua en las plazas y en los palacios reales. Incluso pretendió tenerla en las iglesias, frente al altar del Señor. Pero los sacerdotes le dijeron: -Príncipe, eres grande, pero Dios es más grande que tú. No nos atrevemos. -¡Pues bien! -dijo el perverso príncipe-. Entonces venceré a Dios. Y en su soberbia y locura mandó construir un ingenioso barco, capaz de navegar por los aires. Exhibía todos los colores de la cola del pavo real y parecía tener mil ojos, pero cada ojo era un cañón. El príncipe, instalado en el centro de la nave, sólo tenía que oprimir un botón, y mil balas salían disparadas; los cañones se cargaban por sí mismos. A proa fueron enganchadas centenares de poderosas águilas, y el barco emprendió el vuelo hacia el Sol. La Tierra iba quedando muy abajo. Primero se vio, con sus montañas y bosques, semejante a un campo arado, en que el verde destaca de las superficies removidas; luego pareció un mapa plano, y finalmente quedó envuelta en niebla y nubes. Las águilas ascendían continuamente. Entonces Dios envió a uno de sus innumerables ángeles. El perverso príncipe lo recibió con una lluvia de balas, que volvieron a caer como granizo al chocar con las radiantes alas del ángel. Una gota de sangre, una sola, brotó de aquellas blanquísimas alas, y la gota fue a caer en el barco en que navegaba el príncipe. Dejó en él un impacto de fuego, que pesó como mil quintales de plomo y precipitó la nave hacia la Tierra con velocidad vertiginosa. Se quebraron las resistentes alas de las águilas, el viento zumbaba en torno a la cabeza del príncipe, y las nubes -originadas por el humo de las ciudades asoladas- adquirieron figuras amenazadoras: cangrejos de millas de extensión, que alargaban hacia él sus robustas pinzas, peñascos que se desplomaban, y dragones que despedían fuego por las fauces. Medio muerto yacía él en el barco, el cual, finalmente, quedó suspendido sobre las ramas de los árboles del bosque. -¡Quiero vencer a Dios! -gritaba-. Lo he jurado, debe hacerse mi voluntad. Y durante siete años estuvieron construyendo en su reino naves capaces de surcar el aire y forjando rayos de durísimo acero, pues se proponía derribar la fortaleza del cielo. Reunió un inmenso ejército, formado por hombres de todas sus tierras. Era tan numeroso, que puestos los soldados en formación cerrada, ocupaban varias millas cuadradas. La tropa embarcó en los buques, y él se disponía a subir al suyo, cuando Dios envió un enjambre de mosquitos, uno sólo, y nada numeroso. Los insectos rodearon al príncipe, le picaron en la cara y las manos. Él desenvainó la espada, pero no hacía sino agitarla en el aire hueco, sin acertar un solo mosquito. Ordenó entonces que tejiesen tapices de gran valor y lo envolviesen en ellos; de este modo no le alcanzaría la picadura de ningún mosquito; y se cumplió su orden. Pero un solo insecto quedó dentro de aquella envoltura, e, introduciéndose en la oreja del príncipe, le clavó el aguijón, produciéndole una sensación como de fuego. El veneno le penetró en el cerebro, y, como loco, se despojó de los tapices, rasgó sus vestiduras y se puso a bailar desnudo ante sus rudos y salvajes soldados, los cuales estallaron en burlas contra aquel insensato que había pretendido vencer a Dios y había sido vencido por un ínfimo mosquito.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El ruiseñor
Cuento infantil
En China, como sabes muy bien, el Emperador es chino, y chinos son todos los que lo rodean. Hace ya muchos años de lo que voy a contar, mas por eso precisamente vale la pena que lo oigan, antes de que la historia se haya olvidado. El palacio del Emperador era el más espléndido del mundo entero, todo él de la más delicada porcelana. Todo en él era tan precioso y frágil, que había que ir con mucho cuidado antes de tocar nada. El jardín estaba lleno de flores maravillosas, y de las más bellas colgaban campanillas de plata que sonaban para que nadie pudiera pasar de largo sin fijarse en ellas. Sí, en el jardín imperial todo estaba muy bien pensado, y era tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Si seguías andando, te encontrabas en el bosque más espléndido que quepa imaginar, lleno de altos árboles y profundos lagos. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente, que incluso el pobre pescador, a pesar de sus muchas ocupaciones, cuando por la noche salía a retirar las redes, se detenía a escuchar sus trinos. -¡Dios santo, y qué hermoso! -exclamaba; pero luego tenía que atender a sus redes y olvidarse del pájaro hasta la noche siguiente, en que, al llegar de nuevo al lugar, repetía-: ¡Dios santo, y qué hermoso! De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban: -¡Esto es lo mejor de todo! De regreso a sus tierras los viajeros hablaban de él, y los sabios escribían libros y más libros acerca de la ciudad, del palacio y del jardín, pero sin olvidarse nunca del ruiseñor, al que ponían por las nubes; y los poetas componían inspiradísimos poemas sobre el pájaro que cantaba en el bosque, junto al profundo lago. Aquellos libros se difundieron por el mundo, y algunos llegaron a manos del Emperador. Se hallaba sentado en su sillón de oro, leyendo y leyendo; de vez en cuando hacía con la cabeza un gesto de aprobación, pues le satisfacía leer aquellas magníficas descripciones de la ciudad, del palacio y del jardín. «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor», decía el libro. «¿Qué es esto? -pensó el Emperador-. ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!» Y mandó llamar al mayordomo de palacio, un personaje tan importante, que cuando una persona de rango inferior se atrevía a dirigirle la palabra o hacerle una pregunta, se limitaba a contestarle: «¡P!». Y esto no significa nada. -Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor -dijo el Emperador-. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho? -Es la primera vez que oigo hablar de él -se justificó el mayordomo-. Nunca ha sido presentado en la Corte. -Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia -dijo el Emperador-. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo. -Es la primera vez que oigo hablar de él -repitió el mayordomo-. Lo buscaré y lo encontraré. ¿Encontrarlo?, ¿dónde? El dignatario se cansó de subir y bajar escaleras y de recorrer salas y pasillos. Nadie de cuantos preguntó había oído hablar del ruiseñor. Y el mayordomo, volviendo al Emperador, le dijo que se trataba de una de esas fábulas que suelen imprimirse en los libros. -Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías y una cosa que llaman magia negra. -Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón -replicó el Soberano-; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar bajo mi especial protección. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar. -¡Tsing-pe! -dijo el mayordomo; y vuelta a subir y bajar escaleras y a recorrer salas y pasillos, y media Corte con él, pues a nadie le hacía gracia que le patearan el estómago. Y todo era preguntar por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó: -¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me dan permiso para que lleve algunas sobras de comida a mi pobre madre que está enferma. Vive allá en la playa, y cuando estoy de regreso me paro a descansar en el bosque y oigo cantar al ruiseñor. Y oyéndolo se me vienen las lágrimas a los ojos como si mi madre me besase. Es un recuerdo que me estremece de emoción y dulzura. -Pequeña fregaplatos -dijo el mayordomo-, te daré un empleo fijo en la cocina y permiso para presenciar la comida del Emperador, si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche. Todos se dirigieron al bosque, al lugar donde el pájaro solía situarse; media Corte tomaba parte en la expedición. Avanzaban a toda prisa, cuando una vaca se puso a mugir. -¡Oh! -exclamaron los cortesanos-. ¡Ya lo tenemos! ¡Qué fuerza para un animal tan pequeño! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo. -No, eso es una vaca que muge -dijo la fregona Aún tenemos que andar mucho. Luego oyeron las ranas croando en una charca. -¡Magnífico! -exclamó un cortesano-. Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia. -No, eso son ranas -contestó la muchacha-. Pero creo que no tardaremos en oírlo. Y en seguida el ruiseñor se puso a cantar. -¡Es él! -dijo la niña-. ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! -y señaló un avecilla gris posada en una rama. -¿Es posible? -dijo el mayordomo-. Jamás lo habría imaginado así. ¡Qué vulgar! Seguramente habrá perdido el color, intimidado por unos visitantes tan distinguidos. -Mi pequeño ruiseñor -dijo en voz alta la muchachita-, nuestro gracioso Soberano quiere que cantes en su presencia. -¡Con mucho gusto! – respondió el pájaro, y reanudó su canto que daba gloria oírlo. -¡Parecen campanitas de cristal! -observó el mayordomo. -¡Miren cómo se mueve su garganta! Es raro que nunca lo hubiésemos visto. Causará sensación en la Corte. -¿Quieren que vuelva a cantar para el Emperador? -preguntó el pájaro, pues creía que el Emperador estaba allí. -Mi pequeño y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo- tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad. -Suena mejor en el bosque -objetó el ruiseñor; pero cuando le dijeron que era un deseo del Soberano, los acompañó gustoso. En palacio todo había sido pulido y fregado. Las paredes y el suelo, que eran de porcelana, brillaban a la luz de millares de lámparas de oro; las flores más exquisitas, con sus campanillas, habían sido colocadas en los corredores; las idas y venidas de los cortesanos producían tales corrientes de aire que las campanillas no cesaban de sonar y uno no oía ni su propia voz. En medio del gran salón donde el Emperador estaba, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente, y la pequeña fregona había recibido autorización para situarse detrás de la puerta, pues tenía ya el título de cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban fijos en la avecilla gris, a la que el Emperador hizo signo de que podía empezar. El ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano; y cuando el pájaro las vio rodar por sus mejillas, volvió a cantar mejor aún, hasta llegarle al alma. El Emperador quedó tan complacido que dijo que regalaría su chinela de oro al ruiseñor para que se la colgase al cuello. Mas el pájaro le dio las gracias, diciéndole que ya se consideraba suficientemente recompensado. -He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio. Las lágrimas de un rey poseen una virtud especial. Dios sabe que he quedado bien recompensado -y reanudó su canto con su dulce y melodiosa voz. -¡Es la lisonja más amable y graciosa que he escuchado en mi vida! -exclamaron las damas presentes; y todas se fueron a llenarse la boca de agua para gargarizar cuando alguien hablase con ellas; pues creían que también ellas podían ser ruiseñores. Sí, hasta los lacayos y las camareras expresaron su aprobación, y esto es decir mucho, pues son siempre más difíciles de contentar. Realmente el ruiseñor causó sensación. Se quedaría en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a cada uno de los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna. La verdad es que no eran precisamente de placer aquellas excursiones. La ciudad entera hablaba del notabilísimo pájaro, y cuando dos se encontraban, se saludaban diciendo el uno: «Rui» y respondiendo el otro: «Señor»; luego exhalaban un suspiro, indicando que se habían comprendido. Hubo incluso once verduleras que pusieron su nombre a sus hijos, pero ni uno de ellos resultó capaz de dar una nota. Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor». -He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro -exclamó el Emperador. Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio puesto en una jaula, un ruiseñor artificial, imitación del vivo, pero cubierto materialmente de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola, todo él un ascua de plata y oro. Llevaba una cinta atada al cuello y en ella estaba escrito: «El ruiseñor del Emperador del Japón es pobre en comparación con el del Emperador de la China». -¡Soberbio! -exclamaron todos, y el emisario que había traído el ave artificial recibió inmediatamente el título de Gran Portador Imperial de Ruiseñores. -Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán! Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda. -No se le puede reprochar -dijo el Director de la Orquesta Imperial-; mantiene el compás exactamente y sigue mi método al pie de la letra. En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. Repitió treinta y tres veces la misma melodía, sin cansarse, y los cortesanos querían volver a oírla de nuevo, pero el Emperador opinó que también el ruiseñor verdadero debía cantar algo. Pero, ¿dónde se había metido? Nadie se había dado cuenta de que, saliendo por la ventana abierta, había vuelto a su verde bosque. -¿Qué significa esto? -preguntó el Emperador. Y todos los cortesanos se deshicieron en reproches e improperios, tachando al pájaro de desagradecido-. Por suerte nos queda el mejor -dijeron, y el ave mecánica hubo de cantar de nuevo, repitiendo por trigésimo cuarta vez la misma canción; pero como era muy difícil no había modo de que los oyentes se la aprendieran. El Director de la Orquesta Imperial se hacía lenguas del arte del pájaro, asegurando que era muy superior al verdadero, no sólo en lo relativo al plumaje y la cantidad de diamantes, sino también interiormente. -Pues fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra. -Eso pensamos todos -dijeron los cortesanos, y el Director de la Orquesta Imperial fue autorizado para que el próximo domingo mostrara el pájaro al pueblo-. Todos deben oírlo cantar -dijo el Emperador; y así se hizo, y quedó la gente tan satisfecha como si se hubiesen emborrachado con té, pues así es como lo hacen los chinos; y todos gritaron: «¡Oh!», y levantando el dedo índice se inclinaron profundamente. Mas los pobres pescadores que habían oído al ruiseñor auténtico, dijeron: -No está mal; las melodías se parecen, pero le falta algo, no sé qué… El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda; todos los regalos con que había sido obsequiado -oro y piedras preciosas- estaban dispuestos a su alrededor, y se le había conferido el título de Primer Cantor de Cabecera Imperial, con categoría de número uno al lado izquierdo. Pues el Emperador consideraba que este lado era el más noble, por ser el del corazón, que hasta los emperadores tienen a la izquierda. Y el Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; tan larga y erudita, tan llena de las más difíciles palabras chinas, que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. Así transcurrieron las cosas durante un año; el Emperador, la Corte y todos los demás chinos se sabían de memoria el trino de canto del ave mecánica, y precisamente por eso les gustaba más que nunca; podían imitarlo y lo hacían. Los golfillos de la calle cantaban: «¡tsitsii, cluclucluk!», y hasta el Emperador hacía coro. Era de veras divertido. Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador, que estaba ya acostado, oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. «¡Schnurrrr!», se escapó la cuerda, y la música cesó. El Emperador saltó de la cama y mandó llamar a su médico de cabecera; pero, ¿qué podía hacer el hombre? Entonces fue llamado el relojero, quien tras largos discursos y manipulaciones arregló un poco el ave; pero manifestó que debían andarse con mucho cuidado con ella y no hacerla trabajar demasiado, pues los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. ¡Qué desolación! Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año, y aun esto era una imprudencia; pero en tales ocasiones el Director de la Orquesta Imperial pronunciaba un breve discurso, empleando aquellas palabras tan intrincadas, diciendo que el ave cantaba tan bien como antes, y no hay que decir que todo el mundo se manifestaba de acuerdo. Pasaron cinco años, cuando he aquí que una gran desgracia cayó sobre el país. Los chinos querían mucho a su Emperador, el cual estaba ahora enfermo de muerte. Ya había sido elegido su sucesor, y el pueblo, en la calle, no cesaba de preguntar al mayordomo de Palacio por el estado del anciano monarca. -¡P! -respondía éste, sacudiendo la cabeza. Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho. Toda la Corte lo creía ya muerto y cada cual se apresuraba a ofrecer sus respetos al nuevo soberano. Los camareros de palacio salían precipitadamente para hablar del suceso, y las camareras se reunieron en un té muy concurrido. En todos los salones y corredores habían tendido paños para que no se oyera el paso de nadie, y así reinaba un gran silencio. Pero el Emperador no había expirado aún; permanecía rígido y pálido en la lujosa cama, con sus largas cortinas de terciopelo y macizas borlas de oro. Por una ventana que se abría en lo alto de la pared, la luna enviaba sus rayos que iluminaban al Emperador y al pájaro mecánico. El pobre Emperador jadeaba con gran dificultad; era como si alguien se le hubiera sentado sobre el pecho. Abrió los ojos y vio que era la Muerte, que se había puesto su corona de oro en la cabeza y sostenía en una mano el dorado sable imperial, y en la otra, su magnífico estandarte. En torno, por los pliegues de los cortinajes asomaban extravías cabezas, algunas horriblemente feas, otras de expresión dulce y apacible: eran las obras buenas y malas del Emperador, que lo miraban en aquellos momentos en que la muerte se había sentado sobre su corazón. -¿Te acuerdas de tal cosa? -murmuraban una tras otra-. ¿Y de tal otra? -Y le recordaban tantas, que al pobre le manaba el sudor de la frente. -¡Yo no lo sabía! -se excusaba el Emperador-. ¡Música, música! ¡Que suene el gran tambor chino -gritó- para no oír todo eso que dicen! Pero las cabezas seguían hablando y la Muerte asentía con la cabeza, al modo chino, a todo lo que decían. -¡Música, música! -gritaba el Emperador-. ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya! Mas el pájaro seguía mudo, pues no había nadie para darle cuerda, y la Muerte seguía mirando al Emperador con sus grandes órbitas vacías; y el silencio era lúgubre. De pronto resonó, procedente de la ventana, un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama. Enterado de la desesperada situación del Emperador, había acudido a traerle consuelo y esperanza; y cuanto más cantaba, más palidecían y se esfumaban aquellos fantasmas, la sangre afluía con más fuerza a los debilitados miembros del enfermo, e incluso la Muerte prestó oídos y dijo: -Sigue, lindo ruiseñor, sigue. -Sí, pero, ¿me darás el magnífico sable de oro? ¿Me darás la rica bandera? ¿Me darás la corona imperial? Y la Muerte le fue dando aquellos tesoros a cambio de otras tantas canciones, y el ruiseñor siguió cantando, cantando del silencioso camposanto donde crecen las rosas blancas, donde las lilas exhalan su aroma y donde la hierba lozana es humedecida por las lágrimas de los supervivientes. La Muerte sintió entonces nostalgia de su jardín y salió por la ventana, flotando como una niebla blanca y fría. -¡Gracias, gracias! -dijo el Emperador-. ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte? -Ya me has recompensado -dijo el ruiseñor-. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca, pues son las joyas que contentan al corazón de un cantor. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando. Así lo hizo, y el Soberano quedó sumido en un dulce sueño; ¡qué sueño tan dulce y tan reparador! El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte. Ninguno de sus criados había vuelto aún, pues todos lo creían muerto. Sólo el ruiseñor seguía cantando en la rama. -¡Nunca te separarás de mi lado! -le dijo el Emperador-. Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos. -No lo hagas -suplicó el ruiseñor-. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Tu pajarillo cantor debe volar a lo lejos, hasta la cabaña del pobre pescador, hasta el tejado del campesino, hacia todos los que residen apartados de ti y de tu Corte. Prefiero tu corazón a tu corona… aunque la corona exhala cierto olor a cosa santa. Volveré a cantar para ti. Pero debes prometerme una cosa. -¡Lo que quieras! -dijo el Emperador, incorporándose en su ropaje imperial, que ya se había puesto, y oprimiendo contra su corazón el pesado sable de oro. -Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando! Y se echó a volar. Entraron los criados a ver a su difunto Emperador. Entraron, sí, y el Emperador les dijo: ¡Buenos días!
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El sapo
Cuento infantil
Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras. En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los «huéspedes del pozo». Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras húmedas. Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca. -Es gorda, patosa y fea -decían las verdes ranillas-. Sus hijos serán tan feos como ella. -A lo mejor -dijo la madre sapo-, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya. Las verdes ranas todo eran ojos y oídos, y como aquello no les gustaba, desaparecieron en las honduras con muchas muecas. En cuanto a los sapos hijos, de puro orgullo estiraron las patas traseras; cada uno creía tener la piedra preciosa, y por eso mantenían la cabeza quieta. Finalmente, uno de ellos preguntó qué había de aquella piedra preciosa de la que estaban tan orgullosos. -Es algo tan magnífico y valioso -dijo la madre-, que no sabría describíroslo. El que la luce experimenta un gran placer, y es la envidia de todos los demás. Pero no me preguntéis, porque no os responderé. -Bueno, pues lo que es yo, no tengo la piedra preciosa -dijo el más pequeño de los sapos, el cual era tan feo como sólo un sapo puede ser-. ¿A santo de qué habría de tener yo una cosa tan preciosa? Además, si causa enfado a los otros, no puede alegrarme a mí. Lo único que deseo es poder subir un día al borde del pozo y echar una ojeada al exterior. Debe ser hermosísimo. -Mejor será que te quedes donde estás -respondió la vieja-. Aquí los conoces a todos y sabes lo que tienes. De una sola cosa has de guardarte: del cubo. Podría aplastarte. Nunca te metas en él, que a lo mejor te caes. No siempre se tiene la suerte que tuve yo, que pude escapar sin ningún hueso roto y con los huevos sanos. -¡Croac! -exclamó el pequeño, lo cual equivale, poco más o menos, al «¡ay!» de las personas. Tenía unas ganas locas de subir al borde del pozo para ver el vasto mundo; lo devoraba un gran anhelo de hallarse en aquel verde de allá arriba. Al día siguiente fue elevado el cubo lleno de agua, y casualmente se paró un momento frente a la piedra donde se encontraba el sapo. El animalito sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo, y, sin pensarlo dos veces, saltó al recipiente y se sumergió hasta el fondo. El cubo llegó arriba, y fue vertida el agua y el sapo. -¡Diablos! -exclamó el mozo al descubrirlo-. ¡Qué bicho tan feo! Y lanzó violentamente el zueco contra el sapo, que habría muerto aplastado si no se hubiese dado maña para escapar, ocultándose entre unas ortigas. Formaban éstas una espesa enramada, pero al mirar a lo alto se dio cuenta de que el sol brillaba en las hojas y las volvía transparentes. El sapo experimentó una sensación comparable a la que sentimos nosotros al entrar en un gran bosque, donde los rayos del sol se filtran por entre las ramas y las hojas. -Esto es mucho más hermoso que el fondo del pozo. Me pasaría aquí la vida entera -dijo el sapito. Y se estuvo allí una hora, dos horas-. ¿Qué debe de haber allá fuera? Ya que he llegado hasta aquí, es cosa de ver si voy más lejos. Y, arrastrándose lo más rápidamente posible, salió a la carretera, donde lo inundó el sol y lo cubrió el polvo al atravesarla. -Esto sí es estar en seco -dijo el sapo-. Casi diría que lo es demasiado; siento un cosquilleo en el cuerpo que me molesta. Llegó a la cuneta, donde crecían nomeolvides y lirios; muy cerca había un seto de saúcos y oxiacantos, con enredaderas cuajadas de flores blancas, que eran un encanto de ver. También revoloteaba una mariposa; el sapo la tomó por una flor que se había desprendido de la planta para poder ver mejor el mundo; lo encontraba muy natural. «¡Quién pudiera volar tan rápidamente como ella! -pensó el sapo-. ¡Croac! ¡qué maravilla!». Permaneció en la cuneta por espacio de ocho días con sus noches; la comida era buena y abundante. Al día noveno dijo: «¡Adelante, adelante!». ¿Qué podía esperar mejor que aquel paraíso? En realidad, lo que deseaba era encontrar compañía, una familia de sapos o, cuando menos, de ranas verdes. La noche anterior había resonado aquello de lo lindo, como si habitasen «primos» por aquellos alrededores. «Aquí se vive muy bien, fuera del pozo. Puedes yacer entre ortigas, arrastrarte por el camino polvoriento y descansar en la húmeda cuneta. Pero sigamos adelante, a ver si damos con ranas y con un sapito. Echo de menos la compañía. La Naturaleza sola acaba aburriéndome». Y con este pensamiento continuó su peregrinación. Llegó, en plena campiña, a una charca muy grande, cubierta de cañaverales y se dio un paseo por ella. -¿No es demasiado húmedo para usted? -le preguntaron las ranas-. Sin embargo, sea bienvenido. ¿Es usted sapo o sapa? Pero es igual, sea lo que fuere, ¡bienvenido! Y aquella noche lo invitaron al concierto familiar: gran entusiasmo y voces débiles, ya las conocemos. Banquete no hubo, sólo bebida gratis; toda la charca, si a uno le apetecía. -Seguiré adelante -dijo el sapito; lo dominaba el afán de descubrir cosas cada vez mejores. Vio centellear las estrellas, grandes y límpidas; vio brillar la Luna, y salir el Sol, y remontarse en el cielo. -Por lo visto, sigo estando en un pozo, sólo que mucho mayor. Me gustaría subir más arriba. Este anhelo me corroe y devora. Y cuando la Luna brilló llena y redonda, el pobre animal pensó: «¿Será acaso el cubo? Si lo bajaran podría saltar en él para, seguir remontándome. ¿O tal vez es el Sol el gran cubo? ¡Qué enorme y brillante! Todos cabríamos en él. Sólo es cuestión de aguardar la oportunidad. ¡Oh, qué claridad se hace en mi cabeza! No creo que pueda brillar más la piedra preciosa. Pero no la tengo y no lloraré por eso. Quiero seguir subiendo, hacia el esplendor y la alegría. Tengo confianza, y, sin embargo, siento miedo. Es un paso difícil, pero no hay más remedio que darlo. ¡Adelante, de cabeza a la carretera!». Avanzó a saltitos, como hacen los de su especie, y se encontró en una gran calle habitada por hombres. Había allí jardines y huertos, y el sapo se quedó a descansar en uno de éstos. -¡Cuántas cosas nuevas voy descubriendo! ¡Qué grande y hermoso es el mundo! Tengo ganas de verlo todo, darme una vuelta por él, en vez de quedarme quieto en un solo lugar. ¡Qué verdor y qué hermosura! -¡Y usted que lo diga! -exclamó la oruga de la col desde la hoja-. Mi hoja es la más grande de todas. Me tapa la mitad del mundo, pero con el resto me basta. «¡Cloc, cloc!». Eran los pollos que llegaban al huerto, con su menudo trote. La primera gallina tenía muy buena vista; descubrió la oruga en la rizada hoja, y de un picotazo la hizo caer al suelo, donde el bicho empezó a volverse y retorcerse. La gallina la miró primero con un ojo y luego con el otro, insegura de lo que saldría de tanto meneo. -No lleva buenas intenciones -pensó la gallina, y levantó la cabeza, dispuesta a zampársela. El sapo, lleno de compasión, pegó un saltito hacia la gallina. -¡Ah!, ¡conque tienes guardianes! -dijo la gallina-. ¡Qué bicho tan feo! Y le volvió la espalda. -Bien pensado ese animalito verde no vale la pena. Es peludo y me haría cosquillas en el cuello. Las demás gallinas pensaron que tenía razón, y se alejaron presurosas. -¡Por fin libre! -suspiró la oruga-. Lo importante es no perder la presencia de ánimo. Pero ahora queda lo más difícil: volver a subirme a la hoja de col. ¿Dónde está? El sapito se le acercó para expresarle su simpatía, contento de haber asustado a las gallinas con su fealdad. -¿Qué se cree usted? -dijo la oruga-. Yo sola me basté para salir de apuros. ¡Uf, qué mala facha tiene usted! ¿Permite que me retire a mi propiedad? Huelo a col. Estoy cerca de mi hoja. Nada hay tan hermoso como estar en casa. Voy a ver si puedo subirme. -Sí, arriba -dijo el sapo-, siempre arriba. Ésta piensa como yo. Sólo que hoy está de mal temple; será seguramente por el susto que se ha llevado. Todos queremos subir, siempre subir. Y levantó la mirada hasta donde podía alcanzar. La cigüeña estaba en su nido, en el tejado de la casa de campo; castañeteó con el pico, y la hembra le respondió en el mismo lenguaje. «¡Qué altos viven! -pensó el sapo-. ¡Quién pudiera llegar hasta allá». En la granja vivían dos jóvenes estudiantes, uno de ellos poeta, el otro naturalista. El primero cantaba con alegría todas las maravillas de la Creación; en versos sonoros y armoniosos describía las impresiones que las obras de Dios dejaban en su corazón. El segundo iba a las cosas en sí, cortaba por lo sano cuando era necesario. Consideraba la creación divina como una gran operación de cálculo, restaba, multiplicaba, quería conocerlo todo por dentro y por fuera y hablar de todo con justo criterio, y lo hacía con alegría y talento. Uno y otro eran hombres buenos y piadosos. -Ahí tenemos un bonito ejemplar de sapo -dijo el naturalista. Voy a ponerlo en alcohol. -Pero si tienes ya dos -protestó el poeta-. ¿Por qué no lo dejas tranquilo, que goce de su vida? -¡Pero es horriblemente feo! -dijo el otro. -Si pudiésemos dar con la piedra preciosa en su cabeza -observó el poeta-, también yo sería del parecer de abrirlo. -¡Una piedra preciosa! -replicó el sabio-. Parece que sabes muy poco de Historia Natural. -Pues yo encuentro un bello y profundo sentido en la creencia popular de que el sapo, el más feo de todos los animales, a menudo encierra un valiosísimo diamante en la cabeza. ¿No ocurre lo mismo con el hombre? ¿Qué piedra preciosa encerraba en sí Esopo? ¿Y Sócrates? No oyó más el sapo, y aun de todo aquello no entendió ni la mitad. Los dos amigos siguieron su paseo, y él se libró de ir a parar a un frasco con alcohol. «Hablaban también de la piedra preciosa -pensó el sapo ¡Qué suerte que no la tenga! ¡Menudos disgustos me produciría el poseerla!». Oyóse un castañeteo en el tejado de la granja. Era el padre cigüeña que dirigía un discurso a su familia, la cual miraba de reojo a los dos jóvenes del huerto. -El hombre es la más presuntuosa de las criaturas -decía la cigüeña-. Fijaos cómo mueve la boca, y ni siquiera sabe castañetear como es debido. Se jactan de sus dotes oratorias, de su lenguaje. ¡Valiente lenguaje! Una sola jornada de viaje y ya no se entienden entre sí. Nosotros, con nuestra lengua, nos entendemos en todo el mundo, lo mismo en Dinamarca que en Egipto. Además de que tampoco saben volar. Para correr se sirven de un invento que llaman «ferrocarril», pero con frecuencia se rompen la crisma con él. Me dan escalofríos en el pico sólo de pensarlo. El mundo puede prescindir de los hombres; a nosotros no nos hacen ninguna falta. Mientras tengamos ranas y lombrices… «Prudente discurso -pensó el sapito-. Es un gran personaje, y está tan alto como no había visto aún a nadie. -¡Y cómo nada!» -añadió al ver a la cigüeña volar por los aires con las alas desplegadas. Y madre cigüeña se puso a contar en el nido, hablando de Egipto, de las aguas del Nilo y del cieno inolvidable que había en aquel lejano país. Al sapito le pareció todo aquello nuevo y maravilloso. -Tendré que ir a Egipto -dijo para sí -. Si quisieran llevarme con ellos la cigüeña o uno de sus pequeños… Procuraría agradecérselo el día de su boda. Estoy seguro de que llegaré a Egipto; la suerte me es favorable. Este anhelo, este afán que siento, valen mucho más que tener en la cabeza una piedra preciosa. Y justamente era aquélla la piedra preciosa: aquel eterno afán y anhelo de elevarse, de subir más y más. En su cabeza brillaba una mágica lucecita. De repente se presentó la cigüeña. Había descubierto el sapo en la hierba, bajó volando y cogió al animalito sin muchos miramientos. El pico apretaba, el viento silbaba; no era nada agradable, pero subía arriba, hacia Egipto; de ello estaba seguro el sapo; por eso le brillaban los ojos, como si despidiesen chispas. -¡Croac! ¡Ay! El cuerpo había muerto, había muerto el sapo. Pero, ¿y aquella chispa de sus ojos, dónde estaba? Se la llevó el rayo de sol, se llevó la piedra preciosa de la cabeza del sapo. ¿Adónde? No lo preguntes al naturalista; mejor será que te dirijas al poeta. Él te lo contará como si fuese un cuento; y figurarán en él la oruga de la col y la familia de las cigüeñas. ¡Imagínate! La oruga se transforma, se metamorfosea en una bellísima mariposa. La familia de las cigüeñas vuela por encima de montañas y mares hacia la remota África desde donde volverá por el camino más corto a su casa, la tierra danesa, al mismo lugar y el mismo tejado. Parece un cuento, y, sin embargo, es la verdad pura. Pregúntalo al naturalista; verás cómo te lo confirma. Y tú lo sabes también, pues lo has visto. -Pero, ¿y la piedra preciosa de la cabeza del sapo? Búscala en el Sol. Vela si puedes. El resplandor es demasiado vivo. Nuestros ojos no tienen aún la fuerza necesaria para mirar la magnificencia que Dios ha creado, pero un día la tendrá, y aquél será el más bello de los cuentos, pues nosotros figuraremos en él.
Andersen, Hans Christian
Dinamarca
1805-1875
El soldadito de plomo
Cuento infantil
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: “¡Soldaditos de plomo!” Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa. Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la historia. En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso, pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo. Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él, sólo tenía una. “Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de conocerla.” Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin perder el equilibrio. Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos, recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos. De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y -¡crac!- se abrió la tapa de la caja de rapé… Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era un duende negro, algo así como un muñeco de resorte. -¡Soldadito de plomo! -gritó el duende-. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la bailarina? Pero el soldadito se hizo el sordo. -Está bien, espera a mañana y verás -dijo el duende negro. Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible. Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta clavada entre dos adoquines de la calle. La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: “¡Aquí estoy!”, lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía uniforme militar. Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle. -¡Qué suerte! -exclamó uno-. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo navegar. Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante, siempre con el fusil al hombro. De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura como su propia caja de cartón. “Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa. Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría que esto fuese dos veces más oscuro.” Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la alcantarilla. -¿Dónde está tu pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, enséñame tu pasaporte! Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah! Había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que pasaban por allí. -¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte! La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes! Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal. Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos en un bote por una gigantesca catarata. Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal. El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos: ¡Adelante, guerrero valiente! ¡Adelante, te aguarda la muerte! En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan largo era. Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba: -¡Un soldadito de plomo! El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le daba la menor importancia a todo aquello. Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra. De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de resorte el que lo había movido a ello. El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores, sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón. FIN