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Yourcenar, Marguerite
Bélgica
1903-1987
La sombra de Marko
Cuento
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado. Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido. Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros. Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable. Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna. Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado. Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente. Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores. Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma. Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos. Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón. Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos. El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos. Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar. La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul. En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal. Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país. En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza. Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan. Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos. El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer. Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.
Yourcenar, Marguerite
Bélgica
1903-1987
La tristeza de Cornelius Berg
Cuento
La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados, se mecían con el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto calor como solo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes. Philip Mild se metió a una cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al Adriático, que volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que este súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un color más al abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un montón de desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de camarote de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un velador de zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía una enorme naranja flotando en el mar. -Cuéntame otra historia, viejo amigo -dijo Philip desplomándose pesadamente en una silla-. Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… La historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra. Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa… ¿Qué hiciste ayer en Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué turbinas? -Nada -dijo el ingeniero-. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos de embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He escuchado a tantas viejas serbias narrarme la historia de la Torre de Scutari, que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de sus granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria solo vive en los cuentos. A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama una buena madre? -Qué pregunta -dijo negligentemente el joven inglés-. Mi madre es bella, delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor. -Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme, Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos con que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas contra la desdicha y la vejez. Solo en las leyendas de los países semibárbaros aún se encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de las que uno estaría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un poeta que no podía amar a ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un tipo como yo… Algunas docenas de madres y enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas muñecas irrompibles que se hacen pasar por ser la realidad. “Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de un reyezuelo de por aquí… “Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo que se derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales una torre no se mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los obreros, a la mala disposición del terreno, o a la falta de cemento entre las piedras. Pero los campesinos serbios, albaneses o búlgaros no reconocen a este desastre más que una causa: saben que un edificio se derrumba si no se ha tenido el cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día del Juicio Final esa pesada carga de piedras. “En Arta, Grecia, se enseña un puente donde una muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos comenzaron a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su alma, y aquel cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un desdichado herido por una pena de amor. “En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos posible del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por atrás y lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada, como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo: “-Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se transformarán así en alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos unos de otros, y el trébol no puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a soportar cargas pesadas. No decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección al Azar, ese prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los cimientos de la torre a aquella de nuestras mujeres que nos venga a traer de comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte. “Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad de sus hermanos mayores, que renunciaban a lo que más querían en el mundo, terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche. “Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma de la luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en plena cara y gritó: “-Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla, morirás. “Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente. “El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada a su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su señor. De pronto escuchó a su marido mascullar halando hacia sí el cobertor: “-Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre… “Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar. Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su corazón. La discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues no quería obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para intentar consolarlas. “Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor: “-Hermana -dijo-, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y mi canasto está repleto. “-Hermana, querida hermana -dijo la mujer del hermano mayor-, de todo corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se deslizó esta noche en uno de mis dientes… Ay, ay, ay, no soy buena más que para gritar de dolor… “Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer del menor: “-Mujer de nuestro hermano menor -dijo-, querida mujer del más chico, ve allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú. Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre. “Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de sus dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos, sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de muerte estaba destinada y a qué lugar en su cielo. “Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito de su estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano agradeció al Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla del camino. La joven mujer, espantada, había dejado caer su cesto, y la comida regada alegró a los perros. Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos hacia el cielo: “-Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi amado y yo el espesor de la piedra. “Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido, tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba sobre la piedra: “-¡Ay!, mis pequeños pies -dijo ella-, ya no me llevarán hasta la cima de la colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la frescura del agua corriente: solo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la Resurrección. “Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un faldón dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María parada detrás de su altar. “-Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que ya no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final. “El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió el torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada semejante al gesto de dos manos tendidas. “-Cuñados -dijo ella-, en consideración no mía sino de su hermano muerto, piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho, hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada, y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo. Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta mis pezones para alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no tenga leche, beberá mi alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen mi marido y yo no les haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a encontrar frente a Dios. “Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró: “-Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo. “Hicieron como ella había dicho y dejaron una hendidura horizontal a la altura de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la tierna melopea se escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a distancia bastaba para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con voz débil preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero todavía respiraba, porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce abundancia de fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún escuchaba su corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna sin agua y a través de la hendidura solo se veían dos pupilas vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí mismo el pecho. “Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y solo quedó en el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos quemados y las grietas marcadas por la leche maravillosa; luego, incluso la torre desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese ligero esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se dispersaron, y ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este calor infernal, que repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a los poetas tantas lágrimas como la de Andrómaca.” En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se inclinó con el insolente servilismo propio de las razas miserables o imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un dinar. -¿Qué te pasa, viejo soñador? -dijo impaciente-. Sus senos y sus collares bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego. -Conozco a esa mujer -respondió Jules Boutrin-. Un médico de Ragusa me relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una profesión lucrativa. Hay de madres a madres. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
Al fin se paga todo
Cuento
El transatlántico flotaba suavemente sobre las aguas lisas como una medusa abandonada. Un avión hacía piruetas con el insoportable zumbido de un insecto irritado en el estrecho espacio de cielo encajonado entre las montañas. Apenas había transcurrido el primer tercio de una bella tarde de verano, y ya el sol había desaparecido detrás de las áridas estribaciones de los Alpes montenegrinos sembrados de raquíticos árboles. El mar, tan azul en la mañana en toda su extensión, adquiría tonos sombríos en el interior de ese largo fiordo sinuoso extrañamente situado en los atracaderos de los Balcanes. Las formas humildes y encogidas de las casas, la franqueza saludable del paisaje eran ya eslavas, pero la insensible violencia de los colores, la altivez desnuda del cielo aún hacían pensar en Oriente y en el Islam. La mayoría de los pasajeros había bajado a tierra y se identificaban ante los aduaneros vestidos de blanco y los admirables soldados provistos de una daga triangular, bellos como el Ángel de los ejércitos. El arqueólogo griego, el pachá egipcio y el ingeniero francés se habían quedado en la cubierta superior. El ingeniero había pedido una cerveza, el pachá bebía whisky y el arqueólogo tomaba una limonada. —Este país me excita, dijo el ingeniero. El muelle de Kotor y el de Ragusa son indudablemente las únicas desembocaduras mediterráneas de ese gran país eslavo que se extiende desde los Balcanes hasta los Urales, que ignora los límites cambiantes del mapa de Europa y le da resueltamente la espalda al mar, que no penetra en él sino por los complicados estrechos del Caspio, de Finlandia, del Puente Euxino o de las costas dálmatas. Y en este vasto continente humano, la infinita variedad de las razas destruye la unidad misteriosa del conjunto tanto como la diversidad de las olas rompe la monotonía majestuosa del mar. Pero lo que me interesa en este momento no es ni la geografía ni la historia, es Kotor. Las Bocas del Cattaro, como dicen ellos… Kotor, tal y como la vemos desde la cubierta de este transatlántico italiano, Kotor la huraña, la bien escondida, con su camino en zigzag que sube a Cettigné y la Kotor un poco más temible de las leyendas y los cantares de gesta eslavos. Kotor la infiel, que antaño vivió bajo el yugo de los musulmanes de Albania a quienes como usted comprenderá, pachá, la poesía épica de los serbios no siempre hace justicia. Y usted, Loukiadis, que conoce el pasado como un granjero los más mínimos recodos de su granja, no me diga que no ha oído hablar de Marko Kraliévitch. —Soy arqueólogo —respondió el griego asentando su vaso de limonada—. Mi saber se limita a la piedra esculpida, y los héroes serbios de usted más bien tallaban en carne viva. Sin embargo, también a mí me ha interesado ese Marko y he reconocido su huella en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en suelo netamente griego, a pesar de que la piedad serbia haya erigido monasterios bastante hermosos… —En el monte Atos —interrumpió el ingeniero—. Los gigantescos restos de Marko Kraliévitch descansan en alguna parte de esta montaña en donde nada cambia desde la Edad Media, excepto quizá la cualidad de las almas, y en donde seis mil monjes adornados con moños y barbas flotantes ruegan aún hoy por la salud de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza seguramente se extinguió hace siglos. ¡Cómo tranquiliza pensar que el olvido es menos rápido, menos total de lo que uno supone, y que aún existe un lugar en el mundo donde una dinastía del tiempo de las Cruzadas sobrevive en las oraciones de algunos viejos sacerdotes! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra los otomanos, en Bosnia o en país croata, pero su último deseo fue ser inhumado en ese Sinaí del mundo ortodoxo, y una barca logró transportar ahí su cadáver, pese a los arrecifes del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una bella historia, y que me hace pensar, no sé por qué, en la última travesía de Arturo… “Existen héroes en Occidente, pero parecen sujetos por su armadura de principios como los caballeros de la Edad Media por su caparazón de hierro: en ese salvaje serbio tenemos al héroe desnudo. Los turcos sobre los que se precipitaba Marko debían tener la impresión de que un roble de la montaña se derrumbaba sobre ellos. Ya les dije que en aquel tiempo Montenegro pertenecía al Islam: las bandas serbias eran poco numerosas como para disputar abiertamente a los Circuncisos la posesión de la Tzernagora, esta Montaña Negra de donde el país toma su nombre. Marko Kraliévitch entablaba relaciones secretas en un país infiel con cristianos falsamente conversos, funcionarios descontentos, pachás en peligro de desgracia y de muerte; le resultaba cada vez más necesario ponerse directamente en contacto con sus cómplices. Pero su elevada estatura le impedía infiltrarse en terreno enemigo, disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer; a pesar de que este último travestimiento hubiera sido posible por su belleza, lo hubieran reconocido por la descomunal longitud de su sombra. Tampoco se podía pensar en amarrar una canoa en un rincón desierto de la ribera: innumerables centinelas, apostados en los peñascos, oponían su presencia múltiple e infatigable a un Marko solo y ausente. Pero donde una barca es visible un buen nadador se disimula, y solo los peces conocen su pista entre dos aguas. Marko encantaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises, su antiguo vecino de Ítaca. También encantaba a las mujeres: los canales complicados del mar frecuentemente lo conducían a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida que jadeaba con el golpe de las olas; la viuda del pachá de Scutari pasaba ahí sus noches soñando con Marko y las mañanas esperándolo. Friccionaba con aceite su cuerpo helado por los besos blancos del mar, lo calentaba en su cama a espaldas de sus sirvientes; le facilitaba las entrevistas nocturnas con sus agentes y sus cómplices. Al despuntar el día, bajaba a la cocina aún desierta a prepararle sus platillos favoritos. Él se resignaba a sus senos pesados, a sus piernas espesas, a sus cejas que se juntaban justo en medio de su frente, a su amor ávido y suspicaz de mujer madura; contenía su rabia viéndola escupir cuando él se arrodillaba para persignarse. Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía volver a Ragusa a nado, la viuda bajó como de costumbre a hacerle su comida. Las lágrimas le impidieron cocinar con tanto esmero como de costumbre; por desgracia subió un plato de cabrito demasiado cocido. Marko había bebido; su paciencia se había quedado en el fondo del cántaro: tomó los cabellos de ella entre sus manos pegajosas de salsa y vociferó: “—Perra del demonio, ¿acaso pretendes hacerme comer vieja cabra centenaria? “—Era un bello animal —respondió la viuda—. Y el más joven del rebaño. “—Estaba corrioso como tu carne de bruja, y tenía el mismo maldito olor —dijo el joven cristiano ebrio—. ¡Ojalá te cuezas como ella en el Infierno! “Y de un puntapié arrojó el plato de guisado por la ventana abierta de par en par que daba al mar. “La viuda lavó silenciosamente el piso manchado de grasa y su propio rostro abotagado de lágrimas. No se mostró ni menos tierna ni menos cálida que la víspera, y al alba, cuando el viento del norte comenzó a soplar la rebelión entre las olas del golfo, aconsejó dulcemente a Marko que aplazara su partida. Él accedió: en las horas más calurosas del día se volvió a acostar para la siesta. Al despertar, cuando se estiraba perezosamente frente a las ventanas, protegido de la mirada de los transeúntes por complicadas persianas, vio brillar algunas cimitarras: una tropa de soldados turcos rodeaba la casa, bloqueando todas las salidas. Marko corrió hacia el balcón suspendido muy arriba sobre el mar: las olas saltarinas rompían en los peñascos con el ruido del rayo en el cielo. Marko se arrancó la camisa y sumió primero la cabeza en esa tempestad en la que ninguna barca se hubiera aventurado. Las montañas se balancearon bajo él, él se balanceó bajo las montañas. La conducta de la viuda provocó que los soldados catearan la casa sin encontrar ni rastro del joven gigante desaparecido; finalmente, la camisa desgarrada y la cerca arrollada del balcón los pusieron sobre la verdadera pista; se abalanzaron a la playa gritando de terror y despecho. A pesar suyo, retrocedían, cada vez que una ola más feroz reventaba a sus pies; y los arrebatos del viento les parecían la risa de Marko, y la insolente espuma un escupitajo en sus rostros. Durante dos horas, Marko nadó sin lograr avanzar ni una brazada; sus enemigos le apuntaban a la cabeza pero el viento desviaba sus flechas; él desaparecía, luego reaparecía en la misma roca verde. Por último, la viuda ató sólidamente su chal a la amplia cintura dócil de un albanés; un hábil pescador de atún que logró aprisionar a Marko en ese lazo de seda, y el nadador estrangulado a medias tuvo que dejarse remolcar a la playa. En el transcurso de sus partidas de caza por las montañas de su país, Marko había visto muchas veces animales hacerse los muertos para impedir que acabaran con ellos; su instinto lo condujo a imitar esta artimaña: el joven de tez pálida que los turcos obligaron a volver a la playa estaba rígido y frío como un cadáver de tres días; sus cabellos sucios de espuma se pegaban a sus sienes hundidas; sus ojos fijos ya no reflejaban la inmensidad del cielo y de la noche; sus labios salados por el mar se paralizaron en sus mandíbulas contraídas; sus brazos abandonados colgaban y el espesor de su pecho impedía escuchar su corazón. Las personas más importantes de la aldea se inclinaron sobre Marko, a quien las largas barbas de estos hacían cosquillas en el rostro, luego, levantando todos la cabeza, exclamaron con una sola y misma voz: “—¡Alá! está muerto como un topo podrido, como un perro aplastado. Echémoslo de nuevo al mar que lava las inmundicias para que su cuerpo no deshonre nuestro suelo. “Pero la malvada viuda se puso a llorar, luego a reír: “—Hace falta más de una tempestad para ahogar a Marko —dijo ella—, y más de un nudo para estrangularlo. Tal cual lo ven, no está muerto. Si lo tiran al mar, encantará a las olas como me ha encantado a mí, pobre mujer, y ellas lo llevarán a su país. Tomen clavos y martillo; crucifiquen a ese perro como fue crucificado su dios que no vendrá aquí en su ayuda, y ya verán si esas rodillas no se retuercen de dolor y si su maldita boca no vomita gritos. “Los verdugos tomaron clavos y martillo de la mesa de un carenero de barcas y traspasaron las manos del joven serbio y atravesaron sus pies de lado a lado. Pero el cuerpo del torturado permaneció inerte: ningún estremecimiento sacudía ese rostro aparentemente insensible, e incluso la sangre no rezumaba de su carne abierta sino por gotas lentas y raras, porque Marko dominaba sus arterias como dominaba su corazón. Entonces, el hombre más viejo arrojó el martillo y exclamó lastimoso: “—¡Que Alá nos perdone por haber intentado crucificar a un muerto! Atemos una piedra grande al cuello del cadáver para que el abismo sepulte nuestro error, y que no nos lo devuelva el mar. “—Hacen falta más de mil clavos y cien martillos para crucificar a Marko Kraliévitch —dijo la malvada viuda—. Tomen carbones ardiendo y pónganselos en el pecho, y ya verán si no se retuerce de dolor como un gran gusano desnudo. “Los verdugos tomaron brazas del fogón de un calafate, y trazaron un amplio círculo en el pecho del nadador helado por el mar. Los carbones ardieron, luego se extinguieron y se pusieron negros como rosas rojas que mueren. El fuego recortó en el pecho de Marko un gran anillo carbonoso, semejante a esos redondos trazados en la hierba por las danzas de hechiceros, pero el muchacho no gemía y ni una sola pestaña le tembló. “—Alá —dijeron los verdugos—, hemos pecado, porque solo Dios tiene derecho a torturar a los muertos. Sus sobrinos y los hijos de sus tíos vendrán a vengar este ultraje: sepultémoslo en un saco con algunas piedras grandes para que ni siquiera el mar sepa qué cadáver le damos a comer “Desgraciados —dijo la viuda—, destrozará todas las telas y arrojará todas las piedras. Mejor hagan venir a las muchachas de la aldea, y ordénenles bailar formando un círculo sobre la arena, y ya veremos si el amor no sigue torturándolo. “Llamaron a las muchachas, que se pusieron apresuradamente sus vestidos de gala: vinieron con panderetas y flautas: se dieron la mano para bailar formando un círculo alrededor del cadáver, y la más hermosa de todas dirigía la danza con un pañuelo rojo en la mano. Sobresalía entre sus compañeras por la altivez de su cabeza morena y de su cuello blanco; era como el corzo que brinca, como el halcón que vuela. Marko, inmóvil, se dejaba rozar por esos pies desnudos, pero su corazón agitado latía de una forma cada vez más violenta y desordenada, tan fuerte que temía que todos los espectadores terminaran por escucharlo; y, a pesar suyo, una sonrisa de felicidad casi dolorosa se dibujó en sus labios, que se movían como para besar. Gracias al lento oscurecimiento del crepúsculo, los verdugos y la viuda aún no advertían esa señal de vida, pero los ojos claros de Haishé permanecían siempre fijos en el rostro del joven porque le parecía hermoso. De pronto, dejó caer su pañuelo rojo para disimular esa sonrisa y dijo con un tono altanero: “—No me agrada bailar ante el rostro descubierto de un cristiano muerto, y por eso le tapé la boca cuya simple vista me horrorizaba. “Pero prosiguió sus danzas, para que la atención de los verdugos se distrajera y llegara la hora de la oración, en la que se verían forzados a apartarse de la orilla. Por fin, desde lo alto de un alminar una voz gritó que era hora de adorar a Dios. Los hombres se dirigieron a la pequeña mezquita áspera y temible; las muchachas cansadas se desgranaron hacia el pueblo arrastrando sus babuchas. Haishé se fue girando a menudo la cabeza; solamente la viuda desconfiada se quedó para vigilar el falso cadáver. De pronto, Marko se incorporó; quitó con la mano derecha el clavo de su mano izquierda, tomó a la viuda por su cabellera rojiza y le clavó la garganta; luego, quitando con su mano izquierda el clavo de su mano derecha, le clavó la frente. Enseguida arrancó las dos espinas de piedra que le traspasaban los pies y las utilizó para sacarle los ojos. Cuando los verdugos regresaron, en lugar del cuerpo desnudo de un héroe encontraron en la orilla el cadáver convulso de una vieja. La tempestad se había calmado; pero las barcas tercas se dieron vanamente a la caza del nadador desaparecido en el vientre de las olas. Ni qué decir que Marko reconquistó el país y se raptó a la bella joven que había despertado su sonrisa, pero lo que me impresiona no es su gloria o su felicidad, es ese eufemismo exquisito, esa sonrisa en los labios de un torturado para quien el deseo es el más dulce suplicio. Observen: la noche cae; casi podríamos imaginar en la playa de Kotor al pequeño grupo de verdugos trabajando a la luz de los carbones ardiendo, la muchacha que baila y el joven que no resiste la belleza.” —Es una historia singular —dijo el arqueólogo—. Pero seguramente la versión que nos ofrece es reciente. Debe existir otra, más primitiva. Me informaré. —Haría mal —dijo el ingeniero—. Se la he ofrecido tal y como me la contaron los campesinos del pueblo en donde pasé mi último invierno, dedicado a perforar un túnel para el Expreso de Oriente. No quisiera hablar  mal de sus héroes griegos, Loukiadis: se encerraban en su carpa en un arrebato de desesperación, daban alaridos de dolor sobre sus amigos muertos; jalaban por los pies el cadáver de sus enemigos por las ciudades conquistadas, pero créame, a la Ilíada le faltó una sonrisa de Aquiles. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
Amar sólo por vencer
Cuento
Desde que había regresado a Ámsterdam, Cornelius Berg vivía en una posada. A menudo cambiaba de alojamiento, se mudaba cuando tenía que pagar el alquiler, aunque a veces pintaba pequeños retratos, cuadros de costumbres por encargo y fragmentos de desnudos, por aquí y por allá, para algún aficionado; y buscaba, a lo largo de las calles, la oportunidad de pintar un cartel. Por desgracia, su mano temblaba y tenía que cambiar con frecuencia los cristales de sus anteojos por otros más gruesos; y el vino, al que se había aficionado en Italia, acababa de arrebatarle, junto con el tabaco, la poca seguridad que todavía conservaba su pincelada y de la cual seguía presumiendo. Despechado, se negaba entonces a entregar su obra, echaba a perder todo con demasiados retoques o raspados, hasta que terminaba por abandonar su trabajo. Pasaba largas horas en el fondo de las tabernas llenas de humo como la conciencia de un borracho, en donde algunos de los antiguos alumnos de Rembrandt, que antaño habían sido condiscípulos suyos, le pagaban la bebida con la esperanza de que les relatara sus viajes. Pero los países polvorientos de sol por donde Cornelius había paseado sus pinceles y sus bolsas de colores se revelaban con menos precisión en su memoria de lo que lo habían hecho en sus proyectos del porvenir; y además, ya no tenía facilidad, como en su juventud, de ingeniar aquellas bromas picantes que hacían reír por lo bajo a las sirvientas. Los que se acordaban del vivaz Cornelius de otros tiempos se extrañaban de hallarlo tan taciturno; solo la embriaguez le soltaba la lengua, pero entonces emitía discursos incomprensibles. Se sentaba con la cara vuelta hacia la pared, el sombrero echado sobre los ojos para no ver a la gente que, según decía, le repugnaba. Cornelius, el viejo pintor de retratos que vivió mucho tiempo en una buhardilla de Roma, había escrutado detenidamente a lo largo de su vida la expresión de los rostros humanos; y ahora se apartaba de ellos con una terrible indiferencia. Incluso llegaba a decir que ya no le gustaba pintar a los animales porque se parecían demasiado a los hombres. Parecía que le llegara el genio conforme iba perdiendo el poco talento que poseía. Se instalaba frente a su caballete en su desordenado desván, colocaba a su lado una hermosa fruta exótica que costaba muy cara, y a la que era necesario reproducir en el lienzo a toda prisa, antes de que su piel brillante perdiera la frescura; o bien, colocaba un simple caldero o mondaduras. Una luz amarillenta inundaba la habitación; la lluvia lavaba humildemente los cristales; la humedad estaba en todas partes. El elemento húmedo hinchaba, bajo la forma de savia, la esfera granulosa de la naranja, levantaba el artesonado que crujía un poco, y opacaba el cobre del caldero. Pero muy pronto Cornelius dejaba reposar sus pinceles: sus dedos torpes, tan dispuestos antaño a pintar encargos de Venus recostada o de jesuses de barba rubia bendiciendo a niños desnudos y a mujeres envueltas en mantos, renunciaban a reproducir en la tela aquella doble corriente luminosa y húmeda que impregnaba las cosas y empañaba el cielo. Sus manos deformadas adquirían, al tocar los objetos que ya no pintaba, todas las solicitudes de la ternura. Por las calle tristes de Ámsterdam soñaba con campos temblorosos de rocío, más bellos que las orillas crepusculares del Anio, aunque desiertos y demasiado sagrados para el hombre. Aquel anciano, como hinchado por la miseria, parecía sufrir de hidropesía en el corazón. Cornelius Berg, que pintaba con ligereza cuadros lamentables, igualaba a Rembrandt con sus sueños. No tenía relaciones con la familia que aún le quedaba. Algunos de sus parientes ni siquiera lo habían reconocido; otros, fingían ignorarlo. El único que lo saludaba todavía era el síndico de Haarlem. Trabajó durante toda la primavera en aquella ciudad clara y limpia, donde lo empleaban para pintar los falsos recubrimientos de madera en las paredes de la iglesia. Por la noche, terminada su tarea, no rehusaba entrar en la casa de aquel hombre viejo dulcemente embrutecido por las rutinas de una existencia sin azares, que no sabía nada de arte, y que vivía solo, entregado por completo a los solícitos cuidados de una sirvienta. Empujaba la frágil barrera de madera pintada: en el jardincito, cerca del canal, el enamorado de los tulipanes lo esperaba entre las flores. Cornelius no se apasionaba por aquellos bulbos inestimables, pero era hábil para distinguir hasta el mínimo detalle de sus formas o de los matices de sus colores; y sabía que el viejo síndico lo invitaba a su casa solo para saber su opinión sobre las variedades que iba logrando. Nadie habría podido designar con palabras la infinita diversidad de blancos, azules, rosas y malvas. Esbeltos, rígidos, los cálices patricios brotaban de la tierra rica y negra: un olor a tierra húmeda flotaba solamente sobre aquellas floraciones sin perfume. El viejo síndico ponía una vasija sobre sus rodillas y, sosteniendo el tallo entre dos dedos como por la cintura, hacía, sin decir nada, admirar aquella delicada maravilla. Intercambiaban pocas palabras. Cornelius Berg daba su opinión con un movimiento de la cabeza. Aquel día, el síndico estaba feliz de haber logrado una nueva variedad más rara que las otras: la flor, blanca y violácea, casi poseía las estriaciones de un lirio. La observaba con detenimiento, le daba vueltas por todas partes, y poniéndola a sus pies dijo: —Dios es un gran pintor. Cornelius Berg no respondió. El apacible anciano prosiguió: —Dios es el pintor del universo. Cornelius Berg miraba alternativamente la flor y el canal. Aquel empañado espejo plomizo reflejaba únicamente arriates, muros de ladrillo y la ropa tendida por las lavanderas; pero el viejo vagabundo, cansado, contemplaba imprecisamente en él toda su vida. Recordaba determinados rasgos de algunas fisonomías vislumbradas en sus largos viajes: el Oriente sórdido, el Sur desalineado, las expresiones de avaricia, de estupidez o de ferocidad vistas bajo tantos cielos hermosos; los refugios miserables, las enfermedades vergonzosas, las riñas a navajazos a la puerta de las tabernas, el rostro seco de los prestamistas, y el extraordinario cuerpo de su modelo Frédérique Gerritsdochter, tendido sobre la mesa de anatomía de la Escuela de Medicina de Friburgo. Luego, otro recuerdo le vino a la mente: En Constantinopla, donde había pintado algunos retratos de sultanes para el embajador de las Provincias Unidas, tuvo la oportunidad de admirar otro jardín de tulipanes, orgullo y deleite de un bajá, que contaba con el pintor para inmortalizar, en su breve perfección, su harem floral. En el interior de un patio de mármol, palpitaban los tulipanes, se habría podido decir que susurraban, con sus colores brillantes o suaves. Cantaba un pájaro posado en la pileta de una fuente. Las copas de los cipreses agujereaban el cielo pálidamente azul. Pero el esclavo que por orden de su dueño enseñaba al extranjero aquellas maravillas era tuerto y sobre su ojo perdido recientemente se acumulaban las moscas. Entonces Cornelius Berg, quitándose los anteojos, exclamó: —Es verdad, Dios es el pintor del universo. Y luego añadió en voz baja con amargura: —Pero qué pena, señor síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
Aventurarse perdiendo
Cuento
Estando la corte del católico rey don Felipe III en la rica ciudad de Valladolid, salió de una casa de conversación, a más de las doce, donde fue a entretener las largas y pesadas noches del mes de diciembre, un caballero de los más nobles hijos que tuvo la villa de Madrid. Al atravesar por una de las principales calles de la ciudad para venir a su posada, al doblar de una esquina que hacía una encrucijada, vio abrir la puerta de una casa y a empellones arrojar por ella un bulto blanco, que como estuviese de la otra parte y la calle fuese ancha y espaciosa, no pudo divisar qué fuese, aunque le pareció ser persona que, de un apresurado salto que de un escalón que la puerta tenía, dio consigo un grandísimo golpe en el suelo, que a causa de helar fortísimamente estaba como hecho de jaspe. Vio tras esto que cerraron de golpe la puerta y que aquel bulto estaba sin menearse, solo que en bajos sollozos decía: —¿Qué es esto, cielos? ¿A mi desdicha estáis sordos, a mis quejas ingratos, y a mis lágrimas sin sentimiento? Procuraba tras esto levantarse, mas del tormento de la caída no era posible; moviose don García (que este era el nombre del caballero) a lástima con estas quejas, y llegándose más cerca, le preguntó qué tenía y le ofreció su persona. —¡Ay, señor hidalgo! —respondió el caído—, por la pasión de Dios, si hay en vos más piedad que en los que me han puesto de este modo, que me ayudéis a levantar y me pongáis en alguna parte que tenga más segura la vida. Oyendo esto don García, espantado por parecerle mujer la que hablaba, se llegó más cerca y a la poca luz que la luna daba vio como no era engañosa su sospecha, porque era mujer y desnuda en camisa, causa de más admiración: y deseoso de saber más por entero el caso, le dio la mano, y luego, quitándose el ferreruelo, se le echó encima, aunque la dama estaba tan maltratada que casi no podía tenerse en pie. Ayudola don García, cargándola sobre sus brazos, y animándola la llevó hasta sacarla de aquella calle; y viendo la dama que se paraba para saber qué pensaba hacer de su persona, le dijo con tiernas lágrimas: —Señor caballero, no es tiempo de desmayar en el bien que habéis empezado a hacerme; mi vida está en muy gran peligro si soy hallada, y a esta hora ya habrá muchos que me busquen; ruégoos, si tenéis alguna parte secreta y segura, me amparéis esta noche, hasta que mañana dé orden de entrar en un monasterio. —Señora mía, soy recién llegado a esta corte —replicó don García—, y os doy mi palabra que no ha quince días que estoy en ella y no conozco persona de quien fiar la vuestra, si no es de mí mismo: si gustáis de venir a mi posada, no os receléis de poneros en poder de un hombre mozo y forastero; con ella os podré servir. —Vamos, señor, a vuestra posada —replicó la dama—, que las partes donde yo puedo ir todas son sospechosas, y sea antes que nos hallen y pague yo sin culpa la que pensé cometer, si bien a los ojos del vulgo me la han de dar por haber restaurado mi honor, y vos el deseo que tenéis de ayudarme. Y diciendo esto, caminaron a la posada de don García, si bien con mucho trabajo porque la dama no podía tenerse, aunque más se animaba. De esta suerte, ayudándola don García, llegaron a su posada y entraron dentro: tuvo entonces lugar de ver el hallazgo que había tenido, y mirando su nueva camarada creyó sin duda que no era mujer sino ángel: tanta era su belleza y la honestidad y compostura de su rostro. Era al parecer de hasta veinte y cuatro años, y tan hermosa que, sin ser parte el guardarla, le robó el alma con la belleza de sus ojos, tanto que si no se le pusiera por delante la fe que debía guardar a quien se había fiado de él, casi se atreviera a ser Tarquino de tan divina Lucrecia; mas favoreciendo don García más a su nobleza que a su amor, a su recato que a su deseo, y a la razón más que a su apetito, procuró con muchas caricias el reposo de aquella hermosísima señora, a la cual por estar maltratada y desnuda, como don García no tenía por el pronto vestidos, y ser hora de acudir más a la quietud que al desvelo, la suplicó se acostase en su cama. Hízolo a más no poder la dama, y dándole don García lugar para que reposase, sin querer preguntarle por entonces nada de su persona, ni la causa de haberla hallado así, se salió cerrando la puerta por de fuera y se fue al aposento de otro huésped que estaba en la misma casa, con quien había tratado amistad, dándole a entender que había perdido la llave de su aposento y que hasta otro día que se descerrajase era imposible entrar dentro. De esta suerte pasó lo que faltaba de la noche, que a su parecer fue un siglo, tanto le tenía rendido la hermosa dama y deseaba saber la causa que la había puesto en tal desdicha. Y así, apenas fue de día cuando se vistió, y dando a entender que había parecido la llave, entró en su aposento y halló a su bella huéspeda que al parecer había dormido muy poco y llorado mucho. Sentose don García sobre la cama, y después de preguntarla cómo se hallaba, y ella dándole gracias por el bien que la había hecho, le preguntó qué había de nuevo en Valladolid, si acaso había salido por ella. —No, señora —respondió don García—, porque si os he de decir la verdad, no me ha dado lugar el deseo de veros y saber vuestras penas; así os suplico que no me tengáis más confuso, porque lo estoy tanto como el caso requiere. —No me espanto, señor don García —replicó la dama, que ya sabía su nombre—, que mis cosas admiren a quien las ve, y más cuando sepáis desde el principio mi historia, que es tal que más os parecerá fábula que caso verdadero; os lo contaré desde el principio de mi niñez, para que tengáis qué contar en vuestra tierra cuando Dios fuere servido de llevaros a ella. Mi nombre, señor, es Hipólita; nací en esta ciudad de padres tan ricos como nobles, y nació conmigo la desdicha, que siempre sigue a las hermosas, que por tenerme por tal toda esta tierra me atrevo a hacerme yo misma esta lisonja. Apenas llegué a los años en que florece la belleza, gallardía, discreción y donaire de una mujer cuando ya tenían mis padres infinitos pretendientes que deseaban por medio mío, a título de mi belleza más que al de su riqueza, emparentar con ellos, que aunque esta era mucha, más por la hermosura que por los bienes de fortuna deseaban mi casamiento. Entre los muchos que desearon esto, fueron los que más se señalaron dos caballeros vecinos nuestros, tanto que entre su casa y la mía no había más división que la de una pared, entrambos hermanos y entrambos con el hábito de Alcántara en los pechos, calificación de su nobleza. Y como yo hasta entonces no sabía de amor ni hasta dónde llegaba su poder y jurisdicción, no me inclinaba a más de lo que mis padres quisiesen escoger; los cuales, satisfechos de lo bien que me estaba cualquiera de los dos hermanos, eligieron a don Pedro, que era el mayor, quedando don Luis, que era el menor y debía de ser el que me amaba más, pues fue el más desdichado. Estimó esta ventura don Pedro como hombre que conocía cuánto había alcanzado en mi valor, y así lo conocí en sus caricias y regalos. Pluguiera a Dios hubiera yo sido cuerda y supiera agradecer este amor, y hubiera excusado las desdichas que padezco, y las que temo me faltan por padecer. Ocho años gocé de las caricias de mi esposo y él de un amor muy verdadero, porque me enseñaba a quererle en las importunaciones de mi cuñado, que aún no tuvieron fin con verme casada con su hermano, el cual, como me quería, las veces que hallaba ocasión me lo decía; no creo yo que con intención de remedio, porque era cristiano y cuerdo, si bien amor derriba cualquiera prevención de estas; y así pienso ahora que sucedía en él, supuesto que en ocasiones que pudo, casándose, apartarse de este amor, no lo hizo, aunque le ofrecí una prima mía más rica y más hermosa que yo. Llevaba yo esto con la mayor cordura que podía: unas veces dándole a entender que comprendía sus intentos, y otras reportándole y reprendiéndole, y dándole en ocasiones los más sabios y virtuosos consejos que mi entendimiento alcanzaba; tal vez riñéndole y afeándole su atrevimiento, jurando decírselo a su hermano si no se abstenía de tal maldad y locura. Con lo cual don Luis, unas veces triste y otras alegre, y siempre amante y celebrador de mi belleza, pasó todo este tiempo sustentando su vida con sola mi vista, trato y conversación, que por ser las casas juntas, eran muy ordinarias sus visitas, y crecía a cada paso su amor con ellas. En este tiempo se vino, como veis, la corte a esta ciudad: pluguiera a Dios hubiera oído los gemidos, clamores y lágrimas de los que, sintiendo esta mudanza, clamaban sin ser oídos, pues con esto se hubieran excusado mis desdichas; que fue el principio de ellas el venir, entre los muchos pretendientes que siguen la corte, uno cuyo nombre es don Gaspar, portugués de nación y en la profesión soldado, que deseoso de alcanzar premios de los muchos servicios que había hecho a su rey en Flandes y otras partes, siguió a todos los demás que vinieron tras los consejos, o por mejor decir tras este caos de confusión, que tal es la corte y los que la siguen. Y como los negocios no se despachen a gusto de los pretendientes, y es fuerza aguardar un mes y otro mes, un año y otro año, y los de don Gaspar fuesen despacio, empezó, travieso, a buscar las casas de juego donde destruir su opinión y hacienda, y, ocioso, algún sujeto con que entretenerse; y fuilo yo por mi desdicha, porque viéndome un día en Nuestra Señora de San Llorente, dijo que cautivé su alma, y lo que pensaba buscar por entretenimiento hubo de solicitar por pasión de voluntad; y fuelo cierto, porque él me robó la voluntad, la opinión y el sosiego, pues ya para mí acabó en una hora. Era su gallardía, entendimiento y donaire tanto que, sin tener las demás gracias que el mundo llama dones de naturaleza, como son música y poesía, bastara a rendir y traer a quererle cualquiera dama que llegase a verle, cuanto más la que se vio solicitada, pretendida y alabada. ¡Ay de mí, y cuán presentes están en mi alma sus gracias, ya no para estimarlas sino para sentir que fueran ellas las que me tienen en el estado que estoy, tan fuera de parecer quien soy cuanto de volver a verme en la vida dichosa que gocé antes de conocerle! Supe su amor por medio de una criada (esfinge fiera y astuta perseguidora de mi honor), y él supo de ella misma mi agradecimiento y voluntad, escribiéndonos por su medio algunas veces que, imposibilitados de vernos por el recato de mi marido, entreteníamos de esta suerte nuestros amorosos deseos. Sentía don Gaspar sumamente el verme casada, y yo más que él, porque no hay mayor desdicha para quien ama que tener dueño, y más si le aborrece, que esto era fuerza en mí, supuesto que quería a don Gaspar; y cuando no fuera por esto, por lo menos por estorbo de mi amor no había de ser gustosa su compañía. Decíame sobre esto don Gaspar la vez que me hablaba, que era en la iglesia, mil lástimas acompañadas de tantas ternezas que ya, cuanto más apriesa subía mi amor, bajaba mi honor y daba pasos atrás; y en sus papeles más por entero, porque en ellos se habla sin el estorbo del recato y dícense las razones más sentidas. Acuérdome que una noche que quiso que fuese yo testigo de su divina voz, fue con unas endechas que si gustáis de oírlas las diré para que me disculpéis de mi yerro; pues no es milagro que se rinda la fragilidad de una mujer a unas quejas bien dichas. A esto respondió don García (ya de todo punto rendida su voluntad a la belleza y donaire con que la hermosa Hipólita contaba su tragedia) que antes le pedía que no pasase en silencio nada, porque la oía con tanto gusto que quisiera que su historia durara un siglo. —Pues si es así —respondió la dama—, las endechas yo las aprendí de memoria, y creo no se me olvida ninguna; ellas decían así: No pudo la terneza de mi pecho, ni la fuerza de mi voluntad, sufrir el ver padecer a don Gaspar sin alentar su amor, siquiera con un día de favor y contento, para que pudiese con él llevar con gusto tantos pesares como los que había de padecer respecto de las pocas ocasiones que me daba mi esposo; porque aunque vivía seguro de mí, o fuese respeto de su honor o fuerza de su amor, recelose como cuerdo, picaba tal vez en celoso necio; mas amor, que algunas veces, apiadado de ver padecer a sus súbditos, les trae por los cabellos algún breve gusto, ordenó que convidase a mi esposo un caballero su amigo para ir a caza, en cuyo ejercicio se habían de entretener dos o tres días. Aceptó don Pedro el viaje, y yo, aunque me alegré sumamente, fingí desabrimiento, extrañando la novedad. En fin, él se partió a su caza y aquella secretaria de mi flaqueza a dar aviso a don Gaspar de esta venturosa suerte, a quien dijo por un papel viniese aquella noche por la puerta falsa de un jardín que caía a las espaldas de mi casa, que allí me hallaría, y por señas la puerta abierta, porque no me atreví a que entrase por la principal, respecto que mis padres, en cuya casa yo vivía con mi esposo, no le sintiesen. Era verano, y para aguardar a mi amante hice sacar al jardín dos colchoncillos de raso y ponerlos debajo de unas parras, tomando por achaque el calor, y era la causa el retirarme de las demás criadas, que si me vieran vestida no se entraran a acostar, y no era esto lo que yo quería, pues más deseaba la soledad que la compañía, aguardando sola la de mi amante. En fin, ellas, dejándome desnuda y a su parecer dormida, se entraron a recoger: solo quedó conmigo la que sabía mis cosas, y esto con orden de irse luego y dejarme en el lugar donde había de combatir mi amor y mi honor, quedando este vencido y aquel triunfante y vencedor; cuando, estando con la puerta abierta, que por no ser el jardín muy grande lo podía hacer sin que entrase nadie que no fuese visto, llegaron las criadas a decirme que su señor y mi esposo era venido; que habiendo el que iba en su compañía dado una gran caída y lastimádose mucho, se volvieron, no pudiendo proseguir la caza. Pues como yo viese a don Pedro en casa, y la dicha de mi mano en no haber venido don Gaspar, y el peligro en que estaba su vida y la mía si acertase a venir, mandé a mi secretaria que cerrase la puerta por donde había de entrar con llave, pareciéndome que cuando viniese y la hallase cerrada se volvería, y que a la mañana, avisándole lo que pasaba, quedaría satisfecho, como era razón lo estuviese, pues con el legítimo dueño no hay excusas. Hecho esto, llegó don Pedro con los brazos abiertos, a quien hube de recibir con los mismos, aunque con ánimo diferente, y él, alabando el lugar y la cama para remedio del calor, me dio cuenta de su venida y desnudándose se acostó, ocupando el lugar que estaba para mi amante; el cual, como dentro de poco tiempo que sucedió esto llegase a la puerta y la hallase cerrada, cosa tan fuera de nuestro concierto, concibiendo de esta ocasión pesados y locos celos, no pudiendo pensar que fuese la ocasión que le estorbaba su entrada sino otra ocupación amorosa (porque siendo una mujer fácil, hasta con los mismos que la solicitan se hace sospechosa), ayudándole un criado, saltó las tapias, que no eran muy altas, y paso a paso, por no ser sentido, se vino a buscar la causa de su atrevimiento. Había a este tiempo acabado la luna su carrera y escondídose en su primera casa, con que estaba todo en confusas tinieblas y nosotros rendidos al sueño, y así tuvo lugar de rodear el jardín y venir a dar junto a la cama en que yo y mi esposo estábamos; y como en la vislumbre viese que en ella había dos personas, no creyendo fuese don Pedro, se bajó y puso de rodillas, diciendo entre sí que no era su sospecha vana, y llevado de la cólera sacó una daga, y como quisiese dar con ella a mi inocente dueño, el cielo, que mira con más piedad las cosas, permitió que a este punto, dando don Pedro vuelta en la cama, suspiró, con lo que conoció don Gaspar su engaño, coligiendo lo que podía ser; y dando gracias al cielo de su aviso, se puso de mi lado y, dando lugar a esto el sueño de don Pedro y su atrevimiento, me despertó: yo, conociendo su temeridad en tal caso, le pedí por señas que se fuese, lo cual hizo viendo mi temor, llevando en prendas con mis brazos las flores de mis labios, fruto diferente del que él pensó coger aquella noche. Con esto, tornando a saltar las tapias don Gaspar, que por la parte de dentro eran más bajas, se volvió a su posada con la pena que se puede creer; y otro día recibí este papel que me envió, que con esto quiso hacer alarde de su gracia y de lo que sentía el verse en tal estado, el cual hizo en mí tal efecto que, a no estar tan perdida, pudiera acabar de perderme, tan bien me parecían sus cosas. Como fue tan desgraciado mi amor en la primera ocasión, temía aventurarme en la segunda; mas eran los ruegos de mi amante tantos y con tantas veras, que hube de determinarme; y así, aconsejándome con aquella criada secretaria de mi amor, me respondió que se espantaba de una mujer que decía tenerle que tuviese tan poco ánimo y se aventurase tan poco; que viniese don Gaspar y entrase de noche antes de cerrarse las puertas, que ella le tendría escondido en su aposento, y que yo (después de acostado don Pedro) podría, fingiendo algún achaque, levantarme de su lado. Concedí con él entrar y verme en su estancia con él. Avisé a don Gaspar del concierto, ordenando el modo que había de tener: vino la noche y con ella mi cuidado, porque don Gaspar y mi esposo casi entraron a un tiempo. Escondió mi criada en su aposento a don Gaspar, y yo, fingiendo sueño y alguna indisposición, hice recoger la gente y acostar a mi esposo, harto desconsolado de verme indispuesta. Estando pues aguardando que se durmiese para levantarme, oí grandes voces en la calle y consecutivamente llamaban a la puerta diciendo: —Que se quema esta casa, fuego, fuego, señor don Pedro, mire que se abrasan; póngase en salvo, que por la parte de arriba salen grandes llamas. Levanteme alborotada, y apenas salí a un corredor cuando vi arder mi casa, siendo el incendio tal que el humo y fuego no dejaba ver el cielo. Y como conociese el peligro, empecé a dar gritos llamando a don Pedro, y él a los criados para que acudiesen al remedio. Y fue el caso que una negra que tenía a cargo la cocina pegó una vela a un madero, junto a su cama, y quedándose dormida se cayó la vela sobre ella; y encendiéndose la ropa pagó con la vida el descuido. Estas desgraciadas nuevas, junto con mi peligro, me quitaron de suerte el sentido que cuando volví en mí fue cerca de la mañana, hallándome en casa de mi cuñado don Luis, donde me pasaron para salvarme la vida. El fuego aplacado, si bien quemada gran parte de mi hacienda, envié a saber si mi criada había escapado de tal desdicha, por saber si le había tocado algo de ello a don Gaspar. En fin, ella vino adonde yo estaba, de quien supe que entre los que acudieron al fracaso pudo don Gaspar librarse sin ser sentido. Pasado este alboroto del fuego, como el de mi corazón era mayor, envié a saber de don Gaspar, el cual, no acabando de encarecer su desdicha, lastimadísimo de mi indisposición, me escribió un papel con mil tiernas quejas; al cual respondí mil locuras, dándole palabra de que a la primera ocasión se vengaría de todas estas desventuras. Algunos días se pasaron en reparar el daño del fuego y aderezarse la casa, estando yo en la de mi cuñado, como he dicho, y entreteniéndonos mi amante y yo con papeles, hasta que vuelta a la mía y enternecida de sus ruegos, y olvidada de los pasados estorbos que me ponía el cielo (para excusar en lo que ahora me veo), di orden de ejecutar el concierto pasado, en cuya conformidad avisé a don Gaspar viniese como la vez pasada. Mas fue la suerte que esta noche vino don Pedro más temprano que don Gaspar; y fue la causa que andaban por prender a un amigo de mi esposo por una muerte, y como por ser tan principal se respetaba mi casa como la de un embajador, le trajo consigo, y por estar más seguro, mandó en entrando cerrar las puertas, no dejando a ninguno el cuidado de responder ni abrir a los que llamasen, sino tomándole para sí, de suerte que cuando don Gaspar vino ya la puerta estaba cerrada y todos recogidos. Hallando tan mala suerte hizo una contraseña, a la cual salió mi criada a un balcón, y culpando su tardanza, le contó lo que pasaba, y que si por una ventanilla que estaba en un aposento bajo no entraba, era imposible abrir ya la puerta. Agradecióselo don Gaspar con mil palabras y promesas, y la rogó que bajase a abrir la ventana, la cual por caer a una callejuela sin salida y ser pequeña, estaba sin reja. Hízolo así mi tercera, previniéndole de que no podía entrar por ella, mas él, que con su amor lo hallaba todo fácil, pareciéndole bastante se entró por ella, y entrando la cabeza y hombros se quedó atravesado en el marco por la mitad del cuerpo, de suerte que ni atrás ni adelante fue posible pasar. Viéndose mi criada en esta tribulación, y que si no era desencajando el marco era imposible salir, fue a llamar otra compañera dándole a entender que era requiebro suyo; y entre las dos y el criado que traía don Gaspar, con las dagas y otros hierros sacaron el marco de la pared, mas no tan sin ruido que, oyéndolo los criados, dieron voces, pensando ser ladrones, a las cuales se alborotó la casa, siendo fuerza a don Gaspar el correr metido en su marco, y a mis criadas recogerse. Estaba yo descuidada que fuese mi amante el ladrón que alborotó la casa, porque como decían que un hombre había sido hallado quitando el marco de la ventana, no hice más diligencia en saberlo hasta que, saliendo de cama mi esposo, entró mi criada a darme de vestir, la cual me dio cuenta del suceso; y como las desdichas no empiezan por poco, creyendo que don Pedro no vendría tan presto, ya determinada de dar a don Gaspar el premio de tantos trabajos y fatigas, le envié volando a llamar con mi criada; y por ser todo cerca vino luego, y entrando donde estaba le recibí con los brazos, siendo este el segundo favor que en el discurso de un año que nos duró ese entretenimiento le di, porque el que alcanzó la noche que quiso matar a mi esposo fue el primero. Estando los dos solemnizando con mucho gusto la entrada de la ventana, mi criada, que estaba en una de las de mi casa sirviendo de atalaya y espía, entró alborotada diciendo: —¡Ay, señora mía! perdidos somos, que mi señor viene; y tan aprisa que a esta hora está dentro de casa. Con tales nuevas, aunque pudiera enflaquecer mi ánimo, no lo hizo, antes, abriendo un baúl grande que estaba en un retrete más adentro, saqué de presto cuanto había en él y echándolo sobre una rima de colchones, hice entrar en él a don Gaspar. A este punto entró don Pedro pidiendo a gran priesa en qué hacer las necesidades ordinarias, que ese desconcierto le había vuelto a casa. En eso y en tomar unos bizcochos, por no haberse desayunado, se entretuvo más de hora y media, y aun creo que no saliera tan presto si no oyera tocar a misa. Y como salió de casa, yo con el mayor gusto del mundo, viendo que ya de aquella vez no podía la fortuna quitarme el bien de gozar de mi amante, abrí el baúl; mas fue en vano, porque don Gaspar estaba muerto. Viendo en fin que no bullía pie ni mano, le puse desatinada la mano sobre la boca, y asegurada de mi desventura, sintiéndole falto de alientos, en esto y en verle frío, me aseguré de todo punto que estaba ahogado. Entró a este punto mi criada, que no con menos lástimas que yo había cerrado el baúl, y me sacó fuera, pidiéndome ella a mí y yo a ella, con lágrimas y suspiros, consejo para tener modo de sacarle de allí, porque en todo hallamos mil dificultades. Estando pues las dos solemnizando lastimosamente la muerte del malogrado don Gaspar, entró mi cuñado don Luis, el cual como me halló tan ansiada y llorosa, empezó a preguntarme la ocasión, la cual le dije, fiada en el grande amor que siempre me había tenido, aun antes de ser mujer de su hermano; y así, rematada y casi desesperada de la vida, le dije: —Señor don Luis, a mí me ha sucedido la mayor desdicha que a mujer en el mundo ha sucedido, la cual es tan sin remedio de mi parte que por eso me atrevo a daros cuenta de ella. En fin le dije cuanto os he dicho, concluyendo con estas palabras: —Caballero sois, si me queréis socorrer, oblígueos mi desdicha, suponiendo que es Dios testigo, por quien os juro que no he ofendido a mi marido de obra, si bien con el pensamiento no ha podido ser menos; y si sois tan cruel que lo creéis y se lo queréis decir, haced lo que quisiéredes, que con una vida que tengo pagaré, sin quedar a deber más. Admirado don Luis, me dijo que me quietase, y llamando un hombre hizo cargar el baúl y llevarlo a casa de un amigo suyo, a quien dio cuenta del caso. Abrieron el baúl y sacando de él a don Gaspar, le echaron sobre una cama y le desnudaron; y tentándole el pulso, vieron que no estaba muerto: acostándole en la misma cama y poniéndole paños de vino en las narices y en los pulsos, y calentadores que ponían dentro de la cama, conocieron en él señales de vida. Viendo esto, le cerraron con llave, dejándole solo, porque todo esto lo supe yo después. Volvió don Gaspar en sí cerca ya de la noche, y como se hallase en aquella casa desnudo en la cama, y conociese que no era en la que estaba la mía, acordándose que yo le había puesto en el baúl, empezó a discurrir, buscando la verdad, mas por más que pensaba hallarla, no acertaba con ella. Estando en esto sintió abrir la puerta, y atendiendo a ver quién entraba, conoció a don Luis, el cual suceso le dio tal susto que fue milagro no morirse de veras, y más cuando llegándose don Luis a él y sentándose sobre la cama, le dijo: —¿Conoceisme, señor don Gaspar? ¿Sabéis que soy hermano de don Pedro y cuñado de doña Hipólita? —Sí por cierto —respondió don Gaspar. —¿Sabéis —prosiguió don Luis— mi calidad y la suya? ¿Acordaos de lo que ha pasado hoy? Pues os juro por esta cruz (diciendo esto, puso la mano en la que traía en el pecho) que el día que supiese que volvéis a las mismas pretensiones o pasáis por su calle, he de hacer la venganza que ahora dejo de hacer, por haberse una miserable y loca mujer fiado de mí y estar enterado de que la ofensa de mi hermano no se ha ejecutado de obra, si bien los deseos eran merecedores de castigo. Prometió don Gaspar obedecerle, asegurándole con mil juramentos y agradeciéndole con mil sumisiones el darle la vida, que había estado y estaba en su mano quitarle. Y vistiéndose, se fue determinado a no verme jamás, como lo hizo, porque fue mi nombre a sus oídos la cosa más aborrecible que tuvo, como sabréis en lo que falta de este discurso. Yo, cuidadosa de lo que había sucedido, sin tener atrevimiento de preguntarle a don Luis qué cobro había puesto en aquel desgraciado cuerpo, viendo que él no me decía nada, encargué a mi secretaria se informase en la posada de don Gaspar diestramente, y qué se había hecho; y fue tan a tiempo que le halló pasando su ropa a otra posada muy lejos de aquellas calles, por cumplir la palabra que había dado a don Luis. El cual, apenas vio a Leonor, que así se llamaba la criada secretaria de mis devaneos, cuando le dijo que se fuese con Dios, que ya bastaban mis enredos y engaños y sus desdichas. Y dándole cuenta en breves palabras de cuanto le había pasado y la que había dado a don Luis, concluyó con decir que me dijese que mujer tan ingrata y traidora como yo hiciese cuenta que en su vida le había visto, que bien echaba de ver que había sido traza mía esta y las demás para traerle al fin que pudiera tener, a no dolerse el cielo de su miseria. Y diciendo esto se fue, dejando a Leonor confusa; mas con todo le siguió por saber la casa a que se pasaba. Con estas nuevas volvió a mí, y el contento de la vida de don Gaspar se me volvió en tristeza, viéndome inocente en la culpa que me daba y aborrecida de un hombre que tanto quería, y por quien tantas veces me había visto con la muerte al ojo y la espada a la garganta. Con estos pensamientos di en melancolizarme, poniendo a mi esposo en gran cuidado el verme tan triste y ajena de todo gusto. Y más viéndome perseguida de don Luis, que habiéndole dado alas el saber mi flaqueza, empezó a atreverse a decirme su voluntad sin rebozo, pidiendo, sin respeto de Dios y de su hermano, el premio de su amor. Estas cosas me traían tan fuera de mí que me quitaron de todo punto las fuerzas, dando conmigo en la cama de una gravísima enfermedad, que si Dios permitiera llevarme de ella hubiera sido más dichosa. Más de un mes estuve en la cama con bien pocas esperanzas de mi vida; mas no quiso el cielo que la perdiese para más atormentarme con ella. Visitábame muy a menudo mi cuñado don Luis; y ya con amenazas, ya con regalos, ya con caricias, procuraba traerme a su voluntad. Considerad, señor don García, mi confusión, que era en esta ocasión la mayor que mujer tuvo: por una parte me veía despreciada de don Gaspar, amándole por esta causa más que hasta entonces, si bien quebradas las alas de mis deseos: porque aunque él me quisiera, ya en mí no había atrevimiento para ponerme en más peligros que los pasados; por otra me veía amada y solicitada de mi cuñado, y amenazada de él, de suerte que me decía, viéndome abrir la boca para refrenarle y reprenderle, que pues había querido a don Gaspar le había de querer a él; por una parte temerosa, cerrando los ojos a Dios, quería darle gusto, y por otra consideraba la ofensa que al cielo y a mi marido hacía; y de todo esto no esperaba remedio sino con la muerte. Ya os dije que su casa y la mía estaban juntas y que sola una pared las dividía: pues sabréis que por un desván que estaba junto con otro mío, tan a trasmano que raras veces se entraba en él, abrió una pequeña puertecilla cuanto podía entrar una persona: y esta misma noche, después de haberme recogido, entró por la parte que digo en mi casa, y como quien tan bien la sabía, tomó las llaves y abrió la puerta de la calle, seguro de cualquier impedimento, como ladrón de casa, y abierta se fue a la caballeriza, soltó los caballos que había en ella, que eran seis, dos de rúa y cuatro del coche; los cuales empezaron a hacer grandísimo ruido, al cual despertó el criado que cuidaba de ellos y a grandes voces empezó a pedir ayuda para recogerlos, que andaban sueltos corriendo por la calle. Mi marido, que lo oyó, se levantó y tomando una ropa llamó a los demás criados, salió a la calle, riñendo al mozo por el descuido que había tenido. Don Luis, que desnudo en camisa estaba en parte que lo pudo ver salir, aguardó un poco y luego se vino a la cama donde yo estaba, y fingiendo ser mi esposo se entró en ella, llegándose a mí con muchos amores y ternezas. Pues como el tiempo es tan frío como veis, esto me obligó a decirle: —Jesús, señor, ¿cómo venís tan helado? —Hace mucho frío —respondió el cauteloso don Luis, disimulando cuanto pudo la voz. —¿Recogisteis los caballos? —repliqué yo. —Allá andan en eso —dijo mi traidor cuñado. Y diciendo esto y cogiéndome en sus brazos, poseyó todo cuanto deseaba, deshonrando a su hermano, agraviándome a mí y ofendiendo al cielo. Hecho esto, viendo que ya era hora de volver su hermano, dándome a entender que iba a ver si acababan los criados de recoger los caballos, se ausentó, sin que en mí cayese sospecha de malicia alguna, y se volvió a entrar en su casa por la parte que había salido. No tardó mucho en venir don Pedro, dejando ya quieto el alboroto de los caballos y recogidos los criados; y entrándose en la cama como venía traspasado de hielo, se quiso llegar a mí; y así le dije, reportándole algo de su deseo: —¡Válgame Dios, señor, y qué travieso que estáis esta noche, que no ha un instante que estuvisteis aquí y ahora pretendéis lo mismo! —¿Sueñas, Hipólita? —respondió don Pedro—, ¿yo he vuelto aquí desde que salí a recoger los caballos? Respuesta fue esta que me dejó muy confusa, como quien sabía tan bien que no era sueño; y así, pensando en el caso, casi sospeché la traición, y aun me quitó el sueño pensar en ella, si bien no me atreví a replicar a don Pedro. Amaneció aun mucho más tarde de lo que mi desasosiego permitía; y habiéndome vestido, me fui a misa, y al entrar en la iglesia ayer por la mañana, porque antenoche fue la tragedia de mi honra, hallé a don Luis junto a la pila del agua bendita; el cual, como me vio, llegó tan galán como ufano a darme el agua; y como el contento no le cabía en el cuerpo, o por mejor decir, su traición misma disponía los instrumentos de mi venganza, al tiempo que yo, cortés y severa, tomé el agua de su mano, apretándome la mía me dijo paso y con mucha risa: —Jesús, señora, ¿y cómo venís tan helada? Con cuya palabra acabé de caer en la cuenta de todo. Volví a mi casa después de haber oído misa con la inquietud que podéis pensar. Y en comiendo, como don Pedro se salió fuera, no dejé paso ni lugar en toda mi casa, por escondido que fuese, que no busqué, ventana y puerta que no hice prueba de ella: y como lo hallase todo cerrado y sin mácula, sospechando que con ayuda de alguna criada mía había hecho tal atrevimiento, subí al desván, más por acabar de enterarme que porque creyese hallar en él lo que hallé, que fue la pequeña puerta, la cual no había cerrado, quizá por venir por ella otras veces. Con esto, ya de todo punto satisfecha, sin decir palabra me volví a mi aposento: pensando el modo de mi venganza estuve hasta que mi esposo don Pedro vino a cenar, y como fuese ya tarde acostose, y yo con él, aguardando con mucho sosiego la quietud de todos los criados. Viendo pues a mi esposo dormido, me levanté y vestí, y tomando su daga y una luz me subí al desván, y entrando por la pequeña puerta llegué hasta el mismo aposento de don Luis, al cual hallé dormido, no con el cuidado que su traición pedía sino con el descuido que mi venganza había menester, pues como ya había cumplido sus deseos dormía su apetito sin darle cuidado; y apuntándole al corazón, de la primera herida dio el alma, sin tener lugar de pedir a Dios misericordia: y luego, tras esto le di otras cinco puñaladas con tanta rabia como si con cada una le hubiera de quitar la vida. Volvime a mi aposento, y no mirando si por esto le podía venir a mi inocente esposo algún daño, porque por una parte mi furor y por otra mi turbación me tenían fuera de mí, puse la daga en la vaina sin limpiar la sangre ni mirar el desacierto que hacía, pues cuando la justicia me prendiese, la verdad había de ser de mi parte y la maldad de don Luis. Abrí un escritorio y puse en un lienzo todas mis joyas, que valdrían más de dos mil ducados; y abriendo las puertas, sin ser sentida, ni dar a ninguno cuenta de mi locura, me salí de casa y fui a la posada de don Gaspar, que ya otras veces me había informado de mi criada dónde era. Llamé a la puerta, la cual me abrió un criado que ya sabía nuestras desdichas, y como me vio muy espantada, me dijo que su señor no había venido, porque estaba jugando. —No importa —dije—, yo le aguardaré. Y así lo hice, aunque sabe Dios que fue con harto temor. Vino al fin don Gaspar, y como entrando me viese, haciéndose mil cruces, con una cólera increíble me dijo: —¿Qué libertad es esta, señora doña Hipólita? ¿Qué buscáis en mi casa? ¿No bastan los trabajos que me costáis y los peligros en que me habéis puesto, y el más cruel y de mayor afrenta el último en que estuve, pues con intento traidor y cruel me enviaste a llamar para ponerme en poder de vuestro cuñado y amante? Habíale yo dado cuenta al ingrato de cómo don Luis me quería, y por esta causa sospechó tal bajeza en mí; y así porque no pasase adelante en su dañada intención, con un mar de lágrimas le dije: —¡Ay, don Gaspar, señor mío, y qué diferencia hay en todo de lo que imagináis!, porque entregaros a mi cuñado bien veo que fue desconcierto de mi turbación: mas ¿qué podía hacer una mujer que se veía con un hombre muerto, que tal creí que estabais, y aguardando a su marido? Bien parece que no sabéis lo que pasa. A don Luis dejo muerto por mis propias manos, para lavar con su sangre la mancha de mi afrenta, la cual intentó y consiguió como amante desesperado: mi casa puesta en el peligro que se dirá mañana, y yo no fuera de él. Lo que importa es que al punto me saques de Valladolid y me lleves a Lisboa, que joyas traigo para todo. —¡Ah traidora liviana! —dijo don Gaspar—, ahora confirmo mi pensamiento, que fue entregarme a tu galán para que me diese la muerte, cansada de mi firme amor, enfadada de mis importunaciones; y ahora que te has hartado de él, cual otra Lamia lasciva y adúltera Flora, cruel y desleal Pandora, le has quitado la vida y quieres que yo también acabe por tu causa. Pues ahora verás que como hubo amor habrá aborrecimiento, y como tuviste mal trato habrá castigo. Y diciendo esto, me desnudó hasta dejarme en camisa, y con la pretina me puso como veis —diciendo esto la hermosa dama mostró a don García, lo más honesta y recatadamente que pudo, los cardenales de su cuerpo, que todos o los más estaban para verter sangre—, sin ser bastante su criado para que dejase su crueldad, hasta que ya de atormentada caí en el suelo, tragándome mis propios gemidos por no ser descubierta; y viéndome el traidor así, abrió la puerta y me arrojó en la calle, diciendo que no me acababa de matar por no ensuciar su espada en mi vil sangre, donde a no llegar vuestra piedad, a esta hora estuviera, si no muerta, a lo menos en las manos de los que ya me deben andar buscando. Esta es, piadoso don García, mi desdichada historia: ahora es menester que me aconsejéis qué podrá hacer de sí una mujer, causa de tantos males. —Por cierto, hermosa Hipólita —dijo don García, tan lastimado de verla bañada en lágrimas como enamorado de su belleza—, que estoy tan airado contra el ingrato don Gaspar cuanto sentido de tus desdichas. Pluguiera a Dios que estuviera en mi mano el remediarlas, aunque pusiera en cambio mi vida: no puedo yo creer que en don Gaspar hay noble sangre, pues usó contigo tal vileza; pues cuando no mirara lo que te había querido y verte rendida a su poder, por mujer pudiera guardarte más cortesía; mas yo te prometo que él no quedará sin castigo, pues el cielo tiene cargo de tus venganzas, como hizo la de don Luis. Reposa ahora, que quiero, con tu licencia y las señas de tu casa, ir a ella y saber en qué ha parado tu falta y su muerte, y luego tomaremos el mejor acuerdo. Agradecióselo la dama con los mayores encarecimientos que pudo, con lo que don García, obligado y en algo pagado de su amor, se fue en casa de doña Hipólita por ver qué había de nuevo; y apenas llegó a ella cuando vio sacar a don Pedro, que le llevaban preso a título de matador de su hermano, cuyos indicios confirmaba la puerta que se halló en el desván, la daga que estaba dentro de la vaina llena de sangre, y el decir las criadas que su señora era amada de don Luis; diligencias que supo muy bien hacer la justicia, visitando la casa y lo demás, tomando su confesión a los criados y criadas. De todas estas cosas estaba el pobre caballero tan inocente como embelesado de ver la falta de su mujer, pues el faltar asimismo las joyas y el manto, y haber hallado abierta la puerta, le daba más que sospechar; y así, sin dar disculpa ni razón fue llevado a la cárcel, dejando guardas en las casas tanto del muerto como del preso, sin perdonar de ningún modo los criados y criadas, ni aun a los padres de doña Hipólita. Lleno de compasión el noble don García de ver tal espectáculo, y encendido en cólera, con intento de castigar la bajeza de don Gaspar, a cuya venganza le daba fuerza el amor que a Hipólita tenía, pareciéndole que con su vida pagaría el haberla maltratado y quitado sus joyas, llegó a su posada y preguntando por él, le dijo la huéspeda que aquella misma mañana había partido por la posta a Lisboa, donde le había dicho su criado que iban, porque estaba su padre muy malo. Pues viendo don García el poco fruto que tenía su deseo, y que era fuerza poner cobro en aquella dama por su peligro, y el suyo si fuese hallada en su poder, porque a esta hora ya se daban pregones que a quien dijese de ella darían cien escudos y en cuyo poder se hallase pena de muerte, por esto, y más por su amor, que le tenía tanto que no se atrevía a fiarle de sí mismo, pues que casi disculpaba a don Luis de su yerro, se fue a la ropería y tomando un gallardo y rico vestido, y con él los demás adherentes que eran menester para que doña Hipólita pudiese salir de allí, lo llevó él mismo, y sin querer fiarse de nadie se volvió a su posada, contando a la bella Hipólita lo que pasaba y cómo se decía que querían dar tormento a su marido: nuevas que sintió tanto que, determinada y loca, quiso ir a ponerse en poder de la justicia para que por su ocasión no padeciese el noble don Pedro y tantos inocentes criados: mas don García, reprobando su determinación, la reportó, y haciéndola vestir y comer un bocado, fue por una silla y en ella la llevó a un convento de religiosas, pagando liberalmente cuanto era menester; y estando allí, la aconsejó que negociase la libertad de su marido, pues estaba inocente. Hízolo la dama, escribiendo un papel al presidente en que decía que, si quería saber el agresor de la muerte de don Luis, viniese a verla, que ella se lo diría. El presidente, deseoso de saber caso semejante, como todos eran principales y aun ella deuda suya, vino con otros señores del consejo al monasterio, a los cuales contó doña Hipólita todo lo que queda dicho, declarándose ella por matador de su aleve cuñado, diciendo que su marido y criados estaban inocentes, y también los del muerto. Con esta relación fue el presidente a hablar a Su Majestad, el cual, viendo cuán justamente se había vengado doña Hipólita, la perdonó y dio por libre; y asimismo a su marido y todos los demás presos, que antes de cuatro días se vieron en libertad. Solo doña Hipólita no quiso volver con su marido, aunque él lo pidió con hartos ruegos, diciendo que honor con sospechas no podía criar perfecto amor ni conformes casados, no por la traición de don Luis, que esa, vengada por sus manos, estaba bien satisfecha, sino por la voluntad de don Gaspar, de quien su marido entre el sí y el no había de vivir receloso. Lo que se le pidió fueron sus alimentos, que el noble don Pedro le concedió liberalmente. Este disgusto trajo al pobre caballero a tanta tristeza que, sobreviniéndole una grande enfermedad, antes de un año murió, dejando a su mujer e hija herederas de toda su hacienda, de quien no se tenía por ofendido, antes el tiempo que vivió la visitaba en todas ocasiones. Viéndose doña Hipólita libre, moza, rica, y en deuda a don García de haberla amparado, visitado y animado todo el tiempo que estuvo en el convento, en el cual la regalaba con muchísima puntualidad, y más obligada del amor que sabía que la tenía, de que en el convento le había dado claras muestras, agradada de su talle y satisfecha de su entendimiento, cierta de su nobleza y segura de que estimaría su persona, se casó con él, haciéndole señor de su belleza y de su gruesa hacienda, que sola esta le faltaba para ser en todo perfecto; pues, aunque tenía una moderada pasadía, no era bastante para suplir las faltas que siendo tan noble era fuerza tuviese. El cual, agradecido al cielo y querido de su hermosa doña Hipólita, vive hoy con hijos, que han confirmado su voluntad y extendido su generosa nobleza. Andando el tiempo, trajeron a Valladolid preso un hombre por salteador, y este, estando ya al pie de la horca, confesó que, sin el delito porque moría, merecía aquel castigo por haber muerto camino de Lisboa a su señor don Gaspar, por quitarle gran cantidad de joyas que él había robado a una dama que se había venido a valer de él, contando el suceso de doña Hipólita en breves razones; por donde se vino a conocer que el cielo dio a don Gaspar el merecido castigo por la mano de su mismo criado, que era este que se castigaba. Este suceso pasó en nuestros tiempos, del cual he tenido noticia de los mismos a quienes sucedió, y yo me he animado a escribirle para que cada uno mire lo que hace, pues al fin se paga todo. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
El castigo de la miseria
Cuento
Cuando dio fin la música, ya la hermosa Matilde estaba prevenida para referir su desengaño, bien incierta de que luciese como los que ya quedaban dichos. Mas ella era tan linda y donairosa, que solas sus gracias bastaban a desengañar a cuantos la miraban, de que ninguno la merecía. Y así, cuando no fuera su desengaño de los más realzados, la falta de él supliera su donaire. Y viendo que todos suspensos callaban, dijo así: —Cierto, hermosas damas y bien entendidos caballeros, que cuando me dispuse a ocupar este asiento, dejé a la puerta prevenida una posta, y yo traigo las espuelas calzadas; porque el decir verdad es lo mismo que desengañar. Y en el tiempo que hoy alcanzamos, quien ha de decir verdades ha de estar resuelto a irse del mundo, porque si nos han de desterrar de él los que las escuchan, más vale irnos nosotros, pues la mayor suerte es vencerse uno a sí mismo, que no dejarse vencer de otros. De esto nació el matarse los gentiles, porque como no alcanzaban la inmortalidad del alma, en cambio de no verse abatidos y ultrajados de sus enemigos, no estimaban la vida, y tenían por honrosa victoria morir a sus mismas manos, que no a las de sus enemigos. Y de esta misma causa nace hoy el decir mal los hombres de las mujeres, porque los desengañan, si no con las palabras, con las obras. Hablo de las que tratan de engañar y desengañar. Los hombres fueron los autores de los engaños; historias divinas y humanas nos lo dicen, que aunque pudiera citar algunas, no quiero, porque quiero granjear nombre de desengañadora, mas no de escolástica; que ya que los hombres nos han usurpado ese título, con afeminarnos más que naturaleza nos afeminó, que ella, si nos dio flacas fuerzas y corazones tiernos, por lo menos, nos infundió el alma tan capaz para todo como la de los varones. Y supuesto esto, gocen su imperio, aunque tiranamente adquirido, que yo, por lo menos, me excusaré de cuestiones de escuelas. Digo, en fin, que como las mujeres vieron que los hombres habían de más a más inventado contra ellas los engaños, hurtáronles, no el arte, sino el modo. Entra un hombre engañando (como es la verdad que todos lo saben hacer bien), la mujer finge engañarse; pues cuando ve que ya el hombre trata de deshacer el engaño, adelántase a ser primera. ¿Quién es tu enemigo? (El adagio lo dice.) Ellos, por no declararse por engañadores, disimulan y queréllanse de que no hay que fiar de ellas, porque todas engañan. ¿Veis cómo la verdad está mal recibida? Ellas, por no morir a manos de los engaños de los hombres, desengañan y quieren más morir a las suyas, que bien cruel muerte es la mala opinión en que las tienen. Porque ¿qué mayor desengaño que quitarles su dinero y ponerlos en la calle? El daño es que los hombres, como están tan hechos a engañar, que ya se hereda como mayorazgo, hacen lo mismo la vez que pueden, con la buena, como con la que no lo es. Ellos dicen que de escarmentados, y éste es el mayor engaño suyo, que no es sino que no pueden más. Miren las que no tratan de los deleites vulgares lo que les sucede a las otras, y será el verdadero acierto. Mas es el mal que, como las que digo no van con el dictamen de las demás, que es engañar y desengañar, entran en el engaño, y se están en él toda la vida, y aun de esto se les ha conseguido a muchas la muerte, como se verá en mi desengaño. Pues si hoy las que estamos señaladas para desengañar, hemos de decir verdades y queremos ser maestras de ellas, ¿qué esperamos sino odios y rencillas? Que aseguraré, hay más de dos que están deseando salir de este lugar para verter de palabra y escrito la ponzoña que le ha ocasionado nuestro sarao; luego bien prevenida está la posta, y bien dispuesto el traer puestas las espuelas, y con todo eso no he de morir de miedo. Ya estoy en este asiento: desengañar tengo a todas y guardarme de no ser engañada. Paciencia, caballeros, que todo viene a ser una satirilla más o menos, y eso no hará novedad, porque ya sé que no puede faltar. Mas en eso me la ganen, porque jamás dije mal de las obras ajenas; que hay poetas y escritores que se pudren de que los otros escriban. Todo lo alabo, todo lo estimo. Si es levantadísimo, lo envidio, no que lo haya trabajado su dueño, sino no haber sido yo la que lo haya alcanzado, y juzgo, en siendo obra del entendimiento, que cuando no se estime de ella otra cosa sino el desvelo de quien la hizo, hay mucho que estimar, y supuesto que yo no atropello ni digo mal de los trabajos ajenos, mereceré de cortesía que se diga bien de los míos. Y en esta conformidad, digo así: En la Babilonia de España, en la nueva maravilla de Europa, en la madre de la nobleza, en el jardín de los divinos entendimientos, en el amparo de todas las naciones, en la progenitora de la belleza, en el retrato de la gloria, en el archivo de todas las gracias, en la escuela de las ciencias, en el cielo tan parecido al cielo, que es locura dejarle si no es para irse al cielo, y, para decirlo todo de una vez, en la ilustre villa de Madrid, Babilonia, madre, maravilla, jardín, archivo, escuela, progenitora, retrato y cielo (en fin, retiro de todas las grandezas del mundo), nació la hermosísima Laurela (no en estos tiempos, que en ellos no fuera admiración el ser tan desgraciada como ella, por haber tantas bellas y desgraciadas), de padres ilustres y ricos, siendo la tercera en su casa, por haberse adelantado la primera y segunda hermana, no en hermosura, sino en nacer antes que Laurela. Ya se entiende que siendo sus padres nobles y ricos, la criarían y doctrinarían bien, enseñándola todos los ejercicios y habilidades convenientes, pues sobre los caseros, labrar, bordar y lo demás que es bien que una mujer sepa para no estar ociosa, fue leer y escribir, tañer y cantar a una arpa, en que salió tan única, que oída, sin ser vista, parecía un ángel, y vista y oída, un serafín. Aún no tenía Laurela doce años, cuando ya tenía doce mil gracias; tanto que ya las gastaba como desperdicios y la llamaban el milagro de naturaleza. Y si bien criada con el recogimiento y recato que era justo, ni se pudo esconder de los ojos de la desdicha, ni de los de don Esteban, mozo libre, galán, músico, poeta y, como dicen, baldío, pues su más conocida renta era servir, y en faltando esto, faltaba todo. No se le conocía tierra ni pariente, porque él encubría en la que había nacido, quizá para disimular algunos defectos de bajeza. Servía a un caballero de hábito, y era de él bien querido por sus habilidades y solicitud. Tendría don Esteban al tiempo que vio a Laurela de diez y nueve a veinte años: edad floreciente y en la que mejor asesta sus tiros el amor. Y así fue, pues viendo un día a la hermosa niña en un coche, en compañía de su madre y hermanas, se enamoró tan locamente (si se puede decir así), que perdió el entendimiento y la razón, que no pudo ser menos; pues informado de quien era Laurela, no desistió de su propósito, conociéndole tan imposible, pues ni aun para escudero le estimaran sus padres. Andaba loco y desesperado y tan divertido en sus pensamientos, que faltaba a la asistencia de su dueño, si bien, como había otros criados, no se conocía de todo punto su falta. En fin, viéndose naturalmente morir, se determinó a solicitar y servir a Laurela, y probar si por esta parte podía alcanzar lo que no conseguía por otra, supuesto que no alcanzaba más bienes que los de su talle y gracias, que en cuanto a esto no había qué desperdiciar en él. Paseaba la calle, dábala músicas de noche, componiendo él mismo los versos, alabando su hermosura y gentileza, porque en esto era tan pronto, que si cuanto hablaba lo quería decir en verso, tenía caudal para todo. Mas de nada de esto hacía caso, ni lo sentía Laurela; porque era tan niña, que no reparaba en ello, ni aunque a esta sazón tenía catorce años, porque este tiempo pasó don Esteban en sus necios desvelos. No había llegado a su noticia qué era amar, ni ser amada; antes su desvelo era, en dejando la labor, acudir al arpa junto con criadas, que tenía buscadas aposta que sabían cantar, y con ellas entretener y pasar el tiempo, aunque no sé para qué buscamos ocasiones de pasarle, que él se pasa bien por la posta. Todo el tiempo que he dicho pasó don Esteban en esta suspensa y triste vida, sin hallar modo ni manera para descubrir a Laurela su amor, unas veces por falta de atrevimiento, y las más por no hallar ocasión, porque las veces que salía de casa era con su madre y hermanas, y cuando no fuera esto, ella atendía tan poco a sus cuidados, que los pagaba con un descuidado descuido. Pues considerando el atrevido mozo lo poco que granjeaba, aguardando que por milagro supiera Laurela su amor, intentó uno de los mayores atrevimientos que se puede imaginar, y que no se pusiera en él sino un hombre que no estimara la vida. Y fue que, hallándose un día en casa de un amigo casado, estaba allí una mujer que había sido criada de la casa de Laurela, a quien él reconoció, como quien medianamente, por su asistencia, conocía de vista a todas, que haciéndose algo desentendido, le dijo: —Paréceme, señora, haberos visto; mas no me puedo acordar dónde. La moza, reconociendo haberle visto algunas veces en aquella calle, le respondió: —Habréisme visto, señor, hacia el Carmen, que allí cerca he servido algunos meses en casa de don Bernardo. —Así es —dijo él—, que en esa misma casa os he visto, y no me acordaba. —Y yo a vos —dijo la moza— os he visto algunas veces pasar por esa misma calle. —Tengo en ella —dijo don Esteban— un galanteo, y por eso la paso a menudo. Mas, ¿por qué os salisteis de esa casa, que tengo noticia ser buena? —¡Y como que lo es! Mas en habiendo muchas criadas, fácil cosa es encontrarse unas con otras, y así me sucedió a mí. Yo servía en la cocina. Hay en casa otras tres doncellas; reñimos una de ellas y yo, y la una por la otra, nos despedimos. Y cierto que me ha pesado, porque los señores son unos ángeles, en particular mi señora Laurela, que es la menor de tres hijas que hay, que sólo por ella se puede servir de balde; porque como es muchacha, toda la vida anda jugando con las criadas. —Hermosa es esa dama —respondió don Esteban—, más que sus hermanas. —¡Qué tiene que hacer! —¡Ay, señor mío! Vale más la gracia, el donaire y el agrado de mi señora Laurela que todas las demás, y más cuando toma el arpa y canta, que no parece sino un ángel. —¿Tan bien canta? —dijo Esteban. —Excelentísimamente —respondió la moza—. Y es tan aficionada a la música, que cuantas criadas reciben gusta que sepan cantar y tañer, y si no lo saben y tienen voz, las hace enseñar, y como lo sepan, no se les da nada a sus padres que no sepan otra labor, porque aman tan tiernamente esta hija, que no tratan sino de agradarla, y en siendo músicas, no regatean con ellas el salario. Y yo aseguro que habrá sentido harto mi señora Laurela la ida de la que riñó conmigo, porque cantaba muy bien, y aun yo, con no saber cómo se entona, si mucho estuviera allá, saliera cantora, que como las oía a todas horas, también yo, en la cocina, al son de mis platos, entonaba y decía mis letrillas. Oído esto por don Esteban, al punto fundó en ello su remedio, porque despedido de allí, se fue a la platería, y vendiendo algunas cosillas que tenía granjeadas, compró todo lo necesario para transformarse en doncella, y no teniendo necesidad de buscar cabelleras postizas, porque en todos tiempos han sido los hombres aficionados a melenas, aunque no tanto como ahora, apercibiéndose de una navaja, para cuando el tierno vello del rostro le desmintiese su traje, dejando sus galillas a guardar a un amigo, sin darle parte de su intento, se vistió y aderezó de modo que nadie juzgara sino que era mujer, ayudando más al engaño tener muy buena cara, que con el traje que digo, daba mucho que desear a cuantos le veían. Hecho esto, se fue en casa de Laurela, y dijo a un criado que avisase a su señora si quería recibir una doncella, porque venía avisada que se había despedido una. Los criados, como su ejercicio es murmurar de los amos, que les parece que sólo para eso los sustentan, le dijeron, burlando de la condición de Laurela, que si no sabía tañer y cantar que bien se podía volver por donde había venido, porque en aquella casa no se pedía otra labor, y que siendo música, la recibirían al punto. —Siempre oí —dijo don Esteban— que tañer y cantar no es ajuar; mas, si en esta casa gustan de eso, les ha venido lo que desean, que a Dios gracias mis padres, como me criaron para monja, casi no me enseñaron otro ejercicio. Faltáronme al mejor tiempo, con que he venido de ser señora a servir, y me acomodo mejor a esto que no a hacer otra flaqueza. —En verdad —dijo el uno de los criados—, que tenéis cara más para eso que para lo que pretendéis, y que gastara yo de mejor gana con vos mi jornalejo que con el guardián de San Francisco. —En lo uno ni en lo otro le envidio la ganancia, hidalgo —dijo don Esteban—, y ahorremos de chanzas y entre decir si me han menester, porque si no, tengo otras dos casas en vista, y me iré a la que más me diere gusto. —Yo le tendré muy grande en que quedéis en casa, señora hermosa, porque me habéis parecido como un pino de oro, y así, entraré a decirlo; mas ha de ser con una condición: que me habéis de tener por muy vuestro. —Entre, galán, y dígalo, que se verá su pleito —respondió don Esteban. Y con esto el criado entró donde estaban sus señoras y les dijo cómo afuera estaba una doncella que preguntaba si la querían recibir para servir en lugar de la que se despidió. —Y os prometo, señoras, ¡ah! —medió el amartelado escudero—, que su cara, despejo y donaire más merecen que la sirvan que no que sirva. Y demás de esto, dice que sabe tañer y cantar. Sonóle bien a Laurela esta habilidad, como quien era tan llevada de ella, y a las demás no desagradó; que luego mandaron que entrase, que como madre y hermanas querían ternísimas a Laurela, todas le seguían la inclinación, no juzgándola viciosa, no advirtiendo que el demonio teje sus telas, tomando para hacerlo de cada uno la inclinación que tiene. Dada, pues, la licencia, entró la doncella, y vista y informadas de lo que sabía hacer, agradadas de su brío y desenvoltura, a pocos lances quedó en casa. Porque si a todas agradó, a Laurela enamoró: tanto era el agrado de la doncella. No fue este amor de calidad del de don Esteban; porque Laurela, sin advertir engaño, creyó que era mujer. Preguntáronla el nombre, y dijo que se llamaba Estefanía, sin don; que entonces no debía de ser la vanidad de las señoras tanta como la de ahora, que si tiene picaza, la llaman «doña Urraca», y si papagayo, «don Loro»; hasta a una perrita llamó una dama «doña Marquesa», y a una gata «doña Miza». —Pues, Estefanía —dijo Laurela—, yo quiero oír tu voz, para ver si me agrada tanto como tu cara. —¡Ay señora mía —respondió Estefanía—, si la voz no es mejor que la cara, buena medra sacaré! Y habiéndole dado una guitarra, templó sin enfadar, y cantó sin ser rogada. Falta tan grande de los cantores: cuando vienen a conceder, ya tienen enfadado al género humano de rogarlos. Mas Estefanía cantó así: Después que pasó, de la edad dorada, las cosas que cuentan las viejas honradas; Y después que al cielo fueron desterradas la verdad hermosa, la inocencia santa; Porque acá las gentes ya las maltrataban, o por ser mujeres, o por no imitarlas; Cuando las encinas la miel destilaban, y daba el ganado hilos de oro y plata, Ofrecían los prados finas esmeraldas, y la gente entonces sin malicia estaba; Cuando no traían fregonas ni damas guardainfantes, moños, guardapiés y enaguas; Cuando los galanes calzaban abarcas, no medias de pelo, que estén abrasadas. La de plata vino, donde ya empezaban a saber malicias y a maquinar trazas. Ésta pasó. Y luego, la de alambre falsa mostró en sus engaños maliciosas trazas. Llegó la de hierro, tan pobre y tan falta de amistad, que en ella no hay más que marañas. Son tantos los males, tantas las desgracias, que se teme el mundo de que ya se acaba. Al Tiempo envió, con su blanca barba de Júpiter santo, a la audiencia sacra, Para que le advierta que repare y haga contra tantos vicios jueces de [[la]] fama. Júpiter le dijo que diga la causa, que a pedir justicia obliga a sus canas. «La primera pido —dijo en voces altas— que los lisonjeros desterrados vayan, Porque sólo aquestos oro y seda arrastran, y de los señores son pulgas que abrasan. Y que a la mentira descubran la cara; que verdad se nombra, como anda tapada. Ídem, que declare cómo o dónde halla los diversos trajes con que se disfraza. Que las viejas muestren sus cabezas canas; las damas, sus pelos; los hombres, sus calvas. Porque hay mil achaques, postillas y agallas, reumas y jaquecas, y otras cosas malas. Después que se usa vender en la plaza cabelleras, moños, que a los muertos sacan. Si son pelicortas, que manden que traigan las cofias de papos de la infanta Urraca. Que a los hombres manden que vistan botargas, como en otros tiempos los godos usaban, Que nuestros abuelos eran gente honrada, y siempre vistieron una martingala. Las medias de pelo mueran abrasadas, y las que las hacen sean leña y ascuas, Porque no hay haciendas, que todas se gastan en ponerse unas todas las semanas. Demás, que parecen que descalzos andan, quitando el valor a las toledanas. Que a sus trajes vuelvan, y vuelvan a Francia los que le han hurtado, que parece infamia. Que Francia el valor le ha robado a España, y los españoles, al francés, las galas. Que en la ropería acorten las faldas [[a]] aquestos jubones, ya medio sotanas. Y que se recojan aquestas que andan pelando, atrevidas, las bolsas y el alma. Y porque trabajen, les señalen casa, donde, recogidas, coman, si lo ganan. Que gastando mantos, y rompiendo sayas, como vemos, vale la seda muy cara. Que a los coches pongan corozas muy altas, por encubridores de bajezas tantas. Y que ciertas viejas, que en forma de santas, voluntades juntan, a los montes vayan, Porque sólo sirven de enseñar muchachas a chupar las bolsas y hacer caravanas. Que algunos maridos manden que en sus casas miren, por si hay varas encantadas, Con que sus mujeres oro y tela arrastran, y ellos, paseando, comen, visten, calzan. Que mil maldicientes que atrevidos hablan contra las mujeres, a la guerra vayan. Que sobre los «dones» echen alcabalas, y la cantidad a pobres repartan, Que si cada uno ofrece una blanca, el uno por ciento no hará suma tanta.» Esto pidió el Tiempo, y Júpiter manda que se vea su pleito, que fue no hacer nada. Cantó esta sátira Estefanía con tanto donaire y desenvoltura, que dejó a todas embelesadas, creyendo que tenían en ella una preciosa joya; que a saber que era el caballo troyano, pudiera ser no les diera tanto gusto. Pues como Laurela era niña y tan inclinada a la música, fuera de sí de gozo, se levantó del estrado, y cruzando los brazos al cuello de Estefanía, juntando su hermosa boca con la mejilla, favor que no entendió ella llegar a merecerle, le dijo: —¡Ay amiga, y qué alegre estoy de tenerte conmigo, y cómo no te tengo de tener por criada, sino por hermana y amiga! Tomóle Estefanía una de sus hermosas manos, y besándosela, por el favor que le hacía, dio por bien empleado su disfraz, que la hacía merecedora de tantos favores, y díjole: —Señora mía: yo sé que te merezco y mereceré toda la merced que me hicieres, como lo conocerás con el tiempo; porque te aseguro que desde el punto que vi tu hermosura, estoy tan enamorada (poco digo: tan perdida), que maldigo mi mala suerte en no haberme hecho hombre. —Y a serlo —dijo Laurela—, ¿qué hicieras? —Amarte y servirte hasta merecerte, como lo haré mientras viviere; que el poder de amor también se extiende de mujer a mujer, como de galán a dama. Dioles a todas gran risa oír a Estefanía decir esto, dando un lastimoso suspiro, juzgando que se había enamorado de Laurela. Preguntó Estefanía si había más doncellas en casa. —Otras dos —dijo Laurela— y una criada que guisa de comer. Y oído esto, pidió a sus señoras que se sirvieran de darle cama aparte, porque no estaba enseñada a dormir acompañada, y que demás de esto era apasionada de melancolía, cosa usada de los que hacen versos, y que se hallaba mejor con la soledad. —¿Luego también tienes esa habilidad? —dijo Laurela. —Por mis pecados —respondió Estefanía—, para que estuviese condenada a eterna pobreza. —Cada día me parece que descubrirás nuevas habilidades —respondió Laurela—; mas en cuanto a la pobreza, vencido has a tu fortuna en haber venido a mi poder, que yo te haré rica, para que te cases como tú mereces. —Ya soy la más rica del mundo, pues estoy en tu poder; que yo no quiero más riqueza que gozar de tu hermosa vista. Y en lo que toca a casarme, no tienes que tratarme tal cosa, que la divina imagen que hoy ha tomado asiento en mi corazón no dará lugar a que se en él aposente otra ninguna. Volviéronse a reír todas, confirmando el pensamiento que tenían de que Estefanía estaba enamorada de Laurela. Y, en fin, para más agradarla, le dieron su aposento y cama dividido de las demás, con que Estefanía quedó muy contenta, por poder, al desnudarse y vestirse, no dar alguna sospecha, y remediar cuando las flores del rostro empezasen a descubrir lo contrario de su hábito; que aunque hasta entonces no le habían apuntado, se temía no tardarían mucho. Gran fiesta hicieron las demás criadas a Estefanía, ofreciéndosele todas por amigas, si bien envidiosas de los favores que le hacía Laurela. Vino su padre a cenar, que era un caballero de hasta cuarenta años, discreto y no de gusto melancólico, sino jovial y agradable, y dándole cuenta de la nueva doncella que habían traído a casa y de sus gracias y habilidades, y diciendo la quería ver, vino Estefanía, y con mucha desenvoltura y agrado besó a su señor la mano, y él, muy pagado de ella, lo más que ponderó fue la hermosura; con tal afecto, que al punto conoció Estefanía que se había enamorado, y no le pesó, aunque temió verse perseguida de él. Mandóla que cantase, que no lo rehusó; que como no era mujer más que en el hábito, no la ocupó la vergüenza. Y así, pidiendo una guitarra, con la prontitud del ingenio y la facilidad que tenía en hacer versos, que era cosa maravillosa, cantó así: Ausentóse mi sol, y en negro luto me dejó triste y de dolor cercada; volvió a salir la aurora aljofarada, y dile en feudo lágrimas por fruto. Nunca mi rostro de este llanto enjuto, le da la norabuena a su llegada; que si ella ve su sol, yo, desdichada, al mío doy querellas por tributo. Sale Febo tras ella, dando al suelo oro, si le dio perlas el aurora, plata a las fuentes y cristal al río. Sola yo, con eterno desconsuelo, no me alegro, aunque miro alegre a Flora; que aunque sale su sol, no sale el mío. Amo, temo y porfío a vencer con mi amor fieros temores; mas ¡ay, que por instantes son mayores! En mí es amor gigante, en mí es infante tierno, para que sea mi tormento eterno. Ama gigante y teme como infante, y yo padezco como firme amante. —Competencia puede haber, Estefanía, sobre cuál ha de llevar el laurel entre tu voz y tu hermosura —dijo don Bernardo, que así se llamaba el padre de Laurela. —Y más —dijo doña Leonor, que éste es el nombre de su madre— que lo que canta, ella misma lo compone. Y en este soneto parece que estaba enamorada Estefanía cuando le hizo. —Señora mía —respondió ella—, lo estaba, y lo estoy, y estaré hasta morir; y aún ruego a Dios, no pase mi amor a más allá del sepulcro. Y en verdad que como se iban cantando los versos, se iban haciendo; que a todo esto obliga la belleza de mi señora Laurela; que como se salió acá fuera y me dejó a oscuras, y yo la tengo por mi sol, tomé este asunto ahora que me mandó don Bernardo, mi señor, que cantase. Empezaron todas a reírse, y don Bernardo preguntó qué enigmas eran aquéllas. —¿Qué enigmas han de ser —dijo doña Leonor—, sino que Estefanía está enamorada de Laurela desde el punto que la vio, y lamenta su ausencia celebrando su amor, como habéis visto? —Bien me parece —respondió don Bernardo—, pues de tan castos amores bien podemos esperar hermosos nietos. —No quiso mi dicha, señor mío —dijo Estefanía—, que yo fuera hombre; que, a serlo, sirviera como Jacob por tan linda Raquel. —Más te quiero yo mujer que no hombre —dijo don Bernardo. —Cada uno busca y desea lo que ha menester —respondió Estefanía. Con esto y otras burlas, que pararon en amargas veras, se llegó la hora de acostarse, diciendo Laurela a Estefanía la viniese a desnudar, porque desde luego la hacía favor del oficio de camarera. Se fueron, y Estefanía con su señora, asistiéndola hasta que se puso en la cama, gozando sus ojos, en virtud de su engaño, lo que no se le permitiera menos que con su engañoso disfraz, enamorándose más que estaba, juzgando a Laurela aún más linda desnuda que vestida. Más de un año pasó en esta vida Estefanía, sin hallar modo cómo descubrir a Laurela quién era, temiendo su indignación y perder los favores que gozaba. Que de creer es que a entender Laurela que era hombre, no pasara por tal atrevimiento; que aunque en todas ocasiones le daba a entender su amor, ella y todas lo juzgaban a locura, antes les servía de entretenimiento y motivo de risa, siempre que la veían hacer extremos y finezas de amante, llorar celos y sentir desdenes, admirando que una mujer estuviese enamorada de otra, sin llegar a su imaginación que pudiese ser lo contrario. Y muchas veces Laurela se enfadaba de tanto querer y celar, porque si salía fuera, aunque fuese con su madre y hermanas, cuando venía, la pedía celos. Y si tal vez salía con ellas, le pedía que se echase el manto en el rostro, porque no la viesen, diciendo que a nadie era bien fuese permitido ver su hermosura. Si estaba a la ventana, la hacía quitar. Y si no se entraba, se enojaba y lloraba; y le decía tan sentidas palabras que Laurela se enojaba y la decía que la dejase, que ya se cansaba de tan impertinente amor. Pues que si le trataban algún casamiento, que, como era su belleza tanta, antes la deseaban a ella que a sus hermanas, aunque eran mayores y no feas, allí eran las ansias, las congojas, las lágrimas y los desmayos; que la terneza de su amor vencía la fiereza de hombre, y se tenía entendido que Estefanía se había de morir el día que se casase Laurela. No le faltaban a Estefanía, sin las penas de su amor, otros tormentos que la tenían bien disgustada, que era la persecución de su amo, que en todas las ocasiones que se ofrecían la perseguía, prometiéndola casarla muy bien si hacía por él lo que deseaba. Y si bien se excusaba con decirle era doncella, no se atrevía a estar un punto sola en estando en casa, porque no fuese con ella atrevido y se descubriese la maraña. Abrasábase Estefanía en celos de un caballero que vivía en la misma casa, mozo y galán, con cuya madre y hermanas tenía Laurela y su madre y las demás grande amistad, y se comunicaban muy familiarmente, pasando por momentos los unos al cuarto de los otros, porque sabía que estaba muy enamorado de Laurela, y la deseaba esposa, y la había pedido a su padre, si bien no se había efectuado, porque como Laurela era muy niña, quisiera su padre acomodar primero a las mayores. Y era de modo lo que Estefanía sentía que fuese allá Laurela, que no le faltaba sino perder el juicio. Y lo dio bien a entender una tarde que estaba Laurela con las amigas que digo en su cuarto, que habiendo algún espacio que estaba allá, la mandó llamar su madre; que, como vino, las halló a todas en una sala sentadas a los bastidores, y Estefanía con ellas bordando, que aunque no era muy cursada en aquel ejercicio, con su buen entendimiento se aplicaba a todo. Llegó Laurela, y sentándose con las demás, miró a Estefanía, que estaba muy melancólica y ceñuda, y empezóse a reír, y sus hermanas y las demás doncellas de la misma suerte, de que Estefanía, con mucho enojo, enfadada, dijo: —Graciosa cosa es que se rían de lo que lloro yo. —Pues no llores —respondió Laurela, riendo—, sino canta un poco, que me parece, según estás de melancólica, que un tono grave le cantarás del cielo. —Por eso te llamé —dijo su madre—, para que, mandándoselo tú, no se excusase; que aunque se lo hemos rogado, no ha querido, y me ha admirado, porque nunca la he visto hacerse de rogar sino hoy. —En verdad que me tiene mi señora Laurela muy sazonada para que haga lo que su merced me manda. —¡Ay amiga! —dijo Laurela—, ¿y en qué te he ofendido, que tan enojada estás? —En el alma —respondió Estefanía. —Deja esas locuras —replicó Laurela—, y canta un poco, que es disparate creer que yo te tengo de agraviar en el alma, ni en el cuerpo, siquiera porque sea verdad lo que mi madre dice, que cantarás mandándolo yo, y de no hacerlo, te desdices de lo que tantas veces has dicho, que eres mía. —No me desdigo, ni vuelvo atrás de lo que he dicho —dijo Estefanía—; que una cosa es ser de cúya soy, y otra estar enojada. Y sé que no estoy cantando o hablando, sino para decir desaciertos; mas algún día me vengaré de todo. Reían todas. —Canta ahora —dijo Laurela—, aunque sea cuanto quisieres, que después yo llevaré con gusto tu castigo, como no sea perderte, que lo sentiré mucho. —Así supiera yo —dijo Estefanía— que eso se había de sentir, como no estuviera un instante más en casa. —Dios me libre de tal —respondió Laurela—. Mas dime: queriéndome tanto, ¿tuvieras corazón para dejarme? —Soy tan vengativa, que por matar, me matara, y más cuando estoy rabiosa, como ahora. —Canta, por tu vida —dijo Laurela—, que después averiguaremos este enojo. Pues como Estefanía era de tan presto ingenio, y más en hacer versos, en un instante apercibió, cantando, decirle su celosa pasión en estas canciones: ¡Oh soberana diosa, así a tu Endimión goces segura, sin que vivas celosa, ni desprecie por otra tu hermosura; que te duela mi llanto, pues sabes qué es amar, y amaste tanto: ya ves que mis desvelos nacen de fieros y rabiosos celos! Fuese mi dueño ingrato a no sé qué concierto de su gusto: ¡Ay, Dios, y qué mal trato! ¡Castigue amor un caso tan injusto! Y tú, Diana bella, mira mi llanto, escucha mi querella, y sus pisadas sigue, y con tu luz divina le persigue. Para muchos has sido cansada, sacra dea, y enfadosa, y muchos han perdido, por descubrirlos, ocasión dichosa. Hazlo así con mi amante; sigue sus pasos, vela vigilante, y dale mil disgustos: impídele sus amorosos gustos. Daréte el blanco toro, de quien Europa, enamorada, goza; de Midas, el tesoro, y de Febo, tu hermano, la carroza; el vellocino hermoso, que de Jasón fue premio venturoso, y por bella y lozana, juzgaré que mereces la manzana, Sólo porque me digas si fue a gozar algunos dulces lazos. Sí dices, no prosigas: hechos los vea cuatro mil pedazos. Y di: ¿Quiéreslos mucho? Que sí, me dices: tal sentencia escucho. Ea, pues, ojos míos, volveos con llanto caudalosos ríos. ¿Cómo, di, ingrato fiero, tan mal pagas mi amor, tan mal mi pena? Mas ¡ay de mí!, que quiero contar del mar la más menuda arena, ver en el suelo estrellas, y en el hermoso cielo plantas bellas; pues, si lo consideras, es lo mismo pedirte que me quieras. Del amor dijo el sabio que sólo con amor pagar se puede. No es pequeño mi agravio, no quiera Amor que sin castigo quede; pues cuando más te adoro, si lo entiendes así, confusa ignoro, y es mi mal tan extraño, que mientras más te quiero, más me engaño. Confieso que en ti sola extremó su poder naturaleza, y en la tierra española eres monstruo de gala y gentileza; mas de una piedra helada tienes el alma, por mi mal, formada, y la mía, en tu hielo, es Etna, es un volcán, es Mongibelo. Esos ojos que adoras, ¿acaso son más dulces que los míos? Sí, pues en ellos moras; y por su causa tratas con desvíos los ojos, que en tus ojos adoran por favores los enojos, por gloria los desdenes y los pesares por dichosos bienes. Ojos, ¿no la mirasteis? Pues pagad el mirar con estas penas. Corazón, ¿no la amasteis? Pues sufrid con paciencia estas cadenas. Razón, ¿no te rendiste? Pues, di, ¿por qué razón estás tan triste? ¿Pues es mayor fineza amar en lo que amáis esa tibieza? ¿No sabes que te adoro? Pues ¿cómo finges que mi amor ignoras? Mas ¿qué mayor tesoro, que cuando tú nueva belleza adoras, halles el pecho mío tan abrasado, cuanto el tuyo frío? Y ten en la memoria que amar sin premio es la mayor victoria. Así seas oída de tu Narciso, ninfa desdichada, que en eco convertida fue tu amor y belleza mal lograda; que si contigo acaso habla la causa en quien de amor me abraso, le digan tus acentos mis tiernos y amorosos sentimientos. Y tú, Venus divina, así a tu Adonis en tus brazos veas. Y a ti, gran Proserpina, así de tu Plutón amada seas, y que tus gustos goce los seis meses que faltan a los doce; que a Cupido le pidas restituya mis glorias ya perdidas. Así de la corona goces de Baco, ¡oh Ariadna bella!, y al lado de Latona asiento alcances como pura estrella; y al ingrato Teseo veas preso y rendido a tu deseo, que le impidas el gusto a quien me mata con cruel disgusto. Y tú, Calisto hermosa, así en las aguas de la mar te bañes, y que a Juno celosa, para gozar a Júpiter, engañes; que si desde tu esfera vieres que aquesta fe tan verdadera se paga con engaño, castigues sus mentiras y mi daño. ¡Oh tú, diosa suprema, de Júpiter hermana y dulce esposa!, así tu amor no tema agravios de tu fe, ni estés celosa; que mires mis desvelos, pues sabes que es amor, agravio y celos, y como reina altiva, seas, con quien me agravia, vengativa. Dile al pastor que tiene, para velar a Jole, los cien ojos, que a tu gusto conviene velar de aqueste sol los rayos rojos, que solían ser míos, y son ahora de otros desvaríos; pero tenga advertencia que es vara de Mercurio su elocuencia. Y tú, triste Teseo, refiérele la pena que padeces en el Cáucaso feo, que las entrañas al rigor ofreces de aquella águila hambrienta, porque padezca con dolor y afrenta, y así, en cabeza ajena, tendrá escarmiento y sentirá mi pena. Dile, Tántalo triste por faltarte lealtad, la pena tuya, la gloria que perdiste del néctar sacro. Y para que concluya, cuéntale tu fatiga, y cómo amor tu ingratitud castiga. Habla, no estés tan mudo; podrá el temor lo que el amor no pudo. No goce de su amante la verde yedra de su cuello asida, pues que la fe inconstante de aquel dueño querido de mi vida ya se pasa a otro dueño, con que yo de morir palabra empeño; pero será de amores, porque sean más dulces mis dolores. Desháganse los lazos del leal y dichoso Hermafrodito, pues en ajenos brazos a mi hermoso desdén estar permito, sin que mi mano airada no tome la venganza deseada; que con celos bien puedo ni respetar deidad, ni tener miedo. Canción: si de mi dueño bien recibida fueres, pues de mi pena fiel testigo eres, cual sabia mensajera dile me excuse aquesta pena fiera, y para no matarme, si desea mi vida, quiera amarme. Admiradas estaban doña Leonor y sus hijas, con todas las demás, de oír a Estefanía, y Laurela, que de rato en rato ponía en ella sus hermosos ojos, notando los sentimientos con que cantaba, tomando y dejando los colores en el rostro conforme lo que sentía, y ella de industria, en su canción, ya parecía que hablaba con dama, ya con galán, por divertir a las demás. Y viendo había dado fin con un ternísimo suspiro, Laurela, riéndose, le dijo: —Cierto, Estefanía, que si fueras, como eres mujer, hombre, que dichosa se pudiera llamar la que tú amaras. —Y aun así como así —dijo Estefanía—, pues para amar, supuesto que el alma es toda una en varón y en la hembra, no se me da más ser hombre que mujer; que las almas no son hombres ni mujeres, y el verdadero amor en el alma está, que no en el cuerpo; y el que amare el cuerpo con el cuerpo, no puede decir que es amor, sino apetito, y de esto nace arrepentirse en poseyendo; porque como no estaba el amor en el alma, el cuerpo, como mortal, se cansa siempre de un manjar, y el alma, como espíritu, no se puede enfastiar de nada. —Sí; mas es amor sin provecho amar una mujer a otra —dijo una de las criadas. —Ése —dijo Estefanía— es el verdadero amor, pues amar sin premio es mayor fineza. —Pues ¿cómo los hombres —dijo una de las hermanas de Laurela— a cuatro días que aman le piden, y si no se le dan, no perseveran? —Porque no aman —respondió Estefanía—; que si amaran, aunque no los premiaran, no olvidaran. Que amor verdadero es el carácter del alma, y mientras el alma no muriere, no morirá el amor. Luego siendo el alma inmortal, también lo será el amor; y como amando sólo con el cuerpo, al cuerpo no le alcanzan, aborrecen o olvidan luego, por tener lugar para buscar alimento en otra parte, y si alcanzan, ahítos, buscan lo mismo. —Pues según eso —dijo otra doncella—, los hombres de ahora todos deben de amar sólo con el cuerpo, y no con el alma, pues luego olvidan, y tras eso dicen mal de las mujeres, sin reservar a las buenas ni a las malas. —Amiga —respondió Estefanía—: de las buenas dicen mal porque no las pueden alcanzar; y de las malas, porque están ahítos de ellas. —¿Pues por qué las buscan? —dijo la otra hermana de Laurela. —Porque las han menester —dijo Estefanía—; y por excusar un buen día a los muchachos, porque los maestros no los suelten temprano. —Pues si sólo por necesidad aman, y son tan malas para ellos las unas como las otras, más vale —respondió Laurela— ser buena y no admitirlos. —Todo es malo —dijo Estefanía—, que ni han de ser las damas tan desdeñosas que tropiecen en crueles, ni tan desenvueltas que caigan en desestimación. —Sí; mas yo quisiera saber —replicó la otra doncella— qué piensa sacar Estefanía de amar a mi señora Laurela, que muchas veces, a no ver su hermosura, y haberla visto algunas veces desnuda, me da una vuelta el corazón pensando que es hombre. —Pluviera a Dios; aunque tú, mi amiga, dieras cuatro en los infiernos; mas eso es vivir de esperanza; que sé yo si algún día hará, viéndome morir de imposibles, algún milagro conmigo. —El cielo excuse ese milagro por darme a mí gusto —dijo Laurela—, porque no soy amiga de prodigios, y de eso no pudieras ganar más de perderme para siempre. Con esto pasaban, teniendo todas chacota y risa con los amores de Estefanía, que aunque disimulaba, no la traía poco penada ver que ya las compañeras, entre burlas y veras, jugando unas con otras, procuraban ver si era mujer o hombre; demás que había menester andar con demasiada cuenta con las barbas que empezaban a nacer, y no sabía cómo declararse con Laurela, ni menos librarse con su padre, que, perdido por ella, era sombra suya en todas las ocasiones que podía. Pues sucedió, porque la fatal ruina de Laurela venía a toda diligencia, que aquel caballero que vivía en casa y amaba a Laurela con mortales celos de Estefanía, tornó a pedírsela por esposa a su padre, diciendo, por que no se la negase, que no quería otro dote con ella más que el de su hermosura y virtudes; que don Bernardo, codicioso, aceptó luego, y tratándolo con su mujer y hija, la hermosa Laurela obedeció a su padre, diciendo que no tenía más gusto que el suyo. Y con esto, muy contenta, entró donde estaba Estefanía y las demás criadas, y le dijo: —Ya, Estefanía, ha llegado la ocasión en que podré hacer por ti y pagarte el amor que me tienes. —¿En qué forma, señora mía? —respondió ella. —En que me caso —tornó a responder Laurela—; que ahora me lo acaba de decir mi padre, que me ha prometido por esposa a don Enrique. Apenas oyó estas últimas palabras Estefanía, cuando con un mortal desmayo cayó en el suelo, con que todas se alborotaron, y más Laurela, que sentándose y tomándole la cabeza en su regazo, empezó a desabrocharle el pecho, apretarle las manos y pedir apriesa agua, confusa, sin saber qué decir de tal amor y tal sentimiento. Al cabo de un rato, con los remedios que se le hicieron, Estefanía volvió en sí, con que, ya consoladas todas, la mandó Laurela ir a acostar, sin preguntalle nada, ni ella lo dijera, porque estaba tal, que parecía que ya se le acababa la vida. Laurela, mientras las demás fueron a que se acostase, quedó revolviendo en su pensamiento mil quimeras, no sabiendo dar color de lo que veía hacer a aquella mujer; mas que fuese hombre jamás llegó a su imaginación: que si tal pensara, no hay duda sino que resueltamente la apartara de sí, sin tornarla a ver, y no le valiera menos que la vida. Acostada Estefanía, y las criadas ocupadas en prevenir la cena, Laurela entró donde estaba y sentándose sobre la cama, le dijo: —Cierto, Estefanía, que me tienes fuera de mí, y que no sé a qué atribuya las cosas que te veo hacer después que estás en casa. Y casi pensara, a no ser caso imposible, y que pudiera ocasionar muchos riesgos, o que no eres lo que pareces, o que no tienes juicio. ¿Qué perjuicio te viene de que yo tome estado, para que hagas los extremos que esta noche he visto? —El de mi muerte, señora —respondió Estefanía—. Y pues morir, viéndote casada, o morir a tus manos todo es morir, mátame o haz lo que quisieres, que ya no puedo callar, ni quiero; tan aborrecida tengo la vida que, por no verte en poder de otro dueño, la quiero de una vez perder. No soy Estefanía, no; don Esteban soy. Un caballero de Burgos, que enamorado de la extremada belleza que te dio el cielo, tomé este hábito, por ver si te podía obligar con estas finezas a que fueses mía; porque aunque tengo nobleza con que igualarte, soy tan pobre, que no he tenido atrevimiento de pedirte a tu padre, teniendo por seguro que el granjear tu voluntad era lo más esencial; pues una vez casado contigo, tu padre había de tenerse por contento, pues no me excede más que en los bienes de fortuna, que el cielo los da y los quita. Ya te he sacado de confusión; cuerda eres, obligada estás de mi amor. Mira lo que quieres disponer, porque apenas habrás pronunciado la sentencia de mi muerte con negarme el premio que merezco, cuando yo me la daré con esta daga que tengo debajo de la almohada para este efecto. Figura de mármol parecía Laurela. Tan helada y elevada estaba oyendo a Estefanía, que apenas se osaba apartar de ella los ojos, pareciéndole que en aquel breve instante que la perdiese de vista, se le había de transformar, como lo había hecho, de Estefanía en don Esteban, en algún monstruo o serpiente. Y visto que callaba, no sabiendo si eran burlas o veras sus razones, le dijo (ya más cobrada del susto que le había dado con ellas): —Si no imaginara, Estefanía, que te estás burlando conmigo, la misma daga con que estás amenazando tu vida fuera verdugo de la mía y castigo de tu atrevimiento. —No son burlas, Laurela; no son burlas —respondió Estefanía—. Ya no es tiempo de burlarme; que si hasta aquí lo han sido, y he podido vivir de ellas, era con las esperanzas de que habían de llegar las veras y habías de ser mía. Y si esto no llegara a merecer, me consolara con que si no lo fueras, por lo menos no te hicieras ajena entregándote a otro dueño; mas ya casada o concertada, ¿qué tengo que esperar sino morir? ¿Es posible que has estado tan ciega que en mi amor, en mis celos, en mis suspiros y lágrimas, en los sentimientos de mis versos y canciones no has conocido que soy lo que digo y no lo que parezco? Porque, ¿quién ha visto que una dama se enamore de otra? Y supuesto esto, o determínate a ser mía, dándome la mano de esposa, o que apenas saldrás con intento contrario por aquella puerta, cuando yo me haya quitado la vida. Y veremos luego qué harás o cómo cumplirás con tu honor para entregarte a tu esposo y para disculparte con tus padres y con todo el mundo. Que claro es que hallándome sin vida, y que violentamente me la he quitado, y viendo que no soy mujer, si primero, creyendo que lo era, solemnizaban por burlas mis amores, conociendo las veras de ellos, no han de creer que tú estabas ignorante, sino que con tu voluntad me transformé contigo. ¿Quién podrá ponderar la turbación y enojo de Laurela oyendo lo que don Esteban con tanta resolución decía? Ninguno, por cierto. Mas en lo que hizo se conocerá: que fue, casi fuera de juicio, asir la daga que en la mano tenía, diciendo: —Matándome yo, excusaré todas esas afrentas y excusaré que lo hagan mis padres. Mas don Esteban, que estaba con el mismo cuidado, la tuvo tan firme, que las flacas fuerzas de la tierna dama no bastaron a sacarla de sus manos, y viéndola tan rematada, la suplicó se quietase, que todo era burla, que lo que era la verdad era ser Estefanía, y no más, y que se mirase muy bien en todo, que no se precipitase, que Estefanía sería mientras ella gustase que no fuese don Esteban. Con esto, Laurela, sin hablarle palabra, con muy grande enojo, se salió y la dejó contenta con haber vencido la mayor dificultad, pues ya, por lo menos, sabía quién era Laurela; la cual, ni segura de que fuese Estefanía, ni cierta de que era don Esteban, se fue a su aposento con grandísima pasión, y sin llamar a nadie se desnudó y acostó, mandando dijesen a sus padres que no salía a cenar por no sentirse buena. Dormían todas tres hermanas, aunque en camas distintas, en una misma cuadra, con lo que Laurela se aseguró de que Estefanía no se pondría en ningún atrevimiento, caso que fuese don Esteban. Y ya todos recogidos, y hermanas acostadas y aun dormidas, sola Laurela, desvelada y sin sosiego, dando vueltas por la cama, empezó a pensar qué salida tendría de un caso tan escandaloso como el que le estaba sucediendo. Unas veces se determinaba avisar a su padre de ello; otras, si sería mejor decir a su madre que despidiese a Estefanía; y otras miraba los inconvenientes que podían resultar, si su padre creería que ella de tal atrevimiento estaba inocente. Ya se aseguraba en lo mucho que la querían sus padres y cuán ciertos estaban de su virtuosa y honesta vida; ya reparaba en que, cuando sus padres se asegurasen, no lo había de quedar el que había de ser su esposo; pues comunicación de tanto tiempo con Estefanía había de criar en él celosos pensamientos, y que, o había de ser para perderle, o para vivir siempre mal casada, que no se podía esperar menos de marido que entraba a serlo por la puerta del agravio y no de la confianza. Consideraba luego las bellas partes de don Esteban, y parecíale que no le aventajaba don Enrique más que en la hacienda, y para esta falta (que no era pequeña) echaba en la balanza de su corazón, por contrapeso, para que igualase el amor de don Esteban, la fineza de haberse puesto por ella en un caso tan arduo, las lágrimas que le había visto verter, los suspiros que le había oído desperdiciar, las palabras que le había dicho aquella noche; que con estas cosas y otras tocantes a su talle y gracias, igualaba el peso, y aun hacía ventaja. Ya se alegraba, pareciéndole que, si le tuviera [por] esposo, todas podían envidiar su dicha; ya se entristecía, pareciéndole que su padre no le estimaría, aunque más noble fuese, siendo pobre. En estos pensamientos y otros muchos, vertiendo lágrimas y dando suspiros, sin haber dormido sueño la halló la mañana. Y lo peor es que se halló enamorada de don Esteban; que como era niña mal leída en desengaños, aquel rapaz, enemigo común de la vida, del sosiego, de la honestidad y del honor, el que tiene tantas vidas a cargo como la muerte, el que pintándole ciego ve adónde, cómo y cuándo ha de dar la herida, asestó el dorado arpón al blando pecho de la delicada niña, y la hirió con tanto rigor, que ya cuantos inconvenientes hallaba antes de amar, los miraba facilidades. Ya le pesara que fuera Estefanía y no don Esteban; ya se reprendía de haberle hablado con aspereza; ya temía si se habría muerto, como le había de hacer, y al menor ruido que sentía fuera, le parecía que eran las nuevas de la muerte. Todas estas penas la ocasionaron un accidente de calentura, que puso a todos en gran cuidado, como tan amada de todos, y más a Estefanía, que, como lo supo, conociendo procedía de la pena que había recibido con lo que le había dicho, se vistió y fue a ver a su señora, muy triste y los ojos muy rojos de llorar, que notó muy bien Laurela, como quien ya no la miraba como Estefanía, sino como a don Esteban. Vino el médico que habían ido a llamar, y mandó sangrar a Laurela, que ejecutado este remedio y habiéndose ido todos de allí, juzgando que, donde Estefanía asistía, todos sobraban en el servir a Laurela. En fin, por ir dando fin a este discurso, tanto hizo Estefanía, puesta de rodillas delante de la cama; tanto rogó y tanto lloró, y todo con tan ternísimos afectos y sentimientos, que ya cierta Laurela de ser don Esteban, perdió el enojo y perdonó el atrevimiento del disfraz, y prometiéndose el uno al otro palabra de esposo, concertaron se disimulase hasta que ella estuviese buena, que entonces determinarían lo que se había de hacer para que no tuviesen trágico fin tan extraños y prodigiosos amores. ¡Ay, Laurela! ¡Y si supieras cuán trágicos serán, no hay duda sino que antes te dejaras morir que aceptar tal! Mas excusado es querer excusar lo que ha de ser, y así le sucedió a esta mal aconsejada niña. ¡Oh traidor don Esteban! ¿En qué te ofendió la candidez de esta inocencia, que tan apriesa le vas diligenciando su perdición? Más de un mes estuvo Laurela en la cama, bien apretada de su mal, que valiera más que la acabara. Mas ya sana y convalecida, concertaron ella y su amante, viendo con la priesa que se facilitaba su matrimonio con don Enrique, que, hechas las capitulaciones y corridas dos amonestaciones, no aguardaban a más que pasase la tercera para desposarlos, y cuán imposible era estorbarlo, ni persuadir a sus padres que trocasen a don Enrique por don Esteban, ni era lance ajustado descubrir en tal ocasión el engaño de Estefanía, menos que estando los dos seguros de la indignación de don Bernardo y don Enrique, que ya como dijo era admitido, [[concertaron]] que se ausentasen una noche, que, puestos en cobro y ya casados, sería fuerza aprovecharse del sufrimiento, pues no había otro remedio, que pondrían personas que con su autoridad alcanzasen el perdón de su padre. Y suspendiendo la ejecución para de allí a tres días, Estefanía, con licencia de su señora, diciendo iba a ver una amiga o parienta, salió a prevenir la parte adonde había de llevar a Laurela, como quien no tenía más casa ni bienes que su persona, y en ésa había más males que bienes; que fue en casa de un amigo, que aunque era mancebo por casar, no tenía mal alhajado un cuartico de casa en que vivía, que era el mismo donde don Esteban había dejado a guardar un vestido y otras cosillas no de mucho valor; que cuando el tal amigo le vio en el hábito de dama, que él creía no estaba en el lugar, santiguándose, le preguntó qué embeleco era aquél. A quien don Esteban satisfizo contándole todo lo que queda dicho, si bien no le dijo quién era la dama. En fin, le pidió lugar para traerla allí, que el amigo le concedió voluntariamente, no sólo por una noche, sino por todas las que gustase, y le dio una de dos llaves que tenía el cuarto, quedando advertido que de allí a dos noches él se iría a dormir fuera, porque con más comodidad gozase amores que le costaban tantas invenciones; con que se volvió muy alegre a casa de Laurela, la cual aquellos días juntó todas las joyas y dineros que pudo, que serían de valor de más de dos mil ducados, por tener, mientras su padre se desenojase, con qué pasar. Llegada la desdichada noche, escribió Laurela un papel a su padre, dándole cuenta de quién era Estefanía, y cómo ella se iba con su esposo, que por dudar que no le admitiría por pobre, aunque en nobleza no le debía nada, y otras muchas razones en disculpa de su atrevimiento, pidiéndole perdón con tierno sentimiento. Y aguardó a que todos estuviesen acostados y dormidos, habiendo de nuevo don Esteban prometido ser su esposo, que con menos seguridad no se arrojara Laurela a tan atrevida acción, dejando el papel sobre las almohadas de su cama, y Estefanía el vestido de mujer en su aposento, tomando la llave, se salieron, cerrando por defuera la puerta, se llevaron la llave, porque si fuesen sentidos, no pudiesen salir tras ellos hasta que estuviesen en salvo. Se fueron a la casa que don Esteban tenía apercibida, dando el traidor a entender a la desdichada Laurela que era suya, donde se acostaron con mucho reposo, Laurela creyendo que con su esposo, y él imaginando lo que había de hacer, que fue lo que ahora se dirá. Apenas se empezó a reír la mañana, cuando se levantó y hizo vestir a Laurela, pareciéndole que a esta hora no había riesgo que temer, como quien sabía que en casa de Laurela las criadas no se levantaban hasta las ocho, y los señores a las diez, si no era el criado que iba a comprar. Vestido él, y Laurela bien temerosa qué sería tanto madrugar, facción bien diferente de la que ella esperaba, la hizo cubrir el manto, y tomando las joyas y dineros, salieron de casa y la llevó a Santa María, iglesia mayor de esta Corte, y en estando allí, le dijo estas razones: —Las cosas, hermosa Laurela, que se hacen sin más acuerdo que por cumplir con la sensualidad del apetito no pueden durar, y más cuando hay tanto riesgo como el que a mí me corre, sujeto al rigor de tu padre y esposo y de la justicia, que no me amenaza menos que la horca. Yo te amé desde que te vi, y hice lo que has visto, y te amo por cierto. Mas no con aquella locura que antes, que no miraba en riesgo ninguno; mas ya los veo todos, y todos los temo, con que es fuerza desengañarte. Yo Laurela, no soy de Burgos, ni caballero, porque soy hijo de un pobre oficial de carpintería, que por no inclinarme al trabajo, me vine a este lugar, donde sirviendo he pasado fingiendo nobleza y caballería. Te vi y te amé, y busqué la invención que has visto, hasta conseguir mi deseo. Y si bien no fueras la primera en el mundo que casándose humildemente ha venido de alto a bajo estado, y trocando la seda en sayal ha vivido con su marido contenta, cuando quisiera yo hacer esto, es imposible, porque soy casado en mi tierra, que no es veinte leguas de aquí, y mi mujer la tienen mis padres en su casa, sustentándola con su pobre trabajo. Esto soy, que no hay tal potro como el miedo, que en él se confiesan verdades. Tú puedes considerar cómo me atreveré a ser hallado de tu padre, que a este punto ya seré buscado, donde no puedo esperar sino la muerte, que tan merecida tengo por la traición que en su casa he cometido. Nada miraba con el deseo de alcanzar tu hermosura. Mas ya es fuerza que lo mire, y así vengo determinado a dejarte aquí y ponerme en salvo, y para hacerlo tengo necesidad de estas joyas que tú no has menester, pues te quedas en tu tierra, donde tienes deudos que te ampararán, y ellos reportarán el enojo de tu padre, que al fin eres su hija, y considerará la poca culpa que tienes, pues has sido engañada. Aquí no hay que gastar palabras, ni verter lágrimas, pues con nada de esto me has de enternecer, porque primero es mi vida que todo; antes tú misma, si me tienes voluntad, me aconsejarás lo mismo, pues no remedias nada de tu pérdida con verme morir delante de tus ojos, y todo lo que me detengo aquí contigo, pierdo de tiempo para salvarme. Sabe Dios que si no fuera casado, no te desamparara, aunque fuera echarme una esportilla al hombro para sustentarte, que ya pudiera ser que tu padre, por no deshonrarse, gustara de tenerme por hijo; mas si tengo mujer, mal lo puedo hacer, y más que cada día hay aquí gente de mi tierra que me conocen, y luego de llevar allá las nuevas, y de todas maneras, tengo de perecer. Díchote he lo que importa; con esto, quédate a Dios, que yo me voy a poner al punto a caballo, para, partiendo de Madrid, excusarme el peligro que me amenaza. Dicho esto, sin aguardar respuesta de la desdichada Laurela, sin obligarse de su lindeza, sin enternecerse de sus lágrimas, sin apiadarse de sus tiernos suspiros, sin dolerse del riesgo y desemparo en que la dejaba, como civil y ruin, que quiso más la vida infame que la muerte honrosa, pues muriendo a su lado cumplía con su obligación, la dejó tan desconsolada como se puede imaginar, vertiendo perlas y pidiendo a Dios la enviase la muerte, y se fue donde hasta hoy no se saben nuevas de él, si bien piadosamente podemos creer que no le dejaría Dios sin su castigo. Dejemos a Laurela en la parte dicha, adonde la trujo su ingrato amante, o donde se trujo ella misma, por dejarse tan fácilmente engañar, implorando justicias contra el traidor y temiendo [las] iras de su padre, sin saber qué hacer, ni dónde irse, y vamos a su casa, que hay bien qué contar en lo que pasaba en ella. Que como fue hora, el criado que tenía a [[su]] cargo ir a comprar lo necesario, se vistió, fue a tomar la llave (que siempre, para este efecto, quedaba en la puerta, por la parte de adentro, porque no inquietasen a los señores que dormían) y no la halló; pensó que Estefanía, que era la que cerraba, la habría llevado. Hubo de aguardar hasta que, ya las criadas vestidas, salieron a aliñar la casa, y díjoles fuesen a pedir la llave a Estefanía, de que enfadadas, como envidiosas de ver que ella lo mandaba todo, después de haber murmurado un rato, como se acostumbra entre este género de gente, entraron a su aposento, y como no la hallaron, sino solos los vestidos sobre la cama, creyeron se habría ido a dormir con Laurela, de quien no se apartaba de noche ni de día. Mas como vieron que todas reposaban, no se atrevieron a entrar, y volviéndose afuera, empezaron a decir bellezas sobre la curiosidad de quitar la llave. Y así estuvieron hasta que fue hora que entrando en la cámara y abriendo las ventanas para que sus señoras despertasen, viendo las cortinas de la cama tiradas, fueron, y abriéndolas, diciendo: «Estefanía, ¿dónde puso anoche la llave de la puerta?», ni hallaron a Estefanía, ni a Laurela, ni otra cosa más de el papel sobre las almohadas. Y viendo un caso como éste, dieron voces, a las cuales las hermanas, que durmiendo con el descuido que su inocencia pedía estaban, despertaron despavoridas, y sabido el caso, saltaron de las camas y fueron a la de Laurela, entendiendo era burla que les hacían las doncellas. Y mirando, no sólo en ella mas debajo, y hasta los más pequeños dobleces, creyendo en alguno las habían de hallar, con que, desengañadas, tomaron el papel, que, visto, decía el sobrescrito a su padre, llorando, viendo por esta seña que no había que buscar a Laurela, se le fueron a llevar, contándole lo que pasaba, se le dieron. Que por no ser cansada, no refiero lo que decía, mas de como he dicho, le contaba quién era Estefanía y la causa porque se había transformado de caballero en dama; cómo era don Esteban de Fel, caballero de Burgos, y cómo a su esposo le había dado posesión de su persona, y se iban hasta que se moderase su ira, y otras cosas a este modo, parando en pedirle perdón, pues el yerro sólo tocaba en la hacienda, que en la calidad no había ninguno. La pena que don Bernardo sintió, leído el papel, no hay para qué ponderarla; mas era cuerdo y tenía honor, y consideró que con voces y sentimientos no se remediaba nada, antes era espantar la caza para que no viniese a su poder. Consideró esto en un instante, pareciéndole mejor modo para cogerlos y vengarse el disimular, y así, entre enojado y risueño, viendo a doña Leonor y sus hijas deshacerse en llanto, las mandó callar y que no alborotasen la casa, ni don Enrique entendiese el caso hasta que con más acuerdo se le dijese. Que para qué habían ellas de llorarle el gusto a Laurela; que pues ella había escogido esposo, y le parecía que era mejor que el que le daba, que Dios la hiciese bien casada. Que cuando quisiese venir a él, claro está que la había de recibir y amparar como a hija. Con esta disimulación, pareciéndole que no se le encubrirían para darles el merecido castigo, mandó a los criados que, pena de su indignación, no dijesen a nadie nada, y a su mujer y hijas, que callasen. Ya que no les excusó la pena, moderó los llantos y escándalo, juzgando todos que, pues no mostraba rigor, que presto se le pasaría el enojo, si tenía alguno, y los perdonaría y volvería a su casa, si bien su madre y hermanas, a lo sordo, se deshacían en lágrimas, ponderando entre ellas las palabras y acciones de la engañosa Estefanía, advirtiendo entonces lo que valiera más que hicieran antes. Tenía don Bernardo una hermana casada, cuya casa era cerca de Santa María, y su marido oía todos los días misa en dicha iglesia. Pues éste, como los demás días, llevado de su devoción, entró casi a las once en ella, donde halló a Laurela, que aunque le vio y pudiera encubrirse, estaba tan desesperada y aborrecida de la vida, que no lo quiso hacer. Que, como la vio tan lejos de su casa, sola, sin su madre, ni hermanas, ni criada ninguna, y, sobre todo, tan llorosa, le preguntó la causa, y ella, con el dolor de su desdicha, se la contó, pareciéndole que era imposible encubrirlo, supuesto que ya por el papel que había dejado a su padre estaría público. Algunos habrá que digan fue ignorancia; mas, bien mirado, ¿qué podía hacer, supuesto que su desdicha era tan sin remedio fue que, diciéndole palabras bien pesadas, la llevó a su casa yerro más de casarse sin gusto de su padre, con esa seguridad se había declarado tanto en el papel. Y así, en esta ocasión no le encubrió a su tío nada, antes le pidió su amparo. Y el que le dio fue que, diciéndole palabras bien pesadas, la llevó a su casa y la entregó a su tía, diciéndole lo que pasaba, que aún con más riguridad que su marido la trató, poniendo en ella bien violentamente las manos, con que la desdichada Laurela, demás de sus penas, se halló bien desconsolada y afligida. Fue el tío al punto a casa de su cuñado, dándole cuenta de lo que pasaba. Con esta segunda pena se renovó la primera en las que aún no tenían los ojos enjutos de ella. En fin, por gusto de su padre, Laurela quedó en casa de su tía hasta que se determinase lo que se debía hacer, y por ver si se podía coger al engañador, y los dos juntos contaron a Enrique lo que había sucedido; del cual fue tan tierno el sentimiento, que fue milagro no perder la vida, además que les pidió que pasasen adelante los conciertos, sin que sus padres supiesen lo que pasaba, que si Laurela había sido engañada, el mismo engaño le servía de disculpa: tan enamorado estaba don Enrique; a quien su padre respondió que no tratase de eso, que ya Laurela no estaba más que para un convento. Más de un año estuvo Laurela con sus tíos, sin ver a sus padres ni hermanas, porque su padre no consintió que la viesen, ni él, aunque iba algunas veces a casa de su hermana, no la veía, ni ella se atrevía a ponérsele delante; antes se escondía, temerosa de su indignación, pasando una triste y desconsolada vida, sin que hubiese persona que la viese ni en ventana ni en la calle, porque no salía si no era muy de mañana, a misa; ni aun reír ni cantar, como solía. Hasta que, al cabo de este tiempo, un día de Nuestra Señora de Agosto, con su tía y criadas, madrugaron y se fueron a Nuestra Señora de Atocha, donde, para ganar el jubileo que en este día hay en aquella santa iglesia, confesaron y comulgaron: Laurela, con buena intención (quién lo duda); mas la cruel tía no sé cómo la llevaba, pues no ignoraba la sentencia que estaba dada contra Laurela, antes había sido uno de los jueces de ella. Mucho nos sufre Dios, y nosotros, por el mismo caso, le ofendemos más. Cruel mujer, por cierto, que ya que su marido y hermano eran cómplices en la muerte de la triste dama, ella, que la pudiera librar, llevándola a un convento, no lo hizo; mas era tía, que es lo mismo que suegra, cuñada o madrastra; con esto lo he dicho todo. Mientras ellas estaban en Atocha, entre el padre y el tío, por un aposento que servía de despensa, donde no entraban sino a sacar lo necesario de ella, cuyas espaldas caían a la parte donde su tía tenía el estrado, desencajaron todo el tabique, y puéstolo de modo que no se echase de ver. Venidas de Atocha, se sentaron en el estrado, pidiendo las diesen de almorzar, con mucho sosiego, y a la mitad del almuerzo, fingiendo la tía una necesidad precisa, se levantó y entró en otra cuadra desviada de la sala, quedando Laurela y una doncella que habían recibido para que la sirviese, bien descuidadas de la desdicha que les estaba amenazando. Y si bien pudieron salvar a la doncella, no lo hicieron, por hacer mejor su hecho, pues apenas se apartó la tía, cuando los que estaban de la otra parte derribaron la pared sobre las dos, y saliéndose fuera, cerraron la puerta, y el padre se fue a su casa, y el tío dio la vuelta por otra parte, para venir a su tiempo a la suya. Pues como la pared cayó y cogió las pobres damas, a los gritos que dieron las desdichadas, acudieron todas dando voces, las criadas con inocencia, mas la tía con malicia, al mismo tiempo que el tío entró con todos los vecinos que acudieron al golpe y alboroto, que, hallando el fracaso y ponderando la desgracia, llamaron gente que apartase la tierra y cascotes, que no se pudo hacer tan apriesa, que cuando surtió efecto, hallaron a la sin ventura Laurela de todo punto muerta, porque la pared la había abierto la cabeza, y con la tierra se acabó de ahogar. La doncella estaba viva; mas tan mal tratada, que no duró más de dos días. La gente que acudió se lastimaba de tal desgracia, y su tía y tío la lloraban, por cumplir con todos; mas a una desdicha de fortuna, ¿qué se podía hacer sino darles pésames y consolarlos? En fin, pasó por desgracia la que era malicia. Y aquella noche llevaron la mal lograda hermosura a San Martín, donde tenía su padre entierro. Fueron las nuevas a su padre (que no era necesario dárselas), que las recibió con severidad; y él mismo se [las] llevó a su madre y hermanas, diciendo que ya la fortuna había hecho de Laurela lo que él había de hacer en castigo de su atrevimiento, en cuyas palabras conocieron que no había sido acaso el suceso, que los tiernos sentimientos que hacían lastimaban a cuantos las miraban. Y para que su dolor fuese mayor, una criada de sus tíos de Laurela, que servía en la cocina y se quedó en casa cuando fueron a Atocha, oyó los golpes que daban para desencajar la pared, en la despensa, y saliendo a ver qué era, acechó por la llave y vió a su amo y cuñado que lo hacían y decían: —Páguelo la traidora, que se dejó engañar y vencer, pues no hemos podido hallar al engañador, para que lo pagaran juntos. La moza, como oyó esto y sabía el caso de Laurela, luego vio que lo decían por ella, y con gran miedo, temiendo no la matasen porque lo había visto, sin hablar palabra, se volvió a la cocina; ni menos, o no se atrevió, o no pudo avisar a Laurela, antes aquella misma noche, mientras se andaba previniendo el entierro, cogió su hatillo y se fue, sin atreverse a descubrir el caso a nadie, y aguardando tiempo, pudo hablar en secreto a la hermana mayor de Laurela, y le contó lo que había visto y oído, y ella a su madre y a la otra hermana, que fue causa de que su sentimiento y dolor se renovase, que les duró mientras vivieron, sin poder jamás consolarse. Las hermanas de Laurela entraron, a pocos meses, monjas, que no se pudo acabar con ellas se casasen, diciendo que su desdichada hermana las había dejado buen desengaño de lo que había que fiar de los hombres, y su madre, después que enviudó, con ellas, las cuales contaban este suceso como yo le he dicho, para que sirva a las damas de desengaño, para no fiarse de los bien fingidos engaños de los cautelosos amantes, que no les dura la voluntad más de hasta vencerlas. —Dirán ahora los caballeros —dijo la hermosa Lisis, viendo que Matilde había dado fin a su desengaño—: ¡Cuántos males ¡ay! causamos nosotros! Y si bien hablarán irónicamente, dirán bien; pues en lo que acabamos de oír se prueba bastantemente la cautela con que se gobiernan con las desdichadas mujeres, no llevando la mira a más que vencerlas, y luego darlas el pago que dio don Esteban a Laurela, sin perdonar el engaño de transformarse en Estefanía; y que hubiese en él perseverancia para que en tanto tiempo no se cansase de engañar, o no se redujese a querer de veras. ¿Quién le vio tan enamorado, tan fino, tan celoso, tan firme, tan hecho Petrarca de Laurela, como el mismo Petrarca de Laura que no tuviera, entre tantas desdichadas y engañadas como en las edades pasadas y presentes ha habido y hay, como lo hemos ventilado en nuestros desengaños, que había de ser Laurela la más dichosa de cuantas han nacido y que había de quitarnos a todos con su dicha la acedia de tantas desdichas? ¡Ah, señores caballeros!, no digo yo que todos seáis malos, mas que no sé cómo se ha de conocer el bueno; demás que yo no os culpo de otros vicios, que eso fuera disparate; sólo para con las mujeres no hallo con qué disculparos. Conocida cosa es que habéis dado todos en este vicio, y haréis más transformaciones que Prometeo por traer una mujer a vuestra voluntad, y si esto fuese para perseverar amándola y estimándola, no fuera culpable; mas, para engañarla y deshonrarla, ¿qué disculpa habrá que lo sea? Vosotros hacéis a las mujeres malas, y os ponéis a mil riesgos porque sean malas, y luego publicáis que son malas, y no miráis que si las quitáis el ser buenas, ¿cómo queréis que lo sean? Si inquietáis la casada, y ella, persuadida de las finezas que hacéis (pues no son las mujeres mármoles), la derribáis y hacéis violar la fe que prometió a su esposo, ¿cómo será ya ésta buena? Diréis: siéndolo. Que no se hallan ya a cada paso Santas Teodoras Alexandrinas, que por sólo un yerro que cometió contra su esposo, hizo tantos años de penitencia. Antes hoy, en haciendo uno, procuran hacer otro, por ver si les sale mejor; que no le hicieran si no hubieran caído en el primero. Déjase vencer la viuda honesta de vuestros ruegos. Responderéis: no se rinda. Que no hay mujeres tórtolas, que siempre lamentan el muerto esposo, ni Artemisas, que mueran llorándole sobre el sepulcro. ¿Cómo queréis que ésta sea buena, si la hicisteis mala y la enseñasteis a serlo? Veis la simple doncella, criada al abrigo de sus padres, y traéis ya el gusto tan desenfadado, que no hacéis ascos de nada: lo mismo es que sea doncella que no lo sea. Digerís linda y desahogadamente cualquier yerro, por pesado y fuerte que sea; solicitáisla, regaláisla, y aun si estos tiros no bastan, la amagáis con casamiento. Cae, que no son las murallas de Babilonia, que tan a costa labró Semíramis. Daisla luego mal pago, faltando lo que prometisteis, y lo peor es que faltáis a Dios, a quien habéis hecho la promesa. ¿Qué queréis que haga ésta? Proseguir con el oficio que la enseñasteis, si se libra del castigo a que está condenada, si lo saben sus padres y deudos. Luego, cierto es que vosotros las hacéis malas, y no sólo eso, mas decís que lo son. Pues ya que sois los hombres el instrumento de que lo sean, dejadlas, no las deshonréis, que sus delitos y el castigo de ellos cuenta del Cielo están; mas no sé si vosotros os libraréis también de ellos, pues los habéis causado, como se ve cada día en tantos como pagan con la vida. Pues lo cierto es que a ninguno matan que no lo merezca, y si en la presente justicia no lo debía, de atrás tendría hecho por donde pagase, que como a Dios no hay nada encubierto, y son sus secretos tan incomprensibles, castiga cuando más es su voluntad, o quizá cansado de que apenas salís de una cuando os entráis en otra. Y es que como no amáis de verdad en ninguna parte, para todas os halláis desembarazados. Oí preguntar una vez, a un desembarazado de amor (porque aunque dice que le tiene, es engaño, supuesto que en él la lealtad está tan achacosa como en todos) que de qué color es el amor. Y respondíle que el que mis padres y abuelos y las historias que son más antiguas dicen se usaba en otros tiempos: no tenía color, ni el verdadero amor le ha de tener. Porque ni ha de tener el alegre carmesí, porque no ha de esperar el alegría de alcanzar; ni el negro, porque no se ha de entristecer de que no se alcance; ni el verde, porque ha de vivir sin esperanzas; ni el amarillo, porque no ha de tener desesperaciones; ni el pardo, porque no ha de darle nada de esto pena. Solas dos le competen, que es el blanco puro, cándido y casto, y el dorado, por la firmeza que en esto ha de tener. Éste es el verdadero amor: el que no es delito tenerle ni merece castigo. Hay otro modo de amar; uno que no mancha jamás la lealtad: éste es el amor imitador de la pureza. Otro, que tal vez violado, arrepentido de haber quebrado la lealtad, vuelve por este mérito a granjear lugar en amor, mas no por puro, sino por continente. El amor de ahora que usáis, señores caballeros, tiene muchas colores: ya es rubio, ya pelinegro, ya moreno, ya blanco, ya viudo, ya soltero, ya civil y mecánico, ya ilustre y alto. Y Dios os tenga de su mano, no le busquéis barbado, que andáis tan de mezcla, que ya no sabéis de qué color vestirle. Para conseguir esto, es fuerza que hagáis muchas mujeres malas. Y hay muchas que lo son por desdicha, y no por accidente ni gusto, y a éstas no es razón que las deis ese nombre, que si es culpa sin perdón dársele aun [[a]] las más comunes, pues el honrar a las mujeres comunes es deuda, ¿qué será en las que no lo son? Que entre tantos como hoy las vituperan y ultrajan no se halle ninguno que las defienda, ¿puede ser mayor desdicha? ¡Que ni aun los caballeros, que, cuando los señalan por tales, prometen la defensa de las mujeres, se dejen también llevar de la vulgaridad, sin mirar que faltan a lo mismo que son y la fe que prometieron! No hay más que ponderar. Y que, ya que las hacéis malas y estudiáis astucias para que lo sean, ocasionando sus desdichas, deshonras y muertes, ¡que gustéis de castigarlas con las obras y afrentarlas con las palabras! ¡Y que no os corráis de que sea así! Decid bien de ellas, y ya os perdonaremos el mal que las hacéis. Esto es lo que os pido, que, si lo miráis sin pasión, en favor vuestro es más que en el suyo. Y los más nobles y más afectuosos haréis que los que no lo son, por imitaros, hagan lo mismo. Y creed que, aunque os parece que hay muchas culpadas, hay muchas más inculpables, y que no todas las que han sido muertas violentamente lo debían; que si muchas padecen con causa, hay tantas más que no la han dado, y si la dieron, fue por haber sido engañadas. Más dijera Lisis, y aun creo que no fuera mal escuchada, porque los nobles y cuerdos presto se sujetan a la razón, como se vio en esta ocasión, que estaban los caballeros tan colgados de sus palabras, que no hubo ahí tal que quisiese ni contradecirla ni estorbarla. Mas viendo la linda doña Isabel que era tarde y faltaban otros dos desengaños para dar fin a la noche, y también que doña Luisa se prevenía para dar principio al que le tocaba, haciendo señas a los músicos, cantó así: Si amados pagan mal los hombres, Gila, dime, ¿qué harán si son aborrecidos? Si no se obligan cuando son queridos, ¿por qué tu lengua su traición perfila? Su pecho es un Caribdis y una Escila donde nuestros deseos van perdidos; no te engañen, que no han de ser creídos, cuando su boca más dulzor destila. Si la que adoran tienen hoy consigo, que mejor es llamarla la engañada, pues engañada está quien de ellos fía, A la que encuentran, como soy testigo, dentro de una hora dicen que es la amada; conclúyase con esto tu porfía. Su cruel tiranía huir pienso animosa; no he de ser de sus giros mariposa. En sólo un hombre creo, cuya verdad estimo por empleo. Y éste no está en la tierra, porque es un hombre Dios, que el cielo encierra. Éste sí que no engaña; éste es hermoso y sabio, y que jamás hizo a ninguna agravio. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
El desengaño amado
Cuento
El nombre, hermosísimas damas y nobles caballeros, de mi maravilla es Aventurarse perdiendo, porque en el discurso della veréis cómo para ser una mujer desdichada, cuando su estrella la inclina a serlo, no bastan exemplos ni escarmientos; si bien serviría el oírla de aviso para que no se arrojen al mar de sus desenfrenados deseos, fiadas en la barquilla de su flaqueza, temiendo que en él se aneguen, no sólo las flacas fuerzas de las mujeres, sino los claros y heroicos entendimientos de los hombres, cuyos engaños esrazón que se teman, como se verá en mi maravilla, cuyo principio es éste: Por entre las ásperas peñas de Monserrat, suma y grandeza del poder de Dios y milagrosa admiración de las excelencias de su divina Madre, donde se ven en divinos misterios, efectos de sus misericordias, pues sustenta en el aire la punta de un empinado monte, a quien han desamparado los demás, sin más ayuda que la que le da el cielo, que no es la de menos consideración el milagroso ysagrado templo, tan adornado de riquezas como de maravillas; tanto, son los milagros que hay en él, y el mayor de todos aquel verdadero retrato de la Serenísima Reina de los Ángeles y Señora nuestra después de haberla adorado, ofreciéndola el alma llena de devotos afectos, y mirado con atención aquellas grandiosas paredes, cubiertas de mortaja y muletas con otras infinitas insinias de su poder, subía Fabio, ilustre hijo de la noble villa de Madrid, lustre y adorno de su grandeza; pues con su excelente entendimiento y conocida nobleza, amable condicion y gallarda presencia, la adorna y enriquece tanto como cualquiera de sus valerosos fundadores, y de quien ella, corno madre, se precia mucho. Llevaban a este virtuoso mancebo por tan ásperas malezas, deseos piadosos de ver en ellas las devotas celdas y penitentes monjes, que se han muerto al Mundo por vivir para el cielo. Después de haber visitado algunas y recebido sustento para el alma y cuerpo, y considerado la santidad de sus moradores, pues obligan con ella a los fugitivos paxarillos a venir a sus manos a comer las migajas que les ofrece, caminando a lo más remoto del monte, por ver la nombrada cueva, que llaman de San Antón, así por ser la más áspera como prodigiosa, respecto de las cosas que allí se ven; tanto de las penitencias de los que las habitan, como de los asombros que les hacen los demonios; que se puede decir que salen dellas con tanta calificación de espíritu que cada uno por sí es un San Antón, cansado de subir por una estrecha senda, respeto de no dar lugar su aspereza a ir de otro modo que a pie, y haber dexado en el convento la mula y un criado que le acompañaba, se sentó a la margen de un cristalino y pequeño arroyuelo, que derramando sus perlas entre menudas hierbecillas, descolgándose con sosegado rumor de una hermosa fuente, que en lo alto del monte goza regalado asiento; pareciendo allí fabricada más por manos de ángeles que de hombres, para recreo de los santos ermitaños, que en él habitan, cuya sonorosa música y cristalina risa, ya que no la vían los ojos no dexaba de agradar a los oídos. Y como el caminar a pie, el calor del Sol y la aspereza del camino le quitasen parte del animoso brío, quiso recobrar allí el perdido aliento. Apenas dio vida a su cansada respiración, cuando llegó a sus oídos una voz suave y delicada, que en baxos acentos mostraba no estar muy lexos el dueño. La cual, tan baxa como triste, por servirle de instrumento la humilde corriente, pensando que nadie la escuchaba, cantó así: Con tanto gusto escuchaba Fabio la lastimosa voz y bien sentidas quexas, que aunque el dueño dellas no era el más diestro que hubiese oído, casi le pesó de que acabase tan presto. El gusto, el tiempo, el lugar y la montaña, le daban deseo de que pasara adelante; y si algo le consoló el no hacerlo, fue el pensar que estaba en parte que podría presto con la vista dar gusto al alma, como con la voz había dado aliento a los oídos; pues cuando la causa fuera más humilde, oír cantar en un monte le era de no pequeño alivio, para quien no esperaba sino el aullido de alguna bestia fiera. En fin, Fabio, alentado más que antes, prosiguió su camino en descubrimiento del dueño de la voz que había oído, pareciéndole no estar en tal parte sin causa, llevándole enternecido y lastimado oír quexas en tan áspera parte. Noble piedad y generosa acción, enternecerse de la pasión ajena. Iba Fabio tan deseoso de hablar al lastimado músico, que no hay quien sepa encarecerlo; y porque no se escondiese iba con todo el silencio posible. Siguiendo, en fin, por la margen de la cima de cristal buscando su hermoso nacimiento, pareciéndole que sería el lugar que atesoraba la joya, que a su parecer buscaba con alguna sospecha de lo mismo que era. Y no se engañó, porque acabando de subir a un pradillo que en lo alto del monte estaba, morada sola por la casta Diana o para alguna desesperada criatura; la cual hacía por una parte espaldas una blanca peña, de donde salía un grueso pedazo de cristal, sabroso sustento de las olorosas flores, verdes romeros y graciosos tomillos. Vio recostado en ellos un mozo, que al parecer su edad estaba en la primavera de sus años, vestido sobre un calzón pardo, una blanca y erizada piel de algún cordero, su zurrón y cayado junto a sí, y él con sus abarcas y montera. Apenas le vio cuando conoció ser el dueño de los cantados versos, porque le pareció estar suspenso y triste, llorando las pasiones que había cantado. Y si no le desengañara a Fabio la voz que había oído, creyera ser figura desconocida, hecha para adorno de la fuente, tan inmóvil le tenían sus cuidados. Tenía un nudo hecho de sus blancas manos, tales que pudieran dar envidia a la nieve, si ella de corrida no tuviera desamparada la montaña. Si su rostro se la daba al Sol, dígalo la poca ofensa que le hacían sus rayos, pues no les había concedido tomar posesión de su belleza, ni exercer la comisión que tienen contra la hermosura. Tenía esparcidas por entre las olorosas hierbas una manada de blancas ovejas, más por dar motivo a su traje, que por el cuidado que mostraba tener con ellas, porque más eran terceras de traerle perdido. Era la suspensión del hermoso mozo tal, que dio lugar a Fabio de llegarse tan cerca que pudo notar que las doradas flores del rostro desdecían del traje, porque a ser hombre ya había de dorar la boca el tierno vello, y para ser mujer era el lugar tan peligroso, que casi dudó lo mismo que vía. Mas diciéndose en parte que casi el mismo engaño le culpaba de poco atrevido, se llegó más cerca, y le saludó con mucha cortesía. A la cual el embelesado zagal volvió en sí, con un ¡ay! tan lastimoso, que parecía ser el último de su vida. Y como en él aún no había la montaña quitado la cortesía, viendo a Fabio se levantó, haciéndosela con discretas caricias preguntándole de su venida por tal parte. A lo cual Fabio, después de agradecer sus corteses razones, satisfizo de esta suerte: -Yo soy un caballero natural de Madrid; vine a negocios importantes a Barcelona; y como les di fin y era fuerza volver a mi patria, no quise ponerlo en execución hasta ver el milagroso templo de Monserrate. Visitéle devoto, y quise piadoso ver las ermitas que hay en esta montaña. Y estando descansando entre esos olorosos tomillos, oí tu lastimosa voz, que me suspendió el gusto y animó el deseo por ver el dueño de tan bien sentidas quexas, conociendo en ellas que padeces firme y lloras mal pagado; y viendo en tu rostro y en tu presencia que tu ser no es lo que muestra tu traje, porque ni viene el rostro con el vestido, ni las palabras con lo que procuras dar a entender, te he buscado, y hallo que tu rostro desmiente a todo, pues en la edad pasas de muchacho, y en las pocas señales de tu barba no muestras ser hombre; por lo cual te quiero pedir en cortesía me saques desta duda, asegurándote primero que si soy parte para tu remedio, no lo dexes por imposibles que lo estorben, ni me envíes desconsolado, que sentiré mucho hallar una mujer en tal parte y con ese traje y no saber la causa de su destierro, y ansí mismo no procurarle remedio. Atento escuchaba el mozo al discreto Fabio, dexando de cuando en cuando caer unas cansadas perlas, que con lento paso buscaban por centro el suelo. Y como le vio callar, y que aguardaba respuesta, le dixo: -No debe querer el cielo, señor caballero, que mis pasiones estén ocultas, o porque haya quien me las ayude a padecer, o porque se debe acercar el fin de mi cansada vida; y pretende que queden por exemplo y escarmiento a las gentes pues cuando creí que sólo Dios y estas peñas me escuchaban, te guió a ti, llevado de tu devoción, a esta parte, para que oyeses mis lástimas y pasiones, que son tantas y venidas por tan varios caminos, que tengo por cierto que te haré más favor en callarlas que en decirlas, por no darte que sentir; de más de que es tan larga mi historia, que perderás tiempo, si te quedas a escucharla. -Antes -replicó Fabio- me has puesto en tanto cuidado y deseo de saberla, que si me pensase quedar hecho salvaje a morar entre estas peñas, mientras estuvieres en ellas, no he de dexarte hasta que me la digas, y te saque, si puedo, de esta vida, que sí podré, a lo que en ti miro, pues a quien tiene tanta discreción, no será dificultoso persuadirle que escoxa más descansada y menos peligrosa vida, pues no la tienes segura, respecto de las fieras que por aquí se crían, y de los bandoleros que en esta montaña hay; que si acaso tienen de tu hermosura el conocimiento que yo, de creer es que no estimarán tu persona con el respeto que yo la estimo. No me dilates este bien, que yo aguardaré los años de Ulises para gozarle. Pues si así es -dixo el mozo-, siéntate, señor, y oye lo que hasta ahora no ha sabido nadie de mí, y estima el fiar de tu discreción y entendimiento, cosas tan prodigiosas y no sucedidas sino a quien nació para extremo de desventuras, que no hago poco sin conocerte, supuesto que de saber quién soy, corre peligro la opinión de muchos deudos nobles que tengo, y mi vida con ellos, pues es fuerza que por vengarse, me la quiten. Agradeció Fabio lo mejor que supo, y supo bien, el quererle hacer archivo de sus secretos; y asegurándole, después de haberle dicho su nombre, de su peligro, y sentándose juntos cerca de la fuente, empezó el hermoso zagal su historia desta suerte: -Mi nombre, discreto Fabio, es Jacinta, que no se engañaron tus ojos en mi conocimiento; mi patria Baeza, noble ciudad de la Andalucía, mis padres nobles, y mi hacienda bastante a sustentar la opinión de su nobleza. Nacimos en casa de mi padre un hermano y yo, él para eterna tristeza suya, y yo para su deshonra, tal es la flaqueza en que las mujeres somos criadas, pues no se puede fiar de nuestro valor nada, porque tenemos ojos, que, a nacer ciegas, menos sucesos hubiera visto el mundo, que al fin viviéramos seguras de engaños. Faltó mi madre al mejor tiempo, que no fue pequeña falta, pues su compañía, gobierno y vigilancia fuera más importante a mi honestidad, que los descuidos de mi padre, que le tuvo en mirar por mí y darme estado (yerro notable de los que aguardan a que sus hijas le tomen sin su gusto). Quería el mío a mi hermano tiernísimamente, y esto era sólo su desvelo sin que le diese yo en cosa ninguna, no sé qué era su pensamiento, pues había hacienda bastante para todo lo que deseara y quisiera emprender. Diez y seis años tenía yo cuando una noche estando durmiendo, soñaba que iba por un bosque amenísimo, en cuya espesura hallé un hombre tan galán, que me pareció (¡ay de mí, y cómo hice despierta esperiencia dello!) no haberle visto en mi vida tal. Traía cubierto el rostro con el cabo de un ferreruelo leonado, con pasamanos y alamares de plata. Paréme a mirarle, agradada del talle y deseosa de ver si el rostro confirmaba con él; con un atrevimiento airoso, llegué a quitarle el rebozo, y apenas lo hice, cuando sacando una daga, me dio un golpe tan cruel por el corazón que me obligó el dolor a dar voces, a las cuales acudieron mis criadas, y despertándome del pesado sueño, me hallé sin la vista del que me hizo tal agravio, la más apasionada que puedas pensar, porque su retrato se quedó estampado en mi memoria, de suerte que en largos tiempos no se apartó ni se borró della. Deseaba yo, noble Fabio, hallar para dueño un hombre de su talle y gallardía, y traíame tan fuera de mí esta imaginación, que le pintaba en ella, y después razonaba con él, de suerte que a pocos lances me hallé enamorada sin saber de qué, porque me puedes creer que si fue Narciso moreno, Narciso era el que vi. Perdí con estos pensamientos el sueño y la comida y tras esto el color de mi rostro, dando lugar a la mayor tristeza que en mi vida tuve, tanto que casi todos reparaban en mi mudanza. ¿Quién vio, Fabio, amar una sombra, pues, aunque se cuenta de muchos que han amado cosas increíbles y monstruosas, por lo menos tenían forma a quien querer. Disculpa tiene conmigo Pigmaleón que adoró la imagen que después Júpiter le animó; y el mancebo de Atenas, y los que amaron el árbol y el delfín; mas yo que no amaba sino una sombra y fantasía ¿qué sentirá de mí el mundo?, ¿quién duda que no creerá lo que digo, y si lo cree me llamará loca? Pues doyte mi palabra, a ley de noble, que ni en esto ni en los demás que te dixere, adelanto nada más de la verdad. Las consideraciones que hacía, las reprensiones que me daba créeme que eran muchas, y así mismo que miraba con atención los más galanes mozos de mi patria, con deseo de aficionarme de alguno que me librase de mi cuidado; mas todo paraba en volverme a querer a mi amante soñado, no hallando en ninguno la gallardía que en aquél. Llegó a tanto mi amor, que me acuerdo que hice a mi adorada sombra unos versos, que si no te cansases de oirlos te los diré, que aunque son de mujer, tanto que más grandeza, porque a los hombres no es justo perdonarles los yerros que hicieren en ellos, pues los están adornando y purificando con arte y estudios; mas una mujer, que sólo se vale de su natural, ¿quién duda que merece disculpa en lo malo y alabanza en lo bueno? -Di, hermosa Jacinta, tus versos, dixo Fabio, que serán para mí de mucho gusto, porque aunque los sé hacer con algún acierto, préciome tan poco dellos, que te juro que siempre me parecen mejor los ajenos que los míos. -Pues si así es -replicó Jacinta- mientras durare mi historia no he menester pedirte licencia para decir los que hicieren a propósito; y así digo que los que hice son éstos: ¿Quién pensara, Fabio, que había de ser el cielo tan liberal en darme aún lo que no le pedí? Porque como deseaba imposibles no se atrevía mi libertad a tanto, sino fue en estos versos, que fue más gala que petición. Mas cuando uno ha de ser desdichado, también el cielo permite su desdicha. Vivía en mi mismo lugar un caballero natural de Sevilla, del nobilísimo linaje de los Ponce de León, apellido tan conocido como calificado, que habiendo hecho en su tierra algunas travesuras de mozo, se desnaturalizó della, y casó en Baeza con una señora su igual, en quien tuvo tres hijos, la mayor y menor hembras, y el de en medio varón. La mayor casó en Granada, y con la más pequeña entretenía la soledad y ausencia de don Félix, que éste era el nombre del gallardo hijo, que deseando que luciese en el valor y valentía de sus ilustres antecesores, seguía la guerra, dando ocasión con sus valerosos hechos a que sus deudos, que eran muchos y nobles, como lo publican a voces las excelentes casas de los Duques de Arcos y Condes de Bailén, le conociesen por rama de su descendencia. Llegó este noble caballero a la florida edad de veinticuatro años, y habiendo alcanzado por sus manos una bandera, y después de haberla servido tres años en Flandes, dio la vuelta a España para pretender sus acrecentamientos. Y mientras en la Corte se disponían por mano de sus deudos, se fue a ver a sus padres, que había día que no los había visto, y que vivían con este deseo. Llego don Félix a Baeza al tiempo que yo, sobre tarde ocupaba un balcón, entretenida en mis pensamientos, y siendo forzoso haber de pasar por delante de mi casa, por ser la suya en la misma calle, pude, dexando mis imaginaciones (que con ellas fuera imposible), poner los ojos en las galas, criados y gentil presencia, y deteniéndome en ella más de lo justo, vi tal gallardía en él, que querértela significar fuera alargar esta historia y mi tormento. Vi en efecto el mismo dueño de mi sueño, y aun de mi alma, porque si no era él, no soy yo la misma Jacinta que le vio y le amó más que a la misma vida que poseo. No conocía yo a don Félix ni él a mí, respecto de que cuando fue a la guerra, quedé tan niña que era imposible acordarme aunque su hermana doña Isabel y yo éramos muy amigas. Miró don Félix al balcón, viendo que sólo mis ojos hacían fiesta a su venida. Y hallando amor ocasión y tiempo, executó en él el golpe de su dorada saeta, que en mí ya era excusado su trabajo por tenerle hecho. Y así de paso me dixo: «Tal joya será mía, o yo perderé la vida.» Quiso el alma decir: «Ya lo soy», mas la vergüenza fue tan grande como el amor, a quien pedí con hartas sumisiones y humildades que diesen ocasión y ventura, pues me había dado causa. No dexó don Félix perder ninguna de las que la Fortuna le dio a las manos. Y fue la primera, que habiendo doña Isabel avisádome de la venida de su hermano, fue fuerza el visitarle y darle el parabién, en cuya visita me dio don Félix en los ojos y en las palabras a conocer su amor, tan a las claras, que pudiera yo darle albricias de mi suerte, y como yo le amaba no pude negarle en tal ocasión justas correspondencias. Y con esto le di ocasión para pasear mi calle de día y de noche al son de una guitarra, con la dulce voz y algunos versos, en que era diestro, darme mejor a conocer su voluntad. Acuérdome, Fabio, que la primera vez que le hablé a solas por una rexa baxa, me dio causa este soneto: Dispuesta tenía amor mi perdición, y así me iba poniendo los lazos en que me enredase, y los hoyos donde cayese, porque hallando la ocasión que yo misma buscaba desde que oí la música, me baxé a un aposento baxo de un criado de mi padre llamado Sarabia, más codicioso que leal, donde me era fácil hablar por tener una rexa baxa, tanto que no era difícil tomar las manos. Y viendo a don Félix cerca le dixe: -Si tan acertadamente amáis como lo decís, dichosa será la dama que mereciere vuestra voluntad. -Bien sabéis vos, señora mía -respondió don Félix-, de mis ojos, de mis deseos y de mis cuidados, que siempre manifiestan mi dulce perdición; que sé mejor querer que decirlo. Que vos sepáis que habéis de ser mi dueño mientras tuviere vida, es lo que procuro, y no acreditarme ni por buen poeta ni mejor músico. -¿Y paréceos -repliqué yo- que me estará bien creer eso que vos decís? -Sí -respondió mi amante-, porque hasta dexar quererse y querer al que ha de ser su marido tiene licencia una dama. -¿Pues quién me asegura a mí que vos lo habéis de ser? -le torné a decir. -Mi amor -dixo don Félix- y esta mano, que si la queréis en prendas de mi palabra, no será cobarde, aunque le cueste a su dueño la vida. ¿Quién se viera rogado con lo mismo que desea, amigo Fabio, o qué mujer despreció jamás la ocasión de casarse, y más del mismo que ama, que no acete luego cualquier partido? Pues no hay tal cebo para en que pique la perdición de una mujer que éste, y así no quise poner en condición mi dicha, que por tal la tuve, y tendré siempre que traiga a la memoria este día. Y sacando la mano por la rexa, tomé la que me ofrecía mi dueño, diciendo: -Ya no es tiempo, señor don Félix, de buscar desdenes a fuerza de engaños, ni encubrir voluntades a costa de resistencias, disgustos, suspiros y lágrimas. Yo os quiero, no tan sólo desde el día que os vi, sino antes. Y para que no os tengan confuso mis palabras, os diré cosas que espanten-. Y luego le conté todo lo que te he dicho de mi sueño. No hacía don Félix, mientras yo le decía estas novedades para él y para quienes lo oyen, sino besarme la mano, que tenía entre las suyas como en agradecimiento de mis penas; en cuya gloria nos cogiera el día, y aun el de hoy, si no hubiera llegado nuestro amor a más atrevimiento. Despedímonos con mil ternezas, quedando muy asentada nuestra voluntad, y con propósito de vernos todas las noches en la misma parte, venciendo con oro el imposible del criado, y con mi atrevimiento el poder llegar allí, respeto de haber de pasar por delante de la cama de mi padre y hermano, para salir de mi aposento. Visitábame muy a menudo doña Isabel, obligándola a esto, después de su amistad, el dar gusto a su hermano, y servirle de fiel tercera de su amor. En este sabroso estado estaba el nuestro, sin tratar don Félix de volver por entonces a Italia, cuando entre las damas a quien rindió su gallarda presencia, que eran casi todas las de la ciudad, fue una prima suya llamada doña Adriana, la más hermosa que en toda aquella tierra se hallaba. Era esta señora hija de una hermana de su padre de don Félix, que como he dicho era de Sevilla, y tenía cuatro hermanas, las cuales por muerte de su padre había traído a Baeza, poniendo las dos menores en Religión. En la misma tierra casó la que seguía tras ellas, quedando la mayor sin querer tomar estado, con esta hermana, ya viuda, a quien le había quedado para heredera de más de cincuenta mil ducados esta sola hija, a la cual amaba como puedes pensar, siendo sola y tan hermosa como te he dicho. Pues como doña Adriana gozase muy a menudo de la conversación de mi don Félix, respeto del parentesco, le empezó a querer tan loca y desenfrenadamente, que no pudo ser más, como verás en lo que sucedió. Conocía don Félix el amor de su prima, y como tenía tan llena el alma del mío, disimulaba cuanto podía, excusando el darle ocasión a perderse más de lo que estaba, y así cuantas muestras doña Adriana le daba de su voluntad, con un descuido desdeñoso se hacía desentendido. Tuvieron, pues, tanta fuerza con ella estos desdenes, que vencida de su amor, y combatida dellos dio consigo en la cama, dando a los médicos muy poca seguridad de su vida, porque demás de no comer ni dormir, no quería que se le hiciese ningún remedio. Con que tenía puesta a su madre en la mayor tristeza del mundo, que como discreta dio en pensar si sería alguna afición el mal de su hija, y con este pensamiento, obligando con ruegos una criada de quien doña Adriana se fiaba, supo todo el caso, y quiso como cuerda poner remedio. Llamó a su sobrino, y después de darle a entender, con lágrimas la pena que tenía del mal de su querida hija, y la causa que la tenía en tal estado, le pidió encarecidamente que fuese su marido, pues en toda Baeza no podía hallar casamiento más rico; que ella alcanzaría de su hermano, que lo tuviese por bien. No quiso don Félix ser causa de la muerte de su prima ni dar con una desabrida respuesta pena a su tía. Y en esta conformidad, le dixo, fiado en el tiempo que había de pasar en tratarse y venir la dispensación, que lo tratase con su padre, que como él quisiese, lo tendría por bien. Y entrando a ver a su prima, le llenó el alma de esperanzas, mostrando su contento en su mejoría, acudiendo a todas horas a su casa, que así se lo pedía su tía, con que doña Adriana cobró entera salud. Faltaba don Félix a mis visitas, por acudir a las de su prima, y yo desesperada maltrataba mis ojos, y culpaba su lealtad. Y una noche, que quiso enteramente satisfacer mis celos, y que, por excusar murmuraciones de los vecinos, había facilitado con Sarabia el entrar dentro, viendo mis lágrimas, mis quexas y lastimosos sentimientos, como amante firme, inculpable en mis sospechas, me dio cuenta de todo lo que con su prima pasaba, enamorado, mas no cuerdo, porque si hasta allí eran sólo temores los míos, desde aquel punto fueron celos declarados. Y con una cólera de mujer celosa, que no lo pondero poco, le dixe que no me hablase ni viese en su vida, si no le decía a su prima que era mi esposo, y que no lo había de ser suyo. Quise con este enojo irme a mi aposento, y no lo consintió mi amante, mas amoroso y humilde, me prometio que no pasaría el día que aguardaba sin obedecerme, que ya lo hubiera hecho, si no fuera por guardarme el justo decoro. Y habiéndome dado nuevamente palabra delante del secretario de mis libertades, le di la posesión de mi alma y cuerpo, pareciéndome que así le tendría más seguro. Pasó la noche más apriesa que nunca, porque había de seguirla el día de mis desdichas, para cuya mañana había determinado el médico, que doña Adriana, tomando un acerado xarabe, saliese a hacer exercicio por el campo, porque como no podía verse el mal del alma, juzgaba por la perdida color que eran opilaciones. Y para este tiempo llevaba también mi esposo, librado el desengaño de su amor y la satisfación de mis celos, porque como un hombre no tiene más de un cuerpo y un alma, aunque tenga muchos deseos, no puede acudir a lo uno sin hacer falta a lo otro, y la pasada noche mi don Félix por haberlo tenido conmigo, había faltado a su prima; y lo más cierto es que la fortuna que guiaba las cosas más a su gusto que a mi provecho, ordenó que doña Adriana madrugase a tomar su acerada bebida, y saliendo en compañía de su tía y criadas, la primera estación que hizo fue a casa de su primo, y entrando en ella con alegría de todos, que le daban como a un sol el parabién de su venida y salud, se fue con doña Isabel al cuarto de su hermano, que estaba reposando lo que había perdido de sueño en sus amorosos empleos, y le empezó delante de su hermana, muy a lo de propia mujer, a pedirle cuenta de haber faltado la noche pasada, a quien don Félix no satisfizo; mas desengañó de suerte que en pocas palabras le dio a entender, que se cansaba en vano, porque demás de tener puesta su voluntad en mí, estaba ya desposado conmigo, y prendas de por medio, que si no era faltándole la vida era imposible que faltasen. Cubrió a estas razones un desmayo los ojos de doña Adriana, que fue fuerza sacarla de allí y llevarla a la cama de su prima, la cual vuelta en sí, disimulando cuanto pudo las lágrimas, se despidió della, respondiendo a los consuelos que doña Isabel le daba con grandísima sequedad y despego. Llegó a su casa, donde en venganza de su desprecio, hizo la mayor crueldad que se ha visto consigo misma, con su primo, y conmigo. ¡Oh celos, qué no haréis y más si os apoderáis de pecho de mujer! En lo que dio principio a su furiosa rabia fue en escribir a mi padre un papel, en que le daba cuenta de lo que pasaba, diciéndole que velase y tuviese cuenta con su casa, que había quien le quitaba el honor. Y con ello aguardó la mañana, que tomando su prima, y dando el papel a un criado que se le llevase a mi padre dándole a entender que era una carta de Madrid, ya con el manto puesto para salir a hacer exercicio, se llegó a su madre algo más enternecida que su cruel corazón le daba lugar, y le dixo: -Madre mía, al campo voy, si volveré Dios lo sabe; por su vida, señora, que me abrace por si no la volviere a ver. -Calla, Adriana -dixo algo alterada su madre-, no digas tales disparates, si no es que tienes gusto de acabarme la vida; ¿por qué no me has de volver a ver, si ya estás tan buena que ha muchos días que no te he visto mejor? Vete, hija mía, con Dios y no aguardes a que entre el sol y te haga daño. -¿Pues qué, vuestra merced no me quiere abrazar? -replicó doña Adriana. Y volviendo, preñados de lágrimas los ojos, las espaldas, llegó a la puerta de la calle, y apenas salió por ella y dio dos pasos, cuando arrojando un lastimoso ¡ay! se dexó caer en el suelo. Acudió su tía y sus criadas y su madre, que venía tras ella, y pensando que era un desmayo, la llevaron a su cama, llamando al médico para que hiciese las diligencias posibles, mas no tuvo ninguna bastante, por ser su desmayo eterno; y declarando que era muerta, la desnudaron para amortajarla, hundiéndose la casa a gritos; y apenas la desabotonaron un jubón de tabí de oro azul, que llevaba puesto, cuando entre sus hermosos pechos la hallaron un papel, que ella misma escribía a su madre, en que le decía que ella propia se había quitado la vida con solimán que había echado en el xarabe, porque más quería morir que ver a su primo en brazos de otra. Quien a este punto viera a la triste de su madre, de creer es que se le partiera el corazón por medio de dolor, porque ya de traspasada no podía llorar, y más cuando vieron que después de frío el cuerpo, se puso muy hinchada, y negra, porque no sólo consideraba el ver muerta a su hija, sino haber sido desesperadamente. Y así, puedes considerar, Fabio, cuál estaría su casa, y la ciudad y yo que en compañía de doña Isabel fui a ver este espectáculo, inocente y descuidada de lo que estaba ordenado contra mí, aunque confusa de ser yo la causa de tal suceso, porque ya sabía por un papel de mi esposo, lo que había pasado con ella. No se halló al entierro don Félix por no irritar al cielo en venganza de su crueldad, aunque yo lo eché a sentimiento, y lo uno y lo otro debía ser y era razón. Enterraron la desgraciada y malograda dama, facilitando su riqueza y calidad los imposibles que pudiera haber, habiéndose ella muerto por sus manos. Y con esto yo me torné a mi casa, deseando la noche para ver a don Félix, que apenas eran las nueve cuando Sarabia me avisó cómo ya estaba en su aposento (pluguiera a Dios le durara su pesar y no viniera), aunque a mi parecer se disponía mejor el verle que otras noches, porque mi cauteloso padre, que ya estaba avisado por el papel de doña Adriana, se acostó más temprano que otras veces, haciendo recoger a mi hermano y a la demás gente, y yo hice lo mismo para más disimulación, dando lugar a mi padre, que ayudado de sus desvelos y melancolía, a pesar de su cuidado, se durmió tan pesadamente, que le duró el sueño hasta las cuatro de la mañana. Yo como le vi dormido me levanté, y descalza, con sólo un faldellín, me fui a los brazos de mi esposo, y en ellos procuré quitarle, con caricias y ruegos el pesar que tenía, tratando con admiraciones el suceso de doña Adriana. Estaba Sarabia asentado en la escalera, siendo vigilante espía de mis travesuras, a tiempo que mi padre despavorido despertó, y levantándose, fue a mi cama y como no me hallase en ella, tomó un pistolete y su espada, y llamando a mi hermano, le dio cuenta del caso, breve y sucintamente-, mas no pudieron hacerlo con tanto silencio ni tan paso que una perrilla que había en casa, no avisase con sus voces a mi criado, el cual escuchando atento, como oyó pasos, llegó a nosotros, y nos dixo que si queríamos vivir le siguiésemos, porque éramos sentidos. Hicímoslo así, aunque muy turbados, y antes que mi padre tuviese lugar de baxar la escalera, ya los tres estábamos en la calle, y la puerta cerrada por defuera, que esta astucia me enseñó mi necesidad. Considérame, Fabio, con sólo el faldellín de damasco verde, con pasamanos de plata, y descalza, porque así había baxado la escalera a verme con mi deseado dueño. El cual con la mayor priesa que pudo me llevó al convento donde estaban sus tías, siendo ya de día. Llamó a la portería, y entrando dentro al torno, y en dándoles cuenta del suceso, en menos de una hora me hallé detrás de una red, llena de lágrimas y cercada de confusión, aunque don Félix me alentaba cuanto podía, y sus tías me consolaban asegurándome todas el buen suceso, pues pasada la cólera, tendría mi padre por bien el casamiento. Y por si le quisiese pedir a don Félix el escalamiento de la casa, se quedó retraído él y Sarabia en el mismo monasterio, en una sala, que para su estancia mandaron aderezar sus tías, desde donde avisó a su padre y hermana el suceso de sus amores. Su padre, que ya por las señales se imaginaba que me quería, y no le pesaba dello, por conocer que en Baeza no podría su hijo hallar más principal ni rico casamiento, pareciéndole que todo vendría a parar en ser mi marido, fue luego a verme en compañía de doña Isabel, que proveída de vestidos y joyas, que supliesen la falta de las mías, mientras se hacían otras, llegó donde yo estaba, dándome mil consuelos y esperanzas. Esto pasaba por mí, mientras mi padre, ofendido de acción tan escandalosa como haberme salido de su casa, si bien lo fuera más si yo aguardara su furia, pues por lo menos me costara la vida, remitió su venganza a sus manos, acción noble, sin querer por la justicia hacer ninguna diligencia, ni más alboroto ni más sentimiento, que si no le hubiera faltado la mejor joya de su casa y la mejor prenda de su honra. Y con este propósito honrado, puso espías a don Félix, de suerte que hasta sus intentos no se encubrían. Y antes de muchos días halló la ocasión que buscaba, aunque con tan poca suerte como las demás, por estar hasta entonces la fortuna de parte de don Félix. El cual una noche cansado ya de su reclusión, y estando cierto que yo estaba recogida en mi celda con sus tías, que me querían como hija, venciendo con dinero la facilidad de un mozo, que tenía las llaves de la puerta de la casa, le pidió que le dexase salir, que quería llegar hasta la de su padre, que no estaba lexos, que luego daría la vuelta. Hízolo el poco fiel guardador, previniéndole su peligro, y él facilitándolo todo lleno de armas y galas salió, y apenas puso los pies en la calle cuando dieron con él mi padre y hermano, las espadas desnudas, que hechos vigilantes espías de su opinión, no dormían sino a las puertas del convento. Era mi hermano atrevido cuanto don Félix prudente, causa para que a la primera ida y venida de las espadas, le atravesó don Félix la suya por el pecho, y sin tener lugar ni aun de llamar a Dios, cayó en el suelo de todo punto muerto. El mozo que tenía las llaves, como aún no había cerrado la puerta, por ser todo en un instante, recogió a don Félix, antes que mi padre ni la justicia pudiesen hacer las diligencias, que les tocaban. Vino el día, súpose el caso, dióse sepultura al malogrado y lugar a las murmuraciones. Y yo ignorante del caso, salí a un locutorio a ver a doña Isabel, que me estaba aguardando llena de lágrimas y sentimientos, porque pensaba ella, siendo yo mujer de su hermano, serlo del mío, a quien amó tiernamente. Prevínome del suceso y de la ausencia que don Félix quería hacer de Baeza y de toda España, porque se decía que el Corregidor trataba de sacarle de la Iglesia, mientras venía un Alcalde de Corte, por quien se había enviado a toda priesa. Considera, Fabio, mis lágrimas y mis extremos con tan tristes nuevas, que fue mucho no costarme la vida, y más viendo que aquella misma noche había de ser la partida de mi querido dueño a Flandes, refugio de delincuentes y seguro de desdichados, como lo hizo, dexando orden en mi regalo, y cuidado a su padre de amansar las partes y negociar su vuelta. Con esto, por una puerta falsa, que se mandaba por la estancia de las monjas, y no se abría sino con grande ocasión, con licencia del Vicario y Abadesa, salió, dexándome en los brazos de su tía casi muerta, donde me trasladó de los suyos, por no aguardar a más ternezas, tomando el camino derecho de Barcelona, donde estaban las galeras que habían traído las compañías, que para la expulsión de los moriscos había mandado venir la Majestad de Felipe III, y aguardaban al Excelentísimo don Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos, que iba a ser Virrey y Capitán General del Reino de Nápoles. Supo mi padre la ausencia de don Félix, y como discreto, trazó, ya que no se podía vengar dél hacerlo, de mí. Y la primera traza que para esto dio fue tomar los caminos, para que ni a su padre ni a mí viniesen cartas, tomándolas todas, que el dinero lo puede todo, y no fue mal acuerdo, pues así sabía el camino que llevaba, que los caballeros de la calidad de mi padre, en todas partes tienen amigos, a quien cometer su venganza. Pasaron quince o veinte días de ausencia, pareciéndome a mí veinte mil años, sin haber tenido nuevas de mi ausente. Y un día, que estaban mi suegro y cuñado, que me visitaban por momentos, entró un cartero y dio a mi suegro una carta, diciendo ser de Barcelona, que a lo después supe, había sido echada en el correo. Decía así: «Mucho siento haber de ser el primero que dé a V. m. tan malas nuevas, mas aunque quisiera excusarme no es justo dexar de acudir a mi amistad y obligación. Anoche, saliendo el alférez don Félix Ponce de León, su hijo de V. m. de una casa de juego, sin saber quién ni cómo, le dieron dos puñaladas, sin darle lugar ni aun de imaginar quién sea el agresor. Esta mañana le enterramos, y luego despacho ésta, para que V. m. lo sepa, a quien consuele Nuestro Señor, y dé la vida que sus servidores deseamos. A Sarabia pasaré conmigo a Nápoles, si V. m. no manda otra cosa. Barcelona 20 de junio. El Capitán Diego de Mesa.» ¡Ay, Fabio, y qué nuevas! No quiero traer a la memoria mis extremos, bastará decirte que las creí, por ser este capitán un muy particular amigo de don Félix, con quien él tenía correspondencia, y a quien pensaba seguir en este viaje. Y pues las creí, por esto podrás conjeturar mi sentimiento, y lágrimas. No quieras saber mas, sino que sin hacer más información, otro día tomé el hábito de religiosa, y conmigo para consolarme y acompañarme doña Isabel, que me quería tiernamente. Ve prevenido, discreto Fabio, de que mi padre fue el que hizo este engaño, y escribió esta carta, y cómo cogía todas las que venían. Porque don Félix como llegó a Barcelona, halló embarcado al Virrey, y sin tener lugar de escribir mas que cuatro renglones, avisando de cómo ese día partían las galeras se embarcó y con él Sarabia, que no le había querido dexar, temeroso de su peligro. Pedía que le escribiésemos a Nápoles, donde pensaba llegar, y desde allí dar la vuelta a Flandes. Pues como su padre y yo no recebimos esta carta, pues en su lugar vino la de su muerte, y la tuviésemos por tan cierta, no escribimos más, ni hicimos más diligencias, que, cumplido el año, hacer doña Isabel y yo nuestra profesión con mucho gusto, particularmente en mi pareciéndome que faltando don Félix no quedaba en el mundo quien me mereciese. A un mes de mi profesión murió mi padre, dexándome heredera de cuatro mil ducados de renta, los cuales no me pudo quitar, por no tener hijos, y ser cristiano, que, aunque tenía enojo, en aquel punto acudió a su obligación. Estos gastaba yo largamente en cosas del convento, y así era señora dél, sin que se hiciese en todo más que mi gusto. Don Félix llegó a Nápoles, y no hallando cartas allí, como pensó, enojado de mi descuido y desamor, sin querer escribir, viendo que se partían cinco compañías a Flandes, y que en una dellas le habían vuelto a dar la bandera, se partió; y en Bruselas, para desapasionarse de mis cuidados, dio los suyos a damas y juegos, en que se divirtió de manera, que en seis años no se acordó de España ni de la triste Jacinta, que había dexado en ella; ¡pluguiera a Dios que estuviera hasta hoy, y me hubiera dexado en mi quietud, sin haberme sujetado a tantas desdichas! Pues para traerme a ellas, al cabo deste tiempo, trayendo a la memoria sus obligaciones, dio la vuelta a España y a su tierra, donde entrando al anochecer, sin ir a la casa de sus padres, se fue derecho al convento, y llegando al torno al tiempo que querían cerrarle, preguntó por doña Jacinta, diciendo que le traía unas cartas de Flandes. Era tornera una de sus tías, y deseosa de saber lo que me quería, pareciéndole novedad que me buscase nadie fuera de su padre de don Félix, que era la visita que yo siempre tenía, se apartó un poco, y llegándose luego, preguntó: -¿Quién busca a doña Jacinta, que yo soy? -Ese engaño no a mí -dixo don Félix-, que el soldado que me dio las cartas, me dio también a conocer su voz. Viendo la sutileza la mensajera, a toda diligencia me envió a llamar por saber tales enigmas, y como llegué, preguntando quién me buscaba, y conociese don Félix mi voz, se llegó más cerca diciendo: -¿Era tiempo, Jacinta mía, de verte? ¡Oh Fabio, y qué voz para mí! Ahora parece que la escucho, y siento lo que sintiera aquel punto. Así como conocí en la habla a don Félix, no quieras más de que considerando en un punto las falsas nuevas de su muerte, mi estado, y la imposibilidad de gozarle, despertando mi amor que había estado dormido, di un grito, formando en él un ¡ay! tan lastimoso como triste, y di conmigo en el suelo, con un desmayo tan cruel, que me duró tres días estar como muerta, y aunque los médicos declaraban que tenía vida, por más remedios que se hacían no podían volverme en mi. Recogióse don Félix en una cuadra, dentro de la casa, que debió de ser la misma en que primero estuvo, donde vio a su hermana, porque había en ella una rexa donde nos hablábamos, de quien supo lo hasta allí sucedido, que viendo que estaba profesa, fue milagro no perder la vida. Encargóle el cuidado de mi salud, y el secreto de su venida, porque no quería que la supiese su padre, que ya su madre era muerta. Yo volví del desmayo, mejoré del mal, porque guardaba el cielo mi vida para más desdichas, y salí a ver a mi don Félix. Lloramos los dos, y concertamos de que Sarabia fuese a Roma por licencia para casarnos, pues la primera palabra era la valedera. Mientras yo juntaba dineros que llevase, pasaron quince días, o un mes, en cuyo tiempo volvió a vivir amor, y los deseos a reinar, y las persuasiones de don Félix a tener la fuerza que siempre habían tenido, y mi flaqueza a rendirse. Y pareciéndonos que el Breve del Papa estaba seguro, fiándonos en la palabra dada antes de la profesión, di orden de haber la llave de la puerta falsa por donde salió don Félix para ir a Flandes (el cómo no me lo preguntes, si sabes cuánto puede el interés); la cual le di a mi amante, hallándose más glorioso que con un reino. ¡Oh caso atroz y riguroso! Pues todas o las más noches entraba a dormir conmigo. Esto era fácil, por haber una celda que yo había labrado de aquella parte. Cuando considero esto no me admiro, Fabio, de las desdichas que me siguen, y antes alabo y engrandezco el amor y la misericordia de Dios, en no enviar un rayo contra nosotros. En este tiempo se partió Sarabia a Roma, quedándose don Félix escondido, con determinación de que no se supiese que estaba allí, hasta que el Breve viniese. Pues como Sarabia llegó a Roma, y presentó los papeles y un memorial que llevaba para dar a Su Santidad, en el cual se daba cuenta de toda la sustancia del negocio, y cómo entraba en el convento, caso tan riguroso a sus oídos, que mandó el Papa que pena de excomunión mayor latae sententiae, pareciese don Félix ante su tribunal, donde sabiendo el caso más por entero, daría la dispensación, dando por ella cuatro mil ducados. Pues cuando aguardábamos el buen suceso, llegó Sarabia con estas nuevas; empecé con mayores extremos el ausentarse don Félix, temiendo sus descuidos, el cual con la misma pena me pidió me saliese del convento y fuese con él a Roma, y que juntos alcanzaríamos más fácilmente la licencia para casarnos. Díxolo a una mujer que amaba, que fue facilitar el caso, porque la siguiente noche, tomando yo gran cantidad de dineros y joyas que tenía, dexando escrita una carta a doña Isabel, y dexándole el cuidado y gobierno de mi hacienda, me puse en poder de don Félix, que en tres mulas que Sarabia tenía prevenidas, cuando llegó el día ya estábamos bien apartados de Baeza, y en otros doce nos hallábamos en Valencia; y tomando una falúa, con harto riesgo de las vidas, y mil trabajos, llegamos a Civita Vieja, y en ella tomamos tierra, y un coche en que llegamos a Roma. Tenía don Félix amistad con el Embaxador de España y algunos Cardenales que habían estado en la insigne ciudad de Baeza, cabeza de la Cristiandad, con cuyo favor nos atrevimos a echarnos a los pies de Su Santidad, el cual mirando nuestro negocio con piedad, nos absolvió, mandando que diésemos dos mil ducados al Hospital Real de España, que hay en Roma; y luego nos desposó, con condición y en penitencia del pecado, que no nos juntásemos en un año, y si lo hiciésemos quedase la pena y castigo reservado a él mismo. Estuvimos en Roma visitando aquellos santuarios, y confesándonos generalmente algunos días, en cuyo intermedio, supo don Félix, cómo la Condesa de Gelves, doña Leonor de Portugal, se embarcaba para venir a Zaragoza, de donde habían hecho a don Diego Pimentel, su marido, Virrey. Y pareciéndole famosa ocasión para venir a España y a nuestra tierra a descansar de los trabajos pasados, me traxo a Nápoles, y acomodó por medio del Marqués de Santacruz, con las damas de la Condesa, y él se llegó a la tropa de los acompañantes. Tuvo la fortuna el fin que se sabe, porque forzados de una cruel tormenta, nos obligó a venir por tierra. Bastaba yo, Fabio, venir allí. Finalmente mi esposo y yo vinimos a Madrid, y en ella me llevó a casa de una deuda suya, viuda, y que tenía una hija tan dama como hermosa, y tan discreta como gallarda, donde quiso que estuviese, respecto de haber de estar lo que faltaba del año, apartados. Y él presentó los papeles de sus servicios en Consejo de Guerra, pidiendo una compañía, pareciéndole que con título de capitán y mi hacienda y la suya, sería rey en Baeza, premisas ciertas de su pretensión. Tenía mi don Félix, cuando salió, orden de su Majestad que todos los soldados pretendientes fuesen a servirle a la Mamora. que a la vuelta les haría mercedes. Y como a él respecto de haber servido. también le honrasen por esta ocasión con el deseado cargo de capitán, no le dexaron sus honrados pensamientos acudir a las obligaciones de mi amor. Y así un día que se vio conmigo, delante de sus parientes, me dixo: -Amada Jacinta, ya sabes en la ocasión que estoy, que no sólo a los caballeros obliga, más a los humildes, si nacieron con honra. Esta empresa no puede durar mucho tiempo, y caso que dure más de lo que agora se imagina, como un hombre tenga lo que ama consigo, y no le falte una posada honrada, vivir en Argel o en Constantinopla, todo es vivir, pues el amor hace los campos ciudades, y las chozas, palacios. Dígote esto, porque mi ausencia no se excusa por tan justos respectos, que si los atropellase, daría mucho que decir. Tan honrosa causa disculpa mi desamor, si quieres dar este nombre a mi partida. La confianza que tengo de ti, me excusa el llevarte, que si no fuera esto, me animara a que en mi compañía, empezaras a padecer de nuevo, o ya viéndome a mí cercado de trabajos, o llegando ocasión de morir juntos. Mas será Dios servido, que, en sosegándose estas revoluciones, yo tenga lugar de venir a gozarte, o por lo menos enviar por ti, donde me emplee en servirte, que bien sé la deuda en que estoy a tu amor y voluntad. Mi esposa eres, siete meses nos quedan para poder yo libremente tenerte por mía. La honra y acrecentamiento que yo tuviere, es tuya. Ten por, bien, señora mía, esta jornada, pues ahorrarás con esto parte del pesar que has de tener, y yo tengo. En casa de mi tía quedas, y con la deuda de ser quien eres, y quien soy. Lo necesario para tu regalo no te ha de faltar. A mi padre y hermana dexo escrito, dándoles cuenta de mis sucesos, a ti vendrán las cartas y dineros. Con esto y las tuyas, tendré más ánimo en las ocasiones, y más esperanzas de volverte a ver. Yo me he de partir esta tarde, que no he querido hasta este punto decirte nada, porque no hagas el mal con vigilia. Por tu vida y la mía, que mostrando en esta ocasión el valor que en las demás has tenido, excuses el sentimiento, y no me niegues la licencia que te pido con un mar de lágrimas en mis ojos. Escuché, discreto Fabio, a mi don Félix, pareciéndome en aquel punto más galán, más cuerdo y más amoroso, y mi amor mayor que nunca; habíale de perder, ¡qué mucho que para atormentarme urdiese mi mala suerte esta cautela! Queríale responder, y no me daba lugar la pasión; y en este tiempo consideré que tenía razón en lo que decía; y así, le dixe con muy turbadas palabras que mis ojos respondían por mí, pues claro era que consentía el gusto y la voluntad, pues que ellos hacían tal sentimiento, pasando entre los dos palabras muy amorosas, mas para aumentar la pena, que para considerarla. Llegó la hora en que le había de perder para siempre, partióse al fin don Félix, y quedé como el que ha perdido el juicio, porque ni podía llorar, ni hablar, ni oír los consuelos que me daba doña Guiomar y su madre, que me decían mil cosas y consuelos para desembelesarme. Finalmente, me costó la pérdida de mi dueño tres meses de enfermedad, que estuve va para desamparar la vida. ¡Pluguiera al Cielo que me hiciera este bien! ¿Mas cuando le reciben los desdichados, ni aún de quien tiene tantos que dar? En todo este tiempo no tuve cartas de don Félix, y aunque pudieran consolarme las de su padre y hermana, que alegres de saber el fin de tantas desdichas, y prevenidas de mil regalos y dineros que me daban el parabién, pidiéndome que en volviendo don Félix, tratásemos de irnos a descansar en su compañía, no era posible que hinchiesen el vacío de mi cuidadosa voluntad, la cual me daba mil sospechas de mi desdicha, porque tengo para mí, que no hay más ciertos astrólogos que los amantes. Más habían pasado de cuatro meses que pasaba esta vida, cuando una noche, que parece que el sueño se había apoderado de mí más que otras (porque como la Fortuna me dio a don Félix en sueños, quiso quitármele de la misma suerte) soñaba que recebía una carta suya, y una caxa que a la cuenta parecía traer algunas joyas, y en yéndola a abrir, hallé dentro la cabeza, de mi esposo. Considera, Fabio, que fueron los gritos y las voces que di tan grandes, despertando con tantas lágrimas y congoxas y ansias, que parecía que se me acababa la vida, ya desmayándome, y ya tornando en mí, a puras veces que me daba doña Guiomar, y agua que me echaba en el rostro, que era la mayor compasión del mundo. Contéles el sueño, y ella y su madre, y criadas no osaban apartar de mí, por el temor con que estaba, pareciéndome que a todas partes que volvía la cabeza, vía la de don Félix. Hasta que se llegó la mañana, que determinaron llevarme a mi confesor, para que me confesase, por ser un sacerdote muy bien entendido y teólogo. Al tiempo de salir de mi casa, oí una voz, aunque las demás no la oyeron: -Muerto es, sin duda, don Félix, ya es muerto. Con tales agüeros, puedes creer que no hallé consuelo en el confesor, ni la tenía en cosa criada. Pasé así algunos días, al cabo de los cuales vinieron las nuevas de lo que sucedió en la Mamora, y con ellas la relación de los que en ella se ahogaron, viniendo casi en los primeros don Félix. De allí algunos días llegó Sarabia, que fue la nueva más cierta, el cual contó, cómo yendo a tomar puerto las naves, en competencia unas con otras, dos dellas se hicieron pedazos, y abriéndose por medio, se fueron a pique, sin poderse salvar de los que iban en ella ni tan sólo un hombre. En una de éstas iba mi don Félix, armado de unas armas dobles, causa de que cayendo en la mar, no volvió a parecer más; echó algunos fuera, él no fue visto; así acabó la vida en tan desgraciada ocasión, el más galán mozo que tuvo la Andalucía, esto sin pasión, porque a treinta y cuatro años acompañaban las más gallardas partes que pudo formar la Naturaleza. Cansarte en contar mi sentimiento, mis ansias, mi llanto, mi luto, sería pagarte mal el gusto con que me escuchas, sólo te digo, que en tres años ni supe qué fue alegría, ni salud. Supieron su padre y hermana el suceso, trataron de llevarme y restituirme a mi convento; mas yo, aunque sentía con tantas veras la muerte de mi esposo, no lo aceté, por no volver a los ojos de mis deudos sin su amparo, ni menos con las monjas, respecto de haber sido causa de su escándalo; demás que mi poca salud no me daba lugar de ponerme en camino, ni volver de nuevo a ser novicia, y sufrir la carga de la Religión, antes di órdenes que Sarabia, a quien yo tenía por compañero de mis fortunas, se fuese a gobernar mi hacienda, y yo me quedé en compañía de doña Guiomar, y su madre, que me tenían en lugar de hija, y no hacían mucho, pues yo gastaba con ellas mi renta, bien largamente. Aconsejábanme algunas amigas que me casase, mas yo no hallaba otro don Félix, que satisfaciese mis ojos ni hinchiese el vacío de mi corazón, que aunque no lo estaba de su memoria, ni mis compañeras quisieran que le hallara; mas para mi desdicha le hallo amor, que quizá estaba agraviado de mi descuido. Visitaba a doña Guiomar un mancebo, noble, rico y galán, cuyo nombre es Celio, tan cuerdo como falso, pues sabía amar cuando quería, y olvidar cuando le daba gusto, porque en él las virtudes y los engaños están como los ramilletes de Madrid, mezclados ya los olorosos claveles, como hermosas mosquetas, con las flores campesinas, sin olor ni virtud ninguna. Hablaba bien y escribía mejor, siendo tan diestro en amar como en aborrecer. Este mancebo que digo, en rnucho tiempo que entró en mi casa, jamás se le conoció designio ninguno, porque con llaneza y amistad entretenía la conversación, siendo tal vez el más puntual en prevenirme consuelos a mi tristeza, unas veces jugando con doña Guiomar, y otras diciendo algunos versos, en que era muy diestro y acertado. Pasaba el tiempo, teniendo en todo lo que intentaba más acierto que yo quisiera. Igualmente nos alababa, sin ofender a ninguna nos quería, ya engrandecía la doncella, ya encarecía la viuda; y como yo también hacía versos, competía conmigo y me desafiaba en ellos, admirándole, no el que yo los compusiese, pues no es milagro en una mujer, cuya alma es la misma que la del hombre, o porque naturaleza quiso hacer esa maravilla, o porque los hombres no se desvaneciesen, siendo ellos solos los que gozan de sus grandezas, sino porque los hacía con algún acierto. Jamás miré a Celio para amarle, aunque nunca procuré aborrecerle, porque si me agradaba de sus gracias, temía de sus despegos, de que él mismo nos daba noticia, particularmente un día, que nos contó cómo era querido de una dama, y que la aborrecía con las mismas veras que la amaba, gloriándose de las sinrazones con que le pagaba mil ternezas. ¡Quién pensara, Fabio, que esto despertara mi cuidado, no para amarle, sino para mirarle con más atención que fuera justo! De mirar su gallardía, nació en mí un poco de deseo, y con desear, se empezaron a enxugar mis ojos, y fui cobrando salud, porque la memoria empezó a divertirse tanto, que del todo le vine a querer, deseando que fuera mi marido, si bien callaba mi amor, por no parecer liviana, hasta que él mismo traxo la ocasión por los cabellos, y fue pedirme que hiciera un soneto a una dama, que mirándose a un espejo, dio en el sol, y la deslumbró. Y yo aprovechándome della, hice este soneto: Recibió Celio con tanto gusto este papel, que pensé que ya mi ventura era cierta, y no fue sino que a nadie le pesa de ser querido. Alabó su ventura, encareció su suerte, agradeció mi amor, dando claras muestras del suyo, y dándome a entender que me lo tenía, desde el día que me vio, solenizó la traza de darle a entender el mío, y finalmente, armó lazos en que acabase de caer, solenizando en un romance, mi hermosura, y su suerte. ¡Ay de mí, que cuando considero las estratagemas y ardides con los que los hombres rinden las mujeres y combaten su flaqueza, digo que todos son traidores, y el amor guerra y batalla campal, donde el amor combate a sangre y fuego al honor, alcaide de la fortaleza del alma! De mí te digo, Fabio, que aunque ciega, y más cautiva a esta voluntad, nunca dexó de conocer lo que he perdido por ella, pues cuando no sea, sino por haber dexado de ser cuerda, queriendo a quien me aborrece, basta este conocimiento para tenerme arrepentida, si durase este propósito. En fin, Celio es el más sabio para engañar que yo he visto, porque empezó a dar tal color de verdadero a su amor, que le creyera, no sólo una mujer que sabía de la verdad de un hombre, que se preció de tratarla, sino a las más astutas y matreras. Sus visitas eran continuas, porque mañana y tarde estaba en mi casa, tanto que sus amigos llegaron a conocer, en verle negarse a su conversación, que la tenía con persona que lo merecía, en particular uno de tu nombre, con quien la conservó más que ninguno, y a quien contaba sus empleos, que según me dixo el mismo Celio, me tenía lástima, y le rogaba que no me hablase, si me había de dar el pago que a otras que le había conocido. Sus papeles tantos, que fueron bastantes a volverme loca. Sus regalos tantos y tan a tiempo, que parecía tenía de su mano los movimientos del cielo, para hacerlos a punto que me acabase de precipitar. Yo simple, ignorante destas traiciones, no hacía sino aumentar amor sobre amor, y s, bien se le tuve siempre con propósito de hacerle mi esposo, que de otra manera, antes me dexara morir, que darle a entender mi voluntad; y en ello entendí hacerle harto favor, siendo quien soy, Celio no debía de pensar esto, según pareció, aunque no ignoraba lo que ganara con tal casamiento. Mas yo, con mi engaño, estaba tan contenta de ser suya, que ya de todo punto no me acordaba de don Félix; sólo en Celio estaban empleados mis sentidos, si bien temerosa de su amor, porque desde que le empecé a querer, temí perderle; y para asegurarme deste temor, un día que le vi más galán, y más amante que otros, le conté mi pensamiento, diciéndole, que si como tenía cuatro mil ducados de renta, tuviera juntas todas las que poseen todos los señores del mundo, y con ellas la Monarquía dél de todas le hiciera señor. Seguía Cello las letras, y en ellas tenía más acierto que yo ventura, con lo que cortó a mi pretensión la cabeza, diciendo que él había gastado sus años en estudios de letras divinas, con propósito de ordenarse de sacerdote, y que en eso tenían puesto sus padres los ojos, fuera de haber sido esta su voluntad; y que supuesto esto, que le mandase otras cosas de mi gusto, que no siendo esa, las demás haría, aunque fuese perder la vida, y que en razón de asegurarme de perderle, me daba su fe y palabra de amarme mientras la tuviese. Lo que sentí en ver defraudada mis esperanzas, confirmándose en todo mis temores, y recelos, pues siendo quien soy, no era justo querer si no era al que había de ser mi legítimo marido, y respecto desto, había de tener fin nuestra amistad. Dieron lágrimas mis ojos, y más viendo a Celio tan cruel, que en lugar de enxugarlas, pues no podía ignorar que nacían de amor, se levantó y se fue, dexándome bañada en ellas, y así estuve toda aquella noche y otro día, que de los muchos recados, que otras veces me enviaba, en ésta faltó, no quien los traxese, sino la voluntad de enviaros. Hasta que aquella tarde vino Celio a disculparse, con tanta tibieza, que en lugar de enxugarlas las aumentó. Esta fue la primera ingratitud que Celio usó conmigo; y como a una siguen muchas, empezó a descuidarse de mi amor, de suerte que ya no me vía, sino de tarde en tarde, ni respondía a mis papeles, siendo otras veces objeto de su alabanza. A estas tibiezas daba por disculpas sus ocupaciones, y sus amigos, y con ellas ocasión a mis tristezas y desasosiegos, tanto, que ya las amigas, que adoraban mis donaires y entretenimientos, huían de mí, viéndome con tanto disgusto. Acompañó su desamor, con darme celos. Visitaba damas y decíalo, que era lo peor, con que, irritando mi cólera y ocasionando mi furor, empecé a ganar en su opinión nombre de mal acondicionada; y como su amor fue fingido, antes de seis meses se halló tan libre dél como si nunca le hubiera tenido, y como ingrato a mis obligaciones, dio en visitar a una dama libre, y de las que tratan de tomar placer y dineros, y hallóse tan bien con esta amistad, porque no le celaba, ni apretaba, que no se le dio nada que yo lo supiese, ni hacía caso de las quexas, que yo le daba por escrito y de palabra las veces que venía, que eran pocas. Supe el caso por una criada mía que le siguió y supe los pasos en que andaba. Escribí a la mujer un papel, pidiéndole no le dexase entrar en su casa. Lo que resultó desto, fue no venir más a la mía, por darse más enteramente a la otra. Yo triste y desesperada, me pasaba los días y las noches llorando. ¿Mas para qué te canso en estas cosas?, pues con decir que cerró ojos a todo, basta. Fue fuerza en medio destos sucesos, irse a Salamanca, y por no volver a verme se quedó allí aquel año. Lo que en esto sentí, te lo dirá este traxe, y este monte, donde, siendo quien sabes, me has hallado. Y fue desta suerte: a pocos días que estaba en Salamanca, supe que andaba de amores, por nuevo, por galán y cortesano; cuyas nuevas sentí tanto que pensé perder el juicio. Escribíle algunas cartas,no tuve respuesta de ninguna. En fin, me determiné de ir a aquella famosa ciudad, y procurar con caricias, volver a su gracia, y ya que no estorbase sus amores, por lo menos llevaba determinación de quitarme la vida. Mira, Fabio, en qué ocasiones se vía mi opinión; mas, ¿qué no hará una mujer celosa? Comuniqué mi pensamiento con doña Guiomar, con quien descansaba en mis desdichas, y viendo que estaba resuelta, no quiso dexarme partir sola. Entraba en casa un gentilhombre, cuya amistad y llaneza era de hermano, al cual rogó doña Guiomar y su madre me acompañase. Él lo acató luego, y alquilando dos mulas, nos pusimos en ellas, y salimos de Madrid, bien prevenida de dineros y joyas. Y como yo sé tan poco de caminos (porque los que había andado con don Félix habían sido con más recato), en lugar de tomar el camino de Salamanca, el traidor que me acompañaba tomó el de Barcelona, y antes de llegar a ella media legua, en un monte, me quitó cuanto llevaba, y las mulas, y se volvió por do había venido. Quedé en el campo sola y desesperada, con intentos de hacer un disparate. En fin, a pie y sola empecé a caminar, hasta que salí del monte al camino real, donde hallé gente a quien pregunté, qué tanto estaba de allí Salamanca. De cuya pregunta se rieron, respondiéndome que más cerca estaba de Barcelona, en lo que vi el engaño del traidor, que por robarme me traxo allí. En fin, me animé, y a pie llegué a Barcelona, donde vendiendo una sortijilla de hasta diez ducados, que por descuido me dexó el traidor en el dedo, compré este vestido, y me corté los cabellos, y desta suerte me vine a Monserrate, donde estuve tres días, pidiendo a aquella santa Imagen me ayudase en mis trabajos; y llegando a pedir a los padres alguna cosa que comer, me preguntaron si quería servir de zagal, para traer al monte este ganado que ves. Yo viendo tan buena ocasión, para que Celio ni nadie sepa de mí, y pueda sin embarazo gozar sus amores y yo llorar mis desdichas, aceté el partido, donde ha cuatro meses que estoy, con propósito de no volver eternamente donde sus ingratos ojos me vean. Esta es, discreto Fabio, la ocasión de mis desdichadas quexas, que te dieron motivo a buscarme; en estas ocasiones me ha puesto amor, y en ellas pienso que se acabará mi vida. Atento había estado Fabio a las razones de Jacinta, y viendo que había dado fin, le respondió así: -Por no cortar el hilo, discreta Jacinta, a tus lastimosos sucesos, tan bien sentidos, como bien dichos, no he querido decirte, hasta que les dieses fin, que soy Fabio el amigo de Celio que dixiste que estaba tan lastimado de tu empleo, cuanto deseoso de conocerte. Con tales colores has pintado su retrato, que cuando yo no supiera tus desdichas, y por ellas conociese desde que le nombraste, que eras el dueño de las que yo tengo tan sentidas como tú, conociera luego tu ingrato amante, a quien no culpo por ser esa su condición, y tan sujeto a ella, que jamás en eso se valió de su entendimiento, ni se inclina a vencerla. Muchas prendas le he conocido, y a todas ha dado ese mismo pago, y tenido esa misma correspondencia. De lo que puedo asegurarte, después de decirte que pienso que su estrella le inclina a querer donde es aborrecido, y aborrecer donde le quieren, es que siempre oí en su boca tus alabanzas, y en su veneración tu persona, tratando de ti con aquel respeto que mereces. Señal de que te estima, y si tú le quisieras menos de lo que le has querido, o no lo mostraras por lo menos, ni tú estuvieras tan quexosa, ni él hubiera sido tan ingrato. Mas ya no tiene remedio, porque si amas a Celio con intención de hacerle tu dueño, como de ser quien eres creo, y de tu discreción siempre presumí, ya es imposible; porque él tiene ya las puertas cerradas a esas pretensiones y a cualesquiera que sean desta calidad por tener ya órdenes, impedimento para casarse, como sabes. Para su condición, sólo este estado le conviene, porque imagino que si tuviera mujer propia, a puros rigores y desdenes la matara, por no poder sufrir estar siempre en una misma parte, ni gozar una misma cosa. Pues que quieras forzada de tu amor, lograrle de otra suerte, no lo consentirá el ser cristiana, tu nobleza y opinión, que será desdecir mucho della, pues no es justo que ni el padre de don Félix, ni su hermana, tus deudos, y el monasterio, donde estuviste y fuiste tanto tiempo verdadera religiosa, sepan de ti esa flaqueza, que imposible será incubrirse; y estar aquí, donde estás a peligro de ser conocida de los bandoleros desta montaña, y de la gente que para visitar estas Santas Ermitas la pasan, ni es decente, ni seguro; pues como yo te conocí, escuché y busqué, lo podrán hacer los demás. Tu hacienda está perdida, tus deudos, y los de tu muerto esposo confusos, y quizás sospechando de ti mayores males de los que tú piensas, ciega con la desesperación de amor, y la pasión de tus celos, tanto, que no das lugar a tu entendimiento para que te aconseje, y que elijas mejor modo de vida. Yo, que miro las cosas sin pasión, te suplico que consideres y que pienses que no me he de apartar de aquí sin llevarte conmigo, porque de lo contrario entendiera que el cielo me había de pedir cuenta de tu vida, pues antes que haga acción tan cruel, me quedaré aquí contigo, esto sin más interés, que el de la obligación en que me has puesto con decirme tu historia, y descubrirme tus pensamientos, la que tengo a ser quien soy, y la que debo a Celio, mi amigo, del cual pienso llevar muchos agradecimientos, si tengo suerte de apartarte deste intento, tan contrario a tu honor y fama, porque no me quiero persuadir a que te aborrece tanto, que no estime tu sosiego, tu vida y honra tanto como la suya. Esto te obligue, Jacinta hermosa, a desviarte de semejante disinio. Vamos a la Corte, donde en un Monasterio principal della estarás más conforme a quien eres, y si acaso allí te saliese ocasión de casarte, hacienda tienes con que poder hacerlo, y vivir descansada; y discreción para olvidar, con las caricias verdaderas de tu legítimo esposo, las falsas y tibias de tu amante; y si olvidándole y conociendo las desdichas que has pasado, y las malas correspondencias de los hombres, tomases estado de religiosa, pues ya sabes la vida que es, y conoces que es la más perfeta, tanto más gusto darías a los que te conocemos. Ea, bella Jacinta, vamos al convento que se viene la noche, y entregarás a los frailes sus corderos, dichosos de ser apacentados de tal zagal, porque mañana poniéndote en tu traxe, pues ése no es decente a lo que mereces, recibirás una criada que te acompañe, y alquilaremos un coche para volver a Madrid, que desde hoy, con tu licencia, quiero que corra por mi cuenta tu opinión, y agradecerme a mí mismo el ser causa de tu remedio. Y si no puedes vivir sin Celio, yo haré que Celio te visite, trocando el amor imperfecto en amor de hermanos. Y mientras con esto entretienes tu amorosa pasión, querrá el cielo que mudes intento, y te envíe el remedio que yo deseo, al cual ayudaré, como si fueras mi hermana, y como tal irás en mi compañía. -Con estos brazos, noble y discreto Fabio -replicó Jacinta, llenos los ojos de lágrimas, enlazándolos al cuello del bien entendido mancebo-, quiero, si no pagar, agradecer la merced que me haces; y pues el cielo te traxo a tal tiempo por estos montes inhabitables, quiero pensar que no me tiene olvidada. Iré contigo más contenta de lo que piensas, y te obedeceré en todo lo que de mí quisieras ordenar, y no haré mucho, pues todo es tan a provecho mío. La entrada en el Monasterio aceto; sólo en lo que no podré obedecerte, será en tomar uno, ni otro estado, si no se muda mi voluntad, porque para admitir esposo, me lo estorba mi amor, y para ser de Dios, ser de Celio, porque aunque es la ganancia diferente, para dar la voluntad a tan divino Esposo es justo que esté muy libre y desocupada. Bien sé lo que gano por lo que pierdo, que es el cielo, o el infierno, que tal es el de mis pasiones; mas no fuera verdadero mi amor, si no me costara tanto. Hacienda tengo; bien podré estarme en el estado que poseo, sin mudarme dél. Soy Fénix de amor, quise a don Félix hasta que me le quitó la muerte, quiero y querré a Celio hasta que ella triunfe de mi vida. Hice elección de amar y con ella acabaré. Y si tú haces que Celio me vea, con eso estoy contenta, porque como yo vea a Celio, eso me basta, aunque sé que ni me ha de agradecer ni premiar esta fineza, esta voluntad, ni este amor; mas aventuraréme perdiendo, no porque crea que he de ganar, que ni él dexará de ser tan ingrato, como yo firme, ni yo tan desdichada como he sido, mas por lo menos comerá el alma el gusto de su vista, a pesar de sus despegos y deslealtades. Con esto se levantaron y dieron la vuelta a la santa Iglesia, donde reposaron aquella noche, y otro día partieron a Barcelona, donde mudando Jacinta traje, y tomando un coche y una criada, dieron la vuelta a la Corte, donde hoy vive en un Monasterio della, tan contenta, que le parece que no tiene más bien que desear, ni más gusto que pedir. Tiene consigo a doña Guiomar, porque murió su madre, y antes desta muerte, le pidió que la amparase hasta casarse, de quien supe esta historia, para que la pusiese en este libro por maravilla, que lo es, y su caso tan verdadero, porque a no ser los nombres de todos supuestos, fueran de muchos conocidos, pues viven todos, sólo don Félix, que pagó la deuda a la muerte en lo mejor de su vida. Con tanto donaire y agrado contó la hermosa Lisarda esta maravilla, que colgados los oyentes de sus dulces razones y prodigiosa historia, quisieran que durara toda la noche; y así, conformes y de un parecer, comenzaron a alabarla y a darle las gracias de favor tan señalado, y más don Juan, que como amante, se despeñaba en sus alabanzas, dándole a Lisis con cada una la muerte; tanto que por estorbarlo, tomando la guitarra que sobre la cama tenía, llorando el alma cuando cantaba el cuerpo, hizo señas a los músicos, los cuales atajaron a don Juan las alabanzas, y a Lisis el pesar de oírlas con este soneto: Pocos hubo en la sala que no entendieron que los versos cantados por la bella Lisis se dedicaron al desdén con que don Juan premiaba su amor, aficionado a Lisarda, y naturalmente les pesó de ver tan mal pagada la voluntad de la dama, y a don Juan tan ciego que no estimase tan noble casamiento, porque aunque Lisarda era deuda de Lisis, y en la nobleza y hermosura iguales, le aventajaba en la riqueza. Mas amor no mira en inconvenientes cuando es verdadero. Quien más reparó en la pasión de Lisis fue don Diego, amigo de don Juan, caballero noble y rico, que sabía la voluntad de Lisis y despegos de don Juan, por haberle contado la dama sus deseos; y viendo ser tan honestos, que no pasaban los límites de la vergüenza, propuso, sintiendo ocupada el alma con la bella imagen de Lisis, pedirle a don Juan licencia para servirla, y tratar su casamiento. Y así, por principio, comenzó a engrandecer, ya los versos, ya la voz. Y Lisis, o agradecida o falsa quizá, con deseos de venganza, comenzó a estimar la merced que le hacía, con cuyo favor don Diego pidió licencia para que la última noche de la fiesta sus criados representasen algunos entremeses y bailes y dar la cena a todos los convidados. Y concedida, con muchos agradecimientos, tan contento, como don Juan enfadado de su atrevimiento, dio lugar a Matilde para contar su maravilla. La cual habiendo trocado con Lisarda el lugar, empezó así: Ya que la bella Lisarda ha probado en su maravilla la firmeza de las mujeres cifrada en las desdichas de Jacinta, razón será que siguiendo yo su estilo, diga en la mía a lo que estamos obligadas, que es a no dexarnos engañar de las invenciones de los hombres, o ya que como flacas mal entendidas caigamos en sus engaños, saber buscar la venganza, pues la mancha del honor, sólo con sangre del que le ofendió sale. El caso sucedió en esta Corte, y empieza así: Noche segunda Ya Febo se recogía debaxo de las celestes cortinas, dando lugar a la noche, que con su negro manto cubriese el mundo, cuando todos aquellos caballeros y damas que la primera noche fueron convidados a la fiesta se juntaron en casa de la noble Laura, siendo recebidos de la discreta señora y su hermosa hija con mil agrados y cortesías. Y así, por la misma orden que en la pasada noche se fueron sentando, avisados de don Diego que sus criados habían de dar principio a la fiesta, con algunos graciosos bailes y un entremés de repente que quisieron hacer. Y viendo aquellas señoras que no les tocaba danzar aquella noche, se acomodaron por su orden. Estaba Lisis vestida de una lama de plata morada, y al cuello una firmeza de diamantes, con una cifra del nombre de Diego, joya que aquel mismo día le envió su nuevo amante, en cambio de una banda morada, que ella le dio para que prendiese la verde cruz que traía; dando esto motivo a don Juan para algún desasosiego, si bien Lisarda con sus favores le hacía que se arrepintiese de tenerle. Ya se prevenía la bella Lisis de su instrumento, y de un romance que aquel día había hecho y puesto tono cuando los músicos le suplicaron los cantase aquella noche, guardando para la tercera fiesta sus versos, porque el señor don Juan los había prevenido de lo que habían de cantar, que por ser parto de su entendimiento, era razón lograrlos. A todos pareció bien, porque sabían que don Juan era en eso, como en lo demás, muy acertado, y dándoles lugar, cantaron así: Quien mirara a la bella Lisis, mientras se cantó este romance, conociera en su desasosiego la pasión con que le escuchaba, viendo cuán al descubierto don Juan reprehendía en él las sospechas que de Lisarda tenía, y a estarle bien respondiera. Mas cobrándose de su descuido, viendo a don Diego melancólico de verla inquieta, alegró el rostro y serenó el semblante, mandando como presidente de fiesta a don Álvaro, que dixese su maravilla; el cual, obedeciendo, dixo así. -Es la miseria la más perniciosa costumbre que se puede hallar en un hombre, pues en siendo miserable, luego es necio, enfadoso y cansado, y tan aborrecible a todos, sin que haya ninguno que no guste de atropellarle, y con razón. Esto se verá claramente en mi maravilla, la cual es desta suerte. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
El imposible vencido
Cuento
A servir a un grande desta Corte vino de un lugar de Navarra un hidalgo, tan alto de pensamientos como humilde de bienes de fortuna, pues no le concedió esta madrastra de nacidos más riqueza que una pobre cama, en la cual se recogía adormir y se sentaba a comer este mozo, a quien llamaremos don Marcos, y un padre viejo, y tanto que sus años le servían de renta para sustentarse, pues con ellos enternecía los más empedernidos corazones. Era don Marcos, cuando vino a este honroso entretenimiento, de doce años, habiendo casi los mismos que perdió a su madre de un repentino dolor de costado, y mereció en casa deste Príncipe la plaza de paje, y con ella los usados atributos, picardía, porquería, sarna y miseria. Y aunque don Marcos se graduó en todas, en esta última echó el resto, condenándose él mismo de su voluntad a la mayor laceria que pudo padecer un padre del yermo, gastando los dieciocho cuartos que le daban con tanta moderación, que si podía, aunque fuese a costa de su estómago y de la comida de sus compañeros, procuraba que no se disminuyesen, o ya que algo gastase, no de suerte que se viese mucho su falta. Era don Marcos de mediana estatura, y con la sutileza de la comida, se vino a transformar de hombre en espárrago. Cuando sacaba de mal año su vientre, era el día que le tocaba servir la mesa de su amo, porque quitaba de trabajo a los mozos de plata, llevándoles la que caía en sus manos más limpia que ellos la habían puesto en la mesa, proveyendo sus faltriqueras de todo aquello que sin peligro se podía guardar para otro día. Con esta miseria pasó la niñez, acompañando a su dueño en muchas ocasiones, dentro y fuera de España, donde tuvo principales cargos. Vino a merecer don Marcos pasar de paje a gentilhombre, haciendo en esto su amo en él lo que no hizo el ciclo. Trocó pues los dieciocho cuartos por cinco reales y tantos maravedís; pero ni mudó de vida, ni alargó la ración a su cuerpo, antes, como tenía más obligaciones, iba dando más nudos a su bolsa. Jamás se encendió en su casa luz, y si alguna vez se hacía esta fiesta, era el que le concedía su diligencia y el descuido del repostero algún cabo de vela, el cual iba gastando con tanta cordura, que desde la calle se iba desnudando, y en llegando a casa dexaba caer los vestidos, y al punto le daba la muerte. Cuando se levantaba por la mañana tomaba un jarro que tenía sin asa, y se salía a la puerta de la calle, esperando los aguadores, y al primero que vía, le pedía remediase su necesidad, y esto le duraba dos o tres días, porque lo gastaba con mucha estrecheza. Luego se llegaba donde jugaban los muchachos, y por un cuarto llevaba uno que le hacía la cama y barría el aposento; y si tenía criado, se concertaba con él, que no le había de dar ración más de dos cuartos, y un pedazo de estera en que dormir. Y cuando estas cosas le faltaban llevaba un pícaro de cocina que lo hacía todo, y le vertiese una extraordinaria vasija en que hacía las inexcusables necesidades; era del modo de un arcaduz de noria, porque había sido en un tiempo jarro de miel, que hasta en verter sus excrementos guardó la regla de la observancia. Su comida era un panecillo de un cuarto, media libra de vaca, un cuarto de zarandajas, y otro que daba al cocinero, porque tuviese cuidado de guisarlo limpiamente, y esto no era cada día, sino sólo los feriados, que lo ordinario era un cuarto de pan y otro de queso. Entraba en el estado donde comían sus compañeros, y llegaba al primero y decía: -Buena debe de estar la olla, que da un olor que consuela. En verdad que la he de probar. Y diciendo y haciendo sacaba una presa; y desta suerte daba la vuelta de uno en uno a todos los platos; que hubo día que en viéndole venir, el que podía se comía de un bocado lo que tenía delante, y el que no ponía la mano sobre su plato. Con el que tenía más amistad era con un gentilhombre de casa, que estaba aguardando verle entrar a comer o cenar, y luego con su pan y queso en la mano, entraba diciendo: -Por cenar en conversación os vengo a cansar. Y con esto se sentaba en la mesa y alcanzaba de lo que había. Vino en su vida lo compró, aunque lo bebía algunas veces, en esta forma: poníase a la puerta de la calle, y como iban pasando las mozas y muchachos con el vino, les pedía en cortesía se lo dexasen probar, obligándoles lo mismo a hacerlo. Si la moza o muchacho eran agradables les pedía licencia para otro traguillo. Viniendo a Madrid en una mula y con un mozo, que, por venir en su compañía, se había aplicado a servirle por ahorrar de gasto, le envió en un lugar por un cuarto de vino, y mientras que fue el mozo por él, se puso a caballo y se partió, obligando al mozo a venir pidiendo limosna. Jamás en las posadas le faltó algún pariente que haciéndose gorra con él, le ahorraba de la comida. Vez hubo que dio a su mula la paja del xergón que tenía en la cama, todo a fin de no gastar. Varios cuentos se decían de don Marcos, con que su amo y sus amigos pasaban tiempo y alegraban sus corazones, tanto que ya era conocido en toda la Corte, por el hombre mas reglado de los que conocían en el mundo; porque guardaba castidad, que decía él, que en costando dineros, no hay mujer hermosa, y en siendo de balde no la hay fea, y mucho más si contribuía para cuellos y lienzos, presentes de mujeres aseadas. Vino don Marcos desta suerte, cuando llegó a los treinta años, pues vino a juntar, a costa de su opinión y hurtándoselo a su cuerpo, seis mil ducados, los cuales se tenía siempre consigo, porque temía mucho las retiradas de los ginoveses: pues cuando más descuidado ven a un hombre, le dan manotada como zorro. Y como don Marcos no tenía fama de jugador, ni amancebado, cada día se le ofrecían varias ocasiones de casarse, aunque él lo regateaba, temiendo algún mal suceso. Parecíales a las señoras que lo deseaban para marido más falta ser gastador que guardoso, que con este nombre calificaron su miseria. Entre muchas que desearon ser suyas fue una señora que no había sido casada, si bien estaba en opinión de viuda, mujer de buen gusto y de alguna edad, aunque la encubría con las galas, adornos, industria, porque era viuda galana, con su monjil de tercianesa, tocas de reina, y su poquito de moño. Era esta señora, cuyo nombre es doña Isidora, muy rica según decían, y su modo de tratarse lo mostraba. Y en esto siempre se adelantaba el vulgo más de lo que era razón. Propusiéronle a don Marcos este matrimonio, pintándole la novia con tan perfetas colores, y asegurándole que tenía más de catorce o quince mil ducados, diciéndole ser el muerto consorte suyo un caballero de lo mejor de Andalucía, que así mismo decía serlo la señora, dándole por patria a la famosa ciudad de Sevilla, con lo cual nuestro don Marcos se dio por casado. El que trataba el casamiento era un gran socarrón, tercero no sólo de casamientos, sino de todas mercaderías, tratante en gruesos de buenos rostros y mejores bolsos, pues jamás ignoraba lo malo y lo bueno desta Corte, y era la causa haberle prometido doña Isidora, buenas albricias si salía con esta pretensión, y así dio orden en llevar a don Marcos a vistas, y lo hizo esa misma tarde que se lo propuso, porque no hubiese peligro en la tardanza. Entró don Marcos en casa de doña Isidora, casi admirado de ver la casa, tantos cuartos, tan bien labrada, y con tanta hermosura; y miróla con atención, porque le dixeron que era su dueña la misma que lo había de ser de su alma. A la cual halló entre tantos damascos, escritorios y cuadros, que más parecía casa de señora de Título que de particular; con un estrado tan rico, y la casa con tanto aseo, y olor y limpieza, que parecía, no tierra, sino cielo, y ella tan aseada y bien prendida, como dice un poeta amigo, que pienso que por ella se tomó este motivo de llamar así a los aseados. Tenía consigo dos criadas, una de labor, y otra de todo y para todo, que, a no ser nuestro hidalgo tan compuesto y tenerle el poco comer tan mortificado, por solo ellas pudiera casarse con su ama, porque tenían tan buenas caras como desenfado, en particular la fregona, que pudiera ser reina, si se dieran los reinos por hermosura. Admiróle sobre todo el agrado y discreción de doña Isidora, que parecía la misma gracia, tanto en donaires como en amores, razones que fueron tantas y tan bien dichas, las que dixo a don Marcos, que no sólo se agradó, mas le enamoró, mostrando en sus agradecimientos el alma, que la tenía el buen señor bien sencilla y sin dobleces. Agradeció doña Isidora al casamentero la merced que le hacía en querer emplearla tan bien, acabando de hacer tropezar a don Marcos en una aseada y costosa merienda, en la cual hizo alarde de la baxilla rica y olorosa ropa blanca, con las demás cosas que en una casa tan rica como la de doña Isidora era fuerza hubiese. Hallóse a la merienda un mozo galán, desenvuelto y que de bien entendido picaba en pícaro, al cual doña Isidora regalaba, a título de sobrino, cuyo nombre era Agustinico, que así le llamaba su señora tía. Servía a la mesa Inés, porque Marcela, que así se llamaba la doncella, por mandado de su señora, ya tenía en las manos un instrumento, en el cual era tan diestra, que no se la ganaba el mejor músico de la Corte, y esto acompañaba con una voz que más parecía ángel que mujer, y a la cuenta era todo. La cual, con tanto donaire como desenvoltura, sin aguardar a que la rogasen, porque estaba cierta que lo haría bien, o fuese a caso o de pensado, cantó esta letra: No me atreveré a determinar en qué halló nuestro don Marcos más gusto, si en las empanadas y hermosas tortadas, lo uno picante y lo otro dulce, si en el sabroso pernil y fruta fresca y gustosa, acompañado todo con el licor del santo, remedio de los pobres, que a fuerza de brazos estaba vertiendo hielo, siendo ello mismo fuego, que por eso llamaba un su aficionado a las cantimploras, remedio contra el fuego; o en la dulce voz de Marcela, porque al son de su letra él no hacía sino comer, tan regalado de doña Isidora y de Agustinico, que no lo pudiera ser más si él fuera el Rey, porque si en la voz hallaba gusto para los oídos, en la merienda recreo para su estómago, tan ayuno de regalos como de sustento. Regalaba también doña Isidora a don Agustín, sin que don Marcos, como poco escrupuloso reparase en nada más de sacar de mal año sus tripas, porque creo sin levantarle testimonio, que sirvió la merienda de aquella tarde, de ahorro de seis días de ración, y más con los buenos bocados que doña Isidora y su sobrino atestaban y embutían en el baúl vacío del buen hidalgo, provisión bastante para no comer en mucho tiempo. Fenecióse la merienda con el día, y estando ya prevenidas cuatro buxías en otros tantos hermosos candeleros, a la luz de las cuales, y al dulce son que Agustinico hizo en el instrumento que Marcela había tocado, bailaron ella y Inés lo rastreado y sotillo, sin que se quedase la capona olvidada, con tal donaire y desenvoltura, que se llevaban entre los pies los ojos y el alma del honrado auditorio; y tornando Marcela a tomar la guitarra, a petición de don Marcos, que como estaba harto quería bureo. Feneció la fiesta con este romance: Al dar fin al romance se levantó el corredor de desdichas, y le dixo a don Marcos que era hora de que la señora doña Isidora reposase, y así se despidieron los dos della y de Agustinico y de las otras damiselas, y dieron la vuelta a su casa, yendo por la calle tratando lo bien que le había parecido doña Isidora, descubriendo el enamorado don Marcos, más del dinero que de la dama, el deseo que tenía de verse ya su marido; y así le dixo que diera un dedo de la mano por verlo ya hecho, porque era sin duda que le estaba muy bien, aunque no pensaba tratarse después de casado con tanta ostentación ni grandeza, que aquello era bueno para un príncipe y no para un hidalgo particular como él era; pues con su ración y alguna otra cosa más, habría para el gasto; y que seis mil ducados que él tenía, y otros tantos más que podría hacer de cosas excusadas que vía en casa de doña Isidora, pues bastaba para la casa de un escudero de un señor cuatro cucharas, un jarro y una salva, con una buena cama, y a este modo, cosas que no se pueden excusar, todo lo demás era cosa sin provecho, y que mejor estaría en dineros, y esos puestos en renta viviría como un príncipe, y podría dexar a sus hijos, si Dios se los diese, con que pasar honradamente; y cuando no los tuviese, pues doña Isidora tenía aquel sobrino, para él sería todo, si fuese tan obediente, que quisiese respetarle como a padre. Hacía estos discursos don Marcos tan en su punto, que el casamentero le dio por concluido, y así le respondió que él hablaría otro día a doña Isidora, y se efectuaría el negocio, porque en estos casos de matrimonios tantos tienen deshechos las dilaciones como la muerte. Con esto se despidieron, y él se volvió a contar a doña Isidora lo que con don Marcos había pasado, cudicioso de las albricias, y él a casa de su amo, donde hallándolo todo en silencio por ser muy tarde, y sacando un cabo de vela de la faltriquera, se llegó a una lámpara que estaba en la calle alumbrando una cruz, y puesta la vela en la punta de la espada la encendió; y después de haberle suplicado, con una breve oración, que fuese lo que se quería echar a cuestas para bien suyo, se entró en su posada y se acostó, aguardando con mil gustos el día, pareciéndole que se le había de despintar tal ventura. Dexémosle dormir, y vamos al casamentero, que vuelto a casa de doña Isidora, le contó lo que pasaba, y cuán bien le estaba. Ella que lo sabía mejor que no él, como adelante se dirá, dio luego el sí, y cuatro escudos al tratante por principio, y le rogó que luego por la mañana volviese a don Marcos y le dixese cómo ella tenía a gran suerte el ser suya, que no le dexase de la mano, antes gustaría que se le traxese a comer con ella y su sobrino, para que se hiciesen las escripturas, y se sacasen los recados ¡Qué dos nuevas para don Marcos, convidado y novio! Con ellas, por ser tan buenas, madrugó el casamentero, y dio los buenos días a nuestro hidalgo, al cual hallo ya vistiéndose (que amores de blanca niña no te dexan reposar). Recibió con los brazos a su buen amigo, que así llamaba al procurador de pesares, y con el alma la resolución de su ventura, y acabándose de vestir con las más costosas galas que su miseria le consentía, se fue con su norte de desdichas a casa de su dueño y su señora, donde fue recibido de aquella sirena con la agradable música de sus caricias, y de don Agustín, que se estaba vistiendo, con mil modos de cortesías y agrados: donde en buena conversación y agradecimientos de su ventura, y sumisiones del cauto mozo, en agradecimientos del lugar que de hijo le daba, pasaron hasta que fue hora de comer, que de la sala del estrado se entraron a otra cuadra más adentro, donde estaba puesta la mesa y aparador como pudiera en casa de un gran señor. No tuvo necesidad doña Isidora de gastar muchas arengas, para obligar a don Marcos a sentarse a la mesa, porque antes él rogó a los demás que lo hiciesen, sacándolos desta penalidad, que no es pequeña. Satisfizo el señor convidado su apetito en la bien sazonada cuanto abundante comida, y sus deseos en el compuesto aparador, tornando en su memoria a hacer otros tantos discursos, como la noche pasada, y más, como vía a doña Isidora tan liberal y cumplida, como aquella que se pensaba pagar de su mano, le parecía aquella grandeza vanidad excusada, y dinero perdido. Acabóse la comida, y preguntaron a don Marcos, si quería en lugar de dormir la siesta, por no haber en aquella casa cama para huéspedes, jugar al hombre. A lo cual respondió que servía a un señor tan virtuoso y cristiano, que si supiera que criado suyo jugaba, ni aun al quince, que no estuviera una hora en su casa, y que, como él sabía esto, había tomado por regla el darle gusto; demás de ser su inclinación buena y virtuosa, pues no tan solamente no sabía jugar al hombre, más que no conocía ni una carta, y que verdaderamente hallaba por su cuenta que valía el no saber jugar muchos ducados por año. -Pues el señor don Marcos -dixo doña Isidora- es tan virtuoso que no sabe jugar, que bien le digo yo a Agustinico que es lo que está mejor al alma y a la hacienda, ve niño y dile a Marcela que se dé priesa a comer y traiga su guitarra, y Inesica sus castañuelas, y en eso entretendremos la fiesta hasta que venga el Notario que el señor Gamarra (que así se llamaba el casamentero) tiene prevenido para hacer las capitulaciones. Fue Agustinico a lo que su señora tía le mandaba, y mientras venía prosiguió don Marcos asiendo la plática desde arriba: -Pues en verdad que puede Agustín, si pretende darme gusto, no tratar de jugar ni salir de noche, y con eso seremos amigos; y de no hacerlo habrá mil rencillas, porque soy muy amigo de recogerme temprano la noche que no hay que hacer, y que en entrando, no sólo se cierre la puerta, mas se clave, no porque soy celoso, que harto ignorante es el que lo es teniendo mujer honrada, mas porque las casas ricas nunca están seguras de ladrones, y no quiero que me lleve con sus manos lavadas el ladrón, sin más trabajo que tomarlo, lo que a mí me costó el ganarlo tanto afán y fatiga; y así yo le quitaré el vicio, o sobre eso será el diablo. Vio doña Isidora tan colérico a don Marcos, que fue menester mucho de su despejo, para desenoxarle; y así le dixo que no se disgustase, que el muchacho haría todo lo que fuese su gusto, porque era el mozo más dócil que en su vida había tratado, que al tiempo daba por testigo. -Eso le importa -replicó don Marcos. Y atajó la plática don Agustín, y las damiselas, que venía cada una prevenida con su instrumento. Y la desenvuelta Marcela dio principio a la fiesta con estas décimas: No sabré decir si lo que agradó a los oyentes fue la suave voz de Marcela o los versos que cantó. Finalmente, a todo dieron alabanza, pues aunque las décimas no eran las más cultas ni más cendradas, el donaire de Marcela les dio tanta sal, que supliera mayores faltas. Y porque mandaba doña Isidora a Inés que bailase con Agustín, le previno don Marcos que fenecido el baile volviese a cantar, pues lo hacía tan divinamente. Lo cual Marcela hizo con mucho gusto, dándosele al señor don Marcos, con este romance: Como era don Marcos de los sanos de Castilla y sencillo como un tafetán de la China, no se le hizo largo este romance, antes quisiera que durara mucho más, porque la llaneza de su ingenio no era como los fileteados de la Corte, que en pasando de seis estancias se enfadan. Dio las gracias a Marcela, y le pidiera que pasara adelante, si a este punto no entrara Gamarra con un hombre que dixo ser Notario; si bien más parecía lacayo que otra cosa, y se hicieron las escrituras y conciertos, poniendo doña Isidora en la dote doce mil ducados y aquellas casas. Y como don Marcos era hombre tan sin malicias, no se metió en más averiguaciones, con lo que el buen hidalgo estaba tan contento, que posponiendo su autoridad, bailó con su querida esposa, que así llamaba a doña Isidora: tan tierno le tenía. Cenaron aquella noche con el mismo aplauso y ostentación que habían comido, si bien todavía el tema de don Marcos era la moderación del gasto, pareciéndole como dueño de aquella casa y hacienda, que si de aquella suerte iba, no había dote para cuatro días, mas hubo de callar hasta mejor ocasión. Llegó la hora de recogerse, y por excusar el trabajo de ir a su posada, quiso quedarse con su señora. Mas ella con muy honesto recato dixo que no había de poner hombre el pie en el casto lecho, que fue de su difunto señor, mientras no tuviese las bendiciones de la Iglesia. Con lo que tuvo por bien don Marcos de irse a dormir a su casa (que no sé si diga, que más fue velar, supuesto que el cuidado de sacar las amonestaciones le tenía ya vestido a las cinco). En fin, se sacaron, y en tres días de fiesta, que la fortuna traxo de los cabellos, que a la cuenta sería el mes de agosto, que las trae de dos en dos, se amonestaron, dexando para el lunes, que en las desgracias no tuvo que envidiar al martes, el desposarse y velarse todo junto, a uso de grandes. Lo cual se hizo con mucha fiesta y muy grande aparato y grandeza, así de galas como en lo demás; porque don Marcos humillando su condición, y venciendo su miseria, sacó fiado, por no descabalar los seis mil ducados, un rico vestido y faldellín para su esposa, haciendo cuenta que con él y la mortaja cumplía: no porque se la vino al pensamiento la muerte de doña Isidora, sino por parecerle que poniéndoselo sólo de una Navidad a otra, habría vestido hasta el día del Juicio. Traxo asimismo de casa de su amo padrinos, que todos alababan su elección, y engrandecían su ventura, pareciéndoles acertamiento haber hallado una mujer de tan buen parecer y tan rica, pues aunque doña Isidora era de más edad que el novio, contra el parecer de Aristóteles, y otros filósofos antiguos, lo disimulaba de suerte, que era milagro verla tan bien aderezada. Pasada la comida, y estando ya sobre tarde alegrando con bailes la fiesta, en los cuales Inés y don Agustín mantenían la tela, mandó doña Isidora a Marcela que la engrandeciese con su divina voz, a lo cual no haciéndose de rogar, con tanto desenfado como donaire, cantó así: Llegóse en estos entretenimientos la noche, principio de la posesión de don Marcos, y más de sus desdichas; pues antes de tomarla empezó la fortuna a darle con ellas en los ojos. Y así fue la primera darle a don Agustín un acidente; no me atrevo a decir si le causó el ver casada a su señora tía, sólo digo que puso la casa en alboroto, porque doña Isidora empezó a desconsolarse, acudiendo mas tierna que fuera razón a desnudarle, para que se acostase, haciéndole tantas caricias y regalos, que casi dio celos al desposado. El cual, viendo ya al enfermo algo sosegado, mientras su esposa se acostaba, acudió a prevenir con cuidado, que se cerrasen las puertas, y echasen las aldabas a las ventanas; cuidado que puso en las desenvueltas criadas de su querida mujer, la mayor confusión y aborrecimiento que se puede pensar, pareciéndoles achaques de celoso, y no lo eran cierto, sino de avaro; porque como el buen señor había traído su ropa, y con ella sus seis mil ducados, que aun apenas habían visto la luz del cielo, quería acostarse seguro de que lo estaba su tesoro. En fin, él se acostó con su esposa, y las criadas en lugar de acostarse se pusieron a mormurar y a llorar, exagerando la prevenida y cuidadosa condición de su dueño. Empezó Marcela a decir: -¿Qué te parece, Inés, a lo que nos ha traído la fortuna, pues de acostarnos a las tres y a las cuatro, oyendo músicas y requiebros, ya en la puerta de la calle, ya en las ventanas, rodando el dinero en nuestra casa, como en otras la arena, hemos venido a ver a las once cerradas las puertas y casi clavadas las ventanas, sin que haya atrevimiento en nosotras para abrirlas? -Mal año abrirlas -dixo Inés- Dios es mi señor, que tiene trazas nuestro amo de echarles siete candados, como a la cueva de Toledo. Ya, hermana, esas fiestas que dices se acabaron, no hay sino echarnos dos hábitos, pues mi ama ha querido esto, que poca necesidad tenía de haberse casado, pues no le faltaba nada, y no ponernos a todas en esta vida, que no sé cómo no la ha enternecido ver al señor don Agustín cómo ha estado esta noche, que para mí esta higa, si no es la pena de verla casada el acidente que tiene: y no me espanto, que está enseñado a holgarse y regalarse, y viéndose ahora enxaulado como sirguerillo, claro está que lo ha de sentir como yo lo siento, que malos años para mí, si no me pudieran ahogar con una hebra de seda cendalí. -Aún tú, Inés -replicó Marcela-, sales fuera por todo lo que es menester, no tienes que llorar, mas triste de quien por llevar adelante este mal afortunado nombre de doncella, ya que en lo demás haya tanto engaño, ha de estar sufriendo todos los infortunios de un celoso, que las hormiguillas le parecen gigantes, mas yo lo remediaré, supuesto que por mis habilidades no me ha de faltar la comida. Mala Pascua para el señor don Marcos, si yo tal sufriere. -Yo Marcela -dixo Inés- será fuerza que sufra, porque si te he de confesar verdad, don Agustín es las cosas que más quiero, si bien hasta ahora mi ama no me ha dado lugar de decirle nada, aunque conozco dél que no me mira mal, mas de aquí adelante será otra cosa, que al fin habrá de dar más tiempo acudiendo a su marido. En estas pláticas estaban las criadas; y era el caso, que el señor don Agustín era galán de doña Isidora, y por comer, vestir y gastar a título de sobrino, no sólo llevaba la carga de la vieja, mas otras muchas, como eran las conversaciones de damas y galanes, juegos, bailes y otras cosillas de este jaez; y así pensaba sufrir la del marido, aunque la mala costumbre de dormir acompañado le tenía aquella noche con alguna pasión; pues como Inés le quería, dixo que quería ir a ver si había menester algo, mientras se desnudaba Marcela, y fue tan buena su suerte, que como Agustín era muchacho, tenía miedo, y así le dixo: -Por tu vida, Inés, que te acuestes aquí conmigo, porque estoy con el mayor asombro del mundo; y si estoy solo, en toda la noche podré sosegar de temor. Era piadosísima Inés, y túvole tanta lástima que al punto le obedeció, dándole las gracias de mandarla cosas de su gusto. Llegóse la mañana, martes al fin, y temiendo Inés que su señora se levantase y la cogiese con el hurto en las manos, se levantó más temprano que otras veces, y fue a contar a su amiga sus venturas. Y como no hallase a Marcela en su aposento, fue a buscarla por toda la casa, y llegando a una puertecilla falsa que estaba en un corral, algo a trasmano, la halló abierta; y era que Marcela tenía cierto requiebro, para cuya correspondencia tenía llave de la puertecilla, por donde se había ido con él, quitándose de ruidos; y aposta, por dar a don Marcos más tártago, la había dexado abierta. Y visto esto, fue dando voces a su señora, a las cuales despertó el miserable novio, y casi muerto de congoxa saltó de la cama, diciendo a doña Isidora que hiciese lo mismo, y mirase si le faltaba alguna cosa, abriendo a un mismo tiempo la ventana, y pensando hallar en la cama a su mujer, no halló sino una fantasma, o imagen de la muerte, porque la buena señora mostró las arrugas de la cara por entero, las que les encubría con el afeite, que tal vez suele ser encubridor de años, que a la cuenta estaban más cerca de cincuenta y cinco que de treinta y seis, como había puesto en la carta de dote, porque los cabellos eran pocos y blancos, por la nieve de los muchos inviernos pasados. Esta falta no era mucha, merced a los moños y a su autor, aunque en esta ocasión se la hizo a la pobre dama respeto de haberse caído sobre las almohadas, con el descuido del sueño, bien contra la voluntad de su dueño. Los dientes estaban esparcidos por la cama, porque como dixo el príncipe de los poetas, daba perlas de barato, a cuya causa tenía don Marcos uno o dos entre los bigotes, de más de que parecían tejado con escarcha, de lo que habían participado de la amistad que con el rostro de su mujer habían hecho. Cómo se quedaría el pobre hidalgo se dexa a consideración del pío lector, por no alargar pláticas en cosa que puede la imaginación suplir cualquiera falta; sólo digo que doña Isidora, que no estaba menos turbada de que sus gracias se manifesta[sen] tan a letra vista, asió con una presurosa congoxa su moño, mal enseñado a dexarse ver tan de mañana, y atestósele en la cabeza, quedando peor que sin él, porque con la priesa no pudo ver cómo le ponía, y así se le acomodó cerca de las cejas. ¡Oh maldita Marcela, causa de tantas desdichas; no te lo perdone Dios, amén! En fin, más alentada, aunque con menos razón, quiso tomar un faldellín para salir a buscar su fugitiva criada; mas ni él, ni el vestido rico, con que se había casado, ni los chapines con viras, ni otras joyas que estaban en una salva, porque esto y el vestido de don Marcos, con una cadena de doscientos escudos, que había traído puesta el día antes, la cual había sacado de su tesoro para solenizar su fiesta, no pareció, porque la astuta Marcela no quiso ir desapercibida. Lo que haría don Marcos en esta ocasión, ¿qué lengua bastará a decirlo, ni qué pluma a escribirlo? Quien supiere que a costa de su cuerpo lo había ganado, podría ver cuán al de su alma lo sentiría, y más no hallando consuelo en la belleza de su mujer, porque bastaba a desconsolar al mismo infierno. Si ponía los ojos en ella veía una estantigua, si los apartaba, no vía sus vestidos y cadena, y con este pesar se paseaba muy apriesa, así en camisa por la sala, dando palmadas y suspiros. Mientras él andaba así, y doña Isidora se fue al Jordán de su retrete, y arquilla de baratijas, se levantó Agustín, a quien Inés había ido a contar lo que pasaba, riendo los dos la visión de doña Isidora, la pasión y la bellaquería de Marcela; y a medio vestir salió a consolar a su tío, diciéndole los consuelos que supo fingir y encadenar, más a lo socarrón que a lo necio. Animóle con que se buscaría la agresora del hurto, y obligóle a paciencia, que eran bienes de fortuna, con lo que cobró fuerzas para volver en sí y vestirse, y más como vio venir a doña Isidora tan otra de lo que había visto, que casi creyó que se había engañado, y que no era la misma. Salieron juntos don Marcos y Agustín a buscar, por dicho de Inés, las guaridas de Marcela, y en verdad que si no fueran, los tuviera por más discretos, a lo menos a don Marcos, que don Agustín, para mí, pienso que lo hacía de bellaco más que de bobo, que bien se dexa entender, que no se habría puesto en parte donde fuese hallada. Mas, viendo que no había remedio, se volvieron a casa, conformándose con la voluntad de Dios a los santos, y con la de Marcela, a lo de no poder más, y mal de su agrado hubo de cumplir nuestro miserable, con las obligaciones de la tornaboda, aunque el más triste del mundo, porque tenía atravesada en el alma su cadena. Mas como no estaba contenta la fortuna, quiso proseguir en la persecución de su miseria. Y fue desta suerte, que sentándose a comer entraron dos criados del señor Almirante, diciendo que su señor besaba las manos de la señora doña Isidora, y que se sirviese de enviarle la plata, que para prestada bastaba un mes, que si no lo hacía, la cobraría de otro modo. Recibió la señora el recado, y la respuesta no pudo ser otra, que entregarle todo cuando había, platos, fuentes, y lo demás que lucía en la casa, y que había colmado las esperanzas de don Marcos, el cual se quiso hacer fuerte, diciendo que era hacienda suya, y que no se había de llevar, y otras cosas que le parecían a propósito, tanto que fue menester que el un criado fuese a llamar al mayordomo, y el otro se quedase en resguardo de la plata. Al fin la plata se llevo, y don Marcos se quebró la cabeza en vano, el cual ciego de pasión y de cólera, empezó a decir y hacer cosas como hombre fuera de sí. Quexábase de tal engaño, y prometía que había de poner pleito de divorcio, a lo cual doña Isidora, con mucha humildad, te dixo por amansarle, que advirtiese que antes merecía gracias que ofensas, que por granjear un marido como él cualquiera cosa, aunque tocase en engaño, era cordura y discreción, que pues el pensar deshacerlo era imposible, que lo mejor era tener paciencia. Húbolo de hacer el buen don Marcos, aunque desde aquel día no tuvieron paz ni comieron bocado con gusto. A todo esto don Agustín comía y callaba, metiendo las veces que se hallaba presente, paz; y pasando muy buenas noches con su Inés, con la cual se reía las gracias de doña Isidora y desventuras de don Marcos. Con estas desdichas, si la fortuna le dexara en paz, con lo que le había quedado se diera por contento y lo pasara honradamente. Mas como se supo en Madrid el casamiento de doña Isidora, un alquilador de ropa, dueño del estrado y colgadura, vino por tres meses que le debía de su ganancia, y asimismo a llevarlo, porque mujer que había casado tan bien, coligió que no lo habría menester, pues lo podría comprar y tenerlo por suyo. A este trago acabó don Marcos de rematarse, llegó a las manos con su señora, andando el moño y los dientes de por medio, no con poco dolor de su senora, pues le llegaba el verse sin él tan a lo vivo. Esto, y la injuria de verse maltratar tan recién casada, le dio ocasión de llorar, y hacer cargo a don Marcos de tratar así una mujer como ella, y por bienes de fortuna, que ella los da y los quita; pues aún en casos de honra era demasiado el castigo. A esto respondía don Marcos que su honra era su dinero. Mas todo esto no sirvió de nada para que el dueño del estrado y colgadura no lo llevase, y con ello lo que se le debía, un real sobre otro, que se pagó del dinero de don Marcos, porque la señora, como ya había cesado su trato y visitas, no sabía de qué color era, ni los vía de sus ojos, más que la ración de don Marcos, que esa gastaba moderadamente, por no poder ser menos. A las voces y gritos baxó el señor de la casa, la cual nuestro hidalgo pensaba ser suya, y que su mujer le había dicho que era huésped que le tenía alquilado aquel cuarto por un año, y le dixo, que si cada día había de haber aquellas voces que buscasen casa y se fuesen con Dios, que era amigo de su quietud. -¿Cómo ir? -respondió don Marcos-, él es el que se ha de ir, que esta casa es mía. -¿Cómo vuestra, loco? -respondió el dueño-. Atreguado, idos con Dios, que yo os juro que si no mirara que lo sois, la ventana fuera vuestra puerta. Enoxóse don Marcos, y con la cólera se atreviera, si no se metiera doña Isidora y don Agustín de por medio, desengañando al pobre don Marcos, y apaciguando al señor de la casa, con prometerle desembarazarla otro día. ¿Qué podía don Marcos hacer aquí? callar o ahorcarse, porque lo demás ni él tenía ánimo para otra cosa, antes le tenía ya tantos pesares como atónito y fuera de sí. Y desta suerte tomó su capa y salióse de casa, y Agustín por mandado de su tía con él, para que le reportase. En fin, los dos buscaron un par de aposentos cerca de Palacio, por serlo cerca de la casa de su amo, para mudarse; y dado señal, quedó la mudanza para otro día. Y así le dixo a Agustín que se fuese a comer, que no estaba para volver a ver aquella engañadora de su tía. Hízolo así el mozo, dando la vuelta a casa, contando lo sucedido, y entre ellos dos trataron el modo de mudarse. Vino el miserable a acostarse, rostrituerto y muerto de hambre. Pasó la noche, y a la mañana le dixo doña Isidora, que se fuese a la casa nueva, para que recibiese la ropa, mientras Inés traía un carro en que llevarla. Hízolo así, y apenas el buen necio salió, cuando la traidora de doña Isidora y su sobrino y criada, tomaron cuanto había, y lo metieron en un carro, y ellos con ello, y se partieron de Madrid la vuelta de Barcelona, dexando en casa las cosas, que no podían llevar, como platos, ollas y otros trastos. Estuvo don Marcos hasta cerca de las doce aguardando; y viendo la tardanza, dio la vuelta a su casa, y como no los halló, preguntó a una vecina si eran idos. Ella le respondió que rato había. Con lo que pensando que ya estarían allá, tornó aguijando, porque no aguardasen. Llegó sudando y fatigado, y como no los halló, se quedó medio muerto, temiendo lo mismo que era, y sin parar tornó donde venía, y dando un puntapié a la puerta, que habían dexado cerrada. Y como la abrió y entró dentro viese que no había más de lo que no valía nada, acabó de tener por cierta su desdicha. Empezó a dar voces, y carreras por las salas, dándose de camino algunas calabazadas por las paredes, decía: -Desdichado de mí, mi mal es cierto, en mal punto se hizo este desdichado casamiento, que tan caro me cuesta; ¿adónde estás, engañosa Sirena y robadora de mi bien. Y de todo cuanto yo, a costa de mí mismo, tengo granjeado, para pasar la vida con algún descanso? Estas y otras cosas decía, a cuyos extremos entró alguna gente de la casa, y uno de los criados, sabiendo el caso, le dixo que tuviese por cierto el haberse ido, porque el carro en que iba la ropa y su mujer, sobrino y criada, era de camino, y no de mudanza, y que él preguntó que dónde se mudaba, y que le había respondido que se iba fuera de Madrid. Acabó de rematar don Marcos con esto; mas como las esperanzas animan en mitad de las desdichas, salió con propósito de ir a los mesones a saber para qué parte había ido el carro en que iba su corazón entre seis mil ducados, que llevaban en él. Lo cual hizo; mas el dueño dél no era cosario, sino labrador de aquí de Madrid, que en eso eran los que le habían alquilado más astutos que era menester, y así no pudo hallar noticia de nada; pues querer seguirlos, era negocio cansado, no sabiendo el camino que llevaban, ni hallándose con un cuarto, si no lo buscaba prestado, y más hallándose cargado con la deuda del vestido y joyas de su mujer, que ni sabía cómo ni de donde pagarlo. Dio la vuelta marchito y con mil pensamientos a casa de su amo, y viniendo por la calle Mayor, encontró sin pensar con la cauta Marcela, y tan cara a cara, que aunque ella quiso encubrirse fue imposible, porque habiéndola conocido don Marcos asió della, descomponiendo su autoridad; diciéndole: -Ahora, bellaca ladrona -decía nuestro don Marcos-, me daréis lo que me robastes la noche que os salistes de mi casa. -¡Ay señor mío! –dixo Marcela llorando-, bien sabía vo que había de caer sobre mí la desdicha, desde el punto que mi señora me obligó a esto. Óigame, por Dios, antes que me deshonre, que estoy en buena opinión y concertada de casar, y sería grande mal que tal se dixese de mí, y más estando como estoy inocente. Entremos aquí en este portal, y óigame de espacio, y sabrá quién tiene su cadena y vestidos, que va había yo sabido cómo V. m. sospecha su falta sobre mí, y lo mismo le previne a mi señora aquella noche, pero son dueños y yo criada. ¡Ay de los que sirven, y con qué pensión ganan un pedazo de pan! Era (como he dicho) don Marcos poco malicioso, y así dando crédito a sus lágrimas, se entró con ella en un portal de una casa grande, donde le contó quién era doña Isidora, su trato y costumbres, y el intento con que se había casado con él, que era engañándole, como ya don Marcos experimentaba, bien a su costa. Díxole asimismo, cómo don Agustín no era su sobrino, sino su galán, y que era un bellaco vagamundo, que por comer y holgar, estaba como le vía amancebado con una mujer de tal trato y edad, y que ella había escondido su vestido y cadena, para dárselo junto con el suyo, y las demás joyas que le había mandado que se fuese y pusiese en parte donde él no la viese, dando fuerza a su enredo, con pensar que ella se lo había llevado. Parecióle a Marcela ser don Marcos hombre poco pendencioso, y así se atrevió a decirle tales cosas, sin temor de lo que podía suceder; o ya lo hizo por salir de entre sus manos, y no miró en más, o por ser criada, que era lo más cierto; en fin, concluyó su plática la traidora con decirle que viviese con cuenta, porque te habían de llevar, cuando menos se pensase, su hacienda. -Yo le he dicho a V. m. lo que me toca, y mi conciencia me dicta. Ahora -repetía Marcela- haga vuestra merced lo que fuere servido, que aquí estoy para cumplir todo lo que fuere su gusto. -A buen tiempo me das el consejo -replicó don Marcos-, amiga Marcela, cuando no hay ya remedio, que ya la traidora y el ingrato mal nacido, se han ido y llevádome cuanto tenía. Y luego le contó todo lo que había pasado con ellos, desde el día que se había ido de su casa. -¿Es posible? -replicó Marcela-. ¿Hay mayor maldad? ¡Ay señor mío, y cómo no en balde le tenía ya lástima, mas no me atrevía a hablar, porque la noche en que mi señora me envió de su casa, quise avisar a vuestra merced, viendo lo que pasaba; mas temí, que aún entonces, porque le dixe que no escondiese la cadena, me trató de palabra y obra cual Dios sabe. -Ya Marcela -decía don Marcos- he visto lo que dices, y es lo peor que no lo puedo remediar, ni saber dónde o cómo pueda hallar rastro dellos. -No le dé eso pena, señor mío -dixo la fingida Marcela-, que yo conozco un hombre, y aún pienso, si Dios quiere, que ha de ser mi marido, que le dirá a vuestra merced dónde los hallará, como si los viera con los ojos, porque sabe conjurar demonios, y hace otras admirables cosas. -¡Ay Marcela, y cómo te lo serviría yo y agradecería, si hiciese eso por mí! Duélete de mis desdichas, pues puedes. Es muy propio de los malos, en viendo a uno de caída, ayudarle a que se despeñe más presto, y de los buenos creer luego. Así creyó don Marcos a Marcela, y ella se determinó a engañarle y estafarle lo que pudiese, y con este pensamiento le respondió, que fuese luego, que no era muy lexos la casa. Yendo juntos encontró don Marcos otro criado de su casa, a quien pidió cuatro reales de a ocho para dar al astrólogo, no por señal, sino de paga; y con esto llegaron a casa de la misma Marcela, donde estaba con un hombre, que dixo ser el sabio, y a la cuenta era su amante. Habló con él don Marcos, concertóse en ciento y cincuenta reales, y que volviese de allí a ocho días, que él haría que un demonio le dixese dónde estaban, y los hallaría; mas que advirtiese, que si no tenía ánimo que no habría nada hecho, que mejor era no ponerse en tal, o que viese en qué forma le quería ver, si no se atrevía que fuese en la misma suya. Parecióle a don Marcos, con el deseo de saber de su hacienda, que era ver un demonio ver un plato de manjar blanco. Y así, respondió que en la misma que tenía en el infierno, en esa se le enseñase, que aunque le vía llorar la pérdida de su hacienda como mujer, que entre otras cosas era muy hombre. Con esto, y darle los cuatro reales de a ocho se despidió dél y Marcela, y se recogió en casa de un amigo, si los miserables tienen alguno, a llorar su miseria. Dexémosle aquí, y vamos al encantador (que así le nombraremos) que para cumplir lo prometido, y hacer una solene burla al miserable, que ya por la relación de Marcela conocía el sujeto, hizo lo que diré. Tomó un gato, y encerróle en un aposentillo, al modo de despensa, correspondiente a una sala pequeña, la cual no tenía más ventana que una del tamaño de un pliego de papel, alta cuanto un estado de hombre, en la cual puso tina red de cordel que fuese fuerte, y entrábase donde tenía el gato, y castigábalo con un azote, teniendo cerrada una gatera que hizo en la puerta, y cuando le tenía bravo destapaba la gatera, y salía el gato corriendo y saltaba a la ventana, donde cogido en la red le volvían a su lugar. Hizo esto tantas veces, que ya sin castigarle, en abriéndole, iba derecho a la ventana. Hecho esto aviso al miserable para que aquella noche, en dando las once, le enseñaría lo que deseaba. Había, venciendo su inclinación, buscado nuestro engañado lo que faltaba para los ciento y cincuenta reales, prestado, y con ello se vino a casa del encantador, al cual puso en las manos el dinero, para animarle a que fuese el conjuro más fuerte; el cual, después de haberle vuelto a apercibir el ánimo y valor, se sentó de industria en una silla debaxo de la ventana, la cual tenía ya quitada la red. Era, como se ha dicho, después de las once, y en la sala no había más luz que la que podía dar una lamparilla que estaba a un lado, y dentro de la despensilla todo lleno de cohetes, y con el un mozo avisado de darle a su tiempo fuego, y soltarse a cierta seña, que entre los dos estaba puesto para soltarle a aquel tiempo, Marcela se salió fuera, que ella no tenía ánimo para ver visiones. Y luego el astuto mágico se vistió una ropa de bocazí negro y una montera de lo mismo, y tomando un libro de unas letras góticas en la mano, algo viejo el pergamino para dar más crédito a su burla, hizo un cerco en el suelo y se metió dentro con una varilla en las manos, y empezó a leer entre dientes murmurando en tono melancólico y grave, y de cuando en cuando pronunciaba algunos nombres extravagantes y exquisitos, que jamás habían llegado a los oídos de don Marcos. El cual tenía abiertos (como dicen) los ojos de un palmo, mirando a todas partes si sentía ruido, para ver el demonio que le había de decir todo lo que deseaba. El encantador hería luego con la vara en el suelo, y en un brasero que estaba junto a él con lumbre echaba sal y azufre y pimiento; alzando la voz decía: -Sal aquí, dernomo Calquimorro, pues eres tú el que tienes cuidado de seguir a los caminantes, y les sabes sus desinios y guarida. Di aquí en presencia del señor don Marcos y mía qué camino lleva esta ente, y dónde y qué modo se tendrá de hallarlos. Sal presto o guárdate de mi castigo: ¿estás rebelde y no quieres obedecerme? pues aguarda que yo te apretaré hasta que lo hagas. Y diciendo esto volvía a leer en el libro. A cabo de rato tornaba a herir con el palo en el suelo, refrescando el conjuro dicho y sahumerio, de suerte que ya el pobre don Marcos estaba ahogándose. Y viendo ya ser hora de que saliese dixo: -¡Oh tú que tienes las llaves de las puertas infernales, manda al Cervero que dexe salir a Calquimorro, demonio de los caminos, para que diga dónde están estos caminantes, o si no te fatigaré cruelmente! A este tiempo, ya el mozo que estaba por guardián del gato había dado fuego a los cohetes y abierto el abujero, que como vio arderse salió dando aullidos y truenos, acompañándolos de brincos y saltos; y como estaba enseñado a saltar en la ventana, quiso escaparse por ella, y sin tener respeto a don Marcos, que estaba sentado en la silla, por encima de su cabeza, abrasándole de camino las barbas y cabellos y parte de la cara, dio consigo en la calle, al cual suceso, pareciéndole que no había visto un diablo, sino todos los del infierno, dando muy grandes gritos, se dexó caer desmayado en el suelo, sin tener lugar de oír una voz que se dio a aquel punto, que dixo: -En Granada los hallarás. A los gritos de don Marcos, y maullidos del gato, viéndole dar bramidos y saltos por la calle, respeto de estarse abrasando, acudió gente, y entre ellos la Justicia, y llamando entraron y hallaron a Marcela y a su amante, procurando a poder de agua, volver en sí al desmayado, lo cual fue imposible hasta la mañana. Informóse del caso el Alguacil, y no satisfaciéndose, aunque le dixeron el enredo, echando sobre la cama del encantador a don Marcos, que parecía muerto, y dexando con él y Marcela dos guardas, por no saberle nadie otra posada, llevaron a la cárcel al embustero y su criado, que hallaron en la despensilla, dexándolos con un par de grillos a cada uno, a título de hombre muerto en su casa. Dieron a la mañana noticia a los señores alcaldes deste caso, los cuales mandaron salir a visita los dos presos, y que fuesen por Marcela, y viesen si el hombre había vuelto en sí o se había muerto. A este tiempo don Marcos había vuelto en sí y sabía de Marcela el estado de sus cosas, y se confirmaba por el hombre más cobarde del mundo. Llevólos el Alguacil a la sala, y, preguntado por los señores deste caso, dixo la verdad, conforme lo que sabía, trayendo a juicio el suceso de su casamiento, y cómo aquella moza le había traído a aquella casa, donde le dixo que le dirían los que llevaban su hacienda dónde los hallaría, y que él no sabía más, de que, después de largos conjuros que aquel hombre había hecho leyendo en un libro que tenía, había salido por un agujero un demonio tan feo y tan terrible, que no había bastado su ánimo a escuchar lo que decía entre dientes y los grandes aullidos que iba dando; y que no sólo esto, más que había embestido con él, y puéstole como vían, más que él no sabía qué se hizo, porque se le cubrió el corazón, sin volver en sí hasta la mañana. Admirados estaban los alcaldes, hasta que el encantador los desencantó, contándoles todo el caso como se ha dicho, confirmando lo mismo el mozo y Marcela, y el gato que truxeron de la calle, donde estaba abrasado y muerto. Y trayendo también dos o tres libros que en su casa tenían, dixeron a don Marcos conociese cuál dellos era el de los conjuros. Él tomó el mismo, y lo dio a los señores alcaldes, y abierto vieron que era el de Amadís de Gaula, que por lo viejo y letras antiguas había pasado por libro de encantos; con lo que, enterados del caso, fue tanta la risa de todos, que en gran espacio no se sosegó la sala, estando don Marcos tan corrido, que quiso mil veces matar al encantador y luego hacer lo mismo de sí, y más cuando los Alcaldes le dixeron que no se creyese de ligero ni se dexase engañar a cada paso. Y así, los enviaron a todos con Dios, saliendo tal el miserable que no parecía el que antes era, sino un loco, tantos suspiros y extremos, que daba lástima a los que le vían. Fuese a casa de su amo, donde halló un cartero que le buscaba, con una carta con un real de porte, que abierta vio que decía desta manera: «A don Marcos Miseria, salud: Hombre que por ahorrar no come, hurtando a su cuerpo el sustento necesario, y por interés de dineros de casa, sin más información que si hay hacienda, bien merece el castigo que vuestra merced tiene, y el que se le espera andando el tiempo. Vuestra merced, señor, no comiendo sino como hasta aquí, ni tratando con más ventajas que siempre hizo a sus criados, y como ya sabe la media libra de vaca, un cuarto de pan, y otros dos de ración al que sirve y limpia la estrecha vasija en que hace sus necesidades vuelva a juntar otros seis mil ducados, y luego me avise, que vo vendré de mil amores a hacer con vuestra merced vida maridable, que bien lo merece marido tan aprovechado. –Doña Isidora de la Venganza.» Fue tanta la pasión que don Marcos recibió con esta carta, que le dio una calentura acidental, de tal suerte que en pocos días acabó los suyos miserablemente. A doña Isidora, estando en Barcelona aguardando galeras en qué embarcarse para Nápoles, una noche, don Agustín y su Inés la dexaron durmiendo, y con los seis mil ducados de don Marcos, y todo lo demás que tenían, se embarcaron. Y llegados a Nápoles, él asentó plaza de soldado, y la hermosa Inés, puesta en paños mayores, se hizo dama cortesana, sustentando con este oficio en galas y regalos a su don Agustín. Doña Isidora se volvió a Madrid, donde, renunciando el moño y las galas, anda pidiendo limosna, cual me contó más por entero esta maravilla, y yo me determiné a escribirla, para que vean los miserables el fin que tuvo éste, y no hagan lo mismo, escarmentando en cabeza ajena. Con grandísimo gusto oyeron todos la maravilla que don Álvaro dixo, viendo castigado a don Marcos. Y viendo que don Alonso se prevenía para la suya, trocando su asiento con Álvaro, hizo don Juan señas a los músicos, los cuales cantaron así: No sé si temeroso don Juan de la indignación de Lisis, quiso con este segundo romance disculparse de los agravios que le hacía en el primero, aunque a costa de los enojos de Lisarda, que enfadada déste, cuanto gloriosa del otro, le mostró en un gracioso ceño con que miró a don Juan, de lo que el falso amante se holgaba, porque a no ser así, tratara con más secreto y cordura esta voluntad, y no tan al descubierto, que él mismo se preciaba de amante de Lisarda, y mal correspondiente de Lisis. La cual, ya cansada de batallar con tantos desengaños y sinrazones, se determinó, pasada la fiesta de aquellas alegres noches, por no estorbar el gusto que todas sus amigas tenían en ellas, supuesto que don Juan, de día y de noche, mañana y tarde, estaba en casa de Lisarda, decirle que excusase la venida a la suya, pues sus visitas no servían más que de amontonar tibiezas y pesares sobre pesares; y asimismo, si don Diego se determinase a ser su esposo, cerrar los ojos a los demás devaneos. Del mismo parecer estaba don Diego, que no aguardaba sino el fin de la fiesta para dar principio a su pretensión, pues don Juan estaba (aunque de otro parecer) aguardando lo mismo, agraviado de que don Diego tuviese puesto sus pensamientos en Lisis, sabiendo que era prenda un tiempo de su cuidado, si bien ya de su olvido. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
El jardín engañoso
Cuento
En la imperial ciudad de Toledo, silla de reyes, y corona de sus reinos, como lo publica su hermosa fundación, agradable sitio, nobles caballeros y hermosas damas, hubo no ha muchos años un caballero cuyo nombre será don Fernando. Nació de padres nobles y medianamente ricos, y él por sí tan galán, alentado y valiente que si no desluciera estas gracias de naturaleza con ser mucho más inclinado a travesuras y vicios que a virtudes, pudiera ser adorno, alabanza y grandeza de su patria. Desde su tierna niñez procuraron sus padres criarle e instruirle con las costumbres que requieren los ilustres nacimientos para que lleven adelante la nobleza que heredaron de sus pasados; mas estos virtuosos estilos eran tan pesados para don Fernando, como quien en todo seguía su traviesa inclinación, sin vencerse en nada; y más que al mejor tiempo le faltó su padre, con que don Fernando tuvo lugar de dar más rienda a sus vicios. Gastó en esto alguna parte de su patrimonio, falta que se veía mucho, como no era de los más abundantes de su tierra. En medio de estos vicios y distraimiento de nuestro caballero, le sujetó amor a la hermosura, donaire y discreción de una dama que vivía en Toledo medianamente rica y sin comparación hermosa, cuyo nombre será doña Juana. Sus padres, habiendo pasado de esta a mejor vida, la habían dejado encomendada a solo su valor, que en Toledo no tenían deudos, por ser forasteros. Era doña Juana de veinte años, edad peligrosa para la perdición de una mujer, por estar entonces la bella vanidad y locura aconsejadas con la voluntad, causa por que no escuchando a la razón ni al entendimiento, se dejen cautivar de deseos livianos. Dejábase doña Juana servir y galantear de algunos caballeros mozos, pareciéndole tener por esta parte más seguro su casamiento. De esta dama se aficionó don Fernando con grandes veras; solicitole la voluntad con papeles, músicas y presentes, balas que asestan luego los hombres para rendir las flacas fuerzas de las mujeres. Miraba bien doña Juana a don Fernando y no le pesaba verse querida de un caballero tan galán y tan noble, pareciéndole que si le pudiese obligar a ser su marido, sería felicísimamente venturosa, puesto que no ignoraba sus travesuras, y decía, como dicen algunas (dicen mal), que eran cosas de mozos; porque el que no tiene asiento a los principios poco queda que aguardar a los fines. Era don Fernando astuto y conocía que no se había de rendir doña Juana menos que casándose, y así daba muestras de desearlo, diciéndolo a quien le parecía que se lo diría, en particular a las criadas, las veces que hallaba ocasión de hablarlas. La dama era asimismo cuerda, y para amartelarle más se hacía de temer, obligándole con desdenes a enamorarse más, pareciéndole que no hay tal cebo para la voluntad como las asperezas, las cuales sentía don Fernando sobre manera, o porque si al principio empezó de burlas ya la quería de veras, o por haber puesto la mira en rendirla; y le debía de parecer que perdía de su punto si no vencía su desdén, y más conociendo de su talle ser poderoso para rendir cualquiera belleza. Una noche del verano con otros amigos le trajo amor, como otras, a su calle, les pidió que cantasen, y obedeciendo los músicos cantaron: No cantó don Fernando con tan poco acierto estas décimas, si bien dichas sin propósito, pues hasta entonces no podía juzgar de la voluntad de su dama si se inclinaba a quererle, si a aborrecerle, que no hallasen lugar en su pecho sus gracias, que a caer sobre menos travesuras lucieran mucho. Mas ya determinada a favorecerle, se dejó ver, que hasta entonces había oído la música encubierta, y dio a entender con palabras que había estimado sus versos, asistiendo al balcón mientras se cantaron. Y con el favor que doña Juana hizo a don Fernando aquella noche, se partió el más contento que imaginar se puede, pareciéndole que para ser el primero no había negociado mal respecto del desdén con que siempre le había tratado; y continuando sus paseos y perseverando en su amor, acrecentando los regalos, vino a granjear de suerte la voluntad de la dama que ya era la enamorada y perdida, y don Fernando el que se dejaba amar y servir (condición de hombre amado y ventura de mujer rendida), porque aunque don Fernando quería bien a doña Juana, no de suerte que se rematase ni dejase por su amistad las demás ocasiones. Venció don Fernando y rindiose doña Juana, y no es maravilla, pues se vio obligar con la palabra que le dio de ser su esposo, oro con que los hombres disimulan la píldora amarga de sus engaños. Vivía la madre de don Fernando, y este fue el inconveniente que puso para no casarse luego, diciendo que temía disgustarla y que por no acabarla del todo a fuerza de disgustos era necesario disimular hasta mejor ocasión. Creyole doña Juana y de esta suerte sufría con gusto las excusas que le daba, pareciéndole que ya lo más estaba granjeado, que era la voluntad de don Fernando, con la cual se aseguraba de cuantos temores se le ofrecían mientras la fortuna se inclinaba a favorecerla, o porque ya no podía vivir sin su amante, que era lo más cierto. En esta amistad pasaron seis meses, dándola don Fernando cuanto había menester y sustentándole la casa como pudiera la de su misma mujer, porque con tal intento era admitido. En este tiempo que doña Juana amaba tan rendida, y don Fernando amaba como poseedor, y ya la posesión le daba enfado, sucedió que una amiga de doña Juana, mujer de más de cuarenta y ocho años, si bien muy agraciada y gallarda y que aún no tenía perdida la belleza que en la mocedad había alcanzado, animándolo todo con grandísima cantidad de hacienda que tenía y había granjeado en Roma, Italia y otras tierras que había corrido, siendo calificada en todas ellas por grandísima hechicera, aunque esta habilidad no era conocida de todos, porque jamás la ejercitaba en favor de nadie sino en el suyo, por cuya causa también doña Juana la ignoraba, si bien por las semejanzas no tenía entera satisfacción de Lucrecia, que ese era el nombre de esta buena señora, porque era natural de Roma, mas tan ladina y españolizada como si fuera nacida y criada en Castilla. Esta pues, como era muy familiar en casa de doña Juana, con quien se daba por amiga, se enamoró de don Fernando, tanto como puede considerar quien sabe lo que es voluntad favorecida del trato, pues no era este el primer lance que en este particular Lucrecia había tenido. Procuró que su amante supiese su amor, continuando las visitas a doña Juana y el mirar tierno a don Fernando, del cual no era entendida, porque le parecía que ya Lucrecia no estaba en edad para tratar de galantería ni amores. Ella, que ya amaba a rienda suelta, viendo el poco cuidado de don Fernando y el mucho de doña Juana, que sin sospecha de su traición era estorbo de su deseo, porque como amaba no se apartaba de la causa de su amor, se determinó la astuta Lucrecia a escribir un papel, del cual prevenida hasta hallar ocasión, aguardó tiempo, lugar y ventura, que hallándole, se le dio, el cual decía así: «Disparate fuera el mío, señor don Fernando, si pretendiera apartaros del amor de doña Juana, entendiendo que no había de ser vuestra mujer; mas viendo en vuestras acciones y en los entretenimientos que traéis que no se extiende vuestra voluntad más que a gozar de su hermosura, he determinado descubriros mi afición: yo os amo desde el día que os vi, que un amor tan determinado como el mío no es menester decirle por rodeos; hacienda tengo con que regalaros; de esta y de mí seréis dueño: con que os digo cuanto sé y quiero. Lucrecia.» Leyó don Fernando el papel, y como era vario de condición, aceptó el partido que le hacía acudiendo desde el mismo día a su casa, no dejando por esto de ir a la de doña Juana, disfrazando sus visitas para con Lucrecia, que le quisiera quitar de todo punto de ellas con sus obligaciones. Doña Juana, que por las faltas que hacía su amante y haber visto en Lucrecia acciones de serlo, y también en verla retirada de su casa, sospechando lo mismo que era, dio en seguirle y escudriñar la causa: a pocos lances descubrió toda la celada y supo con la frecuencia que Lucrecia le daba hacienda para que gastase y destruyese: tuvo sobre esto la dama con su ingrato dueño muchos disgustos, mas todos sirvieron de hacerse más pesada, más enfadosa y menos querida; porque don Fernando no dejaba de hacer su gusto ni la pobre señora de atormentarse, la cual viendo que no servían los enojos más que de perderle, tomó por partido el disimular hasta ver si conseguía su amor el fin que deseaba, que no vivía sin don Fernando, cuya tibieza le traía sin juicio. Lucrecia se valía de más eficaces remedios, porque acontecía estar el pobre caballero en casa de doña Juana, y sacarle de ella, ya vestido, ya desnudo, como lo hallaba el engaño de sus hechizos. Viendo en fin doña Juana cuán de caída iban sus cosas, quiso hacerle guerra con las mismas armas, pues las de su hermosura ya podían tan poco: y andando inquiriendo quién le ayudaría en esta ocasión, no faltó una amiga que le dio noticia de un estudiante que residía en la famosa villa de Alcalá, tan ladino en esta facultad que solo en oírle se prometió dichoso fin. Y para que los terceros no dilatasen su suerte, quiso ser ella la mensajera de sí misma; para lo cual (fingiendo haber hecho una promesa), alcanzada la licencia de don Fernando, que no le fue muy dificultoso alcanzar, para hacer una novena al glorioso san Diego en su santo sepulcro, se metió en un coche y fue a buscar lo que le pareció que sería su remedio, con cartas de la persona que le dio nuevas del estudiante; del cual, como llegó a Alcalá y a su casa, fue recibida con mucho agrado, porque con las cartas le puso en las manos veinte escudos. Contole sus penas la afligida señora, pidiéndole su remedio: a lo cual respondió el estudiante que, cuanto a lo primero, era menester saber si se casaría con ella, y que después entraría el apremiarle a que lo hiciese; y para esto le dio dos sortijas de unas piedras verdes y la dijo que se volviese a Toledo, y que aquellos anillos los llevase guardados y que no los pusiese hasta que don Fernando la fuese a ver, y en viéndole entrar los pusiese en los dedos, las piedras a las palmas, y tomándole las suyas le tratase de su casamiento; y que advirtiese en la respuesta que le daba, que él sería con ella dentro de ocho días y le diría lo que había de hacer en esto; mas que le advertía que se quitase luego los anillos y los guardase como los ojos, porque los estimaba en más que un millón. Con esto, dejándole memoria de su casa y nombre, para que no errase cuando la fuese a buscar, la más contenta del mundo se volvió a Toledo. Así como llegó avisó a don Fernando de su venida, el cual recibió esta nueva con más muestras de pesar que gusto, si bien el estar cargado de obligaciones le obligó a disimular su tibieza, y así fue luego a verla por no darle ocasión para que tuviese quejas. Pues viendo doña Juana lo que le ofrecía su fortuna, y poniéndose luego sus anillos, conforme a la orden que tenía, tomó las manos a don Fernando y entre millares de caricias le empezó a decir que cuándo había de ser el día en que pudiese ella gozarle en servicio de Dios. A esto respondió don Fernando que si pensara no dar disgusto a su madre aquella misma noche la hiciera suya; mas que el tiempo haría lo que le parecía que estaba tan imposible. Con esta respuesta, y quedarse allí aquella noche, le pareció a doña Juana que ya estaba la fortuna de su parte y que don Fernando era ya su marido: quitose sus sortijas y dióselas a la criada que las guardase. La fregona, que las vio tan lindas y lucidas, púsoselas en las manos, sacó agua del pozo, fregó y otro día las llevó al río, dando pavonada con estas, no solo este mas todos los otros que faltaban hasta venir el estudiante, quitándolas solo para ir delante de su señora porque no las viera. Al cabo de este tiempo vino el estudiante a Toledo y fue bien recibido de doña Juana, la cual, después de haberle regalado, le volvió sus sortijas y le dijo lo que don Fernando había respondido. El estudiante, agradecido a todo, se partió otro día, dejándole dicho que él miraría con atención su negocio y la avisaría qué fin había de tener. Mas apenas salió el miserable una legua de Toledo cuando los demonios que estaban en las sortijas se le pusieron delante y derribándole de la mula le maltrataron, dándole muchos golpes, tantos, que poco le faltaba para rendir la vida. Decíanle en medio de la fuga: —Bellaco, traidor, que nos entregaste a una mujer que nos puso en poder de su criada, que no ha dejado río ni plaza donde no nos ha traído, sacando agua, fregando con nosotros: de todo esto eres tú el que tienes la culpa, y así serás el que lo has de pagar. ¿Qué respuesta piensas darle? ¿Piensas que se ha de casar con ella? No por cierto, porque juntos como están acá están ardiendo en los infiernos, y de esa suerte acabarán sin que ni tú ni ella cumpláis vuestro deseo. Y diciendo esto le dejaron ya por muerto hasta otro día por la mañana que unos panaderos que venían a Toledo le hallaron ya casi espirando, y movidos de compasión le pusieron en una mula y le trajeron a la ciudad, y pusieron en la plaza para ver si lo conocía alguna persona, porque el pobre no estaba para decir quién era ni dónde lo habían de llevar. Acertó en este tiempo a ir la criada de doña Juana a comprar de comer y al punto le conoció, con cuyas nuevas fue luego a su señora, que en oyéndolo tomó su manto y se fue a la plaza, y como le conoció, le mandó llevar a su casa para hacerle algunos remedios. Hízolo así, y acostándole en su cama y llamando los médicos, le hicieron tal cura que mediante ella fue Dios servido que volviese en sí. El cual, en el tiempo que duró su mal, contó a doña Juana la causa de él y la respuesta que los demonios le habían dado de su negocio. Causó en la dama tal temor el decirle que estaba en el infierno como en el mundo que bastó para irla desapasionando de su amor, y desapasionada miró su peligro y así procuró remediarle, tomando otro camino diferente del que hasta allí había llevado. Sanó el estudiante de su enfermedad, y antes de partirse a su tierra le pidió doña Juana que, pues su saber era tanto, que le ayudase a su remedio. A lo cual el mozo agradecido le prometió hacer cuanto en su mano fuese. Es pues el caso que al tiempo que don Fernando se enamoró de ella, la servía y galanteaba un caballero genovés, hijo de un hombre muy rico que asistió en la corte, que con sus tratos y correspondencias en toda Italia había alcanzado con grandes riquezas el título de caballero para sus hijos. Era segundo, y su padre tenía otro mayor y dos hijas, la una casada en Toledo y la otra monja. Pues este mancebo, cuyo nombre era Octavio, que por gozar de la vista de doña Juana lo más del tiempo asistía en la ciudad con sus hermanas, y su padre lo tenía por bien, respecto del gusto que ellas tenían con su vista; como a los principios, por no haber entrado don Fernando en la pretensión, se había visto más favorecido; y después que doña Juana cautivó su voluntad, le empezase a dar de mano, y Octavio supiese que él era la causa de no mirarle bien su dama, determinó de quitarle de en medio; y así, una noche que don Fernando con otros amigos estaba en la calle de doña Juana, salió a ellos con otros que le ayudaron y tuvieron unas crueles cuchilladas, de las cuales salieron de una y otra parte algunos heridos. Octavio desafió a don Fernando, el cual ya en este tiempo gozaba a doña Juana con palabra de esposo: pues como la dama supo el desafío, temerosa de perder a don Fernando, escribió un papel a Octavio diciéndole que el mayor extremo de amor que podía hacer con ella era guardar la vida de su esposo más que la suya misma, porque hiciese cuenta que la suya no se sustentaba sino con ella, y otras razones tan discretas y sentidas, de que el enamorado Octavio recibió tanta pasión que le costó muchos días de enfermedad. Y para guardar más enteramente el gusto y orden de doña Juana, después de responder a su papel mil ternezas y lástimas, le dio también palabra de guardarle, como vería por la obra, y esta misma tarde, vestido de camino, dijo a doña Juana viéndola en un balcón, casi con lágrimas en los ojos: —Ingrata mía, basilisco hermoso de mi vida, adiós para siempre. Y dejando con esto a Toledo se fue a Génova, donde estuvo algunos días, y de allí se pasó a servir al rey en el reino de Nápoles. Pues como doña Juana, dando crédito a lo que el estudiante le decía y pareciéndole que si Octavio volviera a España sería el que le estaría más a propósito para ser su marido, así, dando cuenta al estudiante de esto, le pidió, obligándole con las dádivas, a que le hiciese venir con sus conjuros y enredos. El estudiante, escarmentado de la pasada burla, la respondió que él no había de hacer en eso más de decirle lo que había de hacer para que consiguiese su deseo, y que dentro de un mes volvería a Toledo y que conforme le sucediese, le pagaría. Diole con esto un papel y ordenole que todas las noches se encerrase en su aposento e hiciese lo que decía; con esto se volvió a Alcalá, dejando a la dama instruida en lo que había de hacer, la cual, por no perder tiempo, desde esta misma noche empezó a ejercer su obra. Tres serían pasadas, cuando (o que las palabras del papel tuviesen la fuerza que el estudiante había dicho, o que Dios, que es lo más cierto, quiso con esta ocasión ganar para sí a doña Juana) estando haciendo su conjuro con la mayor fuerza que sus deseos la obligaban, sintiendo ruido en la puerta, puso los ojos en la parte donde sonó el rumor y vio entrar por ella cargado de cadenas y cercado de llamas de fuego a Octavio, el cual la dijo con espantosa voz: —¿Qué me quieres, doña Juana? ¿No basta haber sido mi tormento en vida, sino en muerte? Cánsate ya de la mala vida en que estás, teme a Dios y la cuenta que has de dar de tus pecados y distraimientos, y déjame a mí que estoy en las mayores penas que puede pensar una miserable alma que aguarda en tan grandes dolores la misericordia de Dios; porque quiero que sepas que, dentro de un año que salí de esta ciudad, fue mi muerte saliendo de una casa de juego, y quiso Dios que no fuese eterna. Y no pienses que he venido a decirte esto por la fuerza de tus conjuros, sino por particular providencia y voluntad de Dios que me mandó que viniese a avisarte que si no miras por ti, ¡ay de tu alma! Diciendo esto, volvió a sus gemidos y quejas, arrastrando sus cadenas, y se salió de la sala, dejando a doña Juana llena de temor y penas, no de haber visto a Octavio sino de haberle oído tales razones, teniéndolas por avisos del cielo, pareciéndole que no estaba lejos su muerte, pues tales cosas le sucedían. Considerando pues esto, y dando voces a sus criadas, se dejó caer en el suelo, vencida de un cruel desmayo; entraron a los gritos, no solo las criadas mas las vecinas, y aplicándole algunos remedios tornó en sí para de nuevo volver a su desmayo, porque apenas se le quitaba uno cuando le volvía otro, y de esta suerte, ya sin juicio, ya con él, pasó la noche sin atreverse las que estaban con ella a dejarla. Vino en estas confusiones el día sin que doña Juana tuviese más alivio, aunque a pura fuerza la habían desnudado y metido en la cama; y como era de día, vino don Fernando tan admirado de su mal cuanto lastimado de él; y sentándose sobre su cama, le preguntó la causa y asimismo qué era lo que sentía. A lo cual la hermosa doña Juana (siendo mares de llanto sus ojos) le contó cuanto le había sucedido, así con el estudiante como con Octavio, sin que faltase un punto en nada, dando fin a su plática con estas razones: —Yo, señor don Fernando, no tengo más de una alma, y esa perdida, no sé qué me queda más que perder: los avisos del cielo ya pasan de uno, no será razón aguardar a cuando no haya remedio: yo conozco de vuestras tibiezas, no solo que no os casaréis conmigo, mas que la palabra que me disteis no fue más de por traerme a vuestra voluntad; dos años ha que me entretenéis con ella sin que haya más novedad mañana que hoy: yo estoy determinada de acabar mi vida en religión, que según los preludios que tengo no durará mucho, y no penséis que por estar defraudada de ser vuestra mujer escojo este estado, que os doy mi palabra que aunque con gusto vuestro y de vuestra madre quisiérades que lo fuera, no aceptara tal, porque desde el punto que Octavio me dijo que mirase por mi alma, propuse de ser esposa de Dios y no vuestra; así lo he prometido, y lo que solo quiero de vos es que, atento a las obligaciones que me tenéis, supuesto que mi hacienda es tan corta que no bastará a darme el dote y lo demás que es necesario, me ayudéis con lo que faltare y negociéis mi entrada en la Concepción, que este sagrado elijo para librarme de los trabajos de este mundo. Calló doña Juana, dejando a los oyentes admirados y a don Fernando tan contento que diera la misma vida en albricias (tal le tenían los embustes de Lucrecia), y abrazando a doña Juana y alabando su intento, y prometiendo hacer en eso mil finezas, se partió a dar orden en su entrada en el convento, la cual se concertó en mil ducados, que los dio don Fernando con mucha liberalidad, con los demás gastos de ajuar y propinas; porque otros mil que hizo doña Juana de su hacienda los puso en renta para sus niñerías, y pagando a sus criadas y dándoles sus vestidos y camisas que repartió con ellas junto con las demás cosas de la casa, antes de ocho días se halló con el hábito de religiosa, la más contenta que en su vida estuvo, pareciéndole que había hallado refugio adonde salvarse, y que escapando del infierno se hallaba en el cielo. Libre ya don Fernando de esta carga, acudió a casa de Lucrecia con más puntualidad, y ella, viéndole tan suyo y que ya estaba libre de doña Juana, no apretaba tanto la fuerza de sus embustes, pareciéndole que bastaba lo hecho para tenerle asido con su amistad, con lo cual don Fernando tuvo lugar de acudir a las casas de juego, donde jugaba y gastaba largo. De esta suerte se halló en poco tiempo con muchos ducados de deuda, pareciéndole que con la muerte de su madre se remediaría todo, creyendo que según su edad no duraría mucho. La cual, sabiendo que ya estaba libre de doña Juana, cuyos sucesos no se le encubrían, trató de casarle, creyendo que esto sería parte para sosegarle. Con el parecer de don Fernando, que, como he dicho, no estaba tan apretado de los hechizos de Lucrecia, viendo que ya no tenía a quién temer, puso la mira en una dama de las hermosas que en aquella sazón se hallaban en Toledo, cuyas virtudes corrían parejas con su entendimiento y belleza. Esta señora, cuyo nombre es doña Clara, era hija de un mercader que con su trato calificaba su riqueza, por llegar con él no solo a toda España sino pasar a Italia y a las Indias. No tenía más hijos que a doña Clara, y para ella, según decían, gran cantidad de dinero, si bien en eso había más engaño que verdad, porque el tal mercader se había perdido, aunque para casar su hija conforme su merecimiento disimulaba su pérdida. En esta señora, como digo, puso la madre de don Fernando los ojos, y en ella los tenía asimismo puestos un hijo de un título, y no menos que el heredero y mayorazgo, no con intento de casarse sino perdido por su belleza, y ella le favorecía, que ni en Toledo alcanzaba fama de liviana ni tampoco la tenía de cruel. Dejábase pasear y dar músicas, estimar y engrandecer su belleza, mas jamás dio lugar a otro atrevimiento, aunque el marqués (que por este título nos entenderemos) facilitara en más su virtud que su riqueza. Puso en fin la madre de don Fernando terceros nobles y muy cuerdos para el casamiento de su hijo, y fue tal su suerte que no tuvo mucha dificultad en alcanzarlo del padre de la dama; y ella, como no estimaba al marqués en nada, por conocer su intento, dio luego el sí, con que hechos los conciertos, precediendo las necesarias diligencias, se desposó con don Fernando, dándole luego el padre de presente seis mil ducados en dinero, porque lo demás dijo estar empleado: y que pues no tenía más hijos que a doña Clara, cosa forzosa era ser todo para ella. Contentose don Fernando, por tapar con este dinero sus trampas y trapazas, entrando en poder del lobo la cordera, que así lo podemos decir. Dentro de un mes de casada doña Clara, vio su padre que era imposible cumplir la promesa que le había hecho a su hija, y juntando lo más que pudo después de los seis mil ducados que dio, se ausentó de Toledo y se fue a Sevilla donde se embarcó para las Indias, dejando por esta causa metida a su hija en dos mil millares de disgustos; porque como don Fernando se había casado con ella por solo el interés y los seis mil ducados se habían ido en galas y cosas de casa, y pagar las deudas en que sus vicios le habían puesto, a dos días sin dinero salió a plaza su poco amor, y fue trocando el que había mostrado, que era poco, en desabrimiento y odio declarado, pagando la pobre señora el engaño de su padre; si bien la madre de don Fernando, viendo su inocencia y virtud, volvía por ella y le servía de escudo. Supo Lucrecia el casamiento de don Fernando a tiempo que no lo pudo estorbar, y por estar ya hecho y por vengarse, usando de sus endiabladas artes, dio con él en la cama, atormentándole de manera que siempre le hacía estar en un ay, sin que en más de seis meses que le duró la enfermedad se pudiese entender de dónde le procedía ni le sirviesen los continuos remedios que se hacían. Hasta que, viendo esta Circe que el tenerle así más servía de perderle que de vengarse, dejó de atormentarle, con lo que don Fernando empezó a mejorar: mas mudando la traidora de intento, encaminó sus cosas a que aborreciese a su mujer, y fue de suerte que, estando ya bueno, tornó a su acostumbrada vida, pasando lo más del tiempo con Lucrecia. El marqués, desesperado de ver a doña Clara casada, también había pagado con su salud su pena, y ya mejor de sus males, aunque no de su amor, tornó de nuevo a servir y solicitar a doña Clara, y ella a negarle de suerte sus favores que ni aun verla era posible, con cuyos desdenes se aumentaba más su fuego. En este tiempo murió la madre de don Fernando, perdiendo en ella doña Clara su escudo y defensa y don Fernando el freno que tenía para tratarla tan ásperamente como de allí adelante hizo, porque se pasaban los días y las noches sin ir a su casa, ni aun a verla, lo cual sentía la pobre señora con tanto extremo que no había consuelo para ella, y más cuando supo la causa que traía a su marido sin juicio. No ignoraba el marqués lo que doña Clara pasaba, mas era tanta su virtud y recogimiento que jamás podía alcanzar de ella ni que recibiese un papel ni una joya, con ser su necesidad bien grande; porque las deudas de don Fernando, los juegos y el poco acudir a granjear su hacienda, la fue acabando de suerte que no había quedado nada, tanto que ya se atrevía a sus joyas y vestidos, sustentando dos niñas, que en el discurso de cuatro años que había que estaba casada tenía, y una criada con el trabajo de sus manos, porque don Fernando no acudía a nada: y con todo no pudieron alcanzar de ella sus amigas ni su criada que recibiese algunos regalos que el marqués le enviaba con ellas; antes a cuanto acerca de esto le decían daba por respuesta que la mujer que recibía cerca estaba de pagar. Pasando todo este tiempo, la justicia, de oficio, como era público el amancebamiento de don Fernando y Lucrecia, dio en buscarle, siguiéndole a él los pasos. No faltó quien dio de esto aviso a Lucrecia, la cual no tuvo otro remedio sino poner tierra en medio; y tomando su hacienda, acompañada de su don Fernando, que ya había perdido de todo punto la memoria de su mujer e hijas, se fue a Sevilla, adonde vivían juntos, haciendo vida como si fueran marido y mujer. Sintió doña Clara este trabajo como era razón, tanto que fue milagro no perder la vida si no la guardara Dios para mayores extremos de virtud, la cual estuvo sin saber de su marido más de año y medio, pasando tantas necesidades que llegó a no tener criada, sino puesta en traje humilde, además de trabajar de día y de noche para sustentarse a sí y sus dos niñas, se vio obligada a ir ella misma a llevar y traer la labor a una tienda. Sucedió en este tiempo hallarse velando una noche para acabar un poco de labor que se había de llevar a la mañana, y forzada del amor, del dolor, de la tristeza y soledad, o lo más cierto, por no dejarse vencer del sueño, cantó así: Era baja la sala en que estaba doña Clara y correspondía una reja a la calle, a la cual estaba escuchando don Sancho, que este es el nombre del marqués su amante: pues como oyese las quejas, y en un corazón que ama es aumentar su pena oír la pena de otros, tan enternecido como amante, porque le tocaban en el alma los pesares de doña Clara, llamó a la reja, a cuyo ruido la dama alterada preguntó quién era. —Yo soy, hermosa Clara —dijo don Sancho—, yo soy, escúchame una palabra: ¿quién quieres que sea, o quién te parece que podía ser sino el que te adora, y estimando tus desdenes por regalados favores, anima con esperanzas su vida? —No sé de qué las podéis tener, señor don Sancho —dijo doña Clara—, ni quién os las da, pues después que me casé no he dado lugar ni a vuestros deseos ni a quién los ha solicitado, para que vivan animados; y si os fiais en la cortesía con que antes de tener marido me dejé servir de vos, advertid que aquella fue galantería de doncella, que sin ofensa de su honor pudo, ya que no amar, dejarse amar. Yo tengo dueño; justo o injusto, el cielo me lo dio; mientras no me lo quitare le he de guardar la fe que prometí; supuesto esto, si me queréis, la mayor prueba que haré de este amor será que excuséis lo que la vecindad puede decir de un hombre poderoso y galán como vos, pasear las puertas de una mujer moza y sin marido, y mas no ignorando la ciudad mi necesidad, pues creerán que habéis comprado con ella mi honor. —Esto quiero yo remediar, hermosa Clara —dijo don Sancho—, sin otro interés que el haber sido el remedio de vuestros trabajos. Servíos de recibir mil escudos, y no me hagáis otro favor que yo os doy palabra, como quien soy, de no cansaros más. —No hay deudas, señor don Sancho —respondió doña Clara—, que mejor se paguen que las de la voluntad, efecto de ella es vuestra largueza; yo ni me tengo de fiar de mí misma ni obligarme a lo que nunca he de poder pagar. Yo tengo marido, él mirará por mí y por sus hijas, y si no lo hiciere, con morir, ni yo puedo hacer más, ni él me puede pedir mayor fineza. Con esto cerró la ventana, dejando a don Sancho más amante y más perdido, sin que dejase por esto de perseverar en su amor ni ella en su virtud. Año y medio había pasado desde que don Fernando se ausentó de Toledo sin que se supiese dónde estaba, hasta que viniendo a Toledo unos caballeros que habían ido a Sevilla a ciertos negocios, dijeron a doña Clara cómo le habían visto en aquella ciudad: nuevas de tanta estima para doña Clara que no hay ponderación que lo diga, y desde este punto se determinó de ir a ponérsele delante y ver si le podía obligar a que volviese a su casa. Y andando buscando dónde dejar sus niñas mientras hacía este camino, doña Juana, que ya profesa y con muy buena renta, la más contenta del mundo, no ignoraba estos sucesos, y dando gracias a Dios porque no había sido ella la desdichada, estaba en su convento haciendo vida de una santa, supo la necesidad de doña Clara, y como buscaba dónde dejar las niñas, que en aquel tiempo tenía la una cuatro años, y la otra cinco, la envió a llamar, y después de decirle quién era, por si no lo sabía, y las mercedes que el cielo la había hecho en traerla a tal estado, lo que le pesaba de sus trabajos y en lo que estimaba la virtud y prudencia con que los llevaba, le dijo como estaba informada que quería ir a Sevilla y que buscaba quién le tuviese sus hijas, que se las trajese, que ella las recibiría por suyas y como a tales, en siendo de edad, las daría el dote para que fuesen religiosas en su compañía, y que creyese que esto no lo hacía por amor que tuviese a su padre sino por lástima que la tenía. Agradeció doña Clara la merced que le hacía, y por no dilatar más su camino, el poco aparato de casa que le había quedado, como era una cama y otras cosillas, llevó con sus hijas a doña Juana, la cual tenía ya licencia del arzobispo para recibirlas. Y al tiempo que abrió la portería para que entrasen, apretando entre los brazos a doña Clara con los ojos llenos de lágrimas, la metió en las manos un bolsillo con cuatrocientos reales en plata. Y despidiéndose de ella, esta misma tarde se puso en camino en un carro que iba a Sevilla, dejando a doña Juana muy contenta con sus nuevas hijas. Llegó doña Clara a Sevilla; y como iba a ciegas, sin saber en qué parte había de hallar a don Fernando, y siendo la ciudad tan grande y teniendo tanta gente, fue de suerte que en tres meses que estuvo en ella no pudo saber nuevas de tal hombre. En este tiempo se le acabó el dinero que llevaba, porque pagó en Toledo algunas deudas que tenía y no le quedaron sino cien reales. Pues viéndose morir (como dicen) de hambre, ya desahuciada de no hallar remedio, y volver a Toledo era lo mismo, determinó quedarse en Sevilla hasta ver si hallaba a don Fernando: para esto procuró una casa donde servir, y encomendándolo a algunas personas, particularmente en la iglesia, le dijo una señora que ella le daría una donde se hallaría muy bien para acompañar a una señora ya mayor; si bien temía que, por tener el marido mozo y ser ella de tan buena cara, no se habían de concertar. Doña Clara, con una vergüenza honesta, le suplicó le dijese la casa, que probaría suerte. Diole la señora las señas y un recado para la tal señora que era su amiga; con las cuales doña Clara se fue a la casa, que era junto a la iglesia mayor, y entrando en ella la vio toda muy bien aderezada (señal clara de ser los dueños ricos), y como hallase la puerta abierta, se entró sin llamar hasta la sala del estrado, donde en uno muy rico vio sentada a Lucrecia, la amiga de su marido, que luego la conoció por haberla visto una vez en Toledo, y junto a ella don Fernando, desnudo por ser verano, con una guitarra cantando este romance, que por no impedirle no quiso dar su recado, admirada de lo que veía y más de ver que no la habían conocido: Como acabó de cantar don Fernando, Lucrecia preguntó a doña Clara si buscaba alguna cosa; a lo cual respondió que la señora doña Lorenza su amiga la enviaba para que su merced viese si valía algo para el efecto que buscaba de criada. A esto puso don Fernando los ojos en ella, que ya Lucrecia la había mandado sentar en frente de él, mas aunque hizo esta acción, no la conoció más que si en su vida no la hubiera visto, de lo cual doña Clara estaba admirada y daba entre sí gracias de haber por tal modo hallado lo que tan caro le costaba el buscarlo, sintiendo en el alma el verle tan desacordado y fuera de sí, conociendo como discreta la causa de que procedía tal efecto, que eran los hechizos de aquella Circe que tenía delante. Preguntole Lucrecia, agradada de su cara y honestidad, que de dónde era. —De Toledo soy —respondió doña Clara. —¿Pues quién os trajo a esta tierra? —replicó Lucrecia. —Señora —dijo doña Clara—, aunque soy de Toledo, no vivía en él sino en Madrid: vine con unos señores que iban a las Indias, y al tiempo de embarcarse caí muy mala y no pude menos de quedarme, con harto sentimiento suyo; en cuya enfermedad, que me ha durado tres meses, he gastado cuanto tenía y me dejaron; y viéndome con tan poco remedio, pregunté hoy a la señora doña Lorenza, que por suerte la vi en la iglesia, si quería una criada para acompañar, como en esta tierra se usa, y su merced me encaminó aquí, y así, si usted no ha recibido ya quien la sirva, crea de mí que sabré dar gusto, porque soy mujer noble y honrada, y me he visto en mi casa con algún descanso. Agradose Lucrecia con tanto extremo de Clara, viendo su honestidad y cordura, que sin reparar la una ni la otra en el concierto, ni más demandas ni respuestas, se quedó en casa, contenta por una parte, y por la otra, como era razón que estuviese quien veía lo mismo que venía a buscar, tan fuera de sí que sin conocerla hacía delante de sus ojos regalos y favores a una mujer que no los merecía. Entregole Lucrecia a su nueva criada las llaves de todo, dándole el cargo del regalo de su señor y el gobierno de dos esclavas que tenía: solo un aposento que estaba en un desván no le dejó ver, porque reservó solo a su persona la entrada en él, guardando la llave, sin que ninguna persona entrase con ella cuando iba a él, con tanto cuidado que, aunque Clara procuraba ver lo que allí había, no le fue posible; bien es verdad que siempre estaba con sospecha de que era aquel aposento la oficina de los embustes con que tenía a don Fernando tan ciego que no sabía de sí ni cuidaba de más que de querer y regalar a su Lucrecia, haciendo con ella muy buen casado, tanto que con la mitad se diera Clara por muy contenta y pagada. En esta vida pasó más de un año, siendo muy querida de sus amos, escribiendo cada ordinario a doña Juana los sucesos de su vida, y ella animándola con sus cartas y consuelos para que no desmayase ni lo dejase hasta ver el fin. Al cabo de este tiempo cayó Lucrecia en la cama de una muy grave enfermedad, con tanto sentimiento de don Fernando que parecía que perdía su juicio. Pues como las calenturas fuesen tan fuertes que no la diesen lugar a levantarse poco ni mucho, al cabo de tres o cuatro días que estaba en la cama llamó a Clara y con mucha terneza la dijo estas palabras: —Amiga Clara, un año ha que estás conmigo; el tratamiento que te he hecho más ha sido de hija que de criada, y si yo vivo, de hoy adelante será mejor, y en caso que muera, yo te dejaré con qué vivas: estas son obligaciones, y más en ti que eres agradecida, bien serán parte para que me guardes un secreto que te quiero decir: toma, hija, esta llave, y ve al desván donde está un aposento que ya le habrás visto; entrando en él, hallarás un arca grande de estas antiguas, en esta un gallo; échale de comer, porque allí en el mismo aposento hallarás trigo: y mira, hija mía, que no le quites los anteojos que tiene puestos, porque me va en ello la vida; antes te pido que si de este mal muriere, antes que tu señor ni nadie lo vea, hagas un hoyo en el corral, y así como está con sus anteojos y cadena con que está atado le entierres, y con él el costal de trigo que está en el mismo aposento; que este es el bien que me has de hacer y pagar. Oyó Clara con atención las razones de su ama y en un punto revolvió en su imaginación mil pensamientos, y todos paraban en un mismo intento. Y porque Lucrecia no concibiese alguna malicia de su silencio, le respondió agradeciéndole la merced que le hacía de fiar en ella un secreto tan importante y de tanto peso, prometiendo de hacer con puntualidad lo que mandaba; y tomando la llave, con todo cuidado y con toda diligencia se fue a ver su gallo. Subió al desván y abriendo el aposento entró en él, y llegando cerca del arca, como considerase a lo que iba, y la fama que Lucrecia tenía en Toledo, la cubrió un sudor frío y un miedo tan grande y tan temeroso que casi estuvo para volverse; mas cobrando ánimo y esforzándose lo mejor que pudo, abrió el arca, y así como la abrió, vio un gallo con una cadena asida de una argolla que tenía a la garganta, y en otra que estaba asida al arca y asimismo preso, y a los pies tenía unos grillos, y luego tenía puestos unos anteojos, al modo de los de caballo, que le tenían privada la vista. Quedose Clara viendo todas estas cosas tan absorta y embelesada que no sabía lo que le había sucedido; por una parte se reía y por otra se hacía cruces, y sospechando si acaso en aquel gallo estaban hechos los hechizos de su marido, a cuya causa estaba tan ciego que no la conocía, como lo más cierto es desear las mujeres lo mismo que les privan, le dio deseo de quitarle los anteojos, y apenas lo pensó cuando lo hizo, y habiéndoselos quitado, le puso la comida, y cerrando como estaba de primero, se volvió adonde su ama la aguardaba, que como la vio le dijo: —¿Amiga mía, diste de comer al gallo? ¿Quitástele los anteojos? —No, señora —respondió Clara—, ¿quién me metía a mí en hacer lo que usted no me mandó? —añadiendo a esto que creyese que la servía con mucho gusto, y así hacía lo que mandaba con el mismo. Llegose en esto la hora de comer y vino don Fernando a su casa, y después de haber preguntado a Lucrecia cómo se sentía, se sentó a la mesa, que estaba cerca de la cama; metieron las esclavas la comida, porque Clara estaba en la cocina poniéndola en orden y enviando los platos a la mesa, hasta que al fin de ella salió donde estaban sus amos, y apenas puso don Fernando los ojos en ella cuando la conoció, y con admiración la dijo: —¿Qué haces aquí, doña Clara? ¿Cómo viniste? ¿Quién te dijo dónde yo estaba? ¿Qué hábito es este? ¿Dónde están mis hijas? Porque, o yo sueño o tú eres mi mujer, a quien por ser yo desordenado dejé en Toledo pobre y desventurada. A esto respondió doña Clara: —Buen descuido es tuyo, esposo mío, pues al cabo de un año que estoy en tu casa sirviéndote como una miserable esclava, sujeta a los engaños de esta Circe que está en esta cama, sales con preguntarme qué hago aquí. —¡Ay traidora! —dijo a esta sazón Lucrecia—, y cómo le quitaste los anteojos al gallo; pues no pienses que has de gozar de don Fernando, ni te han de valer nada tus sutilezas. Y diciendo esto saltó de la cama con más ánimo del que parecía tener cuando estaba en ella, y sacando de un escritorio una figura de hombre, hecha de cera, con un alfiler grande que tenía en el mismo escritorio se lo pasó por la cabeza abajo hasta esconderse en el cuerpo, y se fue a la chimenea y la echó en medio del fuego, y luego llegando a la mesa y tomando un cuchillo, con la mayor crueldad que se puede pensar, se lo metió a sí misma por el corazón, cayendo junto a la mesa muerta. Fue todo esto hecho con tanta presteza que ni don Fernando, ni doña Clara, ni las esclavas la pudieron socorrer. Alzaron todos las voces, dando gritos, a cuyo rumor se llegó mucha gente, entre todos la justicia, y asiendo de don Fernando y de los demás empezaron a hacer información, tomando su confesión a las esclavas, las cuales declararon lo que habían visto y oído a don Fernando, diciendo cómo Lucrecia era su amiga y lo que con ella le había pasado desde el día en que la conocía hasta aquel punto. Al decir doña Clara su dicho, dijo que no había de decir palabra si no era delante del asistente; y que importaba para la declaración de aquel caso no ir ella a su presencia, sino que viniese el asistente a aquella casa. Fueron a darle cuenta de todo y decirle lo que aquella mujer decía, y como lo supo, vino luego acompañado de los más principales señores de Sevilla, que sabiendo el caso, todos le seguían; en presencia de los cuales dijo doña Clara quién era y lo que le había sucedido con don Fernando y con la maldita Lucrecia, sin dejarse palabra por decir. Y haciendo traer allí el arca en que estaba el gallo, abrió ella misma con la llave que estaba debajo de la almohada de Lucrecia, donde todos pudieron ver al pobre gallo con sus grillos y cadenas, y los anteojos que doña Clara le había quitado allí junto a él. El asistente, admirado, tomó él mismo los anteojos y se los puso al gallo: al punto don Fernando quedó como primero, sin conocer a Clara más que si en su vida la hubiera visto; antes viendo a Lucrecia en el suelo, bañada en sangre, y el cuchillo atravesado por el corazón, se fue a ella y tomándola en sus brazos decía y hacía mil lástimas, pidiendo justicia de quien tal crueldad había hecho. Tornó el asistente a quitar al gallo los anteojos, y luego don Fernando volvió a cobrar su entero juicio. Tres o cuatro veces se hizo esta prueba y tantas sucedió lo mismo, con que el asistente acabó de caer en la cuenta y creyó ser verdad lo que todos decían. Mandó echar fuera la gente y cerrar la puerta de la casa, y mirando cofres y escritorios, hasta los más apartados rincones y agujeros, hallaron en el escritorio de Lucrecia mil invenciones y embelecos que causaron temor y admiración, con que Lucrecia parecía a los ojos de don Fernando gallarda y hermosa. En fin, satisfecho de la verdad, si bien por ver si las esclavas eran parte en aquellas cosas, las puso en la cárcel; dieron a don Fernando y doña Clara por libres, confiscando la hacienda para el rey, y públicamente quemaron todas aquellas cosas, el gallo y lo demás, con el cuerpo de la miserable Lucrecia, cuya alma pagaba ya en el infierno sus delitos y mala vida, siendo la muerte muy parecida a ella. Acabados de quemar los hechizos, enfermó don Fernando, yéndose poco a poco consumiendo y acabando. Vendió doña Clara un vestido y algunas cosillas que había granjeado en casa de Lucrecia: con esto y lo que por orden de la justicia se le dio en pago de lo que había servido, se metieron en un coche ella y don Fernando, que ya estaba muy enfermo, y dieron la vuelta a Toledo, creyendo que con ser su natural, con los aires en que había nacido cobraría salud, según decían los médicos; mas fue cosa sin remedio, porque como llegó a Toledo cayó en la cama, donde a pocos días murió, habiendo dado muchas muestras de arrepentimiento. Sintió doña Clara su pérdida con tanto extremo que casi no había consuelo para ella, y estuvo bien poco de seguir el mismo camino, porque aunque le tenía enfermo y estaba con tanta necesidad, quisiera que viviera muchos años, ayudándola a este sentimiento el ver lo que don Fernando la quería y el poco tiempo que le duró la vida. Hallose sobre todo esto sin más remedio que el de Dios para enterrarle; ni se atrevía a ir con esta necesidad a doña Juana, considerando que harto hacía en tenerle y sustentarle sus hijas. Determinose pues a vender su pobre cama, aunque no tuviese después en qué dormir; mas no estaba a este tiempo Dios olvidado de la virtud y sufrimiento de doña Clara, y así, ordenando que don Sancho, que todo el tiempo que ella había estado fuera de Toledo había estado en su estado (que ya le había heredado por muerte de su padre, sin haberse querido casar, aunque se le habían ofrecido muchas ocasiones, conforme a quien era), supiese por cartas de un criado, que en Toledo estaba casado, lo que pasaba, y deseoso de volver a ver al querido dueño de su alma, amante firme y no fundado en el apetito, vino a la ciudad y entró en ella el día en que estaba doña Clara en esta desdicha, y como supiese lo que pasaba, no pudo sufrir el enamorado mozo tal cosa; y así se entró por las puertas de la dama, y después de haberla dado el pésame breve y amorosamente, ordenó el entierro de don Fernando con la mayor grandeza que pudo, llevándole con tanto acompañamiento como si fuera su padre, acompañándole él mismo y a su imitación los caballeros de Toledo. Dada sepultura al cuerpo y vuelto con toda aquella ilustre compañía a la pobre casa de doña Clara, en presencia de todos la dijo estas palabras: —Hermosa Clara, yo he cumplido con lo que a caridad debo, dando sepultura al cuerpo de tu difunto esposo: la voluntad con que lo he hecho bien sabes tú y sabe esta ciudad que no ha sido fomentada más que con mis deseos, por no haber jamás alargado los tuyos a más que a un agradecimiento honesto, y esto fue antes que tuvieses dueño; que en teniéndole, ni aun tu vista merecí, no habiéndome faltado a mí diligencias, mas todas sin provecho respecto de tu virtud, de la cual si antes me enamoraba tu hermosura, hoy me hallo más enamorado. Ya no tengo padre que me impida, ni tú ocasión para que no seas mía; justo es que pagues este amor y deudas en que estás a mi firmeza con un solo sí que te pido; y yo a ti asimismo, pues no solo yo, sino todos los hombres del mundo, deben portarse de este modo con las mujeres que a fuerza de virtudes granjean la voluntad de los que las desean. No dilates mi gloria ni te quites el premio que mereces: tus hijas tendrán padre en mí, y tú un esclavo que toda la vida adore tu hermosura. No tuvo otra respuesta que dar doña Clara a don Sancho sino echarse a sus pies, diciendo que era su esclava y que por tal la tuviese. Con esto los que habían venido a dar los pésames, dieron las enhorabuenas. Siguiéronse las órdenes de la iglesia en amonestaciones y lo demás, estando doña Clara mientras pasaban en casa del corregidor, que era deudo de don Sancho, donde cumplido el tiempo se desposaron, alcanzando don Sancho licencia del rey para hacer su casamiento, que todo sucedió como quien tenía al cielo de su parte, deseoso de premiar la virtud de doña Clara. Hiciéronse en fin las bodas, dotando don Sancho a las hijas de doña Clara, que quisieron quedarse monjas con doña Juana, cuya discreta elección dio motivo a esta maravilla para darle nombre de Desengañado amado, que no es poca cordura que quien ama se desengañe. Doña Clara vivió muchos años con su don Sancho, de quien tuvo hermosos hijos, que sucedieron en el estado de su padre, siendo por su virtud la más querida y regalada que se puede imaginar, porque de esta suerte premia el cielo la virtud. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
El juez de su causa
Cuento
Salamanca, ciudad nobilísima, y la más bella y amena que en la Castilla se conoce, donde la nobleza compite con la hermosura, las letras con las armas, y cada una de por sí piensa aventajarse y dejar atrás a cuantas hay en España, fue madre y progenitora de don Rodrigo y doña Leonor, entrambos ricos y nobles. Era don Rodrigo segundo en su casa, culpa de la desdicha que quiso por esta parte quitarle los méritos que por la gallardía y discreción tenía merecidos, y que por lo menos fuese defecto que quitase el emprender famosas empresas, pues lo era para él doña Leonor, única y sola en la casa de sus padres, y heredera de un riquísimo mayorazgo. Vivían uno frontero de otro, y tan amigos los unos de los otros que casi se hacía la amistad sangre, siendo la de los padres causa de que los hijos desde sus más tiernos años se amasen, hasta que llegando a los de discreción, cansado amor de las burlas, solicitó llevar plaza de veras (y halló en esto favor de su paladar, cuanto quiso y pudo desear) porque los dos amantes habían nacido en la estrella de Píramo y Tisbe, por cuyo ejemplo, puesto en los ojos de los padres de doña Leonor, empezaron a temer, no el fin, sino el principio; y porque les parecía que atajado este no tendría lugar el otro, procuraron estorbar en cuanto les fue posible la comunicación de doña Leonor y don Rodrigo, pues por lo menos quitaron que fuese con la llaneza que en la niñez. Y como amor, cuando trata cosas de peso, él mismo se recata y recela de sí mismo, empezaron estos dos amantes a recelarse hasta de sus mismos pensamientos, buscando para hablarse los lugares más escondidos, tomando amor de las niñerías entera posesión de las almas, y más viendo el estorbo que les hacían sus padres, aumentando de tal suerte la voluntad que ya no trataban sino del efecto de su amor y cumplimiento de sus deseos, determinándose los dos juntos y cada uno de por sí a morir primero que dar paso atrás en su voluntad. Las dádivas facilitaron la fidelidad de los criados, y amor el modo de verse, supliendo tal vez los amorosos papeles las ocasiones de hablarse, expresándose en ellos con tanta llaneza que, sin recato, pero sí con vergüenza, que siempre malogra muchos deseos, se declaraban sus más íntimos pensamientos. Pues como la hermosura de doña Leonor cada día iba en mayor aumento, se le ofrecían a cada paso a don Rodrigo mil competidores que, deseosos de su casamiento, se declaraban por sus pretendientes. Temeroso de que alguna vez no le quitasen a fuerza de merecimientos la prenda que más estimaba, se determinó fiado en los suyos, que aunque menor en su casa, eran muchos, de pedírsela a sus padres, poniendo por solícitos terceros para ello a los suyos, que satisfechos de su nobleza y bienes de fortuna, con que además del mayorazgo podían dar algunos a su hijo, se prometieron buen suceso; mas salioles tan al revés esta confianza que, llegando al fin del negocio, se vieron de todo punto defraudados de ella; porque los de doña Leonor respondieron que su hija era única heredera de su casa, y que aunque don Rodrigo merecía mucho, no era prenda para un menor, y que esto solo hacía estorbo a sus deseos, los cuales, si el mayor no fuera casado, se lograran con mucho gusto de todos; demás que doña Leonor estaba prometida por mujer a un caballero de Valladolid, cuyo nombre era don Alonso. Sintieron esto los padres de don Rodrigo, pareciéndoles agravio preferir a ninguno más que a su hijo: y de esto nació entre los deudos de una parte y otra una grandísima enemistad, tanto que no se trataban como primero. Quien más lo sintió fue don Rodrigo, tanto que perdía el juicio, haciendo tantos extremos como los de su amor le obligaban, y más cuando supo que para acabar de todo punto este negocio, y que muriese el amor a fuerza de la ausencia, trataron sus padres de enviarle a Flandes, haciéndole trocar por esta ocasión los hábitos de estudiante en galas de soldado. Inocente y descuidada estaba doña Leonor de este suceso, pues don Rodrigo no le había querido dar parte de su determinación porque no la estorbase, temiendo lo mismo que había de responder su padre, por tener más puesta la mira en la hacienda que en su gusto, hasta que el mismo día que don Rodrigo tuvo la respuesta desgraciada de su infeliz pretensión y se determinó su partida, escribió a doña Leonor un papel en que la daba cuenta de la resolución de sus padres y de la brevedad de su viaje. El sentimiento de doña Leonor con estas nuevas quede a la consideración de los que saben qué pena es dividirse los que se quieren bien, y lo mostró más largamente cayendo en la cama de una repentina enfermedad que puso a todos en cuidado; mas animándose una mañana que le dio su madre (con haber salido fuera) lugar para escribir, respondió a su amante de esta suerte: «La pena de este suceso os dirá mi enfermedad; el remedio no le hallo: porque demás de no haber en mí atrevimiento para dar a mi padre este disgusto, la brevedad de vuestra partida no da lugar a nada. No perdáis el ánimo, pues yo no le pierdo. Dad gusto a vuestros padres, que yo os prometo de no casarme en tres años, aunque aventure en ello la vida: esto determino, para que alcancéis con vuestras valerosas hazañas, no los méritos para merecerme, que de esos estoy pagada y contenta, sí los bienes de fortuna, que es en solo lo que repara la codicia de mi padre. El cielo os dé vida para que yo vuelva a veros tan firme y leal como siempre.» Leyó don Rodrigo este papel con tantos suspiros y lágrimas como doña Leonor despidió al escribirle, que fueron hartas, que llorar los hombres cuando los males no tienen remedio no es flaqueza sino valor; y así la tornó a suplicar en respuesta que aliviándose algún tanto diese orden que la viese, para que por lo menos no llevase este dolor en tan largo destierro. Procuró doña Leonor dar gusto a su amante, y así engañando el mal, o que fuese amor quien hizo este milagro, a pesar de los médicos y de sus padres se levantó el mismo día que don Rodrigo se había de partir, y para que más pudiese gozarle, pidió a su madre que fuesen a oír misa a una imagen que en esta ocasión se señalaba en Salamanca con muchos milagros. Cumpliole este deseo la desdicha, que tal vez deja que sucedan algunas cosas bien, para que después se sientan más los males y penas que continuamente vienen tras las alegrías. Aguardaba don Rodrigo el coche en que iba su dama con su madre cerca de la iglesia, tan galán como triste y tan airoso como desdichado. Llegó el coche al lugar de la muerte (que tal se puede llamar este), pues había de ser en el que se habían de apartar las almas de los cuerpos, siendo la despedida sola una vista; y como doña Leonor iba con el cuidado que es de creer, luego amor le encaminó la suya adonde estaba su dueño, guisado (como dicen) para partir con botas y espuelas, de que recibió tanta alteración, considerando que en el mismo instante que le veía le había de perder, que en respuesta de la cortesía que don Rodrigo la hizo con una atenta y amorosa reverencia, le dio un pesar harto grande, pues le recibió el amante viéndola caer en los brazos de su madre sin ningún sentido. La noble señora, inocente de estos sucesos, por no haberle dado su marido parte de las pretensiones de don Rodrigo, dando la culpa al haberse levantado, hizo que diese la vuelta el coche para volverse a casa; de suerte que cuando doña Leonor volvió de su desmayo ya estaba en su cama, y cercada de médicos y criadas, que con remedios procuraban darle la vida que creían tener perdida. Aunque don Rodrigo tenía prevenida su partida, no le dio lugar amor para hacerla dejando su sol eclipsado, y así la suspendió hasta que por la esclava, tercera de su amor, supo como doña Leonor, más aliviada de su mal, aunque no de su pena, estaba reposando. Con cuyas nuevas se partió el mismo día, quedando la dama al combate de las persecuciones de su padre, que como discreto no ignoraba de qué podía proceder el mal y disgusto con que siempre la veía, teniendo la ausencia de don Rodrigo por el autor de todo, más no por eso dejaba de prevenir lo necesario para que cuando don Alonso viniese no hallase dificultad en su casamiento. Llegó don Rodrigo a Flandes y fue recibido del duque de Alba, que a este tiempo gobernaba aquellos estados, con el gusto que podía tener un caballero tan noble como don Rodrigo, a quien desde luego comenzó a ocupar en cargos y oficios convenientes a su persona y calidad, sucediendo a cada paso ocasiones en que don Rodrigo mostraba su valor y hazañas, de las cuales el duque satisfecho y contento, cada día le hacía mil honras y favores, siendo su gala y persona, discreción y nobleza, los ojos de la ciudad. Sucedió en este tiempo que estando un día con el duque de Alba no solo don Rodrigo, sino todos los más nobles y principales caballeros y valerosos soldados del ejército, entró una principal señora flamenca, y arrodillada a los pies del duque le pidió que oyese un caso portentoso y notable que venía a contarle. El duque, que conocía la nobleza y calidad de doña Blanca, se levantó y la recibió con aquella acostumbrada cortesía de que tanto se preció y era dotado; y haciéndola sentar, la dijo que manifestase el suceso que tanto encarecía. Entonces doña Blanca contó en presencia de los circunstantes cómo hacía un año que había muerto su marido, y desde entonces se oía en su casa un grandísimo ruido, pero que había cuatro meses que se veía en ella una fantasma, tan alta y temerosa que no tenía ella y sus criados otro remedio más que, en dando las once de la noche (que es la hora en que se dejaba ver), encerrarse en un retrete y aguardar allí hasta que dadas las doce se desaparecía, porque nunca jamás entraba en aquella parte donde ellas se retiraban. Acabó su plática con pedirle que mandase hacer en este caso alguna diligencia. El duque que, como sabio, consideró que si fuera fantasma, como doña Blanca decía, no tuviera lugar separado, ni llaves ni cerraduras que le impidieran el entrar adonde doña Blanca se recogía, discurriendo en estas imaginaciones un poco, mandó a todos los que estaban allí guardar en aquel caso secreto; y como en varias ocasiones tenía experiencia del valor, ánimo y prudencia de don Rodrigo, le mandó que asistiese a la casa de doña Blanca y viese qué fantasma era aquella que la inquietaba. Besó don Rodrigo la mano al duque por la merced que le hacía en elegirle a él para aquel caso, habiendo en la sala personas más beneméritas y de más valor que él, humildades que más hacían lucir su valerosa condición. Volviose doña Blanca a su casa, con orden de no decir en ella que don Rodrigo había de ir a verse con aquella figura espantosa que en ella se advertía, porque en esto le pareció al duque que consistía el saber qué era. Vino la noche, y con más espacio que el animoso don Rodrigo quisiera, tal era el deseo con que estaba de ver el fin de este negocio; el cual se fue en casa de doña Blanca bien armado y prevenido, y después de haber estado en conversación hasta las diez, sin que en este tiempo hubiese tratado de la causa a qué iba, como vio que ya podía prevenirse, la habló aparte, informándose del modo que la fantasma venía, y después la ordenó que llamase un criado de los que la servían para que le acompañase, sin que el tal entendiese para qué era llamado. Condescendió doña Blanca en todo, tan aficionada a la gallardía de don Rodrigo que muy bien le hiciera dueño de su persona y de todo cuanto poseía, diciéndole tales razones que casi se lo daba a entender. Viniendo el criado, ignorante de todo, le ordenó doña Blanca que previniese una hacha, y creyendo que era para ir alumbrando a aquel caballero, lo hizo, y como estuvo encendida bajó don Rodrigo con él y cerró la puerta de la calle, guardando él mismo las llaves. Vuelto arriba, sin dejar un punto al criado ni darle lugar a que se apartase de él, le dijo a doña Blanca que se fuese a recoger con sus mujeres; la cual obedeciendo, se encerró con ellas en el retrete acostumbrado que estaba inmediato a la sala en que don Rodrigo, con su compañía, quiso aguardar la fantasma. Todas estas cosas tenían admirado al criado de doña Blanca; y más se admiró cuando don Rodrigo, juntando la puerta de la sala, le mandó que se sentase porque le había de hacer compañía, de que quisiera excusarse, mas no tuvo remedio, antes con esto confirmó más la sospecha de don Rodrigo, si bien el mozo disculpaba su turbación con su miedo; pero ya determinado en lo que había de hacer, aguardó su buena o mala suerte. Tenía por orden de don Rodrigo el hacha encendida en la mano, y como dieron las once se empezaron a oír unos grandes y espantosos golpes, y dar unos temerosos gemidos, los cuales se venían encaminando adonde estaban, de cuyo temor el mozo empezó a temblar. Don Rodrigo, que no era necio, con más ciertas sospechas que nunca, le dijo embrazando un broquel, y desenvainando la espada: —Gentilhombre, cuenta con la luz, que la fantasma conmigo lo ha de ver. A este tiempo, viendo entrar aquella figura, el mozo, fingiendo un desmayo, se dejó caer en el suelo con propósito de matar de esta suerte la luz, como después se supo; mas no le sucedió tan bien, porque aunque la hacha cayó en el suelo, no se mató; lo cual visto por don Rodrigo, acudió con mucha presteza a ella, y tomándola en la mano en que tenía la rodela, embistió con la fantasma, que ya a este tiempo estaba en medio de la sala: y de la estatura de un hombre que entró por la puerta, se había hecho tan alta y disforme que llegaba al techo, y con un bastón que traía en las manos, del cual pendía cantidad de cadenas, daba golpes con que amedrentaba a las inocentes y flacas mujeres. Don Rodrigo, que con la luz y su espada se había llegado cerca y pudo notar que en las manos traía guantes, le tiró un golpe a las piernas, que no fue menester más para rendirle, porque como venía fundado sobre unos palos muy altos y este cimiento era falso, dio el edificio en tierra una terrible caída, a cuyo golpe doña Blanca y sus mujeres, que ya por el ruido se habían venido hacia la puerta, salieron fuera con una vela encendida, porque la hacha que tenía don Rodrigo se había muerto con el aire del golpe; el cual, acudiendo al caído, le halló tan aturdido y desmayado que dio lugar a que se viese quién era, porque, en quitándole unos lienzos en que venía envuelto, fue conocido de don Rodrigo; porque era un caballero flamenco su vecino, que enamorado de ella desde que murió su marido, la solicitaba y perseguía, al cual la hermosa doña Blanca había despedido ásperamente por ser casado. Acudieron con agua aplicándosela al rostro para que volviese del desmayo: y vuelto de él, harto avergonzado del suceso viendo descubierta su malicia, le dijo don Rodrigo: —¿Qué disfraz es ese, señor Arnesto, tan ajeno de vuestra opinión y trato? —¡Ay, señor don Rodrigo! —replicó Arnesto—, si sabéis qué es amor, no os maravilléis de esto que hago sino de lo que dejo de hacer; y pues ya es fuerza que lo sepáis, de este embeleco y disfraz, como vos le habéis llamado, es la causa mi señora doña Blanca, a la cual me inclinó a amar mi desdicha; y como el ser yo casado y ser ella quien es estorba y ataja mi ventura, harto de solicitarla y pretenderla, y de oír ásperas palabras de su boca, me aconsejé con este criado que está caído en el suelo, y entre los dos dimos esta traza, metiéndome él en su aposento desde primera noche para que con el miedo de mis aullidos y golpes se escondiesen estas criadas, y yo pudiese haber a mi voluntad a la causa de mis desatinos; y aunque ha muchos días que hago esta invención sin fruto, todavía perseveré en ella por ver si alguna vez la fortuna me daba más lugar que hasta aquí he tenido. Esta noche vine como las demás, descuidado de hallar quien me descubriese, que aunque este mozo me avisaba de todo, y lo hizo de que estabais aquí cuando previno la hacha, como lo vi todo en silencio, creí que os habíais ido y que todo estaba seguro, porque aunque él no volvió al aposento, pensé que era ido a sus ocupaciones, como hace otras veces, y así me atreví a perderme como lo he hecho, pues descubierto este enredo es fuerza que no tenga yo buen suceso. Más piadoso que admirado escuchaba don Rodrigo al apasionado flamenco, disculpando su yerro con su amor, y al uno y al otro la hermosura de doña Blanca; y a no ser casado el amante, hiciera cuanto pudiese por conformar sus voluntades y lograr su amor. Mas esto, y ser el delito tan grave, por ser el dueño tan noble, atajaba todos sus designios, y así le dijo que le tenía mucha lástima por padecer sin remedio, como el ser quien era aquella señora lo decía: mas que ya no era tiempo de estas consideraciones sino de ir delante del duque a darle cuenta del caso, pues que por su mandado había venido a descubrirle. Esto sintió más Arnesto que la misma muerte, y así con buenas palabras advirtió a don Rodrigo de su peligro, mas él se excusó con decir que no podía hacer menos, mas que le daba su palabra de hacer cuanto pudiese por librarle. Con esto, abriendo don Rodrigo una ventana y sacando por ella una hacha encendida, hizo señas a cuatro amigos que tenía prevenidos, hombres de ánimo y valor, que vista la seña fueron todos a la puerta, la cual abierta por don Rodrigo, cogiendo en medio a Arnesto y asiendo al criado de doña Blanca, se fueron al palacio del duque que aún no estaba acostado; el cual, en sabiendo la venida de don Rodrigo, salió a recibirle, y como le viese tan acompañado al punto conoció la causa, y más viendo al flamenco, a quien conocía y sabía que era vecino de doña Blanca, y como supo por entero el caso, contándole don Rodrigo cómo había pasado, coligiendo del delito no ser merecedor de perdón, por querer un hombre casado con tal invención forzar una señora tan principal y noble como doña Blanca, sin admitir los ruegos de don Rodrigo y sus amigos, mandó poner en una torre a Arnesto y en la cárcel pública a su compañero, donde estuvieron hasta que, sustanciado el proceso y verificado el delito con su confesión y declaración de las criadas de doña Blanca, y estando ella firme en pedir justicia, antes de ocho días la hicieron de los dos, degollando al uno y ahorcando al otro: justo premio de quien se atreve a deshonrar mujeres de tal valor y nombre como la hermosa doña Blanca; la cual quedó tan enamorada de don Rodrigo que, por prevenciones que hacía para apartarle de su memoria, era imposible, hallándose cada día más enamorada. Era doña Blanca, demás de ser tan hermosa, muy moza, muy principal y de tan ricas prendas que, a no estar don Rodrigo tan empeñado en Salamanca, pudiera muy bien estimarla para casarse; mas las memorias de doña Leonor le tenían tan fuera de sí que, en lugar de vivir en su ausencia, aun era milagro tenerle, si bien por no parecer descortés ni tan para poco que viéndose querer estuviese tímido, tibio y desdeñoso, procedía en la voluntad de doña Blanca agradecido más que amante; con lo cual la hermosa dama, unas veces favorecida y otras despreciada, vivía una vida ya triste y ya alegre, porque las finezas de un hombre más cortés que amante son penas del infierno a quien las padece sin remedio, que se sienten y no se acaban. Visitábala don Rodrigo, unas veces obligado con ruegos y regalos, que aunque regateaba el recibirlos muchas veces los tomaba por no parecer ingrato, sacando de deuda a su atrevimiento con enviar otros de más valor, y otras por no dar motivo a quejas y desesperaciones, que en una mujer despreciada suelen ser de mucho sentimiento. ¡Ay de ti, doña Blanca, qué mármol conquistas y con qué enemigos peleas! ¿Amante prendado de otra hermosura quieres para ti? Pues un día en que don Rodrigo fue a pagar las finezas que doña Blanca con él tenía, la halló cantando este romance que, a lo que en él se ve, se había hecho al particular de su amor y de don Rodrigo, de quien sin duda sospechaba que amaba en otra parte: Era la hermosa doña Blanca hija de español y de flamenca, y así tenía la belleza de la madre y el entendimiento y gallardía del padre, hablando demás de esto la lengua española como si fuera nacida en Castilla, y así cantó con tanto donaire y destreza que casi dejó a don Rodrigo rendido a quejas tan bien dichas; mas amor, que estaba entonces de parte de la hermosa Leonor más que de la favorecida doña Blanca, quizá obligado de algunos sacrificios que la ausente dama le hacía, estorbó esta afición, que desde este día se empezaba a entender de esta manera. Había en la ciudad un caballero español, cuyo nombre era don Beltrán, tan igual en nobleza y bienes de naturaleza a la hermosa doña Blanca cuanto corto en los de fortuna, aunque tenía un muy buen destino y alguna buena parte de hacienda que sus padres, que habían muerto en la misma tierra, le habían dejado. Mas era tan estimado y tan bien recibido que, cuando los ánimos ociosos trataban de casar las damas mozas de la ciudad, de común parecer empleaban a la hermosa doña Blanca en el galán don Beltrán, el cual la amaba con tanto extremo que casi perdía por ella el juicio. No miraba mal doña Blanca a don Beltrán hasta que llegó a ver a don Rodrigo; mas en el punto que amor cautivó su voluntad, olvidó de suerte a don Beltrán que hasta su nombre aborrecía. Pues como anduviese deseoso de saber la causa de esta mudanza, y las dádivas puedan más que la fidelidad de las criadas, por ser en guardar secreto poco fieles, supo de una de las que la servían cómo su dama quería a don Rodrigo y cómo él correspondía con ella, más por cortesía que por voluntad. Y fiándose en esto, quiso llevarlo por valentías y bravatas hasta ver si por buenas razones le obligaba; y esa noche, al tiempo que don Rodrigo salía de casa de doña Blanca, más agradecido a su amor que otras veces, se llegó a él y le suplicó le oyese dos palabras. Conociole don Rodrigo porque los soldados, ya que no sean todos amigos, se conocen unos a otros, y con mucha cortesía le respondió que su posada estaba cerca, que si quería ir a ella, o si era negocio que requería otro lugar. —Vuestra posada es a propósito, señor don Rodrigo —respondió don Beltrán—, que con los amigos no son menester esos lugares que pensáis. Con cuya respuesta se fueron juntos a la posada de don Rodrigo, y entrando en ella y sentados juntos, don Beltrán le dijo estas razones: —Bien sé, señor don Rodrigo, que sabéis amar y que no ignoráis las penas a que está sujeto un corazón que no alcanza lo que desea, y después que con amar, servir, solicitar y callar ha alcanzado méritos para que sea suya la prenda que estima; y así me escucharéis piadoso y os lastimaréis tierno de mis desdichas, que siendo vos, como sois, la causa de ellas, espero, si no remedio, a lo menos favor para vencerlas. Yo, señor don Rodrigo, no os quiero cansar en contaros mi nobleza, pues con decir que soy hijo de uno de los más calificados caballeros de Guadalajara, se dice todo: solo os digo que amé desde mis tiernos años a la hermosa doña Blanca, pues aun antes que se casase la adoraba. Fui correspondido de su voluntad en todo aquello que una principal señora, sin desdorar su opinión, pudo favorecerme, si bien no debía de ser amor con las veras que yo juzgaba, pues en una ausencia que hice a España a tratar mis acrecentamientos, dio la mano a su difunto esposo, con quien apenas vivió casada un año. Murió, en fin, y como amor vivía aún en medio de los agravios, viendo muerto al dueño de mi prenda, empezaron a alentarse mis esperanzas, volviendo a verme tan favorecido de mi dama como primero, y cuando pensé verme en su compañía atado con el yugo del matrimonio, se trocó su voluntad de la suerte que sabéis, pues la tiene puesta en vos desde el día que vencisteis aquella fantasma, inventada para mi desdicha, de la cual yo triunfara, quitándoos a vos y al duque de cuidado, si doña Blanca me diera de su traición parte. Aconsejábame mi cólera que quitase de por medio vuestra persona, y lo hiciera, no porque me confieso más animoso y valiente que vos, mas porque un cuidadoso puede triunfar fácilmente de un descuidado; mas puse los ojos en mi señora doña Leonor, que según he sabido es y ha de ser vuestra prenda, y así me determiné venir a pedir por su vida, pues la estimáis tanto, tengáis lástima de mis desdichas; y pues doña Blanca no ha de ser para vos, que sea para mí, haciendo cuenta que con su belleza compráis un esclavo, que lo seré mientras yo viviere. Con esto y algunas lágrimas dio fin don Beltrán a sus razones, dejando no menos obligado que compasivo a don Rodrigo que, como era diestro en amar, hubo menester poco para enternecerse y menos para creerle; y después de darle a entender que quisiera querer mucho a doña Blanca, para hacer más en dársela de lo que entonces hacía, supuesto que jamás había correspondido con su voluntad sino con una discreta afición y prudente correspondencia, le ofreció hacer por él cuanto fuese posible; mas que le parecía que doña Blanca estaba en estado, según se mostraba su amante, que si no se valían de algún engaño, sería por demás el reducirla; y así quedaron de concierto que don Rodrigo prosiguiese con su amor, con muestras de agradecimiento, hasta poner a don Beltrán en posesión de la cruel dama, como lo hizo, visitándola otro día, hallándola muy ufana con los favores que la noche antes había recibido. Don Rodrigo, que si algún deseo había tenido, viéndose obligado de don Beltrán con haberse sujetado a pedirle remedio, se le había olvidado, viendo a doña Blanca tan puesta en favorecerle, la suplicó que esa noche le viese sin tantos testigos, pues amor no los ha menester, y que se atrevía a pedirle este favor antes de que se casasen porque no quería que el duque imaginase ni supiese que mientras durase la guerra él mudaba estado. Aceptó doña Blanca el partido por no perder ocasión, y así le dijo que viniese a las once, hora en que sus criadas y gente dormía, y que por señas, si era músico, cantase alguna cosa, porque quería gozar de sus gracias, y que ella propia le abriría la puerta, para que mediante su palabra, tomando posesión, conociese su amor. Pidiole don Rodrigo, después de besarle muchas veces las manos, licencia para que le acompañase un amigo, de quien se fiaba, y a quien quería hacer testigo de su ventura. Concedió en todo doña Blanca, porque como ganaba a su parecer un tesoro, desperdiciaba aprisa favores. Despidiose don Rodrigo de su engañada dama y fue a buscar a don Beltrán para darle cuenta de lo que estaba trazado, que le recibió con el gusto que tales nuevas dan. Y así juntos, a la hora señalada se fueron adonde la dama, ya recogida su gente, los aguardaba en un balcón. Entrados en la calle, empezó don Beltrán, haciendo alarde de una divina voz de que era dotado, la seña concertada, con un laúd y este romance: Estaba ya doña Blanca tan olvidada de don Beltrán que, aunque había oído otras veces su voz, no le conoció, y creyendo ser el que cantaba don Rodrigo, bajó a abrirle, y al entrar le preguntó la dama si entraba para ser su esposo. El galán, que no deseaba otra cosa, le dio un sí con los brazos y llamando al amigo que estaba en la calle, un poco apartado, prometió serlo delante de él, quedando con esto, según la costumbre de Flandes, tan confirmado el matrimonio como si estuvieran casados. Y con esta seguridad, creyendo que el que entraba era don Rodrigo, le dejó doña Blanca gozar cuanto quiso y había conquistado con tanta perseverancia, entreteniendo en esto alguna parte de la noche, que como donde estaban no había luz por más seguridad, pudo doña Blanca engañarse creyendo que el que estaba con ella era don Rodrigo y no don Beltrán; el cual, pareciéndole que era descortesía tener tanto tiempo a su amigo en la calle y viendo que casi quería amanecer, se despidió de su esposa, y bajando juntos a la puerta, al ruido de la llave llegó don Rodrigo, que viendo ser tiempo de descubrir su engaño, se dio a conocer a la dama, descubriéndole quién era el que tenía por él, suplicándole encarecidamente perdonase su yerro, que las pasiones de don Beltrán, y su crueldad con él, le habían obligado a tal. Demás que él no se podía casar sino con la hermosa doña Leonor, a quien tenía hecha cédula de ser su esposo. Con harto sentimiento y lágrimas escuchó la hermosa doña Blanca el suceso, mas viendo que era sin remedio, se despidió de ellos pidiendo a don Rodrigo que, pues había sido el tercero de aquel engaño, hablase a sus deudos y al duque para que con gusto de todos se hiciese el casamiento con don Beltrán. En este estado estaba don Rodrigo negociando el bien de su nuevo amigo, en que se dio tan buena maña que antes de tres días los tenía ya desposados con general gusto de todos, mientras doña Leonor en Salamanca pasaba una vida bien triste y sin consuelo, por ver que no solo se habían pasado los tres años puestos por concierto entre ella y don Rodrigo, sino que para llegar a los cuatro faltaba bien poco, entreteniendo su amor con algunas cartas que de tarde en tarde recibía, y a sus padres con su poca edad y menos salud (que a fuerza de tristezas la tenía bien gastada), y ellos a su esposo, que ya estaba un mes había en la ciudad, con las mismas excusas, no atreviéndose a disgustar a su hija que, por no tener otra, la querían ternísimamente. Pues un día que la hermosa dama, combatida de sus padres, apretada de su amor, y desesperada de esta ausencia, se hallase sola en un retrete no pensando que había quien la escuchase, soltando las corrientes de sus divinos ojos empezó a quejarse de su poca dicha, de la dilación de don Rodrigo y de la violencia con que sus padres la querían casar a su disgusto, entregándola a un hombre que aborrecía y apartándola de otro en quien había puesto toda su felicidad. Oyó su madre las tiernas quejas de doña Leonor, y conociendo la causa de no quererse casar su hija, determinó de remediarlo por el mejor medio que fuese posible; y para más asegurarse, esa misma noche en sintiéndola dormida, la cogió las llaves de un escritorio y en él halló bastante desengaño con las cartas de don Rodrigo, las cuales, después de leídas, dejó como estaban, y tornando a cerrar puso la llave adonde la había hallado. Habló del caso a su padre, y viendo ambos que persuadirla amando era excusado, ordenaron entre los dos una carta, poniéndola en nombre de un criado que don Rodrigo había llevado y ellos conocían, en que le avisaba como su señor se había casado con una señora flamenca, muy rica y hermosa, cuyo dote había venido a su propósito. Esta carta se dio a los padres de don Rodrigo, los cuales, aunque no la tuvieron por muy cierta, por no avisarle su hijo de ello, con todo esto la divulgaron por la ciudad, de suerte que como las nuevas en siendo malas no se encubren, llegaron a los oídos de doña Leonor, que midiendo la inconstancia de los hombres con su desdicha y viendo que el tiempo que decían había que se había casado era el mismo, poco más o menos, que don Rodrigo no la escribía, las creyó luego; y desesperada de remedio cuanto deseosa de venganza, pareciéndole que no la podía tomar mayor de sí misma y de su amante que con rendirse a un tirano dueño, que así llamaba al esposo que sus padres la daban, si bien llorosa y triste, en sabiendo su desdicha dio la mano a don Alonso, celebrándose en Salamanca sus bodas. Quien viese a doña Leonor casada hoy con diferente dueño del que sus pasiones prometían parece que podrá culpar la inconstancia de las mujeres; pues habrá quien diga que no debiera creerse tan de ligero de la primera información; mas de esta culpa la absuelve el haber pasado un año más del concierto. Pero lo que más disculpará y hará verdadero su amor será el suceso que del casamiento resultó. Y así, en tanto que goza a su disgusto los enfadosos regalos de su esposo, a quien aborrecía, aun antes de casarse, porque no tan solo en dándole la mano se arrepintió, mas aun antes de habérsela dado; por cuyo disgusto se dejó vencer de una tan profunda melancolía que tenía, no solo a su marido, mas también enfadados a todos. Súfrala, pues creyó un engaño tan grande, que yo me paso a Flandes. Don Rodrigo, inocente y temeroso de este suceso, después de ver a doña Blanca y a don Beltrán en posesión de su amor, el galán más enamorado y la dama muy contenta, siguiendo muy valerosamente en su ejercicio de la guerra y teniendo el duque en esta ocasión muy valerosos soldados en su compañía, y viendo ser don Rodrigo de los que más señaladamente se aventajaban en todas ocasiones, le honró con una compañía de caballos, en cuyo ejercicio hizo valerosas hazañas. Sucedió en este tiempo el saco de Amberes, tan solemnizado y sabido de todos, y viendo don Rodrigo que a traer la nueva a la católica y prudente majestad del rey don Felipe II había de venir algún caballero, y considerando que esta ocasión era la misma que él siempre deseaba, fiado en sus valerosos hechos pidió por merced al duque le honrase con este cargo. Concediole el duque esta petición, y mucho más que pidiera, por conocer ser merecedor de mayores acrecentamientos, con lo cual, más contento que en su vida estuvo, se puso por la posta en España. Llegó a la corte, dio las nuevas, y en albricias de ellas, después de haberle hecho Su Majestad mil honras, le hizo merced de un hábito de Santiago y cuatro mil ducados de renta, y con todas estas grandezas, fenecida la ocasión de estar en la corte, se fue a descansar a su patria, con intento de pedir por esposa a su querida señora; o, en caso que se la negasen, mostrando la cédula sacarla por el vicario. Llegó a Salamanca, y después de haber desengañado a sus padres de las falsas nuevas que de su casamiento habían tenido, con pedirles de nuevo tornasen a tratar sus bodas con la bellísima doña Leonor, y oído de ellos una respuesta tan cruel como la de haberse casado, él, más desesperado, triste y confuso que en su vida estuvo, harto de lastimarse y sentir tal desdicha, y cansado de atormentarse con imaginaciones, se salió de casa con intento de hablar a doña Leonor, y en diciéndole su sentimiento, culpando su poca lealtad, dar la vuelta a Flandes y morir sirviendo al rey. Llegó a su casa a tiempo que estaba la triste señora en un balcón de ella más rendida que nunca a sus tristezas y melancólicos pensamientos; porque demás de haberse casado, como he dicho, por parecerle irritada de cólera que se vengaba de su ingrato dueño, y estos casamientos hechos con tales designios siempre paran en aborrecimiento, era el marido celoso y no de mejor condición que otro, y tras esto amigo de seguir sus apetitos y desconciertos, sin perdonar las damas ni el juego, causas para que doña Leonor le hubiese del todo aborrecido, y él viendo su despego, no la trataba muy amorosamente, y estas cosas la traían sin gusto; pues como don Rodrigo la vio tan triste, se paró muy turbado a mirarla, tanto que la dama tuvo lugar, volviendo de su suspensión de reparar en aquel soldado que tan galán y cuidadoso la miraba, y conociendo a don Rodrigo, dando un grandísimo grito se cayó de espaldas en el suelo, dando con el cuerpo un grandísimo golpe, dejando a don Rodrigo tan turbado que le pesó mil veces de haberse puesto delante de sus ojos por no darle tal pesar. Al ruido que hizo con la caída acudieron su madre y criados, y hallándola a su parecer sin ningún sentido, creyendo ser algún desmayo, la llevaron a la cama y, desnudándola, la pusieron en ella, y con toda priesa enviaron criados, unos a buscar su marido y otros a traer los médicos; y estos venidos, haciéndola mil diligencias y remedios sin provecho, ya con unturas y fomentos, ya con crueles garrotes, cansados de atormentarla, declararon que era muerta; nueva bien rigurosa, no solo para su casa sino para toda la ciudad, que como se publicó su repentino fin generalmente la lloraban, sintiendo todos como propia suya la pérdida de tan hermosa dama; pues si a los que no les tocaba esta desdicha la sentían, ¿qué sería a quien la tenía en el alma, que era don Rodrigo? Este aún no había salido de la calle, esperando saber de algunos el suceso de tan cruel desmayo, de que le desengañaron presto los gritos que en casa de la dama se daban: pero queriendo más por entero saber un suceso tan lastimoso, lo preguntó a un criado que salía, que como le dijo que su señora había caído muerta, fue milagro no morir también. Recogiose a su casa luego que supo que por orden de los médicos la guardaban treinta y seis horas, donde hacía y decía las lástimas que en tal caso se puede pensar. Pasó el término señalado, y visto que era en vano aguardar más, la llevaron a la iglesia mayor, donde tenía su capilla y entierro, y poniéndola en una caja de terciopelo negro, como todos los de su linaje, la metieron en la bóveda, que era una hermosa sala debajo de tierra con unos poyos donde ponían las cajas: tenía en la testera un rico altar de un devoto crucifijo, en el cual se decían muchas misas. Supo don Rodrigo como su querida Leonor estaba ya en la bóveda, y con las ansias amorosas que le apretaban el corazón, apenas fue de noche cuando se fue a la iglesia, donde halló al sacristán que estaba cerrando con llave la puerta de la bóveda, porque subía de encender las lámparas; y después de muchos ruegos, le dio una cadena de valor de cien escudos y pidió que le dejase ver la hermosa doña Leonor: no fue muy dificultoso el alcanzarlo del sacristán, visto el interés, a quien todo es fácil; y así, cerrando la iglesia se bajaron juntos a la funesta bóveda, y descubriendo la caja, empezó el amante caballero a abrazar el difunto cadáver como si tuviera algún sentimiento, a quien bañado en lágrimas, empezó a decir: —¿Quién pensara, querida Leonor, que cuando habías de estar en mis brazos había de ser a tiempo que no tuvieras alma ni sentimiento para oírme? ¡Ay de mí, y cómo has pagado bien el yerro que hiciste en casarte siendo yo vivo! Cruel estuviste en hacerlo, mas mucho más lo has estado en darme tan crecida venganza; vivieras tú, hermoso dueño mío, aunque fuera en poder ajeno, que a mí me bastara sola tu vista para vivir alegre. Diciendo estas y otras palabras de tanto sentimiento, que ya el sacristán que le acompañaba le ayudaba con muchas lágrimas, volvió los ojos al altar en que estaba el devoto crucifijo, y como ni por amante ni por desdichado perdiese la devoción, se arrodilló delante de él, y después de haberle pedido perdón de haber en su presencia hablado con aquella difunta de aquella suerte, con una devota y fervorosa oración le pidió su vida, pues para darla a los muertos había ofrecido la suya en la cruz, proponiéndole una promesa de gran valor. ¡Oh fuerza de la oración, que tanto alcanzas! ¡Oh piadoso Dios, que así oyes a los que de veras te llaman! Pues apenas acabó don Rodrigo de pedir con piadoso y devoto afecto, cuando fue oído con misericordia, porque sintiendo ruido en el ataúd en que estaba doña Leonor, volvió la cabeza y vio que alzando la dama las manos, se las puso en el rostro con un ¡ay! muy debilitado, a cuyo sentimiento acudió don Rodrigo y el sacristán, y vieron que, aunque no había abierto los ojos, empezaba a cobrar aliento; y así determinaron sacarla de allí, porque si volviese de todo punto no se hallase en tan temerosa parte; y con esto, dando don Rodrigo gracias a Dios, cargó con el amable peso, mandando al sacristán cerrase la caja como estaba, y subiendo con él a la iglesia, la puso en una alfombra, pidiendo al sacristán que fuese por un poco de vino y bizcochos para darle algún aliento si volviese del todo. Fue el sacristán, y apenas le vio don Rodrigo fuera de la iglesia, cuando tomando en brazos a su dama se fue con ella a su casa, donde la quitó el hábito en que estaba metida y la acostó en su cama. Cuando el sacristán volvió y no halló al caballero ni la dama, y no conociese el ladrón del amoroso hurto, no hizo más que cerrar la iglesia y subirse a su aposento, con lo que pudo recoger de vestidos y camisa; y dejando las llaves colgadas de un clavo, se fue en casa de un amigo donde estuvo retirado hasta ver en qué paraba este suceso. Don Rodrigo, muy contento por ver que doña Leonor iba cobrando aprisa con el calor la vida, la empezó a llamar por su nombre, rociándole el rostro con vino y aplicándola paños mojados, y lo mismo a las narices, con que acabó de cobrar sentido. Y como abriendo los ojos vio a don Rodrigo, sin que otra persona estuviese a su cabecera sino él, admirada de verse allí, como quien mejor sabía donde se había visto, como después se dirá, le preguntó admirada el lugar donde estaba, porque hasta entonces no sabía donde había estado: a lo cual don Rodrigo satisfizo, contándola lo que queda dicho, confirmando doña Leonor el milagro de haber vuelto a este mundo, con lo que adelante se verá. Concertaron los amantes de irse otro día a Ciudad Rodrigo, donde don Rodrigo tenía deudos; y desde allí, sacando recados para sus amonestaciones, desposarse pasados los términos de ellas: para lo cual, antes de ponerlo por obra, consultó don Rodrigo el caso con un teólogo, el cual le dijo que lo hiciese, haciendo leer sus amonestaciones en Salamanca, teniendo por sin duda que Dios había vuelto a doña Leonor a este mundo para que cumpliese la primera palabra. Dio don Rodrigo a entender a sus padres que se iba a Ciudad Rodrigo a divertirse con sus deudos; y con esta licencia y su dama se partió esa noche misma, siendo la segunda de haber cobrado doña Leonor la vida: la cual había cobrado el ánimo, mas no la color, que esa jamás volvió a su rostro. En estando en Ciudad Rodrigo, nuestro caballero envió a sus padres un propio pidiéndoles que, para cosas que importaban su quietud, se viniesen por ocho días a aquella ciudad, que venidos a ella, con lo que sabrían le disculparían de tal petición. Ellos, que ya otras veces solían hacer este viaje cuando iban a ver a sus parientes y holgarse con ellos, se pusieron en un coche y se fueron a ver con su hijo, y como entrasen en su posada, que era la casa de una hermana de su madre, viuda muy rica, y viesen a doña Leonor, no dando crédito a sus ojos le preguntaron quién fuese, satisfaciendo don Rodrigo a su pregunta con decirles lo que queda dicho; y todos juntos daban muy contentos gracias a Dios, que tantas mercedes les había hecho. Sacáronse los recados para amonestarse y enviáronlos a Salamanca al cura de la iglesia mayor, que era la parroquia de todos, el cual, aunque echó menos al sacristán, como halló la plata y ornamentos de la iglesia cabal, creyó que le hubiese sucedido algún caso que le movió a ausentarse, mas no se echó menos la dama. Sucedió que todas tres veces que se leyeron las amonestaciones estaban en la iglesia los padres y marido de doña Leonor; mas, aunque oyeron el nombre de su hija y los suyos mismos, estando seguros de que era muerta y la habían enterrado, no cayeron en ello, creyendo que en una ciudad tan grande como en Salamanca habría otros del mismo apellido y nombre. Pues como los términos de las amonestaciones pasaron sin ver impedimento alguno, aunque de industria se leían públicamente, se desposaron, gozando don Rodrigo de su amada prenda, y quedando de concierto de allí a un mes venirse a velar a Salamanca; y porque entonces se habían de hacer unas fiestas muy grandiosas de toros y cañas, se volvieron sus padres a su casa a prevenir lo necesario para las bodas. Llegado el aplazado día, habiendo cuatro que don Rodrigo y su esposa con muchas damas y caballeros habían llegado de secreto a Salamanca, y aposentádose en casa de sus padres, cubiertos todos de galas y riquezas, entraron en la iglesia para velarse a tiempo que los padres y marido de la novia estaban en ella oyendo misa, porque don Alonso, aficionado a una dama que asistía en ella, era muy puntual en galantearla: pues como viesen una boda de tanto aparato y grandeza, pusieron los ojos en la bien aderezada y gallarda novia, y como naturalmente la conociesen por ser los unos sus padres y el otro su marido, aun no creyendo a sus mismos ojos, cada uno por su parte preguntaron quién era, porque al novio ya le habían conocido: y como les dijesen su nombre, más admirados, engañándose a sí mismos y no pudiendo creer que fuese la misma, por haberla visto muerta, entre el sí y el no dieron lugar que se velasen. Había en este tiempo don Alonso salídose de la iglesia a llamar algunos amigos y avisar la justicia, enterado de que era su mujer la misma que había visto casar. Pues como aún se quedasen los nuevos casados y su acompañamiento en la iglesia, la madre de doña Leonor, con menos sufrimiento que los demás, llegándose cerca de ella la estuvo mirando atentamente, y como de todo punto la conociese, con pasos desatentados se fue a abrazar con ella diciendo: —¡Ay, querida Leonor, hija mía, y como es posible que tu corazón puede sufrir el no abrazarme! Doña Leonor, que vio a su madre tan cerca de sí, abrazándose con ella, empezó a llorar. Llegó en esto su padre y el de don Rodrigo, y visto que allí era alborotar la gente, procurando saber el fin de este caso, las apartaron, y todas juntas se entraron en los coches, donde mientras tardaron en llegar a una casa que en la plaza tenían aderezada para comer y ver las fiestas, supieron el caso como queda dicho: y sabiendo que don Rodrigo y sus padres no determinarían de hacer tal sin acuerdo de teólogos y letrados, considerando los caminos que Dios tiene para efectuar su voluntad y descubrir sus secretos, le dieron muchas gracias, disponiéndose a defender por justicia la causa si don Alonso, como pensaban, les pusiese pleito. Llegando, en fin, donde les esperaban las mesas y habiéndose servido la comida, se salieron a los balcones a ver las fiestas, donde en uno muy aderezado y guarnecido se sentaron los novios. Don Alonso, que solo esto aguardaba, cercado de sus amigos, todos a caballo pasearon la plaza, siendo siempre el blanco y paradero de sus paseos enfrente del balcón en que estaban los recién casados, ya recelosos de lo que don Alonso intentaba. El cual, como con sus amigos, y entre ellos el corregidor, se acabaron de resolver de que aquella dama era su misma mujer, la que habían visto muerta y la que habían enterrado dos meses había, don Alonso pidió justicia al mismo corregidor, dando querella de doña Leonor y don Rodrigo, y con esto la gente comenzó a alborotarse. Hizo el corregidor su embargo, a lo cual don Rodrigo, que no aguardaba otra cosa, se puso de pechos sobre el balcón y dijo: —Señores, yo no niego que esta dama es doña Leonor, hija de los señores don Francisco y doña María, que están presentes, y mujer que fue del señor don Alonso; mas también advierto que estoy legítimamente casado con ella. El cómo me casé con ella diré en otro lugar; dejen pasar las fiestas, que pues esto ha de constar por información, yo la tengo tan en mi favor que no recelo siniestra sentencia. Daba voces don Alonso que depositasen a doña Leonor en parte segura. Hízolo el corregidor, mandando a su mujer, que estaba en la plaza, que llevase consigo a doña Leonor. Con esto quitaron las espadas a don Alonso y don Rodrigo y mandáronlos sobre su palabra que pasadas las fiestas tuviesen por prisión su casa. Otro día los padres de don Rodrigo, viendo que aquel pleito era más de justicia eclesiástica que de seglar, pidieron al obispo, por una exposición, que pidiese los presos, el cual lo hizo, y tomando su confesión a don Alonso, que ya había hecho su pedimento ante él, dijo que doña Leonor, que era la misma que don Rodrigo llamaba su mujer, era suya, a la cual, vencida de un desmayo grande, por engaño de los médicos habían enterrado: y que supuesto que faltaba de la bóveda donde la habían puesto y estaba viva, que él quería que antes de todas cosas se le entregase la dama, y con ella su dote, de que estaba despojado, por las falsas nuevas de su muerte. A lo cual respondió don Rodrigo que doña Leonor era legítimamente su mujer por una cédula, la cual no había cumplido por la fuerza que sus padres la habían hecho, engañándola y diciéndola que él se había casado en Flandes. Y que cuando sin engaño se hubiera casado, que ya no podía el primer marido tener ningún derecho, porque la muerte disuelve el matrimonio, y respecto de esto aquella señora era suya, y no de don Alonso, porque ella había sido verdaderamente muerta, y no desmayada, como constaba de la declaración de tres médicos y haberla tenido treinta y seis horas después de muerta, doce más de las que manda la ley; y que él, viéndola enterrar, había vencido con dineros la fidelidad del sacristán, deseoso de ver en sus brazos muerta la que no había merecido viva, y que por fin había entrado en la bóveda, donde cansado de llorar se había vuelto a un devoto crucifijo que allí estaba, a quien fervorosamente había pedido su vida; y que su divina Majestad, como el más justo juez, se lo había concedido, como veían, dándola nueva vida para que él como legítimo dueño la gozase; y de que era verdadero poseedor lo decían sus diligencias, siendo con justo título su mujer; pues para su casamiento, demás de haberse aconsejado con teólogos, habían precedido todas las solemnidades que pide el santo concilio de Trento. Mandó el obispo venir a doña Leonor y que hiciese su declaración; la cual dijo que ella era verdadera mujer de don Rodrigo por muchas causas. La primera, que ella le había dado palabra, la cual no había cumplido por haberla forzado sus padres con amenazas y darle a entender que se había casado; y que por esta causa había dado el sí forzada, como lo podía decir el mismo don Alonso, pues jamás había podido acabar con ella que consumasen el matrimonio. Demás de esto, que ella naturalmente había sido muerta, refiriendo algunas cosas que bastaron a hacer patente esta verdad, que por no ser de importancia al suceso se ocultan, y últimamente, que ella estaba en poder de don Rodrigo, al cual conocía por marido, y no a otro. Visto esto y el parecer de muchos teólogos y letrados, mandó el obispo que la dama se entregase a don Rodrigo, desposeyendo a don Alonso de la mujer y hacienda: con lo cual el dicho don Rodrigo gozó de la hermosa doña Leonor muchos años, aunque pocos según su amor. Murió primero que su marido, dejando un hijo que hoy vive casado, siendo en su tierra muy querido. Con que da fin la célebre maravilla don Lope, en que se ve claro el imposible vencido. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
El prevenido engañado
Cuento
No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza, divino milagro de la naturaleza y glorioso trofeo del Reino de Aragón, vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza, que este es el más rico don que se puede alcanzar. Diole el cielo por fruto de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a dos bellas hijas: la mayor llamada Constanza, y la menor Teodosia; tan iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfectas, que eran llamadas, por renombre de riqueza y hermosura, las dos niñas de los ojos de su patria. Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas campea la belleza y donaire, se aficionó de la hermosa Constanza don Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo, galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo, le podemos llamar así. Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano, que jamás entendió de él esta voluntad, temiendo que como hermano mayor no le estorbase estos deseos, así por esto como por no llevarse muy bien los dos. No miraba Constanza mal a don Jorge, porque agradecida a su voluntad le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole, que habiendo sus padres de darle esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y fiada en esto estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el creer que apenas se la pediría a su padre, cuando tendría alegre y dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente, que dejaba lugar a su padre para que en caso de que no fuese su gusto el dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor dejarse de esta pretensión. No le sucedió tan felizmente a Federico con Teodosia porque jamás alcanzó de ella un mínimo favor, antes le aborrecía con todo extremo, y era la causa amar perdida a don Jorge, tanto que empezó a trazar y buscar modos de apartarle de la voluntad de su hermana, envidiosa de verla amada, haciendo eso tan astuta y recatada que jamás le dio a entender ni al uno ni al otro su amor. Andaba con estos disfavores don Federico tan triste, que ya era conocida, si no la causa, la tristeza. Reparando en ello Constanza, que por ser afable y amar tan honesta a don Jorge no le cabía poca parte a su hermano; y casi sospechando que sería Teodosia la causa de su pena por haber visto en los ojos de Federico algunas señales, la procuró saber y fuele fácil, por ser los caballeros muy familiares amigos de su casa, y que siéndolo también los padres facilitaba cualquiera inconveniente. Tuvo lugar la hermosa Constanza de hablar a Federico, sabiendo de él a pocos lances la voluntad que a su hermana tenía y los despegos con que ella le trataba. Mas con apercibimiento que no supiese este caso don Jorge, pues, como se ha dicho, se llevaban mal. Espantose Constanza de que su hermana desestimase a Federico, siendo por sus partes digno de ser amado. Mas como Teodosia tuviese tan oculta su afición, jamás creyó Constanza que fuese don Jorge la causa, antes daba la culpa a su desamorada condición, y así se lo aseguraba a Federico las veces que de esto trataban, que eran muchas, con tanto enfado de don Jorge, que casi andaba celoso de su hermano, y más viendo a Constanza tan recatada en su amor, que jamás, aunque hubiese lugar, se lo dio de tomarle una mano. Estos enfados de don Jorge despertaron el alma a Teodosia a dar modo como don Jorge aborreciese de todo punto a su hermana, pareciéndole a ella que el galán se contentaría con desamarla, y no buscaría más venganza, y con esto tendría ella el lugar que su hermana perdiese. Engaño común en todos los que hacen mal, pues sin mirar que le procuran al aborrecido, se le dan juntamente al amado. Con este pensamiento, no temiendo el sangriento fin que podría tener tal desacierto, se determinó decir a don Jorge que Federico y Constanza se amaban, y pensado lo puso en ejecución, que amor ciego ciegamente gobierna y de ciegos se sirve; y así, quien como ciego no procede, no puede llamarse verdaderamente su cautivo. La ocasión que fortuna dio a Teodosia fue hallarse solos Constanza y don Jorge, y el galán enfadado, y aún, si se puede decir, celoso de haberla hallado en conversación con su aborrecido hermano, dando a él la culpa de su tibia voluntad, no pudiendo creer que fuese recato honesto que la dama con él tenía, la dijo algunos pesares, con que obligó a la dama que le dijese estas palabras: -Mucho siento, don Jorge, que no estiméis mi voluntad, y el favor que os hago en dejarme amar, sino que os atreváis a tenerme en tan poco, que sospechando de mí lo que no es razón, entre mal advertidos pensamientos, me digáis pesares celosos: y no contento con esto, os atreváis a pedirme más favores que los que os he hecho, sabiendo que no los tengo de hacer. A sospecha tan mal fundada como la vuestra no respondo, porque si para vos no soy más tierna de lo que veis, ¿por qué habéis de creer que lo soy de vuestro hermano? A lo demás que decís, quejándoos de mi desabrimiento y tibieza, os digo, para que no os canséis en importunarme, que mientras que no fuéredes mi esposo no habéis de alcanzar más de mí. Padres tengo, su voluntad es la mía, y la suya no debe de estar lejos de la vuestra mediante vuestro valor. En esto os he dicho todo lo que habéis de hacer, si queréis darme gusto, y en lo demás será al contrario. Y diciendo esto, para no dar lugar a que don Jorge tuviera algunas desenvolturas amorosas, le dejó y entró en otra sala donde había criados y gente. No aguardaba Teodosia otra ocasión más que la presente para urdir su enredo, y habiendo estado a la mira y oído lo que había pasado, viendo quedar a don Jorge desabrido y cuidadoso de la resolución de Constanza, se fue adonde estaba y le dijo: -No puedo ya sufrir ni disimular, señor don Jorge, la pasión que tengo de veros tan perdido y enamorado de mi hermana, y tan engañado en esto como amante suyo; y así, si me dais palabra de no decir en ningún tiempo que yo os he dicho lo que sé y os importa saber, os diré la causa de la tibia voluntad de Constanza. Alterose don Jorge con esto, y sospechando lo mismo que la traidora Teodosia le quería decir, deseando saber lo que le había de pesar de saberlo, propia condición de amantes, le juró con bastantes juramentos tener secreto. -Pues sabed -dijo Teodosia- que vuestro hermano Federico y Constanza se aman con tanta terneza y firme voluntad, que no hay para encarecerlo más que decir que tienen concertado de casarse. Dada se tienen palabra, y aun creo que con más arraigadas prendas; testigo yo, que sin querer ellos que lo fuese, oí y vi cuanto os digo, cuidadosa de lo mismo que ha sucedido. Esto no tiene ya remedio, lo que yo os aconsejo es que como también entendido llevéis este disgusto, creyendo que Constanza no nació para vuestra, y que el cielo os tiene guardado solo la que os merece. Voluntades que los cielos conciertan en vano las procuran apartar las gentes. A vos, como digo, no ha de faltar la que merecéis, ni a vuestro hermano el castigo de haberse atrevido a vuestra misma dama. Con esto dio fin Teodosia a su traición, no queriendo por entonces decirle nada de su voluntad, porque no sospechase su engaño. Y don Jorge principió a una celosa y desesperada cólera, porque en un punto ponderó el atrevimiento de su hermano, la deslealtad de Constanza, y haciendo juez a sus celos y fiscal a su amor, juntando con esto el aborrecimiento con que trataba a Federico, aun sin pensar en la ofensa, dio luego contra él rigurosa y cruel sentencia. Mas disimulando por no alborotar a Teodosia, le agradeció cortésmente la merced que le hacía, prometiendo el agradecimiento de ella, y por principio tomar su consejo y apartarse de la voluntad de Constanza, pues se empleaba en su hermano más acertadamente que en él. Despidiéndose de ella, y dejándole en extremo alegre, pareciéndole que defraudado don Jorge de alcanzar a su hermana, le sería a ella fácil el haberle por esposo. Mas no le sucedió así, que un celoso cuanto más ofendido, entonces ama más. Apenas se apartó don Jorge de la presencia de Teodosia, cuando se fue a buscar su aborrecido hermano, si bien primero llamó un paje de quien fiaba mayores secretos, y dándole cantidad de joyas y dineros, con un caballo le mandó que le guardase fuera de la ciudad, en un señalado puesto. Hecho esto, se fue a Federico, y le dijo que tenía ciertas cosas para tratar con él, para lo cual era necesario salir hacia el campo. Hízolo Federico, no tan descuidado que no se recelase de su hermano, por conocer la poca amistad que le tenía. Mas la fortuna que hace sus cosas como le da gusto, sin mirar méritos ni ignorancias, tenía ya echada la suerte por don Jorge contra el miserable Federico, porque apenas llegaron a un lugar a propósito, apartado de la gente, cuando sacando don Jorge la espada, llamándole robador de su mayor descanso y bien, sin darle lugar a que sacase la suya, le dio una tan cruel estocada por el corazón, que la espada salió a las espaldas, rindiendo a un tiempo el desgraciado Federico el alma a Dios y el cuerpo a la tierra. Muerto el malogrado mozo por la mano del cruel hermano, don Jorge acudió adonde le aguardaba su criado con el caballo, y subiendo en él con su secretario a las ancas, se fue a Barcelona, y de allí, hallando las galeras que se partían a Nápoles, se embarcó en ellas, despidiéndose para siempre de España. Fue hallado esta misma noche el mal logrado Federico muerto y traído a sus padres, con tanto dolor suyo y de toda la ciudad, que a una lloraban su desgraciada muerte, ignorándose el agresor de ella, porque aunque faltaba su hermano, jamás creyeron que él fuese dueño de tal maldad, si bien por su fuga se creía haberse hallado en el desdichado suceso. Sola Teodosia, como la causa de tal desdicha, pudiera decir en esto la verdad; mas ella callaba, porque le importaba hacerlo. Sintió mucho Constanza la ausencia de don Jorge, mas no de suerte que diese que sospechar cosa que no estuviese muy bien a su opinión, si bien entretenía el casarse, esperando saber algunas nuevas de él. En este tiempo murió su padre, dejando a sus hermosas hijas con gran suma de riqueza, y a su madre por su amparo. La cual, ocupada en el gobierno de su hacienda, no trató de darlas estado en más de dos años, ni a ellas se les daba nada, ya por aguardar la venida de su amante, y parte por no perder los regalos que de su madre tenían, sin que en todo este tiempo se supiese cosa alguna de don Jorge; cuyo olvido fue haciendo su acostumbrado efecto en la voluntad de Constanza, lo que no pudo hacer en la de Teodosia, que siempre amante y siempre firme, deseaba ver casada a su hermana para vivir más segura si don Jorge pareciese. Sucedió en este tiempo venir a algunos negocios a Zaragoza un hidalgo montañés, más rico de bienes de naturaleza que de fortuna, hombre de hasta treinta o treinta y seis años, galán, discreto y de muy amables partes, llamado Carlos. Tomó posada enfrente de la casa de Constanza, y a la primera vez que vio la belleza de la dama, le dio en pago de haberla visto la libertad, dándole asiento en el alma, con tantas veras, que solo la muerte le pudo sacar de esta determinación, dando fuerzas a su amor el saber su noble nacimiento y riqueza, y el mirar su honesto agrado y hermosa gravedad. Víase nuestro Carlos pobre y fuera de su patria, porque aunque le sobraba de noble lo que le faltaba de rico, no era bastante para atreverse a pedirla por mujer, seguro de que no se la habían de dar. Mas no hay amor sin astucias, ni cuerdo que no sepa aprovecharse de ellas. Imaginó una que fue bastante a darle lo mismo que deseaba, y para conseguirla empezó a tomar amistad con Fabia, que así se llamaba su madre de Constanza, y a regalarla con algunas cosas que procuraba para este efecto, haciendo la noble señora en agradecimiento lo mismo. Visitábalas algunas veces, granjeando con su agrado y linda conversación la voluntad de todas, tanto que ya no se hallaban sin él. En teniendo Carlos dispuesto este negocio tan a su gusto, descubrió su intento a una ama vieja que le servía, prometiéndole pagárselo muy bien, y de esta suerte se empezó a fingir enfermo, y no solo con achaque limitado, sino que de golpe se arrojó en la cama. Tenía ya la vieja su ama prevenido un médico, a quien dieron un gran regalo, y así comenzó a curarle a título de un cruel tabardillo. Supo la noble Fabia la enfermedad de su vecino, y con notable sentimiento le fue luego a ver, y le acudía como si fuera un hijo, a todo lo que era menester. Creció la fingida enfermedad, a dicho del médico y congojas del enfermo, tanto que se le ordenó que hiciese testamento y recibiese los sacramentos. Todo lo cual se hizo en presencia de Fabia, que sentía el mal de Carlos en el alma, a la cual el astuto Carlos, asidas las manos, estando para hacer testamento, dijo: -Ya veis, señora mía, en el estado que está mi vida, más cerca de la muerte que de otra cosa. No la siento tanto por haberme venido en la mitad de mis años, cuanto por estorbarse con ella el deseo que siempre he tenido de serviros después que os conocí. Mas para que mi alma vaya con algún consuelo de este mundo, me habéis de dar licencia para descubriros un secreto. La buena señora le respondió que dijese lo que fuese su gusto, seguro de que era oído y amado, como si fuera un hijo suyo. -Seis meses ha, señora Fabia -prosiguió Carlos-, que vivo enfrente de vuestra casa, y esos mismos que adoro y deseo para mi mujer a mi señora doña Constanza, vuestra hija, por su hermosura y virtudes. No he querido tratar de ello, aguardando la venida de un caballero deudo mío, a quien esperaba para que lo tratase; mas Dios, que sabe lo que más conviene, ha sido servido de atajar mis intentos de la manera que veis, sin dejarme gozar este deseado bien. La licencia que ahora me habéis de dar es, para que yo le deje toda mi hacienda, y que ella la acepte, quedando vos, señora, por testamentaria; y después de cumplido mi testamento todo lo demás sea para su dote. Agradeciole Fabia con palabras amorosas la merced que le hacía, sintiendo y solenizando con lágrimas el perderle. Hizo Carlos su testamento, y por decirlo de una vez, él testó de más de cien mil ducados, señalando en muchas partes de la montaña muy lucida hacienda. De todos dejó por heredera a Constanza, y a su madre tan lastimada, que pedía al cielo con lágrimas su vida. En viendo Fabia a su hija, echándole al cuello los brazos, le dijo: -¡Ay hija mía, en qué obligación estás a Carlos! Ya puedes desde hoy llamarte desdichada, perdiendo, como pierdes tal marido. -No querrá tal el cielo, señora -decía la hermosa dama, muy agradada de las buenas partes de Carlos, y obligada contra la riqueza que le dejaba-, que Carlos muera, ni que yo sea de tan corta dicha que tal vea; yo espero de Dios que le ha de dar vida, para que todas sirvamos la voluntad que nos muestra. Con estos buenos deseos, madre y hijas pedían a Dios su vida. Dentro de pocos días empezó Carlos, como quien tenía en su mano su salud, a mejorar, y antes de un mes a estar del todo sano, y no solo sano, sino esposo de la bella Constanza, porque Fabia, viéndole con salud, le llevó a su casa y desposó con su hija. Granjeando este bien por medio de su engaño, y Constanza tan contenta, porque su esposo sabía granjear su voluntad con tantos regalos y caricias, que ya muy seguro de su amor, se atrevió a descubrirle su engaño, dando la culpa a su hermosura y al verdadero amor que desde que la vio la tuvo. Era Constanza tan discreta, que en lugar de desconsolarse, juzgándose dichosa en tener tal marido, le dio por el engaño gracias, pareciéndole que aquella había sido la voluntad del cielo, la cual no se puede excusar, por más que se procure hacerlo, dando a todos estos amorosos consuelos lugar la mucha y lucida hacienda que ella gozaba, pues solo le faltaba a su hermosura, discreción y riqueza un dueño como el que tenía, de tanta discreción, noble sangre y gentileza, acompañado de tal agrado, que suegra y cuñada, viendo a Constanza tan contenta, y que con tantas veras se juzgaba dichosa, le amaban con tal extremo, que en lugar de sentir la burla, la juzgaban por dicha. Cuatro años serían pasados de la ausencia de don Jorge, muerte de Federico y casamiento de Constanza, en cuyo tiempo la bellísima dama tenía por prendas de su querido esposo dos hermosos hijos, con los cuales, más alegre que primero, juzgaba perdidos los años que había gastado en otros devaneos, sin haber sido siempre de su Carlos, cuando don Jorge, habiendo andado toda Italia, Piamonte y Flandes, no pudiendo sufrir la ausencia de su amada señora, seguro, por algunas personas que había visto por donde había estado, de que no le atribuían a él la muerte del malogrado Federico, dio vuelta a su patria y se presentó a los ojos de sus padres, y si bien su ausencia había dado que sospechar, supo dar tal color a su fuga, llorando con fingidas lágrimas y disimulada pasión la muerte de su hermano, haciéndose muy nuevo en ella, que deslumbró cualquiera indicio que pudiera haber. Recibiéronle los amados padres como de quien de dos solas prendas que habían perdido en un día hallaban la una, cuando menos esperanza tenían de hallarla, acompañándolos en su alegría la hermosa Teodosia, que obligada de su amor, calló su delito a su mismo amante, por no hacerse sospechosa en él. La que menos contento mostró en esta venida fue Constanza, porque casi adivinando lo que le había de suceder, como amaba tan de veras a su esposo, se entristeció de que los demás se alegraban, porque don Jorge, aunque sintió con las veras posibles hallarla casada, se animó a servirla y solicitarla de nuevo, ya que no para su esposa, pues era imposible, al menos para gozar de su hermosura, por no malograr tantos años de amor. Los paseos, los regalos, las músicas y finezas eran tantas, que casi se empezó a murmurar por la ciudad. Mas a todo la dama estaba sorda, porque jamás admitía ni estimaba cuanto el amante por ella hacía, antes las veces que en la iglesia o en los saraos y festines que en Zaragoza se usan la vía y hallaba cerca de ella, a cuantas quejas de haberse casado le daba, ni a las tiernas y sentidas palabras que le decía, jamás le respondía palabra. Y si alguna vez, ya cansada de oírle, le decía alguna, era tan desabrida y pesada, que más aumentaba su pena. La que tenía Teodosia de ver estos extremos de amor en su querido don Jorge era tanta, que, a no alentarla los desdenes con que su hermana le trataba, mil veces perdiera la vida. Y tenía bastante causa, porque aunque muchas veces le dio a entender a don Jorge su amor, jamás oyó de él sino mil desabrimientos en respuesta, con lo cual vivía triste y desesperada. No ignoraba Constanza de dónde le procedía a su hermana la pena, y deseaba que don Jorge se inclinase a remediarla, tanto por no verla padecer, como por no verse perseguida de sus importunaciones; mas cada hora lo hallaba más imposible, por estar ya don Jorge tan rematado y loco en solicitar su pretensión, que no sentía que en Zaragoza se murmurase ni que su esposo de Constanza lo sintiese. Más de un año pasó don Jorge en este tema, sin ser parte las veras con que Constanza excusaba su vista, no saliendo de su casa sino a misa, y esas veces acompañada de su marido, por quitarle el atrevimiento de hablarla, para que el precipitado mancebo se apartase de seguir su devaneo, cuando Teodosia, agravada de su tristeza, cayó en la cama de una peligrosa enfermedad, tanto que se llegó a tener muy poca esperanza de su vida. Constanza, que la amaba tiernamente, conociendo que el remedio de su pena estaba en don Jorge, se determinó a hablarle, forzando, por la vida de su hermana, su despegada y cruel condición. Así, un día que Carlos se había ido a caza, le envió a llamar. Loco de contento recibió don Jorge el venturoso recado de su querida dama, y por no perder esta ventura, fue a ver lo que el dueño de su alma le quería. Con alegre rostro recibió Constanza a don Jorge, y sentándose con él en su estrado, lo más amorosa y honestamente que pudo, por obligarle y traerle a su voluntad, le dijo: -No puedo negar, señor don Jorge, si miro desapasionadamente vuestros méritos y la voluntad que os debo, que fui desgraciada el día que os ausentasteis de esta ciudad, pues con esto perdí el alcanzaros por esposo, cosa que jamás creí de la honesta afición con que admitía vuestros favores y finezas, si bien el que tengo es tan de mi gusto, que doy mil gracias al cielo por haberle merecido, y esto bien lo habéis conocido en el desprecio que de vuestro amor he hecho, después que vinistéis; que aunque no puedo ni será justo negaros la obligación en que me habéis puesto, la de mi honra es tanta, que ha sido fuerza no dejarme vencer de vuestras importunaciones. Tampoco quiero negar que la voluntad primera no tiene gran fuerza, y si con mi honra y con la de mi esposo pudiera corresponder a ella, estad seguro de que ya os hubiera dado el premio que vuestra perseverancia merece. Mas supuesto que esto es imposible, pues en este caso os cansáis sin provecho, aunque amando estuvieseis un siglo obligándome, me ha parecido pagaros con dar en mi lugar otro yo, que de mi parte pague lo que en mí es sin remedio. En concederme este bien me ganáis, no solo por verdadera amiga, sino por perpetua esclava. Y para no teneros suspenso, esta hermosura que, en cambio de la mía, que ya es de Carlos, os quiero dar, es mi hermana Teodosia, la cual, desesperada de vuestro desdén, está en lo último de su vida, sin haber otro remedio para dársela, sino vos mismo. Ahora es tiempo de que yo vea lo que valgo con vos, si alcanzo que nos honréis a todos, dándole la mano de esposo. Con esto quitáis al mundo de murmuraciones, a mi esposo de sospechas, a vos mismo de pena, y a mi querida hermana de las manos de la muerte, que faltándole este remedio, es sin duda que triunfará de su juventud y belleza. Y yo teniéndoos por hermano, podré pagar en agradecimiento lo que ahora niego por mi recato. Turbado y perdido oyó don Jorge a Constanza, y precipitado en su pasión amorosa, le respondió: -¿Éste es el premio, hermosa Constanza, que me tenías guardado al tormento que por ti paso y al firme amor que te tengo? Pues cuando entendí que obligada de él me llamabas para dármele, ¿me quieres imposibilitar de todo punto de él? Pues asegúrote que conmigo no tienen lugar tus ruegos, porque otra que no fuere Constanza no triunfará de mí. Amándote he de morir, y amándote viviré hasta que me salte la muerte. ¡Mira si cuando la deseo para mí, se la excusaré a tu hermana! Mejor será, amada señora mía, si no quieres que me la dé delante de tus ingratos ojos, que pues ahora tienes lugar, te duelas de mí, y me excuses tantas penas como por ti padezco. Levantose Constanza, oyendo esto, en pie, y en modo de burla, le dijo: -Hagamos, señor don Jorge, un concierto; y sea que como vos me hagáis en esta placeta que está delante de mi casa, de aquí a la mañana, un jardín tan adornado de cuadros y olorosas flores, árboles y fuentes, que ni en su frescura ni belleza, ni en la diversidad de pájaros quien él haya, desdiga de los nombrados pensiles de Babilonia, que Semíramis hizo sobre sus muros, yo me pondré en vuestro poder y haré por vos cuanto deseáis; y si no, que os habéis de dejar de esta pretensión, otorgándome en pago el ser esposo de mi hermana, porque si no es a precio de arte imposible, no han de perder Carlos y Constanza su honor, granjeado con tanto cuidado y sustentado con tanto aumento. Éste es el precio de mi honra; manos a la labor; que a un amante tan fino como vos no hay nada imposible. Con esto se entró donde estaba su hermana, bien descontenta del mal recado que llevaba de su pretensión, dejando a don Jorge tan desesperado, que fue milagro no quitarse la vida. Saliose asimismo loco y perdido de casa de Constanza y con desconcertados pasos, sin mirar cómo ni por dónde iba, se fue al campo, y allí, maldiciendo su suerte y el día primero que la había visto y amado, se arrojó al pie de un árbol, ya, cuando empezaba a cerrar la noche, y allí dando tristes y lastimosos suspiros, llamándola cruel y rigurosa mujer, cercado de mortales pensamientos, vertiendo lágrimas, estuvo una pieza, unas veces dando voces como hombre sin juicio, y otras callando, se le puso, sin ver por dónde, ni cómo había venido, delante un hombre que le dijo: -¿Qué tienes, don Jorge? ¿Por qué das voces y suspiros al viento, pudiendo remediar tu pasión de otra suerte? ¿Qué lágrimas femeniles son éstas? ¿No tiene más ánimo un hombre de tu valor que el que aquí muestras? ¿No echas de ver que, pues tu dama puso precio a tu pasión, que no está tan dificultoso tu remedio como piensas? Mirándole estaba don Jorge mientras decía esto, espantado de oírle decir lo que él apenas creía que sabía nadie, y así le respondió: -¿Y quién eres tú, que sabes lo que aun yo mismo no sé, y que asimismo me prometes remedio, cuando le hallo tan dificultoso? ¿Qué puedes tú hacer, cuando aún al demonio es imposible? -¿Y si yo fuese el mismo que dices -respondió el mismo que era- qué dirías? Ten ánimo, y mira qué me darás si yo hago el jardín tan dificultoso que tu dama pide. Juzgue cualquiera de los presentes, qué respondería un desesperado, que a trueque de alcanzar lo que deseaba, la vida y el alma tenía en poco. Y ansí le dijo: -Pon tú el precio a lo que por mí quieres hacer, que aquí estoy presto a otorgarlo. -Pues mándame el alma -dijo el demonio- y hazme una cédula firmada de tu mano de que será mía cuando se aparte del cuerpo, y vuélvete seguro que antes que amanezca podrás cumplir a tu dama su imposible deseo. Amaba, noble y discreto auditorio, el mal aconsejado mozo, y así, no le fue difícil hacer cuanto el común enemigo de nuestro reposo le pedía. Prevenido venía el demonio de todo lo necesario, de suerte que poniéndole en la mano papel y escribanías, hizo la cédula de la manera que el demonio la ordenó, y firmando sin mirar lo que hacía, ni que por precio de un desordenado apetito daba una joya tan preciada y que tanto le costó al divino Criador de ella, ¡Oh mal aconsejado caballero! ¡Oh loco mozo! ¿y qué haces? ¡Mira cuánto pierdes y cuán poco ganas, que el gusto que compras se acabará en un instante, y la pena que tendrás será eternidades! Nada mira al deseo de ver a Constanza en su poder, mas él se arrepentirá cuando no tenga remedio. Hecho esto, don Jorge se fue a su posada, y el demonio a dar principio a su fabulosa fábrica. Llegose la mañana, y don Jorge, creyendo que había de ser la de su gloria, se levantó al amanecer, y vistiéndose lo más rica y costosamente que pudo, se fue a la parte donde el jardín se había de hacer, y llegando a la placeta que estaba de la casa de la bella Constanza el más contento que en su vida estuvo, viendo la más hermosa obra que jamás se vio, que a no ser mentira, como el autor de ella, pudiera ser recreación de cualquier monarca. Se entró dentro, y paseándose por entre sus hermosos cuadros y vistosas calles, estuvo aguardando que saliese su dama a ver cómo había cumplido su deseo. Carlos, que, aunque la misma noche que Constanza habló con don Jorge, había venido de caza cansado, madrugó aquella mañana para acudir a un negocio que se le había ofrecido. Y como apenas fuese de día abrió una ventana que caía sobre la placeta, poniéndose a vestir en ella; y como en abriendo se le ofreciese a los ojos la máquina ordenada por el demonio para derribar la fortaleza del honor de su esposa, casi como admirado estuvo un rato, creyendo que soñaba. Mas viendo que ya que los ojos se pudieran engañar, no lo hacían los oídos, que absortos a la dulce armonía de tantos y tan diversos pajarillos como en el deleitoso jardín estaban, habiendo en el tiempo de su elevación notado la belleza de él, tantos cuadros, tan hermosos árboles, tan intrincados laberintos, vuelto como de sueño, empezó a dar voces, llamando a su esposa, y los demás de su casa, diciéndoles que se levantasen, verían la mayor maravilla que jamás se vio. A las voces que Carlos dio, se levantó Constanza y su madre y cuantos en casa había, bien seguros de tal novedad, porque la dama ya no se acordaba de lo que había pedido a don Jorge, segura de que no lo había de hacer, y como descuidada llegase a ver qué la quería su esposo, y viese el jardín precio de su honor, tan adornado de flores y árboles, que aún le pareció que era menos lo que había pedido, según lo que le daban, pues las fuentes y hermosos cenadores ponían espanto a quien las vía, y viese a don Jorge tan lleno de galas y bizarría pasearse por él, y en un punto considerase lo que había prometido, sin poderse tener en sus pies, vencida de un mortal desmayo, se dejó caer en el suelo, a cuyo golpe acudió su esposo y los demás, pareciéndoles que estaban encantados, según los prodigios que se vían. Y tomándola en sus brazos, como quien la amaba tiernamente, con grandísima prisa pedía que le llamasen los médicos, pareciéndole que estaba sin vida, por cuya causa su marido y hermana solenizaban con lágrimas y voces su muerte, a cuyos gritos subió mucha gente, que ya se había juntado a ver el jardín que en la placeta estaba, y entre ellos don Jorge, que luego imaginó lo que podía ser, ayudando él y todos al sentimiento que todos hacían. Media hora estuvo la hermosa señora de esta suerte, haciéndosele innumerables remedios, cuando estremeciéndose fuertemente tornó en sí, y viéndose en los brazos de su amado esposo, cercada de gente, y entre ellos a don Jorge, llorando amarga y hermosamente los ojos en Carlos, le empezó a decir así: -Ya, señor mío, si quieres tener honra y que tus hijos la tengan y mis nobles deudos no la pierdan, sino que tú se la des, conviene que al punto me quites la vida, no porque a ti ni a ellos he ofendido, mas porque puse precio a tu honor y al suyo, sin mirar que no le tiene. Yo lo hiciera imitando a Lucrecia, y aun dejándola atrás, pues si ella se mató después de haber hecho la ofensa, yo muriera sin cometerla, solo por haberla pensado; mas soy cristiana, y no es razón que ya que sin culpa pierdo la vida y te pierdo a ti, que eres mi propia vida, pierda el alma que tanto costó al criador de ella. Más espanto dieron estas razones a Carlos que lo demás que vía, y así, le pidió que les dijese la causa por qué lo decía y lloraba con tanto sentimiento. Entonces Constanza, aquietándose un poco, contó públicamente cuanto con don Jorge le había pasado desde que la empezó a amar, hasta el punto que estaba, añadiendo, por fin, que pues ella había pedido a don Jorge un imposible, y él le había cumplido, aunque ignoraba el modo, que en aquel caso no había otro remedio sino su muerte; con la cual, dándosela su marido, como el más agraviado, tendría todo fin y don Jorge no podría tener queja de ella. Viendo Carlos un caso tan extraño, considerando que por su esposa se vía en tanto aumento de riqueza, cosa que muchas veces sucede ser freno a las inclinaciones de los hombres de desigualdad, pues el que escoge mujer más rica que él ni compra mujer sino señora; de la misma suerte, como aconseja Aristóteles, no trayendo la mujer más hacienda que su virtud, procura con ella y su humildad granjear la voluntad de su dueño. Y asimismo más enamorado que jamás lo había estado de la hermosa Constanza, le dijo: -No puedo negar, señora mía, que hicistes mal en poner precio por lo que no le tiene, pues la virtud y castidad de la mujer, no hay en el mundo con qué se pueda pagar; pues aunque os fiastes de un imposible, pudiérades considerar que no lo hay para un amante que lo es de veras, y el premio de su amor lo ha de alcanzar con hacerlos. Mas esta culpa ya la pagáis con la pena que os veo, por tanto ni yo os quitaré la vida ni os daré más pesadumbre de la que tenéis. El que ha de morir es Carlos, que, como desdichado, ya la fortuna, cansada de subirle, le quiere derribar. Vos prometiste dar a don Jorge el premio de su amor si hacía este jardín. Él ha buscado modo para cumplir su palabra. Aquí no hay otro remedio sino que cumpláis la vuestra, que yo, con hacer esto que ahora veréis no os podré ser estorbo, a que vos cumpláis con vuestras obligaciones, y él goce el premio de tanto amor. Diciendo esto sacó la espada, y fuésela a meter por los pechos, sin mirar que con tan desesperada acción perdía el alma, al tiempo que don Jorge, temiendo lo mismo que él quería hacer, había de un salto juntádose con él, y asiéndole el puño de la violenta espada, diciéndole: -Tente, Carlos, tente. Se la tuvo fuertemente. Así, como estaba, siguió contando cuanto con el demonio le había pasado hasta el punto que estaba, y pasando adelante, dijo: -No es razón que a tan noble condición como la tuya yo haga ninguna ofensa, pues solo con ver que te quitas la vida, porque yo no muera (pues no hay muerte para mí más cruel que privarme de gozar lo que tanto quiero y tan caro me cuesta, pues he dado por precio el alma), me ha obligado de suerte, que no una, sino mil perdiera, por no ofenderte. Tu esposa está ya libre de su obligación, que yo le alzo la palabra. Goce Constanza a Carlos, y Carlos a Constanza, pues el cielo los crió tan conformes, que solo él es el que la merece, y ella la que es digna de ser suya, y muera don Jorge, pues nació tan desdichado, que no solo ha perdido el gusto por amar, sino la joya que le costó a Dios morir en una Cruz. A estas últimas palabras de don Jorge, se les apareció el Demonio con la cédula en la mano, y dando voces, les dijo: -No me habéis de vencer, aunque más hagáis; pues donde un marido, atropellando su gusto y queriendo perder la vida, se vence a sí mismo, dando licencia a su mujer para que cumpla lo que prometió; y un loco amante, obligado de esto, suelta la palabra, que le cuesta no menos que el alma, como en esta cédula se ve que me hace donación de ella, no he de hacer menos yo que ellos. Y así, para que el mundo se admire de que en mí pudo haber virtud, toma don Jorge: ves ahí tu cédula; yo te suelto la obligación, que no quiero alma de quien tan bien se sabe vencer. Y diciendo esto, le arrojó la cédula, y dando un grandísimo estallido, desapareció y juntamente el jardín, quedando en su lugar un espeso y hediondo humo, que duró un grande espacio. Al ruido que hizo, que fue tan grande que parecía hundirse la ciudad, Constanza y Teodosia, con su madre y las demás criadas, que como absortas y embelesadas habían quedado con la vista del demonio, volvieron sobre sí, y viendo a don Jorge hincado de rodillas, dando con lágrimas gracias a Dios por la merced que le había hecho de librarle de tal peligro, creyendo, que por secretas causas, solo a su Majestad Divina reservadas, había sucedido aquel caso, le ayudaron haciendo lo mismo. Acabando don Jorge su devota oración, se volvió a Constanza y le dijo: -Ya, hermosa señora, conozco cuán acertada has andado en guardar el decoro que es justo al marido que tienes, y así, para que viva seguro de mí, pues de ti lo está y tiene tantas causas para hacerlo, después de pedirte perdón de los enfados que te he dado y de la opinión que te he quitado con mis importunas pasiones, te pido lo que tú ayer me dabas deseosa de mi bien, y yo como loco desprecié, que es a la hermosa Teodosia por mujer; que con esto el noble Carlos quedará seguro, y esta ciudad enterada de tu valor y virtud. En oyendo esto Constanza, se fue con los brazos abiertos a don Jorge, y echándoselos al cuello, casi juntó su hermosa boca con la frente del bien entendido mozo, que pudo por la virtud ganar lo que no pudo con el amor, diciendo: -Este favor os doy como a hermano, siendo el primero que alcanzáis de mí cuanto ha que me amáis. Todos ayudaban a este regocijo: unos con admiraciones y otros con parabienes. Y ese mismo día fueron desposados don Jorge y la bella Teodosia, con general contento de cuantos llegaban a saber esta historia. Y otro día, que no quisieron dilatarlo más, se hicieron las solemnes bodas, siendo padrinos Carlos y la bella Constanza. Hiciéronse muchas fiestas en la ciudad, solenizando el dichoso fin de tan enredado suceso, en las cuales don Jorge y Carlos se señalaron, dando muestras de su gentileza y gallardía, dando motivos a todos para tener por muy dichosas a las que los habían merecido por dueños. Vivieron muchos años con hermosos hijos, sin que jamás se supiese que don Jorge hubiese sido el matador de Federico, hasta que después de muerto don Jorge, Teodosia contó el caso como quien tan bien lo sabía. A la cual, cuando murió, le hallaron escrita de su mano esta maravilla, dejando al fin de ella por premio al que dijese cuál hizo más de estos tres: Carlos, don Jorge, o el demonio, el laurel de bien entendido. Cada uno le juzgue si le quisiere ganar, que yo quiero dar aquí fin al Jardín engañoso, título que da el suceso referido a esta maravilla. * Dio fin la noble y discreta Laura a su maravilla, y todas aquellas damas y caballeros principió a disputar cuál había hecho más por quedar con la opinión de discreto; y porque la bella Lisis había puesto una joya para el que acertase. Cada uno daba su razón: unos alegaban que el marido, y otros que el amante, y todos juntos, que el demonio, por ser en él cosa nunca vista el hacer bien. Esta opinión sustentó divinamente don Juan, llevando la joya prometida, no con pocos celos de don Diego y gloria de Lisarda, a quien la rindió al punto, dando a Lisis no pequeño pesar. En esto entretuvieron gran parte de la noche, tanto que por no ser hora de representar la comedia, de común voto quedó para el día de la Circuncisión, que era el primer día del año, que se habían de desposar don Diego y la hermosa Lisis; y así, se fueron a las mesas que estaban puestas, y cenaron con mucho gusto, dando fin a la quinta noche, y yo a mi honesto y entretenido sarao, prometiendo si es admitido con el favor y gusto que espero, segunda parte, y en esta el castigo de la ingratitud de don Juan, mudanza de Lisarda y boda de Lisis, si como espero, es estimado mi trabajo y agradecido mi deseo, y alabado, no mi tosco estilo, sino el deseo con que va escrito. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
El traidor contra su sangre
Cuento
Tuvo entre sus grandezas la nobilísima ciudad de Valencia, por nueva y milagrosa maravilla de tan celebrado asiento, la sin par belleza de Estela, dama ilustre, rica y de tantas prendas, gracias y virtudes que, cuando no tuviera otra cosa de qué preciarse sino de tenerla por hija, pudiera alabarse entre todas las ciudades del mundo de su dichosa suerte. Era Estela única en casa de sus padres y heredera de mucha riqueza, que para sola ella les dio el cielo, a quien agradecidos alababan por haberles dado tal prenda. Entre los muchos caballeros que deseaban honrar con la hermosura de Estela su nobleza fue don Carlos, mozo noble, rico y de las prendas que pudiera Estela elegir un noble marido: si bien Estela, atada su voluntad a la de sus padres, como de quien sabía que procuraban su acrecentamiento, aunque entre todos se agradaba más de las virtudes y gentileza de don Carlos, era con tanta cordura y recato que ni ellos ni él conocían en ella ese deseo, pues ni despreciaba cruel sus pretensiones ni admitía liviana sus deseos, favoreciéndole con un mirar honesto y un agrado cuerdo, de lo cual el galán, satisfecho y contento, seguía sus pasos, adoraba sus ojos y estimaba su hermosura, procurando con su presencia y continuos paseos dar a entender a la dama lo mucho que la estimaba. Había en Valencia una dama de más libres costumbres que a una mujer noble y medianamente rica convenía; la cual viendo a don Carlos pasar a menudo por su calle, por ser camino para ir a la de Estela, se aficionó de suerte que, sin mirar en más inconvenientes que a su gusto, se determinó a dárselo a entender del modo que pudiese. Poníasele delante en todas ocasiones, procurando despertar con su hermosura su cuidado: mas como los de don Carlos estuviesen ocupados y cautivos de la belleza de Estela, jamás reparaba en la solicitud con que Claudia (que este era el nombre de la dama) vivía: pues como se aconsejase con su amor y el descuido de su amante, y viese que nacía de alguna voluntad, procuró saberlo de cierto, y a pocos lances descubrió lo mismo que quisiera encubrir a su misma alma, por no atormentarla con el rabioso mal de los celos. Y conociendo el poco remedio que su amor tenía, viendo al galán don Carlos tan bien empleado, procuró por la vía que pudiese estorbarlo, o ya que no pudiese más, vivir con quien adoraba, para que su vista aumentase su amor o su descuido apresurase su muerte. Para lo cual, sabiendo que a don Carlos se le había muerto un paje que de ordinario le iba acompañando y le servía de fiel consejero de su honesta afición, aconsejándose con un antiguo criado que tenía, más codicioso de su hacienda que de su hermosura y quietud, le pidió que diese traza como ella ocupase la plaza del muerto siervo, dándole a entender que lo hacía por procurar apartarle de la voluntad de Estela y traerle a la suya, ofreciéndole, si lo conseguía, gran parte de su hacienda. El codicioso viejo, que vio por este camino gozaría de la hacienda de Claudia, se dio tal maña en negociarlo que el tiempo que pudiera gastar en aconsejarla lo contrario ocupó en negociar lo de su traje en el de varón, y en servicio de don Carlos y su criado con la gobernación de su hacienda y comisión de hacer y deshacer en ella: venció la industria los imposibles y en pocos días se halló Claudia paje de su amante, granjeando su voluntad de suerte que ya era archivo de los más escondidos pensamientos de don Carlos, y tan valido suyo que solo a él encomendaba la solicitud de sus deseos. Ya en este tiempo se daba don Carlos por tan favorecido de Estela, habiendo vencido su amor los imposibles del recato de la dama, que a pesar de los ojos de Claudia, que con lágrimas solemnizaba esta dicha de los dos amantes, le hablaba algunas noches por un balcón, recibiendo con agrado sus papeles y oyendo con gusto algunas músicas que le daba su amante algunas veces. Pues una noche que, entre otras muchas, quiso don Carlos dar una música a su querida Estela, y Claudia con su instrumento había de ser el tono de ella, en lugar de cantar el amor de su dueño, quiso con este soneto desahogar el suyo, que con el lazo al cuello estaba para precipitarse: En este estado estaban estos amantes, aguardando don Carlos licencia de Estela para pedirla a sus padres por esposa, cuando vino a Valencia un conde italiano, mozo y galán: pues como su posada estaba cerca de la de Estela y su hermosura tuviese jurisdicción sobre todos cuantos la llegasen a ver, cautivó de suerte la voluntad del conde que le vino a poner en puntos de procurar remedio, y el más conveniente que halló, fiado en ser quien era, demás de sus muchas prendas y gentileza, fue pedirla a sus padres, juntándose este mismo día con la suya la misma petición por parte de don Carlos que, acosado de los amorosos deseos de su dama y quizá de los celos que le daba el conde viéndole pasear la calle, quiso darles alegre fin. Oyeron sus padres los unos y los otros terceros, y viendo que aunque don Carlos era digno de ser dueño de Estela, codiciosos de verla condesa, despreciando la pretensión de don Carlos se la prometieron al conde; y quedó asentado que de allí a un mes fuesen las bodas. Sintió la dama, como era razón, esta desdicha y procuró desbaratar estas bodas, mas todo fue cansarse en vano; y más cuando ella supo por un papel de don Carlos cómo había sido despedido de ser suyo. Mas como amor, cuando no hace imposibles, le parece que no cumple con su poder, dispuso de suerte los ánimos de estos amantes que, viéndose aquella noche por la parte que solían, concertaron que de allí a ocho días previniese don Carlos lo necesario, la sacase y llevase a Barcelona, donde se casarían; de suerte que cuando sus padres la hallasen, fuese con su marido, tan noble y rico como pudieran desear, a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor como el conde, y su codicia. Todo esto oyó Claudia, y como le llegasen tan al alma estas nuevas, recogiose en su aposento y pensando estar sola, soltando las corrientes a sus ojos, empezó a decir: —Ya, desdichada Claudia, ¿qué tienes que esperar? Carlos y Estela se casan, amor está de su parte y tiene pronunciada contra mí cruel sentencia de perderle. ¿Podrán mis ojos ver a mi ingrato en brazos de su esposa? No por cierto: pues lo mejor será decirle quién soy y luego quitarme la vida. Estas y otras muchas razones decía Claudia, quejándose de su desdicha; cuando sintió llamar a la puerta de su estancia, y levantándose a ver quién era, vio que el que llamaba a la puerta era un gentil y gallardo moro que había sido del padre de don Carlos, y habiéndose rescatado, no aguardaba sino pasaje para ir a Fez, de donde era natural, que como le vio, le dijo: —¿Para qué, Hamete, vienes a inquietar ni estorbar mis quejas si las has oído, y por ellas conoces mi grande desdicha y aflicción? Déjamelas padecer, que ni tú eres capaz de consolarme ni ellas admiten ningún consuelo. Era el moro discreto, y en su tierra noble, que su padre era un bajá muy rico; y como hubiese oído quejar a Claudia, y conocido quién era, le dijo: —Oído he, Claudia, cuanto has dicho, y como, aunque moro, soy en algún modo cuerdo, quizá el consuelo que te daré será mejor que el que tú tomas, porque en quitarte la vida, ¿qué agravio haces a tus enemigos, sino darles lugar a que se gocen sin estorbo? Mejor sería quitar a Carlos y Estela, y esto será fácil si tú quieres: para animarte a ello te quiero decir un secreto que hasta hoy no me ha salido del pecho: óyeme, y si lo que quiero decirte no te pareciere a propósito, no lo admitas; mujer eres y dispuesta a cualquier acción, como lo juzgo en haber dejado tu traje y opinión por seguir tu gusto. Algunas veces vi a Estela, y su hermosura cautivó mi voluntad; mira qué de cosas te he dicho en estas dos palabras. Quéjaste que por Carlos dejaste tu reposo, dasle nombre de ingrato, y no andas acertada porque si tú le hubieras dicho tu amor, quizá Estela no triunfara del suyo ni yo estuviera muriendo. Dices que no hay remedio porque tienen concertado robarla y llevarla a Barcelona, y te engañas, porque en eso mismo, si tú quieres, está tu ventura y la mía. Mi rescate ya está dado, mañana he de partir de Valencia, porque para ello tengo prevenida una galeota que anoche dio fondo en un escollo cerca del Grao, de quien yo solo tengo noticia. Si tú quieres quitarle a don Carlos su dama y hacerme a mí dichoso, pues ella te da crédito a cuanto le dices, fiada en que eres la privanza de su amante, ve a ella y dile que tu señor tiene prevenida una nave en que pasar a Barcelona, como tiene concertado; y que por ser segura no quiere aguardar el plazo que entre los dos se puso, que para mañana en la noche se prevenga; señala la hora misma y dándola a entender que don Carlos la aguardará en la marina, la traerás donde yo te señalare, y llevándomela yo a Fez, tú quedarás sin embarazo, donde podrás persuadir y obligarle a amarte, y yo iré rico de tanta hermosura. Atónita oyó Claudia el discurso del moro, y como no mirase en más que en verse sin Estela y con don Carlos, aceptó luego el partido, dando al moro las gracias, quedando de concierto en efectuar otro día esta traición, que no fue difícil; porque Estela, dando crédito, pensando que se ponía en poder del que había de ser su esposo, cargada de joyas y dineros, antes de las doce de la siguiente noche ya estaba embarcada en la galeota, y con ella Claudia, que Hamete la pagó de esta suerte la traición. Tanto sintió Estela su desdicha que, así como se vio rodeada de moros, y entre ellos el esclavo de don Carlos, y que él no parecía, vio que a toda priesa se hacían a la vela, y considerando su desdicha, aunque ignoraba la causa, se dejó vencer de un mortal desmayo que le duró hasta otro día; tal fue la pasión de ver esto, y más cuando, volviendo en sí, oyó lo que entre Claudia y Hamete pasaba; porque creyendo el moro ser muerta Estela, teniéndola Claudia en sus brazos, le decía al alevoso moro: —¿Para qué, Hamete, me aconsejaste que pusiese esta pobre dama en el estado en que está, si no me habéis de conceder la amada compañía de don Carlos, cuyo amor me obligó a hacer tal traición como hice en ponerla en tu poder? ¿Cómo te precias de noble si has usado conmigo este rigor? —Al traidor, Claudia —respondió Hamete—, pagarle en lo mismo que ofende es el mejor acuerdo del mundo, demás que no es razón que ninguno se fíe del que no es leal a su misma nación y patria: tú quieres a don Carlos, y él a Estela: por conseguir tu amor quitas a tu amante la vida, quitándole la presencia de su dama; pues a quien tal traición hace como dármela a mí por un vano antojo, ¿cómo quieres que yo me asegure de que luego no avisarás a la ciudad y saldrán tras mí, y me darán la muerte? Pues con quitar este inconveniente, llevándote yo conmigo aseguro mi vida y la de Estela, a quien adoro. Estas, y otras razones como estas, pasaban entre los dos cuando Estela, vuelta en sí, habiendo oído estas razones o las más, pidió a Claudia que le dijese qué enigmas eran aquellos que pasaban por ella; la cual se lo contó todo como pasaba, dando larga cuenta de quién era y por la ocasión que se veían cautivas. Solemnizaba Estela su desdicha vertiendo de sus ojos dos mil mares de hermosas lágrimas, y Hamete su ventura consolando a la dama en cuanto podía y dándola a entender que iba a ser señora de cuanto él poseía, y más en propiedad si quisiese dejar su ley: consuelos que la dama tenía por tormentos y no por remedio: a los cuales respondió con las corrientes de sus hermosos ojos. Dio orden Hamete a Claudia para que, mudando traje, sirviese y regalase a Estela, y con esto, haciéndose a lo largo, se engolfaron en alta mar la vuelta de Fez. Dejémoslos ahora hasta su tiempo y volvamos a Valencia, donde siendo echada menos Estela de sus padres, locos de pena, procuraron saber qué se había hecho buscando los más secretos rincones de su casa con un llanto sordo y semblante muy triste. Hallaron una carta dentro de un escritorio suyo, cuya llave estaba sobre un bufete, que abierta decía así: «Mal se compadece amor e interés por ser muy contrario el uno del otro, y por esta causa, amados padres míos, al paso que me alejo del uno, me entrego al otro: la poca estimación que hago de las riquezas del conde me lleva a poder de don Carlos, a quien solo reconozco por legítimo esposo: su nobleza es tan conocida que, a no haberse puesto de por medio tan fuerte competidor, no se pudiera para darme estado pedir más ni desear más. Si el yerro de haberlo hecho de este modo mereciere perdón, juntos volveremos a pedirle, y en tanto pediré al cielo las vidas de todos.» Estela. El susto y pesar que causó esta carta podrá sentir quien considerare la prenda que era Estela y cuánto la estimaban sus padres: los cuales, dando orden a su gente para que no hiciesen alboroto alguno, creyendo que aún no habrían salido de Valencia, porque la mayor seguridad era estarse quedos, y que haciendo algunas diligencias secretas sabrían de ellos, dando aviso al virrey del caso; la primera que se hizo fue visitar la casa de don Carlos, que descuidado del suceso le trasladaron a un castillo a título de robador de la hermosa Estela y escalador de la nobleza de sus padres, siendo el consuelo de ellos y su esposo, que así se intitulaba el conde. Estaba don Carlos inocente de la causa de su prisión y hacía mil instancias para saberla; y como le dijesen que Estela faltaba y que, conforme a una carta que se había hallado de la dama, él era el autor de este robo y el Júpiter de esta bella Europa, y que él había de dar cuenta de ella, viva o muerta, pensó acabar la vida a manos de su pesar; y cuando se vio puesto en el aprieto que el caso requería, porque ya le amenazaba la garganta el cuchillo, y a su inocente vida la muerte: si bien su padre, como tan rico y noble, defendía, como era razón, la inocencia de su hijo. Quédese así hasta su tiempo, que la historia dirá el suceso; y vamos a Estela y Claudia, que en compañía del cruel Hamete navegaban con próspero viento la vuelta de Fez, que como llegasen a ella, fueron llevadas las damas en casa del padre del moro, donde la hermosa Estela empezó de nuevo a llorar su cautiverio y la ausencia de don Carlos; porque, como Hamete viese que ni con ruegos ni caricias podía vencerla, empezó a usar de la fuerza, procurando con malos tratamientos obligarla a consentir con sus deseos por no padecer, tratándola como a una miserable esclava, mal comida y peor vestida, y sirviendo en la casa de criada, en la cual tenía el padre de Hamete cuatro mujeres, con quien estaba casado, y otros dos hijos menores. De estos dos el mayor se aficionó con grandes veras de Claudia, la cual segura de que si como Estela no le admitiese la tratarían como a ella, y viéndose también excluida de tener libertad ni de volver a ver a Carlos, cerrando los ojos a Dios, renegó de su santísima fe y se casó con Zaide, que este era el nombre de su hermano. Con lo cual la pobre dama pasaba triste y desesperada vida, y así pasó un año, y en él mil desventuras, si bien lo que más le atormentaba eran las persecuciones de Hamete, quien continuamente la molestaba con sus importunaciones. Desesperado pues de remedio, pidió a Claudia con muchas lástimas diese orden de que por lo menos, usando de la fuerza, pudiese gozarla: prometióselo Claudia; y así un día que estaban solas, porque las demás eran idas al baño, le dijo la traidora Claudia estas razones: —No sé, hermosa Estela, cómo te diga la tristeza y congoja que padece mi corazón en verme en esta tierra y en tan mala vida como estoy: yo, amiga Estela, estoy determinada a huirme, que no soy tan mora que no me tire más el ser cristiana: pues el haberme sujetado a esto fue más de temor que de voluntad; cincuenta cristianos tienen prevenido un bajel en que hemos de partir esta noche a Valencia: si tú quieres, pues vinimos juntas, que nos volvamos juntas, no hay sino que te dispongas y que nos volvamos con Dios; que yo espero en él que nos llevará en salvamento; y si no, mira qué quieres que le diga a Carlos, que de hoy en un mes pienso verle; y en lo que mejor puedes conocer la voluntad que te tengo es en que, estando sin ti, puede ser ocasión de que Carlos me quiera, y para lo contrario me ha de ser estorbo tu presencia; mas con todo eso me obliga más tu miseria que mi gusto. Arrojose Estela a los pies de Claudia, y la suplicó, que pues era esta su determinación, que no la dejase, y vería con las veras que la servía. Finalmente, quedaron concertadas en salir juntas esta noche, después de todos recogidos; para lo cual juntaron sus cosas, por no ir desapercibidas. Las doce serían de la noche cuando Estela y Claudia, cargadas de dos pequeños líos en que llevaban sus vestidos y camisas, y otras cosas necesarias a su viaje, se salieron de casa y caminaron hacia la marina, donde decía Claudia que estaba el bergantín o bajel en que había de escapar, y en su seguimiento Hamete, que desde que salieron de casa las seguía. Y como llegasen hacia unas peñas en donde decía que habían de aguardar a los demás, tomando un lugar, el más acomodado y seguro que a la cautelosa Claudia le pareció más a propósito para el caso, se sentó animando a la temerosa dama, que cada pequeño rumor le parecía que era Hamete. De esta suerte estuvieron más de una hora, pues Hamete, aunque estaba cerca de ellas, no se había querido dejar ver porque estuviese más segura. Al cabo de esto llegó, y como las viese, fingiendo una furia infernal les dijo: —¡Ah perras mal nacidas, qué fuga es esta! Ya no os escaparéis con las traiciones que tenéis concertadas. —No es traición, Hamete —dijo Estela—, procurar cada uno su libertad, que lo mismo hicieras tú si te vieras de la suerte que yo, maltratada y abatida de ti y de todos los de tu casa: demás que si Claudia no me animara, no hubiera en mí atrevimiento para emprender esto; sino que ya mi suerte tiene puesta mi perdición en sus manos, y así me ha de suceder siempre que fiare de ella. —No lo digas burlando, perra —dijo a esta ocasión la renegada Claudia—, porque quiero que sepas que el traerte esta noche no fue con ánimo de salvarte sino con deseo de ponerte en poder del gallardo Hamete, para que por fuerza o por grado te goce, advirtiendo que le has de dar gusto, y con él posesión de tu persona, o has de quedar aquí hecha pedazos. Dicho esto se apartó algún tanto, dándole lugar al moro, que tomando el último acento de sus palabras, prosiguió con ellas, pensando persuadirla ya con ternezas, ya con amenazas, ya con regalos, ya con rigores. A todo lo cual Estela, bañada en lágrimas, no respondía más sino que se cansaba en vano, porque pensaba dejar la vida antes que perder la honra. Acabose de enojar Hamete, y trocando la terneza en saña, empezó a maltratarla, dándola muchos golpes en su hermoso rostro, amenazándola con muchos géneros de muerte si no se rendía a su gusto. Y viendo que nada bastaba, quiso usar de la fuerza, batallando con ella hasta rendirla. El ánimo de Estela en esta ocasión era mayor que de una flaca doncella se podía pensar; mas como a brazo partido anduviese luchando con ella, rendidas ya las débiles fuerzas de Estela, se dejó caer en el suelo: y no teniendo facultad para defenderse, acudió al último remedio, y al más ordinario y común de las mujeres, que fue dar gritos, a los cuales Jacimín, hijo del rey de Fez, que venía de caza, movido de ellos, acudió a la parte donde le pareció que los oía, dejando atrás muchos criados que traía; y como llegase a la parte donde las voces se daban, vio patente la fuerza que a la hermosa dama hacía el fiero moro. Era el príncipe de hasta veinte años; y demás de ser muy galán, tan noble de condición y tan agradable en las palabras que, por esto y por ser muy valiente y dadivoso, era muy amado de todos sus vasallos; siendo asimismo tan aficionado a favorecer a los cristianos que, si sabía que alguno los maltrataba, lo castigaba severamente. Pues como viese lo que pasaba entre el cruel moro y aquella hermosa esclava, que ya a este tiempo se podía ver a causa de que empezaba a romper el alba; y la mirase tendida en tierra y con una liga atadas las manos, y que con un lienzo la quería tapar la boca el traidor Hamete, con airada voz le dijo: —¿Qué haces, perro? ¿En la corte del rey de Fez se ha de atrever ninguno a forzar las mujeres? Déjala al punto, si no, por vida del rey que te mato. Decir esto y sacar la espada todo fue uno. A estas palabras se levantó Hamete y metió mano a la suya, y cerrando con él le diera la muerte, si el príncipe, dando un salto, no le hurtara el golpe y reparara con la espada; mas no fue con tanta presteza que no quedase herido en la cabeza. Conociendo pues el valiente Jacimín que aquel moro no le quería guardar el respeto que justamente debía a su príncipe, se retiró un poco, y tocando una cornetilla que traía al cuello, todos sus caballeros se juntaron con él al mismo tiempo que Hamete con otro golpe quería dar fin a su vida. Mas siendo, como digo, socorrido de los suyos, fue preso el traidor Hamete, dando lugar a la afligida Estela, con quien ya se había juntado la alevosa y renegada Claudia, a que se echase a los pies del príncipe Jacimín, a quien como el gallardo moro viese más despacio, no agradado de su hermosura sino compasivo de sus trabajos, la preguntó quién era y la causa de estar en tal lugar. A lo cual Estela, después de haberle dicho que era cristiana, con las más breves razones que pudo contó su historia y la causa de estar donde la veía, de lo cual el piadoso Jacimín, enojado, mandó que a todos tres los trajesen a su palacio donde, antes de curarse, dio cuenta al rey su padre del suceso pidiéndole venganza del atrevimiento de Hamete, quien juntamente con Claudia fue condenado a muerte, y este mismo día fueron los dos empalados. Hecha esta justicia, mandó el príncipe traer a su presencia a Estela, y después de haberla acariciado y consolado, la preguntó qué quería hacer de sí. A lo cual la dama, arrodillada ante él, le suplicó que la enviase entre cristianos para que pudiese volver a su patria. Concediole el príncipe esta petición, y habiéndola dado dineros y joyas, y un esclavo cristiano que la acompañase, mandó a dos criados suyos la pusiesen donde ella gustase. Sucedió el caso referido en Fez a tiempo que el césar Carlos V, emperador y rey de España, estaba sobre Túnez contra Barbarroja. Sabiendo pues Estela esto, mudando su traje mujeril en el de varón, cortándose los cabellos, acompañada solo de su cautivo español que el príncipe de Fez le mandó dar, juramentándole que no había de decir quién era, y habiéndose despedido de los dos caballeros moros que la acompañaban, se fue a Túnez, hallándose en servicio del emperador y siempre a su lado en todas ocasiones, granjeando no solo la fama de valiente soldado sino la gracia del emperador, y con ella el honroso cargo de capitán de caballos. Hallose, como digo, no solo en esta ocasión sino en otras muchas que el emperador tuvo en Italia y Francia, quien hallándose en una refriega a pie, por haberle muerto el caballo, nuestra valiente dama, que con nombre de don Fernando era tenida en diferente opinión, le dio el suyo, y le acompañó y defendió hasta ponerle en salvo. Quedó el emperador tan obligado que empezó con muchas mercedes a honrar y favorecer a don Fernando; y fue la una un hábito de Santiago y la segunda una gran renta y título. No había sabido Estela en todo este tiempo nuevas ningunas de su patria y padres, hasta que un día vio entre los soldados del ejército a su querido don Carlos, que como le conoció, todas las llagas amorosas se la renovaron, si acaso estaban adormecidas, y empezaron de nuevo a verter sangre: mandole llamar, y disimulando la turbación que le causó su vista, le preguntó ¿de dónde era y cómo se llamaba? Satisfizo don Carlos a Estela con mucho gusto, obligado de las caricias que le hacía, o por mejor decir, al rostro que, con ser tan parecido a Estela, traía cartas de favor: y así la dijo su nombre y patria, y la causa por que estaba en la guerra, sin encubrirla sus amores y la prisión que había tenido, diciéndola como cuando pensó sacarla de casa de sus padres y casarse con ella, se había desaparecido de los ojos de todos ella y un paje, de quien fiaba mucho sus secretos, poniendo en opinión su crédito, porque tenía para sí que por querer más que a él al paje, habían hecho aquella vil acción, dándole a él motivo a no quererla tanto y desestimarla; si bien en una carta que se había hallado escrita de la misma dama para su padre, decía que se iba con don Carlos, que era su legítimo esposo, cosa que le tenía más espantado que lo demás; porque irse con Claudio y decir que se iba con él, le daba que sospechar, y en lo que paraban sus sospechas era en creer que Estela no le trataba verdad con su amor, pues le había dejado expuesto a perder la vida por justicia, porque después de haber estado por estos indicios preso dos años, pidiéndole no solo el robo y el escalamiento de una casa tan noble como la de sus padres, viendo que muerta ni viva no parecía, le achacaban que después de haberla gozado la había muerto, con lo cual le pusieron en grande aprieto, tanto que muriera por ello si no se hubiera valido de la industria, la cual le enseñó lo que había de hacer, que fue romper las prisiones y quebrantar la cárcel, fiándose más de la fuga que de la justicia que tenía de su parte: que el otro año había gastado en buscarla por muchas partes, mas que había sido en vano, porque no parecía sino que la había tragado la tierra. Con grande admiración escuchaba Estela a don Carlos, como si no supiera mejor que nadie la historia; y a lo que respondió más apresuradamente fue a la sospecha que tenía de ella y del paje, diciéndole: —No creas, Carlos, que Estela sería tan liviana que se fuese con Claudio por tenerle amor, ni engañarte a ti, que en las mujeres nobles no hay esos tratos; lo más cierto sería que ella fue engañada, y después quizá la habrán sucedido ocasiones en que no haya podido volver por sí; y algún día querrá Dios volver por su inocencia y tú quedarás desengañado. Lo que yo te pido es que mientras estuvieres en la guerra acudas a mi casa, que si bien quiero que seas en ella mi secretario, de mí serás tratado como amigo, y por tal te recibo desde hoy, que yo sé que con mi amparo, pues todos saben la merced que me hace el césar, tus contrarios no te perseguirán, y acabada esta ocasión daremos orden para que quedes libre de sus persecuciones; y no quiero que me agradezcas esto con otra cosa sino con que tengas a Estela en mejor opinión que hasta aquí, siquiera por haber sido tú la causa de su perdición; y no me mueve a esto más de que soy muy amigo de que los caballeros estimen y hablen bien de las damas. Atento oyó Carlos a don Fernando, que por tal tenía a Estela, pareciéndole no haber visto en su vida cosa más parecida a su dama, mas no llegó su imaginación a pensar que fuese ella: y viendo que había dado fin a sus razones, se le humilló, pidiéndole las manos y ofreciéndose por su esclavo. Alzole Estela con sus brazos, quedando desde este día en su servicio, y tan privado con ella que ya los demás criados estaban envidiosos. De esta suerte pasaron algunos meses, acudiendo Carlos a servir a su dama, no solo en el oficio de secretario sino en la cámara y mesa, donde en todas ocasiones recibía de ella muchas y muy grandes mercedes, tratando siempre de Estela, tanto que algunas veces llegó a pensar que el duque la amaba, porque siempre le preguntaba si la quería como antes, y si viera a Estela si se holgaría con su vista, y otras cosas que más aumentaban la sospecha de don Carlos, satisfaciendo a ellas unas veces a gusto de Estela y otras veces a su descontento. En este tiempo vinieron al emperador nuevas cómo el virrey de Valencia era muerto repentinamente, y habiendo de enviar quien le sucediese en aquel cargo, por no ser bien que aquel reino estuviese sin quien le gobernase, puso los ojos en don Fernando, de quien se hallaba tan bien servido. Supo Estela la muerte del virrey y, no queriendo perder de las manos esta ocasión, se fue al emperador y puesta de rodillas le suplicó le honrase con este cargo. No le pesó al emperador que don Fernando le pidiese esta merced, si bien sentía apartarle de sí, pues por esto no se había determinado; pero viendo que con aquello le premiaba, se lo otorgó y le mandó que partiese luego, dándole la patente y los despachos. Ve aquí a nuestra Estela virrey de Valencia, y a don Carlos su secretario y el más contento del mundo, pareciéndole que con el padre alcalde no tenía que temer a su enemigo, y así se lo dio a entender su señor. Satisfecho iba don Carlos de que el virrey lo estaba de su inocencia en la causa de Estela, con lo cual ya se tenía por libre y muy seguro de sus promesas. Partieron, en fin, con mucho gusto y llegaron a Valencia donde fue recibido el virrey con muestras de grande alegría. Tomó su posesión, y el primer negocio que le pusieron para hacer justicia fue el suyo mismo, dando querella contra su secretario. Prometió el virrey de hacerla. Para esto mandó se hiciese información de nuevo, examinando segunda vez los testigos. Bien quisieran las partes que don Carlos estuviera más seguro, y que el virrey le mandara poner en prisión. Mas a esto los satisfizo con decir que él le fiaba, porque para él no había más prisión que su gusto. Tomó, como digo, este caso tan a pechos que en breves días estaba de suerte que no faltaba sino sentenciarle. En fin, quedó para verse otro día. La noche antes entró don Carlos a la misma cámara donde el virrey estaba en la cama y, arrodillado ante él, le dijo: —Para mañana tiene vuestra excelencia determinado ver mi pleito y declarar mi inocencia; demás de los testigos que he dado en mi descargo y han jurado en mi abono, sea el mejor y más verdadero un juramento que en sus manos hago, pena de ser tenido por perjuro, de que no solo no llevé a Estela, mas que desde el día antes no la vi, ni sé qué se hizo, ni dónde está; porque si bien yo había de ser su robador, no tuve lugar de serlo con la grande priesa con que mi desdicha me la quitó, o para mi perdición o la suya. —Basta, Carlos —dijo Estela—, vete a tu casa y duerme seguro: soy tu dueño, causa para que no temas; más seguridad tengo de ti de lo que piensas, y cuando no la tuviera, el haberte traído conmigo y estar en mi casa fuera razón que te valiera. Tu causa está en mis manos, tu inocencia ya la sé, mi amigo eres, no tienes que encargarme más esto, que yo estoy bien encargado de ello. Besole las manos don Carlos, y así se fue dejando al virrey, y pensando en lo que había de hacer. ¿Quién duda qué desearía don Carlos el día que había de ser el de su libertad? Por lo cual se puede creer que apenas el padre universal de cuanto vive descubría la encrespada madeja por los balcones del alba, cuando se levantó y adornó de las más ricas galas que tenía, y fue a dar de vestir al virrey para tornarle a asegurar su inocencia. A poco rato salió el virrey de su cámara a medio vestir; mas cubierto el rostro con un gracioso ceño, con el cual, y con una risa a lo falso, dijo, mirando a su secretario: —Madrugado has, amigo Carlos, algo hace sospechosa tu inocencia y tu cuidado, porque el libre duerme seguro de cualquiera pena, y no hay más cruel acusador que la culpa. Turbose don Carlos con estas razones, mas disimulando cuanto pudo, le respondió: —Es tan amada la libertad, señor excelentísimo, que cuando no tuviera tan fuertes enemigos como tengo, el alborozo de que me he de ver con ella por mano de vuestra excelencia era bastante a quitarme el sueño; porque de la misma manera que mata un gran pesar lo suele hacer un contento: de suerte que el temor del mal y la esperanza del bien hacen un mismo efecto. —Galán vienes —replicó el virrey—, ¿pues el día en que has de ver representada tu tragedia en la boca de tantos testigos como tienes contra ti, te adornas de las más lucidas galas que tienes? Parece que no van fuera de camino los padres y esposo de Estela en decir que debiste de gozarla y matarla, fiado en los pocos o ninguno que te lo vieron hacer: a fe que si pareciera Claudio, vil tercero de tus travesuras, que no sé si probaras inocencia; y si va a decir verdad, todas las veces que tratamos de Estela muestras tan poco sentimiento y tanta vileza que siento que me debe más a mí tu dama que no a ti, pues su pérdida me cuesta cuidado, y a ti no. ¡Oh qué pesados golpes eran estos para el corazón de Carlos! Ya desmayado y desesperado de ningún buen suceso, le iba a dar por disculpa el tiempo, pues con él se olvida cualquiera pasión amorosa, cuando el virrey, con un severo semblante y airado rostro, le dijo: —Calla, Carlos, no respondas. Carlos, yo he mirado bien estas cosas y hallo por cuenta que no estás muy libre en ellas, y el mayor indicio de todos es las veras con que deseas tu libertad. Diciendo esto, hizo señas a un paje, el cual saliendo fuera, volvió con una escuadra de soldados, los cuales quitaron a don Carlos las armas, poniéndose como en custodia de su persona. Quien viera en esa ocasión a don Carlos no pudiera dejar de tenerle lástima; tenía mudada la color, los ojos bajos, el semblante triste, y tan arrepentido de haberse fiado de la varia condición de los señores que solo a sí se daba la culpa de todo. Acabose de vestir el virrey, y sabiendo que ya los jueces y las partes estaban aguardando, salió a la sala en que se había de juzgar este negocio, trayendo consigo a Carlos cercado de soldados. Sentose en su asiento y los demás jueces en los suyos; luego el relator empezó a decir el pleito, declarando las causas e indicios que había de que don Carlos era el robador de Estela, confirmándolo los papeles que en los escritorios del uno y del otro se habían hallado, las criadas que sabían su amor, los vecinos que los veían hablarse por las rejas, y quien más le condenaba era la carta de Estela, en que rematadamente decía que se iba con él. A todo esto los más eficaces testigos en favor de don Carlos eran los criados de su casa, que decían haberle visto acostar la noche que faltó Estela, aun más temprano que otras veces, y su confesión que declaraba debajo de juramento que no la habían visto; mas nada de esto aligeraba el descargo; porque a eso alegaba la parte que pudo acostarse a vista de sus criados, y después volver a vestirse y sacarla: y que los había muerto aseguraba el no parecer ella ni el paje, secretario de todo, y que sería cierto que por lo mismo le había también muerto, y que en lo tocante al juramento, claro es que no se había de condenar a sí mismo. Viendo el virrey que hasta aquí estaba condenado Carlos en el robo de Estela, en el quebrantamiento de su casa, en su muerte y la de Claudio, y que solo él podía sacarle de tal aprieto, determinado pues a hacerlo, quiso ver primero a Carlos más apretado, para que la pasión le hiciese confesar su amor y para que después estimase en más el bien: y así Estela le llamó, y como llegase en presencia de todos, le dijo: —Amigo Carlos, si supiera la poca justicia que tenías de tu parte en este caso, doyte mi palabra y te juro por vida del césar que no te hubiera traído conmigo, porque no puedo negar que me pesa; y pues lo solemnizo con estas lágrimas, bien puedes creerme siento en el alma ver tu vida en el peligro en que está, pues si por los presentes cargos he de juzgar esta causa, fuerza es que por mi ocasión la pierdas, sin que yo halle remedio para ello; porque siendo las partes tan calificadas, tratarles de concierto en tan gran pérdida como la de Estela es cosa terrible y no acertada, y muy sin fruto: el remedio que aquí hay es que parezca Estela, y con esto ellos quedarán satisfechos y yo podré ayudarte; mas de otra manera, ni a mí está bien ni puedo dejar de condenarte a muerte. Pasmose con esto el afligido don Carlos, mas como ya desesperado, arrodillado como estaba, le dijo: —Bien sabe vuestra excelencia que desde que en Italia me conoció, siempre que trataba de esto lo he contado y dicho de una misma suerte, y que si aquí como a juez se lo pudiera negar, allí como a señor y amigo le dije la verdad, y de la misma manera lo digo y confieso ahora. Digo que adoré a Estela. —Di que la adoro —replicó el virrey algo bajo—, que te haces sospechoso en hablar de pretérito, y no sentir de presente. —Digo que la adoro —respondió don Carlos, admirado de lo que en el virrey veía—, y que la escribía, que la hablaba, que la prometía ser su esposo, que concerté sacarla y llevarla a la ciudad de Barcelona; mas ni la saqué, ni la vi, y si así no es, aquí donde estoy me parta un rayo del cielo. Bien puedo morir, mas moriré sin culpa alguna, si no es que acaso lo sea haber querido una mudable, inconstante y falsa mujer, sirena engañosa que en la mitad del canto dulce me ha traído a esta amarga y afrentosa muerte. Por amarla muero, no por saber de ella. —¿Pues qué se pudieron hacer esta mujer y este paje? —dijo el virrey—. ¿Subiéronse al cielo? ¿Bajáronse al abismo? —¿Qué sé yo? —replicó el afligido don Carlos—. El paje era galán y Estela hermosa, ella mujer y él hombre; quizá… —¡Ah traidor! —respondió el virrey—, ¡y cómo en ese quizá traes encubiertas tus traidoras y falsas sospechas! ¡Qué presto te has dejado llevar de tus malos pensamientos! Maldita sea la mujer que con tanta facilidad os da motivo para ser tenida en menos; porque pensáis que lo que hacen obligadas de vuestra asistencia y perseguidas de vuestra falsa perseverancia hacen con otro cualquiera que pasa por la calle: ni Estela era mujer ni Claudio hombre; porque Estela es noble y virtuosa, y Claudio un hombre vil, criado tuyo y heredero de tus falsedades. Estela te amaba y respetaba como a esposo, y Claudio la aborrecía porque te amaba a ti: y digo segunda vez que Estela no era mujer porque la que es honesta, recatada y virtuosa no es mujer sino ángel; ni Claudio hombre sino mujer, que enamorada de ti quiso privarte de ella, quitándola delante de tus ojos. Yo soy la misma Estela, que se ha visto en un millón de trabajos por tu causa, y tú me lo gratificas en tener de mí la falsa sospecha que tienes. Entonces contó cuanto le había sucedido desde el día que faltó de su casa, dejando a todos admirados del suceso, y más a don Carlos que, corrido de no haberla conocido y haber puesto dolo en su honor, como estaba arrodillado, asido de sus hermosas manos, se las besaba, bañándoselas con sus lágrimas, pidiéndola perdón de sus desaciertos: lo mismo hacía su padre y el de Carlos, y unos con otros se embarazaban por llegar a darla abrazos, diciéndola amorosas ternezas. Llegó el conde a darla la enhorabuena y pedirla se sirviese cumplir la palabra que su padre le había dado de que sería su esposa; de cuya respuesta, colgado el ánimo y corazón de don Carlos, puso la mano en la daga que le había quedado en la cinta, para que si no saliese en su favor, matar al conde y a cuantos se lo defendiesen, o matarse a sí antes que verla en poder ajeno. Mas la dama, que amaba y estimaba a don Carlos más que a su misma vida, con muy corteses razones suplicó al conde la perdonase, porque ella era mujer de Carlos, por quien y para quien quería cuanto poseía, y que le pesaba no ser señora del mundo para entregárselo todo; pues sus valerosos hechos nacían todos del valor que el ser suya le daba, suplicando tras esto a su padre lo tuviese por bien. Y bajándose del asiento, después de abrazarlos a todos se fue a Carlos, y enlazándole al cuello los valientes y hermosos brazos, le dio en ellos la posesión de su persona. Y de esta suerte se entraron juntos en una carroza y fueron a la casa de su madre, que ya tenía nuevas del suceso y estaba ayudando al regocijo con piadoso llanto. Salió la fama publicando aquesta maravilla por toda la ciudad, causando a todos notable novedad por oír decir que el virrey era mujer y Estela. Todos acudían, unos al palacio y otros a su casa. Despachose luego un correo al emperador, que estaba ya en Valladolid, dándole cuenta del caso, el cual más admirado que todos los demás, como quien la había visto hacer valerosas hazañas, no acababa de creer que fuese así, y respondió a las cartas con la enhorabuena y muchas joyas. Confirmó a Estela el estado que la dio, añadiéndole el de princesa de Buñol, y a don Carlos el hábito y renta de Estela, y el cargo de virrey de Valencia. Con que los nuevos amantes, ricos y honrados, hechas todas las ceremonias y cosas acostumbradas de la iglesia, celebraron sus bodas, dando a la ciudad nuevo contento, a su estado hermosos herederos y a los historiadores motivo para escribir esta maravilla, con nuevas alabanzas al valor de la hermosa Estela, cuya prudencia y disimulación la hizo severo juez, siéndolo de su misma causa; que no es menos maravilla que las demás, que haya quien sepa juzgarse a sí mismo en mal ni bien; porque todos juzgamos faltas ajenas y no las nuestras propias. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
El verdugo de su esposa
Cuento
Tuvo la ilustre ciudad de Granada (milagroso asombro de las grandezas de la Andalucía) por hijo a don Fadrique, cuyo apellido y linaje no será justo que se diga, por los nobles deudos que en ella tiene; solo se dice que su nobleza y riqueza corrían parejas con su talle, siendo en lo uno y lo otro el de más nombre, no solo en su tierra sino en otras muchas donde era conocido, no dándole otro que el del rico y galán don Fadrique. Murieron sus padres, quedando este caballero muy mozo, mas él se gobernaba con tanto acuerdo que todos se admiraban de su entendimiento, porque no le parecía de tan pocos años como tenía; y como los mozos sin amor dicen algunos que son jugadores sin dinero o danzantes sin son, empleó su voluntad en una gallarda y hermosa dama de su misma tierra cuyo nombre era Serafina, y un serafín en belleza, aunque no tan rica como don Fadrique. Apasionose tanto por ella cuanto ella desdeñosa le desfavorecía, por tener ocupado el deseo en otro caballero de la ciudad (lástima por cierto bien grande que llegase un hombre de las cualidades de don Fadrique a querer donde tenga otro tomada la posesión); no ignoraba don Fadrique el amor de Serafina, mas parecíale que con su riqueza vencería mayores inconvenientes, y más siendo el galán que la dama amaba ni de los más ricos ni de los más principales. Seguro estaba don Fadrique de que apenas pediría a Serafina a sus padres, cuando la tendría; mas Serafina no estaba de ese parecer, porque esto del casarse tras el papel, el desdén hoy, y mañana el favor, tiene no sé qué sainete que enamora y embelesa el alma y hechiza el gusto. Y por esta misma causa procuró don Fadrique granjear primero la voluntad de Serafina que la de sus padres, y más viendo competidor favorecido, si bien no creía de la virtud y honestidad de su dama, que se extendía a más su amor que amar y desear. Empezó con estas esperanzas a regalar a Serafina y a sus criadas, y ella a favorecerle más que hasta allí, porque aunque quería a don Vicente (que así se llamaba su amado) no quería ser aborrecida de don Fadrique; y las criadas a fomentar sus esperanzas, por cuanto creía el amante que era cierto su pensamiento en cuanto a alcanzar más que el otro galán; y con este contento, una noche que las astutas criadas habían prometido tener a su ama en un balcón, cantó al son de un laúd este soneto: Agradecieron y engrandecieron a don Fadrique las que escuchaban la música la gracia y destreza con que había cantado, mas no se diga que Serafina estaba a la ventana, porque desde aquella noche se negó de suerte a los ojos de don Fadrique, que por diligencias que hizo no la pudo ver en muchos días, ni por papeles que la escribió pudo alcanzar respuesta, y la que le daban las criadas a sus importunas quejas era que Serafina había dado en una melancolía tan profunda que no tenía una hora de salud. Sospechoso don Fadrique que sería el mal de Serafina el verse defraudada de las esperanzas que quizá tenía de verse casada con don Vicente, porque no le veía pasear la calle como solía, creyó que por su causa se había retirado. Y pareciéndole que estaba obligado a restaurarle a su dama el gusto que le había quitado, fiado en que con su talle y riqueza le granjearía la perdida alegría, la pidió a sus padres por mujer. Ellos que (como dicen) vieron el cielo abierto, no solo le dieron un sí acompañado de infinitos agradecimientos, mas se ofrecieron a ser esclavos suyos. Y tratando con su hija este negocio, ella que era discreta, dio a entender que se holgaba mucho y que estaba presta para darles gusto si su salud le ayudase; que les pedía entretuviesen a don Fadrique algunos días hasta que mejorase, que luego se haría cuanto mandaban en aquel caso. Tuvieron los padres de la dama esta respuesta por bastante, y a don Fadrique no le pareció mala; y así pidió a sus suegros que regalasen mucho a su esposa para que cobrase más presto salud, ayudando él por su parte con muchos regalos, paseando su calle aún con más puntualidad que antes, tanto por el amor que la tenía cuanto por los recelos con que le hacía vivir don Vicente. Serafina tal vez se ponía a la ventana, dando con su hermosura aliento a las esperanzas de su amante, aunque su color y tristeza daban claros indicios de su mal, y por esto estaba lo más del tiempo en la cama; y las veces que la visitaba su esposo, que con este título lo hacía algunas, le recibía en ella y en presencia de su madre, por quitarle los atrevimientos que este nombre le podía dar. Pasáronse algunos meses, al cabo de los cuales don Fadrique, desesperado de tanta enfermedad y resuelto a casarse, estuviese con salud o sin ella, una noche, que como otras muchas estaba a una esquina velando sus celos y adorando las paredes de su enferma señora, vio a más de las dos de la noche abrir la puerta de su casa y salir una mujer, que en el aire y hechura del cuerpo le pareció ser Serafina. Admirose, y casi muerto de celos se fue acercando más, donde claro conoció ser la misma, y sospechando que iba a buscar la causa de su temor, la siguió y vio entrar en una como corraliza en que se solía guardar madera, y por estar sin puertas, solo servía de esconder y guardar a los que por algunas travesuras amorosas entraban dentro. Aquí pues entró Serafina; y don Fadrique, ya cierto de que dentro estaría don Vicente, irritado a una colérica acción como a quien le parecía que le tocaba aquella venganza, dio la vuelta por la otra parte, y entrando dentro vio como la dama se había bajado a una parte en que estaba un aposentillo derribado, y que tragándose unos gemidos sordos, parió una criatura, y los gritos desengañaron al amante de lo mismo que estaba dudando. Pues como Serafina se vio libre de tal embarazo, recogiéndose un faldellín, se volvió a su casa, dejándose aquella inocencia a lo que sucediese. Mas el cielo, que a costa de la opinión de Serafina y de la pasión de don Fadrique, quiso que no muriese sin bautismo por lo menos, llegó donde estaba llorando en el suelo, y tomándola, la envolvió en su capa, haciéndose mil cruces de tal caso, coligiendo que el mal de Serafina era este y que el padre era don Vicente, por cuyo hecho se había retirado, y dando infinitas gracias a Dios que le había sacado de su desdicha por tal modo, se fue con aquella prenda a casa de una comadre y la dijo que pusiese aquella criatura como había de estar y le buscase una ama, que importaba mucho que viviese. Hízolo la comadre, y mirándola con grande atención vio que era una niña tan hermosa que más parecía ángel del cielo que criatura humana. Buscose el ama, y don Fadrique luego el siguiente día habló con una señora deuda suya para que en su propia casa se criase Gracia, que aqueste era el nombre que se le puso en el bautismo. Dejémosla criar, que a su tiempo se tratará de ella como de la persona más importante de esta historia, y vamos a Serafina, que ya guarecida de su mal, dentro de quince días, viéndose restaurada en su primera hermosura, dijo a sus padres que cuando gustasen se podía efectuar el casamiento con don Fadrique, el cual temoroso y escarmentado de tal suceso, se fue a la casa de su parienta, la que tenía en su poder a Gracia, y la dijo que a él le había dado deseo de ver algunas tierras de España y que en esto quería gastar algunos años, y que la quería dejar poder para que gobernase su hacienda, que hiciese y deshiciese en ella, y que solo la suplicaba tuviese grandísimo cuidado con doña Gracia, haciendo cuenta que era su hija, porque en ella había un grandísimo secreto, y que si Dios la guardaba hasta que tuviese tres años, que la pedía encarecidamente la pusiese en un convento donde se criase, sin que llegase a conocer las cosas del mundo, porque llevaba cierto designio que andando el tiempo le sabría. Y hecho esto, haciendo llevar toda su ropa en casa de su tía, tomó grandísima cantidad de dineros y joyas, y escribiendo este soneto se le envió a Serafina, y con solo un criado se puso a caballo, guiando su camino a la muy noble y riquísima ciudad de Sevilla. Este papel, si bien tan ciego, dio mucho que temer a Serafina, y más que aunque hizo algunas diligencias por saber qué se había hecho la criatura que dejó en la corraliza, no fue posible, y confirmando dos mil sospechas con la repentina partida de don Fadrique, y más sus padres, que decían que en algo se fundaba, viendo que Serafina gustaba de ser monja, ayudaron su deseo, y así se entró en un monasterio, harto confusa y cuidadosa de lo que había sucedido, y más del desalumbramiento que tuvo en dejar allí aquella criatura, creyendo que se habría muerto o la habrían comido perros, cargando su conciencia con tal delito, motivo para que procurase con su vida y penitencia no solo alcanzar perdón de su pecado sino el nombre de santa, y así era tenida por tal en Granada. Llegó don Fadrique a Sevilla, tan escarmentado en Serafina que por ella ultrajaba a todas las demás mujeres, no haciendo excepción de ninguna: cosa tan contraria a su entendimiento, pues para una mala hay ciento buenas. Mas, en fin, él decía que no había de fiar de ellas, y más de las discretas, porque de muy sabias y entendidas daban en traviesas y viciosas, y que con sus astucias engañaban a los hombres; pues una mujer no había de saber más de hacer su labor y rezar, gobernar su casa y criar sus hijos, y lo demás eran bachillerías y sutilezas, que no servían sino de perderse más presto. Con esta opinión, como digo, entró en Sevilla y se fue a posar en casa de un deudo suyo, hombre principal y rico, con intento de estarse allí algunos meses, gozando de las grandezas que se cuentan de esta ciudad, y como muchos días la pasease en compañía de aquel su deudo, vio en una de las más principales calles de ella, a la puerta de una hermosísima casa, bajar de un coche una dama en hábito de viuda, la más bella que había visto en toda su vida: era, sobre hermosa, muy moza y de gallardo talle, y tan rica y principal, según dijo aquel su deudo, que era de lo mejor y más ilustre de Sevilla; y aunque don Fadrique iba escarmentado del suceso de Serafina, no por eso rehusó el dejarse vencer de la belleza de doña Beatriz, que este es el nombre de la bellísima viuda. Pasó don Fadrique la calle, dejando en ella el alma, y como la prenda no era para perder, pidió a su camarada que diesen otra vuelta. A esta acción le dijo don Mateo (que así se llamaba): —Pienso, amigo don Fadrique, no dejaréis a Sevilla tan presto, pues sois demasiado tierno. A fe que lo ha puesto bueno la vista de esta dama. —Yo siento de mí lo mismo —respondió don Fadrique—, aun gustaría, si pensase ser suyo, los años que el cielo me diese de vida. —Conforme fuera vuestra pretensión —dijo don Mateo—, porque la hacienda, nobleza y virtud de esta dama no admite si no es la del matrimonio, aunque fuera el pretendiente el mismo rey, porque ella tiene veinte y cuatro años; cuatro estuvo casada con un caballero igual, y dos ha que está viuda; y en este tiempo no ha merecido ninguno sus paseos doncella, ni su vista casada, ni su voluntad viuda, con haber muchos pretendientes de este bien. Mas si vuestro amor es de la calidad que me significáis y queréis que yo le proponga vuestras prendas, pues para ser su marido no os faltan las que ella puede desear, lo haré, y podrá ser que entre los llamados seáis el escogido. Ella es deuda de mi mujer, a cuya causa la hago algunas visitas, y ya me prometo buen suceso, porque veisla allí, se ha puesto en el balcón, que no es poca dicha haber favorecido vuestros deseos. —¡Ay, amigo! —dijo don Fadrique—, ¡y cómo me atreveré yo a pretender lo que a tantos caballeros de Sevilla ha negado, siendo forastero! Mas si he de morir a manos de mis deseos, sin que ella lo sepa, muera a manos de sus desengaños y desdenes; habladla, amigo, y demás de decir mi nobleza y hacienda le podréis decir que muero por ella. Con esto dieron los dos vuelta a la calle, haciéndola al pasar una cortés reverencia; a la cual la bellísima doña Beatriz, que al bajar del coche vio con el cuidado que la miró don Fadrique, pareciéndole forastero y viéndole en compañía de don Mateo, con cuidado, luego que dejó el manto, ocupó la ventana, y viéndose ahora saludar con tanta cortesía, habiendo visto que mientras hablaban la miraban, hizo otra no menos cumplida. Dieron con esto la vuelta a su casa muy contentos de haber visto a doña Beatriz tan humana, quedando de acuerdo que don Mateo la hablase otro día en razón del casamiento; mas don Fadrique estaba tal que quisiera que luego se tratara. Pasó la noche, y no tan presto como el enamorado caballero quisiera; dio prisa a su amigo para que fuese a saber las nuevas de su vida o muerte; y así lo hizo. Habló en fin a doña Beatriz, proponiéndole todas las calidades del novio; a lo cual respondió la dama que le agradecía mucho la merced que le hacía, y a su amigo el desear honrarla con su persona; mas que ella había propuesto el día que enterró a su dueño no casarse hasta que pasasen tres años, por guardar más el decoro que debía a su amor, que por esta causa despedía cuantos le trataban de esto; mas que si este caballero se atrevía a aguardar el año que le faltaba, que ella le daba su palabra de que no sería otro su marido; porque si había de tratar verdad, le había agradado su talle sin afectación, y sobre todo las relevantes prendas que le había propuesto, porque ella deseaba que fuese así el que hubiese de ser su dueño. Con esta respuesta volvió don Mateo a su amigo, no poco contento, por parecerle que no había negociado muy mal. Don Fadrique cada hora se enamoraba más, y si bien le desconsolaba la imaginación de haber de aguardar tanto tiempo, determinó estarse aquel año en Sevilla, pareciéndole buen premio la hermosa viuda, si llegaba a alcanzarla: y como iba tan bien abastecido de dineros, aderezó un cuarto en la casa de su deudo, recibió criados y empezó a echar galas para despertar el ánimo de su dama; a la cual visitaba tal vez en compañía de don Mateo, que menos que con él no se le hiciera tanto favor. Quiso regalarla, mas no le fue permitido, porque doña Beatriz no quiso recibir un alfiler: el mayor favor que le hacía, a ruegos de sus criadas (que no las tenía el granadino mal dispuestas, porque lo que su ama regateaba el recibir ellas lo hicieron costumbre, y así no le desfavorecían en este particular su cuidado), era, cuando ellas le decían que estaba en la calle, salir al balcón, dando luz al mundo con la belleza de sus ojos; y tal vez acompañarlas de noche por oír cantar a don Fadrique, que lo hacía diestramente. Y una, entre muchas, que le dio música, cantó este romance que él mismo había hecho, porque doña Beatriz no había salido aquel día al balcón, enojada de que le había visto en la iglesia hablar con una dama. En fin, él cantó así: El favor que alcanzó don Fadrique esta noche fue oír a doña Beatriz, que dijo a sus criadas que ya era hora de recoger, dando a entender con esto que le había oído, con lo que fue más contento que si le hubieran hecho señor del mundo. En esta vida pasó nuestro amante más de seis meses sin que jamás pudiese alcanzar de doña Beatriz licencia para verla a solas, cuyos honestos recatos le tenían tan enamorado que no tenía punto de reposo. Y así una noche que se halló en la calle de su dama, viendo la puerta abierta, por mirar de más cerca su hermosura se atrevió con algún recato a entrar en su casa, y sucediole tan bien que sin ser visto de nadie llegó al cuarto de doña Beatriz, y desde la puerta de un corredor la vio sentada en su estrado con sus criadas, que estaban velando, y dando muestras de querer desnudarse para irse a la cama, le pidieron ellas (como si estuvieran cohechadas de don Fadrique) que cantase un poco. A lo que doña Beatriz se excusó con decir que no estaba de humor, que estaba melancólica; mas una de las criadas, que era más desenvuelta que las demás, se levantó y entró en una cuadra, de donde salió con una arpa diciendo: —A fe, señora, que si hay melancolía, este es el mejor alivio; cante usted un poco y verá cómo se halla más aliviada. Decir esto y ponerle la arpa en las manos fue todo uno; y ella por darlas gusto cantó así: Dejó con esto la arpa diciendo que la viniesen a desnudar, dejando a don Fadrique (que le tenía embelesado el donaire, la voz y dulzura de la música) como en tinieblas. No tuvo sospecha de la letra, porque como tal vez se hacen para agradar a un músico, pinta el poeta como quiere. Y viendo que doña Beatriz se había entrado a acostar, se bajó al portal para irse a su casa, mas fue en vano, porque el cochero, que posaba allí en un aposentillo, había cerrado la puerta de la calle, seguro de que no había quien entrase ni saliese, y se había acostado. Pesole mucho a don Fadrique, mas viendo que no había remedio se sentó en un poyo para aguardar la mañana, porque aunque fuera fácil llamar que le abriese, no quiso, por no poner en opinión ni en lenguas de criadas la honra de doña Beatriz, pareciéndole que mientras el cochero abría, siendo de día, se podía esconder en una entrada de cueva. Dos horas habría que estaba allí, cuando sintiendo ruido en la puerta del cuarto de su dama, que desde donde estaba sentado se veía la escalera y corredor, puso los ojos donde sintió el rumor y vio salir a doña Beatriz, nueva admiración para quien creía que estaba durmiendo. Traía la dama sobre la camisa un faldellín de vuelta de tabí encarnado cuya plata y guarnición parecían estrellas, sin traer sobre sí otra cosa más que un rebocillo del mismo tabí, aforrado en felpa azul, puesta tan al desgaire que dejaba ver en la blancura de la camisa los bordados de hilo de pita: sus dorados cabellos cogidos en una redecilla de seda azul y plata, aunque por algunas partes descompuestos, para componer con ellos la belleza de su rostro; en su garganta dos hilos de gruesas perlas, conformes a las que llevaba en sus hermosas muñecas, cuya blancura se veía sin embarazo por ser la manga de la camisa suelta, a modo de manga de fraile. De todo pudo el granadino dar muy bastantes señas; porque doña Beatriz traía en una de sus blanquísimas manos una bujía de cera encendida, en un candelero de plata, a la luz de la cual estuvo contemplando en tan angélica figura, juzgándose por dichoso si fuere él el sujeto que iba a buscar. En la otra mano traía una salva de plata, y en ella un vidrio de conserva, y una limetilla con vino, y sobre el brazo una toalla blanquísima. —¡Válgame Dios! —decía entre sí don Fadrique, mirándola desde que salió de su aposento, hasta que la vio bajar por la escalera—, ¿quién será el venturoso a quién va a servir tan hermosa la maestresala? ¡Ay si yo fuera, y cómo diera en cambio cuanto vale mi hacienda! Diciendo esto, como la vio que habiendo acabado de bajar, enderezaba sus pasos hacia donde estaba, se fue retirando hasta la caballeriza, y en ella por estar más encubierto, se entró; mas viendo que doña Beatriz encaminaba sus pasos a la misma parte, se metió detrás de uno de los caballos del coche. Entró en fin la dama en tan indecente lugar para tanta belleza, y sin mirar en don Fadrique, que estaba escondido, enderezó hacia un aposentillo que al fin de la caballeriza estaba. Creyó don Fadrique de tal suceso que algún criado enfermo despertaba la caridad y piadosa condición de doña Beatriz a tal acción; aunque más competente era para alguna de las muchas criadas que tenía, que no para tal señora: mas atribuyéndolo todo a cristiandad, quiso ver el fin de todo; y saliendo de donde estaba caminó tras ella, hasta ponerse en parte que veía todo el aposento, por ser tan pequeño que apenas cabía una cama. Grande fue el valor de don Fadrique en tal caso, porque así como llegó cerca y descubrió todo lo que en el aposento se hacía, vio a su dama en una ocasión tan terrible para él que no sé cómo tuvo paciencia para sufrirla. Es el caso que en una cama que estaba en esta parte que he dicho estaba echado un negro tan atezado que parecía su rostro hecho de un bocací. Parecía en la edad de hasta veinte y ocho años, mas tan feo y abominable, que no sé si fue pasión, o si era la verdad, le pareció que el demonio no podía serlo tanto. Parecía asimismo en su desflaquecido semblante que le faltaba poco para acabar la vida, con lo que parecía más abominable. Sentose doña Beatriz en entrando sobre la cama, y poniendo sobre una mesilla la vela y lo demás que llevaba, le empezó a componer la ropa, pareciendo en la hermosura ella un ángel y él un fiero demonio. Puso tras esto una de sus hermosísimas manos sobre la frente y con enternecida y lastimada voz le empezó a decir: —¿Cómo estás, Antón? ¿No me hablas, mi bien? Oye, abre los ojos, mira que está aquí Beatriz; toma, hijo mío, come un bocado de esta conserva, anímate por amor de mí, si no quieres que yo te acompañe en la muerte como te he querido en la vida: ¿óyesme, amores? ¿No quieres responderme ni mirarme? Diciendo esto, derramando por sus ojos gruesas perlas, juntó su rostro con el del endemoniado negro, dejando a don Fadrique, que la miraba, más muerto que él, sin saber qué hacerse ni qué decirse, unas veces determinándose a perderse y otras considerando que lo más acertado era apartarse de aquella pretensión. Estando en esto abrió el negro los ojos, y mirando a su ama, con voz debilitada y flaca la dijo, apartándola con las manos el rostro que tenía junto con el suyo: —¿Qué me quieres, señora? Déjame ya, por Dios; ¿qué es esto? ¿Que aun estando yo acabando la vida me persigues? ¿No basta que tu viciosa condición me tiene como estoy, sino que quieres que cuando estoy ya en el fin de mi vida, acuda a cumplir tus viciosos apetitos? Cásate, señora, cásate y déjame ya a mí, que ni te quiero ver, ni comer lo que me das. Y diciendo esto se volvió del otro lado sin querer responder a doña Beatriz, aunque más tierna y amorosa le llamaba, o fuese que se murió luego, o no quisiese hacer caso de sus lágrimas y palabras. Doña Beatriz cansada ya, volvió a su cuarto, la más llorosa y triste del mundo. Don Fadrique aguardó a que abriesen la puerta, y apenas la vio abierta, cuando salió huyendo de aquella casa, tan lleno de confusión y aborrecimiento cuanto primero de gusto y gloria. Acostose en llegando a su casa, sin decir nada a su amigo, y saliendo a la tarde dio una vuelta por la calle de la viuda por ver qué rumor había, a tiempo que vio sacar a enterrar al negro. Volviose a su casa, siempre guardando secreto; y en tres o cuatro días que volvió a pasear la calle, ya no por amor sino por enterarse más de lo que aún no creía, nunca vio a doña Beatriz: tan sentida la tenía la muerte de su negro amante. Al cabo de los cuales, estando sobre mesa hablando con su amigo, entró una criada de doña Beatriz, y en viéndole, con mucha cortesía le puso en las manos un papel que decía así: «Donde hay voluntad, poco sirven los terceros; de la vuestra estoy satisfecha y de vuestras finezas pagada: y así no quiero aguardar lo que falta del año para daros la merecida posesión de mi persona y hacienda, y así cuando quisiéredes se podrá efectuar nuestro casamiento, con las condiciones que fuéredes servido, porque mi amor y vuestro merecimiento no me dejan reparar en nada. Dios os guarde. Doña Beatriz.» Tres o cuatro veces leyó don Fadrique este papel y aún no acababa de creer tal; y así no hacía más que darle vueltas y en su corazón admirarse de lo que le sucedía, que ya dos veces había estado a pique de caer en tanta afrenta, y tantas le había descubierto el cielo secretos tan importantes. Y como viese claro que la determinada resolución de doña Beatriz nacía de haber faltado su negro amante, en un punto hizo la suya y se resolvió a una determinación honrada: y diciendo a la criada que se aguardase, salió a otra sala, y llamando a su amigo, dijo estas breves razones: —Amigo, a mí me importa la vida y la honra salir dentro de una hora de Sevilla, y no me ha de acompañar más que el criado que traje de Granada. Esa ropa que ahí queda venderéis después de haberme partido, y pagaréis con el dinero que dieren por ella a los demás criados: el porqué no os puedo decir, porque hay opiniones de por medio; y ahora, mientras escribo un papel, buscadme dos mulas y no queráis saber más. Y luego, escribiendo un papel a doña Beatriz y dándole a la criada que le llevase a su ama, y habiéndole ya traído las mulas se puso de camino, y saliendo de Sevilla tomó el de Madrid con su antiguo tema de abominar de las mujeres discretas, que fiadas en su saber, procuran engañar a los hombres. Dejémosle ir hasta su tiempo y volvamos a doña Beatriz, que en recibiendo el papel, vio que decía así: «La voluntad que yo he tenido a usted ha sido solo con deseo de poseer su belleza; porque he llevado la mira a su honra y opinión, como lo han dicho mis recatos. Yo, señora, soy algo escrupuloso, y haré cargo de conciencia en que usted, viuda anteayer, se case hoy; aguarde usted siquiera otro año a su negro malogrado, que a su tiempo se tratará de lo que usted dice, cuya vida guarde el cielo.» Pensó doña Beatriz perder con este papel su juicio, mas viendo que don Fadrique era ido, dio el sí a un caballero que le habían propuesto, remediando con el marido la falta del muerto amante. Por sus jornadas contadas (como dicen) llegó don Fadrique a Madrid y fuese a posar a los barrillos del Carmen, en casa de un tío suyo que tenía allí casas propias. Era este caballero rico y tenía para heredero de su hacienda un solo hijo, llamado don Juan, gallardo mozo, y demás de su talle, discreto y muy afable. Teníale su padre desposado con una prima suya muy rica, aunque el matrimonio se dilataba hasta que la novia tuviese edad, porque la que en este tiempo alcanzaba era diez años. Con este caballero tomó don Fadrique tanta amistad que pasaba el amor del parentesco, que en pocos días se trataban como hermanos. Andaba don Juan muy melancólico, en lo cual reparando don Fadrique, después de haberle obligado con darle cuenta de su vida y sucesos, sin nombrar parte, por parecerle que no es verdadera amistad la que tenía reservado algún secreto a su amigo, le rogó le dijese de qué procedía aquella tristeza. Don Juan, que no deseaba otra cosa, por sentir menos su mal comunicándole, le respondió: —Amigo don Fadrique, yo amo tiernamente una dama de esta corte, a la cual dejaron sus padres mucha hacienda con obligación de que se casase con un primo suyo que está en Indias. No ha llegado nuestro honesto amor a más que una conversa, reservando el premio de él para cuando venga su esposo, porque ahora ni su estado ni el mío dan lugar a más amorosas travesuras; pues aunque no gozo de mi esposa, me sirve de cadena para no disponer de mí. Deciros su hermosura será querer cifrar la misma belleza a breve suma, pues su entendimiento es tal que en letras humanas no hay quien la aventaje: finalmente, doña Ana (que este es su nombre) es el milagro de esta edad, porque ella y doña Violante su prima son las sibilas de España, entrambas bellas, discretas, músicas y poetas. En fin, en las dos se halla lo que en razón de belleza y discreción está repartido en todas las mujeres. Hanle dicho a doña Ana que yo galanteo una dama, cuyo nombre es Nise, porque el domingo pasado me vieron hablar con ella en San Ginés, donde acude. En fin, muy celosa me dijo ayer que me estuviese en mi casa y no volviese a la suya. Porque sabe que me abraso de celos cuando nombra a su esposo, me dijo enojada que en solo él adora y que le espera con mucho gusto y cuidado. Escribile sobre esto un papel, y en su respuesta me envió otro, que es este, porque en hacer versos es tan extremada como en lo demás. Esto dijo, sacando un papel, el cual tomándole don Fadrique, vio que era de versos, a que naturalmente era aficionado, y que decía así: —No hay mucho que temer a este enemigo —dijo acabando de leer el papel don Fadrique—, porque muestra estar más rendida que furiosa. La mujer escribe bien, y si como decís es tan hermosa, hacéis mal en no conservar su amor hasta coger el premio de él. —Este es —respondió don Juan— una tilde, una nada, conforme a lo que hay en belleza y discreción, porque ha sido muchas veces llamada la sibila española. —Por Dios, primo —replicó don Fadrique—, que temo a las mujeres que son tan sabias más que a la muerte, que quisiera hallar una que ignorara las cosas del mundo, al paso que esta las comprende, y si la hallara, vive Dios que me había de emplear en servirla y amarla. —¿Lo decís de veras? —dijo don Juan—, porque no sé qué hombre apetece una mujer necia, no solo para aficionarse, mas para comunicarla un cuarto de hora, pues dicen los sabios que en el mundo son más celebrados que el entendimiento es manjar del alma, pues mientras los ojos se ceban en la blancura, en las bellas manos, en los lindos ojos y en la gallardía del cuerpo, y finalmente, en todo aquello digno de ser amado en la dama, no es razón que el alma no solo esté de balde, sino que no se mantenga de cosas tan pesadas y enfadosas como las necedades; pues siendo el alma tan pura criatura, no la hemos de dar manjares groseros. —Ahora dejemos esta disputa —dijo don Fadrique—, que en eso hay mucho que decir, que yo sé lo que en este caso me conviene; y respondamos a doña Ana, aunque mejor respuesta era ir a verla, pues no la hay más tierna y de más sentimiento que la misma persona, y más que deseo ver si me hace sangre su prima, para entretenerme con ella el tiempo que he de estar en Madrid. —Vamos allá —dijo don Juan—, que si os he de confesar verdad, por Dios que lo deseo; mas advertid que doña Violante no es necia, y si es que por esta parte os desagradan las mujeres, no tenéis que ir allá. —Acomodareme con el tiempo —respondió don Fadrique. Con esto, de conformidad se fueron a ver las hermosas primas; de las cuales fueron recibidos con mucho gusto, si bien doña Ana estaba como celosa zahareña, aunque tuvo muy poco que hacer don Juan en quitarle el ceño. Vio don Fadrique a doña Violante, pareciéndole una de las más hermosas damas que hasta entonces había visto, aunque entrasen en ellas Serafina y doña Beatriz. Estábase retratando (curiosidad usada en la corte), y para esta ocasión estaba tan bien aderezada que parece que de propósito para rendir a don Fadrique se había vestido con tanta curiosidad y riqueza. Tenía puesta una saya entera negra, cuajada de lentejuelas y botones de oro, cintura y collar de diamantes, y un apretador de rubíes. A cuyo asunto, después de muchas cortesías, tomando don Fadrique una guitarra, cantó este romance: Encarecieron doña Ana y su prima la voz y los versos de don Fadrique; y más doña Violante, que como se sintió alabar, empezó a mirar al granadino, dejando desde esta tarde empezado el juego de la mesa de Cupido, y don Fadrique tan aficionado y perdido que por entonces no siguió la opinión de aborrecer las discretas y temer las astutas, porque otro día antes de ir con don Juan a la casa de las bellas primas, envió a doña Ana este papel: La respuesta que doña Ana dio a don Fadrique fue decirle que en eso tenía ella muy poco que hacer, porque doña Violante estaba muy aficionada a su valor. Con esto quedó tan contento, que ya estaba olvidado de los sucesos de Serafina y Beatriz. Pasáronse muchos días en esta voluntad, sin extenderse a más los atrevimientos amorosos que a solo aquello que sin riesgo del honor se podía gozar, teniendo estos impedimentos tan enamorado a don Fadrique que casi estaba determinado a casarse, aunque Violante jamás trató nada acerca de esto, porque verdaderamente aborrecía el casarse, temerosa de perder la libertad que entonces gozaba. Sucedió pues que un día, estándose vistiendo los dos primos para ir a ver las dos primas, fueron avisados por un recado de sus damas cómo el esposo de doña Ana era venido tan de secreto que no habían sido avisadas de su venida, y que esta acción las tenía tan espantadas, creyendo ellas que no sin causa venía así, sino que le había obligado algún temeroso designio; que era fuerza hasta asegurarse vivir con recato; que le suplicaban, que armándose de paciencia, como ellas hacían, no solo no las visitasen, mas que excusasen el pasar por la calle hasta tener otro aviso. Nueva fue esta para ellos pesadísima y que la recibieron con muestras de mucho sentimiento, y más cuando supieron dentro de cuatro días cómo se había desposado doña Ana, poniendo el dueño tanta clausura y recato en la casa, que ni a la ventana era posible verlas ni ellas enviaron a decirles más palabra, ni aun a saber de su salud, doña Ana por la ocupación de su esposo y doña Violante por lo que se dirá a su tiempo. Aguardando nuevo aviso con impacientes ansias y penosos pensamientos pasaron don Juan y don Fadrique un mes, bien desesperados; y viendo que no había memoria de su pena, se determinaron a todo riesgo a pasear la calle y procurar ver a sus damas o alguna criada de su casa. Anduvieron en fin un día y otro en los cuales veían entrar al marido de doña Ana en su casa, y con él un hermano suyo estudiante, mozo, y muy galán: mas no fue posible verlas, ni aun una sombra que pareciese mujer; algunos criados sí: mas como no eran conocidos, no se atrevían a decirles nada. Con estas ansias madrugaban y trasnochaban, y un domingo muy de mañana fue su ventura tal que vieron salir una criada de doña Violante, que iba a misa, a la cual don Juan llegó a hablar, y ella con mil temores, mirando a una parte y a otra, después de haberles contado el recato con que vivían y la celosa condición de su señor, tomando un papel que don Juan llevaba escrito para cuando hallase alguna ocasión, se fue con la mayor priesa del mundo: solo les dijo que anduviesen por allí otro día, que ella procuraría la respuesta. Ella le llevó a su señora, y leído decía así: «Más siento el olvido que los celos, porque ellos son mal sin remedio y él le pudiera tener si dura la voluntad: la mía pide misericordia, si hay alguna centella del pasado fuego, úsese de ella en caso tan cruel.» Leído el papel por las damas, dieron la respuesta a la misma criada, que como vio a los caballeros se le arrojó por la ventana, y abierto decía estas palabras: «El dueño es celoso y recién casado, tanto que aún no ha tenido lugar de arrepentirse ni descuidarse. Mas él ha de ir dentro de ocho días a Valladolid a ver unos deudos suyos, entonces pagaré deudas y daré disculpas.» Con este papel, a quien los dos primos dieron mil besos, haciéndole mil devotas recomendaciones, como si fuera oráculo, se entretuvieron algunos días: mas viendo que ni se les avisaba de lo que en él les prometía, ni había más novedad que hasta allí en casa de sus señoras, porque ni en la calle ni en la ventana era posible verlas, tan desesperados como antes de haberle recibido empezaron a rondar de día y de noche. Pues un día que acertó don Juan a entrar en la iglesia del Carmen a oír misa vio entrar a su querida doña Ana (vista para él harto milagrosa), y como viese que se entró en una capilla a oír misa la fue siguiendo los pasos, y a pesar de un escudero que la acompañaba se arrodilló a su mismo lado, y después de pasar entre los dos largas quejas y breves disculpas, conforme lo que da lugar la parte donde estaban, le respondió doña Ana que su marido, aunque decía que se había de ir a Valladolid, no lo había hecho, mas que ella no hallaba otro remedio para hablarle un rato despacio, si no era que aquella noche viniese, que le abriría la puerta, mas que había de venir con él su primo don Fadrique, el cual se había de acostar con su esposo, en su lugar, y que para esto hacía mucho al caso el estar enojada con él, tanto que había muchos días que no le hablaba: y que demás de que el sueño se apoderaba bastantemente de él, era tanto el enojo que sabía muy cierto que no echaría de ver la burla: y que aunque su prima pudiera suplir la falta, era imposible, respecto de que estaba enferma, y que si no era de esta suerte, que no hallaba modo de satisfacer sus deseos. Quedó con esto don Juan más confuso que jamás: por una parte veía lo que perdía y por otra temía que don Fadrique no había de querer venir en tal concierto. Fuese con esto a su casa, y después de largas peticiones y encarecimientos le contó lo que doña Ana le había dicho. A lo cual don Fadrique le respondió que si estaba loco, porque no podía creer que si tuviera juicio dijera tal disparate. Y en estas demandas y respuestas, suplicando el uno y excusándose el otro, pasaron algunas horas: mas viéndole don Fadrique tan rematado que sacó la espada para matarle, bien contra su voluntad, concedió con él en ocupar el lugar de doña Ana al lado de su esposo; y así se fueron juntos a su casa y como llegasen a ella, la dama que estaba con cuidado, conociendo de su venida que don Fadrique había aceptado el partido, les mandó abrir, y entrando en fin en una sala, antes de llegar a la cuadra donde estaba la cama, mandó doña Ana desnudar a don Fadrique, y obedecía de mal talante: ya descalzo y en camisa, estando todo sin luz, se entró en la cuadra y poniéndole junto a la cama le dijo paso que se acostase, y en dejándole allí muy alegre se fue con su amante a otra cuadra. Dejémosla y vamos a don Fadrique, que así como se vio acostado al lado de un hombre, cuyo honor estaba ofendiendo él con suplir la falta de su esposa, y su primo gozándola, considerando lo que podía suceder, estaba tan temeroso y desvelado que diera cuanto le pidieran por no haberse puesto en tal estado; y más cuando suspirando entre sueños el ofendido marido, dio vuelta hacia donde creyó que estaba su esposa, y echándole un brazo al cuello, dio muestras de querer llegarse a él; si bien como esta acción la hacía dormido, no prosiguió adelante: mas don Fadrique, que se vio en tanto peligro, tomó muy paso el brazo del dormido y quitándole de sí se retiró a la esquina de la cama, no culpando a otro que a sí de haberse puesto en tal ocasión por solo el vano antojo de dos amantes locos. Apenas se vio libre de esto cuando el engañado marido, extendiendo los pies, los fue a juntar con los del temeroso compañero, siendo para él cada acción de estas la muerte. En fin, el uno procurando llegarse, y apartarse el otro, se pasó la noche, hasta que ya la luz empezó a mostrarse por los resquicios de las puertas, poniéndole en cuidado el ver que en vano había de ser lo padecido, si acababa de amanecer antes que doña Ana viniese: pues considerando que no le iba en salir de allí menos que la vida, se levantó lo más presto que pudo y se fue atentando hasta dar con la puerta, que como llegase a intentar abrirla encontró con doña Ana, que a este punto la abría, y como le vio con voz alta le dijo: —¿Dónde vais tan aprisa, señor don Fadrique? —¡Ay, señora! —respondió con voz baja—, ¿cómo os habéis descuidado tanto, sabiendo mi peligro? Dejadme salir por Dios, que si despierta vuestro dueño, no lo libraremos bien. —¿Cómo salir? —replicó la astuta dama—, por Dios que ha de ver mi marido con quien ha dormido esta noche, para que vea en qué han parado sus celos y sus cuidados. Y diciendo esto, sin poder don Fadrique estorbarlo, respecto de su turbación y ser la cuadra pequeña, se llegó a la cama, y abriendo una ventana tiró las cortinas diciendo: —Mirad, señor marido, con quién habéis pasado la noche. Puso don Fadrique los ojos en el señor de la cama, y en lugar de ver el esposo de doña Ana vio a su hermosísima doña Violante, porque el marido de doña Ana ya caminaba más había de seis días. Parecía la hermosa dama al alba cuando sale alegrando los campos. Quedó con la burla de las hermosas primas tan corrido don Fadrique que no hablaba palabra ni la hallaba a propósito, viéndolas a ellas celebrar con risa el suceso, contando Violante el cuidado con que le había hecho estar. Mas como el granadino se cobrase de su turbación, dándoles lugar doña Ana, cogió el fruto que había sembrado gozando con su dama muy regalada vida, no solo estando ausente el marido de doña Ana sino después de venido, que por medio de una criada entraba a verse con ella, con harta envidia de don Juan, que como no podía gozar de doña Ana, le pesaba de las dichas de su primo. Pasados algunos meses que don Fadrique gozaba de su dama con las mayores muestras de amor que pensar se puede, tanto que se determinó a hacerla su esposa si viera en ella voluntad de casarse; mas tratando de mudar estado, lo atajaba con mil forzosas excusas. Al cabo de este tiempo, cuando con más descuido estaba don Fadrique de tal suceso, empezó Violante a aflojar en su amor, tanto que excusaba lo más que podía el verle: y él celoso, dando la culpa a nuevo empleo, se hacía más enfadoso y desesperado de verse caído de su dicha cuando más en la cumbre de ella estaba. Cohechó con regalos y acarició con promesas una criada, y supo lo que diera algo por no saberlo, porque la traidora le dijo que se fingiese malo y que ella daría a entender a su señora que estaba en la cama, porque descuidada de su venida no estuviese apercibida como otras noches, y que viniese aquella, que dejaría la puerta abierta. Podía hacerse eso con facilidad, respecto que Violante desde que se casó su prima posaba en un cuarto apartado, donde estaba sin intervenir con doña Ana ni con su marido, cuya condición llevaba mal doña Violante, que ya enseñada a su libertad no quería tener a quien guardar decoro, si bien tenía puerta por donde se correspondía con ellos y comía muchas veces, obligando su agrado a desear el esposo de doña Ana su conversación. Es el caso que el hermano del marido de doña Ana, como todo lo demás del tiempo asistía con él y su cuñada, se aficionó de doña Violante: ella, obligada de la voluntad de don Fadrique, no había dado lugar a su deseo; mas ya, o cansada de él o satisfecha de las joyas y regalos de su nuevo amante, dio al través con las obligaciones del antiguo, cuyo nuevo entretenimiento fue causa para que le privase de todo punto de su gloria, no dando lugar a los deseos y afectos de don Fadrique: pues esta noche que le pareció que por su indisposición estaba seguro, avisó a su amante, y él vino al punto a gozar de la ocasión. Pues como don Fadrique hallase la puerta abierta y no le sufriese el corazón esperar, oyendo hablar, llegó a la de la sala y entrando halló a la dama ya acostada y al mozo que se estaba descalzando para hacer lo mismo. No pudo en este punto la cólera de don Fadrique ser tan cuerda que no le obligase a entrar con determinación de molerle a palos, por no ensuciar la espada en un mozuelo de tan pocos años; mas el amante, que vio entrar aquel hombre tan determinado y se vio desnudo y sin espada, se bajó al suelo y tomando un zapato le encubrió en la mano, como si fuese un pistolete, y diciéndole que si no se tenía afuera le mataría, cobró la puerta, y en poco espacio la calle, dejando a don Fadrique temeroso de su acción. Pues como Violante, ya resuelta a perder de todo punto la amistad de don Fadrique, le viese quedar como helado mirando a la puerta por donde había salido su competidor, empezó a reír muy de propósito la burla del zapato. De esto más ofendido el granadino que de lo demás, no pudo la pasión dejar de darle atrevimiento, y llegándose a Violante la dio de bofetadas que la bañó en sangre, y ella perdida de enojo le dijo que se fuese con Dios, que llamaría a su cuñado y le haría que le costase caro. Él, que no reparaba en amenazas, prosiguió en su determinada cólera, asiéndola de los cabellos y trayéndola a mal traer, tanto que la obligó a dar gritos, a los cuales doña Ana y su esposo se levantaron y vinieron a la puerta que pasaba a su posada. Don Fadrique, temeroso de ser descubierto, se salió de aquella casa, y llegando a la de don Juan, que era también la suya, le contó todo lo que había pasado y ordenó su partida para el reino de Sicilia donde supo que iba el duque de Osuna a ser virrey, y acomodándose con él para este pasaje, se partió dentro de cuatro días, dejando a don Juan muy triste y pesaroso de lo sucedido. Llegó don Fadrique a Nápoles, y aunque salió de España con ánimo de ir a Sicilia, la belleza de esta ciudad le hizo que se quedase en ella algún tiempo, donde le sucedieron varios y diversos casos, con los cuales confirmaba la opinión de todas las mujeres que daban en discretas, destruyendo con sus astucias la opinión de los hombres. En Nápoles tuvo una dama que todas las veces que entraba su marido le hacía parecer una artesa arrimada a una pared. De Nápoles pasó a Roma donde tuvo amistad con otra, que por su causa mató a su marido una noche y le llevó a cuestas metido en un costal a echarle en el río. En estas y otras cosas gastó muchos años, habiendo pasado diez y seis que salió de su tierra. Pues como se hallase cansado de caminar, falto de dineros, pues apenas tenía los bastantes para volver a España, lo puso por obra: y como desembarcase en Barcelona, después de haber descansado algunos días y hecho cuenta con su bolsa, compró una mula para llegar a Granada, en que partió una mañana solo, por no haber ya posibilidad para criado. Poco más habría caminado de cuatro leguas cuando pasando por un hermoso lugar de quien era señor un duque catalán casado con una dama valenciana, el cual por ahorrar gastos estaba retirado en su tierra, al tiempo que don Fadrique pasó por este lugar, llevando propósito de sestear y comer en otro que estaba más adelante, estaba la duquesa en un balcón, y como viese aquel caballero caminante pasar algo de prisa y reparase en su airoso talle, llamó un criado y le mandó que fuese tras él y de su parte le llamase. Pues como a don Fadrique le diesen este recado y siempre se preciase de cortés, y más con las damas, subió a ver qué le mandaba la hermosa duquesa; ella le hizo sentar y preguntó con mucho agrado de dónde era y por qué caminaba tan aprisa; encareciendo el gusto que tendría en saberlo, porque desde que le había visto se había inclinado a amarle, y así estaba determinada que fuese su convidado porque el duque estaba en caza. Don Fadrique, que no era nada corto, después de agradecerle la merced que le hacía le contó quién era y lo que le había sucedido en Granada, Sevilla, Madrid, Nápoles y Roma, con los demás sucesos de su vida, feneciendo la plática con decir que la falta de dinero y cansado de ver tierras, le volvía a la suya, con propósito de casarse, si hallase mujer a su gusto. —¿Cómo ha de ser —dijo la duquesa— la que ha de ser de vuestro gusto? —Señora —dijo don Fadrique—, tengo más que medianamente lo que he menester para pasar la vida, y así, cuando la mujer que hubiera de ser mía no fuera muy rica, no me dará cuidado, como sea hermosa y bien nacida: lo que más me agrada en las mujeres es la virtud, esa procuro, que los bienes de fortuna Dios los da y Dios los quita. —Al fin —dijo la duquesa—, si hallásedes mujer noble, hermosa, virtuosa y discreta, presto rindiérades el cuello al amable yugo del matrimonio. —Yo os prometo, señora —dijo don Fadrique—, que por lo que he visto, y a mí me ha sucedido, vengo tan escarmentado de las astucias de las mujeres discretas que de mejor gana me dejaré vencer de una mujer necia, aunque sea fea, que no de las demás partes que decís. Si ha de ser discreta una mujer, no ha menester saber más que amar a su marido, guardarle su honor y criarle sus hijos, sin meterse en más bachillerías. —¿Y cómo —dijo la duquesa—, sabrá ser honrada la que no sabe en qué consiste el serlo? ¿No advertís que el necio peca, y no sabe en qué; y siendo discreta, sabrá guardarse de las ocasiones? Mala opinión es la vuestra, que a toda ley una mujer bien entendida es gusto para no olvidarse jamás, y alguna vez os acordaréis de mí. Mas dejando esto aparte, yo estoy tan aficionada a vuestro talle y entendimiento que he de hacer por vos lo que jamás creí de mí. Y diciendo esto se entró con él a su cámara, donde por más recato quiso comer con su huésped, de lo cual estaba él tan admirado que ninguno de los sucesos que había tenido le espantaba tanto. Después de haber comido y jugado un rato, convidándoles la soledad y el tiempo caluroso, pasaron con mucho gusto la siesta, tan enamorado don Fadrique de las gracias y hermosura de la duquesa que ya se quedara de asiento en aquel lugar si fuera cosa que sin escándalo lo pudiera hacer. Ya empezaba la noche a tender su manto sobre las gentes cuando llegó una criada y le dijo cómo el duque era venido. No tuvo la duquesa otro remedio sino abrir un escaparate dorado que estaba en la misma cuadra, en que se conservaban las aguas de olor, y entrarle dentro, y cerrando después con la llave ella se recostó sobre la cama. Entró el duque, que era hombre de más de cincuenta años, y como la vio en la cama la preguntó la causa. A lo cual la hermosa dama respondió que no había otra más de haber querido pasar la calurosa siesta con más silencio y reposo. Venía el duque con alientos de cenar, y diciéndoselo a la duquesa, pidieron que les trajesen la vianda allí donde estaban, y después de haber cenado con mucho espacio y gusto, la astuta duquesa, deseosa de hacerle una burla a su concertado amante, le dijo al duque si se atrevía a decir cuántas cosas se hacían del hierro: y respondiendo que sí, finalmente, entre la porfía del sí y no, apostaron entre los dos cien escudos, y tomando el duque la pluma, empezó a escribir todas cuantas cosas se pueden hacer del hierro: y fue la ventura de la duquesa tan buena, para lograr su deseo, que jamás el duque se acordó de las llaves. La duquesa que vio este descuido y que el duque, aunque ella le decía mirase si había más, se afirmaba no hacerse más cosas, logró en esto su esperanza, y poniendo la mano sobre el papel le dijo: —Ahora, señor, mientras se os acuerda si hay más que decir, os he de contar un cuento el más donoso que habréis oído en vuestra vida. Estando hoy en esa ventana, pasó un caballero forastero, el más galán que mis ojos vieron, el cual iba tan de prisa que me dio deseo de hablarle y saber la causa: llamele, y venido, le pregunté quién era; díjome que era granadino y que salió de su tierra por un suceso que es este —y contole cuanto don Fadrique la había dicho y lo que había pasado en las tierras que había estado—, feneciendo la plática con decirme que se iba a casar a su tierra si hallase una mujer boba, porque venía escarmentado de las discretas. Yo, después de haberle persuadido a dejar tal propósito, y él dádome bastantes causas para disculpar su opinión, pardiez, señor, que comió conmigo y durmió la siesta, y como me entraron a decir que veníades, le metí en ese cajón en que se ponen las aguas destiladas. Alborotose el duque, empezando a pedir aprisa las llaves. A lo que respondió la duquesa con mucha risa: —Paso, señor, paso, que esas son las que se os olvidaron decir que se hacen del hierro, que lo demás fuera ignorancia vuestra creer que había de haber hombre que tales sucesos le hubiesen pasado ni mujer que tal dijese a su marido. El cuento ha sido porque os acordéis, y así, pues habéis perdido, dadme luego el dinero, que en verdad que lo he de emplear en una gala, para que lo que os ha costado tanto susto y a mí tal artificio, juzguéis como es razón. —¡Hay tal cosa! —respondió el duque—; demonio sois; miren por qué modo me ha advertido en mi olvido, yo me doy por vencido. Y volviendo al tesorero que estaba delante le mandó que diese luego a la duquesa los cien escudos. Con esto se salió fuera a recibir algunos de sus vasallos que venían a verle y saber cómo le había ido en la caza. Entonces la duquesa, sacando a don Fadrique de su encerramiento, que estaba temblando la temeraria locura de la duquesa, le dio los cien escudos ganados y otros ciento suyos, y una cadena con un retrato suyo, y abrazándole y pidiéndole la escribiese, le mandó sacar por una puerta falsa, que cuando don Fadrique se vio en la calle, no acababa de hacerse cruces de tal suceso. No quiso quedarse aquella noche en el lugar sino pasar a otro, dos leguas más adelante, donde había determinado ir a comer si no le hubiera sucedido lo que se ha dicho. Iba por el camino admirando la astucia y temeridad de la duquesa con la llaneza y buena condición del duque, y decía entre sí: —Bien digo yo que a las mujeres el saber las daña. Si esta no se fiara en su entendimiento, no se atreviera a agraviar a su marido ni a decírselo: yo me libraré de esto si puedo, o no casándome, o buscando una mujer tan inocente que no sepa amar ni aborrecer. Con estos pensamientos entretuvo el camino hasta Madrid, donde vio a su primo don Juan ya heredero, por muerte de su padre, y casado con su prima, de quien supo como Violante se había casado y doña Ana ídose con su marido a las Indias. De Madrid partió a Granada, en la cual fue recibido como hijo, y no de los menos ilustres de ella. Fuese en casa de su tía, de la cual fue recibido con mil caricias; supo todo lo sucedido en su ausencia, la religión de Serafina, su penitente vida, tanto que todos la tenían por una santa, y la muerte de don Vicente de melancolía de verla religiosa, arrepentido del desamor que con ella tuvo, debiéndola la prenda mejor de su honor. Había procurado sacarla del convento y casarse con ella: y visto que Serafina se determinó a no hacerlo, en cinco días, ayudado de un tabardillo, había pagado con la vida su ingratitud. Y sabiendo que doña Gracia, la niña que dejó en guarda a su tía, estaba en un convento antes que tuviera cuatro años, y que tenía entonces diez y seis, la fue a ver otro día acompañando a su tía, donde en doña Gracia halló la imagen de un ángel, tanta era su hermosura, y al paso de ella su inocencia y simplicidad, tanto que parecía figura hermosa, mas sin alma. Y, en fin, en su plática y descuido conoció don Fadrique haber hallado el mismo sujeto que buscaba, aficionado en extremo de la hermosa Gracia, y más por parecerse mucho a Serafina su madre. Dio parte de ello a su tía, la cual desengañada de que no era su hija, como había pensado, aprobó la elección. Tomó la hermosa Gracia esta ventura como quien no sabía qué era gusto, bien, ni mal; porque naturalmente era boba e ignorante, lo cual era agravio de su mucha belleza, siendo esto lo mismo que deseaba su esposo. Dio orden don Fadrique en sus bodas, sacando galas y joyas a la novia, y acomodando para su vivienda la casa de sus padres, herencia de su mayorazgo, porque no quería que su esposa viviese en la de su tía, sino de por sí, porque no se cultivase su rudo ingenio. Recibió las criadas a propósito, buscando las más ignorantes, siendo este el tema de su opinión, que el mucho saber hacía caer a las mujeres en mil cosas; y para mí, él no debía de ser muy cuerdo, pues tal sustentaba, aunque al principio de su historia dije diferente, porque no sé qué discreto puede apetecer a su contrario, mas a esto le puede disculpar el temor de su honra, que por sustentarla le obligaba a privarse de este gusto. Llegó el día de la boda, salió Gracia del convento admirando los ojos su hermosura y su simplicidad los sentidos. Solemnizose la boda con muy grande banquete y fiesta, hallándose en ella todos los mayores señores de Granada, por merecerlo el dueño. Pasó el día, y despidió don Fadrique la gente, no quedando sino su familia, y quedando solo con Gracia, ya aliviada de sus joyas y, como dicen, en paños menores y solo con un jubón y un faldellín, y resuelto a hacer prueba de la ignorancia de su esposa, se entró con ella en la cuadra donde estaba la cama y sentándose sobre ella, le pidió le oyese dos palabras, que fueron estas: —Señora mía, ya sois mi mujer, de lo que doy mil gracias al cielo, para mientras viviéremos; conviene que hagáis lo que ahora os diré, y este estilo guardaréis siempre: lo uno porque no ofendáis a Dios y lo otro para que no me deis disgusto. A esto respondió Gracia con mucha humildad que lo haría muy de voluntad. —¿Sabéis —replicó don Fadrique— la vida de los casados? —Yo, señor, no la sé —dijo Gracia—; decídmela vos, que yo la aprenderé como el Ave María. Muy contento don Fadrique de su simplicidad, sacó luego unas armas doradas y poniéndoselas sobre el jubón, como era peto y espaldar, gola y brazaletes, sin olvidarse de las manoplas, le dio una lanza y le dijo que la vida de los casados era que, mientras él dormía, le había ella de velar paseándose por aquella sala. Quedó vestida de esta suerte tan hermosa y dispuesta, que daba gusto verla, porque lo que no había aprovechado en el entendimiento, lo hacía en el gallardo cuerpo, que parecía con el morrión sobre los ricos cabellos y con espada ceñida, una imagen de la diosa Palas. Armada como digo la hermosa dama, le mandó velar mientras dormía, que lo hizo don Fadrique con mucho respeto, acostándose con mucho gusto y durmió hasta las cinco de la mañana. Y a esta hora se levantó, y después de estar vestido, tomó a doña Gracia en sus brazos, y con muchas ternezas la desnudó y acostó, diciéndola que durmiese y descansase; y dando orden a las criadas no la despertasen hasta las once, se fue a misa y luego a sus negocios, que no le faltaban, respecto de que había comprado un oficio de veinticuatro. En esta vida pasó más de ocho días, sin dar a entender a Gracia otra cosa, y ella como inocente entendía que todas las casadas hacían lo mismo. Acertó a este tiempo suceder en el lugar algunas contiendas, para lo cual ordenó el consejo que don Fadrique se partiese por la posta a hablar al rey, no guardándole las leyes de recién casado la necesidad del negocio, por saber que como había estado en la corte, tenía en ella muchos amigos. Finalmente, no le dio lugar este suceso para más que para llegar a su casa, vestirse de camino, y subiendo en la posta decirle a su mujer que mirase que la vida de los casados la misma había de ser en ausencia suya que había sido en presencia: ella lo prometió hacer así, con lo cual don Fadrique partió muy contento. Y como a la corte se va por poco y se está mucho, le sucedió a él de la misma suerte, deteniéndose no solo días sino meses, pues duró el negocio más de seis. Prosiguiendo doña Gracia su engaño, vino a Granada un caballero cordobés a tratar un pleito a la chancillería, y andando por la ciudad los ratos que tenía desocupados, vio en un balcón de su casa a doña Gracia las más tardes haciendo su labor, de cuya vista quedó tan pagado que no hay más que encarecer, sino que cautivo de su belleza la empezó a pasear. Y la dama, como ignorante de estas cosas, ni salía ni entraba en esta pretensión, como quien no sabía las leyes de la voluntad y correspondencia: de cuyo descuido sentido el cordobés andaba muy triste, las cuales acciones viendo una vecina de doña Gracia, conoció por ellas el amor que le tenía a la recién casada; y así un día le llamó, y sabiendo ser su sospecha verdadera, le prometió solicitarla, que nunca faltan hoyos en que caiga la virtud. Fue la mujer a ver a doña Gracia, y después de haber encarecido su hermosura con mil alabanzas, la dijo como aquel caballero que paseaba su calle la quería mucho y deseaba servirla. —Yo lo agradezco en verdad —dijo la dama—, mas ahora tengo muchos criados y hasta que se vaya alguno no podré cumplir su deseo, aunque si quiere que yo se lo escriba a mi marido, él por darme gusto podrá ser que lo reciba. —Que no, señora —dijo la astuta tercera, conociendo su ignorancia—, que este caballero es muy noble, tiene mucha hacienda y no quiere le recibáis por criado, sino serviros con ella, si le queréis mandar que os envíe alguna joya o regalo. —¡Ay amiga! —dijo entonces doña Gracia—, tengo yo tantas que muchas veces no sé dónde ponerlas. —Pues si así es —dijo la tercera— que no queréis que os envíe nada, dadle por lo menos licencia para que os visite, que lo desea mucho. —Venga enhorabuena —dijo la boba señora—, ¿quién se lo quita? —Señora —replicó ella—, ¿no veis que los criados, si le ven venir de día públicamente, lo tendrán a mal? —Pues mirad —dijo doña Gracia—, esta llave es de la puerta falsa del jardín y aun de toda la casa, porque dicen que es maestra, y llevadla y entre esta noche, y por una escalera de caracol que hay en él subirá a la propia sala donde duermo. Acabó la mujer de conocer su ignorancia y así no quiso más batallar con ella, sino tomando su llave se fue a ganar las albricias, que fueron una rica cadena; y aquella noche don Álvaro, que este era su nombre, entró por el jardín como le habían dicho, y subiendo por la escalera, así como fue a entrar en la cuadra vio a doña Gracia armada, como dicen, de punta en blanco y con su lanza, que parecía una amazona: la luz estaba lejos y no imaginando lo que podía ser, creyendo que era alguna traición, volvió las espaldas y se fue. A la mañana dio cuenta a su tercera del suceso, y ella fue luego a ver a doña Gracia, que la recibió con preguntarla por aquel caballero, que debía de estar muy malo, pues no había venido por donde le dijo. —¡Ay mi señora! —dijo ella—, y cómo que vino, mas dice que halló un hombre armado, que con una lanza se paseaba por la sala. —¡Ay Dios! —dijo doña Gracia, riéndose muy de voluntad—, ¿no ve que soy yo, que hago la vida de los casados? Este señor no debe de ser casado, pues pensó que era hombre; dígale que no tenga miedo, que como digo, soy yo. Tornó con esta respuesta a don Álvaro la tercera; el cual la siguiente noche fue a ver a su dama, y como la vio así la preguntó la causa. Ella respondió riéndose: —¿Pues cómo tengo de andar sino de esta suerte para hacer la vida de los casados? —¿Qué vida de casados, señora? —respondió don Álvaro—, mirad que estáis engañada, que la vida de los casados no es esta. —Pues, señor, esta es la que me enseñó mi marido; mas si vos sabéis otra más fácil, me holgaré de saberla, que esta que hago es muy cansada. Oyendo el desenvuelto mozo esta simpleza, la desnudó él mismo, y acostándose con ella gozó lo que el necio marido había dilatado por hacer probanza de la inocencia de su mujer. Con esta vida pasaron todo el tiempo que estuvo don Fadrique en la corte, que como hubiese acabado los negocios y escribiese que venía, y don Álvaro hubiese acabado el suyo, se volvió a Córdoba. Llegó don Fadrique a su casa, y fue recibido de su mujer con mucho gusto, porque no tenía sentimiento como no tenía discreción. Cenaron juntos, y como se acostase don Fadrique, por venir cansado, cuando pensó que doña Gracia se estaba armando para hacer el complimiento de la orden que la dejó, la vio salir desnuda, y que se entraba con él en la cama, y admirado de esta novedad la dijo: —¿Pues cómo no hacéis la vida de los casados? —Andad, señor —dijo la dama—, ¡qué vida de casados, ni qué nada! Harto mejor me iba a mí con el otro marido, que me acostaba con él y me regalaba más que vos. —¿Pues cómo? —replicó don Fadrique—, ¿habéis tenido otro marido? —Sí, señor —dijo doña Gracia—, después que os fuisteis vino otro marido tan galán y tan lindo, y me dijo que él me enseñaría otra vida de casados mejor que la vuestra. Y finalmente, le contó cuanto le había pasado con el caballero cordobés, mas que no sabía qué se había hecho, porque así como vio la carta de que él venía, no le había visto. Preguntole el desesperado y necio don Fadrique de dónde era y cómo se llamaba. Mas a esto respondió doña Gracia que no lo sabía, porque ella no le llamaba sino «otro marido». Y viendo don Fadrique esto, y que pensando librarse había buscado una ignorante, la cual no solo le había agraviado, mas que también se lo decía, tuvo su opinión por mala, y se acordó de lo que le había dicho la duquesa. Y todo el tiempo que después vivió alababa las discretas que son virtuosas, porque no hay comparación ni estimación para ellas; y si no lo son, hacen sus cosas con recato y prudencia. Y viendo que ya no había remedio, disimuló su desdicha, pues por su culpa sucedió: que si en las discretas son malas pruebas, ¿qué pensaba sacar de las necias? Y procurando no dejar de la mano a su mujer porque no tornase a ofenderle, vivió algunos años. Cuando murió, por no quedarle hijos, mandó su hacienda a doña Gracia, si fuese monja en el monasterio en que estaba Serafina, a la cual escribió un papel en que le declaraba cómo era su hija. Y escribiendo a su primo don Juan a Madrid, le envió escrita su historia de la manera que aquí va. En fin, don Fadrique, sin poder excusarse por más prevenido que estaba, y sin ser parte las tierras vistas y los sucesos pasados, vino a caer en lo mismo que temía, siendo una boba quien castigó su opinión. Entró doña Gracia monja con su madre, contentas de haberse conocido las dos; porque como era boba, fácil halló el consuelo, gastando la gruesa hacienda que le quedó en labrar un grandioso convento, donde vivió con mucho gusto, y yo le tengo de haber dado fin a esta maravilla. A los últimos acentos estaba don Alonso de su entretenida y gustosa maravilla, y todos absortos y elevados en ella, cuando los despertó de este sabroso éxtasis el son de muchos y muy acordes instrumentos que en una sala, antes de llegar a esta en que estaban, se tocaron. Y volviendo a ver quién hacía tan dulce armonía vieron entrar hasta doce mancebos vestidos de vaqueros y monteras de raso morado y guarnición de plata, con hachas blancas encendidas en las manos, danzando diestramente, y después de haber hecho un concertado paseo, se dividieron en dos órdenes, y uno de ellos, el más airoso y galán, empezó a danzar solo con una hacha en la mano, y después de dar la vuelta por la sala, se fue a la hermosa Lisarda y con una cortés reverencia la sacó a danzar. Obedeció la dama, y después de ponerla en su puesto, volvió el airoso mozo a la discreta Matilde, y tras de ella a Nise, y tomando por compañero a don Juan, como en la danza de la hacha se usa, la danzaron con grandísimo desenfado y donaire, y dejando la hacha a Lisarda, vueltas las otras dos damas a sus asientos, prosiguió la dama sacando a don Miguel, don Lope y don Diego, el cual yendo por la sala, suplicó a Lisarda sacase a su prima: y ella, como a quien no le estaba mal esta voluntad, se llegó a la camilla donde Lisis estaba, y con una hermosa reverencia y muy corteses palabras la suplicó que se sirviese de honrar la fiesta, pues sus cuartanas eran tan corteses que desde el primer día que se empezó no la habían molestado. Obedeció Lisis, más por dar gusto a don Diego que a su prima, y danzó tan divinamente que a todos dio notable contento, y más a don Diego, que mientras duró la danza y al volverla a su asiento, le dio a entender su voluntad, y ella a él cuán agradecida estaba, juntamente con licencia para tratar con su madre y deudos su casamiento. Finalmente, mientras los criados de don Diego se aderezaban para el ridículo entremés, no quedó caballero ni dama en la sala que no danzase. Empezose a representar, y como para dar lugar se mudasen algunos asientos, vinieron a sentarse don Diego y don Juan juntos. Y don Juan como agraviado le dijo a don Diego: —Favorecido estás de Lisis, y si bien por haber sido pretensor suyo me pesa, por no verme molestado de sus quejas lo doy por muy bien empleado: mas bueno fuera haberme dado parte de esto, pues soy mejor para amigo que para enemigo. —Así es —replicó don Diego con enfado—, que un poeta, si es enemigo, es terrible, porque no hay navaja como su pluma; y a Lisis deseo servir, y como ella es libre, yo con su beneplácito me contento. Lisarda es vuestro cuidado, debéis contentaros con ella y no querer una para estimar y otra para maltratar. Licencia tengo de Lisis para pedirla a su madre para mi esposa, y si de esto os agraviáis, aquí estoy para daros la satisfacción que quisiéredes y como quisiéredes. —Soy contento —replicó don Juan—, ya no por Lisis, que pues ella quiere ser vuestra, yo no quiero sea mía; acabada es sobre esto la cuestión, sino porque sepáis que si soy poeta con la pluma, soy caballero con la espada. —Sea así —dijo don Diego—, mas no es razón que perturbemos el gusto a estas damas atajando la fiesta; tres días faltan, dejemos que se acaben y después trataremos de esto donde fuéredes servido. —Soy contento —dijo don Juan: y con esto se volvieron a ver el entremés que andaba en los últimos fines. Bien oyó Lisis lo que había pasado, y aunque quisiera remediarlo, lo sufrió, viendo que don Juan y don Diego dejaban su desafío para después de la fiesta, y que había lugar para impedir su intento. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
Estragos que causa el vicio
Cuento
En tanto que duró la música, que todos escucharon con gran gusto, oyendo en este romance trovados los últimos versos de uno que hizo aquel príncipe del Parnaso, Lope de Vega Carpio, cuya memoria no morirá mientras el mundo no tuviere fin, habían trocado asientos doña Luisa y doña Francisca, su hermana, que era a quien le tocaba el último desengaño de esta segunda noche, no muy segura de salir victoriosa, como las demás; pero viendo era fuerza, se alentó; encomendándose a la ventura, empezó de esta suerte: —Que los hombres siempre llevan la mira a engañar a las mujeres, no me persuado a creerlo; que algunos habrá que con la primera intención, o aficionados a la hermosura, o rendidos al agrado, o engolosinados de la comodidad, amen, téngolo por certísimo; que se cansan presto, y cansados, o se entibian, o aborrecen y olvidan, es seguro. Mas que hay muchos que engañan, ¿quién lo puede dudar? Pues todas las veces que yo dijere que deseo una cosa, teniéndola, engaño; que lo que poseo no lo puedo desear. ¿Pues cómo el casado, teniendo a su mujer, busca otra? No es respuesta el decir: «Harálo porque es más hermosa, más graciosa o más agradable». Porque le responderé: «Cuando amaste ésa, ¿no la hallaste con todas esas gracias? ¿Sí? Pues mírala siempre con ellas, y será siempre una, y no engañes a otra diciendo que la quieres amar y servir. No amas ni sirves a la que tienes en casa, ¿y lo harás a la que buscas fuera?» Y lo mismo es el galán con la dama. Y de estos engaños que ellos hacen, las mujeres dan la causa, pues los creen. Y así, no [me] maravillo que los hombres las condenen. No quieren los hombres confesar que engañan, que eso fuera preciarse de un mal oficio; antes, publicando buen trato, culpan a las mujeres de que no le tienen bueno. Y si los apuran, dicen: ¿para qué se dejan ellas engañar? Y tienen razón, que hay mujer que es como el ladrón obstinado, que aunque ve que están ahorcando al compañero, está él hurtando. Ven a las otras lamentarse de engañadas y mal pagadas, y sin tomar escarmiento, se engañan ellas mismas. ¿Por qué yo me he de engañar de cuatro mentiras bien afectadas que me dice el otro, asegurándome que se guardó para mí intacto y puro, sin tener otras ciento, a quien dice otro tanto, y luego me engañó? Bueno está el engaño. Anda, boba, que tú te engañaste; que a los hombres no se les ha de creer si no es cuando dicen: Domine, non sum dignus. Aficionóse un galán, por las nuevas que había oído, de una dama, o lo fingía (que era lo más seguro). Trató de verla, y ella no lo consintió. Dio en escribirla, y ella, por lo galante, le respondía de lo cendrado, de lo cariñoso, de lo retórico. Y él siempre hacía sus fuerzas por verla. Mas ella lo excusó hasta que el tal hubo de hacer una jornada. Partió con su deseo, prometiéndola correspondencia, porque él amaba, según decía, el alma y no el cuerpo. A dos leguas no se le acordó más del tal amor. Mas ella, que, cuerda, conocía el achaque, no había caminado una, cuando ya le tenía olvidado; porque a la treta armar la contratreta, que de cosario a cosario no hay que temer. Esto es, señoras mías, no dejarse engañar; y mientras no lo hiciéredes así, os hallaréis a cada paso en las desdichas en que hoy se hallan todas las que tratan de estos misterios, más dolorosos que gozosos. Lo que siento mal de los hombres es el decir mal de ellas, porque si son buenas, no cumplen con las leyes divinas y humanas en culpar al que no tiene culpa; y si son malas, ¿qué es menester decir más mal que el que ellas mismas dicen de sí con sus malas obras? Y con esto ellos mostrarán su nobleza, y ellas su civilidad. Mas ya me parece que no habrá en eso enmienda, y así, tratemos de salir con nuestra intención, que es probar que hay y ha habido muchas buenas, y que han padecido y padecen en la crueldad de los hombres, sin culpa; y dejemos lo demás, porque tengo por sin duda que están ya tan obstinados los ánimos de los hombres contra las mujeres, que ha de ser trabajo sin fruto, porque como no encuentran con las buenas, no se quieren persuadir que las hay, y ésa es su mayor ignorancia, que si las que hallan cada paso y a cada ocasión en las calles, por los prados y ríos, de noche y de día, pidiendo y recibiendo, y muchas dando su opinión a precio del vicio, fueran buenas, no las hallaran. Y crean que esto es lo cierto, y conociendo en la libertad de su trato lo que son, no se quejen, sino vayan con advertimiento que la que busca es, para en pasando aquello que halla, buscará otro tanto, y en dando en buscar, lo irán a buscar a los infiernos, cuando no le hallen en el mundo. Y de las que buscan a todos no esperen sacar más agravios, si lo son; porque yo tengo por seguro que el mayor es el que les hicieren en las bolsas, que los demás no lo son, pues saben que aquél es su oficio. Con esto he dicho lo que siento, y lo diré en mi desengaño en razón de la crueldad de los hombres y inocencia de muchas mujeres que han padecido sin culpa. No ha mucho más de veinte y seis años que en una ciudad, de las nobles y populosas del Andalucía, que a lo que he podido alcanzar es la insigne de Jaén, vivía un caballero de los nobles y ricos de ella, cuyo nombre es don Pedro, hombre soberbio y de condición cruel. A éste le dio Dios (no sé si para sus desdichas) un hijo y una hija. Y digo que no sé si fue ventura o desgracia el tenerlos, porque cuando los trabajos no se sienten, no son trabajos, que el mal no es mal cuando no se estima por mal; que hay corazones tan duros o tan ignorantes, que de la misma suerte reciben el trabajo que el gusto, y si bien dicen que es valor, yo le tengo por crueldad. El hijo tenía por nombre don Alonso, y la hija doña Mencía; hermosa es fuerza que lo sea, porque había de ser desgraciada; de más que parece que compadece más la desdicha en la hermosa que en la fea virtuosa; era fuerza siendo noble, amada; ella misma con la afabilidad y noble condición se lo granjearía, deseada y apetecida. ¿Qué mujer rica de naturaleza y fortuna no lo es? Pues parece que por lo admirable de ver juntas en una mujer nobleza, hermosura, riqueza y virtud, no sólo admira, mas es imán que se lleva tras sí las voluntades; y teníalas doña Mencía tan granjeadas, que no sólo en su misma tierra, mas en las apartadas y cercanas tenía su fama jurisdicción, por la cual había muchos que la deseaban por esposa, y se la habían pedido a su padre; mas él, deseoso de que toda la hacienda la gozase don Alonso, teniendo intento de que doña Mencía fuese religiosa, la negaba a todos cuantos le trataban de merecerla dueño. A quien más apretó el deseo o el amor de doña Mencía fue a un caballero natural de la ciudad de Granada, que asistía en la de Jaén algunos años había, por haberse venido sus padres a vivir a ella, trayéndole muy pequeño. La causa se ignora; sólo se sabía que era abastecido de riqueza, en tanta suma, que siendo su padre de los más poderosos de la ciudad, cualquiera de los caballeros de ella, cuando en don Enrique no hubiera las partes de gala, bizarría y noble condición, por sólo la hacienda tuviera a suerte emparentar con él, y la tenían por muy buena en tenerle por amigo, porque hallaban en su liberalidad muchos desahogos para algunas ocasiones de necesidad, y don Pedro y su hijo la profesaban con él, aunque, como la soberbia de don Pedro predominaba en él más que su nobleza, no hacía dentro de sí mismo la estimación que a don Enrique se le debía, efecto de [[no]] desearle como los demás, para emparentar con él, y esto nacía de saber no sé qué mancha en la sangre de don Enrique, que don Pedro no ignoraba, que a la cuenta era haber sido sus abuelos labradores; falta que, supuesto que se cubría con ser cristianos viejos, y con tanta máquina de hacienda, no fuera mucho disimularla. Enamorado de la hermosura y contento con la buena fama de doña Mencía, se atrevió don Enrique a pedírsela a su padre y hermano por esposa, que habiéndole respondido que doña Mencía quería ser monja, se halló defraudado de merecerla y desesperado por amarla. Mas como los amantes siempre viven de esperanzas, no la perdió del todo don Enrique, pareciéndole que si llegase a alcanzar lugar en la voluntad de la dama, importaba poco no tener la de su padre; pues, a todo riesgo, como ella quisiese ser su esposa, todo el daño podía resultar en sacarla de su poder, aunque no le diesen dote con ella, pues tenía bastantes bienes para no sentir la falta de que doña Mencía no los tuviese más que los de su belleza y virtud. Y con este pensamiento, se determinó a servir a doña Mencía y granjearla la voluntad, hasta conseguir su deseo y salir con su intención, y para esto granjeó la voluntad de un criado de doña Mencía, que la acompañaba ordinariamente cuando salía fuera, aunque era pocas veces, por la condición escrupulosa de su padre y hermano, los cuales ya la hubieran encerrado en un convento, temerosos de que ella no se casase, viendo que no trataban de casarla, a no haber visto en doña Mencía poca voluntad a tal estado, y aguardaban a que viéndose encerrada y no muy querida de los dos, la obligase el aprieto de sus condiciones a elegir el estado que ellos deseaban darle. Y si bien don Enrique no ignoraba que doña Mencía tenía otros pretensores que, con el mismo intento que él, la solicitaban, fiado en su gentileza y riqueza, y en el ayuda que el criado que había atraído a sí con dádivas le prometía, dio principio a su pretensión con este papel: «Mi atrevimiento es grande mas no mayor que vuestra hermosura, que con ésa no hay comparación, sino sólo mi amor. Forzado de él, os he pedido a vuestro padre por esposa; mas he sido tan desgraciado, que no le he merecido este bien, diciéndome que os tiene para religiosa. Viéndome morir sin vos me ha parecido que si vuestra voluntad me admite, importa poco que me falte la suya, pues no me hizo el Cielo tan pobre que tenga necesidad de su hacienda. Si acaso por esto desea poneros en el eterno cautiverio de la religión, quitando al mundo el sol de vuestra hermosura, y a mí la dicha de merecerla, mi intento es que seáis mi dueño, aunque sea a disgusto suyo. Ya os he dicho cuanto os puedo decir, y si os pareciere atrevimiento, tomad un espejo y mirad vuestra belleza, y me perdonaréis. Suplícoos, señora mía, por ser ingrata conmigo, no seáis cruel con vos, ni aguardéis a que vuestro padre, quitándoos la libertad, me quite a mí la vida.» No se descuidó el mensajero en dar el papel a su señora, la cual, habiéndole leído, y considerando cuán tiranamente su padre y hermano, por desposeerla de la hacienda, la querían privar de la libertad, desesperada con la pasión y persuadida del criado, que puso todas las fuerzas en su astucia, diciéndole lo que ganaba en ser esposa de don Enrique, su riqueza y partes, aconsejándola no dejase perder la ventura que le ofrecía el Cielo, diciéndole que si no se casaba así, no esperase serlo de mano de su padre, porque él sabía muy bien su intención, que era quitarla de ocasión en que la hacienda, que toda la quería para su hermano, se desmembrase, y otras cosas a este modo. Pareciéndole a doña Mencía que el yerro de casarse sin gusto de su padre con el tiempo se doraría, agradada de las partes de don Enrique, a quien había visto muchas veces y tenía particular inclinación, y que había de ser (que es lo más cierto), porque aunque se dice que el sabio es dueño de las estrellas, líbrenos Dios de las que inclinan a desgracias, que aunque más se tema y se aparten de ellas, es necesaria mucha atención para que no ejecuten su poder, se rindió al gusto de su amante, al consejo de su criado y, lo más cierto, a su inclinación, y a pensar de esta suerte, al gusto de su padre por ser tan contrario al suyo. De manera que, hallando el amor entradas bastantes en el pecho tierno de la dama, se apoderó de él, empezando desde aquel mismo punto a amar a don Enrique, y a desearle y admitirle [por] esposo, respondiendo el papel tan a gusto de su amante, que desde ese mismo día se juzgo en posesión del bien que deseaba. Pues viéndose favorecido, empezó a galantear y servir a doña Mencía con paseos, si bien recatados, por no alborotar a su padre y hermano; con regalos y joyas, que mostraban su amor y riqueza; con músicas y versos, en que era, si no muy acertado, por lo menos no los pedía prestados a otros. Todo dispuesto por la orden de Gonzalo (que éste era el nombre del criado tercero) de esta voluntad, hablándose algunas noches, después de recogidos todos, por unas rejas bajas que caían a las espaldas de la casa de doña Mencía, y eran de su misma estancia, que por lo menos paseada aquella calle, la tenía su padre en ella; por donde una noche que doña Mencía le escuchaba, cantó don Enrique, al son de un laúd, estas décimas: De la memoria, los ojos se quejan y con razón, porque ella ni el corazón no gozan de sus enojos. A la pena dan despojos los ojos, pues en no ver con eterno padecer están; pero la memoria gozando el bien, está en la gloria, porque llega a poseer. Vieron los ojos el bien; mas la memoria ligera se le usurpó de manera que hace que sin él estén. Ellos vieron y no ven, ella no vio y el bien tiene, ella, cuando el bien no viene, en sí le goza, y los ojos gozan lágrimas y enojos hasta que el ver los despene. La tabla, que al huésped llama, le aposenta y fuera queda, son los ojos, sin que pueda amor reparar su llama. Es la memoria la cama en que vos, señora, estáis; mas si a los ojos no dais parte del bien, que sois vos, yo os juro, mi bien, por Dios, de que un esclavo perdáis. No hay cosa que satisfaga al mal que sin veros tienen, y si los dejáis que penen, no les dais segura paga. No permitáis los deshaga su continuo padecer, pues supieron escoger tan divino dueño en vos, pagad, señora a los dos lo bien que os saben querer. Vuestro valor sin segundo celoso, mi bien, me tiene, temiendo que habrá quien pene por vos como yo en el mundo. Los celos que tengo fundo, señora, en vuestro valor, porque, si yo os tuve amor el día que os llegué a ver, cualquiera os podrá querer que os llegue a ver en rigor. De justicia, amor pudiera pretender esta victoria; mas haga misericordia lo que justicia pudiera. De que hallaréis quien os quiera, yo no lo puedo dudar; pero quien os pueda amar, dulce dueño, más que yo, no le hay en el mundo, no, ni se ha de poder hallar. Deidad sois, en quien mis ojos adoran de Dios el ser, pues que se ve su poder en tan divinos despojos. A vuestras plantas, de hinojos, os ofrezco cuanto soy, por esclavo vuestro estoy, en el rostro, señalado; el alma que ya os he dado dos mil veces os la doy. Causó la música (aunque sin ostentación de voces ni instrumentos, más de la que alcanzó del Cielo el que la daba), por novedad, admiración en la vecindad y qué temer a su padre de doña Mencía, que su hermano no estaba en casa, que, como mozo, se recogía tarde, ocupado en sus juegos y galanteos; mas por la primera vez no hizo extremo ninguno, considerando, en medio de su sospechoso recelo, que podía ocasionarla alguna dama de las que había en la vecindad, viendo que su hija parecía vivir descuidada de galanteos y amores. En fin, pasó por esta vez en su duda, porque aunque doña Mencía estaba junto a la reja, no la abrió, oyendo que su padre no dormía; antes muy paso se acostó, y no negoció mal en hacerlo, porque, desde que don Enrique empezó a cantar, estaba don Alonso en la calle, que venía a acostarse; mas como en ninguna ventana de su casa vio gente, aunque enfadado, entrándose en ella, no se dio por entendido de su enfado. Vínose a eslabonar de suerte la voluntad de don Enrique y doña Mencía, que ayudados de los consejos y solicitudes de Gonzalo, y de una doncella suya, a quien doña Mencía dio parte de su amor, que por la misma reja que se hablaban, delante de los criados se dieron fe y palabra de esposos, con que don Enrique se juzgó dichoso y doña Mencía segura de que su padre la hiciese fuerza para que tomase el estado que deseaba. Si bien, temiendo la dama la ira de su padre, pidió a su amante que por entonces no se hiciese novedad ninguna, hasta ver si su padre mudaba de intención, que se lo concedió bien contra su voluntad, porque como amaba, quisiera verse en la posesión de su amada prenda, siendo imposible por la condición dicha de su padre y hermano, si no era sacándola de su casa: tanta era la custodia con que la tenían. Y aunque causaba algún escándalo, en los vecinos de la misma calle, verlos hablar de noche por la reja, no se atrevían estorbarlo por la soberbia que en padre y hijo conocían, disculpando en parte a la dama por la vida tan estrecha en que la tenían, que apenas salía, sino a misa, y eso acompañándola su padre o su hermano. Cuando don Enrique se enamoró de doña Mencía, tenía una dama, casada, mas libre y desenvuelta. Y como el verdadero amor no permite en el pecho donde se aposenta compañía, al punto que amó a doña Mencía para hacerla su esposa, se olvidó del de Clavela; en tanto extremo, que ni verla, ni aun pasar por su calle fue posible acabarlo con él. Clavela, sentida del desprecio y de la falta que le hacían las dádivas y regalos de don Enrique, dio en inquirir y saber la causa, sospechando que nuevos empleos le apartaban de ella, y encomendando el averiguarlo a la solicitud de una criada, no le fue dificultoso, porque siguiéndole de día y de noche, vino a saber cómo hablaba con doña Mencía todas las más noches por aquella reja. Y conociendo las partes de la dama, bien conoció que era casamiento, porque por otra vía no se podía entender que caminase aquel amor, y se resolvió a estorbarlo, aunque pusiese a peligro su vida y la de los dos amantes. ¿Qué no intentará una mujer libre y celosa? Pues como tal buscó a don Enrique, viendo que él no la buscaba a ella. Y sobre muchos disgustos que sobre el caso tuvieron, viendo que ni con lágrimas ni ruegos, ni menos con amenazas, le podía volver a su amistad, se determinó a llevarlo por camino más violento, pues aunque don Enrique se lo negó, como ella estaba bien cierta de la verdad, no tuvo atención a más que a vengarse, y la desdicha le dio modo para hacerlo. Tenía esta dama amistad con unas señoras, madre y hija, de la ciudad, de lo bueno y calificado de ella, aunque en su modo de vida no se portaban con la atención competente a su sangre, porque recibían visitas con gran desdoro de su opinión, en cuya casa entraba familiarmente don Alonso, y aun ellas visitaban algunas veces a su hermana, porque, aunque, por su modo de vida, las más principales de la ciudad se negaban a su casa, no les podían impedir venir a las suyas. En esta casa había visto don Alonso a Clavela, y aun no le había parecido mal, sino que se le había ofrecido por muy suyo, dijo a las dichas señoras la hablasen de su parte. No ignoraba Clavela ser don Alonso hermano de doña Mencía, y si bien a los principios, creyendo don Enrique volvería a su amistad, se había negado a su pretensión, ya desvalida de todo punto de don Enrique, admitió a don Alonso, no tanto por estar aficionada a él, cuanto por entablar su venganza. Veíase, por causa de su marido, con don Alonso en casa de sus amigas, y un día que todas juntas estaban con don Alonso en conversación, le dijo Clavela que por qué no casaba a su hermana, que si aguardaba a que ella se casase sin su gusto, ni el de su padre. —No hará Mencía tal —dijo don Alonso—, porque, demás de que su virtud y obediencia la asistían siempre, era muy niña, y aún no había llegado a la imaginación esos deseos, que, a ser de más edad, ya estuviera en religión. —¡Qué bueno es eso —respondió Clavela— para lo que sé! Bien dicen que el postrero que lo sabe es el ofendido. Pues advierta, don Alonso, que, si no está casada, ya anda en eso. Y dígolo así, porque no es de creer que una dama de la calidad y partes de la señora doña Mencía se atreviera contra su opinión, y la de su padre y hermano, a hablar todas las noches por una reja con don Enrique, si no fuera para casarse. —Mira lo que dices, Clavela —dijo don Alonso—; que si son celos de don Enrique, porque entra algunas veces en mi casa, bien puedes tenerlos y dármelos a mí, con saber que aún no estás olvidada de esa voluntad; mas no que pongas dolo en el honor de mi hermana, porque desde mi cuarto al suyo hay mucho, y juraré que las veces que don Enrique entra a buscarme a mí, ni ve a mi hermana, ni ella está en tan poca custodia que le vea a él, porque es mi padre quien la vela. Rióse Clavela y las demás, que ya todas estaban puestas en hacer este mal a doña Mencía, y dijo: —Ni son celos, ni a mí me importa nada don Enrique, que no es sino sentimiento de que se hable mal en la vecindad y otras partes contra el honor de esta señora. Las músicas, los paseos, el hablar de noche es tan público, que antes dicen que don Alonso y su padre se dan por desentendidos, por casarla sin dote con un hombre tan poderoso como don Enrique. Esto lo saben muy bien estas señoras, y es muy buen modo de tener yo celos, supuesto que si se toma mi voto, le daré ahora, aconsejando que sería mejor casarlos, que no dar motivo a murmuraciones. La ira de don Alonso con esto que oyó fue tan grande, que apenas acertó a responder, y ciego de enojo, tanto de la liviandad de su hermana, como del atrevimiento de don Enrique, sin poder disimular su pasión, ni las mal aconsejadas mujeres reportarle en ella, pues ellas no pretendían sino incitarle a ella, se despidió y fue a su casa, y apartando a su padre, le dio cuenta de lo que pasaba, y después de varios acuerdos, se determinaron a disimular hasta vengarse, teniendo por afrenta que la sangre de don Enrique se mezclase con la suya. Mas de un mes se pasó sin tratarse de nada en razón de la venganza, porque como don Pedro era hombre mayor, no quiso hallarse a los riesgos de ella. Y así, habiendo venido la flota donde le traían cantidad de dineros, diciendo que quería hallarse al despacho de ellos en las aduanas de Sevilla, se partió de Jaén, llevando consigo a Gonzalo y otros dos criados que había en casa, no quedándole a don Alonso más que un paje que le acompañaba en este tiempo. Disimuladamente se había don Alonso enterado del galanteo de su hermana, y vístola por sus ojos hablar con don Enrique, que si bien no se aseguraba mucho de las amenazas que Clavela le había hecho, amaba tanto a doña Mencía, que sin temer riesgos ni peligros, continuaba el verla, pareciéndole que, cuando Clavela intentase hacer algún mal, todo podía parar en sacar la cara y decir que era doña Mencía su mujer, y aun a no impedírselo ella, temerosa de la ira de su padre, ya lo hubiera hecho. En teniendo cartas don Alonso de que su padre había llegado a Sevilla, al punto dio orden de lo que entre ellos había quedado dispuesto. Mal segura se hallaba doña Mencía y temerosa por ver a su hermano andar muy desabrido con ella, y no queriendo ya aguardar a algún lance peligroso, un día, acabando de comer, viendo a su hermano que se había ido a su cuarto, se entró en aquella cuadra por donde hablaba con don Enrique, cuya reja caía a las espaldas de la casa, que era donde ella se tocaba, por estar detrás de la [[cuadra]] en que tenía su cama, y se puso a escribir un papel a su esposo, pidiéndole se viese aquella noche con ella para disponer sus cosas; que, acabando de escribirla, don Alonso, que no se descuidaba y había estado acechando lo que hacía, habiendo enviado al paje de propósito fuera, y dejando encerradas en su mismo cuarto dos doncellas y una criada de cocina que había, amenazándolas con la muerte si chistaban, entró en el aposento de su hermana tan paso, que sin poder prevenir guardar el papel, la cogió cerrándole; y como se le quitó y le leyó, aunque la triste dama quiso disculparse, no bastó ninguna cosa que en abono suyo intentase decir. Salióse don Alonso fuera, y cerrándola con llave, se salió a la puerta de la calle, donde se estuvo hasta que vio pasar un clérigo, al cual llamó, diciendo entrase a confesar una mujer que estaba en grande peligro de muerte. Hízolo así el sacerdote, y entrando dentro y don Alonso con él, harto espantado de no ver en toda la casa persona. Llegaron al retrete y abriendo don Alonso la puerta, le dijo que entrase y confesase aquella mujer que estaba allí, porque al punto había de morir. Asustóse el sacerdote y díjole que por qué causa quería hacer crueldad semejante. —Padre —respondió don Alonso—, eso no le toca a vuestra merced, ni a mí el darle cuenta, porque la tengo de matar. Confesarla es lo que le piden, y si no lo quiere hacer, váyase con Dios, que sin confesar la mataré. Viendo, pues, el clérigo la determinación de don Alonso, entró y confesó a doña Mencía, la cual, con muchas lágrimas lo hizo, deteniendo al clérigo, por entretener algún poco más la vida, como le contó el mismo después. Acabada de confesar la dama, el sacerdote salió, y con palabras muy cuerdas y cristianas quiso reducir a don Alonso, diciéndole que mirase que aquella señora no debía aquella muerte, por cuanto su delito no pasaba a ofensa, supuesto que no era más de deseo de casarse, sin haber habido agravio ninguno de por medio; que temiese la ofensa de Dios y su castigo. —Bien estoy con eso, padre —respondió el airado mozo—. Yo sé lo que tengo de hacer, y nunca dé consejos a quien no se los pide. Lo que yo le pido es que en estos ocho días no diga a nadie esto que aquí ha visto; porque si lo contrario hace, le he de hacer menudas piezas. Temió tanto el clérigo, que, no dudando estaba tan en peligro como la dama, habiéndoselo prometido, no vio la hora de verse fuera de aquella casa; y aun después no acababa de asegurarse estaba en salvo, por lo cual no se atrevió a dar cuenta del caso, hasta que estuvo público. Ido el sacerdote, don Alonso tornó a entrar donde estaba la desdichada dama, y dándola tantas puñaladas cuantas bastaron a privarla de la vida, se salió, y cerrando el retrete, se dejó la llave en la misma puerta, y luego aguardando a que viniese el paje, le dio el papel de doña Mencía, y le mandó se le llevase a don Enrique, diciéndole que dijese que se le había dado su señora, y que luego le fuese a buscar en casa de aquellas señoras donde solía ir, y que le aguardase allí hasta que él fuese. Con esto, cerrando la puerta de la calle, se fue en casa de un amigo, que debía de ser de las mismas mañas que él, a quien pidió le acompañase aquella noche en un caso que se le había ofrecido, y hallando en él el ayuda que buscaba, se estuvo en la misma casa del amigo, retirado hasta que fuese hora de ir a él. Dio el papel de doña Mencía a don Enrique el paje, y habiéndole respondido de palabra dijese a su señora haría lo que le mandaba, se fue donde su amo le había dicho le esperase. Mucho extrañó don Enrique el llevarle el paje de don Alonso, porque de que se había ido Gonzalo a Sevilla, doña Mencía no le escribía sino con una criada, y a no conocer la letra de la dama, casi le pusiera en confusión de algún engaño; mas pensó que alguna gran novedad debía de haber, pues le escribía con diferente mensajero, y no veía la hora de ir a saberla; que como vio que habían dado las once, que era en la que la dama le hablaba, por ser en la que su casa estaba sosegada, solo, porque siempre iba así, aunque apercibido de armas bastantes, se fue a la calle de su dama, y llegando a la reja, la vio cerrada, porque don Alonso la había dejado así, y haciendo la seña por donde se entendían, como vio que ni a una vez, ni a dos, ni a tres salía, se llegó a la reja y paso tocó en ella, y apenas puso en ella la mano, cuando las puertas se abrieron con grandísimo estruendo, y alborotado con él, miró por ver que en el pequeño retrete había gran claridad, no de hachas ni bujías, sino una luz que sólo alumbraba en la parte de adentro, sin que tocase a la de afuera. Y más admirado que antes, miró a ver de qué salía la luz, y vio al resplandor de ella a la hermosa dama tendida en el estrado, mal compuesta, bañada en sangre, que con estar muerta desde mediodía, corría entonces de las heridas, como si se las acabaran de dar, y junto a ella un lago del sangriento humor. A vista tan lastimosa, quedó don Enrique casi sin pulsos; que a su parecer juzgó que ya el alma se le apartaba del cuerpo, sin tener valor para apartarse, ni allegarse, porque todo el cuerpo le temblaba como si tuviera un gran accidente de cuartana. Y más fue cuando oyó que de donde estaba el sangriento cadáver salía una voz muy débil y delicada, que le dijo: —Ya, esposo, no tienes que buscarme en este mundo, porque ha más de nueve horas que estoy fuera de él, porque aquí no está más de este triste cuerpo, sin alma, de la suerte que le miras. Por tu causa me han muerto; mas no quiero que tú mueras por la mía, que quiero me debas esta fineza. Y así, te aviso que te pongas en salvo y mires por tu vida, que estás en muy grande peligro, y quédate a Dios para siempre. Y acabando de decir esto, se tornaron las puertas de las ventanas a cerrar con el mismo ruido que cuando se abrieron. Quedó de lo que había oído, sobre lo que había visto, tal don Enrique, casi tan difunto como su mal lograda esposa, faltándole de todo punto el ánimo y el valor, y no es maravilla, pues por una parte el dolor, y por otra el temor, le dejaron poco menos que mortal; tanto, que ni moverse de allí, ni aun alentarle era posible. Ya cuando esto sucedió, don Alonso y su amigo estaban en la calle, aunque ni sintieron el ruido, ni vieron abrir la ventana; mas seguros de que era don Enrique, pensando, como le veían parado, que estaba aguardando que le abriesen, el uno por la una parte, y el otro por la otra, le vinieron cercando, y cogido en medio, sin poder el pobre caballero defenderse, con la turbación que tenía, aunque vio acometerse, ni se pudo aprovechar de una pistola que traía, ni meter mano a la espada; de dos estocadas que a un tiempo le dieron, le tendieron en el suelo, y, caído, le dieron veinte y dos puñaladas, y dejándole casi muerto, se pusieron en fuga, porque a las voces que dio pidiendo confesión, empezó a salir gente y sacar luces. En fin, huyeron; don Alonso se fue en casa de las ya dichas, y el amigo, a un convento. La gente que se juntó llegaron a don Enrique, y le hallaron sin sentido, y estando trazando el llevarle a su casa, porque de todos era bien conocido, llegó la justicia, y haciendo su oficio, no pudieron averiguar más de que a las voces que aquel caballero había dado pidiendo confesión, habían salido y halládole en el estado que le veían. Mirándole y revolviéndole, conocieron que no estaba muerto. En fin, le llevaron a su casa, dando con su vista la pena a sus padres, que era razón tener quien no tenía otro, y llamando quien le tomase la sangre, le desnudaron y pusieron en la cama, donde estuvo así hasta la mañana, que volvió en sí, permitiéndolo Dios para que se supiese el lastimoso fin de doña Mencía; porque aunque la justicia, habiendo llamado a las puertas de don Pedro, y no respondiendo nadie, admirados de ver tanto silencio como en la casa había, quisieron romper las puertas, mas lo suspendieron hasta que don Enrique, si volvía, diese su declaración; porque como don Pedro era tan principal y poderoso, todos le guardaban en la ciudad su debido respeto. Vuelto en sí don Enrique, y dádole una sustancia, cobrando algo del ánimo perdido, pidió que juntamente le llamasen el confesor y al Corregidor, y venidos delante del que le había de confesar, contó al Corregidor lo que aquella noche le había sucedido, pidiendo se fuese a casa de don Pedro, y rompiendo, si no abrían, la puerta, viesen si había sido verdad o alguna ilusión fantástica; si bien por aquel papel que de su esposa había recibido y las heridas que le habían dado, lo tenía por verdad. Y luego, mientras el Corregidor fue a averiguar el caso, admirado de lo que contaba el herido, se confesó y recibió el Santísimo, porque los cirujanos le hallaban muy de peligro. El Corregidor y sus ministros fueron a casa de don Pedro, y llamando, mas como no respondiese nadie, derribaron la puerta, y entrando, no hallaron a nadie, y yendo de una sala en otra, hasta llegar al retrete, que como he dicho estaba la llave en la puerta, y abriendo, hallaron a la hermosa y desdichada doña Mencía de la misma suerte que decía don Enrique haberla visto: las heridas y sangre que de ellas corría, como si entonces se acabaran de dar. Junto a ella estaba un bufetillo, con recado de escribir, y en unos pliegos de papel que había encima, estaba escrito: «Yo la quité la vida, porque no mezclara mi noble sangre con la de un villano. —Don Alonso.» Visto esto, anduvieron toda la casa, por ver si había alguna gente, y en un aposento, el último de otro cuarto que estaba enfrente del que acababan de mirar y donde estaba la difunta dama, oyeron dar gritos, y abriendo con la llave que asimismo estaba en la cerradura, hallaron las dos doncellas y la criada de doña Mencía, de quien no pudieron saber más de que don Alonso, el día antes, habiéndolas llamado, las había encerrado allí, amenazándolas que, si daban voces, las había de matar. Diose orden de depositar el cuerpo de doña Mencía en la parroquia, hasta que se determinase otra cosa, y haciendo la justicia sus embargos, como de oficio le tocaba, llamaron a don Alonso a pregones, avisando a Sevilla para que prendiesen a don Pedro; mas él, probando la cuartada, presto le dieron por libre, y tomando por excusa no ver la parte en que había sucedido el fracaso de su amada hija, se quedó a vivir en Sevilla. Divulgóse por la ciudad el suceso, y así, acudió el clérigo que había confesado a doña Mencía a contar lo que le había sucedido. Don Enrique llegó muy al cabo; mas Dios, por intercesión de su Madre Santísima, a quien prometió, si le daba vida, ser religioso, se la otorgó, y así lo hizo, que se entró fraile en un convento del seráfico padre san Francisco, y con mucha parte de su hacienda labró el convento, que era pobre, y una capilla con una aseada bóveda, donde pasó el cuerpo de su esposa, habiendo muchos testigos que se hallaron a verle pasar, que, con haber pasado un año que duró la obra, estaban las heridas corriendo sangre como el mismo día que la mataron, y ella tan hermosa, que parecía no haber tenido jurisdicción la muerte en su hermosura. Don Alonso, habiendo estado ocho días él y su paje escondidos en casa de aquellas damas, con Clavela, al cabo de ellos, como estaba bien proveído de joyas y dineros, que antes de salir de su casa había tomado, dejando el paje durmiendo, se partió una noche la vuelta de Sevilla, para despedirse de su padre y caminar a Barcelona, donde tenía determinación embarcarse para pasar a Italia. El paje, cuando despertó y supo que su amo le había dejado, se salió del encierro, contando por la ciudad cómo su amo había estado en aquella casa ocho días, y cómo los había oído hablar de la muerte de su señora y heridas de don Enrique, por lo cual las tales damas estuvieron presas y a pique de darlas tormento; mas donde hay dineros, todo se negocia bien. El amigo de don Alonso, como contra él no había indicio ninguno, por estar el secreto entre los dos, en viendo sosegados estos alborotos, se paseó. Don Alonso estuvo con su padre en Sevilla solos dos días, porque como sabía que estaba llamado a pregones y sentenciado en ausencia a cortar la cabeza, no paró allí más; antes se partió para Barcelona donde se embarcó, y con próspero viaje llegó a la ciudad de Nápoles, donde asentó plaza de soldado, por no dar qué decir de que estaba allí sin ocupación ninguna, y socorrido largamente de su padre, pasaba una vida ociosa jugando y visitando damas. Ayudóle a darse tanto al vicio tomar amistad con un jenízaro, hijo de español y napolitana, hombre perdido y vicioso, tanto de glotonerías como en lo demás. Y como don Alonso tenía dineros, hallábase bien con él, ganándole la voluntad con lisonjas. Este era «clérigo salvaje», y, porque no se extrañe este nombre, digo que hay en Italia unos hombres que, sin letras ni órdenes, tienen renta por la Iglesia, sólo con andar vestidos de clérigos, y llámanlos «prevetes salvajes», y así lo era Marco Antonio (que éste era su nombre). En teniendo aviso don Pedro de que su hijo estaba en Nápoles y tenía asentada plaza, le diligenció muchas cartas de favor, por las cuales el excelentísimo señor conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, que era virrey en aquel reino, le dio una bandera, con lo cual estaba don Alonso tan contento y olvidado de la justicia divina y de la inocente sangre de su hermana, que había derramado tan sin causa, como se ha visto, que dio en enamorarse, cosa que hasta entonces no había hecho: aunque había tenido amistad con Clavela, más había sido apetito que amor, y aun en esta ocasión lo pudiera excusar. Estaba en la ciudad un caballero entretenido, como hay en ella muchos, cuyo nombre es don Fernando de Añasco, español y caballero de calidad, y que había sido capitán de infantería. Éste tuvo un hijo que casó allí con una señora de prendas, aunque no muy rica, y dejándola cinco hijas, murió; que, visto por don Fernando que la nuera y nietas estaban necesitadas, las trujo a su casa. Las dos mayores se entraron religiosas en el convento de la Concepción, de la misma ciudad, porque, estando velando juntas una noche, cayó entre las dos un rayo, y no las hizo mal, y ellas, asombradas de esto, no quisieron estar más en el siglo. Las otras dos casaron por su hermosura, sin dote, con dos capitanes. Quedó la menor, y más hermosa, llamada doña Ana, y tan niña, que apenas llegaba a quince años. Mas como su madre y abuelo habían gastado tanto con las dos monjas, no tenían qué darla, ni aun para traerla, sino con un moderado aseo, y con todo eso, salía tanto su belleza, que ninguna de la ciudad (con haber muchas) no la igualaba, y ella pasaba a todas; mas no le había llegado su ventura como a sus hermanas, porque la estaba aguardando su desventura. Viola don Alonso y enamoróse de ella, y, enamorado, dio en galantearla con las tretas que todos los hombres galantean, o, por mejor decir, engañan; que este arancel todos le saben de memoria. ¡Ay de aquellas que los creen! ¡Y ay de doña Ana, que se dejó ver de don Alonso, que se fue para ella amante, sino el hado fatal que le ocasionó su desgracia! Noble, honesta, recogida y hermosa era doña Ana. Mas ¿qué le sirvió, si nació desgraciada? Hacíale, como dicen, rostro, lo uno, porque ya sabía quién era y su rico mayorazgo después de la vida de su padre; lo otro, porque, cuanto al talle, bien merecía ser querido, y quiso probar la suerte, por ver si acertaba, como sus hermanas, mas no porque se alargase más en los favores que le hacía, que a dejarse ver en la ventana y oír con gusto alguna música que le daba, que en esto aún con más extremos se adelantan en Italia que en otras partes, porque son todos muy inclinados a ella. Diole una don Alonso, una noche, cantando él mismo a una vihuela este romance, tomando por asunto no haber ido doña Ana a un jardín, por llover mucho, donde habían de ir a holgarse su madre y hermanas con otras amigas, que, como don Alonso estaba enamorado, siempre andaba inquiriendo las salidas de la dama, por mostrar su cuidado en ellas, y esto se lo había dicho un criado de su casa. En fin, el romance era este: Llorad, ojos, pues las nubes han hecho conjuración por quitar que no gocéis los rayos de vuestro sol. Si para los desdichados hasta la muerte faltó, ¿cómo queréis ver la vida, pues tan desdichados sois? Esclavos sois de buen dueño; no os quejaréis, que no os dio todo cuanto pudo daros la fortuna de favor. Sólo con este consuelo vivo alegre en mi pasión; que es gloria por tal belleza pasar penas y dolor. Detened, nubes, el agua, pues con mis ojos les doy bastante censo a los ríos, que ya por mí mares son. Y tú, Anarda de mi vida, no te dé agua el temor; más agua vierten mis ojos, y con más justa razón, En el fuego que me abraso, como la fragua es amor; con agua nunca se apaga, antes crece su ardor. Muerto de mis propias penas, y en ellas penando estoy; que es purgatorio tu ausencia; tu vista, gloria mayor. En el infierno, las almas penan, que los cuerpos no; aquí penan alma y cuerpo juntos por una razón. ¿Cuándo en la gloria de verte se acabará mi dolor? ¿Y cuándo he de verte mía, que es el premio de mi amor? Ya la esperanza me alienta, ya me desmaya el temor, ya fío en tu cortesía, y ya temo tu rigor. Mas en mirando estas nubes me falta todo el valor, que hasta las nubes persiguen los que desdichados son. Sal a alumbrarme, sol, que se me anega el alma de dolor. Con estos y otros engaños (que así los quiero llamar) andaba don Alonso solicitando la tierna y descuidada corderilla, hasta cogerla para llevarla al matadero, no acordándose de que había traído al mismo a la hermosa doña Mencía, su hermana, y se le pasaron, en solicitudes amorosas, muchos días, que, como con ellas no granjeaba más favores de los ya dichos, andaba desesperado, de lo cual su amigo Marco Antonio había estado ignorante, hasta ya a los últimos días, que viéndole melancólico y desesperado, le dijo: —Cierto, don Alonso, que aunque pudiera quejarme de vuestra amistad, no teniéndola por muy segura, pues encubrís de mí vuestra pasión amorosa, dando lugar a que la sepa de otra parte y no de vuestra boca, no me quiero sentir agraviado de ello, antes compadecido de vuestra pena, me quiero ofrecer para el remedio de ella; que tengo por seguro no habrá en todo el reino de Nápoles quien mejor que yo os dé la prenda que deseáis. Mas he de menester saber qué intento es el vuestro en este galanteo de doña Ana de Añasco; porque si la pretendéis menos que para esposa, os certifico que perdéis tiempo, porque en doña Ana hay más partes de las que admiráis en su hermosura, pues demás de ser muy virtuosa y honesta, en calidad no os debe nada, porque su padre tuvo el hábito de Santiago por claro timbre de su nobleza. No es ella rica, que la fortuna hace esos desaciertos: a quien no las merece, da muchas prosperidades, negándoselas a los que con justa causa debían darse. De modo que, si la amáis para dama, os aconsejo os apartéis de esa locura, porque no sacaréis de ella, al cabo de muchos, más que habéis sacado hasta hoy. Y si la deseáis esposa, que lo cierto es que os merece tal, dejadme a mí el cargo, que antes de seis días la tendréis en vuestro poder. —No me tengáis, amigo Marco Antonio —respondió don Alonso—, por tan ignorante, que había de pretender a doña Ana para menos que mi esposa; que no ignoro que de otra suerte no he de ser admitido. Y si bien pudiera retirarme de este pensamiento la poca hacienda que tiene, que de todo estoy bien informado, no reparo en eso, aunque la condición avarienta de mi padre me pudiera dar temor, pues yo tengo bienes, gracias al Cielo, para los dos, y mi padre no tiene otro hijo sino a mí. Su hermosura y nobleza, junto con su virtud, es lo que yo en doña Ana estimo. Y así, perdiendo el enojo de no haberos dado parte de este amor desde el principio, os suplico, pues aseguráis que tenéis poder para ello, que me hagáis dueño de tal belleza, que con eso me juzgaré dichosísimo. Prometióselo Marco Antonio, y tomando la mano en ello, lo supo negociar tan bien, dándole a entender a don Fernando lo que granjeaba en tener por yerno a don Alonso, contándole cuán gran caballero y rico era don Alonso, que antes de un mes estaba desposado con doña Ana, tan contenta ella y su madre y abuelo con el venturoso acierto, que les parecía tenían toda la ventura del mundo por suya. Había poco que don Pedro había enviado a su hijo letras de cantidad, con que él puso su casa, que fue en la misma de don Fernando, eligiendo don Alonso para sí un cuarto enfrente del suyo, que no tenía más división que un corredor. Sacó galas a doña Ana, con que lucía más su hermosura, mostrando don Alonso el primer año en su alegría su acierto. A los nueve meses le dio el cielo un hijo, que llamaron como a su abuelo paterno, don Pedro, el cual, doña Ana, muy madre, quiso criar a sus pechos. Bien quisiera don Alonso que no supiera su padre que se había casado, temeroso de lo mal que lo había de recibir, y por no perder el socorro que todos los más ordinarios le enviaba; mas como nunca falta quien por meterse en duelos ajenos, haga más mal que bien, se lo escribieron a su padre, el cual, como lo supo, loco de enojo, le escribió una carta muy pesada, diciéndole en ella que ni se nombrase su hijo, ni le tuviese por padre, pues cuando entendió que le diera por nuera una gran señora de aquel reino, que engrandeciera su casa de calidad y riqueza, añadiendo renta a su renta, se había casado con una pobre mujer, que antes servía de afrenta a su linaje que de honor, y que si le tuviera presente, hiciera de él lo que él había hecho de su hermana; mas pues estaba tan contento con su bella esposa, que sin comer se podría pasar, o que lo ganase como quisiese, que no le pensaba enviar un maravedí, antes pensaba dar tan buen cabo de su hacienda, que cuando él muriese no hallase ni aun sombra de ella; que más quería jugarla a las pintas, que no que la gozase la señora doña Ana de Añasco. Mucho sintió don Alonso el enojo de su padre, y fue de modo que bastó a templarle el amor, de suerte que lo que hasta allí no le había sucedido, que era arrepentirse de haberse casado, en un instante le llegó el arrepentimiento, y se le empezó a sentir en el desagrado con que trataba a su esposa. No sabía doña Ana la causa de ver tal novedad en su esposo, y lloraba sus despegos bien lastimosamente; mas al fin lo supo, porque vencido don Alonso de sus importunaciones, le enseñó la carta de su padre; pues como se quitó la máscara y vio que ya doña Ana lo sabía, lo que antes eran despegos se convirtió en aborrecimiento. Le daba a cada paso en la cara con su pobreza, y más fue cuando, gastado el dinero que tenía, empezó a dar tras las galas de su esposa, vendiendo unas para el sustento y jugando otras. Vino a tal estado la miseria, que despidiendo las criadas, se humilló a servir su casa, si tal vez la criada de su madre la excusaba con acudir a servirla, y lo peor de todo era que muchos días no comiera, si no la socorrieran su madre y abuelo. Con estas cosas se remató don Alonso, de suerte que no había cosa más aborrecida de él que la hermosa dama, y de aborrecerla nació el desear verse sin ella, creyendo que así tornaría a la amistad y gracia de su padre, y luego con los buenos consejos de su amigo Marco Antonio, se resolvió a salir de todo de una vez, y concertando los dos cómo había de ser, lo dilataron hasta la partida del excelentísimo señor conde de Lemos, que ya se trataba su vuelta a España, quedando en su lugar, hasta que de Sicilia viniese el señor duque de Osuna, el señor don Francisco de Castro, conde de Castro y duque de Taurisano. ¡Ah, mozo mal aconsejado, y cómo la sangre de tu hermana clama contra ti y, no harto de ella, quieres verter la de tu inocente esposa! Llegóse el plazo, y más apriesa el que ha de ser más desgraciado, y como la embarcación había de ser de noche, fue don Alonso a su casa con su amigo, y díjole a doña Ana, que acababa de dormir a su niño y le había echado en la cama, que viniese y vería embarcar al virrey, que antes que el niño despertase se volverían. Parecióle a doña Ana que era nuevo favor, en medio de tantos disgustos como con ella tenía, y así, cerrando la puerta del cuarto, y echándose la llave en la manga, para cuando volviese no desasosegar a su madre ni abuelo, llegó a su cuarto, diciéndoles dejasen la puerta de la calle abierta, porque iba con don Alonso y Marco Antonio a ver embarcar al virrey, [y] se fue con ellos. Acabado doña Ana de salir, le dijo la criada a su madre: —¿Por qué, señora, deja vuestra señoría ir a mi señora doña Ana de noche fuera, no usándose en esta tierra salir así las señoras? A lo que respondió: —Amiga con su marido va. ¿Ahí qué hay que temer que nadie lo murmure? Con esto, habiéndose recogido, se acostaron, bien inocentes y descuidados del mal que había de suceder. Llegó doña Ana a la marina, acompañada de sus dos enemigos, y habiendo estado en ella hasta las diez, embarcado ya el virrey y partidas las galeras, aunque no todas, que algunas quedaban para la demás gente, ya que se quería volver a su casa con muy grandísimo cuidado de su niño, les rogó, a ella y a don Alonso, Marco Antonio llegasen a su posada a tomar un refresco, que aunque lo excusaron, doña Ana con su cuidado y don Alonso con su falsedad, como después se supo de él y Marco Antonio, lo hubo de aceptar. En fin, fueron, y llegando a ella, abriéndoles la puerta una criada de Marco Antonio, ya mujer mayor, se entraron a un jardinico, donde estaba puesta la mesa, y en ella una empanada y otras cosas. Sentáronse a ella, y repartiendo Marco Antonio, dio al ama su parte, y le dijo pusiese allí lo que era menester y se fuese a su aposento, y cenase y se acostase, que él cerraría la puerta y se llevaría la llave, para que cuando volviese de acompañar aquellos señores, pudiese entrar a acostarse. Hecho como él lo ordenó, y recogida el ama, estando la descuidada doña Ana comiendo de la empanada, fingiendo don Alonso levantarse por algo que le faltaba, se llegó por detrás, y con un cuchillón grande que él traía apercibido, y aquel día había hecho amolar, le dio en la garganta tan cruel golpe, que le derribó la cabeza sobre la misma mesa. Hecho el sacrificio, la echaron en un pozo que había en el mismo jardín, y el cuchillo con ella, y tomando la cabeza, se salieron, y cerrando la puerta, echaron la llave por debajo. Se fueron a la marina, y en una cueva que estaba en ella, haciendo un hoyo, la metieron, y al punto se embarcaron en una galera que iba apriesa, en seguimiento del virrey. (Vayan, que la justicia de Dios va tras ellos.) Como pasó la media noche, el niño que doña Ana había dejado dormido, despertó, que ya tenía un año, y como se halló sin el abrigo y cariño de su madre, empezó a llorar, a cuyo llanto despertó su abuela; mas, no pudiéndose persuadir que su madre no estaba ya con él, juzgando que el sueño la tenía rendida, decía entre sí: «¡Válgame Dios, tan dormida está doña Ana, que no siente llorar su hijo!» Calló el niño un rato, con lo que la buena señora se volvió a dormir, y cuando empezó a amanecer, despertó bien alborotada a los gritos que el niño daba, y levantándose, se vistió y salió a ver qué era la causa de estar su nieto tan sin sosiego. Mas como llamando muy recio, no le respondieron, casi sospechando el mal sucedido, llamando a don Fernando y a un criado, abrieron la puerta y entraron, que como no hallasen más que el angelito sólo, no sintiendo bien del caso, la señora tomó el nieto, y llamando una vecina, que le diese de mamar, le aquietó y adormeció. En tanto, se vistió don Fernando, saliendo fuera para hacer diligencia por saber de don Alonso; mas todos decían no haberle visto. En tanto que esto pasaba en casa de doña Ana, en la de Marco Antonio había otra tragedia, y fue que el ama se levantó, y como fuese adonde su amo dormía, mas aunque no le halló, no hizo novedad de ello, porque otras veces se quedaba fuera; mas hízola cuando salió al jardín y vio la mesa puesta, toda llena de sangre, y también la silla en que se había sentado aquella mujer, que si bien conocía a don Alonso, por ser amigo de su amo, no sabía que fuese casado, ni conocía a su esposa, y no bien contenta de ver tales señales, quitó la mesa, y saliendo fuera halló la llave. En fin, tomó un caldero, y empezó a entrarle en el pozo para sacar agua para regar la casa. Aún no había entrado la mitad de la soga, cuando el caldero se detuvo en el mal logrado cuerpo, que se había quedado atravesado en lo angosto del pozo y no había llegado al agua. Porfiando, pues, para que entrase, y siendo imposible, sacóle fuera y encendió un candil, y le ató en la soga, y como le bajó, miró qué era lo que no dejaba pasar el caldero; bien medrosa vio el bulto, que aunque le pareció de persona, no pudo apercibir quién fuese. Con grandísimo susto, soltó la soga y fue corriendo a la calle, dando descompasados gritos, a los cuales acudió la vecindad y la gente que pasaba, y buscando quien bajase abajo, sacaron el triste cuerpo sin cabeza. Tenía vestido un faldellín francés con su justillo de damasco verde, con pasamanos de plata, que como era verano, no había salido con otro arreo, y un rebociño negro que llevaba cubierto, unas medias de seda nacarada, con el zapatillo negro que apenas era de seis puntos. Conoció el ama, por los vestidos, era la mujer que había visto cenar con su amo y don Alonso, mas no supo decir quién era. Avisaron a la justicia, que, venida, prendieron a la ama hasta hallar más noticia del caso, y secrestando los bienes de Marco Antonio, que no debían de ser muchos, llevaron el cuerpo a la plaza de Palacio, para ver si había alguno que le conociese, habiendo mirado primero en el pozo si estaba la cabeza, mas no hallaron más del cuchillo. Llegados con el cuerpo de doña Ana a la dicha plaza, y poniéndole en medio de ella, en unas andas, acudieron todos los soldados a ver el cuerpo, y entre los demás, don Fernando de Añasco, que al punto conoció a su nieta, y dando una gran voz dijo: —¡Ay, hija mía, y cómo ha mucho días que me decía el corazón este desastrado suceso, y no le quería creer! Hízolo llevar a su casa, donde no hay que decir cómo le recibiría su madre. Los oyentes lo juzguen, que yo no me atrevo a contarlo. Fuese a pedir justicia el virrey, el cual, lastimado de sus lágrimas, despachó tras las galeras en un barcón grande, una escuadra de soldados, y por cabo al sargento don Antonio de Lerma, con cartas pidiendo al marqués de Santa Cruz, como general de las galeras, los reos, si bien esto no pudo ser tan breve que no pasaron cinco o seis días, en los cuales se hicieron diligencias buscando la cabeza de doña Ana, mas no pareció. Al fin, dieron al cuerpo, sin ella, sepultura, dejando en su abuelo, madre y hermanas gran dolor de su muerte, y aun en cuantos la conocían. Partidos los soldados, y con ellos un sobrino de don Fernando, por priesa que dieron en la navegación, no alcanzaron las galeras hasta Génova, donde, cuando llegaron, había sucedido un caso en que se vio que ya Dios, ofendido y cansado de aguardar tan enormes delitos, como don Alonso cometía, para que pagase con su sangre culpada la inocente que había derramado en las muertes de su hermana y esposa; y fue que, habiendo dado fondo las galeras en el puerto, salieron de ellas todos o los más que iban embarcados, por descansar en tierra de las fatigas de la mar, sabiendo que habían de estar allí tres o cuatro días, y con los demás, don Alonso y su mal amigo Marco Antonio. Llegaron a comprar unas medias de seda en casa de un mercader, y habiéndoles sacado el dicho una caja en que había muchos pares de todas colores, para que escogiesen, don Alonso, persuadido del demonio, o que Dios lo permitió así, escondió unas azules y el amigo otras leonadas, que como el mercader las echó menos, apellidándolos ladrones, llamando amigos y criados, asió de ellos, sacándoselas a vista de todos, y no contento con esto, llamó la justicia, que los llevó a la cárcel, haciéndoles causa de ladrones. Y si bien don Alonso y Marco Antonio se defendieran y no se dejaran prender, no llevaban armas, que en Génova no las trae ninguno, ni dejan pasar a nadie en la puerta con ellas, y así, habían dejado las suyas donde las dejaban los demás, sin valerles el ser soldados. Y así, los llevaron a la cárcel, donde estaban cuando llegaron los que iban por ellos, y dando las cartas al marqués de Santa Cruz, mandó se buscasen y los entregasen a quien venía por ellos, que siendo buscados en la cárcel, los sacaron y entregaron, y volvieron con ellos a Nápoles, y apenas les tomaron la confesión, cuando dijeron lo que sabían y más de lo que les preguntaron, diciendo don Alonso que ya era tiempo de pagar con la vida, no sólo la muerte de su esposa, mas también la de su hermana, y que así había permitido Dios que hiciese en Génova aquel delito, para que pagase lo uno y lo otro; mas que no le perdonase Dios si él tuviera ánimo para matar a doña Ana, si Marco Antonio, su amigo, no le persuadiera a ello, diciéndole que con eso quitaría el enojo a su padre, y que él le había dado el modo y dispuesto el caso. Y que haberse dejado vencer de su consejo era permisión divina, para que pagase por lo uno y lo otro. Dijo más, que había más de dos meses que, apenas se dormía, cuando le parecía ver a su hermana que le amenazaba con un cuchillo. Sentenciáronle a degollar, y a Marco Antonio, ahorcar, y otro día salieron a morir. Iba don Alonso, cuando salió, ya tan desmayado, que casi no se podía tener en la mula, y fue fuerza que se pusiese cerca quien le tuviese. Y viéndole así Marco Antonio, dando una voz grande, le dijo: —¿Qué es esto, señor don Alonso: tuvisteis ánimo para matar, y no le tenéis para morir? A lo que respondió don Alonso: —¡Ay, Marco Antonio, y como que si supiera qué era morir, no matara! En llegando el cadalso, pidió por merced a la justicia se suspendiese la ejecución de su muerte por un poco de tiempo, y diciendo dónde estaba la cabeza de doña Ana enterrada, suplicó que fuesen por ella, como se hizo, sacándola tan fresca y hermosa como si no hubiera seis meses que estaba debajo de tierra. Lleváronsela, y tomándola en la mano, llorando, dijo: —Ya, doña Ana, pago con una vida culpada la que te quité sin culpa. No te puedo dar más satisfacción de la que te doy. Y diciendo esto, se quedó desmayado, en que se conoció que no la quería mal, sino que los despegos de su padre y consejos de Marco Antonio fueron causa de que la quitase la vida. En fin, don Alonso satisfizo con una muerte dos muertes, y con una vida dos vidas. Murió también Marco Antonio tan desahogadamente (si se puede decir de quien moría ahorcado), que como estaba en la plaza y no entendió qué había pedido don Alonso, cuando mandó ir por la cabeza de doña Ana, preguntó que a qué se aguardaba, y diciéndoselo, respondió: —Buen despacho tiene mi amigo. Ya no falta sino que envíe también por la de su hermana a Jaén. Acabemos, señores, que no tengo condición para aguardar, y hasta morir quiero que sea sin dilación. Fueron estas nuevas a Sevilla, a su padre, y cuando llegaron las cartas, estaba jugando con otros amigos, y acabando de leerlas, tomó los naipes, y barajándolos, dio cartas a los demás, y las tomó para sí; y poniéndose muy despacio a brujulearlas, dijo: —Más quiero tener un hijo degollado que mal casado. Y se volvió a jugar, como si tales nuevas no hubiera tenido. Mas Dios, que no se sirve de soberbios, le envió el castigo de su crueldad, pues antes de un mes, una mañana, entrando los criados a darle de vestir, le hallaron en la cama muerto, dejando una muy gruesa hacienda, ¿a quién sino al nieto cuya madre tanto aborreció? Que, como los criados le vieron muerto, dando cuenta a la justicia, que puso la hacienda en administración, sabiendo cómo tenía aquel nieto, se avisó la muerte de don Pedro a don Fernando, y, sabida, él, su nuera con el niño, dejando a Italia, se vinieron a Sevilla, donde hoy, a lo que entiendo, vive, y será don Pedro Portocarrero y Añasco, de algunos veinte y ocho años. Caso tan verdadero es éste, que hay muchos que le vieron, de la suerte que le he contado. Acabando doña Francisca su desengaño, no se moralizó sobre él, por ser muy tarde. Sonó la música, y levantándose Lisis, lo hicieron así los demás. Y pasándose todos a otra sala, tan bien aderezada como la que desocuparon, se sentaron a las mesas, que estaban puestas con ricos y ostentosos aparadores, donde fueron servidos de una suntuosa y sazonada cena. Porque como otro día, después de referir los dos desengaños que faltaban, se había de celebrar el desposorio de Lisis y don Diego, de industria, por si faltaba lugar, les hizo esta noche la bien entendida Lisis el banquete, como quien sabía que otro día no habría tiempo. Mientras duró la cena, las damas y caballeros tuvieron sobre su opinión diversas y sabias disputas. Si bien los caballeros, o rendidos a la verdad, o agradecidos a la cortesía, dieron el voto por las damas, confesando haber habido y haber muchas mujeres buenas, y que han padecido y padecen inocentes en la crueldad de los engaños de los hombres. Y que la opinión común y vulgar, por lega y descortés, no era justo guardarla los que son nobles, honorosos y bien entendidos, pues no lo es, ni lo puede ser, el que no hace estimación de las mujeres. Viendo que era hora de irse a reposar, la hermosa doña Isabel dio fin a la fiesta de la segunda noche cantando sola este romance: Parece, amor, que me has dado a beber algún hechizo, con que de mi libertad vencedor triunfante has sido. ¿En que te ofendió, tirano, la paz en que mis sentidos jamás sujetos a penas, sin prisiones han vivido? Apenas ya me conozco; diferente soy que he sido; por los imposibles muero, y a ellos me sacrifico. Deseando estoy el día, y cuando el día ha venido, a solo aguardar la noche esos deseos aplico. Ya de los gustos me canso, ya por las penas suspiro, porque pienso que en penar nuevos méritos consigo. No vivo con esperanza, cuando a temores me rindo; que es muy cierto en el amor ser cobarde como niño. Ajenas prendas me quitan con deseos el juicio, y antes de tener el bien, le lloro ya por perdido. Mares de lágrimas vierto, y sin saber cómo ha sido me veo vivir sin alma, que es otro nuevo prodigio. No he visto lo que idolatro, y rendimientos publico, que es deidad que no se ve sino por fe en el sentido. No quise ver lo que adoro, y adoro lo que no he visto; porque amar lo que se goza comodidad la imagino. Yo me quité la ventura, y lloro haberla perdido; mi voluntad es enigma, mi deseo, un laberinto. El cautiverio apetezco, de la libertad me privo, y negándome a las dichas, ya por las dichas suspiro. No conozco lo que amo y pudo ser conocido, y de todas mis fuerzas, ésta la mayor ha sido. Temí perder, si me viera; no viéndole, le he perdido, y si de pérdida estoy, mejor es no haberle visto. ¡Ay tesoro perdido!, grande debes de ser, pues ya te estimo. Mas ¡ay! que si le viera, también pudiera ser que le perdiera. Y para no perderle, cuando se estima el bien, es bien no verle. Mas, ¡ay de mí! que de una y otra suerte, el remedio que espero es en la muerte. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
La burlada Aminta
Cuento
A los últimos dejos del estribillo se levantó la hermosa Nise de su asiento, y haciendo una cortés reverencia, se pasó al del desengaño, y con mucho donaire y despejo dijo: —Por decreto de la hermosa y discreta Lisis, me toca esta noche el tercero desengaño. Y aunque pudiera esta audiencia cerrarse con los referidos, pues son bastantes para que las damas de estos tiempos estemos prevenidas, con el ejemplo de las pasadas, a guardarnos de no caer en las desdichas que ellas cayeron, por dejarse vender de los engaños disfrazados en amor de los hombres, por que no me tengáis por alguna de las engañadas, que si mi corto entendimiento me ayuda, espero no serlo; aunque mi desengaño no sea de tanta erudición como los referidos, ocupo este lugar, advirtiendo que, supuesto que la hermosa Lisis manda que sean casos verdaderos los que se digan, si acaso pareciere que los desengaños aquí referidos, y los que faltan, los habéis oído en otras partes, será haberle contado quien, como yo y las demás desengañadoras, lo supo por mayor, mas no con las circunstancias que aquí van hermoseados, y no sacados de una parte a otra, como hubo algún lego o envidioso que lo dijo de la primera parte de nuestro sarao. Diferente cosa es novelar sólo con la inventiva un caso que ni fue, ni pudo ser, y ése no sirve de desengaño, sino de entretenimiento, a contar un caso verdadero, que no sólo sirva de entretener, sino de avisar. Y como nuestra intención no es de sólo divertir, sino de aconsejar a las mujeres que miren por su opinión y teman con tantas libertades como el día de hoy profesan, no les suceda lo que a las que han oído y oirán les ha sucedido, y también por defenderlas, que han dado los hombres en una opinión, por no decir flaqueza, en ser contra ellas, hablando y escribiendo como si en todo tiempo no hubiera habido de todo, buenas mujeres y buenos hombres, y, al contrario, malas y malos, que se verá un libro y se oirá una comedia y no hallarán en él ni en ella una mujer inocente, ni un hombre falso. Toda la carga de las culpas es al sexo femenil, como si no fuese mayor la del hombre, supuesto que ellos quieren ser la perfección de la naturaleza. Luego, mayor delito será el que hiciese el perfecto que el imperfecto; más pesada es la necedad del discreto que del necio; y así, es bien se sepa que, como hay mujeres livianas, hay hombres mudables, y como interesadas, engañosos, y como libres, crueles, y si se mira bien, la culpa de las mujeres la causan los hombres. Caballero que solicitas la doncella, déjala, no la inquietes, y verás cómo ella, aunque no sea más de por vergüenza y recato, no te buscará a ti. Y el que busca y desasosiega la casada, no lo haga, y verá cómo, cuando no la obligue la honestidad, el respeto y temor de su marido, la hará que no te solicite ni busque. Y el que inquieta a la viuda, no lo haga, que no será ella tan atrevida que aventure su recato, ni te busque, ni pretenda. Y si las buscas y las solicitas y las haces caer, ya con ruegos, ya con regalos, ya con dádivas, no digas mal de ellas, pues tú tuviste la culpa de que ellas caigan en ella. Esto es en cuanto a las mujeres de honor; que las que tratan de vivir con libertad, ¿qué quieres sacar de ellas sino lo que pretendes, que es entretenerte y ella quitarte tus dineros, que para eso te admite? Y pues ya lo sabes, ¿para qué las culpas que hacen su hacienda y destruyen la tuya, y luego te quejas que te engañan?, que vosotros os queréis engañar. La causa yo la diré. Encuentras una mujer en la calle; dícesle cuatro palabras: óyelas sin averiguar si tú las dices de veras o burlando; píntasete honrada y que no la ve el sol; créeslo, necio; convídasla con tu posada; acepta, va a ella. Pues le gozas ignorante, ¿por qué de una mujer que se te rindió luego, crees que en apartándose de ti no hará lo mismo con otro? Y si piensas diferente, tú eres el que te engañas, que ella, con su misma facilidad, te avisa. ¿Pues para qué te quejas de ella ni la ultrajas?, que ella hace su oficio. Si te ruega y busca, no la admitas, que su misma deshonestidad te avisa que no eres tú el primero. Y si te agradó, la sigues, no te quejes de nadie, pues sabes que cada uno ha de hacer como quien es. ¿Ves cómo no tienen la culpa las mujeres, sino los hombres, en quien ha de estar la cordura, el buen lenguaje, la modestia y el entendimiento, y no se hallarán ya estas virtudes, sino todo al contrario? ¡Ay, qué de buenas hubiera si los hombres las dejaran! Mas ellos hablan, y ellas escuchan, y de mentiras bien alhajadas, ¿quién no se deja vencer? Y más si, convertida la pretensión en tema, se las está diciendo a todas horas. Esto baste, y pluviera a Dios bastara para enmienda. Y porque se vea que, si Camila perdió con su esposo por callar las pretensiones de don Juan, en el engaño que ahora diré no le sirvió a otra dama para asegurar su crédito con su marido avisarle de las pretensiones de otro don Juan, aunque el cielo abonó su causa. Y con estas prevenciones dichas, prosigo de esta suerte: En la ciudad de Palermo, en el reino de Sicilia, hubo en tiempos pasados dos caballeros nobles, ricos, galanes, discretos y, sobre todo, para que fuesen estas gracias de naturaleza y fortuna más lucidas, eran hijos de españoles, que habiendo sus padres pasado a aquel reino a ejercer cargos que su rey les encomendó, se casaron y avecindaron allí, como sucede cada día a los españoles que allá pasan. Eran, sobre lo dicho, don Juan y don Pedro (que éstos son sus propios nombres) tan grandes amigos, por haberse desde niños criado juntos, mediante el amistad de los padres, que en diciendo «los dos amigos», ya se conocía que eran don Pedro y don Juan. Juntos paseaban, de una misma forma vestían, y en no estando don Pedro en su casa, le hallaban en la de don Juan, y si faltaba éste de la suya, era seguro que estaría en la de don Pedro, porque un instante no se hallaban divididos, aunque vivían en casas distintas, todo lo más del tiempo estaban juntos. Sucedió, pues, en medio de este extremo de amistad, tratar a don Pedro un casamiento con una rica y principal señora de la ciudad, con tanto extremo de hermosura, que ninguno la nombraba que no fuese con el aplauso de la bella Roseleta, que éste era su nombre. Efectuóse el casamiento, porque fuese esta señora como bella desgraciada, que por la mayor parte se apetece lo mismo que viene a ser cuchillo de nuestras vidas. Y aunque don Juan se halló a las bodas de su amigo, que se celebraron con mucha fiesta y aparato, no debió de mirar la belleza, gracia y donaire de Roseleta, y si la miró, fue como a mujer de su amigo, freno que si le durara el tenerle, fuera tenido por verdadero. Ya casado don Pedro, y en su casa su esposa, don Juan, como acordó, no por temor de sí, que hasta entonces no había ni aun imaginado cupiera en él la menor ofensa de don Pedro, sino por excusar murmuraciones (que esto es lo que ha de mirar la verdadera amistad), considerando no parecería bien asistir tanto como solía a la casa de don Pedro, excusaba cuanto podía ir a ella; y como don Pedro, tan recién casado y con tan linda dama, enamorado como amante y cuidadoso como marido, asistiendo a su esposa, no podía ir tan a menudo como antes a la casa de su amigo, y él no venía sino de tarde en tarde a la suya, sentíalo ternísimamente, y con este sentimiento, la vez que veía a don Juan, le daba sentidas quejas, diciéndole que si entendiera que por casarse le había de perder, aunque los méritos de su esposa eran tantos, lo hubieran excusado; y con esto le rogaba mudase de propósito, acudiendo a su casa de la misma suerte que antes, que él estaba cierto que Roseleta tendría con él el mismo gusto que conocía que él tenía. Con palabras cuerdas y afables se excusó don Juan muchas veces de la petición de su amigo; mas, viendo era imposible el reportarle, hubo de conceder en darle gusto, entrando en casa de don Pedro con la familiaridad que antes, comiendo y cenando los más días con él y su esposa, la cual, viendo lo mucho que su marido amaba a don Juan, le recibía con un honesto agrado. Ya he dicho que don Juan no había mirado a la bella Roseleta, aunque se halló a sus bodas. Y aquí se conoce que una cosa es mirar y otra ver. Viola don Juan en estas ocasiones, y admiró en ella una tan sin igual belleza, que sin querer llevaba y atraía la vista de cuantos la miraban, y juzgó a don Pedro por el hombre más dichoso del mundo. De aquí le nació una envidia de no haber él merecido tal prenda, no faltando en él partes para haberla alcanzado, y de todo esto enamorarse de todo punto de la mujer de su amigo, tan loco y perdido, que aunque se quería retener de mirarla y desearla, no le era posible, que en llegando a mirar una mujer humana con asomos de divinidad, quedaba otra vez perdido; pues que si contemplaba debajo de una honesta gravedad tal donaire y gracia, mezclado con un divino entendimiento, no sólo aventuraba a perder sus honrados designios, mas la misma vida. De suerte estaba don Juan que, por más que lo intentaba, no podía enfrenar con el freno de la razón el desenfrenado caballo de su voluntad. Con grandes desasosiegos se hallaba el triste caballero, y en viéndose a solas, él mismo se reprendía, diciendo: «¿Qué es esto, traidor don Juan? ¿Qué viles pensamientos son éstos? ¿Qué enemigo mortal de mi amigo don Pedro los tuviera? ¿O de quién supieras tú que intentaba el agravio de tu amigo que no le hicieras pedazos? ¿Pues qué dirá de ti el mundo, si llegase a saberlo, sino, o que no eres de sangre noble, o has perdido el juicio? ¡Oh, amigo don Pedro, y qué engañado vives en el amor que tienes a este desleal amigo, que ha dado lugar a tan viles y infames pensamientos! Mejor fuera decírtelo, para que tomaras venganza de tan desleal y traidor amigo. ¡Ay, Roseleta, nunca mis desdichados ojos vieran tu más que celestial hermosura, acompañada de tan innumerables gracias! ¡Oh, si nacieras fea! ¡Oh, si no fueras mujer de don Pedro! No, no me ha de vencer tu hermosura; viva el honor de mi amigo, y muera yo, pues fui tan liviano, que he tenido tan ruines deseos.» Con este propósito se determinaba a no amar a Roseleta. Mas, ¿qué servía? Que, en volviéndola a ver, toda su fortaleza daba en tierra, y rindiendo con ella sus potencias, lo ponía todo a los pies de Roseleta. Con estos combates andaba tan triste y divertido, que si comía, se le olvidaba el bocado desde la mano a la boca, y si le hablaban, parecía que no entendía o respondía a despropósito. Notaba don Pedro la tristeza de su amigo; a solas, y delante de su esposa, le preguntaba la causa de su tristeza; mas él se excusaba con decir que él mismo la ignoraba. Muchos días pasó don Juan con estas imaginaciones, ya perdiéndose, y ya volviéndose a cobrar; hasta que, rendido a ellas, cayó en la cama de una peligrosa enfermedad, en que llegó muy al cabo, asistiéndole don Pedro y visitándole algunas veces Roseleta. En fin, ya con salud, y volviendo a la casa de su amigo como antes, resuelto, aunque aventurase cuanto había y el honor, que era lo más, a decir a Roseleta su amor en hallando ocasión. Y vínole a propósito que un día, comiendo con don Pedro y su esposa, estando tan triste y divertido como siempre, le dijo don Pedro: —Cierto, amigo don Juan, que puedo estar verdaderamente quejoso y agraviado de vuestra amistad, pues no se compadece tenerla los dos desde nuestra primera edad, como todos saben, y que me celéis la causa de vuestra tristeza, haciéndome sospechar muchas cosas de ella que agravian vuestra calidad y la mía. Porque ¿qué cosa os puede obligar a estar, como os veo y he visto, en términos de perder la vida, que no se pueda comunicar conmigo, aunque fuera contra vuestro honor? Por Dios os pido que me saquéis de esta confusión. Que viendo don Juan que de callar podía imaginar alguna cosa, y también por empezar a poner la primera piedra en el cimiento de su pretensión, le dijo: —Cierto, amigo don Pedro, que el haberme recatado de haberos dicho mi pena, ni ha sido falta de voluntad, ni menos el tener por sospechosa vuestra amistad, sino de vergüenza de que ninguno sepa de mí mi flaqueza, que es bien grande el que yo me haya rendido a un pensamiento que me cueste lo que veis y habéis visto. Y así, para sacaros de este cuidado, con licencia de vuestra esposa, os la diré. Sabed que desde que vi la hermosura de Angeliana, una dama de esta ciudad a quien pienso que conocéis, estoy de la manera que veis, porque es tanta su severidad y desvío para conmigo, que aunque he procurado que sepa mi pasión, no la ha querido oír, ni recibir papel ni recado de mi parte, y esto me trae tan triste y desesperado, que si no es quitarme la vida, no me queda otra cosa. Ésta es la ocasión, y no otra ninguna; ved si hacía bien en callarla, pues es vileza que el corazón de un hombre se rinda a una mujer con tanto extremo que le ponga en el que yo me veo. No era así como don Juan decía, que a esta ocasión había ya gozado a Angeliana con palabra de esposo, si bien desde que vio a Roseleta se le había entibiado la voluntad. Consolaban don Pedro y su esposa a don Juan, lastimados de su pena, aconsejándole que pues Angeliana era de la calidad que todos sabían, y no tenía padres, que la pidiese por esposa a sus deudos, que todos estimarían tenerle por tal. A esto respondió don Juan que era lo cierto lo que le aconsejaban; mas que, aunque la quería ternísimamente, que no tenía voluntad de casarse hasta que entrase en más edad. De esta manera pasó más de dos meses, sin tener lugar de declarar a Roseleta su amor si no era con los ojos y ansiosos suspiros, que ella no atendía, ni creía que fuesen sino por Angeliana. Hasta que un día, estando comiendo con Roseleta y don Pedro, le vino a buscar un caballero con quien había de averiguar unas cuentas, y porque no entrase dentro, donde estaban comiendo él y su esposa con don Juan, se levantó de la mesa y salió fuera; que viendo don Juan tan buena ocasión, no la quiso perder. Como su amorosa voluntad estaba ya resuelta y determinada, temblándole la voz y con un suspiro que parecía rendir entre él el alma, le dijo: —¡Ay, hermosa Roseleta, y qué desdichado y dichoso fue el día en que te conocí y vi tu alzada hermosura; dichoso, por haber gozado mis ojos de tu celestial vista, y desdichado en contemplarte ajena, pues quedé privado del bien de merecerte! No es Angeliana la causa de mi tristeza, sino tú, hermosa señora, que eres el ángel en que idolatra mi voluntad. No te digo esto por que me des remedio, que morir por ti es mi apetecida vida, y amando pienso llegar al fin de ella, sino para que si me ves triste, tú eres la causa, y no Angeliana, que así me favorecieras tú como ella me favorece, y por ti no la estimo. Más pudiera decir don Juan, y aun piense que se alargara a más su atrevimiento, porque Roseleta estaba fuera de su sentido de enojo, si a este tiempo no entrara don Pedro, y estorbó que don Juan fuera más atrevido, y Roseleta se cobrara de su turbación, para que llevara la respuesta como merecía su atrevimiento. Acabóse la comida, y Roseleta se retiró, rabiando de cólera, y don Pedro y su amigo se salieron a pasear, don Juan bien contento por haber declarado su amor a la dama. Muchos días pasaron que no pudo don Juan tornar a decir más palabras a la dama, porque ella se recataba tanto y huía de no darle más atrevimiento, que ya le pesaba de haberle tenido, por no perder su vista; porque Roseleta, muchas veces, por no salir a comer con don Juan, fingía repentinos accidentes, y otras que no podía excusar, no alzaba los ojos a mirarle. Y un día que ya todos tres habían acabado de comer y estaban sobre mesa platicando, no habiendo podido Roseleta excusar el no hallarse presente, don Pedro preguntó a don Juan cómo le iba con los amores de Angeliana. —Muy mal —dijo don Juan—, pues porque los días pasados tuve lugar de intimarle mi pasión y los desvelos que me cuesta su hermosura, se me ha negado de suerte que apenas se deja ver, y si la veo, es con un ceño con que me quita la vida, a cuyos enfados le he hecho unos versos que, si gustáis, os los quiero leer. —Mucho gusto me haréis —dijo don Pedro. Aunque a Roseleta le pesó, como quien ya sabía a quien dirigía don Juan todas aquellas cosas, y si no fuera por su esposo, se levantara y se fuera. Y sacando don Juan el papel, leyó que decía así: Si es imposible vivir, amado dueño, sin vos, que pida al tiempo que vuele, no será muy grande error. La gloria que tengo en veros, de que al amor gracias doy, en faltando vos, es pena, porque vos mi gloria sois. Si sin el sol no vivimos, y vos, mi bien, sois el sol, fuerza es que sin vos no viva; mirad vuestra obligación. No por interés que tiene el sol de nuestro favor acude a darnos la vida; ésta es sabida cuestión. Sabe que necesitamos, así el Cielo lo ordenó, de que dé aliento a la vida con su luz y su calor. Pues si el sol hace este efecto, y sin vos muriendo estoy, no por vos, sino por mí, dad remedio a mi pasión. Fáltame la confianza, mis méritos pocos son; así como yo sé amaros, supiera si amado soy. A estos ojos que os adoran no les cercenéis, por Dios, el bien que en veros reciben, que es darles mortal dolor. No soy mío, bella ingrata, vuestro soy. Si ingrata sois, muy presto veréis mi vida perdida por tal rigor. ¿Quién podrá, si os escondéis, sufrir el estar sin vos? Ojos, llorad, pues sois nubes, y se os ha escondido el sol. Si en otro oriente salís y yo me quedo sin vos, noche seré de Noruega, pues vuestra luz me faltó. En teniéndote ausente, muerto soy, la vida se me acaba, ¡ay, qué rigor! Alabó don Pedro el romance. Y no me espanto, que era tan apasionado de las cosas de don Juan, su amigo, que aunque fuera peor, le parecería bien. Mas su esposa, que desde que le empezó a decir estaba reprimiendo la cólera, porque vio al blanco que tiraba, y con ella dejaba y tomaba su rostro mil alejandrinas rosas, con semblante risueño y altivo, le dijo: —Cierto, señor don Juan, que ya vuestro amor deja de serlo, y toca en locura o temeridad. Si conocéis que esa dama no gusta de que la améis, o por su honestidad, o porque no se agrada de vuestras pretensiones, porque no le están bien a su honor, que es lo más cierto, pues no porque una mujer sepa que un hombre la ama, si es en menoscabo de su opinión, está obligada a amarle, ya os pudiérades cansar de querer vencer un imposible; sino que los hombres empiezan amando, y acaban venciendo, y salen despreciando. Porque en viendo que una mujer se les resiste, ya no por amarla, sino por vencerla, trocando el amor en tema, perseveran para vengarse de los desprecios que le ha hecho, y quieren que una mujer, aunque no quiera, los quiera, y no sé qué ley hay que si la tal es cuerda y tiene honra, se aborrezca a sí por querer a otro, y más si sabe que el tal amor no es para darle honor, sino para quitársele. Si no os quiere, dejalda, y amad a otra, que os amará y os costará menos cuidados, y os excusaréis de riesgos. Que de mí digo, que si entendiera que había en ningún hombre atrevimiento para poner en mí el pensamiento, que es pensamiento a mirarme con ojos de quitarme la opinión, si diciéndoselo a mi esposo no le quitara la vida, lo hiciera yo por mis manos. No sintió bien don Juan de la reprensión que Roseleta le dio, porque con ella le amenazaba. Mas don Pedro rió mucho el enojo de su esposa por volver por Angeliana, y llevando a don Juan consigo, se salió de casa muy descontento don Juan del desdén de su dama. Mas no por eso se apartó de su pretensión; antes, mientras más imposible la miraba, más se perdía, y se determinó a no dejar de amar y porfiar hasta vencer o morir. Y con esta bien desleal intención para lo que debía a la verdadera amistad de su amigo, y así, sin temer ponerse al riesgo que Roseleta le había intimado, la escribió en diferentes ocasiones cuatro papeles, que hizo que llegasen a sus manos por cautela y con apoyo de una criada; mas de ninguno tuvo respuesta, ni aun pudo saber de la tercera, que con engaño se los daba, si los había leído. Hasta que al quinto, Roseleta, después de haber reñido a la criada su atrevimiento, le envió a decir con ella misma que se quitase de tal locura, porque si pasaba adelante su infame pretensión, se lo diría a su esposo. No temió don Juan el amenaza de la dama, por parecerle imposible que ninguna mujer tuviese atrevimiento de dar parte a su marido de caso semejante, por lo que podría perder con él, supuesto que le advertía del daño a que estaba puesta, y de la quietud que debe tener un casado, en razón de la confianza que es justo tener y le despertaba a celoso, enfermedad en el casado muy peligrosa, y así, pensó que no lo haría, aunque lo proponía, pues era más porque se excusase de molestarla, y con esto le envió el sexto papel, que decía así: ¡Qué poco siente mis penas tu corazón de diamante; qué ingrata miras mi amor, poco te obligan mis males! Un volcán tengo en el pecho; pero como el tuyo es Alpe huye el fuego de la nieve, y en mí muere como nace. ¡Quién pensara que mi amor, en guerras tan desiguales, como es mi fuego y tu hielo, no hubiera muerto cobarde! ¿Quién le ve escapar rendido de ingratitudes tan grandes, que piense que ha de volver otra vez a aventurarse? Si no soy yo, bella ingrata, que soy quien su fuerza sabe, y conozco que si huye, es para más animarse. No porque jamás se aparta de quererte y adorarte, que antes faltará la vida que en mí aquesta fe me falte. Temblando a tus ojos llego, que amor tiene tretas tales: en las burlas, atrevido; temeroso en las verdades. Quien ama, cobarde estima; que el mismo amor al amante el atrevimiento acorta y la soberbia deshace. Cuando te hablo en mi pecho, mil cosas digo a tu imagen, que, a escucharlas, bella ingrata, fuerza es que las estimases. Triste estoy, mil penas siento, todas de tu rigor nacen, aunque digas que mi amor intenta temeridades. Pónesme pena de muerte; mas ¡qué importa que me mates!, pues morir a causa tuya muerte es que pueda envidiarse. Es tanto lo que te quiero, que amaré lo que tú ames; estimaré lo que estimas, sólo porque tú lo mandes. Alguna secreta causa, que el alma profeta sabe (que en adivinar desdichas no hay sabio que más alcance), señora mía, me obliga amargamente a quejarme; quiera el Cielo que ella mienta, quiera el amor que me engañe. Si mi pena no te obliga, bien sabes tú lo que haces; no merezco más favor, pues no te animas a darle. Sabe Dios, si como Él sólo se obliga de voluntades, te obligaras de la mía, conociendo lo que vale. Que aunque cruel me maltratas, tú vinieras a obligarte de la vida que aborreces, y acabaran tus crueldades. ¡Ay de mí!, ¿cómo diré mi amor? Mas mi lengua calle; que si no le has de pagar, más justo será ignorarle. Fue tan grande el enojo que Roseleta recibió con este último papel, que sin mirar riesgos, ni temer peligros, con una crueldad de basilisco, tomando éste y los demás que tenía guardados, se fue a su marido, y poniéndoselos todos en las manos le dijo: —Para que veáis el amigo que tenéis y de quien os fiáis y traéis a vuestra casa: vuestro amigo don Juan trata de quitaros la honra, solicitando, con las muestras que en él habéis visto, vuestra mujer. Y advertid que la Angeliana por quien publica desvelos soy yo, y a mí es a quien dirige todas sus palabras y versos; que si le dije el otro día lo que delante de vos pasó, fue por reñirle sus atrevimientos. Y ni esto, ni amenazarle que os lo diría, me ha servido de nada, pues se ha atrevido a escribirme tan descaradamente como en ellos veréis. Ahora, ved qué remedio se ha de poner, porque yo no hallo otro sino quitarle la vida. Yo he cumplido con lo que me toca; ahora cumplid con lo que os conviene a vos. En el discurso de este desengaño veréis, señoras, cómo a las que nacieron desgraciadas nada les quita de que no lo sean hasta el fin; pues si Camila murió por no haber notificado a su esposo las pretensiones de don Juan, Roseleta, por avisar al suyo de los atrevimientos y desvelos de su amante, no está fuera de padecer lo mismo, porque en la estimación de los hombres el mismo lugar tiene la que habla como la que calla. Dios nos libre si dan en desacreditarnos, que por una medida pasan todas. Cómo quedaría don Pedro oyendo a Roseleta no hay lengua que lo diga: júzguelo el que lo oye, pues, sobre el agravio, se le ofrecía ser su mayor amigo quien se le hacía. Leyó los papeles, y volviólos a repasar. Ya la cólera no le daba lugar a aguardar tiempo para su venganza, y ya el amor que a don Juan tenía le atajaba el tomarla. Mas al fin, ya resuelto a que tal agravio no quedase sin castigo, se resolvió a dársele de modo que no se supiese por la ciudad, por que no quedase su honor en opiniones. Y así, le mandó a Roseleta que respondiese a don Juan un papel muy tierno, disculpándose de su ingratitud y dándole a entender que estaba arrepentida del desdén que hasta allí le había mostrado, y que para darle más seguras satisfacciones, le aguardaba otro día en la noche, en su quinta, que él muy bien sabía, porque su marido iba otro día fuera de Palermo a un negocio donde había de estar dos días, y que no entrase por la puerta de la quinta, sino por un portillo que estaba en la huerta, por excusar que no le viesen los labradores que en la quinta había; que en la misma huerta le aguardaba sola con aquella criada que era testigo de sus pensamientos. Finalmente, el papel le notó don Pedro, y le escribió Roseleta, y le llevó la criada, ignorando que era ordenado por su señor, sino creyendo que Roseleta, ya vencida de don Juan, le respondía. Recibió el papel el enamorado mozo, haciendo y diciendo mil locuras de gozo, satisfaciendo a la mensajera su cuidado, y enviando a decir a su señora que sería obedecida, la despidió. ¡Oh ceguedad de amante que no advirtió el peligro, ni admiró la liviandad de Roseleta al primer favor, sobre tanta crueldad, darle lugar para hablarla, antes alabando su dicha, y dando gracias al amor, porque tras tantas penas le había dado tal gloria! Llegó la mañana del aplazado día, y don Pedro, con dos criados, apercibido su camino, se partió, hallándose don Juan presente, que de falso se ofreció a ir con él; mas don Pedro, no aceptando, salió de Palermo por diferente puerta de la que iba a la quinta, y luego, torciendo el camino él y sus criados, se ocultaron en ella, como la quinta no estaba más de tres millas de la ciudad, que es una legua española. En acabando de comer, Roseleta se entró en su coche con la criada tercera de los amores; a vista del mismo don Juan, que no se descuidaba, partió camino de la quinta, y entreteniéndose por el campo hasta que fue de noche, dio la vuelta por otra parte y se volvió a su casa, admirada la criada de lo que veía. Poco antes de anochecer, subió don Juan en un caballo, y solo, caminó hacia la quinta, con tanto contento de ir a verse con la más que hermosa Roseleta, que no llevaba pensamiento de azar ninguno, y al salir de la ciudad tocaron al Avemaría, que oyéndolo don Juan, aunque divertido en sus amorosos cuidados, pudo más la devoción, y parando adonde oyó la campana, se puso a rezar, pidiendo a la Virgen María, nuestra purísima Señora, que no mirando la ofensa que iba a hacerle, le librase de peligro y le alcanzase perdón de su precioso Hijo. Y acabada su devota oración, siguió su camino. Úsase en toda Italia ajusticiar los delincuentes en la misma parte que cometen el delito, y aquel mismo día habían, una milla de la ciudad, ahorcado tres hombres, a un lado del camino por donde don Juan iba, porque habían allí muerto unos caminantes por robarlos. Y como por allá, y aun en muchas partes de España, los dejan en la horca, estos tres que digo se estaban en ella. Al llegar don Juan casi enfrente del funesto madero, oyó una voz que dijo: «¡Don Juan!», que como se oyó nombrar, miró a todas partes, y no viendo persona ninguna, porque aunque ya había cerrado la noche hacía luna, aunque algo turbia, pasó adelante, pareciéndole que se había engañado; y a pocos más pasos oyó otra vez la misma voz, que volvió a decir: «¡Don Juan!» Volvió, espantado, a todas partes, y no viendo persona ninguna, santiguándose, volvió a seguir su camino; y llegando ya enfrente de la horca, oyó tercera vez la misma voz, que le dijo: «¡Ah, don Juan!» A este último acento, y ya casi enfadado de la burla que hacían de él, se llegó a la horca, y viendo los tres hombres en ella, con ánimo increíble, les dijo: —¿Llámame alguno de vosotros? —Sí, don Juan —respondió el que parecía más mozo—. Yo te llamo. —¿Pues qué es lo que me quieres? —le respondió don Juan—. ¿Quieres que te haga algún bien, o que te haga decir algunas misas? —No —respondió el hombre—, que por ahora no las he menester. Para lo que te llamo es para que me quites de aquí. —¿Pues estás vivo? —dijo don Juan. —Pues si no lo estuviera —replicó el hombre—, ¿qué necesidad tenía de pedirte que me quitases? —¿Cuándo te ahorcaron? —dijo don Juan. —Hoy —replicó el hombre. —¿Pues cómo has podido vivir hasta ahora? —¿Hay para Dios imposible que lo sea? Cuando quiere librar una vida, y aun enterrado lo puede hacer, como sea su voluntad. —¿Pues cómo lo haremos —dijo don Juan—, que no hay con qué subir allá arriba, y si corto la soga, podrás caer y hacerte daño? —Vuelve las ancas del caballo, y como con la espada cortes la soga, yo me quedaré después de pies en él. Hízolo así el admirado caballero, y como cortó la soga, se quedó el hombre sentado en las ancas del caballo. Hecho esto, volvieron a su camino, pareciéndole a don Juan siglos lo que se había detenido: tanto deseo tenía de llegar donde esperaba gozar toda su gloria en brazos de Roseleta. Y yendo por él, le dijo: —Dime ahora: ¿cómo ha sido esto, que habiéndote ahorcado estés vivo? —Yo estaba inocente del delito que me levantaron; confesé de miedo del tormento. Y así, fue Dios servido de guardarme la vida. —La cosa más rara y milagrosa que se ha visto es ésta. —Sí es —dijo el hombre—; mas ya ha sucedido en otros, como se ve en el milagro de Santo Domingo de la Calzada, en España, que hasta hoy se guardan las memorias en el gallo y la gallina que resucitaron para crédito de que el mozo que habían ahorcado quince días había estaba vivo; que Dios, como padre de misericordias, acude con ellas a quien le ha menester, como ha hecho a mí, y aun a ti, pues quiso traerte por esta parte a tiempo que me pudieses socorrer y fueses la mano por donde se cumpliese la voluntad divina. —Bendito sea —dijo don Juan—, que lo ordenó así; que cuando no fuera mi venida para el gusto que espero gozar de ella, por haberte socorrido a tal tiempo, la doy y por bien empleada y te prometo, como caballero, no desampararte mientras viviere, por que la necesidad no te obligue a hacer por donde te veas otra vez en tan desventurado lugar como te has visto. —Yo te beso, señor, la mano —dijo el hombre—, y doy gracias al Cielo que te encaminó por esta parte. Al fin, tratando en esto y en otras cosas, descubrieron la quinta, que estaba en medio de una deleitosa arboleda, por haber en aquella tierra muy hermosos jardines, y la quinta le tenía de los mejores de cuantas por aquel prado había. Y a tiro de arco de ella, dijo don Juan al hombre, bajándose del caballo, y él de la misma suerte: —Quédate aquí con este caballo y aguárdame, que yo voy a un negocio preciso, que es el que me sacó esta noche de mi casa, que presto daré la vuelta, para que nos volvamos a la ciudad, o te avisaré de lo que has de hacer. —No, don Juan —replicó el hombre—, no andas acertado en eso que me mandas; que en ese negocio a que vas, que te importa tanto, yo lo tengo de hacer y tú eres el que te has de quedar aquí con el caballo. Rióse don Juan de voluntad, y respondióle: —¿Pues sabes tú lo que vengo a hacer, o cómo la puedes tú suplir la falta que yo haré? —Esa es la gracia —respondió—; que sé a lo que vienes, y he de hacer lo que tú vienes a hacer. —Acaba —dijo don Juan—, que estás porfiando en vano y perdemos tiempo. —Ya yo lo veo —dijo el ahorcado— que perdemos, no sólo tiempo, mas palabras, y tú eres el porfiado. Toma el caballo, que esto ha de ser, que yo he de ir, y tú te has de quedar. —Cansado eres, y a saber esto, no te hubiera traído conmigo, que si supieses los ratos de gusto que me quitas en detenerme, no me pagarías descortés el beneficio que esta noche te he hecho. —No sabes bien cómo te le pago —dijo el hombre— y los gustos que te estorbo. Y para que no nos cansemos, que quieras, que no quieras, he de ir yo adonde tú vas, y más que no has de quedar aquí donde estamos, que el caballo le has de atar a aquel árbol que está allí desviado, y tú te has de subir en otro apartado de él, que no puedas ser visto. Y ten atención a lo que vieres y oyeres; entonces conocerás a cuál de los dos importa más el ir: tú o yo. Embelesado estaba don Juan oyéndole con mil asustadas palpitaciones que el corazón le daba, que le hacía temblar todo el cuerpo sin poder aquietarle, aunque se aprovechaba de todo su valor y ánimo, pareciéndole todos prodigios los que veía. Y sin replicar más, tomó su caballo, y atándole al árbol que el hombre le había señalado, se subió en otro no muy lejos de él, aguardando a ver en qué paraba la porfía de aquel hombre, el cual, en viéndole puesto en parte segura, caminó a la quinta. Y de lo que más se maravilló don Juan fue de ver que no encaminó a la puerta; antes, dando vuelta por junto a las tapias, se fue a un portillo que en la huerta había, que era por donde él estaba avisado que había de entrar, porque no fuese visto de la gente que en la quinta había, acordándose muy bien que él no le había dicho por la parte que había de entrar. Llegó el ahorcado al portillo, y apenas saltó por él, que era como de algo menos que un estado de un hombre, cuando don Pedro y sus criados, que estaban en centinela, pareciéndoles ser don Juan, a una disparando las pistolas, le derribaron en tierra, y luego que le vieron tendido, fueron sobre él, y dándole muchas puñaladas, le cogieron y echaron en un pozo, echando sobre él cantidad de piedras que tenían apercibidas. Sin sentido quedó don Juan, oyendo desde el sitio en que estaba el ruido de las bocas de fuego, sin poder imaginar qué fuese, y no hacía sino santiguarse. Y más le creció el admiración cuando, de allí a un cuarto de hora, vio abrir las puertas de la quinta y salir por ella tres hombres a caballo, que, como llegaron a emparejar con el de don Juan y los sintió, relinchó. A lo que uno de los tres dijo: —El caballo del señor; no subirá más en él. Y parecióle en la voz y en el talle a su amigo don Pedro. —¡Válgame el cielo! —que esto decía el espantado caballero—, ¿qué es lo que me ha sucedido y sucede? ¡Don Pedro y sus criados en la quinta! ¡No dejarme ir aquel hombre que quité de la horca! ¡Oír ruido de pistolas! ¡Decir don Pedro que no subiré más en el caballo! ¡No sé qué sienta! Y diciendo esto, como los perdió de vista y que habían tomado el camino de la ciudad, se bajó del árbol, y queriendo ir hacia la quinta, llegó el hombre todo bañado en sangre y mojado, dando con su venida a don Juan nuevas admiraciones, que le dijo: —Pídote por Dios que me desates tantas dudas y saques del cuidado en que estoy con las cosas que esta noche me han sucedido. Que, o pienso que sueño, o que estoy encantado. —No sueñas, ni estás encantado —respondió él—, que te tengo de decir: ¿No viste a don Pedro, tu amigo, y a sus criados? ¿No oíste lo que dijeron? ¿Pues tan ignorante eres que no sacas de eso lo que puede ser? Vesme cómo vengo, pues todas estas heridas me han dado, creyendo ser tú, y luego me echaron en un pozo, y muchas piedras sobre mí. Y aún pienso que don Pedro no quedó vengado de tu traición y falsa amistad, de que Roseleta, su mujer, le dio cuenta, poniéndole en la mano tus papeles, y por orden suya te escribió ella para que, viniendo aquí, su marido te diese el castigo que merecen tus atrevimientos. Y mira lo que los cristianos pecadores debemos a la Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra, que con venir, como venías, a ofender a su precioso Hijo y a Ella, se obligó de aquella Avemaría que le rezaste, cuando, saliendo de la ciudad, tocaron a la oración, y de una misa que todos los sábados le haces decir en tu capilla, donde tienes tu entierro y el de tus padres, y le pidió a su precioso Hijo te librase de este peligro que tú mismo ibas a buscar; y su Divina Majestad, por su voluntad (quizá para que siendo este caso tan prodigioso y de admiración, tú y los demás que lo supieren sean con más veras devotos de su Madre), me mandó viniese de la manera que has visto, para que tomando a los ojos de don Pedro y sus criados tu forma, lleven creído que te dejan muerto y sepultado en aquel pozo, y tú tengas lugar de arrepentirte y enmendarte. Ya te he librado y dicho lo que tan admirado te tiene. Quédate con Dios, y mira lo que haces, y que tienes alma, y que esta noche has estado cerca de perderla con la vida. Que yo me voy adonde estaba cuando Dios me mandó que viniera a librarte; que yo muerto estoy, que no vivo, y acuérdate de mí para hacerme algún bien. Y diciendo esto, dejando a don Juan más confuso y asombrado que hasta allí, se le desapareció de delante. Que es lo cierto que, a no valerse de todo su ánimo, cayera allí sin sentido. Mas haciéndose mil veces la cruz en su frente, y dando muchas gracias a Dios y a su bendita Madre, desató su caballo, y subiendo en él, tomó el camino de la ciudad, con nuevos pensamientos, bien diferentes de los que hasta allí había tenido; que como llegó enfrente de la horca, miró hacia allá y vio en ella los tres hombres como antes estaban. Entróse en la ciudad, encomendándolos a Dios, y llegando a su casa se acostó, sin hablar a ninguno de sus criados, que estaban admirados de su tardanza, por ser ya pasada de medianoche, la cual pasó, hasta que fue de día, con mucha inquietud; que, como vio la luz, se vistió y se fue a casa de su amigo don Pedro, que estaba durmiendo con su mujer, contento de haberse vengado, y de modo que nadie sabría qué se había hecho don Juan; que como entró en la calle, y los criados de don Pedro que se habían hallado a su muerte le viesen, más admirados que don Juan había estado la noche antes, fueron a don Pedro, y despertándole le dijeron: —¡Señor, la mayor maravilla que ha sucedido en el mundo! —¿Y qué es? —replicó don Pedro. —Que don Juan está vivo y viene acá —respondieron ellos. —¿Estáis en vuestro juicio —dijo don Pedro—, o le habéis perdido? ¿Cómo puede don Juan venir, ni estar vivo? Pues cuando no muriera de las heridas que le dimos, era imposible salir del pozo, con las piedras que le echamos encima. —En mi juicio estoy, que no le he perdido, y digo que viene sano y bueno —dijo el uno de ellos—, y vesle que sube por la escalera. —Y ¡vive Dios! —dijo el otro—, que está ya en la antesala, y que no las tengo todas conmigo, esté vivo o muerto. Cuando esto se acabó de decir, ya don Juan estaba en la cuadra, dejándolos a todos como los que han visto visiones, y más a don Pedro, que no podía creer sino que era cuerpo fantástico. Pues entrando don Juan, se echó a los pies de don Pedro, pidiéndole perdón de los agravios que no había cometido, aunque los había intentado, y a Roseleta de sus atrevidas y locas pretensiones, contando sin que faltase nada de lo que le había pasado, dejando a todos tan confusos, que apenas acertaban a responderle. Y hecho esto, despidiéndose de todos, haciendo primero quitar los cuerpos de los ahorcados de la horca, y haciéndoles un honroso entierro, mandándoles decir muchas misas, se fue a un convento de religiosos carmelitas descalzos, y se entró de fraile, tomando el hábito de aquella purísima Señora que le había librado de tan manifiesto peligro. Bien pensaréis, señores, que estos prodigiosos sucesos serían causa para que don Pedro estimase y quisiese más a su esposa, conociendo cuán honesta y honrada era, pues no sólo había defendido su honor de las persuasiones de don Juan, sino avisándole de ellas para que pusiese remedio y se vengase. Pues no fue así, que con los crueles y endurecidos corazones de los hombres no valen ni las buenas obras ni las malas; que de la misma suerte, como no sea a su gusto, estiman lo uno que lo otro, pues en ellos no es durable la voluntad, y por esto se cansan hasta de las propias mujeres, que si no las arrojan de sí, como las que no son, no es porque las aman, sino por su opinión. Así le sucedió a don Pedro, que, o fuese que se cansó de la belleza de Roseleta (por tenerla por plato ordinario, y quisiera mudar, y ver diferente cara), o por hallarse corrido de lo que le había sucedido con don Juan, viendo que se había divulgado por la ciudad, que no se hablaba en otra cosa; y como el vulgo es novelero, y no todos bien entendidos, cada uno daba su parecer. Unos, si don Pedro había satisfecho su honor con lo que había hecho, pues aunque se suponía no haber tenido efecto la culpa, para el honor del casado, sólo el amago basta, sin que dé el golpe. Otros, poniéndolo en la honestidad de Roseleta, diciendo si había sido o no; y juzgando si la movió diferentes accidentes que la honestidad a avisar a su marido de las pretensiones de don Juan, y a esto anteponían el entrar tan de ordinario en su casa. Otros decían que había andado atrevida en dar parte a su marido de esas cosas, pudiendo ella atajarlas. Otros, que no cumplía con la ley de honrada si no lo hiciera. De manera que en todas partes se hablaba y había corrillos sobre el caso, señalando a don Pedro con el dedo. «Éste —decían— es el que tornó a matar el ahorcado.» Otros respondían: «Buen lance echó; bien desagraviado quedó.» Todo esto traía a don Pedro avergonzado, y con tal descontento, que sin mirar cómo el Cielo había sido autor de la defensa de don Juan, y que él estaba ya puesto al amparo de la misma que se le había dado para que él no ejecutase su venganza, se lo vino a pagar todo su inocente esposa, aborreciéndola de modo que ante sus ojos era un monstruo y una bestia fiera. Opúsose a la hermosa y desdichada dama para que lo fuese de todo punto, si ya no bastaba verse aborrecida de su esposo, Angeliana, aquella dama que al principio dije que don Juan amaba cuando se enamoró de Roseleta, y que la había gozado con palabra de esposo, que como supo el suceso, rabiosa de haber perdido a don Juan por causa de Roseleta, se quiso vengar de entrambos: de la dama, quitándole su marido, y de don Juan, agraviándole con su amigo. Era libre y había errado, causa para que algunas se den más a la libertad; que esto habían de mirar los hombres cuando desasosiegan a las doncellas, que va sobre ellos el enseñarlas a ser malas. Poníase en las partes más ocasionadas para que don Pedro la viese, y aunque no era tan hermosa como Roseleta, los ademanes libres, con otras señas que con lascivos ojos le hacía, como ya él aborrecía a su esposa, le atrajeron de suerte que vino a conseguir su intento, de modo que don Pedro se enamoró de ella, entrando en su casa, no como recatado amante, sino con más libertad que si fuera su marido; porque, como amor nuevo, le asistía más, faltando en su casa, no sólo al regalo y agasajo de su esposa, sino también al sustento de su familia, no bastándole su hacienda y la de su mujer para que Angeliana destruyese; que siempre para las cosas del diablo sobra, y para las de Dios falta. Vino a ser tan pública esta amistad, que la ciudad la murmuraba, y Roseleta no la ignoraba, por donde, impaciente, se quejaba, viniendo a tener entre ella y don Pedro los disgustos acostumbrados que sobre tales casos hay entre casados. Y por esto, y ver que se disminuía su hacienda, no gozando ella de ella, se determinó a escribir un papel a Angeliana, amenazándola, si no se apartaba de la amistad de su marido, le haría quitar la vida. Este papel dio Angeliana a don Pedro con grandes sentimientos y lágrimas, y para dañarlo más, le dijo que ella sabía por muy cierto que don Juan había gozado a Roseleta; que el dalle los papeles y cuenta de las pretensiones que tenía fue celosa por vengarse de él, porque se quería casar con ella, y que aquellos papeles eran de los primeros que don Juan le había escrito; que los que después se escribían el uno al otro, llenos de amores y caricias, como ella había visto algunos, por habérselos quitado a don Juan, que de ésos no le había dado parte. Finalmente, la traidora Angeliana lo dispuso de modo, pidiéndole la vengase de los atrevimientos de su esposa y de haber sido causa de que ella no lo fuese de don Juan, que don Pedro, dándole crédito, se lo prometió. Y para ejecutarlo, porque no le diesen a él ni a Angeliana la culpa, se concertaron los dos en lo que habían de hacer, y fue que don Pedro se retiró de industria de no ir en casa de su dama y asistir con más puntualidad y cuidado a la suya y al regalo de Roseleta, con que la pobre señora, sosegados sus celos, empezó a tener más gusto que hasta allí, viendo que su marido se había aquietado y quitádose de la ocasión de Angeliana. Mas de dos meses aguardó el falso don Pedro la ocasión que deseaba, no viendo a su dama sino con gran cautela y recato. En este tiempo, Roseleta cayó mala de achaque de un mal o aprieto de garganta, de que fue necesario sangrarla, como se hizo. Y esa misma noche el ingrato y cruel marido, después de recogida la familia, viendo que Roseleta dormía, le quitó la venda de la sangría, y le destapó la vena, por donde se desangró, hasta que rindió la hermosa vida a la fiera y rigurosa muerte. Y como vio que ya había ejecutado el golpe y que estaba muerta, dando grandes voces, llamando criados y criadas que trajesen luz, alborotó la casa y vecindad, y entrado con luz, que él de propósito había muerto cuando hizo el buen hecho, hallaron la hermosa dama muerta, que como se había desangrado, estaba la más bella cosa que los ojos humanos habían visto. Llorábala toda su familia, y también la ciudad lamentaba tal desgracia, ayudando a todos el cruel don Pedro, que dando gritos y llorando lágrimas falsas, hacía y decía tales extremos, que en muchos acreditaba sentimientos, mas en otros cautela. —¿Adónde te has ido, decía, amada esposa mía? ¿Cómo has dejado el triste cuerpo de tu don Pedro sin alma? ¡Presto seguirá tras ti la de este despreciado hombre! ¡Ay, ángel mío!, ¿cómo viviré sin ti? ¿Quién alegrará mis ojos, faltándoles la hermosura de mi querida y amada Roseleta? Arrojábase sobre ella, besábale las manos, no quería que nadie le consolase, que él se estaba consolado. Enterraron a Roseleta con general sentimiento de todos, y esa misma noche vino Angeliana a consolar a don Pedro, y hízolo tan bien, que se quedó en casa, porque no se volviese a desconsolar, con que empezaron todos a conocer que él la había muerto; mas como no se podía averiguar, paró sólo en murmurarlo, y más cuando dentro de tres meses se casó con Angeliana, con quien vivió en paz, aunque no seguros del castigo de Dios, que si no se les dio en esta vida, no les reservaría de él en la otra. Buscó don Pedro a don Juan, ya profeso para matarle; mas no lo permitió Dios, que la que le había guardado una vez, le guardó siempre, porque con licencia de sus mayores se pasó a más estrecha vida, donde acabó en paz. Vean ahora las damas de estos tiempos si con el ejemplo de las de los pasados se hallan con ánimo para fiarse de los hombres, aunque sean maridos, y no desengañarse de que el que más dice amarlas, las aborrece, y el que más las alaba, más las vende; y el que más muestra estimarlas, más las desprecia; y que el que más perdido se muestra por ellas, al fin las da muerte; y que para las mujeres todos son unos. Y esto se ve en que si es honrada, es aborrecida porque lo es; y si es libre, cansa; si es honesta, es melindrosa; si atrevida, deshonesta; ni les agradan sus trajes ni sus costumbres, como se ve en Roseleta y Camila, que ninguna acertó, ni la una callando, ni la otra hablando. Pues, señoras, desengañémonos; volvamos por nuestra opinión; mueran los hombres en nuestras memorias, pues más obligadas que a ellas estamos a nosotras mismas. Con mucho desenfado, desahogo y donaire dio fin la hermosa Nise su desengaño, dando a las damas, con su bien entendido documento, que temer y advertir lo que era justo que todas miren. Libre vivía Nise de amor, que aunque era hermosa y deseada de muchos para merecerla por esposa, jamás había rendido a ninguno su libre voluntad, y por eso con menos embarazo que Lisarda había hablado. Y como vieron que ya había dado fin, empezaron las damas y caballeros a dar sus pareceres sobre el desengaño dicho, alegando si don Pedro fue fácil en creer lo que Angeliana le dijo contra el decoro de su esposa, pues debía conocer que, siendo su amiga y estando rabiosa del papel que había recibido, lo cierto es que no podía hablar bien de ella. Los caballeros le disculpaban, alegando que un marido no está obligado, si quiere ser honrado, a averiguar nada, pues cuando con los cuerdos quedase sin culpa, los ignorantes no le disculparían, y cuando quisiera disimular por ser caso secreto lo que Angeliana le decía, le bastaba pensar que ella lo sabía, y más afirmando haber visto papeles diferentes de los que a él le habían dado. Y cuando estuviera muy cierto de la inocencia de Roseleta, ya parecía que Angeliana la ponía en duda aunque mintiese, y dejaba oscurecido su honor. Las damas decían lo contrario, afirmando que no por la honra la había muerto, pues, qué más deshonrado y oscurecido quería ver su honor, que con haberse casado con mujer ajada de don Juan y después gozada de él; sino que por quedar desembarazado para casarse con la culpada, había muerto la sin culpa; que lo que más se podían admirar era de que hubiese Dios librado a don Juan por tan cauteloso modo y permitido que padeciese Roseleta. A lo cual Lisis respondió que en eso no había que sentir más de que a Dios no se le puede preguntar por qué hace esos milagros, supuesto que sus secretos son incomprensibles, y así, a unos libra y a otros deja padecer; que a ella le parecía, con el corto caudal de su ingenio, que a Roseleta le había dado Dios el cielo padeciendo aquel martirio, porque la debió de hallar en tiempo de merecerle, y que a don Juan le guardó hasta que le mereciese con la penitencia, y que tuviese más larga vida y tantos desengaños para enmendarla. Con que sujetándose todos a su parecer, dieron lugar a la linda doña Isabel y a los demás músicos, que estaban aguardando silencio, para que cantasen este romance: A pesar de la fortuna que su vista me quitó, sin ser Aurora en mis brazos, ayer Febo amaneció, Vertiendo risa en las flores con su divino esplendor, dando perlas a las fuentes, lustre, ser y admiración. ¿Quién vio, entre celajes rojos, salir gobernando el sol los flamígeros caballos que descompuso Faetón? ¿Quién vio decretar a Jove el castigo que se dio al mozo mal entendido que por soberbio cayó? ¿Y quién vio al sabio Mercurio adormecer al pastor que velaba con cien ojos a la desdichada Io? ¿Quién vio sujetando a Marte, con su extremado valor, las belicosas escuadras de quien es dueño y señor? ¿Quién le vio rendir a Venus la soberbia condición, animoso entre soldados, tierno tratando de amor? ¿Quién vio conquistando al mundo aquel magno emperador que alcanzó en el tanto monta, glorias, título y blasón? ¿Quién vio vencer imposibles aquel mozo que abrasó por castigar su flaqueza su brazo con tal valor? Así, selvas a mis ojos un bello sol ofreció, y de haberle visto selvas mi dicha alabando estoy. Envídieme la fortuna, si oriente soy de tal sol, siendo diamante que alcanzo a sus rayos más valor. Mas ¡ay! que tal favor en sueños la fortuna me ofreció; porque nunca mi amor, si no es durmiendo, aquesto mereció. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
La esclava de su amante
Cuento
Ya cuando doña Isabel acabó de cantar, estaba la divina Lisis sentada en el asiento del desengaño, habiéndola honrado todos cuantos había en la sala, damas y caballeros, como a presidente del sarao, con ponerse en pie, haciéndola cortés reverencia, hasta que se sentó. Y todo lo merecía su hermosura, su entendimiento y su valor. Y habiéndose vuelto todos a sentar, con gracia nunca vista, empezó de esta suerte: -Estaréis, hermosas damas y discretos caballeros, aguardando a oír mi desengaño, con más cuidado que los demás, o por esperarle mejor sazonado, más gustoso, con razones más bien dispuestas. Y habrá más de dos que dirán entre sí: «¿Cuándo ha de desengañar la bien entendida, o la bachillera, que de todo habrá, la que quiere defender a las mujeres, la que pretende enmendar a los hombres, y la que pretende que no sea el mundo el que siempre ha sido?». Porque los vicios nunca se envejecen, siempre son mozos. Y en los mozos, de ordinario, hay vicios. Los hombres son los que se envejecen en ellos. Y una cosa a que se hace hábito, jamás se olvida. Y yo, como no traigo propósito de canonizarme por bien entendida, sino por buena desengañadora, es lo cierto que, ni en lo hablado, ni en lo que hablaré, he buscado razones retóricas, ni cultas; porque, de más de ser un lenguaje que con el extremo posible aborrezco, querría que me entendiesen todos, el culto y el lego; porque como todos están ya declarados por enemigos de las mujeres, contra todos he publicado la guerra. Y así, he procurado hablar en el idioma que mi natural me enseña y deprendí de mis padres; que lo demás es una sofistería en que han dado los escritores por diferenciarse de los demás; y dicen a veces cosas que ellos mismos no las entienden; ¿cómo las entenderán los demás?, si no es diciendo cómo; algunas veces me ha sucedido a mí, que, cansando el sentido por saber qué quiere decir y no sacando fruto de mi fatiga, digo: «Muy bueno debe de ser, pues yo no lo entiendo». Así, noble auditorio, yo me he puesto aquí a desengañar a las damas y a persuadir a los caballeros para que no las engañen. Y ya que esto sea, por ser ancianos en este vicio, pues ellos son los maestros de los engaños y han sacado en las que los militan buena disciplina, no digan mal de la ciencia que ellos enseñan. De manera que, aquí me he puesto a hablar sin engaño, y yo misma he de ser el mayor desengaño, porque sería morir del engaño y no vivir del aviso, si desengañando a todas, me dejase yo engañar. ¡Ánimo, hermosas damas, que hemos de salir vencedoras! ¡Paciencia, discretos caballeros, que habéis de quedar vencidos y habéis de juzgar a favor que las damas os venzan! Éste es desafío de una a todos; y de cortesía, por lo menos, me habéis de dar la victoria, pues tal vencimiento es quedar más vencedores. Claro está que siendo, como sois, nobles y discretos, por mi deseo, que es bueno, habéis de alabar mi trabajo; aunque sea malo, no embota los filos de vuestro entendimiento este parto del pobre y humilde mío. Y así, pues no os quito y os doy, ¿qué razón habrá para que entre las grandes riquezas de vuestros heroicos discursos no halle lugar mi pobre jornalejo? Y supuesto que, aunque moneda inferior, es moneda y vale algo, por humilde, no la habéis de pisar; luego si merece tener lugar entre vuestro grueso caudal, ya os vencéis y me hacéis vencedora. Veis aquí, hermosas damas, cómo quedando yo con la victoria de este desafío, le habéis de gozar todas, pues por todas peleo. ¡Oh, quién tuviera el entendimiento como el deseo, para saber defender a las hembras y agradar a los varones! Y que ya que os diera el pesar de venceros, fuera con tanta erudición y gala, que le tuviérades por placer, y que, obligados de la cortesía, vosotros mismos os rindiérades más. Si es cierto que todos los poetas tienen parte de divinidad, quisiera que la mía fuera tan del empíreo, que os obligara sin enojaros, porque hay pesares tan bien dichos, que ellos mismos se diligencian el perdón. De todas estas damas habéis llevado la represión temiendo, porque aún no pienso que están bien desengañadas de vuestros engaños, y de mí la llevaréis triunfando, porque pienso que no os habré menester sino para decir bien o mal de este sarao, y en eso hay poco perdido, si no le vale, como he dicho, vuestra cortesía; que si fuera malo, no ha de perder el que le sacare a luz, pues le comprarán siquiera para decir mal de él, y si bueno, él mismo se hará lugar y se dará el valor. Si se tuvieren por bachillerías, no me negaréis que no van bien trabajadas y más, no habiéndome ayudado del arte, que es más de estimar, sino de este natural que me dio el Cielo. Y os advierto que escribo sin temor, porque como jamás me han parecido mal las obras ajenas, de cortesía se me debe que parezcan bien las mías, y no sólo de cortesía, mas de obligación. Doblemos aquí la hoja, y vaya de desengaño, que al fin se canta la gloria, y voy segura de que me habéis de cantar la gala. Estando la católica y real majestad de Felipe III, el año de mil seiscientos diez y nueve, en la ciudad de Lisboa, en el reino de Portugal, sucedió que un caballero, gentilhombre de su real cámara, a quien llamaremos don Gaspar, o que fuese así su nombre, o que lo sea supuesto, que así lo oí, o a él mismo, o a personas que le conocieron, que en esto de los nombres pocas veces se dice el mismo, que fue esta jornada acompañando a Su Majestad, galán, noble, rico y con todas las partes que se pueden desear, y más en un caballero: que como la mocedad trae consigo los accidentes de amor, mientras dura su flor no tratan los hombres de otros ministerios, y más cuando van a otras tierras extrañas de las suyas, que por ver si las damas de ellas se adelantan en gracias a las de sus tierras, luego tratan de calificarlas con hacer empleo de su gusto en alguna que los saque de esta duda. Así, don Gaspar, que parece que iba sólo a esto, a muy pocos días que estuvo en Lisboa, hizo elección de una dama, si no de lo más acendrado en calidad, por lo menos de lo más lindo que para sazonar el gusto pudo hallar. Y ésta fue la menor de cuatro hermanas, que, aunque con recato (por ser en esto las portuguesas muy miradas), trataban de entretenerse y aprovecharse; que ya que las personas no sean castas, es gran virtud ser cautas, que en lo que más pierden las de nuestra nación, tanto hombres como mujeres, es en la ostentación que hacen de los vicios. Y es el mal que apenas hace una mujer un yerro, cuando ya se sabe, y muchas que no lo hacen y se le acumulan. Estas cuatro hermanas, que digo, vivían en un cuarto tercero de una casa muy principal y que los demás de ella estaban ocupados de buena gente, y ellas no en muy mala opinión; tanto, que para que don Gaspar no se la quitase, no la visitaba de día, y para entrar de noche tenía llave de un postigo de una puerta trasera; de forma que, aguardando a que la gente se recogiese y las puertas se cerrasen, que de día estaban entrambas abiertas, por mandarse los vecinos por la una y la otra, abría con su llave y entraba a ver su prenda, sin nota de escándalo de la vecindad. Poco más de quince días había gastado don Gaspar en este empleo, si no enamorado, a lo menos agradado de la belleza de su lusitana dama, cuando una noche, que por haber estado jugando fue algo más tarde que las demás, le sucedió un portentoso caso, que parece que fue anuncio de los que en aquella ciudad le sucedieron, y fue que, habiendo despedido un criado que siempre le acompañaba, por ser de quien fiaba entre todos los que le asistían las travesuras de sus amores, abrió la puerta, y parándose a cerrarla por de dentro, como hacía otras veces, en una cueva, que en el mismo portal estaba, no trampa en el suelo, sino puerta levantada en arco, de unas vergas menudas, que siempre estaban sin llave, por ser para toda la vecindad que de aquel cabo de la casa moraban, oyó unos oyes dentro, tan bajos y lastimosos, que no dejó de causarle, por primera instancia, algún horror, si bien, ya más en sí, juzgó sería algún pobre que, por no tener donde albergarse aquella noche, se habría entrado allí, y que se lamentaba de algún dolor que padecía. Acabó de cerrar la puerta, y subiendo arriba (por satisfacerse de su pensamiento, antes de hablar palabra en razón de su amor), pidió una luz, y con ella tornó a la cueva, y con ánimo, como al fin quien era, bajó los escalones, que no eran muchos, y entrando en ella, vio que no era muy espaciosa, porque desde el fin de los escalones se podía bien señorear lo que había en ella, que no era más de las paredes. Y espantado de verla desierta y que no estaba en ella el dueño de los penosos gemidos que había oído, mirando por todas partes, como si hubiera de estar escondido en algún agujero, había a una parte de ella mullida la tierra, como que había poco tiempo que la habían cavado. Y habiendo visto de la mitad del techo colgado un garabato, que debía de servir de colgar en él lo que se ponía a remediar del calor, y tirando de él, le arrancó, y empezó a arañar la tierra, para ver si acaso descubriría alguna cosa. Y a poco trabajo que puso, por estar la tierra muy movediza, vio que uno de los hierros del garabato había hecho presa y se resistía de tornar a salir; puso más fuerza, y levantado hacia arriba, asomó la cara de un hombre, por haberse clavado el hierro por debajo de la barba, no porque estuviese apartada del cuerpo; que, a estarlo, la sacara de todo punto. No hay duda sino que tuvo necesidad don Gaspar de todo su valor para sosegar el susto y tornar la sangre a su propio lugar, que había ido a dar favor al corazón, que, desalentado del horror de tal vista, se había enflaquecido. Soltó la presa, que se tornó a sumir en la tierra, y allegando con los pies la que había apartado, se tornó a subir arriba, dando cuenta a las damas de lo que pasaba, que, cuidadosas de su tardanza, le esperaban, de que no se mostraron poco temerosas; tanto que, aunque don Gaspar quisiera irse luego, no se atrevió, viendo su miedo, a dejarlas solas; mas no porque pudieron acabar con él que se acostase, como otras veces, no de temor del muerto, sino de empacho y respeto, de que, cuando nos alumbran de nuestras ceguedades los sucesos ajenos, y más tan desastrados, demasiada desvergüenza es no atemorizarse de ellos, y de respeto del Cielo, pues a la vista de los muertos no es razón pecar los vivos. Finalmente, la noche la pasaron en buena conversación, dando y tomando sobre el caso, y pidiéndole las damas modo y remedio para sacar de allí aquel cuerpo, que se lamentaba como si tuviera alma. Era don Gaspar noble, y temiendo no les sucediese a aquellas mujeres algún riesgo, obligado de la amistad que tenía con ellas, a la mañana, cuando se quiso ir, que fue luego que el aurora empezó a mostrar su belleza, les prometió que, a la noche, daría orden de que se sacase de allí y se le diese tierra sagrada, que eso debía de pedir con sus lastimosos gemidos. Y como lo dispuso, fue irse al convento más cercano, y hablando con el mayor de todos los religiosos, en confesión le contó cuanto le había sucedido, que acreditó con saber el religioso quién era, porque la nobleza trae consigo el crédito. Y aquella misma noche del siguiente día fueron con don Gaspar dos religiosos, y traída luz, que la mayor de las cuatro hermanas trujo por ver el difunto, a poco que cavaron, pues apenas sería vara y media, descubrieron el triste cadáver, que sacado fuera, vieron que era un mozo que no llegaba a veinte y cuatro años, vestido de terciopelo negro, ferreruelo de bayeta, porque nada le faltaba del arreo, que hasta el sombrero tenía allí, su daga y espada, y en las faltriqueras, en la una un lienzo, unas Horas y el rosario, y en la otra unos papeles, entre los cuales estaba la bula. Mas por los papeles no pudieron saber quién fuese, por ser letra de mujer y no contener otra cosa más de finezas amorosas, y la bula aún no tenía asentado el nombre, por parecer tomada de aquel día, o por descuido, que es lo más cierto. No tenía herida ninguna, ni parecía en el sujeto estar muerto de más de doce o quince días. Admirados de todo esto, y más de oír decir a don Gaspar que le había oído quejar, le entraron en una saca que para esto llevaba el criado de don Gaspar, y habiéndose la dama vuelto a subir arriba, se le cargó al hombro uno de los padres, que era lego, y caminaron con él al convento, haciéndoles guardia don Gaspar y su confidente, donde le enterraron, quitándole el vestido y lo demás, en una sepultura que ya para el caso estaba abierta, supliendo don Gaspar este trabajo de los religiosos con alguna cantidad de doblones para que se dijesen misas por el difunto, a quien había dado Dios lugar de quejarse, para que la piedad de este caballero le hiciese este bien. Bastó este suceso para apartar a don Gaspar de esta ocasión en que se había ocupado; no porque imaginase que tuviesen las hermanas la culpa, sino porque juzgó que era aviso de Dios para que se apartase de casa donde tales riesgos había, y así no volvió más a ver a las hermanas, aunque ellas lo procuraron diciendo se mudarían de la casa. Y asimismo atemorizado de este suceso, pasó algunos días resistiéndose a los impulsos de la juventud, sin querer emplearse en lances amorosos, donde tales peligros hay, y más con mujeres que tienen por renta el vicio y por caudal el deleite, que de éstas no se puede sacar sino el motivo que han tomado los hombres para no decir bien de ninguna y sentir mal de todas; mas al fin, como la mocedad es caballo desenfrenado, rompió las ataduras de la virtud, sin que fuese en mano de don Gaspar dejar de perderse, si así se puede decir; pues a mi parecer, ¿qué mayor perdición que enamorarse? Y fue el caso, que, en uno de los suntuosos templos que hay en aquella ciudad, un día que con más devoción y descuido de amar y ser amado estaba, vio la divina belleza de dos damas de las más nobles y ricas de la ciudad, que entraron a oír misa en el mismo templo donde don Gaspar estaba, tan hermosas y niñas, que a su parecer no se llevaban un año la una a la otra. Y si bien había caudal de hermosura en las dos para amarlas a entrambas, como el amor no quiere compañía, escogieron los ojos de nuestro caballero la que le pareció de más perfección, y no escogió mal, porque la otra era casada. Estuvo absorto, despeñándose más y más en su amor mientras oyeron misa, que, acababa, viendo se querían ir, las aguardó a la puerta; mas no se atrevió a decirlas nada, por verlas cercadas de criados, y porque en un coche que llegó a recibirlas venía un caballero portugués, galán y mozo, aunque robusto, y que parecía en él no ser hombre de burlas. La una de las damas se sentó al lado del caballero, y la que don Gaspar había elegido por dueño, a la otra parte, de que no se alegró poco en verla sola. Y deseoso de saber quién era, detuvo un paje, a quien le preguntó lo que deseaba, y le respondió que el caballero era don Dionís de Portugal y la dama que iba a su lado, su esposa, y que se llamaba doña Magdalena, que había poco que se habían casado; que la que se había sentado enfrente se llamaba doña Florentina y que era hermana de doña Magdalena. Despidióse con esto el paje, y don Gaspar, muy contento de que fuesen personas de tanto valor, ya determinado de amar y servir a doña Florentina, y de diligenciarla para esposa (con tal rigor hace amor sus tiros, cuando quiere herir de veras), mandó a su fiel criado y secretario, que siguiese el coche para saber la casa de las dos bellísimas hermanas. Mientras el criado fue a cumplir, o con su gusto, o con la fuerza que en su pecho hacía la dorada saeta con que amor le había herido dulcemente (que este tirano enemigo de nuestro sosiego tiene unos repentinos accidentes, que si no matan, privan de juicio a los heridos de su dorado arpón) estaba don Gaspar entre sí haciendo muchos discursos. Ya le parecía que no hallaba en sí méritos para ser admitido de doña Florentina, y con esto desmayaba su amor, de suerte que se determinaba a dejarse morir en su silencio; y ya más animado, haciendo en él la esperanza las suertes que con sus engañosos gustos promete, le parecía que apenas la pediría por esposa, cuando le fuese concedida, sabiendo quién era y cuán estimado vivía cerca de su rey. Y como este pensamiento le diese más gusto que los demás, se determinó a seguirle, enlazándose más en el amoroso enredo, con verse tan valido de la más que mentirosa esperanza, que, siempre promete más que da; y somos tan bárbaros, que, conociéndola, vivimos de ella. En estas quimeras estaba, cuando llegó su confidente y le informó del cielo donde moraba la deidad que le tenía fuera de sí, y desde aquel mismo punto empezó a perder tiempo y gastar pasos tan sin fruto, porque aunque continuó muchos días la calle, era tal el recato de la casa, que en ninguno alcanzó a ver, no sólo a las señoras, mas ni criada ninguna, con haber muchas, ni por buscar las horas más dificultosas, ni más fáciles. La casa era encantada; en las rejas había menudas y espesas celosías, y en las puertas fuertes y seguras cerraduras, y apenas era una hora de noche, cuando ya estaban cerradas y todos recogidos, de manera que si no era cuando salían a misa, no era posible verlas, y aun entonces pocas veces iban sino acompañadas de don Dionís, con que todos los intentos de don Gaspar se desvanecían. Sólo con los ojos, en la iglesia, le daba a entender su cuidado a su dama; mas ella no hacía caso, o no miraba en ellos. No dejó en este tiempo de ver si, por medio de algún criado, podía conseguir algo de su pretensión, procurando con oro asestar tiros a su fidelidad; mas, como era castellano, no halló en ellos lo que deseaba, por la poca simpatía que esta nación tiene con la nuestra, que, con vivir entre nosotros, son nuestros enemigos. Con estos estorbos se enamoraba más don Gaspar, y más el día que veía a Florentina, que no parecía sino que los rayos de sus ojos hacían mayores suertes en su corazón, y le parecía que quien mereciese su belleza, habría llegado al «non plus ultra» de la dicha, y que podría vivir seguro de celosas ofensas. Andaba tan triste, no sabiendo qué hacerse, ni qué medios poner con su cuñado para que se la diese por esposa, temiendo la oposición que hay entre portugueses y castellanos. Poco miraba Florentina en don Gaspar, aunque había bien que mirar en él, porque aunque, como he dicho, en la iglesia podía haber notado su asistencia, le debía de parecer que era deuda debida a su hermosura; que pagar el que debe, no merece agradecimiento. Más de dos meses duró a don Gaspar esta pretensión, sin tener más esperanzas de salir con ella que las dichas; que si la dama no sabía la enfermedad del galán, ¿cómo podía aplicarle el remedio? Y creo que aunque la supiera, no se le diera, porque llegó tarde. Vamos al caso. Que fue que una noche, poco antes que amaneciese, venían don Gaspar y su criado de una casa de conversación, que, aunque pudiera con la ostentación de señor traer coche y criados, como mozo y enamorado, picante en alentado, gustaba más de andar así, procurando con algunos entretenimientos divertirse de sus amorosos cuidados, pasando por la calle en que vivía Florentina, que ya que no veía la perla, se contentaba con ver la caja, al entrar por la calle, por ser la casa a la salida de ella, con el resplandor de la luna, que aunque iba alta daba claridad, vio tendida en el suelo una mujer, a quien el oro de los atavíos, que sus vislumbres con los de Diana competían, la calificaban de porte, que con desmayados alientos se quejaba, como si ya quisiese despedirse de la vida. Más susto creo que le dieron éstos a don Gaspar que los que oyó en la cueva, no de pavor, sino de compasión. Y llegándose a ella, para informarse de su necesidad, la vio toda bañada en su sangre, de que todo el suelo estaba hecho un lago, y el macilento y hermoso rostro, aunque desfigurado, daba muestras de su divina belleza y también de su cercana muerte. Tomóla don Gaspar por las hermosas manos, que parecían de mármol en lo blanco y helado, y estremeciéndola le dijo: -¿Qué tenéis señora mía, o quién ha sido el cruel que así os puso? A cuya pregunta respondió la desmayada señora, abriendo los hermosos ojos, conociéndole castellano, y alentándose más con esto de lo que podía, en lengua portuguesa: -¡Ay, caballero!, por la pasión de Dios, y por lo que debéis a ser quien sois, y a ser castellano, que me llevéis adonde procuréis, antes que muera, darme confesión; que ya que pierdo la vida en la flor de mis años, no querría perder el alma, que la tengo en gran peligro. Tornóse a desmayar, dicho esto; que visto por don Gaspar, y que la triste dama daba indicios mortales, entre él y el criado le levantaron del suelo, y acomodándosela al criado en los brazos, de manera que la pudiese llevar con más alivio, para quedar él desembarazado, para si encontraban gente o justicia, caminaron lo más apriesa que podían a su posada, que no estaba muy lejos, donde, llegados sin estorbo ninguno, siendo recibidos de los demás criados y una mujer que cuidaba de su regalo, y poniendo el desangrado cuerpo sobre su cama, enviando por un confesor y otro por un cirujano. Y hecho esto, entró donde estaba la herida dama, que la tenían cercada los demás, y la criada con una bujía encendida en la mano, que a este punto había vuelto en sí, y estaba pidiendo confesión, porque se moría, a quien la criada consolaba, animándola a que tuviese valor, pues estaba en parte donde cuidarían de darle remedio al alma y cuerpo. Llegó, pues, don Gaspar, y poniendo los ojos en el ya casi difunto rostro, quedó, como los que ven visiones o fantasmas, sin pestañear, ni poder con la lengua articular palabra ninguna, porque no vio menos que a su adorada y hermosa Florentina. Y no acabando de dar crédito a sus mismos ojos, los cerraba y abría, y tornándolos a cerrar, los tornaba de nuevo a abrir, por ver si se engañaba. Y viendo que no era engaño, empezó a dar lugar a las admiraciones, no sabiendo qué decir de tal suceso, ni que causa podría haberla dado, para que una señora tan principal, recatada y honesta, estuviese del modo que la veía y en la parte que la había hallado; mas, como vio que por entonces no estaba para saber de ella lo que tan admirado le tenía, porque la herida dama ya se desmayaba, y ya tornaba en sí, sufrió en su deseo, callando quién era, por no advertir a los criados de ello. Vino en esto el criado con dos religiosos, y de allí a poco el que traía el cirujano, y para dar primero el remedio al alma, se apartaron todos; mas Florentina estaba tan desflaquecida y desmayada de la sangre que había perdido y perdía, que no fue posible confesarse. Y así, por mayor, por el peligro en que estaba, haciendo el confesor algunas prevenciones y prometiendo, si a la mañana se hallase más aliviada, confesarse, la absolvió, y dando lugar al médico del cuerpo, acudiendo todos y los religiosos, que no se quisieron ir hasta dejarla curada, la desnudaron y pusieron en la cama, y hallaron que tenía una estocada entre los pechos, de la parte de arriba, que aunque no era penetrante, mostraba ser peligrosa, y lo fuera más, a no haberla defendido algo las ballenas de un justillo que traía. Y debajo de la garganta, casi en el hombro derecho, otra, también peligrosa, y otras dos en la parte de las espaldas, dando señal que, teniéndola asida del brazo, se las habían dado; que lo que la tenía tan sin aliento era la perdida sangre, que era mucha, porque había tiempo que estaba herida. Hizo el cirujano su oficio, y al revolverla para hacerlo, se quedó de todo punto sin sentido. En fin, habiéndola tomado la sangre, y don Gaspar contentado al cirujano, y avisádole no diese cuenta del caso, hasta ver si la dama no moría, como había sucedido tal desdicha, contándole de la manera que la había hallado, por ser el cirujano castellano de los que habían ido en la tropa de Su Majestad, pudo conseguir lo que pedía, con orden de que volviese en siendo de día, se fue a su posada, y los religiosos a su convento. Recogiéronse todos. Quedó don Gaspar que no quiso cenar, habiéndole hecho una cama en la misma cuadra en que estaba Florentina. Se fueron los criados a acostar, dejándole allí algunas conservas y bizcochos, agua y vino, por si la dama cobraba el sentido, darle algún socorro. Idos, como digo, todos, don Gaspar se sentó sobre la cama en que estaba Florentina, y teniendo cerca de sí la luz, se puso a contemplar la casi difunta hermosura. Y viendo medio muerta la misma vida con que vivía, haciendo en su enamorado pecho los efectos que amor y piedad suelen causar, con los ojos humedecidos de amoroso sentimiento, tomándole las manos que tendidas sobre la cama tenía, ya le registraba los pulsos, para ver si acaso vivía, otras, tocándole el corazón y muchas poniendo los claveles de sus labios en los nevados copos, que tenía asidos con sus manos, decía: -¡Ay, hermosísima y mal lograda Florentina, que quiso mi desdichada suerte que cuando soy dueño de estas deshojadas azucenas, sea cuando estoy tan cerca de perderlas! Desdichado fue el día que vi tu hermosura y la amé, pues después de haber vivido muriendo tan dilatado tiempo, sin valer mis penas nada ante ti, que lo que se ignora pasa por cosa que no es, quiso mi desesperada y desdichada fortuna que, cuando te hallé, fuese cuando te tengo más perdida y estoy con menos esperanzas de ganarte; pues cuando me pudiera prevenir con el bien de haberte hallado algún descanso, te veo ser despojos de la airada muerte. ¿Qué podré hacer, infelice amante tuyo, en tal dolor, sino serlo también en el punto que tu alma desampare tu hermoso cuerpo, para acompañarte en esta eterna y última jornada? ¡Qué manos tan crueles fueron las que tuvieron ánimo para sacar de tu cristalino pecho, donde sólo amor merecía estar aposentado, tanta púrpura como los arroyos que te he visto verter! Dímelo, señora mía, que como caballero te prometo de hacer en él la más rabiosa venganza, que cuanto ha que se crió el mundo se haya visto. Mas, ¡ay de mí!, que ya parece que la airada Parca ha cortado el delicado estambre de tu vida, pues ya te admiro mármol helado, cuando te esperaba fuego y blanda cera derretida al calor de mi amor! Pues ten por cierto, ajado clavel, y difunta belleza, que te he de seguir, cuando, no acabado con la pena, muerto con mis propias manos y con el puñal de mis iras. Diciendo esto, tornaba a hacer experiencia de los pulsos y del corazón, y tornaba de nuevo y con más lastimosas quejas a llorar la mal lograda belleza. Así pasó hasta las seis de la mañana, que a esta hora tornó en sí la desmayada dama con algo de más aliento; que como se le había restriñido la sangre, tuvo más fuerza su ánimo y desanimados espíritus. Y abriendo los ojos, miró como despavorida los que la tenían cercada, extrañando el lugar donde se veía; que ya estaban todos allí, y el cirujano y los dos piadosos frailes. Mas volviendo en sí, y acordándose cómo la había traído un caballero, y lo demás que había pasado por ella, y con debilitada voz pidió que le diesen alguna cosa con que cobrar más fuerzas, la sirvieron con unos bizcochos mojados en oloroso vino, por ser alimento más blando y sustancioso. Y habiéndolos comido, dijo que le enseñasen el caballero a quien debía el no haber muerto como gentil y bárbara. Y hecho, le dio las gracias como mejor supo y pudo. Y habiendo ordenado se le sacase una sustancia, la quisieron dejar un rato sola, para que, no teniendo con quien hablar, reposase y se previniese para confesarse. Mas ella, sintiéndose con más aliento, dijo que no, sino que se quería confesar luego, por lo que pudiese suceder. Y antes de esto, volviéndose a don Gaspar, le dijo: -Caballero (que aunque quiera llamaros por vuestro nombre, no le sé, aunque me parece que os he visto antes de ahora), ¿acertaréis a ir a la parte donde me hallasteis? Que si es posible acordaros, en la misma calle preguntad por las casas de don Dionís de Portugal, que son bien conocidas en ella, y abriendo la puerta, que no está más que con un cerrojo, poned en cobro lo que hay en ella, tanto de gente como de hacienda. Y porque no os culpen a vos de las desventuras que hallaréis en ella, y por hacer bien os venga mal, llevad con vos algún ministro de justicia, que ya es imposible, según el mal que hay en aquella desdichada casa (por culpa mía) encubrirse, ni menos cautelarme yo, sino que sepan dónde estoy, y si mereciere más castigo del que tengo, me le den. -Señora -respondió don Gaspar, diciéndole primero como era su nombre-, bien sé vuestra casa, y bien os conozco, y no decís mal, que muchas veces me habéis visto, aunque no me habéis mirado. Yo a vos sí que os he mirado y visto; mas no estáis en estado de saber por ahora dónde, ni menos para qué, si de esas desdichas que hay en vuestra casa sois vos la causa, andéis en lances de justicia. -No puede ser menos -respondió Florentina-; haced, señor don Gaspar, lo que os suplico, que ya no temo más daño del que tengo; demás que vuestra autoridad es bastante para que por ella me guarden a mí alguna cortesía. Viendo, pues, don Gaspar que ésta era su voluntad, no replicó más; antes mandando poner el coche, entró en él y se fue a palacio, y dando cuenta de lo sucedido con aquella dama, sin decir que la conocía ni amaba, a un deudo suyo, también de la cámara de Su Majestad, le rogó le acompañase para ir a dar cuenta al gobernador, porque no le imaginasen cómplice en las heridas de Florentina, ni en los riesgos sucedidos en su casa. Y juntos don Gaspar y don Miguel fueron en casa del gobernador, a quien dieron cuenta del estado en que había hallado la dama, y lo que decía de su casa; que como el gobernador conocía muy bien a don Dionís y vio lo que aquellos señores le decían, al punto, entrándose en el coche con ellos, haciendo admiraciones de tal suceso, se fueron cercados de ministros de justicia a la casa de don Dionís, que, llegados a ella, abrieron el cerrojo que Florentina había dicho, y entrando todos dentro, lo primero que hallaron fue, a la puerta de un aposento que estaba al pie de la escalera, dos pajes en camisa, dados de puñaladas, y subiendo por la escalera, una esclava blanca, herrada en el rostro, a la misma entrada de un corredor, de la misma suerte que los pajes, y una doncella sentada en el corredor, atravesada de una estocada hasta las espaldas, que, aunque estaba muerta, no había tenido lugar de caer, como estaba arrimada a la pared; junto a ésta estaba una hacha caída, como que a ella misma se le había caído de la mano. Más adelante, a la entrada de la antesala, estaba don Dionís, atravesado en su misma espada, que toda ella le salía por las espaldas, y él caído boca abajo, pegado el pecho con la guarnición, que bien se conocía haberse arrojado sobre ella, desesperado de la vida y aborrecido de su misma alma. En un aposento que estaba en el mismo corredor, correspondiente a una cocina, estaban tres esclavas, una blanca y dos negras; la blanca, en el suelo, en camisa, en la mitad del aposento; y las negras en la cama, también muertas a estocadas. Entrando más adentro, en la puerta de una cuadra, medio cuerpo fuera y medio dentro, estaba un mozo de hasta veinte años, de muy buena presencia y cara, pasado de una estocada; éste estaba en camisa, cubierta con una capa, y en los descalzos pies una chinelas. En la misma cuadra donde estaba la cama, echada en ella, doña Magdalena, también muerta de crueles heridas; mas con tanta hermosura, que parecía una estatua de marfil salpicada de rosicler. En otro aposento, detrás de esta cuadra, otras dos doncellas, en la cama, también muertas, como las demás. Finalmente, en la casa no había cosa viva. Mirábanse los que venían esto, unos a otros, tan asombrado, que no sé cuál podía en ellos más: la lástima o la admiración. Y bien juzgaron ser don Dionís el autor de tal estrago, y que después de haberle hecho, había vuelto su furiosa rabia contra sí. Mas viendo que sola Florentina, que era la que tenía vida, podía decir cómo había sucedido tan lastimosa tragedia, mas sabiendo de don Gaspar el peligro en que estaba su vida, y que no era tiempo de averiguarla hasta ver si mejoraba, suspendieron la averiguación y dieron orden de enterrar los muertos, con general lástima, y más de doña Magdalena, que como la conocían ser una señora de tanta virtud y tan honorosa, y la veían con tanta mocedad y belleza, se dolían más de su desastrado fin que de los demás. Dada, pues, tierra a los lastimosos cadáveres, y puesta por inventario la hacienda, depositada en personas abonadas, se vieron todos juntos en casa de don Gaspar, donde hallaron reposando a Florentina, que después de haberse confesado y dádole una sustancia, se había dormido; y que un médico, de quien se acompañó el cirujano que la asistía por orden de don Gaspar, decía que no era tiempo de desvanecerla, por cuanto la confesión había sido larga y le había dado calentura, que aquel día no convenía que hablase; mas, porque temían, con la falta de tanta sangre como había perdido, no enloqueciese, la dejaron depositándola en poder de don Gaspar y su primo, que siempre que se la pidiesen darían cuenta de ella. Se volvió el gobernador a su casa, llevando bien que contar, él y todos, de la destrucción de la casa de don Dionís, y bien deseosos de saber el motivo que había para tan lastimoso caso. Más de quince días se pasaron, que no estuvo Florentina para hacer declaración de tan lastimosa historia, llegando muchas veces a término de acabar la vida; tanto, que fue necesario darle todos los sacramentos. En cuyo tiempo, por consejo de don Gaspar y don Miguel, había hecho declaración delante del gobernador, cómo don Dionís había hecho aquel lastimoso estrago, celoso de doña Magdalena y aquel criado, de quien injustamente sospechaba mal, que era el que estaba en la puerta de la cuadra, y que a ella había también dado aquellas heridas; mas que no la acabó de matar, por haberse puesto de por medio aquella esclava que estaba en la puerta del corredor, donde pudo escaparse mientras la mató, y que se había salido a la calle, y cerrado tras sí la puerta, y con perder tanta sangre, cayó donde la halló don Gaspar. Que en cuanto a don Dionís, que no sabía si se había muerto o no; mas que pues le habían hallado como decían, que él, de rabia, se había muerto. Con esta confesión o declaración que hizo, no culpándose a sí, por no ocasionarse el castigo, con esto cesaron las diligencias de la justicia; antes desembargando el hacienda, y poniéndola a ella en libertad, le dieron la posesión de ella; la parte de su hermana, por herencia, y la de don Dionís, en pago de las heridas recibidas de su mano, para que, si viviese, la gozase, y si muriese, pudiese testar a su voluntad. Con que, pasado más de un mes, que con verse quieta y rica, se consoló y mejoró (o Dios que dispone las cosas conforme a su voluntad y a utilidad nuestra), en poco más tiempo estaba ya fuera de peligro, y tan agradecida del agasajo de don Gaspar, y reconocida del bien que de él había recibido, que no fuera muy dificultoso amarle, pues fuera de esto lo merecía por su gallardía y afable condición, además de su nobleza y muchos bienes de fortuna, de que le había engrandecido el Cielo de todas maneras, y aun estoy por decir que le debía de amar. Mas como se hallaba inferior, no en la buena sangre, en la riqueza y en la hermosura, que ésa sola bastaba, sino en la causa que originó el estar ella en su casa, no se atrevía a darlo a entender; ni don Gaspar, más atento a su honor que a su gusto, aunque la amaba, como se ha dicho, y más, como se sabe, del trato, que suele engendrar amor donde no le hay, no había querido declararse con ella hasta saber en qué manera había sido la causa de tan lastimoso suceso; porque más quería morir amando con honor, que sin él vencer y gozar, supuesto que Florentina, para mujer, si había desmán en su pureza, era poca mujer, y para dama, mucha. Y deseoso de salir de este cuidado y determinar lo que había de hacer, porque la jornada de Su Majestad para Castilla se acercaba, y él había de asistir a ella, viéndola con salud y muy cobrada de su hermosura, y que ya se empezaba a levantar, le suplicó le contase cómo habían sucedido tantas desdichas, como por sus ojos había visto, y Florentina, obligada y rogada de persona a quien tanto debía, estando presente don Miguel, que deseaba lo mismo, y aún no estaba menos enamorado que su primo, aunque, temiendo lo mismo, no quería manifestar su amor, empezó a contar su prodigiosa historia de esta manera: -Nací en esta ciudad (nunca naciera, para que hubiera sido ocasión de tantos males), de padres nobles y ricos, siendo desde el primer paso que di en este mundo causa de desdichas, pues se las ocasioné a mi madre, quitándole, en acabando de nacer, la vida, con tierno sentimiento de mi padre, por no haber gozado de su hermosura más de los nueve meses que me tuvo en su vientre, si bien se le moderó, como hace a todos, pues apenas tenía yo dos años se casó con una señora viuda y hermosa, con buena hacienda, que tenía asimismo una hija que le había quedado de su esposo, de edad de cuatro años, que ésta fue la desdichada doña Magdalena. Hecho, pues, el matrimonio de mi padre y su madre, nos criamos juntas desde la infancia, tan amantes la una de la otra, y tan amadas de nuestros padres, que todos entendían que éramos hermanas; porque mi padre, por obligar a su esposa, quería y regalaba a doña Magdalena, como si fuera hija suya, y su esposa, por tenerle a él grato y contento, me amaba a mí más que a su hija, que esto es lo que deben hacer los buenos casados y que quieren vivir con quietud; pues del poco agrado que tienen los maridos con los hijos de sus mujeres, y las mujeres con los de sus maridos, nacen mil rencillas y pesadumbres. En fin, digo que, si no eran los que muy familiarmente nos trataban, que sabían lo contrario, todos los demás nos tenían por hermanas, y hoy aún; nosotras mismas lo creíamos así, hasta que la muerte descubrió este secreto; que, llegando mi padre al punto de hacer testamento para partir de esta vida, por ser el primero que la dejó, supe que no era hija de la que reverenciaba por madre, ni hermana de la que amaba por hermana. Y por mi desdicha, hubo de ser por mí por quien faltó esta amistad. Murió mi padre, dejándome muy encomendada a su esposa; mas no pudo mostrar mucho tiempo en mí el amor que a mi padre tenía, porque fue tan grande el sentimiento que tuvo de su muerte, que dentro de cuatro meses le siguió, dejándonos a doña Magdalena y a mí bien desamparadas, aunque bien acomodadas de bienes de fortuna, que, acompañados con los de naturaleza, nos prometíamos buenos casamientos, porque no hay diez y ocho años feos. Dejónos nuestra madre (que en tal lugar la tenía yo) debajo de la tutela de un hermano suyo, de más edad que ella, el cual nos llevó a su casa, y nos tenía como a hijas, no diferenciándonos en razón de nuestro regalo y aderezo a la una de la otra, porque era con tan gran extremo lo que las dos nos amábamos, que el tío de doña Magdalena, pareciéndole que hacía lisonja a su sobrina, que quería y acariciaba de la misma suerte que a ella. Y no hacía mucho, pues, no estando él muy sobrado, con nuestra hacienda no le faltaba nada. Ya cuando nuestros padres murieron, andaba don Dionís de Portugal, caballero rico, poderoso y de lo mejor de esta ciudad, muy enamorado de doña Magdalena, deseándola para esposa, y se había dilatado el pedirla por su falta, paseándola y galanteándola de lo ternísimo y cuidadoso, como tiene fama nuestra nación. Y ella, como tan bien entendida, conociendo su logro, le correspondía con la misma voluntad, en cuanto a dejarse servir y galantear de él, con el decoro debido a su honestidad y fama, supuesto que admitía su voluntad y finezas con intento de casar con él. Llegaron, pues, estos honestos y recatados amores, a determinarse doña Magdalena de casarse sin la voluntad de su tío, conociendo en él la poca que mostraba en darle estado, temeroso de perder la comodidad con que con nuestra buena y lucida hacienda pasaba. Y así, gustara más que fuéramos religiosas, y aun nos lo proponía muchas veces; mas viendo la poca inclinación que teníamos a este estado, o por desvanecidas con la belleza, o porque habíamos de ser desdichadas, no apretaba en ello, mas dilataba el casarnos: que todo esto pueden los intereses de pasar con descanso. Que visto esto por doña Magdalena, determinada, como digo, a elegir por dueño a don Dionís, empezó a engolfarse más en su voluntad, escribiéndose el uno al otro y hablándose muchas noches por una reja. Asistíala yo algunas noches (¡oh, primero muriera, que tan cara me cuesta esta asistencia!), al principio, contenta de ver a doña Magdalena empleada en un caballero de tanto valor como don Dionís, al medio, envidiosa de que fuese suyo y no mío, y al fin, enamorada y perdida por él. Oíle tierno, escuchéle discreto, miréle galán, consideréle ajeno, y dejéme perder sin remedio, con tal precipicio, que vine a perder la salud, donde conozco que acierta quien dice que el amor es enfermedad, pues se pierde el gusto, se huye el sueño y se apartan las ganas de comer. Pues si todos estos accidentes caen sobre el fuego que amor enciende en el pecho, no me parece que es el menos peligroso tabardillo y más cuando da con la modorra de no poder alcanzar, y con el frenesí celoso de ver lo que se ama empleado en otro cuidado. Y más rabioso fue este mal en mí, porque no podía salir de mí, ni consentía ser comunicado, pues todo el mundo me había de infamar de que amase yo lo que mi amiga o hermana amaba. Yo quería a quien no me quería, y éste amaba a quien yo tenía obligación de no ofender. ¡Válgame Dios, y qué intrincado laberinto, pues sólo mi mal era para mí y mis penas no para comunicadas! Bien notaba doña Magdalena en mí melancolía y perdida color, y demás accidentes, mas no imaginaba la causa. Que creo, de lo que me amaba, que dejara la empresa porque yo no padeciera. (Que cuando considero esto, no sé como mi propio dolor no me quita la vida.) Antes juzgaba de mi tristeza debía de ser porque no me había llegado a mí la ocasión de tomar estado como a ella, como es éste el deseo de todas las mujeres de sus años y de los míos. Y si bien algunas veces me persuadía a que le comunicase mi pena, yo la divertía dándole otras precisas causas, hasta llegarme a prometer que, en casándose, me casaría con quien yo tuviese gusto. ¡Ay, mal lograda hermosura, y qué falsa y desdichadamente te pagué el amor que me tenías! Cierto, señor don Gaspar, que, a no considerar que, si dejase aquí mi lastimosa historia, no cumpliría con lo que estoy obligada, os suplicara me diérades licencia para dejarla; porque no me sirve de más de añadir nuevos tormentos a los que padezco en referirla. Mas pasemos con ella adelante, que justo es que padezca quien causó tantos males, y así, pasaré a referirlos. Las músicas, las finezas y los extremos con que don Dionís servía a doña Magdalena, ya lo podréis juzgar de la opinión de enamorados que nuestra nación tiene; ni tampoco las rabiosas bascas, los dolorosos suspiros y tiernas lágrimas de mi corazón y ojos, el tiempo que duró este galanteo, pues lo podréis ver por lo que adelante sucedió. En fin, puestos los medios necesarios para que su tío de doña Magdalena no lo negase, viendo conformes las dos voluntades, aunque de mala gana, por perder el interés que se le seguía en el gobierno y administración de la hacienda, doña Magdalena y don Dionís llegaron a gozar lo que tanto deseaban, tan contentos con el felicísimo y dichoso logro de su amor, como yo triste y desesperada, viéndome de todo punto desposeída del bien que adoraba mi alma. No sé cómo os diga mis desesperaciones y rabiosos celos; mas mejor es callarlo, porque así saldrán mejor pintados, porque no hallo colores como los de la imaginación. No digo más, sino que a este efecto hice un romance, que si gustáis, le diré, y si no, le pasaré en silencio. -Antes me agraviaréis -dijo don Gaspar- en no decirle; que sentimientos vuestros serán de mucha estima. -Pues el romance es éste, que canté a una guitarra, el día del desposorio, más que cantando, llorando: Casáronse, en fin, don Dionís y doña Magdalena. Y, como me lo había prometido, me trujo, cuando se vino a su casa, en su compañía, con ánimo de darme estado, pensando que traía una hermana y verdadera amiga, y trujo la destrucción de ella. Pues ni el verlos ya casados, ni cuán ternísimamente se amaban, ni lo que a doña Magdalena de amor debía, ni mi misma pérdida, nada bastó para que yo olvidase a don Dionís; antes crecía en mí la desesperada envidia de verlos gozarse y amarse con tanta dulzura y gusto; con lo que yo vivía tan sin él, que creyendo doña Magdalena que nacía de que se dilataba el darme estado, trató de emplearme en una persona que me estimase y mereciese. Mas nunca, ni ella, ni don Dionís lo pudieron acabar conmigo, de que doña Magdalena se admiraba mucho y me decía que me había hecho de una condición tan extraña, que la traía fuera de sí, ni me la entendía. Y a la cuenta debía de comunicar esto mismo con su esposo, porque un día que ella estaba en una visita y yo me había quedado en casa, como siempre hacía (que como andaba tan desabrida, a todo divertimento me negaba), vino don Dionís, y hallándome sola y los ojos bañados de lágrimas, que pocos ratos dejaba de llorar el mal empleo de mi amor, sentándose junto a mí, me dijo: -Cierto, hermosa Florentina, que a tu hermana y a mí nos trae cuidadosísimos tu melancolía, haciendo varios discursos de qué te puede proceder, y ninguno hallo más a propósito, ni que lleve color de verdadero, sino que quieres bien en parte imposible; que a ser posible, no creo que haya caballero en esta ciudad, aunque sea de jerarquía superior, que no estime ser amado de tu hermosura y se tuviera por muy dichoso en merecerla, aun cuando no fueras quien eres, ni tuvieras la hacienda que tienes, sino que fueras una pobre aldeana, pues con ser dueño de tu sin igual belleza, se pudiera tener por el mayor rey del mundo. -Y si acaso fuera -respondí yo, no dejándole pasar adelante (tan precipitada me tenía mi amorosa pasión, o, lo más seguro, dejada de la divina mano)- que fuera así, que amara en alguna parte difícil de alcanzar correspondencia, ¿qué hiciérades vos por mí, señor don Dionís, para remediar mi pena? -Decírsela, y solicitarla para que te amase -respondió don Dionís. -Pues si es así -respondí yo-, dítela a ti mismo, y solicítate a ti, y cumplirás lo que prometes. Y mira cuán apurado está mi sufrimiento, que sin mirar lo que debo a mí misma, ni que profano la honestidad, joya de más valor que una mujer tiene, ni el agravio que hago a tu esposa, que aunque no es mi hermana, la tengo en tal lugar, ni el saber que voy a perder, y no a ganar contigo, pues es cierto que me has de desestimar y tener en menos por mi atrevimiento, y despreciarme por mirarme liviana, y de más a más por el amor que debes a tu esposa, tan merecedora de tu lealtad como yo de tu desprecio. Nada de esto me obliga; porque he llegado a tiempo que es más mi pena que mi vergüenza. Y así, tenme por libre, admírame atrevida, ultrájame deshonesta, aborréceme liviana o haz lo que fuere de tu gusto, que ya no puedo callar. Y cuando no me sirva de más mi confesión, sino que sepas que eres la causa de mi tristeza y desabrimiento, me doy por contenta y pagada de haberme declarado. Y supuesto esto, ten entendido que, desde el día que empezaste a amar a doña Magdalena, te amo más que a mí, pasando las penas que ves y no ves, y de que a ninguna persona en el mundo he dado parte, resuelta a no casarme jamás, porque, si no fuere a ti, no he de tener otro dueño. Acabé esta última razón con tantas lágrimas y ahogados suspiros y sollozos, que apenas la podía pronunciar. Lo que resultó de esto fue que, levantándose don Dionís, creyendo yo que se iba huyendo por no responder a mi determinada desenvoltura, y cerrando la puerta de la sala, se volvió donde yo estaba, diciendo: -No quiera amor, hermosa Florentina, que yo sea ingrato a tan divina belleza y a sentimientos tan bien padecidos y tiernamente dichos. Y añudándome al cuello los brazos, me acarició de modo que ni yo tuve más que darle, ni él más que alcanzar ni poseer. En fin, toda la tarde estuvimos juntos en amorosos deleites. Y en el discurso de ella, no sé que fuese verdad, que los amantes a peso de mentiras nos compran, que desde otro día casado me amaba, y por no atreverse, no me lo había dicho, y otras cosas con que yo creyéndole, me tuve por dichosa, y me juzgué no mal empleada, y que si se viera libre, fuera mi esposo. Rogóme don Dionís con grandes encarecimientos que no descubriera a nadie nuestro amor, pues teníamos tanto lugar de gozarle, y yo le pedí lo mismo, temerosa de que doña Magdalena no lo entendiese. En fin, de esta suerte hemos pasado cuatro años, estando yo desde aquel día la mujer más alegre del mundo. Cobréme en mi perdida hermosura, restituíme en mi donaire. De manera que ya era el regocijo y alegría de toda la casa, porque yo mandaba en ella. Lo que yo hacía era lo más acertado; lo que mandaba, lo obedecido. Era dueño de la hacienda, y de cúya era. Por mí se despedían y recibían los criados y criadas, de manera que doña Magdalena no servía más de hacer estorbo a mis empleos. Amábame tanto don Dionís, granjeándole yo la voluntad con mis caricias, que se vino a descuidar en las que solía y debía hacer a su esposa, con que se trocaron las suertes. Primero Magdalena estaba alegre, y Florentina triste; ya Florentina era la alegre, Magdalena la melancólica, la llorosa, la desabrida y la desconsolada. Y si bien entendía que por andar su esposo en otros empleos se olvidaba de ella, jamás sospechó en mí; lo uno, por el recato con que andábamos, y lo otro por la gran confianza que tenía de mí, no pudiéndose persuadir a tal maldad, si bien me decía que en mí las tristezas y alegrías eran extremos que tocaban en locura. ¡Válgame el cielo, y qué ceguedad es la de los amantes! ¡Nunca me alumbré de ella hasta que a costa de tantas desdichas se me han abierto los ojos! Llegó a tal extremo y remate la de mis maldades, que nos dimos palabras de esposos don Dionís y yo, para cuando muriera doña Magdalena, como si estuviera en nuestra voluntad el quitarle la vida, o tuviéramos las nuestras más seguras que ella la suya. Llegóse en este tiempo la Semana Santa, en que es fuerza acudir al mandamiento de la Iglesia. Y si bien algunas veces, en el discurso de mi mal estado, me había confesado, algunas había sido de cumplimiento. Y yo, que sabía bien dorar mi yerro, no debía haber encontrado confesor tan escrupuloso como este que digo, o yo debí de declararme mejor. ¡Oh infinita bondad, y qué sufres! En fin, tratando con él del estado de mi conciencia, me la apuró tanto, y me puso tantos temores de la perdición de mi alma, no queriéndome absolver, y diciéndome que estaba como acá ardiendo en los infiernos, que volví a casa bien desconsolada, y entrándome en mi retraimiento, empecé a llorar, de suerte que lo sintió una doncella mía, que se había criado conmigo desde niña; que es la que si os acordareis, señor don Gaspar, hallasteis en aquella desdichada casa sentada en el corredor, arrimada a la pared, pasada de parte a parte por los pechos, y con grande instancia, ruegos y sentimientos, me persuadió a que le dijese la causa de mi lastimoso llanto. Y yo (o por descansar con ella, o porque ya la fatal ruina de todos se acercaba, advirtiendo, lo primero, del secreto y disimulación delante de don Dionís, porque no supiese que ella lo sabía, por lo que importaba) le di cuenta de todo, sin faltar nada, contándole también lo que me había pasado con el confesor. La doncella, haciendo grandes admiraciones, y más de cómo había podido tenerlo tanto tiempo encubierto sin que ninguno lo entendiese, me dijo, viendo que yo le pedía consejo, estas razones: -Cierto, señora mía, que son sucesos, los que me has contado, de tanta gravedad, que era menester, para dar salida a ellos, mayor entendimiento que el mío; porque pensar que has de estar en este estado presente hasta que doña Magdalena se muera, es una cosa que sólo esperarla causa desesperación. Porque ¿cómo sabemos que se ha de morir ella primero que tú? ¿Ni don Dionís decirte que te apartes de él, amándole? Es locura que ni tú lo has de hacer, ni él, si está tan enamorado, como dices, menos; tú, sin honor y amando, aguardando milagros, que las más de las veces en estos casos suceden al revés, porque el Cielo castiga estas intenciones, y morir primero los que agravian que el agraviado, acabar el ofensor y vivir el ofendido. El remedio que hallo, cruel es; mas ya es remedio, que a llagas tan ulceradas como éstas quieren curas violentas. Roguéle me lo dijese, y respondióme: -Que muera doña Magdalena; que más vale que lo padezca una inocente, que se irá a gozar de Dios con la corona del martirio, que no que tú quedes perdida. -¡Ay, amiga!, ¿y no será mayor error que los demás -dije yo- matar a quien no lo debe, y que Dios me le castigará a mí, pues haciendo yo el agravio, le ha de pagar el que le recibe? -David -me respondió mi doncella- se aprovechó de él matando a Urías, porque Bersabé no padeciera ni peligrara en la vida ni en la fama. Y tú me parece que estás cerca de lo mismo, pues el día que doña Magdalena se desengañe, ha de hacer de ti lo que yo te digo que hagas de ella. -Pues si con sólo el deseo -respondí yo- me ha puesto el confesor tantos miedos, ¿qué será con la ejecución? -Hacer lo que hizo David -dijo la doncella-: matemos a Urías, que después haremos penitencia. En casándote con tu amante, restaurar con sacrificios el delito; que por la penitencia se perdona el pecado, y así lo hizo el santo rey. Tantas cosas me dijo, y tantos ejemplos me puso, y tantas leyes me alegó, que como yo deseaba lo mismo que ella me persuadía, que reducida a su parecer, dimos entre las dos la sentencia contra la inocente y agraviada doña Magdalena; que siempre a un error sigue otro, y a un delito muchos. Y dando y tomando pareceres cómo se ejecutaría, me respondió la atrevida mujer, en quien pienso que hablaba y obraba el demonio: -Lo que me parece más conveniente, para que ninguna de nosotras peligre, es que la mate su marido, y de esta suerte no culparán a nadie. -¿Cómo será eso -dije yo-, que doña Magdalena vive tan honesta y virtuosamente, que no hallará jamás su marido causa para hacerlo? -Eso es el caso -dijo la doncella-; ahí ha de obrar mi industria. Calla y déjame hacer, sin darte por entendida de nada; que si antes de un mes no te vieres desembarazada de ella, me ten por la más ruda y boba que hay en el mundo. Dióme parte del modo, apartándonos las dos, ella, a hacer oficio de demonio, y yo a esperar el suceso, con lo que cesó nuestra plática. Y la mal aconsejada moza, y yo más que ella (que todas seguíamos lo que el demonio nos inspiraba), hallando ocasión, como ella la buscaba, dijo a don Dionís que su esposa le quitaba el honor, porque mientras él no estaba en casa, tenía trato ilícito con Fernandico. Éste era un mozo de hasta edad de diez y ocho o veinte años, que había en casa, nacido y criado en ella, porque era hijo de una criada de sus padres de don Dionís, que había sido casada con un mayordomo suyo, y muertos ya sus padres, el desdichado mozo se había criado en casa, heredando el servir, mas no el premio, pues fue muy diferente del que sus padres habían tenido; que éste era el que hallasteis muerto a la puerta de la cuadra donde estaba doña Magdalena. Era galán y de buenas partes, y muy virtuoso, con que a don Dionís no se le hizo muy dificultoso el creerlo, si bien le preguntó que cómo le había visto; a lo que ella respondió que al ladrón de casa no hay nada oculto, que piensan las amas que las criadas son ignorantes. En fin, don Dionís le dijo que cómo haría para satisfacerse de la verdad. -Haz que te vas fuera, y vuelve al anochecer, o ya pasado de media noche, y hazme una seña, para que yo sepa que estás en la calle -dijo la criada-, que te abriré la puerta y los cogerás juntos. Quedó concertado para de allí a dos días, y mi criada me dio parte de lo hecho; de que yo, algo temerosa, me alegré, aunque por otra parte me pesaba; mas viendo que ya no había remedio, hube de pasar, aguardando el suceso. Vamos al endemoniado enredo, que voy abreviando, por la pena que me da referir tan desdichado suceso. Al otro día dijo don Dionís que iba con unos amigos a ver unos toros que se corrían en un lugar tres leguas de Lisboa. Y apercibido su viaje, aunque Fernandico le acompañaba siempre, no quiso que esta vez fuera con él, ni otro ningún criado; que para dos días los criados de los otros le asistirían. Y con esto se partió el día a quien siguió la triste noche que me hallasteis. En fin, él vino solo, pasada de media noche, y hecha la seña, mi doncella, que estaba alerta, le dijo se aguardase un poco, y tomando una luz, se fue al posento del mal logrado mozo, y entrando alborotada, le dijo: -Fernando, mi señora te llama que vayas allá muy apriesa. -¿Qué me quiere ahora mi señora? -replicó Fernando. -No sé -dijo ella- más de que me envía muy apriesa a llamarte. Levantóse, y queriendo vestirse, le dijo: -No te vistas, sino ponte esa capa y enchanclétate esos zapatos, y ve a ver qué te quiere; que si después fuere necesario vestirte, lo harás. Hízolo así Fernando y mientras él fue adonde su señora estaba, la cautelosa mujer abrió a su señor. Llegó Fernando a la cama donde estaba durmiendo doña Magdalena, y despertándola, le dijo: -Señora, ¿qué es lo que me quieres? A lo que doña Magdalena, asustada, como despertó y le vio en su cuadra, le dijo: -Vete, vete, mozo, con Dios. ¿Qué buscas aquí? Que yo no te llamo. Que como Fernando lo oyó, se fue a salir de la cuadra, cuando llegó su amo al tiempo que él salía; que como le vio desnudo y que salía del aposento de su esposa, creyó que salía de dormir con ella, y dándole con la espada, que traía desnuda, dos estocadas, una tras otra, le tendió en el suelo, sin poder decir más de «¡Jesús sea conmigo!», con tan doloroso acento, que yo, que estaba en mi aposento, bien temerosa y sobresaltada (como era justo estuviese quien era causa de un mal tan grande y autora de un testimonio tan cruel, y motivo de que se derramase aquella sangre inocente, que ya empezaba a clamar delante del tribunal supremo de la divina justicia), me cubrí con un sudor frío, y queriéndome levantar, para salir a estorbarlo, o que mis fuerzas estuviesen enflaquecidas, o que el demonio, que ya estaba señoreado de aquella casa, me ató de suerte que no pude. En tanto, don Dionís, ya de todo punto ciego con su agravio, entró adonde estaba su inocente esposa, que se había vuelto a quedar dormida con los brazos sobre la cabeza, y llegando a su puro y casto lecho, a sus airados ojos y engañada imaginación sucio, deshonesto y violado con la mancha de su deshonor, le dijo: -¡Ah traidora, y cómo descansas en mi ofensa! Y sacando la daga, la dio tantas puñaladas, cuantas su indignada cólera le pedía. Sin que pudiese ni aun formar un ¡ay!, desamparó aquella alma santa el más hermoso y honesto cuerpo que conoció el reino de Portugal. Ya a este tiempo había yo salido fuera de mi estancia y estaba en parte que podía ver lo que pasaba; bien perdida de ánimo y anegada en lágrimas; mas no me atreví a salir. Y vi que don Dionís pasó adelante, a un retrete que estaba consecutivo a la cuadra de su esposa, y hallando dos desdichadas doncellas que dormían en él, las mató, diciendo: -Así pagaréis, dormidas centinelas de mi honor, vuestro descuido, dando lugar a vuestra alevosa señora para que velase a quitarme el honor. Y bajando por una escalera excusada que salía a un patio, salió al portal, y llamando los dos pajes que dormían en un aposento cerca de allí, que a su voz salieron despavoridos, les pagó su puntualidad con quitarles la vida. Y como un león encarnizado y sediento de humana sangre, volvió a subir por la escalera principal, y entrando en la cocina, mató las tres esclavas que dormían en ella, que la otra había ido a llamarme, oyendo la revuelta y llanto que hacía mi criada, que sentada en el corredor estaba; que, o porque se arrepintió del mal que había hecho, cuando no tenía remedio, o porque Dios quiso le pagase, o porque el honor de doña Magdalena no quedase manchado, sino que supiese el mundo que ella y cuantos habían muerto, iban sin culpa, y que sola ella y yo la teníamos, que es lo más cierto, arrimando una hacha que el propio había encendido a la pared, que tan descaradamente siguió su maldad, que para ir a abrir la puerta a su señor, le pareció poca luz la de una vela, que, en dejándonos Dios de su divina mano, pecamos, como si hiciéramos algunas virtudes. Sin vergüenza de nada, se sentó y empezó a llorar, diciendo: -¡Ay, desdichada de mí, qué he hecho! ¡Ya no hay perdón para mí en el cielo, ni en la tierra, pues por apoyar un mal con tan grande y falso testimonio, he sido causa de tantas desdichas! A este mismo punto salía su amo de la cocina, y yo por la otra parte, y la esclava que me había ido a llamar, con una vela en la mano. Y como la oí, me detuve, y vi que llegando don Dionís a ella, le dijo: -¿Qué dices, moza, de testimonio y de desdichas? -¡Ay, señor mío! -respondió ella-, ¿qué tengo de decir?, sino que soy la más mala hembra que en el mundo ha nacido? Que mi señora doña Magdalena y Fernando han muerto sin culpa, con todos los demás a quien has quitado la vida. Sola yo soy la culpada, y la que no merezco vivir, que yo hice este enredo, llamando al triste Fernando, que estaba en su aposento dormido, diciéndole que mi señora le llamaba, para que viéndole tú salir de la forma que le viste, creyeses lo que yo te había dicho, para que, matando a mi señora doña Magdalena, te casaras con doña Florentina, mi señora, restituyéndole y satisfaciendo, con ser su esposo, el honor que le debes. -¡Oh falsa traidora! Y si eso que dices es verdad -dijo don Dionís-, poca venganza es quitarte una vida que tienes; que mil son pocas, y que a cada una se te diese un género de muerte. -Verdad es, señor; verdad es, señor, y lo demás, mentira. Yo soy la mala, y mi señora, la buena. La muerte merezco, y el infierno también. -Pues yo te daré lo uno y lo otro -respondió don Dionís-, y restaure la muerte de tantos inocentes la de una traidora. Y diciendo esto, la atravesó con la espada por los pechos contra la pared, dando la desdichada una gran voz, diciendo: -Recibe, infierno, el alma de la más mala mujer que crió el Cielo, y aun allá pienso que no hallará lugar. Y diciendo esto, la rindió a quien la ofrecía. A este punto salí yo con la negra, y fiada en el amor que me tenía, entendiendo amansarle y reportarle, le dije: -¿Qué es eso, don Dionís? ¿Qué sucesos son éstos? ¿Hasta cuándo ha de durar el rigor? Él, que ya a este punto estaba de la rabia y dolor sin juicio, embistió conmigo, diciendo: -Hasta matarte y matarme, falsa, traidora, liviana, deshonesta, para que pagues haber sido causa de tantos males; que no contenta con los agravios que, con tu deshonesto apetito, hacías a la que tenías por hermana, no has parado hasta quitarle la vida. Y diciendo esto, me dio las heridas que habéis visto, y acabárame de matar si la negra no acudiera a ponerse en medio; que como la vio don Dionís, asió de ella, y mientras la mató, tuve yo lugar de entrarme en un aposento y cerrar la puerta, toda bañada en mi sangre. Acabando, pues, don Dionís con la vida de la esclava, y que ya no quedaba nada vivo en casa, si no era él, porque de mí bien creyó que iba de modo que no escaparía, y insistido del demonio, puso el pomo de la espada en el suelo y la punta en su cruel corazón diciendo: -No he de aguardar a que la justicia humana castigue mis delitos, que más acertado es que sea yo el verdugo de la justicia divina. Se dejó caer sobre la espada, pasando la punta a las espaldas, llamando al demonio que le recibiese el alma. Yo, viéndole ya muerto y que me desangraba, si bien con el miedo que podéis imaginar, de verme en tanto horror y cuerpos sin almas, que de mi sentimiento no hay que decir, pues era tanto, que no sé cómo no hice lo mismo que don Dionís, mas no lo debió de permitir Dios, porque se supiese un caso tan desdichado como éste, con más ánimo del que en la ocasión que estaba imaginé tener, abrí la puerta del aposento, y tomando la vela que estaba en el suelo, me bajé por la escalera y salí a la calle con ánimo de ir a buscar (viéndome en el estado que estaba) quien me confesase, para que, ya que perdiese la vida, no perdiese el alma. Con todo, tuve advertimiento de cerrar la puerta de la calle con aquel cerrojo que estaba, y caminando con pasos desmayados por la calle, sin saber adonde iba, me faltaron, con la falta de sangre, las fuerzas, y caí donde vos, señor don Gaspar, me hallasteis, donde estuve hasta aquella hora y llegó vuestra piedad a socorrerme, para que, debiéndoos la vida, la gaste el tiempo que me durare en llorar, gemir y hacer penitencia de tantos males como he causado y también en pedirle a Dios guarde la vuestra muchos siglos. Calló con esto la linda y hermosa Florentina; mas sus ojos, con los copiosos raudales de lágrimas, no callaron, que a hilos se desperdiciaban por sus más que hermosas mejillas, en que mostraba bien la pasión que en el alma sentía, que forzada de ella se dejó caer con un profundo y hermoso desmayo, dejando a don Gaspar suspenso y espantado de lo que había oído, y no sé si más desmayado que ella, viendo que, entre tantos muertos como el muerto honor de Florentina había causado, también había muerto su amor; porque ni Florentina era ya para su esposa, ni para dama era razón que la procurase, supuesto que la veía con determinación de tomar más seguro estado que la librase de otras semejantes desdichas como las que por ella habían pasado; y se alababa en sí de muy cuerdo en no haberle declarado su amor hasta saber lo que entonces había. Y así, acudiendo a remediar el desmayo, con que estaba ya vuelta de él, la consoló, esforzándola con algunos dulces y conservas. Diciéndole cariñosas razones, la aconsejó que, en estando con más entera salud, el mejor modo para su reposo era entrarse en religión, donde viviría segura de nuevas calamidades; que en lo que tocaba a allanar el riesgo de la justicia, si hubiese alguno, él se obligaba al remedio, aunque diese cuenta a Su Majestad del caso, si fuese menester. A lo que la dama, agradeciéndole los beneficios que había recibido y recibía, con nuevas caricias le respondió que ése era su intento, y que cuanto primero se negociase y ejecutase, le haría mayor merced; que ni sus desdichas, ni el amor que al desdichado don Dionís tenía, le daban lugar a otra cosa. Acabó don Gaspar con esta última razón de desarraigar y olvidar el amor que la tenía, y en menos de dos meses que tardó Florentina en cobrar fuerzas, sanar de todo punto y negociarse todo presto, que fue necesario que se diese cuenta a Su Majestad del caso, que dio piadoso el perdón de la culpa que Florentina tenía en ser culpable de lo referido, se consiguió su deseo, entrándose religiosa en uno de los más suntuosos conventos de Lisboa, sirviéndole de castigo su mismo dolor y las heridas que le dio don Dionís, supliendo el dote y más gasto la gruesa hacienda que había de la una parte y la otra, donde hoy vive santa y religiosísima vida, carteándose con don Gaspar, a quien, siempre agradecida, no olvida, antes, con muchos regalos que le envía, agradece la deuda en que le está. El cual, vuelto con Su Majestad a Madrid, se casó en Toledo, donde hoy vive, y de él mismo supe este desengaño que habéis oído. Apenas dio fin la hermosa Lisis a su desengaño, cuando la linda doña Isabel, como quien tan bien sabía su intención, mientras descansaba para decir lo que para dar fin a este entretenido sarao faltaba, porque ya Lisis había comunicado con ella su intento, dejando el arpa, y tomando una guitarra, cantó sola lo que se sigue: Bien ventilada me parece que queda, nobles y discretos caballeros, y hermosísimas damas -dijo la bien entendida Lisis, viendo que doña Isabel había dado fin a su romance-, la defensa de las mujeres, por lo que me dispuse a hacer esta segunda parte de mi entretenido y honesto sarao; pues, si bien confieso que hay muchas mujeres que, con sus vicios y yerros, han dado motivo a los hombres para la mucha desestimación que hoy hacen de ellas, no es razón que, hablando en común, las midan a todas con una misma medida. Que lo cierto es que en una máquina tal dilatada y extendida como la del mundo, ha de haber buenas y malas, como asimismo hay hombres de la misma manera; que eso ya fuera negar la gloria a tantos santos como hay ya pasados de esta vida, y que hoy se gozan con Dios en ella, y la virtud a millares de ellos que se precian de ella. Mas no es razón que se alarguen tanto en la desestimación de las mujeres, que, sin reservar a ninguna, como pecado original, las comprendan a todas. Pues, como se ha dicho en varias partes de este discurso, las malas no son mujeres, y no pueden ser todas malas, ya que eso fuera no haber criado Dios en ellas almas para el cielo, sino monstruos que consumiesen el mundo. Bien sé que me dirán algunos: «¿Cuáles son las buenas, supuesto que hasta en las de alta jerarquía se hallaron hoy travesuras y embustes?» A eso respondo que ésas son más bestias fieras que las comunes, pues, olvidando las obligaciones, dan motivo a desestimación, pues ya que su mala estrella las inclina a esas travesuras, tuvieran más disculpa si se valieran del recato. Esto es, si acaso a las deidades comprende el vicio, que yo no lo puedo creer, antes me persuado que algunas de las comunes, pareciéndoles ganan estimación con los hombres, se deben (fiadas de un manto) de vender por reinas, y luego se vuelven a su primero ser, como las damas de la farsa. Y como los hombres están dañados contra ellas, luego creen cualquiera flaqueza suya, y para apoyar su opinión dicen hasta las de más obligación ya no la guardan. Y aquí se ve la malicia de algunos hombres, que no quiero decir todos aunque en común han dado todos en tan noveleros, que por ser lo más nuevo el decir mal de las mujeres, todos dicen que lo que se usa no se excusa. Lo que me admira es que los nobles, los honrados y virtuosos, se dejan ya llevar de la común voz, sin que obre en ellos ni la nobleza de que el Cielo los dotó, ni las virtudes de que ellos se pueden dotar, ni de las ciencias que siempre están estudiando, pues por ellas pudieran sacar, como tan estudiosos, que hay y ha habido, en las edades pasadas y presentes, muchas mujeres buenas, santas, virtuosas, estudiosas, honestas, valientes, firmes y constantes. Yo confieso que en alguna parte tienen razón, que hay hoy más mujeres viciosas y perdidas que ha habido jamás; mas no que falten tan buenas que no excedan el número de las malas. Y tomando de más atrás el apoyar esta verdad, no me podrán negar los hombres que en las antigüedades no ha habido mujeres muy celebradas, que eso fuera negar las innumerables santas de quien la Iglesia canta: tantas mártires, tantas vírgenes, tantas viudas y continentes, tantas que han muerto y padecido en la crueldad de los hombres; que si esto no fuera así, poco paño hubieran tenido estas damas desengañadoras en qué cortar sus desengaños, todos tan verdaderos como la misma verdad; tanto, que les debe muy poco la fábula, pues, hasta para hermosear, no han tenido necesidad de ella. ¿Pues qué ley humana ni divina halláis, nobles caballeros, para precipitaros tanto contra las mujeres, que apenas se halla uno que las defienda, cuando veis tantos que las persiguen? Quisiera preguntaros si cumplís en esto con la obligación de serio, y lo que prometéis cuando os ponéis en los pechos las insignias de serio, y si es razón que lo que juráis cuando os las dan, no lo cumpláis. Mas pienso que ya no las deseáis y pretendéis, sino por gala, como las medias de pelo y las guedejas. ¿De qué pensáis que procede el poco ánimo que hoy todos tenéis, que sufrís que estén los enemigos dentro de España, y nuestro Rey en campaña, y vosotros en el Prado y en el río, llenos de galas y trajes femeniles, y los pocos que le acompañan, suspirando por las ollas de Egipto? De la poca estimación que hacéis de las mujeres, que a fe que, si las estimarais y amárades, como en otros tiempos se hacía, por no verlas en poder de vuestros enemigos, vosotros mismos os ofreciérades, no digo yo a ir a la guerra, y a pelear, sino a la muerte, poniendo la garganta al cuchillo, como en otros tiempos, y en particular en el del rey don Fernando el Católico se hacía, donde no era menester llevar los hombres por fuerza, ni maniatados, como ahora (infelicidad y desdicha de nuestro católico Rey), sino que ellos mismos ofrecían sus haciendas y personas: el padre, por defender la hija; el hermano, por la hermana; el esposo, por la esposa, y el galán por la dama. Y esto era por no verlas presas y cautivas, y, lo que peor es, deshonradas, como me parece que vendrá a ser si vosotros no os animáis a defenderlas. Mas, como ya las tenéis por el alhaja más vil y de menos valor que hay en vuestra casa, no se os da nada de que vayan a ser esclavas de otros y en otros reinos; que a fe que, si los plebeyos os vieran a vosotros con valor para defendernos, a vuestra imitación lo hicieran todos. Y si os parece que en yéndoos a pelear os han de agraviar y ofender, idos todos, seguid a vuestro rey a defendernos, que quedando solas, seremos Moisenes, que, orando, vencerá Josué. ¿Es posible que nos veis ya casi en poder de los contrarios, pues desde donde están adonde estamos no hay más defensa que vuestros heroicos corazones y valerosos brazos, y que no os corréis de estaros en la Corte, ajando galas y criando cabellos, hollando coches y paseando prados, y que en lugar de defendernos, nos quitéis la opinión y el honor, contando cuentos que os suceden con damas, que creo que son más invenciones de malicia que verdades; alabándoos de cosas que es imposible sea verdad que lo puedan hacer, ni aun las públicas rameras, sólo por llevar al cabo vuestra dañada intención, todos efecto de la ociosidad en que gastáis el tiempo en ofensa de Dios y de vuestra nobleza? ¡Que esto hagan pechos españoles! ¡Que esto sufran ánimos castellanos! Bien dice un héroe bien entendido que los franceses os han hurtado el valor, y vosotros a ellos, los trajes. Estimad y honrad a las mujeres y veréis cómo resucita en vosotros el valor perdido. Y si os parece que las mujeres no os merecen esta fineza, es engaño, que si dos os desobligan con sus malos tratos, hay infinitas que los tienen buenos. Y si por una buena merecen perdón muchas malas, merézcanle las pocas que hay por las muchas buenas que goza este siglo, como lo veréis si os dais a visitar los santuarios de Madrid y de otras partes, que son más en número las que veréis frecuentar todos los días los sacramentos, que no las que os buscan en los prados y ríos. Muchas buenas ha habido y hay, caballeros. Cese ya, por Dios, vuestra civil opinión, y no os dejéis llevar del vulgacho novelero, que cuando no hubiera habido otra más que nuestra serenísima y santa reina, doña Isabel de Borbón (que Dios llevó, porque no la merecía el mundo, la mayor pérdida que ha tenido España), sólo por ella merecían buen nombre las mujeres, salvándose las malas en él, y las buenas adquiriendo gloriosas alabanzas; y vosotros se las deis de justicia, que yo os aseguro que si, cuando los plebeyos hablan mal de ellas, supieran que los nobles las habían de defender, que de miedo, por lo menos, las trataran bien; pero ven que vosotros escucháis con gusto sus oprobios, y son como los truhanes, que añaden libertad a libertad, desvergüenza a desvergüenza y malicia a malicia. Y digo que ni es caballero, ni noble, ni honrado el que dice mal de las mujeres, aunque sean malas, pues las tales se pueden librar en virtud de las buenas. Y en forma de desafío, digo que el que dijere mal de ellas no cumple con su obligación. Y como he tomado la pluma, habiendo tantos años que la tenía arrimada, en su defensa, tomaré la espada para lo mismo, que los agravios sacan fuerzas donde no las hay; no por mí, que no me toca, pues me conocéis por lo escrito, mas no por la vista, sino por todas, por la piedad y lástima que me causa su mala opinión. Y vosotras, hermosas damas, de toda suerte de calidad y estado, ¿qué más desengaños aguardáis que el desdoro de vuestra fama en boca de los hombres? ¿Cuándo os desengañaréis de que no procuran más de derribaros y destruiros, y luego decir aún más de lo que con vosotras les sucede? ¿Es posible que, con tantas cosas como habéis visto y oído, no reconoceréis que en los hombres no dura más la voluntad que mientras dura el apetito, y en acabándose, se acabó? Si no, conocedlo en el que más dice que ama una mujer: hállela en una niñería, a ver si la perdonará, como Dios, porque nos ama tanto, nos perdona cada momento tantas ofensas como le hacemos. ¿Pensáis ser más dichosas que las referidas en estos desengaños? Ése es vuestro mayor engaño; porque cada día, como el mundo se va acercando al fin, va todo de mal en peor. ¿Por qué queréis, por veleta tan mudable como la voluntad de un hombre, aventurar la opinión y la vida en las crueles manos de los hombres? Y es la mayor desdicha que quizá las no culpadas mueren, y las culpadas viven; pues no he de ser yo así, que en mí no ha de faltar el conocimiento que en todas. Y así, vos, señor don Diego -prosiguió la sabia Lisis, vuelta al que aguardaba verla su esposa-, advertid que no será razón que, deseando yo desengañar, me engañe; no porque en ser vuestra esposa puede haber engaño, sino porque no es justo que yo me fíe de mi dicha, porque no me siento más firme que la hermosa doña Isabel, a quien no le aprovecharon tantos trabajos como en el discurso de su desengaño nos refirió, de que mis temores han tenido principio. Considero a Camila, que no le bastó para librarse de una desdicha ser virtuosa, sino que, por no avisar a su esposo, sobre morir, quedó culpada. Roseleta, que le avisó, tampoco se libró del castigo. Elena sufrió inocente y murió atormentada. Doña Inés no le valió el privarla el mágico con sus enredos y encantos el juicio; ni a Laurela el engañarla un traidor. Ni a doña Blanca le sirvió de nada su virtud ni candidez. Ni a doña Mencía el ser su amor sin culpa. Ni a doña Ana el no tenerla, ni haber pecado, pues sólo por pobre perdió la vida. Beatriz hubo menester todo el favor de la Madre de Dios para salvar la vida, acosada de tantos trabajos, y esto no todas le merecemos. Doña Magdalena no le sirvió el ser honesta y virtuosa para librarse de la traición de una infame sierva, de que ninguna en el mundo se puede librar; porque si somos buenas, nos levantan un testimonio, y si ruines, descubren nuestros delitos. Porque los criados y criadas son animales caseros y enemigos no excusados, que los estamos regalando y gastando con ellos nuestra paciencia y hacienda, y al cabo, como el león, que harto el leonero de criarle y sustentarle, se vuelve contra él y le mata, así ellos, al cabo al cabo, matan a sus amos, diciendo lo que saben de ellos y diciendo lo que no saben, sin cansarse de murmurar de su vida y costumbres. Y es lo peor que no podemos pasar sin ellos, por la vanidad, o por la honrilla. Pues si una triste vidilla tiene tantos enemigos, y el mayor es un marido, pues, ¿quién me ha de obligar a que entre yo en lid de que tantas han salido vencidas, y saldrán mientras durare el mundo, no siendo más valiente ni más dichosa? Vuestros méritos son tantos, que hallaréis esposa más animosa y menos desengañada; que aunque no lo estoy por experiencia, lo estoy por ciencia. Y como en el juego, que mejor juzga quien mira que quien juega, yo viendo, no sólo en estos desengaños, mas en lo que todas las casadas me dan, unas lamentándose de que tienen los maridos jugadores; otras, amancebados, y muchas de que no atienden a su honor, y por excusarse de dar a su mujer una gala, sufren que se la dé otro. Y más que, por esta parte, al cabo de desentenderse, se dan a entender, con quitarles la vida, que fuera más bien empleado quitársela a ellos, pues fueron los que dieron la ocasión, como he visto en Madrid; que desde el día que se dio principio a este sarao, que fue martes de carnestolendas de este presente año de mil seiscientos cuarenta y seis, han sucedido muchos casos escandalosos; estoy tan cobarde, que, como el que ha cometido algún delito, me acojo a sagrado y tomo por amparo el retiro de un convento, desde donde pienso (como en talanquera) ver lo que sucede a los demás. Y así, con mi querida doña Isabel, a quien pienso acompañar mientras viviere, me voy a salvar de los engaños de los hombres. Y vosotras, hermosas damas, si no os desengaña lo escrito, desengáñeos lo que me veis hacer. Y a los caballeros, por despedida suplico muden de intención y lenguaje con las mujeres, porque si mi defensa por escrito no basta, será fuerza que todas tomemos las armas para defendernos de sus malas intenciones y defendernos de los enemigos, aunque no sé qué mayores enemigos que ellos, que nos ocasionan a mayores ruinas que los enemigos. Dicho esto, la discreta Lisis se levantó, y tomando por la mano a la hermosa doña Isabel, y a su prima doña Estefanía por la otra, haciendo una cortés reverencia, sin aguardar respuesta, se entraron todas tres en otra cuadra, dejando a su madre, como ignorante de su intención, confusa; a don Diego, desesperado, y a todos, admirados de su determinación. Don Diego, descontento, con bascas de muerte, sin despedirse de nadie, se salió de la sala; dicen que se fue a servir al rey en la guerra de Cataluña, donde murió, porque él mismo se ponía en los mayores peligros. Toda la gente, despidiéndose de Laura, dándole muchos parabienes del divino entendimiento de su hija, se fueron a sus casas, llevando unos qué admirar, todos qué contar y muchos qué murmurar del sarao; que hay en la Corte gran número de sabandijas legas, que su mayor gusto es decir mal de las obras ajenas, y es lo mejor que no las saben entender. Otro día, Lisis y doña Isabel, con doña Estefanía, se fueron a su convento con mucho gusto. Doña Isabel tomó el hábito, y Lisis se quedó seglar. Y en poniendo Laura la hacienda en orden, que les rentase lo que habían menester, se fue con ellas, por no apartarse de su amada Lisis, avisando a su madre de doña Isabel, que como supo dónde estaba su hija, se vino también con ella, tomando el hábito de religiosa, donde se supo cómo don Felipe había muerto en la guerra. A pocos meses se casó Lisarda con un caballero forastero, muy rico, dejando mal contento a don Juan, el cual confesaba que, por ser desleal a Lisis, le había dado Lisarda el pago que merecía, de que le sobrevino una peligrosa enfermedad, y de ella un frenesí, con que acabó la vida. Yo he llegado al fin de mi entretenido sarao; y, por fin, pido a las damas que se reporten en los atrevimientos, si quieren ser estimadas de los hombres; y a los caballeros, que muestren serlo, honrando a las mujeres, pues les está tan bien, o que se den por desafiados porque no cumplen con la ley de caballería en no defender a las mujeres. Vale. Ya, ilustrísimo Fabio, por cumplir lo que pedistes de que no diese trágico fin a esta historia, la hermosa Lisis queda en clausura, temerosa de que algún engaño la desengañe, no escarmentada de desdichas propias. No es trágico fin, sino el más felice que se pudo dar, pues codiciosa y deseada de muchos, no se sujetó a ninguno. Si os duran los deseos de verla, buscadla con intento casto, que con ello la hallaréis tan vuestra y con la voluntad tan firme y honesta, como tiene prometido, y tan servidora vuestra como siempre, y como vos merecéis; que hasta en conocerlo ninguna le hace ventaja. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
La fuerza del amor
Cuento
Fue el capitán don Pedro (cuyo apellido por justos respetos se calla) natural de la ciudad de Vitoria, una de las principales de Vizcaya, por su amenidad, grandeza y nobleza que en sí cría. Desde sus tiernos años se inclinó a las armas, ejercicio usado entre nobles. Gastó la flor de su mocedad en la guerra, si se puede decir gastar, sirviendo a su rey con tanto valor, por cuyo bien empleado trabajo alcanzó del católico y prudente don Felipe II honrosos cargos en ella, hasta que, pidiendo su noble ejercicio el merecido premio de sus servicios, el cristiano rey don Felipe III honró su persona con un hábito de Santiago y seis mil ducados de renta, librados en la encomienda del mismo hábito. Casó en Segovia (ilustre ciudad de Castilla, tan adornada de edificios como de grandeza de caballeros, enriquecida de mercaderes que con sus tratos extienden su nombre hasta las más remotas provincias de Italia) con una dama igual en nobleza y bienes de fortuna. De este matrimonio tuvo un hijo, el cual llegando a los años de discreción, heredando los nobles y alentados respetos y pensamientos de su padre, a imitación suya y codicioso de sus hazañas, quiso mostrar su mocedad en mostrar su valor y granjear alguna de las que a su padre sobraban; y así, con gusto suyo y una bandera, cuyo suplimiento alcanzaron los méritos de su padre, pasó a Italia a servir a su rey en la famosa guerra que tenía con el duque de Saboya. Tenía el capitán don Pedro un hermano que por ser mayor gozaba el mayorazgo de sus padres, que no era de los peores de su tierra, y por heredera la más bella hija que en toda aquella provincia se hallaba. Era Aminta de catorce años cuando a la puerta de los de su padre llamó la muerte, cruel fiscal de las vidas. Y sintiendo el cristiano caballero más que la partida de este mundo el dejar su hermosa hija sin más amparo que el del cielo, pues aunque le quedaba bastante hacienda para casar noblemente, viéndola quedar sin madre que la gobernase y enseñase, era para su corazón nuevo tormento, aunque la virtud de su hija le animaba, y viendo que sin remedio se llegaba el fin de su vida, hizo su testamento, y dejando a su hija por dueño de todo, nombró a su hermano por testamentario y cumplidor de su alma, suplicándole por una carta que antes de su muerte escribió, tomase a su cargo el remediar y casar a su sobrina, pidiéndole encarecidamente la emplease en quien la mereciese. Y hecho esto durmió el último sueño, rindiendo el alma a su Criador y el cuerpo a la tierra. Recibió el capitán la carta de su hermano, solemnizando con lágrimas las ternezas de ella, y pareciéndole que estaría mejor su sobrina en su compañía y en el amparo y crianza de su mujer, se partió para ella, con acuerdo de los dos, de que estaría bien empleada en su hijo, pareciéndole, y era bien, que no podía emplearla mejor. Llegose el capitán a su tierra, y después de estar en ella algunos días, acomodando y poniendo en orden la hacienda, dejando en su administración un mayordomo fiel que la gobernase, dio la vuelta a Segovia; entró en ella la hermosa Aminta, si bien en el nublado del luto, para ser su sol, su asombro y su admiración, dando a las damas envidia, y a los galanes deseos, con tal extremo, que en pocos días se llenó la ciudad de su fama; no teniéndose por dichoso quien no la había visto; alabando cada uno lo que más en ella estimaba: unos la hermosura, otros la discreción; este la riqueza, y el otro la virtud. Finalmente, de todos era llamada milagro de esta edad, y la octava maravilla de este tiempo. No faltando luego ojos atrevidos y deseos codiciosos, que aficionados a sus gracias y honestos desenfados, quisiesen por medio del matrimonio ser dueños de tal joya, y algunos o los más, que viendo que su tío cerraba la puerta a todos, con decir que Aminta había de ser mujer de su hijo, pretendiese rendir por amor el honesto pecho de la dama, la cual contenta de que su tío la emplease tan bien, apartaba cuanto podía sus ojos de estas ocasiones, esperando con mucho gusto la venida de su primo y esposo, que ya le había enviado a llamar, pareciéndole que no había otro bien sino su vista; como mujer que no sabía de amor, ni de otra cosa que de la voluntad y gusto de sus tíos. Mientras el primo venía, pasaba Aminta una vida alegre, libre y regalada; tanto, que gozando al lado de su tía todas las fiestas y holguras de la ciudad, a pocos meses olvidó la pena de la muerte de su padre, siendo su vista, para los miserables que defraudados de gozarla no se hallaban sino cargados de penas y amorosos deseos, un basilisco que mataba sin dar esperanzas de vida; y con saber que esto era sin remedio, no desmayaban, ni volvían atrás de su pretensión. Las músicas eran continuas, los paseos ordinarios, y los galanes sin cuenta, pareciendo su calle, en siendo de noche, los montes de Arcadia o las selvas de amor. Aquí sonaban suspiros, y acullá instrumentos, sin que jamás Aminta lo escuchase; y si lo oía, era para hacer burla y reírse de todos. Mas no se fíe nadie de su libertad ni de sus fuerzas, que tal vez amor gusta más de cazar voluntades libres, que gustar los sujetos, y siempre se ve cautivo el libre, enfermo el sano, y vencido el valiente; pues suele amor empezar burlando, y acabar de veras. Duerman los ojos de Aminta libre y descansadamente; que antes de mucho juzgarán a costa de hartas perlas por verdadera mi opinión. Fue pues el caso que a negocios importantes vino a Segovia un caballero, a quien llamaremos don Jacinto. Era mozo, galán, y más inclinado a gusto que a penitencia, pues no trataba de ella sino de jueves a jueves santo, como hacen los que tienen las ocasiones dentro de su casa: esta tal, por no hacerla sino a su gusto, jamás apartaba de sí la ocasión de él, que era una dama libre y más desenfadada que es menester que sean las mujeres; pues aunque traten de solo su gusto, parece bien que sean honestas. Traíala don Jacinto con título de hermana, y de esta suerte le acompañaba siempre, dejando por esto de hacer vida con su legítima mujer, que era tan desdichada como hermosa, la cual se había quedado en Madrid. Dio don Jacinto en ir a oír misa en un monasterio no lejos de la casa de la discreta Aminta, y donde siempre la hermosa dama acudía con su tía; y como la hermosura, las galas y el acompañamiento fuese para mirar, puso en ella don Jacinto los ojos con tan atento afecto que no paró la hermosa vista hasta el alma. Empezó don Jacinto a sentirse mal de la penetrante herida que le había dado en el corazón la grande belleza de Aminta, y considerando su nobleza, riqueza y honestidad, que de todo se informó, y ser imposibles sus pensamientos, pues el ser quien era Aminta, y el estado de él lo dificultaba todo, le traía fuera de sí, que no parecía hombre con alma, sino cuerpo o fantasma sin ella. Vínole a poner en tal cuidado su pasión que del poco comer y mal dormir vino a perder la salud, de suerte que cayó en la cama de melancolía, con que negó a Flora la conversación; siendo su vista tan enfadosa a sus ojos que quisiera, por no verla, no tenerlos. Sentía Flora la repentina mudanza de don Jacinto con mucha pena; si bien por lo que hizo no se puede juzgar fuese verdadera; y como llegase a preguntarle la causa de su pena, y él se la negase, que no quiero sentir que fuese amor, dio en andar a la mira hasta saberlo. No la fue dificultoso, porque como amor es ciego, él y ellos hacen las cosas de suerte que pocas veces se encubren, y así un día que don Jacinto estaba rendido a sus cuidados, ya que le pareció que Flora estaba fuera, por haberlo dicho ella así, y como él ya no la amaba, no examinaba sus cosas como solía; antes él mismo la pedía que saliese a pasearse y ver la ciudad, deseando la soledad para darse todo a su Aminta. Y creyendo estar solo, tomando un laúd, cantó así: —Ya no será posible, amado don Jacinto —salió diciendo Flora, que escondida estaba—, el negarme la causa de tu tristeza, porque ya la has declarado en tus versos; y si he de decir verdad, días ha que la sospecho, por ver en tu boca tantas alabanzas de Aminta, la sobrina del capitán: ni pienses que me pesa que hayas puesto en ella tus pensamientos, porque no puedo tener por agravio querer mujer que me excede en todo; y así en lugar de enojo te tengo lástima, por ver cuán imposibles han de ser tus deseos si no te vales del engaño; porque si yo te quisiera de burlas, diérasme celos con ese amor, nuevamente en ti nacido; pues cuando fuera posible que pudieras gozar de Aminta, no por eso temo yo que me olvides, que antes viéndome desear y procurar tu gusto, me has de querer más. Yo siempre he tenido por necedad los celos; y así hice juramento, el día que me alisté debajo de la bandera de amor, de aborrecerlos, y no procurar conocer tan mala cosa como dicen que es. La dificultad que yo hallo en esta pretensión es que Aminta no se ha de rendir si no es por casamiento, que su desdén es risa, pues si llegase a leer el papel y escuchar tus amorosas razones, ¿quién duda que te ha de querer? No hay para las mujeres lazo como el del casamiento: déjala tú que vea tu gala y ármasele, y verás si caerá; pues aunque por la ciudad se dice que aguarda a un primo suyo para ser su marido, más hará un amante de tus prendas y talle que su primo ausente y con esperanzas. Viste galas y envíale joyas, que yo por mi parte tenderé mis redes, haré mis tramoyas, y a título de que soy tu hermana, me haré su amiga, y procuraré hablarla siempre que le viere en la iglesia: y si llega a darme oídos, yo la pintaré de suerte tus amorosas pasiones, y con tales colores que, aunque más en los estribos de su honor vaya, no dejará de caer; y amándote, fácil será el gozarla a título de marido, y si pasare más adelante la voluntad, sacarla de casa de su tío, y llevarla donde no se sepa de ella; y si con gozarla se acabare, con irnos a nuestra casa, ni ella sabrá el autor de su daño, ni osará decirlo, por no verse infamada y quizá muerta de su tío. Y el premio de todo esto que por ti hago, no quiero que sea más que el gusto que has de recibir. Suspenso estaba don Jacinto oyendo el canto de aquella sirena, y así, o que creyese que lo hacía de amor, por no verle padecer, o que quisiese pasar por ello por lograr su deseo, la respuesta que la dio fue enlazarla al cuello los brazos, llamándola consuelo y remedio suyo y restauradora de su vida, y al fin quedaron de concierto de hacer lo que Flora le aconsejaba; empezando don Jacinto su engaño desde aquel mismo día. Galán como rico y alentado como galán, seguía su pretensión: de día asistía a sus puertas, de noche rondaba su calle: unas veces solo y otras acompañado de Flora, que en hábito de hombre iba cuando había de darle música. Vivía en una sala baja de la casa de Aminta una mujer entre señora y sierva. Había sido mujer de un mercader, era curiosa y amiga de saber, y no de las que hacen milagros de las cosas que suceden, ni deseaba hacerlos en razón de santidad, si bien los disimulaba con muestras de virtud, tanto que el capitán no extrañaba que entrase en su casa. Esta, como vio el pájaro nuevo que venía a picar en el cebo de la hermosura de Aminta, una noche que le vio cerca de la puerta, se llegó a él y le preguntó qué buscaba, sabiendo como era público en toda la ciudad que aquella dama era prenda de un primo suyo que estaba en Milán, y le aguardaban por puntos para ser su esposo. No quiso más don Jacinto que esta ocasión, y asiéndola por el copete, la contó sus amores conforme al engaño que tenían él y Flora concertado; diola a entender que tenía cuatro mil ducados de renta, prometiéndole cosas imposibles, diciéndola que no quería que hiciese por él otra cosa más que llevarle un papel; y diciendo y haciendo le puso en las manos un bolsillo con cincuenta escudos, con cuyo milagroso encanto se enterneció doña Elena (que es este el nombre de esta señora) más de lo que fuera justo, y así le dijo que fuese a escribir y diese la vuelta con el papel, que ella se lo llevaría a Aminta y cobraría la respuesta. Volvió don Jacinto a su casa, y contando a Flora su ventura, escribió un papel: y volviendo con él donde le estaba aguardando doña Elena, se le dio, y con él una sortija de un diamante extremado. —Este —dijo— darás a la hermosa Aminta por prenda y señal de mi amor. Prometió doña Elena hacerlo, y que otro día le daría la respuesta. Él se fue y ella se subió al cuarto de Aminta, la cual de noche de ordinario estaba escribiendo a su primo y esposo; y llegándose a ella le puso el papel y sortija en la mano diciendo: —Léeme, hermosa Aminta, por tu vida este papel, que es de un amante, que, como si yo fuera hermosa, me pretende, y me lo envió con esta joya. Bien pensó Aminta que el papel y sortija sería de alguno de los muchos que la pretendían; mas llevada de una curiosidad, por no pecar de melindrosa o bien porque su suerte empezaba a perseguirla, solemnizando con risa las palabras de doña Elena, leyó lo que se sigue: «Cuando la voluntad pelea, el temor se rinde, y por esta causa sin temer de enojarte, y forzado de ella, hermoso dueño mío, me atrevo a decirte mi amor; que cuando diga que nació, no desde que vi tu belleza, sino desde que nací, pues me dicta el corazón que te había de criar el cielo para ser su señora, no diré mentira: bien sé el imposible que intento, pues aguardas para esposo tu venturoso primo, mas por lo menos no quiero morir sin que sepas que eres la causa. Si no eres tan cruel como el mundo dice, sírvete, mientras viene el dichoso que te ha de merecer, de darme la vida, aunque no sea con más que tu vista; y esa sortija no recibas por prenda mía, sino por retrato tuyo.» —¿Quién es, amiga —replicó Aminta—, el enfermo tan peligroso que pide remedio tan aprisa? —Quien te merece —respondió doña Elena— mejor que el que aguardas para esposo, por noble, galán, rico y muy discreto; pues aunque tu primo es tu sangre, don Jacinto lo es de lo mejor de España. ¡Ah codicia y bolsillo de escudos, qué presto calificas en la opinión de esta mujer la que apenas se había visto! —No sé, bellísima Aminta, cómo eres tan ingrata —prosiguió la engañosa mensajera— a lo que es tan favorable; mírate bien en ello y conocerás tu engaño: y di, ¿qué diré a don Jacinto? —Si no basta decir que me le diste —respondió Aminta algo tierna—, dile que le leí, que no me parece, amiga mía, que le he hecho poca merced. Y diciendo esto, puso el anillo en el dedo. Bien quisiera doña Elena hallar luego a don Jacinto para darle las buenas nuevas y pedirle albricias; mas como no aguardaba tan buen despacho, quiso saberlo más tarde, y así se había recogido en su posada. ¿Quién podrá decir los varios pensamientos de Aminta, las veces que leyó el papel, y la suerte con que amor hizo suerte en su libre y descuidado corazón? Pues aunque sabía que había de ser mujer de su primo, hasta aquel punto aún no había tenido lugar en él; y así, deseando el día, pasó la noche más inquieta que fuera justo. Apenas la luz dio señal de su venida, cuando se vistió, y quizá se adornó con más gala y puntualidad que otras veces, deseando ver la causa de su desasosiego, y pues le desea ver, no está lejos de amar; mas ¡qué mucho, si dio oídos a las asechanzas que amor le puso en las palabras de doña Elena! Oyó Aminta, y dio lugar a ello su cruel condición, y luego cayó en el lazo. Era día de fiesta y al tiempo de salir de su casa con su tía y criadas a misa, halló en el portal a doña Elena hablando con don Jacinto, con cuya vista, que luego de las acciones de los dos conoció el sujeto, si ya su alma no se lo había dicho, y si alguna parte le había dejado libre a las razones del papel, lo entregó todo a su talle con señales ciertas de rendimiento; porque aunque don Jacinto tenía treinta años, era tan galán y tan despejado, que mirado sin el afecto de su estado, rendía con su gracia cuanto miraba; el cual como discreto, conociendo en el rostro de la dama señales ciertas de amor, se empezó a prometer dichosas esperanzas, porque desde el lugar en que la vio hasta el en que estaba el coche, mudó mil colores, y puso sus ojos en dos mil ocasiones de atrevidos; y más cuando oyó decir a doña Elena: —Vaya vuesa merced con Dios, señor don Jacinto, que la labor está en estado, que no tardará mucho en acabarse. Aquí fue cuando la hermosa Aminta tropezó y vino a dar con el cuerpo casi a los pies de su amante, que ya se había despedido de la discreta tercera de sus amores, e iba a darlos a entender a la causa de ellos de todas las maneras que supiese; y como fuese fuerza usar en esta ocasión de la debida cortesía, fue a dar la mano a la muy discreta Aminta diciendo así: —Paso de esposo, si amor y fortuna están de mi parte. A quien respondió la dama dándole la suya sin guante, mejor que con palabras, con enseñarle en ella el rico diamante, que bastó para que el galán quedase, sobre contento, pagado. Agradeció su tía el favor que don Jacinto había hecho a su sobrina, el cual, por recibirle más cumplido, quitando el estribo del coche, dio lugar a que se pusiese el sol entre nubes de seda. Fuese al punto a contar a Flora sus venturas y decirle cómo Aminta quedaba en la iglesia. Tomó Flora su manto y en compañía de su hermano se fue a la misma iglesia donde estaba Aminta, y sentándose junto a ella, dijo a don Jacinto que la acompañaba: —Aguarda, hermano, no pasemos de aquí, que ya sabes que tengo el gusto más de galán que de dama, y donde las veo, y más tan bellas como esta hermosa señora, se me van los ojos tras ellas. No será maravilla que Aminta dé las gracias a Flora en albricias de saber que es hermana de don Jacinto, pues desde que le vio entrar en la iglesia con ella, estaba casi difunta, acabando casi los celos de romper la herida y abrir la puerta del amor, y así la respondió: —Donde hay tanta hermosura (que es cierto que más puede dar envidia que tenerla) no sé para qué buscáis otra, pues tomando un espejo en las manos, mirándoos en él, satisfaréis vuestros deseos, porque más merecéis que os enamoren, que no que enamoréis; mas por lo menos me pienso estimar desde hoy en adelante en más que hasta aquí, y enriquecerme con la merced que me hacéis, pues de amores tan castos no podrá dejar de sacarse el mismo fruto; y así os suplico me digáis qué es lo que en mí más os agrada y enamora, para que yo lo tenga en más y me precie de ello. —Toda vos —replicó Flora— porque sois tal que pienso no me engaño en creer por muy cierto que sois la bella y discreta Aminta, cuya gallardía y hermosura es basilisco de toda esta ciudad. —Aminta soy —replicó la dama—; en lo demás vos, señora, podréis juzgar la poca razón que tienen en darme este nombre. Diestramente iba la cauta Flora poniendo lazos a la inocente Aminta para traerla a suma perdición, y así de lance en lance le dio a entender todo lo que quiso, diciendo como don Jacinto su hermano había venido desde Valladolid, donde tenía su casa y hacienda, solo a ver si era verdadera la fama que de su hermosura volaba por todas partes, con deseo de hacerla su dueño si fuese tal como se decía, y que como se había informado del intento de su tío, no se había atrevido a tratar nada. Engrandeciole su amor, su sangre, su renta, y las premisas ciertas que tenía de un hábito para cuando se casase; que asimismo ella le había pedido le trajese consigo para que si acaso no tuviese efecto su solicitud, pudiese con más seguridad tratar con ella estas cosas. Finalmente, Flora pintó a su amante tan enamorado, tan rico y noble, diciéndole por remate que pensaba que si su hermano no la alcanzaba por mujer, sería su vida muy corta. Disimuló Flora su mentira con tantas muestras de verdad que no fue mucho en Aminta lo creyese, y más como ya amor la tenía rendida. Feneció Flora la plática con suplicarle tuviese compasión de su hermano, pues estaba en tiempo de poder hacerlo, y que no aguardase a que, venido su primo, todo tuviese desdichado fin. —¡Ay amiga! —dijo Aminta—, ¿cómo puede ya dejar de tenerle, supuesto que aunque yo quiera remediar a tu hermano y hacerme a mí dichosa, casándome con él, mi tío, que ya me tiene para su hijo, no lo ha de consentir? Pues negar yo que desde que anoche me dieron un papel de tu hermano no di con mi honesto pensamiento en tierra, será negar al amor su fortaleza y la obediencia que le he prometido, tanto, que ya si algunos deseos tenía de la vista de mi primo, se han trocado en desear su muerte, o que su ausencia dure hasta que llegue mi remedio o el fin de mi vida: ya tengo lástima de los que me han querido desdeñados, solo de mí no la tengo, pues estoy dispuesta a no mirar honra ni opinión, tal efecto ha hecho en mí la vista de tu hermano. Y pues me he llegado a declarar, dime tú qué haré, pues no amarle es imposible, y remediarle también, que si atrevida no miro lo que pierdo, cuerda temo lo que ha de suceder. No quiso Flora más que esto, y así respondió: —Cuando por ser mujer de mi hermano lo dejes de ser de tu primo, no pierdes nada, antes ganas marido que le iguala en nobleza y hacienda. Y si bien tu tío al principio se mostrare enojado, después viendo lo que ganas ha de hacer paces contigo, y para amansar a tu primo, ya que yo no te iguale en hermosura, suplirá esta falta veinte mil ducados que tengo de dote, y el ser tu cuñada. Y cuando suceda tan mal que nada de esto baste, déjales tu hacienda, que mi hermano con sola tu persona se contenta. Y pues dices que no se podrá acabar nada con tu tío, buen remedio: doña Elena, que es la que te dio el papel, es buena amiga, en su casa podrás hablar a mi hermano, pues no se recela de ella, y así se concertará el casarte; y después de iros ante el vicario, te vendrás a mi casa, donde cuando lo sepa tu tío, ya estarás en poder de tu marido, y viendo que es tal como es, será fuerza que se tenga por contento y a ti por venturosa. Estaba ya Aminta tan ciega, que concedía con todo, y más como temía la venida de su primo, que le aguardaba por puntos. Y así dijo a Flora que a la tarde viniese ella y su hermano al aposento de doña Elena, donde mientras su tío estaba en visita, hablarían más despacio. Y despidiéndose con señales de eterna amistad, Aminta y su compañía se volvió a su casa, donde aunque su tío la había visto hablar con Flora, no sospechó cosa, conociendo su recato. Contó Flora a don Jacinto el concierto, si bien de industria le dio algunos picones, alcanzando por las nuevas mil tiernos y amorosos favores; y después de comer se vinieron juntos a la casa de doña Elena, que ya estaba avisada de Aminta de lo sucedido; la cual amaba tan de veras a don Jacinto que ya no miraba sino verse esposa suya, y entre el sí y el no la traían inquieta varios pensamientos del suceso; si bien guardó el secreto en sí misma, sin querer dar parte a ninguna criada, pareciéndole (como es así) que no hay quien descubra los secretos sino ellas; pues cuando más se les encarga el callar, lo publican más. Pues como vio la mal aconsejada señora a su tía divertida con algunas señoras amigas, y que su tío estaba fuera, fingiendo forzosa ocasión, se entró en otra sala, y de allí, avisando a las criadas que si la llamasen estaba en casa de doña Elena, se fue a buscar los autores de sus desdichas. Recibiéronse con los brazos Aminta y Flora, dando a don Jacinto justa envidia: el cual después de declararse con razones bien entendidas, ofreciose con promesas, acreditándose con lágrimas, y acrecentando el amor de Aminta con amorosas caricias, le dio la mano de esposo, con cuya seguridad gozó algunos regalados y honestos favores, cogiendo flores y claveles del jardín jamás tocado de persona nacida, que estaba reservado a su ausente primo. Solemnizaban la fiesta Flora y doña Elena con mil donaires, viendo a don Jacinto tan atrevido como Aminta vergonzosa. Y quedó concertado que otro día, mientras sus tíos dormían la siesta, don Jacinto traería allí una silla donde Aminta iría a casa del vicario, encubriendo su nombre porque no pudiese dar luego cuenta del suceso, y de allí a su posada, donde estaría encubierta hasta que se fuesen a su tierra, desde donde avisarían de todo a su tío; encargando a doña Elena el secreto, a lo cual ella se ofreció de buena voluntad, por el temor que tenía al capitán: del cual pasado el tiempo del enojo sería más fácil alcanzar perdón. Y así, despidiéndose con mil abrazos, ella se subió a su cuarto, y don Jacinto y Flora se volvieron a su casa muy contentos y satisfechos de lo bien que habían negociado. ¡Oh engañada Aminta!, precipitada en un mal tan grande, sin mirar los grandes inconvenientes que atropellas y en el peligro que te pones, caro te costará tu atrevimiento. ¡Oh engañoso don Jacinto, causa irremediable de la destrucción de esta dama! ¡Oh falsa Flora, en quien el cielo quiso criar la cifra de los engaños! Castigo vendrá sobre ti: de tu amante eres tercera, ¿habrá quien dé crédito a tal maldad? Sí, porque siendo una mujer mala, lleva ventaja a todos los hombres. Amaneció otro día, que debió de ser martes, si es cierto que tiene algún azar: ya Aminta con el sol estaba vestida, porque el suceso de sus cosas no la daba reposo, habiendo soñado mil impedimentos y disgustos en ellas. Vestida en fin, aquí cayendo y acullá tropezando, y oyendo algunas palabras, pronósticos todos de sus desdichas, aunque ciega y sorda, sujeta a su amor, y embebida toda en sus pensamientos, tomó todas cuantas joyas tenía, púsolas en un lienzo y metiéndolas en la manga, y el manto en la otra, comió con sus tíos inquietamente, y apenas los vio rendidos al primer sueño, cuando se bajó al portal, donde se puso el manto y se metió en la silla que estaba prevenida, encomendando de nuevo a doña Elena el secreto. Lleváronla en casa del vicario, porque los mozos de la silla, que eran criados de don Jacinto, estaban bien avisados de lo que habían de hacer, y hallando allí a su amante, que por no ser conocido en la ciudad, y ser cada día frecuentada de pasajeros y mercaderes, podía salir y entrar por donde quería, llegaron a la presencia del vicario, encubriéndose Aminta por no ser conocida: donde al tomarles las manos, un rico anillo de una esmeralda que la dama traía en el dedo se partió por medio, dando el pedazo que saltó en el rostro a don Jacinto; el cual aunque vio a su dama turbada, no haciendo caso de agüeros, se volvió con ella a su posada. Recibió Flora a su cuñada (que así la llamaremos) con los brazos. Y para que don Jacinto, gozando, se arrepintiese, y Aminta acabase de encadenarse en su desdicha, después de una muy bien ordenada cena, los llevó a su cama, donde los dejó, y se retiró a otro aposento en la misma posada, aguardando por premio de estos engaños quedarse con su amante, dejando a Aminta con su deshonor y desventura. Dejémoslos a todos pasar esta noche, a los unos traidores, y a la otra inocente, y a cada uno amenazando su castigo, estando el cielo por fiscal de todo: y vamos a la casa de Aminta, donde a este tiempo todo era confusión, todo llantos, todo amenazas, y todo sin provecho. Los extremos que su tío hacía eran de hombre sin juicio. En fin, enterándose de que no parecía, ni nadie la había visto, empezó a hacer algunas diligencias ocultas, por no manifestar su deshonra, mas todo era excusado; porque como solo doña Elena lo sabía, y ella callaba, no se podía dar alcance a nada. Al fin, los llantos de su tía y las voces de sus criadas publicaron el suceso por la ciudad, tanto que fue necesario que la justicia hiciese algunas diligencias sin fruto; pues aunque el vicario dijo que a las dos de la tarde había desposado una señora y un caballero, y como no supo decir quién fuese, aunque sospechó que fuese Aminta, no sirvió de más que de dar un pregón para que supiesen todos lo que no sabían. Llegaron otro día estas nuevas a los oídos de don Jacinto, que aplacado el fuego de su apetito pudo considerar su peligro y el mal que había hecho, y temiendo que doña Elena, si le apretasen algo, diría el suceso y su posada, y que se había de ver en peligro su vida y su opinión, la noche siguiente llamó a una reja baja que de su aposento salía a la calle, y estando hablando con ella y contándole lo que pasaba, le apuntó al corazón con un pistolete, con que, sin poder llamar a Dios ni manifestar sus pecados, rindió el alma y llevó el merecido premio de lo que había hecho. Y como dicen que un yerro sigue a otro, y un mal a otro mal, como el de don Jacinto era tan grande, temeroso del suceso y pareciéndole que si buscaban las posadas, que sería mal caso hallar en la suya a la triste Aminta, teniendo por cierto que la muerte de doña Elena daría motivo a la justicia para hacer esta diligencia, aconsejándose con los temores de Aminta, que estaba con ellos casi muerta, y con las astucias de Flora, y principalmente con su arrepentimiento, salió por acuerdo que mientras don Jacinto negociaba la partida, llevase a Aminta en casa de una principal señora conocida de don Jacinto, que vivía a las postreras casas de la ciudad, dándole a entender a la triste señora, que si fuese hallada, estaría mejor allí, y que entonces se publicaría su casamiento, y que si no la buscasen, él tendría lugar de enviar por un coche a Valladolid para irse, y que una vez allá todo se haría como ellos quisiesen. Concedió Aminta con todo, y don Jacinto, llevando adelante su engaño, se fue en casa de una señora deuda suya, que era viuda y no tenía sino solo un hijo para heredero de su hacienda. Llamábase el mancebo don Martín, y era de los más gallardos de su tiempo. Díjole don Jacinto a la señora que mientras él iba a un negocio importante a Valladolid, el cual acabado pensaba dar la vuelta a su tierra, se sirviese de que se quedase en su compañía una dama, merecedora de todo el favor que le hiciese. Doña Luisa, que este era el nombre de esta señora, como conocía las mocedades de don Jacinto desde que vivía en su tierra, creyendo fuese dama suya, deseosa de darle gusto concedió con el de don Jacinto, y así esta noche la trajo a su casa a Aminta, tan confusa y triste, como él alegre de verse fuera de aquella carga; trayendo la dama, demás de sus joyas, otras que su traidor esposo le había dado: el cual como volvió a su posada, sin aguardar más sucesos que los pasados, con la traidora dama se partió a su tierra, sin más cuidado que el de llegar a ella. Quedó Aminta en casa de doña Luisa con nombre de doña Vitoria, porque el suyo era muy conocido en Segovia, y pudo muy bien disimularse por cuanto doña Luisa había poco que vivía en ella, y hasta aquel punto no habían llegado a sus oídos los sucesos de Aminta, aunque eran públicos en la ciudad, y como su hijo no estaba en ella, que había cuatro días que había ido a caza, no sabía ninguna cosa. Vino don Martín de su caza, y como luego que llegó se pusiese de rúa y se saliese por la ciudad, supo lo que su madre y los de su casa ignoraban; y así dando la vuelta a ella, sentado a la mesa para cenar, mandó doña Luisa llamar a su huéspeda, que vista por don Martín quedó fuera de sí, pareciéndole tener delante de sus ojos algún ángel. Cenaron, y don Martín, tan fuera de sí cuanto Aminta descuidada de su nuevo pensamiento y aun de su desdicha, sobre cena contó a su madre lo que había hallado nuevo en la ciudad: y dijo como de casa del capitán don Pedro había faltado el día antes una sobrina suya que había de ser mujer de su hijo, que estaba en Milán, y como dicen ser la más hermosa de toda Castilla y que no se podía saber qué causa o qué motivo la había obligado a tal: porque en cuanto al casamiento, lo llevaba con gusto, y en el recogimiento y cordura era tan virtuosa y discreta como hermosa, y que se había dado un pregón que, pena de la vida, ninguno la encubriese. Y lo que más espanta (añadió) es que esta mañana amaneció muerta de un pistolete por el corazón cierta doña Elena, que vivía en una sala baja de su casa. Prendieron al capitán y a sus criados, y uno dijo que por una ventana que salía a la calle la había visto esa misma noche hablar con un hombre. Este, y otro dicho que dice una criada, que su señora Aminta (que así se llama la dama que falta) bajaba muchas veces a su casa, recatándose de que no se supiese, ha dado que sospechar que por la causa de la dicha Aminta la habían muerto, por lo cual se ha quedado preso el capitán y su familia. Temblando estaba Aminta de oír tales nuevas cuando don Martín preguntó, dejando la plática empezada, de dónde había venido tan linda huéspeda, que a sus ojos creía que del cielo. —Don Jacinto —replicó doña Luisa— la trajo mientras va a Valladolid a un negocio, el cual acabado volverá por ella para llevarla a su tierra. —¿Es acaso esta señora su mujer? —preguntó don Martín. —No lo quiera Dios —respondió doña Luisa—, que por lo que veo en ella me pesara que estuviera tan mal empleada. —¿Cómo mujer? —dijo Aminta con turbada voz—, ¿es casado, señora mía, don Jacinto, o pretendió serlo? —¿Qué don Jacinto? —dijo doña Luisa—; el que aquí te trajo, niña, no se llama de este nombre, porque el mismo suyo es don Francisco, y es casado en Madrid. —¿Sabeislo bien, señora mía? —dijo Aminta. —Y cómo que lo sé —replicó doña Luisa—, cinco años ha que estando yo en su misma tierra, donde viví desde que me casé, le vi casar con una dama natural de Madrid, de quien se enamoró viéndola en la boda de una prima suya, a cuya fiesta vino con sus padres; si bien dentro de un año no hizo vida con ella. Conocí sus padres y parientes, y sé que es tan rico como vicioso. —¿No tiene una hermana —tornó a replicar la confusa y engañada dama— que se dice Flora? —¡Ay amiga —dijo doña Luisa—, y qué engañada vives! Esta mujer ha mucho que es amiga suya y es la que le incita a mil maldades, que si no tuviera los brazos que en la corte tiene de algunos deudos suyos, le hubieran ya quitado la vida por el mal ejemplo que da y ha dado con la publicidad de sus apetitos; vicio en los nobles más mirado que en los demás. Y por tu vida, hermosa doña Vitoria, que me declares estos enigmas, que no son sin causa estas lágrimas que te están haciendo fuerza por salir; y advierte que si te ha dicho que no es casado, miente, que su mujer se llama doña María y por no poder sufrir sus demasías se volvió a casa de sus padres. —No son mis males —respondió Aminta— de los que se pueden contar sin mucho escándalo: dame ahora licencia para recogerme, que a su tiempo sabrás los mayores engaños y traiciones que de Sinón cuentan las historias. Era prudente doña Luisa y así no quiso importunarla, casi adivinando lo que podía ser aunque no quién era. Levantose y tomándola por la mano la llevó a su cámara que era una hermosa cuadra, cuyas ventanas con hermosos balcones caían a un jardín junto a otra semejante en que dormía su hijo, con una puerta que se mandaba a ella, si bien cerrada por quitar la ocasión. Quedó don Martín tan confuso con su madre y tan enamorado de su huéspeda que parecía ya imposible vivir sin ella; y como la vio ir llorosa y por las palabras que le había oído sospechase alguna gran maravilla, sabiendo dónde estaba aposentada doña Vitoria, entró en su aposento, y viendo cerrada la puerta que caía al de la dama, conoció la causa de la prevención de su madre. Salió fuera, y entre otras llaves que estaban sobre un escritorio tomó la de aquella puerta y se tornó a recoger, dando muestras de acostarse; mas no lo hizo así, antes se puso por el pequeño lugar de la llave a oír lo que decía. Doña Luisa, dejando a Aminta después de haberla dicho algunos consuelos, tan ciegos como su confusión, se fue a su cama. Quedó la triste Aminta en su aposento tan llena de lágrimas y congojas como ignorante de que nadie la oyese, y así en voz ni baja ni alta empezó a dar lugar a sus quejas, al modo de cuando a una fuente le estorban, poniendo la mano para que no vierta sus pedazos de cristal, que en quitándola sale con más abundancia; así las palabras detenidas en la garganta de Aminta, viéndose a solas, empezaron a dar clara señal de sus pasiones. —¡Ay! —decía, arrancando las hebras de sus hermosos cabellos y sacando con las perlas de sus dientes pedazos de la nieve de sus manos, a vueltas de arroyos de fino rosicler— Aminta, ¡y qué desdicha ha sido la tuya! Ya puedes ser fábula del mundo y ejemplo de mujeres, y aun escarmiento suyo, si fuesen cuerdas, y no necias como yo he sido. ¡Ay desventurada de mí, y cómo por ser fácil he sido causa de tantos escándalos y desdichas! ¡Ay!, ¿quién me vio tres días ha con honra, gusto y riqueza, adorada de mis tíos, y respetada de toda la ciudad, y me veo hoy ser fábula y asombro de ella? ¡Ay, querido tío, y qué satisfacción podré dar de las penas y deshonras que por mí pasas! ¡Y qué será de ti cuando sepas por entero mi desdicha! ¡Ay, doña Elena, inventora de mis trabajos, castigue el cielo en tu alma, como lo hizo en tu cuerpo, mi perdición! ¡Ay, Flora cruel, más traidora y engañosa que la pasada, por quien en Roma tienen en tan poco las de tu nombre! ¡Ay, don Jacinto, y cómo tuviste corazón para burlar una mujer de mi estado, sin mirar que has de ser causa, no solo de mi muerte, mas de la tuya, pues en sabiendo mi tío lo que has hecho, si su muerte no le ataja, ha de procurar la tuya, y cuando él falte, queda en el mundo mi primo, que en fin ha de tomar por su cuenta mi agravio, no solo como deudo mas también como esposo! Mas ¿cómo podré yo tener paciencia ni aguardar a tal, teniendo manos y valor con que quitarme la vida? Y diciendo esto, sacó un cuchillo de su estuche para abrir con él las venas de sus brazos, pareciéndole que hasta la mañana habría tiempo para desangrarse y acabar; mas don Martín, que viéndola con tal determinación, admirado de lo que veía, si bien no apercibía bien sus razones, había puesto la llave en la cerradura, y temeroso de algún mal suceso, abrió apriesa la puerta y salió apresuradamente: con cuyo ruido la hermosa Aminta recibió tal turbación que junto con sus pesares se dejó caer de un profundo desmayo, dando a don Martín lugar para que, tomándola en sus brazos, gozase el favor que si estuviera con su sentido fuera muy dificultoso, respecto de su honesto recato, el cual no pudiera ser vencido si no es con el engaño que se ha visto. Enternecido don Martín con su sol eclipsado en sus brazos, contemplaba las pasiones que la veía padecer, la hermosura, los pocos años, que siendo todo tan igual a su amor le daban ocasión a mil amorosos atrevimientos: componíale el revuelto cabello, enjugábale las lágrimas y recibía a vueltas de penosos suspiros regalados favores, cogiendo claveles de aquel jardín de hermosura. Tornó desde a poco en sí Aminta, y viéndose en los brazos de don Martín, con un honesto desenfado se cobró a sí misma de poder del amante, y no sé si tan libre como antes; porque la ocasión, la gala y la fuerza de sus agravios la iban trocando el amor de don Jacinto en cruel venganza: viéndose allá burlada y aquí rogada; que no hay tal cebo para cazar a una mujer como el amor del presente cuando se ve despreciada del ausente. Y así, con muestras de algún enojo, le dijo: —¿A qué venís, don Martín? ¿Por ventura paréceos que ha menester una desdichada más testigo de su muerte que su desventura? Volveos a vuestro aposento, pues con la muerte de solo una mujer se restauran las honras de tantos hombres. —No lo permita Dios, amado dueño mío —replicó don Martín—, si no es que yo os acompañe en tal ocasión: yo desde que os vi os adoré; y si no queréis que sea yo el que lo pague todo, pues tengo vida, que es vuestra, y esta daga que ejecutará vuestro deseo, merezca yo que me recibáis por vuestro esclavo; con lo cual quedaré más contento que si fuera señor de todo lo que alcanzó Alejandro. —No me conocéis —dijo Aminta—, pues me decís con tal libertad vuestro deseo, y no penséis que aunque estoy en este lugar dejo de ser lo que soy, y si por los engaños de un traidor os parece que estoy sin honra, lo que a mí me ha sucedido pudiera suceder a la más cuerda y recatada. Mas supuesto que ni vos habéis de ser mi marido ni yo admitiros, solo os suplico que os volváis a vuestra estancia y no me deis ocasión que llame a vuestra madre y a todo el mundo, y publicando a voces mi miseria, me entregue a la espada de los que con mi muerte quedarán satisfechos de la infamia que por mí padecen. Pareciole a don Martín en la determinación con que Aminta decía esto, que lo iba a hacer, porque la vio acometer a la puerta; y así la detuvo, suplicándola que le escuchase, porque no era justo que creyese que él pretendía ser suyo, menos que siendo su marido, y que si le quería recibir por tal, tendría su suerte por muy dichosa. Miraba a don Martín la dama con el afecto que le decía estas y otras razones, como era que le dijese cómo y quién la había ofendido. Que si el no tener (como decía) honor, era algún hombre la causa, se declarase y vería cómo la servía: y que hasta que quedase satisfecha no quería que hiciese por él lo que le pedía. Y casi desesperada de remedio, si bien agradecida de las promesas de su nuevo amante, le respondió: —Yo soy Aminta, señor don Martín, la misma de quien esta noche dijisteis que era escándalo de esta ciudad. La causa de estar en vuestro poder os quiero contar, y si oída queréis hacer lo que decís, yo estoy puesta a daros gusto. Contole en breves razones lo que queda escrito, dejando con su historia a don Martín más enamorado que antes, y tan enternecido de ver burlada la ignorancia de Aminta que quisiera a costa de su vida remediarla, con tal que no perdiese él la presa que en su poder tenía: y así dándole de nuevo palabra de vengarle, le dio la mano de esposo, la cual Aminta recibió con gusto por no estar en tiempo de otra cosa. —No ha de ser así mi venganza —dijo Aminta— porque supuesto que yo he sido la ofendida y no vos, yo sola he de vengarme, pues no quedaré contenta si mis manos no me restauran lo que perdió mi locura. Y así, aunque os doy palabra de esposa, no se ha de conseguir vuestro deseo hasta que yo le quite la vida a este traidor, para lo cual no quiero otra cosa sino que me acompañéis para la seguridad de mi persona, que con vos, y mudando traje (pues el de hombre es más seguro), si me ponéis en su tierra, yo daré traza para engañarle como él me engañó a mí. Y hecho esto nos podremos ir a Madrid, y allí viviremos seguros. Concedió don Martín con todo, y no es mucho, pues que amaba y aventuraba el gozar tan hermosa dama, tanto que ya disculpaba a don Jacinto. Al fin con este concierto Aminta, esperando verse presto vengada y don Martín ser su esposo, se despidió de ella, llegando en prendas a sus brazos, dejando ordenado partirse otro día, que venido, se previno don Martín de todo lo necesario para el camino. Llegó la noche, que al parecer de los nuevos amantes se detenía más de lo justo, y después de recogida la gente, y acostada doña Luisa, don Martín se fue al aposento de Aminta, llevándole un vestido acomodado para lo que había de fingir, y no dejándole de sus hermosos cabellos más de los necesarios, se le puso, quedando tan hermosa, que si alguna parte había dejado libre amor en el alma de don Martín, allí quedó todo rendido. Y dejando a su madre escrito un papel en que le pedía el secreto de su partida hasta conseguir cierto efecto porque importaba a su vida y a la honra de aquella dama, se pusieron en la calle, y de allí en dos famosas mulas, pareciendo don Martín en su traje el mozo de ellas. Salieron de Segovia, y otro día al anochecer se hallaron en Madrid, famosa corte del católico rey don Felipe Tercero, y sin querer entrar en ella siguieron sus caminos, que les duró algunos días; tanto era el deseo que Aminta llevaba de su venganza. Llegaron, como digo, a la ciudad sin nombre, que importa que no le tenga, un sábado en la noche, y tomando posada segura reposaron hasta la mañana, y acordaron entre los dos que don Martín se quedase encubierto en ella, por ser natural de aquella tierra y tenía en ella algunos amigos, si bien no se quiso descubrir a ninguno y que Aminta saliese a entablar su pretensión. Suplicábale don Martín que le dejase a él la satisfacción de aquel agravio, pues podía fiar de su amor mayores ocasiones sin que se pusiese ella en ningún disgusto; mas no fue posible acabarlo con Aminta, diciendo que si había de ser suya, que la dejase serlo con honra. —Yo soy —decía Aminta— la que siendo fácil, la perdí, y así he de ser la que con su sangre la he de cobrar: ya sabéis que las mujeres, en aprendiendo una cosa, tarde se arrepienten; pues siendo esto así, como lo es, dejadme que os merezca por mí misma, que si vos por vuestras manos vengáis mi afrenta, poco tendréis que agradecerme. Tanto le supo decir, y él la escuchaba tan tierno, que hubo de condescender con ella, aunque no sin celos, y así entre burlas y veras le dijo que si lo hacía por ver a don Jacinto. —El suceso lo dirá —dijo Aminta, y apartándose de él con más cuidado que don Martín quisiera, porque como empezaba a temer, empezaba a penar, se fue a buscar a su enemigo, seguida y celada de su amante, que la amaba más tierno que quisiera. Llegó Aminta a la iglesia mayor, y como entrase en ella, antes que tuviese lugar de mirarla ni hacer la acostumbrada oración, vio en su fingido don Jacinto y verdadero don Francisco, con otros caballeros: conociole al punto, y es de creer que fue necesario el ánimo que el traje varonil le iba dando para no mostrar su sobresalto y flaqueza. Tomó aliento, y esforzándose lo más que pudo, acercándose a ellos, dio lugar a ser vista, y aunque le dijese don Jacinto si mandaba alguna cosa, casi mudada la color, por darle algún aire de quien era Aminta, con más esfuerzo que el que su flaqueza requería le dijo que si había entre sus mercedes quien necesitase de un criado. —¿De dónde sois? —replicó don Jacinto. —De Valladolid —dijo Aminta—. Juguele a mi padre algunos cuartos, y mientras se le pasa el enojo me he puesto en fuga, para que con mi ausencia, en sintiendo mi falta, me perdone y busque. —Mucho sabéis para ser tan mozo. —No supe sino muy poco, pues estoy donde veis. —Paréceme que os he visto —replicó don Jacinto—: o es que os parecéis a una persona que yo quise veinte y cuatro horas. —Harto cuidado os debe esa persona —dijo Aminta—, y no me espantaría que tuviese deseos de pagaros. —Eso es quimera, pues cuando yo ignorase quien soy, hay muchos inconvenientes para ello; mas porque tú le pareces tanto, quiero que me sirvas, por verme servir de un retrato de quien yo serví. ¿Cómo te llamas? que pues has de estar conmigo, menester es saber tu nombre. —Jacinto —replicó Aminta—, y si por ser retrato de esa persona me recibes en tu servicio, tengo que agradecer a naturaleza que me ha hecho a su estampa; porque de mí te digo que desde el punto que te vi te quise bien. —¿Pasaste por Segovia? —dijo don Jacinto. —Sí, señor —respondió la dama—, mas no quise detenerme allí, por el grande escándalo que andaba en ella por falta de una dama, que dicen se llamaba Aminta, que piensan se la tragó la tierra, porque no parece muerta ni viva. Una doña Elena, que se creía sabía de ella, amaneció una mañana muerta, y por eso están presos muchos caballeros. —¿No se sabe —dijo don Jacinto— si la llevó alguno? —No se sospechaba tal —dijo Aminta—; lo que se piensa es que ella misma huyó por no casarse con un primo suyo, con quien estaban hechos los conciertos. —Ahora bien, Jacinto, vamos a casa. —Eso mismo digo yo —respondió Aminta—, vamos donde mandáredes, y en sabiendo la casa, volveré a mi posada por una maleta en que traigo mi limpieza. ¿Quién duda que estaría en esta ocasión Aminta reventando? Mas como no era necia, disimulaba: y así fue con su nuevo amo y antiguo enemigo a su casa, donde le dio por ama y señora a la falsa Flora, diciéndola que la regalase, y al fingido Jacinto que la sirviese con mucho cuidado. Mirábale Flora y tornábale a mirar, sintiendo cada vez una alteración y desmayo que parecía acabársele la vida, mas no se atrevía a decir lo que sentía, aunque siempre le parecía que veía a la engañada Aminta, no osando en ninguna manera decírselo a su amante, por no traerle a la memoria, viéndole tan olvidado de ella. Tomó Aminta la posesión en su nueva casa y volvió luego a dar aviso a su amante don Martín de su buena y presta ventura, asegurándole con mil caricias de los celos que tenía de verla en ella, prometiéndole abreviar con sus deseos, y se volvió con sus nuevos amos; a los cuales empezó a servir con tanto agrado, que se tenían por muy contentos de él. Mostró sus gracias, como era leer, escribir y contar, y otras muchas. Y sobre todo cantar y tañer, tanto, que ni don Jacinto ni Flora sabían estar sin él un punto. Y así un día que estaban comiendo, por mandado de Flora tomó una guitarra, y cantó así: Suspenso estaba el engañado don Jacinto, no admirando la voz, aunque era muy buena, sino sintiendo las razones del romance, como si viera quejarse a Aminta. Y así le dijo: —Enternecida está esa dama, amigo Jacinto. —Tal la trataba yo —replicó Aminta—, pues cuando creyó tener marido, gozó de mi ausencia. —¿Luego has querido? —dijo don Jacinto. —¿Tan necio te parezco? —respondió la dama—: pues cree que he sabido querer y aborrecer, y que también sé dar disgustos y fingir cuidados, porque soy más hombre de lo que mis barbas dan muestra; pues aunque Flora mi señora dice que le parezco capón o mujer, algún día he de ser gallo, a pesar del bellaco que me ganó mi caudal y me puso en el estado en que estoy: mas pues gustas de ver quejas de mujer, oye estos madrigales, que se hicieron al mismo sujeto. Alabáronle con grandes encarecimientos y mostraron estimar sus donaires con darle don Jacinto un vestido y Flora una sortija, lo que recibió Aminta con muestras de alegría, porque respecto de vengarse, pasaba plaza de bufón, no descuidándose de visitar a don Martín y contarle lo que pasaba, ni él de suplicarla abreviase o que le dejase a él hacerlo, porque no podía sufrir verse encerrado en casa ni a ella en la de un hombre que había sido su primer amor. Enojose Aminta de verle tan desconfiado, y así le dijo que si se cansaba se volviese a su casa, pues ni le debía ni la debía; pues el acompañarla acción de caballero había sido, y así le dejó sin querer hacer amistades, de que don Martín quedó apasionadísimo. Llegó Aminta algo tarde a su casa y halló a sus dueños cenando, que le riñeron la tardanza. A poco rato llegó don Martín a la puerta, haciendo cierta seña que acostumbraba otras noches. Salió Aminta, y después de ruegos y enojos, quedando amigos, se volvió a su posada y ella se entró a reposar. Un mes estuvo Aminta en casa de su amo, en cuyo tiempo había escrito don Martín a Segovia a un amigo suyo para que le avisase lo que pasaba: el cual le avisó de todo, pues encareciéndole la pena con que su madre estaba le contó cómo el capitán don Pedro salió en fiado de la cárcel, y que entrando en su casa se había caído muerto; y que a los demás presos había sacado de la cárcel don Luis su hijo, que había venido de Italia, el cual andaba haciendo grandes diligencias por saber de su prima y esposa, de la cual no sabían nuevas ningunas. Doblósele a la hermosa Aminta la pasión y la rabia con las nuevas de la muerte de su tío y venganza que prometía la cólera de su primo don Luis, y más viendo a don Jacinto gozar tan libremente de Flora, el uno y el otro causa de su desdicha. No tenía celos, mas sentía agravios, que quien quiere saber si ha querido, aunque aborrezca, vea lo que ha querido en otros brazos; así viendo la valerosa Aminta que no era tiempo de quejas sino de venganzas, apercibió a su querido amante don Martín para aquella noche, el cual avisado de lo que había de hacer, se puso en espera del suceso. Aguardó Aminta tiempo y lugar, y viéndolos a todos dormidos, y la ciudad en silencio, entró en la cuadra de sus enemigos, no siendo de nuevo en ella por entrar todas las noches por los vestidos de su amo para limpiarlos; y sacando la daga, se la metió a don Jacinto por el corazón, de suerte que el quejarse y rendir el alma todo fue uno. Al ruido despertó Flora, y queriendo dar voces, no la dio lugar Aminta, que la hirió por la garganta, diciendo: —Traidora, Aminta te castiga y venga su deshonra. Y volviéndola a dar otras tres puñaladas, envió su alma a acompañar la de su amante; y cerrando la puerta a la cuadra, tomó su capa y maleta, y valiéndose de una llave que había mandado hacer, por haber perdido la de la puerta de la calle, de industria, dejándola cerrada, se salió y fue a la posada de don Martín, el cual sabido el suceso y viendo que era forzoso ponerse en camino, tomando sus mulas y ropa, se partieron, caminando con toda prisa hasta el primer lugar donde descansaron, vistiéndose Aminta de dama y don Martín asimismo de caballero. Sosegaron allí dos días, donde confirmando los dos la palabra que se habían dado, y con ella el amor, no pudo Aminta negarle a don Martín, como a su esposo, ningún favor que le pidiese. Allí recibió don Martín dos criados y una criada, y tomando el carruaje necesario, se pusieron en camino para Madrid. Pues como viniese la mañana que se siguió a la triste noche para los desventurados que estaban en el infierno, pues la vida era conforme a la muerte, y la muerte lo fue a la vida, como los demás criados viesen que Jacinto no parecía, ni su amo ni Flora se levantaban, entraron en la cuadra y viendo el desgraciado suceso, dieron gritos, alzando las criadas el alarido; a las cuales se juntaron todos cuantos había en la ciudad y la justicia con ellos, tomando sus confesiones a todos; y no habiendo otro indicio más que la falta de Jacinto, y haber llevado su maleta, los llevaron a todos presos, y visitando las casas de posadas, vinieron a dar en la que habían estado los autores del daño; si bien no sabían dar razón de nombres, ni tierra; ni pudieron saber más de que a las doce habían partido; y como se llamaban hermanos, siempre se encerraban para hablar. Con estos indicios salieron tras de ellos algunos alguaciles y aun el mismo corregidor, mas aunque encontraron con don Martín y su dama, que iban la vuelta de Madrid, como los vieron ir con tanta autoridad y reposo, y conocieron a don Martín por uno de los nobles de aquella ciudad y sabían que vivía en Segovia, no cayeron en sospecha alguna, y más habiendo entendido de él que iba con aquella señora y que la traía para su esposa de un lugar de allí cerca; antes le contaron lo que buscaban y ellos se hicieron muy maravillados del caso; y no hay que espantar, porque si buscando un mozo de mulas y un pajecillo, hallaron un caballero tan principal y una dama tan hermosa, ¿quién no se diera por vencido? Comió don Martín y el corregidor, porque aunque en el campo, iban proveídos; y no hallando rastro de lo que buscaban, se volvieron a la ciudad, y ellos siguieron su camino. Y viendo la justicia la poca culpa de los presos, los soltaron y confiscaron la hacienda, parte para el rey y parte para la viuda, mujer de don Jacinto. Don Martín y su esposa llegaron a Madrid, tomando casa y aderezos para ella, y sacando licencia del nuncio, se desposaron, corriendo después los términos de las amonestaciones. Hecho esto, envió don Martín por su madre, la cual con su casa y hacienda se vino a Madrid, contenta de tener tal nuera, que sabiendo quién era, se tenía por dichosa, donde hoy viven, llamándose Aminta doña Vitoria, la más querida y contenta de su esposo don Martín, que solo le falta a esta buena señora tener hijos para del todo ser dichosa. Su primo vive, y por su respecto no goza doña Vitoria la hacienda que le dejó su padre, aunque es muy gruesa, solo por no darse a conocer a su primo, ni don Martín quiere tratar de eso, por estar el secreto de este caso entre los tres; que si ella misma no lo manifestara, para que con nombres supuestos se escribiera, nadie pudiera dar noticia de ello. Apenas dio la bella y discreta Matilde fin a su maravilla, dicha con tanto donaire y discreción que a todos los caballeros y damas que la escuchaban tenía elevados y absortos, cuando don Diego, nuevo amante de Lisis, haciendo seña a los músicos y dando aviso a dos criados suyos que eran diestros en danzar, a un mismo tiempo atajaron las alabanzas que para la bella Matilde se prevenían, pareciéndole que habiendo de quedar cortos en ellas, era más acertado pasarlas en silencio; y dándolo así a entender a todos aquellos caballeros y damas, aprobando su parecer, emplearon la vista en las graciosas vueltas y airosas cabriolas que los dos criados de don Diego hacían. Y después de haber dado fin a la danza, dieron principio a una suntuosísima colación que Lisis tenía prevenida para sus convidados, donde en competencia las ensaladas de los dulces, y los dulces de muchas suertes de frutas, que en la mesa sirvieron, como en tales noches es costumbre, se mostró el buen gusto del dueño; y Lisis dándole a don Juan mil desdeñosas muestras, acompañadas de un gracioso ceño, con que al desaire le miraba; y por el contrario a don Diego mil honestos favores, de que don Juan se abrasaba; porque aunque quería a Lisarda, gustaba de ser querido de Lisis, y así haciendo mil regalos a Lisarda por picar a Lisis, y Lisis a don Diego por desesperar a don Juan, y los demás caballeros y damas, unos a otros, tocaron a maitines en el Carmen, y determinando oírlos con la misa del gallo, para dormir descuidados, avisados para la segunda noche, se despidieron de Lisis y su madre, que no quisieron oírlos; desocuparon la casa, acompañando todos aquellos caballeros a las hermosas damas en esta piadosa ocasión, si bien don Diego, llegándose a Lisis, se le ofreció por esclavo, agradeciendo la dama el favor, con que se dio fin a la fiesta de la primera noche. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
La inocencia castigada
Cuento
Mi nombre es doña Isabel Fajardo, no Zelima, ni mora, como pensáis, sino cristiana, y hija de padres católicos, y de los más principales de la ciudad de Murcia; que estos hierros que veis en mi rostro no son sino sombras de los que ha puesto en mi calidad y fama la ingratitud de un hombre; y para que deis más crédito, veislos aquí quitados; así pudiera quitar los que han puesto en mi alma mis desventuras y poca cordura. Y diciendo esto, se los quitó y arrojó lejos de sí, quedando el claro cristal de su divino rostro sin mancha, sombra ni oscuridad, descubriendo aquel sol los esplendores de su hermosura sin nube. Y todos los que colgados de lo que intimaba su hermosa boca, casi sin sentido, que apenas osaban apartar la vista por no perderla, pareciéndoles que como ángel se les podía esconder. Y por fin, los galanes más enamorados, y las damas más envidiosas, y todos compitiendo en la imaginación sobre si estaba mejor con hierros o sin hierros, y casi se determinaban a sentir viéndola sin ellos, por parecerles más fácil la empresa; y más Lisis, que como la quería con tanta ternura, dejó caer por sus ojos unos desperdicios; mas, por no estorbarla, los recogió con sus hermosas manos. Con esto, la hermosa doña Isabel prosiguió su discurso, viendo que todos callaban, notando la suspensión de cada uno, y no de todos juntos. -Nací en la casa de mis padres sola, para que fuese sola la perdición de ella: hermosa, ya lo veis; noble, ya lo he dicho; rica, lo que bastara, a ser yo cuerda, o a no ser desgraciada, a darme un noble marido. Criéme hasta llegar a los doce años entre las caricias y regalos de mis padres; que, claro es que no habiendo tenido otro de su matrimonio, serían muchos, enseñándome entre ellos las cosas más importantes a mi calidad. Ya se entenderá, tras las virtudes que forman una persona virtuosamente cristiana, los ejercicios honestos de leer, escribir, tañer y danzar, con todo lo demás competentes a una persona de mis prendas, y de todas aquellas que los padres desean ver enriquecidas a sus hijas; y más los míos, que, como no tenían otra, se afinaban en estos extremos; salí única en todo, y perdonadme que me alabe, que, como no tengo otro testigo, en tal ocasión no es justo pasen por desvanecimiento mis alabanzas; bien se lo pagué, pero más bien lo he pagado. Yo fui en todo extremada, y más en hacer versos, que era el espanto de aquel reino, y la envidia de muchos no tan peritos en esta facultad; que hay algunos ignorantes que, como si las mujeres les quitaran el entendimiento por tenerle, se consumen de los aciertos ajenos. ¡Bárbaro, ignorante! si lo sabes hacer, hazlos, que no te roba nadie tu caudal; si son buenos los que no son tuyos, y más si son de dama, adóralos y alábalos; y si malos, discúlpala, considerando que no tiene más caudal, y que es digna de más aplauso en una mujer que en un hombre, por adornarlos con menos arte. Cuando llegué a los catorce años, ya tenía mi padre tantos pretensores para mis bodas, que ya, enfadado, respondía que me dejasen ser mujer; mas como, según decían ellos, idolatraban en mi belleza, no se podían excusar de importunalle. Entre los más rendidos se mostró apasionadísimo un caballero, cuyo nombre es don Felipe, de pocos más años que yo, tan dotado de partes, de gentileza y nobleza, cuanto desposeído de los de fortuna, que parecía que, envidiosa de las gracias que le había dado el cielo, le había quitado los suyos. Era, en fin, pobre; y tanto, que en la ciudad era desconocido, desdicha que padecen muchos. Éste era el que más a fuerza de suspiros y lágrimas procuraba granjear mi voluntad; mas yo seguía la opinión de todos; y como los criados de mi casa me veían a él poco afecta, jamás le oyó ninguno, ni fue mirado de mí, pues bastó esto para ser poco conocido en otra ocasión; pluviera el Cielo le miraba yo bien, o fuera parte para que no me hubieran sucedido las desdichas que lloro; hubiera sabido excusar algunas; mas, siendo pobre, ¿cómo le había de mirar mi desvanecimiento, pues tenía yo hacienda para él y para mí; mas mirábale de modo que jamás pude dar señas de su rostro, hasta que me vi engolfada en mis desventuras. Sucedió en este tiempo el levantamiento de Cataluña, para castigo de nuestros pecados, o sólo de los míos, que aunque han sido las pérdidas grandes, la mía es la mayor: que los muertos en esta ocasión ganaron eterna fama, y yo, que quedé viva, ignominiosa infamia. Súpose en Murcia cómo Su Majestad (Dios le guarde) iba al ilustre y leal reino de Aragón, para hallarse presente en estas civiles guerras; y mi padre, como quien había gastado lo mejor de su mocedad en servicio de su rey, conoció lo que le importaban a Su Majestad los hombres de su valor; se determinó a irle a servir, para que en tal ocasión le premiase los servicios pasados y presentes, como católico y agradecido rey; y con esto trató de su jornada, que sentimos mi madre y yo ternísimamente, y mi padre de la misma suerte; tanto, que a importunidades de mi madre y mías, trató llevarnos en su compañía, con que volvió nuestra pena en gozo, y más a mí, que, como niña, deseosa de ver tierras, o por mejor sentir mi desdichada suerte, que me guiaba a mi perdición, me llevaba contenta. Prevínose la partida, y aderezado lo que se había de llevar, que fuese lo más importante, para, aunque a la ligera, mostrar mi padre quién era, y que era descendiente de los antiguos Fajardos de aquel reino. Partimos de Murcia, dejando con mi ausencia común y particular tristeza en aquel reino, solemnizando en versos y prosas todos los más divinos entendimientos la falta que hacía a aquel reino. Llegamos a la nobilísima y suntuosa ciudad de Zaragoza, y aposentados en una de sus principales casas, ya descansada del camino salí a ver, y vi y fui vista. Mas no estuvo en esto mi pérdida, que dentro en mi casa estaba el incendio, pues sin salir me había ya visto mi desventura; y como si careciera esta noble ciudad de hermosuras, pues hay tantas que apenas hay plumas ni elocuencias que basten a alabarlas, pues son tantas que dan envidia a otros reinos, se empezó a exagerar la mía, como si no hubieran visto otra. No sé si es tanta como decían; sólo sé que fue la que bastó a perderme; mas, como dice el vulgar, «lo nuevo aplace». ¡Oh, quien no la hubiera tenido para excusar tantas fortunas! Habló mi padre a Su Majestad, que, informado de que había sido en la guerra tan gran soldado, y que aún no estaban amortiguados sus bríos y valor, y la buena cuenta que siempre había dado de lo que tenía a su cargo, le mandó asistiese al gobierno de un tercio de caballos, con título de maese de campo, honrando primero sus pechos con un hábito de Calatrava; y así fue fuerza, viendo serlo el asistir allí, y enviar a Murcia por toda la hacienda que se podía traer, dejando la demás a cuenta de deudos nobles que tenía allá. Era dueña de la casa en que vivíamos una señora viuda, muy principal y medianamente rica, que tenía un hijo y una hija; él mozo y galán y de buen discurso, así no fuera falso traidor, llamado don Manuel; no quiero decir su apellido, que mejor es callarle, pues no supo darle lo que merecía. ¡Ay, qué a costa mía he hecho experiencia de todo! ¡Ay, mujeres fáciles, y si supiésedes una por una, y todas juntas, a lo que os ponéis el día que os dejáis rendir a las falsas caricias de los hombres, y cómo quisiérades más haber nacido sin oídos y sin ojos; o si os desengañásedes en mí, de que más vais a perder, que a ganar! Era la hija moza, y medianamente hermosa, y concertada de casar con un primo, que estaba en las Indias y le aguardaban para celebrar sus bodas en la primera flota, cuyo nombre era doña Eufrasia. Ésta y yo nos tomamos tanto amor, como su madre y la mía, que de día ni de noche nos dividíamos, que, si no era para ir a dar el común reposo a los ojos, jamás nos apartábamos, o yo en su cuarto, o ella en el mío. No hay más que encarecerlo, sino que ya la ciudad nos celebraba con el nombre de «las dos amigas»; y de la misma suerte don Manuel dio en quererme, o en engañarme, que todo viene a ser uno. A los principios empecé a extrañar y resistir sus pretensiones y porfías, teniéndolos por atrevimientos contra mi autoridad y honestidad; tanto, que por atajarlos me excusaba y negaba a la amistad de su hermana, dejando de asistirla en su cuarto, todas las veces que sin nota podía hacerlo; de que don Manuel hacía tantos sentimientos, mostrando andar muy melancólico y desesperado, que tal vez me obligaba a lástima, por ver que ya mis rigores se atrevían a su salud. No miraba yo mal (las veces que podía sin dárselo a entender) a don Manuel, y bien gustara, pues era fuerza tener dueño, fuera él a quien tocara la suerte; mas, ¡ay!, que él iba con otro intento, pues con haber tantos que pretendían este lugar jamás se opuso a tal pretensión; y estaba mi padre tan desvanecido en mi amor, que aunque lo intentara, no fuera admitido, por haber otros de más partes que él, aunque don Manuel tenía muchas, ni yo me apartara del gusto de mi padre por cuanto vale el mundo. No había hasta entonces llegado amor a hacer suerte en mi libertad; antes imagino que, ofendido de ella, hizo el estrago que tantas penas me cuesta. No había tenido don Manuel lugar de decirme, más de con los ojos y descansos de su corazón su voluntad, porque yo no se le daba; hasta que una tarde, estando yo con su hermana en su cuarto, salió de su aposento, que estaba a la entrada de él, con un instrumento, y sentándose en el mismo estrado con nosotras, le rogó doña Eufrasia cantase alguna cosa, y él extrañándolo, se lo supliqué también por no parecer grosera; y él, que no deseaba otra cosa, cantó un soneto, que si no os cansa mi larga historia, diré con los demás que se ofrecieren en el discurso de ella. Lisis, por todos, le rogó lo hiciese así, que les daría notable gusto, diciendo: -¿Qué podréis decir, señora doña Isabel, que no sea de mucho agrado a los que escuchamos? Y así, en nombre de estas damas y caballeros, os suplico no excuséis nada de lo que os sucedió en vuestro prodigioso suceso, porque, de lo contrario, recibiremos gran pena. -Pues con esa licencia -replicó doña Isabel-, digo que don Manuel cantó este soneto; advirtiendo que él a mí y yo a él nos nombrábamos por Belisa y Salicio. Arrojó, acabando de cantar, el instrumento en el estrado, diciendo: -¿Qué me importa a mí que salga el sol de Belisa en el oriente a dar alegría a cuantos la ven, si para mí está siempre convertida en triste ocaso? Dióle, diciendo esto, un modo de desmayo, con que, alborotadas su madre, hermana y criadas, fue fuerza llevarle a su cama, y yo retraerme a mi cuarto, no sé si triste o alegre; sólo sabré asegurar que me conocí confusa, y determiné no ponerme más en ocasión de sus atrevimientos. Si me durara este propósito, acertara; mas ya empezaba en mi corazón a hacer suertes amor, alentando yo misma mi ingratitud, y más cuando supe, de allí a dos días, que don Manuel estaba con un accidente, que a los médicos había puesto en cuidado. Con todo eso, estuve sin ver a doña Eufrasia hasta otro día, no dándome por entendida, y fingiendo precisa ocupación con la estafeta de mi tierra; hasta que doña Eufrasia, que hasta entonces no había tenido lugar asistiendo a su hermano, le dejó reposando y pasó a mi aposento, dándome muchas quejas de mi descuido y sospechosa amistad, de que me disculpé, haciéndome de nuevas y muy pesarosa de su disgusto. Al fin, acompañando a mi madre, hube de pasar aquella tarde a verle; y como estaba cierta que su mal procedía de mis desdenes, procuré, más cariñosa y agradable, darle la salud que le había quitado con ellos, hablando donaires y burlas, que en don Manuel causaban varios efectos, ya de alegría, y ya de tristeza, que yo notaba con más cuidado que antes, si bien lo encubría con cauta disimulación. Llegó la hora de despedirnos, y llegando con mi madre a hacer la debida cortesía, y esforzarle con las esperanzas de la salud, que siempre se dan a los enfermos, me puso tan impensadamente en la mano un papel, que, o fuese la turbación del atrevimiento, o recato de mi madre y de la suya, que estaban cerca, que no pude hacer otra cosa más de encubrirle. Y como llegué a mi cuarto, me entré en mi aposento, y sentándome sobre mi cama, saqué el engañoso papel para hacerle pedazos sin leerle, y al punto que lo iba a conseguir, me llamaron, porque había venido mi padre y hube de suspender por entonces su castigo, y no hubo lugar de dársele hasta que me fui a acostar, que habiéndome desnudado una doncella que me vestía y desnudaba, a quien yo quería mucho por habernos criado desde niñas, me acordé del papel y se le pedí, y que me llegase de camino la luz para abrasarle en ella. Me dijo la cautelosa Claudia, que éste era su nombre, y bien le puedo dar también el de cautelosa, pues también estaba prevenida contra mí, y en favor del ingrato y desconocido don Manuel: -¿Y acaso, señora mía, ha cometido este desdichado algún delito contra la fe, que le quieres dar tan riguroso castigo? Porque si es así, no será por malicia, sino con inocencia; porque antes entiendo que le sobra fe y no que le falta. -Con todo mi honor le está cometiendo -dije yo-, y porque no haya más cómplices, será bien que éste muera. -¿Pues a quién se condena sin oírle? -replicó Claudia-. Porque, a lo que miro, entero está como el día en que nació. Óyele, por tu vida, y luego, si mereciere pena, se la darás, y más si es tan poco venturoso como su dueño. -¿Sabes tú cúyo es?- le torné a replicar. -¿De quién puede ser, si no es admitido, sino del mal correspondido don Manuel, que por causa tuya está como está, sin gusto y salud, dos males que, a no ser desdichado, ya le hubieran muerto? Mas hasta la muerte huye de los que lo son. -Sobornada parece que estás, pues abogas con tanta piedad por él. -No estoy, por cierto -respondió Claudia-, sino enternecida, y aun, si dijera lastimada, acertara mejor. -¿Pues de qué sabes tú que todas esas penas de que te lastimas tanto son por mí? -Yo te lo diré -dijo la astuta Claudia-. Esta mañana me envió tu madre a saber cómo estaba, y el triste caballero vio los cielos abiertos en verme; contóme sus penas, dando de todas la culpa a tus desdenes, y esto con tantas lágrimas y suspiros, que me obligó a sentirlas como propias, solemnizando con suspiros los suyos y acompañando con lágrimas las suyas. -Muy tierna eres, Claudia -repliqué yo-; presto crees a los hombres. Si fueras tú la querida, presto le consolaras. -Y tan presto -dijo Claudia-, que ya estuviera sano y contento. Díjome más, que en estando para poderse levantar, se ha de ir donde a tus crueles ojos y ingratos oídos no lleguen nuevas de él. -Ya quisiera que estuviera bueno, para que lo cumpliera- dije yo. -¡Ay, señora mía! -respondió Claudia-, ¿es posible que en cuerpo tan lindo como el tuyo se aposenta alma tan cruel? No seas así, por Dios, que ya se pasó el tiempo de las damas andariegas que con corazones de diamantes dejaban morir los caballeros, sin tener piedad de ellos. Casada has de ser, que tus padres para ese estado te guardan; pues si es así, ¿qué desmerece don Manuel para que no gustes que sea tu esposo? -Claudia -dije yo-, si don Manuel estuviera tan enamorado como dices, y tuviera tan castos pensamientos, ya me hubiera pedido a mi padre. Y pues no trata de eso, sino de que le corresponda, o por burlarme, o ver mi flaqueza, no me hables más en él, que me das notable enojo. -Lo mismo que tú dices- volvió a replicar Claudia- le dije yo, y me respondió que cómo se había de atrever a pedirte por esposa incierto de tu voluntad; pues podrá ser que aunque tu padre lo acepte, no gustes tú de ello. -El gusto de mi padre se hará el mío- dije yo. -Ahora, señora -tornó a decir Claudia-, veamos ahora el papel, pues ni hace ni deshace el leerle, que pues lo demás corre por cuenta del cielo. Estaba ya mi corazón más blando que cera, pues mientras Claudia me decía lo referido, había entre mí hecho varios discursos, y todos en abono de lo que me decía mi doncella, y en favor de don Manuel; mas, por no darla más atrevimientos, pues ya la juzgaba más de la parte contraria que de la mía, después de haberle mandado no hablase más en ello, ni fuese adonde don Manuel estaba, porfié a quemar el papel y ella a defenderle, hasta que, deseando yo lo mismo que ella quería, le abrí, amonestándola primero que no supiese don Manuel sino que le había rompido sin leerle, y ella prometídolo, vi que decía así: «No sé, ingrata señora mía, de qué tienes hecho el corazón, pues a ser de diamante, ya le hubieran enternecido mis lágrimas; antes, sin mirar los riesgos que me vienen, le tienes cada día más endurecido; si yo te quisiera menos que para dueño de mí y de cuanto poseo, ya parece que se hallara disculpa a tu crueldad; mas, pues gustas que muera sin remedio, yo te prometo darte gusto, ausentándome del mundo y de tus ingratos ojos, como lo verás en levantándome de esta cama, y quizá entonces te pesará de no haber admitido mi voluntad.» No decía más que esto el papel. Mas ¿qué más había de decir? Dios nos libre de un papel escrito a tiempo; saca fruto donde no le hay, y engendra voluntad aun sin ser visto. Mirad qué sería de mí, que ya no sólo había mirado, mas miraba los méritos de don Manuel todos juntos y cada uno por sí. ¡Ay, engañoso amante, ay, falso caballero, ay, verdugo de mi inocencia! ¡Y, ay, mujeres fáciles y mal aconsejadas, y cómo os dejáis vencer de mentiras bien afeitadas, y que no les dura el oro con que van cubiertas más de mientras dura el apetito! ¡Ay, desengaño, que visto, no se podrá engañar ninguna! ¡Ay, hombres!, y ¿por qué siendo hechos de la misma masa y trabazón que nosotras, no teniendo más nuestra alma que vuestra alma, nos tratáis como si fuéramos hechas de otra pasta, sin que os obliguen los beneficios que desde el nacer al morir os hacemos? Pues si agradecierais los que recibís de vuestras madres, por ellas estimarais y reverenciarais a las demás; ya, ya lo tengo conocido a costa mía, que no lleváis otro designio sino perseguir nuestra inocencia, aviltar nuestro entendimiento, derribar nuestra fortaleza, y haciéndonos viles y comunes, alzaros con el imperio de la inmortal fama. Abran las damas los ojos del entendimiento y no se dejen vencer de quien pueden temer el mal pago que a mí se me dio, para que dijesen en esta ocasión y tiempo estos desengaños, para ver si por mi causa cobrasen las mujeres la opinión perdida y no diesen lugar a los hombres para alabarse, ni hacer burla de ellas, ni sentir mal de sus flaquezas y malditos intereses, por los cuales hacen tantas, que, en lugar de ser amadas, son aborrecidas, aviltadas y vituperadas. Volví de nuevo a mandar a Claudia y de camino rogarle no supiese don Manuel que había leído el papel, ni lo que había pasado entre las dos, y ella a prometerlo, y con esto se fue, dejándome divertida en tantos y tan confusos pensamientos, que yo misma me aborrecía de tenerlos. Ya amaba, ya me arrepentía; ya me repetía piadosa, ya me hallaba mejor. Airada y final, me determiné a no favorecer a don Manuel, de suerte que le diese lugar a atrevimientos; mas tampoco desdeñarle, de suerte que le obligase a algún desesperado suceso. Volví con esta determinación a continuar la amistad de doña Eufrasia, y a comunicarnos con la frecuencia que antes hacía gala. Si ella me llamaba cuñada, si bien no me pesaba de oírlo, escuchaba a don Manuel más apacible, y si no le respondía a su gusto, a lo menos no le afeaba el decirme su amor sin rebozo; y con lo que más le favorecía era decirle que me pidiese a mi padre por esposa, que le aseguraba de mi voluntad; mas como el traidor llevaba otros intentos, jamás lo puso en ejecución. Llegóse en este tiempo el alegre de las carnestolendas, tan solemnizado en todas partes, y más en aquella ciudad, que se dice, por ponderarlo más, «carnestolendas de Zaragoza.» Andábamos todos de fiesta y regocijo, sin reparar los unos en los desaciertos ni aciertos de los otros. Pues fue así, que pasando sobre tarde al cuarto de doña Eufrasia a vestirme con ella de disfraz para una máscara que teníamos prevenida, y ella y sus criadas y otras amigas ocupadas adentro en prevenir lo necesario, su traidor hermano, que debía de estar aguardando esta ocasión, me detuvo a la puerta de su aposento, que, como he dicho, era a la entrada de los de su madre, dándome la bienvenida, como hacía en toda cortesía otras veces; yo, descuidada, o, por mejor, incierta de que pasaría a más atrevimientos, si bien ya habían llegado a tenerme asida por una mano, y viéndome divertida, tiró de mí, y sin poder ser parte a hacerme fuerte, me entró dentro, cerrando la puerta con llave. Yo no sé lo que me sucedió, porque del susto me privó el sentido un mortal desmayo. ¡Ah, flaqueza femenil de las mujeres, acobardadas desde la infancia y aviltadas las fuerzas con enseñarlas primero a hacer vainicas que a jugar las armas! ¡Oh, si no volviera jamás en mí, sino que de los brazos del mal caballero me traspasaran a la sepultura! Mas guardábame mi mala suerte para más desdichas, si puede haberlas mayores. Pues pasada poco más de media hora, volví en mí, y me hallé, mal digo, no me hallé, pues me hallé perdida, y tan perdida, que no me supe ni pude volver ni podré ganarme jamás y infundiendo en mí mi agravio una mortífera rabia, lo que en otra mujer pudiera causar lágrimas y desesperaciones, en mí fue un furor diabólico, con el cual, desasiéndome de sus infames lazos, arremetí a la espada que tenía a la cabecera de la cama, y sacándola de la vaina, se la fui a envainar en el cuerpo; hurtóle al golpe, y no fue milagro, que estaba diestro en hurtar, y abrazándose conmigo, me quitó la espada, que me la iba a entrar por el cuerpo por haber errado el del infame, diciendo de esta suerte: «Traidor, me vengo en mí, pues no he podido en ti, que las mujeres como yo así vengan sus agravios.» Procuró el cauteloso amante amansarme y satisfacerme, temeroso de que no diera fin a mi vida; disculpó su atrevimiento con decir que lo había hecho por tenerme segura; y ya con caricias, ya con enojos mezclados con halagos, me dio palabra de ser mi esposo. En fin, a su parecer más quieta, aunque no al mío, que estaba hecha una pisada serpiente, me dejó volver a mi aposento tan ahogada en lágrimas, que apenas tenía aliento para vivir. Este suceso dio conmigo en la cama, de una peligrosa enfermedad, que fomentada de mis ahogos y tristezas, me vino a poner a punto de muerte; estando de verme así tan penados mis padres, que lastimaban a quien los veía. Lo que granjeó don Manuel con este atrevimiento fue que si antes me causaba algún agrado, ya aborrecía hasta su sombra. Y aunque Claudia hacía instancia por saber de mí la causa de este pesar que había en mí, no lo consiguió, ni jamás la quise escuchar palabra que de don Manuel procurase decirme, y las veces que su hermana me veía era para mí la misma muerte. En fin, yo estaba tan aborrecida, que si no me la di yo misma, fue por no perder el alma. Bien conocía Claudia mi mal en mis sentimientos, y por asegurarse más, habló a don Manuel, de quien supo todo lo sucedido. Pidióle me aquietase y procurase desenojar, prometiéndole a ella lo que a mí, que no sería otra su esposa. Permitió el Cielo que me mejorase de mi mal, porque aun me faltaban por pasar otros mayores. Y un día que estaba Claudia sola conmigo, que mi madre ni las demás criadas estaban en casa, me dijo estas razones: -No me espanto, señora mía, que tu sentimiento sea de la calidad que has mostrado y muestras; mas a los casos que la fortuna encamina y el Cielo permite para secretos suyos, que a nosotros no nos toca el saberlo, no se han de tomar tan a pechos y por el cabo, que se aventure a perder la vida y con ella el alma. Confieso que el atrevimiento del señor don Manuel fue el mayor que se puede imaginar; mas tu temeridad es más terrible, y supuesto que en este suceso, aunque has aventurado mucho, no has perdido nada, pues en siento tu esposo queda puesto el reparo, si tu pérdida se pudiera remediar con esos sentimientos y desesperaciones, fuera razón tenerlas. Ya no sirven desvíos para quien posee y es dueño de tu honor, pues con ellos das motivo para que, arrepentido y enfadado de tus sequedades, te deje burlada; pues no son las partes de tu ofensor de tan pocos méritos que no podrá conquistar con ellas cualquier hermosura de su patria. Puesto que más acertado es que se acuda al remedio, y no que cuando le busques no le halles, hoy me ha pedido que te amanse y te diga cuán mal lo haces con él y contigo misma, y que está con mucha pena de tu mal; que te alientes y procures cobrar salud, que tu voluntad es la suya, y no saldrá en esto y en todo lo que ordenares de tu gusto. Mira, señora, que esto es lo que te está bien, y que se pongan medios con tus padres para que sea tu esposo, con que la quiebra de tu honor quedará soldada y satisfecha, y todo lo demás es locura y acabar de perderte. Bien conocí que Claudia me aconsejaba lo cierto, supuesto que ya no se podía hallar otro remedio; mas estaba tan aborrecida de mí misma, que en muchos días no llevó de mí buena respuesta. Y aunque ya me empezaba a levantar, en más de dos meses no me dejé ver de mi atrevido amante, ni recado que me enviaba quería recibir, ni papel que llegaba a mis manos llevaba otra respuesta que hacerle pedazos. Tanto, que don Manuel, o fuese que en aquella ocasión me tenía alguna voluntad, o porque picado de mis desdenes quería llevar adelante sus traiciones, se descubrió a su hermana, y le contó lo que conmigo le había pasado y pasaba, de que doña Eufrasia, admirada y pesarosa, después de haberle afeado facción tan grosera y mal hecha, tomó por su cuenta quitarme el enojo. Finalmente ella y Claudia trabajaron tanto conmigo, que me rindieron. Y como sobre las pesadumbres entre amantes las paces aumentan el gusto, todo el aborrecimiento que tenía a don Manuel se volvió en amor, y en él el amor aborrecimiento: que los hombres, en estando en posesión, la voluntad se desvanece como humo. Un año pasé en estos desvanecimientos, sin poder acabar con don Manuel pusiese terceros con mi padre para que se efectuasen nuestras bodas; y otras muchas que a mi padre le trataban no llegaban a efecto, por conocer la poca voluntad que tenía de casarme. Mi amante me entretenía diciendo que en haciéndole Su Majestad merced de un hábito de Santiago que le había pedido, para que más justamente mi padre le admitiese por hijo, se cumplirían mis deseos y los suyos. Si bien yo sentía mucho estas dilaciones, y casi temía mal de ellas, por no disgustarle, no apretaba más la dificultad. En este tiempo, en lugar de un criado que mi padre había despedido, entró a servir en casa un mancebo, que, como después supe, era aquel caballero pobre que jamás había sido bien visto de mis ojos. Mas ¿quién mira bien a un pobre? El cual, no pudiendo vivir sin mi presencia, mudado hábito y nombre, hizo esta transformación. Parecióme cuando le vi la primera vez que era el mismo que era; mas no hice reparo en ello, por parecerme imposible. Bien conoció Luis, que así dijo llamarse, a los primeros lances, la voluntad que yo y don Manuel nos teníamos, y no creyendo de la entereza de mi condición que pasaba a más de honestos y recatados deseos, dirigidos al conyugal lazo. Y él estaba cierto que en esto no había de alcanzar, aunque fuera conocido por don Felipe, mas que los despegos que siempre callaba, por que no le privase de verme, sufriendo como amante aborrecido y desestimado, dándose por premiado en su amor con poderme hablar y ver a todas horas. De esta manera pasé algunos meses, que aunque don Manuel, según conocí después, no era su amor verdadero, sabía tan bien las artes de fingir, que yo me daba por contenta y pagada de mi voluntad. Así me duraran estos engaños. Mas ¿cómo puede la mentira pasar por verdad sin que al cabo se descubra? Acuérdome que una tarde que estábamos en el estrado de su hermana, burlando y diciendo burlas y entretenidos acentos como otras veces, le llamaron, y él, al levantarse del asiento, me dejó caer la daga en las faldas, que se la había quitado por el estorbo que le hacía para estar sentado en bajo. A cuyo asunto hice este soneto: Alabaron doña Eufrasia y su hermano más la presteza de hacerle que el soneto, si bien don Manuel, tibiamente; ya parecía que andaba su voluntad achacosa, y la mía temerosa de algún mal suceso en los míos, y a mis solas daban mis ojos muestra de mis temores, quejábame de mi mal pagado amor, dando al Cielo quejas de mi desdicha. Y cuando don Manuel, viéndome triste y los ojos con las señales de haberles dado el castigo que no merecían, pues no tuvieron culpa en mi tragedia, me preguntaba la causa, por no perder el decoro a mi gravedad, desmentía con él los sentimientos de ellos, que eran tantos, que apenas los podía disimular. Enamoréme, rogué, rendíme; vayan, vengan penas, alcáncense unas a otras. Mas por una violencia estar sujeta a tantas desventuras, ¿a quién le ha sucedido sino a mí? ¡Ay, damas, hermosas y avisadas, y qué desengaño éste, si lo contempláis! Y ¡ay, hombres, y qué afrenta para vuestros engaños! ¡Quién pensara que don Manuel hiciera burla de una mujer como yo, supuesto que, aunque era noble y rico, aun para escudero de mi casa no le admitieran mis padres!, que éste es el mayor sentimiento que tengo, pues estaba segura de que no me merecía y conocía que me desestimaba. Fue el caso que había más de diez años que don Manuel hablaba una dama de la ciudad, ni la más hermosa, ni la más honesta, y aunque casada, no hacía ascos de ningún galanteo, porque su marido tenía buena condición: comía sin traerlo, y por no estorbar, se iba fuera cuando era menester; que aun aquí había reprensión para los hombres; mas los comunes y bajos que viven de esto no son hombres, sino bestias. Cuando más engolfada estaba Alejandra, que así tenía nombre esta dama, en la amistad de don Manuel, quiso el Cielo, para castigarla, o para destruirme, darle una peligrosa enfermedad, de quien, viéndose en peligro de muerte, prometió a Dios apartarse de tan ilícito trato, haciendo voto de cumplirlo. Sustentó esta devota promesa, viéndose con la deseada salud, año y medio, que fue el tiempo en que don Manuel buscó mi perdición, viéndose despedido de Alejandra; bien que, como después supe, la visitaba en toda cortesía, y la regalaba por la obligación pasada. ¡Ah, mal hayan estas correspondencias corteses, que tan caras cuestan a muchas! Y entretenido en mi galanteo, faltó a la asistencia de Alejandra, conociendo el poco fruto que sacaba de ella; pues esta mujer, en faltar de su casa, como solía mi ingrato dueño, conoció que era la ocasión otro empleo, y buscando la causa, o que de criadas pagadas de la casa de don Manuel, o mi desventura que se lo debió de decir, supo cómo don Manuel trataba su casamiento conmigo. Entró aquí alabarle mi hermosura y su rendimiento, y como jamás se apartaba de idolatrar en mi imagen, que cuando se cuentan los sucesos, y más si han de dañar, con menos ponderación son suficientes. En fin, Alejandra, celosa y envidiosa de mis dichas, faltó a Dios lo que había prometido, para sobrarme a mí en penas; que si faltó a Dios, ¿cómo no me había de sobrar a mí? Era atrevida y resuelta, y lo primero a que se atrevió fue a verme. Pasemos adelante, que fuera hacer este desengaño eterno, y no es tan corto el tormento que padezco en referirle que me saboree tan despacio en él. Acarició a don Manuel, solicitó volviese a su amistad, consiguió lo que deseó, y volvió de nuevo a reiterar la ofensa, faltando en lo que a Dios había prometido de poner enmienda. Parecerá, señores, que me deleito en nombrar a menudo el nombre de este ingrato, pues no es sino que como ya para mí es veneno, quisiera que trayéndole en mis labios, me acabara de quitar la vida. Volvióse, en fin, a adormecer y transportar en los engañosos encantos de esta Circe. Como una división causa mayores deseos entre los que se aman, fue con tanta puntualidad el asistencia en su casa, que fue fuerza hiciese falta en la mía. Tanto, que ni en los perezosos días de verano, ni en las cansadas noches del invierno no había una hora para mí. Y con esto empecé a sentir las penas que una desvalida y mal pagada mujer puede sentir, porque si a fuerza de quejas y sentimientos había un instante para estar conmigo, era con tanta frialdad y tibieza, que se apagaban en ella los encendidos fuegos de mi voluntad, no para apartarme de tenerla, sino para darle las sazones que merecía. Y últimamente empecé a temer; del temer nace el celar, y del celar buscar las desdichas y hallarlas. No le quiero prometer a un corazón amante más perdición que venir a tropezar en celos, que es cierto que la caída será para no levantarse más; porque si calla los agravios, juzgando que los ignora, no se recatan de hacerlos; y si habla más descubiertamente, pierden el respeto, como me sucedió a mí, que no pudiendo ya disimular las sinrazones de don Manuel, empecé a desenfadarme y reprenderlas y de esto pasar a reñirle, con que me califiqué por enfadosa y de mala condición, y a pocos pasos que di, me hallé en los lances de aborrecida. Ofréceseme a la memoria un soneto que hice, hallándome un día muy apasionada, que, aunque os canse, le he de decir: Admitía estas finezas don Manuel, como quien ya no las estimaba; antes con enojos quería desvanecer mis sospechas, afirmándolas por falsas. Y dándose más cada día a sus desaciertos, venimos él y yo a tener tantos disgustos y desasosiegos, que más era muerte que amor el que había entre los dos; y con esto me dispuse a averiguar la verdad de todo, porque no me desmintiese, y de camino, por si podía hallar remedio a tan manifiesto daño, mandé a Claudia seguirle, con que se acabó de perder todo. Porque una tarde que le vi algo inquieto, y que ni por ruegos ni lágrimas mías, ni pedírselo su hermana, no se pudo estorbar que no saliese de casa, mandé a Claudia viese dónde iba, la cual le siguió hasta verle entrar en casa de Alejandra. Y aguardando a ver en lo que resultaba, vio que ella con otras amigas y don Manuel se entraron en un coche y se fueron a un jardín. Y no pudiendo ya la fiel Claudia sufrir tantas libertades cometidas en ofensa mía, se fue tras ellos, y al entrar en el vergel, dejándose ver, le dijo lo que fue justo, si, como fue bien dicho, fuera bien admitido. Porque don Manuel, si bien corrido de ser descubierto, afeó y trató mal a Claudia, riñéndola más como dueño que como amante mío; con lo cual la atrevida Alejandra, tomándose la licencia de valida, se atrevió a Claudia con palabras y obras, dándose por sabidora de quién era yo, cómo me llamaba y, en fin, cuanto por mi había pasado, mezclando entre estas libertades las amenazas de que daría cuenta a mi padre de todo. Y aunque no cumplió esto, hizo otros atrevimientos tan grandes o mayores, como era venir a la posada de don Manuel a todas horas. Entraba atropellándolo todo, y diciendo mil libertades; tanto, que en diversas ocasiones se puso Claudia con ella a mil riesgos. En fin, para no cansaros, lo diré de una vez. Ella era mujer que no temía a Dios, ni a su marido, pues llegó su atrevimiento a tratar quitarme la vida con sus propias manos. De todos estos atrevimientos no daba don Manuel la culpa a Alejandra, sino a mí, y tenía razón, pues yo, por mis peligros, debía sufrir más; estaba ya tan precipitada, que ninguno se me hacía áspero, ni peligroso, pues me entraba por todos sin temor de ningún riesgo. Todo era afligirme, todo llorar y todo dar a don Manuel quejas; unas veces, con caricias, y otras con despegos, determinándome tal vez a dejarle y no tratar más de esto, aunque me quedase perdida, y otras pidiéndole hablase a mis padres, para que siendo su mujer cesasen estas revoluciones. Mas como ya no quería, todas estas desdichas sentía y temía doña Eufrasia, porque había de venir a parar en peligro de su hermano; mas no hallaba remedio, aunque le buscaba. A todas estas desventuras hice unas décimas, que os quiero referir, porque en ellas veréis mis sentimientos mejor pintados, y con más finos colores, que dicen así: Sucedió en este tiempo nombrar Su Majestad por virrey de Sicilia al señor Almirante de Castilla y viéndose don Manuel engolfado en estas competencias que entre mí y Alejandra traíamos, y lo más cierto, con poco gusto de casarse conmigo, considerando su peligro en todo, sin dar cuenta a su madre y hermana, diligenció por medio del mayordomo, que era muy íntimo suyo, y le recibió el señor Almirante por gentilhombre de su cámara; y teniéndolo secreto, sin decirlo a nadie, sólo a un criado que le servía y había de ir con él, hasta la partida del señor Almirante, dos o tres días antes mandó prevenir su ropa, dándonos a entender a todos quería ir por seis u ocho días a un lugar donde tenía no sé qué hacienda; que esta jornada la había hecho otras veces en el tiempo que yo le conocía. Llegó el día de la partida, y despedido de todos los de su casa, al despedirse de mí, que de propósito había pasado a ella para despedirme, que, como inocente de su engaño, aunque me pesaba, no era con el extremo que si supiera la verdad de él, vi más terneza en sus ojos que otras veces, porque al tiempo de abrazarme no me pudo hablar palabra, porque se le arrasaron los ojos de agua, dejándome confusa, tierna y sospechosa; si bien no juzgué sino que hacía amor algún milagro en él y conmigo. Y de esta suerte pasé aquel día, ya creyendo que me amaba, vertiendo lágrimas de alegría, ya de tristeza de verle ausente. Y estando ya cerrada la noche, sentada en una silla, la mano en la mejilla, bien suspensa y triste, aguardando a mi madre, que estaba en una visita, entró Luis, el criado de mi casa, o por mejor acertar, don Felipe, aquel caballero pobre, que por serlo había sido tan mal mirado de mis ojos, que no había sido ni antes ni en esta ocasión conocido de ellos, y que servía por sólo servirme. Y viéndome, como he dicho, me dijo: -¡Ay, señora mía!, y cómo si supieses tu desdicha, como yo la sé, esa tristeza y confusión se volvería en pena de muerte. Asustéme al oír esto; mas, por no impedir saber el cabo de su confusa razón, callé; y él prosiguió, diciéndome: -Ya no hay que disimular, señora, conmigo, que aunque ha muchos días que yo imaginaba estos sucesos, ahora es diferente, que ya sé toda la verdad. -¿Vienes loco, Luis?- le repliqué. -No vengo loco -volvió a decir-; aunque pudiera, pues no es tan pequeño el amor que como a señora mía te tengo, que no me pudiera haber quitado el juicio, y aun la vida, lo que hoy he sabido. Y porque no es justo encubrírtelo más, el traidor don Manuel se va a Sicilia con el Almirante, con quien va acomodado por gentilhombre suyo. Y demás de haber sabido de su criado mismo, que por no satisfacerte a la obligación que te tiene ha hecho esta maldad, yo le he visto por mis ojos partir esta tarde. Mira que quieres que se haga en esto, que a fe de quien soy, y que soy más de lo que tú imaginas, como sepa que tú gustas de ello, que aunque piense perder la vida, te ha de cumplir lo prometido, o que hemos de morir él y yo por ello. Disimulando mi pena, le respondí: -¿Y quién eres tú, que cuando aqueso fuese verdad, tendrías valor para hacer eso que dices? -Dame licencia -respondió Luis-, que después de hecho, lo sabrás. Acabé de enterarme de la sospecha que al principio dije había tenido de ser don Felipe como me había dado el aire, y queriéndole responder, entró mi madre, con que cesó la plática. Y después de haberla recibido, porque me estaba ahogando en mis propios suspiros y lágrimas, me entré en mi aposento, y arrojándome sobre la cama, no es necesario contaros las lástimas que dije, las lágrimas que lloré y las determinaciones que tuve, ya de quitarme la vida, ya de quitársela a quien me la quitaba. Y al fin admití la peor y la que ahora oiréis, que éstas eran honrosas, y la que elegí, con la que me acabé de perder; porque al punto me levanté con más ánimo que mi pena prometía, y tomando mis joyas y las de mi madre, y muchos dineros en plata y en oro, porque todo estaba en mi poder, aguardé a que mi padre viniese a cenar, que habiendo venido, me llamaron; mas yo respondí que no me sentía buena, que después tomaría una conserva. Se sentaron a cenar, y como vi acomodado lugar para mi loca determinación, por estar los criados y criadas divertidos en servir la mesa, y si aguardara a más, fuera imposible surtir efecto mi deseo, porque Luis cerraba las puertas de la calle y se llevaba la llave, sin dar parte a nadie, ni a Claudia, con ser la secretaria de todo, por una que salía de mi aposento a un corredor, me salí y puse en la calle. A pocas de mi casa estaba la del criado que he dicho había despedido mi padre cuando recibió a Luis, que yo sabía medianamente, porque lastimada de su necesidad, por ser anciano, le socorría y aun visitaba las veces que sin mi madre salía fuera. Fuime a ella; donde el buen hombre me recibió con harto dolor de mi desdicha, que ya sabía él por mayor, habiéndole dado palabra que, en haciéndose mis bodas, le traería a mi casa. Reprendió Octavio, que éste era su nombre, mi determinación; mas visto ya no había remedio, hubo de obedecer y callar, y más viendo que traía dineros, y que le di a él parte de ellos. Allí pasé aquella noche, cercada de penas y temores, y a otro día le mandé fuese a mi casa, y sin darse por entendido, hablase a Claudia y le dijese que me buscaba a mí, como hacía otras veces, y viese qué había y si me buscaban. Fue Octavio, y halló que halló el remate de mi desventura. Cuando llego a acordarme de esto, no sé cómo no se me hace pedazos el corazón. Llegó Octavio a mi desdichada casa, y vio entrar y salir toda la gente de la ciudad, y admirado entró él también con los demás, y buscando a Claudia, y hallándola triste y llorosa, le contó cómo acabando de cenar entró mi madre donde yo estaba, para saber qué mal me afligía, y como no me halló, preguntó por mí, a lo que todas respondieron que sobre la cama me habían dejado cuando salieron a servirla, y que habiéndome buscado por toda la casa y fuera, como hallasen las llaves de los escritorios sobre la cama, y la puerta que salía al corredor, que siempre estaba cerrada, abierta, y mirados los escritorios, y vista la falta de ellos, luego vieron que no faltaba en vano. A cuyo suceso empezó mi madre a dar gritos; acudió mi padre a ellos, y sabiendo la causa, como era hombre, mayor, con la pena y susto que recibió, dio una caída de espaldas, privado de todo sentido, y que ni se sabe si de ella, si del dolor, había sido el desmayo, tan profundo, que no volvió más de él. De todo esto fue causa mi facilidad. Díjole cómo aunque los médicos mandaban se tuviese las horas que manda y pide la ley, que era excusado, y que ya se trataba de enterrarle; que mi madre estaba poco menos, y que con estas desdichas no se hacía caso de la mía si no era para afear mi mal acuerdo; que ya mi madre había sabido lo que pasaba con don Manuel, que en volviendo yo las espaldas, todos habían dicho lo que sabían, y que no había consentido buscarme, diciendo que pues yo había elegido el marido a mi gusto, que Dios me diese más dicha con él que había dado a su casa. Volvió Octavio con estas nuevas, bien tristes y amargas para mí, y más cuando me dijo que no se platicaba por la ciudad sino mi suceso. Dobláronse mis pasiones, y casi estuve en términos de perder la vida; mas como aún no me había bien castigado el Cielo ser motivo de tantos males, me la quiso guardar para que pase los que faltaban. Animéme algo con saber que no me buscaban, y después de coser todas mis joyas y algunos doblones en parte donde los trujese conmigo sin ser vistos, y dispuesto lo necesario para nuestra jornada, pasados cuatro o seis días, una noche nos metimos Octavio y yo de camino, y partimos la vía de Alicante, donde iba a embarcarse mi ingrato amante. Llegamos a ella, y viendo que no habían llegado las galeras, tomamos posada hasta ver el modo que tendría en dejarme ver de don Manuel. Iba Octavio todos los días adonde el señor Almirante posaba; veía a mi traidor esposo (si le puedo dar este nombre), y veníame a contar lo que pasaba. Y entre otras cosas, me contó un día cómo el mayordomo buscaba una esclava, y que aunque le habían traído algunas, no le habían contentado. En oyendo esto, me determiné a otra mayor fineza, o a otra locura mayor que las demás, y como lo pensé, lo puse por obra. Y fue que, fingiendo clavo y S para el rostro, me puse en hábito conveniente para fingirme esclava y mora, poniéndome por nombre Zelima, diciendo a Octavio que me llevase y dijera era suya, y que si agradaba, no reparase en el precio. Mucho sintió Octavio mi determinación, vertiendo lágrimas en abundancia por mí; mas yo le consolé con advertirle este disfraz no era más de para proseguir mi intento y traer a don Manuel a mi voluntad, y ausentarme de España, y que teniendo a los ojos a mi ingrato, sin conocerme, descubriría su intento. Con esto se consoló Octavio, y más con decirle que el precio que le diesen por mí se aprovechase de él, y me avisase a Sicilia de lo que mi madre disponía de sí. En fin, todo se dispuso tan a gusto mío, que antes que pasaron ocho días ya estuve vendida en cien ducados, y esclava, no de los dueños que me habían comprado y dado por mí la cantidad que digo, sino de mi ingrato y alevoso amante, por quien yo me quise entregar a tan vil fortuna. En fin, satisfaciendo a Octavio con el dinero que dieron por mí, y más de lo que yo tenía, se despidió para volverse a su casa con tan tierno sentimiento, que por no verle verter tiernas lágrimas, me aparté de él sin hablarle, quedando con mis nuevos amos, no sé si triste o alegre, aunque en encontrarlos buenos fui más dichosa que en lo demás que hasta aquí he referido; demás que yo les supe agradar y granjear, de modo que antes de muchos días me hice dueño de su voluntad y casa. Era mi señora moza y de afable condición, y con ella y otras dos doncellas que había en casa me llevaba tan bien, que todas me querían como si fuera hija de cada una y hermana de todas, particularmente con la una de las doncellas, cuyo nombre era Leonisa, que me quería con tanto extremo, que comía y dormía con ella en su misma cama. Ésta me persuadía que me volviese cristiana, y yo la agradaba con decir lo haría cuando llegase la ocasión, que yo lo deseaba más que ella. La primera vez que me vio don Manuel fue un día que comía con mis dueños. Y aunque lo hacía muchas veces por ser amigo, no había tenido yo ocasión de verle, porque no salía de la cocina, hasta este día que digo, que vine a traer un plato a la mesa; que como puso en mí los aleves ojos y me reconoció, aunque le debió de desvanecer su vista la S y clavo de mi rostro, tan perfectamente imitado el natural, que a nadie diera sospecha de ser fingidos. Y elevado entre el sí y el no, se olvidó de llevar el bocado a la boca, pensando qué sería lo que miraba, porque por una parte creyó ser la misma que era, y por otra no se podía persuadir que yo hubiese cometido tal delirio, como ignorante de las desdichas por su causa sucedidas en mi triste casa; pues a mí no me causó menos admiración otra novedad que vi, y fue que como le vi que me miraba tan suspenso, por no desengañarle tan presto, aparté de él los ojos y púselos en los criados que estaban sirviendo. En compañía de dos que había en casa, vi a Luis, el que servía en la mía. Admiréme, y vi que Luis estaba tan admirado de verme en tal hábito como don Manuel. Y como me tenía más fija en su memoria que don Manuel, a pesar de los fingidos hierros, me conoció. Al tiempo del volverme adentro, oí que don Manuel había preguntado a mis dueños si era la esclava que habían comprado. -Sí -dijo mi señora-. Y es tan bonita y agradable, que me da el mayor desconsuelo el ver que es mora; que diera doblado de lo que costó porque se hiciese cristiana, y casi me hace verter lágrimas ver en tan linda cara aquellos hierros, y doy mil maldiciones a quien tal puso. A esto respondió Leonisa, que estaba presente: -Ella misma dice se los puso por un pesar que tuvo de que por su hermosura le hubiesen hecho un engaño. Y ya me ha prometido a mí que será cristiana. -Bien ha sido menester que los tenga -respondió don Manuel-, para no creer que es una hermosura que yo conozco en mi patria; mas puede ser que naturaleza hiciese esta mora en la misma estampa. Como os he contado, entré cuidadosa de haber visto a Luis, y llamando un criado de los de casa, le pregunté qué mancebo era aquel que servía a la mesa con los demás. -Es -me respondió- un criado que este mismo día recibió el señor don Manuel, porque el suyo mató un hombre, y está ausente. -Yo le conozco -repliqué- de una casa donde yo estuve un tiempo, y cierto que me holgara hablarle, que me alegra ver acá gente de donde me he criado. -Luego -dijo- entrará a comer con nosotros y podrás hablarle. Acabóse la comida y entraron todos los criados dentro, y Luis con ellos. Sentáronse a la mesa, y cierto que yo no podía contener la risa, a pesar de mis penas, de ver a Luis, que mientras más me miraba, más se admiraba, y más oyéndome llamar Zelima, no porque no me había conocido, sino de ver al extremo de bajeza que me había puesto por tener amor. Pues como se acabó de comer, aparté a Luis, y díjele: -¿Qué fortuna te ha traído, Luis, adonde yo estoy? -La misma que a ti, señora mía; querer bien y ser mal correspondido, y deseos de hallarte y vengarte en teniendo lugar y ocasión. -Disimula, y no me llames sino Zelima, que esto importa a mis cosas, que ahora no es tiempo de más venganzas que las que amor toma de mí; que yo he dicho que has servido en una casa donde me crié, y que te conozco de esta parte, y a tu amo no le digas que me has conocido ni hablado, que más me fío de ti que de él. -Con seguridad lo puedes hacer -dijo Luis-, que si él te quisiera y estimara como yo, no estuvieras en el estado que estás, ni hubieras causado las desdichas sucedidas. -Así lo creo -respondí-; mas dime, ¿cómo has venido aquí? -Buscándote, y con determinación de quitar la vida a quien ha sido parte para que tú hagas esto, y con esa intención entré a servirle. -No trates de eso, que es perderme para siempre; que aunque don Manuel es falso y traidor, está mi vida en la suya; fuera de que yo trato de cobrar mi perdida opinión, y con su muerte no se granjea sino la mía, que apenas harías tú tal cuando yo misma me matase. -Esto le dije porque no pusiese su intento en ejecución-. ¿Qué hay de mi madre, Luis? -¿Qué quieres que haya? -respondió, sino que pienso que es de diamante, pues no la han acabado las penas que tiene. Cuando yo partí de Zaragoza, quedaba disponiendo su partida para Murcia; lleva consigo el cuerpo de tu padre y mi señor, por llevar más presentes sus dolores. -Y por allá ¿qué se platica de mi desacierto? -dije yo. -Que te llevó don Manuel -respondió Luis-, porque Claudia dijo lo que pasaba. Con que tu madre se consoló algo en tu pérdida, pues le parece que con tu marido vas, que no hay que tenerte lástima; no como ella, que le lleva in alma. Yo, como más interesado en haberte perdido, y como quien sabía más bien que no te llevaba don Manuel, antes iba huyendo de ti, no la quise acompañar, y así, he venido donde me ves, y con el intento que te he manifestado, el cual suspenderé hasta ver si hace lo que como caballero debe. Y de no hacerlo, me puedes perdonar: que aunque sepa perderme y perderte, vengaré tu agravio y el mío. Y cree que me tengo por bien afortunado en haberte hallado y en merecer que te fíes de mí y me hayas manifestado tu secreto antes que a él. -Yo te lo agradezco -respondí-. Y por que no sientan mal de conversación tan larga, vete con Dios, que lugar habrá de vernos; y si hubieres menester algo, pídemelo, que aún no me lo ha quitado la fortuna todo, que ya tengo qué darte, aunque sea poco para lo que mereces y yo te debo. Y con esto y darle un doblón de a cuatro, le despedí. Y cierto que nunca más bien me pareció Luis que en esta ocasión; lo uno, por tener de mi parte algún arrimo, y lo otro por verle con tan honrados y alentados intentos. Algunos días tardaron las galeras en llegar al puerto, uno de los cuales, estando mi señora fuera con las doncellas, y sola yo en casa, acaso don Manuel, deseoso de satisfacerse de su sospecha, vino a mi casa a buscar a mi señor, o a mí, que es lo más cierto. Y como entró y vio, con una sequedad notable, me dijo: -¿Qué disfraz es éste, doña Isabel? ¿O cómo las mujeres de tus obligaciones, y que han tenido deseos y pensamientos de ser mía, se ponen en semejantes bajezas? Siéndolo tanto, que si alguna intención tenía de que fueses mi esposa, ya la he perdido, por el mal nombre que has granjeado conmigo y con cuantos lo supieren. -¡Ah traidor engañador y perdición mía! ¿Cómo no tienes vergüenza de tomar mi nombre entre tus labios, siendo la causa de esa bajeza con que me baldonas, cuando por tus traiciones y maldades estoy puesta en ella? Y no sólo eres causador de esto, mas de la muerte de mi honrado padre, que porque pagues a manos del Cielo tus traiciones, y no a las suyas, le quitó la vida con el dolor de mi pérdida. Zelima soy, no doña Isabel; esclava soy, que no señora; mora soy, pues tengo dentro de mí misma aposentado un moro renegado como tú, pues quien faltó a Dios la palabra que le dio de ser mío, ni es cristiano ni noble, sino un infame caballero. Estos hierros y los de mi afrenta tú me los has puesto, no sólo en el rostro, sino en la fama. Haz lo que te diere gusto, que si se te ha quitado la voluntad de hacerme tuya, Dios hay en el cielo y rey en la tierra, y si éstos no lo hicieren hay puñales, y tengo manos y valor para quitarte esa infame vida, para que deprendan en mí las mujeres nobles a castigar hombres falsos y desagradecidos. Y quítateme de delante, si no quieres que haga lo que digo. Vióme tan colérica y apasionada, que, o porque no hiciese algún desacierto, o porque no estaba contento de los agravios y engaños que me había hecho, y le faltaban más que hacer, empezó a reportarme con caricias y halagos, que yo no quise por gran espacio admitir, prometiéndome remedio a todo. Queríale bien, y creíle. (Perdonadme estas licencias que tomo en decir esto, y creedme que más llevaba el pensamiento de restaurar mi honor que no el achaque de la liviandad). En fin, después de haber hecho las amistades, y dádole cuenta de lo que me había sucedido hasta aquel punto me dijo que pues ya estas cosas estaban en este estado, pasasen así hasta que llegásemos a Sicilia, que allá se tendría modo como mis deseos y los suyos tuviesen dichoso fin. Con esto nos apartamos, quedando yo contenta, mas no segura de sus engaños; mas para la primera vez no había negociado muy mal. Vinieron las galeras y embarcamos en ellas con mucho gusto mío, por ir don Manuel en compaña de mis dueños y en la misma galera que yo iba, donde le hablaba y veía a todas horas, con gran pena de Luis, que como no se le negaban mis dichas, andaba muy triste, con lo que confirmaba el pensamiento que tenía de que era don Felipe, mas no se lo daba a sentir, por no darle mayores atrevimientos. Llegamos a Sicilia, y aposentámonos todos dentro de Palacio. En reconocer la tierra y tomarla cariño se pasaron algunos meses. Y cuando entendí que don Manuel diera orden de sacarme de esclava y cumplir lo prometido, volvió de nuevo a matarme con tibiezas y desaires; tanto que aun para mirarme le faltaba voluntad. Y era que había dado en andar distraído con mujeres y juegos, y lo cierto de todo, que no tenía amor; con que llegaron a ser mis ahogos y tormentos de tanto peso, que de día ni de noche se enjugaban mis tristes ojos, de manera que no fue posible encubrírselo a Leonisa, aquella doncella con quien profesaba tanta amistad, que sabidas debajo de secreto mis tragedias, y quién era, quedó fuera de sí. Queríame tanto mi señora, que por dificultosa que era la merced que le pedía, me la otorgaba. Y así, por poder hablar a don Manuel sin estorbos y decirle mi sentimiento, le pedí una tarde licencia para que con Leonisa fuera a merendar a la marina; y concedida, pedí a Luis dijera a su amo que unas damas le aguardaban a la marina; mas que no dijese que era yo, temiendo que no iría. Nos fuimos a ella, y tomamos un barco para que nos pasase a una isleta, que tres o cuatro millas dentro del mar se mostraba muy amena y deleitosa. En esto llegaron don Manuel y Luis, que, habiéndonos conocido, disimulando el enfado, solemnizó la burla. Entramos todos cuatro en el barco con dos marineros que le gobernaban, y llegando a la isleta, salimos en tierra, aguardando en el mismo barquillo los marineros para volvernos cuando fuese hora (que en esto fueron más dichosos que los demás). Sentámonos debajo de unos árboles, y estando hablando en la causa que allí me había llevado, yo dando quejas y don Manuel disculpas falsas y engañosas, como siempre, de la otra parte de la isleta había dado fondo en una quiebra o cala de ella una galeota de moros cosarios de Argel, y como desde lejos nos viesen, salieron en tierra el arráez y otros moros, y viniendo encubiertos hasta donde estábamos, nos saltearon de modo que ni don Manuel ni Luis pudieron ponerse en defensa, ni nosotras huir; y así, nos llevaron cautivos a su galeota, haciéndose, luego que tuvieron presa, a la mar, que no se contentó la fortuna con haberme hecho esclava de mi amante, sino de moros, aunque en llevarle a él conmigo no me penaba tanto el cautiverio. Los marineros, viendo el suceso, remando a boga arrancada, como dicen, se escaparon, llevando la nueva de nuestro desdichado suceso. Estos cosarios moros, como están diestros en tratar y hablar con cristianos, hablan y entienden medianamente nuestra lengua. Y así, me preguntó el arráez, como me vio herrada, quién era yo. Le dije que era mora y me llamaba Zelima; que me habían cautivado seis años había; que era de Fez, y que aquel caballero era hijo de mi señor, y el otro su criado, y aquella doncella lo era también de mi casa. Que los tratase bien y pusiese precio en el rescate; que apenas lo sabrían sus padres, cuando enviarían la estimación. Y esto lo dije fiada en las joyas y dineros que traía conmigo. Todo lo dicho lo hablaba alto, porque los demás lo oyesen y no me sacasen mentirosa. Contento quedó el arráez, tanto con la presa por su interés, como por parecerle había hecho un gran servicio a su Mahoma en sacarme, siendo mora, de entre cristianos, y así lo dio a entender, haciéndome muchas caricias, y a los demás buen tratamiento, y así, fuimos a Argel y nos entregó a una hija suya hermosa y niña, llamada Zaida, que se holgó tanto conmigo, porque era mora, como don Manuel, porque se enamoró de él. Vistióme luego de estos vestidos que veis, y trató de que hombres diestros en quitar estos hierros me los quitasen; no porque ellas no usan tales señales, que antes lo tienen por gala, sino porque era S y clavo, que daba señal de lo que yo era; a lo que respondí que yo misma me los había puesto por mi gusto y que no los quería quitar. Queríame Zaida ternísimamente, o por merecérselo yo con mi agrado, o por parecerle podría ser parte con mi dueño para que la quisiese. En fin, yo hacía y deshacía en su casa como propia mía, y por mi respeto trataban a don Manuel y a Luis y a Leonisa muy bien, dejándolos andar libres por la ciudad, habiéndoles dado permisión para tratar su rescate, habiendo avisado a don Manuel hiciese el precio de todos tres, que yo le daría joyas para ello, de lo cual mostró don Manuel quedar agradecido; sólo hallaba dificultad en sacarme a mí, porque, como aviara, cierto es que no se podía tratar de rescate; aguardábamos a los redentores para que se dispusiese todo. En este tiempo me descubrió Zaida su amoroso cuidado, pidiéndome hablase a don Manuel, y que le dijese que si quería volverse moro, se casaría con él y le haría señor de grandes riquezas que tenía su padre, poniéndome con esto en nuevos cuidados y mayores desesperaciones, que me vi en puntos de quitarme la vida. Dábame lugar para hablar despacio a don Manuel, y aunque en muchos días no le dije nada de la pasión de la mora, temiendo su mudable condición, dándole a ella algunas fingidas respuestas, unas de disgusto y otras al contrario, hasta que ya la fuerza de los celos, más por pedírselos a mi ingrato que por decirle la voluntad de Zaida; porque el traidor, habiéndole parecido bien, con los ojos deshacía cuanto hacía. Después de reñirme mis sospechosas quimeras, me dijo que más acertado le parecía engañarla; que le dijese que él no había de dejar su ley, aunque le costase, no una vida que tenía, sino mil; mas si ella quería venirse con él a tierra de cristianos y ser cristiana, que la prometía casarse con ella. A esto añadió que yo la sazonase, diciéndole cuán bien se hallaría, y lo que más me gustase para atraerla a nuestro intento, que en saliendo de allí, estuviese segura que cumpliría con su obligación, ¡Ah, falso, y cómo me engañó en esto como en lo demás! En fin, para no cansaros, Zaida vino en todo muy contenta, y más cuando supo que yo también me iría con ella. Y se concertó para de allí a dos meses la partida, que su padre había de ir a un lugar donde tenía hacienda y casa; que los moros en todas las tierras donde tienen trato tienen mujeres y hijos. Ya la venganza mía contra don Manuel debía de disponer el Cielo, y así facilitó los medios de ella; pues ido el moro, Zaida hizo una carta en que su padre la enviaba a llamar, porque había caído de una peligrosa enfermedad, para que el rey le diese licencia para su jornada, por cuanto los moros no pueden ir de un lugar a otro sin ella. Y alcanzada, hizo aderezar una galeota bien armada, de remeros cristianos, a quien se avisó con todo secreto el designio, y poniendo en ella todas las riquezas de plata, oro y vestidos que sin hacer rumor podía llevar, y con ella, yo y Leonisa, y otras dos cristianas que la servían, que mora no quiso llevar ninguna, don Manuel y Luis, caminamos por la mar la vía de Cartagena o Alicante, donde con menos riesgo se pudiese salir. Aquí fueron mis tormentos mayores, aquí mis ansias sin comparación; porque como allí no había impedimento que lo estorbase, y Zaida iba segura que don Manuel había de ser su marido, no se negaba a ningún favor que pudiese hacerle. Ya contemplaban mis tristes ojos a don Manuel asido de las manos de Zaida, ya miraban a Zaida colgada de su cuello, y aun beberse los alientos en vasos de coral; porque como el traidor mudable la amaba, él se buscaba las ocasiones. Y si no llegó a más, era por el cuidado con que yo andaba siendo estorbo de sus mayores placeres. Bien conocía yo que no gustaban de que yo fuese tan cuidadosa; mas disimulaban su enfado. Y si tal vez le decía al medio moro alguna palabra, me daba en los ojos con que qué podía hacer, que bastaban los riesgos que por mis temeridades y locuras había pasado, que no era razón por ellas mismas nos viésemos en otros mayores; que tuviese sufrimiento hasta llegar a Zaragoza, que todo tendría remedio. Llegamos, en fin, con próspero viaje a Cartagena; tomada tierra, dada libertad a los cristianos, y con que pudiesen ir a su tierra, puesta la ropa a punto, tomamos el camino para Zaragoza, si bien Zaida descontenta, que quisiera en la primera tierra de cristianos bautizarse y casarse: tan enamorada estaba de su nuevo esposo. Y aun si no lo hizo, fue por mí, que no porque no deseaba lo mismo. Llegamos a Zaragoza, siendo pasados seis años que partimos de ella, y a su casa de don Manuel. Halló a su madre muerta, y a doña Eufrasia viuda, que habiéndose casado con el primo que esperaba de las Indias, dejándola recién parida de un hijo, había muerto en la guerra de un carabinazo. Fuimos bien recibidos de doña Eufrasia, con la admiración y gusto que se puede imaginar. Tres días descansamos, contando los unos a los otros los sucesos pasados, maravillada doña Eufrasia de ver la S y clavo en mi rostro, que por Zaida no le había quitado, a quien consolé con decirle eran fingidos, que era fuerza tenerlos hasta cierta ocasión. Era tanta la priesa que Zaida daba que la bautizasen, que se quería casar, que me obligó una tarde, algo antes de anochecer, llamar a don Manuel, y en presencia de Zaida y de su hermana y la demás familia, sin que faltase Luis, que aquellos días andaba más cuidadoso, le dije estas razones: -Ya, señor don Manuel, que ha querido el cielo, obligado de mis continuos lamentos, que nuestros trabajos y desdichas hayan tenido fin con tan próspero suceso como haberos traído libre de todos a vuestra casa, y Dios ha permitido que yo os acompañase en lo uno y lo otro, quizá para que, viendo por vuestros ojos con cuánta perseverancia y paciencia os he seguido en ellos, paguéis deudas tan grandes. Cesen ya engaños y cautelas y sepa Zaida y el mundo entero que lo que me debéis no se paga con menos cantidad que con vuestra persona, y que de estos hierros que están en mi rostro, cómo por vos sólo se los podéis quitar, y que llegue el día en que las desdichas y afrentas que he padecido tengan premio; fuerza es que ya mi ventura no se dilate, para que los que han sabido mis afrentas y desaciertos sepan mis logros y dichas. Muchas veces habéis prometido ser mío, pues no es razón que cuando otras os tienen por suyo, os tema yo ajeno y os llore extraño. Mi calidad ya sabéis que es mucha; mi hacienda no es corta; mi hermosura, la misma que vos buscastes y elegistes; mi amor no le ignoráis; mis finezas pasan a temeridades. Por ninguna parte perdéis, antes ganáis; que si hasta aquí con hierros fingidos he sido vuestra esclava, desde hoy sin ellos seré verdadera. Decid, os suplico, lo que queréis que se disponga, para que lo que os pido tenga el dichoso lauro que deseo, y no me tengáis más temerosa, pues ya de justicia merezco el premio que de tantas desdichas como he pasado os estoy pidiendo. No me dejó decir más el traidor, que, sonriéndose, a modo de burla, dijo: -¿Y quién os ha dicho, señora Isabel, que todo eso que decís no lo tenga muy conocido? Y tanto, que con lo mismo que habéis pensado obligarme, me tenéis tan desobligado, que si alguna voluntad os tenía, ya ni aun pensamiento de haberla habido en mí tengo. Vuestra calidad no la niego, vuestras finezas no las desconozco; mas si no hay voluntad, no sirve todo eso nada. Conocido pudiérades tener en mí, desde el día que me partí de esta ciudad, que pues os volví las espaldas, no os quería para esposa. Y si entonces aún se me hiciera dificultoso, ¿cuánto más será ahora, que sólo por seguirme como pudiera una mujer baja, os habéis puesto en tan civiles empeños? Esta resolución con que ahora os hablo, días ha que la pudiérades tener conocida. Y en cuanto a la palabra que decís os he dado, como ésas damos los hombres para alcanzar lo que deseamos, y pudieran ya las mujeres tener conocida esta treta, y no dejarse engañar, pues las avisan tantas escarmentadas. Y, en fin, por esa parte me hallo menos obligado que por las demás; pues si la di alguna vez, fue sin voluntad de cumplirla, y sólo por moderar vuestra ira. Yo nunca os he engañado; que bien podíais haber conocido que el dilatarlo nunca ha sido falta de lugar, sino que no tengo ni he tenido tal pensamiento; que vos sola sois la que os habéis querido engañar, por andaros tras mí sin dejarme. Y para que ya salgáis de esa duda y no me andéis persiguiendo, sino que viéndome imposible os aquietéis y perdáis la esperanza que en mí tenéis, y volviéndoos con vuestra madre, allá entre vuestros naturales busquéis marido que sea menos escrupuloso que yo, porque es imposible que yo me fiase de mujer que sabe hacer y buscar tantos disfraces. Zaida es hermosa, y riquezas no le faltan; amor tiene como vos, y yo se le tengo desde el punto que la vi. Y así, para en siendo cristiana, que será en previniéndose lo necesario para serlo, le doy la mano de esposo, y con esto acabaremos, vos de atormentarme y yo de padecerlo. De la misma suerte que la víbora pisada me pusieron las infames palabras y aleves obras del ingrato don Manuel. Y queriendo responder a ellas, Luis, que desde el punto que él había empezado su plática se había mejorado de lugar y se puso al mismo lado de don Manuel, sacando la espada y diciendo: -¡Oh falso y mal caballero! ¿y de esa suerte pagas las obligaciones y finezas que debes a un ángel? Y viendo que a estas voces se levantaba don Manuel metiendo mano a la suya, le tiró una estocada tal, que, o fuese cogerle desapercibido, o que el Cielo por su mano le envió su merecido castigo y a mí la deseada venganza, que le pasó de parte a parte, con tal presteza, que al primer ¡ay! se le salió el alma, dejándome a mí casi sin ella, y en dos saltos se puso a la puerta, y diciendo: -Ya, hermosa doña Isabel, te vengó don Felipe de los agravios que te hizo don Manuel. Quédate con Dios, que si escapo de este riesgo con la vida, yo te buscaré. Y en un instante se puso en la calle. El alboroto, en un fracaso como éste, fue tal, que es imposible contarle; porque las criadas, unas acudieron a las ventanas dando voces y llamando gente, y otras a doña Eufrasia, que se había desmayado, de suerte que ninguna reparó en Zaida, que como siempre había tenido cautivas cristianas no sabía ni hablaba muy mal nuestra lengua. Y habiendo entendido todo el caso, y viendo a don Manuel muerto, se arrojó sobre él llorando, y con el dolor de haberle perdido, le quitó la daga que tenía en la cinta, y antes que nadie pudiese, con la turbación que todas tenían, prevenir su riesgo, se la escondió en el corazón, cayendo muerta sobre el infeliz mozo. Yo, que como más cursada en desdichas, era la que tenía más valor, por una parte lastimada del suceso, y por otra satisfecha con la venganza, viéndolos a todos revueltos y que ya empezaba a venir gente, me entré en mi aposento, y tomando todas las joyas de Zaida que de más valor y menos embarazo eran, que estaban en mi poder, me salí a la calle, lo uno porque la justicia no asiese de mí para que dijese quién era don Felipe, y lo otro por ver si le hallaba, para que entrambos nos pusiésemos a salvo; mas no le hallé. En fin, aunque había días que no pisaba las calles de Zaragoza, acerté la casa de Octavio, que me recibió con más admiración que cuando la primera vez fui a ella, y contándole mis sucesos, reposé allí aquella noche (si pudo tener reposo mujer por quien habían pasado y pasan tantas desventuras), y así, aseguro que no sé si estaba triste, si alegre; porque por una parte el lastimoso fin de don Manuel, como aún hasta entonces no había tenido tiempo de aborrecerle, me lastimaba el corazón; por otra, sus traiciones y malos tratos junto considerándole ya no mío, sino de Zaida, encendía en mí tal ira, que tenía su muerte y mi venganza por consuelo; luego, considerar el peligro de don Felipe, a quien tan obligada estaba por haber hecho lo que a mí me era fuerza hacer para volver por mi opinión perdida. Todo esto me tenía en mortales ahogos y desasosiegos. Otro día salió Octavio a ver por la ciudad lo que pasaba, y supo cómo habían enterrado a don Manuel y a Zaida, al uno como a cristiano, y a ella como a mora desesperada, y cómo a mí y a don Felipe nos llamaba la Justicia a pregones, poniendo grandes penas a quien nos encubriese y ocultase. Y así, fue fuerza estarme escondida quince días, hasta que se sosegase el alboroto de un caso tan prodigioso. Al cabo, persuadí a Octavio fuese conmigo a Valencia, que allá, más seguros, le diría mi determinación. No le iba a Octavio tan mal con mis sucesos, pues siempre granjeaba de ellos con qué sustentarse, y, así, lo concedió. Y puesto por obra, tres o cuatro días estuve después de llegar a Valencia sin determinar lo que dispondría de mí. Unas veces me determinaba a entrarme en un convento hasta saber nuevas de don Felipe, a quien no podía negar la obligación que le tenía, y a costa de mis joyas sacarle libre del peligro que tenía por el delito cometido, y pagarle con mi persona y bienes, haciéndole mi esposo; mas de esto me apartaba el temer que quien una vez había sido desdichada, no sería jamás dichosa. Otras veces me resolvía en irme a Murcia con mi madre, y de esto me quitaba con imaginar cómo parecería ante ella, habiendo sido causa de la muerte de mi padre y de todas sus penas y trabajos. Finalmente, me resolví a la determinación con que empecé mis fortunas, que era ser siempre esclava herrada, pues lo era en el alma. Y así, metiendo las joyas de modo que las pudiese siempre traer conmigo, y este vestido en un lío, que no pudiese parecer más de ser algún pobre arreo de una esclava, dándole a Octavio con que satisfice el trabajo que por mí tomaba, le hice me sacase a la plaza, y a pública voz de pregonero me vendiese, sin reparar en que el precio que le diesen por mí fuese bajo o subido. Con grandes veras procuró Octavio apartarme de esta determinación, metiéndome por delante quién era, lo mal que me estaba y que si hasta entonces por reducir y seguir a don Manuel lo había hecho, ya para qué era seguir una vida tan vil. Mas viendo que no había reducirme, quizá por permisión del Cielo, que me quería traer a esta ocasión, me sacó a la plaza, y de los primeros que llegaron a comprarme fue el tío de mi señora Lisis, que aficionado, o por mejor decir, enamorado como pareció después, me compró, pagando por mí cien ducados. Y haciendo a Octavio merced de ellos, me despedí de él, y él se apartó de mí llorando, viendo cuán sin remedio era ya el verme en descanso, pues yo misma me buscaba los trabajos. Llevóme mi señor a su casa y entregóme a mi señora doña Leonor; la cual poco contenta, por conocer a su marido travieso de mujeres, quizá temiendo de mí lo que le debía de haber sucedido con otras criadas, no me admitió con gusto. Mas después de algunos días que me trató, satisfecha de mi proceder honesto, admirando en mí la gravedad y estimación que mostraba, me cobró amor, y más cuando, viéndome perseguida de su marido, se lo avisé, pidiéndole pusiese remedio en ello, y el que más a propósito halló fue quitarme de sus ojos. Con esto ordenó enviarme a Madrid, y a poder de mi señora Lisis; que, dándome allá nuevas de su afable condición vine con grandísimo gusto a mejorar de dueño, que en esto bien le merezco ser creída, pues por el grande amor que la tengo, y haberme importunado algunas veces le dijese de qué nacían las lágrimas que en varias ocasiones me veía verter, y yo haberle prometido contarlo a su tiempo, como lo he hecho en esta ocasión; pues para contar un desengaño, ¿qué mayor que el que habéis oído en mi larga y lastimosa historia? Ya, señores -prosiguió la hermosa doña Isabel-, pues he desengañado con mi engaño a muchas, no será razón que me dure toda la vida vivir engañada, fiándome en que tengo de vivir hasta que la fortuna vuelva su rueda en mi favor; pues ya no ha de resucitar don Manuel, ni cuando esto fuera posible, me fiara de él, ni de ningún hombre, pues a todos los contemplo en éste engañosos y taimados para con las mujeres. Y lo que más me admira es que ni el noble, ni el honrado, ni el de obligaciones, ni el que más se precia de cuerdo, hace más con ellas que los civiles y de humilde esfera; porque han tomado por oficio decir mal de ellas, desestimarlas y engañarlas, pareciéndoles que en esto no pierden nada. Y si lo miran bien, pierden mucho, porque mientras más flaco y débil es el sujeto de las mujeres, más apoyo y amparo habían de tener en el valor de los hombres. Mas en esto basta lo dicho, que yo, como ya no los he menester, porque no quiero haberlos menester, ni me importa que sean fingidos o verdaderos, porque tengo elegido Amante que no me olvidará, y Esposo que no me despreciará, pues le contemplo ya los brazos abiertos para recibirme. Y así, divina Lisis -esto dijo poniéndose de rodillas-, te suplico como esclava tuya me concedas la licencia para entregarme a mi divino Esposo, entrándome en religión en compañía de mi señora doña Estefanía, para que en estando allí, avise a mi triste madre, que en compañía de tal Esposo ya se holgará hallarme, y yo no tendré vergüenza de parecer en su presencia, y ya que le he dado triste mocedad, darle descansada vejez. En mis joyas me parece tendré para cumplir el dote y los demás gastos. Esto no es razón me lo neguéis, pues por un ingrato y desconocido amante he pasado tantas desdichas, y siempre con los hierros y nombre de su esclava, ¿cuánto mejor es serlo de Dios, y a Él ofrecerme con el mismo nombre de la Esclava de su Amante? Aquí dio fin la hermosa doña Isabel con un ternísimo llanto, dejando a todos tiernos y lastimados; en particular Lisis, que, como acabó y la vio de rodillas ante sí, la echó los brazos al cuello, juntando su hermosa boca con la mejilla de doña Isabel le dijo con mil hermosas lágrimas y tiernos sollozos: -¡Ay señora mía!, ¿y cómo habéis permitido tenerme tanto tiempo engañada, teniendo por mi esclava a la que debía ser y es señora mía? Esta queja jamás la perderé, y os pido perdonéis los yerros que he cometido en mandaros como a esclava contra vuestro valor y calidad. La elección que habéis hecho, en fin, es hija de vuestro entendimiento, y así yo la tengo por muy justa, y excusado es pedirme licencia, pues vos la tenéis para mandarme como a vuestra. Y si las joyas que decís tenéis no bastaren, os podéis servir de las mías, y de cuanto yo valgo y tengo. Besaba doña Isabel las manos a Lisis, mientras le decía esto. Y dando lugar a las damas y caballeros que la llegaban a abrazar y a ofrecérsele, se levantó, y después de haber recibido a todos y satisfecho a sus ofrecimientos con increíbles donaire y despejo, pidió arpa, y sentándose junto a los músicos, sosegados todos, cantó este romance: Noche segunda A la última hora de su jornada iba por las cristalinas esferas el rubicundo Apolo, recogiendo sus flamígeros caballos por llegar ya con su carro cerca del occidente, para dar lugar a su mudable hermana a visitar la tierra, cuando los caballeros y damas que la pasada noche se habían hallado en casa de la bien entendida Lisis, honrando la fiesta de su honesto y entretenido sarao, estaban ya juntos en la misma sala. Y no era pequeño favor haber acudido tan temprano: porque desengañar y decir verdades está hoy tan mal aplaudido, por pagarse todos más de la lisonja bien vestida que de la verdad desnuda, que había bien qué agradecerles; mas eso tienen las novedades, que aunque no sean muy sabrosas, todos gustan de comerlas. Y por esta causa hubo esta noche más gente que la pasada; que unos a la fama de la hermosa esclava, que ya se había transformado en señora, y otros, por la hermosura de las damas convidadas, por gozar de la novedad, venían, aunque no sé si muy gustosos, por estar prevenidos de que las desengañadoras, armadas de comparaciones y casos portentosos, tenían publicada la guerra contra los hombres, si bien ellos viven tan exentos de leyes, que no las conocen si no son a sabor de su gusto. Tenían duda de que las segundas que habían de desengañar a las damas de los engaños en que viven igualasen a las primeras y deseaban ver cómo salían de su empeño; aunque tengo por cierto que, si bien estaban éstas, como las pasadas, determinadas a tratar con rigor las costumbres de los hombres, no era por aborrecerlos, sino por enmendarlos, para que, si les tocaba alguno, no llevasen el pago que llevan las demás. Y no me espanto, que suele haber engaños tan bien sazonados que, aunque se conoce que lo son, no empalagan, y aun creo que cuando más desengañan las mujeres, entonces se engañan más; demás que mis desengaños son para los que engañan y para las que se dejan engañar, pues aunque en general se dice por todos, no es para todos, pues las que no se engañan, no hay necesidad de desengañarlas, ni a los que no engañan no les tocará el documento ¿Quién ignora que habría esta noche algunos no muy bien intencionados? Y aun me parece que los oigo decir: ¿Quién las pone a estas mujeres en estos disparates? ¿Enmendar a los hombres? Lindo desacierto. Vamos ahora a estas bachillerías, que no faltará ocasión de venganza. Y como no era ésta fiesta en que se podía pagar un silbo a un mosquetero, dejarían en casa doblado el papel y cortadas las plumas, para vengarse. Mas también imagino que a las desengañadoras no se les daba mucho, que diciendo verdades, no hay que temer, pues pueden poner falta en lo hablado, tanto en verso como en prosa; mas en la misma verdad no puede haber falta, como lo dijo Cristo, nuestro Señor, cuando dijo: «Si verdad os digo…» Que trabajos del entendimiento, el que sabe lo que es, le estimará, y el que no lo sabe, su ignorancia le disculpa, como sucedió en la primera parte de este sarao, que si unos le desestimaron, ciento le aplaudieron, y todos le buscaron y le buscan, y ha gozado de tres impresiones, dos naturales y una hurtada; que los bien intencionados son como el abeja, que de las flores silvestres y sin sabor ni olor hacen dulce miel; y los malos, como el escarabajo, que de las olorosas hace basura. Pues crean que, aunque las mujeres no son Homeros con basquiñas y enaguas y Virgilios con moño, por lo menos, tienen el alma y las potencias y los sentidos como los hombres. No quiero decir el entendimiento, que, aunque muchas pudieran competir en él con ellos, fáltales el arte de que ellos se valen en los estudios, y como lo que hacen no es más que una natural fuerza es que no salga tan acendrado. Mas esta noche no les valió las malas intenciones, pues en lugar de vengarse, se rindieron, que aquí se vio la fuerza de la verdad. Salieron las desengañadoras siguiendo a Lisis, que traía de la mano a doña Isabel, muy ricamente vestidas y aderezadas, y muy bien prendidas, y con tantas joyas, que parecía cada una un sol con muchos soles, y más doña Isabel, que habiendo renunciado el hábito morisco, pues ya no era necesario, su aderezo era costosísimo; tanto, que no se podía juzgar qué daba más resplandores: su hermoso rostro o sus ricas joyas, que esta noche hizo alarde de las que la pasada había dicho tenía reservadas para los gastos de su religión. Doña Isabel se pasó al lado de los músicos, y las demás, con Lisis, al estrado, y la discreta Laura, su madre, que era la primera que había de desengañar, al asiento del desengaño. Admirados quedaron todos de tanta hermosura y gallardía. Los que las habían visto la noche antes, juzgaron que en ésta se habían armado de nueva belleza, y los que no las habían visto, juzgando que el Cielo se había trasladado a la tierra, y todos los ángeles en aquella sala, pareciéndoles que con las deidades no se puede tener rencor, perdieron el enojo que traían, y decían: -Aunque más mal digáis de nosotros, os lo perdonaremos, por el bien de haber visto tanta hermosura. Pues sentadas las damas y sosegados todos, la hermosa doña Isabel cantó sola este romance, que se hizo estando ausente del excelentísimo señor conde de Lemos, que hoy vive y viva muchos años, de mi señora la condesa, su esposa: Con graves y dulces dejos se acabó la música, admirando los que no habían visto a la linda doña Isabel la hermosura y el donaire, dejándoles tan enamorados como suspensos, no sabiendo qué lugar le podían dar sino el de décima musa. Y si habían entrado con ánimo de murmurar y censurar este sarao, por atreverse en él las damas a ser contra los hombres, se les olvidó lo dañado de la intención con la dulce armonía de su voz y la hermosa vista de su belleza, perdonando, por haberla visto, cualquiera ofensa que recibiesen de las demás en sus desengaños. Y viendo Laura la suspensión de todos, dio principio de esta suerte: -Viví tan dulcemente engañada, el tiempo que fui amada y amé, de que me pudiese dar la amable condición de mi esposo causa para saber y especificar ahora desengaños; que no sé si acertaré a darlos a nadie; mas lo que por ciencia alcanzo, que de experiencia estoy muy ajena, me parece que hoy hay de todo, engañadas y engañados, y pocos o ningunos que acierten a desengañarse. Y así, las mujeres se quejan de sus engaños, y los hombres de los suyos. Y esto es porque no quieren dejar de estarlo; porque paladea tanto el gusto esto de amar y ser amados que, aunque los desengaños se vean a los ojos, se dan por desentendidos y hacen que no los conocen, si bien es verdad que los que más se cobran en ellos son los hombres, que como el ser mudables no es duelo, se dejan llevar tanto de esta falta, que dan motivo a las mujeres para que se quejen y aun para que se venguen, sino que han elegido una venganza civil, y que fuera tanto mejor vengarse en las vidas que no en las honras, como de quedar ellas con nombre de valerosas, y ellos con el castigo de su mudable condición merece; porque no puedo imaginar sino que el demonio las ha propuesto este modo de venganza de que usan las que lo usan. Porque, bárbara, si tu amante o marido te agravia, ¿no ves que en hacer tú lo mismo te agravias a ti misma, y das motivo para que si es marido te quite la vida, y si es amante diga mal de ti? No seas liviana, y si lo fuiste, mata a quien te hizo serlo, y no mates tu honra. De esto me parece que nace el tener los hombres motivo para decir mal de las mujeres; de más que, como ya los hombres se precian de mudables, fuerza es que, para seguir su condición, busquen las comunes, y creo que lo hacen de propósito por hallar ocasión para dejarlas, pues claro está que las hallarán a cada paso, porque no quieren seguir otro ejercicio, y les sabe mejor pasear que no hilar. ¿Quién duda que a cada paso les darán ocasión para que varíen? Y así, por esta parte, a todos los culpo y a todos los disculpo. Por lo que no tienen los hombres disculpa es por el hablar licenciosamente de ellas, pues les basta su delito, sin que ellos se le saquen a plaza y lo peor es que se descuidan y las llevan a todas por un camino, sin mirar cuánto se desdoran a sí mismos, pues hallaremos pocos que no tengan mujer o parienta o conocida a quien guardar decoro. Ni de lo malo se puede decir bien, ni de lo bueno mal; mas la cortesía hará más que todo, diciendo bien de todas; a unas, porque son buenas, y a otras, por no ser descorteses. ¿Quién duda, señores caballeros, que hay mujeres muy virtuosas, muy encerradas, muy honestas? Diréisme: ¿Adónde están? Y diréis bien, porque como no las buscáis, no las halláis, ni ellas se dejan buscar, ni hallar, y hablan de las que tratan y dicen cómo les va con ellas. Y así, en lugar de desengañar, quisiera aconsejar y pedirles que, aunque sean malas, no las ultrajen, y podrá ser que así las hagan buenas. Y en verdad, hermosas damas, que fuera cosa bien parecida que no hubiera hombres muy nobles, muy sabios, muy cuerdos y muy virtuosos. Cierto es que los hay, y que no todos tratan engaños, ni hablan desenfrenadamente contra las mujeres, y los que lo hacen digo que no le está a un hombre tan mal obrar mal como hablar mal; que hay cosas que son mejores para hechas que para dichas. De suerte que, honrando y alabando a las damas, restauran la opinión perdida, pues tanto cuesta lo uno como lo otro, y lo demás es bajeza, y las damas sean cuerdas y recogidas, que con esto no habrán menester desengaños, que quien no se engaña, no tiene necesidad de desengañarse. Los ríos, los prados, las comedias no son para cada día, que se rompen muchos mantos y vale cara la seda; véndanse a deseo, y verán cómo ellas mismas hacen buenos a los hombres. En cuanto a la crueldad, no hay duda de que está asentada en el corazón del hombre, y esto nace de la dureza de él, y pues ya este sarao se empezó con dictamen de probar esto y avisar a las mujeres para que teman y escarmienten, pues conocen que todo cae sobre ellas, como se verá en el desengaño que ahora diré. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
La más infame venganza
Cuento
En Nápoles, insigne y famosa ciudad de Italia por su riqueza, hermosura y agradable sitio, nobles ciudadanos y gallardos edificios, coronados de jardines y adornados de cristalinas fuentes, hermosas damas y gallardos caballeros, nació Laura, peregrino y nuevo milagro de naturaleza, tanto que entre las más gallardas y hermosas fue tenida por celestial extremo; pues habiendo escogido los curiosos ojos de la ciudad entre todas ellas once, y de estas once tres, fue Laura de las once una, y de las tres una. Fue tercera en el nacer, pues gozó del mundo después de haber nacido en él dos hermanos tan nobles y virtuosos como ella hermosa. Murió su madre del parto de Laura, quedando su padre por gobierno y amparo de los tres gallardos hijos, que si bien sin madre, la discreción del padre suplió medianamente esta falta. Era don Antonio (que este es el nombre de su padre) del linaje y apellido de Carrafa, deudo de los duques de Nochera, y señor de Piedra Blanca. Criáronse don Alejandro, don Carlos y Laura con la grandeza y cuidado que su estado pedía, poniendo su noble padre en esto el cuidado que requería su estado y riqueza; enseñando a los hijos en las buenas costumbres y ejercicios que dos caballeros y una tan hermosa dama merecían, viviendo la bella Laura con el recato y honestidad que a mujer tan rica y principal era justo, siendo los ojos de su padre y hermanos y alabanza de la ciudad. Quien más se señalaba en querer a Laura era don Carlos, el menor de los hermanos, que la amaba tan tierno que se olvidaba de sí por quererla; y no era mucho, que las gracias de Laura obligaban, no solo a los que tan cercano deudo tenían con ella, mas a los que más apartados estaban de su vista. No hacía falta su madre para su recogimiento, demás de ser su padre y hermanos vigilantes guardas de su hermosura; y quien más cuidadosamente velaba a esta señora eran sus honestos pensamientos: si bien cuando llegó a la edad de discreción no pudo negar su compañía a las principales señoras sus deudas, para que Laura pagase a la desdicha lo que debe la hermosura. Es costumbre en Nápoles ir las doncellas a los saraos y festines que en los palacios del virrey y casas particulares se hacen: aunque en algunas tierras de Italia no lo aprueban por acertado, pues en las más de ellas se les niega ir a misa, sin que basten a derogar esta ley que ha puesto en ellas la costumbre las penas que los ministros eclesiásticos y seglares les imponen. Salió en fin Laura a ver y ser vista, tan acompañada de hermosura como de honestidad; aunque a acordarse de Diana no se fiara de su recato. Fueron sus bellos ojos basiliscos de las almas, su gallardía monstruo de las vidas, y su riqueza y nobles prendas cebo de los deseos de mil gallardos y nobles mancebos de la ciudad, pretendiendo por medio de casamiento gozar de tanta hermosura. Entre los que pretendían servir a Laura se aventajó don Diego de Piñatelo, de la noble casa de los duques de Monteleón, caballero rico y galán. Vio, en fin, a Laura y rindiole el alma con tal fuerza que casi no la acompañaba, sino solo por no desamparar la vida (tal es la hermosura mirada en ocasión); túvola don Diego en un festín que se hacía en casa de un príncipe de los de aquella ciudad, no solo para verla sino para amarla, y después de amarla darla a entender su amor tan grande en aquel punto como si hubiera mil años que la amaba. Úsase en Nápoles llevar a los festines un maestro de ceremonias, el cual saca a danzar a las damas, y las da al caballero que le parece. Valiose don Diego en esta ocasión del que en el festín asistía, ¿quién duda que sería a costa de dinero?, pues apenas calentó con él las manos al maestro cuando vio en las suyas las de la bella Laura el tiempo que duró el danzar una gallarda; mas no le sirvió de más que de arderse con aquella nieve, pues apenas se atrevió a decir: «Señora, yo os adoro» cuando la hermosa dama, fingiendo justo impedimento, le dejó y se volvió a su asiento, dando que sospechar a los que miraban y que sentir a don Diego; el cual quedó tan triste como desesperado, pues en lo que quedaba del día no mereció que Laura le favoreciese siquiera con los ojos. Llegó la noche, que don Diego pasó revolviendo mil pensamientos, ya animando con la esperanza, ya desesperando con el temor, mientras la hermosa Laura, tan ajena de sí cuanto propia de su cuidado, llevando en la vista la gallarda gentileza de don Diego y en la memoria el yo os adoro que le había oído, ya se determinaba a querer, y ya pidiéndose estrecha cuenta de su libertad y perdida opinión, como si en solo amar se hiciese yerro, arrepentida se reprendía a sí misma, pareciéndole que ponía en condición, si amaba, la obligación de su estado, y si aborrecía, se obligaba al mismo peligro. Con estos pensamientos y cuidados empezó a negarse a sí misma el gusto y a la gente de su casa la conversación, deseando ocasiones para ver la causa de su descuido; y dejando pasar los días (al parecer de don Diego) con tanto descuido que no se ocupaba en otra cosa sino en dar quejas contra el desdén de la enamorada señora, la cual no le daba, aunque lo estaba, más favores que los de su vista, y esto tan al descuido y con tanto desdén, que no tenía lugar ni aun para poderle decir su pena, porque aunque la suya la pudiera obligar a dejarse pretender, el cuidado con que la encubría era tan grande que a sus más queridas criadas guardaba el secreto de su amor. Sucedió que una noche de las muchas que a don Diego le amanecía a las puertas de Laura, viendo que no le daban lugar para decir su pasión, trajo a la calle un criado que con un instrumento fuese tercero de ella, por ser su dulce y agradable voz de las buenas de la ciudad, procurando declarar en un romance su amor y los celos que le daba un caballero muy querido de los hermanos de Laura, y que por este respeto entraba a menudo en su casa. En fin, el músico, después de haber templado, cantó el romance siguiente: Si el dueño que elegiste, Altivo pensamiento, Reconoce obligado Otro dichoso dueño; ¿Por qué te andas perdido, Sus pisadas siguiendo, Sus acciones notando, Su vista pretendiendo? ¿De qué sirve que pidas Ni su favor al cielo, Ni al amor imposibles, Ni al tiempo sus efectos? ¿Por qué a los celos llamas, Si sabes que los celos, En favor de lo amado Imposibles han hecho? Si a tu dueño deseas Ver ausente, eres necio Que por matar, matarte No es pensamiento cuerdo. Si a la discordia pides Que haga lance en su pecho, Bien ves que a los disgustos Los gustos vienen ciertos. Si dices a los ojos Digan su sentimiento, Ya ves que alcanzan poco, Aunque más miren tiernos. Si quien pudiera darte En tus males remedio, Que es amigo piadoso, Siempre agradecimiento: También preso le miras En ese ángel soberbio, ¿Cómo podía ayudarte En tu amoroso intento? Pues si de sus cuidados, Que tuvieras por premio, Si su dueño dijera: De ti lástima tengo. Mira tu dueño, y miras Sin amor a tu dueño, Y aun este desengaño, ¿No te muda el intento? A Tántalo pareces, Que el cristal lisonjero, Casi en los labios mira; Y nunca llega a ellos. ¡Ay Dios, si mereciera Por tanto sentimiento Algún fingido engaño, Por tu muerte temo! Fueran de purgatorio Tus penas, pero veo Que son sin esperanza Las penas del infierno. Mas si elección hiciste, Morir es buen remedio, Que volver las espaldas Será cobarde de hecho. Escuchando estaba Laura la música desde el principio de ella por una menuda celosía, y determinó a volver por su opinión, viendo que la perdía, en que don Diego por sospechas como en sus versos mostraba, se la quitaba; y así lo que el amor no pudo hacer hizo este temor de perder su crédito, y aunque batallando su vergüenza con su amor, se resolvió a volver por sí, como lo hizo, pues abriendo la ventana le dijo: —Milagro fuera, señor don Diego, que siendo amante no fuerais celoso, pues jamás se halló amor sin celos, mas son los que tenéis tan falsos que me han obligado a lo que jamás pensé, porque siento mucho ver mi fama en lenguas de la poesía y en las cuerdas de ese laúd, y lo que peor es, en boca de ese músico, que siendo criado será fuerza ser enemigo: yo no os olvido por nadie, que si alguno en el mundo ha merecido mis cuidados sois vos, y seréis el que me habéis de merecer, si por ellos aventurase la vida. Disculpe vuestro amor mi desenvoltura y el verme ultrajar mi atrevimiento, y tenedle desde hoy para llamaros mío, que yo me tengo por dichosa en ser vuestra. Y creedme que no dijera esto si la noche con su oscuro manto no me excusara la vergüenza y colores que tengo en decir estas verdades. Pidiendo licencia a su turbación, el más alegre de la tierra quiso responder y agradecer a Laura el enamorado don Diego, cuando sintió abrir las puertas de la propia casa y saltearle tan brevemente dos espadas, que a no estar prevenido y sacar también el criado la suya, pudiera ser que no le dieran lugar para llevar sus deseos amorosos adelante. Laura, que vio el suceso y conoció a sus dos hermanos, temerosa de ser sentida, cerró la ventana y se retiró a su aposento acostándose, más por disimular que por desear de reposo. Fue el caso que como don Alejandro y don Carlos oyesen la música, se levantaron a toda prisa y salieron, como he dicho, con las espadas desnudas en las manos; las cuales fueron, si no más valientes que las de don Diego y su criado, a lo menos más dichosas, pues siendo herido de la pendencia, hubo de retirarse, quejándose de su desdicha, aunque mejor fuera llamarla ventura, pues fue fuerza que supiesen sus padres la causa y viendo lo que su hijo granjeaba con tan noble casamiento, sabiendo que era este su deseo, pusieron terceros que lo tratasen con el padre de Laura. Y cuando pensó la hermosa Laura que las enemistades serían causa de eternas discordias, se halló esposa de don Diego. ¿Quién viera este dichoso suceso y considerara el amor de don Diego, sus lágrimas, sus quejas, y los ardientes deseos de su corazón, que no tuviese a Laura por muy dichosa? ¿Quién duda que dirán los que tienen en esperanzas sus pensamientos: «¡Oh, quién fuera tan venturoso que mis cosas tuvieran tan dichoso fin como el de esta noble dama!»? Y más las mujeres, que no miran en más inconvenientes que su gusto. Y de la misma suerte, ¿quién verá a don Diego gozar en Laura un asombro de hermosura, un extremo de riqueza, un colmo de entendimiento y un milagro de amor, que no diga que no crió otro más dichoso el cielo? Pues, por lo menos, siendo las partes iguales, ¿no es fácil de creer que este amor había de ser eterno? Y lo fuera, si Laura no fuera como hermosa, desdichada, y don Diego como hombre, mudable; pues a él no le sirvió el amor contra el olvido ni la nobleza contra el apetito, ni a ella la valió la riqueza contra la desgracia, la hermosura contra el remedio, la discreción contra el desdén ni el amor contra la ingratitud, bienes que en esta edad cuestan mucho y se estiman en poco. Fue el caso que don Diego antes que amase a Laura había empleado sus cuidados en Nise, gallarda dama de Nápoles, si no de lo mejor de ella por lo menos no era de lo peor, ni tan falta de bienes de naturaleza y fortuna que no la diese muy levantados pensamientos, más de lo que su calidad merecía, pues los tuvo de ser mujer de don Diego, y a este título le había dado todos los favores que pudo y él quiso; pues como los primeros días y aun meses de casado se descuidase de Nise, que todo cansa a los hombres, procuró con las veras posibles saber la causa, y diose en eso tal modo en saberla que no faltó quien se lo dijo todo; demás que como la boda había sido pública y don Diego no pensaba ser su marido, no se recató de nada. Sintió Nise con grandísimo extremo ver casado a don Diego, mas al fin era mujer, y con amor, que siempre olvida agravios aunque sea a costa de opinión. Procuró gozar de don Diego, ya que no como marido, a lo menos como amante, pareciéndole no poder vivir sin él; y para conseguir su propósito solicitó con palabras y obligó con lágrimas a que don Diego volviese a su casa, que fue la perdición de Laura; porque Nise supo con tantos regalos enamorarle de nuevo que ya empezó Laura a ser enfadosa como propia, cansada como celosa y olvidada como aborrecida, porque don Diego amante, don Diego solícito, don Diego porfiado y, finalmente, don Diego que decía a los principios ser el más dichoso del mundo, no solo negó todo esto, mas se negó a sí mismo lo que se debía: pues los hombres que desprecian tan a las claras están dando alas al agravio; y llegando un hombre a esto, cerca está de perder el honor. Empezó a ser ingrato, faltando a la cama y mesa, y no sintiendo los pesares que daba a su esposa, desdeñó sus favores y la despreció diciendo libertades, pues es más cordura negar lo que se hace que decir lo que no se piensa. Pues como Laura veía tantas novedades en su esposo, empezó con lágrimas a mostrar sus pesares y con palabras a sentir sus desprecios; y en dándose una mujer por sentida de los desconciertos de su marido, dese por perdida, pues como era fuerza decir su sentimiento, daba causa a don Diego para no solo tratar mal de palabras, mas a poner las manos en ella. Solo por cumplimiento iba a su casa la vez que iba; tanto la aborrecía y desestimaba, pues le era el verla más penoso que la muerte. Quiso Laura saber la causa de estas cosas y no faltó quien le dio larga cuenta de ellas. Lo que remedió Laura fue el sentirlas más, viéndolas sin remedio, pues no le hay si el amor se trueca. Lo que ganó en darse por entendida de las libertades de don Diego fue darle ocasión para perder más la vergüenza e irse más desenfrenadamente tras sus deseos, que no tiene más recato el vicioso que hasta que es su vicio público. Vio Laura a Nise en una iglesia y con lágrimas la pidió desistiese de su pretensión, pues con ella no aventuraba más que perder la honra y ser causa de que ella pasase mala vida. Nise, rematada de todo punto como mujer que ya no estimaba su fama ni temía caer en más bajeza que en la que estaba, respondió a Laura tan desabridamente que, con lo mismo que pensó la pobre dama remediar su mal y obligarla, con eso la dejó más sin remedio y más resuelta a seguir su amor con más publicidad. Perdió de todo punto el respeto a Dios y al mundo, y si hasta allí con recato enviaba a don Diego papeles, regalos y otras cosas, ya sin él, ella y sus criados le buscaban, siendo estas libertades para Laura nuevos tormentos y firmísimas pasiones, pues ya veía en su desventura menos remedio que primero: con lo que pasaba sin esperanzas la más desconsolada vida que decir se puede. Tenía celos: ¡qué milagro!, como si dijésemos rabiosa enfermedad. Notaban su padre y hermanos su tristeza y deslucimiento, y viendo la perdida hermosura de Laura, vinieron a rastrear lo que pasaba y los malos pasos en que andaba don Diego, y tuvieron sobre el caso muchas rencillas y disgustos, hasta llegar a pesadumbres declaradas. De esta suerte andaba Laura algunos días, siendo mientras más pasaban, mayores las libertades de su marido y menos su paciencia. Como no siempre se pueden llorar desdichas, quiso, una noche que la tenían desvelada sus cuidados y la tardanza de don Diego, cantando divertirlas, y no dudando que estaría don Diego en los brazos de Nise, tomó una arpa, en que las señoras italianas son muy diestras, y unas veces llorando y otras cantando, disimulando el nombre de don Diego con el de Albano, cantó así: ¿Por qué, tirano Albano, Si a Nise reverencias, Y a su hermosura ofreces De tu amor las finezas: Por qué de sus ojos Está tu alma presa, Y a los tuyos su cara Es imagen bella: Por qué si en sus cabellos La voluntad enredas, Y ella a ti agradecida, Con voluntad te premia: Por qué si de su boca, Caja de hermosas perlas, Gustos de amor escuchas, Con que tu gusto aumentas: A mí que por quererte Padezco inmensas penas, Con deslealtad y engaños Me pagas mis finezas? Y ya que me fingiste Amorosas ternezas, Dejárasme vivir En mi engaño siquiera. ¿No ves que no es razón Acertada ni cuerda Despertar a quien duerme, Y más cuando pena? ¡Ay de mí desdichada! ¿Qué remedio me queda, Para que el alma mía A este su cuerpo vuelva? Dame el alma, tirano, Mas ¡ay! no me la vuelvas, Que más vale que el cuerpo Por esta causa muera. Mal haya, amén, mil veces, Cielo tirano, aquella Que en prisiones de amor Prender su alma deja. Lloremos, ojos míos, Tantas lágrimas tiernas, Que del profundo mar Se cubran las arenas. Y al son de aquestos celos Instrumentos de quejas, Cantaremos llorando Lastimosas endechas. Oíd atentamente, Nevadas y altas peñas, Y vuestros ecos claros Me sirvan de respuesta. Escuchad, bellas aves, Y con arpadas lenguas Ayudaréis mis celos Con dulces cantinelas. Mi Albano adora a Nise, Y a mí penar me deja; Estas sí son pasiones, Y aquestas sí son penas. Su hermosura divina Amoroso celebra, Y por cielos adora Papeles de su letra. ¿Qué dirás, Ariadna, Que lloras y lamentas De tu amante desvíos, Sinrazones y ausencias? Y tú, afligido Fenicio, Aunque tus carnes veas Con tal rigor comidas Por el águila fiera; Y si, atado al Cáucaso, Padeces, no lo sientas, Que mayor es mi daño, Más fuertes mis sospechas. Desdichado Ixión, No sientas de la rueda El penoso ruido, Porque mis penas sientas. Tántalo, que a las aguas, Sin que gustarlas puedas, Llegas, y no alcanzas, Pues huyen si te acercas: Vuestras penas son pocas, Aunque más se encarezcan; Pues no hay dolor que valga, Sino que celos sean. Ingrato, plegue al cielo Que con celos te veas Rabiando como rabio, Y que cual yo padezcas. Y esta enemiga mía Tantos te dé, que seas Un Midas de cuidados, Como el de las riquezas. ¿A quién no enterneciera Laura con quejas tan dulces y bien sentidas, si no a don Diego, que se preciaba de ingrato? El cual, entrando al tiempo que ella llegaba con sus endechas a este punto, y las oyese y entendiese el motivo de ellas, desobligado con lo que pudiera obligarse y enojado de lo que fuera justo agradecer y estimar, empezó a maltratar a Laura de palabras diciéndola tales y tan pesadas que la obligó a que, virtiendo cristalinas corrientes por su hermoso rostro, le dijese: —¿Qué es esto, ingrato? ¿Cómo das tan largas alas a la libertad de tu mala vida que, sin temor del cielo ni respeto alguno, te enfadas de lo que fuera justo alabar? Córrete de que el mundo entienda y la ciudad murmure tus vicios, tan sin rienda que parece que estás despertando con ellos tu afrenta y mis deseos. Si te pesa de que me queje de ti, quítame la causa que tengo para hacerlo, o acaba con mi cansada vida, ofendida de tus maldades. ¿Así tratas mi amor? ¿Así estimas mis cuidados? ¿Así agradeces mis sufrimientos? Haces bien, pues no tomo a la causa de estas cosas y la hago entre mis manos pedazos. ¿Qué espera un marido que hace lo que tú, sino que su mujer, olvidando la obligación de su honor, se le quite? No porque yo lo he de hacer aunque más ocasiones me des, que el ser quien soy y el grande amor que por mi dicha os tengo, no me darán lugar; mas temo que has de darlo a los viciosos como tú para que pretendan lo que tú desprecias; y a los maldicientes y murmuradores para que lo imaginen y digan. Pues ¿quién verá una mujer como yo, y un hombre como tú, que no tengan tanto atrevimiento como tú descuido? Palabras eran estas para que don Diego, abriendo los ojos del alma y del cuerpo, viese la razón de Laura; pero como tenía tan llena el alma de Nise, como desierta de su obligación, acercándose más a ella y encendido en una tan infernal cólera, la empezó a arrastrar por los cabellos y maltratarla de manos; tanto que las perlas de sus dientes presto tomaron forma de corales, bañados en la sangre que empezó a sacar en las crueles manos; y no contento con esto, sacó la daga para salir con ella del yugo tan pesado como el suyo, a cuya acción las criadas, que estaban procurando apartarle de su señora, alzaron las voces dando gritos, llamando a su padre y a sus hermanos, que desatinados y coléricos subieron al cuarto de Laura, y viendo el desatino de don Diego y la dama bañada en sangre, creyendo don Carlos que la había herido, arremetió a don Diego, y quitándole la daga de la mano se la iba a meter por el corazón, si el arriesgado mozo, viendo su manifiesto peligro, no se abrazara con don Carlos, y Laura haciendo lo mismo le pidiera que se reportase diciendo: —¡Ay hermano!, mira que en esa vida está la de tu triste hermana. Reportose don Carlos y metiéndose su padre por medio apaciguó la pendencia, y volviéndose a sus aposentos, temiendo don Antonio que si cada día había de haber aquellas ocasiones, sería perderse, se determinó no ver por sus ojos tratar mal a una hija tan querida; y así, otro día tomando su casa, hijos y hacienda, se fue a Piedrablanca, dejando a Laura en su desdichada vida, tan triste y tierna de verlos ir que la faltó poco para perderla. Causa porque oyendo decir que en aquella tierra había mujeres que obligaban por fuerza de hechizos a que hubiese amor, viendo cada día el de su marido en menoscabo, pensando remediarse por este camino, encargó que la trajesen una. No fue muy perezoso el tercero a quien la hermosa y afligida Laura encargó que le trajese la embustera, y le trajo una a quien la discreta y cuidadosa Laura, después de obligada con dádivas (sed de semejantes mujeres), enterneció con lágrimas y animó con promesas, contándole sus desdichas, y en tales razones la pidió lo que deseaba, diciéndola: —Amiga, si tú haces que mi marido aborrezca a Nise y vuelva a tenerme el amor que al principio de mi casamiento me tuvo, cuando él era más leal y yo más dichosa, tú verás en mi agradecimiento y liberal satisfacción de la manera que estimo tal bien, pues pensaré que quedo corta con darte la mitad de toda mi hacienda. Y cuando esto no baste, mide tu gusto con mi necesidad y señálate tú misma la paga de este beneficio, que si lo que yo poseo es poco, me venderé para satisfacerte. La mujer, asegurando a Laura de su saber, contando milagros en sucesos ajenos, facilitó tanto su petición que ya Laura se tenía por segura: a la cual la mujer dijo que había menester (para ciertas cosas que había de aderezar para traer consigo en una bolsilla) barbas, cabellos y dientes de un ahorcado; las cuales reliquias con las demás cosas harían que don Diego mudase la condición, de suerte que se espantaría: y que la paga no quería que fuese de más valor que conforme a lo que le sucediese. —Y creed, señora —decía la falsa enredadora—, que no bastan hermosuras ni riquezas a hacer dichosas, sin ayudarse de cosas semejantes a estas, que si supieses las mujeres que tienen paz con sus maridos por mi causa, desde luego te tendrías por dichosa y asegurarías tus temores. Confusa estaba la hermosa Laura viendo que le pedía una cosa tan difícil para ella, pues no sabía el modo cómo viniese a sus manos, y así, dándole cien escudos en oro, le dijo que el dinero todo lo alcanzaba, que los diese a quien la trajese aquellas cosas. A lo cual replicó la taimada hechicera (que con esto quería entretener la cura, para sangrar la bolsa de la afligida dama y encubrir su enredo) que ella no tenía de quien fiarse; demás que estaba la virtud en que ella lo buscase y se lo diese, y con esto, dejando a Laura en la tristeza y confusión que se puede pensar, se fue. Discurriendo estaba Laura cómo podía buscar lo que la mujer pedía, y hallando por todas partes muchas dificultades, el remedio que halló fue hacer dos ríos caudalosos sus hermosos ojos, no hallando de quien poderse fiar, porque le parecía que era afrenta que una mujer como ella anduviese en tan mecánicas cosas. Con estos pensamientos no hacía sino llorar; y hablando consigo misma decía, asidas sus blancas manos una con otra: —Desdichada de ti, Laura, y cómo fueras más venturosa si como le costó tu nacimiento la vida a tu madre, fuera también la tuya sacrificio de la muerte. ¡Oh amor, enemigo de las gentes! Y qué de males han venido por ti al mundo, y más a las mujeres que, como en todo somos las más perdidosas y las más fáciles de engañar, parece que solo contra ellas tienes el poder, o por mejor decir, el enojo. No sé para qué el cielo me crió hermosa, noble y rica, si todo había de tener tan poco valor contra la desdicha, sin que tantos dotes de naturaleza y fortuna me quitasen la mala estrella en que nací. O, ya que lo soy, ¿para qué me guarda la vida? Pues tenerla un desdichado más es agravio que ventura. ¿A quién contaré mis penas que me las remedie? ¿Quién oirá mis quejas que se enternezca? ¿Y quién verá mis lágrimas que me las enjugue? Nadie, por cierto, pues mi padre y hermanos por no oírlas me han desamparado, y hasta el cielo, consuelo de los afligidos, se hace sordo por no dármele. ¡Ay don Diego! ¿y quién lo pensara? Mas sí debiera pensar, si mirara que eres hombre, cuyos engaños quitan el poder a los mismos demonios y hacen ellos lo que los ministros de maldades dejan de hacer. ¿Dónde se hallará un hombre verdadero? ¿En cuál dura la voluntad un día? Y más si se ven queridos. Mal haya la mujer que en ellos cree, pues al cabo hallará el pago de su amor, como yo le hallo. ¿Quién es la necia que desea casarse, viendo tantos y tan lastimosos ejemplos? ¿Cómo es mi ánimo tan poco, mi valor tan afeminado y mi cobardía tanta que no quito la vida, no solo a la enemiga de mi sosiego, sino al ingrato que me trata con tanto rigor? ¡Mas, ay, que tengo amor! Y en lo uno temo perderle y en lo otro enojarle: ¿por qué, vanos legisladores del mundo, atáis nuestras manos para las venganzas, imposibilitando nuestras fuerzas con vuestras falsas opiniones, pues nos negáis letras y armas? ¿Nuestra alma no es la misma que la de los hombres? Pues si ella es la que da valor al cuerpo, ¿quién obliga a los nuestros a tanta cobardía? Yo aseguro que si entendierais que también había en nosotras valor y fortaleza, no os burlaríais como os burláis; y así, por tenernos sujetas desde que nacemos, vais enflaqueciendo nuestras fuerzas con los temores de la honra, y el entendimiento con el recato de la vergüenza; dándonos por espadas ruecas, y por libros almohadillas. ¡Mas triste de mí! ¿De qué sirven estos pensamientos, pues ya no sirven para remediar cosas tan sin remedio? Lo que ahora importa es pensar cómo daré a esta mujer lo que pide. Diciendo esto, se ponía a pensar qué haría, y luego volvía de nuevo a sus quejas. Quien oyera las que está dando Laura, dirá que la fuerza del amor está en su punto, mas aún faltaba otro extremo mayor, y fue que viendo cerrar la noche, y viendo ser la más oscura y tenebrosa que en todo aquel invierno había hecho (respondiendo a su pretensión su opinión), sin mirar a lo que se ponía y lo que aventuraba si don Diego venía y la hallaba fuera, diciendo a sus criadas que si venía le dijesen que estaba en casa de alguna de las muchas señoras que había en Nápoles, poniéndose un manto de una de ellas, con una pequeña linternilla se puso en la calle y fue a buscar lo que ella pensaba había de ser su remedio. Hay en Nápoles, como una milla apartada de la ciudad, camino de Nuestra Señora del Arca, imagen muy devota de aquel reino, y el mismo por donde se va a Piedrablanca, como un tiro de piedra del camino real, a un lado de él, un humilladero de cincuenta pies de largo y otros tantos de ancho: la puerta del cual está hacia el camino, y en frente de ella un altar con una imagen pintada en la misma pared. Tiene el humilladero estado y medio de alto, el suelo es una fosa de más de cuatro en hondura que coge toda la dicha capilla, y solo queda alrededor un poyo de media vara de ancho por el cual se anda todo el humilladero. A estado de hombre, y menos, hay puestos por las paredes unos garfios de hierro en los cuales cuelgan a los que ahorcan en la plaza; y como los tales se van deshaciendo, caen los huesos en aquel hoyo que, como está sagrado, les sirve de sepultura. Pues a esta parte tan espantosa guió sus pasos Laura, donde a la sazón había seis hombres que por salteadores habían ajusticiado pocos días hacía: la cual, llegando a él con ánimo increíble (que se lo daba amor), tan olvidada del peligro cuanto acordada de sus fortunas, pues podía temer si no a la gente con quien iba a negociar a lo menos caer dentro de aquella profundidad, donde si tal fuera jamás se supiera de ella. Ya he contado como el padre y hermanos de Laura, por no verla maltratar y ponerse en ocasión de perderse con su cuñado, se habían retirado a Piedrablanca, donde vivían (si no olvidados de ella, a lo menos desviados de verla). Estando don Carlos acostado en su cama al tiempo que llegó Laura al humilladero, despertó con riguroso y cruel sobresalto, dando tales voces que parecía se le acababa la vida. Alborotose la casa, vino su padre, acudieron sus criados; todos confusos y turbados, y solemnizando su dolor con lágrimas le preguntaban la causa de su mal, la cual estaba escondida aun al mismo que la sentía. El cual, vuelto más en sí, levantándose de la cama y diciendo: «En algún peligro está mi hermana», se comenzó a vestir a toda diligencia, dando orden a un criado para que luego al punto le ensillase un caballo, el cual apercibido saltó en él, y sin querer aguardar que le acompañase algún criado, a todo correr de él partió la vía de Nápoles con tanta prisa que a la una se halló en frente del humilladero, donde paró el caballo de la misma suerte que si fuera de piedra. Procuraba don Carlos pasar adelante, mas era porfiar en la misma porfía; porque atrás ni adelante era posible volver, antes, como arrimándole la espuela quería que caminase, el caballo daba unos bufidos espantosos. Viendo don Carlos tal cosa, y acordándose del humilladero, volvió a mirarle, y como vio luz que salía de la linterna que su hermana tenía, pensó que alguna hechicería le detenía, y deseando saberlo de cierto, probó si el caballo quería caminar hacia allá, y apenas hizo la acción cuando el caballo, sin apremio alguno, hizo la voluntad de su dueño; y llegando a la puerta con su espada en la mano, dijo: —Quienquiera que sea quien está ahí dentro, salga luego fuera, que si no lo hace, por vida del rey que no me he de ir de aquí hasta que con la luz del día vea quién es y qué hace en tal lugar. Laura, que en la voz conoció a su hermano, pensando que se iría y mudando cuanto pudo la suya, le respondió: —Yo soy una pobre mujer, que por cierto caso estoy en este lugar; y pues no os importa saber quién soy, por amor de Dios que os vayáis: y creed que si porfiáis en aguardar, me arrojaré luego al punto en esa sepultura, aunque piense perder la vida y el alma. No disimuló Laura tanto la habla que su hermano, que no la tenía tan olvidada como ella pensó, dando una gran voz, acompañada con un suspiro, dijo: —¡Ay hermana, grande mal hay, pues tú estás aquí; sal fuera, que no en vano me decía mi corazón este suceso! Pues viendo Laura que ya su hermano la había conocido, con el mayor tiento que pudo, por no caer en la fosa, salió arrimándose a las paredes, y tal vez a los mismos ahorcados, y llegando donde su hermano lleno de mil pesares la aguardaba, y no sin lágrimas, se arrojó en sus brazos, y apartándose a un lado supo de Laura en breves razones la ocasión que había tenido por venir allá, y ella de él la que le había traído a tal tiempo; y el remedio que don Carlos tomó fue ponerla sobre su caballo, y subiendo asimismo él, dar la vuela a Piedrablanca, teniendo por milagrosa su venida; y lo mismo sintió Laura, mirándose arrepentida de lo que había hecho. Cerca de la mañana llegaron a Piedrablanca, donde sabido de su padre el suceso, haciendo poner un coche, metiéndose en él con sus hijos e hija, se vino a Nápoles, y derecho al palacio del virrey, a cuyos pies arrodillado le dijo que, para contar un caso portentoso que había sucedido, le suplicaba mandase venir allí a don Diego Piñatelo, su yerno, porque importaba a su autoridad y sosiego. Su excelencia lo hizo así: y como llegase don Diego a la sala del virrey y hallase en ella a su suegro, cuñados y mujer, quedó absorto, y más cuando Laura en su presencia contó al virrey lo que en este caso queda escrito, acabando la plática con decir que ella estaba desengañada de lo que era el mundo y los hombres; y que así no quería más batallar con ellos, porque cuando pensaba lo que había hecho y dónde se había visto, no acababa de admirarse; y que supuesto esto, ella se quería entrar en un monasterio, sagrado poderoso para valerse de las miserias a que las mujeres están sujetas. Oyendo don Diego esto, y negándole al alma el ser causa de tanto mal, en fin como hombre bien entendido, estimando en aquel punto a Laura más que nunca y temiendo que ejecutase su determinación, no esperando él por sí alcanzar de ella cosa alguna, según estaba agraviada, tomó por medio al virrey, suplicándole pidiese a Laura que volviese con él, prometiendo la enmienda de allí adelante. Hízolo el virrey, mas Laura, temerosa de lo pasado, no fue posible que lo aceptase, antes, más firme en su propósito, dijo que era cansarse en vano, que ella quería hacer por Dios, que era amante más agradecido, lo que por un ingrato había hecho; con que este mismo día se entró en la Concepción, convento noble, rico y santo. Don Diego desesperado se fue a su casa, y tomando las joyas y dineros que halló, se partió sin despedirse de nadie de la ciudad, donde a pocos meses se supo que en la guerra que la majestad de Felipe III tenía con el duque de Saboya había acabado la vida. *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
La perseguida triunfante
Cuento
En una ciudad cerca de la gran Sevilla, que no quiero nombrarla, porque aún viven hoy deudos muy cercanos de don Francisco, caballero principal y rico, casado con una dama su igual hasta en la condición. Este tenía una hermana de las hermosas mujeres que en toda la Andalucía se hallaba, cuya edad aún no llegaba a diez y ocho años. Pidiósela por mujer un caballero de la misma ciudad, no inferior a su calidad, ni menos rico, antes entiendo que la aventajaba en todo. Pareciole, como era razón, a don Francisco que aquella dicha solo venía del cielo, y muy contento con ella, lo comunicó con su mujer y con doña Inés, su hermana, que como no tenía más voluntad que la suya, y en cuanto a la obediencia y amor reverencial le tuviese en lugar de padre, aceptó el casamiento, quizá no tanto por él, cuanto por salir de la rigurosa condición de su cuñada, que era de lo cruel que imaginarse puede. De manera que antes de dos meses se halló, por salir de un cautiverio, puesta en otro martirio; si bien, con la dulzura de las caricias de su esposo, que hasta en eso, a los principios, no hay quien se la gane a los hombres; antes se dan tan buena maña, que tengo para mí que las gastan todas al primer año, y después, como se hallan fallidos del caudal del agasajo, hacen morir a puras necesidades de él a sus esposas, y quizá, y sin quizá, es lo cierto ser esto la causa por donde ellas, aborrecidas, se empeñan en bajezas, con que ellos pierden el honor y ellas la vida. ¿Qué espera un marido, ni un padre, ni un hermano, y hablando más comúnmente, un galán, de una dama, si se ve aborrecida, y falta de lo que ha menester, y tras eso, poco agasajada y estimada, sino una desdicha? ¡Oh, válgame Dios, y qué confiados son hoy los hombres, pues no temen que lo que una mujer desesperada hará, no lo hará el demonio! Piensan que por velarlas y celarlas se libran y las apartan de travesuras, y se engañan. Quiéranlas, acarícienlas y den las lo que les falta, y no las guarden ni celen, que ellas se guardarán y celarán, cuando no sea de virtud, de obligación. ¡Y válgame otra vez Dios, y qué moneda tan falsa es ya la voluntad, que no pasa ni vale sino el primer día, y luego no hay quien sepa su valor! No le sucedió por esta parte a doña Inés la desdicha, porque su esposo hacía la estimación de ella que merecía su valor y hermosura; por esta le vino la desgracia, porque siempre la belleza anda en pasos de ella. Gozaba la bella dama una vida gustosa y descansada, como quien entró en tan florida hacienda con un marido de lindo talle y mejor condición, si le durara; mas cuando sigue a uno una adversa suerte, por más que haga no podrá librarse de ella. Y fue que, siendo doncella, jamás fue vista, por la terrible condición de su hermano y cuñada; mas ya casada, o ya acompañada de su esposo, o ya con las parientas y amigas, salía a las holguras, visitas y fiestas de la ciudad. Fue vista de todos, unos alabando su hermosura y la dicha de su marido en merecerla, y otros envidiándola y sintiendo no haberla escogido para sí, y otros amándola ilícita y deshonestamente, pareciéndoles que con sus dineros y galanterías la granjearían para gozarla. Uno de estos fue don Diego, caballero mozo, rico y libre, que, a costa de su gruesa hacienda, no solo había granjeado el nombre y lugar de caballero, mas que no se le iban por alto ni por remontadas las más hermosas garzas de la ciudad. Este, de ver la peligrosa ocasión, se admiró, y de admirarse, se enamoró, y debió, por lo presente, de ser de veras, que hay hombres que se enamoran de burlas, pues con tan loca desesperación mostraba y daba a entender su amor en la continua asistencia en su calle, en las iglesias, y en todas las partes que podía seguirla. Amaba, en fin, sin juicio, pues no atendía a la pérdida que podía resultar al honor de doña Inés con tan públicos galanteos. No reparaba la inocente dama en ellos: lo uno, por parecerle que con su honestidad podía vencer cualesquiera deseos lascivos de cuantos la veían; y lo otro, porque en su calle vivían sujetos, no solo hermosos, mas hermosísimos, a quien imaginaba dirigía don Diego su asistencia. Solo amaba a su marido, y con este descuido, ni se escondía, si estaba en el balcón, ni dejaba de asistir a las músicas y demás finezas de don Diego, pareciéndole iban dirigidos a una de dos damas, que vivían más abajo de su casa, doncellas y hermosas, mas con libertad. Don Diego cantaba y tenía otras habilidades, que ocasiona la ociosidad de los mozos ricos y sin padres que los sujeten; y las veces que se ofrecía, daba muestras de ellas en la calle de doña Inés. Y ella y sus criadas, y su mismo marido, salían a oírlas, como he dicho, creyendo se dirigían a diferente sujeto, que, a imaginar otra cosa, de creer es que pusiera estorbo al dejarse ver. En fin, con esta buena fe pasaban todos haciendo gala del bobeamiento de don Diego, que, cauto, cuando su esposo de doña Inés o sus criados le veían, daba a entender lo mismo que ellos pensaban, y con este cuidado descuidado, cantó una noche, sentado a la puerta de las dichas damas, este romance: Como la madre a quien falta el tierno y amado hijo, así estoy cuando no os veo, dulcísimo dueño mío. Los ojos, en vuestra ausencia, son dos caudalosos ríos, y el pensamiento, sin vos, un confuso laberinto. ¿Adónde estáis, que no os veo, prendas que en el alma estimo? ¿Qué oriente goza esos rayos, o qué venturosos indios? Si en los brazos del Aurora está el Sol alegre y rico, decid: siendo vos aurora, ¿cómo no estáis en los míos? Salís, y os ponéis sin mí, ocaso triste me pinto, triste Noruega parezco, tormento en que muero y vivo. Amaros no es culpa, no; adoraros no es delito; si el amor dora los yerros, ¡qué dorados son los míos! No viva yo, si ha llegado a los amorosos quicios de las puertas de mi alma pesar de haberos querido. Ahora que no me oís, habla mi amor atrevido, y cuando os veo, enmudezco sin poder mi amor deciros. Quisiera que vuestros ojos conocieran de los míos lo que no dice la lengua, que está, para hablar, sin bríos. Y luego que os escondéis, atormento los sentidos, por haber callado tanto, diciendo lo que os estimo. Mas porque no lo ignoréis, siempre vuestro me eternizo; siglos durará mi amor, pues para vuestro he nacido. Alabó doña Inés, y su esposo, el romance, porque como no entendía que era ella la causa de las bien cantadas y lloradas penas de don Diego, no se sentía agraviada; que, a imaginarlo, es de creer que no lo consintiera. Pues viéndose el mal correspondido caballero cada día peor y que no daba un paso adelante en su pretensión, andaba confuso y triste, no sabiendo cómo descubrirse a la dama, temiendo de su indignación alguna áspera y cruel respuesta. Pues, andando, como digo, una mujer que vivía en la misma calle, en un aposento enfrente de la casa de la dama, algo más abajo, notó el cuidado de don Diego con más sentimiento que doña Inés, y luego conoció el juego, y un día que le vio pasar, le llamó y, con cariñosas razones, le procuró sacar la causa de sus desvelos. Al principio negó don Diego su amor, por no fiarse de la mujer; mas ella, como astuta, y que no debía de ser la primera que había hecho, le dijo que no se lo negase, que ella conocía medianamente su pena, y que si alguna en el mundo le podía dar remedio, era ella, porque su señora doña Inés la hacía mucha merced, dándole entrada en su casa y comunicando con ella sus más escondidos secretos, porque la conocía desde antes de casarse, estando en casa de su hermano. Finalmente, ella lo pintó tan bien y con tan finas colores, que don Diego casi pensó si era echada por parte de la dama, por haber notado su cuidado. Y con este loco pensamiento, a pocas vueltas que este astuto verdugo le dio, confesó de plano toda su voluntad, pidiéndola diese a entender a la dama su amor, ofreciéndole, si se veía admitido, grande interés. Y para engolosinarla más, quitándose una cadena que traía puesta, se la dio. Era rico y deseaba alcanzar, y así, no reparaba en nada. Ella la recibió, y le dijo descuidase, y que anduviese por allí, que ella le avisaría en teniendo negociado; que no quería que nadie le viese hablar con ella, porque no cayesen en alguna malicia. Pues ido don Diego, muy contenta la mala mujer, se fue en casa de unas mujeres de oscura vida que ella conocía, y escogiendo entre ellas una, la más hermosa, y que así en el cuerpo y garbo pareciese a doña Inés, y llevola a su casa, comunicando con ella el engaño que quería hacer, y escondiéndola donde de nadie fuese vista, pasó en casa de doña Inés, diciendo a las criadas dijesen a su señora que una vecina de enfrente la quería hablar, que, sabido por doña Inés, la mandó entrar. Y ella, con la arenga y labia necesaria, de que la mujercilla no carecía, después de haberle besado la mano, le suplicó le hiciese merced de prestarle por dos días aquel vestido que traía puesto, y que se quedase en prenda de él aquella cadena, que era la misma que le había dado don Diego,porque casaba una sobrina. No anduvo muy descaminada en pedir aquel que traía puesto, porque, como era el que doña Inés ordinariamente traía, que era de damasco pardo, pudiese don Diego dejarse llevar de su engaño. Doña Inés era afable, y como la conoció por vecina de la calle, le respondió que aquel vestido estaba ya ajado de traerle continuo, que otro mejor le daría. -No, mi señora -dijo la engañosa mujer-; este basta, que no quiero que sea demasiadamente costoso, que parecerá (lo que es) que no es suyo, y los pobres también tenemos reputación. Y quiero yo que los que se hallaren a la boda piensen que es suyo, y no prestado. Riose doña Inés, alabando el pensamiento de la mujer, y mandando traer otro, se le puso, desnudándose aquél y dándoselo a la dicha, que le tomó contentísima, dejando en prendas la cadena, que doña Inés tomó, por quedar segura, pues apenas conocía a la que le llevaba, que fue con él más contenta que si llevara un tesoro. Con esto aguardó a que viniese don Diego, que no fue nada descuidado, y ella, con alegre rostro, le recibió diciendo: -Esto sí que es saber negociar, caballerito bobillo. Si no fuera por mí, toda la vida te pudieras andar tragando saliva sin remedio. Ya hablé a tu dama, y la dejo más blanda que una madeja de seda floja. Y para que veas lo que me debes y en la obligación que me estás, esta noche, a la oración, aguarda a la puerta de tu casa, que ella y yo te iremos a hacer una visita, porque es cuando su marido se va a jugar a una casa de conversación, donde está hasta las diez; mas dice que, por el decoro de una mujer de su calidad y casada, no quiere ser vista; que no haya criados, ni luz, sino muy apartada, o que no la haya; mas yo, que soy muy apretada de corazón, me moriré si estoy a oscuras, y así podrás apercibir un farolillo que dé luz, y esté sin ella la parte adonde hubieres de hablarla. Todo esto hacía, porque pudiese don Diego reconocer el vestido, y no el rostro, y se engañase. Mas volvíase loco el enamorado mozo, abrazaba a la falsa y cautelosa tercera, ofreciéndola de nuevo suma de interés, dándole cuanto consigo traía. En fin, él se fue a aguardar su dicha, y ella, él ido, vistió a la moza que tenía apercibida el vestido de la desdichada doña Inés, tocándola y aderezándola al modo que la dama andaba. Y púsola de modo que, mirada algo a lo oscuro, parecía la misma doña Inés, muy contenta de haberle salido tan bien la invención, que ella misma, con saber la verdad, se engañaba. Poco antes de anochecer, se fueron en casa de don Diego, que las estaba aguardando a la puerta, haciéndosele los instantes siglos; que, viéndola y reconociendo el vestido, por habérsele visto ordinariamente a doña Inés, como en el talle le parecía y venía tapada, y era ya cuando cerraba la noche, la tuvo por ella. Y loco de contento, las recibió y entró en un cuarto bajo, donde no había más luz que la de un farol que estaba en el antesala, y a esta y a una alcoba que en ella había, no se comunicaba más que el resplandor que entraba por la puerta. Quedose la vil tercera en la sala de afuera, y don Diego, tomando por la mano a su fingida doña Inés, se fueron a sentar sobre una cama de damasco que estaba en el alcoba. Gran rato se pasó en engrandecer don Diego la dicha de haber merecido tal favor, y la fingida doña Inés, bien instruida en lo que había de hacer, en responderle a propósito, encareciéndole el haber venido y vencido los inconvenientes de su honor, marido y casa, con otras cosas que más a gusto les estaba, donde don Diego, bien ciego en su engaño, llegó al colmo de los favores, que tantos desvelos le habían costado el desearlos y alcanzarlos, quedando muy más enamorado de su doña Inés que antes. Entendida era la que hacía el papel de doña Inés, y representábale tan al propio, que en don Diego puso mayores obligaciones; y así, cargándola de joyas de valor, y a la tercera de dinero, viendo ser la hora conveniente para llevar adelante su invención, se despidieron, rogando el galán a su amada señora que le viese presto, y ella prometiéndole que, sin salir de casa, la aguardase cada noche desde la hora que había dicho hasta las diez, que si hubiese lugar, no le perdería. Él se quedó gozosísimo, y ellas se fueron a su casa, contentas y aprovechadas a costa de la opinión de la inocente y descuidada doña Inés. De esta suerte le visitaron algunas veces en quince días que tuvieron el vestido; que, con cuanto supieron, o fuese que Dios porque se descubriese un caso como este, o que temor de que don Diego no reconociese con el tiempo que no era la verdadera doña Inés la que gozaba, no se previnieron de hacer otro vestido como con el que les servía de disfraz; y viendo era tiempo de volverle a su dueño, la última noche que se vieron con don Diego le dieron a entender que su marido había dado en recogerse temprano, y que era fuerza por algunos días recatarse, porque les parecía que andaba algo cuidadoso, y que era fuerza asegurarle, que, en habiendo ocasión de verle, no la perderían; se despidieron, quedando don Diego tan triste como alegre cuando la primera vez las vio. Con esto, se volvió el vestido a doña Inés, y la fingida y la tercera partieron la ganancia, muy contentas con la burla. Don Diego, muy triste, paseaba la calle de doña Inés, y muchas veces que la veía, aunque notaba el descuido de la dama, juzgábalo a recato, y sufría su pasión sin atreverse a más que a mirarla; otras hablaba con la tercera qué había sido de su gloria, y ella unas veces le decía que no tenía lugar, por andar su marido cuidadoso; otras, que ella buscaría ocasión para verle. Hasta que un día, viéndose importunada de don Diego, y que le pedía llevase a doña Inés un papel, le dijo que no se cansase, porque la dama, o era miedo de su esposo, o que se había arrepentido, porque cuando la veía, no consentía que la hablase en esas cosas, y aun llegaba a más, que le negaba la entrada en su casa, mandando a las criadas no la dejasen entrar. En esto se ve cuán mal la mentira se puede disfrazar en traje de verdad, y si lo hace, es por poco tiempo. Quedó el triste don Diego con esto tal, que fue milagro no perder el juicio; y en mitad de sus penas, por ver si podía hallar alivio en ellas, se determinó en hablar a doña Inés y saber de ella misma la causa de tal desamor y tan repentino. Y así, no faltaba de día ni de noche de la calle, hasta hallar ocasión de hacerlo. Pues un día que la vio ir a misa sin su esposo (novedad grande, porque siempre la acompañaba), la siguió hasta la iglesia, y arrodillándose junto a ella lo más paso que pudo, si bien con grande turbación, le dijo: -¿Es posible, señora mía, que vuestro amor fuese tan corto, y mis méritos tan pequeños, que apenas nació cuando murió? ¿Cómo es posible que mi agasajo fuese de tan poco valor, y vuestra voluntad tan mudable, que siquiera bien hallada con mis cariños, no hubiera echado algunas raíces para siquiera tener en la memoria cuantas veces os nombrastes mía, y yo me ofrecí por esclavo vuestro? Si las mujeres de calidad dan mal pago, ¿qué se puede esperar de las comunes? Si acaso este desdén nace de haber andado corto en serviros y regalaros, vos habéis tenido la culpa, que quien os rindió lo poco os hubiera hecho dueño de lo mucho, si no os hubiérades retirado tan cruel, que aun cuando os miro, no os dignáis favorecerme con vuestros hermosos ojos, como si cuando os tuve en mis brazos no jurasteis mil veces por ellos que no me habíades de olvidar. Mirole doña Inés admirada de lo que decía, y dijo: -¿Qué decís, señor? ¿Deliráis, o teneisme por otra? ¿Cuándo estuve en vuestros brazos, ni juré de no olvidaros, ni recibí agasajos, ni me hicisteis cariños? Porque mal puedo olvidar lo que jamás me he acordado, ni cómo puedo amar ni aborrecer lo que nunca amé. -Pues ¿cómo -replicó don Diego-, aún queréis negar que no me habéis visto ni hablado? Decid que estáis arrepentida de haber ido a mi casa, y no lo neguéis, porque no lo podrá negar el vestido que traéis puesto, pues fue el mismo que llevasteis, ni lo negará fulana, vecina de enfrente de vuestra casa, que fue con vos. Cuerda y discreta era doña Inés, y oyendo del vestido y mujer, aunque turbada y medio muerta de un caso tan grave, cayó en lo que podía ser, y volviendo a don Diego, le dijo: -¿Cuánto habrá eso que decís? -Poco más de un mes -replicó él. Con lo cual doña Inés acabó de todo punto de creer que el tiempo que el vestido estuvo prestado a la misma mujer le habían hecho algún engaño. Y por averiguarlo mejor, dijo: -Ahora, señor, no es tiempo de hablar más en esto.Mi marido ha de partir mañana a Sevilla a la cobranza de unos pesos que le han venido de Indias; de manera que a la tarde estad en mi calle, que yo os haré llamar, y hablaremos largo sobre esto que me habéis dicho. Y no digáis nada de esto a esa mujer, que importa encubrirlo de ella. Con esto don Diego se fue muy gustoso por haber negociado tan bien, cuanto doña Inés quedó triste y confusa. Finalmente, su marido se fue otro día, como ella dijo, y luego doña Inés envió a llamar al corregidor. Y venido, le puso en parte donde pudiese oír lo que pasaba, diciéndole convenía a su honor que fuese testigo y juez de un caso de mucha gravedad. Y llamando a don Diego, que no se había descuidado, le dijo estas razones: -Cierto, señor don Diego, que me dejasteis ayer puesta en tanta confusión, que si no hubiera permitido Dios la ausencia de mi esposo en esta ocasión, que con ella he de averiguar la verdad y sacaros del engaño y error en que estáis, que pienso que hubiera perdido el juicio, o yo misma me hubiera quitado la vida. Y así, os suplico me digáis muy por entero y despacio lo que ayer me dijisteis de paso en la iglesia. Admirado don Diego de sus razones, le contó cuanto con aquella mujer le había pasado, las veces que había estado en su casa, las palabras que le había dicho, las joyas que le había dado. A que doña Inés, admirada, satisfizo y contó cómo este tiempo había estado el vestido en poder de esa mujer, y cómo le había dejado en prenda una cadena, atestiguando con sus criadas la verdad, y cómo ella no había faltado de su casa, ni su marido iba a ninguna casa de conversación, antes se recogía con el día. Y que ni conocía tal mujer, sino solo de verla a la puerta de su casa, ni la había hablado, ni entrado en ella en su vida. Con lo cual don Diego quedó embelesado, como los que han visto visiones, y corrido de la burla que se había hecho de él, y aún más enamorado de doña Inés que antes. A esto salió el corregidor, y juntos fueron en casa de la desdichada tercera, que al punto confesó la verdad de todo, entregando algunas de las joyas que le habían tocado de la partición y la cadena, que se volvió a don Diego, granjeando de la burla doscientos azotes por infamadora de mujeres principales y honradas, y más desterrada por seis años de la ciudad, no declarándose más el caso por la opinión de doña Inés, con que la dama quedó satisfecha en parte, y don Diego más perdido que antes, volviendo de nuevo a sus pretensiones, paseos y músicas, y esto con más confianza, pareciéndole que ya había menos que hacer, supuesto que la dama sabía su amor, no desesperando de la conquista, pues tenía caminado lo más. Y lo que más le debió de animar fue no creer que no había sido doña Inés la que había gozado, pues aunque se averiguó la verdad con tan fieles testigos, y que la misma tercera la confesó, con todo debió de entender había sido fraude, y que, arrepentida doña Inés, lo había negado, y la mujer, de miedo, se había sujetado a la pena. Con este pensamiento la galanteaba más atrevido, siguiéndola si salía fuera, hablándola si hallaba ocasión. Con lo que doña Inés, aborrecida, ni salía ni aun a misa, ni se dejaba ver del atrevido mozo, que, con la ausencia de su marido, se tomaba más licencias que eran menester; de suerte que la perseguida señora aun la puerta no consentía que se abriese, porque no llegase su descomedimiento a entrarse en su casa. Mas, ya desesperada y resuelta a vengarse por este soneto que una noche cantó en su calle, sucedió lo que luego se dirá. Dueño querido: si en el alma mía alguna parte libre se ha quedado, hoy de nuevo a tu imperio la he postrado, rendida a tu hermosura y gallardía. Dichoso soy, desde aquel dulce día, que con tantos favores quedé honrado; instantes a mis ojos he juzgado las horas que gocé tu compañía. ¡Oh! si fueran verdad los fingimientos de los encantos que en la edad primera han dado tanta fuerza a los engaños, ya se vieran logrados mis intentos, si de los dioses merecer pudiera, encanto, gozarte muchos años. Sintió tanto doña Inés entender que aún no estaba don Diego cierto de la burla que aquella engañosa mujer le había hecho en desdoro de su honor, que al punto le envió a decir con una criada que, supuesto que ya sus atrevimientos pasaban a desvergüenzas, que se fuese con Dios, sin andar haciendo escándalos ni publicando locuras, sino que le prometía, como quien era, de hacerle matar. Sintió tanto el malaconsejado mozo esto, que, como desesperado con mortales bascas se fue a su casa, donde estuvo muchos días en la cama, con una enfermedad peligrosa, acompañada de tan cruel melancolía, que parecía querérsele acabar la vida; y viéndose morir de pena, habiendo oído decir que en la ciudad había un moro, gran hechicero y nigromántico, le hizo buscar, y que se le trajesen, para obligar con encantos y hechicerías a que le quisiese doña Inés. Hallado el moro, y traído se encerró con él, dándole larga cuenta de sus amores tan desdichados como atrevidos, pidiéndole remedio contra el desamor y desprecio que hacía de él su dama, tan hermosa como ingrata. El nigromántico agareno le prometió que, dentro de tres días, le daría con que la misma dama se le viniese a su poder, como lo hizo; que como ajenos de nuestra católica fe, no les es dificultoso, con apremios que hacen al demonio, aun en cosas de más calidad; porque, pasados los tres días, vino y le trajo una imagen de la misma figura y rostro de doña Inés, que por sus artes la había copiado al natural, como si la tuviera presente. Tenía en el remate del tocado una vela, de la medida y proporción de una bujía de un cuarterón de cera verde. La figura de doña Inés estaba desnuda, y las manos puestas sobre el corazón, que tenía descubierto, clavado por él un alfiler grande, dorado, a modo de saeta, porque en lugar de la cabeza tenía una forma de plumas del mismo metal, y parecía que la dama quería sacarle con las manos, que tenía encaminadas a él. Díjole el moro que, en estando solo, pusiese aquella figura sobre un bufete, y que encendiese la vela que estaba sobre la cabeza, y que sin falta ninguna vendría luego la dama, y que estaría el tiempo que él quisiese, mientras él no le dijese que se fuese. Y que cuando la enviase, no matase la vela, que en estando la dama en su casa, ella se moriría por si misma; que si la mataba antes que ella se apagase, correría riesgo la vida de la dama, y asimismo que no tuviese miedo de que la vela se acabase, aunque ardiese un año entero, porque estaba formada de tal arte, que duraría eternamente, mientras que en la noche del Bautista no la echase en una hoguera bien encendida. Que don Diego, aunque no muy seguro de que sería verdad lo que el moro le aseguraba, contentísimo cuando no por las esperanzas que tenía, por ver en la figura el natural retrato de su natural enemiga, con tanta perfección, y naturales colores, que, si como no era de más del altor de media vara, fuera de la altura de una mujer, creo que con ella olvidara el natural original de doña Inés, a imitación del que se enamoró de otra pintura y de un árbol. Pagole al moro bien a su gusto el trabajo; y despedido de él, aguardaba la noche como si esperara la vida, y todo el tiempo que la venida se dilató, en tanto que se recogía la gente y una hermana suya, viuda, que tenía en casa y le asistía a su regalo, se le hacía una eternidad: tal era el deseo que tenía de experimentar el encanto. Pues recogida la gente, él se desnudó, para acostarse, y dejando la puerta de la sala no más de apretada, que así se lo advirtió el moro, porque las de la calle nunca se cerraban, por haber en casa más vecindad, encendió la vela, y poniéndola sobre el bufete, se acostó, contemplando a la luz que daba la belleza del hermoso retrato; que como la vela empezó a arder, la descuidada doña Inés, que estaba ya acostada, y su casa y gente recogida, porque su marido aún no había vuelto de Sevilla, por haberse recrecido a sus cobranzas algunos pleitos, privada, con la fuerza del encanto y de la vela que ardía, de su juicio, y en fin, forzada de algún espíritu diabólico que gobernaba aquello, se levantó de su cama, y poniéndose unos zapatos que tenía junto a ella, y un faldellín que estaba con sus vestidos sobre un taburete, tomó la llave que tenía debajo de su cabecera, y saliendo fuera, abrió la puerta de su cuarto, y juntándola en saliendo, y mal torciendo la llave, se salió a la calle, y fue en casa de don Diego, que aunque ella no sabía quién la guiaba, la supo llevar, y como halló la puerta abierta, se entró, y sin hablar palabra, ni mirar en nada, se puso dentro de la cama donde estaba don Diego, que viendo un caso tan maravilloso, quedó fuera de sí; mas levantándose y cerrando la puerta, se volvió a la cama, diciendo: -¿Cuándo, hermosa señora mía, merecí yo tal favor? Ahora sí que doy mis penas por bien empleadas. ¡Decidme, por Dios, si estoy durmiendo y sueño este bien, o si soy tan dichoso que despierto y en mi juicio os tengo en mis brazos! A esto y otras muchas cosas que don Diego le decía, doña Inés no respondía palabra; que viendo esto el amante, algo pesaroso, por parecerle que doña Inés estaba fuera de su sentido con el maldito encanto, y que no tenía facultad para hablar, teniendo aquellos, aunque favores, por muertos, conociendo claro que si la dama estuviera en su juicio, no se los hiciera, como era la verdad, que antes pasara por la muerte, quiso gozar el tiempo y la ocasión, remitiendo a las obras las palabras; de esta suerte la tuvo gran parte de la noche, hasta que viendo ser hora, se levantó, y abriendo la puerta, le dijo: -Mi señora, mirad que es ya hora de que os vais. Y en diciendo esto, la dama se levantó, y poniéndose su faldellín y calzándose, sin hablarle palabra, se salió por la puerta y volvió a su casa. Y llegando a ella, abrió, y volviendo a cerrar, sin haberla sentido nadie, o por estar vencidos del sueño, o porque participaban todos del encanto, se echó en su cama, que así como estuvo en ella, la vela que estaba en casa de don Diego, ardiendo, se apagó, como si con un soplo la mataran, dejando a don Diego mucho más admirado, que no acababa de santiguarse, aunque lo hacía muchas veces, y si el accedía de ver que todo aquello era violento no le templara, se volviera loco de alegría. Estese con ella lo que le durare, y vamos a doña Inés, que como estuvo en su cama y la vela se apagó, le pareció, cobrando el perdido sentido, que despertaba de un profundo sueño; si bien acordándose de lo que le había sucedido, juzgaba que todo le había pasado soñando, y muy afligida de tan descompuestos sueños, se reprendía a sí misma, diciendo: -¡Qué es esto, desdichada de mí!¿Pues cuándo he dado yo lugar a mi imaginación para que me represente cosas tan ajenas de mí, o qué pensamientos ilícitos he tenido yo con este hombre para que de ellos hayan nacido tan enormes y deshonestos efectos? ¡Ay de mí!, ¿qué es esto, o qué remedio tendré para olvidar cosas semejantes? Con esto, llorando y con gran desconsuelo, pasó la noche y el día, que ya sobre tarde se salió a un balcón, por divertir algo su enmarañada memoria, al tiempo que don Diego, aún no creyendo fuese verdad lo sucedido, pasó por la calle, para ver si la veía. Y fue al tiempo que, como he dicho, estaba en la ventana, que como el galán la vio quebrada de color y triste, conociendo de qué procedía el tal accidente, se persuadió a dar crédito a lo sucedido; mas doña Inés, en el punto que le vio, quitándose de la ventana, la cerró con mucho enojo, en cuya facción conoció don Diego que doña Inés iba a su casa privada de todo su sentido, y que su tristeza procedía si acaso, como en sueños, se acordaba de lo que con él había pasado; si bien, viéndola con la cólera que se había quitado de la ventana, se puede creer que le diría: -Cerrad, señora, que a la noche yo os obligaré a que me busquéis. De esta suerte pasó don Diego más de un mes, llevando a su dama la noche que le daba gusto a su casa, con lo que la pobre señora andaba tan triste y casi asombrada de ver que no se podía librar de tan descompuestos sueños, que tal creía que eran, ni por encomendarse, como lo hacía, a Dios, ni por acudir a menudo a su confesor, que la consolaba, cuanto era posible, y deseaba que viniese su marido, por ver si con él podía remediar su tristeza. Y ya determinada, o a enviarle a llamar, o a persuadirle la diese licencia para irse con él, le sucedió lo que ahora oiréis. Y fue que una noche, que por ser de las calurosas del verano, muy serena y apacible, con la luna hermosa y clara, don Diego encendió su encantada vela, y doña Inés, que por ser ya tarde estaba acostada, aunque dilataba el sujetarse al sueño, por no rendirse a los malignos sueños que ella creía ser, lo que no era sino la pura verdad, cansada de desvelarse, se adormeció, y obrando en ella el encanto, despertó despavorida, y levantándose, fue a buscar el faldellín, que no hallándole, por haber las criadas llevado los vestidos para limpiarlos, así, en camisa como estaba, se salió a la calle, y yendo encaminada a la casa de don Diego, encontró con ella el corregidor, que con todos sus ministros de justicia venía de ronda, y con él don Francisco su hermano, que habiéndole encontrado, gustó de acompañarle, por ser su amigo; que como viesen aquella mujer en camisa, tan a paso tirado, la dieron voces que se detuviese; mas ella callaba y andaba a toda diligencia, como quien era llevada por el espíritu maligno: tanto, que les obligó a ellos a alargar el paso por diligenciar el alcanzarla; mas cuando lo hicieron, fue cuando doña Inés estaba ya en la sala, que en entrando los unos y los otros, ella se fue a la cama donde estaba don Diego, y ellos a la figura que estaba en la mesa con la vela encendida en la cabeza; que como don Diego vio el fracaso y desdicha, temeroso de que si mataban la vela doña Inés padecería el mismo riesgo, saltando de la cama les dio voces que no matasen la vela, que se quedaría muerta aquella mujer, y vuelto a ella, le dijo: -Idos, señora, con Dios, que ya tuvo fin este encanto, y vos y yo el castigo de nuestro delito. Por vos me pesa, que inocente padeceréis. Y esto lo decía por haber visto a su hermano al lado del corregidor. Levantose, dicho esto, doña Inés, y como había venido, se volvió a ir, habiéndola al salir todos reconocido, y también su hermano, que fue bien menester la autoridad y presencia del corregidor para que en ella y en don Diego no tomase la justa venganza que a su parecer merecían. Mandó el corregidor que fuesen la mitad de sus ministros con doña Inés, y que viendo en qué paraba su embelesamiento, y que no se apartasen de ella hasta que él mandase otra cosa, sino que volviese uno a darle cuenta de todo; que viendo que de allí a poco la vela se mató repentinamente, le dijo al infelice don Diego: -¡Ah señor, y cómo pudiérades haber escarmentado en la burla pasada, y no poneros en tan costosas veras! Con esto aguardaron el aviso de los que habían ido con doña Inés, que como llegó a su casa y abrió la puerta, que no estaba más de apretada, y entró, y todos con ella, volvió a cerrar, y se fue a su cama, se echó en ella; que como a este mismo punto se apagase la vela, ella despertó del embelesamiento, y dando un grande grito, como se vio cercada de aquellos hombres y conoció ser ministros de justicia, les dijo que qué buscaban en su casa, o por dónde habían entrado, supuesto que ella tenía la llave. -¡Ay, desdichada señora! -dijo uno de ellos-, ¡y como habéis estado sin sentido, pues eso preguntáis! A esto, y al grito de doña Inés, habían ya salido las criadas alborotadas, tanto de oír dar voces a su señora como de ver allí tanta gente. Pues prosiguiendo el que había empezado, le contó a doña Inés cuanto había sucedido desde que la habían encontrado hasta el punto en que estaba, y cómo a todo se había hallado su hermano presente; que oído por la triste y desdichada dama, fue milagro no perder la vida. En fin, porque no se desesperase, según las cosas que hacía y decía, y las hermosas lágrimas que derramaba, sacándose a manojos sus cabellos, enviaron a avisar al corregidor de todo, diciéndole ordenase lo que se había de hacer. El cual, habiendo tomado su confesión a don Diego y él dicho la verdad del caso, declarando cómo doña Inés estaba inocente, pues privado su entendimiento y sentido con la fuerza del encanto venía como habían visto; con que su hermano mostró asegurar su pasión, aunque otra cosa le quedó en el pensamiento. Con esto mandó el corregidor poner a don Diego en la cárcel a buen recaudo, y tomando la encantada figura, se fueron a casa de doña Inés, a la cual hallaron haciendo las lástimas dichas, sin que sus criadas ni los demás fuesen parte para consolarla, que a haber quedado sola, se hubiera quitado la vida. Estaba ya vestida y arrojada sobre un estrado, alcanzándose un desmayo a otro, y una congoja a otra, que como vio al corregidor y a su hermano, se arrojó a sus pies pidiéndole que la matase, pues había ido mala, que, aunque sin su voluntad, había manchado su honor. Don Francisco, mostrando en exterior piedad, si bien en lo interior estaba vertiendo ponzoña y crueldad, la levantó y abrazó, teniéndoselo todos a nobleza, y el corregidor le dijo: -Sosegaos, señora, que vuestro delito no merece la pena que vos pedís, pues no lo es, supuesto que vos no erais parte para no hacerle. Que algo más quieta la desdichada dama, mandó el corregidor, sin que ella lo supiera, se saliesen fuera y encendiesen la vela; que, apenas fue hecho, cuando se levantó y se salió adonde la vela estaba encendida, y en diciéndole que ya era hora de irse, se volvía a su asiento, y la vela se apagaba y ella volvía como de sueño. Esto hicieron muchas veces, mudando la vela a diferentes partes, hasta volver con ella en casa de don Diego y encenderla allí, y luego doña Inés se iba a allá de la manera que estaba, y aunque la hablaban, no respondía. Con que averiguado el caso, asegurándola, y acabando de aquietar a su hermano, que estaba más sin juicio que ella, mas por entonces disimuló, antes él era el que más la disculpaba, dejándola el corregidor dos guardias, más por amparo que por prisión, pues ella no la merecía, se fue cada uno a su casa, admirados del suceso. Don Francisco se recogió a la suya, loco de pena, contando a su mujer lo que pasaba; que, como al fin cuñada, decía que doña Inés debía de fingir el embelesamiento por quedar libre de culpa; su marido, que había pensado lo mismo, fue de su parecer, y al punto despachó un criado a Sevilla con una carta a su cuñado, diciéndole en ella dejase todas sus ocupaciones y se viniese al punto que importaba al honor de entrambos, y que fuese tan secreto, que no supiese nadie su venida, ni en su casa, hasta que se viese con él. El corregidor otro día buscó al moro que había hecho el hechizo; mas no pareció. Divulgose el caso por la ciudad, y sabido por la Inquisición pidió el preso, que le fue entregado con el proceso ya sustanciado y puesto, como había de estar, que llevado a su cárcel, y de ella a la Suprema, no pareció más. Y no fue pequeña piedad castigarle en secreto, pues al fin él había de morir a manos del marido y hermano de doña Inés, supuesto que el delito cometido no merecía menor castigo. Llegó el correo a Sevilla y dio la carta a don Alonso, que como vio lo que en ella se le ordenaba, bien confuso y temeroso de que serían flaquezas de doña Inés, se puso en camino, y a largas jornadas llegó a casa de su cuñado, con tanto secreto, que nadie supo su venida. Y sabido todo el caso como había sucedido, entre todos tres había diferentes pareceres sobre qué género de muerte darían a la inocente y desdichada doña Inés, que aun cuando de voluntad fuera culpada, la bastara por pena de su delito la que tenía, cuanto y más no habiéndole cometido, como estaba averiguado. Y de quien más pondero de crueldad es de la traidora cuñada, que, siquiera por mujer, pudiera tener piedad de ella. Acordado, en fin, el modo, don Alonso, disimulando su dañada intención, se fue a su casa, y con caricias y halagos la aseguró, haciendo él mismo de modo que la triste doña Inés, ya más quieta, viendo que su marido había creído la verdad, y estaba seguro de su inocencia, porque habérselo encubierto era imposible, según estaba el caso público, se recobró de su pérdida. Y si bien, avergonzada de su desdicha, apenas osaba mirarle, se moderó en sus sentimientos y lágrimas. Con esto pasó algunos días, donde un día, con mucha afabilidad, le dijo el cauteloso marido cómo su hermano y él estaban determinados y resueltos a irse a vivir con sus casas y familias a Sevilla; lo uno, por quitarse de los ojos de los que habían sabido aquella desdicha, que los señalaban con el dedo, y lo otro por asistir a sus pleitos, que habían quedado empantanados. A lo cual doña Inés dijo que en ello no había más gusto que el suyo. Puesta por obra la determinación propuesta, vendiendo cuantas posesiones y hacienda que tenían allí, como quien no pensaba volver más a la ciudad, se partieron todos con mucho gusto, y doña Inés más contenta que todos, porque vivía afrentada de un suceso tan escandaloso. Llegados a Sevilla, tomaron casa a su cómodo, sin más vecindad que ellos dos, y luego despidieron todos los criados y criadas que habían traído, para hacer sin testigos la crueldad que ahora diré. En un aposento, el último de toda la casa, donde, aunque hubiese gente de servicio, ninguno tuviese modo ni ocasión de entrar en él, en el hueco de una chimenea que allí había, o ellos la hicieron, porque para este caso no hubo más oficiales que el hermano, marido y cuñada, habiendo traído yeso y cascotes, y lo demás que era menester, pusieron a la pobre y desdichada doña Inés, no dejándole más lugar que cuanto pudiese estar en pie, porque si se quería sentar, no podía, sino, como ordinariamente se dice, en cuclillas, y la tabicaron, dejando solo una ventanilla como medio pliego de papel, por donde respirase y le pudiesen dar una miserable comida, por que no muriese tan presto, sin que sus lágrimas ni protestas los enterneciese. Hecho esto, cerraron el aposento, y la llave la tenía la mala y cruel cuñada, y ella misma le iba a dar la comida y un jarro de agua, de manera que aunque después recibieron criados y criadas, ninguno sabía el secreto de aquel cerrado aposento. Aquí estuvo doña Inés seis años, que permitió la divina majestad en tanto tormento conservarle la vida, o para castigo de los que se le daban, o para mérito suyo, pasando lo que imaginar se puede, supuesto que he dicho de la manera que estaba, y que las inmundicias y basura, que de su cuerpo echaba, le servían de cama y estrado para sus pies; siempre llorando y pidiendo a Dios la aliviase de tan penoso martirio, sin que en todos ellos viese luz, ni recostase su triste cuerpo, ajena y apartada de las gentes, tiranizada a los divinos sacramentos y a oír misa, padeciendo más que los que martirizan los tiranos, sin que ninguno de sus tres verdugos tuviese piedad de ella, ni se enterneciese de ella, antes la traidora cuñada, cada vez que la llevaba la comida, le decía mil oprobios y afrentas, hasta que ya Nuestro Señor, cansado de sufrir tales delitos, permitió que fuese sacada esta triste mujer de tan desdichada vida, siquiera para que no muriese desesperada. Y fue el caso que, a las espaldas de esta casa en que estaba, había otra principal de un caballero de mucha calidad. La mujer del que digo había tenido una doncella que la había casado años había, la cual enviudó, y quedando necesitada, la señora, de caridad y por haberla servido, por que no tuviese en la pobreza que tenía que pagar casa, le dio dos aposentos que estaban arrimados al emparedamiento en que la cuitada doña Inés estaba, que nunca habían sido habitados de gente, porque no habían servido sino de guardar cebada. Pues pasada a ellos esta buena viuda, acomodó su cama a la parte que digo, donde estaba doña Inés, la cual, como siempre estaba lamentando su desdicha y llamando a Dios que la socorriese, la otra, que estaba en su cama, como en el sosiego de la noche todo estaba en quietud, oía los ayes y suspiros, y al principio es de creer que entendió era alguna alma de la otra vida. Y tuvo tanto miedo, como estaba sola, que apenas se atrevía a estar allí; tanto, que la obligó a pedir a una hermana suya le diese, para que estuviese con ella, una muchacha de hasta diez años, hija suya, con cuya compañía más alentada asistía más allí, y como se reparase más, y viese que entre los gemidos que doña Inés daba, llamaba a Dios y a la Virgen María, Señora nuestra, juzgó sería alguna persona enferma, que los dolores que padecía la obligaban a quejarse de aquella forma. Y una noche que más atenta estuvo, arrimado al oído a la pared, pudo apercibir que decía quien estaba de la otra parte estas razones: -¿Hasta cuándo, poderoso y misericordioso Dios, ha de durar esta triste vida? ¿Cuándo, Señor, darás lugar a la airada muerte que ejecute en mí el golpe de su cruel guadaña, y hasta cuándo estos crueles y carniceros verdugos de mi inocencia les ha de durar el poder de tratarme así?¿Cómo, Señor, permites que te usurpen tu justicia, castigando con su crueldad lo que tú, Señor, no castigarás? Pues cuando tú envías el castigo, es a quien tiene culpa y aun entonces es con piedad; mas estos tiranos castigan en mí lo que no hice, como lo sabes bien tú, que no fui parte en el yerro por que padezco tan crueles tormentos, y el mayor de todos, y que más siento, es carecer de vivir y morir como cristiana, pues ha tanto tiempo que no oigo misa, ni confieso mis pecados, ni recibo tu Santísimo Cuerpo. ¿En qué tierra de moros pudiera estar cautiva que me trataran como me tratan? ¡Ay de mí!, que no deseo salir de aquí por vivir, sino solo por morir católica y cristianamente, que ya la vida la tengo tan aborrecida, que, si como el triste sustento que me dan, no es por vivir, sino por no morir desesperada. Acabó estas razones con tan doloroso llanto, que la que escuchaba, movida a lástima, alzando la voz, para que la oyese, le dijo: -Mujer, o quien eres, ¿qué tienes o por qué te lamentas tan dolorosamente? Dímelo, por Dios, y si soy parte para sacarte de donde estás, lo haré, aunque aventure y arriesgue la vida. -¿Quién eres tú -respondió doña Inés-, que ha permitido Dios que me tengas lástima? -Soy -replicó la otra mujer- una vecina de esta otra parte, que ha poco vivo aquí, y en ese corto tiempo me has ocasionado muchos temores; tantos cuantos ahora compasiones. Y así, dime qué podré hacer, y no me ocultes nada, que yo no excusaré trabajo por sacarte del que padeces. -Pues si así es, señora mía -respondió doña Inés-, que no eres de la parte de mis crueles verdugos, no te puedo decir más por ahora, porque temo que me escuchen, sino que soy una triste y desdichada mujer, a quien la crueldad de un hermano, un marido y una cuñada tienen puesta en tal desventura, que aun no tengo lugar de poder extender este triste cuerpo: tan estrecho es en el que estoy, que si no es en pie, o mal sentada, no hay otro descanso, sin otros dolores y desdichas que estoy padeciendo, pues, cuando no la hubiera mayor que la oscuridad en que estoy, bastaba, y esto no ha un día, ni dos, porque aunque aquí no sé cuándo es de día ni de noche, ni domingo, ni sábado, ni pascua, ni año, bien sé que ha una eternidad de tiempo. Y si esto lo padeciera con culpa, ya me consolara. Mas sabe Dios que no la tengo, y lo que temo no es la muerte, que antes la deseo; perder el alma es mi mayor temor, porque muchas veces me da imaginación de con mis propias manos hacer cuerda a mi garganta para acabarme; mas luego considero que es el demonio, y pido ayuda a Dios para librarme de él. -¿Qué hiciste que los obligó a tal? -dijo la mujer. -Ya te he dicho -dijo doña Inés- que no tengo culpa; mas son cosas muy largas y no se pueden contar. Ahora lo que has de hacer, si deseas hacerme bien, es irte al Arzobispo o al Asistente y contarle lo que te he dicho, y pedirles vengan a sacarme de aquí antes que muera, siquiera para que haga las obras de cristiana; que te aseguro que está ya tal mi triste cuerpo, que pienso que no viviré mucho, y pídote por Dios que sea luego, que le importa mucho a mi alma. -Ahora es de noche -dijo la mujer-; ten paciencia y ofrécele a Dios eso que padeces, que yo te prometo que siendo de día yo haga lo que pides. -Dios te lo pague -replicó doña Inés-, que así lo haré, y reposa ahora, que yo procuraré, si puedo, hacer lo mismo, con las esperanzas de que has de ser mi remedio. -Después de Dios, créelo así -respondió la buena mujer. Y con esto, callaron. Venida la mañana, la viuda bajó a su señora y le contó todo lo que le había pasado, de que la señora se admiró y lastimó, y si bien quisiera aguardar a la noche para hablar ella misma a doña Inés, temiendo el daño que podía recrecer si aquella pobre mujer se muriese así, no lo dilató más, antes mandó poner el coche. Y porque con su autoridad se diese más crédito al caso, se fue ella y la viuda al Arzobispo, dándole cuenta de todo lo que en esta parte se ha dicho, el cual, admirado, avisó al Asistente, y juntos con todos sus ministros, seglares y eclesiásticos, se fueron a la casa de don Francisco y don Alonso, y cercándola por todas partes, porque no se escapasen, entraron dentro y prendieron a los dichos y a la mujer de don Francisco, sin reservar criados ni criadas, y tornadas sus confesiones, estos no supieron decir nada, porque no lo sabían; mas los traidores hermano y marido y la cruel cuñada, al principio negaban; mas viendo que era por demás, porque el Arzobispo y Asistente venían bien instruidos, confesaron la verdad. Dando la cuñada la llave, subieron donde estaba la desdichada doña Inés, que como sintió tropel de gente, imaginando lo que sería, dio voces. En fin, derribando el tabique, la sacaron. Aquí entra ahora la piedad, porque, cuando la encerraron allí, no tenía más de veinte y cuatro años y seis que había estado eran treinta, que era la flor de su edad. En primer lugar, aunque tenía los ojos claros, estaba ciega, o de la oscuridad (porque es cosa asentada que si una persona estuviese mucho tiempo sin ver luz, cegaría), o fuese de esto, u de llorar, ella no tenía vista. Sus hermosos cabellos, que cuando entró allí eran como hebras de oro, blancos como la misma nieve, enredados y llenos de animalejos, que de no peinarlos se crían en tanta cantidad, que por encima hervoreaban; el color, de la color de la muerte; tan flaca y consumida, que se le señalaban los huesos, como si el pellejo que estaba encima fuera un delgado cendal; desde los ojos hasta la barba, dos surcos cavados de las lágrimas, que se le escondía en ellos un bramante grueso; los vestidos hechos ceniza, que se le veían las más partes de su cuerpo; descalza de pie y pierna, que de los excrementos de su cuerpo, como no tenía dónde echarlos, no solo se habían consumido, mas la propia carne comida hasta los muslos de llagas y gusanos, de que estaba lleno el hediondo lugar. No hay más que decir, sino que causó a todos tanta lástima, que lloraban como si fuera hija de cada uno. Así como la sacaron, pidió que si estaba allí el señor Arzobispo, la llevasen a él, como fue hecho, habiéndola, por la indecencia que estar desnuda causaba, cubiértola con una capa. En fin, en brazos la llevaron junto a él, y ella echada por el suelo, le besó los pies, y pidió la bendición, contando en sucintas razones toda su desdichada historia, de que se indignó tanto el Asistente, que al punto los mandó a todos tres poner en la cárcel con grillos y cadenas, de suerte que no se viesen los unos a los otros, afeando a la cuñada más que a los otros la crueldad, a lo que ella respondió que hacía lo que la mandaba su marido. La señora que dio el aviso, junto con la buena dueña que lo descubrió, que estaban presentes a todo, rompiendo la pared por la parte que estaba doña Inés, por no pasarla por la calle, la llevaron a su casa, y haciendo la noble señora prevenir una regalada cama, puso a Inés en ella, llamando médicos y cirujanos para curarla, haciéndole tomar sustancias, porque era tanta su flaqueza, que temían no se muriese. Mas doña Inés no quiso tomar cosa hasta dar la divina sustancia a su alma, confesando y recibiendo el Santísimo, que le fue luego traído. Últimamente, con tanto cuidado miró la señora por ella, que sanó; solo de la vista, que esa no fue posible restaurársela. El Asistente sustanció el proceso de los reos, y averiguado todo, los condenó a todos tres a muerte, que fue ejecutada en un cadalso, por ser nobles y caballeros, sin que les valiesen sus dineros para alcanzar perdón, por ser el delito de tal calidad. A doña Inés pusieron, ya sana y restituida a su hermosura, aunque ciega, en un convento con dos criadas que cuidan de su regalo, sustentándose de la gruesa hacienda de su hermano y marido,donde hoy vive haciendo vida de una santa, afirmándome quien la vio cuando la sacaron de la pared, y después, que es de las más hermosas mujeres que hay en el reino del Andalucía; porque, aunque está ciega, como tiene los ojos claros y hermosos como ella los tenía, no se le echa de ver que no tiene vista. Todo este caso es tan verdadero como la misma verdad, que ya digo me le contó quien se halló presente. Ved ahora si puede servir de buen desengaño a las damas, pues si a las inocentes les sucede esto, ¿qué esperan las culpadas? Pues en cuanto a la crueldad para con las desdichadas mujeres, no hay que fiar en hermanos ni maridos, que todos son hombres. Y como dijo el rey don Alonso el Sabio, que el corazón del hombre es bosque de espesura, que nadie le puede hallar senda, donde la crueldad, bestia fiera y indomable, tiene su morada y habitación. Este suceso habrá que pasó veinte años, y vive hoy doña Inés, y muchos de los que le vieron y se hallaron en él; que quiso Dios darla sufrimiento y guardarle la vida, porque no muriese allí desesperada, y para que tan rabioso lobo como su hermano, y tan cruel basilisco como su marido, y tan rigurosa leona como su cuñada, ocasionasen ellos mismos su castigo. * Deseando estaban las damas y caballeros que la discreta Laura diese fin a su desengaño; tan lastimados y enternecidos los tenían los prodigiosos sucesos de la hermosa cuanto desdichada doña Inés, que todos, de oírlos, derramaban ríos de lágrimas de solo oírlos; y no ponderaban tanto la crueldad del marido como del hermano, pues parecía que no era sangre suya quien tal había permitido; pues cuando doña Inés, de malicia, hubiera cometido el yerro que les obligó a tal castigo, no merecía más que una muerte breve, como se han dado a otras que han pecado de malicia, y no darle tantas y tan dilatadas como le dieron. Y a la que más culpaban era a la cuñada, pues ella, como mujer, pudiera ser más piadosa, estando cierta, como se averiguó, que privada de sentido con el endemoniado encanto había caído en tal yerro. Y la primera que rompió el silencio fue doña Estefanía, que dando un lastimoso suspiro, dijo: -¡Ay, divino Esposo mío! Y si vos, todas las veces que os ofendemos, nos castigarais así, ¿qué fuera de nosotros? Mas soy necia en hacer comparación de vos, piadoso Dios, a los esposos del mundo. Jamás me arrepentí cuanto ha que me consagré a vos de ser esposa vuestra; y hoy menos lo hago ni lo haré, pues aunque os agraviase, que a la más mínima lágrima me habéis de perdonar y recibirme con los brazos abiertos. Y vuelta a las damas, les dijo: -Cierto, señoras, que no sé cómo tenéis ánimo para entregaros con nombre de marido a un enemigo, que no solo se ofende de las obras, sino de los pensamientos; que ni con el bien ni el mal acertáis a darles gusto, y si acaso sois comprendidas en algún delito contra ellos. ¿por qué os fiáis y confiáis de sus disimuladas maldades, que hasta que consiguen su venganza, y es lo seguro, no sosiegan? Con solo este desengaño que ha dicho Laura, mi tía, podéis quedar bien desengañadas, y concluida la opinión que se sustenta en este sarao, y los caballeros podrán también conocer cuán engañados andan en dar toda la culpa a las mujeres, acumulándolas todos los delitos, flaquezas, crueldades y malos tratos, pues no siempre tienen la culpa. Y es el caso que por la mayor parte las de más aventajada calidad son las más desgraciadas y desvalidas, no solo en sucederles las desdichas que en los desengaños referidos hemos visto, sino que también las comprenden en la opinión en que tienen a las vulgares. Y es género de pasión o tema de los divinos entendimientos que escriben libros y componen comedias, alcanzándolo todo en seguir la opinión del vulgacho, que en común da la culpa de todos los malos sucesos a las mujeres; pues hay tanto en qué culpar a los hombres, y escribiendo de unos y de otros, hubieran excusado a estas damas el trabajo que han tomado por volver por el honor de las mujeres y defenderlas, viendo que no hay quien las defienda, a desentrañar los casos más ocultos para probar que no son todas las mujeres las malas, ni todos los hombres los buenos. -Lo cierto es -replicó don Juan- que verdaderamente parece que todos hemos dado en el vicio de no decir bien de las mujeres, como en el tomar tabaco, que ya tanto le gasta el ilustre como el plebeyo. Y diciendo mal de los otros que le toman, traen su tabaquera más a mano y en más custodia que el rosario y las horas, como si porque ande en cajas de oro, plata o cristal dejase de ser tabaco, y si preguntan por qué lo toman, dicen que porque se usa. Lo mismo es el culpar a las damas en todo, que llegado a ponderar pregunten al más apasionado por qué dice mal de las mujeres, siendo el más deleitable vergel de cuantos crió la naturaleza, responderá, porque se usa. Todos rieron la comparación del tabaco al decir mal de las mujeres, que había hecho don Juan. Y si se mira bien, dijo bien, porque si el vicio del tabaco es el más civil de cuantos hay, bien le comparó al vicio más abominable que puede haber, que es no estimar, alabar y honrar a las damas; a las buenas, por buenas, y a las malas, por las buenas. Pues viendo la hermosa doña Isabel que la linda Matilde se prevenía para pasarse al asiento del desengaño, hizo señal a los músicos que cantaron este romance: «Cuando te mirare Atandra, no mires, ingrato dueño, los engaños de sus ojos, porque me matas con celos. No esfuerces sus libertades, que si ve en tus ojos ceño, tendrá los livianos suyos en los tuyos escarmiento. No desdores tu valor con tan civil pensamiento, que serás causa que yo me arrepienta de mi empleo. Dueño tiene, en él se goce, si no le salió a contento, reparara al elegirle, o su locura o su acierto. Oblíguete a no admitir sus livianos devaneos las lágrimas de mis ojos, de mi alma los tormentos. Que si procuro sufrir las congojas que padezco, si es posible a mi valor, no lo es a mi sufrimiento. ¿De qué me sirven, Salicio, los cuidados con que velo sin sueño las largas noches, y los días sin sosiego, si tú gustas de matarme, dando a esa tirana el premio, que me cuesta tantas penas, que me cuesta tanto sueño? Hoy, al salir de tu albergue, mostró con rostro risueño, tirana de mis favores, cuánto se alegra en tenerlos. Si miraras que son míos, no se los dieras tan presto cometiste estelionato, porque vendiste lo ajeno. Si te viera desabrido, si te mirara severo, no te ofreciera, atrevida, señas de que yo te ofendo.» Esto cantó una casada a solas con su instrumento, viendo en Salicio y Atandra averiguados los celos. FIN
Zayas, María de
España
1590-1661
Mal presagio casar lejos
Cuento
Acabada la música, ocupó la hermosa Lisarda el asiento situado para las que habían de desengañar, temerosa de haber de mostrarse apasionada contra los hombres, estando su amado don Juan presente; mas, pidiéndole licencia con los hermosos ojos, como si dijera: «Más por cumplir con la obligación que por ofenderte hago esto», empezó así: —Mandásteme, hermosa Lisis, que fuese la segunda en dar desengaños a las damas, de que deben escarmentar en sucesos ajenos, para no dejarse engañar de los hombres. Y cierto, que más por la ley de la obediencia me obligo a admitirlo que por sentir que tengo de acertar: Lo primero, porque aún no ha llegado a tiempo de desengañarme a mí, pues aún apenas sé si estoy engañada, y mal puede quien no sabe un arte, sea el que fuere, hablar de él, y tengo por civilidad decir mal de quien no me ha hecho mal. Y con esto mismo pudiera disculpar a los hombres; que lo cierto es que los que se quejan están agraviados, que no son tan menguados de juicio que dijeran tanto mal como de las mujeres dicen. Y para que ni ellos se quejen, y yo cumpla con lo que me es mandado, sucintamente referiré un caso que sucedió a una principal y inocente dama, con lo que me parece que, sin agraviar, desengañaré a las que hubieren menester desengañarse. Y, sobre todo, pienso que no conseguiré fruto ninguno, pues donde la hermosa doña Isabel ha salido tan bien de su empeño, escarmentando a todas con su mismo suceso, no deja de ser atrevimiento querer ninguna lucir como ha lucido, y menos mi entendimiento, que carece de todo acierto, y suplicando a toda este auditorio hermoso y noble perdonéis las faltas de él, digo de esta suerte: No ha muchos años que en la nobilísima y populosa ciudad de Milán había un caballero dotado de todas las partes, gracias y prerrogativas de que puede colmar naturaleza y fortuna, si bien mocedades y juegos disminuyó lo más de su hacienda. Era español, y que con un honrado cargo en la guerra había pasado a aquel país; casó allí con una dama igual a su calidad, aunque no rica, con que vino a ser su hacienda bastante, no más de a pasar una modesta y descansada vida, ni sobrándole ni faltándole para criar dos hijos que tuvo de su matrimonio. Con algún regalo nació primero Octavia, llamándose así por su madre, y el segundo Juan, de quien no diré el apellido; que cuando los hombres, con sus travesuras, y las mujeres, con sus flaquezas, desdoran su linaje, es mejor encubrirle que manifestarle. Era Octavia, aunque mayor que su hermano seis años, de las hermosísimas mujeres de aquel reino, así no lo fueran las gracias, las habilidades, el donaire, el entendimiento; quien sin verla la oía, la admiraba fea cuando la celebraba hermosa. Llegando, pues, a la edad cuando más campea la belleza, se enamoró de ella, viéndola en un festín, un hijo de un senador, mozo, galán, entendido y rico, partes para que no tuviera Octavia mucha culpa en corresponderle. Más era cuerda, y notó que ya no es dote la hermosura, y que Carlos, que éste era su nombre, era rico y no se había de casar con quien no lo fuese; con cuyos temores se defendió algún tiempo. Así lo hiciera siempre, que así no fuera causa de las desdichas que después sucedieron. Pues, como he dicho, vio Carlos a Octavia en un festín, regocijo usado en aquella tierra, y viéndola, se perdió, o lo dio a entender, que para mí lo peor que siento de los hombres es que publican más que sienten. No miró Octavia mal a Carlos; mas viéndole imposible (aunque no para lo que merecía su hermosura), detuvo el afecto del mirar para no llegar a sentir; porque, como no estaba de parecer de hacer lo que las comunes, no tuvo por acertado empeñarse en amar menos que a quien pudiese ser su esposo, y que ya que su desdicha la encaminase a rendirse, fuese obligando a serlo. ¡Oh, qué de engaños han padecido por esta parte las mujeres, y qué de desengañadas tienen los hombres, cuando ya no tienen remedio! Muy cautivo se halló Carlos de la belleza de Octavia, mas no con el pensamiento que ella tenía, que era el matrimonio, porque en tal caso no pensaba Carlos salir de la voluntad de su padre, que entendía no había hasta entonces nacido mujer que igualase a su hijo; mas parecióle, como Octavia no estaba muy sobrada más de una honrada medianía que alcanzaban sus padres, que con joyas y dineros conquistaría este imposible de hermosura y, a no bastar, valerse de la fuerza o de algún engaño; que esto es echar, como dicen, por el atajo. Y así, empezó primero la conquista de este fuerte, después de haber mirado con las balas de los suspiros y con el asistencia en su calle de noche y de día. Mas a esto Octavia, si no descuidada, a lo menos advertida de que con no verlo ni oírlo se había de defender, se negaba a todo, huyendo de la vista de Carlos, aumentando en él con estos desvíos, o el amor, o el deseo, que tal vez los hombres suelen volver en tema la voluntad. No gozaba Carlos, sin competidores, de su amor mal correspondido; que como Octavia era hermosa, había muchos deseosos de merecer sus divinas prendas y con más honestos pensamientos que Carlos. Mas Octavia los hacía a todos iguales, y si de alguno se dejaba llevar su altivo desdén, era a un deudo de su madre, que mediante el parentesco le trataba con más cariño, por visitarla algunas veces, y él andaba buscando ocasión para pedirla a su padre por esposa. No ignoraba esto Carlos, que era rico, y criados sobornados son descubridores de lo más oculto que sus amos hacen. Y como era imposible el decirle ni su amor ni sus celos, por no darle lugar la dama, una noche de las calurosas de julio, sentado debajo de los balcones, como otras veces le sucedía, al son del destemplado instrumento de sus lastimosos suspiros cantó este soneto: Apenas en amor di el primer paso, cuando en rabiosos celos di de ojos. ¡Ay, qué crueles penas!, ¡ay, qué enojosos! Favor, amor, que en su rigor me abraso. ¿Cómo de gloria estás conmigo escaso, que se lleva otro dueño mis despojos? ¡Oh, qué prados de espinas y de abrojos, mirando ajeno el bien, llorando paso! Mal haya quien, amando, en nada fía; fidelidad ingrata, triste lloro; a yugo desleal, mi cuello obligo. Ya murió mi esperanza, era al fin mía; falsa me paga, cuando firme adoro; tropiezo en celos, si a Cupido sigo. ¡Oh amor, dulce enemigo! ¡Oh cruel tiranía! Reinar y amar no quieren compañía. Ya parece que Octavia escuchaba a Carlos tan bien como le había mirado, pues estuvo en el balcón mientras Carlos cantó el referido soneto. Había de ser desgraciada, y empezaba ya su desdicha a ponerla en las ocasiones de perderse. Y así dio lugar con estarse queda en el balcón a que Carlos, como que hablaba con sus mismos pensamientos, le afease lo mal que decía tanta hermosura con tanta crueldad. Que aunque no tuvo respuesta, se contentó el amante con el favor de haberle escuchado, con que tuvo atrevimiento de escribirle este papel: «No sé qué gloria consigues, divina Octavia, en ser cruel, o en qué te ofende mi amoroso rendimiento que te excuses, ya que no de premiarle, de oírle, que aún no me conceden tus hermosos ojos licencia de nombrarme suyo; pues asegúrate que, o has de dejar de ser hermosa, o que no he de apartarme de amarte. Y pues es cada imposible de estos imposible vencerle, permíteme, que pues soy y he de ser tuyo mientras tuviere vida, el favor de oírme, que con esto lo sustentaré para ser tuyo.» ¡Qué peligrosa bala para el fuerte de la honestidad es la porfía! Todas cuantas defensas le pueden poner, rinde, como sucedió en Octavia; pues habiendo venido a sus manos este papel por medio de una criada, a quien Carlos supo granjear con oro, lo que primero había sido agrado se convirtió en amor. Enamoróse Octavia, dejóse vencer, de suerte que tuvo Carlos respuesta de éste y otros que le escribió, y no sólo este favor, mas el de hablarle de noche por una reja, después de acostados sus padres, que don Juan, su hermano, no asistía en Milán, acudiendo fuera de ella a sus estudios. Era muchacho, y no muy bien inclinado, ocasión para que su padre le privase de sus regalos. Deseaba que fuese de la Iglesia, aunque él no tenía ese parecer, y con esto tenía más lugar Octavia para seguir su empresa amorosa, con intención de ver si podía granjear a Carlos para esposo. Algunos meses entretuvo Octavia su amante con sólo este favor de hablarle, sin consentirle tomarle una mano por la permisión que daba la reja, temerosa, aunque le quedaría bien, de algún engaño, conociendo que era imposible, si el amor no le obligaba, por ser Carlos tan rico, y él, más enamorado con las resistencias de Octavia, deseoso de mayores favores; mas la dama, al paso que le veía más desearlos, se los negaba, tanto, que ya tocaba en crueldad, de lo que el galán se quejaba, culpando su poco amor. Y para mostrárselo mejor, cantó una noche a los dejos de un laúd, que le traía un criado, este soneto: ¡Ay, cómo imito a Tántalo en la pena, pues, el agua a la boca, de sed muero! Tengo conmigo al bien que adoro y quiero, y parece que el bien de mí se ajena. De las penas de amor, el alma llena, el premio de mi amor gozar espero, y cuando ya le toco, desespero, porque un rigor mi atrevimiento entrena. ¿Qué delito me usurpan tus favores, hermosa ingrata, que en mi alma vives? ¿Por ventura robé yo la ambrosía? Aplaca de mi alma los ardores, que no es razón que del cristal me prives cuando muere de sed el alma mía. Vesme sin alegría, y tú, cruel conmigo, morir me dejas, y con ser testigo de las penas que paso, no me socorres cuando más me abraso. Cuando morir me dejas, y mirarme no sientes, con fieros accidentes, sin remediar mis quejas, y si lloran mis ojos, recibes de mis lágrimas enojos, o remedia la llama en que me abraso, o déjame llorar el mal que paso, y el llanto venza mío tu crueldad, tu tibieza, tu desvío, pues es rigor quitarme, cuando llorando estoy, desahogarme. ¡Ay, con cuántos rigores el alma sin ti lucha, y si tu voz escucha, oh, cómo son mayores! Cobarde, no me atrevo a hacerla de mi boca dulce cebo; que fuera gran contento, en vaso de rubí, beber su acento. ¡Ay, Dios!, quién me lo quita; digo que un miedo, que en mi alma habita, de temer que te ofendo, cuando gozar este favor pretendo. Bien sabes que te quiero, y que con alma ingrata no miras que me mata tu recato severo; pues si vivo en tus ojos, y me quitan la vida sus enojos, haces suerte en la vida, ¡oh, más ingrata mientras más querida!, y para que concluya, yo viva y muera en la desgracia tuya, si no has de ser mi dueño, y de ser tuyo mi palabra empeño. Pues, dueño de mi vida, goce yo tus favores, quítame estos temores, no seas mi homicida. Mas, ¡ay amor!, que muero; ya de obligarte, ingrata, desespero; ya mi bien no me quiere, ya mi memoria en su memoria muere, y pues de mí se olvida, venga la muerte, acábese la vida, y vivan en mis ojos eternamente lágrimas y enojos. Canción triste: si obligas a mi dueño querido, inmortal vivirás de eterno olvido. Y si no, moriremos en la desdicha que los dos tenemos. Menos que esto había ya menester Octavia, porque ya amaba a Carlos más que fuera razón; que en esto se ve cuán flacas son las mujeres, que no saben perseverar en el buen intento. Y aun por esta parte disculpo a los hombres en la poca estimación que hacen de ellas; mas disculpemos los yerros de amor con el mismo amor. Y así, abriendo la ventana, le llamó, diciendo: —No sé, Carlos, cómo me tienes por tan cruel y ingrata como has mostrado y das a entender en tus versos, pues has merecido llegar al favor que hoy gozas, a pesar de mi recato y nobleza, sin haberme asegurado de un dichoso fin en tu pretensión. Y yo, por quererte bien, aún no he reparado en eso, ni mirado lo mal que le está a mi opinión, y a la de mis padres y hermano, galanteos, menos de quien ha de ser mi esposo, sino que ahora, mal hallado con la merced que te hago, te quejas de ingratitudes y crueldades, cuando debieras mirar que fuera tenerlas conmigo misma si hiciera lo que pides sin resguardo de mi honor. Tú sí que eres el cruel conmigo, pues pudiéndome hacer dichosa, me haces desdichada; que claro es que perderé esposo por tu causa, y no te ganaré a ti, como si desmereciera yo esta dicha. Pobre soy para igualarme a tu riqueza; en esto confieso que me excedes, pero en lo demás te igualo. Y cuando no lo hiciera, amor iguala bajezas con grandezas fiadoras; esta poca o mucha belleza que tengo, que en eso será lo que tú quisieres, ¿por qué estás cobarde en hacerme tuya? Y cuando haciéndolo me conozcas ingrata, entonces te podrás lamentar por desvalido, y si no, conténtate con lo que alcanzas y no te quejes. Y para que en ningún tiempo lo puedas hacer justamente de mí, te digo que, menos que siendo mi esposo, no pidas más ni alcanzarás más. Y aun esto lo he hecho pareciéndome que un hombre de tu entendimiento el día que se puso a amar una mujer de mi calidad no había de ser con otro intento. Con esto calló, y Carlos, como no había de cumplir, no se le hizo dificultoso prometer, y así le respondió: —Hermoso dueño mío: no quiera el Cielo que por cosa que a mí me es tan bien me quite a mí propio la dicha de ser vuestro y de gozar los favores que tanto deseo. Y para conseguirlo y teneros a vos segura, y que vos lo estéis de mí, con una condición, que es que por ahora esté secreto, por la avara y civil condición de mi padre, que piensa darme mujer aún más rica que él, sin mirar que la más grande riqueza es vuestra hermosura; yo os daré, no una vez, sino mil, la fe y palabra de ser vuestro esposo. ¡Qué liberal promete Carlos, y qué ignorante cree Octavia! Liviandad me parece; mas vaya, que ella se hallará burlada; que promesas de rico a pobre pocas veces se cumplen, y más en casos amorosos. Quería Carlos alcanzar, y prometía, y quería Octavia marido de las prendas de Carlos, y así, pareciéndole que con el dote de la hermosura le bastaba, aceptó, dándole a Carlos las gracias. Y Carlos, después de haber venido la criada, tercera en estas locuras, delante de ella le dio fe y palabra de ser su marido. ¡Ah, Octavia, y qué engaño se te previene! En la hermosura te fías, sin mirar que es una flor que, en manoseándola un hombre, se marchita, y en marchitándose, la arroja y la pisa. Éste es el mismo desengaño, hermosas damas; no creáis que ningún hombre lo que no hace enamorado lo hará después arrepentido. Y si alguno lo ha hecho, es un milagro, y aún después lo hace padecer. Rindióse Octavia, ¡oh, mujer fácil! Abrió a Carlos la puerta, ¡oh loca! Entrególe la joya más rica que una mujer tiene, ¡oh hermosura desdichada! No quiero decir más en esto, que el mismo suceso desengañará. Gozaron sus amores muchos días, entrando Carlos con secreto en casa de Octavia. No se arrepintió Carlos tan presto, que antes se hallaba muy gustoso con su amada prenda, y ella teniéndose por extremo dichosa. Ocasionáronse en este tiempo las largas y peligrosas guerras de aquellos reinos, que no solas lloran ellos, sino nosotros, pues de esto se originó entrársenos en España y costarnos a todos tanto como cuesta; y en una de las batallas que se dieron murió el padre de Octavia, por seguir ya anciano el ejercicio de su mocedad, que eran las armas. Y su madre a pocos meses murió también de pena de haber perdido su amado esposo. ¡Dichosos en perder la vida antes que se la acabara ver la perdición de su hija! Don Juan, como supo la muerte de sus padres, y que ya no tenía freno a sus travesuras, vino luego a Milán, más cursado en juegos y mujeres que en los estudios, que como no los seguía de voluntad, mas de por la fuerza que le hacía su padre, no había aprovechado nada en ellos, mas de en acabar parte de la hacienda que había, y arrimando los hábitos y libros, empezó a gastar la que había quedado, sin mirar que tenía una hermana moza, hermosa y por tomar estado. Y para que ella no gastase nada, la tenía tan encerrada y necesitada de todo, que aunque él no la tuviera así, ella misma se quitara de los ojos de todos, por no parecer en menos porte que el que traía en vida de sus padres; porque aunque tenía algunas joyas de valor que Carlos le había dado, no osaba que don Juan se las viese, porque tan presto llegaran a sus ojos como las tuviera puestas con dueño. Con estos sucesos cesó el poder entrar Carlos en su casa como solía; no porque don Juan supiese nada, sino por temor de que no lo entendiese, viendo que Carlos no quería por temor de su padre que se publicase; de manera que apenas se veían si no era pasando por la calle, y eso con mil temores, por conocer la arrebatada condición de don Juan, que con él no había hora segura; de que los dos amantes estaban tan impacientes, que ni Carlos vivía ni sosegaba, ni Octavia enjugaba sus ojos. El mayor alivio que tenían era escribirse por medio de aquella criada dicha, la cual un día trujo un papel a su señora que Carlos le dio con estas décimas, habiendo tomado asunto para ellas haber visto a Octavia en el balcón muy triste y llorosa, como la que más sentía el estar apartada de su esposo, que tal creía ella que era Carlos: Triste estáis, dueño querido, y puedo decir que al sol le ha faltado el esplendor de que siempre está vestido; el gusto tenéis perdido, y yo no os le puedo dar; mas si para remediar el alegría perdida habéis menester mi vida, con gusto os la quiero dar. Leandro seré en perdella con voluntad animosa, porque en mi poder no hay cosa que no seáis dueño de ella. Y si por secreta estrella para ser vuestro nací, y falta el poder en mí para alegrar vuestros ojos, dadme a mí aquesos enojos, haréismes dichoso así. ¡Ay, quién poderoso fuera de poderos alegrar! Porque, como os supe amar, daros contento supiera. El sol, en su sacra esfera, aún no estuviera seguro, y por vuestros ojos juro que son en mí sus enojos prados de espinas y abrojos, donde el sufrimiento apuro. Mas, señora, si mi suerte, de mis glorias enemiga, es la misma que os obliga a que sufráis esa muerte, decilde que porque acierte su golpe ejecute en mí, y vos, mi dueño, vivid, y si no, pedilde vos que le ejecute en los dos, y será acertado así. Mas, en tanto que esto llega, alegraos; que, vive Dios, que a mí me matáis, si vos os matáis de rabia ciega. En mis lágrimas se anega este papel amoroso, en vuestras manos dichoso, cuando las llegue a besar; pues sin saber qué es amar, más es que yo venturoso. Muchos días, como he dicho, se pasaron sin que estos dos amantes pudiesen dar alivio a sus penas; porque don Juan, o de celoso, o mal intencionado, el día que iba a misa, no se le quitaba de su lado, que otras visitas no se las dejaba hacer; con que Carlos estaba desesperado y Octavia perdía el juicio. Hasta que sucedió que en una casa de juego, sobre jugar una suerte, mató un caballero principal de la ciudad, y queriéndole prender por ella, se escapó y retiró a un convento, viendo que si le prendían, no le iría muy bien, respecto de traerle ya la justicia por sus travesuras sobre ojo. Y desde allí avisó por un papel a su hermana, que deshaciéndose de algunas cosas de casa, le juntase el dinero que pudiese, para ponerse a mejor recado, porque le habían avisado trataban de sacarle de la iglesia; que en llegando a Nápoles, donde quería irse, le avisaría o enviaría por ella, y dándole media docena de documentos de lo que había de hacer en su ausencia, que los pudiera también tomar para sí. Todo se hizo como él pidió, cumpliéndolo todo Carlos porque Octavia no se deshiciese de sus joyas, y con todo secreto fue a ver a su hermano, y despedido de ella, se pasó al reino de Nápoles, quedando Carlos con el ausencia de don Juan por dueño de la casa de Octavia, entrando y saliendo en ella sin ningún recato, restaurando los gustos perdidos con tanto exceso, que ya le vinieron a cansar, cuando ya toda la ciudad lo murmuraba, retirándose las señoras de ella de comunicar ni ver a Octavia, por estar su fama tan oscurecida. Más de dos años pasaron de esta suerte, que aunque Carlos se hallaba ya achacoso de la voluntad, no se atrevía a declararse de todo punto con Octavia; si ella ya vivía menos segura de que Carlos le cumpliese la palabra, conociendo en su tibieza su desdicha; no la veía con tanta puntualidad, ni la trataba con el cariño que antes. Muchas noches faltaba al lecho, y a las lágrimas que Octavia vertía, y a las bien entendidas quejas que le daba, él ponía por excusa a su padre, diciendo que le reñía porque salía de casa de noche. Y si ella le hablaba en razón del casamiento, le respondía que si le quería ver destruido y muerto a manos de su padre. Y aunque Octavia le suplicaba que por excusar la ofensa de Dios se casasen en secreto, le decía que si era él persona que cuando llegase esa ocasión se había de casar [así]. Avivó con estas cosas, dudando Octavia de la fe de Carlos, dándose por perdida; martirizaba sus ojos y ajaba su hermosura, y Carlos cada día más desapasionado. ¡Ah, qué se les pudiera decir ahora a los hombres, infamando a Carlos de engañador, de falso y mal caballero!, ¡y qué le pudiera afear a Octavia su flaqueza, para que las damas, viendo reprender a Octavia, mirasen lo que habían de hacer!, mas este desengaño se lo está diciendo por mí. Fíense, fíense, que al cabo se hallarán como Octavia se halló: sin esposo, sin honor y aún sin amante, que Carlos aun de serlo estaba arrepentido. Carlos no alcanzaba, y se desesperaba. Carlos alcanzó, y se arrepiente. Y es lo peor que este Carlos debió de procurar muchos Carlos, que aunque en todos tiempos los ha habido, y hoy lo son todos y todas son Octavias, y ni ellos se arrepienten de serlo, ni ellas tampoco, cayendo cada día en los mismos hoyos que cayeron los pasados. Ya, en fin, Carlos, cansado de Octavia, no le parecía tan hermosa, ni le agradaba su asistencia, ni le descuidaba su cuidado; y como naturalmente se enfadaba de ella, todo le enfadaba; la asistencia era poca, los cariños eran menos. Ya se descuidaba del ordinario sustento, y si le pedía, ponía ceño; de manera que Octavia se halló en el estado de aborrecida, sin saber cómo. Y si bien conocía que los lazos que en otro tiempo tenían preso a su desconocido dueño ya los ponderaba dogales para el cuello, disimulaba cuanto podía, por no acabar de perderle. ¡Ah, desdichadas mujeres, que el mismo martirio conserváis por no perderle! ¡Dichosas muchas veces las que libres de tal mal conserváis la vida en quietud, sin estar agradando un tirano, que cuando más propio le tenéis más perdido! Finalmente, Carlos aborreció a Octavia, y estaba tan cansado de ella, que se pasaban los dos y los tres días que no la veía, y si la veía, era a fuerza y con poco asiento. Y de todo tenía la culpa su padre, que no la tenía de todo punto, porque aunque eran ya estos amores tan públicos que ni nadie ni él los ignoraba, y le reprendía como padre, y pudiera por esta parte no acudir a ellos, no era tan a menudo que le estorbasen lo que él mismo, con el poco gusto que tenía, se estorbaba. Sucedió, pues (que cuando las desdichas han de venir no faltan acasos que alienten), que en Novara murió un caballero, amigo del senador, padre de Carlos, y le dejó por testamentario y tutor de una sola hija que tenía, llamada Camila, de edad de veinte años, medianamente hermosa y sumamente rica, si bien la mayor riqueza de Camila era la virtud, que sobre honesta y santa criatura, el entendimiento y demás gracias era grande. Pues como el senador vio la ocasión, aplicó luego tal joya para su hijo, y como lo pensó lo quiso efectuar, y llamándole a solas, se lo comunicó, engrandeciendo las partes de Camila y el acierto que en que fuese su esposa se hacía, añadiendo a esto afearle el amistad de Octavia y diciéndole lo mal que parecía en Milán, aun que la estimase por amiga, cuanto y más tomarla por mujer; pues una mujer que se había rendido a él, ¿qué confianza podía tener que no se rindiese a otro?, y que la hermosura de todos era apetecida. Añadiendo a esto que si no ponía remedio en ello, dotándola para que se casase o entrase religiosa, admitiendo la esposa que le proponía, que con la potestad que tenía de juez haría en ella un ejemplar castigo, haciéndola desterrar de Milán públicamente por inquietadora de su casa. Que como Carlos ya no amaba a la desdichada Octavia, dando las disculpas a su padre convenientes, y asegurándole pondría en orden su vida, y haciendo que Octavia se entrase en un convento, aceptó el casamiento de Camila, aficionándose, como mudable, de la nueva dama que esperaba tener por suya. Y porque Octavia no le impidiese mediante la palabra que delante de testigos le había dado, añadió un engaño a otro. Fue a ver a Octavia, fingiéndose muy triste. Y la triste dama, como le quería y siempre estaban colgados sus ojos de su semblante, y le vio algunas ternezas en ellos, o falsedades, por no mentir, y dar algunos congojosos suspiros, sintiendo más su pena que él mismo, empezó a temer, y más viendo que Carlos, sin rogárselo, como muchas veces le había sucedido, porque después que la había aborrecido, si no era a fuerza de lágrimas, no podía alcanzar tal favor, se desnudó y puso en el lecho, haciendo ella lo mismo, para que en aquel amoroso potro confesase, apretado de los lazos que le pusiese al cuello, que no era menester apretarle mucho, porque él tenía voluntad de decirlo, pues de industria se mostraba tan penado. Al fin, con amorosas caricias, le dijo: —No sé qué me tema, ¡oh Carlos!, señor mío, de lo que veo en ti esta noche. Tus suspiros en el pecho, y lágrimas en los ojos, y que no partas conmigo la pena que causa esta novedad, a la cuenta, que yo soy quien te la da. Y si es así, cree que será con ignorancia, y no de malicia. Y entender lo contrario será en ti falta de conocimiento, y aun de voluntad. Porque si de mí entendiera que podía, ni aun con el pensamiento, ofenderte, antes que tú llegaras a saber mi delito, me le castigara yo quitándome la vida. Y supuesto esto, si quieres que yo más justamente te ayude a sentir lo que sientes, comunica conmigo tu pena y sácame de tanta confusión, que me tienes ahogada en temores y sepultada en sospechas. No aguardaba más el engañoso Carlos, y así, fingiendo mayores ahogos y más apretados sentimientos, le respondió: —Mucho me pesa, Octavia mía, que juzgues que es mi pena por desaciertos tuyos, que si alguna cosa me obliga a adorarte y estimarte, es tu cordura y honestidad, pues con ser tu hermosura tanta, es más que tú hermosa, pues si ella me enamoró, tus virtudes me cautivaron, y cree que aunque eres tú la causa de mi sentimiento, no eres tú, supuesto que no tienes más culpa en ella más de ser desgraciada y no haber nacido rica, ocasión para que mi padre te aborrezca y yo no me atreva a decirle que eres mi esposa. Y para no darte la purga en taza penada, sino que la bebas de una vez, mi padre ha sabido de hecho todos nuestros amores y la asistencia que tengo en tu casa, la continuación con que te asisto, y rematadamente le han dicho que me quiero casar contigo, que le gasto la hacienda y otras cosas en que se adelantó la lengua traidora que se lo dijo; que a saber yo de quién era, la hubiera sacado del lugar donde está. Él está como padre enojado, y como juez airado, y como viejo avaro sin paciencia ha jurado te ha de prender, y por inquietadora de la ciudad y de su hijo, desterrarte públicamente, añadiendo que hará buscar a tu hermano, cuando esto no baste, y le obligará con decirle tus flaquezas a que te dé el merecido castigo. No me atreví, según le veía, [a] declararle la verdad, ni tampoco a casarme luego, por no agravar más el caso, ni ocasionarle a más cólera; porque si ahora, en duda, es su ira tanta, ¿qué será si lo tuviese por verdad? Tengo por sin duda que a entrambos nos quitara la vida. Ésta es mi confusión y tristeza, porque sé cuán apriesa se ejecutará lo que ha dicho. Aquí estoy contigo, y te tengo en mis brazos, y te estoy llorando ausente y desterrada, con tanta afrenta, o en poder de la ira de tu hermano, adonde corra riesgo tu vida y la mía. Ahora que lo sabes, mira si con tu divino entendimiento hallas salida a tantas desdichas como se nos aparejan; pues claro es que, pasándolas tú, son tan mías como tuyas. En gran espacio no pudo responder Octavia a Carlos, temiendo como flaca mujer el daño que se le amenazaba, no sospechando de Carlos cautela ninguna, viéndole con tan tiernos sentimientos. Mas, cobrándose de la pasión que tenía, le respondió, desperdiciando hermosas perlas: —¡Ay, Carlos, y qué de días ha que ha temido y teme esto mi triste corazón! Y cuando te rogaba con tantas ansias que me hicieras de todo punto dichosa, no era por temer que me habías de faltar a la palabra dada, sino por escapar de esta tempestad con honor, y tú sentías que era desconfianza de tu amor; que si estuvieras casado conmigo, a lo hecho ¿qué podía hacer tu padre? Pues no aventuraba a perder más de los bienes de fortuna, que en lo demás no le debo nada. Pedirte en el riesgo que lo hagas es excusado, que el que no lo hizo en la bonanza de la paz, menos lo hará en la tempestad de la guerra. Y así, no trato de nada más de huir de la fortuna que me amenaza, fiada en que harás como cristiano y como caballero. Mira tú dónde será bien esconderme del rigor de tu padre, si será a propósito salirme de Milán por algunos meses o ocultarme en casa de algún deudo mío. —No, Octavia mía, no —dijo el cauteloso Carlos—; salirte de la ciudad es muy a costa mía, que no podrán mis ojos, enseñados a mirar tu belleza, vivir sin ella. Pues en casa de ningún pariente, tampoco; porque yo no he de dejar de entrarte a ver, y dos veces que sea notado de las espías que me ha de poner mi padre, no hallándote a ti, cuando te busque, has de correr el mismo peligro. Lo que a mí me parece más a propósito es entrarte en un convento, y que lleves a él tu hacienda y criadas, y te estés allí algunos meses, en tanto que a mi padre se le pasa la ira, que viéndote a ti en clausura, y a mí, que todo no le durará mucho, que al fin es padre y hará como tal; que cuando yo te saque de él para mi esposa, podrá ser estén las cosas de otra manera. Allí te veré todos los días, y te iré dando joyas y dineros, para que, pues la codicia de mi padre es tanta, pues a ti la riqueza de tu hermosura te bastara, tengas con qué hartarla y satisfacerla. Concedió Octavia en lo que ordenó Carlos, y no fue mucho que la engañara, según él lo sabía ponderar, haciéndola mil caricias y prometiéndole de nuevo ser su esposo. Y despidiéndose de sus brazos con caudalosos ríos que vertían sus ojos. Llegó el día; con él se dispuso todo; de suerte que antes de la noche ya Octavia estaba en el convento y Carlos libre de su embarazo, que avisando a su padre como ya Octavia estaba en religión, se efectuó el casamiento con Camila, partiéndose el senador mismo a Novara por ella. Más de un mes se pasó en disponer las cosas para la boda, visitando en este tiempo cada día a Octavia con tantas finezas y agasajos, que como la dama había visto en él tantos despegos desde que la había aborrecido, y ahora le juzgaba tan amante, daba por bien empleada su reclusión. Regalábala mucho, y dábale joyas de valor, que ella tomaba creyendo que era para la causa que le había dicho, que era aumentar su dote; mas Carlos iba con otra intención, porque como no se había de casar con ella, quería con aquello satisfacer a su obligación, porque cuando Octavia supiese que se había casado, no lo sintiese tanto, viéndose rica para tomar otro estado, imaginando que con el oro doraría la falta de su fama. ¡Quién hiciera esta traición sino un hombre! Mas quiero callar, que el mismo suceso dice más que yo puedo decir. Llegó el día deseado de Carlos, ya nuevamente enamorado de Camila, que aunque no muy hermosa, el trato y ser ropa nueva le hacía de apetecerla. Tenía Camila la belleza que ha de tener la propia mujer, pues más en las virtudes que en la hermosura ha de florecer; demás que no era tan fea, que pudiera por esto ser aborrecida, y cuando lo fuera, la hiciera hermosa más de cincuenta mil ducados que tenía de dote, y deseaba ya Carlos verse dueño de todo. Desposóse y velóse Carlos con mucho gusto y grandes fiestas, olvidando de todo punto la obligación de Octavia. Pasado dos o tres días, que en las ocupaciones dichas entretenido, ya más moderados los alientos de desear, con haber gozado de su esposa y tenerla ya, como a suya, menos apetecida, como dijo un galán, que otro día después de haberse casado estaba triste, preguntándole si estaba arrepentido, respondió: «¿Pues quién ignora que no fuera casamiento si no lo estuviera?» En fin, como digo, acordóse Carlos de Octavia, y que era fuerza desengañarla, porque él no pensaba más verla. La escribió un papel que decía así: «Cuando las aventuras no están otorgadas del Cielo, ni sirve desearlas, ni pretenderlas. La de que fueses, hermosísima Octavia, mía y yo tuyo, se ve que no lo estaba, pues permitió otra cosa. Sabe Dios lo que siento el desengañarte; mas, pues no puede ser menos, mayor crueldad será tenerte engañada que haberte trocado por otra. Mi padre me ha casado con una señora, de la calidad y nobleza que sabrás que alcanza mi esposa Camila, de más de haber juntado a mi hacienda cincuenta mil ducados, de que soy hoy dueño, y tú, si quisieres también serlo; pues todo estará a tu voluntad, si quieres usar de ella, como de tu entendimiento espero. Ya no sirven lágrimas ni desesperaciones, porque lo hecho no tiene remedio; el tuyo deseo, como quien te ha querido tanto. Y así, te suplico pongas la mira en el estado que gustas elegir; y es cierto que, por mi gusto, el de religiosa, te suplico que admitas, y te ayudaré con mi persona y hacienda, y excusarásme con esto la pena que recibiré en ver la belleza que ha sido mía en poder de otro dueño.» Había pasado los días que Carlos había faltado Octavia muy penada, no pudiendo imaginar la causa, y más no atreviéndose a enviar a saber de Carlos, por el peligro que temía, que como recibió el papel, bien asustada le abrió y leyó, y viendo en él la sentencia de su muerte en la burlada fe de Carlos, se cayó amortecida, que, por remedios que se le hicieron, no volvió en sí muchas horas. Y ya que fue restaurada en su sentido, no lo fue en su sentimiento, porque hacía cosas como mujer loca, y sin duda se quitara la vida, si las criadas y religiosas la dejaran sola: tan aborrecida la tenía. En fin, algo más quieta, de allí a dos días despachó a Nápoles un propio con una carta a su hermano, diciéndole en ella que sin temor de ningún peligro se viniese luego a Milán, que tenía necesidad de él para cosas tocantes a su honor, avisándole dónde estaba, para que se viniese allí derecho. Leída la carta por don Juan, al punto se puso en camino. Licencia me daréis, señores, para que me admire en este desengaño en que pondero los engaños de los hombres de la ira de una mujer; mas también me la darán estos mismos para conocer que de las cautelas de los hombres nacen las iras de las mujeres, y que por una que procura venganza, hay mil que no la toman de sí misma; que yo aseguro que si todas vengaran las ofensas que reciben, como Octavia hizo, no hubiera tantas burladas y ofendidas. Mas hay tantas mujeres de tan común estilo, que la venganza que toman es, si las engaña uno, engañarse ellas con otro, con que dan lugar a aquel que pudiera temer ultraje y salga de cualquiera obligación. ¡Oh, qué mal tiempo que alcanzamos, donde tienen por venganza la deshonestidad y el vicio! ¡Cuánto más acierto fuera que a la que le faltan manos para vengarse, dejarle al Cielo su causa, que él volverá por ella! ¡Ay, hombres, y cómo sois causa de tantos males! Porque ya no hallados con las comunes, buscáis y solicitáis las recatadas y recogidas, y si las vencéis, las dais ocasión, o para que sean tan comunes como las demás, o que hagan lo que Octavia hizo. No se dejara vencer Octavia si Carlos no la combatiera a todo riesgo; no se engañara Octavia si Carlos la desengañara; ni Octavia buscara venganza si no la burla Carlos. Pues tenga Octavia ira, y pague Carlos tan mal trato, que todo lo merece, pues no faltando en Milán mujeres sin obligaciones con quien pudiera entretenerse, se puso a solicitar, vencer y engañar la que las tenía. Paréceme que este desengaño tanto es para los hombres como para las mujeres. Pero quédese aquí, que me parece que ya don Juan ha venido, y hay mucho que decir. Llegó don Juan al convento donde estaba su hermana, y después de los recibimientos de ausencia tan larga, que ella aplaudió con lágrimas, le preguntó la causa de estar allí, y no en su casa, como la había dejado, a que satisfizo Octavia contando su desdicha y metiéndole el papel de Carlos en las manos, pidiéndole de más a más venganza de sus agravios. Ya he dicho la inclinación de don Juan, más ajustada a travesuras y desgarros que a prudencia; mas en esta ocasión pareció que degeneró algo de su mismo ser, porque reportando el furor que tal suceso era fuerza le causase, con palabras entre airadas y cariñosas, respondió a su hermana que tratase, pues había sido loca y liviana, de tomar el hábito y ser religiosa, pues no había otro remedio, si no quería perder la vida a sus manos; que lo demás lo dejase a él, que no se quedaría Carlos alabando de la burla. Y luego trató por medios de amigos y deudos de su padre, y de joyas de valor que le dio su hermana, pues ya no las había menester, porque otro día tomó el hábito de religiosa, de ajustar la muerte que había hecho, por lo que se ausentó de Milán; que habiendo dineros y favores, no fue dificultoso, de manera que antes de un mes se vio libre, paseando por la ciudad. No se aseguró mucho Carlos cuando supo la repentina venida de don Juan, y más viéndole libre, y más sabiendo que Octavia era ya monja, que por medio de algunos amigos había procurado aquietarla, ofreciéndole lo que hubiese menester para el nuevo estado; mas Octavia jamás se dejó ver de ninguno, con que Carlos quedó menos seguro. Mas como veía a don Juan con el descuido que andaba, y que le hablaba y trataba con familiaridad de amigo, se sosegó más, aunque no de traer siempre dos pistolas en las faltriqueras, y los criados que andaban con él de la misma suerte. Mas parecíale que Octavia no le debía de haber dicho nada, fiándose en el amor que le tenía. Él pensaba esto, y don Juan, su venganza, que si la tomara, como era razón, en quien le había hecho el agravio, nadie le culpara; mas vengóse de la culpa de Carlos en quien no tenía culpa, de suerte que hasta en la satisfacción del honor de su hermana siguió sus traviesas inclinaciones, y así, pensó una traición que sólo se pudiera hallar en un bajo y común hombre, y no de la calidad que don Juan era. Y fue que propuso quitarle a Carlos el honor con Camila, como él se le había quitado a él con Octavia. ¡Miren qué culpa tenía la inocente! ¡Será para vengarse en ella de su marido!, pues si Octavia quedó burlada de Carlos, ya Octavia no estaba sin culpa, pues se dejó vencer del amor de Carlos, fiada sólo de una palabra falsa que le dio. Mas Camila honesta, Camila cuerda, Camila recogida y no tratando sino de servir a su marido, ¿se quiere vengar de Camila? ¡Oh, pobre dama, y cómo tú sola pagarás los yerros de Octavia, los engaños de Carlos y las traiciones de don Juan! Ya he dicho el uso y costumbre de aquellos reinos, que son los festines, que un día se celebran en unas casas y otros en otras, y que es permitido a las damas casadas y doncellas, y aun a las viudas, a ir a ellos, y a los caballeros, con máscaras y sin ellas, entrar, y sacar a danzar la dama que les parece, y en los asientos, si caían junto a ellas, hablarlas, y ellas no extrañar el gracejar con ellos. Pues como Camila era recién casada, si bien su condición no era de las más esparcidas, a petición de parientas y amigas y a ruego de su esposo, iba a muchos o a todos. Y don Juan, que no se descuidaba, avisado de los que podía ver a Camila, entraba en ellos con galas y trajes costosos, que para todo había en lo que Carlos había dado a Octavia, luciendo en él más que en otro, por tener gallardo talle y buen rostro, no faltándole lo entendido y airoso. ¡Así se supiera aprovechar para obrar bien de ello! Empezó a enamorar a Camila con aquello de lo rendido, afectuoso y tierno, acreditándose de amante con suspiros y elevaciones, de que saben muy bien los señores hombres el arancel, que para tales engaños son muy diestros. Y la vez que podía tomar lugar donde pudiese hablar a Camila, celebraba su talle y hermosura, engrandeciendo la dicha de haber merecido verla, y la que no podía ser; esto le causaba a danzar, y en tal ocasión la requebraba y galanteaba. No le respondía Camila palabra, gustando más de acreditarse de necia que de deshonesta, si bien no se atrevía a negar el salir a danzar, porque no la calificasen por melindrosa; lo que hacía era excusarse de ir a ellos la vez que sin nota podía hacerlo. Mas cuando los ruegos de las amigas y parientas pasan a importunación, y por este caso a mandárselo su esposo, era fuerza no negarse a ellos, y de esta suerte vino don Juan en varias ocasiones a ponerle en la mano cuatro o seis papeles, bien notados y no mal escritos, que la dama recibió, no por gusto, sino por no dar nota, de los cuales no se puede decir lo que contenían, porque la discreta Camila, por lo dicho, los recibía, no los leía, antes sin abrirlos los hacía pedazos, y al último, ya cansada, le reprendió de su atrevimiento con palabras severas y crueles amenazas. Y viendo que no era posible que se quietase, desistiendo de tal locura, se excusó de todo punto de ellos y aun de salir de su casa, si no era que fuese con ella Carlos, a quien no dio cuenta del caso, por excusarle el riesgo. Pues viendo el mal aconsejado don Juan que por vía de amor no podía salir con su intención, mudó de intento, y procuró con engaño aprovecharse de la fuerza, y consiguiólo del modo que ahora diré. Un día que supo que Carlos era ido a caza con sus criados y algunos amigos, se vistió un vestido de los mejores que tenía su hermana, y tocándose y componiéndose de suerte que pudiese parecer mujer, se entró, cubierto con su manto, en una silla, y se hizo llevar a casa de Camila, llevando consigo dos amigos de su parcialidad, que le hiciesen resguardo. Y llegando a la puerta del cuarto en que la dama vivía, bajo y distinto del del senador, que posaba, preguntó por ella, diciendo la quería hablar para un negocio de importancia. Le respondió una criada, que estaba en otro cuarto de la misma casa, a visitar una amiga que vivía en él. A lo que replicó don Juan le dijesen que estaba allí una señora principal, que necesitaba de hablarla para un caso de mucho riesgo. Si bien rehusó la criada, lo hubo de hacer, y dicho el tal recado a Camila, respondió que estaba en visita, y que sería descortesía dejarla; que volviese otro día. A lo que replicó don Juan que no sufría dilación su necesidad, que aquella señora con quien estaba daría licencia, que ella sería breve y se podría volver; que convencida Camila de esto y de los ruegos de la amiga con quien estaba, pasó a su casa, y viendo la dama que tenía echado el manto en el rostro, pareciéndole de calidad en el traje, y que era recato necesario tener cubierta la cara, creyendo ser su venida a pedirle favor para con su suegro, sin reparar en más, la tomó por la mano y se fue a sentar con ella en el estrado, a lo cual el engañoso don Juan le dijo que se sirviese de oírla en parte más oculta, para que supiese a lo que venía, que era caso de honor, y le pudiese descubrir el rostro; que visto esto, Camila se entró con ella hasta la cuadra donde tenía la cama, y sentadas en el estrado que estaba delante, así como don Juan vio sentada a Camila, se levantó y cerró la puerta con la misma llave que estaba en la cerradura, y sacando una daga, le dijo: —A la primera voz que des, Camila, te tengo de esconder ésta en el pecho, y los que quedan allá fuera, a tus criadas, que bien sé que hombres no los hay en casa, que son idos a caza con Carlos, tu traidor esposo. Mírame y conóceme por don Juan de tal (pase así por no nombrarle, que es muy conocido), no el que te enamoraba como tú juzgabas, cuando te hablaba y escribía en los festines, sino el que deseaba vencerte, para que, publicando tu flaqueza, quedara vengada mi desdichada hermana Octavia, a quien Carlos, tu marido, burló y deshonró debajo de la palabra de esposo, que faltó por casarse contigo, y con su afrenta vengarme de la mía, y después matalle. Mas pues fue tan dichoso que tiene mujer que sabe guardar su honor, que no mi liviana hermana el mío, haga la fuerza lo que no ha podido la astucia. Que como esto dijo, teniéndole la daga puesta al pecho, tan junta, que aún matizó la punta con la inocente sangre de la desdichada dama, que medio muerta del temor de ver la muerte tan cerca y de lo que estaba escuchando, conociendo a su traidor amante, que ya tenía el rostro descubierto, no tuvo fuerzas para defenderse, y si lo hiciera, estaba ya tan resuelto y vencido del demonio, que la matara. Cumplió don Juan su infame deseo, y viendo que Camila se había desmayado, la dejó, y abriendo la puerta, salió, no cubierto, como entró, sino echado el manto atrás, diciendo: —Decidle a Carlos, vuestro dueño que cómo, habiendo burlado a Octavia y deshonrádome a mí, no vivía con más cuidado; que ya yo me he vengado quitándole el honor con su mujer, como él me le quitó a mí con mi hermana; que yo soy don Juan hermano de Octavia; que ahora, que se guarde de mí, porque aún me falta tomar venganza en su vida, ya que la tengo en su honor. Y como dijo esto, sin atreverse las criadas a hablar, por verle la daga y una pistola en las manos, se entró en la silla, y a los lados los dos que venían con él. Caminaron a un convento de religiosos descalzos, donde se ocultaron. Acudieron las criadas a su señora, y halláranla mal compuesta y sin sentido; y corriendo sangre del piquete que la daga del traidor don Juan le había hecho en los pechos. Empezaron a dar voces, a las cuales acudió el amiga que vivía en casa, que el senador no estaba en ella; que, sabido el caso, haciéndola remedios, volvió en sí, tan desconsolada y llorosa, que daba lástima a quien la miraba. Y no hallándose segura, aunque sin culpa, por no haber avisado a Carlos de la pretensión del traidor don Juan y dádole los papeles que le había escrito, de la ira de su esposo, aconsejada de la amiga y criadas, todas mujeres sin ánimo, antes que Carlos y el senador viniesen, tomó algunos dineros y joyas que fuesen bastantes alimentarla algunos meses y una criada de las que tenía y se fue a un convento, debiéndole en esto más la vida que la inocencia, porque encubrírselo a Carlos era imposible, por cuanto el infame don Juan, como no lo había hecho con otro fin que deshonrar a Carlos, lo iba publicando a voces por la casa y la calle. Vino Carlos de su desdichada caza, y halló en su cuarto a su padre haciendo extremos de loco, que sabiendo ser la causa el desdichado suceso de su casa, quedó peor que su padre, si bien el viejo senador hablaba y decía dos mil dislates; mas Carlos callaba, como el que tenía la culpa y la pena en haberse asegurado de la disimulación de don Juan, culpando a Camila de lo que ella, por excusarle algún riesgo, había callado. Divulgóse el caso por la ciudad, andando en opiniones la opinión de Camila. Unos decían que no quedaba Carlos con honor si no la mataba; otros, que sería mal hecho, supuesto que la dama no tenía culpa, y cada uno apoyaba su parecer. Más de un año estuvo Camila en el convento y Carlos sin salir de su casa, si bien traía espías para saber si don Juan estaba en la ciudad; mas él se debió poner en tal parte, que era excusado el buscarle. Y si bien todos los que le visitaban le consolaban con la poca culpa de su esposa, y su padre hacía lo mismo, ya más reportado por no perderle; mas Carlos no tenía consuelo. Visitó el senador a Camila en el convento, y este día fue de juicio, según las lástimas que la dama hizo con él, que, asegurado de su inocencia, y viendo la disculpa que daba de no haber avisado a su esposo de la pretensión de don Juan, pareciéndole sería su recato y retiro y aspereza bastantes defensas, y no poner a Carlos en ocasión de perderse, trató con Carlos que hiciese vida con su mujer, pues por parte de ella no había sido su agravio, y metiéndose de por medio el Gobernador y toda la nobleza de Milán, lo aceptó y Camila salió del convento, bien temerosa, aunque no culpada, y se vino a su casa tan honestamente vestida, que en lo que vivió no se puso más galas que las que sacó del convento, que era un hábito de picote. Pareció delante de Carlos con tanta vergüenza, que apenas alzó los ojos a mirarle, y él la recibió tan severo, que no dio indicios de seguridad ninguna. Desconsuelo bien grande para Camila, y más cuando vio que Carlos no consintió que comiese ni durmiese con él, ni hablaba con ella más de para lo que no se podía excusar, con que Camila vivía mártir, sus ojos continuamente no enjutos de lágrimas, y como quien no tenía segura la vida; confesaba muy a menudo en su oratorio, sin salir más a ver ni a ser vista de nadie, ni Carlos lo consintiera. De esta suerte y con esta vida bien arrepentida de haber salido del convento, vivió poco más de un año, al cabo del cual reinó en Carlos el demonio, y la dio un veneno para matarla; mas no le sucedió así, porque debía de querer Dios que esta desdichada y santa señora padeciese más martirios para darle en el cielo el premio de ellos. Y fue el caso que no la quitó el veneno luego la vida, mas hinchóse toda con tanta monstruosidad, que sus brazos y piernas parecían unas gordísimas columnas, y el vientre se apartaba una gran vara de la cintura; sólo el rostro no tenía hinchado. Nunca se levantaba de la cama, y en ella estaba como un apóstol, diciendo mil ejemplos y dando buenos consejos a sus criadas. De esta suerte vivió seis meses, al cabo de los cuales, estando sola en su cama, oyó una voz que decía: «Camila, ya es llegada tu hora.» Dio gracias a Dios porque la quería sacar de tan penosa vida; recibió sus sacramentos, y otro día en la noche murió, para vivir eternamente. Enterrada Camila, con gran pesar de su muerte en todos los que conocían su virtud, Carlos, tomando dineros y otras joyas de valor, sin dar parte a nadie, ni a su padre, ni llevar consigo ningún criado, se desapareció una noche, con que dio a su padre bien desconsolada vejez, porque no tenía otro hijo ni hija; tanto, que le obligó a casarse, por tenerlos. Sospechóse que Carlos había partido a buscar a su enemigo don Juan, si acaso supo parte segura donde estaba, mas de ninguno de los dos se supo jamás nueva ninguna. Octavia profesó, siendo la más dichosa, pues trocó por el verdadero Esposo el falso y traidor que la engañó y dejó burlada. Este caso me refirió quien le vio por sus ojos, y que no ha muchos años que sucedió me afirmó por muy cierto. Y más os digo, que no se ha disimulado en él más que la patria y nombres, porque aún viven algunas de las partes en él citadas, como son Octavia y el senador padre de Carlos, casado y con hijos que ha tenido de su segundo matrimonio, porque de don Juan y Carlos no se supo qué se hicieron. No tengo que decir a las damas otro desengaño mayor que haber oído el que he contado, mas de que ni las culpadas ni las sin culpa están seguras de la desdicha, que a todas se extiende su jurisdicción; y si esta desdicha la causan los engaños de los hombres o su flaqueza, ellas mismas lo podrán decir, que yo, como he dicho, si hasta ahora no conozco los engaños, mal podré avisar con los desengaños. Congojada y sonrosada acabó la hermosa Lisarda el pasado suceso, no por faltarle caudal a su entendimiento, que le sobraba para mayores desempeños, por ir huyendo de culpar de todo punto a los hombres en las desdichas que suceden a las mujeres, por no enojar a don Juan, el cual, por no alentar, la dijo: —Cierto, bellísima Lisarda, que habéis tenido tanta gracia y donaire, tanto en el desengaño que habéis dicho, como en las reprensiones que a las damas y caballeros habéis dado, que se puede desear, sin tenerle por mal, que digáis mal y tenerlo todos por favor. —Lo cierto es —dijo doña Isabel— que si como es éste sarao entretenido fuera certamen, la hermosa Lisarda merecía el premio. Más de mi voto digo que soy del parecer de Carlos, que no dejó Camila de tener alguna culpa en callarle a Carlos la pretensión de don Juan a los principios, que con eso se avisara Carlos, que sabía el agravio de su hermana. —Eso fuera —replicó Lisis— si Camila supiera el amor de Carlos y Octavia; pues aunque se murmuraba en la ciudad, Camila, como forastera, no lo sabría, y no sé qué mujer hubiera en el mundo tan necia que se atreva a decirle a su marido que ningún galán la pretende, pues se pueden seguir de eso muchos riesgos, y el mayor es si está un hombre seguro de celos, despertarle para que los tenga y no viva seguro de su mujer, supuesto que la fineza del amor es la confianza; que aunque algunos ignorantes dicen que no es sino los celos, lo tengo por engaño, que el celoso, no porque ama más guarda la dama, sino por temor de perderla, envidioso de que lo que es suyo ande en venta para ser de otro, y así, no mató a Camila eso, que siento que hizo como cuerda y honesta, pareciéndole, como lo hiciera si el falso don Juan no buscara aquella invención diabólica para su venganza, que su resistencia y recato la libraran del deshonesto amor de don Juan. No la mató, como digo, sino la crueldad de Carlos, que como se cansó de Octavia, siendo hermosa y no teniéndola por propia, hastío que empalaga a muchos o a todos, también le cansaría Camila, y para eso mejor fuera dejarla en el convento o divorciarse de ella, y no, después de haberle dado tan triste vida, quitársela. El desengaño le da y le dará a muchas, pues, como dice el señor don Juan, mi prima Lisarda ha dado a todos documentos tan cuerdos, que por ello le doy las gracias. Con esto que dijo la hermosa Lisis cesaron de ventilar la culpa y disculpa de Camila, dando lugar a la linda doña Isabel, que, acompañando a los músicos, cantaron este romance: «¿Adónde vas, dueño mío, que aquesos pasos que das es dar heridas al alma, con que la dejas mortal. Si eres tú mi propia vida, ¿cómo es posible que vas a ser mi propio cuchillo, sin mirar que es impiedad? ¡Cómo viviré sin ti! Dime, ¿quién alegrará mis ojos, cuando, sin verte, llenos de penas están? ¿Qué días serán los míos llegando a considerar ajena toda la aldea de tu suprema deidad? Pues las noches, ¡ay de mí!, ampárame, voluntad, que sólo en su valentía tiene defensa mi mal. Deténte, mi amado dueño; mas no me quiero quejar, que no quiero detenerte, si con tu gusto te vas. Mas, con todo, tu partida muy apriesa es, bueno está; si te vas, vete despacio; deténte y un poquito más. Dame un día más de vida. ¡Ay, ojos, cuáles estáis! Pero si os falta la luz, gozad de la obscuridad.» Esto cantaba un amante a su dueño, que se va, si no a perderle, a dejarle, que todo viene a ser mal… Pues, de todas suertes, queda con un dolor inmortal, siendo su vista su vida, y su muerte lo demás. Y así cantaba, llorando: «¿Dónde vas? Mira que cada paso es un puñal, con que a mi triste vida muerte das.» *FIN*
Zayas, María de
España
1590-1661
Tarde llega el desengaño
Cuento
En Hungría, por muerte del rey Ladislao, entró a gozar la corona un hijo suyo, llamado asimismo Ladislao como el padre (que entonces venía el reino de padres a hijos, no como ahora, por votos de los potentados). Era Ladislao príncipe generoso, gallardo, de afable condición y bien entendido, y de todas maneras amable. Y así, desde que entró a reinar, fue muy querido de sus vasallos, que, amándole príncipe, no lo olvidaron rey. Sólo en el caso que voy contando fue notado de fácil. (Mas hay lances, aunque mentirosos, con tantas apariencias de verdad, y más si los apoyan celos, que tienen más disculpa que castigo.) Siendo forzoso el tomar estado para dar herederos a su reino, pidió por esposa, al rey de Inglaterra, a la bellísima infanta Beatriz, su hija, que era de las más perfectísimas damas, en hermosura, entendimiento, virtud y santidad, que en todos aquellos reinos se hallaba en aquella sazón. Pues siéndole concedida esposa, y hechos los conciertos y puesto en orden lo necesario, mandó el rey que fuese por la reina al infante Federico, su hermano, mozo galán y discreto. No cansemos con esto a los oyentes, pues se dice todo con decir que con ser Ladislao tan perfecto, había opiniones de que con Federico había sido más pródiga la naturaleza, aunque lo desdoraba con ser tan inclinado a los engaños y travesuras con que los mozos oscurecen la virtud, y que pasan por achaques de la mocedad. Era Federico un año menos que el rey, y tan amado de él, que muchas veces estuvo determinado (si no fuera por la importunación de sus vasallos) a no casarse, porque quedara, después de sus días, Federico rey. Puesto en ejecución el viaje, y conseguido con próspero suceso, fue recibido Federico en Inglaterra con el contento y aplauso que era justo un hermano de Ladislao. Aplazadas muy solemnes fiestas para cuando, en virtud de los poderes del rey su hermano, había de dar la mano a la hermosa infanta, la cual, hasta este día, que fue al segundo que llegó Federico, no se había dejado ver, por su grande honestidad. Llegó el ya señalado en que se habían de efectuar los desposorios, que cuando a los ojos de Federico se mostró la bella infanta Beatriz, tan adornada de belleza como de ricas galas, al punto que puso en ella los ojos, quedó sin vida; poco digo: sin potencias; no es nada: sin sentidos. Levantémoslo más: quedó sin alma; porque todo lo rindió y humilló a la vista de tal hermosura. Fue de suerte que, a no serle a la infanta dificultoso de creer que en un hermano de su esposo pudiera tener lugar tal locura, en su turbación conociera el achaque de que había enfermado con su vista. Diole la mano, en fin, Federico, en nombre de su hermano, quedando celebrado el matrimonio, y en su corazón una mortal basca de ver ya imposible su amor. Y no fue parte para que desistiera de él ver que ya no tenía remedio, ni el considerarla mujer de Ladislao, ni conocer de su honestidad el poco remedio que podía tener su desatinado amor. Y con este desdichado tormento asistió en compañía de los reyes de Inglaterra y de la reina Beatriz, su cuñada, a las fiestas, con tanta tristeza, que daba qué sospechar a cuantos le veían tan melancólico, y más a la reina, que, cuantas veces le miraba, le hallaba divertido en contemplar su hermosura. Y como era bien entendida, no dejó de imaginar la enfermedad de Federico, y sus melancólicos accidentes de qué procedían, y se determinó a no preguntarle la causa, por no oír alguna atrevida respuesta. No era Federico tan fuera de discurso que no consideraba cuán mal cumplía con la obligación de quien era y las que debía a Ladislao, y entre sí se reprendía y decía: «¿Qué locuras son éstas, mal aconsejado príncipe? ¿Es posible que te dejes llevar de tan mal nacidos y infames deseos? No digo yo, cuando no fueras hermano, y tan amado, de Ladislao, sino un vasallo. ¿Es justo que tú imagines en su ofensa, amándole y deseando su esposa? ¡Delito tan abominable y feo, que aun entre bárbaros era para causar escándalos y sediciones, cuanto y más entre príncipes cristianos! ¿En qué me tendrá el mundo? ¿Qué dirá Beatriz, si los unos y los otros llegasen a saber mi locura? ¡No, no; no ha de ser así, mal nacidos deseos! Y os he de vencer, que no tengo de quedar vencido de vosotros.» Con esto le parecía cobrar fuerzas y valor para resistir la violencia de su apetito; mas apenas volvía a mirar la perficionada belleza de la reina, cuando se le volvía a enredar la voluntad entre las doradas hebras de sus cabellos, y tornaba de nuevo a lastimarse, diciendo: «¡Desdichado fue el día en que yo partí de Hungría y entré en Inglaterra! Y más desdichado en el que vi, Beatriz, tu acabada belleza. ¡Oh Ladislao, ya no hermano, sino enemigo! ¿Es posible que he venido, por tu ocasión, a darme a mí la muerte y llevarte a ti mi propia vida? ¿Cómo consentiré que goces el bien que sólo me puede hacer dichoso? ¡Ay, que no sé qué consejo tome, ni qué bando siga, si el de mis abrasados deseos, o el de la razón! Porque si a ellos he de seguir, me aconsejan que te quite la vida, para tenerla; y si a ella, me dice que muera yo, y que vivas tú.» Con esto, estaba tan de veras penado, que parecía a los que han visto visiones de la otra vida. Ya se determinaba descubrir su pasión a la reina, y ya se reducía a morir callando, si bien no le pesara de que ella, entendiéndole por los contingentes del rostro, le saliera al camino preguntándole la causa de su tristeza. Mas, como he dicho, la sabia y honesta señora, no ignorando el intento con que Federico la miraba, excusaba darle motivo para atreverse. De esta suerte pasaron, Federico muriendo, y la reina disimulando, sin darse por entendida, juzgando que el día que Federico se atreviera a perderle el decoro a ella y a su esposo, no cumplía menos que con matarle, lo que debía a su honestidad y grandeza, los días que estuvieron en Inglaterra, y después lo que duró la jornada hasta Hungría, no consintiendo la reina que jamás la dejasen sus damas un punto sola, y así lo tenía ordenado a todas. Llegados a Hungría, y celebradas las bodas de Ladislao y Beatriz con tanta alegría y satisfacción de los dos, pues a la reina le pareció corta la fama en contar los méritos de su esposo, y al rey que no era Beatriz mujer, sino deidad, o espíritu angélico, tal era la virtud, santidad y hermosura de la bella reina, amándose con tanta terneza, que no había más que pedir ni desear. No por ver Federico a su hermano ya en posesión de la que [[le]] había robado el alma cesaron sus libidinosos apetitos y civiles y desordenados deseos; antes, viéndose de todo punto privado del bien, creció con más fuerzas el deseo de alcanzarle; antes, ardiendo en rabiosos celos de ver la terneza con que se amaban, todas las veces que como a hermano, y tan querido, no se le negaba el ver los más recatados amores que el uno con el otro pasaban; los veía juntos, con mortales bascas; no le faltaba más de declararse por palabras, que con las señales del rostro bien claro lo decía. Mas como, en el pensamiento del rey no podía entrar tal malicia, no entendía sino que aquellos desasosegados accidentes le procedían de alguna enfermedad que padecía, y confirmábalo con haberle dicho Federico algunas veces que le había preguntado qué tenía, que había muchos días antes que fuera a Inglaterra, que padecía una mortal melancolía, que cuando le apretaba, le hacía, olvidado de su prudencia, hacer semejantes extremos. Y si bien había tratado, compadecido del mal de su hermano, que famosos médicos le curasen, había sido sin fruto, porque males del alma pocas veces o ninguna se sanan con hacer remedios al cuerpo. No lo sentía así la hermosa reina, que como más acertado médico, había entendido de qué accidentes nacía la enfermedad de Federico, y hallando sin remedio la cura, pedía a Dios le abriese los ojos del entendimiento para que, conocido su error, saliese de él. Muchas veces, rendido a su amorosa pasión, se echaba Federico en la cama, y se sujetaba a que obrase en él la medicina, hallándose tan flaco y rendido, que quisiera que las erradas curas acabaran con su vida. Y otras, con furia desesperada, se levantaba, y, como loco, decía que le mataban. En fin, con vida tan poco sosegada y ánimo tan inquieto, se vino a poner flaco y descolorido, negándose a cuantos gustos y entretenimientos su hermano y los grandes del reino le procuraban, hasta a la compañía de los caballeros mozos que le seguían y ayudaban en sus pasadas travesuras; porque tratarle de gustos ni entretenimientos era darle mil dilatadas muertes. Un año podría haber que estos dos amantes y esposos gozaban las glorias de su amorosa compañía y bien pagado amor, y Federico las penas infernales de vérselas tener, cuando otro príncipe comarcano, deseoso de engrandecer y aumentar su reino y dilatar su señorío con el de Ladislao, y para conseguirlo, le empezó a hacer guerra por los confines de su reino, de suerte que fue fuerza acudir a la defensa de él, porque le destruía todo cuanto podía alcanzar. Pues viendo Ladislao que Federico, por su larga, prolija y no entendida enfermedad, no estaba para asistir a la guerra, dispuso él ir en persona a defender su tierra, de que no le pesó a Federico, fortaleciéndose con algunas esperanzas de remedio, faltando el rey su hermano del lado de su esposa, que estaba ya tal este desventurado amante que, si hallara ocasión para aprovecharse de la fuerza, no lo dejara, ni por la ofensa de Dios, ni de su hermano. ¡Ah, riguroso desacierto de un hombre mal aconsejado con su mismo apetito, que ni miras la justicia divina, ni la ofensa divina y humana! Dispuso Ladislao su partida bien contra la voluntad de la reina, y más cuando supo que a ella y a Federico le quedaba la gobernación del reino, con orden de que el uno sin el otro dispusiesen ninguna cosa, temiendo que en el ausencia del rey no la pusiesen sus atrevimientos en algún cuidado. Mas hubo de obedecer en todo, por no inquietar con nuevos cuidados el corazón de su esposo, ni hacerse sabedora de los de Federico. Juntó el ejército y partió el rey, con gran sentimiento de la hermosa reina; tanto, que en más de un mes no se dejó ver de nadie, ni se despachó negocio ninguno, por no salir en público en la mitad del mar de sus lágrimas, hasta que viendo era ya fuerza acudir al cargo que le quedaba ordenado, salió a comunicar con su traidor cuñado el despacho de las cosas tocantes al reino; mas con tanta honestidad, que apenas se podía hallar en ella causa para tenerla por menos que deidad. Otras veces entraba Federico a consultarle los papeles, con que, si antes estaba perdido, ahora se remató con tanto extremo, que casi se declaraba con palabras equívocas y decía su pasión con señas bien claras, de modo que las damas que asistían siempre a la reina por orden suya, ya conocían de qué causa procedía el mal de Federico y lo platicaban unas con otras, a excusas de la reina. Determinado estaba Federico de descubrir a la reina su amor, y andaba buscando modo para hacerlo, si bien unas veces temía y otras se animaba, y muchas, paseándose por las salas, decía: «¿Es posible que sea mi atrevimiento tan cobarde que tema decir mi pena a la causa de ella? ¿Qué es esto que me acobarda? ¿Qué importa que Beatriz sea honesta? ¿Qué me tiene el que sea virtuosa? ¿Por qué me acobardo en que sea mujer de mi hermano, si tras todo esto es mujer, y puede ser que, por ignorar que ella es la causa de mi mal, no le haya dado el remedio, pues sabemos que las mujeres, en viéndose amadas, aman, y en amando, todo cuanto hay aventuran? ¿Tan poco merezco yo, que no conseguiré que me ame Beatriz? Mas, ¡ay de mí!, ¿cómo me ha de amar, si está adorando en su esposo, y jamás le veo enjutos los ojos en su ausencia? Pues a una mujer que ama otro dueño, ¿no es locura intimarle nuevo amor? Claro está que si a tal me atrevo, airada me ha de dar la muerte; mas ¿qué más muerte que la que padezco? Más rigurosa, por ser dilatada; que ya que se muera, comodidad es morir presto. Mas ya puede ser que me engañe, y yo mismo me quite la gloria, que por el purgatorio que padezco me es debida, pues podría ser que la reina no sintiese tan mal de mi atrevimiento, que es mujer, y siéndolo, todo está dicho. Ánimo, cobarde corazón, y determínate a declarar tu pena; que lo cierto es que, si Beatriz no sabe que la amo, ¿cómo me ha de amar? Si ignora que padezco por su causa, ¿cómo me ha de remediar? Pues si es así, como lo es, y el proverbio moral dice que a los animosos ayuda la fortuna, en ello fío, y con esta confianza declararé a Beatriz mi pasión amorosa, y si muriere por atrevido, más honor será que morir de cobarde. Y si muriere por su gusto, a buenas manos muero.» Con esto, se entró en su aposento, y escribiendo un papel con varios acuerdos que primero tuvo, le puso entre unos memoriales que aquel día había de consultar a la reina, y con ellos fue donde estaba con sus damas, tan turbado, que de verle la reina temblar la voz y los pasos, se asustó, temiendo que Federico se quería declarar con ella. Mas por no darse por entendida, ni temerosa, le recibió con amable y honesto semblante, mandándole sentar, que él lo quisiera excusar, porque en su presencia, mirando la reina los memoriales, no leyera el suyo; mas al fin lo hizo, y después de haber hablado en el ausencia del rey y estado de la guerra y otras cosas de que más gusto podían tener, le dijo Federico (no porque hubiese sucedido, sino por ver qué hallaba en ella): —Cierto, señora, que hoy me han contado un caso que pasa ante la justicia ordinaria de esta corte, que es bien para admirar, y es que dos hermanos que hay en ella amaban una mujer, y el mayor, o por más rico, o más dichoso, la mereció esposa, con que el menor quedó tan desesperado, que viéndose morir, hallando ocasión, por fuerza gozó a su cuñada. Hase sabido, y está preso por ello, y no se atreven a publicar sentencia contra él, porque el marido, que está inocente del hecho, no lo entienda, y no saben qué medio tomar en el caso. —¿Pues qué medio puede haber —respondió la reina— más que castigar al culpado? Pues cuando el marido lo sepa, sabrá que queda vengado su agravio. —¿Pues por amar han de quitar la vida a un triste hombre? —Sí —dijo la reina—; que amar lo ajeno, y más siendo el dueño su hermano, no es delito capaz de perdón. Y ese hombre no amaba, sino apetecía el deleite, ni ofendiera lo que amaba en el honor, y más por fuerza. —No falta quien dice —respondió Federico— que si bien ella sintió la fuerza, ya le pesa de no haber callado, y siente que haya de morir quien la ame. Y bien mirado, es cierto que por amar no merece morir. —Cuando el amor es deshonesto —respondió la reina—, ¿qué privilegio le puede defender del castigo? Y si ese caso pasara por mí, no aguardara yo a que mi esposo ni la justicia vengara mi agravio, que yo por mí misma le vengara. Y así, desde aquí condeno a él y a ella a muerte: a él, por el delito, y a ella, porque no le vengó. Diciendo esto, puso el rostro severo y con alguna ira dijo: —Veamos los memoriales que traéis, Federico, y no se hable más en esto; que ofensas del honor y del marido las aborrezco tanto, que estoy ofendida aun en haber oído que haya mujer que lo consienta, ni hermano tan traidor que lo piense, cuanto y más que lo ejecute. —Los memoriales, señora —dijo Federico—, no son para ahora; con más espacio los podrás ver. Y con esto, no muy contento, se despidió y se fue a su cuarto, maldiciendo la hora y el día en que había visto a Beatriz, la cual, tomando los memoriales, los fue pasando, y el tercero que abrió, vio que decía así: «Federico, infante, a Beatriz, reina de Hungría, pide la vida que por sentencia de su desdicha, en el tribunal de la crueldad, está mandado que la pierda, y sólo se la puede dar la misma causa por quien muere, que es la misma a quien pide la vida. Ya, hermosísima Beatriz (que no te quiero llamar reina, por olvidarme de la ofensa que hago al rey, tu esposo), no puede mi sufrimiento tener mi mal oculto, pues basta un año de silencio; ni es tan poco amada la vida que, sin buscar algún remedio, la deje acabar. Ya que haya de morir, muera sabiendo, tú que muero por tu causa, y por este atrevimiento conocerás la calidad de mi dolor, pues no me deja mirar a quien eres y a quien soy, pues anteponiéndose mi pena a tu decoro, mi atrevimiento a tu honestidad y mi amor a todos los inconvenientes, me fuerza a que publique que tu hermosura es causa de mi muerte. Yo te adoro, ya lo dije. Si no merezco tu perdón, dame castigo, que le sufriré gustoso con saber que muero por ti.» ¿Quién podrá ponderar el enojo y turbación de la reina, habiendo leído el atrevido papel? No hay más que decir de que la turbación sacó a hilos las perlas de sus ojos, y con el enojo, hizo el papel menudos pedazos, que no fue pequeño desacierto, para lo que después le sucedió. En sí misma pensaba qué haría, sin saber determinarse a nada; pues si le mandaba matar, no se aseguraba de la ira de su esposo ni de sus vasallos, pues aún no tenía Hungría otro heredero. Y si le daba al rey cuenta del caso, y más habiendo rompido el papel, no aseguraba su inocencia, pues cuando no se pensase de ella más liviandad que haber hallado en ella causa para el atrevimiento de Federico, bastaba para quedar su honor en opinión, pues era dificultoso de creer que contra su mismo hermano podía haber intentado tal traición; demás que podía Federico fácilmente culpalla por disculparse. Ya le pesaba de no haber guardado el atrevido memorial y ya se satisfacía de haber vengado en él su ira. Y entre todos estos pensamientos, se resolvió a lo mismo que antes, que era a disimular, y que mientras Federico no se atreviese a más, dejarlo así, pidiendo a Dios la amparase y defendiese de él. Y como no podía retirarse de su vista, siendo fuerza, como lo había ordenado el rey, para los despachos y negocios, verle cada día, ordenó al aya que la había criado y había venido de Inglaterra, asistiéndola, que ni de día ni de noche se apartase de ella. Mandó que durmiese en su misma cámara, haciendo poner en las puertas de ella y las demás cuadras, por la parte de dentro, fuertes cerrojos, por que si Federico se quisiese aprovechar de la fuerza, como había propuesto en el caso que le había contado. Y con esto, juzgando estar segura, pasó como antes, aunque con menos gusto; tanto, que bien le mostraba, en la severidad de su rostro, lo mal contenta que estaba con él. Tretas fueron éstas que al punto las conoció el traidor cuñado; mas no fue nada parte para que desistiese de su amorosa porfía, antes muy contento de que ya que no hubiese granjeado más de que la reina supiese que la amaba, le parecía que antes había ganado que perdido, y ya se atrevía, cuando la veía, a decirle sentimientos de amor, ya a vestir de sus colores, y ya a darla músicas en el terrero, con lo cual la santa reina andaba tan desabrida y triste, que en ninguna cosa hallaba alivio y sólo le tuviera en la venida del rey. Mas ésta se delataba; porque los casos de la guerra son buenos de empezar y malos de acabar. Pues sucedió que, estando una tarde con sus damas en el jardín de palacio, tan melancólica como se ha dicho, las damas, por alegrarla o divertirla, mandaron venir los músicos, a quien Federico tenía prevenidos de unas endechas al propósito de su amor, para si fuesen llamados en alguna ocasión las cantasen, dándoles a entender que eran dirigidas a una dama de palacio a quien amaba. Que como entraron y hallaron la ocasión, cantaron así: «¡Que gustes que mis ojos, ídolo de mi pecho, estén por tus crueldades copiosas fuentes hechos! ¡Que no te dé cuidado ver que llorando peno, sin que al sueño conozca, cuando tú estás durmiendo! ¡Con qué crueldad me quitas la vida que poseo, pues cuando tú la gloria, tengo yo los tormentos! No entiendo aquesta enigma pues en tu pecho el hielo, sin que en él se deshaga, se destila por ellos. Mas ¡ay!, que ya conozco de aqueste mal el riesgo, porque el tuyo es de mármol cuando el mío es de fuego. ¡Que las ardientes llamas de tu abrazado incendio a deshacer no basten la nieve de tu pecho! Tienes el corazón de algún diamante hecho, que aún no basta el ablandarle la sangre de un cordero. Caliéntale a las llamas, que amor está encendiendo, y verás cuán suaves son para tu recreo. Dueño eres de mi vida, y aunque muera, has de serlo, pues después de la muerte te he de aclamar por dueño. No porque me faltara quien me rindiera feudo, que bellezas me aman, cuando a la tuya quiero. Antes, aborrecidas de que a todas me niego, se alegran que me trates con rigor tan severo. Eres Anaxárete, si en la hermosa Venus; Dafne, que a Febo ultraja, porque la sigue Febo. Sin ventura cultivo, en tierra estéril siembro, abrojos da por granos, perderé mis empleos. ¡Triunfa ya de mi vida, triunfa, Nerón soberbio, y si gustas que muera, yo también lo deseo! ¡Qué avara estás conmigo! poco favor te debo, poco cuestan agrados y siempre estás sin ellos. Si te miro, es sin gusto; siempre cruel te veo; siempre estás desdeñosa, y yo siempre muriendo. Págame las finezas con que te adoro y quiero, siquiera con mirarme con semblante halagüeño. No quiero más favores, pues que no los merezco, de que tu boca diga: «de ti lástima tengo». ¡Salid, lágrimas mías! ¡Salid, que no os detengo, suspiros, ya os envío a vuestro amado centro! No temo por amarte el castigo del Cielo, aunque sé que le irrito con este pensamiento. Ya me acaban las penas; mi triste vida veo cercana ya a la muerte, y no le hallo remedio. Ya con tantas desdichas se acaba el sufrimiento; el alma está sin gusto, y sin salud el cuerpo. Ya me niego a los ojos de lo que me tuvieron por asilo en las gracias, por deidad en lo cuerdo». Así gasta, llorando, su bien perdido tiempo; que amar tanta belleza gloria es, que no tormento. Un amante sin dicha, que adora un mármol bello, que aunque oye, no escucha, por no darle remedio. Y nunca se enternece, porque es cruel, y su dolor no siente. Con airado rostro escuchó la reina las referidas endechas, si bien, por no dar que sospechar a los que las cantaron y a las que las oían, habiendo conocido en ellas mismas de la parte que venían, disimuló su enojo, mas no quiso que cantasen más, y ardiéndose en ira, que estuvo en puntos de mandarle matar, por librarse de sus atrevimientos y cansadas quimeras, y pedía a Dios trajese presto al rey, imaginando que su presencia refrenaría su desbocada locura; mas viendo que la venida se dilataba y que en Federico se alargaba la desenvoltura, desenfadándose con libertades de que podía resultar algún mal suceso, se determinó a lo que ahora diré, y fue que llamando, con gran secreto, maestros que fuesen a propósito, juramentados de que no dijesen a nadie la obra que habían de hacer. [[En]] una gran cuadra, que estaba en el jardín, con muchas rejas, que por todas partes caían al hermoso vergel, donde muchas noches de verano el rey y ella cenaban, y dormían en medio de ella, porque era muy grande y hermosa, y tenía capacidad para todo, mandó a los dichos maestros le hiciesen una jaula de varas de hierro doradas, gruesas, fuertes y menudas de tal calidad, que no pudiesen ser rompidas ni arrancadas de su lugar y que desde el suelo al techo estuviesen bien fijadas, de tanto espacio que cupiese dentro una cama pequeña, un bufete y una silla, y quedase algún espacio para pasearse por ella, con su puerta, en que hubiese un fuerte cerrojo con una grande y segura llave, con otra cerradura sin ésta, que cerrándola de golpe, quedase segura y hecha muy a su gusto. Mandó colgar la sala de afuera de ricas colgaduras, y dentro de la jaula poner una cama y lo demás. Y como estuvo aderezado, mandó llamar a su traidor cuñado, y con más agradable semblante que otras veces, le dijo: —Hermano mío, vamos al jardín, que quiero que vuestra alteza vea una obra que en él tengo hecha, muy de mi gusto, para cuando venga el rey. Federico, seguro y alegre de ver que la reina le hacía aquel favor (no de los menores que él podía desear), la tomó de la mano, diciendo: —¿Quién podrá, reina y señora, contradecir a lo que mandas, ni imaginar, que siendo de tu gusto no será muy honoroso? Y con esto, caminaron al jardín, la reina tan falsa contra Federico, cuanto él lozano y alegre de ir con ella tan cerca que le podía manifestar su sentimiento, como lo hizo, pues a excusas de las damas le iba diciendo amorosas y sentidas razones. La reina sufrió, por tener tan cerca su venganza y llegar a conseguirla, siendo su atrevimiento tan grande, que llegó a besarle la hermosa mano que llevaba asida con la suya. No poco contento de ver que la reina tenía tanto sufrimiento, pareciéndole obraba en ella amor. Que como llegaron a la sala dicha, entrando en ella, se acercaron a la jaula que en ella estaba hecha, admiradas las damas de verla, porque mientras se había hecho, no había consentido la reina que ninguna bajase al jardín. Y estando a la puerta, le dijo la reina a Federico que entrase y la mirase bien, que luego le declararía su designio. Que él, no maliciando el caso, entró; mas apenas puso los pies dentro, cuando la reina, dando de mano a la puerta, la cerró con un gran golpe, y echando el cerrojo y torciendo la llave, dijo a Federico, que al ruido de la puerta había vuelto: —Ahí estarás, príncipe, hasta que venga el rey, tu hermano, porque de otra suerte, ni tú dejarás de ser traidor, ni yo perseguida, ni el honor de mi esposo puede estar seguro. Y dando orden de que por la parte que hacía espaldas la jaula, detrás de ella, se pusiesen camas para cuatro pajes que le asistiesen de noche y de día, y a todos sus caballeros, para que entrasen en la sala y le divirtiesen, y que llevasen libros y tablas de ajedrez, naipes, y dados, y dineros, para que se entretuviese con sus criados, y a sus damas, que cuando les diese gusto, bajasen a divertirle, la más contenta mujer del mundo se retiró a su palacio, dando gracias a Dios de tenerle donde pudiese vivir segura de sus traiciones y quimeras. Con tanto enojo quedó Federico de ver lo que la reina había hecho con él, que rayos parecían salirle por los ojos, y fue bastante este desprecio (que por tal le tenía), que todo el amor se le volvió en aborrecimiento y mortal rabia, y con la cólera que tenía, en tres días no quiso comer bocado, aunque se le llevaba su comida con la grandeza y puntualidad que siempre, ni acostarse, ni hablar palabra a ninguno de cuantos le asistían, ni a las damas que bajaban a divertirle. Mas viendo que la reina no mudaba propósito en sacarle de allí, hubo de comer, por no morir; mas tan limitado, que sólo era bastante a sustentarle. Mas desnudarse, ni hacerle la barba, ni mudar camisa ni vestido, ni acostarse, no se pudo acabar con él. Ni aun la misma reina, que fue a pedírselo, diciéndole, con muy bien entendidas razones, que aquella facción él mismo se la había de agradecer, pues con ella le quitaba de cometer un delito tan feo como el que intentaba contra su hermano, y ella tenía seguro su honor. Mas Federico a cosa ninguna la quiso responder, ni hacer lo que le pedía; con que la reina, ya resuelta en que le había de tener allí hasta que el rey viniese, le dejó, sin querer verle más, aunque bajaba muchas veces al jardín, y, para más seguridad, porque ninguno de sus criados les diese modo con que pudiese salir de allí, mandó a sus criados (los que había traído de Inglaterra) que velasen y tuviesen en custodia a Federico, el cual, a pocos meses que estuvo en esta vida, se puso tan flaco y desemejado, que no parecía él, ni su figura. Algún escándalo causó en la ciudad, entre los grandes, la prisión de Federico, y acudieron a la reina a saber la causa, a lo cual satisfizo la reina con que importaba al honor y quietud del rey y suya que estuviese así hasta que su hermano viniese, mandando que, pena de la vida, ninguno avisase al rey de este caso, con que ellos, más deseosos, de criados confidentes de Federico, supieron cómo amaba a la reina (que estas cosas, y más en los señores que se fían de criados, jamás están secretas), con que todos los grandes juzgaron que la reina, por la seguridad de su honor, le tenía allí, y todos la daban muchas alabanzas, amándola más por su virtud que antes. Estaba Federico tan emponzoñado y colérico, como de su natural era soberbio, y tenía ya trazada en su imaginación su venganza, que aunque el rey le escribía, jamás le quiso responder, y si bien el rey había enviado a saber de la reina la causa, ella le había respondido que ya sabía la enfermedad que Federico padecía, y que ahora, más apretado de ella, le obligaba a no escribirle. Más de un año pasó en esta vida, despachando la reina con gran valor las cosas del reino, sin que hiciese falta en ellas Federico, teniendo tan contentos los vasallos, que no echaban menos ni al rey ni a él. Cuando, fenecida la guerra y asentadas las cosas de ella muy a gusto de Ladislao, que como se vio libre de este embarazo, dio la vuelta a Hungría, que, sabida su venida por la reina, habiendo hecho un rico vestido para Federico, ya que supo que no estaba el rey más de una jornada de la ciudad y que los señores se querían partir a recibirle, se fue a la prisión en que estaba, y abriendo la puerta, le dijo: —Ya, príncipe, es fenecida tu prisión; tu hermano viene, que esta noche estará aquí. La causa de tenerte como te he tenido, mejor que yo la sabes tú, pues no fue por castigarte, sino por vivir segura y que lo estuviese el honor de tu hermano. Ya no es tiempo que en día de tanta alegría haya enemistades. Suplícote que me perdones, y que perdiendo el enojo que tienes contra mí, te vistas y adereces con estas galas que de mi gusto para ti se han hecho, y salgas con los caballeros que te están aguardando, a recibir al rey. Bastantes eran estas palabras para amansar otro cualquiera ánimo menos obstinado que el de Federico; mas él, apoderado de todo punto de su ira, sin responder palabra a la reina, ni querer mudar camisa ni vestido, ni cortarse, ni aun peinarse los cabellos, ni hacerse la barba, sino de la manera que estaba, pidiendo un caballo y subiendo en él, se partió con los caballeros que le aguardaban por orden de la reina, dejándola mal segura y bien cuidadosa de alguna traición, pesándole de haberle dado libertad hasta que ella hubiera informado al rey de todo, y más de haber rompido el papel, que pudiera ser el mejor testigo de su abono. Mas viendo que ya estas cosas no tenían remedio, se encomendó a Dios, poniéndose en sus manos y resignando su voluntad en la suya. Llegó Federico adonde estaba su hermano, no en forma de señor ni príncipe, sino de un salvaje, de un esqueleto vivo, de una visión fantástica; que como, bajando del caballo, le pidió las manos, puesto ante él de rodillas, y el rey le viese de tal manera, admirado, le dijo: —¿Cómo, hermano mío, en día de tanta alegría como yo traigo, por haberme Dios vuelto victorioso a mi tierra, vos, que la habíades de solemnizar más que todos, os ponéis delante de mí de la suerte que os veo? ¿Qué os ha sucedido, o cómo estáis de esta suerte? Decídmelo, por Dios, no me tengáis más confuso, que aun cuando fuera muerta Beatriz, que es la prenda que en esta vida más estimo, aún no os pudiera obligar a tanto sentimiento. —Rey y señor: pluviera al Cielo que el verme como me veis fuera la causa ser la reina muerta, que no es pérdida de que os podéis apasionar mucho, pues por lo menos viviera, muriendo ella, vuestro honor. Yo vengo de la manera que la liviandad de vuestra mujer me tiene, cuanto ha que partistes de Hungría. Y porque no son casos que pueden estar secretos, ni lo han estado, sabed que desde que os fuisteis me ha tenido en una jaula de hierro, como león o tigre, o otra bestia fiera, dándome de comer por tasa, no dejándome cortar la barba, ni cabellos, ni mudar vestido, ni camisa, porque enamorada de mí, descubrió su lascivo amor, pidiéndome remedio a él, prometiéndome, con vuestra muerte, hacerme dueño de su hermosura y de vuestro reino. Y porque yo [[rehusé]] cumpliendo con la deuda que a mi rey y hermano soy obligado, me ha hecho pasar la vida que oís, y en mi persona veis, bajando cada día a persuadirme cumpliese con su liviano y lascivo amor, o que allí me había de dejar morir, hasta hoy que, como supo que ya estábades tan cerca, me llevó vestidos y dio libertad, pidiéndome con lágrimas y ruegos que no dijese lo que había pasado. Mas yo, que estimo más vuestro honor y vida que la mía, no quise oírla, ni hacer lo que pedía, sino venir así a daros cuenta de lo que pasa y del peligro en que está vuestra vida si la liviana y traidora reina no muere; porque si bien, por mi parte, y por guardar el decoro que os debo, no ha tenido efecto la ofensa, para un rey y marido basta haberla intentado, y quien ha hecho una, no dejará de hacer otras muchas, pues podrá ser acuda a otro de menos obligaciones que yo, que siguiendo su parecer, os ponga en las manos de la muerte. Ésta es la santa, la virtuosa, la cuerda y honesta Beatriz, que tanto amáis y estimáis. Ya delante de todos vuestros vasallos y caballeros os he dicho lo que me preguntáis y tanto deseáis saber; porque, si se disculpare con vos, contando estas cosas de otra manera, culpándome en ellas para disculparse a sí, como puede ser que lo haga; que las astucias de las mujeres, cuando quieren apoyar su inocencia y encubrir sus traiciones y mentiras, son grandes, creed, señor, que ésta es la verdad, y no la que la reina dijere; que ni yo le levantara este testimonio, si fuera mentira lo que digo, o pudiera, sin hacerme acusador público, advertiros de su viciosa vida de otro modo, o procurara decirla con menos testigos de los que están presentes; y si a vos, señor, o a cualquiera de estos caballeros les parece que lo que digo no es la verdad misma, aquí estoy para sustentarla a cualquiera que en campo quisiere defender la parte de la reina, porque se crea que, cuando yo me dispuse a sacar la cara en cosas tan pesadas, y donde está de por medio el honor de un rey y hermano mío, ya fue dispuesto a ponerme a todo riesgo. Mas si vos, señor, forzado del amor que la tenéis, disimulando vuestra afrenta, la quisiéredes perdonar, vuestra voluntad es ley; mas yo no tengo de estar donde vea con mis ojos una mujer que sin considerar que soy hijo del rey Ladislao (que Dios tiene), me quiso hacer instrumento de la afrenta y agravio de su esposo, siendo mi rey y mi hermano. Y así, desde aquí os pido licencia para irme, sin volver más a la ciudad, a las villas que me dejó el rey, mi padre y vuestro, a reparar del mal estado en que me han puesto sus deshonestas crueldades. Esto es lo que pasa en vuestra ausencia, y con lo que he cumplido con la obligación que a mi grandeza y lealtad debo. Calló, con esto, Federico, poniéndose la mano en los ojos; que hay traidores que hasta con lágrimas saben apoyar sus traiciones. Y como el rey, atento a lo que le decía, vio demás de lo que su presencia, tan flaca, astrosa y mal parada, le intimaba en apoyo de su agravio, y que con las lágrimas sellaba la verdad de lo que decía, creyó como fácil. Gran falta en un rey, que si ha de guardar justicia, si da un oído a la acusación, ha de dar otro a la defensa de ella. Mas era el acusador su hermano, y la acusada su esposa; el traidor, un hombre, y la comprendida en ella, una mujer, que aunque más inocente esté, ninguno cree su inocencia, y más un marido, que con este nombre se califica de enemigo. Y así, sin responder palabra, si bien con los ojos unas veces arrojando rayos de furor y otras veces vertiendo el humor amoroso, se dejaba sin poderle resistir, porque de verdad amaba a la reina ternísimamente, mandando a su hermano le siguiese, mandó proseguir la jornada a la ciudad. Gran humor se levantó entre los caballeros, platicando unos con otros sobre el caso, y si bien hubo algunos que defendían la parte de la reina, diciendo ser testimonio, porque su virtud y honestidad la acreditaba, los más eran de parecer contrario, y todos se resumían en que no se atreviera Federico a manifestar públicamente un caso de tanto peso si no fuera verdad. Sin esto, veían que hasta entonces no tenían otro príncipe, y que a falta de su hermano, le tocaba por derecho la investidura del reino, y no quisieron, por volver por la reina (aunque estuviese inocente), enemistarse con él. Con esto, caminaron todos, y el rey, tan triste, que en todo lo que duró el camino no le oyeron más que penosos suspiros, sacados de su apasionado corazón, batallando en él el honor y el amor, el agravio y la terneza, su hermano y su esposa, que al cabo de la lid, ella, como más flaca o más desdichada, quedó vencida. Antes de entrar en la ciudad, donde llegó casi de noche, mandó que una escuadra de soldados se adelantase y cercasen el palacio, sin que dejasen entrar ni salir persona en él, porque no avisasen a la reina y se escapase, y que de camino llevasen [[orden]] para que las fiestas prevenidas a su entrada cesasen, y si había luminarias encendidas, se quitasen todas; que hecho como lo mandaba, ya cerrada la noche, entró en palacio, despidiendo a la puerta de él todo el acompañamiento y demás gente, y subiendo con sólo su hermano y guardia y algunos monteros de su cámara a los corredores. A la puerta de la sala estaba la santa y hermosísima reina Beatriz, con sus damas, bizarramente aderezada, que, aunque cercada de temores y pesares, se había compuesto con gran cuidado para recibir al rey. Como le vio, con los brazos abiertos fue a recibirle. ¿Quién podrá, en este paso, ponderar el enojo del rey? Dígalo el entendimiento de los que le escuchan, pues, ciego de ira, retirándose atrás, por no llegar a sus brazos, alzó la mano y le dio un bofetón con tan grande crueldad y fuerza, que, bañada en su inocente sangre, dio con ella a sus pies, y luego, sin más aguardar, ni oírla, llamando a cuatro monteros, que en todo el reino se hallaban hombres más crueles y desalmados, pues por su soberbia y mala vida eran de todos aborrecidos, les mandó tomasen a la reina y la llevasen en los más espesos y fragosos montes que hubiese en el reino, y que en parte donde más áspero y inhabitable sitio hallasen, la sacasen los ojos, con que por mirar deshonesta había causado su deshonor, y que hecho esto, se la dejasen allí viva, para que, o muriese entre las garras de las bestias fieras que allí había, o de hambre y dolor, para que, siendo su muerte dilatada, sintiese más pena por el delito que había cometido contra él y su amado hermano. Y diciéndole que se viniese con él, se entró en su cuarto, mandando retirar al suyo todas las damas, que, llorando amargamente, tenían cercada a la reina, que con lágrimas se despedía de todas, diciendo que pues Dios quería que padeciese así, que no la llorasen, que ella estaba muy conforme con su voluntad. Al entrarse Federico con el rey, le dijo: —Anda, Beatriz, muere, pues me matas; que pagarme tenías el tenerme enjaulado como león. A lo que la santa señora respondió: —¡Ah traidor, y cómo te tiene tan ciego el demonio, que no juzgas que es mejor morir inocente que no vivir culpada! Y más quiero morir en las garras de los brutos animales, que no vivir en tus deshonestos brazos, ofendiendo a Dios y a mi esposo. Lo que siento es que haya sido tan grande su engaño, que haya dado crédito a tus traiciones, sin averiguar la verdad. Con esto se entraron todos, como el rey había mandado, y los monteros tomaron a la reina y partieron con ella a ejecutar la orden que llevaban. ¡Qué hay que moralizar aquí en la crueldad de este hombre! Pues lo que tanto había amado, como decían sus tristezas y furores, según publicaba, porque no consintió en sus lascivos apetitos, ofendiendo a Dios y a su marido, lo puso en el estado que oís. Cierto, señores caballeros, que aquí no hay disculpa en apoyo de los hombres, ni razón que os acredite, ni aun vosotros mismos, que tantas halláis contra las mujeres, la hallaréis en vuestro favor. Y vosotras, hermosas damas, ¿qué mayor desengaño queréis, ni buscáis, ni le podéis hallar, si deseáis tener alguno que os estorbe de ser fáciles? Mas temo que os pesa de saberlos, porque pecar de inocencia parece que tiene disculpa; mas de malicia, es quiebra que no se puede soldar, y quisiérades no oír tantos desengaños, porque vosotras os queréis dejar engañar, pues en los tiempos pasados y presentes hallaréis que los hombres son unos. Los que llevaban a Beatriz caminaron con ella toda la noche, y otro día y noche siguiente, y al medio del tercero llegaron con ella a un monte de espesas matas y arboledas, distante de la corte más de diez leguas, y en una quiebra de las peñas, que parecía en la profundidad que bajaban a los abismos, sin tener piedad de su hermosura y mocedad, ni de sus lágrimas, ni enternecerse de las lastimosas palabras que decía, con que les aseguraba su inocencia, y les pedía que ya que la habían de dejar allí, no ejecutasen del todo la rigurosa orden del rey, privándole la luz, siquiera porque viese su muerte, cuando las fieras la ejecutasen, le sacaron los más bellos ojos que se habían visto en aquel reino. Estaba en poder de hombres. ¡Qué maravilla! Cegar y engañar parece así, en el modo, que es todo uno, pues el que está engañado se dice que está ciego de su engaño. Luego, hasta en sacarle los ojos, cumplieron éstos con el oficio de hombres contra esta mujer, como hacen ahora con todas. Hecha esta crueldad, pareciéndoles que no había de vivir, supuesto que, cuando no la matasen las fieras, moriría del dolor de las heridas u de hambre, pues no tenía vista para buscar el necesario sustento, le quitaron las ricas joyas que llevaba, y no sé cómo no hicieron lo mismo del vestido, pues competía en riqueza con las joyas; debió de ser por no embarazarse con él, o porque Dios lo ordenó así. Y hecho esto, dejándosela allí, se partieron. Cómo quedaría la hermosa reina, ya se ve: puesta en los filos de la guadaña de la airada muerte; que como la sentía tan cerca, no hacía más de llamar a Dios, y su divina y piadosa Madre, tuviesen misericordia de su alma, que ya del cuerpo no hacía caso, ofreciéndoles aquel martirio. Cuando, a poco más de media hora que así estaba, sintió pasos, y creyendo que sería algún oso o león que la venía a despedazar, llamando con más veras a Dios, se dispuso a morir. Mas ya que más cerca sintió los pasos, oyó una voz de mujer, que le dijo: —¿Qué tienes, Beatriz? ¿De qué te afliges y lamentas? —¡Ay, señora! —respondió la afligida dama—, quienquiera que seáis, que como no tengo ojos, no os veo. Pues vos los tenéis, y me veis y conocéis, pues me llamáis de mi propio nombre, ¿por qué me preguntáis de qué me lamento? —No me ves —respondió la mujer—, pues ahora me verás; que aunque Dios ha permitido darte este martirio, aún no es llegado tu fin, y te faltan otros que padecer; que a los que Su Divina Majestad ama, regala así. Y diciendo esto, y tocándole con la mano los lastimados ojos, luego quedaron tan sanos como antes de sacárselos los tenía, y aun muy más hermosos; que como Beatriz se vio con ellos, miró por quién le había hecho tan gran bien, y vio junto a sí una mujer muy hermosa, y con ser, a su parecer, muy moza, tan grave y venerable, que obligaba a tenerla respeto. Y parecióle asimismo que la había visto otras veces, mas no que pudiese acordarse en dónde. Púsose de rodillas la hermosa reina, no porque la tuviese por deidad, aunque su grave rostro daba indicios de ello, sino por agradecida al beneficio recibido, y tomándole las manos, se las empezó a besar, bañándoselas en tiernas lágrimas, diciendo: —¿Quién sois, señora mía, que tanto bien me habéis hecho, que aunque me parece que os he visto, no me acuerdo dónde? —Soy una amiga tuya —respondió la señora—, y la verdad es que me has visto muchas veces; mas por ahora no conviene que sepas más de mí que lo que ves. Y tomándola por la mano, la levantó y abrazó, y luego, sacando una pequeña cestica con pan y algunas frutas, y una calabacita con agua, porque en la parte que estaban no la había, que hasta de este bien la privaron sus rigurosos verdugos, buscando el lugar donde, como había de morir de hambre, muriese también de sed, mandó que comiese, que Beatriz lo hizo; que como tenía necesidad de ello, rogando a la señora [que] comiese también, a lo que respondió que no tenía necesidad de comer, que comiese porque habían de partir de allí luego. Y mientras Beatriz comía, se sentó junto a ella, y la hermosa reina no hacía sino mirarla, porfiando con su memoria para traer a ella adónde la había visto, de que la señora se sonreía. Acabada la comida, que a Beatriz le pareció que estaba más contenta con ella que con los varios y ostentosos manjares del real palacio, siendo dos horas antes de anochecer, la tomó la hermosa señora por la mano, y dando vueltas por las peñas, unas veces bajando y otras subiendo, la sacó de entre aquellas a un agradable y deleitoso prado cercado de espesos álamos, chopos y sauces, de que se formaba una hermosa alameda, en medio de la cual había una clara y cristalina fuente, donde, parando junto a ella, le dijo: —Aquí, Beatriz, te has de quedar, que no tardará en venir quien te lleve donde descanses por algunos días. Sigue tu virtud con ánimo y paciencia, que es de la que más se agrada Dios. Que haciéndolo así, te amparará en muchos trabajosos lances en que te has de ver, donde has menester que muestres la alta sangre de donde desciendes. Quédate con Dios, a quien ruego y rogaré que te ayude y socorra en ellos. Y confía en Él, que con esto le hallarás en los mayores aprietos. Y tornándola a abrazar, no aguardó respuesta, ni Beatriz se la pudiera dar: tan ahogada la tenía el sentimiento de verla partir. Sólo le respondió con un diluvio de lágrimas, que empezó a verter de sus lindos ojos. Y volviendo a mirar por donde iba, la vio que a largo paso caminaba, hasta que se encubrió con la espesura de los árboles, dejando con su ausencia tan embelesada a Beatriz, que la pareció quedar sin alma, ni vida, porque la vida y alma se le iban siguiendo las pisadas de aquella señora, reparo de sus desdichas, no pudiendo enjugar los llorosos ojos, que a ríos se descolgaban las perlas de ellos. Sentóse, ya que la hubo perdido de vista, junto a la fuente, y lavándose la cara y las manos, que estaban manchadas del fino rosicler que habían vertido sus ojos, cuando se los sacaron sus crueles y carniceros verdugos. Estuvo así hasta poco antes de anochecer, trayendo a la memoria los sucesos que habían pasado por ella, y pensando a vueltas de ellos en quién sería tan sabia mujer, que no sólo le había restituido las perdidas luces, mas profetizádole lo que había de pasar por ella, cuando sintiendo venir tropel de caballos y gente, algo temerosa, miró a la parte donde había sentido el ruido y vio salir de entre los árboles hasta diez o doce hombres, en forma de cazadores, con falcones y perros, y entre ellos uno que parecía ser el señor de los demás, en el costoso vestido y majestad de su rostro. Era de mediana edad, galán y de afable cara y amable presencia, que como llegaron a la fuente, se apearon todos de los caballos, llegando a tener el del caballero, para que hiciese lo mismo; que como el caballero llegase donde Beatriz estaba, juzgó, de verla, lo que ella de verle a él, que era persona de porte, según mostraba en su aderezo y hermosura; que no sé qué se tiene la nobleza, que al punto se da a conocer. Y así, le hizo una cortés reverencia, a lo que Beatriz respondió con lo mismo. Llegó el caballero, y en la cristalina agua mató la sed, y se lavó las manos y el rostro del polvo y sudor que ocasiona el gustoso ejercicio de la caza, y sentándose junto a Beatriz, en lengua alemana, que ella bien entendía, le dijo: —Hermosísima señora: admirado estoy de ver en una parte tan lejos de poblado y sola una mujer de tanta belleza y rico adorno, donde se pudiera ocasionar algún fracaso contra vuestro honor y vida, si vinieran por esta parte muchos salteadores y bandoleros que hay por estas montañas. Suplícoos para que yo, por ignorar quién sois, no caiga en alguna descortesía, me saquéis de este cuidado, diciéndome quién sois y qué fortuna os ha traído por aquí. No quiso Beatriz que aquel caballero, ya que la veía tan sin compañía en tal lugar, por encubrir su grandeza, que le perdiese el decoro, teniéndola en menos, y así, en la misma lengua alemana, le dijo: —Señor caballero: yo soy una mujer de calidad, que por varios accidentes desgraciados salí de mi tierra, y ellos mismos (que cuando la fortuna empieza a perseguir, no se contenta con poco) han ocasionado el apartarme de mi compañía, y suplícoos, por lo que a cortesía debéis, que no queráis saber más de mí, porque no me va en callar menos que la vida. Sólo os pido me digáis quién sois y en qué tierra estoy y si está muy lejos de aquí Hungría. —Señora, hermosa más que cuantas he visto: yo os beso la mano por la merced que me habéis hecho en lo que me habéis dicho, y para satisfaceros a lo que deseáis saber, os digo que estáis en el imperio de Alemania. Hungría, aunque no está muy lejos, es otro reino distinto de éste. Y yo me llamo el duque Octavio; soy señor de toda esta tierra, y mi estado, por la misericordia de Dios, de los mayores del imperio, por ser potentado de él. Dos leguas de aquí está una villa mía, de donde salí hoy a cazar. Si sois servida (porque sentiré mucho que os quedéis en tan peligrosa parte esta noche, y asimismo porque no es decente ni bien parecido que tanta hermosura esté sola en el campo) de veniros conmigo, yo sé que seréis muy bien recibida y regalada de la duquesa, mi mujer, por darme gusto y porque vos lo merecéis. Con nuevos agradecimientos respondió Beatriz al duque, aceptando la merced que le ofrecía. Y finalmente el duque la llevó consigo, tan contento como si hubiera hallado un tesoro, no porque la apeteció con amor lascivo, sino, forzado de una secreta estrella, le cobró tanto amor, como si fuera su hermana. Llegados a su palacio, la entregó a su mujer, que era una hermosa señora, aunque ya casi de la edad del duque, contándole cómo la había hallado; que si bien, al principio, la duquesa no se aseguró de que viniese con el duque tan hermosa dama, dentro de poco tiempo se aseguró de la inocencia con que el duque la había traído, viendo la honestidad y virtud de Rosismunda, que así dijo que se llamaba, porque otro día, quitándose los ricos vestidos que llevaba, los guardó, vistiéndose de otros que le dio la duquesa, más honestos, con lo cual la duquesa y el duque la amaban ternísimamente, alabando y bendiciendo el día en que la habían hallado. Dejemos aquí a Beatriz, siendo el gobierno de la casa del duque y el ídolo de él y de la duquesa, que importa volver a Hungría, donde dejamos al traidor Federico y al engañado rey Ladislao, el cual, con la precipitación de la ira que le causó la relación que su hermano, contra la reina, le había dado, y la mandó llevar, sin haber más averiguación de la verdad ni oírla. Entrando en su cámara, se acostó, y pasando algún espacio de tiempo, ya algo más sosegado, le dio un pensamiento: si sería verdad lo que su hermano le había dicho, acordándose con la honestidad y amor que la reina le había salido a recibir, no pudiendo partir de los ojos su hermosura, pareciéndole que si la reina le hubiera hecho ofensa, que no se atreviera a ponerse delante de él, supuesto que se podía temer de Federico, pues no había querido hacer lo que le había pedido en razón de mudar de traje. Y con este pensamiento mandó llamar las damas más queridas de la reina, de las cuales se informó qué habían entendido en aquel caso; las cuales le dijeron que jamás habían visto en la reina asomo de tal pensamiento; antes tenían orden suya para no dejarla sola cuando estuviese allí el infante. Y que de la prisión no sabían más de que después de haberla hecho con gran secreto, le había llevado a ella por engaño, donde, si el infante no estuviera tan enojado de verse así, no le había faltado su regalo, como si estuviera en su libertad; que ellas no sabían otra cosa, ni jamás la reina había comunicado con ellas su intención. Y esto lo decían con tantas lágrimas, que obligaron a que el rey las ayudase, y más se aumentó cuando vinieron los que la habían llevado y le contaron todo lo sucedido, que fue tanta la pena que le causó, que llegó casi a los fines de la vida, sin que fuese parte el traidor hermano a consolarle, aunque más consuelos le procuraba; tanto, que le pidió licencia para ir a buscar a la reina, no siendo la intención del traidor hallarla para su hermano, sino de gozarla y luego quitarle la vida. Al fin, aunque el rey le negó la licencia, se la tomó él, llevando consigo uno de los que la habían llevado, para que le enseñase la parte donde había quedado. Mas cuando llegaron, ya la reina estaba muchas leguas de allí, como se ha dicho. Cansados de buscarla y no hallando rastro de ella, ni a un hilo de los vestidos, que si la hubieran muerto las fieras, estuvieran esparcidos por el campo, desesperado de ver cuán mal se le lograban sus deseos, se sentó en una de aquellas peñas, mientras el montero todavía la buscaba, y ardiéndose en ira de no hallarla para cumplir sus deshonestos apetitos, tomando en esto y en matarla venganza del desprecio que había hecho de él, pensando cuán desacordado había sido de no irse con los que la había llevado, vio bajar por una senda que entre las peñas se mostraba, aunque mal usada y áspera, un hombre vestido a modo de escolástico, de horrible rostro, y que parecía de hasta cuarenta años. Traía un libro en la mano, dando con él muestra de que profesaba ciencia, que como llegó a él, le dijo: —Norabuena esté el noble Federico, príncipe de Hungría. —En la misma vengáis, maestro —respondió Federico, admirado de que aquel hombre le conociese, no conociéndole él. Y prosiguiendo el doctor (que así le llamaremos), dijo: —¿Qué estás pensando, príncipe? ¿En quién soy, o cómo te conozco? Pues más sé yo de ti que tú de mí, pues sólo por saber con el cuidado en que estás y remediártele, vengo de muy extrañas y remotas tierras, no habiendo [[un]] cuarto de hora que estaba de esa parte de los montes Rifeos, donde tengo mi morada y habitación, por ser la más conveniente para ejercitar mis artes. Soy, para que no estés suspenso, un hombre que ha estudiado todas las ciencias, y sé lo pasado y por venir, he andado cuantas provincias y tierras hay del uno al otro polo, porque soy mágico, que es la facultad y ciencia de que más me precio, pues con ella alcanzo y sé cuanto pasa en el mundo; y soite tan aficionado, que sin que tú me hayas visto, te he visto a ti muchas veces, sin mas interés de tenerte por amigo, y que tú me tengas a mí por tal, como lo verás en el modo con que ayudo en el cumplimiento de tus deseos. Mas ha de ser con una condición: que este secreto que pasa entre los dos me has de dar palabra, como quien eres, de jamás decirle a nadie, ni aun al confesor, aunque te veas en peligro de muerte, porque sólo en eso estriba la fuerza de mi ciencia. Y como esto hagas, no sólo te diré cosas que te admires, mas te pondré en tu poder lo que deseas para que cumplas tu voluntad. Mira si te determinas a esto; y hagamos la pleitesía, para que yo esté seguro. Y si no, me iré por donde he venido. ¡Qué le pidieran en esta ocasión a Federico, y más prometiéndole el doctor lo que le prometía! Pues con lo que le respondió fue con los brazos, y luego con prometerle guardar tan inviolable secreto, que aun en la hora de la muerte no lo descubriría, ni aun al confesor. Hecho, pues, el pleito homenaje, se sentaron juntos, y el doctor le dijo: —En primer lugar, te digo que, por ahora, no hallarás lo que buscas, ni es bien que lo halles, porque el día que tu hermano llegue a ver a Beatriz, que viva es y con ojos, aunque se los sacaron (el cómo los tiene, no he podido alcanzar, porque ha sido por una secreta ciencia, reservada al Cielo), y está en parte donde es muy estimada y querida; pero te advierto [que] el día que Ladislao llegue a verla, ten por segura tu muerte, porque apenas le dirá la verdad del caso, cuando el rey la ha de creer, y bien ves en esto tu peligro. Y así, lo que hemos de procurar es que salga de donde está, y después de haberla violado el honor y la castidad conyugal, de que ella tanto se precia, la quites la vida, pues de esto conseguirás dos cosas de mucha utilidad: la una, que no se descubra tu traición, pues muriendo ella, no se sabrá, y quitarás de contra ti uno de los mayores enemigos que tienes; porque te advierto que lo es, y muy grande. Y la otra, que si ella muere, tu hermano no se casará jamás, porque la ama (aun con lo que le has dicho) tan tiernamente, que no le ha de agradar mujer ninguna, como no sea Beatriz, y tú has de ser rey de Hungría. Supuesto esto, y que yo vengo a asistirte y ayudarte, desecha tristezas y el amor que la tienes, y vuélvele en venganzas, que es lo que te importa; que cuando sea tiempo, yo te avisaré. Mas mira que te vuelvo a requerir el secreto, porque si otra persona en el mundo sabe estas cosas, ni yo te podré ayudar, ni tú conseguirás lo que deseas. Embelesado estaba Federico escuchando al doctor, viéndole cómo le decía sus más íntimos pensamientos, y mucho más de que la reina fuese viva y tuviese vista; mas no quiso apurar en esto la dificultad; antes, tornándole a abrazar y prometiéndole de nuevo el secreto y muchas mercedes, y jurando que el día que cogiese a la reina en su poder no se contentaría con darle una muerte, sino dos mil, si pudiese ser, venido el montero, dieron la vuelta a la ciudad, y llegados a ella, hallaron al rey muy malo, y tanto que temían el peligro de su vida, que como las damas de la reina le informaron tan diferente de lo que Federico le había dicho de su virtud, indeciso de la verdad o mentira, como el amor, por su parte, hacía lo que le tocaba, se inclinaba más a creer que la reina había padecido inocente que culpada, y se afeaba a sí mismo la ira con que la había enviado a dar la muerte, sin hacer primero averiguación del agravio por que la había condenado. Pues como Federico vio al rey en este estado, temiendo que si se averiguaba lo contrario de lo que él había dicho, corría su vida y opinión peligro, fue con propósito, a su doctor, de advertírselo; mas no tenía necesidad de ello, que él estaba bien advertido, y para acreditarse más de su sabiduría, antes que Federico le hablase sobre ello, le dijo: —Cuando no fuera de más importancia mi venida a servirte, ¡oh príncipe valeroso!, que de salvar tu vida, como en esta ocasión lo haré, la doy por bien empleada. Tu hermano está muy sospechoso de que la reina esté culpada, y si se desengaña, ha de correr riesgo tu vida. Toma este anillo, y póntele en el dedo del corazón, y entra a hablarle, y vuélvele a indignar contra la reina, que en virtud de él te creerá cuanto le dijeres; porque hallo, por mi sabiduría, que el rey no ha de morir de este mal, y asimismo que él, de su voluntad, te ha de [[hacer]] heredar en el reino, y es mejor que no alcanzarle violento; porque con esto no ganarás la voluntad de los vasallos, y dándotele el rey, sí. Tomó Federico el anillo, en que había estampados algunos caracteres y cifras, admirado de cómo el doctor le adivinaba la imaginación, teniéndose por hombre más dichoso del mundo en tenerle por amigo; y poniéndosele en el dedo, entró donde el rey estaba, que como le vio, obrando en él la fuerza del encanto, le dijo que fuese bien venido, alegrándose mucho con él, y preguntándole si había hallado lo que iba a buscar. Federico le dijo que no, porque no había hallado más de los vestidos, indicio de que alguna fiera había comido otra fiera. Y viendo que el rey había suspirado, le dijo: —¿Y cómo, señor?, ¿en eso estimas tu honor y el mío, que haces sentimiento porque haya muerto quien a ti y a mí nos quita la vida? A ti, ofendiéndote en el honor, y a mí, por no querer ser el verdugo de él, en tenerme como me tuvo tanto tiempo. Consuélate, por Dios, y ten por seguro que, si no estuviera culpada, el Cielo la hubiera defendido, que es amparo de inocentes; mas, pues ha permitido que pague su culpa, no ha sido sin ocasión. No pueda más el amor que a aquella mujer engañosa tenías que tu honor. Tratemos de tu salud, que es lo que importa, que no acaso ha sido lo sucedido. Éstas y otras cosas que Federico dijo a su hermano (dándole crédito en virtud del encantado anillo) fueron parte para que en algo se aquietase; mas no para alegrarse, que en eso no tuvo remedio, porque en mucho tiempo no le vieron reír. Sanó ya Ladislao de su enfermedad, en cuya cura se mostró el gran saber del doctor de Federico, que así le llamaban; le pidieron los vasallos que se casase, a lo cual, dándoles bastantes causas para no hacerlo, les dijo, por última resolución, que, si pedirle cosa tan fuera de su gusto como sujetarse segunda vez a un yugo tan peligroso y con tantos azares, como el del matrimonio, lo hacían por tener herederos, que allí estaba Federico, su hermano, a quien desde aquel punto juraba y nombraba por príncipe heredero, y les rogaba que ellos hiciesen lo mismo. Y con esto que el rey hizo, fue Federico jurado por príncipe de Hungría; que aunque no era muy afecto al reino, por conocerle soberbio y travieso, y más desde que había sucedido el suceso infeliz de la reina, viendo que era voluntad del rey y que por muerte suya le venía derechamente el reino, hubieron de obedecer. Todas estas cosas llegaron, en lenguas de la parlera fama, al reino de Inglaterra, con las cuales los reyes padres de Beatriz, recibieron tanta pena cual era justo: unas veces, no creyendo que, en la virtud que de su hija habían conocido, que fuese verdad, y otras juzgándola mujer, de quien por nuestra desdicha se cree más presto lo malo que lo bueno. Y para asegurarse más del caso, enviaron embajadores al rey Ladislao, que llegados a Hungría y informados del caso, se volvieron tristes y mal satisfechos, asegurando a sus reyes cuán justamente Ladislao había castigado su culpa, con que se excusaron las guerras que sobre esto se pudiera causar. Poco menos que un año había pasado que Beatriz estaba en casa del duque con nombre de Rosismunda, tan amada de todos, que, si como los hijos que tenía el duque no tuvieran estado, la casara el duque con uno de ellos: tan aficionados estaban él y la duquesa de su virtud y honestidad. Y el mal doctor, en la corte de Hungría, tan amado de su rey y príncipe, que no hacían más de lo que él ordenaba, tan sujetos los tenía a su voluntad. Cuando un día le dijo a Federico que ya era tiempo que se empezase la guerra contra Beatriz, que había mucho que gozaba de la amada paz. Y que para esto era fuerza partir juntos de la corte; que pidiese licencia al rey, dándole a entender que iban a ver unos torneos que en la corte de Polonia se hacían. Súpolo tan bien negociar el príncipe que, aunque contra su voluntad, alcanzó licencia por un mes. Y diciendo que quería ir encubierto, partió de la corte con el doctor y dos criados, que era el modo con que podía ir a menos costa y más seguro, que con las artes del doctor fue muy breve el camino, en el cual avisó el doctor a Federico que cuando quisiese no ser conocido, estaba solo en su voluntad, porque el anillo que le había dado tenía esa virtud, como la de ser creído, de mudarle el rostro cuando fuese su gusto, y desconocerle, que parecería otro. Con este advertimiento llegaron una noche a la villa, donde el duque (en cuya casa estaba Beatriz) estaba, y entrando en el palacio Federico, seguro con su anillo de [[no]] ser conocido, y el doctor en sus artes de no ser visto, lo que hizo el doctor fue llegar sin que le viesen y poner a la inocente Beatriz en su manga una carta cerrada y sellada, con el sobrescrito a otro gran potentado de Alemania, por quien el duque se había retirado de la corte a sus estados, que sobre cosas tocantes a la imperial corona habían tenido palabras delante del Emperador, ocasionando de esto haber salido los dos a campaña y quedar de esta facción muy enemistados: tanto, que se procuraba el uno al otro la muerte. Y otra abierta, dando muestras de haber sido leída, con la sobrecubierta a Rosismunda. Y hecha esta prevención diabólica, acompañado de Federico, que en virtud de su anillo no podía ser conocido, sino de quien era su voluntad, se fueron otro día al palacio, a tiempo que el duque y la duquesa, y con ellos Beatriz, que nunca los dejaba, estaban oyendo cantar los músicos que asistían al duque, y entrados dentro de la misma sala, Federico se quedó junto a la puerta, y el doctor, pasando adelante, llegó al duque y le dijo: —Poderoso señor: la descortesía de entrarme sin licencia, bien sé que me la perdonarás cuando sepas a lo que vengo. No te quiero decir quién soy, pues mis obras en tu servicio darán testimonio de mi persona y la facultad que profeso. Estando poco ha en los montes Rifeos, donde cerca de ellos tengo mi habitación, me puse a mirar las cosas que en el mundo han de suceder desde aquí a mañana, y entre otras cosas hallé que, en este señalado tiempo que digo, has de morir a traición a manos de un enemigo tuyo, a quien ha de dar entrada en tu cámara una persona de tu palacio, de las que más amas. Quién sea, no está otorgado del Cielo que yo lo sepa.Y viendo cuán gran daño se seguiría si tú faltases del mundo, por ser, como eres, un príncipe tan magnánimo, y de tanto valor y prudencia, y que por tus muchas virtudes te soy muy aficionado, he venido a toda diligencia, ayudado y acompañado de mis familiares confidentes, a darte aviso de que mires por ti. Y para que consigas y sepas lo que a mí me ha negado la poderosa mano, mira cuantos al presente se hallan en tu palacio, que en su poder hallarás quien te asegure de la verdad, y el Cielo te guarde, que no me puedo más detener. Dicho esto, sin aguardar más respuesta, se salió con su compañía y se fueron a emboscar en aquellas arboledas, cerca de la fuente donde el duque halló a Beatriz, que allí los aguardaban los dos criados de Federico. Alborotóse el duque y la duquesa con tales nuevas, y mandando cerrar las puertas de palacio por su misma persona, no dejó el duque ninguna posada, cofre, arca ni escritorio, ni aun los más secretos rincones de las posadas de los criados, tanto de los oficios mayores como de los inferiores, sin exceptar las mismas personas. Y viendo que por aquella parte no hallaba lo que aquel sabio hombre le había dicho, subió donde estaba la duquesa, bañada en lágrimas, y hizo lo mismo con las criadas, sin que quedase cosa por mirar, de modo que ya no faltaba sino Beatriz y los escritorios de la duquesa, y casi por burla le dijo el duque: —Y tú, Rosismunda, ¿serás acaso la que guardas el secreto de mi muerte? —Señor —respondió la inocente dama—, con mi vida quisiera yo alargar la tuya, como quien tantos beneficios ha recibido y recibo de ella. Mas porque no es justo que me reserves a mí entre todos, te suplico hagas conmigo lo que con los demás; que yo creo tan poco en estas fábulas ni encantos, que tengo por sin duda que es algún mentiroso engaño para darte este susto. —Así me parece —dijo el duque—; mas, como dices, por no hacer agravio a los demás, quiero también mirarte a ti. Y riéndose, le entró la mano en la manga, donde hallando las cartas y mirando los sobrescritos, vio que el uno de la que estaba abierta era la letra misma de su enemigo, el conde Fabio, y leyéndole, decía: «A la hermosísima Rosismunda.» La cerrada era de la letra de Beatriz, y ésta decía: «Al excelentísimo y poderoso conde Fabio.» Abrió la que no tenía sello, y leyéndola en alto, que de todos fue oída, decía así: «Los agravios y deshonores recibidos del duque Filiberto, hermosa Rosismunda, están pidiendo venganza; pues, como sabrás del tiempo que asistes en su casa, llegaron a dejarme señalado en el rostro y en el mundo por hombre sin honra. Y aunque he procurado con todas veras satisfacerme, no me ha sido posible; que los cobardes miran mucho por su vida. Y así, es fuerza valerme de la industria, si para quitársela, en desagravio de mi afrenta, me la das, y lugar para hacerlo, como quien en su casa lo puede todo. Con lo que te pagaré este beneficio será con hacerte dueño mío, que por las nuevas que tengo de tu hermosura lo deseo, y señora de mi estado. La respuesta y resolución de esto darás a quien te diere ésta, que es leal confidente mío. —El conde Fabio.» Estaba la letra tan parecida, y la firma tan bien contrahecha, que no había en qué poner duda que la carta era del conde. Abrió el duque la cerrada, que decía así: «Tiénenme tan lastimada, conde excelentísimo, los agravios que del duque has recibido desde el día que lo supe, que cualquiera encarecimiento que diga será corto. Y aunque los beneficios del duque recibidos me pudieran tener obligada, más debo al sentimiento de tu agravio, como lo verás en la ocasión que me has puesto: que dar lugar a que las personas como tú se desagravien, no lo tengo por traición. Y supuesto que es así, y que de tu confidente sé cuán cerca estás de esta villa, entra en ella, y ven mañana, ya pasada de medianoche, a la puerta trasera de este palacio, que es adonde caen las ventanas de mi posada, trayendo por seña, en el sombrero, una banda blanca, para que no padezca engaño, por donde te arrojaré la llave, con que podrás tú y los que te acompañaren entrar. Y déte el Cielo valor para lo demás, que en razón de la merced que me prometes, no la acepto hasta que me veas, que podrá ser que entonces te parezca la fama que de mi hermosura tienes, más mentirosa que verdadera. El Cielo te guarde. —Rosismunda.» Tan asombrado quedó el duque de ver las cartas y conocer la letra y firmas, como Beatriz de que se hubiesen hallado en su poder. Era de modo que ni el duque hablara para culparla, ni ella para defenderse, sino con las hermosas lágrimas que hilo a hilo caían de sus lindos ojos. Y no hay duda de que si no se acordara de las razones que la hermosa señora le dijo cuando se apartó de ella en la fuente de lo que le faltaba por padecer, se quitara la vida, para salir de una vez de tantas penas. Y aun del duque se cree que le pasó más de hallar las cartas en su poder que de la traición que veía armada contra su vida, y que diera la mitad de su estado porque no fuera hallada en ella. Mas la duquesa, como mujer, y que veía la vida de su marido en balanzas, y la maldad de una mujer que tanto amaban y a quien tantos beneficios habían hecho, como mujer sin juicio, daba voces que la matasen, diciéndole mil afrentas, a lo que la inocente señora no respondía más que con su amargo llanto, no pudiendo imaginar por dónde le habían venido a su poder aquellas cartas, que no había visto, ni pensado, si bien se persuadía eran puestas por algún envidioso de su privanza, que contrahaciendo su letra y firma, ordenó tal traición. Y viendo que para ella no había más disculpa que la que Dios, como quien sabía la verdad, podía ordenar, callaba y lloraba; de que el duque, compadecido, la mandó retirar a su cámara, con orden que no saliese de ella, bien contra la voluntad de la duquesa, que no quería sino que muriese. Ida Beatriz, lo primero que el duque hizo fue poner buena guardia en su palacio, y luego, sin dejar casa ni posada en toda la villa que no se mirase, mandó buscar el tal confidente del conde Fabio; mas no fue hallado, aunque para más satisfacción le trujeron cuantos forasteros en ella había. Y asimismo informado de todos cuantos en su palacio estaban si habían visto a Rosismunda hablar con algún forastero, y diciendo todos que no, creyendo que era más la traición contra Rosismunda que no contra él, por descomponerla, y lastimado de ello, y movido a piedad de ver su hermosura, honestidad y virtud, y la paciencia con que llevaba aquel trabajo, y lo que más es, guiado por Dios, que no quería que Beatriz muriese, habiéndole dicho que la duquesa, viéndole remiso en darla muerte, estaba determinada a darla veneno, sin que la duquesa lo supiese, ni él querer verla, porque no le diese más lástima de la que tenía, la mandó sacar una noche, al cabo de dos días que estaba presa, y que dos criados suyos la llevasen y la pusiesen junto a la fuente donde la había hallado, sin hacerla más daño que dejarla allí. Y así fue hecho; que como la fuente no estaba más de dos leguas de la ciudad, y partiesen con ella al primer cuarto de la noche, cuando llegaron a ella aún no había amanecido. Y dejándola allí, como llevaban la orden de su dueño, se volvieron. ¿Quién podrá decir el tierno sentimiento de la afligida reina, cuando se vio allí, de noche, sola y sin amparo, y habiendo perdido el sosiego con que en casa del duque estaba, y más por una causa tan afrentosa? Y más que no se hallaba con prenda de valor para poder remediarse; que, como se ha dicho, en casa del duque andaba vestida muy honestamente. No hacía sino llorar, y a cada rumor que oía, ya le parecían, o bestias fieras que la venían a sepultar en su vientre, o salteadores que la violasen su honra. Y esto temía más que el morir; que estaba tal, que casi tenía aborrecida la vida. En esta congoja estaba, cuando empezó el Aurora a tirar las cortinas de la noche, desterrando los nublados de ella para que Febo saliese, cuando mirando Beatriz por sí, con los entreclaros crepúsculos del alba, se vio con los ricos vestidos que había sacado de Hungría, cuando la llevaron por mandado del rey, su esposo, a sacar los ojos. Y pareciéndole todas sus cosas prodigios, estando cierta de que aquellos vestidos habían quedado en casa del duque, y ella con la pena con que salió de ella no [se] había acordado de ellos. Considerando, pues, estas cosas, juzgó que quien la ponía en tales ocasiones no la desampararía; aguardó, algo más consolada, en qué pararían sus fortunas, llamando a Dios que la socorriese, y ofreciéndole aquellos trabajos, cuando siendo ya más de día, vio salir de entre los árboles, no un león, ni un oso, ni aun salteadores, porque éstos no le dieran tanto asombro como ver salir a Federico, que si se os acuerda, con su falso doctor y criados se fueron a la floresta, cuando dejaron urdida la traición. No hay duda sino que quisiera más Beatriz verse despedazada de cualquiera de los dichos, antes que verle, y queriéndose poner en huida, se levantó. Mas Federico, abrazándose con ella, le dijo: —Ahora, ingrata y desconocida Beatriz, no te librarán de mis manos tus encantos, ni hechizos, ni la jaula de hierro en que me tuviste tanto tiempo; que yo te gozaré en venganza de tus desvíos, y luego te daré la muerte, para excusar la que tú tratas de darme. —Antes, traidor a Dios, a tu hermano y a mí, verás la mía —respondió Beatriz—, que yo tal consienta. Mátame, traidor enemigo; mátame ahora, si lo has de hacer después. Y diciendo esto, trabajaba por defenderse, y Federico por rendirla, pareciéndole al traidor que luchaba con un gigante, y a Beatriz, que sus fuerzas en aquel punto no eran de flaca mujer, sino de robusto y fuerte varón. Y andando, como digo, en esta lucha, dijo Federico, viendo su resistencia: —¡Qué te cansas, desconocida de mi merecimiento y valor, en quererte librar de mi poder, que aun el Cielo no es poderoso para librarte! Apenas acabó el blasfemo Federico de decir esto, cuando de entre los árboles salió la hermosa señora que en las pasadas angustias la había socorrido, que a paso tirado venía caminando hacia ellos; que como llegó, sin hablar palabra, asió de la mano a Beatriz, y tirando de ella, la sacó de entre los brazos del lascivo príncipe, y se la llevó, quedando Federico abrazado, en lugar de la hermosa presa que se le iba, con un fiero y espantoso león, que con sus uñas y dientes le hería y maltrataba; que, viéndose así, empezó a dar tristes y lastimosas voces, a las cuales acudieron el doctor y criados, que, viéndole en tal estado, sacando las espadas, de las cuales el león, temeroso, le soltó, entrándose por lo más espeso de la alameda, porque no era tiempo ni que la vida de Federico ni los trabajos de Beatriz tuviesen fin. Quedó Federico tendido en el suelo, mal herido; tanto, que los criados y el doctor les fue forzoso llevarle al primer lugar, donde se estuvo curando muchos días de sus heridas, no pudiendo alcanzar, ni Federico con su entendimiento, ni el doctor con sus artes, cómo había sido aquella transformación, ni adónde se había ido Beatriz; que eso estaba por entonces reservado a quien la llevaba; la cual, con la hermosa señora que la llevó, se halló libre de la fuerza que esperaba recibir. Daba muchas gracias a su verdadera amiga y defensora de su vida y honor, y ella la animaba y regalaba con amorosas caricias, caminando todo aquel día, hasta poco antes de anochecer, a lo que Beatriz le parecía, fuera de camino, porque unas veces le parecía que iban hacia adelante y otras que daban vuelta y volvían a caminar lo ya andado, que llegaron a unas cabañas de pastores, donde la dejó su guía, diciéndole: —Quédate aquí, Beatriz, que aquí hallarás lo que por ahora has menester. Y sin aguardar ni dar lugar a que la respondiese, ni le diese agradecimiento del bien que le hacía, la vio ir por el campo con ligerísima velocidad, dejándola tan desconsolada en su ausencia como la vez primera; porque cuanta alegría recibía su corazón mientras la tenía junto a sí, sentía de pena cuando se apartaba. En fin, viendo que ya se había encubierto, se llegó a las cabañas, donde halló cantidad de pastores y pastoras que tenían, sobre unas pellejas de las reses muertas, tendidos unos blancos, aunque toscos manteles, y todos sentados alrededor querían cenar una olla, que estaba sacando una de las pastoras, de tasajos cecinados; que como vieron aquella mujer que en lengua alemana les dio las buenas noches, tan hermosa y ricamente aderezada, como simples rústicos, se quedaron mirándola embelesados, hasta que ella, viendo la suspensión, prosiguió diciendo: —Amigos, por la pasión de Dios os pido que si sois cristianos (como me parece que lo sois), me admitáis y amparéis en vuestra compañía, siquiera por ser mujer, que me he escapado de un gran peligro y vengo huyendo de un cruel enemigo que anda procurando quitarme la vida. Ellos, habiendo entendido bien la lengua (porque era la misma que hablaban, pues de allí a la corte de Alemania apenas había media legua), le respondieron que entrase, que de buena voluntad harían lo que les pedía. Con este beneplácito de la pobre gente, entró la perseguida reina, y haciéndola sentar a la pobre mesa, cenó, comió y almorzó con ellos, porque desde que salió de casa del duque no había comido bocado, haciéndola todos tanto agasajo y buena acogida, que aquella noche, no pudiendo dormir, pensando en sus fortunas, se resolvió a enviar a vender a la ciudad aquellos ricos vestidos, y trocándolos a los pastoriles, quedarse allí con aquella buena gente. Mas no le sucedió así, como ella pensaba. Y fue el caso que, cerca de aquellas majadas de pastores, había un soto donde se criaba gran cantidad de caza, y donde el Emperador iba muchas veces a cazar y a divertirse de la pensión que trae consigo la carga del gobierno, y había seis o ocho días que estaba en él con la Emperatriz y toda su gente, y un niño que tenían de seis años, príncipe heredero de todo aquel imperio, que no tenían otro. Y otro día, volviéndose todos a la ciudad, era fuerza pasar por delante de las cabañas; que como los pastores y pastoras sintieron que venía, salieron todos a verle pasar, y Beatriz con ellos; que como la carroza en que el Emperador y Emperatriz, y su hijo, llegaron cerca, y entre la gente rústica viesen aquella dama tan hermosa y bien aderezada, con vestido de tanta riqueza, extrañando la novedad y el traje, que bien conocieron ser húngaro, mandando para la carroza, enviaron con un criado a llamarla, que, sabido por Beatriz, se llegó y con una cortés reverencia (como ella bien sabía se habían de tratar tan reales personas) los saludó, a la cual el Emperador correspondió con otra no menos cortés reverencia, contemplando en su rostro la majestad que en sí encerraba, y con alegre y afable semblante, le preguntó que de dónde era y qué hacía entre aquella gente. —Poderoso señor —respondió Beatriz—: yo soy de tierras muy extrañas de ésta, aunque he asistido algún tiempo en Hungría; sacáronme de mi patria y casa por un engaño, y después de haberme traído a unos montes, que allá detrás quedan, queriéndome matar en ellos, el Cielo, que sabe para qué me guarda, me libró de las crueles manos de mis enemigos, y hurtándome de ellos, llegué anoche a estas cabañas, donde esta piadosa gente me amparó. Esto es lo que puedo decir a vuestra majestad; lo demás es más para sentido que para contado. Mirándola estaban el Emperador y Emperatriz mientras ella hablaba, maravillados de su gracia y belleza, cuando sucedió una maravilla bien grande, y fue que el niño, que junto a su padre estaba, acercándose al estribo de la carroza, como Beatriz estaba tan junto que tenía las manos puestas en él, le echó los brazos al cuello, y juntando su rostro con el suyo, la empezó a besar con tan grande amor como si toda su vida se hubiera criado en su compañía; que visto esto por Beatriz, le sacó de la carroza, apretándole entre sus brazos, le pagó en amoroso cariño lo que el príncipe había hecho con ella. Admirados todos de lo que el niño hacía con aquella dama, juzgando a prerrogativa de la hermosura agradarse todos de quien la posee, dejando a más de cuatro el niño envidiosos de los favores que gozaba, y queriendo restituírsele a sus padres, no fue posible, porque daba gritos, llorando por volverse con ella, sin bastar los halagos de su madre, ni reñirle el Emperador, que era tan grande el sentimiento que el príncipe hacía, y tan tiernas y lastimosas las lágrimas que lloraba, que los padres, como no tenían otro, compadecidos de él, rogaron a Beatriz entrase en el coche, diciéndole que, supuesto que no tenía parte segura donde ampararse de los que la perseguían, que dónde mejor que en su palacio, donde el príncipe su hijo le serviría de guardia, pues los que le guardaban a él, la velarían a ella. No le pareció a Beatriz acaso este suceso, sino encaminado por Dios y su guardadora. Y así, besando la mano al Emperador y Emperatriz, y despidiéndose de los pastores, prometiéndoles satisfacerles el bien que de ellos había recibido en albergarla aquella noche, se fue con el Emperador, tan contentos él y la Emperatriz de llevarla, que si hubieran ganado un reino, no fueran más contentos; a tanto obligaba el sereno, honesto y hermoso rostro de Beatriz que cuantos la miraban se le aficionaban. Las alegrías que el niño hacía admiraban a todos, que no hacía sino apartar su cara de la de Beatriz y mirarla, y luego, riéndose, volver a juntarse con ella, quedando desde este día a su cargo la crianza del príncipe, porque no había que intentar apartarle de ella; con ella comía y dormía, y en tratando de dividirle de su compañía, lloraba y hacía tales ansias, que temían su muerte. Queríanla tanto por esto los Emperadores, que no es posible ponderarlo, y ella amaba al príncipe más que si fuera su hijo. En fin, la dejaremos en esta paz y quietud tan amada, respetada y servida, como si estuviera en el reino de Hungría, y vamos a Federico y su doctor, que ya sano de sus heridas y tan enojado contra la reina, por parecerle que por mágicas artes le había puesto en tal peligro, que si la cogiera en su poder (como cuando la tuvo a la fuente) no aguardara a gozarla, como entonces intentó, sino que la diera muerte, bien pesaroso de no haberlo hecho entonces. Preguntó un día a su doctor qué le parecía de tales sucesos. —¿Qué quieres, príncipe, que me parezca? —respondió el doctor—, sino que tú y yo tenemos fuerte enemigo, porque no puedo, por más que lo procuro, alcanzar qué deidad defiende esta mujer, que no valen nada mis artes y astucias contra ella. Sólo alcanzo que, si dentro de un año no muere, nos hemos de ver tú y yo en la mayor afrenta que hombres en el mundo se han visto, y no puedo entender sino que es grandísima hechicera y maga; porque, aunque he procurado saber, después que estamos aquí, dónde o quién la ha escondido, no lo he podido alcanzar hasta hoy, que me ha dicho un familiar mío que está en el palacio del Emperador de Alemania, muy querida y estimada de todos; porque un niño de seis años, hijo del Emperador, que la quiere más que a su madre, a cuya causa los padres la aman ternísimamente, y lo que se ha de temer es no descubra al Emperador quién es y lo que le ha pasado contigo; no hay duda que dará cuenta al Rey, tu hermano, el cual desengañado y sabida la verdad, tú morirás y yo no quedaré libre, por haberte ayudado. Dirás cómo sabiendo tanto no acabo con ella. Y a eso te respondo que contra esa mujer ni tu acero puede cortar, ni mis artes tienen fuerza por una sombra que la ampara, que no puedo alcanzar quién se la hace, ni mis familiares tampoco; porque hay cosas que hasta a los demonios las oculta Dios por secretos juicios suyos, y es el amparo tan grande que tiene en ella, que, aunque ahora quisiera llegar a ella (como llegué cuando en casa del duque le puse en las mangas las cartas con que la saqué de allí y la puse en tu poder), no fuera posible. Y esto es desde el día que a la fuente te la sacaron de las manos y en su lugar dejaron el león, que te ha tenido en el estado que te has visto. Pues dejarla que viva es peligroso para nosotros, que tarde o temprano se ha de venir a descubrir, y correremos el mismo riesgo. Lo más acertado es procurar que muera por ajenas manos, y el cómo ha de ser que yo te pondré dentro del palacio del Emperador, y en la misma cámara donde duerme con el niño príncipe, cuando ya el sueño los tenga a todos rendidos (que entrar yo es imposible, por esta sombra que digo que la defiende), y pondrásle debajo de la almohada una hierba que yo te daré, que provoca a sueño, que mientras no la despertaren, dormirá seis días; como esté así, mátale el niño, y luego ponle la daga en la mano, para que, viéndola así, juzguen que ella le ha muerto, que con esto acabaremos con ella; pues claro es que la han de mandar degollar, en venganza de la muerte del príncipe, con que quedaremos libres. Y si esto no se hace, no hay qué aguardar. Mira si te parece a propósito y si te determinas a ello; si no, sigue tu parecer y gusto, que yo me quiero volver a mi morada, porque estoy dudoso si me guardarás el secreto prometido, de que me seguirá mucha pérdida, cuando no sea en mi vida, en mi saber, que en él está la fuerza de mis artes. Y quiero, si lo hicieres, estar lejos del peligro, porque el día que (aunque sea confesándote) lo descubrieres, ese día moriremos tú y yo, y no es la vida tan poco amable que se desee perder, que será, sobre haberte bien servido, llevar mal galardón. —¿Qué es irte a tu morada? —respondió Federico, abrazando al doctor—. Mientras yo viva, no consentiré tal. Y para que con más seguridad estés, dame la mano y palabra de que de día ni de noche te has de apartar de mí, que yo te la doy de lo mismo. Y en cuanto al secreto (te vuelvo a prometer, como hijo de rey y príncipe que soy, y rey que espero ser) de guardártele de modo que, aunque me confiese, no confesaré lo que entre los dos pasa, ha pasado y pasará; antes no me confesaré, porque pierdas el temor. —No confesarte —dijo el doctor— fuera causar mucho escándalo; que al fin eres cristiano y lo has de hacer, aunque no sea sino por cumplir con el mundo. Calla lo que importa y di lo demás, que más de dos hay que lo hacen. —Así, así será —dijo Federico—, y vamos luego a matar ese niño, para que muera esta enemiga, ya que no puede mi acero ejecutar en ella la rabia de mi pecho. Con esto, dando orden a los criados los aguardasen allí, sin que por accidente ninguno se apartase de aquel lugar hasta que ellos volviesen, se salieron paseando por el campo, donde aquella misma noche puso el doctor a Federico dentro del palacio del Emperador, y aguardando a que todos se sosegasen, ya que fue tiempo, le llevó a la puerta de la cámara donde Beatriz con el niño dormían, descuidada de esta maldad, y dándole la hierba que había dicho, le dijo: —Entra, príncipe, que aquí te aguardo, y advierte que en lo que vas a hacer no te va menos que la vida. No te ciegue ni engañe la hermosura, ni el amor de esta tirana, que si te cogiera a ti como tú la tienes a ella, yo te aseguro que no te reservara. —Déjame el cargo —respondió Federico, maravillado del gran saber del doctor—, que me espanta cómo, sabiendo tanto, no alcanzas que, cuando no fuera por lo que me va a mí, sólo por tu gusto, aun a mi hermano no perdonara la vida. Si no, dime que se la quite, y verás en obedecerte lo que te estimo. —Así lo creo —dijo el doctor—, y eso será para después; que deseo tanto verte rey, que pienso que no hemos de aguardar a que el curso de los años se la quite. Y no te espantes que tema a un hombre enamorado en presencia de una mujer hermosa, que es un hechizo la hermosura que a todos mueve a piedad. Y porque sé tanto, sé que por amor se perdonan muchos agravios. Con esto, Federico entró y el doctor se quedó aguardando fuera; que como llegó junto a la cama, vio dos ángeles; humanémoslo más: vio a Venus y a Cupido dormidos, porque en la cuadra había luz grande. Era la crueldad de este hombre mucha, pues no le ablandó tan hermosa vista; mas no hay que espantar, que estaba ya el rigor apoderado de él. Púsole la hierba debajo de la almohada, y quiso hacer experiencia del saber del doctor, su amigo, y sacando la daga, fue a herir a Beatriz en medio del blanco pecho, diciendo: —Ahora, alevosa reina, con una muerte me pagarás tantas como por ti he pasado. Mas no fue posible poder mandar el brazo. Con que, satisfecho de la verdad que su doctor le trataba, la volvió contra el inocente príncipe, y dándole tres o cuatro puñaladas, le dejó dormido en el eterno sueño, y luego, poniendo a Beatriz la daga bañada en la inocente sangre en la mano, se volvió a salir, dónde halló al doctor, y juntos se fueron al campo, junto a las cabañas de los pastores donde Beatriz estaba cuando la halló el Emperador, porque allí le dijo el doctor se había de ejecutar la justicia de Beatriz, para verla por sus ojos y quedar seguro de ella. Llegó la mañana, bien triste y desdichada para el Emperador y todo el imperio de Alemania, que como las criadas que asistían a Beatriz y al príncipe vieron ser hora, entraron a la cámara y vieron el cruel y lastimoso espectáculo, dando terribles gritos, fueron donde estaban el Emperador y Emperatriz diciendo: —¡Venid, señores, y veréis la tragedia de vuestro palacio y imperio, que la traidora de Florinda —que así había dicho que se llamaba— os ha muerto a vuestro amado hijo! Los ansiosos padres, con tales nuevas traspasados, fueron a ver lo que aquellas mujeres les decían, que como se ofreció a sus ojos la lástima y dolor, empezaron, como gente sin juicio, a dar voces, mesando la Emperatriz sus cabellos y el Emperador sus barbas, a cuyas voces despertó Beatriz, despavorida, que hasta entonces le había durado el diabólico sueño; que no hay duda que si antes hubiera despertado, con la misma daga que tenía en la mano, se hubiera quitado la vida. Que como se vio así bañada en sangre, y al niño muerto, y que ella, con la daga que en la mano tenía, daba muestras de ser el agresora de tal delito, no hizo más de alzar al cielo los ojos bañados de tierno y lastimoso humor, y decir: —¡Ya, Señor, veo que de esta vez es llegado el fin de mi desdichada y perseguida vida! Y pues conozco que ésta es tu voluntad, también es la mía. Yo muero contenta de que no la debo, y de que aquí tendrán fin mis persecuciones, y con una muerte excuso tantas como cada día padezco, y así, mi descargo sea mi silencio, porque deseo morir sin contradecir a lo que dispones. A este tiempo, ya el Emperador, ciego de ira, había mandado llamar al gobernador, que venido, le mandó que tomasen a aquella mujer, así desnuda como estaba, y la llevasen a la misma parte donde la había hallado; allí le cortasen la cabeza, y que ella y la mano se pusiesen en el mismo camino, con letras que dijesen su delito. Y dando orden que se enterrase el príncipe, él y la Emperatriz se retiraron a llorar la muerte del amado hijo. Sacaron a la hermosa reina, así desnuda, como estaba, del palacio, y por llegar más presto (como hasta la parte dicha había media legua) la entraron en un coche, y también porque no la matasen los ciudadanos, que, dando voces, andaban como locos, lamentando la muerte de su príncipe. Antes de ejecutar la justicia, que como la vana ostentación del mundo hasta en los cuerpos sin alma se guarda, no pudo ser el entierro del niño tan presto, que primero no llegaron con la hermosa señora al lugar del suplicio; que como estuvieron en él, sacándola del coche, atadas las manos, la pusieron en mitad de aquel campo, en medio de un armado escuadrón, para que todos los que la seguían la viesen, mientras se levantaba un alto cadalso, donde se había de ejecutar la justicia, que muchos oficiales armaban a gran priesa. Estaba la inocente y mansa corderilla cercada de carniceros lobos, con los llorosos ojos mirando con la priesa que se disponía su muerte. Llamaba muy de veras a Dios, ofreciéndole aquél y los demás martirios que había padecido. Y el traidor Federico y su compañero, entre la gente, mirando lo que tanto deseaban, cuando, bajando Beatriz los ojos del cielo, donde los tenía puestos, y extendiendo la vista por el campo, vio venir, rompiendo por el tumulto de la gente a largo paso, a su defensora y amiga, aquella hermosa señora que la había dado su favor en tantos peligros como se había visto, que como llegó, le dijo: —En estas ocasiones, Beatriz, se conocen las verdaderas amigas. Y desatándole las manos, tomándola por una de ellas, por entre toda la gente, paso a paso, la sacó de entre todos, hallándose Beatriz a este tiempo con los mismos vestidos que salió de su casa y se le habían quedado en el palacio del Emperador, y la llevó muy distante de allí, poniéndola entre unas peñas muy encubiertas, a la boca de una cueva, que junto a ella había una cristalina y pequeña fuentecilla, y del otro lado una verde y fructuosa palma cargada de los racimos de su sabroso fruto. Y cómo llegó allí, le dijo la hermosa señora: —Entra, Beatriz, dentro de esa cueva, que ésta ha de ser tu morada hasta que sea tiempo. En ella hallarás lo que has menester, que quiere Dios que por ahora no comuniques con más gentes que con las voladoras aves y simples conejuelos y sueltos gamos, donde te hallarás mejor que con los hombres. Vive en paz, ama la virtud y encomiéndate a Dios, y acuérdate de mí, que soy la que te he sacado del aprieto en que te has visto. —¡Ay, señora —dijo Beatriz, arrodillándose a sus pies—, no os vais sin decirme quién sois, para que sepa a quién tengo de agradecer tantas mercedes, que olvidarme de vos es imposible! —Aún no es tiempo que lo sepas. Y diciendo esto, se fue con notable ligereza, dejando a Beatriz absorta, siguiendo con los ojos sus pasos, y con el sentimiento, que todas las veces que se apartaba de ella, quedaba; que como la perdió de vista, se levantó y entró en la cueva, la cual no tenía de hueco más de algunos veinte pasos; toda era labrada en la misma peña. A un lado de ella estaba una cruz grande, labrada de dos maderos con mucho primor y curiosidad, y del clavo de los pies que tenía en los brazos, y los dichos sus tres clavos, estaba colgado un rosario y unas disciplinas, y al pie un pequeño lío, en que estaba un hábito de jerga, con su cuerda, y una toca de lino crudo, y sobre el lío unas Horas de Nuestra Señora, otras de oraciones en romance, un libro grande de vidas de santos, y enfrente de esto, unas pajas, donde podía caber su cuerpo, que a lo que la santa reina juzgó, parecía haber sido morada de algún penitente que había trocado esta vida, llena de penalidades, a la eterna. Que viendo esto, desnudándose el vestido, haciendo del un lío, le puso a un lado de la cueva, y vistiéndose el grosero saco, ciñéndose la cuerda y abriendo el dorado cabello con la cruda toca, se sintió tan gozosa como si estuviera en el palacio de su padre o esposo, no echando menos, con el alimento que en la verde palma y clara fuentecilla halló, los regalados manjares de la casa del duque ni [[del]] palacio del Emperador. Dejémosla aquí, comunicando a todas horas con Dios, a quien daba muchas gracias, junto con su Santa Madre, de haberla sacado de entre los tráfagos y engaños del mundo, pidiéndoles que, antes que se muriese, supiese quién era aquella hermosa y piadosa señora que la había librado tantas veces de la muerte y traídola a tan sosegada vida, unos ratos orando y otros leyendo. Y volvamos al lugar del suplicio, y a la corte del emperador, que no hay poco que decir de ellos. Acabóse de levantar el cadalso, que, porque fuese más bien vista su muerte, se mandó hacer. Y queriendo, para ejecutar la justicia, llevar a él a Florinda, que así la llamaban todos, como a un tiempo fue el ir por ella y el llevársela su defensora, y vieron que de delante de los mismos ojos faltaba, quedaron los engañados ministros tan asombrados como cuando el caminante que en noche muy oscura caminando, de repente, se le ofrece a la vista un repentino relámpago, que, dejándole deslumbrado, no sabe lo que le ha sucedido. Así quedaron los que al tiempo de asir de Florinda, se hallaron sin ella, mirando a unas partes y a otras, por ver por dónde se habían ido, no quedando menos admirados que los demás Federico y el doctor, no pudiendo imaginar dónde se hubiese ido. Unos decían: «Aquí estaba ahora.» Otros: «Mirándola, sin partir los ojos de ella, se me ha desaparecido de ellos.» Éstos le llamaban «milagro», y aquéllos «encantamiento». Sólo el doctor, que era el que más espantado estaba de que de su saber se le encubriese, dijo a Federico: —¿Qué nos cansamos? Que mientras esta sombra se la hiciere a esta mujer, no hemos de tener poder contra ella. Pues estando de esta suerte, sin saber qué hacerse, ni qué disculpa darían al Emperador, vieron venir al más correr de un caballo un caballero de palacio, dando voces que, si no estaba ejecutada la justicia, se suspendiese y diesen vuelta con Florinda a palacio, que así lo mandaba el Emperador, que como llegó le dijo al gobernador lo mismo. Y cómo, al tiempo de llevar a sepultar al príncipe con general sentimiento de todos, había resucitado levantándose sano y bueno, diciendo a voces: —No maten a Florinda, que no me mató Florinda; antes por Florinda tengo vida. Tráiganme a Florinda. Vayan presto, no la maten, que está inocente; que no me mató sino un traidor, por hacerla mal a ella. Nuevas admiraciones causaron estas nuevas, y viendo que no parecía, ni por vueltas que dieron por el campo no la hallaban, volvieron a dar cuenta al Emperador de todo; que fue tanto su sentimiento de que no pareciese, como si la hubieran muerto, y más viendo que el niño lloraba por ella y decía que sin Florinda no quería vivir. Ida la gente, quedaron solos Federico y el doctor, a quien dijo el príncipe: —¿Qué me dices de tales sucesos, doctor amigo? —Qué quieres que te diga, sino que tengo agotado el entendimiento, deshecha y deslucida la sabiduría, por ver lo que pasa, y que a mí, que no se me encubre cuanto pasa en el mundo, y aun lo que en las profundas cavernas del infierno hay, lo miro y juzgo como si estuviera en cada parte, no puedo alcanzar este secreto, ni en qué virtud se libra esta mujer de tantos peligros como la ocasionamos tú y yo, que sé, aunque más lo procuro, si en virtud de Dios u de algún demonio se hace esto. Mirándola estaba cuando se desapareció, y no vi más de que la encubrieron sin saber quién, ni por ahora alcanzo dónde está. Sólo sé que la hemos de volver a ver; mas entonces será con gran riesgo de los dos. Y ahora es menester que de nuevo tornemos tú y yo a prometernos no apartarnos el uno del otro en ningún tiempo ni ocasión, porque, unidas nuestras fuerzas, no le basten las suyas contra nosotros; y que demos la vuelta a Hungría por aliviar la pena que tu hermano y todo el reino tiene por ti, y allí obraré con más fuerza y sosiego de mis encantos, para ver si pudiésemos obrar contra ella, antes que ella contra nosotros. Y en caso que no se pueda hacer, será lo más acertado quitar a tu hermano la vida con alguna confacción que le demos, que siendo tú rey, poco podrá contra ti. Parecióle bien a Federico el consejo del doctor, y dándole de nuevo palabra de no apartarse de sí en ningún tiempo, ni de noche ni de día, se fueron donde habían dejado los criados, y de allí a Hungría, donde hallaron al rey bien penado por no saber nuevas de su amado hermano, y todo el reino muy triste, no sabiendo de su príncipe. Y por su venida hicieron grandes fiestas, que como el rey no se quería casar, tenían todos puestos en él los ojos, que, aunque le conocían mal inclinado, era, en fin, hijo de su rey y hermano del que tenían. Ocho años estuvo Beatriz en la cueva, sin que el mal doctor pudiese, en todos ellos, descubrir dónde estaba. Y ella, tan contenta en aquella morada, gozando tan quieta y pacífica vida, que ya no se le acordaba de reino, ni esposo, sin que persona humana en todo este tiempo viesen sus ojos. Toda su compañía eran simples conejuelos y medrosos gamos con tiernas cervatillas, que estaban tan hallados con ella, que se le venían a las manos, como si fueran mansos cachorrillos, gozando de la alegre música de las aves, con quien se deleitaba y entretenía. Sólo sentía mucha pena de no haber visto en todos estos años su amada amiga y defensora, aquella hermosa señora a quien tanto debía, que casi amara el verse en peligro por tornarla a ver. Cuando una mañana, al empezar a reír el alba, estando durmiendo, se oyó llamar de la misma suerte que cuando estaba sin ojos entre las peñas, diciéndole: —Dios te salve, Beatriz amiga. A cuya voz, abriendo los soñolientos ojos, vio junto a sí a su querida y amada defensora, y levantándose despavorida y alegre, se arrodilló delante de ella, diciendo con lágrimas de alegría: —¡Ay, señora mía, y qué largo tiempo ha que no os veo! ¿Cómo os habéis olvidado de mí, sabiendo, como quien tanto sabe, las ansias que por veros he tenido? Decidme, ¿cómo no me habéis venido a ver? Que, a saber yo dónde os pudiera hallar, no me hubiera detenido en buscaros. —Yo —respondió la señora— nunca me olvido de quien verdaderamente me ama, que aunque tú no me has visto, yo te he visto a ti; mas como hasta ahora no te has visto con necesidad de mi favor, no he venido a que me veas. Y porque ya es tiempo que los deseos que tienes de saber quién soy se cumplan, antes de decirte a lo que vengo, quiero que me conozcas y sepas que soy la Madre de Dios. En diciendo esto, como ya era la voluntad de Dios y suya que la conocieran, al punto, en el diáfano manto azul, que aunque de este color, más era sol que manto, en los coturnos de la plateada luna, en la corona de estrellas, en el clarísimo resplandor de su divino y sagrado rostro, en los angélicos espíritus que la cercaban, conoció Beatriz aquella soberana Reina de los Ángeles, Madre de Dios y Señora nuestra. Que, puestos los ojos en ella, así como estaba de hinojos, se quedó inmóvil y elevada, gran rato absorta en tan gloriosa vista. Goce Beatriz este favor tan deseado, mientras que yo pondero este misterioso suceso, y digo que es gran prueba de nuestra razón la que sucedió a esta hermosa y perseguida reina, que para defenderse de la lasciva crueldad de un hombre, no le bastase su santidad, su honestidad, con todas las demás virtudes que se cuentan de que era dotada, ni con su divino y claro entendimiento disimular y celar el amor de que tantas veces y en tan varias ocasiones se había dado por desentendida, ni el excusarse de que hallase en ella más cariño ni agrado cuando le escribió el papel, ni tenerle el tiempo que estuvo en la jaula de hierro. Nada baste contra la soberbia e ira de este hombre, sino que sea menester todo el favor y amparo de la Madre de Dios. ¡Ah, hermosas damas, si consideráis esto, y qué desengaño para vuestros engaños! El poder de la Madre de Dios es menester para librar a Beatriz de un hombre, resistiéndole, apartándose, disimulando, prendiendo, y, tras todo esto no se pueda librar de él, si la Madre de Dios no la libra. ¿Qué esperáis vosotras, que los amáis, que los buscáis, que los creéis, que os queréis engañar? Porque lo cierto es que si fuéramos por un camino y viéramos que cuantos han caminado por él han caído en un hoyo que tiene en medio, y viendo caer a los demás, nosotros fuésemos a dar en él de ojos, sin escarmentar de ver caer a otros, ¿qué disculpa podemos dar, sino que por nuestro gusto vamos a despeñarnos en él? ¿Veis la parienta burlada, la amiga perdida, la señora deshonrada, la plebeya abatida, la mujer muerta a manos del marido, la hija por el padre, la hermana por el hermano, la dama por el galán, y finalmente veis que el día de hoy el mayor honor y la mayor hazaña de que se precian los hombres es de burlaros y luego publicarlo y decir mal de vosotras, sin reservar ninguna, sino que en común hacen de todas una ensalada, ¿y no tomaréis ejemplo las unas en las otras? ¿Para qué os quejáis de los hombres, pues, conociéndolos, os dejáis engañar de ellos, fiándoos de cuatro palabras cariñosas? ¿No veis que son píldoras doradas? ¿No consideráis que a las otras que burlaron dijeron lo mismo, que es un lenguaje estudiado con que os están vendiendo un arancel que todos observan, y que, apenas os pierden la vista, cuando, aunque sea una fregatriz, le dicen otro tanto? Y lo que más habíades de sentir es cuando, juntos en corrillos, dicen que os hallan tan a la mano, que vosotras mismas les rogáis, y que hallan mujeres a cuarto de castañas, o a pastel de a cuatro. ¿No os afrentáis de esto? ¿No os caéis muertas de sentimiento? Pues de mí digo que, con no ser comprendida en estas leyes, porque ni engaño ni me pongo en ocasión que me engañen, ni he menester los desengaños, me afrento de manera que quisiera ser poderosa de todas maneras para apartaros de tal vicio y para defenderos de tales desdichas, ¡y que nada os obligue a vosotras para libraros de ella! Pues mirad cómo esta reina que, pues merecía tener el favor de la Madre de Dios, buena era; pues si siendo buena tuvo necesidad de que la Madre de Dios la defendiese de un hombre, vosotras, en guerra de tantos y sin su favor, ¿cómo os pensáis defender? Volved, volved por vosotras mismas, ya que no estimáis la vida, que a cada paso la ponéis en riesgo; estimad el honor, que no sé qué mujer duerme sosegada en su cama, sabiendo que en los corrillos están diciendo mal de ella los mismos que debían encubrir su falta, habiendo sido instrumentos de que cayese en ella; que en las pasadas edades más estimación se hacía de las mujeres, porque ellas la tenían de sí mismas, y entonces, como les costaban más, las aplaudían más y los poetas las alababan en sus versos, y no las ultrajaban como ahora, que no se tiene por buen toreador el que no hinca su rejón. Ahora volvamos a Beatriz, que la dejamos elevada y absorta en aquella divina vista, que en lo demás yo pienso que me canso en balde, porque ni las mujeres dejarán de dar ocasión para ser deshonradas, ni los hombres se excusarán de tomarla, porque a las mujeres les huele mal el honor, y a los hombres el decir de ellas bien, que así anda todo de pie quebrado; es la gracia que tienen todos y todas: los tejados de vidrio, y sin temer las pedradas que darán en el suyo, están tirando piedras a los demás. Y de lo que más me admiro es del ánimo de las mujeres de esta edad, que sin tener el favor y amparo de la Madre de Dios, se atreven a fiarse del corazón de los hombres, bosques de espesura, que así los llamó el rey don Alonso el Sabio, en lo verdadero, y el dios Momo en lo fabuloso, donde no hay sino leones de crueldades, lobos de engaños, osos de malicias y serpientes de iras, que siempre las están despedazando el honor y las vidas, hartando su hambre y sed rabiosa en sus delicadas carnes, que bien delicada es la vida y bien débil el honor. Y con ver salir a las otras despedazadas, se entran ellas sin ningún miedo en ellas. Pues, como digo, estaba Beatriz arrodillada, y tan fuera de sí, mirando aquella Divina Señora, de quien tan regalada se hallaba, que se estuviera allí hasta el fin del mundo, si la Santísima Virgen no le dijera: —Vuelve en ti, amiga Beatriz, que es ya tiempo que salgas de aquí y vayas a volver por tu honor, que, aunque padeces sin culpa, y eso tu paciencia es bastante para darte el premio de tus trabajos, quiere mi Hijo que sus esposas tengan buena fama, y por eso muchas a quien el mundo se le ha quitado, aun después de la última jornada de él, permite que con averiguaciones bastantes, como las que se hacen en su canonización, se la vuelva el mismo que se la ha quitado. Mas de ti quiere que tú la restaures y quites a tu mismo enemigo el peligro que tiene de condenarse, y a tu esposo y padres, junto con los dos reinos de Inglaterra y Hungría, en la mala opinión que te tienen. Toma este vestido de varón y póntele, dejando ahí los dos que te han servido en tus penas y quietudes, y estas hierbas. Diciendo esto, le dio el vestido y una cestilla de unas hierbas tan frescas y olorosas, que bien parecía que las traía aquella que es vergel cerrado y oloroso; y prosiguió diciendo: —Éstas no se te marchitarán jamás, sino que siempre las hallarás como te las doy. Vete a Hungría, donde, por voluntad y permisión de mi Hijo, todos perecen de una cruel peste que ha dado; tal, que no vale la diligencia de los médicos humanos para reservar a los tocados de ella de la muerte. Sólo a ti, que por medio de estas hierbas es otorgado el poder; mas ha de ser de este modo; que el herido de este mal que quisiere ser sano se ha de confesar de todos sus pecados, sin reservar ninguno, por feo que sea, delante de ti y otra persona que tú señalares. Y hecho esto, habiendo sacado el zumo de esta hierba, le darás a beber una sola gota, con que al punto quedará sano. Mas, adviértote, y así lo hagas tú a los que curares, que en dejando de confesar algún pecado, o por vergüenza o malicia, al punto que beba el salutífero licor, le será riguroso veneno que le acabará la vida, con gran peligro de su alma. Levantóse Beatriz, oído esto, y quitándose el saco de jerga, se vistió el vestido, y llevando el arreo que se quitaba a la cueva, le puso en el lugar que le había hallado. Y despidiéndose de aquella morada con tierno sentimiento, tomó su cestilla, y en compañía de su gloriosa defensora, que, tomándola por la mano, la sacó de entre las peñas y la puso en el camino, enseñándola por dónde había de ir, y abrazándola y dándola su bendición, y ella arrodillada, con muchas lágrimas, por apartarse de aquella celestial Señora, le besó los pies con tal sentimiento, que no se quisiera quitar jamás de ellos, pidiéndole que siempre la amparase. Y la Santísima Virgen, ya que se quería partir, le dijo: —Anda, hija, con la bendición de Dios y mía, y sanarás a todos los que hicieren lo que te he dicho, en el nombre de Jesús, mi amado Hijo. Y dejándola así, arrodillada, se desapareció, quedando la santa reina tan enternecida de que se hubiese partido de ella, que no acertaba a levantarse, ni quitar la boca del lugar adonde había tenido sus gloriosos pies. Y así estuvo un buen espacio; hasta que, viendo ser justo obedecer lo que le había mandado, se levantó y empezó a caminar; que como fue entrando por el reino de Hungría, era cosa maravillosa de ver la gente que sanaba, así de un sexo como del otro, tanto que a pocos días volaba su fama por todo el reino, llamándola el médico milagroso, hasta que llegó a la misma ciudad donde asistía la corte, la cual halló en más aprieto que las demás que había andado; tanto, porque como allí era más la gente y el mal estaba apoderado de los más, cuanto porque estaba herido de él el príncipe Federico, y tan malo, que no se tenían esperanzas de su vida, por no aprovecharle los remedios que los médicos le hacían. Y como no había otro heredero, el rey y el reino estaban muy apenados. Empezó Beatriz a hacer sus milagrosas curas, sanando a tantos con ellas, que apenas la dejaban hora para dar algún reposo a su cuerpo, y junto con esto a no hablarse en otra cosa sino en el médico milagroso; unos, creyendo ser algún santo; y otros, teniéndole por algún ángel; de suerte que llegaron las nuevas al rey, que, afirmándole todos los que lo sabían que sanaba a tantos, deseoso de la vida de su amado hermano, envió por él, y venido, le prometió grandes mercedes si le daba salud. —Vamos adonde está —respondió Beatriz—; que, como el príncipe haga lo que los demás hacen, sanará sin duda. Oído esto por el rey, la tomó por la mano y entró donde estaba Federico en el lecho, tan malo y debilitado, que parecía que apenas duraría dos días. Tenía a la cabecera a su mágico doctor y amigo, que de día ni de noche se apartaba de él, y si bien había ya hecho las prevenciones que todo cristiano debe hacer para partir de esta vida, habían sido tan falsas, como quien había prometido a su doctor no decir, ni aun al confesor, el secreto que los dos sabían. Pues, viéndole el rey tan fatigado, le dijo: —Ánimo, amado hermano mío, que aquí tienes el milagroso médico, que te dará, con el favor de Dios, la vida, como la ha dado a cuantos en todo el reino perecían de este mal. Alentóse Federico, y poniendo en Beatriz los ojos, le dijo: —Haz tu oficio, doctor, que si me sanas, te prometo de hacerte el mayor señor de Hungría. —Hemos menester —dijo a esta sazón el mágico— saber en qué virtud curas, si es por ciencia, o por hierbas, o palabras. —¿Pues tú —respondió Beatriz—, que tanto sabes, ignoras en qué virtud curo? En la de Dios, que puede más que no tu falsa mágica. Calló el mágico, oído esto, y Beatriz, volviéndose a Federico, le dijo: —¿Sabes, príncipe, lo que has de hacer para que te aproveche el remedio que te he de dar? —No —dijo Federico—. Adviérteme de todo, porque no pierda la cura por ignorar lo que se ha de hacer. —Pues tú has de confesarte de todos tus pecados, sin dejar ninguno, por vergüenza, ni malicia, delante del rey, tu hermano, y de mí. Mas mira, príncipe, lo que haces, que si no te confiesas de todo, y te queda alguno, en lugar de vivir, morirás. ¡Gran misterio de Dios, que estaba hablando con los mismos que la perseguían, sin ser conocida de ninguno, ni el mágico menos! Pues viendo Federico que había nombrado al rey, vuelto a su doctor, le dijo: —Ya ves, doctor, que no puede ser menos; da lugar para que haga lo que este buen hombre dice que he de hacer. Rióse el doctor, y volviéndose a Federico, le dijo: ¿Pues cómo, príncipe, ya te olvidas que me tienes prometido, como quien eres, de no apartarme de ti? ¿Será justo que un rey quiebre su palabra? Según esto, ni yo puedo irme, ni tú enviarme. Mire este hombre cómo ha de ser, que menos que hecho pedazos, no cederé del derecho que tengo a tu promesa. Mudo quedó Federico, sin saber qué responder a lo que el doctor decía, viendo que decía verdad. A lo que Beatriz respondió, inspirada del Cielo: —Estáte quedo, engañador, no te vayas, que poco importa que estés presente, pues tú siempre lo estás a todo; mas por esta vez no te valdrán tus astucias ni saber, que hay quien sabe más que tú. Con esto, sentándose el rey, y Beatriz, y el doctor, Federico se confesó de todos sus pecados, excepto de las traiciones tocantes a la reina, estando muy contento el mágico, viendo cómo observaba el príncipe lo que le tenía prometido; que, como acabó y dijo que no tenía más que decir, viendo Beatriz que era diferente, le dijo: —¿No tienes más que decir? —No —dijo Federico. —¿No? —replicó Beatriz—. Pues mira lo que haces, que hasta darte el licor, yo te lo daré, que en esta vasija le tengo. Mas advierte que si dejas alguna cosa, por mínima que sea, en el punto que le bebas, no sólo perderás la vida, mas también el alma. Tembló oyendo esto Federico, y volviéndose al rey, le dijo: —Hermano mío, prometedme como rey perdonarme lo que hubiere cometido contra vos, y otorgadme la vida, que menos que con esto no puedo hacer lo que este buen hombre pide. —Yo, hermano amado —dijo el rey—, yo os perdono, aunque hubiérades tratado de quitarme la vida, y os otorgo la vuestra. Y quiera Dios que, obrando este milagroso remedio, le tengáis por muchos años. —Pues doctor amigo —dijo Federico, vuelto al mágico—, perdona; que morir y condenarme son dos males terribles, y no es razón que por guardarte a ti la promesa que te hice loco, pierda la vida del alma y cuerpo, cuando estoy cuerdo. —¿De esa manera cumples lo que prometes? —dijo el mágico—. ¿Qué esperanzas darás a tus súbditos para cuando seas rey? Y yo me quejaré de ti, y te infamaré por todo el mundo de perjuro. —Más importa el alma y la vida —dijo Federico. Y sin aguardar a más preguntas ni respuestas, declaró todo lo que tocaba a la reina, diciendo cómo había sido quien la había enamorado y perseguido, y cómo ella, por librarse de él, le había encerrado en la jaula de hierro; cómo habían fingido con el saber del doctor las cartas, estando en casa del duque; cómo la había querido forzar, antes de matarla, en la fuente; cómo le había muerto el niño príncipe en casa del Emperador, y cómo, estando para degollarla, se había desaparecido, lo que había oído al caballero de casa del Emperador, que había venido a que no se ejecutase la justicia, de que el niño había resucitado; cómo la había hallado con ojos, siendo cierto que los monteros se los habían sacado; y cómo, por más que había procurado saber qué se había hecho, no lo habían podido alcanzar, ni el doctor con su saber, ni él con sus diligencias; cómo tenían intención de matar al rey, porque si en algún tiempo pareciese, no los castigase. Finalmente, no dejó cosa que no la descubrió; que, visto por Beatriz, dándole la bujeta del licor, al punto quedó sano. Que como el rey, que atento estaba a lo que su hermano decía, se enteró de la inocencia de la reina, y lo que había pasado de trabajos y persecuciones, y no supiese dónde hallarla para pedirla perdón y volverla al estado que merecía, llorando tiernamente le dijo: —¡Ay, Federico!, que no te quiero llamar hermano, que no han sido tus obras de serlo. ¡Y cómo fuiste cuerdo en pedirme la vida, que a no habértela prometido, una muerte fuera pequeño castigo! ¡Que si pudiera darle mil, no lo dejara por ningún peligro que me pudiera venir! No parezcas, mientras yo viviere, ante mis ojos; que no quiero ver con ellos la causa de las lágrimas que están vertiendo los míos. ¡Ay, mi amada Beatriz, y cómo, si considerándote culpada, aún no ha entrado alegría en mi triste corazón, por haber perdido tu amada compañía; cómo desde hoy moriré viviendo, sin que estas lágrimas que vierto se enjuguen de mis penados ojos! ¡Ay, santa mártir!, perdona mi mal juicio en dar crédito contra tu virtud a tal traición. ¿Mas cómo no me había de engañar si mi propio hermano te desacreditaba con tan aparentes maldades? Decía el rey estas lástimas con tanto sentimiento, que viendo Beatriz que ya era tiempo de darse a conocer, le dijo: —Sosiégate, Ladislao, y no te desconsueles tanto, que aquí está Beatriz; que yo soy la que tantas deshonras y desdichas ha padecido, y por quien tus ojos están vertiendo esas lágrimas. Apenas la reina dijo esto, cuando se vio, y la vieron todos, con los reales vestidos que sacó de palacio cuando la llevaron a sacar los ojos y se habían quedado en la cueva, sin faltar ni una joya de las que le quitaron los monteros; tan entera en su hermosura como antes, sin que el sol, ni el aire, aunque estuvo ocho años en la cueva, la hubiese ajado un minuto de su belleza. Viendo todos cuantos en la sala estaban, que eran muchos, por cuanto al llanto que el rey hacía habían entrado todos los caballeros que fuera estaban, creyendo que Federico había muerto, cómo la Madre de Dios, Reina de los Ángeles y Señora nuestra, tenía puesta su divina mano sobre el hombro derecho de la hermosa reina Beatriz, a cuya celestial y divina vista, el doctor que, sentado en una silla, estaba cerca de la cama de Federico, dando un gran estallido, como si un tiro de artillería se disparara, daba grandes voces, diciendo: —¡Venciste, María, venciste! ¡Ya conozco la sombra que amparaba a Beatriz, que hasta ahora estuve ciego! Desapareció, dejando la silla llena de espeso humo, siendo la sala un asombro, un caos de confusión, porque a la parte que estaba Beatriz con su divina defensora era un resplandeciente paraíso, y a la que el falso doctor y verdadero demonio, una tiniebla y oscuridad. Arrodillóse el rey, y Federico, que ya había saltado de la cama, a los pies de Beatriz, y todos cuantos estaban en la sala de la misma suerte, besándole los pies y la tierra en que los tenía. ¡Quién oyera a Ladislao ternezas que le decía, pidiéndola perdón del descrédito que contra su virtud había tenido! ¡Quién viera a Federico suplicándola le perdonase, confesando a voces su traición! ¡Quién mirara a sus damas, que a las voces y tronido del demonio habían salido con tiernas lágrimas, besándole unas las manos y otras las ropas, y todos con tanto contento cuanto habían sido la pena que habían tenido de sus desdichas! No hay que decir sino que parecía un género de locos de contento. Levantóles Beatriz a su esposo y cuñado juntos, abrazándolos de la misma suerte, y luego a todos los demás, uno por uno. Salió la voz de la venida milagrosa de la reina, sabiéndose cómo era el doctor que había dado la vida a todos, y corrían, como fuera de juicio, a palacio; tanto, que fue necesario que saliese donde de todos fuese vista, porque daban voces que les dejasen ver su reina, que, así como la dejó entre el concurso dicho, la Reina del Cielo había desaparecido. Bien quisiera Ladislao tornar a gozar entre los hermosos brazos de su esposa las glorias que había perdido en su ausencia; mas ella no lo consintió, diciéndole que ya no había reino, ni esposo en el mundo para ella, que al Esposo celestial y al reino de la gloria sólo aspiraba, que no la tratase de volver a ocasionarse más desdichas de las padecidas. Y como ésta debía ser la voluntad divina, no la replicó más el rey, ni trató de persuadirla lo contrario; porque, inspirado de Dios, se determinó a seguir los pasos y camino de Beatriz, que sin querer hacer noche en palacio, llevando consigo todas sus damas que quisieron ser sus compañeras, se fue a un convento, donde tomaron todas el hábito de religiosas, dándole licencia el rey para ello, donde vivió santamente hasta que fue de mucha edad. El rey Ladislao envió luego a Inglaterra las nuevas con embajadores fidedignos, enviando por la infanta Isabela para mujer de Federico, que era hermana de Beatriz; que cuando ella vino a Hungría era niña y no menos hermosa que su hermana, que los reyes, sus padres, quisieron traer ellos mismos, por ver de camino a Beatriz; que, venidos, se celebraron las bodas de Federico y la infanta Isabela con grandes fiestas de los dos reinos; que, acabadas, antes que los reyes de Inglaterra se volviesen, el rey Ladislao traspasó y cedió el reino a su hermano. Y en habiéndole dado la investidura y jurádole los vasallos, tomó el hábito del glorioso san Benito, donde siguiendo los pasos de su santa esposa, fue a prevenirse su lugar en el Cielo. Habiendo vivido santamente, murió muchos años antes que Beatriz, la cual, antes de su muerte, escribió ella misma su vida, como aquí se ha dicho con nombre de desengaño; pues en él ven las damas lo que deben temer, pues por la crueldad y porfía de un hombre padeció tantos trabajos la reina Beatriz, que en toda Italia es tenida por santa, donde vi su vida manuscrita, estando allá con mis padres. Y advierto esto, porque si alguno hubiese oído algo de esta reina, será como digo, mas no impresa, ni manoseada de otros ingenios. Y como se ha propuesto que estos desengaños han de ser sobre casos verdaderos, fuerza es que algunos los hayan oído en otras partes, mas no como aquí va referido. Con tanto gusto escuchaban todos el desengaño que doña Estefanía refirió, que, aunque largo, no causó hastío al gusto, antes quisieran que durara más; que si bien don Diego, por llegarse a ver dueño de la belleza de Lisis, deseada tan largo tiempo, quisiera que los desengaños de aquella noche fueran más cortos, las dos desengañadoras, como era la última, de propósito los previnieron más largos. Y no le hacían poco favor en dilatarle la pena que, por lugar de gusto, le estaba prevenida por fin de la fiesta, que en esta penosa edad no le hay cumplido, porque como nos vamos acercando más al fin, como el que camina, que andando un día una jornada, y otro día otra, viene a llegar al lugar adonde enderezó su viaje, así este triste mundo va caminando, y ya en las desdichas que en él suceden parece que se va acercando a la última jornada. Pues viendo doña Isabel que la discreta Lisis trocaba asiento con doña Estefanía, por ser la última que había de desengañar, cantó sola este soneto de un divino entendimiento de Aragón, hecho a una dama a quien amaba por fama, sin haberla visto, y ella se excusaba de que la viese, por no desengañarle del engaño que podía padecer en su hermosura, si bien le desengañaba por escrito, diciéndole que era fea, por quitarle el deseo que tenía de verla, que se le había dado Lisis a doña Isabel para que le cantase en esta ocasión, por no darle fin trágico, aunque el héroe que le hizo le merecía, por haberse embarcado en el Leteo. Amar sin ver, facilidad parece, que contradice afectos al cuidado; pero quien del ingenio se ha pagado, de más amante crédito merece. El que a la luz que el tiempo desvanece solicita, lascivo, el dulce agrado, apetito es su amor que, desdichado, con el mismo deleite descaece. Amarilis, si viendo tu hermosura, rindiera a su beldad tiernos despojos, sujetara a los años mis sentidos. Mi amor porción del alma se asegura, y huyendo la inconstancia de los ojos, se quiso eternizar en los oídos. *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Angéline o la casa encantada
Cuento
Cuando la hermosa doña Isabel acabó de cantar, ya doña Luisa tenía ocupado el asiento del desengaño, y con mucha gracia dijo así: —Por mi vida, que no sé qué mayor desengaño, hermosas damas, queréis oír, que este soneto que la hermosa doña Isabel acabó ahora de decir, pues en él ha dicho el Hombre que sólo hay que no engañe, y el que merece sólo ser amado. Mas, ya que no puedo excusar de decir lo que me toca, dejaré a una parte muchas que pudiera detener. ¡Si supiérades los penosos desasosiegos que tuve con mi esposo, tan opuesto a mi voluntad, que jamás le conocí agradecido a ella, antes, con muchos desabrimientos en las palabras y un pesado ceño en los ojos, me satisfacía cuando yo más le granjeaba y lisonjeaba con caricias! Mas, porque para sí nadie es buen juez a los ojos ajenos, dejaré muchas fortunas mías y contaré desdichas ajenas, contando una historia tan verdadera, que aún hoy hay quien no tiene, acordándose de ella, enjutas las lágrimas, no dando más reprensión a los caballeros de la que el mismo desengaño les ofrece; porque fui tan amante de los despegos y tibiezas de mi esposo, que en él respeto a todos. Y con esta advertencia, digo así: Por muerte de un gran señor de España, quedaron sin el amparo que tenían en su padre, por haberles faltado su madre días antes, un hijo y cuatro hijas, de la hermosura y virtudes que se puede creer tendrían tan grandes señoras. Y si bien entrando su hermano en la herencia de los estados les previno a sus hermanas el amparo de padre, no les pudo prevenir el librarlas de la desdichada estrella en que nacieron, que puedo asegurar que de cada una se pudiera contar un desengaño, pues ni les sirvió la hermosura, la virtud, el entendimiento, la real sangre, ni la inocencia para que no fuesen víctimas sacrificadas en las aras de la desgracia. La primera, llamada doña Mayor, casó en Portugal, y esta señora se llevó consigo, cuando se fue con su esposo, a la menor de todas (su nombre es doña María), con intención de darla en aquel reino marido igual a su grandeza. Mas a la una y otra siguió su mala fortuna, porque no siendo doña Mayor amada de su esposo, por la [[poca]] simpatía que la nación portuguesa tiene con las damas castellanas, en no hacer confianza de ellas; y así, o por probarla, o, lo más cierto, por tener achaque para librarse de ella con color de agravio, escribió una carta en nombre de un caballero castellano, dándosela a un paje que la llevase a su señora. Que, hecho así, estándola leyendo, admirada de que a ella se escribiese tal, entró el marido, que aguardaba esta ocasión, y sacando la espada para matarla, porque el triste paje, a voces, empezó a decir la traición, le mató, y luego a su inocente esposa. La hermana, viendo el fracaso, y habiendo muy bien oído ella y las criadas lo que el paje había dicho, temiendo la muerte (que le diera, sin duda), se arrojó por una ventana, y de las criadas castellanas se escaparon algunas, y otras acompañaron a su señora en el eterno viaje. Doña María fue tan desgraciada, que se rompió todas las piernas, de modo que algunos años que vivió estuvo siempre en la cama, porque al caer pudo ser vista de algunos caballeros castellanos que asistían a su mal lograda hermana, los cuales la salvaron y trujeron a Castilla; que sabido el caso por Su Majestad, castigó el reo como hasta hoy hay memoria de su castigo. La segunda hermana, y cuyo nombre es doña Leonor, casó en Italia. Esta señora, teniendo ya de su matrimonio un niño de cuatro años, porque alabó de muy galán un capitán español, no con mal intento, sino que de verdad lo era, estándose lavando la cabeza, entró el marido por una puerta excusada de un retrete, y con sus propios cabellos, que los tenía muy hermosos, le hizo lazo a la garganta, con que la ahogó, y después mató al niño con un veneno, diciendo que no había de heredar su estado hijo dudoso. Y si el capitán, avisado por una dama de la misma señora, no se escapara, corriera la misma fortuna. Quedó por casar doña Blanca, que era la tercera hermana, y la primera, no sólo de las demás en hermosura, entendimiento y valor, mas de todas las damas de aquel tiempo, porque así lucía doña Blanca entre las más solemnizadas de la corte, como el lucero entre las demás estrellas. Por conveniencias a la real corona y gusto de su hermano, se concertó su matrimonio con un príncipe de Flandes, cuyo padre, que aún vivía, era gran potentado de aquel reino. No había sucedido ni sucedió tan presto la desdicha de sus hermanas, porque se puede creer que si sucediera antes de casarse doña Blanca, por sin duda tengo que no lo aceptara, antes se entrara religiosa; mas había de seguir por lo que las demás, y así, la suerte cruel no ejecutó su deseo hasta que ya doña Blanca estuvo cautiva en el lazo que sola la muerte le rompe. Con poco gusto aceptó la hermosa señora el casarse sin conocer ni saber con quién, porque decía, y decía bien, que era grande ánimo el de una mujer cuando se casaba sólo por conveniencias y ajeno gusto con un hombre de quien ignoraba la condición y costumbres; por cuya causa envidiaba a las que se casaban precediendo primero las finezas de enamorados, pues, cuando sobre voluntad no acertase, no se podía quejar de nadie, sino de sí misma. Y viendo que no podía conseguir este modo de casarse, al tiempo de firmar las capitulaciones, sacó por condición, antes de otorgarlas, que el príncipe había de venir a España, y antes de casarse la había de galantear y servir un año, de la misma manera y con las mismas finezas, que si no estuviera otorgada por su esposa, sino que la enamorase con paseos, músicas, billetes y regalos, como si la pretendiera a excusas y a fuerza de finezas, porque quería amar por el trato y conocer en él el entendimiento, condición y gracias de su esposo. Mucho rieron su hermano y todos cuantos supieron las condiciones con que doña Blanca aceptó el casamiento, que aun en Palacio se contaba y reía. Mas su hermano, que la quería ternísimamente, por darla gusto y porque se dilatase el perderla, vino en todo cuanto doña Blanca pedía, y así, se avisó al príncipe, que hizo lo mismo con mucho gusto; que como era de poca más edad que doña Blanca, por ver a España, si bien a descontento de su padre, puso luego en ejecución su partida. Tenía doña Blanca, entre las damas que la asistían, una que se había criado con ella desde niñas, y a quien amaba más que a ninguna, con quien comunicaba lo más secreto de sus pensamientos. Pues un día que doña Blanca se estaba tocando, y todas sus damas asistiéndola, les preguntó (como era tan afable): —¿Qué habéis oído de lo que se platica en la Corte de las condiciones con que acepté este casamiento? Doña María (que se llamaba la dama tan querida suya) le respondió (como la que, fiada en su amor, hablaba con más libertad): —Si te he de decir verdad, señora mía a todos oigo decir que es locura; porque pudiendo gozar gustos descansados con tu esposo, le quieres condenar y te condenas a la pena de la dilación y a los desasosiegos de amar con esperanzas de poseer lo mismo que es tuyo. —¿Y quién son los necios, doña María —preguntó doña Blanca—, que llaman locura a una razón fundada en buen discurso, de manera que sienten mejor de casarse una mujer con un hombre que jamás vio ni habló, y que suceda ser feo, o necio, o desabrido, o mal compuesto, y se halle después aborrecida y desesperada de haberse empleado mal, que no avisarse del caudal que lleva en su esposo? Todas cuantas cosas se compran se procuran ver, y que, vistas, agraden al gusto, como es un vestido, una joya. ¿Y un marido, que no se puede deshacer de él, como de la joya y del vestido, ha de ser por el gusto ajeno? ¡Cuánto más acertado es que, galán, le granjee la voluntad, y ella, bien hallada con ella, se la pague, que no, como hemos visto a muchas, que se casan sin gusto, y viviendo sin él, se pasan de la vida a la muerte, sin haber vivido el tiempo que duró el casamiento, o que, viéndose galanteadas de otros que supieron con finezas granjearles la voluntad, como no se la tenían a sus esposos, caer en muchas liviandades, que no cayeran si los amaran! No hay, doña María, más firme amor que el del trato; con él se descubren los defectos o gracias [[del]] que ha de tener por compañero toda la vida. Y a los que se valen del adagio vulgar, «que quien se casa por amor vive con dolor», tengo por ignorante, pues su misma ignorancia le desmiente, porque jamás se puede olvidar lo que de veras se amó, y amando, no sienten ni las penas, ni las necesidades, ni las incomodidades; todo lo dora y endulzura el amor. Y si tal vez hay desabrimientos, lo causan las desigualdades que en los casamientos por amores hay; mas, si son iguales en la nobleza y en los bienes de fortuna, ¿qué desabrimientos ni dolor puede haber que no lo supla todo el amor? Es como decir muchos que el marido no ha de ser celoso: es engaño notable, pues no siéndolo tanto que peque en necio, y él no falte por celoso al cariño y regalo de su esposa, antes con eso la excusa de que no sea fácil, pues más presto se arroja a cualquiera travesura la que tiene el marido descuidado que no la que le tiene cuidadoso, pues sabe que tiene, o no tiene, lugar. Yo, por lo menos, quiero conocer en mi esposo, en las finezas de galán, lo cariñoso, cuando sea marido, y en los aciertos de puntual sin posesión, lo que obrará puesto en ella. —Estoy bien con eso —dijo doña María—. Mas tú, señora, no puedes; aunque conozcas diferentes condiciones en el príncipe de las que en tu idea te prometes, ¿puedes ya dejar de ser suya? —En eso hay mucho que averiguar, porque yo no soy la que me le he prometido; que a ser eso así, no procurara avisarme de lo que cobro en él. Hánmele prometido galán, bien entendido, afable, liberal, con otras mil prerrogativas de que vienen llenas las cartas; tantos hipérboles como dicen los retratos, que se ha visto infinitas veces ser engañosos. Averiguo otra cosa; luego, no tendré obligación de cumplir lo firmado, pues no me dan lo que me prometieron. Y para eso hay conventos, pues no me tengo yo de cautivar con otro diferente del que me dijeron, y me puedo llamar a engaño, diciendo que yo me prometí a un hombre perfecto, y que supuesto que me le dan imperfecto, que no es el que me ha de merecer. Venga el príncipe y empiécese la labor amorosa, que no permitirá el Cielo que sea menos que como yo deseo, y sepa ser buen galán, para que después no sea descuidado marido; que si no fuere tal como me le han pintado, el tiempo me dirá lo que tengo de hacer, y cada uno siga su opinión, que yo no pienso apartarme de la mía. Con estos y otros coloquios entretenían doña Blanca y sus damas el tiempo que tardó en llegar el príncipe; que, venido y visto, en cuanto a la presencia, talle y gala, con la hermosura del rostro, no hubo qué desperdiciar, y aun a doña Blanca le pareció muy bien, y no sé si le pesó del concierto en cuanto a la dilación, según lo dio a entender cuando le vio por entre unas menudas celosías, y después, oyéndole hablar con su hermano, por lo que la podía cubrir una antepuerta. Teníanle prevenida posada en la misma calle donde vivía doña Blanca, que, de industria, para conseguir lo concertado, no le aposentaron en su misma casa. Entre las demás gracias que tenía el príncipe era hablar muy bien nuestra lengua, porque los señores siempre tienen maestros que los habilitan en todas. No quiso doña Blanca que le viera aquel día el príncipe, dando por excusa el no hallarse apercibida, excusando la visita que de cortesía se debía hacer, quizá por tenerle más deseoso de su vista, o porque naturalmente no se casaba con gusto, y quedando citada para otro día, el príncipe y su gente se fueron a descansar. Venida la mañana, doña Blanca se levantó muy melancólica; tanto, que a fuerza parecía que estaba deteniendo las lágrimas que por sus hermosísimos ojos estaban reventando por salir, teniendo a sus criadas confusas, y más a doña María, extrañando el no darle parte de su pena. Y así, en burlas, le dijo: —¿Qué severidad o tristeza es ésta, en tiempo de tanta alegría, como es justo tener por la venida del príncipe, mi señor? A esto respondió doña Blanca: —Aún, hasta ahora, no es razón darle este título; que aún hay de plazo un año hasta que lo sea. —Y aun eso debe de ser —replicó doña María— lo que te tiene triste, si no es que no te ha parecido bien el novio. Dínoslo, así el Cielo te haga con él muy dichosa. —Por tu vida, doña María —respondió doña Blanca—, y por la mía también, que no es lo uno ni lo otro; porque en cuanto haberme parecido bien, te puedo jurar que yo soy la apasionada. Y en cuanto a desear que el año del concierto estuviese cumplido, te doy mi palabra que quisiera que durara una eternidad. Y asimismo te prometo que no sé de qué me procede este disgusto, si ya no es de pensar que tengo de ausentarme de mi natural, y de mi hermano, y irme a tierras tan remotas como son adonde he de ir; mas tampoco me parece es la causa ésta, ni la puedo dar alcance, aunque más lo procuro. Hablando en esto y otras cosas con que sus damas la procuraban divertir, se aderezó y prendió, con tanto cuidado suyo y de todas, que parecía un ángel, y salió donde su hermano y el príncipe la aguardaban, que se enamoró tanto de la hermosa doña Blanca, o lo fingió, que el corazón del hombre para todo tiene astucias, que dio bien a entender con los ojos y las palabras cuánto le pesaba la dilación que para gozar tal belleza había. Y comenzándose desde este punto el galanteo en las alabanzas y en la vista, tuvo fin la visita, y doña Blanca se retiró a su cuarto tan triste, que ya no tan sólo procuraba detener las perlas que a las ventanas de sus ojos se asomaban, mas dejaba caer hasta el suelo cuantas desperdiciaban sus pestañas. ¡Oh, qué profeta es el corazón! ¡Pocas veces se olvida de avisar las desdichas que han de venir! ¡Si nosotros le creyésemos! Porque confesar que le agradaba el príncipe, no negar que le amaba, haberle parecido bien y no desear la posesión, antes pesarle de que para llegar a tenerla era corto plazo el de un año, y que quisiera fuera más dilatado, cosas son que admiran. Acostóse al punto, sin querer responder a cuanto sus damas le decían, y estuvo sin levantarse de la cama cuatro días, admirando a todos, y más a su hermano, que la entró a ver, tan diferentes efectos como en ella veían; en los cuales días de indisposición, informado el príncipe cuál era la dama más querida de doña Blanca, y sabido que era doña María, la habló y dio un papel, y un rico presente de cosas muy sazonadas de su país, y para ella una joya de mucho valor, con otras que repartiese con las otras damas, que doña María recibió, y habiéndolo llevado a su señora, después de dar a las damas sus joyas, y doña Blanca visto las suyas, muy agradada de ellas, leyó el papel, que decía así: «No debe ser admitido galán el que no sanea su atrevimiento con el deseo de ser esposo; ni tampoco será buen marido el que no fuere finísimo galán, pues es fuerza que lo sea todo para ser perfecto en todo. Lúcese bien vuestro entendimiento, hermosísima señora mía, en disponer que la gloria de mereceros se conquiste con la pena de desearos. Que soy vuestro, ya lo sabéis; que sois mía, ignoro, pues aún no he llegado a estado de tal bien. Y así, os suplico ordenéis lo que he de hacer para mereceros mía, pues ya sé lo que he de hacer para no morir hasta que lo seáis. Y pues a los golpes de vuestra belleza no tengo otro reparo sino la esperanza, me alentéis con ella, para que no muera con la dilación de vuestra gloriosa posesión. El Cielo os guarde.» Leído el papel, alabó doña Blanca el entendimiento y solemnizó el buen gusto del presente. Mas no respondió por escrito, más de mandar a doña María le dijese cómo lo había recibido con la estimación que se debía. Pasados los cuatro días, se levantó doña Blanca, ya cuanto moderada la tristeza, y oía con más gusto cómo le decían que el príncipe paseaba la calle y que había salido muy galán de sus colores, y esa noche salió a oír música que le dio, cantando excelentísimamente, a seis voces, este soneto: No quiere, dueño amado, el dolor mío tan áspero remedio como ausencia, que si hay valor, cordura, ni paciencia para sufrir, aunque sufrir porfío. Tratadme con desdenes, con desvío, con celos; aunque es tanta su violencia, haréis de un firme amor clara experiencia, aunque me vuelva con mi llanto un río. Que como yo me vea en vuestros ojos, dulces nortes de amor, estrellas mías, en quien las dichas de mi suerte espero, alegres, tristes, con cien mil enojos darán aliento a mis cansados bríos; pero cuando no os veo, desespero. Si más que a mí no os quiero, si veros me da vida, tenelda, si no os veo, por perdida. Bien conoció el príncipe que estaban las rejas ocupadas, y no dudó de que estaría en ellas doña Blanca, y con mucho desenfado y donaire, como quien galanteaba con fe de amante y seguridad de esposo, dijo, llegándose más cerca: —¿Seré tan dichoso que entre tantas estrellas esté el sol, y entre tantos nortes la blanca y plateada Cintia? —Sí —respondió una de las damas que, como estos amores iban con las conveniencias ya dichas y a lo público, no le querían regatear los favores ni se temían las murmuraciones. —¿Pues cómo, señora mía —prosiguió—, cubrís vuestros divinos rayos y lustrosos candores con la oscuridad del silencio? Merezca yo un favor vuestro, aunque sea mandarme morir. —Que viváis muchos años —respondió doña Blanca—, y que prosiga la música es lo que mando. Y con esto, avisando a los músicos, volvieron a cantar este romance: Contaros quiero mis dichas, dulces y amorosas selvas, en cambio de que escuchasteis con grato oído mis penas. Salió a mis ojos el sol de una divina belleza, tal que deidad la adorara, a no conocerla eterna. A sus acentos, el alma, con tanta dulzura atenta, instantes juzgó las horas, millares contó las quejas. Amor, desterrando dudas, aunque niño, cobró fuerzas: miente quien dice que amor es mayor con las ofensas. Con las ternezas se cría, si con la vista se engendra; con las firmezas se anima, las finezas le alimentan. Los agravios le desmayan, las sinrazones le hielan, enferma con los temores y muere con las ofensas. Y siendo así que el amor con los favores se aumenta, quien tantos ha recibido, fuerza es querer con más veras. ¿Quién verá, Blanca divina, tu hermosura y gentileza, que no te dé por tributo mil almas si las tuviera? Tal imperio tu hermosura ha puesto en mí, que quisiera de nuevo entregarte el alma, a no ser tuya esta prenda. Y a tener tantas que darte, como son las hojas vuestras, ninguna libre quedara, que todas se las rindiera. ¡Ay! dueño del alma mía, si la estimáis como vuestra, maltrataldo con amor, no la matéis con ausencia. Si más que a mí no os estimo, ruego a Dios que no me vea en posesión de esos ojos, siempre esté en desgracia vuestra. Selvas: si veis de Blanca la belleza, contalde mi firmeza, referilde mi pena, rogalde, selvas, que de mí se duela. Acabando de cantar, se retiró doña Blanca, y quedó doña María para decir al príncipe que su señora se daba por muy bien servida de sus finezas, con que el príncipe, muy gustoso, se fue a su posada. No se acabara jamás este desengaño, si se hubieran de contar por menudo las cosas que sucedieron en este entretenimiento de amor y prueba de entendimiento, que así le llamaba doña Blanca, porque llegó a escribirse el uno al otro bien entendidos y tiernos papeles, a hablarle doña Blanca por una reja, no concediéndole más favor que el de sus hermosas manos; deseando las damas y más doña María, que durara tantos años como días tenía el del concierto; porque, demás de gozar las más noches de músicas, los días de paseos, toros, cañas y encamisadas, máscaras y otras fiestas que el príncipe hacía en servicio de doña Blanca, estaban muy medradas de galas y otras dádivas, y a vueltas de esto gozaban también de sus galanteos. Y si ellas deseaban que el año no se acabara, doña Blanca lo deseaba más, porque cada día que pasaba de él le costaba a ella el haber pasado muchos desperdicios de perlas: tanto era lo que sentía imaginar que se había de casar, y demás de esto, amaba al príncipe tan ternísimamente, que cuando la venía a ver, a la dama o paje que le daba la nueva, daba, en albricias, una joya. ¿Quién vio jamás tan diferentes efectos de amor y desamor? Contábanse en la Corte estos amores por cosa de admiración. Unos decían que doña Blanca tenía buen gusto en hacer que le costase al príncipe tan cara su hermosura, que la comprase a precio de dilaciones; otros, que era locura, lo que era verdaderamente suyo, y que podía poseer sin embarazos, enajenarse de ello. De suerte que cada uno hablaba como sentía del caso. Tal vez que las criadas hablaban con los criados del príncipe, procurando saber de ellos cómo llevaba su dueño estas dilaciones; ellos les decían que estaba desesperado, y que si bien quería de veras a doña Blanca, si no fuera por su hermano, hubiera deshecho los conciertos y vuéltose a su tierra, y que así se lo escribía su padre que lo hiciese. Y cuando doña María le decía esto a doña Blanca, arrasándosele los ojos de lágrimas, respondía: —Más desesperada estoy yo de que se cumpla tan presto el plazo; que si a ellos se les hace tarde, yo le juzgo temprano. En fin, llegó (que no hay ninguno que no llegue, y más el que trae padrino a las desdichas, que parece que le espolean para que se cumpla más presto). Desposóse doña Blanca con igual regocijo de toda la corte. Y cuando pensaron que la tornaboda había de ser con el mismo regocijado aplauso, fue con llantos y lutos; porque casi unas tras otra llegó la triste nueva del desdichado fin de sus hermanas, trayéndole a sus ojos la más pequeña, imposibilitada de poder andar, porque de las rodillas abajo no tenía piernas ni pies, habiendo de ser la cama el teatro donde mientras vivió representaba a todas horas la adversa estrella con que había nacido, con lo cual doña Blanca quedó, tan temerosa y desabrida, que se tiene por seguro que si no se hubiera desposado, por ningún temor, interés ni conveniencia, se casara. Y así lo decía a sus damas con muchos sentimientos: antes se hubiera entrado religiosa. En fin, llenos de lutos y pesares, se acabaron de celebrar las bodas y luego se empezó a tratar de la partida. Doña María trataba de casarse con el camarero de su hermano de doña Blanca, que cuando supo que quería quedarse, como la quería tanto y se habían criado juntas, y la tenía por alivio en sus mayores penas, lo sintió tanto que, por moderarle el desconsuelo, se dio orden que don Jorge (que éste era el nombre del camarero de su hermano de doña Blanca) fuese en su servicio con otros criados que llevaba españoles, con promesa de que, en llegando allá, los casaría y haría merced. Con que dentro de dos meses casada, dejó doña Blanca a España, con tan tierno sentimiento de apartarse de su hermano y hermana y de su amada patria, que el príncipe mostraba gran enfado de ello; porque, como ya estaba en posesión, se iba cansando de los gustos que en esperanza le habían agradado; mas disimulaba a la cuenta hasta sacarla del poder de su hermano. Y al tiempo que doña Blanca partió de Madrid, se había averiguado la inocencia de su hermana doña Mayor, y el rey había severamente castigado a su marido, con lo cual se moderó en parte el dolor de su muerte, juzgándola gozaba en el cielo la corona de mártir. Partida, en fin, con el sentimiento que digo; agasajada, los días que duró el camino por tierra, de su marido, mas no con tanto cariño como cuando estaba en la Corte, de que ella, con extrañas admiraciones, daba parte a su querida doña María, que como cuerda la alentaba y aconsejaba, y entretenía la tristeza que llevaba de haber dejado su paternal albergue, y irse a vivir desterrada para siempre de él, y más con los despegos que empezó a ver en su esposo; porque apenas se embarcaron y le pareció que tenía la inocente palomilla fuera de todo punto de su nido, cuando se despegó de ella con tanta demostración de tibieza o enfado, que muchas veces llegaban a tener rencillas sobre ello, y a las quejas que ella le daba, respondía: —No seas viciosa, española, ni te lamentes tanto por lo que ahora se empieza. ¿Qué quieres: verme siempre junto a ti?, y algún día desearás verme lejos. No sé que desdicha tienen las españolas con los extranjeros, que jamás las estiman, antes se cansan a dos días y las tratan con desprecio. Y esto, por haberlo visto en muchas, lo digo. Tuvo fin el viaje, y llegados a sus estados, se halló doña Blanca con menos gusto que antes, porque el suegro era hombre severo, y que tocaba más en cruel que en piadoso, y enfadado del largo tiempo que su hijo se había detenido en el galanteo, aun el mismo día que llegaron a su presencia, no disimuló el enfado, y la recibió diciendo: —¿Cuándo había de ser esta venida? Basta, que las españolas sois locas. No sé qué extranjero os apetece, si no es que esté desesperado. Y otras razones, de que doña Blanca, corrida, no acertó a responder, conociendo claramente que estaba en poder de sus enemigos. Y si con alguna cosa tuvo alivio su pena, fue con una hermana de su esposo, llamada la señora Marieta, que en aquellos países, ni en Italia, ninguno se llama «don», si no son los clérigos, porque nadie hace ostentación de los «dones» como en España, y más el día de hoy, que han dado en una vanidad tan grande que hasta los cocheros, lacayos y mozas de cocina le tienen; estando ya los negros «dones» tan abatidos, que las taberneras y fruteras son «doña Serpiente» y «doña Tigre». Que, de mi voto, aunque no el de más acierto, ninguna persona principal se le había de poner. Que no ha muchos días que oí llamar a una perrilla de falda «doña Jarifa», y a un gato «don Morro». Que si Su Majestad (Dios le guarde) echara alcabala sobre los «dones», le había de aprovechar más que el uno por ciento, porque casas hay en Madrid, y las conozco yo, que hierven de «dones», como los sepulcros de gusanos. Que me contaron por muy cierto que una labradora socarrona de Vallecas, vendiendo pan, el otro día, en la plaza, a cualquiera vaivén que daba el burro, decía: «Está quedo, don Rucio.» Y queriendo partirse, empezó a decir: «don Arre», y queriendo pararse, «don Jo». Era la señora Marieta muy hermosa y niña, aunque casada con un primo suyo, y lo que mejor tenía era ser muy virtuosa y afable, y posaba con su padre. Con esta señora trabó doña Blanca grande amistad, cobrándose las dos tanto amor, que si no era para dormir, no se dividía la una de la otra, comunicando entre ellas sus penas, que gustos tenían tan pocos, que no las cansaba mucho el contarlos, porque tan poco estimaba su esposo a la señora Marieta, como el príncipe a doña Blanca. Tenía el príncipe un paje, mozo, galán, y que los años no pasaban de diez y seis, tan querido suyo, que trocara su esposa el agasajo suyo por el del paje, y él tan soberbio con la privanza, que más parecía señor que criado. Él tenía cuanto el príncipe estimaba, con él comunicaba sus más íntimos secretos, por él se gobernaba todo, y él tan desabrido con todos, que más trataban de agradarle que al príncipe. Pues, como doña Blanca muchas veces que preguntaba qué hacía su esposo, y le respondían que estaba con Arnesto (que éste era su nombre), y algunas que, o por burlas o veras, le decía que más quería a su paje que no a ella, fue causa para que Arnesto aborreciese a doña Blanca, de suerte que lo mostraba, no sólo en el desagrado con que la asistía, si era necesario, mas en responderle en varias ocasiones algunas libertades. Y doña Blanca, asimismo le aborrecía, por tener por seguro le debía de servir de tercero en algunos amores que debía de tener el príncipe, y que de esto nacía la libertad y soberbia del paje. Con este pensamiento, dio en ser celosa, con que se acabó de perder, porque ella se desagradaba declaradamente de las cosas de Arnesto, hablándole con sequedad y despego, y él con libertad y desenvoltura, llegando doña Blanca y el príncipe a tener sobre esta causa muchos disgustos, y todo para en hallarse menos querida de su esposo y más odiada de Arnesto, y aun de su suegro, que muchas veces oía de él palabras muy pesadas, porque no la llamaban por su nombre, sino «la Españoleta». Y aunque doña Blanca volvía por sí, no consintiéndose perder el respeto, le valía poco, porque todos eran sus declarados enemigos, sin que tuviese ninguno de su parte, supuesto que los criados que tenía españoles estaban tan oprimidos y mal queridos como ella. Era doña Blanca excelentísima música y cantaba divinamente, no teniendo necesidad de buscar los tonos que había de cantar, porque el Cielo le había dado la gracia de saberlos hacer, y más en esta ocasión, que como tenía caudal de celos, los hacía con más sentimiento, pues con ellos alentaba su natural. Y así, un día que la señora Marieta le pidió cantase alguna cosa de las que hacía a su celosa pasión, cantó este romance que había hecho, y le diré aquí, porque fue causa de un gran disgusto que tuvo con su esposo. ¿Qué gusto tiene tus ojos de ver los ojos, que un tiempo dueños llamaron los tuyos, dos copiosas fuentes hechos? ¿Que gusto te da saber cuán poco ocupan el sueño, pues ellos están llorando, cuando los tuyos durmiendo? Muy a mi costa les quitas el imperio que tuvieron: mas tú te llevas la gloria y ellos pasan los tormentos. No sé cómo es esta enigma: que la nieve está en tu pecho, y sin que en él se deshaga, ya se destila por ellos. Mas ya llego a conocer de aquesta duda el secreto, que otro fuego se deshace, y resulta el daño en ellos. Que entre las muertas cenizas de aquel tu pasado incendio me guardases una brasa que reviviese algún tiempo. Si tienes el corazón hecho para mí de hielo, acércate, ingrato, al mío, que presto será deshecho. Mira que al fuego que ardes es un aparente fuego; el mío no, que es amor, y es su calor verdadero. No sé cómo un pecho noble puede vivir satisfecho, cuando ve un alma rendida tirar los golpes violentos. No te acabo de entender, ni a [mí] misma no me entiendo; sólo entiendo que te adoro, sólo entendiendo que padezco. Mis lágrimas te endurecen, y viene a ser caso nuevo caer sobre el hielo el agua y no dejarle deshecho. Sólo en ti, por que yo muera, permite amor tal extremo, pues debieras conocer que me pierdes, si te pierdo. Segura estoy que tendrás quien te quiera; pero advierto que quien te quiera hallarás, mas no más que yo te quiero. Muy avaro estás conmigo, muy pocos gustos te debo; que aun por negarme el cariño, siempre estás fingiendo sueño. Frío me dijiste ayer que tenías, alto cuento; pues, ¿cuándo tienes calor para darme a mí consuelo? No me mates tan apriesa, basta que me maten celos; penas que, cuando hay amor, son más que las del infierno. Disimula las tibiezas, que, si no amor, es respeto; no te precies de cruel, cuando de tuya me precio. Di a la Circe que te encanta algo de lo que merezco, y pídele facultad para no ser tan grosero. ¿Quién me dijera algún día esta ingratitud que veo? ¡Ah, finezas de hombre ingrato, y cómo en humo se fueron! Yo me acuerdo cuando el sol te halló en la calle, viniendo, más de alguna vez, a ver lo que estás aborreciendo. Y veo que ahora estás tú reposando en el lecho, y yo sintiendo y llorando tu tibieza y mi desprecio. Pues yo espero que algún día te ha de castigar el Cielo, y que la misma que estimas ha de ser el instrumento. Y entonces conocerás lo que tienes en mi pecho que cual pelícano está, para regalarte, abierto. Y aún estás tan riguroso, tan ingrato y tan severo, que no conservas mis brazos, por si te faltan aquéllos. Mis penas me han de matar, porque ya mi sufrimiento está tan falto de fuerzas, que casi a vivir no acierto. No es gran victoria matarme, cuando ves que estoy muriendo a manos de tu rigor, y a la fuerza de mis celos. Préciate de tu crueldad; cantarás como otro Nero, viendo que se abrasa el alma adonde tienes tu imperio. ¡Oh si estuviera en mi mano aborrecerte! Aunque pienso que en lugar de castigarte, lisonja te hubiera hecho. Mas es carácter del alma el amor con que te quiero; pues quien desea imposibles, no podrá lograr su intento. Mas si piensas ostentar el rigor de que me quejo, morir a fuerza de agravios será el último remedio.» Así canta y llora Blanca, mas no la escucha su dueño; que lágrimas en ausencia son de muy poco provecho. Y más con un ingrato, que en otra más dichosa está adorando, y aunque la ve llorar, no se enternece, porque es cruel y lágrimas no siente. No acertaba en nada doña Blanca, aunque fuese la más acertada; porque como era mal recibida, enfadaba de todas maneras. Y así, entrando a este punto el príncipe y su padre, que venían de fuera, como a los últimos versos decía que sería el último remedio el morir, respondió: —Así será, que de otra manera no me puedo librar de tus enfados. Y prosiguiendo con grandísimo enojo, dijo: —¿Qué locuras o qué mentiras son éstas, Blanca, que así, en verso y prosa, con achaque y color de lamentarte, estás diciendo contra mí? ¿Que no basta en secreto cansarme y atormentarme con ellas, sino que cantando las publicas? Cansadísimas mujeres sois las españolas; gran castigo merece el extranjero que mezcla su sangre con la vuestra. A esto, como doña Blanca estaba cierta de que había sido, como quien la tenía tan ilustre, que era mayor su engaño, que no el del príncipe, respondió con brío: —Mayor le merece la española que entendiendo viene a ser señora, deja su patria donde lo es, por hacerse esclava de quien no la merece. —No seáis atrevida, doña Blanca —respondió el suegro—, que os cortaré yo las alas. Con qué soberbia os remontáis, que no sé yo cuándo pensasteis vos, ni vuestro linaje, llegar a merecer ser esposa de mi hijo. Finalmente, por no cansar, diciendo los unos y respondiendo los otros, se encendió el fuego, de suerte que el príncipe se descompuso con doña Blanca, no sólo de palabras, mas de obras, maltratándola tanto, que fue milagro salir de sus manos con la vida, y ésa se la pudo deber, después de Dios, a la señora Marieta, que con su autoridad puso treguas, aunque no paces, al disgusto de este día, pasándose muchos que ni el príncipe la vio, ni doña Blanca se levantó de la cama. Mas al fin tuvieron fin estos enojos, haciéndose las amistades, no sé si para mayor enemistad, porque ni doña Blanca quedó, como tan gran señora, contenta con el desprecio pasado, ni el príncipe más cariñoso que antes, sino mucho menos; porque entre la vulgaridad, estas rencillas de entre casados, en llegando a acabarse los enojos, no se acuerdan más de ellas; mas en la grandeza de los señores es diferente, que aunque sean casados, tienen duelo. Y así se lo decía doña Blanca a doña María, que, aunque amaba ternísimamente a su esposo, todas las veces que le veía le salían las colores que le habían puesto en él sus atrevidas manos. Sucedió, dentro de pocos meses, un caso, el más atroz que se puede imaginar. Y fue, en primer lugar, amanecer dentro del mismo palacio una mañana muerto a puñaladas un gentilhombre de la señora Marieta, que le daba la mano cuando salía fuera, mozo de mucha gala y nobleza. Y luego, pasados dos días, que aún no estaba moderado el sentimiento que la señora Marieta y doña Blanca tuvieron de esta violenta y desastrada muerte, y más, viendo que el príncipe viejo no había consentido hacer las diligencias que fuera muy justo hacer en un suceso tan desastrado, antes mandó que no se hablase más en ello, por donde se pensó que había sido hecho por gusto suyo. Como digo, dentro de dos días, envió su padre llamar a su cuarto a la señora Marieta, que fue al punto, y entrando donde estaba, le halló con su esposo y primo. No se pudo saber lo que entre ellos pasó, más de que se cerraron las puertas del cuarto, y se oyó por un espacio llorar a la señora Marieta, y después de esto llamar a Dios, y después quedar todo en silencio. Y fue que, a lo que después se vio, tenían atado al espaldar de una silla un palo, y haciéndola sentar en ella, su propio marido, delante de su padre, la dio garrote; que esta tan cruel sentencia contra la hermosa y desgraciada señora salió de acuerdo de los dos, suegro y yerno, de más de una hora que habían estado hablando a solas. No se pudo saber por qué, más de la sospecha por haber muerto primero a su gentilhombre, que se pudo colegir sería algún testimonio, porque la señora Marieta era tan noble y tan honesta, que no se podía pensar de ella liviandad ninguna, si ya no la dañó el ser tan afable y el amar tanto a doña Blanca, que en todas ocasiones volvía por ella. En fin, murió apenas de veinte y cuatro años, siendo el juez su padre y el verdugo su mismo esposo. Estaba doña Blanca cuidadosa qué haría allá dentro la señora Marieta, que ya sabía de sus damas que había sido llamada por su padre. No habiéndose, hasta mediodía, abierto la puerta de la sala donde se había ejecutado la cruel maldad, que era en la que comía, entraron, como se abrió, los criados y pusieron las mesas; mas aunque vieron el triste espectáculo, ninguno hablaba, o porque se lo habían mandado, o porque todos eran unos. Vino el príncipe de fuera, que no se halló al lastimoso caso, ni le sabía; que fuera cierto no lo consintiera, o la salvara, porque amaba mucho a su hermana y no se sabía de él que había sentido menos la muerte del gentilhombre. Pues venido, avisaron a doña Blanca saliese a comer, como lo hizo bien apriesa, por ver si veía a la señora Marieta, y saber qué enigmas eran las que en aquella casa pasaban. Y sucedió así que, a un mismo tiempo, entraba el príncipe por la una puerta, y doña Blanca salía por otra que correspondía a su cuarto, que también había estado cerrada hasta entonces ésta y otras dos más adentro; que como vio el triste cadáver, diciendo «¡Jesús sea conmigo!», cayó de un mortal desmayo. Sus damas que con ella habían salido, aunque bien desmayadas de lo que presente veían, acudieron a ella, y el príncipe, que, como digo, había entrado al mismo tiempo, viendo, por una parte, a su hermana muerta, y por otra a doña Blanca desmayada, a su padre y cuñado sentados a la mesa, no hay duda sino que traspasado de dolor, y asustado de un caso tal, con la color mortal, acudió a doña Blanca, diciendo a su padre: —¿Qué crueldades son éstas, señor, o qué pretendes de esta triste española, que la has llamado para que vea tan lastimoso caso? A lo que respondió el padre: —Calla, cobarde, que más pareces hijo de algún español que no mío, que luego te dejas vencer de hazañerías españolas. Retiraron las damas a doña Blanca a su cámara, acompañándolas el príncipe, que no quiso sentarse a comer con su padre, antes mostrando tierno sentimiento de la muerte de su hermana y mal de su esposa, asistiendo a los remedios que se le hacían para tornarla en sí, que al cabo de una hora, creyendo todos era muerta, y llorándola por tal, cobró el sentido con tantos suspiros y lágrimas, que enterneciera a un mármol, y viendo el príncipe, que la tenía por una de sus hermosas manos, alentándose lo más que pudo, le dijo: —¿Qué quiere, señor, de mí vuestro padre, o qué es su pensamiento, que ya que hizo una crueldad como la que hoy ha hecho en su hija, siendo tan santa, honesta y virtuosa, me mandase llamar para que la viese? Si es que me quiso dar ejemplo, no hay para qué, supuesto que mi real sangre y mi honor no le han menester, por ser todo como mi nombre; demás que en el de la señora Marieta, vuestra hermana, por ser más puro que el sol, no hay que poner dolo, que para mí más la ha muerto la malicia que no la razón. Si es que ni vos ni él os halláis bien conmigo, enviadme a España, con mi hermano, que yo os doy palabra que, en deshaciendo Su Santidad el matrimonio, y llegando a ella, entrarme religiosa, que no será muy dificultoso romper un lazo que tan dulcemente os aprieta. No la dejó la pena decir más. De lo cual, el príncipe, enternecido, la consoló, asegurándola estar él tan ajeno de lo que había pasado con su hermana, como ella; mas, que creyese que pues su padre y esposo se habían determinado a tal crueldad, que alguna secreta y bastante causa los obligaría. Y con algunas tibias caricias, comió con ella, y dejándola más quieta, a su parecer, se fue, porque le llamó Arnesto, su privado. Ido el príncipe, llamó doña Blanca a doña María, y le mandó trujese un escritorillo donde ella tenía sus más ricas y preciosas joyas, y que llamase a todas sus damas, las que habían venido con ella de España, que eran seis, que todas las demás eran flamencas. Y habiéndoles mandado cerrar la puerta, llorando con mucha terneza, les dijo: —Ya he visto, queridas amigas mías, en el cruel y desastrado suceso de la señora Marieta, que mi muerte no se dilatará mucho, que quien con su hija ha sido tan cruel, mejor lo será conmigo, y más con el poco amparo que tengo en mi esposo. Y por si me cogiere de susto, como a ella, no quiero que quedéis sin algún premio del trabajo que habéis tomado por acompañarme, dejando vuestra patria, padres y deudos. Y así, estas joyas que ahora os daré, traeldas siempre con vosotras en parte donde no os las vea nadie, para que si Dios os volviere a España, sacándoos de entre estos enemigos, tengáis con que tomar estado. Toma tú, doña María, esta cadena y collar de diamantes, y esta sarta de perlas, que era de mi madre, que bien vale todo dos mil escudos, y cásate con don Gabriel, pues yo hasta ahora, por mis desdichas, no he podido cumplir lo que te prometí; y dichosa tú, que tendrás marido de tu natural, y no como yo, que me entregué a un enemigo. Y vosotras, éstas que quedan las podréis repartir entre todas. Y perdonadme que no vale más mi caudal, que de otra suerte os pensé yo pagar lo que me habéis servido. Dicho esto, dándole todas mil agradecimientos, llorando como si ya la vieran muerta, pidió recado de escribir y escribió una carta a su hermano, dándole cuenta de lo que pasaba, y después de cerrada, la dio a doña María, para que de su parte dándola a don Gabriel, le mandase la despachase a España con persona confidente, y abrazándolas a todas, les dio su bendición, besándole ellas las manos. Cuatro días estuvo doña Blanca en la cama, mientras se dio sepultura a la señora Marieta, al cabo de los cuales se levantó tan cubierta el alma de luto, como el cuerpo; porque apenas se le enjugaban los ojos, ni se alegraba de nada, ni aun con la vista de su esposo. Mas esto no era mucho, porque él estaba tan seco y despegado con ella, que daba gracias a Dios el día que no le veía. De esta suerte pasó más de cuatro meses, estando ya las cosas más quietas, y que parecía que los disgustos estaban más moderados y doña Blanca más consolada; mas, aunque ella estaba con algún descuido, no lo hacía así su fatal desdicha y la estrella rigurosa de su nacimiento, que no le prometía más alegre fin que a sus hermanas, porque en el tiempo que parecía había más quietud, quiso ejecutar su sangriento golpe, y así, dispuso que una tarde, después de comer, no habiendo el príncipe entrado, como solía otras, a dormir la siesta al estrado, extrañando doña Blanca que de la mesa se había retirado a su cuarto, que era en bajo, preguntó a una de las damas flamencas si había salido el príncipe fuera, y respondiéndole que no, que con Arnesto se había ido a su cuarto, sospechando que tenía en él la dama causa de sus celos, sacando de un escritorio una llave de que estaba apercibida, que un corazón celoso de todo está prevenido, bajó por un escalera de caracol que de su cuarto correspondía al del príncipe, y que jamás se abría, y abriendo paso y entrando con mucho sosiego, por no ser sentida, llegó hasta la cama del príncipe, en que dormía ordinariamente, que con ella era por gran milagro, y halló… ¿Qué hallaría? Quisiera, hermosas damas y discretos caballeros, ser tan entendida que, sin darme a entender, me entendiérades, por ser cosa tan enorme y fea lo que halló. Vio acostados en la cama a su esposo y a Arnesto, en deleites tan torpes y abominables, que es bajeza, no sólo decirlo, mas pensarlo. Que doña Blanca, a la vista de tan horrendo y sucio espectáculo, más difunta que cuando vio el cadáver de la señora Marieta, mas con más valor, pues apenas lo vio, cuando más apriesa que había ido, se volvió a salir, quedando ellos, no vergonzosos ni pesarosos de que los hubiese visto, sino más descompuestos de alegría, pues con gran risa dijeron: —Mosca lleva la española. Llegó doña Blanca a su cuarto, y sentándose en su estrado, puesta la mano en la mejilla, se estuvo gran espacio de tiempo tan embelesada como si hubiera visto visiones de la otra vida. Llegó, viéndola así, su amada doña María, y puesta ante ella de rodillas, le dijo: —¿Qué hallaste, señora mía, que tan cuidadosa te veo? —Mi muerte hallé, doña María —respondió doña Blanca—, y si hasta aquí la veía en sombras, la veo ya clara y sin ellas. Bien sé que lo que he visto me ha de costar la vida. Y supuesto que ya no se me excusa el morir, ya que esto ha de ser, será con alguna causa, o dejaré de ser quien soy. —¡Ah señora mía! —dijo doña María—, y cómo es bueno vivir, aunque sea padeciendo, siquiera hasta que tu hermano ponga el remedio a estos trabajos. Y pues desde que le escribiste dándole cuenta de ellos, tenías tu remedio puesto en él, ¿por qué le quieres aventurar todo? Mejor es disimular, haciéndote desentendida, hasta que venga, como te avisó, a estos estados, y entonces, con su amparo, podrás mejor sujetar tu venganza. Muchas veces te he suplicado que disimules tu pasión con esta cruel gente, tan poderosos, con ser tan grandes señores, que ni temen a Dios ni al mundo, y ahora te lo vuelvo a pedir con más veras, ya que no quieras hacer por ti, que no me espanto que tengas en tanto padecer aborrecida la vida, por tus tristes criados, que quedaremos sin tu amparo, en perpetuo cautiverio, si ya no hacen con ellos lo mismo que tú dices esperas harán contigo. —Ya no puede ser —dijo doña Blanca—, que si bien juzgo que es verdad lo que dices, lo que hoy he visto, sin haber más delito que verlo, me ha condenado a muerte. Y supuesto que ya no hay qué aguardar, era degenerar de quien soy si entendiese esta infame gente que paso por un mal tan grande. Yo tengo de morir vengada, ya que no en los reos, que esos quedan reservados para ser mis verdugos, hasta que la justicia de Dios lo sea suyo, a lo menos en el teatro donde se comete su ofensa y la mía, con tan torpes y abominables pecados, que aun el demonio se avergüenza de verlos. Y pues el delito que ellos hacen me condena a mí a muerte, no hay que aconsejarme, que servirá de darme enfado y no conseguir fruto. Diciendo esto, sin querer declararse más, dejando a doña María tan confusa como descontenta, sabiendo que el príncipe había salido fuera con su padre, y que Arnesto se había quedado escribiendo, en el mismo cuarto de su señor, unos despachos que le había mandado, bajó abajo, y llamando ella misma los criados más humildes, que no quiso que ninguna de sus criadas quedase comprendida en la ejecución de su venganza, mandó sacar la cama al patio y quemarla. Preguntóle el atrevido paje que por qué causa se hacía aquel exceso. A quien respondió doña Blanca que la causa era su gusto, y que agradeciese no hacía en él otro tanto; mas que algún día lo haría, o no sería doña Blanca. Recogióse con esto a su cuarto, a disponerse para morir, que bien vio que sería cierto, porque cuando volvió las espaldas, habiéndole dicho a Arnesto lo que se ha contado, le oyó decir entre dientes: —Bien harás, española, si puedes; mas no te daré yo lugar para ello. Como lo hizo. Pues apenas vinieron los príncipes padre e hijo, cuando Arnesto les contó cuanto había pasado, ponderándolo con tales razones, que hinchó de venenosa furia los pechos dañados de sus señores, y más el del viejo, que ardiendo en ira, respondió: —No temas eso, que antes de mañana a estas horas pagará la española atrevida estos excesos. En fin, se resolvieron a quitarle la vida antes que su hermano llegase, que ya tenían aviso venía a gobernar las armas de aquellos reinos. Esa misma noche habló doña María a don Gabriel por una reja, por donde otras veces le hablaba, y dándole cuenta de lo que pasaba, le dijo cómo, si Dios no la remediaba, no tenía otro remedio que doña Blanca dejase de morir, y porque no ejecutasen también en él, como en quien sabían que doña Blanca estimaba tanto, se escondiese en parte que estuviese seguro, hasta ver en qué paraba, pues sus fuerzas, ni las de los demás criados españoles no eran poderosas contra tan soberbios y poderosos enemigos, y más estando dentro de su estado, y dándole las joyas que doña Blanca le había dado, se despidió de él con muchas lágrimas, pidiendo a Dios los librase. Y así, don Gabriel, al punto, tomando un caballo, se partió sin avisar a nadie, por no alborotar, la vuelta de Amberes, donde si no había llegado, llegaría muy presto su hermano de doña Blanca. Aquella noche no vio doña Blanca a su esposo, ni la llamaron, como las demás, para cenar, en que se conoció la ira que con ella tenían, y por estar más apercibida, no se acostó; antes, en siendo de día, como quien tan cierta tenía su muerte, envió a llamar su confesor, y se confesó, recibiendo con mucha devoción el Santísimo Sacramento, y dándole al confesor una cadena y las sortijas que traía en las manos, le dijo se saliese luego de aquel lugar, porque, por ser español, no le iría en él mejor que a ella, y le pidió que si veía a su hermano, le dijese por lo que moría. Hecho esto, se fue a su estrado, y sentándose en él, empezó a platicar con sus damas, como si no estuviera esperando la partida de esta vida, pareciéndoles a todas más linda que jamás la habían visto, porque el luto que traía por la señora Marieta la hacía más hermosa. Así estuvo hasta cerca de mediodía, que como los príncipes, padre y hijo, se vistieron, luego quisieron ejecutar la sentencia contra la inocente corderilla, como ya lo tenían determinado. Y entrando los dos con su sangrador y Arnesto, que traía dos bacías grandes de plata, que quisieron que, hasta en el ser él también ministro en su muerte, dársela con más crueldad. Mandando salir fuera todas las damas y cerrando las puertas, mandaron al sangrador ejercer su oficio, sin hablar a doña Blanca palabra, ni ella a ellos, mas de llamar a Dios la ayudase en tan riguroso paso, la abrieron las venas de entrambos brazos, para que por tan pequeñas heridas saliese el alma, envuelta en sangre, de aquella inocente víctima, sacrificada en el rigor de tan crueles enemigos. Doña María, por el hueco de la llave, miraba, en lágrimas bañada, tan triste espectáculo. A poco rato que la sangre comenzó a salir, doña Blanca se desmayó, tan hermosamente, que diera lástima a quien más la aborreciera, y quedó tan linda, que el príncipe, su esposo, que la estaba mirando, o enternecido de ver la deshojada azucena, o enamorado de tan bella muerte, volviéndose a su padre con algunas señales piadosas en los ojos, le dijo: —¡Ay señor, por Dios, que no pase adelante esta crueldad! Satisfecha puede estar con lo padecido vuestra ira y mi enojo. Porque os doy palabra que, cuanto ha que conozco a Blanca, no me ha parecido más linda que ahora. Por esta hermosura merece perdón su atrevimiento. A lo que respondió el cruel y riguroso viejo, con voz alterada y rigurosa: —Calla, cobarde, traidor, medio mujer, que te vences de la hermosura y tiene más poder en ti que los agravios. Calla otra vez, te digo, muera; que de tus enemigos, los menos. Y si no tienes valor, repara tu flaqueza con quitarte de delante. Salte fuera y no lo veas, que mal se defenderá ni ofenderá a los hombres quien desmaya de ver morir una mujer. Así tuviera a todas las de su nación como tengo a ésta. Y diciendo esto, le abrió la puerta y hizo salir fuera. A lo que el príncipe, con las lágrimas en los ojos, no replicó; en que se conoció que el despego que tenía con doña Blanca le debían de ocasionar su padre y Arnesto. Pues ido el príncipe, se volvió a cerrar la puerta, y se prosiguió con la crueldad, asistiendo los dos con ánimo de tiranos a ella, hasta que, desangrada, como Séneca, rindió la vida a la crueldad de los tiranos y el alma al cielo. Muerta la hermosa doña Blanca tan desgraciadamente, porque no envidiase la desdicha de sus hermanas, si es don para ser envidiado, dejando bien qué llorar en aquellos Estados, pues los estragos, que tocaron en crueldades, que el duque de Alba hizo en ellos, fue en venganza de esta muerte, dejándola en el estrado como estaba y abriendo las puertas que correspondían al cuarto de sus damas, y cerrando las de la otra parte, se salieron fuera los ministros de esta crueldad, que como doña María y las demás pudieron salir adonde estaba, no lo rehusaron, antes llorando se cercaron todas de ella, españolas y flamencas, que en el sentimiento tanto lo mostraban las unas como las otras, que como era tan afable, de todas igualmente era amada; unas le besaban las manos, otras la estremecían, pensando que no estaba muerta, y todas hacían lastimoso duelo sobre el difunto y hermoso cuerpo, en particular doña María, que se arrancaba los cabellos, y se sacaba con sus mismos dientes pedazos de sus manos, diciendo lastimosas ternezas, que es de creer se matara si no fuera por no perder el alma. Así estuvieron hasta la noche, que llevaron el cuerpo de doña Blanca a la bóveda de la capilla del príncipe, para que acompañase el de la señora Marieta, y a doña María y las otras damas españolas a una torre, teniendo a esta hora en otra a los criados españoles con el confesor, que no había tenido lugar de irse, menos a don Gabriel, que la noche antes se había partido, donde estuvieron muchos días, y estuvieran hasta que acabaran, si don Gabriel no diligenciara el modo de su libertad, que como llegó a Amberes, halló allí al hermano de doña Blanca, que había llegado aquel día, y dándole cuenta de lo que pasaba, loco de dolor, juntando la gente de guerra, vino contra el príncipe, pensando llegar a tiempo, porque como todos los criados estaban presos, no sabían si se había ejecutado la muerte de doña Blanca; hasta que, cerca del estado, cogieron uno de la misma ciudad, que les dijo lo que pasaba, que ya estaba público, y también cómo los príncipes, padre e hijo, siendo avisados de su venida, estaban puestos en defensa; mas no les valió, que ellos y muchos de sus valedores pagaron con las vidas la muerte de la inocente doña Blanca, siendo su hermano para ellos un fiero león: tal era la mortal rabia que tenía. Mas todo esto no fue hecho tan presto que los pobres criados y criadas no estuviesen más de cuatro años presos, pasando mil lacerías y trabajos; mas Dios les guardó en tantas penas la vida, para que saliesen a gozar su amada libertad. También sacaron el cuerpo de doña Blanca para traerle a España, que estaba tan lindo como si entonces acabara de morir (señal de la gloria que goza el alma); que las cosas que su hermano hacía y decía enternecieran un mármol. Don Gabriel y doña María, ya casados, con las demás damas y criados, vinieron a traer el hermoso cadáver; donde ya sosegados en su amada patria, tuvieron una hija, cuyo nombre fue el mismo de su madre. Y esta hija, llegando a edad de tomar estado, por su hermosura, casó con un deudo muy cercano de doña Blanca, que fueron mis padres, a quien, juntamente con mis abuelos, oí contar esta lastimosa historia y verdadero desengaño que habéis oído, que os doy tan larga cuenta de ello, porque creáis su verdad, como la contaban los que la vieron con sus mismos ojos. Vean ahora las damas si hay en este desengaño bien en qué desengañarse, y los caballeros en qué retratarse de su mala opinión de que todas las mujeres padecen culpadas. Eran a esta ocasión, que dio fin doña Luisa, tan tiernos los sentimientos de las damas y la admiración de los caballeros, que aunque veían que había dado fin, todos callaban, si no era con los ojos, lenguas del alma; hasta que don Juan, viendo la suspensión de todo el auditorio, volviéndose a la hermosa doña Isabel, le dijo: —Cantad, señora, alguna cosa que divierta esta pasión, para que la señora doña Francisca empiece con otra a renovar nuestra terneza; que yo, en nombre de todos estos caballeros y mío, digo que queda tan bien ventilada y concluida la opinión de las damas desengañadoras y que con justa causa han tomado la defensa de las mujeres, y por conocerlo así, nos damos por vencidos y confesamos que hay hombres que, con sus crueldades y engaños, condenándose a sí, disculpan a las mujeres. Que oyendo todos los caballeros lo que don Juan decía, respondieron que tenía razón. Con lo cual, sin dar lugar a las damas que moralizasen sobre lo referido, pues veían que los caballeros, rendidas las armas de su opinión, se daban por rendidos a la suya, la hermosa doña Isabel y los músicos cantaron así: Lástima os tengo, ojos míos, que estáis ciegos y cansados a puro sentir desprecios, y a puro llorar agravios. Si ya vivís satisfechos que servís a dueño ingrato, que el oro de vuestro amor le paga con plomo falso. Y que cuando le aguardáis con caricias y regalos, a pesar de vuestras penas, reposa en ajenos brazos. ¿Para qué os atormentáis, para qué os estáis cansando, si en taza de amargos celos os da a beber desengaños? Si es que lloráis, ojos míos, venturas que ya pasaron, advertid que de esas glorias no hallaréis senda ni rastro. Y si pensáis restaurar lo perdido con el llanto, sabed que en agua escribís los gustos que ya pasaron. Cuando más os ve rendidos, de vosotros no hace caso; que tratar mal al humilde es condición de tiranos. Si veis que no se lastima, aunque escucha vuestro llanto, decidme ya: ¿qué esperáis? ¿o de qué sirve cansaros? Más seguro será huir: mas responderéis, llorando: ¿cómo he de huir de la vida, cuando la tengo en sus manos? Mas pues veis que no medráis, ojos, buscad nuevo amo; con lágrimas respondéis no queréis ejecutarlo. Pues advertid que si amor se rinde a nuevos cuidados, con quien más le sirve tiene la condición de villano. Pues no os podéis engañar, aunque queráis disculparos; que bien conocéis el dueño de quien es el vuestro esclavo. Pues sufrir y padecer sujetos a un ciego engaño, eso es quitaros la vida con tormento dilatado. Gloriosa vive Castalia, vosotros morís rabiando, ¿pues cómo no echáis de ver que es grande hechicero el trato? ¡Ay, cuitados de vosotros, y que poco remedio os hallo, si no os vais a retraer al templo del desengaño! Pues si esperáis a que el tiempo haga en vosotros milagro, pasa en los bienes aprisa, como en los males despacio. Decid, ¿qué pensáis hacer? Mas ya respondéis callando, que presos por voluntad jamás la prisión dejaron. Morir amando, que el valiente en la lid no deja el campo. *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
El ataque al molino
Cuento largo
Acabada la música, ocupó la hermosa Filis el asiento que había ya dejado desembarazado, bien temerosa de salir del empeño tan airosa como las demás que habían desengañado. Y congojada de esto, cubriendo el hermoso rostro de nuevas y alejandrinas rosas que el ahogo le causaron, dijo: —Cierto, hermosas damas y discretos caballeros, y tú, divina Lisis, a cuyo gobierno estamos todas sujetas, que cediera de voluntad a cualquiera, que me quisiera sacar de este empeño en que estoy puesta, este lugar; porque haber de desengañar en tiempo que se usan tantos engaños, que ya todos viven de ellos, de cualquiera estado o calidad que sean es fuerte rigor. Y así, dudo que ni las mujeres son engañadas, que una cosa es dejarse engañar y otra es engañarse, ni los hombres deben de tener la culpa de todo lo que se les imputa. Y así, las mujeres vemos hoy, sin los casos pasados, ver en los presentes llorar y gemir tantas burladas. ¿Qué mejor desengaño habemos menester? Mas dirán lo que dijo una vez una bachillera, oyendo contar una desdicha que había sucedido a una dama casada con su marido: «Bueno fuera que por una nave que se anega, no navegasen las demás.» Y cierto, que aunque se dice que el libre albedrío no está sujeto a las estrellas, pues aprovechándonos de la razón las podemos vencer, que soy de parecer que si nacimos sujetos a desdichas, es imposible apartarnos de ellas. Bien se advierte en Camila y Roseleta, que ni la una con su prudencia pudo librarse, aunque calló, ni la otra, con su arrojamiento, hablando se libró tampoco. Y aunque miro en Carlos y don Pedro dos ánimos bien crueles, no me puedo persuadir a que todos los hombres sean de una misma manera, pues juzgo que ni los hombres deben ser culpados en todo, ni las mujeres tampoco. Ellos nacieron con libertad de hombres, y ellas con recato de mujeres. Y así, por lo que deben ser más culpadas, dejando aparte que son más desgraciadas, es que, como son las que pierden más, luce en ellas más el delito. Y por esto, como los hombres se juzgan los más ofendidos, quéjanse y condénanlas en todo, y así están hoy más abatidas que nunca, porque deben de ser los excesos mayores. Demás de esto, como los hombres, con el imperio que naturaleza les otorgó en serlo, temerosos quizá de que las mujeres no se les quiten, pues no hay duda que si no se dieran tanto a la compostura, afeminándose más que naturaleza las afeminó, y como en lugar de aplicarse a jugar las armas y a estudiar las ciencias, estudian en criar el cabello y matizar el rostro, ya pudiera ser que pasaran en todo a los hombres. Luego el culparlas de fáciles y de poco valor y menos provecho es porque no se les alcen con la potestad. Y así, en empezando a tener discurso las niñas, pónenlas a labrar y hacer vainillas, y si las enseñan a leer, es por milagro, que hay padre que tiene por caso de menos valer que sepan leer y escribir sus hijas, dando por causa que de saberlo son malas, como si no hubiera muchas más que no lo saben y lo son, y ésta es natural envidia y temor que tienen de que los han de pasar en todo. Bueno fuera que si una mujer ciñera espada, sufriera que la agraviara un hombre en ninguna ocasión; harta gracia fuera que si una mujer profesara las letras, no se opusiera con los hombres tanto a las dudas como a los puestos; según esto, temor es el abatirlas y obligarlas a que ejerzan las cosas caseras. Esto prueba bien el valor de las hermanas del emperador Carlos Quinto, que no quiero asir de las pasadas, sino de las presentes, pues el entendimiento de la serenísima infanta doña Isabel Clara Eugenia de Austria, pues con ser el católico rey don Felipe II de tanto saber, que adquirió el nombre de Prudente, no hacía ni intentaba facción ninguna que no tomase consejo con ella: en tanto estimaba el entendimiento de su hija, pues en el gobierno de Flandes bien mostró cuán grande era su saber y valor. Pues la excelentísima condesa de Lemos, camarera mayor de la serenísima reina Margarita, y aya de la emperatriz de Alemania, abuela del excelentísimo conde de Lemos, que hoy vive, y viva muchos años, que fue de tan excelentísimo entendimiento, de más de haber estudiado la lengua latina, que no había letrado que la igualase. La señora doña Eugenia de Contreras, religiosa en el convento de Santa Juana de la Cruz, hablaba la lengua latina, y tenía tanta prontitud en la gramática y teología, por haberla estudiado, que admiraba a los más elocuentes en ella. Pues si todas éstas y otras muchas de que hoy goza el mundo, excelentes en prosa y verso, como se ve en la señora doña María Barahona, religiosa en el convento de la Concepción Jerónima, y la señora doña Ana Caro, natural de Sevilla: ya Madrid ha visto y hecho experiencia de su entendimiento y excelentísimos versos, pues los teatros la han hecho estimada y los grandes entendimientos le han dado laureles y vítores, rotulando su nombre por las calles. Y no será justo olvidar a la señora doña Isabel de Ribadeneira, dama de mi señora la condesa de Gálvez, tan excelente y única en hacer versos, que de justicia merece el aplauso entre las pasadas y presentes, pues escribe con tanto acierto, que arrebata, no sólo a las mujeres, mas a los hombres, el laurel de la frente; y otras muchas que no nombro, por no ser prolija. Puédese creer que si como a éstas que estudiaron les concedió el cielo tan divinos entendimientos, si todas hicieran lo mismo, unas más y otras menos, todas supieran y fueran famosas. De manera que no voy fuera de camino en que los hombres de temor y envidia las privan de las letras y las armas, como hacen los moros a los cristianos que han de servir donde hay mujeres, que los hacen eunucos por estar seguros de ellos. ¡Ah, damas hermosas, qué os pudiera decir, si supiera que como soy oída no había de ser murmurada! ¡Ea, dejemos las galas, rosas y rizos, y volvamos por nosotras: unas, con el entendimiento, y otras, con las armas! Y será el mejor desengaño para las que hoy son y las que han de venir. Y supuesto que he dicho lo que siento, y ya que estoy en este asiento, he de desengañar, y es fuerza que cumpliendo el mandamiento de la divina Lisis, ha de ser mi desengaño contra los caballeros. Por si algún día los hubiere menester, les pido perdón y licencia. Con gran gusto escucharon todos a la hermosa Filis, que después de haberla dado las gracias y concedido lo que tan justamente pedía, empezó así: Si mis penas pudieran ser medidas, no fueran penas, no, que glorias fueran; con más facilidad contar pudieran las aves que en el aire están perdidas. Las estrellas a cuenta reducidas, más cierto que ellas número tuvieran; por imposibles, fáciles se vieran contadas las arenas esparcidas. Sin ti, dulce y ausente dueño mío, la noche paso deseando el día; y en viendo el día, por la noche lloro. Lágrimas, donde estás, con gusto envío; gloria siento por ti en la pena mía, cierta señal que lo que pienso adoro. Espero, desespero, gimo y lloro; que sin ti, dueño amado, me cansa el río y entristece el prado. ¡Cuándo llegará el día en que te vuelva a ver, señora mía! Que hasta que yo te vea, no hay gusto para mí que gusto sea. Así cantaba para divertir su pena, siendo tan grande como quien sabe qué es ausencia, don Martín, caballero mozo, noble, galán y bien entendido, natural de la imperial ciudad de Toledo, a quien deseos de acrecentamientos de honor habían ausentado de su patria y apartado de una gallarda y hermosa dama, prima suya, a quien amaba para esposa, navegando la vuelta de España, honrado de valerosos hechos y acrecentado de grandes servicios en Flandes, donde había servido con valeroso ánimo y heroico valor a su católico rey, y de quien esperaba, llegando a la corte, honrosos premios, ligando de camino el libre cuello al yugo del matrimonio, lazo amable y suave para quien le toma con gusto, como le esperaba gozar con su hermosa prima, juzgando el camino eterno, por impedirle llegar a gozar y poseer sus amorosos brazos, pareciéndole el próspero viento con que la nave volaba, perezosa calma. Cuando la fortuna (cruel enemiga del descanso, que jamás hace cosa a gusto del deseo), habiendo cerrado la noche oscura, tenebrosa y revuelta de espantosos truenos y temerosos relámpagos, con furiosa lluvia, trocándose el viento apacible en rigurosa tormenta. Los marineros, temerosos de perderse, queriendo amainar las velas, porque la nave no diese contra alguna peña y se hiciese pedazos; mas no les fue posible, antes empezó a correr, sin orden ni camino, por donde el furioso viento la quiso llevar, con tanta pena de todos, que viendo no tenían otro remedio, puestos de rodillas, llamando a Dios, que tuviese misericordia de las almas, ya que los cuerpos se perdiesen. Y así, poniendo el timón la vía de Cerdeña, pareciéndoles no medrarían muy mal si llegasen a ella, perdidas las esperanzas de quedar con las vidas, con grandes llantos se encomendaba cada uno al santo con quien más devoción tenía. Y es lo cierto que, si no fuera por el valor con que don Martín los animaba, el mismo miedo los acabara; mas era toledano, cuyos pechos no le conocen, y así, haciendo la misma cara al bien que al mal, poniendo las esperanzas en Dios, esperaba con valor lo que sucediese. Tres días fueron de esta suerte, sin darles lugar la oscuridad y el ir engolfados en alta mar a conocer por dónde iban; y ya que esto les aseguraba el temor de hacerse pedazos la nave, no lo hacía de dar en tierra de moros, cuando al cuarto día descubrieron tierra poco antes de anochecer; mas fue para acrecentarles el temor, porque eran unas montañas tan altas, que antes de sucederles el mal, ya le tenían previsto, y procurando amainar, fue imposible, que la triste nave venía tan furiosa, que antes que tuviesen lugar de hacer lo que intentaban, dio contra las peñas y se hizo pedazos; que, viéndose perdidos, acudió cada uno como pudo a salvar la vida, y aun ésa tenía por imposible el librarla. Don Martín, que, siguiendo el ejercicio de las armas, no era ésta la primera fortuna en que se había visto, animosamente asió una tabla, haciendo cada uno lo mismo; con cuyo amparo, y el del Cielo, pudieron, a pesar de las furiosas olas, tomar tierra en la parte donde más cómodamente pudieron; que como en ella se vieron, aunque conociendo su manifiesto peligro, por llegar las olas a batir en las mismas peñas, por estar furiosas y fuera de madre, dieron gracias a Dios por las mercedes que les había hecho, y buscando como pudiesen donde ampararse, don Martín y otro caballero pasajero, que los demás enderezaron hacia otras partes, se acogieron a un hueco o quiebra que en la peña había, donde, por estar bien cóncavo y cavado, no llegaba el agua. Estuvieron hasta la mañana, que habiéndose sosegado el aire y quitádose el cielo el ceño, salió el sol y dio lugar a que, las olas retiradas a su cerúleo albergue, descubrió una arenosa playa de ancho hasta dos varas, de modo que podía muy bien andar alrededor de las peñas. Que viendo esto don Martín y su compañero, temerosos de que no los hallase allí la venidera noche, y deseosos de saber dónde estaban, y menesterosos de sustento, por no haber comido desde la mañana del día pasado, salieron de aquel peligroso albergue, y caminando por aquella vereda, iban buscando si hallaban alguna parte por donde subir a lo alto, con harto cuidado de que no fuese tierra de moros donde perdiesen la libertad que el Cielo les había concedido, aunque les parecía más civil muerte acabar la vida a manos de la hambre (no sé qué dulzura tiene esta triste vida, que aunque sea con trabajos y desdichas, la apetecemos). Dábales a don Martín y su camarada más guerra la hambre que el esperar verse cautivos, y sentían más la pérdida de los mantenimientos, que con la nave se habían perdido, que los vestidos y ropa que se habían anegado con ella. Si bien a don Martín no le hacían falta los dineros, porque en un bolsillo que traía en la faltriquera había escapado buena cantidad de doblones y una cadena. Más de medio día sería pasado cuando, caminando orilla de la mar, descubrieron una mal usada senda que a lo alto de la peña subía, y entrando por ella, no con poco fatiga, a cosa de las cuatro de la tarde, llegaron a lo alto, desde donde descubrieron la tierra llana y deleitosa, muchas arboledas muy frescas y en ellas huertas de agradable vista, y muchas tierras sembradas, y en ellas, o cerca, algunas hermosas caserías; mas no vieron ninguna gente, con que no pudieron apelar de su pensamiento de que estaban entre enemigos. Mas, al fin, sujetos a lo que la fortuna quisiese hacer de ellos, como hallasen qué comer, siguieron su camino, y a poco más de una legua, ya que quería anochecer, descubrieron un grande y hermoso castillo, y vieron delante de él andarse paseando un caballero, que en su talle, vestido y buena presencia parecía serlo. Tenía sobre un vestido costoso y rico un gabán de terciopelo carmesí, con muchos pasamanos de oro al uso español, de que no se alegraron poco nuestros mojados y hambrientos caminantes, dando mil gracias a Dios de que, ya que con tanto trabajo los había guiado hasta allí, fuese tierra de cristianos, porque hasta a aquel punto habían temido lo contrario. Y yéndose para el caballero, que se paró a esperarlos, juzgando en verlos venir así lo que podía ser, que como llegasen más cerca, pudieron ver que era un hombre de hasta cuarenta años, algo moreno, mas de hermoso rostro, el bigote y cabello negro y algo encrespado. Llegando pues más cerca, con semblante severo y alegre, los saludó con mucha cortesía, y prosiguió, diciendo: —No tengo necesidad, señores, de preguntaros qué ventura os ha traído aquí, que ya juzgo, en el modo que venís a pie y mal enjutos, parece que habéis escapado de alguna derrotada nave que en la tempestad pasada se ha perdido, haciéndose pedazos en esas peñas. Y no ha sido pequeña merced del Cielo en haber escapado con las vidas, que ya otros muchos han perecido sin haber podido tomar tierra. Así es —respondió don Martín, después de haberle vuelto las corteses saludes—, y suplícoos, señor caballero, me hagáis merced de decirme qué tierra es ésta, y si hallaremos cerca algún lugar donde podamos repararnos del trabajo pasado y del que nos fatiga, que es no haber comido dos días ha. —Estáis, señores —respondió el caballero—, en la Gran Canaria, si bien por donde la fortuna os la hizo tomar es muy dificultoso el conocerla, y de aquí a la ciudad hay dos leguas, y supuesto que ya el día va a la última jornada, será imposible llegar a ella a tiempo que os podáis acomodar de lo que os falta, y más siendo forasteros, que es fuerza ignoréis el modo. Y supuesto la necesidad que tenéis de sustento y descanso, porque me parecéis en la lengua españoles, y tener yo gran parte de esa dichosa tierra, que es de lo que más me honro, os suplico que aceptéis mi casa para descansar esta noche y todo el tiempo que más os diere gusto, que en todo podéis mandar como propia, y yo lo tendré por muy gran favor; que después yo iré con vosotros a la ciudad, donde voy algunas veces, y os podréis acomodar de lo que os faltare para vuestro viaje. Agradecieron al noble caballero don Martín y su camarada, con corteses razones, lo que les ofrecía, aceptando, por la necesidad que tenían, su piadoso ofrecimiento. Y con esto, todos tres y algunos criados que habían salido del castillo se entraron en él, y cerrando y echando el puente, por ser ya tarde y aquellos campos mal seguros de salteadores y bandoleros, subieron a lo alto; y iban notando nuestros héroes que el caballero debía ser muy principal y rico, porque todas las salas estaban muy aliñadas de ricas colgaduras y excelentes pinturas y otras cosas curiosas que decían el valor del dueño, sin faltar mujeres que acudieron a poner luces y ver qué se les mandaba tocante al regalo de los huéspedes que su señor tenía, porque salieron, llamando, dos doncellas y cuatro esclavas blancas herradas en los rostros, a quienes el caballero dijo que fuesen a su señora y le dijesen mandase apercibir dos buenas camas para aquellos caballeros, juntas en una cuadra, y que se aderezase presto la cena, porque necesitaban de comer y descansar. Y mientras esto se hacía, don Martín y el compañero se quedaron con el caballero, contando de su viaje y del modo que habían llegado allí, juzgando, por lo que a las criadas había dicho dijesen a su señora, que el caballero era casado. Aderezada la cena y puestas las mesas, ya que se querían sentar, se les ofreció a la vista dos cosas de que quedaron bien admirados, sin saber qué les había sucedido. Y fue que diciéndoles el caballero que se sentasen, y haciendo él lo mismo, sacó una llave de la faltriquera, y dándola a un criado, abrió con ella una pequeña puerta que en la sala había, por donde vieron salir, cuando esperaban, o que saliesen algunos perros de caza, o otra cosa semejante, salió, como digo, una mujer, al mismo tiempo que, por la otra donde entraban y salían las criadas, otra, que la vista de cualquiera de ellas causó a don Martín y su compañero tan grande admiración, que, suspendidos, no se les acordó de lo que iban a hacer, ni atendieron a que el caballero les daba priesa que se sentasen. La mujer que por la pequeña puerta salió parecía tener hasta veinte y seis años, tan hermosísima, con tan grande extremo, que juzgó don Martín, con haberlas visto muy lindas en Flandes y España, que ésta les excedía a todas, mas tan flaca y sin color, que parecía más muerta que viva, o que daba muestras de su cercana muerte. No traía sobre sus blanquísimas y delicadas carnes [[sino]] un saco de una jerga muy basta, y éste le servía de camisa, faldellín y vestido, ceñido con un pedazo de soga. Los cabellos, que más eran madejas de Arabia que otra cosa, partidos en crencha, como se dice, al estilo aldeano, y puestos detrás de sus orejas, y sobre ellos arrojada una toca de lino muy basto. Traía en sus hermosas manos (que parecían copos de blanca nieve) una calavera. Juzgó don Martín, harto enternecido de verla destilar de sus hermosos ojos sartas de cristalinas perlas, que si en aquel traje se descubrían tanto los quilates de su belleza, que en otro más precioso fuera asombro del mundo; y como llegó cerca de la mesa, se entró debajo de ella. La otra que por la puerta salió era una negra, tan tinta, que el azabache era blanco en su comparación, y sobre esto, tan fiera, que juzgó don Martín que si no era el demonio, que debía ser retrato suyo, porque las narices eran tan romas, que imitaban los perros bracos que ahora están tan validos, y la boca, con tan grande hocico y bezos tan gruesos, que parecía boca de león, y lo demás a esta proporción. Pudo muy bien don Martín notar su rostro y costosos aderezos en lo que tardó en llegar a la mesa, por venir delante de ella las dos doncellas, con dos candeleros de plata en las manos, y en ellos dos bujías de cera encendidas. Traía la fiera y abominable negra vestida una saya entera con manga en punta, de un raso de oro encarnado, tan resplandeciente y rica, que una reina no la podía tener mejor: collar de hombros y cintura de resplandecientes diamantes; en su garganta y muñecas, gruesas y albísimas perlas, como lo eran las arracadas que colgaban de sus orejas; en la cabeza, muchas flores y piedras de valor, como lo eran las sortijas que traía en sus manos. Que como llegó, el caballero, con alegre rostro, la tomó por la mano y la hizo sentar a la mesa, diciendo: —Seas bien venida, señora mía. Y con esto se sentaron todos; la negra, a su lado, y don Martín y su camarada enfrente, tan admirados y divertidos en mirarla, que casi no se acordaban de comer, notando el caballero la suspensión, mas no porque dejase de regalar y acariciar a su negra y endemoniada dama, dándole los mejores bocados de su plato, y la desdichada belleza que estaba debajo de la mesa, los huesos y mendrugos, que aun para los perros no eran buenos, que como tan necesitada de sustento, los roía como si fuera uno de ellos. Acabada la cena, la negra se despidió de los caballeros y de su amante o marido, que ellos no podían adivinar qué fuese, y se volvió por donde había venido, con la misma solemnidad de salir las doncellas con las luces, y saliendo de debajo de la mesa la maltratada hermosura, un criado de los que asistían a servir, en la calavera que traía en las manos, le echaron agua, y volviéndose a su estrecho albergue, cerró el criado la puerta con llave y se la dio a su señor. Pues pasado esto, y los criados idos a cenar, viendo el caballero a sus huéspedes tan suspensos pensando en las cosas que en aquella casa veían, sin atreverse a preguntar la causa, les habló de esta suerte: —Si bien, buenos amigos, el trabajo pasado en la mar os necesita más de descanso y reposo que de oír sucesos, veos tan admirados de lo que en esta casa veis, que estoy seguro que no os pesará de oír el mío, y la causa de los extremos que veis, que los juzgaréis encantamientos de los que se cuentan había en la primera edad del mundo. Y porque salgáis de la admiración en que os veo, si gustáis de saberla, con vuestra licencia os contaré mi prodigiosa historia, asegurándoos que sois los primeros a quien la he dicho y han visto lo que en este castillo pasa; porque desde que me retiré a él de la ciudad, no he consentido que ninguno de mis deudos o amigos que me vienen a ver pasen de la primera sala, ni mis criados se atreverán a contar a nadie lo que aquí pasa, pena de que les costara la vida. —Antes, amigo y señor —respondió Martín—, te suplico que lo digas y me saques de la confusión en que estoy, que no puedo tener, con el descanso que dices que mi fatiga ha menester, más gusto y alivio que oír la historia que encierra tan prodigiosos misterios. —Pues, supuesto eso, os la diré —dijo el caballero—; estadme atentos, que pasa así: Mi nombre es don Jaime de Aragón, que este mismo fue el de mi padre, que fue natural de Barcelona, en el reino de Cataluña, y de los nobles caballeros de ella, como lo dice mi apellido. Tuvo mi padre con otros caballeros de su patria unas competencias sobre el galanteo de una dama, y fue de suerte que llegaron a sacar las espadas; donde mi padre, o por más valiente, o más bien afortunado, dejando uno de sus contrarios en el último vale, se escapó en un caballo al reino de Valencia, y embarcándose allí, pasó a Italia, donde estuvo algunos años en la ciudad de Nápoles, sirviendo al rey como valeroso caballero, donde llegó a ser capitán. Y ya cansado de andar fuera de su patria, volviéndose a ella con tormenta, derrotado, como vosotros, en esas peñas, y salvando la vida por el mismo modo, estándose reparando en la ciudad del trabajo pasado, vio a mi madre, que habiendo muerto sus padres, la habían dejado niña y rica. Finalmente, al cabo de dos años que la galanteó, vino a casarse con ella. Tuviéronme a mí solo por fruto de su matrimonio, que llegando debajo de su educación a la edad floreciente de diez y ocho años, era tan inclinado a las armas, que pedí a mis padres licencia para pasar a Flandes a emplear algunos años en ellas y ver tierras. Tuviéronlo por bien mis padres, por que no perdiese el honor que por tan noble ejercicio podía ganar, aunque con paternal sentimiento; me acomodaron de lo necesario, y tomando su bendición, me embarqué para Flandes, que llegado a ella, asenté mi plaza y acudí a lo que era necesario en el ejercicio que profesaba, y en esto gasté seis años, y pienso que estuviera hasta ahora si no me hubiera sucedido un caso, el más espantoso que habréis oído. Tenía yo a esta sazón veinte y cuatro años, el talle conforme a la floreciente edad, que tenía las galas como de soldado y las gracias como de mozo, acompañando a esto con el valor de la noble sangre que tengo. Pues estando un día en el cuerpo de guardia con otros camaradas y amigos, llegó a mí un hombre anciano, que al parecer profesaba ser escudero, y llamándome aparte, me dijo que le oyese una palabra, y despidiéndome de mis amigos, me aparté con él, que en viéndome solo, me puso en la mano un papel, diciendo que le leyese y de palabra le diese la respuesta. Leíle y contenía estas razones: «Tu talle, español, junto con las demás gracias que te dio el Cielo, me fuerzan a desear hablarte. Si te atreves a venir a mi casa con las condiciones que te dirá ese criado, no te pesará de haberme conocido. Dios te guarde.» Viendo que el papel no decía más, y que se remitía a lo que dijese el criado, le pregunté el modo de poder obedecer lo que en aquel papel se me mandaba, y me respondió que no había que advertirme más de que si me resolvía a ir, que le aguardase en dando las diez en aquel mismo puesto, que él vendría por mí y me llevaría. Yo, que con la juventud que tenía, y la facultad que profesaba, ayudado de mi noble sangre, no miraba en riesgos, ni temía peligros, pareciéndome que aunque fuese a los abismos no aventuraba nada, porque no conocía la cara al temor, acepté la ida, respondiendo que le aguardaría. Advirtióme el sagaz mensajero que en este caso no había riesgo ninguno, más de el de comunicarlo con nadie, y que así, me suplicaba que ni a camarada ni amigo no lo dijese, que importaba a mí y a la persona que le enviaba. Asegurado de todo, y yo sin sosiego hasta ver el fondo a un caso con tantas cautelas gobernado, apenas vi que serían las diez, cuando, hurtándome a mis camaradas, me fui al señalado puesto, y dando el reloj las diez, llegó él en un valiente caballo, que por hacer la noche entre clara se dejaba ver, y bajando de él, lo primero que hizo fue vendarme los ojos con un tafetán de que venía apercibido; de cuya facción unas veces dudaba fuese segura, y otras me reía de semejantes transformaciones. Y diciendo que subiese en el caballo, subió él a las ancas. Empezamos a caminar, pareciéndome, en el tiempo que caminamos, que habían sido dos millas, porque cruzando calles y callejuelas, como por ir tapados los ojos no podía ver por dónde iba, muchas veces creí que volvíamos a caminar lo que ya habíamos caminado. En fin, llegamos al cabo de más de una hora a una casa, y entrando en el zaguán, nos apeamos, y así, tapados los ojos como estaba, me asió de la mano y me subió por unas escaleras. Yo os confieso que en esta ocasión tuve algún temor, y me pesó de haberme puesto en una ocasión, que ella misma, pues iba fundada en tanta cautela, estaba amenazando algún grave peligro; mas considerando que ya no podía volver atrás, y que no era lo peor haberme dejado mi daga y espada, y una pistola pequeña que llevaba en la faltriquera, me volví a cobrar, pues juzgué que, teniendo con qué defenderme, ya que muriese, podía matar. Acabamos de subir, y en medio de un corredor, a lo que me pareció, por haber tentado las varandas, con una llave que traía abrió una puerta, y trasladando, al entrar por ella, mi mano, que en la suya llevaba otra, que al parecer del tacto juzgué mejor, sin hablar palabra, volvió a cerrar y se fue, dejándome más encantado que antes; porque la dama a quien me entregó, según juzgué por el crujir de la seda, fue conmigo caminando otras tres salas, y en la última, llegando a un estrado, se sentó y me dijo que me sentara. Animéme cuando la oí hablar, y díjele: —Gracias a Dios, señora mía, que ya sé que estoy en el cielo y no, como he creído, que me llevaban a los infernales abismos. —¿Pues en qué conocéis que aquí es el cielo? —me replicó. —En la gloria que siento en el alma, y en el olor y dulzura de este albergue. Y que aunque ciego, o yo soy de mal conocimiento, o esta mano que tengo en la mía no puede ser sino la de un ángel. —¡Ay don Jaime! —me volvió a replicar—. No juzgues a desenvoltura esto que has visto, sino a fuerza de amor, de que he querido muchas veces librarme, y no he podido, aunque he procurado armarme de la honestidad y de la calidad que tengo; mas tu gala y bizarría han podido más, y así han salido vencedoras, rindiendo todas cuantas defensas he procurado poner a los pies de tu valor, con lo cual, atropellando inconvenientes, te he traído de la manera que ves; porque tanto a ti como a mí nos importa vivir con este secreto y recato. Y así, para conseguir este amoroso empleo, te ruego que no lo comuniques con ninguno; que si alguna cosa mala tenéis los españoles, es el no saber guardar secreto. Con esto, me desvendó los ojos; aunque fue como si no lo hiciera, porque todo estaba a oscuras. Yo, agradeciéndole tan soberanos favores, con el atrevimiento de estar solos y sin luz, empecé a procurar por el tiento a conocer lo que la vista no podía, brujuleando partes tan realzadas, que la juzgué en mi imaginación por alguna deidad. Hasta dada la una estuve con ella gozando regaladísimos favores, cuantos la ocasión daba lugar, y ya que le pareció hora, habiéndome dado un bolsillo grande y con buen bulto, pues estaba tan lleno que apenas se podía cerrar, se despidió de mí con amorosos sentimientos, y volviéndome a vendar los ojos, diciendo que la noche siguiente no me descuidase de estar en el mismo puesto, salió conmigo hasta la puerta por donde entré, y entregándome al mismo que me había traído, volviendo a cerrar, bajamos donde estaba el caballo, y subiendo en él, caminamos otro tanto tiempo como a la ida, hasta ponerme en el mismo puesto de donde me había sacado. Llegué, en yéndose el criado, a mi posada, y hallando en ella ya acostados y durmiendo a mis camaradas, me retiré a mi aposento, y haciéndome millares de cruces del suceso que por mí pasaba, abrí el bolsillo, y había en él una cadena de peso de doscientos escudos de oro, cuatro sortijas de diamantes y cien doblones de a cuatro. Quedé absorto, juzgando que debía ser mujer poderosa, y dando gracia a mi buena dicha, pasé la noche, dando otro día cadena al cuello y a las manos relumbrones, jugando largo y gastando liberal con los amigos; tanto que ellos me decían que de qué Indias había venido, a quien satisfacía con decir que mi padre me lo había enviado. Y a la noche siguiente, aguardando en el puesto a mi guía, que fue muy cierta a la misma hora, a quien recibí con los brazos; y con darle lo que merecía su cuidado. Y con esto, de la misma suerte que la noche pasada, fui recibido, y agasajado, y bien premiado mi trabajo, pues aquella noche me proveyó las faltriqueras de tantos doblones, que será imposible el creerlo. De esta suerte pasé más de un mes, sin faltar noche ninguna mi guía, ni yo de gozar mi dama encantada, ni ella de colmarme de dineros y preciosas joyas, que en el tiempo que digo largamente me dio más de seis mil ducados, con que yo me trataba como un príncipe, sin que, en todo este tiempo que he dicho, permitió dejarse ver, y si la importunaba para ello, me respondía que no nos convenía, porque verla y perderla había de ser uno. Mas como las venturas fundadas en vicios y deleites perecederos no pueden durar, cansóse la fortuna de mi dicha, y volvió su rueda contra mí. Y fue que como mis amigos y camaradas me veían tan medrado y poderoso, sospecharon mal, y empezaron a hablar peor, porque echando juicios y haciendo discursos de dónde podía tener yo tantas joyas y dineros, dieron en el más infame, diciendo que era ladrón o salteador. Y esto lo hablaban a mis espaldas, tan descaradamente, que vino a oídos de un camarada mío, llamado don Baltasar, y si bien en varias ocasiones había vuelto por mí y puéstose a muchos riesgos, enfadado de verme en tan mala opinión, y quizá temiendo no fuese verdad lo que se decía, me apartó una tarde de todos, sacándome al campo, me dijo: —Cierto, amigo don Jaime, que ya es imposible el poderme excusar de deciros mi sentimiento y para lo que aquí os he traído. Y creedme que el quereros bien lo ocasiona, porque siento tanto el oír hablar mal de vos, como se hace entre todos los que os conocen y os han visto no tan sobrado como estáis. Y para decirlo de una vez, sabed que después que os ven con tantos aumentos y mejorado de galas y joyas, como hacéis alarde de unos días a esta parte, entre los soldados, todos juntos, y cada uno de por sí, haciendo conjeturas y juicios de dónde os puede venir, dicen públicamente que los tenéis de donde aun yo me avergüenzo de decirlo. Mas ya no es tiempo de que se os encubra: dicen, en fin, que debéis de hurtar y capear, y sácanlo de que os ven faltar todas las noches. Yo he tenido, por volver por vos, muchos enfados; mas es caso dificultoso poder uno solo ser contra tantos. Ruégoos, por la amistad que entre los dos hay, que es más que parentesco, me saquéis de esta duda, para que ya que los demás estén engañados, no lo esté yo; que soy también hombre y puede ser que viendo que os guardáis y cauteláis de mí, crea el mismo engaño que los demás creen, y sabiendo yo lo contrario, pueda seguramente volver por vuestra perdida opinión y sustentar la mía. Reíme muy de voluntad oyendo a don Baltasar lo que me decía, y quise disculparme dando diferente color al caso, por no descubrir el secreto de mi amada prenda, que ya a este tiempo, con las cargas de las obligaciones que le tenía, aunque no la veía, la quería. Mas al fin don Baltasar apretó tanto la dificultad, que, pidiéndole por la misma amistad que había entre los dos me guardase secreto, avisándole el riesgo que me corría, le conté todo lo que me había sucedido y sucedía. Admiróse y tornóse a admirar don Baltasar, y después de haber dado y tomado sobre el caso, me dijo: —¿Es posible, amigo, que no hemos de saber esta casa dónde es, siquiera para seguridad de vuestra vida? —Dudoso lo hallo —dije yo—, por el modo con que me llevan. —No muy dudoso —dijo don Baltasar—, pues se puede llevar una esponja empapada en sangre, y ésta acomodada en un vaso, y haciendo con ella, al entrar o salir, una señal en la puerta, será fácil otro día que hallemos por ella la casa. En fin, para abreviar, aquella misma noche llevé la esponja y señalé la puerta, y otro día don Baltasar y yo no dejamos en toda la ciudad calle ni plaza, rincón ni callejuela, que no buscamos; mas nunca tal señal pudimos descubrir, y volviéndonos ya a la posada, cansados y admirados del caso, no a veinte casas de ella, en unas muy principalísimas, vimos la señal de la sangre, de que quedamos confusos y atónitos, y juzgamos que el rodear, cuando me llevaban, tanto, era por deslumbrarme, para que juzgase que era muy lejos. Informámonos cúyas eran las dichas casas, y supimos ser de un príncipe y gran potentado de aquel reino, ya muy viejo, y que sólo tenía una hija heredera de todo su estado y riqueza, viuda, mas muy moza, por haberla casado niña, de las más bellas damas de aquel país. Mirámoslo todo muy bien, y notamos que aunque había muchas rejas y balcones, todas estaban con muy espesas celosías, por donde se podía ver sin ser vistos. Recogímonos a la posada hablando en el caso, y después de haber cenado, nos salimos, yo a mi puesto, para aguardar mi guía, y don Baltasar a ocultarse en la misma casa, hasta satisfacerse. Y al fin nos enteramos de todo, porque venido mi viejo norte, yo me fui a mis oscuras glorias, y don Baltasar aguardó hasta que me vio entrar, con que se volvió a la posada, y yo me quedé con mi dama, con la cual, haciéndole nuevas caricias y mostrándole mayores rendimientos, pude alcanzar, aunque contra su voluntad, dejarse ver, y así ella misma fue por la luz, y saliendo entre sus hermosos dedos con una bujía de cera encendida, vi, no una mujer, sino un serafín, y sentándose junto a mí, me dijo: —Ya me ves, don Jaime; quiera el Cielo [que] no sea para perderme. Madama Lucrecia soy, princesa de Erne. No dirás que no has alcanzado conmigo cuánto has querido. Mira lo que haces. ¡Ay, qué de desórdenes hace la mocedad! Si yo tuviera en la memoria estas palabras, no hubiera llegado al estado en que estoy, y le tuviera mejor, porque matando la luz, prosiguió diciendo: —Mi padre es muy viejo, no tiene otro heredero sino a mí, y aunque me salen muchos casamientos, ninguno acepto ni aceptaré hasta que el Cielo me dé lugar para hacerte mi esposo. Beséle las manos, por las mercedes que me hacía y las que de nuevo me ofrecía, y siendo hora, colmado de dichas y dineros, y muy enamorado de la linda Lucrecia, me vine a mi posada, dando cuenta a don Baltasar de lo que me había pasado, si bien cuidadoso de que conocí en Lucrecia quedar triste y confusa. Otro día por la mañana me vestí aún con más gala y cuidado que otras veces, y con mi camarada salimos a la calle como otras veces, y como mozo mal regido y enamorado empezamos a dar vueltas por la calle, ya hacia arriba, y ya abajo, mirando a las ventanas, porque ya los ojos no podían excusarse de buscar la hermosura que habían visto. Y después de comer, gastamos la tarde en lo mismo. ¡Ay de mí, y cómo ya mi desdicha me estaba persiguiendo, y mis venturas, cansadas de acompañarme, me querían dejar! Porque no habiendo en todo el día visto ni aun sombra de mujer en aquella casa, llegamos a la mía, y mientras don Baltasar fue al cuerpo de guardia, yo me quedé a la puerta. Era poquito antes de anochecer, como se dice entre dos luces, cuando llegó a mí una mujer en traje flamenco, con una mascarilla en el rostro, y me dijo en lengua española, que ya la saben todos en aquel reino por la comunicación que hay con españoles: —Malaconsejado mozo, salte de la ciudad al punto. Mira que no te va menos que la vida, porque esta noche te han de matar por mandado de quien más te quiere. Que de lástima que tengo a tu juventud y gallardía, con harto riesgo mío, te aviso. Y diciendo esto, se fue como el mismo viento, sin aguardar respuesta mía, ni yo poder seguirla, porque al mismo punto llegó don Baltasar con otros amigos que posaban con nosotros. Y si os he de decir la verdad, aunque no vinieran, no la pudiera seguir, según cortado y desmayado me dejaron sus palabras, si bien no colegí que fuese mi amada señora el juez que me condenaba a tan precisa y cercana muerte. Con todo eso, como llegaron los amigos, me cobré algo, y después de haber cenado, aparté a don Baltasar y le conté lo que me había pasado; que echando mil juicios, unas veces temiendo, y otras con el valor que requerían tales casos, estuvimos hasta los tres cuartos de las diez, que ya cansado de pensar qué sería, con la soberbia que mi valor me daba, dije: —Las diez darán. Vamos, amigo, y venga el mundo, que aunque me cueste la vida, no dejaré la empresa comenzada. Salimos, llegué al puesto, dieron las diez y no vino el que esperaba. Aguardé hasta las once, y viendo que no venía, dije a don Baltasar: —Puede ser que si acaso os han visto, no lleguen por eso. Apartaos y encubríos en esta callejuela; veamos si es ésta la ocasión. Que apenas don Baltasar se desvió donde le dije, cuando salieron de una casa más abajo de donde yo estaba seis hombres armados y con máscaras, y disparando los dos de ellos dos pistolas, y los otros metiendo mano a las espadas, me acometieron, cercándome por todas partes. De las pistolas, la una fue por alto; mas la otra me acertó en un brazo, que si bien no encarnó para hacérmele pedazos, bastó a herirme muy mal. Metí mano y quise defenderme; mas fue imposible, porque a cuchilladas y estocadas, como eran seis contra mí, me derribaron, herido mortalmente. Al ruido, volvió mi camarada, y salieron de las casas vecinas gente, y de mi posada los amigos, que aún no estaban acostados, por haberse puesto a jugar. Y los traidores, viendo lo que les importaba, se pusieron en fuga; que si no, tengo por sin duda que no se fueran hasta acabarme. Lleváronme a la posada medio muerto; trujeron a un tiempo los médicos para el alma y para el cuerpo, que no fue pequeña misericordia de Dios quedar para poder aprovechar de ellos. En fin, llegué a punto de muerte; mas no quiso el Cielo que se ejecutase entonces esta sentencia. Púsose cuidado en mi cura, como me hallé con dineros para hacerlo, que vine a mejorar de mis heridas, y a estar ya para poderme levantar; y cuando lo empezaba a hacer, me envió el general a decir con el sargento mayor que tratase de salir luego de aquel país y me volviese a mi patria, porque me hacía cierto de que quien me había puesto en el estado [en] que estaba aún no estaba vengado; que así se lo avisaban por un papel que le habían dado, sin saber quién, y que le decía en él que por loco y mal celador de secretos había sido. Que no hiciese juicios, que de mano de una mujer se había todo originado. En esto conocí de qué parte había procedido mi daño. Y así, sin aguardar a estar más convalecido, me puse en camino, y con harto trabajo, por mi poca salud, llegué a mi patria, donde hallé que ya la airada parca había cortado el hilo de la vida a mi madre, y mi padre, viejo y muy enfermo, con que dentro de un año siguió a su amada consorte. Quedé rico, y en lo mejor de mi edad, pues tenía a la sazón de treinta y tres a treinta y cuatro años. Ofreciéronseme luego muchos casamientos de señoras de mucha calidad y hacienda. Mas yo no tenía ninguna voluntad de casarme, porque aún vivía en mi alma la imagen adorada de madama Lucrecia, perdida el mismo día que la vi; que aunque había sido causa de tanto mal como padecí, no la podía olvidar ni aborrecer. Hasta que una Semana Santa, acudiendo a la iglesia mayor a asistir a los divinos oficios, vi un sol: poco digo, vi un ángel; vi, en fin, un retrato de Lucrecia, tan parecido a ella, que mil veces me quise persuadir a que, arrepentida de haberme puesto en la ocasión que he dicho, se había venido tras mí. Vi, en fin, a Elena, que éste es el nombre de aquella desventurada mujer que habéis visto comer los huesos y migajas de mi mesa. Y así que la vi, no la amé, porque ya la amaba: la adoré. Y luego propuse, si no había causa que lo estorbase, a hacerla mi esposa. Seguíla; informéme de su calidad y estado. Supe que era noble; mas tan pobre, que aun para una medianía le faltaba. Era doncella, y sus virtudes las mismas que pude desear, pues al dote de la hermosura se allegaba el de honesta, recogida y bien entendida. No tenía padre, que había muerto un año había, y su madre era una honrada y santa señora. Contento de todo, haciendo cuenta que la virtud y hermosura era la mayor riqueza, y que en tener a Elena tenía más riquezas que tuvo Midas, me casé con ella, quedando madre y hija tan agradecidas, que siempre lo estaban repitiendo. Y yo, como más amante, me tuve en merecerla por el más dichoso de los hombres. Saqué a Elena de la mayor miseria a la mayor grandeza, como habéis visto en esta negra que ha estado a mi mesa esta noche, dando envidia a las más nobles damas de toda la Gran Canaria, tanto con la hermosura como con la grandeza en que la veían, luciendo tanto la belleza de Elena con los atavíos y ricas joyas, que se quedaban embelesados cuantos la veían, y yo cada día más y más enamorado, buscando nuevos rendimientos para más obligar; amábala tan ternísimamente, que las horas sin ella juzgaba siglos, y los años en su compañía, instantes. Elena era mi cielo, Elena era mi gloria, Elena era mi jardín, Elena mis holguras y Elena mi recreo. ¡Ay de mí, y cómo me tendréis por loco, viéndome recrear con el nombre de Elena, y maltratarla como esta noche habéis visto! Pues ya es Elena mi asombro, mi horror, mi aborrecimiento; fue mujer Elena, y como mujer ocasionó sus desdichas y las mías. Murió su madre a los seis años [[de]] casada Elena, y sentílo yo más que ella. ¡Pluviera al Cielo viviera, que quizá a su sombra fuera su hija la que me debía ser! Tenía Elena un primo hermano, hijo de una hermana de su padre, mozo, galán y bien entendido; mas tan pobre, que no tenía para sustentar el seguir sus estudios para ser de la Iglesia. Y yo, que todas las cosas de Elena las estimaba mías, para que pudiera conseguir los estudios, le truje a mi casa, comiendo, vistiendo y triunfando, a costa de mi hacienda, y se lo daba yo con mucho gusto, porque le tenía en lugar de hijo. Ya había ocho años que éramos casados, pareciéndome a mí que no había una hora. Vivíamos en la ciudad, si bien todos los veranos nos veníamos a este castillo, a recoger la hacienda del campo, como todos los que la tienen hacen. Y aquel verano, que fue en el que empezó mi desdicha, sucedió no estar Elena buena, y creyendo que fuesen achaques de preñada, como yo lo deseaba sumamente, por tener prendas suyas, no la consentí venir aquí. Vine yo solo, y como el vivir sin ella era imposible, a los ocho días que aquí estuve, aquejándome el deseo de verla, volví a la ciudad con el mayor contento que puede imaginarse. Llegué a sus brazos y fui recibido con el mismo. ¡Que cuando considero las traiciones de una mujer, se me acaba la vida! ¡Con qué disimulación me acarició, pidiéndome que si había de volver al castillo, no la dejase, que estando apartada de mí, no vivía! Pues apenas sosegado en mi casa, me apartó aparte esta negra que aquí veis, que nació en mi casa de otra negra y un negro, que siendo los dos esclavos de mis padres los casaron, y me dijo llorando: —Ya, señor, no fuera razón encubrirte la maldad que pasa, que fuera negarme a la crianza que tus padres y tú hicisteis a los míos y a mí y al pan que como. Sabe Dios la pena que tengo en llegar a decirte esto; mas no es justo que pudiendo remediarlo, por callar yo, vivas tú engañado y sin honra. Y por no detenerme, que temo que no será más mi vida de cuanto me vean hablar contigo, porque así me han amenazado, mi señora y su primo tratan en tu ofensa y ilícito amor, y en faltando tú, en tu lugar ocupa su primo tu lecho. Yo lo había sospechado, y cuidadosa lo miré, y es el mal que lo sintieron. Yo te he avisado de la traición que te hacen; ahora pon en ello el remedio. Cómo quedé, buenos amigos, el Cielo sólo lo sabe, y vosotros lo podéis juzgar. Mil veces quise sacar la lengua a la vil mensajera, y otras no dejar en toda la casa nada vivo. Mas viendo que era espantar la caza, me reporté, y disimulando mi desventurada pena, traté otro día, no teniendo paciencia para aguardar a ver mi agravio a vista de ojos, de que nos viniésemos aquí, y dando a entender que me importaba estar aquí más despacio que otras veces, envié todo el menaje de casa, criadas y esclavas, primero, y luego partimos nosotros: Elena, con gusto de lo que yo le tenía; que yo tuve cautela y disimulación, que ya para mí es, aunque pudiera ser que no fuera: que al honor de un marido sólo que él lo sospeche basta, cuanto y más habiendo testigo de vista. Lo primero que hice, ciego de furiosa cólera, en llegando aquí, fue quemar vivo al traidor primo de Elena, reservando su cabeza para lo que habéis visto, que es la que traía en las manos para que le sirva de vaso en que beba los acíbares, como bebió en su boca las dulzuras. Luego, llamando a la negra que me había descubierto la traición, le di todas las joyas y galas de Elena, delante de ella misma, y le dije, por darla más dolor, que ella había de ser mi mujer, y como a tal se sirviese, y mandase el hacienda, criadas y criados, durmiendo en mi misma cama, aunque esto no lo ejecuto, que antes que Elena acabe, la he de quitar a ella también la vida. Queríase disculpar Elena; mas no se lo consentí. No la maté luego, porque una muerte breve es pequeño castigo para quien hizo tal maldad contra un hombre que, sacándola de su miseria, la puso en el alteza que os he contado. En fin, de la suerte que veis, ha dos años que la tengo, no comiendo más de lo que hoy ha comido, ni bebido, ni teniendo más de unas pajas para cama, ni aquel rincón donde está es mayor que lo que cabe su cuerpo echado, que aun en pie no se puede poner; su compañía es la calavera de su traidor y amado primo. Y así ha de estar hasta que muera, viendo cada día la esclava que ella más aborrecía, adornada de sus galas y en el lugar que ella perdió en mi mesa y a mi lado. Esto es lo que habéis visto, que os tiene tan admirados. Consejo no os le pido, que no le tengo de tomar, aunque me lo deis, y así, podéis excusaros de ese trabajo; porque si me decís que es crueldad que viva muriendo, ya lo sé, y por eso lo hago. Si dijéredes que fuera más piedad matarla, digo que es la verdad, que por eso no la mato, porque pague los agravios con la pena, los gustos que perdió y me quitó con los disgustos que pasa. Con esto, idos a reposar, sin decirme nada, porque de haber traído a la memoria estas cosas, estoy con tan mortal rabia, que quisiera que fuera hoy el día en que supe mi agravio, para poder de nuevo ejecutar el castigo. Mañana nos veremos, y podrá ser que esté más humana mi pasión, y os oiré todo lo que me quisiéredes decir, no porque he de mudar propósito, sino por no ser descortés con vosotros. Con esto, se levantó de la silla, haciendo don Martín y su compañero lo mismo, y mandando a un criado los llevase adonde tenían sus lechos, dándoles las buenas noches, se retiró don Jaime adonde tenía el suyo. Espantados iban don Martín y el compañero del suceso de don Jaime, admirándose cómo un caballero de tan noble sangre, cristiano y bien entendido, tenía ánimo para dilatar tanto tiempo tan cruel venganza en una miserable y triste mujer que tanto había querido, juzgando, como discretos, que también podía ser testimonio que aquella maldita esclava hubiese levantado a su señora, supuesto que don Jaime no había aguardado a verlo. Y resuelto don Martín en dárselo a entender otro día, se empezaron a desnudar. Y don Jaime, ya retirado a otra cuadra donde dormía, con la pasión, como él había dicho, que de traer a la memoria los naufragios de su vida, se empezó a pasear por ella, dando suspiros y golpes una mano con otra, que parecía que estaba sin juicio. Cuando Dios, que no se olvida de sus criaturas y quería que ya que había dado (como luego se verá) el premio a Elena de tanto padecer, no quedase el cuerpo sin honor, ordenó lo que ahora oiréis y fue que apenas se habían recogido todos, cuando la negra, que acostada estaba, empezó a dar grandes gritos, diciendo: «¡Jesús, que me muero, confesión!», y llamando a las criadas por sus nombres, a cada una decía que le llamasen a su señor. Alborotándose todas, y entrando adonde la negra estaba, la hallaron batallando con la cercana muerte. Tenía el rostro y cuerpo cubierto de un mortal sudor, tras esto, con un temblor que la cama estremecía, y de rato en rato se quedaba amortecida, que parecía que ya había dado el alma, y luego volvía con los mismos dolores y congojas a temblar y sudar a un tiempo. Pues viendo que decía que le llamasen a su señor, que le importaba hablarle antes de partir de este mundo, le llamaron, que así él, como don Martín y su compañero habían, al alboroto de la casa, salido fuera, y entrando todos tres y algunos de los criados que vestidos se hallaron adonde la negra estaba, notando don Martín la riqueza de la cama en que la abominable figura dormía, que era de damasco azul, goteras de terciopelo con franjas y fluecos de plata, que a la cuenta juzgó ser la cama misma de Elena, que hasta de aquello la había hecho dueño el mal aconsejado marido. Y como la negra vio a su señor, le dijo: —Señor mío: en este paso en que estoy no han de valer mentiras ni engaños. Yo me muero, porque a mucha priesa siento que se me acaba la vida. Yo cené y me acosté buena y sana, y ya estoy acabando. Soy cristiana, aunque mala, y conozco, aunque negra, con el discurso que tengo, que ya estoy en tiempo de decir verdades, porque siento que me está amenazando el juicio de Dios. Y ya que en la vida no le he temido, en la muerte no ha de ser de ese modo. Y así, te juro, por el paso riguroso en que estoy, que mi señora está inocente, y no debe la culpa por donde la tienes condenada a tan rigurosa pena. Que no me perdone Dios si cuanto te dije no fue testimonio que la levanté; que jamás yo le vi cosa que desdijese de lo que siempre fue, santa, honrada y honesta, y que su primo murió sin culpa. Porque lo cierto del caso es que yo me enamoré de él, y le andaba persuadiendo fuese mi amante, y como yo veía que siempre hablaba con mi señora, y que a mí no me quería, di en aquella mala sospecha que se debían de amar, pues aquel día mismo que tú viniste riñendo mi señora conmigo, le dije no sé qué libertades en razón de esto, que indignada de mi libertad, me maltrató de palabra y obra, y estándome castigando, entró su primo, que, sabido el caso, ayudó también a maltratarme, jurando entrambos que te lo habían de decir. Y yo, temiendo tu castigo, me adelanté con aquellas mentiras, para que tú me vengases de entrambos, como lo hiciste. Mas ya no quiere Dios que esté más encubierta mi maldad; ya no tiene remedio lo hecho. Lo que ahora te pido es que me perdones y alcances de mi señora lo mismo, para que me perdone Dios, y vuélvela a su estado, porque por él te juro que es sin culpa lo que está padeciendo. —Sí, haré —dijo a esta última razón don Jaime, los ojos bermejos de furor—; éste es el perdón que tú mereces, engañadora y mala hembra, y pluviera a Dios tuvieras más vidas que ésa que tienes para quitártelas todas. Y diciendo esto, se acercó de un salto a la cama, y sacando la daga, la dio tres o cuatro puñaladas, o las que bastaron a que llegase más presto la muerte. Fue hecho el caso con tanta presteza, que ninguno lo pudo prevenir, ni estorbar, ni creo lo hicieran, porque juzgaron bien merecido aquel castigo. Salióse, hecho esto, don Jaime fuera, y muy pensativo se paseaba por la sala, dando de rato en rato unos profundos suspiros. A este tiempo llegó don Martín, y muy contento le dijo: —¿Pues cómo, señor don Jaime, y en día de tanta alegría, en que habéis ganado honor y mujer, pues podéis hacer cuenta que hoy os casáis nuevamente con la hermosa Elena, hacéis extremos y el tiempo que habéis de gozaros en sus brazos le dejáis perder? No tenéis razón. Volved en vos y alegraos, como todos nos alegramos. Dad acá esa llave, y saquemos esta triste y inocente señora. Aquietóse algo el pobre caballero, y sacando la llave, la dio a don Martín, el cual abriendo la estrecha puerta, llamó a la dama diciendo: —Salid, señora Elena, que ya llegó el día de vuestro descanso. Y viendo que no respondía, pidió le acercasen la luz, y decía bien, que ya Elena le tenía. Y entrando dentro, vio a la desgraciada dama muerta estar echada sobre unas pobres pajas, los brazos en cruz sobre el pecho, la una mano tendida, que era la izquierda, y con la derecha hecha con sus hermosos dedos una bien formada cruz. El rostro, aunque flaco y macilento, tan hermoso, que parecía un ángel, y la calavera del desdichado y inocente primo junto a la cabecera, a un lado. Fue tan grande la compasión que le sobrevino al noble don Martín, que se le arrasaron los ojos de lágrimas, y más cuando llegó y, tentándola la mano, vio que estaba fría, que a la cuenta, así como desde su penosa cárcel debió de oír a su marido contar su lastimosa historia, fue su dolor tan grande, que bastó lo que no había hecho la penosa vida que pasaba, el dolor de ver el crédito que daba a un engaño, a acabarle la vida. Y viendo, pues, que ya no había remedio, después de haberle dicho con lágrimas el buen don Martín: —Dichosa tú, Elena, que ya acabaste con tu desgraciada suerte, y desdichada en que siquiera no supieras cómo ya el Cielo volvió por tu inocencia, para que partieras de este mundo con algún consuelo. Llamó a don Jaime, diciendo: —Entrad, señor, y ved de lo que ha sido causa vuestro cruel engaño. Entrad, os suplico, que para ahora son las lágrimas y los sentimientos, que ya Elena no tiene necesidad de que vos le deis el premio de su martirio, que ya Dios se le ha dado en el cielo. Entró don Jaime alborotado y con pasos descompuestos, y como vio a Elena de la suerte que estaba, llorando como flaca mujer, él, que había tenido corazón de fiera, se arrojó sobre ella [[y]], besándole la mano, decía: —¡Ay, Elena mía, y cómo me has dejado! ¿Por qué, señora, no aguardabas a tomar venganza de este traidor, que quiso dar crédito más a una falsedad que a tus virtudes? ¡Pídesela a Dios, que cualquiera castigo merezco! Don Martín, que le vio con tanta pasión, acudió, advertido, a quitarle la daga que tenía en la pretina, temiendo no hiciese alguna desesperación. Y es lo cierto que la hiciera, porque, echando la mano a buscarla y no hallándola, se empezó a dar puñadas y arrancarse las barbas y cabellos y a decir algunos desaciertos. Acudieron todos llorando, y casi por fuerza le sacaron fuera. Mas, por cosas que hacían, no le pudieron aquietar, hasta que rematadamente perdió el juicio. Que sobre las demás lástimas vistas, ésta echó el sello, para que cuantos estaban presentes, soltando las riendas al dolor, daban gritos, como si a cada uno le faltara la prenda más amada de su alma; en particular, las doncellas y esclavas de la difunta Elena, que cercada la tenían llorando y diciendo mil lastimosas razones, abonándola y publicando su virtuosa vida, que por no haberlas querido su señor oír, no lo habían hecho antes. Viendo don Martín tal confusión, mandó que las mujeres se retirasen adentro, y por fuerza entre él y los criados llevaron a don Jaime a su cama y le acostaron, atándole, porque no se levantase y se arrojase por alguna ventana, que ése era su tema, que le dejasen quitarse la vida, para ir adonde estaba Elena, mandando a dos criados no se apartaran de él ni le dejaran solo. Informóse si don Jaime tenía algún pariente en la ciudad, y diciéndole tenía un primo hermano, hijo de una hermana de su madre, caballero rico y de mucha calidad y nobleza, despachó luego uno de los criados con una carta para que viniese a disponer lo necesario en tantos fracasos; que, sabido el caso por don Alejandro, y informado de todo, él y su mujer, con mucha gente de su casa, así criados como criadas, con otros caballeros que supieron el caso, vinieron al castillo de don Jaime, donde hallando tantas lástimas, todos juntos lloraban de ternura, y más de ver a Elena que cada hora parecía estar más hermosa. Sacáronla de donde estaba, que hasta entonces no había consentido don Martín tocar a ella, y puesta en una caja que se mandó traer de la ciudad, después de haber enterrado la negra, que parecía un retrato de Lucifer, allí, en la capilla del castillo, con don Jaime y el cuerpo de Elena y todo lo demás de hacienda y gente se vinieron a la ciudad, en casa de don Alejandro, y don Martín y su camarada con ellos, que les hacían todos mucha honra. Y después de sepultada Elena con igual sentimiento de todos, se trató con médicos afamados dar remedio a don Jaime, mas no fue posible. Allí estuvo don Martín un mes, aguardando si don Jaime mejoraba, y visto que no tenía remedio, despedido de don Alejandro, se embarcó para España, y tomando próspero puerto, llegó a la Corte, y visto por Su Majestad las ocasiones en que le había servido, se lo premió como merecía, donde en llegando a Toledo se casó con su amada prima, con quien vive hoy contento y escarmentado en el suceso que vio por sus ojos, para no engañarse de enredos de malas criadas y criados. Y en las partes que se hallaba contaba el suceso que habéis oído de la misma manera que yo le he dicho, donde con él queda bien claramente probada la opinión de que en lo que toca a crueldad son los hombres terribles, pues ella misma los arrastra, de manera que no aguardan a la segunda información; y se ve asimismo que hay mujeres que padecen inocentes, pues no todas han de ser culpadas, como en la común opinión lo son. Vean ahora las damas si es buen desengaño considerar que si las que no ofenden pagan, como pagó Elena, ¿qué harán las que siguiendo sus locos devaneos, no sólo dan lugar al castigo, mas son causa de que infaman a todas, no mereciéndolo todas? Y es bien mirar que, en la era que corre, estamos en tan adversa opinión con los hombres, que ni con el sufrimiento los vencemos, ni con la inocencia los obligamos. Aquí dio fin la hermosa Filis a su desengaño, enterneciendo a cuantos le oyeron con cuánta paciencia había Elena llevado su dilatado martirio; y los galanes, agradecidos a la cortesía que Filis había tenido con ellos, le dieron corteses agradecimientos; y todos, dando cada uno su parecer, gastaron alguna parte de la noche, que ya iba caminando con apresurado paso a su albergue, para dar lugar al día, que asimismo venía caminando a toda diligencia. Y esto fue en tanto que sacaban una costosa y bien dispuesta colación, que, por ser tan tarde, no quiso Lisis que fuera cena, quedando avisados que se juntasen el día siguiente más temprano, porque tuviesen lugar después de dichos los cuatro desengaños, recibir un suntuoso banquete que estaba prevenido. Con esto se dio fin a la noche, cantando doña Isabel y los músicos estas canciones: Como Tántalo muero, el cristal a la boca, y cuando al labio toca, y que gustarla quiero, de mí se va apartando, sin mirar que de sed estoy rabiando. ¿Hurté yo la ambrosía? ¡Oh Júpiter airado!, ¿por qué me has castigado con tanta tiranía? ¡Ay, qué rigor tan fiero, que estando junto al bien, por el bien muero! ¡Ay, pensamiento mío!, ¿qué te han hecho mis ojos, que, colmados de enojos, es cada cual un río? ¡Y tú, sordo a mis quejas, sin dolerte su mal, llorar los dejas! *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
El ayuno
Cuento
Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar. La casa debía llevar deshabitada treinta o tal vez cuarenta años. Los ladrillos de las cornisas y de los bordes estaban desunidos, invadidos por el musgo y los líquenes. Numerosas grietas cruzaban la fachada, semejantes a arrugas precoces, surcando el edificio aún sólido, pero del que nadie se ocupaba ya en absoluto. Abajo, los peldaños de la escalinata, hendidos por las heladas, invadidos por ortigas y zarzas, se asemejaban al umbral de la desolación y de la muerte. Y, sobre todo, la horrible tristeza que provenía de las ventanas sin cortinas, desnudas y glaucas, de las que los chiquillos habían roto los cristales a pedradas, permitiendo ver todas el lúgubre vacío de las habitaciones, como ojos apagados que han permanecido abiertos en un cuerpo sin alma. Luego, a su alrededor, el amplio jardín era una absoluta devastación, el antiguo parterre apenas visible bajo las crecidas hierbas silvestres, los paseos desaparecidos, comidos por las plantas voraces, los bosquecillos convertidos en selvas vírgenes, una vegetación salvaje de cementerio abandonado en la sombra húmeda de los grandes árboles seculares en los que, aquel día, el viento otoñal, lanzando su triste queja, se llevaba las últimas hojas. Durante largo rato permanecí allí, en medio de aquel lamento desesperado que brotaba de las cosas, con el corazón turbado por un miedo sordo, por una tristeza que aumentaba, retenido no obstante por una ardiente compasión, una necesidad de saber y de simpatizar con todo lo que sentía de miseria y de dolor a mi alrededor. Y, cuando me decidí a salir, vi al otro lado del camino, en el cruce de dos caminos, una especie de posada, una casucha en la que se ofrecía bebida, entré decidido a hacer hablar a la gente del lugar. No había allí sino una anciana que me sirvió una caña de cerveza, quejándose. Se lamentaba de estar situada en aquel camino alejado, por el que no pasaban ni dos ciclistas al día. Hablaba sin parar, contaba su historia, decía que se llamaba señora Toussaint, que había venido de Vernon con su hombre para hacerse cargo de aquella posada, que al principio las cosas no habían marchado mal, pero que todo iba de mal en peor desde que se había quedado viuda. Y, después de su raudal de palabras, cuando empecé a interrogarla acerca de la propiedad vecina, se puso circunspecta de repente, mirándome con expresión desconfiada, como si yo quisiera arrancarle temibles secretos. -¡Ah! sí, la Sauvagière, la casa encantada, como dicen por la comarca… Yo no sé nada, señor. No es de mi época, sólo hará treinta años en Pascua que vivo aquí, y esas cosas se remontan a cuarenta años. Cuando nosotros llegamos aquí, la casa ya se encontraba más o menos en el estado en que la ve… Los veranos pasan, los inviernos pasan y nada se mueve, salvo las piedras que caen. -Pero, en fin -pregunté yo- ¿por qué no la venden, puesto que está en venta? -¡Ah! ¿por qué? ¿por qué? ¡Qué sé yo!… se dicen tantas cosas. Sin duda, terminé por inspirarle confianza. Además, era evidente que estaba deseando repetirme las cosas que se decían. Para empezar, me contó que ninguna de las chicas del pueblo vecino se habría atrevido a entrar en la Sauvagière, después del anochecer, porque corría el rumor de que un alma en pena se aparecía allí por la noche. Y, como yo me extrañara de que, estando tan cerca de París, una historia semejante pudiera aún encontrar algún crédito, se encogió de hombros, quiso en un primer momento hacerse la fuerte, pero terminó por manifestar su terror inconfeso. -Hay sin embargo hechos, señor. ¿Por qué no la venden? Yo he visto venir compradores y todos se marcharon más rápido que llegaron; a ninguno de ellos lo hemos visto reaparecer por aquí. ¡Y bien!, lo que es cierto es que, desde el momento en que algún visitante se atreve a entrar en la casa, pasan cosas extraordinarias: las puertas se mueven, se cierran solas con gran estrépito, como si soplara un viento terrible; del sótano suben gritos, gemidos, sollozos; y si se obcecan, una voz desgarradora lanza un grito prolongado: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!» con una llamada tan dolorosa, que a uno se le quedan helados los huesos… Le repito que esto está probado, nadie le dirá lo contrario. Reconozco que empezaba a apasionarme por el tema, aunque fuera presa de un pequeño escalofrío bajo la piel. -Y esa Angéline, ¿quién es, pues? -¡Ah!, señor, sería necesario contárselo todo, y una vez más, yo no sé nada. Sin embargo, terminó por decírmelo todo. Hacía cuarenta años, hacia 1858, en el momento en el que el Segundo Imperio triunfante era una fiesta permanente, M. de G…, que ocupaba un puesto en las Tullerías, perdió a su esposa, de la que tenía una niña, de unos diez años, Angéline, un milagro de belleza, vivo retrato de su madre. Dos años más tarde, M. de G… se había vuelto a casar con otra belleza célebre, viuda de un general. Y aseguraban que, desde esa segunda boda, unos atroces celos habían surgido entre Angéline y su madrastra, la una herida en el corazón al ver a su madre ya olvidada, reemplazada tan pronto en el hogar por aquella extraña; la otra, obsesionada, enloquecida por tener siempre ante ella aquel vivo retrato de la mujer que temía no poder hacer olvidar. La Sauvagière pertenecía a la nueva señora de G…, y allí, una noche, viendo que el padre besaba apasionadamente a la hija, en su demencia celosa, habría golpeado a la niña de tal manera, que la pobre pequeña habría caído muerta, con la nuca fracturada. Luego, lo demás era horroroso: el padre fuera de sí aceptaba enterrar él mismo a su hija en el sótano de la casa para salvar a la asesina; el cuerpecito permanecía allí enterrado mientras afirmaban que la chiquilla se encontraba en casa de una tía; los aullidos de un perro, que se empeñaba en arañar el suelo, hizo que finalmente se descubriera el crimen, del que las Tullerías se apresuraron a ahogar el escándalo. En la actualidad, el señor y la señora de G… estaban muertos, pero Angéline volvía aún cada noche, al oír una voz lastimera que la llamaba, desde el más allá misterioso de las tinieblas. -Nadie me desmentirá -concluyó la señora Toussaint-. Todo esto es tan cierto como que dos y dos son cuatro. Yo la había escuchado, despavorido, sorprendido por las inverosimilitudes, pero, conquistado, no obstante por la rareza violenta y sombría del drama. Aquel señor de G…, yo había oído hablar de él y creía saber efectivamente que se había vuelto a casar y que un dolor familiar había ensombrecido su vida. ¿Era, pues, cierto? ¡Qué historia trágica y enternecedora, todas las pasiones humanas removidas, exasperadas hasta la demencia, el crimen pasional más terrorífico que pudiera verse, una chiquilla bella como el día, adorada, asesinada por su madrastra y enterrada por su padre en un rincón del sótano! Era demasiado hermoso de emoción y de horror. Yo iba a seguir preguntando, discutiendo, luego me dije «¿Para qué?». ¿Por qué no llevarme, en su flor de imaginación popular, aquel cuento horroroso? Cuando volvía a montar en bicicleta, eché una última ojeada a la Sauvagière. La noche descendía, la casa miserable me miraba desde sus ventanas vacías y oscuras, semejantes a ojos de muerta, mientras que el viento otoñal gemía entre los viejos árboles. II ¿Por qué se clavó esta historia en mi cráneo, hasta convertirse en una obsesión, en un verdadero tormento? Ése es uno de los problemas intelectuales difíciles de resolver. De nada servía decirme a mí mismo que leyendas semejantes corren por la campiña, que ésta, en suma, no presentaba ningún interés directo para mí. A pesar de todo, la niña muerta me obsesionaba, aquella Angéline deliciosa y trágica, que una voz lastimera llamaba cada noche desde hacía cuarenta años, a través de las habitaciones vacías de la casa abandonada. Y durante los dos primeros meses del invierno, hice averiguaciones. Evidentemente, por poco que una desaparición semejante, una aventura hasta ese punto trágica, hubiera salido al exterior, los periódicos del momento debían haber hablado de ella. Examiné las colecciones de la Biblioteca Nacional, sin descubrir nada, ni una línea que se pareciera a semejante historia. Luego, interrogué a los coetáneos, a personas de las Tullerías: ninguna pudo contestarme con exactitud, sólo obtuve informaciones contradictorias, hasta el punto de que había abandonado toda esperanza de llegar a la verdad, sin dejar de sentirme presa del tormento del misterio, cuando una casualidad me puso una mañana sobre una nueva pista. Iba, cada dos o tres semanas, a hacerle una visita de buena confraternidad, de ternura y de admiración, al viejo poeta V… que falleció el pasado abril, cerca de los setenta años. Desde hacía ya muchos años, una parálisis en las piernas lo tenía clavado en un sillón en su pequeño gabinete de trabajo de la calle de Assas, cuya ventana daba al jardín del Luxemburgo. Acababa allí dulcemente una vida de ensueño, sin haber vivido más que de imaginación, habiéndose construido el ideal palacio en el que, lejos de lo real, había amado y sufrido. ¿Quién de nosotros no recuerda su fino rostro amable, sus cabellos blancos de bucles infantiles, sus pálidos ojos azules que habían conservado la inocencia de la juventud? No podría decirse que mintiera siempre, pero lo cierto es que inventaba sin cesar, de tal manera que no se sabía nunca con exactitud dónde acababa para él la realidad y dónde empezaba el sueño. Era un anciano encantador, desde hacía mucho tiempo fuera de la vida, cuya conversación me conmovía frecuentemente como una revelación discreta y vaga de lo desconocido. Aquel día, charlaba pues con él cerca de la ventana, en la estrecha habitación, que calentaba siempre un fuego intenso. Fuera, la helada era terrible, y el jardín del Luxemburgo se extendía blanco de nieve presentando a la vista un vasto horizonte de candor inmaculado. Y no sé cómo llegué a hablarle de la Sauvagière, de aquella historia que me preocupaba aún: el padre casado de nuevo, la madrastra celosa de la niña vivo retrato de su madre, luego su sepultura al fondo del sótano. Me había escuchado con la tranquila sonrisa que conservaba incluso en la tristeza. Se había hecho silencio, su pálida mirada azul se perdía a lo lejos, en la inmensidad blanca del Luxemburgo, mientras que una sombra de sueño, emanaba de él y parecía envolverlo con un ligero escalofrío. -Conocí mucho al señor de G… -dijo lentamente-. Conocí a su primera esposa, de una belleza sobrehumana; conocí a la segunda, no menos prodigiosamente bella; e incluso las amé apasionadamente a las dos, sin decirlo jamás. Conocía también a Angéline, que era aún más bella, y que todos los hombres habrían adorado de rodillas… Pero las cosas no ocurrieron exactamente como usted dice. Fue para mí una gran emoción. ¿Era la verdad inesperada de la que ya desesperaba? ¿Iba a saberlo todo? En un primer momento no desconfié y le dije: -¡Ah! amigo mío, ¡qué favor me hace! Por fin mi pobre cabeza va a poder calmarse. Hable rápido, cuéntemelo todo. Pero él no me escuchaba, su mirada permanecía perdida en la lejanía. Luego habló con voz de ensueño, como si hubiera ido creando los seres y las cosas a medida que los evocaba. -Angéline era, a los doce años, un alma en la que todo el amor de la mujer había florecido ya, con sus arrebatos de alegría y de dolor. Fue ella quien cayó perdidamente celosa de la nueva esposa, que veía cada día del brazo de su padre. Sufría como si se tratara de una horrible traición, pero no era sólo a su madre a la que la nueva pareja insultaba, era a ella misma a la que torturaba y le desgarraba el corazón. Cada noche, oía a su madre que la llamaba desde la tumba; y una noche en que sufría demasiado y moría de exceso de amor, para unirse con ella, la chiquilla de doce años se clavó un cuchillo en el corazón. Yo lancé un grito: «¡Dios santo! ¿es posible?» -¡Qué espanto y qué horror -prosiguió sin oírme- cuando al día siguiente, el señor y la señora G… encontraron a Angéline en su pequeña cama con aquel cuchillo clavado hasta el mango, en pleno pecho! Estaban en la víspera de marcharse a Italia, y no había allí más que la anciana doncella que había criado a la niña. Ante el terror de que pudieran acusarles de un crimen, ayudados por la doncella, enterraron efectivamente el pequeño cuerpo, pero en un rincón del invernadero que hay detrás de la casa, al pie de un naranjo gigante. Y allí lo encontraron el día en que, muertos ya los padres, la anciana criada contó la historia. Me habían surgido dudas, lo miraba, presa de inquietud, preguntándome si no se lo estaba inventando. -Pero -le pregunté- ¿cree pues también que Angéline pueda volver cada noche al escuchar el grito desgarrador de la voz misteriosa que la llama? Esta vez me miró y volvió a sonreír con aire indulgente. -¿Volver? ¡oh, amigo mío! todo el mundo vuelve. ¿Por qué no quiere que el alma de la querida pequeña muerta habite aún en los lugares en los que amó y sufrió? Si se oye una voz que la llama, es que la vida no ha vuelto a comenzar aún para ella, pero recomenzará, esté seguro de ello, puesto que todo recomienza, nada se pierde, ni al amor ni la belleza… ¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline! y ella renacerá en el sol y en las flores. Definitivamente, ni la convicción ni la calma se establecían en mí. Mi viejo amigo V…, el poeta niño, no me había aportado sino más confusión. Sin duda se lo estaba inventando. No obstante, como todos los videntes, tal vez adivinaba. -¿Es de verdad, todo lo que me está contando? -me atreví a preguntarle riendo. Él se animó a su vez: -Por supuesto que es cierto. ¿Es que todo lo infinito no es verdad? Aquella fue la última vez que lo vi, pues tuve que ausentarme de París, un tiempo después. Aún puedo verlo con su mirada soñadora perdida sobre las sábanas blancas del Luxemburgo, tan tranquilo en la certidumbre de su sueño sin fin, mientras que a mí me devoraba la necesidad de establecer para siempre la verdad huidiza. III Trascurrieron dieciocho meses. Yo me había visto obligado a viajar; grandes preocupaciones y grandes alegrías habían apasionado mi vida, en mitad de la tempestad que nos lleva a todos hacia lo desconocido. Pero, siempre, a determinadas horas, oía venir desde lejos y entrar en mí el desolado grito: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!». Y permanecía temblando, dominado de nuevo por la duda, torturado por el deseo de saber. No podía olvidar, no existía para mí más infierno que la incertidumbre. No puedo decir cómo, una admirable velada de junio, me volví a encontrar en bicicleta por el camino apartado de la Sauvagière. ¿Había deseado formalmente volver a verla? ¿Era un simple instinto el que me hacía abandonar la carretera y dirigirme hacia aquel lugar? Eran casi las ocho; pero el cielo, en los días más largos del año, irradiaba aún con un ocaso del astro triunfal, sin una sola nube, todo un infinito de oro y azur. Y ¡qué aire ligero y delicioso, qué buen olor de árboles y hierbas, qué tierna alegría en la paz inmensa de los campos! Como la primera vez, ante la Sauvagière, el estupor me hizo saltar de la máquina. Dudé un instante, no era la misma propiedad. Una bella reja nueva brillaba bajo el sol poniente, se habían levantado de nuevo los muros de la tapia y la casa, que apenas veía entre los árboles, parecía haber retomado una alegría risueña de juventud. ¿Era pues la resurrección anunciada? ¿Angéline había vuelto a la vida gracias a las llamadas de la voz lejana? Había permanecido en la carretera, impresionado, mirando, cuando unos pasos lentos, cerca de mí, me sobresaltaron. Era la señora Toussaint que traía su vaca de un campo de alfalfa próximo. -¿No tienen miedo pues éstos? -le dije, señalando la casa con un gesto. Me reconoció y detuvo el animal. -¡Ah señor! hay gente que marcharía sobre el buen Dios. Hace ya más de un año que la propiedad fue comprada. Pero es un pintor el que lo hizo, el pintor B…, y ya se sabe, los artistas son capaces de todo. Luego se fue con el animal añadiendo con un cabeceo: -En fin, ya veremos en qué queda esto. ¡El pintor B…, el delicado e ingenioso artista que había pintado a tantas amables parisinas! Yo lo conocía un poco, intercambiábamos apretones de manos en los teatros, en las salas de exposiciones, en los lugares en los que nos encontrábamos. Y, de repente, un deseo irresistible de entrar, de confesarme a él, de suplicarle que me dijera lo que sabía de cierto sobre esta Sauvagière, cuyo aspecto desconocido me obsesionaba. Y, sin reflexionar, sin reparar en mi polvoriento atuendo de ciclista, que la costumbre empieza a tolerar por otra parte, empujé mi bicicleta hasta el tronco mohoso de un viejo árbol. Al escuchar el sonido claro del timbre cuyo resorte se movía en la reja, un criado acudió al que le entregué mi tarjeta de visita, y que me dejó por un instante en el jardín. Mi sorpresa aumentó aún más cuando lancé una mirada a mi alrededor. Habían reparado la fachada, ya no se veían las grietas ni los ladrillos separados; la escalinata, adornada con rosas, se había convertido en un umbral de feliz bienvenida; y las animadas ventanas reían ahora, comunicaban la alegría existente en el interior, detrás de la blancura de sus cortinas. Y además, el jardín había sido limpiado de ortigas y zarzas, el parterre volvía a ser visible como un gran ramo oloroso, los viejos árboles parecían rejuvenecidos en su paz secular por la lluvia dorada de un sol primaveral. Cuando el criado reapareció, me introdujo en un salón comentándome que el señor había ido al pueblo vecino, pero que no tardaría en regresar. Lo habría esperado durante horas; me entretuve examinando la habitación en la que me hallaba, instalada lujosamente con mullidas alfombras, cortinas y guardapuertas de cretona, conjuntadas con el amplio diván y los grandes sillones. Aquellos cortinajes eran tan grandes que me sorprendió entrar en un espacio tan oscuro. Luego la oscuridad se hizo completa. No sé cuanto tiempo tuve que permanecer allí, se habían olvidado de mí, sin traer siquiera una lámpara. Sentado en la oscuridad, me había puesto a revivir toda la historia trágica, abandonándome a la ensoñación. ¿Angéline había sido asesinada? ¿Se había clavado ella misma un cuchillo en mitad del corazón? Y, confieso que, en esta casa encantada, ahora a oscuras, el miedo se adueñó de mí, un miedo que sólo fue un ligero malestar, un pequeño escalofrío a flor de piel, pero que más tarde se exasperó, me heló por completo en una locura de pánico. Al principio me pareció que unos ruidos vagos erraban por algún lado. Era sin duda en las profundidades del sótano, quejas sordas, sollozos reprimidos, pesados pasos de fantasma. Luego, aquello subió, se acercó y toda la casa oscura me pareció llenarse de angustia horrorosa. Y, de repente, se oyó la terrible llamada: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!» con tal fuerza creciente, que creí sentir pasar sobre mi cara un soplo frío. Una puerta del salón se abrió violentamente. Angéline entró, cruzó la habitación sin verme. La reconocí en medio de la ráfaga de luz que había entrado con ella desde el vestíbulo iluminado. Era la pequeña muerta de doce años, de una belleza milagrosa, con sus admirables cabellos rubios sobre los hombros, vestida de blanco, blanqueada por la tierra de la que volvía cada noche. Pasó muda, desatinada, desapareció por otra puerta, mientras que, de nuevo, el grito se repetía más lejano: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!». Y yo permanecí de pie, con la frente cubierta de sudor, en un estado de pavor que erizaba todo el vello de mi cuerpo, bajo aquel viento de terror procedente del misterio. Casi inmediatamente, creo, en el momento en el que el criado traía por fin una lámpara, tuve consciencia de que el pintor B… estaba allí y me daba la mano, excusándose por haberme hecho esperar tanto rato. No tuve falso amor propio, le conté lo que me había sucedido, aún nervioso. Y ¡con qué sorpresa me escuchó en un primer momento y con qué buenas risas se apresuró a tranquilizarme después! -Usted ignora sin duda, amigo mío, que yo soy primo de la segunda señora de G… ¡Pobre mujer! ¡acusarla del asesinato de aquella chiquilla que amó y que lloró tanto como el padre! Pues la única cosa cierta es que, efectivamente, la niña murió aquí, pero no por su propia mano ¡Dios Santo!, sino de una fiebre repentina, como un rayo, por lo que los padres le tomaron pavor a esta casa, y no quisieron volver a ella jamás. Eso explica que permaneciera deshabitada mientras ellos vivían. Después de su muerte, hubo interminables procesos que impidieron su venta. Yo la quería, la aceché durante años, y le aseguro que no hemos visto nunca ningún aparecido. El pequeño escalofrío me volvió, y comenté: -Pero, yo acabo de ver ahí, hace un instante a Angéline… La terrible voz la llamaba, y ha pasado por ahí, ha cruzado esta habitación. Él me miraba sorprendido, creyendo que yo estaba perdiendo la razón. Pero de repente, soltó una sonora carcajada de hombre feliz. -Es mi hija la que acaba de ver. Tuvo por padrino al señor de G… que, por devoción al recuerdo, le puso ese nombre; y si su madre la ha llamado, habrá pasado por aquí. -Él mismo abrió la puerta y llamó de nuevo: «¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!». La niña regresó, pero viva y vibrante de alegría. Era ella, con su vestido blanco, sus admirables cabellos rubios sobre los hombros, y tan bella, tan radiante de esperanza, que era como una primavera que lleva en capullo la promesa del amor, la prolongada felicidad de una existencia. ¡Ah! ¡la querida aparecida, la niña nueva que renacía de la niña muerta! La muerte había sido vencida. Mi viejo amigo, el poeta V…, no mentía, nada se pierde, todo recomienza, la belleza como el amor. La voz de las madres llama a las niñas de hoy, a las enamoradas de mañana y reviven bajo el sol, entre las flores. Era de ese despertar de la niña de lo que la casa se encontraba encantada, la casa que había vuelto a ser joven y feliz, en la alegría reencontrada de la eterna vida. FIN Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
La muerte de Olivier Becaille
Cuento largo
I En el molino de  Merlier, durante una hermosa velada veraniega, se estaba celebrando una gran fiesta. Se habían colocado en el patio, una tras otra, tres mesas que esperaban a los invitados. Toda la comarca tenía conocimiento de que se celebraba el compromiso de Françoise, la hija de Merlier, con Dominique, un chico al que algunos tildaban de holgazán, pero al que las mujeres en tres leguas a la redonda miraban con ojos chispeantes, por su galanura. El molino de Merlier era una auténtica delicia. Se hallaba justo en medio de Rocreuse, allí donde la carretera forma un recodo. El pueblo no tiene sino una calle, dos filas de casas sencillas a ambos lados de la carretera, pero, en el recodo, los prados se dilatan, y los grandes árboles, que siguen el curso del Morelle, proporcionan al fondo del valle magníficas zonas de sombra. No existe en toda Lorena un rincón del paisaje que sea más adorable. A derecha e izquierda, bosques tupidos, arboledas seculares cubren las suaves pendientes, llenan el horizonte de un mar de verdor; mientras que, hacia el sur, la llanura se extiende, con una fertilidad maravillosa, desplegando hasta el infinito numerosas parcelas separadas por setos vegetales. Pero, lo que de verdad constituye el máximo encanto de Rocreuse, es el frescor de ese rincón de vegetación, en las jornadas más calurosas de julio y agosto. El Morelle desciende de los bosques de Gagny, y parece tomar el frescor de las copas de los árboles bajo los que se desliza a lo largo de leguas; transporta ruidos susurrantes y sombra reconfortante recogidos en los bosques. Pero ése no es el único frescor: hay otros muchos hilos de agua que cantan bajo los bosques; a cada paso brotan manantiales; cuando se pasa por las estrechas veredas, se escuchan lagos subterráneos que fluyen bajo el musgo y aprovechan las más mínimas ranuras al pie de los árboles o entre las rocas, para esparcirse en manantiales cristalinos. Las voces susurrantes de esos arroyuelos surgen tan intensas y numerosas que cubren el canto de los pinzones. Podría uno imaginar que se encuentra en un parque encantado, con cascadas que caen por doquier. Abajo, las praderas están empapadas. Castaños gigantescos producen negras sombras. Al borde de los prados, largas cortinas de álamos alinean sus colgaduras sonoras. Hay dos avenidas de enormes plátanos que suben, a través de los campos, hacia el antiguo castillo de Gagny, hoy en ruinas. En esta tierra perennemente regada, las hierbas crecen sin mesura. Es como un vergel entre las dos colinas arboladas, pero un vergel natural, en el que las praderas constituyen el césped y en el que los árboles gigantes dibujan colosales canastillas. A mediodía, cuando el sol cae de lleno, las sombras se tiñen de azul, las hierbas encendidas duermen bajo el calor, mientras un helado escalofrío cruza bajo los follajes. Y era allí donde el molino de Merlier alegraba con su tic-tac un rincón de plantas silvestres. El edificio, de yeso y planchas, parecía tan viejo como el mundo. Se hundía en parte en el Morelle que forma en ese lugar un estanque transparente. Se había colocado una esclusa, y la cascada caía desde unos metros sobre la rueda del molino, que crujía al girar, con la tos asmática de la fiel criada que ha envejecido en la casa. Cuando se le aconsejaba a Merlier que la sustituyera, movía la cabeza afirmando  que una rueda nueva sería más perezosa y no conocería tan a fondo su trabajo; y reparaba la antigua con todo cuanto le caía en las manos, duelas de algún tonel, herrajes oxidados, cinc, plomo. La rueda parecía más alegre, con su extraña silueta completamente coronada de hierbas y musgos. Cuando el agua la batía con  su oleada de plata, se cubría de perlas, se veía pasar su extraño armazón bajo un collar resplandeciente de gotas de nácar. La parte del molino que se introducía en el Morelle, tenía el aspecto de un antiguo arca allí encallado. Gran parte del edificio estaba construido sobre pilotes. El agua entraba por debajo del suelo, en el que había agujeros bien conocidos en la comarca por las anguilas y los enormes cangrejos que allí se pescaban. Por debajo de la cascada, el estanque era limpio como un espejo, y cuando la rueda no lo enturbiaba  con su espuma, podían verse bancos de gruesos peces que nadaban con lentitud de escuadrilla. Una escalera rota descendía hasta el río cerca de un hincón en el que estaba amarrada una barca. Una pasarela de madera cruzaba por encima de la rueda. Tenía ventanas irregularmente distribuidas. Era un revoltijo de rincones, de pequeñas murallas, de construcciones añadidas con el paso del tiempo, de vigas y tejados que proporcionaban al molino el aspecto de una antigua ciudadela desmantelada. Pero habían crecido enredaderas, toda clase de plantas trepadoras que taponaban las grietas demasiado grandes y le ponían un manto verde a la vieja morada. Todas las señoritas que por allí pasaban dibujaban en sus álbumes el molino de Merlier. Por el lado que daba a la carretera, la casa era más compacta. Una fachada de piedra daba a un gran patio circundado  a derecha e izquierda, por hangares y establos. Cerca de un pozo, un enorme olmo cubría con su sombra la mitad del patio. Al fondo, la casa alineaba las cuatro ventanas del primer piso coronado por un palomar. La única coquetería de Merlier era blanquear aquella fachada cada diez años. Acababa de ser pintada y cuando el sol se reflejaba en ella, a mediodía, deslumbraba al pueblo. Desde hacía veinte años,  Merlier era el alcalde de Rocreuse. Lo estimaban por la fortuna que había sabido acumular. Se le calculaban en torno a ochenta mil francos, reunidos céntimo a céntimo. Cuando se casó con Madeleine Guillard, que aportó el molino en su dote, él no tenía más que sus brazos. Pero Madeleine no se había arrepentido nunca de haberlo elegido, pues él había sabido llevar inteligentemente los negocios de la familia. Hoy, fallecida ya la esposa, él permanecía viudo viviendo con su hija Françoise. Sin lugar a dudas, podría haberse jubilado, haber permitido que la rueda del molino durmiera sobre el musgo. Pero seguía trabajando, sólo por gusto. Merlier era entonces un anciano alto, de largo rostro silencioso, que no reía jamás, pero que parecía satisfecho en su interior. Lo habían elegido alcalde a causa de su dinero, y también por el hermoso aspecto que tenía cuando oficiaba un matrimonio. Françoise acaba de cumplir dieciocho años. No pasaba por ser una de las chicas bonitas de la comarca, porque era menuda. Hasta los dieciséis años había sido incluso feúcha. Nadie en Rocreuse podía comprender cómo la hija de Merlier y de su mujer, ambos tan bien plantados, crecía tan poco y como a disgusto. Pero al cumplir los quince, aunque siguió siendo endeble, se le puso una cara muy bonita, la más bonita del mundo. Tenía el cabello y los ojos negros y la tez rosada; una boca que sonreía constantemente, hoyuelos en las mejillas, una frente despejada en la que parecía lucir una corona de sol. Aunque menuda para lo que era habitual en la zona, no estaba delgada ni mucho menos; al catalogarla de endeble se quería decir simplemente que no habría podido levantar sola un saco de trigo; pero con la edad se estaba poniendo rellenita, y llegaría a ponerse gorda y apetitosa como una codorniz. Los largos silencios de su padre la habían hecho razonable desde niña. Y si se reía sin cesar era para agradar a los demás, porque en el fondo era bastante seria. Como era de suponer, todos los chicos de la comarca la cortejaban, aunque más por sus escudos que por su gentileza. Y había terminado por hacer una elección que había escandalizado a todos. Al otro lado del Morelle vivía un chico alto llamado Dominique Penquer. No era de Rocreuse. Había venido de Bélgica hacía diez años para heredar a un tío que poseía una pequeña propiedad en el confín del bosque de Gagny, justo enfrente del molino, a unos tiros de fusil. Se dijo que había venido con la intención de vender esa propiedad y regresar a su ciudad. Pero la zona le encantó, al parecer, pues no se movió de allí. Se le vio cultivar su reducida parcela, y recoger algunas hortalizas de las que vivía. Pescaba, cazaba; en reiteradas ocasiones los guardas forestales habían estado a punto de detenerlo y de abrirle un atestado. Esa existencia libre, de la que los campesinos no comprendían muy bien los recursos, había terminado por darle muy mala fama. Se le trataba de cazador furtivo. En todo caso, era sin duda  algo perezoso, pues se le veía con frecuencia dormir sobre la hierba, en horas en las que habría debido estar trabajando. La casucha en la que vivía, junto a los últimos árboles del bosque, tampoco tenía aspecto de ser la vivienda de un chico honrado. Si se hubiera relacionado con los lobos de las ruinas de Gagny, ninguna vieja se habría sorprendido. Sin embargo, las chicas jóvenes se atrevían a defenderlo, pues ese hombre sospechoso poseía un aspecto magnífico, flexible y alto como un álamo, de piel muy clara, con barba y cabellos rubios que parecían oro bajo el sol. Así pues, un buen día, Françoise había declarado a su padre que amaba a Dominique y que no aceptaría nunca casarse con ningún  otro. ¡Puede uno imaginarse el mazazo que Merlier recibió ese día! Como era en él habitual, no contestó ni palabra. Tenía el rostro pensativo; y la alegría interior ya no lucía en sus ojos. Durante una semana padre e hija estuvieron enfadados. También Françoise estaba muy seria. Lo que más preocupaba a Merlier era saber cómo había podido hechizar a su hija ese bribón de cazador furtivo. Dominique no había ido nunca al molino. Pero el molinero se puso al acecho y vio al galán, al otro lado del Morelle, acostado sobre la hierba, fingiendo dormir. Desde su habitación Françoise podía verlo. Luego la cosa estaba clara, debían haberse enamorado lanzándose miraditas tiernas por encima de la rueda del molino. Entre tanto transcurrieron ocho días. Françoise estaba cada día más seria. Merlier seguía sin pronunciar palabra. Luego, una tarde, trajo sigilosamente a  casa a Dominique. Françoise se encontraba poniendo la mesa. No pareció sorprenderse, y se limitó a añadir un cubierto más; pero los hoyuelos de sus mejillas volvieron a marcarse de nuevo y su sonrisa reapareció. Por la mañana, Merlier había ido a visitar a Dominique en la casucha junto al bosque. Allí, los dos hombres habían hablado durante tres horas, con las puertas y las ventanas cerradas. Nadie supo jamás de qué habían hablado. Lo que sí era cierto es que, al salir, Merlier trataba ya a Dominique como a un hijo. Sin duda, el viejo había encontrado en el perezoso que se tumbaba sobre la hierba para enamorar a las jovencitas, al chico que había ido a buscar,  a un buen chico. Todo Rocreuse murmuró. Las mujeres, en el umbral de sus puertas, no paraban de comentar la locura de Merlier, que admitía en su casa a un calavera. Él dejó que hablaran. Es posible que  hubiera recordado su propio matrimonio.  Tampoco él tenía un céntimo cuando se casó con Madeleine y con su molino; eso, sin embargo, no le había impedido ser un buen marido. Además, Dominique puso fin a los comentarios sin tardar, poniéndose  a trabajar con tal ahínco que todos se quedaron perplejos. Justamente en esos momentos, el mozo del molino había salido elegido en el sorteo para incorporarse al ejército, y Dominique no consintió que contrataran a otro. Cargó los sacos, condujo la carreta, se peleó con la vieja rueda cuando se hacía de rogar para girar, todo con tal ahínco que la gente venía a verlo por gusto. Merlier seguía con su risa silenciosa. Estaba orgulloso de haber descubierto a ese joven. No hay nada como el amor para infundirle ánimo a los chicos. En medio de todo ese rudo quehacer, Françoise y Dominique se adoraban. No se hablaban, pero se miraban con una dulzura sonriente. Hasta entonces, Merlier no había dicho ni palabra a propósito de la boda; y los dos respetaban ese silencio, esperando la decisión del anciano. Por fin, un día, hacia mediados de julio, había mandado colocar tres mesas en el patio, a la sombra del gran olmo, invitando a sus amigos de Rocreuse a venir a tomar una copa con él. Cuando todo el patio estuvo lleno y todos tuvieron un vaso en la mano, Merlier levantó el suyo muy alto, diciendo: —Os he invitado para tener el placer de anunciaros que Françoise se casará con este joven dentro de un mes, el día de san Luis. Entonces se brindó ruidosamente. Todo el mundo reía. Y Merlier, levantando la voz dijo: —Dominique, besa a tu prometida, como es debido. Y se besaron, muy ruborizados, mientras los asistentes reían de buena gana.  Fue una auténtica fiesta. Vaciaron un pequeño barril. Luego, cuando ya sólo estaban presentes los amigos más íntimos, hablaron con más calma. Había llegado la noche, una noche estrellada y muy clara. Dominique y Françoise, sentados en un banco, uno cerca del otro, no decían nada. Un viejo campesino hablaba de la guerra que el emperador había declarado a Prusia. Todos los chicos del pueblo se habían marchado ya a la guerra. La víspera,  aún se habían visto pasar tropas. La batalla iba a ser dura. —¡Bah! —dijo Merlier con el egoísmo de un hombre feliz—, Dominique es extranjero y no tendrá que ir a la guerra… Y si los prusianos llegaran,  él estaría aquí para defender a su mujer. La idea de que los prusianos pudieran llegar les pareció a todos una broma. Se les proporcionaría una buena paliza y todo acabaría rápido. —Yo los he visto ya, yo los he visto ya —repetía el viejo campesino con voz apagada. Hubo un silencio. Luego se brindó una vez más. Françoise y Dominique no habían oído nada; se habían tomado suavemente de la mano, por detrás del banco, sin que nadie pudiera verlos, y eso les parecía tan agradable, que permanecían allí, con los ojos perdidos en el fondo de la oscuridad. ¡Qué noche templada y soberbia! El pueblo se adormecía a ambos lados de la blanca carretera, con la tranquilidad de un niño.  Sólo se oía, de tarde en tarde, el canto de algún gallo despertado demasiado pronto. De los grandes bosques vecinos, bajaban largos soplos que pasaban sobre los tejados como caricias. Las praderas, con sus umbrías oscuras, adquirían una majestad misteriosa y recoleta, mientras que todos los manantiales, todos los arroyos que brotaban en la sombra, parecían ser la respiración fresca y rítmica de la campiña somnolienta. Por momentos, la vieja rueda del molino adormecida, parecía soñar como esos viejos perros de guarda que ladran mientras roncan; crujía, hablaba sola, acunada por la caída del Morelle, cuya cascada producía el sonido musical y prolongado de un tubo de  órgano. Nunca una paz más completa había descendido sobre un rincón  más feliz de la naturaleza. II Un mes más tarde, justo la víspera del día de san Luis, Rocreuse estaba aterrorizado. Los prusianos habían derrotado al emperador y avanzaban veloces hacia el pueblo. Desde hacía una semana, las personas que pasaban por la carretera anunciaban a los prusianos: «Están en Lornière, están en Novelles»; y, al oír que se acercaban con tal rapidez, cada mañana, los habitantes de Rocreuse creían verlos bajar de los bosques de Gagny. Pero no llegaban y eso les inquietaba aún más. Estaban seguros de que caerían sobre el pueblo de noche y degollarían a todos sus habitantes. La noche anterior, un poco antes del amanecer, se había producido una falsa alarma. Los vecinos se habían despertado al oír un gran ruido de hombres por la carretera. Las mujeres ya se hincaban de rodillas y se santiguaban, cuando al entreabrir prudentemente las ventanas, habían reconocido los pantalones rojos. Era un destacamento francés. El capitán había solicitado inmediatamente la presencia del alcalde del pueblo, y había permanecido en el molino, tras haber charlado con  Merlier. El sol salía alegremente ese día. Haría calor a mediodía. En los bosques, flotaba una rubia claridad mientras que, en los fondos, por encima de los prados, flotaban vapores blancos. El pueblo, limpio y bonito, se despertaba en el frescor y la campiña, con su río y sus manantiales, tenía todos los encantos húmedos de un jardín. Pero esta hermosa jornada no tranquilizaba a nadie. Acababan de ver al capitán dar vueltas en torno al molino, mirar las casas cercanas, pasar a la otra orilla del Morelle y, desde allí, observar la zona con unos anteojos; Merlier, que lo acompañaba, parecía darle explicaciones. Luego, el capitán había apostado soldados detrás de los muros, de los árboles, en los huecos. El grueso del destacamento estaba acampado en el patio del molino. ¿Iban pues a combatir? Y, cuando Merlier regresó, lo interrogaron. No contestó pero hizo un prolongado gesto con la cabeza. Sí, se iba a combatir. Françoise y Dominique estaban allí, en el patio, mirándolo. Entonces, él terminó por retirarse la pipa de la boca y pronunció esta simple frase: —¡Ah!  ¡mis pobres chicos, no será mañana cuando os case! Dominique, con los labios apretados y un pliegue de cólera en la frente, se levantaba a veces, permanecía con los ojos clavados en los bosques de Gagny, como si hubiera querido ver llegar a los prusianos. Françoise, muy pálida, seria, iba y venía, proporcionando a los soldados todo cuanto necesitaban. Preparaban la sopa en un rincón del patio, y bromeaban a la espera la comida. Mientras tanto, el capitán parecía encantado. Había visitado las habitaciones y la gran sala del molino que da al río. Ahora, sentado junto al pozo, charlaba con Merlier. —Tiene usted aquí una auténtica fortaleza, —decía—. Aguantaremos bien hasta esta tarde… Los bandidos llevan retraso. Ya deberían estar aquí. El molinero permanecía grave. Se imaginaba su molino ardiendo como una tea. Pero no se quejaba, pues consideraba inútil hacerlo. Sólo abrió la boca para decir: —Debería usted ordenar que ocultaran la barca detrás de la rueda. Allí hay un hueco en el que cabe… Tal vez pueda servir para algo. El capitán dio la orden. Era un hombre apuesto de unos cuarenta años, alto y de rostro amable. Ver a Françoise y a Dominique parecía alegrarlo. Se ocupaba de ellos como si hubiera olvidado la lucha inminente. Seguía con la mirada a Françoise y su expresión decía claramente que la encontraba encantadora. Luego, volviéndose hacia Dominique: —¿Usted no está pues en el ejército, muchacho? —le preguntó bruscamente. —Soy extranjero, —respondió el joven. El capitán sólo pareció apreciar medianamente la respuesta. Guiñó los ojos y sonrió. La compañía de Françoise era bastante más agradable que la del cañón. Entonces,  al verlo sonreír, Dominique añadió: —Soy extranjero; pero soy capaz de alojar una bala en una manzana, a quinientos metros… Mire, ahí está mi escopeta de caza, detrás de usted. —Podría servir, —contestó lacónicamente  el capitán. Françoise se había aproximado algo temblorosa. Y, sin preocuparse de los presentes, Dominique tomó y apretó entre las suyas las manos que ella le tendía, como para ponerse bajo su protección. El capitán había sonreído de nuevo, pero no añadió ni una palabra. Permanecía sentado, con su espada entre las piernas y la mirada perdida; parecía soñar. Eran ya las diez. El calor aumentaba. Había un denso silencio. En el patio, a la sombra de los hangares, los soldados se habían puesto a comer la sopa. Ningún ruido llegaba  del pueblo cuyos habitantes habían cerrado sus casas, puertas y ventanas. Un perro, que se había quedado solo en la carretera, ladraba. De los bosques y  praderas cercanos, desmayados por el calor, salía una voz lejana, prolongada, formada por todos los alientos dispersos. Un cuclillo cantó. Luego, el silencio se hizo mayor aún. Y, de repente, en este ambiente somnoliento  se escuchó un disparo. El capitán se levantó de inmediato y los soldados abandonaron sus platos de sopa, aún medio llenos. En pocos segundos, todos estuvieron en sus puestos de combate; de abajo a arriba, el molino estaba tomado. No obstante, el capitán, que se había desplazado hasta la carretera, no había visto nada; a derecha e izquierda, la carretera se extendía vacía y blanca. Se oyó un segundo disparo, pero nada, ni una sombra. Al volverse, no obstante, percibió del lado de Gagny, entre dos árboles, una ligera nube de humo que se elevaba, como un hilo de araña. El bosque seguía profundo y suave. —Esos miserables se han internado en el bosque —murmuró—. Saben que estamos aquí. Entonces la descarga continuó, cada vez más intensa, entre los soldados franceses, apostados alrededor del molino, y los prusianos, ocultos tras los árboles. Las balas silbaban por encima del Morelle sin producir bajas ni de un lado ni del otro. Los tiros eran irregulares, partían de cada matorral; y sólo se veían siempre las pequeñas humaredas, suavemente mecidas por el viento. Esto duró cerca de dos horas. El oficial canturreaba con apariencia indiferente. Françoise y Dominique, que habían permanecido en el patio, se empinaban y miraban por encima de una baja muralla. Miraban sobre todo a un soldadito, apostado al borde del Morelle, tras el armazón de un viejo barco; estaba tumbado en el suelo, miraba,  disparaba y luego se dejaba resbalar hasta un foso, un poco hacia atrás para recargar su fusil; y sus movimientos eran tan divertidos, tan astutos, tan ágiles que uno sentía ganas de sonreír al contemplarlo. Debió descubrir alguna cabeza de prusiano, pues se levantó de pronto y apuntó; pero antes de que disparara, lanzó un grito, giró sobre sí mismo y rodó hasta el foso, donde sus piernas tuvieron por un momento la rigidez convulsiva de las patas de un pollo cuando se lo estrangula. El soldadito acababa de recibir una bala en mitad del pecho. Era el primer muerto. Instintivamente, Françoise había agarrado la mano de Dominique y se la apretaba con una crispación nerviosa. —No permanezcan ahí, —dijo el capitán—. Las balas llegan hasta aquí. Efectivamente, un ligero golpe seco se había escuchado en el viejo olmo y el extremo de una rama caía balanceándose. Pero los dos jóvenes no se movieron, paralizados por la ansiedad del espectáculo. En el límite del bosque, un prusiano había salido inopinadamente de detrás de un árbol como de entre bastidores, batiendo el aire con los brazos y cayendo de espaldas. Y nada se movió después, los dos muertos parecían dormir a pleno sol, no se veía a nadie por la campiña adormilada. Incluso el estallido del tiroteo cesó. Sólo el Morelle seguía produciendo un sonido claro. Merlier miró al capitán con expresión de sorpresa, como para preguntarle si todo había concluido. —Ahora llega la traca mayor, —murmuró éste—. No se confíen. No permanezcan ahí. No había terminado de hablar cuando se produjo una horrible descarga. El gran olmo pareció segado y una gran lluvia de hojas revoloteó. Por fortuna, los prusianos habían apuntado demasiado alto. Dominique arrastró, casi cargó a Françoise, mientras Merlier los seguía, gritando: —Meteos en la pequeña bodega, los muros son resistentes. Pero no lo oyeron, y entraron en la  sala en la que una docena de soldados esperaban en silencio, con los postigos cerrados, mirando por las rendijas. El capitán había permanecido solo en el patio, agachado detrás de una pared, mientras proseguían las descargas furiosas. Fuera, los soldados que él había apostado no cedían terreno sino paso a paso. Sin embargo, regresaban uno a uno arrastrándose, cuando el enemigo les hacía salir de sus escondrijos. Su consigna era ganar tiempo, no dejarse ver, para que los prusianos no pudieran saber cuántas fuerzas tenían frente a ellos. Transcurrió una hora más. Y, cuando el sargento entró diciendo que sólo quedaban fuera dos o tres hombres, el oficial sacó su reloj murmurando: —Las dos y media… ¡Vamos! ¡hay que resistir cuatro horas! Mandó cerrar el gran portón del patio, y todo se preparó como para llevar a cabo una enérgica resistencia. Como los prusianos se hallaban aún en la otra orilla del Morelle, no había que temer un asalto inminente. Es cierto que existía un puente a unos dos kilómetros, pero ellos ignoraban sin duda su existencia, y era poco creíble que intentaran cruzar a vado el río. El oficial ordenó por lo tanto vigilar solamente la carretera. Había que concentrar todo el esfuerzo en el lado que daba a la campiña. El tiroteo había cesado de nuevo. El molino parecía muerto bajo el sol intenso. No se había abierto ni un solo postigo, no salía ruido alguno del interior. Poco a poco, no obstante, los prusianos empezaron a aparecer en la linde del bosque de Gagny. Asomaban la cabeza, se atrevían. En el molino, numerosos soldados estaban ya apuntando, pero el capitán gritó: —No, no, esperad… Dejad que se acerquen. Aquéllos actuaban con mucha prudencia, mirando hacia el molino con desconfianza. El viejo edificio, silencioso y triste, con sus cortinas de hiedra, los inquietaba. Sin embargo, avanzaban. Cuando hubo unos cincuenta en el prado de enfrente, el oficial pronunció una sola palabra: —¡Disparen! Se produjo un gran descarga, seguida de algunos disparos aislados. Françoise, agitada por un temblor, se había llevado instintivamente las manos a los oídos. Dominique, detrás de los soldados, miraba; y, cuando la humareda se disipó un poco, pudo ver a tres prusianos boca arriba, en mitad del prado. Los demás se habían escondido  tras los sauces y los álamos. El asalto comenzó. Durante más de una hora, el molino fue acribillado por las balas. Éstas caían sobre los viejos muros como una granizada. Cuando daban sobre piedra, se les oía aplastarse y caer al agua. Cuando daban sobre madera, se hundían en ella con un ruido sordo. A veces, un crujido indicaba que la rueda había sido alcanzada. En el interior, los soldados economizaban sus proyectiles, no disparando sino cuando podían apuntar bien. De vez en cuando, el capitán consultaba su reloj. Y, cuando una bala perforó un postigo y fue a alojarse en el techo: —Cuatro horas, —murmuró—. ¡No podremos resistir cuatro horas! Poco a poco, efectivamente, el horrendo tiroteo sacudía el viejo molino. Un postigo cayó al agua, agujereado como un encaje, y fue necesario reemplazarlo por un colchón. Merlier se exponía a cada instante al querer comprobar los desperfectos de su pobre rueda, cuyos crujidos le llegaban al corazón. Esta vez estaba completamente acabada; no podría repararla jamás. Dominique le había suplicado a Françoise que se retirara, pero la joven quería permanecer junto a él; se había sentado detrás de un gran armario de roble, que la protegía. Sin embargo, una bala llegó hasta el armario, cuyos flancos produjeron un sonido grave. Entonces, Dominique se colocó delante de Françoise.  Aunque tenía el fusil en la mano, no había disparado aún pues no podía acercarse a las ventanas ocupadas en toda su extensión por los soldados. A cada descarga, el suelo temblaba. —¡Atención! ¡Atención! —gritó de pronto el capitán. Acababa de ver salir del bosque toda una masa oscura. Acto seguido se produjo una extraordinaria descarga de pelotón. Fue como si una tromba pasara por encima del molino. Otro postigo voló, y por el vano de la ventana abierto penetraron las balas. Dos soldados rodaron por el suelo. Uno no volvió a moverse; lo empujaron hacia la pared, porque molestaba. El otro se retorcía de dolor pidiendo que lo remataran, pero nadie lo escuchaba, pues las balas seguían entrando, todos se apartaban y trataban de encontrar una tronera desde donde poder responder. Un tercer soldado resultó alcanzado; éste no dijo ni palabra; se dejó caer al borde de una mesa, con los ojos fijos y perdidos. Frente a esos muertos, Françoise, presa de pánico, había echado hacia atrás su silla, para sentarse en el suelo apoyada en el muro; allí se sentía más pequeña y en menor peligro. Mientras tanto, habían ido a coger todos los colchones de la casa, y habían taponado a medias la ventana. La sala se llenaba de escombros, de armas rotas, de muebles destrozados. —Las cinco, —dijo el capitán—. ¡Resistid!… Van a intentar cruzar el río. En ese momento, Françoise lanzó un grito. Una bala, que había rebotado, le había rozado la frente. Brotaron algunas gotas de su sangre. Dominique la miró; luego, acercándose a la ventana, disparó su primer tiro, y ya no paró. Cargaba, disparaba, sin preocuparse de lo que pasaba a su alrededor; sólo de vez en cuando, echaba una ojeada a Françoise. Por lo demás, no se apresuraba, apuntaba cuidadosamente.  Los prusianos, bordearon los álamos, intentaban cruzar el Morelle, como había previsto el capitán; pero, tan pronto como uno de ellos lo intentaba, caía  alcanzado en la cabeza por una bala de Dominique. El capitán, que lo observaba, estaba maravillado. Felicitó al joven diciéndole que estaría feliz de tener muchos tiradores como él. Dominique no lo escuchaba. Una bala le hirió ligeramente en el hombro, otra le contusionó un brazo. Pero él seguía disparando. Se produjeron dos nuevos muertos. Los colchones, destrozados, ya no protegían las ventanas. Una última descarga pareció que iba a llevarse por delante el molino. La  posición no podía mantenerse más. Sin embargo, el oficial repetía: —¡Aguantad!… ¡media hora más! Ahora, ya contaba los minutos. Había prometido a sus jefes  que detendría al enemigo hasta la noche y no estaba dispuesto a retroceder ni un paso antes de la hora indicada para la retirada. Conservaba su expresión amable, sonreía a Françoise con el fin de tranquilizarla. Él mismo acababa de recoger el fusil de un soldado muerto y se había puesto a disparar. Sólo quedaban cuatro soldados en la sala. Los prusianos se mostraban en masa en la otra orilla del Morelle, y era evidente que iban a cruzar el río de un momento a otro. Pasaron algunos minutos. El capitán se empecinaba, no quería dar la orden de retirada, cuando un sargento entró corriendo y diciendo: —Están en la carretera, nos van a atacar por detrás. Los prusianos habían debido dar con el puente. El capitán sacó el reloj. —Aún cinco minutos, —dijo—. No estarán aquí antes de cinco minutos. Luego, a las seis en punto, accedió por fin a hacer salir a sus hombres por una puerta pequeña que daba a una calleja. Desde allí se lanzaron a una cuneta y alcanzaron el bosque de Sauval. El capitán, antes de marcharse había saludado cortésmente a Merlier, excusándose. Incluso había añadido: —Entreténganlos… Volveremos. Mientras tanto, Dominique se había quedado solo en la sala. Seguía disparando, no oía nada, no comprendía nada. Sólo sentía la necesidad de defender a Françoise. Los soldados se habían marchado sin que él se hubiera percatado en absoluto. Apuntaba y mataba a un hombre a cada disparo.  Bruscamente, se oyó un gran ruido. Los prusianos, por detrás, acababan de invadir el patio. Disparó un último tiro, y cayeron sobre él cuando su fusil humeaba aún. Cuatro hombres lo sujetaron. Otros vociferaban a su alrededor, en un horrible idioma. Estuvieron a punto de estrangularlo en un instante. Françoise se había lanzado hacia ellos, suplicando. Pero entró un oficial e hizo que le entregaran al prisionero. Después de haber intercambiado unas frases en alemán con los soldados, se volvió hacia Dominique y, en un excelente francés, le dijo rudamente: —Será usted fusilado dentro de dos horas. III Era una norma establecida por el estado mayor alemán: todo francés que no perteneciera al ejército regular  que fuera cogido con un arma en la mano, debía ser fusilado. Ni siquiera las compañías francas eran reconocidas como beligerantes. Dando terribles ejemplos con los campesinos que defendían sus hogares, los alemanes pretendían impedir un levantamiento en masa, que temían. El oficial, un hombre alto y delgado, de unos cincuenta años, sometió a Dominique a un breve interrogatorio. Aunque hablaba correctamente el francés, tenía un envaramiento absolutamente prusiano. —¿Es usted de este país? —No, soy belga. —¿Por qué ha empuñado usted las armas?…  Todo esto no le concierne. Dominique no contestó. En  ese momento, el oficial vio a Françoise de pie y muy pálida, que escuchaba; sobre su blanca frente, su ligera herida dibujaba una barra roja. Miró a los dos jóvenes, uno tras otro, pareció comprender y se limitó a añadir: —¿No niega haber disparado? —He disparado tanto como me ha sido posible, —respondió tranquilamente Dominique. Esta confesión era innecesaria pues estaba negro de pólvora, cubierto de sudor, manchado con algunas gotas de sangre que habían brotado del rasguño del hombro. —Está bien, —repitió el oficial—. Será usted fusilado dentro de dos horas. Françoise no gritó. Juntó las manos y las elevó con un gesto de muda desesperación. El oficial se percató de ese gesto. Dos soldados habían conducido a Dominique a una habitación vecina, donde debían tenerlo vigilado. La joven se había derrumbado sobre una silla, con las piernas rotas; no podía llorar; se asfixiaba. Mientras tanto, el oficial la miraba atentamente. Terminó por dirigirle la palabra: —¿Ese chico es su hermano? —preguntó. Ella dijo no con la cabeza. Él permaneció envarado, sin una sonrisa. Luego,  tras un silencio: —¿Vive en este país desde hace mucho tiempo? Ella dijo sí, con un nuevo gesto. —Entonces debe conocer muy bien los bosques vecinos. Esta vez, ella contestó: —Sí, señor, —dijo mirándolo con algo de sorpresa. Él no añadió nada y giró sobre los talones, pidiendo que le trajeran al alcalde del pueblo. Pero Françoise se había levantado, con un suave rubor en el rostro, creyendo haber comprendido la finalidad de sus preguntas y con algo de esperanza. Ella misma corrió a buscar a su padre. Merlier, tan pronto como los disparos cesaron, había descendido rápidamente por la galería de madera para comprobar el estado de su rueda. Adoraba a su hija y sentía una profunda amistad por Dominique, su futuro yerno; pero la rueda ocupaba también un amplio espacio en su corazón. Dado que los dos pequeños, como él los llamaba, habían salido sanos y salvos de la trifulca, ahora pensaba en su otro amor, que ésta sí, había sufrido grandes desperfectos. E, inclinado  sobre el gran armazón de madera, auscultaba sus heridas apesadumbrado. Cinco paletas habían sido hechas añicos, el encaballamiento central estaba acribillado. Introducía los dedos en los agujeros de las balas, para medir la profundidad; estaba reflexionando sobre la forma en la que podría reparar todas estas averías. Françoise lo encontró taponando ya algunas grietas con escombros y musgo. —Padre, —le dijo— lo reclaman. Y se echó a llorar al contarle lo que acababa de oír. Merlier sacudió la cabeza. No se fusila a la gente así como así. Habría que verlo. Y regresó al molino con aspecto silencioso y apacible. Cuando el oficial le pidió víveres para sus hombres, él contestó que los habitantes de Rocreuse no estaban acostumbrados a ser maltratados, y que no se obtendría nada de ellos si empleaban métodos violentos. Él se encargaba de todo, pero con la condición de que lo dejaran actuar solo. El oficial pareció molestarse en un primer momento por su tono tranquilo; luego, cedió ante las palabras breves y claras del anciano. Incluso lo volvió a llamar para preguntarle: —Esos bosques de ahí enfrente, ¿cómo los llaman ustedes? —Los bosques de Sauval. —¿Y qué extensión tienen? El molinero lo miró fijamente. —No sé —contestó. Y se alejó. Una hora más tarde, el impuesto de guerra en víveres y dinero exigido por el oficial, estaba en el patio del molino. Caía la noche, y Françoise seguía con ansiedad los movimientos de los soldados. No se alejaba de la habitación en la que mantenían encerrado a Dominique. Hacia las siete, sintió un gran pánico; vio al oficial entrar donde se hallaba el prisionero, y, durante un cuarto de hora, escuchó sus voces subir de tono. Un instante, el oficial apareció en el umbral de la habitación para dar, en alemán, una orden que ella no comprendió; pero cuando vio que doce hombres, con el fusil en la mano, se alineaban en el patio, se sintió presa de un gran temblor, y creyó morir. Estaba pues decidido, la ejecución iba a llevarse a cabo. Los doce hombres permanecieron allí diez minutos; la voz de Dominique seguía elevándose con un tono de violento rechazo. Por fin, el oficial salió cerrando violentamente la puerta y diciendo: —Está bien, reflexione… Le doy hasta mañana por la mañana. Y, con un gesto, hizo que los doce hombres rompieran filas. Françoise se quedó anonadada. Merlier, que había seguido fumando su pipa mirando al pelotón con un aire simplemente curioso, vino a tomarla por el brazo, con una dulzura paternal. Y la condujo a su cuarto. —Quédate tranquila, —le dijo—, trata de dormir… Mañana será otro día y ya veremos. Al salir, la encerró por prudencia. Tenía por principio que las mujeres no son buenas para nada y que lo estropean todo cuando intervienen en algún asunto serio. Pero Françoise no se acostó. Permaneció mucho rato sentada sobre la cama, escuchando los ruidos de la casa. Los soldados alemanes, acampados en el patio, cantaban y reían; debieron comer y beber hasta las once, pues el alboroto no cesó ni un instante. En el mismo molino, resonaban de vez en cuando ciertos pasos pesados, sin duda de los centinelas que se relevaban. Pero, lo que le interesaba sobre todo, eran los ruidos que podía percibir provenientes de la habitación que se encontraba bajo  su dormitorio. En numerosas ocasiones se tendió en el suelo y pegó la oreja sobre las baldosas. Esa habitación era justamente aquella en la que habían encerrado a Dominique. Éste debía andar desde la pared hacia la ventana, pues durante un buen rato escuchó  la cadencia regular de sus pasos; luego se hizo un gran silencio, sin duda se había sentado. Por otra parte, todos los ruidos iban cesando, todo se iba adormeciendo. Cuando le pareció que la casa dormía, abrió la ventana lo más suavemente que pudo, y se acodó en el alféizar. En el exterior, la noche ofrecía una tibia serenidad.  La delgada silueta de la luna, que se ocultaba detrás de los bosques de Sauval, iluminaba la campiña con un resplandor de lamparilla. La sombra alargada de los grandes árboles rayaba de negro las praderas, mientras que la hierba, en los espacios descubiertos, adquiría la suavidad de un terciopelo verdoso. Pero Françoise no se detenía en contemplar el encanto misterioso de la noche. Escudriñaba la campiña, buscando a los centinelas que los alemanes habían debido apostar por ese lado. Veía claramente sus sombras escalonarse a lo largo del Morelle. Sólo había un centinela delante del molino, al otro lado del río, junto a un sauce cuyas ramas se hundían en el agua. Françoise lo veía perfectamente. Era un chico alto que permanecía inmóvil, con la cara vuelta hacia el cielo, con la expresión soñadora de un pastor. Una vez que hubo inspeccionado con cuidado los alrededores, volvió a sentarse en su cama. Permaneció en esa posición una hora, completamente absorta. Luego escuchó de nuevo: no se oía ni un soplo en la casa. Volvió a la ventana, echó una ojeada; pero sin duda uno de los cuernos de la luna que lucía aún tras los árboles, debió parecerle molesto, pues decidió esperar. Por fin,  creyó que había llegado la hora. La noche era muy oscura, ya no veía al centinela de enfrente, la campiña se extendía como una charca de tinta. Prestó atención un instante y luego se decidió. Había allí, junto a la ventana, una escalera de hierro, con barras clavadas en el muro, que iba desde la rueda al granero, y que, en otros tiempos, había servido a los molineros para llegar hasta ciertos engranajes; luego, como el mecanismo del molino había sido modificado, hacía tiempo que la escalera había quedado oculta bajo las espesas enredaderas que cubrían ese lateral del molino. Françoise, saltó valientemente por encima de la balaustrada de su ventana, agarró una de las barras de hierro y quedó suspendida en el vacío. Empezó a descender. La falda le molestaba. De pronto, una piedra se desprendió del muro y cayó en el Morelle produciendo una sonora salpicadura. Se detuvo, helada por un escalofrío. Pero luego comprendió que la cascada, con su continuo rumor, cubría a distancia todos los ruidos que ella pudiera producir y, entonces empezó a bajar con más decisión, palpando la enredadera con el pie y asegurándose de que los peldaños se encontraban en buen estado. Cuando estuvo a la altura de la habitación que servía de prisión a Dominique, se detuvo. Una imprevista dificultad estuvo a punto de hacerle perder todo su valor: la ventana de la habitación del bajo, no coincidía exactamente por debajo de la ventana de su habitación, se separaba de la escalera, y  cuando alargó el brazo, sólo encontró la pared. ¿Tendría pues que volver a subir, sin llevar a cabo su proyecto? Sus brazos empezaban a cansarse, el murmullo del Morelle, por debajo de ella, empezaba a producirle vértigo. Entonces, arrancó del muro pequeños trozos de yeso y los lanzó contra la ventana de Dominique. Éste no oía, tal vez estuviera dormido. Desmenuzó aún la pared, despellejándose los dedos. Estaba al límite de sus fuerzas, y sentía que iba caerse de espaldas, cuando Dominique abrió por fin suavemente: —Soy yo, —murmuró—. Agárrame rápido, que me caigo. Era la primera vez que lo tuteaba. Él, inclinándose, la agarró y la  introdujo en la habitación. Allí, ella tuvo un ataque de llanto aunque  ahogaba los sollozos para que no la oyeran. Luego, haciendo un inmenso esfuerzo,  se calmó. —¿Está vigilado? —preguntó en voz baja. Dominique, asombrado aún de verla allí, hizo un sencillo gesto indicándole la puerta. Detrás de ésta se oía un ronquido; cediendo al  sueño, el centinela había debido acostarse en el suelo, junto a la puerta, diciéndose, de que esa manera, el prisionero no podría salir de la habitación. —Tiene que huir, —dijo ella desesperadamente—. He venido para suplicarle que huya y para decirle adiós. Pero él no parecía escucharla. Y repetía: —¡Cómo, es usted, es usted!… ¡Oh! ¡qué susto tan grande me ha dado! ¡Podría haberse matado! Le tomó las manos y se las besó. —¡La amo tanto, Françoise! … Es tan valiente como buena. Sólo tenía un temor y era morir sin verla por última vez… Pero está aquí, y ahora ya pueden fusilarme. Después de pasar un cuarto de hora con usted, estaré listo. Poco a poco, la había atraído hacia sí y ella apoyaba la cabeza sobre su hombro. El peligro los unía. Lo olvidaban todo con ese abrazo. —¡Ah! Françoise, —continuó Dominique con voz acariciadora— hoy es san Luis, el día tanto tiempo esperado de nuestra boda. Nada ha podido separarnos, puesto que aquí estamos los dos, fieles a la cita… ¿No es eso? Ya es la mañana de nuestra boda. —Sí, sí, — repitió ella— la mañana de la boda. Y se besaron estremecidos. Pero, de pronto ella se separó, pues la terrible realidad surgía ante sus ojos. —Tiene que huir, tiene que huir, —tartamudeó—. No perdamos un minuto. Y como él tendía los brazos en la oscuridad para volver a abrazarla, ella lo tuteó de nuevo: —¡Oh! Por favor, escúchame… Si tú mueres, yo me muero. Dentro de una hora habrá amanecido. Quiero que te marches inmediatamente. Entonces, con rapidez, le explicó su plan. La escalera de hierro bajaba hasta la rueda;  una vez allí, podría ayudarse con las palas y entrar en la barca que se encontraba en el hueco. Le resultaría fácil llegar a la otra orilla y escapar. —Pero debe haber centinelas ¿no?, —dijo él. —Uno sólo, enfrente, al pie del primer sauce. —¿Y si me ve y quiere gritar? Françoise se estremeció. Le puso en la mano un cuchillo que había traído. Hubo un silencio. —¿Y su padre? ¿y usted? —prosiguió Dominique. No, no puedo huir… Una vez que yo me haya marchado esos soldados tal vez los asesinen… No los conoce bien. Me han propuesto perdonarme la vida  si accedía a servirles de guía por el bosque de Sauval. Si no me encuentran aquí, serán capaces de todo. La joven no se entretuvo en discutir. A todas las razones que él exponía  contestaba simplemente: —Por amor a mí, huya… Si me ama, Dominique, no permanezca aquí ni un minuto más. Luego le prometió que volvería a subir a su habitación. Nadie sabría que ella lo había ayudado. Acabó por tomarlo entre sus brazos y besarlo para intentar convencerlo, con un impulso de extraordinaria pasión. Él estaba vencido. Sólo quiso conocer un detalle: —Júreme que su padre está al corriente de lo que usted ha hecho y me aconseja que huya. —Es mi padre quien me ha enviado. —respondió osadamente Françoise. Mentía. En ese momento sólo necesitaba saber una cosa, saber que él estaba seguro, escapar al abominable pensamiento de que la llegada del sol iba a ser la señal de su muerte. Cuando él estuviera lejos, todas las desgracias podrían caer sobre ella; todo le parecería llevadero, si él vivía. El egoísmo de su amor lo quería vivo, por encima de todo. —Está bien, —dijo Dominique— haré lo que desea. Entonces no hablaron  más. Dominique fue a abrir la ventana. Pero, bruscamente, un ruido los dejó helados. La puerta se movió y creyeron que alguien la abría. Era evidente que una ronda los había oído hablar. Y, de pie, apretados uno contra el otro, esperaban con angustia indecible. La puerta fue sacudida de nuevo, pero no se abrió. Cada uno de ellos dio un suspiro ahogado; acababan de comprender, debía tratarse del soldado acostado delante del umbral, que se había dado la vuelta. Efectivamente, volvió el silencio y los ronquidos recomenzaron. Dominique insistió en que Françoise volviera a subir a su habitación. La tomó entre sus brazos, y le dio un mudo adiós. Luego, la ayudó a agarrar la escalera y él, a su vez también la agarró. Pero se negó a descender ni un peldaño antes de saberla en su habitación. Cuando Françoise entró, dijo con una voz ligera como un soplo: —¡Adiós,  te amo! Permaneció asomada, tratando de seguir a Dominique con la vista. La noche seguía siendo muy oscura. Buscó al centinela y no lo vio; sólo el sauce formaba una mancha pálida en medio de la oscuridad. Durante unos segundos, escuchó el roce del cuerpo de Dominique a lo largo de la enredadera. Luego la rueda crujió y se produjo un suave chapoteo que anunció que el joven acababa de encontrar la barca. Efectivamente, un minuto después, vio la silueta oscura de la barca deslizarse sobre la superficie gris del Morelle. Entonces, una angustia terrible agarrotó su garganta. A cada instante creía oír la voz de alarma del centinela; los más mínimos ruidos, dispersos en la sombra, le parecían los pasos precipitados de los soldados, los crujidos de las armas, los ruidos de los fusiles que se armaban. Sin embargo, los segundos pasaron y la campiña seguía conservando su paz soberana. Dominique debía abordar la otra orilla. Françoise no veía nada. El silencio era majestuoso. Y se oyeron unas pisadas, un grito ronco, la caída de un cuerpo. Luego volvió el silencio más profundo. Ella, como si hubiera sentido pasar la muerte, se quedó paralizada frente a la espesa oscuridad. IV Desde muy de mañana, las voces sacudieron el molino. Merlier había venido a abrir la puerta de Françoise. Ésta bajó al patio, pálida y muy tranquila. Pero allí no pudo reprimir un escalofrío al ver el cadáver de un soldado prusiano, tendido junto al pozo, sobre un capote extendido. Alrededor del cuerpo, los soldados gesticulaban, gritaban con tono furioso. Muchos de ellos mostraban los puños al pueblo. Mientras tanto, el oficial acababa de mandar llamar a Merlier en su condición de alcalde del pueblo. —Mire, —le dijo con una voz estrangulada por la ira—, uno de mis hombres ha sido encontrado muerto a orillas del río… Necesitamos dar un escarmiento sonado y espero que usted va a ayudarnos a descubrir al asesino. —Todo lo que usted quiera, —respondió el molinero con su flema habitual—. Sólo que no será fácil. El oficial se había inclinado para retirar el embozo del capote que cubría la cara del muerto. Entonces se vio la horrible herida. El centinela había sido atacado en la garganta y el arma se había quedado clavada en la herida. Era un cuchillo de cocina de mango negro. —Observe ese cuchillo, —dijo el oficial a Merlier— tal vez pueda ayudarnos en nuestras pesquisas. El anciano había tenido un sobresalto, pero enseguida se repuso, y,  sin que un solo músculo de su cara se alterara, contestó: —Todo el mundo tiene cuchillos semejantes en nuestros pueblos… Es posible que su hombre se aburriera de combatir y se haya matado él mismo. Eso ocurre a veces. —¡Cállese! —gritó furiosamente el oficial—. No sé lo que me impide prender fuego a las cuatro esquinas del pueblo. Afortunadamente, la ira le impedía percatarse de la intensa alteración del rostro de Françoise. Se había visto obligada a sentarse en un banco de piedra, cerca del pozo. En contra de su voluntad, sus ojos no se separaban de ese cadáver extendido en el suelo, casi a sus pies. Era un chico alto y guapo, que se parecía a Dominique, por  los cabellos rubios y los ojos azules. Este parecido le llegó al corazón. Pensaba que tal vez este muerto hubiera dejado allá, en Alemania, a alguna enamorada que iba a sufrir. Reconocía su cuchillo clavado en la garganta del muerto. Ella lo había matado. El oficial estaba hablando de adoptar severas medidas contra Rocreuse, cuando llegaron corriendo los soldados. Acababan de darse cuenta en ese mismo instante de la evasión de Dominique. Esto produjo una agitación extrema. El oficial acudió a la habitación, vio la ventana abierta, lo comprendió todo y regresó irritado. Merlier pareció muy contariado por la huida de Dominique. —¡Imbécil,— murmuró—, lo ha estropeado todo. Françoise, al escucharlo, se sintió angustiada. El padre, por otra parte, no sospechaba su complicidad. Éste inclinó la cabeza diciéndose a media voz: —¡Ahora sí que estamos listos! —¡Ha sido ese miserable! ¡Ha sido ese miserable! —vociferaba el oficial—. Se habrá escondido en los bosques… Pero hay que encontrarlo o el pueblo pagará por él. Y, dirigiéndose al molinero, dijo: —Vamos a ver, usted debe saber dónde se esconde. Merlier esbozó una sonrisa silenciosa, y mostrando la gran extensión de las colinas arboladas, dijo: —¿Cómo quiere usted encontrar a un hombre ahí dentro? —¡Oh! Debe haber algunos escondrijos que usted conozca. Voy a darle diez hombres. Usted los guiará. —Me parece muy bien, sólo que necesitaremos diez días para batir todos los bosques de los alrededores. La tranquilidad del anciano exasperaba al oficial, pero éste comprendía, en efecto, hasta qué punto era ridícula la batida que proponía. Fue entonces cuando vio a Françoise, en el banco, pálida y temblorosa. La actitud ansiosa de la joven le llamó la atención. Se calló un instante, examinando alternativamente al molinero y a Françoise. —¿Ese hombre, —acabó por preguntarle brutalmente al anciano—,  no es por casualidad  el amante de su hija? Merlier se puso lívido, y cualquiera habría podido pensar que iba a  lanzarse sobre el oficial para estrangularlo. Pero se contuvo, y no respondió. Françoise se había tapado la cara con las manos. —Sí, eso es, —continuó el prusiano—, usted o su hija lo han ayudado a huir. Usted es su cómplice… Por última vez, ¿quiere usted entregárnoslo? El molinero no contestó. Se había girado y miraba a lo lejos con aire indiferente, como si el oficial no estuviera hablando con él. Esto irritó  por completo a éste último: —Pues bien, —declaró—, usted será fusilado en su lugar. Y, de nuevo, ordenó que se formara el pelotón de ejecución. Merlier conservó su flema. Apenas se encogió ligeramente de hombros, todo ese drama le parecía de un mediocre gusto. Sin duda, él no creía que se fusilara a un hombre tan fácilmente. Luego, cuando el pelotón estuvo dispuesto, dijo con gravedad: —Entonces, ¿va en serio?… Muy bien. Si necesitáis matar a alguien da lo mismo yo que otro. Pero Françoise se había levantado aterrorizada y tartamudeando dijo: —Por piedad, señor, no le haga daño a mi padre. Máteme a mí en su lugar… Yo ayudé a Dominique a huir. Yo soy la única culpable. —¡Cállate chiquilla!, —gritó Merlier—. ¿Por qué mientes?… Ella ha pasado la noche encerrada en su habitación, señor. Está mintiendo, se lo aseguro. —No, no miento, —continuó ardientemente la joven—. Bajé por la ventana, convencí a Dominique para que huyera… Es la verdad, la única verdad… El anciano se había puesto pálido. Veía claramente en los ojos de su hija que no mentía, y esta historia lo aterrorizaba. ¡Ah! ¡Estos chicos con su amor lo estropean todo! Entonces se enfadó. —Está loca, no la escuche. Está contando historias estúpidas… Vamos, acabemos con esto. Ella quiso protestar de nuevo. Se arrodilló, juntó las manos. El oficial asistía tranquilamente a esta pugna dolorosa. —¡Dios santo! —dijo al fin— detengo a su padre porque no tengo al otro… Intente encontrar al otro y su padre quedará en libertad. Durante un instante ella lo miró con los ojos desorbitados por la atrocidad de la propuesta. —Eso es horrible, murmuró. ¿Dónde quiere que encuentre a Dominique a estas horas? Se ha marchado, yo no sé nada más. —En fin, elija: o él o su padre. —¡Oh! ¡Dios mío! ¿pero es que puedo elegir? ¡Aunque supiera dónde está Dominique no podría elegir! Es mi corazón lo que usted quiere  partir en dos… Preferiría morir de inmediato. Sí, se haría rápidamente. Máteme,  se lo ruego, máteme… Esta escena de desesperación y lágrimas terminó por impacientar al oficial, que exclamó: —¡Ya basta! Quiero ser bueno, y acepto darle dos horas de plazo… Si dentro de dos horas su enamorado no está aquí, su padre pagará por él. Y ordenó que llevaran a Merlier a la habitación que había servido de prisión a Dominique. El viejo pidió su tabaco y se puso a fumar. No se transparentaba emoción alguna sobre su rostro impasible. Únicamente, cuando estuvo solo, y mientras fumaba, dos gruesas lágrimas se deslizaron lentamente por sus mejillas. ¡Su pobre y querida hija, cómo estaba sufriendo! Françoise se había quedado en mitad del patio. Los soldados prusianos pasaban riendo. Algunos le lanzaban frases, bromas que ella no comprendía. Miraba hacia la puerta por la que su padre acababa de desaparecer. Y, con gesto lento, se llevaba la mano a la frente, como para impedir que ésta estallara. El oficial se dio la vuelta repitiendo: —Dispone usted de dos horas. Trate de aprovecharlas. Disponía de dos horas. Esa frase zumbaba en su cabeza. Entonces, automáticamente, salió del patio y avanzó. Pero ¿adónde ir? ¿qué hacer? Ni siquiera intentaba adoptar una decisión porque sabía muy bien que sus esfuerzos serían inútiles. Sin embargo, le habría gustado encontrar a Dominique. Habrían hablado y tal vez hubieran encontrado una solución. Y, en medio de la confusión de sus pensamientos, bajó hasta la orilla del Morelle, que cruzó por debajo de la esclusa por un lugar donde había gruesas piedras. Sus pasos la llevaron hasta el primer sauce, en la esquina del prado. Había sido allí. Siguió las huellas de Dominique en la hierba pisada; debía haber corrido, pues se veía una línea de zancadas que cruzaban el prado en diagonal. Luego, a partir de allí perdió las huellas. Pero en un prado vecino creyó volver a encontrarlas. La conducían al confín del bosque donde toda indicación desaparecía. Pese a todo Françoise avanzó entre los árboles. La soledad la aliviaba. Se sentó un momento. Luego, pensando que el tiempo corría, se puso de nuevo en pie. ¿Cuánto tiempo hacía que había salido del  molino? ¿Cinco minutos? ¿Media hora?  Había perdido la noción del tiempo. Tal vez Dominique hubiera ido a ocultarse en un foscarral que ambos conocían, y donde una tarde habían estado comiendo avellanas juntos. Se dirigió hacia el soto y entró. Un mirlo emprendió el vuelo, silbando su estribillo suave y triste. Entonces pensó que se habría refugiado en el hueco de unas rocas, donde a veces se ponía al acecho para cazar; pero el hueco estaba vacío. ¿Para qué buscarlo? No daría con él. Poco a poco, el deseo de encontrarlo se fue adueñando de ella, y le hacía andar con mayor rapidez. Se le ocurrió de pronto que podría haberse subido a un árbol. A partir de ese momento, avanzó mirando hacia arriba, y, para que él supiera que estaba cerca, lo llamaba cada quince o veinte pasos. Pero sólo contestaban los cuclillos. Un soplo, que pasó entre las ramas, le hizo creer que estaba allí y que iba a bajar. Incluso una vez creyó verlo; entonces se detuvo  ahogada, con ganas de huir. ¿Qué le iba a decir? ¿Qué venía a llevárselo y hacer que lo fusilaran? ¡Oh! No, no le hablaría de eso. Le gritaría que escapara, que no permaneciera por los alrededores. Luego, el recuerdo de su padre que la estaba esperando le produjo un intenso dolor. Cayó sobre la hierba, llorando y repitiendo en voz alta: —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué estoy aquí? Era una locura haber venido. Y, como presa del pánico, echó a correr, intentó salir del bosque. Por tres veces se equivocó, y pensaba que no volvería a encontrar el molino cuando fue a dar a una pradera justo enfrente de Rocreuse. Cuando vio el pueblo se detuvo. ¿Iba a regresar sola? Permanecía aún de pie cuando una voz la llamó suavemente: —¡Françoise! ¡Françoise! Y vio a Dominique que levantaba la cabeza al borde de un terraplén. ¡Dios santo! ¡lo había encontrado! ¿El cielo quería pues su muerte? Reprimió un grito y se deslizó por el terraplén. —¿Me estabas buscando? —preguntó él —Sí, —respondió ella—, con la cabeza confusa, sin saber lo que decía. —¡Ah! ¿qué ocurre? —Nada, estaba inquieta, deseaba verte. Entonces, tranquilizado, él le explicó que no había querido alejarse. Que temía por ellos. Esos  prusianos miserables eran muy capaces de vengarse en las mujeres y en los ancianos. Pero, finalmente, todo marchaba bien, y añadió riendo: —La boda será dentro de ocho días, eso será todo. Luego, al ver que ella seguía muy nerviosa, se puso serio: —Pero, ¿qué te ocurre? Me estás ocultando algo. —No, te lo juro. Es que he venido corriendo. La besó diciendo que era muy imprudente para los dos seguir hablando, e hizo ademán de volver a subir el terraplén para volver de nuevo al bosque. Ella lo retuvo. Estaba temblando. —Escucha, tal vez fuera mejor que permanecieras allí. No te busca nadie, no temas. —Françoise, me estás ocultando algo. —repitió él. Una vez más ella juró que no le ocultaba nada. Sólo que prefería saber que estaba cerca de ella. Y tartamudeó otras razones más. Le pareció tan rara que ahora hasta él mismo se habría negado a alejarse. Además, él creía en el regreso de los franceses. Se habían visto tropas cerca de Sauval. —¡Ah! ¡que se apresuren, que lleguen lo antes posible! —murmuró con fervor. En ese momento, sonaron las once en el campanario de Rocreuse. Las campanadas llegaban claras. Ella se levantó, despavorida; hacía dos horas que había salido del molino. —Escucha, —dijo rápidamente— si te necesitamos, subiré a mi habitación y agitaré un pañuelo. Se marchó corriendo, mientras que Dominique, muy inquieto, se tendía al borde del terraplén, para vigilar el molino. Cuando iba a entrar en Rocreuse, Françoise encontró a un viejo mendigo, el tío Bontemps, que conocía toda la comarca. La saludó, acababa de ver al molinero rodeado de prusianos; luego, santiguándose y mascullando palabras entrecortadas, prosiguió su camino. —Ya han transcurrido las dos horas —dijo el oficial cuando Françoise apareció. Merlier estaba allí, sentado en el banco, cerca del pozo, fumando. La chica suplicó de nuevo, lloró, se arrodilló. Quería ganar tiempo. La esperanza de ver llegar a los franceses había aumentado en su interior, y mientras se lamentaba, creía oír a lo lejos los pasos cadenciosos de un ejército. ¡Oh! ¡si hubieran aparecido! ¡si los hubieran liberado a todos! —Escuche, señor, una hora, una hora más… ¡Usted puede concederme una hora! Pero el oficial seguía inflexible. Incluso ordenó a dos hombres que la cogieran y se la llevaran para proceder tranquilamente a la ejecución del anciano. Entonces, un combate terrible se produjo en el corazón de Françoise. No podía dejar que asesinaran a su padre. No, no, antes moriría con Dominique; y se dirigía hacia su habitación cuando el mismo Dominique entró en el patio. El oficial y los soldados lanzaron un grito de triunfo. Pero él, como si no hubiera habido allí más personas que Françoise, se dirigió hacia ella, lentamente, y con un tono un poco severo: —Está mal —dijo—. ¿Por qué no me ha hecho volver? Ha sido necesario que el tío Bontemps me lo cuente todo… En fin, aquí estoy. V Eran las tres. Grandes nubarrones negros, la cola de alguna tormenta cercana, habían cubierto lentamente el cielo. Ese cielo amarillo, esos guiñapos cobrizos cambiaban el valle de Rocreuse, tan alegre bajo el sol, en un lugar peligroso lleno de una sombra inquietante. El oficial prusiano se había contentado con encerrar a Dominique sin pronunciarse acerca del destino que le reservaba. Desde las doce, Françoise se debatía en una angustia abominable. No quería irse del patio, pese a la insistencia de su padre. Esperaba a los franceses. Pero las horas pasaban, la noche iba a  caer, y sufría aún más al comprobar que todo el tiempo ganado no parecía que fuera a alterar el horrible desenlace. Sin embargo, hacia las tres, los prusianos comenzaron sus preparativos de partida. Desde hacía un momento, el oficial se había encerrado con Dominique como la víspera. Françoise había comprendido que se estaba decidiendo la vida del joven. Entonces, juntó las manos y se puso a rezar. Merlier, a su lado, conservaba su actitud muda y rígida de viejo campesino, que no lucha contra la fatalidad de los hechos. —¡Oh! ¡Dios mío! ¡Oh! ¡Dios mío!, —balbucía Françoise—, lo van a matar… El molinero la atrajo hacia sí y la sentó sobre sus rodillas como a un niño. En ese momento salía el oficial, y tras él, dos hombres conducían a Dominique. —¡Jamás, jamás! —gritó éste—. Estoy dispuesto a morir. —Reflexione bien, —prosiguió el oficial—. El servicio que usted rechaza, otro lo llevará a cabo. Le ofrezco la vida, soy generoso… Se trata simplemente de conducirnos a Montredon a través del bosque. Sin duda hay atajos. Dominique no contestaba. —Entonces, ¿se obstina usted? —Mátenme y acabemos de una vez—respondió. Françoise con las manos juntas, le suplicaba desde lejos. Se olvidaba de todo, incluso le habría aconsejado una cobardía. Pero Merlier le agarró las manos para que los prusianos no vieran ese gesto de mujer enloquecida. —Tiene razón, —murmuró Merlier— es preferible morir. El pelotón de ejecución estaba presente. El oficial esperaba una debilidad de Dominique. Creía que podría convencerlo. Hubo un silencio. A lo lejos, se oían violentos truenos. Un pesado calor parecía aplastar la campiña. Y fue en medio de ese silencio cuando resonó un grito: «¡Los franceses! ¡los franceses!» Efectivamente, eran ellos. Por la carretera de Sauval, en el límite del bosque, se veía la fila de pantalones rojos. Entonces se produjo una extraordinaria agitación en el molino. Los soldados prusianos corrían lanzando exclamaciones guturales. Por lo demás, no se había disparado aún ni un solo tiro. —¡Los franceses! ¡los franceses! —exclamó Françoise aplaudiendo. Estaba como loca. Acababa de librarse del abrazo de su padre, reía con los brazos en alto. ¡Por fin, llegaban a tiempo, puesto que Dominique estaba aún de pie! Una terrible descarga del pelotón, que sonó como un trueno en sus oídos, le hizo volverse. El oficial acababa de murmurar: —Antes de nada, zanjemos este asunto. Y, empujando él mismo a Dominique  hacia el muro del hangar, había ordenado disparar. Cuando Françoise se dio la vuelta, Dominique estaba en el suelo, con el pecho agujereado por doce balas. No lloró. Se quedó como anonadada. Sus ojos se quedaron fijos, y fue a sentarse bajo el hangar, a unos pasos del cuerpo. Miraba y, por momentos, hacía un gesto vago e infantil con la mano. Los prusianos se habían apoderado de Merlier, como rehén. Fue un hermoso combate. Rápidamente, el oficial había apostado sus hombres, comprendiendo que no podía batirse en retirada sin hacerse aniquilar. Por lo que había que vender cara su vida. Ahora, eran los prusianos los que defendían el molino y los franceses los que atacaban. El tiroteo comenzó con una violencia inaudita. Y no paró durante media hora. Luego, se escuchó un estrépito sordo y una bala de cañón partió la rama principal del olmo secular. Los franceses tenían cañón. Una batería, colocada justo por encima del terraplén en el que Dominique se había escondido, barría la calle principal de Rocreuse. A partir de ese momento, la lucha no podía prolongarse mucho. ¡Ah! ¡Pobre molino! Las balas de cañón lo agujereaban por todas partes. La mitad del techo había sido arrancada. Dos muros se derrumbaron. Pero, fue sobre todo en el lado que daba al Morelle donde el desastre fue más lamentable. Las enredaderas, arrancadas de las paredes sacudidas, colgaban como harapos; el río arrastraba  residuos de todo tipo y, por una brecha, se veía la habitación de Françoise con su cama, cuyas cortinas blancas estaban cuidadosamente corridas. Un golpe tras otro, la vieja rueda recibió dos cañonazos y lanzó un supremo gemido: las palas fueron arrastradas por la corriente y el armazón se derrumbó. El alegre molino exhalaba su espíritu. Luego, los franceses lo asaltaron. Hubo un encarnizado combate con armas blancas. Bajo el cielo de color  herrumbre, la garganta del valle se llenaba de cadáveres. Las amplias praderas parecían inhóspitas con sus grandes árboles aislados, sus cortinas de álamos que las cubrían de sombra. A derecha e izquierda, los bosques parecían como las murallas de un circo que encerraban a los combatientes, mientras que las fuentes, los manantiales y los arroyos producían ruidos de sollozos, en medio del pánico de la campiña. Bajo el hangar, Françoise no se había movido, agachada junto al cuerpo de Dominique. Merlier acababa morir alcanzado por una bala perdida. Entonces, cuando los prusianos eran exterminados y el molino ardía, el capitán francés entró en el patio. Era el único triunfo que obtenía desde el comienzo de la guerra. Por lo que, inflamado, como aumentando su gran estatura, reía, con su expresión amable de noble caballero. Y, al ver a Françoise anonadada entre los cadáveres de su prometido y de su padre, en medio de las ruinas humeantes del molino, la saludó galantemente con su espada, gritando: «¡Victoria! ¡Victoria!» *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Las fresas
Cuento
I Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles. Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia. La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción. A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban. II Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba: -Ha llegado la hora, hermanos y hermanas, en la que todos, como Jesucristo, debemos coger nuestra cruz, coronarnos de espinas, subir a nuestro calvario, con los pies descalzos sobre las rocas y entre las zarzas. La pequeña baronesa encontró sin duda la frase blandamente redondeada porque parpadeó suavemente como halagada en el corazón. Luego, como la sinfonía del vicario la mecía, mientras continuó escuchando los compases melódicos se dejó llevar hasta una semiensoñación repleta de íntima voluptuosidad. Frente a ella veía una de las largas ventanas del coro, gris de bruma. La lluvia no debía haber cesado. La querida joven había venido al sermón con un tiempo atroz. Pero hay que sacrificarse un poco cuando se tiene religión. Su cochero había recibido un horrible chaparrón, y ella misma, al saltar al pavimento, se había mojado ligeramente la punta de los pies. Su coche, afortunadamente, era excelente, bien cerrado y acolchado como una alcoba. ¡Pero era tan triste ver, a través de los cristales húmedos, una fila de paraguas apresurados correr sobre cada acerado! Pensaba que, si hubiera hecho buen tiempo, habría podido venir en victoria. Habría sido mucho más divertido. En el fondo, su gran temor era que el vicario despachara demasiado rápidamente su sermón. De ser así, tendría que esperar su coche, porque desde luego no aceptaría pisar charcos con semejante tiempo. Y calculaba que, al ritmo que llevaba, el vicario no tendría voz para dos horas; su cochero llegaría demasiado tarde. Esta ansiedad le echaba a perder un poco sus devotas alegrías. III El vicario, con cóleras bruscas que le hacían erguirse con el pelo sacudido y los puños hacia delante como un hombre atormentado por un espíritu vengador, rugía: -Y sobre todo ¡ay de vosotras! si no derramáis sobre los pies de Jesús el perfume de vuestros remordimientos, el óleo perfumado de vuestros arrepentimientos. Creedme, temblad y caed de rodillas al suelo. Es viniendo a encerraros en el purgatorio de la penitencia abierto por la Iglesia durante estos días de contrición universal; es desgastando las losas bajo vuestras frentes empalidecidas por el ayuno; descendiendo a las angustias del hambre y del frío, del silencio y de la noche, como mereceréis el perdón divino en el día fulgurante del triunfo. La pequeña baronesa, distraída de su preocupación por aquel terrible estrépito, movió lentamente la cabeza como si estuviera totalmente de acuerdo con el irritado sacerdote. Había que coger unos azotes, meterse en un rincón muy oscuro, muy húmedo, muy glacial y darse allí unas disciplinas; de eso no le cabía la menor duda. Luego volvió a sumirse en su ensimismamiento; se perdió al fondo de un bienestar, de un éxtasis enternecido. Estaba confortablemente sentada en una silla baja de ancho respaldo y tenía bajo sus pies un cojín bordado que le impedía sentir el frío del pavimento. Medio recostada, gozaba de la iglesia, de aquel bajel donde flotaban vapores de incienso, donde las profundidades, llenas de sombras misteriosas, se poblaban de adorables visiones. La nave, con sus colgaduras de terciopelo rojo, sus ornamentos de oro y mármol, con su aspecto de inmenso gabinete femenino lleno de perfumes turbadores, iluminada por la suave luz de las lamparillas, cerrada y como lista para amores sobrehumanos, la había envuelto poco a poco con el encanto de sus pompas. Era la fiesta de los sentidos. Su linda persona rellenita se abandonaba, halagada, mecida, acariciada. Y su voluptuosidad se sentía muy pequeña en medio de tan amplia beatitud. Pero, pese a sí misma, lo que la lisonjeaba aún más deliciosamente, era el aliento tibio de la boca de calor abierta casi bajo su falda. Era muy friolera, la pequeña baronesa. La salida de calor lanzaba discretamente sus cálidas caricias a lo largo de sus medias de seda. Un cierto adormecimiento se adueñaba de ella en aquel baño de muelle ligereza. IV El vicario seguía en plena ira. Y lanzaba a todas las devotas presentes al aceite hirviendo del infierno. -Si no escucháis la voz de Dios, si no escucháis mi voz que es la del mismo Dios, en verdad os digo que un día oiréis vuestros huesos crujir de angustia, sentiréis vuestra carne derretirse sobre carbones ardientes, y entonces gritaréis en vano: «¡Piedad, Señor, piedad, me arrepiento!», porque Dios no tendrá misericordia y con el pie os arrojará al abismo. Al escuchar estas últimas palabras un escalofrío recorrió el auditorio. La pequeña baronesa a la que adormecía claramente el aire cálido que corría por su falda, sonrió vagamente. La pequeña baronesa conocía bastante al vicario. La víspera él había cenado en su casa. Adoraba el paté de salmón trufado y el borgoña era su vino favorito. Era, sin duda, un hombre apuesto, entre treinta y cinco y cuarenta años, moreno, con la cara tan redonda y rosada que aquel rostro de sacerdote se habría confundido fácilmente con la cara solazada de una moza de alquería. Además de eso, un hombre de mundo, buen comensal, buen conversador. Las mujeres lo adoraban, la pequeña baronesa bebía los vientos por él. Él le decía con una voz adorablemente dulce: «¡Ah!, señora, con semejante atuendo condenaría usted a un santo!» Pero él, el querido padre, no se condenaba. Corría a repetirle a la condesa, a la marquesa, a sus otras penitentes la misma galantería, lo que le convertía en el niño mimado de todas aquellas damas. Cuando iba a cenar a casa de la pequeña baronesa los jueves, lo cuidaba como a una querida criatura a la que la menor corriente de aire podría resfriar y a la que un mal bocado le produciría indefectiblemente una indigestión. En el salón, su sillón estaba en el rincón de la chimenea; en la mesa, el personal de servicio tenía orden de velar particularmente por su plato, de servirle a él sólo cierto borgoña de doce años, que él bebía cerrando los ojos con fervor como si estuviera comulgando. ¡El vicario era tan bueno, tan bueno! Mientras que en lo alto del púlpito hablaba de huesos que crujen y de miembros que se asan, la pequeña baronesa en el estado de duermevela en el que se encontraba, lo veía a su mesa, limpiándose beatíficamente los labios, y diciéndole: «He aquí, mi querida señora, una sopa de marisco que le haría hallar gracia ante Dios Padre, si su belleza no bastara ya para garantizarle el paraíso». V Cuando acabó con la ira y las amenazas, el vicario se puso a sollozar. Ésa era, normalmente, su táctica. Casi de rodillas en el púlpito, no mostrando nada más que los hombros y luego, de golpe, incorporándose, doblándose como abatido por el dolor, se secaba los ojos con gran crujido de muselina almidonada, lanzaba los brazos al aire, a la derecha, a la izquierda, adoptando poses de pelícano herido. Era la conclusión, el final, el fragmento a gran orquesta, la escena movida del desenlace. -Llorad, llorad -llorisqueaba con voz expirante- llorad por vosotros, llorad por mí, llorad por Dios… La pequeña baronesa dormía por completo con los ojos abiertos. El calor, el incienso, la oscuridad que iba incrementándose, la habían adormecido. Se había acurrucado, se había encerrado en las voluptuosas sensaciones que experimentaba y, disimuladamente, soñaba con cosas muy agradables. A su lado, en la capilla de los Santos Ángeles, había un gran fresco que representaba a un grupo de guapos jóvenes, medio desnudos, con alas a la espalda. Sonreían con sonrisa de amantes felices, mientras que sus actitudes inclinadas, arrodilladas, parecían adorar a alguna pequeña baronesa invisible. ¡Qué guapos muchachos, qué labios tan tiernos, qué piel de satén, qué brazos musculosos! Lo peor era que uno de ellos se parecía totalmente al joven duque de P…, uno de los buenos amigos de la pequeña baronesa. En su sopor se preguntaba si el duque estaría bien desnudo y con alas en la espalda. Y, por momentos, se imaginaba que el gran querubín rosado llevaba el traje negro del duque. Luego el sueño se afirmó: era verdaderamente el duque con ropa escasa el que le enviaba besos desde el fondo oscuro. VI Cuando la pequeña baronesa se despertó, oyó al vicario pronunciar la frase sacramental: «Les deseo la gracia». Permaneció un instante confusa; creyó que el vicario le deseaba los besos del joven duque. Se produjo un gran ruido de sillas. Todo el mundo se fue; la pequeña baronesa había adivinado: su cochero no estaba aún al pie de la escalinata. Aquel diablo de vicario había despachado su sermón robándole a sus penitentes al menos veinte minutos de elocuencia. Y, cuando la pequeña baronesa se impacientaba en una nave lateral, se encontró con el vicario que salía precipitadamente de la sacristía. Miraba la hora en su reloj, tenía el aspecto apresurado del hombre que no quiere llegar tarde a una cita. -¡Ah!, ¡qué retrasado voy!, querida señora -dijo. Me están esperando en casa de la condesa. Hay un concierto espiritual seguido de una pequeña colación. FIN Noveaux contes à Ninon, 1874 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Los hombros de la marquesa
Cuento
I Fue un sábado, a las seis de la mañana cuando morí tras tres días de enfermedad. Mi pobre esposa miraba desde hacía un instante en el baúl, donde buscaba ropa. Cuando se incorporó y me vio rígido, con los ojos abiertos y sin aliento, acudió corriendo creyendo que se trataba de un desmayo, tocándome las manos, inclinándose sobre mi rostro. Luego, el terror se adueñó de ella; y, enloquecida, tartamudeó rompiendo a llorar: —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡está muerto! Yo lo oía todo, pero los sonidos debilitados parecían venir de muy lejos. Sólo mi ojo izquierdo percibía aún un confuso resplandor, una luz blanquecina en la que se fundían los objetos; el ojo derecho se encontraba completamente paralizado. Era un síncope de todo mi ser, como una fatalidad, lo que me había aniquilado. Mi voluntad estaba muerta, no me obedecía ni una fibra de mi carne. Y, en esa nada, por encima de mis miembros inertes, sólo permanecía el pensamiento, lento y perezoso, pero de perfecta lucidez. Mi pobre Marguerite lloraba, de rodillas delante de la cama, repitiendo con voz desgarrada: —¡Está muerto, Dios mío! ¡está muerto! Ese singular estado de torpeza, esa carne castigada por la inmovilidad mientras la inteligencia seguía funcionando ¿era la muerte? ¿Era mi alma la que se retrasaba así en mi cráneo antes de emprender el vuelo? Desde mi infancia había sido víctima de crisis nerviosas. Siendo aún muy joven, fiebres agudas habían estado a punto de llevarme en dos ocasiones. Luego, en mi entorno se habían acostumbrado a verme enfermizo; y yo mismo le había prohibido a Marguerite que fuera a buscar a un médico cuando me había acostado la mañana de nuestra llegada a París, a este cuarto alquilado de la calle Dauphine. Bastaría con un poco de reposo, era la fatiga del viaje lo que me cansaba así. No obstante, me sentí lleno de una horrible angustia. Habíamos abandonado bruscamente nuestra provincia, muy pobres, teniendo escasamente con qué esperar el sueldo de mi primer mes en la administración en la que me había asegurado un puesto. ¡Y he aquí que una súbita crisis me llevaba! ¿Era de verdad la muerte? Yo me había imaginado una oscuridad más negra, un silencio más absoluto. Cuando era muy pequeño, ya tenía miedo de morir. Como era débil y las personas me acariciaban con compasión, yo pensaba constantemente que no viviría, que me enterrarían pronto. Y esta idea de la tierra me causaba un pavor al que no podía acostumbrarme aunque me obsesionara de día y de noche. Al crecer había conservado esa idea fija. A veces, después de jornadas de reflexión, creía haber vencido mi miedo. ¡Muy bien! Uno se moría y todo acababa; todo el mundo moriría algún día; nada debía ser más cómodo ni mejor. Llegaba casi a estar alegre, miraba la muerte de frente. Luego, un brusco escalofrío me helaba, me devolvía a mi vértigo como si una mano gigante me hubiera balanceado por encima de un abismo negro. La idea de la tierra me volvía y exaltaba mis razonamientos. ¡Cuántas veces, por la noche, me desperté sobresaltado sin saber qué soplo había pasado sobre mi sueño, juntando las manos con desesperación y diciendo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡hay que morir!». Una ansiedad me oprimía el pecho, la obligación de morirse me parecía más abominable en el aturdimiento del despertar. No volvía a dormirme sino con esfuerzo, el sueño me inquietaba porque se parecía a la muerte. ¿Y si me dormía para siempre? ¿Y si cerraba los ojos y no volvía a abrirlos nunca más? Ignoro si otros han sufrido este tormento. Desde luego ha desolado mi vida. La muerte se ha levantado entre mí y todo lo que he amado. Recuerdo los instantes más felices que he pasado con Marguerite. En los primeros meses de nuestro matrimonio, cuando dormía por la noche a mi lado, cuando yo soñaba con ella haciendo planes para el futuro, sin cesar la expectativa de una fatal separación arruinaba mis alegrías, destruía mis esperanzas. Tendríamos que separarnos, tal vez mañana, tal vez dentro de una hora. Un inmenso desaliento se adueñaba de mí, y me preguntaba para qué la felicidad de estar juntos si después ésta desembocaría en un desgarro tan cruel. Entonces mi imaginación se complacía pensando en el duelo. ¿Quién iría primero ella o yo? Y una alternativa o la otra me enternecía hasta llegar a las lágrimas, describiendo el cuadro de nuestras vidas rotas. En las mejores épocas de mi existencia tuve así repentinas melancolías que no comprendía nadie. Cuando me sucedía algo bueno, me sorprendía de verme triste. Y es que, de repente, la idea de la nada había cruzado por mi alegría. El terrible: «¿Para qué?» «¿De qué sirve?» sonaba como un tañido fúnebre a mis oídos. Pero lo peor de ese tormento es que uno lo soporta como una vergüenza secreta. Uno no se atreve a contarle su problema a nadie. Con frecuencia el marido y la esposa, acostados uno al lado de la otra, deben estremecerse con el mismo temblor cuando se apaga la luz; y ni el uno ni la otra habla porque no se habla de la muerte, lo mismo que no se pronuncian determinadas palabras obscenas. Se le tiene miedo hasta el punto de no nombrarla, se la oculta como se oculta el sexo. Reflexionaba en estas cosas mientras mi querida Marguerite seguía sollozando. Me producía gran pesar no saber cómo calmar su dolor diciéndole que yo no sufría. Si la muerte no era nada más que ese desmayo de la carne, en realidad había cometido un error al temerla tanto. Era un  bienestar egoísta, un reposo en el que olvidaba mis preocupaciones. Mi memoria sobre todo había adquirido una vivacidad extraordinaria. Rápidamente, toda mi existencia pasaba por delante de mí como un espectáculo al que, a partir de ese momento, me sentía ajeno. Sensación extraña y curiosa que me divertía, habríase dicho que era una voz lejana la que contaba mi historia. Había un rincón en el campo, cerca de Guérande, en la carretera de Piriac, cuyo recuerdo me perseguía. La carretera gira, un pequeño bosque de pinos desciende a la desbandada por una pendiente rocosa. Cuando yo tenía siete años iba allí con mi padre, a una casa medio destruida, a comer crêpes en casa de los padres de Marguerite, unos salineros que vivían ya penosamente de las salinas vecinas. Luego me acordaba del colegio de Nantes en el que había crecido, en el aburrimiento de los viejos muros, con el continuo anhelo del amplio horizonte de Guérande, las marismas salinas hasta perderse de vista, en la parte baja de la ciudad, y el mar inmenso extendido bajo el sol. Ahí se abría un agujero negro: mi padre moría, yo entraba en la administración de un hospital como empleado, iniciaba una vida monótona cuya única alegría eran las visitas dominicales a la vieja casa de la carretera de Piriac. Allí las cosas iban de mal en peor porque las salinas ya no daban casi nada, y la comarca se sumía en la miseria. Marguerite sólo era una niña entonces. Me quería porque la paseaba en una carretilla. Pero, más tarde, cuando pedí su mano, por su expresión de espanto comprendí que me encontraba horroroso. Los padres me la concedieron inmediatamente porque eso les aliviaba. Ella, sumisa, no dijo que no. Cuando se acostumbró a la idea de ser mi esposa, no le pareció demasiado molesta. El día de la boda, en Guérande, recuerdo que llovía a cántaros y, cuando regresamos, tuvo que quedarse en enaguas porque su vestido estaba empapado. Ésa es toda mi juventud. Vivimos algún tiempo allí. Luego, un día al regresar sorprendí a mi esposa llorando a mares. Se aburría, quería marcharse. Al cabo de seis meses yo tenía algunos ahorros reunidos céntimo a céntimo con la ayuda de algunos trabajos complementarios; y, como un antiguo amigo de mi familia se había preocupado de buscarme un puesto en París, conduje a la querida niña para que no llorara más. En el tren reía. Por la noche, como la banqueta de tercera clase era muy dura, la coloqué sobre mis rodillas con el fin de que pudiera dormir cómodamente. Ése era el pasado. Y ahora acababa de morir en esta estrecha cama de un cuarto alquilado mientras mi mujer, de rodillas sobre las baldosas, se lamentaba. La mancha blanca que percibía mi ojo izquierdo iba palideciendo poco a poco; pero recordada netamente la habitación. A la izquierda estaba la cómoda; a la derecha la chimenea, en medio de la cual un reloj de pared estropeado, sin péndulo, marcaba las diez y seis minutos. La ventana daba a la calle Dauphine, oscura y profunda. Todo París pasaba por allí y con tal alboroto que yo oía temblar los cristales. No conocíamos a nadie en París. Como habíamos adelantado nuestro viaje, no me esperaban en mi puesto de trabajo hasta el lunes siguiente. Desde que tuve que permanecer en cama, el encarcelamiento en aquella habitación en la que el viaje acababa de arrojarnos aún azorados por quince horas de tren y aturdidos por el tumulto de las calles, me producía una extraña sensación. Mi esposa me había atendido con su dulzura sonriente, pero yo era consciente de hasta qué punto se encontraba desconcertada. De vez en cuando se acercaba a la ventana, echaba una ojeada a la calle y luego volvía completamente pálida, asustada por aquel gran París del que no conocía ni una piedra y que rugía de modo tan terrible. ¿Qué iba a hacer si yo no volvía a despertarme? ¿Qué iba a ser de ella en aquella inmensa ciudad, sola, sin un apoyo, ignorante de todo? Marguerite había tomado una de mis manos que caía inerte al borde de la cama; la besaba y repetía: —Olivier, respóndeme… ¡Dios mío! ¡Está muerto! ¡está muerto! La muerte no era la nada puesto que yo oía y razonaba. Desde mi infancia, lo que me había aterrorizado era la nada. No podía imaginar la desaparición de mi ser, la supresión absoluta de lo que yo era; y para siempre, durante siglos y siglos, sin que mi existencia pudiera volver a empezar jamás. En ocasiones me estremecía cuando encontraba en un  periódico una fecha del siglo próximo: en esa fecha, sin duda alguna, yo ya no viviría, y ese año de un futuro que no conocería, en el que ya no existiría, me llenaba de angustia. ¿Es que yo no era el mundo? ¿No debería venirse abajo todo cuando yo me marchara? Soñar con la vida en la muerte, ésa había sido siempre mi esperanza. Pero esto no era la muerte, sin duda. Dentro de nada iba a despertarme. Sí, dentro de nada me levantaría y tomaría a Marguerite entre mis brazos, para secar sus lágrimas. ¡Qué alegría volver a encontrarnos! ¡Y cómo nos amaríamos más! Descansaría dos días más y luego acudiría a mi puesto de trabajo. Una nueva vida comenzaría para nosotros, más feliz, más amplia. Sólo que yo no tenía prisa. Hace un rato estaba agotado. Marguerite estaba en un error al desesperarse así, pero yo no me sentía con fuerzas para volver la cabeza sobre la almohada y sonreírle. Dentro de nada, cuando dijera de nuevo: —¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡está muerto! Yo la abrazaría y susurraría muy bajo para no asustarla: —No, querida niña. Estaba dormido. Estás viendo que estoy vivo y que te amo. II Ante los gritos de Marguerite, la puerta se ha abierto bruscamente y una voz ha dicho: —¿Qué ocurre, vecina?… Es una nueva crisis ¿verdad? He reconocido la voz. Era la de una señora mayor, la señora Gabin, que vivía en el mismo rellano que nosotros. Se había mostrado muy atenta desde que llegamos, conmovida por nuestra situación. Enseguida, nos había contado su historia. Un propietario intratable le había vendido sus muebles el invierno pasado y, desde entonces, vivía en aquel cuarto alquilado con su hija Adèle, una chiquilla de diez años. Ambas trabajaban recortando viseras y apenas llegaban a ganar dos francos en ese trabajo. —¡Dios mío! ¿Se ha acabado todo? —preguntó bajando la voz. Marguerite, agotada, sollozaba como una niña. La señora Gabin la levantó, la sentó en el sillón cojo que se encontraba junto a la chimenea, y allí trató de consolarla. —De verdad, va usted a hacerse daño. No debe venirse abajo porque su marido haya muerto. Por supuesto, cuando perdí a Gabin yo me sentí como usted, pasé tres días sin poder tragar ni esto de comida. Pero eso no me ayudó, al contrario, me hundió aún más… Por amor de Dios… Sea razonable. Poco a poco, Marguerite se fue calmando. Estaba al límite de sus fuerzas; pero, de vez en cuando, otra crisis de lágrimas la sacudía de nuevo. Durante ese tiempo, la vecina tomaba posesión de la habitación, con una brusca autoridad. —No se preocupe por nada, —repetía—. Justamente, Dédé ha ido a llevar el trabajo; además, entre vecinos hay que ayudarse… Diga pues, sus baúles no están aún completamente deshechos, pero en la cómoda hay ropa ¿no es cierto? La oí abrir la cómoda. Debió coger una servilleta que vino a poner sobre la mesilla de noche. Luego, frotó una cerilla, lo que me hizo pensar que estaba encendiendo junto a mí una de las velas de la chimenea como cirio. Yo seguía cada uno de sus movimientos por la habitación, me daba cuenta de sus más mínimas acciones. —¡Pobre señor! —susurraba—. Menos mal que la he oído gritar, querida. Y, de repente, el vago resplandor que veía aún con mi ojo izquierdo desapareció. La señora Gabin acababa de cerrarme los ojos. No había notado la sensación de su dedo sobre mi párpado. Cuando lo comprendí, un ligero frío empezó a helarme. Pero la puerta volvió a abrirse. Dédé, la chiquilla de diez años entraba gritando con su voz flautada: —Mamá, mamá… ¡ah! ¡sabía que estabas aquí! Toma, aquí tienes la cuenta, tres francos y cuatro perras gordas… He traído veinte docenas de viseras… —¡Chut! ¡chut! ¡cállate pues! —repetía en vano la madre. Como la pequeña continuaba, le señaló la cama. Dédé se detuvo, y yo la noté inquieta, retrocediendo hacia la puerta. —¿Es que el señor está durmiendo? —preguntó en voz baja. —Sí, vete a jugar —le respondió la señora Gabin. Pero la niña no se iba. Debía estar mirándome con sus ojos muy abiertos, despavorida y comprendiendo vagamente. Bruscamente, pareció víctima de un miedo loco y salió corriendo derribando una silla. —¡Está muerto! ¡oh, mamá, está muerto! Reinó un profundo silencio. Marguerite, postrada en el sillón, ya no lloraba. La señora Gabin seguía merodeando por la habitación. Volvió a hablar entre dientes. —En estos tiempos los niños ya lo saben todo. Mírela. Y Dios sabe que la educo bien… Cuando va a hacer algún recado o cuando la mando a entregar el trabajo, calculo los minutos para estar segura de que no se va a callejear… No importa, lo sabe todo, de una sola mirada se ha dado cuenta de lo que pasaba. Sin embargo, sólo ha visto a un muerto, a su tío François, y en aquel momento sólo tenía cuatro años… En fin, ya no hay niños, ¡qué quiere usted! —Se detuvo y, sin transición, pasó a otro tema— Escuche pues, pequeña, hay que pensar en las formalidades, en la declaración en el ayuntamiento y luego en todos los detalles del entierro. Usted no está en condiciones de ocuparse de eso. Y yo no quiero dejarla sola… Si me lo permite voy a ir a ver si el señor Simoneau está en su cuarto. Marguerite no respondió. Yo asistía a todas aquellas escenas como desde muy lejos. Por momentos me parecía que volaba como una llama sutil por el aire de la habitación mientras que un extraño, una masa informe reposaba inerte en la cama. Sin embargo, me habría gustado que Marguerite rechazara los servicios de ese tal Simoneau. Yo lo había visto dos o tres veces durante mi breve enfermedad. Ocupaba un cuarto cercano y se mostraba muy servicial. La señora Gabin nos había contado que estaba simplemente de paso por París, donde había venido a recoger antiguos fondos de su padre, retirado en provincias y fallecido recientemente. Era un chico alto, muy guapo, muy fuerte. Yo lo detestaba probablemente porque se portaba bien. La víspera había entrado y yo había tenido que soportar verlo sentado junto a Marguerite. ¡Ella estaba tan bonita, tan blanca a su lado! ¡Y él la había mirado tanto mientras ella le sonreía y le decía que era muy amable por venir a preguntar por mí! —Aquí está el señor Simoneau —dijo la señora Gabin al volver. Empujó suavemente la puerta y tan pronto como Margerite lo vio rompió a llorar de nuevo. La presencia de aquel amigo, del único hombre que conocía, despertó su dolor. Él no intentó consolarla. No podía verlo pero, en las tinieblas que me envolvían, evocaba su figura y lo distinguía claramente, confuso, apenado de encontrar a aquella pobre mujer tan desesperada. ¡Y qué bella debía estar, no obstante, con sus cabellos rubios sueltos, su cara pálida, sus queridas manos de niña ardientes de fiebre! —Me pongo a su disposición, señora —susurró Simoneau— Si tiene a bien encargarme de todo… Ella sólo le respondió con palabras entrecortadas. Pero cuando el joven se retiraba, la señora Gabin lo acompañó y cuando pasaron cerca de mí la oí hablar de dinero. Esto costaba siempre mucho y temía que la pobre pequeña no tuviera ni un céntimo. En todo caso, le podían preguntar. Simoneau mandó callar a la mujer. No quería que atormentara a Marguerite. Él iba a pasar por el ayuntamiento y a encargar el entierro. Cuando volvió el silencio, me pregunté si aquella pesadilla iba a durar mucho aún. Seguía vivo puesto que percibía los más mínimos hechos exteriores. Y estaba empezando a darme cuenta exacta de mi estado. Debía tratarse de uno de esos casos de catalepsia de los que había oído hablar. Ya cuando era niño, en la época de mi gran enfermedad nerviosa, había tenido síncopes de varias horas. Evidentemente era una crisis de esa naturaleza la que me mantenía rígido, como muerto, y que engañaba a todo el mundo a mi alrededor. Pero el corazón iba a reanudar sus latidos, la sangre circularía de nuevo en la relajación de los músculos y yo me despertaría y consolaría a Marguerite. Razonando así, me exhorté a mí mismo a tener paciencia. Las horas iban pasando. La señora Gabin había traído el almuerzo. Marguerite rechazaba cualquier tipo de alimento. Luego transcurrió la tarde. Por la ventana, que permanecía abierta, subían los ruidos de la calle Dauphine. Al escuchar un ligero tintineo del cobre del candelero sobre el mármol de la mesita de noche me pareció que acababan de cambiar la vela. Finalmente, Simoneau reapareció. —¿Y bien? —le preguntó a media voz la vecina. —Todo está arreglado —respondió—. El entierro será mañana a las once… No se preocupe por nada y no hable de estas cosas delante de esta pobre mujer. La señora Gabin dijo no obstante: —El médico de los muertos no ha venido aún. Simoneau fue a sentarse cerca de Marguerite, le dio ánimos y luego se calló. El entierro sería al día siguiente a las once: esta frase resonaba en mi cráneo como un tañido fúnebre. ¡Y ese médico que no llegaba, ese médico de los muertos, como lo nombraba la señora Gabin! Él vería inmediatamente que yo estaba simplemente en letargo. Haría lo necesario, sabría despertarme. Yo lo esperaba con horrible impaciencia. Mientras tanto transcurrió la jornada. La señora Gabin, para no perder el tiempo, había terminado por traerse sus viseras. Incluso, después de haberle pedido permiso a Marguerite, había hecho venir a Dédé porque —según decía— no le gustaba dejar a los niños solos mucho tiempo. —Vamos, entra —dijo trayendo a la pequeña— y no hagas tonterías; no mires para ese lado, o te las verás conmigo. Le prohibía que me mirara, lo consideraba más conveniente. Dédé, sin duda, debía echar de vez en cuando alguna mirada porque yo oía que la madre le daba manotadas en los brazos. Y le repetía furiosa: —Trabaja o te mando salir de aquí. Y esta noche el señor irá a tirarte de los pies. Las dos, madre e hija, se habían instalado delante de nuestra mesa. El ruido de sus tijeras recortando las viseras llegaba a mí de forma clara; éstas, muy delicadas, exigían sin duda un recorte complicado porque no iban muy rápidas; las contaba una a una para combatir mi creciente angustia. Y en la habitación no se oía nada más que el ruidito de las tijeras. Marguerite, vencida por el cansancio, debía haberse quedado dormida. Simoneau se levantó dos veces. La idea abominable de que se aprovechara del sueño de Marguerite para besar sus cabellos me torturaba. No conocía a aquel hombre pero sentí que amaba a mi esposa. Una carcajada de la pequeña Dédé terminó por irritarme. —¿Por qué ríes, imbécil? —le preguntó su madre—. Voy a ponerte de patitas en el rellano… vamos, responde, ¿qué es lo que te hace reír? La niña balbucía. No se había reído, había tosido. Yo me imaginaba que debía haber visto a Simoneau inclinarse hacia Marguerite, y eso le parecía gracioso. La lámpara estaba encendida cuando llamaron. —¡Ah! Ahí llega el médico —dijo la madre. Era efectivamente el médico. Ni siquiera se excusó de llegar tan tarde. Sin duda había tenido muchos pisos que subir a lo largo de la jornada. Como la vela iluminaba muy débilmente el cuarto, preguntó: —¿El cuerpo está aquí? —Sí, señor —respondió Simoneau. Marguerite se había levantado, temblorosa. La señora Gabin había sacado a Dédé al rellano porque una niña no necesita asistir a esas cosas; y se esforzaba por llevarse a mi esposa hacia la ventana, con el fin de evitarle aquel espectáculo. Mientras tanto, el médico se había acercado con paso rápido. Me lo imaginaba fatigado, apresurado, impaciente. ¿Me había tocado la mano? ¿Había posado la suya sobre mi corazón? No sabría decirlo. Pero me pareció que simplemente se habían inclinado sobre mí con expresión indiferente. —¿Quiere que coja una vela para iluminarlo? —se ofreció Simoneau atento. —No, es inútil —dijo el médico tranquilamente. ¡Cómo! ¡inútil! Este hombre tenía mi vida entre las manos y consideraba inútil proceder a un examen detenido. Pero ¡yo no estaba muerto! Me habría gustado gritar que yo no estaba muerto. —¿A qué hora murió? —preguntó. —A las seis de la mañana —respondió Simoneau. Una furiosa indignación subía en mí interior, preso en los terribles lazos que me ataban. ¡Oh! ¡No poder hablar, no poder mover ni un solo miembro! El médico añadió: —Este tiempo pesado es malo… No hay nada más fatigoso que estos primeros días de primavera. Y se alejó. Era mi vida la que se iba. Gritos, lágrimas, injurias me ahogaban, desgarraban mi garganta convulsa por donde ya no pasaba aliento. ¡Ah! ¡El miserable al que la costumbre profesional había convertido en una máquina y que se acercaba al lecho de los muertos con la idea de una  formalidad que cumplir! ¡Este hombre no sabía nada, pues! ¡Todos sus conocimientos eran mentira puesto que no era capaz de distinguir la vida de la muerte con una simple ojeada! ¡Y se iba! ¡se iba! —Buenas noches, señor —dijo Simoneau. Hubo un silencio. El médico debía estar inclinándose ante Marguerite que se había acercado, mientras la señora Gabin cerraba la puerta. Luego salió de la habitación y oí sus pasos bajar la escalera. Entonces todo había acabado, estaba condenado. Mi última esperanza desaparecía con aquel hombre. Si no me despertaba antes de las once del día siguiente, me enterrarían vivo. Y este pensamiento era tan horrible que perdí consciencia de lo que me rodeaba. Fue como un desmayo dentro de la misma muerte. El último ruido que percibí fue el ruidito de las tijeras de la señora Gabin y de Dédé. La velada fúnebre empezaba. Ya no hablaba nadie. Marguerite había rechazado dormir en la habitación de la vecina. Estaba allí, medio recostada en el sillón, con su bello rostro pálido, con los ojos cerrados cuyas pestañas seguían húmedas de lágrimas, mientras que, silencioso en la sombra, sentado delante de ella, Simoneau la miraba. III No puedo expresar mi agonía de la mañana siguiente. Aquello se me quedó como un sueño horrible, en el que mis sensaciones eran tan singulares, tan confusas, que me resultaría difícil expresarlas exactamente. Lo que hizo que mi tortura fuera horrorosa es que yo seguía esperando un repentino despertar. Y, a  medida que se acercaba la hora del entierro, el pánico me ahogaba más. No fue sino por la mañana cuando tuve de nuevo conciencia de las personas y de las cosas que me rodeaban. Un chirrido de la falleba me sacó de mi somnolencia. La señora Gabin había abierto la ventana. Debían ser en torno a las siete pues yo oía los gritos de los vendedores en la calle, la voz aguda de una chiquilla que vendía hierba para los pájaros y otra voz ronca que pregonaba zanahorias. Aquel ruidoso despertar de París me calmó en un primer momento: me parecía imposible que me introdujeran en la tierra en medio de toda aquella vida. Un recuerdo acabó de tranquilizarme. Recordaba haber visto un caso similar al mío cuando era empleado del hospital de Guérande. Un hombre había dormido durante veintiocho horas; su sueño era tan profundo que los médicos dudaban en pronunciarse; luego, aquel hombre se había incorporado en la cama y había podido levantarse de inmediato. Yo llevaba ya veinticinco horas durmiendo. Si me despertaba hacia las diez, aún estaría a tiempo. Trataba de darme cuenta de las personas que se encontraban en el cuarto y de lo que hacían. La pequeña Dédé debía estar jugando en el rellano porque, cuando se abrió la puerta, una risa infantil llegó del exterior. Sin duda Simoneau ya no estaba allí; ningún ruido me revelaba su presencia. Sólo las zapatillas de la señora Gabin se arrastraban por las baldosas. Alguien habló por fin. —Querida —dijo la vecina— comete un error al no tomarlo mientras está caliente, eso le daría fuerzas. Se dirigía a Marguerite, y el ligero goteo del filtro sobre la chimenea me informó de que estaba haciendo café. —No es por decirlo, —prosiguió— pero lo necesitaba… A mi edad, no sirve de nada velar. Y la noche es tan triste cuando hay una desgracia en una casa… Tome pues un poco de café, querida, sólo una gota —Y obligó a Marguerite a tomarse una taza—. ¿Qué tal? Está caliente y eso reanima. Necesita fuerzas para llegar hasta el final de la jornada… Ahora, si fuera usted sensata se iría a mi habitación y esperaría allí. —No, quiero quedarme aquí —respondió Marguerite decidida. Su voz, que no había oído desde la víspera, me conmovió mucho. Estaba cambiada, rota de dolor. ¡Ah! ¡Mi querida esposa! La sentía cerca de mí, como un último consuelo. Sabía que no dejaba de mirarme y que me lloraba con todas las lágrimas de su corazón. Pasaban los minutos. En la puerta hubo un ruido que yo no me expliqué en el primer momento. Habríase dicho que era el traslado de un mueble que chocaba con las paredes de la escalera demasiado estrecha. Luego comprendí al oír de nuevo el llanto de Marguerite. Era el ataúd. —Vienen demasiado temprano —dijo la señora Gabin con un tono de mal humor—. Coloque eso detrás de la cama. ¿Qué hora era, pues? Tal vez las nueve. ¿Así que el ataúd estaba ya ahí? Y yo lo veía en la densa oscuridad, nuevo, con sus tablas apenas cepilladas. ¡Dios mío! ¿Es que todo iba a acabar? ¿Me iban a llevar en esa caja que yo sentía a mis pies? Tuve, no obstante, una suprema alegría. Pese a su debilidad, Marguerite quiso ofrecerme los últimos cuidados. Fue ella quien, con la ayuda de la vecina, me vistió con una ternura de hermana y de esposa. Sentía que estaba una vez más entre sus brazos a cada prenda que me ponía. Se detenía, sucumbiendo a la emoción; me abrazaba, me bañaba con sus lágrimas. Me habría gustado poder devolverle el abrazo gritándole: «¡Estoy vivo!» pero permanecía impotente y tenía que abandonarme como una masa inerte. —Se equivoca, todo eso se va a perder —decía la señora Gabin. —Déjeme, quiero ponerle lo mejor que tenemos —respondía Marguerite con su voz entrecortada. Comprendí que me estaba poniendo la ropa del día que nos casamos. Yo conservaba aún esa ropa que sólo pensaba utilizar en París en las grandes ocasiones. Luego, se dejó caer en el sillón, agotada por el esfuerzo que acababa de hacer. Entonces, de repente, habló Simoneau. Sin duda acababa de entrar. —Están abajo —susurró. —Bueno, no es demasiado temprano. Dígales que suban, hay que terminar con esto —respondió la señora Gabin bajando igualmente la voz. —Es que temo la desesperación de esta pobre mujer. La vecina parecía reflexionar. Luego dijo: —Escuche, señor Simoneau, va usted a llevársela por la fuerza a mi cuarto… No quiero que se quede aquí. Le hacemos un favor… Mientras tanto, en un periquete esto estará resuelto. Esas palabras me llegaron al corazón. ¡Y qué no sentí cuando oí la tremenda lucha que se inició! Simoneau se había acercado a Marguerite suplicándole que no permaneciera en la habitación. —Por favor, —imploraba— venga conmigo, ahórrese un dolor inútil. —No, no —repetía mi esposa—me quedaré, quiero permanecer aquí hasta el último momento. Piense que sólo lo tengo a él en el mundo y que cuando él no esté, me quedaré sola. Mientras tanto, cerca de la cama, la señora Gabin le decía al oído al joven: —Actúe pues, agárrela, llévesela en brazos. ¿Es que ese Simoneau iba a coger a Marguerite y a llevársela así? De repente, ella gritó. Con un impulso furioso, quise ponerme de pie. Pero los resortes de mi carne estaban rotos. Y permanecía tan rígido que ni siquiera podía levantar los párpados para ver lo que estaba pasando allí, delante de mí. La lucha continuaba, mi mujer se agarraba a los muebles repitiendo: —¡Por favor, por favor, señor…! Suélteme, no quiero irme. Había debido cogerla entre sus vigorosos brazos porque ella sólo lanzaba quejas de niña. Se la llevó, los sollozos dejaron de oírse, y yo me imaginaba verlos: él alto y robusto, llevándosela sobre su pecho, en su cuello; y ella, llorosa, rota, abandonándose, siguiéndole a partir de ese instante donde él quisiera conducirla. —¡Uf! ¡ha costado trabajo! —dijo la señora Gabin— ¡Vamos, venga, ahora que el cuarto está despejado! En la cólera celosa que me enloquecía, consideraba aquella violencia como un rapto abominable. Desde la víspera ya no veía a Marguerite, pero aún la oía. Ahora ya se había acabado todo; acababan de quitármela; un hombre me la había arrebatado incluso antes de que yo estuviera bajo tierra. ¡Y estaba con ella detrás de aquel tabique, solo para consolarla y tal vez para besarla! La puerta se había abierto de nuevo, unos pasos pesados andaban por el cuarto. —Deprisa, deprisa, —repetía la señora Gabin—. La señora puede volver. Hablaba con personas desconocidas que no le respondían sino con gruñidos. —Yo, ya ven, no soy pariente, sólo soy una vecina. No tengo nada que ganar con esto. Me ocupo de sus cosas por pura bondad. Pero no es muy alegre… Sí, sí, he pasado aquí la noche. Incluso cuando no hacía calor, hacia las cuatro. En fin, siempre he sido tonta, soy demasiado buena. En ese momento colocaron el ataúd en medio del cuarto, y comprendí. Vamos, estaba condenado puesto que el despertar no se producía. Mis ideas perdían nitidez, todo giraba en mí en medio de una humareda negra y experimentaba una lasitud tal que fue como un alivio no contar con nada. —No han escatimado madera —dijo la voz ronca de un enterrador—. La caja es demasiado larga. —¡Muy bien! Así estará más cómodo —añadió otro bromeando. No pesaba mucho y ellos se alegraban porque tenían que bajar tres plantas. Cuando me agarraban por los hombros y por los pies, la señora Gabin se enfadó de repente. —¡Maldita chiquilla! —gritó— Tiene que meter las narices en todas partes… Espera, te voy a enseñar a mirar por las rendijas. Es que Dédé entreabría la puerta y pasaba la cabeza despeinada. Quería ver cómo metían al señor en la caja. Dos vigorosas bofetadas resonaron,  seguidas de una explosión de llanto. Y cuando entró la madre, se puso a hablar de su hija con los hombres que me estaban arreglando en el ataúd. —Tiene diez años. Es una buena chica, pero es curiosa… No le pego con frecuencia pero es necesario que aprenda a obedecer. —¡Oh! Todas las chiquillas son así… Cuando hay un muerto en algún sitio siempre están dando vueltas alrededor —dijo uno de los hombres. Yo estaba cómodamente instalado y habría podido pensar que me encontraba aún sobre la cama de no ser por la molestia en el brazo izquierdo que estaba un poco apretado contra una plancha. Como ellos decían, entraba bien en la caja gracias a mi pequeña estatura. —Esperen, —exclamó la señora Gabin— he prometido a su esposa que le pondríamos una almohada debajo de la cabeza. Pero los hombres tenían prisa e introdujeron la almohada de mala manera. Uno de ellos buscaba por todas partes el martillo, renegando. Lo habían olvidado abajo y hubo que bajar. Pusieron la tapa y sentí una sacudida en todo mi cuerpo cuando dos martillazos introdujeron el primer clavo. Se acabó, había vivido. Luego los clavos entraron uno tras otro, rápidamente, mientras el martillo sonaba con cadencia. Habríase dicho que se trataba de dos empacadores clavando una caja de frutos secos con su habilidad despreocupada. A partir de ese momento los ruidos no me llegaban sino ensordecidos y prolongados, resonando de forma extraña como si el ataúd de pino se hubiera transformado en una  gran caja de resonancia. Las últimas palabras que llegaron a mis oídos en este cuarto de la calle Dauphine fue esta frase de la señora Gabin: —Bajen suavemente, y tengan cuidado con la barandilla del segundo, no está sujeta. Me transportaban; tenía la sensación de ser vapuleado por un mar agitado. Además, a partir de ese momento mis recuerdos son muy vagos. Recuerdo, no obstante, que lo único que me preocupaba entonces, preocupación imbécil y obsesiva, era darme cuenta del camino que tomábamos para ir al cementerio. No conocía las calles de París, ignoraba la ubicación exacta de los grandes cementerios cuyos nombres habían sido pronunciados en mi presencia en alguna ocasión, pero eso no me impedía concentrar los últimos esfuerzos de mi inteligencia con el fin de adivinar si girábamos a la derecha o a la izquierda. El coche fúnebre me traqueteaba sobre los adoquines. A mi alrededor, el rodar de los vehículos, el paso de los transeúntes formaban un clamor confuso que amplificaba la sonoridad del ataúd. En un primer momento seguí el itinerario con bastante precisión. Luego hubo una parada, me pasearon y comprendí que nos encontrábamos en la iglesia. Pero cuando el coche fúnebre se puso de nuevo en movimiento, perdí toda consciencia de los lugares que cruzábamos. Un volteo de campanas me advirtió de que pasábamos cerca de una iglesia; un movimiento más suave y continuo me hizo creer que íbamos por un paseo. Era como un condenado conducido al lugar del suplicio, aturrullado, esperando el golpe supremo que no llegaba. Nos detuvimos, me sacaron del coche fúnebre. Y todo pasó rápidamente. Los ruidos habían cesado; sentía que me encontraba en un lugar desierto, bajo los árboles, con un amplio cielo sobre mi cabeza. Sin duda había algunas personas que acompañaban al cortejo fúnebre, algunos inquilinos de la casa, Simoneau y otros, pues los cuchicheos llegaban hasta mí. Hubo un rezo, un sacerdote chapurreó algo en latín. Se oyeron pasos durante dos minutos. Luego, bruscamente, sentí que me introducían en la fosa mientras que las cuerdas rozaban como arcos las esquinas de mi ataúd, que producía un sonido de contrabajo rajado. Era el final. Un choque terrible, semejante al estruendo de un cañonazo, explotó un poco a la izquierda de mi cabeza; un segundo choque se produjo a mis pies; otro, más violento aún me cayó sobre el vientre, y fue tan sonoro que pensé que el ataúd se había partido en dos. Entonces me desvanecí. IV ¿Cuánto tiempo permanecí así? No sabría decirlo. Una eternidad y un segundo tienen la misma duración en la nada. Ya no existía. Poco a poco, confusamente, recuperé la consciencia de existir. Seguía durmiendo y me puse a soñar. Una pesadilla se destacó del fondo negro que limitaba mi horizonte. Y ese sueño era una imaginación extraña que antes me había atormentado con frecuencia estando despierto cuando, con mi naturaleza predispuesta a las invenciones horrorosas, me deleitaba con el atroz placer de inventarme catástrofes. Me imaginaba pues que mi mujer me esperaba en algún sitio, en Guérande, creo, y que yo había tomado el tren para ir a encontrarme con ella. Cuando el tren pasaba por un túnel, de repente, se producía un horrible ruido similar al estrépito de un trueno. Era un doble derrumbe que acababa de producirse. Nuestro tren no había recibido ni una sola piedra, los vagones estaban intactos; pero, en los dos extremos del túnel, delante y detrás de nosotros, la bóveda se había derrumbado y nos encontrábamos así en el centro de una montaña, rodeados por bloques de piedra. Entonces comenzaba una larga y horrible agonía. No había ninguna esperanza de recibir ayuda; para desescombrar el túnel se necesitaba un mes; además ese trabajo requeriría máquinas potentes e infinitas precauciones. Estábamos presos en una especie de cueva sin salida. Nuestra muerte era sólo cuestión de horas. Con frecuencia, repito, mi imaginación había trabajado sobre esta terrible posibilidad. Variaba el drama hasta el infinito. Tenía como protagonistas a hombres, mujeres, niños, más de cien personas, todo un gentío que me proporcionaba sin cesar nuevos episodios. Había algunos víveres en el tren, pero pronto faltaban los alimentos y, sin llegar a comerse entre ellos, los pobres hambrientos se disputaban ferozmente el último trozo de pan. Había un anciano al que  repelían a puñetazos y estaba agonizando; una madre que se peleaba como una loba para defender los tres o cuatro bocados reservados para su hijo. En mi vagón, dos jóvenes recién casados agonizaban uno en brazos del otro, no esperaban nada, ya no se movían. Por lo demás, la vía estaba libre, la gente descendía, merodeaba a lo largo del tren como animales dejados en libertad en busca de una presa. Todas las clases sociales se mezclaban, un hombre muy rico, un alto funcionario según decían, lloraba al cuello de un obrero, tuteándolo. Desde las primeras horas, las lámparas se habían agotado, el fuego de la locomotora había terminado por apagarse. Cuando pasaban de un vagón a otro, palpaban las ruedas con la mano para no golpearse y así llegaban a la locomotora que reconocían por su biela fría, por sus enormes flancos dormidos, fuerza inútil, muda e inmóvil en la oscuridad. No había nada más espantoso que ese tren completamente bajo tierra, como enterrado vivo, con sus viajeros que morían uno tras otro. Me complacía, descendía al horror de los más mínimos detalles. Había alaridos que atravesaban la oscuridad. De repente, un vecino que no sabíamos que estaba allí, que no veíamos, se derrumbaba sobre nuestro hombro. Pero, en esta ocasión, lo que más me hacía sufrir era el frío y la ausencia de aire. Nunca había sentido tanto frío; un manto de nieve me caía sobre los hombros, una humedad pesada llovía sobre mi cráneo. Y me asfixiaba, tenía la sensación de que la bóveda de roca caía sobre mi pecho, que toda la montaña pesaba y me aplastaba. No obstante, un grito de liberación se había escuchado. Desde hacía mucho tiempo, nos imaginábamos oír a lo lejos un ruido sordo, y alimentábamos la esperanza de que estaban trabajando cerca de nosotros. La salvación no llegaba, sin embargo. Pero uno de nosotros acababa de descubrir un respiradero en el túnel; y corríamos todos, íbamos a ver ese respiradero en lo alto del cual se veía una mancha azul del tamaño de una oblea. ¡Oh! ¡qué alegría ver aquella mancha azul! Era el cielo, nos empinábamos hacia ella para respirar, veíamos claramente unos puntos negros que se movían, eran sin duda obreros tratando de montar un elevador con el fin de llevar a cabo nuestro rescate. Un clamor furioso: «¡Salvados! ¡salvados!» salía de todas las bocas mientras que muchos brazos temblorosos se levantaban hacia la pequeña mancha de un azul pálido. Fue la violencia de ese clamor la que me despertó. ¿Dónde estaba? Aún en el túnel, sin duda. Me  encontraba tendido a todo lo largo y, a derecha e izquierda, sentía estrechas paredes que me oprimían los costados. Quise levantarme,  pero me golpeé violentamente el cráneo. ¿La roca me envolvía pues por todas partes? Y la mancha azul había desaparecido, el cielo ya no estaba allí, ni siquiera lejano. Me seguía asfixiando, los dientes me castañeteaban víctima de un escalofrío. Bruscamente, recordé. Un horror erizó mis cabellos, sentí la horrible verdad correr en mi interior, de los pies a la cabeza, como hielo. ¿Había salido al fin del síncope que me había mantenido durante horas con una rigidez de cadáver? Sí, me movía, paseaba las manos a lo largo de las planchas del ataúd. Me quedaba por hacer una última prueba: abrí la boca, hablé y llamé instintivamente a Marguerite. Había gritado y mi voz, en aquella caja de pino, había adquirido un sonido ronco tan horroroso que hasta yo me asusté. ¡Dios mío! ¿Era verdad pues? Podía andar, gritar que estaba vivo, pero nadie me oiría y permanecería encerrado, aplastado bajo tierra. Hice un supremo esfuerzo para calmarme y reflexionar. ¿No había ninguna forma de salir de allí? Mi sueño volvía empezar, no tenía aún el cerebro muy claro, mezclaba la ficción del respiradero y la mancha de cielo con la realidad de la fosa en la que me estaba asfixiando. Con los ojos exageradamente abiertos, miraba en la oscuridad. Tal vez encontrara un agujero, un grieta, un hilo de luz. Pero sólo cruzaban la oscuridad chispas de fuego, claridades rojas que se ensanchaban y se desvanecían. Nada, un abismo negro, insondable. Luego recuperaba la lucidez y ahuyentaba aquella imbécil pesadilla. Si quería hallar la salvación necesitaba toda mi lucidez. En un primer momento me pareció que el principal peligro se encontraba en el ahogo que seguía aumentando. Sin duda, había podido permanecer mucho tiempo privado de aire gracias al síncope que había suspendido en mí las funciones de la existencia; pero ahora que mi corazón latía, que mis pulmones respiraban, si no me liberaba pronto moriría de asfixia. Sufría también por el frío y temía dejarme invadir por ese aterimiento mortal que se adueña de las personas que caen en la nieve para no volver a levantarse. Al tiempo que me repetía que debía permanecer en calma, sentía que oleadas de locura subían hasta mi cráneo. Entonces me animaba intentando recordar lo que sabía acerca de la forma en la que se entierra. Sin duda me encontraba en una concesión por cinco años; eso me arrebataba la esperanza porque en otros tiempos había observado en Nantes que las zanjas de la fosa común dejaba pasar en su terraplén continuo los pies de los últimos ataúdes introducidos. En ese caso, me habría bastado romper una plancha para escapar; mientras que, si me encontraba en una fosa enteramente rellena, tenía sobre mí una espesa casa de tierra que iba a ser un terrible obstáculo. ¿No había oído decir que en París enterraban a seis pies de profundidad? ¿Cómo perforar esa enorme masa? Incluso si lograra romper la tapa ¿la tierra no iba a entrar, a resbalar como la arena fina y a llenarme los ojos y la boca? Y eso sería igualmente la muerte, una muerte abominable, un ahogamiento en el barro. Mientras tanto, palpaba cuidadosamente a mi alrededor. El ataúd era grande, movía los brazos con facilidad. En la tapa no notaba ninguna grieta. A la derecha y a la izquierda, las planchas estaban mal cepilladas, pero eran resistentes. Replegué el brazo a lo largo del pecho para subirlo hacia la cabeza. Allí descubrí en la plancha del extremo, un nudo de la madera que cedía ligeramente bajo la presión; empujé con todas mis fuerzas y terminé por desprender el nudo pero, al otro lado, al introducir el dedo, reconocí la tierra, una tierra fértil, arcillosa y húmeda. Eso no me ayudaba en nada. Lamenté incluso haber quitado aquel nudo como si la tierra hubiera podido entrar. Otro experimento me ocupó por un instante: golpeé alrededor del ataúd con el fin de saber si, por casualidad, no habría algún hueco a la derecha o a la izquierda. Pero el sonido fue por todas partes el mismo. Cuando di también ligeros golpes con el pie me pareció, no obstante, que el sonido era más claro en el extremo. Tal vez no fuera sino un efecto de la sonoridad de la madera. Entonces empecé a empujar suavemente con los brazos hacia delante y con los puños. La madera resistió. Luego empleé las rodillas apoyándome en los pies y en los riñones. No se produjo ni un crujido. Terminé por emplear toda mi fuerza, empujé con todo el cuerpo, con tanta violencia que mis huesos maltrechos crujieron. Y fue en ese momento cuando me puse como loco. Hasta entonces había resistido al vértigo, a los soplos de rabia que subían por instantes en mí, como un vaho de embriaguez. Reprimía sobre todo los gritos porque comprendía que si gritaba estaba perdido. Pero, de repente, me puse a gritar, a dar alaridos. Era más fuerte que yo, los gritos brotaban de mi garganta que se desinflaba. Pedí socorro con una voz que no me conocía, enloqueciendo más con cada nueva llamada, gritando que no quería morir. Y arañaba la madera con mis uñas, me retorcía con las convulsiones de un lobo encerrado. ¿Cuánto tiempo duró aquella crisis? Lo ignoro, pero aún siento la implacable dureza del ataúd en el que forcejeaba, aún oigo la tempestad de gritos y sollozos con la que llenaba aquellas cuatro planchas. En un último destello de razón, habría querido dominarme pero no podía. Le siguió una gran postración. Esperaba la muerte en medio de una dolorosa somnolencia. Aquel ataúd era de piedra, no lograría romperlo jamás; y esa certidumbre de mi derrota me dejaba inerte, sin ánimo para intentar un nuevo esfuerzo. Otro sufrimiento, el hambre, se había unido al frío y a la asfixia. Estaba desfallecido. Pronto aquel suplicio fue intolerable. Con el dedo, trataba de coger pizcas de tierra por el nudo que había quitado, y me comía aquella tierra, lo que aumentaba mi tormento. Me mordía los brazos sin atreverme a llegar hasta hacerme sangre, tentado por mi propia carne, lamiendo mi piel con ganas de hincar en ellos los dientes. ¡Ah! ¡Cómo deseaba la muerte en ese momento! Toda mi vida había temblado al pensar en la nada; pero ahora lo deseaba, lo reclamaba, nunca sería demasiado negro. ¿Qué niñería temer ese sueño sin sueños, esa eternidad de silencio y tinieblas! La muerte no era buena sino porque suprimía el ser de un golpe y para siempre. ¡Oh! ¡Dormir como las piedras, volver a la arcilla, dejar de existir! Mis manos palpantes continuaban instintivamente deslizándose por la madera. De repente, me pinché en el pulgar izquierdo, y el ligero dolor me sacó de mi embotamiento. ¿Qué era eso? Busqué de nuevo, encontré un clavo, un clavo que los empleados de la funeraria habían clavado de través y que no se había agarrado al borde del ataúd. Era muy largo, muy puntiagudo. La cabeza estaba sujeta en la tapa, pero sentía que se movía. A partir de ese instante, sólo tuve una idea: conseguir aquel clavo. Pasé la mano derecha sobre el vientre y empecé a removerlo. No cedía, exigía gran esfuerzo. Cambiaba frecuentemente de mano porque la mano izquierda, mal colocada, se fatigaba pronto. Mientras me encarnizaba así, un plan se había fraguado en mi cabeza. Aquel clavo se convertía en la salvación. Necesitaba tenerlo. ¿Estaría aún a tiempo? El hambre me torturaba y tuve que detenerme víctima de un vértigo que me dejaba las manos flojas y la mente vacilante. Había chupado las gotas de sangre que salieron del pinchazo del pulgar. Entonces me mordí el brazo, bebí mi sangre, espoleado por el  dolor, reanimado por aquel vino tibio y áspero que mojaba mi boca. Me puse a mover el clavo con las dos manos y logré arrancarlo. A partir de ese momento creí posible el éxito. Mi plan era simple. Hundí la punta del clavo en la tapa y tracé una línea recta, lo más larga posible por donde paseé el clavo con el fin de hacer una muesca. Mis manos se estiraban, yo me empecinaba. Cuando pensé que había desgastado suficientemente la madera, se me ocurrió darme la vuelta, ponerme boca abajo y luego, apoyándome en las rodillas y en los codos, empujar con los riñones. La tapa crujió pero no se partió. La ranura no era suficientemente profunda. Tuve que ponerme de nuevo boca arriba y retomar el trabajo, lo que me costó bastante esfuerzo. Al fin, hice un nuevo esfuerzo y, en esta ocasión, la tapa se rompió de un extremo al otro. Por supuesto, no estaba salvado pero la esperanza inundaba mi corazón. Había dejado de empujar; ya no me movía por miedo a causar algún desprendimiento que me habría sepultado. Mi intención era utilizar la tapa como protección mientras trataba de practicar una especie de agujero en la arcilla. Desgraciadamente, aquel trabajo presentaba grandes dificultades: los gruesos terrones que se desprendían bloqueaban las planchas que no podía mover; no llegaría nunca al suelo, los desprendimientos parciales me estaban doblando ya la columna vertebral y hundiéndome la cara en la tierra. El miedo estaba apoderándose de mí cuando, al tenderme para encontrar un punto de apoyo, tuve la sensación de que la plancha que cerraba el ataúd por la parte de los pies, cedía por la presión. Golpeé entonces vigorosamente con el talón pensando que en ese lugar podía haber una fosa que estuvieran abriendo. De repente, mis pies se hundieron en el vacío. Había adivinado: allí había una fosa recién excavada. No tuve que perforar sino una pequeña pared de tierra para rodar hasta esa fosa. ¡Dios Santo! ¡Estaba salvado! Por un instante, permanecí boca ariba, con los ojos en el aire, al fondo del agujero. Era de noche. En el cielo las estrellas brillaban en un azul de tercipelo. Por momentos, el viento que se levantaba me traía una suavidad de primavera, un olor a árboles. ¡Dios mío! Estaba salvado, respiraba, tenía calor y lloraba, tartamudeaba, con las manos tendidas hacia el espacio. ¡Oh! ¡Qué bello es vivir! V Mi primer pensamiento fue dirigirme a casa del guarda del cementerio para que me llevara a mi casa. Pero varias ideas, aún vagas, ne detuvieron. Iba a aterrorizar a todo el mundo. ¿Para qué apresurarme si ya era dueño de la situación? Me palpé los miembros, no tenían nada más que un leve mordisco en el brazo izquierdo; y la pequeña fiebre que de ello resultaba me excitaba y me daba una fuerza inesperada. No había duda, podría caminar sin ayuda. Entonces me tomé mi tiempo. Todo tipo de confusas ensoñaciones cruzaban por mi cerebro. Había notado cerca de mí, en la fosa, las herramientas de los enterradores, y sentí necesidad de reparar los desperfectos que acababa de causar, de volver a tapar el agujero, para que no pudieran darse cuenta de mi resurrección. En aquel momento no tenía ninguna idea precisa; sólo que me parecía inútil publicar mi aventura pues sentía vergüenza de vivir cuando todo el mundo me creía muerto. En media hora de trabajo logré borrar todas las huellas. Y salté fuera de la fosa. ¡Qué hermosa noche! Un profundo silencio reinaba en el cementerio. Los árboles negros formaban unas sombras inmóviles en medio de la blancura de las tumbas. Cuando intentaba orientarme, observé que la mitad del cielo resplandecía con un reflejo de incendio. Allí estaba París. Me dirigí hacia aquel lado deslizándome a lo largo de una avenida bajo la oscuridad de las ramas. Pero, al cabo de cincuenta pasos tuve que detenerme ya sin aliento. Y me senté en un banco de piedra. Sólo entonces me miré bien: estaba completamente vestido incluso calzado, aunque no tenía sombrero. ¡Cuánto le agradecía a mi querida Marguerite el piadoso sentimiento que le había hecho vestirme! El brusco recuerdo de Marguerite me hizo ponerme de pie. Quería verla. Al extremo de la avenida me detuvo un muro. Me subí a una tumba y cuando estuve colgado del caballete al otro lado del muro, me dejé caer. La caída fue violenta. Luego caminé unos minutos por una gran calle desierta que daba la vuelta al cementerio. Ignoraba por completo dónde me encontraba; pero me repetía, con la tozudez de una idea fija, que iba a entrar en París y que sabría encontrar la calle Dauphine. Pasaron algunas personas pero, presa de desconfianza, no les pregunté nada porque no quería confiarme a nadie. Hoy soy consciente de que ya me sacudía una intensa fiebre y que mi cabeza se perdía. Finalmente, cuando desembocada en una gran calle, me sentí como deslumbrado y caí pesadamente sobre la acera. Aquí hay un vacío en mi vida. Durante tres semanas estuve sin conocimiento. Cuando por fin me desperté, me encontraba en una habitación desconocida. Había un hombre que me estaba cuidando. Me contó sencillamente que me habían recogido una mañana en el bulevar Montparnasse y que él me había llevado a su casa. Era un doctor anciano que ya no ejercía. Cuando yo le daba las gracias, él me respondía con brusquedad que mi caso le había parecido curioso y había querido estudiarlo. Además, en los primeros días de mi convalecencia no me permitió hacerle ninguna pregunta. Más tarde, él no me formuló ninguna. Durante ocho días más guardé cama, con la cabeza débil y sin intentar siquiera recordar porque el recuerdo suponía una fatiga y un pesar. Me sentía lleno de pudor y de miedo. Cuando pudiera salir, iría a ver. Tal vez hubiera dejado escapar algún nombre en el delirio de la fiebre; pero el médico no aludió jamás a lo que hubiera podido decir. Su caridad fue muy discreta. Mientras tanto llegó el verano. Una mañana de junio obtuve por fin permiso para dar un pequeño paseo. Era una  magnífica mañana, uno de esos alegres soles que rejuvenecen las calles del viejo París. Caminaba suavemente preguntándole a los transeúntes en cada cruce por la calle Dauphine. Llegué y me costó reconocer el edificio en el que nos habíamos alojado. Un miedo infantil me agitaba. Si me presentaba de repente ante Marguerite podía matarla. Lo mejor sería tal vez prevenir antes a la señora Gabin que vivía allí. Pero me desagradaba poner a un tercero entre nosotros. No sabía qué hacer. En el fondo de mí mismo había como un gran vacío, como un sacrificio realizado desde hacía mucho tiempo. La casa estaba amarilla de sol. La había reconocido por un restaurante de mal aspecto que se hallaba en la planta baja y desde donde nos subían la comida. Levanté los ojos, miré la última ventana del tercer piso, a la izquierda. Estaba totalmente abierta. De repente, una mujer joven, despeinada y con el justillo mal puesto se asomó y, detrás de ella, un hombre joven que la seguía, asomó la cabeza y la besó en el cuello. No era Marguerite. No experimenté ninguna sorpresa. Me pareció que ya había soñado eso y otras cosas más que iba a conocer. Por un instante permanecí en la calle, indeciso, pensando en subir y en preguntar a aquellos enamorados que seguían riendo al sol. Luego opté por entrar en el pequeño restaurante de abajo. Debía estar irreconocible: mi barba había crecido durante mi fiebre cerebral y mi rostro se había demacrado. Cuando me sentaba junto a una mesa vi justamente a la señora Gabin que entraba con una taza para comprar dos perras gordas de café, se colocó delante del mostrador y comentó con la dueña del establecimiento los chismes de todos los días. Presté atención. —¿Y bien? —preguntó la dueña del restaurante— ¿la pobre pequeña del tercero ha terminado por decidirse? —¿Qué quiere usted? —respondió la señora Gabin— era lo mejor que podía hacer. ¡El señor Simoneau le demostraba tanta amistad!… él había terminado felizmente sus asuntos, una gran herencia y le ofrecía llevársela a su región para vivir con una tía suya que necesitaba a alguien de confianza. La señora del mostrador tuvo una leve risa. Yo había hundido mi cara en el periódico, muy pálido y con las manos temblorosas. —Eso terminará en boda, sin duda —dijo la señora Gabin—. Pero le juro por mi honor que no he visto nada sospechoso. La pequeña lloraba a su marido y el joven se conducía perfectamente bien… En fin, se marcharon ayer. Cuando ella concluya su luto harán lo que quieran ¿no es cierto? En ese momento, la puerta que daba a la calle se abrió por completo y entró Dédé. —Mamá, ¿no subes? Te estoy esperando. Ven rápido. —Ya voy, ¡no me molestes! —dijo la madre. La niña se quedó escuchando a las dos mujeres, con su expresión precoz de chiquilla criada en las calles de París. —¡Caray! Después de todo —explicaba la señora Gabin— el difunto no valía lo que el señor Simoneau… Aquel hombrecillo no me agradaba. ¡Siempre quejándose! Y sin un céntimo. ¡Ah, no! Un marido así es muy desagradable para una mujer de carácter.. Mientras que el señor Simoneau es un hombre rico y fuerte como un roble… —¡Oh! —interrumpió Dédé— yo lo vi un día que se estaba aseando. ¡Tiene vello en los brazos! —¿Quieres irte de aquí? —gritó la madre empujándola— Siempre metes las narices donde no debes. —Y luego para concluir—: Mire, yo creo que el otro hizo bien en morirse. Fue una suerte. Cuando estuve de nuevo en la calle caminé lentamente con las piernas rotas. Sin embargo, no sufría demasiado. Esbocé incluso una sonrisa cuando vi mi sombra. Efectivamente, era bastante escuchimizado, y la idea de casarme con Marguerite había sido bastante singular. Y me acordaba de sus fastidios en Guérande, su impaciencia, su vida aburrida y fatigada. La querida mujer se mostraba siempre amable pero yo no había sido su enamorado, lo que ella lloraba era más bien un hermano. ¿Por qué iba yo a alterar de nuevo su vida? Un muerto no siente celos. Cuando levanté la cabeza vi que el jardín del Luxemburgo estaba ante mí. Entré y me senté al sol, soñando con una gran dulzura. Ahora pensar en Marguerite me enternecía. Me la imaginaba en provincias, señora  en una pequeña ciudad, muy feliz, muy amada, muy festejada; se ponía más bella, tenía tres chicos y dos chicas. ¡Vamos pues! Me había portado bien al morirme y no cometería la cruel tontería de resucitar. Desde entonces, he viajado mucho, he vivido un poco en todas partes. Soy un hombre mediocre que ha trabajado y comido como todo el mundo. La muerte ya no me asusta, pero ella parece no querer nada de mí; en estos momentos no tengo ninguna razón para vivir pero temo que se olvide de mí. *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Mi vecino Jacques
Cuento
I Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada. -Vamos, Ninette, -grité alegremente- ponte el sombrero… Nos vamos al campo. Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières. II ¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto. Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño. -¡Oh! ¡fresas, fresas! -gritó Ninon saltando una cuneta como una cabra escapada, y removiendo las brozas. III Fresas desgraciadamente, no; sólo freseras, toda una capa de freseras que se extendía por debajo de los espinos. Ninon ya no pensaba en los animales a los que les tenía auténtico pánico. Paseaba osadamente las manos por entre las hierbas, levantando cada hoja, desesperada por no encontrar ni el menor fruto. -Se nos han adelantado -dijo con una mueca de enojo-. ¡Oh! busquemos bien, aún debe haber alguna. Y nos pusimos a buscar concienzudamente. Con el cuerpo doblado, el cuello tendido, los ojos fijos en el suelo, avanzábamos a pequeños pasos prudentes, sin arriesgar una palabra por miedo a que las fresas se echaran a volar. Habíamos olvidado el bosque, el silencio y la sombra, las amplias avenidas y los estrechos senderos. Las fresas, sólo las fresas. A cada manchón que encontrábamos, nos bajábamos, y nuestras manos agitadas se tocaban por debajo de las hierbas. Recorrimos así más de una legua, curvados, errando a izquierda y derecha. Pero no encontramos ni la más mínima fresa. Freseras magníficas sí, con hermosas hojas de un verde oscuro. Yo veía los labios de Ninon repulgarse y sus ojos humedecerse. IV Habíamos llegado frente a un ancho talud sobre el que el sol caía de lleno, con pesados calores. Ninon se acercó al talud, decidida a no buscar más. De repente, lanzó un grito intenso. Acudí asustado creyendo que se había herido. La encontré agachada; la emoción la había sentado en el suelo, y me mostraba con el dedo una fresa pequeña, del tamaño de un guisante y madura sólo por un lado. -Cógela tú -me dijo con voz baja y acariciadora. Me senté junto a ella en la parte baja del talud. -No, tú la has encontrado, eres tú quien debe cogerla -respondí. -No, dame ese gusto, cógela. Me negué tanto y tan bien que Ninon se decidió por fin a cortar el tallo con su uña. Pero fue otra historia cuando se trató de saber quién de los dos se comería aquella pobre pequeña fresa que nos había costado una hora larga de búsqueda. A toda costa Ninon quería metérmela en la boca. Resistí firmemente, luego tuve que condescender y se decidió que la fresa sería partida en dos. Ella la puso entre sus labios diciéndome con una sonrisa: -Vamos, coge tu parte. Cogí mi parte. No sé si la fresa fue compartida fraternalmente. Ni siquiera sé si saboreé la fresa, tan buena me supo la miel del beso de Ninon. V El talud estaba cubierto de freseras, de freseras como es debido. La recolección fue abundante y feliz. Habíamos puesto en el suelo un pañuelo blanco, jurándonos solemnemente que depositaríamos allí nuestro botín, sin comernos ninguna. En varias ocasiones, no obstante, me pareció ver que Ninon se llevaba la mano a la boca. Cuando terminamos la recolección, decidimos que era el momento de buscar un rincón a la sombra para desayunar a gusto. El pañuelo fue religiosamente colocado a nuestro lado. ¡Dios bendito! ¡Qué bien se estaba allí sobre el musgo, en la voluptuosidad de aquel frescor verde! Ninon me miraba con ojos húmedos. El sol había puesto suaves rojeces en su cuello. Cuando vio toda mi ternura en mi mirada, se acercó a mí tendiéndome las dos manos, en un gesto de adorable abandono. El sol, luciendo sobre los altos ramajes, lanzaba tejos de oro a nuestros pies, en la hierba fina. Incluso las muscarias se callaban y no miraban. Cuando buscamos las fresas para comérnoslas, comprobamos con estupor que estábamos tendidos de lleno sobre el pañuelo. FIN Noveaux contes à Ninon, 1874 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Por una noche de amor
Cuento largo
I La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie. -¿La señora ha llamado? -Dígame, ¿ha subido la temperatura? ¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan. -¿Ha subido la temperatura? La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego. -¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus. La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita: -¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar. II Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo. La víspera estaba encantadora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco. Por eso tiene aún la cabeza algo pesada. Sin embargo, se ha sentado ante el espejo y Julie ha levantado la oleada rubia de sus cabellos. La bata se desliza y los hombros quedan al aire hasta media espalda. Toda una generación ha envejecido ya contemplando el espectáculo de los hombros de la marquesa. Desde que, gracias a un poder fuerte, las damas de físico atractivo pueden escotarse y bailar en las Tullerías, ella ha paseado sus hombros por la baraúnda de los salones oficiales, con una asiduidad que la ha convertido en el estandarte viviente de los encantos del Segundo Imperio. Ha tenido que acomodarse a la moda, escotar sus vestidos unas veces hasta el declive de los riñones, otras hasta el extremo de sus pechos; hasta el punto de que la querida mujer, hoyuelo a hoyuelo, ha mostrado ya todos los tesoros de su corpiño. No hay ni tanto así de su espalda o de su pecho que no sea conocido desde la Magdalena hasta Santo Tomás de Aquino. Los hombros de la marquesa, generosamente exhibidos, son el blasón voluptuoso del reino. III Es verdad, es inútil describir los hombros de la marquesa. Son tan populares como el puente Nuevo. Durante dieciocho años han formado parte de los espectáculos públicos. Basta con ver un pequeño trozo en un salón, en el teatro o en cualquier otro lugar, para exclamar: «¡Hombre! ¡la marquesa! ¡Reconozco la señal negra de su hombro izquierdo!». Por lo demás, son unos hermosos hombros, blancos, rollizos, provocativos. Las miradas de un gobierno han pasado por ellos proporcionándoles mayor finura, como le sucede a las losas que los pies de la gente pulen con el paso del tiempo. Si yo fuera el marido o el amante, preferiría ir a besar el pomo de cristal de la puerta del despacho de un ministro, desgastado por la mano de los que van a solicitar algo, antes que rozar con los labios aquellos hombros sobre los que ha pasado el aliento cálido de todo el París galante. Cuando se piensa en los mil deseos que han temblado a su alrededor, uno se pregunta de qué arcilla ha debido hacerlos la naturaleza para que no se hayan corroído ni desmenuzado como esas estatuas desnudas, expuestas al aire libre en los jardines, de las que el viento roe los contornos. La marquesa ha depositado su pudor en otro sitio. Y ha hecho de sus hombros toda una institución. ¡Y cómo ha combatido a favor del gobierno de su agrado! Siempre en la brecha, en todas partes a la vez, en las Tullerías, en los ministerios, en las embajadas, en casa de los simples millonarios, convenciendo a los indecisos a fuerza de sonrisas, afianzando el trono de sus senos de alabastro, mostrando los días de peligro pequeños rincones ocultos y deliciosos, más persuasivos que los argumentos de los oradores, más decisivos que las espadas de los soldados y amenazando, para conseguir un voto, con recortar sus camisetas hasta que los esquivos miembros de la oposición se declaren convencidos. Los hombros de la marquesa han quedado siempre íntegros y victoriosos. Han soportado un mundo sin que una sola arruga haya venido a rajar su mármol blanco. IV Esta tarde, al salir de las manos de Julie, la marquesa, vestida con un delicioso conjunto polaco, ha ido a patinar. Patina adorablemente bien. En el bosque hacía un frío intenso, un cierzo que picaba en la nariz y en los labios de aquellas damas como si el viento les arrojara arena fina al rostro. La marquesa reía, tener frío le divertía. De vez en cuando iba a calentarse los pies en los braseros encendidos en las márgenes del pequeño lago. Luego volvía al aire helado, marchándose como una golondrina que roza el suelo. ¡Ah! ¡qué buen rato y qué estupendo que no haya llegado aún el deshielo! La marquesa podrá patinar toda la semana. Al regresar, la marquesa ha visto en un vial lateral de los Campos Elíseos a una pobre tiritando al pie de un árbol, medio muerta de frío. -¡Pobrecilla! -ha susurrado con voz disgustada. Y, como el coche iba muy rápido y la marquesa no podía encontrar su monedero, le lanzó a la pobre su ramo, un ramo de lilas blancas que costaba por lo menos cinco luises. FIN Contes à Ninon, 1864 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Simplicio
Cuento
I Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint-Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas -las casas son bajas en esa zona- ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos. Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano. II Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza. Un día, -había llovido la víspera y mi corazón estaba algo nostálgico-, cuando bajaba por el bulevar del Enfer, vi venir hacia mí a uno de esos parias del pueblo obrero de París, un hombre vestido y tocado de negro, con corbata blanca, que llevaba debajo del brazo el estrecho ataúd de un recién nacido. Iba con la cabeza gacha, llevando su ligero paquete con una indolencia meditabunda, dándole con el pie a los guijarros de la calle. La mañana era blanca. Me impresionó aquella tristeza que pasaba. Al oír mis pasos, el hombre levantó la cabeza y luego la volvió rápidamente; pero era demasiado tarde, ya lo había reconocido. Mi vecino Jacques era, pues, enterrador. Lo vi alejarse, avergonzado de su vergüenza. Lamenté no haber ido por la otra acera. Y se alejaba, con la cabeza más baja, diciéndose sin duda que acaba de perder el apretón de manos que intercambiábamos cada noche. III Al día siguiente me lo encontré en la escalera. Se echó tímidamente hacia a la pared, haciéndose pequeño, pequeño, recogiendo con humildad los pliegues de su uniforme para que el paño no rozara mi ropa. Estaba allí, con la frente inclinada, y yo veía su pobre cabeza gris temblando de emoción. Me detuve mirándolo de frente y le tendí la mano. Él levantó la cabeza, titubeó, me miró de frente a su vez. Vi sus gruesos ojos agitarse y su cara pálida teñirse de rojo. Luego, cogiéndome por un brazo bruscamente, me llevó hasta mi buhardilla donde recuperó el habla. -Es usted un buen chico, -me dijo-; su apretón de mano acaba de hacerme olvidar muchas miradas desagradables. Se sentó y se confesó conmigo. Me dijo que antes de ser del oficio, como los demás, sentía cierto malestar cuando se encontraba con un enterrador. Pero, después, en sus largas horas caminando en medio del silencio de los cortejos fúnebres, había reflexionado sobre ello y se había sorprendido de la repugnancia y del temor que levantaba a su paso. Yo tenía entonces veinte años y habría sido capaz de abrazar a un verdugo. Me lancé a hacer consideraciones filosóficas, queriendo demostrar a mi vecino Jacques que su trabajo era santo. Pero él encogió sus puntiagudos hombros, se frotó las manos en silencio, y prosiguió con su voz lenta y tímida: -¿Sabe una cosa, señor? Los comentarios del barrio, las malas miradas de los transeúntes, me preocupan poco con tal de que mi mujer y mi hija tengan qué comer. Sólo hay una cosa que me inquieta. Cuando pienso en ello, no puedo dormir. Mi mujer y yo ya somos viejos y ya no sentimos vergüenza. Pero las chicas es distinto. Mi pobre Marthe se avergonzará de mí más tarde. Cuando tenía cinco años, vio a uno de mis colegas y le dio tanto miedo, lloró tanto, que no me he atrevido aún a ponerme el uniforme negro delante de ella. Me visto y me desvisto en la escalera. Tuve lástima de mi vecino Jacques; le ofrecí que depositara su uniforme en mi cuarto y viniera a ponérselo o quitárselo a su gusto, al abrigo del frío. Él adoptó mil precauciones para transportar a mi cuarto su siniestra ropa. A partir de aquel día, lo vi regularmente mañana y tarde. Se arreglaba en un rincón de mi buhardilla. IV Yo tenía un viejo cofre cuya madera se estaba deshaciendo a causa de la carcoma. Mi vecino Jacques lo convirtió en su guardarropa; forró el fondo con periódicos y dobló en él delicadamente su uniforme negro. A veces, por la noche, cuando alguna pesadilla me despertaba sobresaltado, echaba una mirada despavorida hacia el viejo cofre que se extendía junto a la pared como un ataúd. Y me parecía ver salir de él el sombrero, el abrigo negro, la corbata blanca. El sombrero rodaba alrededor de mi cama, zumbando y saltando a pequeños brincos nerviosos; el abrigo se ensanchaba y agitando sus faldones como grandes alas negras, volaba por el cuarto, amplio y silencioso; la corbata blanca se alargaba, se alargaba, luego se ponía a reptar suavemente hacia mí con la cabeza levantada y la cola en movimiento. Yo abría los ojos desmesuradamente y veía el viejo cofre inmóvil y oscuro en su rincón. V En aquella época yo vivía en sueños, sueños de amor, también sueños de tristeza. Me complacía en mi pesadilla; amaba a mi vecino Jacques porque vivía con los muertos y porque me aportaba los desagradables olores de los cementerios. Me hacía confidencias. Y empecé a escribir las primeras páginas de Las memorias de un sepulturero. Por la noche, antes de quitarse la ropa, mi vecino Jacques se sentaba sobre el viejo cofre y me contaba su jornada. Le gustaba hablar de sus muertos. Unas veces era una chica, una pobre niña que había muerto tísica y que pesaba poco; otras veces era un anciano, un anciano cuyo ataúd le había partido los brazos; era un funcionario importante y debía haberse llevado todo su oro en los bolsillos. Yo tenía detalles íntimos acerca de cada muerto; conocía su peso, los ruidos que se habían producido dentro de los ataúdes, la forma en la que había sido necesario bajarlos por los codos de las escaleras. Ciertas noches mi vecino Jacques volvía más charlatán y comunicativo. Se apoyaba en las paredes, con el uniforme al hombro y el sombrero echado hacia atrás. Había dado con unos herederos generosos que le habían pagado «los tragos y el trozo de queso de Brie del consuelo». Y acababa por enternecerse; me juraba que, cuando llegara el momento, me depositaría en tierra con la suavidad de una mano amiga. Viví así más de un año en plena necrología. Una mañana mi vecino Jacques no vino. Ocho días después estaba muerto. Cuando dos de sus colegas se llevaron su cuerpo yo me encontraba en el quicio de mi cuarto. Los oí bromear mientras bajaban el ataúd que se quejaba sordamente a cada golpe. Uno de ellos, pequeño y gordo, le decía al otro, alto y delgado: -«Le croque-mort est croqué», el enterrador la ha palmado. FIN Noveaux contes à Ninon, 1874 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
¡Sin trabajo!
Cuento
I La pequeña ciudad de P… se yergue sobre una colina. Al pie de las antiguas murallas corre un riachuelo estrecho y profundo, el Chanteclair, llamado así sin duda por el ruido cristalino de sus aguas límpidas. Cuando se llega al pueblo por la carretera de Versalles, hay que cruzar el Chanteclair en la puerta sur, por un puente de piedra de un solo arco cuyos anchos parapetos, bajos y redondeados, sirven de banco a todos los viejos de la barriada. En frente, sube la calle del Buen Sol, al término de la cual se encuentra una plaza silenciosa, la plaza de las Cuatro Mujeres, empedrada con grandes adoquines, invadida por una hierba espesa que le da un verdor de prado. Las casas duermen. Cada media hora, el paso renqueante de un transeúnte hace ladrar a un perro detrás de la puerta de alguna cuadra; y lo único que agita aquel rincón perdido es, dos veces al día, el paso de los oficiales que se dirigen a su pensión, una hostería de la calle del Buen Sol. Julián Michon vivía a la izquierda, en casa de un jardinero. Este le había alquilado una habitación grande en el piso primero y como el propietario habitaba la otra fachada de la casa, con vistas a la calle de Santa Catalina, donde estaba su jardín, Julián vivía tranquilo, de este otro lado, con una escalera y una puerta a su disposición, encastillándose, ya a los veinticinco años, en las manías de un pequeño burgués retirado. El muchacho había perdido a sus padres de muy joven. Antes, los Michon eran guarnicioneros en Alluets, cerca de Nantes. A su muerte, un tío del niño lo había metido en un pensionado. Pero el tío también desapareció y, desde hacía cinco años, Julián tenía, en la estafeta de correos de P… un pequeño empleo que le proporcionaba mil quinientos francos anuales sin esperanza de aumento de sueldo. No obstante, aún se permitía hacer economías y él no imaginaba posición más holgada ni más feliz que la suya. Alto, fornido, huesudo, Julián tenía unas manazas que le estorbaban. Se sentía feo con su cabezota cuadrada y como abandonada, en estado de esbozo, después de los tanteos de un escultor demasiado rudo; y esto le volvía tímido, sobre todo delante de las muchachas. Una planchadora le había dicho una vez que no era tan feo y aquello le produjo un gran azoramiento. Cuando andaba por la calle, con los brazos colgando, encorvado, la cabeza baja, iba a grandes zancadas para volver más pronto a su sombra. Su torpeza le daba un acobardamiento continuo, una necesidad enfermiza de mediocridad y de oscuridad. Parecía haberse resignado a envejecer así sin una camaradería, sin un noviazgo, con sus gustos de monje enclaustrado. Y este género de vida no se le hacía duro. Julián, en el fondo, era muy dichoso. Tenía un alma serena y transparente. Su existencia cotidiana, con las reglas fijas que la gobernaban, estaba hecha de sinceridad. Por la mañana, iba a su oficina, repetía tranquilamente su tarea de la víspera: luego desayunaba con un bollo y volvía a ponerse al trabajo; más tarde comía, se acostaba y se dormía. Al día siguiente el sol le traía una jornada igual. Y así semanas y meses. Aquel lento desfile terminaba por poseer una música llena de dulzura que lo mecía en el sueño de esos bueyes que tiran del arado y que rumian por la tarde tumbados en la paja fresca. Julián aspiraba todo el encanto de su monotonía. A veces, su placer consistía en bajar después de cenar por la calle del Buen Sol y sentarse en el puente, esperando a que diesen las nueve. Dejaba colgar sus piernas por encima del agua, miraba pasar continuamente, bajo sus plantas, al Chanteclair con el ruido puro de sus ondas de plata. A lo largo de las orillas, algunos sauces inclinaban sus copas pálidas, hundiendo en el agua sus imágenes. En el cielo caía la fina ceniza del crepúsculo. Y en aquella gran calma permanecía, encantado, pensando que el Chanteclair debía de ser dichoso como él, arrastrando siempre las mismas hierbas, en medio de aquel bello silencio. Cuando las estrellas brillaban, volvía a acostarse con el pecho lleno de aire fresco. Por lo demás, Julián se permitía también otros placeres. Los días libres se iba de paseo a pie, completamente solo, contento de ir muy lejos y volver muerto de cansancio. Tenía a veces un compañero, un mudo, un grabador, de cuyo brazo se paseaba por el Mail, durante tardes enteras, sin apenas cambiar un signo. En otras ocasiones, en el fondo del Café de los Viajeros, entablaba con el mudo interminables partidas de damas llenas de inmovilidad y de reflexión. Había tenido un perro que terminó aplastado por un coche y le guardaba tan religioso recuerdo, que no quería ya volver a tener otro animal en casa. En correos, le tomaban el pelo con una chiquilla de diez años, una niña andrajosa, con los pies descalzos, que vendía cajas de cerillas y a la que regalaba perras gordas sin tomarle la mercancía; pero él se enfadaba y se ocultaba para deslizar las perras en el bolsillo de la pequeña. Nunca se le veía anochecido en compañía de muchachas, por las murallas. Las obreras de P…, muchachotas muy desenvueltas, habían terminado por dejarlo tranquilo, al verlo cómo se sofocaba, al tomar sus risas de simpatía por burlas. En el pueblo, unos le creían estúpido, otros pretendían que no había que fiarse de esa clase de muchachos de carácter dulce que viven solitarios. El paraíso de Julián, el sitio donde respiraba a sus anchas, era su habitación. Allí solamente se creía al abrigo de las gentes. Entonces se estiraba y se reía solo; y cuando se veía en el espejo se sorprendía de ser tan joven. La habitación era amplia; había instalado en ella un gran canapé, una mesa camilla con dos sillas y un sillón. Pero aún le quedaba sitio para andar: la cama se perdía en el fondo de una gran alcoba; una pequeña cómoda de nogal, entre las dos ventanas, parecía de juguete. Julián se paseaba, se tumbaba, no se aburría nunca de sí mismo. Nunca escribía fuera de su oficina y la lectura le cansaba. Como la vieja señora, dueña de la pensión donde comía, se obstinaba en educarlo prestándole novelas, él se las volvía a llevar sin poder repetir lo que decían, porque todas aquellas historias carecían para él de sentido común. Dibujaba algo, siempre la misma cabeza, una mujer de perfil, con gesto adusto, con grandes bandas de cinta sujetándole el pelo, y una diadema de perlas en el moño. Su única pasión era la música. Se pasaba veladas enteras tocando la flauta y esto constituía, por encima de todo, su mayor distracción. Julián había aprendido él solo a tocar la flauta. Durante mucho tiempo había codiciado la posesión de una flauta de madera amarilla que había en casa de un trapero de la plaza del Mercado. Tenía dinero para comprarla, pero no se atrevía a entrar por ella por temor a hacer el ridículo. Por fin, una tarde se decidió a adquirirla y salió corriendo con su instrumento, oculto bajo el abrigo, bien apretado contra el pecho. Luego, con las puertas y las ventanas cerradas, muy bajito para que no se le oyese, estudió, durante dos años, un viejo método hallado en una librería de viejo. Sólo desde hacía seis meses se arriesgaba a tocar con las ventanas abiertas. No sabía más que melodías antiguas, lentas y sencillas, romanzas del siglo pasado que cobraban una ternura infinita cuando las tocaba con balbuceos, con la inseguridad propia de un alumno que está lleno de emoción. Las noches tibias, cuando el barrio dormía, y aquel canto ligero salía de la gran pieza, iluminada por una vela, hubiérase dicho una voz de amor, trémula y baja, que confiaba a la soledad y a la noche lo que nunca hubiera dicho en pleno día. Muchas veces, como se sabía la música de memoria, Julián soplaba la vela para economizar. Además le gustaba la oscuridad. Entonces, sentado delante de una ventana, frente al cielo, tocaba en medio de la negrura. Los transeúntes levantaban la cabeza, buscando de dónde venía aquella música tan frágil y tan linda, parecida a los gorjeos lejanos de un ruiseñor. La vieja flauta de madera amarilla estaba un poco cascada lo que le daba un sonido velado, el tono de voz adorable de una marquesa antigua que cantase de vieja, todavía con voz pura, los minuetos de su juventud. Una a una, las notas volaban con su pequeño ruido de alas. Al oírla desvanecerse entre los soplos discretos de la sombra, parecía como si la melodía procediese de la noche misma. Julián tenía mucho miedo de que se quejasen en el barrio. Pero, en provincias, las gentes tienen el sueño pesado. Además la plaza de las Cuatro Mujeres sólo estaba habitada por un notario, maese Savournin, y un antiguo gendarme retirado, el capitán Pidoux, ambos vecinos cómodos, que se acostaban y se dormían a las nueve. Julián temía más a los inquilinos de una noble mansión, la casa solariega de los Marsanne, que, al otro lado de la plaza, justamente delante de sus ventanas, alzaba una fachada gris y triste de una severidad conventual. Una escalinata de cinco peldaños, invadida por la hierba, subía hasta una puerta en arco de medio punto, protegida por enormes cabezas de clavos. Su único piso alineaba diez ventanas, cuyas persianas se abrían y se cerraban a las mismas horas, sin dejar ver nada de las habitaciones, detrás de las espesas cortinas siempre echadas. A la izquierda, los grandes castaños del jardín ponían una masa de verdor que extendía la ola de sus hojas, hasta las murallas. Y este caserón imponente, con su parque, sus paredes graves, su aspecto de real hastío, hacía pensar a Julián que si a los Marsanne no les gustaba la flauta, les bastaría ciertamente una palabra para impedir que volviese a tocarla. El joven experimentaba además un respeto religioso al ver desde su ventana la extensión de los jardines y las proporciones del edificio. En la región, el palacio era célebre y se contaba que venían desde muy lejos viajeros que querían visitarlo. Igualmente corrían de boca en boca algunas leyendas sobre la riqueza de los Marsanne, Mucho tiempo había acechado Julián la ‘vieja mansión para penetrar los misterios de aquella fortuna todopoderosa. Pero sólo veía la fachada gris y el macizo negro de los castaños. Nadie subía nunca los peldaños desvencijados de la escalinata. Jamás se abría aquella puerta en la que el musgo ponía una pátina verde. Los Marsanne habían condenado aquel acceso y se entraba por otra puerta, abierta en la verja que daba a la calle de Santa Ana. Para Julián, el caserón permanecía muerto, semejante a uno de esos palacios de cuentos de hadas, poblado de habitantes invisibles. Sólo, todas las mañanas y todas las noches, distinguía los brazos del criado que empujaba las persianas. Después, la casa recobraba su aspecto melancólico de tumba abandonada en el recogimiento de un cementerio. Los castaños eran tan frondosos que ocultaban bajo sus ramas las avenidas del jardín. Y esta existencia herméticamente cerrada, altiva y muda, redoblaba la emoción del muchacho. La riqueza consistía, por consiguiente, en aquella paz triste, donde él encontraba el estremecimiento religioso que desciende de las bóvedas de las iglesias. ¡Cuántas veces, antes de acostarse, había apagado la vela y se había quedado una hora en la ventana, para sorprender así los secretos del palacete! Por la noche, la casona atravesaba el cielo con su mancha negra, los castaños extendían un charco de tinta. Debían de correr cuidadosamente las cortinas desde dentro porque ni la mano claridad se filtraba a través de las persianas. Hasta carecía de esa especie de respiración de las casas habitadas, donde se siente el aliento de las personas dormidas. Su silueta terminaba desvaneciéndose en la oscuridad. Entonces era cuando Julián se decidía y cogía su flauta. Podía tocar impunemente; el palacio vacío le devolvía el eco de las notitas perladas ciertos motivos lentos se perdían en las tinieblas del jardín, donde ni siquiera se oía un estremecimiento de alas. La vieja flauta de madera amarilla parecía toca: sus melodías antiguas delante del castillo de la Bella Durmiente. Un domingo, en la plaza de la iglesia uno de los empleados del correo mostró de repente a Julián a un anciano y a una anciana, nombrándoselos. Eran el marqués, y la marquesa de Marsanne. Salían tan rara vez que él no los había visto nunca, Le sobrecogió una gran emoción porque los encontraba flacos y solemnes; y contaba sus pasos saludados con grandes reverencias apenas contestados con una ligera inclinación de cabeza. Entonces su compañero le contó que tenían una hija estudiando con las monjas, la señorita Teresa de Marsanne, luego que el pequeño Colombel, el pasante de maese Savournin, era el hermano de leche de esta última. Y efectivamente, cuando los dos ancianos iban a tomar la calle de Santa Ana, el pequeño Colombel que pasaba por allí se acercó, y el marqués le tendió la mano, honor que no había dispensado a nadie. A Julián le molestó aquel apretón de manos, pues el tal Colombel, un muchacho de veinte años, de ojos vivos y boca perversa, había sido enemigo suyo. Se burlaba de su timidez y excitaba contra él a las planchadoras de la calle del Buen Sol; tanto que un día, junto a las murallas, había habido entre ellos una riña a puñetazos de la que el pasante de notario había salido con los ojos amoratados. Julián, por la noche, tocó la flauta más bajo aún, cuando conoció todos estos detalles. Por lo demás, la inquietud que le causaba el palacio de Marsanne no alteraba sus costumbres, de una regularidad cronométrica. Iba a su oficina, comía, cenaba, daba su paseo por la orilla del Chanteclair. El caserón mismo, con su paz profunda, terminaba por entrar en la placidez de su vida. Pasaron dos años. Estaba de tal modo acostumbrado a las hierbas de la escalinata, a la fachada gris, a las persianas negras, que estas cosas le parecían definitivas, necesarias al sueño del barrio. Hacía ya cinco años que Julián habitaba la plaza de las Cuatro Mujeres, cuando, una tarde de julio vino a trastornar su existencia un acontecimiento. La noche era muy calurosa, completamente cuajada de estrellas. Se puso a tocar la flauta sin luz pero distraídamente, haciendo más lento el ritmo y adormeciéndose con ciertos sonidos, cuando de pronto, frente a él, una ventana se abrió y permaneció abierta, vivamente iluminada en la sombría fachada de los Marsanne. Una joven se había asomado y su esbelta silueta permanecía allí recortándose en la luz, con la cabeza levantada como quien escucha. Julián, tembloroso, había cesado de tocar. No podía distinguir el rostro de la muchacha, sólo veía el raudal de sus cabellos, sueltos ya sobre la nuca. Y una voz suave llegó hasta sus oídos en medio del silencio. —¿Has oído, Francisca? Diríase que sonaba una música. —Tal vez algún ruiseñor, señorita —respondió una voz gruesa desde dentro—. Cierre usted, tenga cuidado con los bichos nocturnos. Cuando la fachada se quedó otra vez oscura, Julián permaneció clavado en su sillón, con los ojos invadidos por la luz que había visto en aquella pared, muerta hasta entonces. Y temblaba aún preguntándose si debía considerarse dichoso por aquella aparición. Luego, una hora más tarde, volvió a ponerse a tocar muy bajito, sonriendo al pensar que aquella joven creía, sin duda, que había un ruiseñor en los castaños. II Al día siguiente, en correos, la noticia sensacional era que la señorita Teresa de Marsanne acababa de volver del convento. Julián no contó que la había visto con la cabellera suelta sobre los hombros desnudos. Estaba muy inquieto: experimentaba un rencor indefinible contra la joven que iba a trastornar sus costumbres. Seguramente aquella ventana cuyas persianas temía ver abrirse a cada instante, le molestaría terriblemente. No se sentiría ya tranquilo en su casa, hubiera preferido un hombre que una mujer, pues las mujeres son más burlonas. ¿Cómo, en lo sucesivo, se atrevería a tocar la flauta? Lo hacía demasiado mal para una mujer que debía entender de música. Todo ello, después de largas reflexiones, le hizo llegar a creer que detestaba a Teresa. Julián volvió a casa furtivamente. No encendió la vela. Así ella no podría verlo. Quería acostarse en seguida para manifestar su mal humor, pero no pudo resistir a la necesidad de saber lo que pasaba en frente. La ventana no se abrió. Solamente hacia las diez, una pálida claridad se dejó ver a través de las persianas; luego aquella claridad se extinguió y Julián continuó mirando la ventana apagada. Desde entonces, todas las noches, realizó, a pesar suyo, aquel espionaje. Acechaba el palacete; como en los primeros tiempos, se aplicaba en señalar los pequeños soplos que venían a reanimar las viejas piedras mudas. Nada parecía cambiado, la mansión dormía siempre su sueño profundo; se precisaban oídos y ojos ejercitados para sorprender la vida nueva. Unas veces era una luz pasando detrás de los cristales: otras, una punta de cortina levantada que dejaba entrever un salón inmenso. Otras veces, un paso ligero atravesaba el jardín, o llegaba el sonido lejano de una voz acompañada al piano; o bien se trataba de ruidos más vagos aún, un simple estremecimiento que indicaba, en la vieja casona, la presencia de una sangre joven. Julián se explicaba a sí mismo su curiosidad, diciéndose que todo aquel bullicio le molestaba. ¡Cómo echaba de menos el tiempo en que el caserón le devolvía el eco suavizado de su flauta! Uno de sus más ardientes deseos, aunque no llegara a confesárselo, era volver a ver a Teresa. Se la imaginaba con el rostro encendido, el gesto burlón y los ojos brillantes. Pero como por el día no se atrevía a asomarse a la ventana, sólo la vislumbraba por la noche, completamente desdibujada por las sombras. Una mañana, en el momento en que estaba cerrando una de sus persianas para protegerse del sol, vio a Teresa de pie, en medio de su habitación. Se quedó como petrificado, sin atreverse a arriesgar un movimiento. Ella le pareció que estaba pensativa, muy alta, muy pálida, con un rostro bello y de trazos regulares. Casi tuvo miedo, tan diferente era de la imagen que de ella se había forjado. La joven tenía, sobre todo, una boca un poco grande, de un rojo vivo y unos ojos profundos, negros y sin brillo, que le daban un aspecto de reina cruel. Lentamente, ella se acercó a la ventana: pero no dio señales de haberse fijado en él, como si hubiera estado demasiado lejos o demasiado escondido. Luego se marchó… Después de conocerla, Julián, le tuvo aún más miedo. Entonces comenzó para el muchacho una existencia miserable. Aquella linda señorita, tan grave y tan noble, que vivía cerca de él, le desesperaba. Pero su desaliento era mayor cuando pensaba que ella podría verlo un día y encontrarlo ridículo. Su enfermiza timidez le hacía creer que la joven espiaba cada uno de sus actos para burlarse. Se metía en casa encogido y no se atrevía a moverse en su habitación. Luego, pasado un mes, comenzó a hacerle sufrir el desdén de la muchacha. ¿Por qué no le miraba nunca? Ella venía a la ventana, paseaba su mirada negra por la plaza desierta y se volvía a marchar sin siquiera adivinar su presencia. Y lo mismo que había temblado ante la idea de que lo viese, se estremecía ahora por la necesidad de sentirla fijar sus ojos en él. Ella le ocupaba todas las horas de su vida. Cuando Teresa se levantaba por la mañana, él tan exacto de costumbre, se olvidaba de su oficina. Tenía siempre miedo de aquel rostro blanco de labios rojos, pero era un miedo delicioso, que le producía placer. Oculto detrás de una cortina, se llenaba del terror que ella le inspiraba hasta sentirse malo, con las piernas cansadas como después de un largo paseo. Se entretenía en soñar que ella le miraba de repente, que le sonreía y que ya no le producía miedo. Tuvo la idea de seducirla con la música de su flauta. Aprovechó las noches calurosas para tocar de nuevo. Dejaba las dos ventanas abiertas y tocaba en la oscuridad sus melodías más viejas, cantos pastorales, ingenuos como canciones de niña. Eran notas muy sostenidas y trémulas que surgían en cadencias simples unas tras otras, L semejantes a las damas enamoradas de antaño, extendiendo sus faldas. Escogía para eso las noches sin luna; la plaza estaba sumida en la más completa oscuridad, no se sabía de dónde venía aquel canto tan dulce que rozaba las casas dormidas con el ala blanda de un pájaro nocturno. Y desde la primera noche, tuvo la emoción de ver a Teresa, antes de retirarse a dormir, acercarse, toda de blanco, a la ventana, donde se quedó sorprendida de volver a oír aquella música que había oído ya el día de su llegada. —Escucha, Francisca —dijo ella con su voz grave, volviéndose hacia el interior de la pieza—. No es un pájaro. —¡Oh! —respondió una mujer de edad de la que Julián sólo veía la sombra—. Seguramente se trata de algún cómico que se divierte, y muy lejos, en el barrio. —Sí, muy lejos —respondió la joven, tras un silencio, refrescando en la noche sus brazos desnudos. Desde entonces cada noche Julián tocó más fuerte. Sus labios inflaban el sonido, su fiebre pasaba a la vieja flauta de madera amarilla. Y Teresa, que escuchaba todas las noches, se extrañaba de aquella música viva, cuyas frases, volando por los tejados, esperaban la llegada de la noche para adelantar un paso hacia ella. Sentía muy bien que la serenata caminaba hacia su ventana y a veces ella se empinaba como para ver por encima de las casas. Luego, una noche, el canto surgió tan próximo que casi sintió el roce físico; adivinó que procedía de la misma plaza, de una d, las viejas casas que dormitaban, Julián soplaba con toda su pasión, la flauta vibraba con arpegios de cristal. La sombra le daba tal audacia que esperaba atraerla su lado sólo por la fuerza de su canto Y Teresa, en efecto, se asomaba hacia afuera como atraída y conquistada. —Métase usted para adentro —dijo La voz de la mujer de edad—. La noche está tormentosa, va usted a tener pesadillas Aquella noche, Julián no pudo dormir Se imaginaba que Teresa lo había adivinado, lo había visto acaso. Y él ardía e su cama, preguntándose si debía mostrarse al día siguiente. Ciertamente, sería ridículo ocultarse por más tiempo. Sin embargo decidió que no se daría a ver. Y estaba delante de su ventana, a las seis, guardando el instrumento en su estuche, cuando las persianas de Teresa se abrieron bruscamente. La joven, que nunca se levantaba antes de las ocho, apareció en salto de cama, se apoyó en la ventana, con el pelo recogido sobre la nuca. Julián se quedó embobado mirándola de frente sin poder desviar su mirada, mientras que sus manos torpes trataban en vano de desmontar la flauta. También Teresa lo miraba con una mirada fija y autoritaria. Un instante pareció estar estudiando sus grandes huesos, en su cuerpo enorme y mal bosquejado, en toda su fealdad de gigante tímido. Y ella no era ya la niña febril que había visto la víspera; ahora aparecía altiva y muy blanca con sus cabellos negros y sus labios rojos. Cuando terminó de juzgarlo, con la misma tranquilidad con que se habría preguntado si un perro de la calle le gustaba o no, le condenó con una ligera mueca; luego, volviendo la espalda lentamente, cerró la ventana. A Julián le flojearon las piernas y se dejó caer en su sillón, mientras se le escapaban palabras entrecortadas: —¡Ah! ¡Dios mío! No le gusto… ¡Y yo que la amo, yo que me voy a morir por ella! Se agarró la cabeza entre las manos y sollozó. Para eso más le hubiera valido no haberse mostrado. Cuando se es contrahecho, se oculta uno, no se espanta a las chicas. El se injuriaba, furioso de su fealdad. ¿No hubiera sido mejor haber continuado tocando la flauta en la sombra, como un pájaro nocturno, que seduce a las gentes por su canto, y que si quiere agradar, no debe nunca aparecer a la luz del sol? Así, hubiera seguido siendo para ella una música dulce, la melodía antigua de un amor misterioso. Ella lo habría adorado sin conocerlo, como a un príncipe encantador, venido de lejos, y muerto de amor bajo su e ventana. Pero él, brutal y estúpido, había a roto el encanto. Ahora ella sabía que era como un buey de labranza y nunca más e volvería a amar su música. En efecto, por más que volvió a tocar las melodías más tiernas, a escoger las noches más calurosas, embalsamadas por el olor de las frondas, Teresa no escuchaba. Ella iba y venía en su habitación, se asomaba a la ventana, como si él no hubiera estado en frente diciéndole todo su amor en aquellas pequeñas notas humildes. La joven llegó a exclamar un día: —¡Dios mío, qué fastidio de flauta con ese sonido cascado! Entonces, desesperado, arrojó la flauta al fondo de un cajón y no tocó más. Digamos también que el pequeño Colombel era otro de los que hacía a Julián objeto de sus burlas. Una vez, yendo al estudio lo había visto en la ventana estudiando un trozo, y cada vez que pasaba por la plaza, se reía de él con su mala idea. Julián sabía que el pasante del notario era recibido en casa de los Marsanne. Esto le destrozaba el corazón, no porque tuviera u envidia a aquel aborto, sino porque habría dado toda su sangre por estar una hora en lugar suyo. La madre del joven, Francisca, que llevaba muchos años en la casa, cuidaba ahora a Teresa, de quien había sido nodriza. La señorita noble y el pequeño campesino habían crecido juntos y parecía natural que hubieran conservado algo de su camaradería antigua. También le hacía sufrir a Julián el encontrarse con Colombel en la calle, y verlo fruncir los labios con su maliciosa sonrisa. Su repulsión se hizo mayor el día que vio que aquel aborto no era feo de cara, una cabeza redonda de gato, pero muy fina y diabólica, con ojos verdes y una ligera barba rizada en su barbilla suave. ¡Ah! ¡Si lo hubiera vuelto a tener en un rincón de las murallas, qué cara le habría hecho pagar la felicidad de ver a Teresa en su propia casa! Pasó un año. Julián fue muy desdichado. Ya no vivía más que por Teresa. Su corazón estaba en aquel caserón glacial, frente al cual se moría de torpeza y de amor. En cuanto disponía de un minuto, venía a pasarlo allí, con la mirada fija en el muro gris, cuyas menores manchas de musgo conocía perfectamente. Por más que, desde hacía largos meses, había abierto bien los ojos y los oídos, ignoraba aún la existencia interior de aquella casa solemne que le tenía aprisionado. Ciertos ruidos vagos, algunos resplandores perdidos le intrigaban. ¿Tratábase de fiestas o de duelos? Lo ignoraba. La vida se hacía por la otra fachada. Se figuraba las cosas a medida de sus tristezas o de sus alegrías: ruidosos juegos de Teresa y Colombel, paseos lentos de la joven bajo los castaños, bailes que la mecían en brazos de los hombres, pesares bruscos que la postraban llorosa en algún cuarto sombrío. O bien sólo escuchaba en su pensamiento los pasitos del marqués y de la marquesa trotando como ratones por los viejos pisos de madera… Las grandes alegrías de Julián eran las horas en que la ventana permanecía abierta. Entonces, durante la ausencia de la muchacha, podía ver los rincones de la habitación. Tardó seis meses en saber que la cama estaba a la izquierda, una cama con cortinas de seda rosa. Luego, al cabo de otros seis meses, comprendió que en frente del lecho había una cómoda Luis XV y un espejo encima con marco de porcelana. Al fondo, veía la chimenea de mármol blanco. Aquella habitación era el paraíso soñado. Su amor le costaba enormes luchas. Durante semanas enteras se mantenía oculto, avergonzado de su fealdad. Luego le asaltaba la furia. Tenía necesidad de imponerle la vista de su rostro encendido en fiebre. Entonces permanecía días y días en la ventana, sin dejar de mirarla. Incluso, en dos ocasiones, le envió besos ardientes con esa brutalidad de las gentes tímidas cuando la audacia las enloquece. Teresa ni se enfadaba siquiera. Si permanecía escondido, la veía ir y venir con gestos de reina; si se mostraba, la veía en una actitud aún más fría y altiva. Nunca podía sorprenderla en una hora de abandono. Cuando ella lo encontraba bajo su mirada, no tenía ninguna prisa en desviar de él los ojos. Julián oía decir a veces, en correos, que era muy piadosa y muy buena y tenía que ahogar para sus adentros una protesta violenta.. ¡No! ¡No! No tenía religión, le gustaba la sangre, pues tenía sangre en los labios y la palidez de su cara mostraba su desprecio por las gentes. Después, lloraba por haberla insultado y le pedía perdón como a una santa envuelta en la pureza de sus alas. Durante este primer año se sucedieron los días sin traer nada nuevo. Cuando volvió el verano, Teresa le pareció haber experimentado un cambio. Eran sin duda los mismos acontecimientos, las persianas abiertas por la mañana y cerradas por la noche, las apariciones regulares a las horas acostumbradas; pero de la habitación salía un soplo nuevo. Teresa estaba más pálida, más alta. Un día de fiebre Julián se atrevió por tercera vez a tirarle un beso con los dedos. Ella le miró fijamente, con su desconcertante gravedad, sin abandonar la ventana. Fue él quien se retiró con la cara encarnada. Un solo hecho nuevo se produjo a fines ‘ de verano que, a pesar de su insignificancia, lo trastornó profundamente. Casi todos los días, al caer el crepúsculo, la ventana de Teresa que había quedado entreabierta se cerraba violentamente. El ruido le hacía estremecerse con un sobresalto doloroso y permanecer torturado de angustia, con el corazón deshecho, sin saber por qué. Después de aquella sacudida brutal, la casa volvía a caer en un silencio que le producía espanto. Mucho tiempo pasó sin que pudiese distinguir de quién era el brazo que cerraba así la ventana; pero una noche distinguió las manos pálidas de Teresa; era ella la que echaba la aldabilla con tanta violencia. Y cuando, una hora después, volvía a abrir la ventana sin apresuramiento, llena de una lentitud digna, parecía cansada… Una noche de otoño, la aldabilla tuvo un crujido terrible. Julián se estremeció y algunas lágrimas involuntarias acudieron a sus ojos, frente al palacete lúgubre que el crepúsculo anegaba en sombra. Había llovido por la mañana; los castaños medio desnudos de hojas exhalaban un olor de muerte. Sin embargo, Julián esperaba que la ventana volviera a abrirse. Y se abrió de pronto tan brutalmente como se había cerrado. Teresa apareció. Estaba toda blanca, con los ojos muy grandes, los cabellos sueltos sobre su espalda y, colocándose en la ventana, puso las manos sobre su boca roja y envió un beso a Julián. Loco de alegría, apoyó sus puños en el pecho, como preguntando si aquel beso era para él. Entonces la joven creyó que él retrocedía. Se inclinó aún más y volvió a enviarle un segundo beso. Luego un tercero. Era como los tres besos del joven que ella le devolvía. Julián se quedó como aturdido. El crepúsculo era claro, él la veía claramente en el cuadro de sombra de la ventana. Cuando ella creyó haberlo conquistado, echó una ojeada a la plaza y dijo con una voz sofocada: —¡Ven! Él fue. Bajó. Se acercó al caserón. Cuando levantaba la cabeza, la puerta de la escalinata se entreabrió, aquella puerta cerrada quizás desde hacía medio siglo, cuyo musgo había unido las dos hojas claveteadas. Pero a fuerza de estupefacción, nada le causaba asombro. Cuando hubo entrado, la puerta volvió a cerrarse y anduvo tras una manita helada que lo conducía. Subió un piso, siguió un pasillo, atravesó una primera sala y, por fin, se encontró en una habitación que no le era desconocida. Era el paraíso soñado, la habitación de las cortinas de seda rosa. La luz del día se apagaba con una lentitud dulce. Estuvo tentado de ponerse de rodillas. Entre tanto, ‘Teresa estaba delante de él, derecha, con las manos apretadas, tan resuelta que terminó por vencer el estremecimiento que la sacudía. —¿Me quieres? —preguntó ella en voz baja. —¡Oh! ¡Sí! —balbuceó él. Pero ella hizo un gesto como para prohibirle las frases inútiles y prosiguió con una altivez que hacía sus palabras naturales y castas en su boca de mujer joven: —Si yo me entregase a ti harías todo lo que te pidiese ¿verdad? Julián no pudo responder. Juntó sus manos. Por un beso de ella vendería su alma. —Pues bien tengo que pedirte un servicio. Como él continuaba idiotizado, ella tuvo una brusca violencia sintiendo que sus fuerzas estaban agotándose y que no iba a atreverse a decírselo. —¿Bueno, hay que jurarlo primero! Yo juro sostener lo tratado. ¡Jura tú también! —¿Oh! ¡Sí! Lo juro. ¡Lo que usted quiera! —dijo él en un instante de absoluto abandono. El olor puro de la habitación lo embriagaba. Las cortinas del lecho estaban echadas y sólo pensar en aquel lecho virgen, en la sombra suavizada de la seda rosa, le llenaba de un éxtasis religioso. Entonces, con sus manos, ella corrió las cortinas, mostrando el lecho donde el crepúsculo dejaba caer una claridad incierta. La cama estaba en desorden, las sábanas caídas, un almohadón en el suelo parecía haber sido roto de una dentellada. Y en medio de los encajes arrugados, yacía el cuerpo de un hombre, con los pies descalzos, atravesado, boca arriba. —Ahí tienes —dijo ella con una voz que se estrangulaba—. Ese hombre era mi amante. Lo he empujado, se ha caído, no sé. En fin, está muerto. Necesito que te lo lleves. ¿Comprendes? Eso es todo. Sí, eso es todo. III De pequeña, Teresa Marsanne tuvo a Colombel como sufrelotodo. Era apenas seis meses mayor que ella y Francisca, su madre, había terminado de criarlo con biberón. Luego Colombel ocupó en la casa una posición indefinida entre criado y compañero de juegos de Teresa. Esta era una niña terrible. No porque fuese inquieta y bulliciosa, antes al contrario, mantenía una singular seriedad que le daba consideración de señorita bien educada ante los visitantes. Pero porque tenía ocurrencias extrañas: de repente, prorrumpía en gritos inarticulados, en pataleos furiosos cuando estaba sola, o bien se acostaba boca arriba en medio de un paseo del jardín, donde permanecía echada, negándose obstinadamente a levantarse, a pesar de que a veces se le imponían severas correcciones. Nunca se sabía lo que pensaba. Ya en sus juegos de chica se esforzaba en contener todo entusiasmo y, en lugar de esos claros espejos donde se ven tan netamente el alma de las niñas, tenía dos agujeros oscuros, de espesor de tinta, en los cuales era imposible leer. A los seis años, comenzó a torturar a Colombel. El era pequeño y raquítico y ella le saltaba a la espalda y le obligaba a llevarla a cuestas. A veces eran carreras de una hora en una amplia glorieta. Ella le apretaba el cuello, le daba patadas sin darle punto de reposo. El era su caballo y ella la amazona. Cuando aturdido, estaba próximo a desplomarse, ella le mordía una oreja hasta hacerle sangre o se abrazaba a él de modo tan furioso que le hundía sus uñitas en la carne. Y el galope se reanudaba; aquella reina cruel de seis años, pasaba entre los árboles con el pelo suelto, galopando sobre el chiquillo que le servía de cabalgadura. Más tarde, en presencia de sus padres, le pellizcaba, prohibiéndole gritar, bajo la continua amenaza de hacerlo expulsar de casa si hablaba de estas cosas. Tenían así una existencia secreta, una manera de estar juntos que cambiaba delante de la gente… Colombel soportó aquella existencia de mártir con mudas sublevaciones que le dejaban tembloroso, con los ojos bajos, para no caer en la tentación de estrangular a su joven señora. Pero él también era un temperamento especial. No le desagradaba que le pegasen. Gustaba de un deleite áspero, a veces se ingeniaba para que lo pinchase, esperando el pinchazo con un estremecimiento furioso y satisfecho de sentir el alfiler; entonces se perdía en las delicias del rencor. Y además se vengaba dejándose caer sobre las piedras, arrastrando consigo a Teresa, sin temor a romperse un brazo con tal de que ella se diese un coscorrón. Si no gritaba cuando ella le pinchaba delante de la gente, era para que nadie se pusiese entre ellos. Se trataba simplemente de un asunto que les importaba a ellos solos, una querella de la que esperaba salir vencedor más adelante. Sin embargo, al marqués le preocuparon las maneras violentas de su hija. Salía, según decían, a uno de sus tíos que había llevado una vida terrible de aventuras y que había muerto asesinado en un sitio de mala nota, en el fondo de un barrio. Los Marsanne tenían así en su historia todo un filón trágico; en medio de la descendencia de una dignidad altiva, algunos miembros nacían, de vez en cuando, con un mal extraño, y ese mal era como un acceso de locura, una perversión de los sentimientos, una espuma mala que parecía depurar la familia por algún tiempo. El marqués, por prudencia, creyó deber someter a Teresa a una educación enérgica y la colocó en un convento, donde esperaba que la regla monástica suavizaría su naturaleza. Y allí permaneció hasta los dieciocho años. Cuando Teresa volvió había crecido mucho y era muy buena. Sus padres se alegraron de comprobar sus profundos sentimientos religiosos. En la iglesia se la veía abismada, con la frente entre las manos. En casa ponía un perfume de inocencia y de paz. Sólo se le reprochaba un defecto: era golosa, desde la mañana a la noche estaba comiendo bombones… El marqués y la marquesa, enclaustrados desde hacía quince años en el fondo del gran caserón vacío, creyeron llegado el momento de volver a abrir sus salones. Dieron algunas comidas a la nobleza de los contornos. Incluso celebraron algunos bailes. Su propósito era casar a Teresa. Y, a pesar de su frialdad, ella se mostraba complaciente, se vestía y bailaba, pero con un rostro tan blanco, que preocupaba a los hombres que se arriesgaban a amarla. Jamás Teresa había vuelto a hablar del pequeño Colombel. El marqués se había ocupado de él y acababa de colocarlo en casa de maese Savournín, después de haberle procurado alguna instrucción. Un día Francisca trajo a su hijo a casa y lo llevó ante Teresa sonriente, muy limpio, era bastante desenvuelto. Teresa le miró tranquilamente, luego dio media vuelta. Pero ocho días más tarde, Colombel volvió y pronto había recobrado sus costumbres antiguas. Todas las tardes, al salir de su estudio, entraba en el palacete, traía piezas de música, libros, álbumes. Se le trataba sin importancia, se le hacían encargos, como aun criado o a un pariente pobre. Era como una dependencia de la familia. Por eso le dejaban solo con la joven sin pensar mal. Como en otro tiempo, se encerraban juntos en los grandes salones, permanecían horas enteras bajo las frondas del jardín. En verdad, ya no gozaban de los mismos juegos. Teresa se paseaba lentamente con el ligero ruido de su falda sobre las hierbas. Colombel, vestido como los muchachos ricos del pueblo, la acompañaba golpeando el suelo con un bastón flexible que llevaba siempre. Sin embargo, ella volvía a ser la reina y él volvía a ser el esclavo. Cierto que ahora ella no le mordía ya, pero tenía una manera de ir a su lado que, poco a poco, le empequeñecía, le convertía en un paje sosteniendo el manto de una soberana. Ella le torturaba con sus caprichos fantásticos, se abandonaba a palabras afectuosas, luego se mostraba dura, sencillamente para recrearse. El, cuando ella volvía la cabeza, le arrojaba una mirada brillante, aguda como una espada y toda su persona de -muchacho vicioso acechaba, soñando el momento de una traición. Una tarde de verano se paseaban desde hacía tiempo bajo las frondas espesas de los castaños cuanto Teresa, un instante silenciosa, le dijo con un tono grave: —Mira, Colombel, estoy cansada. ¿Y si, me llevaras, te acuerdas, como antes? El se rió brevemente. Luego, muy serio, respondió: —Con mucho gusto, Teresa. Pero ella se puso a andar, diciendo simplemente: —Está bien, era para saberlo. Continuaron su paseo. Venía la noche, la sombra era negra bajo los árboles. Hablaban de una dama del pueblo que acababa de casarse con un oficial. Cuando se metieron por un camino muy estrecho el joven quiso apartarse para que ella pasase delante de él, pero ella lo empujó violentamente y le obligó a ir delante. Ahora ambos iban callados. Y bruscamente, Teresa saltó sobre la espalda de Colombel, con su antigua elasticidad de chicuela traviesa. —¡Arre!—dijo ella con la voz cambiada, estrangulada por la pasión de otro tiempo. Ella le había arrebatado el bastón y con él le azotaba los muslos. Agarrada a los hombros, apretándole con todas sus fuerzas entre sus piernas nerviosas de amazona, lo llevaba locamente por la sombra negra del follaje. Durante mucho tiempo le fustigó, le hizo activar su carrera. El galope precipitado de Colombel se apagaba sobre la hierba. Sin pronunciar palabra, jadeaba con fuerza, se erguía sobre sus piernas de hombrecito, con aquella muchachota cuyo peso tibio le aplastaba. Pero cuando ella le gritó ¡Basta!, él no se detuvo. Galopó más de prisa como arrastrado por su impulso. Con las manos entrelazadas por detrás, la sujetaba por las pantorrillas tan fuertemente que ella no podía saltar. Era el caballo ahora quien se encorajinaba y se llevaba a su ama. De repente, a pesar de los varillazos y de los arañazos, él se dirigió hacia un cobertizo, en el cual guardaba sus herramientas el jardinero. Allí la tiró en el suelo y la violó entre la paja. Por fin había llegado su turno de ser el amo. Teresa palideció más, tuvo los labios más rojos y los ojos más negros. Continuó su vida de devoción. A pocos días de distancia se repitió la escena… Sus amores fueron terribles. Teresa recibió a Colombel en su alcoba. Ella le había facilitado una llave. Por la noche se veía obligado a atravesar la habitación en la que se acostaba precisamente su madre. Pero los amantes mostraban una audacia tan tranquila que nunca los sorprendió nadie. Se atrevieron a reunirse en pleno día. Colombel venía antes de cenar y Teresa cerraba la ventana, a fin de escapar a las miradas de los vecinos. Sentían la necesidad de verse a todas horas, no pana decirse las ternuras de los amantes de veinte años, sino para reanudar el combate de su orgullo. Con frecuencia una disputa los sacudía, insultándose el uno al otro en voz baja, tanto más temblorosos de cólera, cuanto .que no podían ceder al deseo de gritar y de pegarse. Justamente una tarde, antes de cenar, Colombel había venido. Cuando andaba por la habitación con los pies descalzos todavía y en mangas de camisa, tuvo la ocurrencia de coger a Teresa, de levantarla como hacen los hércules de feria, al comienzo de una lucha. Teresa quiso desasirse diciendo: —¡Déjame, sabes que soy más fuerte que tú! ¡Te haría daño! —Pues bien, hazme daño —murmuró sonriendo Colombel. Mientras, la seguía sacudiendo entre sus brazos. Entonces ella lo zarandeó. Jugaban a menudo a este juego por necesidad de batalla. Lo más a menudo era Colombel quien caía boca arriba, sobre la alfombra. Era demasiado pequeño, ella le ayudaba a levantarse y lo estrujaba con un gesto de gigante. Pero aquel día Teresa resbaló, cayó de rodillas y Colombel, con un empujón brusco, la derribó. Él, de pie, triunfaba. —Ya ves que no eres la más fuerte —le dijo con una risa insultante. Ella se puso lívida. Se volvió a levantar lentamente y, muda, lo agarró de nuevo con un temblor de cólera que a él mismo le produjo un estremecimiento. ¡Oh! ¡Ahogarle y acabar con él, dejarle allí inerte, vencido para siempre! Durante un minuto lucharon sin proferir palabra, jadeantes, crujiéndoles los miembros. Aquello no era ya un juego. Un soplo frío de homicidio pasaba por sus cabezas. El se puso a resoplar. Ella, temiendo que alguien los oyese, le empujó en un último y terrible esfuerzo. Colombel fue a dar con la sien contra la esquina de la cómoda y cayó torpemente al suelo. Teresa respiró un instante. Se puso a atusarse el pelo delante del espejo, a quitarse las arrugas de la falda, haciendo como que no se preocupaba del vencido. Podía muy bien levantarse solo. Luego lo zarandeó con el pie. Y como seguía sin moverse, terminó por agacharse con una sensación de frío en el vello de su nuca. Entonces vio el rostro de Colombel con una palidez de cera, con los ojos vidriosos y la boca torcida. En la sien derecha tenía un agujero, la sien se había deshecho contra un pico de la cómoda. Colombel estaba muerto. Ella se puso otra vez de pie helada y habló en alta voz en medio del silencio. —¡Muerto! ¡Ahora sí que está muerto! Y, de repente, el sentimiento de la realidad la llenó de una angustia horrible. Sin duda, un segundo, ella había querido matarlo. Pero aquel pensamiento de cólera era estúpido. Siempre queremos matar a las gentes cuando nos peleamos con ellas; pero no las matamos nunca porque las gentes muertas son muy molestas. No, no, ella no era culpable, ella no había querido aquello. ¡Y en su habitación nada menos! Ella continuó hablando en voz alta, con palabras entrecortadas. —¡Y bien! Se acabó… está muerto y no se marchará por su propio pie. Al estupor frío del primer momento, sucedía, en ella, una fiebre que le subía desde las entrañas hasta la garganta, como una oleada de fuego. Tenía un hombre muerto en su habitación. Nunca podría explicar por qué estaba allí, descalzo, en mangas de camisa, con un agujero en la sien. Estaba perdida. Teresa se agachó, miró la herida. Pero un terror la inmovilizó junto al cadáver. Estaba oyendo a Francisca, la madre de Colombel, que pasaba por el corredor. Otros ruidos se oían también, pasos, voces, los preparativos de una velada que debía tener lugar el mismo día. Podían llegar de un momento a otro. Y aquel muerto que estaba allí, aquel amante a quien había matado y que venía a caer sobre sus espaldas con todo el peso de su falta. Entonces, aturdida por el clamor que se agigantaba bajo su cráneo, se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación. Buscaba un agujero por donde arrojar aquel cuerpo que ahora se atravesaba en su vida, miraba bajo los muebles, en los rincones, toda sacudida por el temblor rabioso de su impotencia. No, no había ningún agujero en la alcoba, los armarios eran demasiado estrechos, la habitación entera le negaba toda ayuda. ¡Y, sin embargo, era en ella donde habían ocultado sus besos! Donde él entraba con su suave ruido de gato y salía del mismo modo. Nunca hubiera creído ella que podía llegar a hacerse tan horrible. Teresa paseaba aún de un lado para otro con la locura danzarina de un animal acosado, cuando creyó tener una inspiración. ¿Y si tirase a Colombel por la ventana? Pero le encontrarían y adivinarían en seguida de dónde había caído. No obstante, ella había levantado la cortina para mirar la calle y, de repente, vio al joven de enfrente, a aquel imbécil que tocaba la flauta, apoyado en la ventana con su aspecto de perro sumiso. Ella conocía bien su cara descolorida, sin cesar dirigida hacia ella, y estaba aburrida de ver en él una cobarde ternura. La vista de Julián, tan humilde y tan fiel, la iluminó. Una sonrisa se dibujó en su pálido rostro. Allí estaba la salvación. El idiota de enfrente la amaba con una pasión de dogo encadenado que la obedecería hasta el crimen. Además le recompensaría con todo su corazón, con todo su cuerpo. No le había querido porque era demasiado bueno; pero ella le querría, le compraría para siempre con la entrega leal de su carne si él llegaba a ensangrentarse por ella. Sus labios rojos tuvieron un pequeño estremecimiento, como con el sabor de un amor espantado con el que la atraía el desconocido. Entonces, vivamente, del mismo modo que hubiera cogido un paquete de ropa, levantó el cuerpo de Colombel y lo puso en la cama. Luego, abriendo la ventana, envió unos besos a Julián. IV Julián se movía en una pesadilla. Cuando reconoció a Colombel atravesado en la cama, no se sorprendió, lo encontró natural y sencillo. Sí, sólo Colombel podía estar en el fondo de aquella alcoba, con la sien deshecha y los brazos abiertos, en una posición de lujuria espantosa. Entre tanto, Teresa le hablaba larga mente. El no entendía nada al principio las palabras resbalaban sobre su estupor con un ruido confuso. Luego comprendió que ella le estaba dando órdenes y escuchó. Ahora era preciso que él no saliese ya de su habitación. Debía permanece allí hasta medianoche y esperar a que L casa estuviese a oscuras y vacía. Aquel! velada que daba el marqués les impediría obrar antes; pero, en suma, ofrecía circunstancias favorables, ocupaba demasía do a todos para que nadie pensase en subir a la habitación de la joven. Llegado el momento, Julián se echaría el cadáver a las espaldas, bajaría con él e iría a echarlo al Chanteclair, al final de la calle del Buen Sol. Nada parecía más fácil, a juzgar por la tranquilidad con que Teresa explicaba su plan. Por fin paró de hablar y, poniendo sus manos sobre los hombros de Julián, le preguntó: —¿Has comprendido? ¿Estamos de acuerdo? Él tuvo un estremecimiento. —Sí, sí, todo lo que usted quiera. Estoy a sus órdenes. Entonces, muy seria, ella se inclinó. Y como él no comprendiese lo que quería, le dijo: —Bésame. Él depositó tembloroso un beso sobre su frente helada. Y ambos guardaron silencio. Teresa había corrido otra vez las cortinas del lecho y se dejó caer en un sillón, donde descansó, al fin, abismada en la sombra. Julián, después de haber estado un instante de pie, se sentó igualmente en una silla. Francisca no estaba ya en la habitación contigua, la casa no enviaba sino ruidos sordos, la habitación parecía dormir repleta poco a poco de tinieblas. Durante más de una hora, nadie se movió. Julián escuchaba en su cerebro grandes golpes que le impedían seguir un razonamiento. Estaba junto a Teresa y esto le embriagaba de felicidad. Luego, de repente, cuando pensaba que tenía a su lado el cadáver de un hombre, se sentía desfallecer. Ella había llegado a amar a aquel aborto. ¡Santo Dios! ¿Era posible? La perdonaba por haberle matado, lo que le encendía la sangre eran los pies descalzos de Colombel, los pies descalzos de aquel hombre en medio de los encajes de la cama. ¡Con qué alegría lo arrojaría al Chanteclair, al extremo del puente, en un sitio profundo y negro que él conocía muy bien! Así se verían libres de él ambos y podrían amarse después. Entonces, al pensamiento de aquella dicha que no se hubiera atrevido a pensar por la mañana de aquel mismo día, él se veía en la cama en lugar de aquel cadáver y el sitio estaba frío y le daba una repugnancia horrible. Recostada en el sillón, Teresa permanecía inmóvil. Bajo la claridad vaga de la ventana, él veía simplemente la mancha alta de su moño. Ella estaba con el rostro entre las manos, sin que fuera posible conocer el sentimiento que la aniquilaba así. ¿Era un simple decaimiento físico después de la horrible crisis que acababa de atravesar? ¿Era un remordimiento comprimido, un dolor por aquel amante dormido para siempre? ¿Se ocupaba acaso tranquilamente de madurar su plan de salvación? ¿O bien ocultaba los estragos del miedo sobre su cara anegada en la sombra? Nadie podía adivinarlo. El reloj sonó en medio del gran silencio Entonces Teresa se levantó lentamente, encendió las velas de su tocador y apareció con su hermosa serenidad de costumbre reposada y fuerte. Parecía haber olvidado el cuerpo panza arriba que había detrás de las cortinas de seda rosa, e iba y venía con el paso tranquilo de una persona que se ocupa en la intimidad cerrada de su habitación. Luego, cuando se estaba soltando los cabellos, dijo sin moverse siquiera: —Voy a vestirme para esta fiesta… Si alguien viniera, te esconderías detrás de la cama, ¿verdad? Él continuaba sentado mirándola. Ella le trataba ya como a un amante, como si la complicidad sangrienta que se establecía entre ellos los hubiese habituado el uno al otro en una larga amistad. Con los brazos en alto, se estuvo peinando. La miraba siempre con un temblor de deseo al verla, desnuda la espalda, moviendo perezosamente en el aire sus codos delicados y sus manos afiladas que enrollaban los bucles. ¿Quería ella ahora seducirle, mostrarle la amante que él iba a ganar para darle valor? Teresa acababa de calzarse cuando se dejó oír un ruido de pasos. —Ocúltate detrás de la cama —dijo ella en voz baja. Y con un movimiento rápido, echó sobre el cadáver rígido de Colombel toda la ropa que se había quitado, una ropa tibia todavía, perfumada con su perfume. Era Francisca, que entró diciendo: —La esperan a usted, señorita. —Ahora voy, replicó tranquilamente Teresa. ¡Mira! Vas a ayudarme a ponerme el vestido. Julián, por una rendija de las cortinas, las veía a ambas y se sobrecogía por la audacia de la muchacha, sus dientes castañeteaban tan fuerte, que se cogió la mandíbula con la mano para que no lo oyesen. A su lado, bajo la camisa de mujer, veía colgar uno de los pies helados de Colombel. ¡Si Francisca, si la madre, corriera la cortina y tropezara con el pie de su hijo, aquel pie descalzo que sobresalía!… —Ten cuidado —repetía Teresa—, vete despacio; me arrancas las flores. Su voz no tenía la menor emoción. Sonreía ahora como una muchacha contenta por ir al baile. El vestido era un vestido de seda blanca, adornado con zarza-rosas, flores blancas con su centro teñido por un puntito encarnado. Y cuando se puso de pie en medio de la habitación, era como un gran ramo de una blancura virginal. Sus brazos desnudos, su cuello desnudo continuaban la blancura de la seda. —¡Qué bella es usted! ¡Qué bella es usted! —repetía complaciente la vieja Francisca—. Falta la diadema, ¡espere usted! Y empezó a buscarla llevando la mano a las cortinas como para mirar encima de la cama. A Julián le faltó muy poco para dejar escapar un grito de angustia. Pero Teresa, sin apurarse, sonriendo delante del espejo, dijo: —Está ahí, encima de la cómoda. Démela… ¡Oh! No toque la cama. He puesto algunas cosas encima y no quiero que se revuelvan, Francisca la ayudó a ponerse la larga rama de zarza-rosas que la coronaba y cuyo extremo más flexible le caía sobre la nuca. Luego la joven se quedó allí todavía un instante como recreándose. Ya estaba o lista y se ponía los guantes… —Vamos, bajemos… Puedes apagar las velas. En la oscuridad brusca que reinó, Julián oyó cerrarse la puerta y el vestido de Teresa se alejó con su roce de seda a lo largo del pasillo. Se sentó en el suelo, entre la cama y la pared, sin atreverse aún a salir de allí. La noche profunda le ponía un velo ante los ojos; pero guardaba la sensación de aquel pie descalzo cerca de él, que parecía transmitir su frío a toda la habitación. Estaba allí desde un lapso de tiempo que no podía calcular, en un tumulto de pensamientos, pesado como una somnolencia, cuando la puerta volvió a abrirse. En el ligero roce de la seda reconoció a Teresa. Ella no entró, dejó solamente algo sobre la cómoda, murmurando: —Toma, debes tener hambre. Es necesario que comas. ¿Me oyes? Volvió a oírse el ligero ruido, el vestido de seda se alejó por segunda vez a lo largo del pasillo. Julián, sacudido, se levantó. Se ahogaba en la alcoba, no podía permanecer junto a la cama, al lado de Colombel. El reloj dio las ocho, tenía aún que esperar cuatro horas. Entonces se puso a andar ahogando el ruido de sus pasos. Una débil claridad, la claridad de la noche estrellada, le permitía distinguir las manchas sombrías de los muebles. Algunos rincones se sumergían, sólo el espejo conservaba un reflejo apagado de plata vieja. El no acostumbraba a ser miedoso, pero en aquella habitación, por momentos se le inundaba la cara de sudor. En torno suyo las masas negras de los muebles se agitaban, tomando formas amenazadoras. Por tres veces creyó oír salir unos suspiros de la cama. Y se detenía aterrorizado. Luego, cuando ponía más atención, eran los ruidos de la fiesta que subían, una música de baile, el murmullo alegre de la gente. Cerraba los ojos y, de pronto, en lugar de la oscuridad de la habitación, se le aparecía un salón iluminado donde veía a Teresa con su vestido puro pasar con un ritmo amoroso entre los brazos de un bailarín. Toda la casa vibraba de una melodía feliz. Sólo él estaba temblando de espanto en aquel rincón abominable. Un momento retrocedió con los cabellos erizados; le pareció ver un resplandor encenderse sobre un asiento. Cuando se atrevió a acercarse y tocar, reconoció un corsé de raso blanco. Lo cogió, hundió su rostro en la tela suavizada por el pecho de amazona de la joven, respiró profundamente su olor para aturdirse. ¡Qué delicia! Quería olvidarlo todo. No, aquello no era una velada de muerto, era una velada de amor. Vino a apoyar su frente en los cristales, guardando en sus labios el corsé y volvió a revivir la historia de su corazón. En frente, al otro lado de la calle, veía su habitación, cuyas ventanas habían quedado abiertas. Allí había seducido a Teresa en sus largas sesiones de música devota. Su flauta cantaba su ternura, decía sus confesiones, con un temblor de voz tan dulce de amante tímido, que la joven, vencida, había terminado por sonreír. Aquel raso que estaba besando era algo de ella. * * * Sonaron las diez. Escuchó. Le parecía estar allí desde hacía años. Entonces esperó como idiotizado. Encontró, bajo su mano, pan y fruta, comió de pie, ávidamente, con un dolor de estómago que no podía apaciguar. Aquello le daría fuerzas quizás. Luego, cuando terminó de comer, se sintió invadido de una flojera inmensa. Le parecía que la noche duraría ya siempre. En el palacete, la música lejana se hacía más clara; el movimiento de una danza sacudía por momentos el suelo: los coches comenzaban a rodar. Y él miraba fijamente a la puerta, cuando distinguió en ella como una estrella en el agujero de la cerradura. Ni siquiera se ocultó. ¡Tanto peor si entraba alguien! —No, gracias, Francisca —dijo Teresa apareciendo con una vela—. Me desnudaré yo sola. Acuéstate, debes estar cansada. Volvió a cerrar la puerta y echó el cerrojo. Luego permaneció un instante inmóvil con un dedo en los labios, conservando en la mano la palmatoria. El baile no había hecho subir el color a sus mejillas. No habló, dejó la palmatoria, se sentó frente a Julián. Durante media hora todavía esperaron, mirándose. Las puertas se habían cerrado. El caserón dormía. Pero lo que inquietaba a Teresa era sobre todo la vecindad de Francisca, de aquella habitación que ocupaba la vieja. Francisca anduvo algunos minutos, luego su cama crujió, acababa de acostarse. Durante mucho tiempo dio vueltas entre las sábanas como desvelada. Al fin, a través de la pared, se percibió una respiración fuerte y regular. Teresa continuaba mirando a Julián. Sólo pronunció una palabra: —¡Vamos! Corrieron las cortinas, se pusieron a vestir el cadáver del pequeño Colombel, que tenía ya una rigidez de muñeco lúgubre. Cuando acabaron aquella tarea, los dos tenían mojadas las sienes de sudor. —¡Vamos! —dijo ella por segunda vez. Julián, sin el menor titubeo, con un solo esfuerzo, cogió al pequeño Colombel y se lo cargó sobre los hombros; encorvó su gran corpachón, los pies del cadáver quedaban a un metro del suelo. —Voy delante —murmuró rápidamente Teresa—. Te llevo por la chaqueta, no tienes más que dejarte guiar. Avanza despacio. Había que pasar primero por la habitación de Francisca. Este era el sitio terrible. Habían atravesado la pieza, cuando una de las piernas del cadáver fue a chocar con una silla. Al ruido, Francisca se despertó. Ellos la oyeron levantar la cabeza rumiando unas palabras sordas. Y permanecieron inmóviles, ella pegada a la puerta, él aplastado bajo el peso del cuerpo, con el miedo de que la madre los sorprendiese con su hijo destinado al fondo del río. Fue un minuto de angustia atroz. Luego, Francisca pareció volverse a dormir y continuaron avanzando prudentemente por el pasillo. Pero allí les esperaba otro espanto. La marquesa no estaba acostada, una faja de luz pasaba por la puerta entreabierta. Entonces no se atrevieron ya a avanzar ni a retroceder. Julián sentía que el pequeño Colombel se le escaparía de los hombros sí se veía obligado a atravesar otra vez la habitación de Francisca. Durante cerca de un cuarto de hora estuvieron sin moverse y Teresa tenía el espantoso valor de sostener el cadáver para que Julián no se fatigara. Por fin, la faja de luz se desvaneció, ellos pudieron bajar a la planta baja. Estaban salvados. Fue Teresa quien entreabrió de nuevo la antigua puerta cochera condenada. Y cuando Julián se encontró en medio de la plaza de las Cuatro Mujeres con su fardo, la vio de pie, en lo alto de la escalinata, con los brazos desnudos, toda blancura en su vestido de baile. Ella le esperaba. V Julián tenía una fuerza de toro. De muy joven, en el bosque vecino de su aldea, se distraía ayudando a los leñadores, cargaba troncos de árbol a su espalda de niño. Del mismo modo, llevaba al pequeño Colombel, más ligero que una pluma. Aquel cadáver de aborto era para él un pájaro. Apenas lo sentía, se hallaba poseído de una alegría malsana al encontrarlo tan poco pesado, tan delgado, tan insignificante. El pequeño Colombel no se burlaría más al pasar bajo la ventana los días en que él tocase la flauta; no le abrumaría ya con sus chanzas en el pueblo. Y pensando que llevaba allí a un rival rígido y frío, sentía un estremecimiento de satisfacción a lo largo de sus costados. Lo volvía a subir a su cuello con un golpe de hombro y apretaba los dientes apresurando el paso. El pueblo estaba a oscuras. Sin embargo, había luz en la plaza de las Cuatro Mujeres, en la ventana del capitán Pidoux; sin duda, el capitán se encontraba indispuesto, se veía el perfil de su vientre ir y venir detrás de los visillos. Julián, inquieto, andaba pegado a las casas de enfrente, cuando una ligera tos lo heló. Se detuvo en el hueco de una puerta y pudo reconocer a la mujer del notario Savournin, que tomaba el aire mirando las estrellas con grandes suspiros. Era una fatalidad; de ordinario, a aquellas horas, la plaza de las Cuatro Mujeres dormía con el más profundo de los sueños. La señora Savournin se metió por fin en casa y Julián atravesó rápidamente la plaza acechando siempre el perfil atormentado y danzarín del capitán Pidoux. Sin embargo, pronto se tranquilizó en la angostura de la calle del Buen Sol. Allí las casas estaban tan próximas, la pendiente del suelo era tan tortuosa, que la claridad de las estrellas no descendía al fondo de aquel túnel, donde parecía pesar una oleada de sombra. Cuando se vio así protegido, un irresistible deseo de correr le impulsó bruscamente a un galope desenfrenado. Era peligroso y estúpido, lo sabía perfectamente, pero no podía impedirse de galopar, sentía aún tras él el cuadrado vacío y claro de la plaza de las Cuatro Mujeres, con las ventanas iluminadas como grandes ojos que le estuvieran mirando. Sus zapatos hacían tal ruido en el pavimento que se creía perseguido. Luego, de pronto, se detuvo. A unos treinta metros de distancia, acababa de oír las voces de los oficiales de la casa de huéspedes que una viuda rubia tenía en la calle del Buen Sol. Aquellos señores debían haberse ofrecido un banquete para celebrar el traslado de algún compañero. El joven se decía que si subían calle arriba estaba perdido; ninguna calle lateral le permitiría huir y, ciertamente, no tendría tiempo de volver atrás. Estuvo escuchando la cadencia de las botas y el ligero chasquido de las espadas con una ansiedad que lo ahogaba. Durante un instante, no pudo darse cuenta de si los ruidos se acercaban o se alejaban. Pero los ruidos lentamente se debilitaron. Esperó todavía, luego se decidió a continuar su marcha, ahogando sus pasos. De buena gana hubiera ido descalzo, si se hubiera atrevido a tomarse el tiempo de descalzarse. Por fin desembocó delante de la puerta de la ciudad. No estaba allí ni el guarda de consumos ni ningún otro agente. Podía, pues, pasar libremente. Pero el brusco ensanchamiento de la campiña le aterrorizó al salir de la estrecha calle del Buen Sol. El campo era todo azul, de un azul muy suave; soplaba una brisa fresca y le pareció que una multitud inmensa le esperaba y le enviaba su aliento al rostro. Le estaban viendo, un grito formidable iba a alzarse y a clavarlo en su sitio. Sin embargo, el puente estaba allí. El distinguía el camino blanco entre los dos parapetos, bajos y grises como bancos de granito; oía la pequeña música cristalina del Chanteclair en las hierbas crecidas. Entonces se decidió, anduvo encorvado, evitando los espacios libres, temeroso de ser visto por los mil testigos mudos que percibía en torno suyo. El paso más temible era el puente mismo, en el que se encontraría al descubierto, frente a todo el pueblo, construido en anfiteatro. Y él quería ir al extremo del puente, al sitio donde se sentaba por costumbre, con las piernas colgando, para respirar la frescura de los bellos atardeceres. El Chanteclair tenía en un gran pozo una balsa durmiente y negra, surcada por pequeños remolinos rápidos por la tempestad interior de un violento torbellino. ¡Cuántas veces se había distraído lanzando piedras en aquella balsa para medir por las burbujas del agua la profundidad del pozo! Sí, era en efecto allí. Julián reconocía la losa, pulida por sus largos reposos. Se inclinó, vio la balsa con sus remolinos rápidos que dibujaban sonrisas. Era allí, y se descargó sobre el parapeto. Antes de arrojar al pequeño Colombel tenía necesidad de mirarlo una última vez. Los ojos de todos los burgueses del pueblo, abiertos sobre él, no le habrían impedido satisfacerse. Permaneció algunos segundos frente al cadáver. El agujero de la sien se le había puesto negro. Una carreta a lo lejos, en la campiña dormida, hacía un ruido de grandes gemidos. Entonces Julián se apresuró y, para evitar un chapuzón demasiado ruidoso, volvió a coger el cuerpo y lo acompañó en su caída. Pero, sin saber cómo, los brazos del muerto se anudaron alrededor de su cuello tan rudamente, que fue arrastrado él también. Por milagro pudo agarrarse a un saliente de la piedra. El pequeño Colombel había querido arrastrarlo consigo. Cuando se encontró otra vez sentado en la losa, le asaltó una debilidad. Permanecía allí aplanado, la espalda encorvada, las piernas colgando, en la actitud de paseante cansado que tan a menudo había tenido. Y él contemplaba la balsa durmiente donde reaparecían los rientes remolinos. Ciertamente el pequeño Colombel había querido arrastrarlo consigo; le había agarrado el cuello a pesar de estar muerto. Pero ninguna de estas cosas existía ya; él respiraba profundamente el olor fresco de los campos; seguía con los ojos el reflejo de plata del río, entre las sombras aterciopeladas de los árboles, y aquel rincón de la naturaleza le parecía como una promesa de paz, de mecimiento sin fin, en un goce discreto y oculto. Luego se acordó de Teresa. Ella le esperaba, estaba seguro. La seguía viendo en lo alto de la escalinata arruinada, en el umbral de la puerta cuyo musgo carcomía la madera. Permanecía derecha, con su vestido de seda blanco, adornado con flores de zarza-rosa con el centro teñido de un puntito encarnado. Acaso, sin embargo, hubiera tenido frío. Entonces ella debía de haber vuelto a subir para esperarlo en su habitación. Ella había dejado la puerta abierta, se había metido en la cama como una novia el día de la boda. ¡Ah! ¡Qué dulzura! Nunca le había esperado así una mujer. Todavía un minuto, él iría a la cita prometida. Pero sus piernas se iban entumeciendo y temía quedarse dormido. ¿Es que era un cobarde? Y para sacudirse evocaba a Teresa en su tocado, cuando había dejado caer sus vestidos. Volvía a verla con los brazos levantados, con el pecho desnudo, agitando en el aire sus codos delicados y sus manos pálidas. El se sacudía con sus recuerdos, el olor que ella exhalaba de su piel suave, aquella habitación de espantosa voluptuosidad, donde había sorbido una embriaguez loca. ¿Acaso iba a renunciar a toda aquella pasión ofrecida de la que tenía un sabor que le quemaba los labios? No, iría arrastrándose de rodillas si sus piernas se negaban a llevarlo. Pero aquella era una batalla perdida ya, en la cual su amor vencido acababa de agonizar. Ya no sentía más que la necesidad irresistible de dormir, dormir siempre. La imagen de Teresa palidecía. Entre los dos se interponía un gran muro negro. Ahora él no la habría tocado ni con un solo dedo sin morir. Su deseo expirante tenía un olor de cadáver. Aquello se hacía imposible, el techo se habría derrumbado sobre sus cabezas si él hubiera entrado en la habitación y hubiera estrechado a aquella mujer entre sus brazos. ¡Dormir, dormir siempre! ¡Qué hermoso debía de ser eso, cuando no se tenía ya nada dentro que valiese la pena de estar despierto! El ya no iría al día siguiente a correos, era inútil; ya no tocaría más la flauta, no se pondría más a la ventana. Entonces ¿por qué no dormir todo el tiempo? Su existencia había acabado, podía acostarse. Y él miraba de nuevo el río, tratando de ver si el pequeño Colombel estaba todavía allí. Colombel era un chico muy inteligente; sabía muy bien lo que se hacía cuando había querido llevarlo consigo. La balsa se ofrecía, agujereada por las risas rápidas de los remolinos. El Chanteclair tomaba una dulzura musical mientras la campiña tenía una paz soberana en la amplitud de su sombra. Julián balbuceó tres veces el nombre de Teresa. Luego se dejó caer, encogido, como un paquete, con un gran salpicar de espumas. Y el Chanteclair reanudó su canción en las hierbas. Cuando se encontraron los dos cuerpos, se pensó en una riña, se inventó una historia; Julián debía haber acechado al pequeño Colombel para vengarse de sus burlas, y él se habría arrojado al río después de haberlo matado de una pedrada en la sien. Tres meses después, la señorita Teresa de Marsanne se casaba con el joven conde de Véteuil. Iba con un vestido blanco, tenía un hermoso rostro sereno, una altiva pureza. *FIN*
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Una casita en el campo
Cuento
Había en otros tiempos -no olvides, Ninón, que yo debo este relato a un viejo pastor-, había en otros tiempos, en una isla que más tarde el mar devoró, un rey y una reina que tenían un hijo. El rey era un gran rey: su copa era la mayor del reino, su espada la más larga, bebía y mataba soberanamente. La reina era una hermosa reina: se ponía tanto maquillaje que apenas representaba cuarenta años. El hijo era tonto. Pero tonto por completo, según decían las personas importantes del reino. A los dieciséis años acompañó a la guerra a su padre, el rey, que intentaba acabar con una nación vecina que le había hecho el agravio de poseer un territorio que él ambicionaba. Simplicio se comportó como un imbécil, pues salvó de la muerte a dos docenas de mujeres y a tres docenas y media de niños; lloró tantas veces como sablazos propinó su mano, y, además, la contemplación del campo de batalla, cubierto de sangre y sembrado de cadáveres, le causó tal impresión, inspiró tal compasión a su alma, que no comió en tres días. Como ves, Ninón, era un tonto en toda la extensión de la palabra. A los diecisiete años asistió a un banquete ofrecido por su padre a todos los gastrónomos del reino, y cometió en él todo tipo de bobadas. Se contentó con tomar unos cuantos bocados, hablar poco y no jurar nunca. Su copa de vino estuvo a punto de permanecer llena durante toda la comida; y el rey, deseoso de salvaguardar la dignidad de su familia, se vio obligado a vaciarla, de vez en cuando, a escondidas. A los dieciocho años empezó a salirle el bigote al príncipe, observación constatada por una dama de honor de la reina. ¡Las damas de honor son tremendas, Ninón! La que te menciono quería nada menos que el heredero al trono la abrazara. El pobre chico apenas dormía; se echaba a temblar cuando ella le dirigía la palabra, y en cuanto oía el roce de sus ropas en los jardines, desaparecía. Su padre, que era un buen padre, se daba cuenta de todo esto y se reía para sus adentros, hasta que al fin, como la dama presionaba cada vez más y el beso no se producía, avergonzándose de tener un hijo semejante, dio personalmente el beso pedido, deseoso siempre de preservar la dignidad de su familia. -¡Qué imbécil! -exclamó aquel gran rey, que era realmente inteligente. II Fue al cumplir los veinte años cuando Simplicio se volvió completamente idiota. Un día encontró un bosque y se enamoró de él. En aquellos tiempos lejanos, los árboles no se embellecían aún a golpe de podadera, ni estaba de moda enarenar los paseos o sembrar el césped. Las ramas se colocaban como querían, y sólo Dios dirigía el desarrollo de las zarzas y el arreglo de los senderos. El bosque descubierto por Simplicio era un inmenso nido de verdor; hojas y más hojas, macizos impenetrables separados por majestuosas avenidas. El musgo, feliz de hallarse en aquel lugar, se dedicaba a un derroche de crecimiento, los rosales silvestres extendían sus brazos buscando espacio entre la vegetación para realizar danzas desenfrenadas en torno a los árboles corpulentos; éstos permanecían tranquilos y serenos, retorciendo sus troncos en la sombra, mientras sus copas ascendían ruidosas buscando los rayos veraniegos. La hierba crecía a su antojo, lo mismo por las ramas que había sobre el suelo; las hojas abrazaban el tallo, mientras que en su deseo de invadirlo todo, las margaritas y miosotis se confundían y florecían sobre viejos troncos derrumbados. No cabía duda de que todas aquellas ramas, todas las hierbas, todas las flores cantaban, mezclándose íntimamente, para charlar más cómodamente y para contarse en voz baja los amores misteriosos de las flores. Un soplo de vida parecía animar aquellos espacios tenebrosos, dando una voz especial a cada tallo de musgo en los encantadores conciertos del alba y del atardecer. Era la inmensa fiesta de la vegetación. Todos los insectos, los escarabajos, las abejas, las mariposas, esos enamorados de los valles floridos, se saludaban por los cuatro costados del bosque, que habían convertido en una pequeña república. Los senderos era sus senderos; los arroyos, sus arroyos; el bosque, su bosque. Vivían confortablemente al pie de los árboles, en las ramas bajas y entre las hojas secas como en su propia casa, tranquilamente y por derecho de conquista. Como personas razonables, le habían cedido las ramas más altas a los jilgueros y ruiseñores. El bosque, que cantaba a través de sus ramas, sus hojas y sus flores, cantaba además por sus insectos y sus pájaros. III En pocos días Simplicio se hizo asiduo y buen amigo del bosque. Charló tanto con aquel conjunto de seres que acabó por perder la poca razón que le quedaba. Cuando dejaba aquellos lugares para encerrarse entre cuatro paredes, sentarse ante una mesa o acostarse en un mullido lecho, no hacía otra cosa que pensar con sus amigos del bosque. Finalmente, de forma inesperada, abandonó sus habitaciones en la corte y fue a instalarse bajo el amado follaje donde escogió un inmenso palacio. El salón era un claro del monte, redondo y de unas mil toesas de superficie. Largos cortinajes verde oscuro adornaban su circunferencia; quinientas columnas esbeltas sostenían, por debajo del techo, un velo de encaje color esmeralda; el techo mismo era una amplia cúpula de raso azul de tono cambiante, sembrado de agujeros dorados. Tenía por dormitorio una deliciosa sala repleta de misterio y frescor, cuyos suelos y muros estaban tapizados por una mullida alfombra de un tejido inimitable. La alcoba propiamente dicha, tallada en la roca por algún gigante, era de mármol rosa en las paredes y el suelo estaba cubierto de polvo de rubíes. Tenía, además, como cuarto de baño, un abundante manantial de agua pura con una pila de cristal, perdida entre un gran macizo de flores. No necesito mencionarte, Ninón, las innumerables galerías que cruzaban el palacio, ni los salones de baile y espectáculo, y menos los jardines. Era uno de esos bellos palacios que sólo Dios sabe construir. A partir de entonces, el príncipe pudo ser tonto a sus anchas, mientras que su padre, creyendo que se había convertido en lobo, buscó otro heredero que fuera digno de su trono. IV Durante los días que siguieron a su instalación, Simplicio estuvo bastante ocupado trabando amistad con sus vecinos, el escarabajo de la hierba y la mariposa del aire. Todos eran excelentes y dotados casi de tanta imaginación como los hombres. Al principio le costó trabajo comprender su lenguaje; pero pronto vio que le resultaría útil recordar su primera educación. No tardó en habituarse a la concisión del idioma de los insectos y, como a éstos, terminó por bastarle un solo sonido para nombrar cien objetos diferentes, según la prolongación del sonido y lo sostenido de la nota; de tal manera que perdió la costumbre de hablar el lenguaje humano, tan pobre en su riqueza… La forma de ser de sus nuevos amigos le encantó, sorprendiéndose sobre todo por su modo de juzgar a los reyes, que es el de aquellas personas que no los tienen. Se reconoció ignorante entre ellos, y decidió asistir a sus clases. Su relación con los musgos y escaramujos fue menos habitual, porque no lograba comprender las palabras pronunciadas por el tallo de la hierba o el peciolo de la flor, esa dificultad condicionó bastante la amistad. El bosque no le vio con malos ojos, pues lo consideraba como a un pobre de espíritu que vivía en armonía con los animales. Nadie se ocultaba de él, hasta el punto de que en ocasiones pudo contemplar en el fondo de una alameda, a una mariposa besando el pétalo de una margarita. Venciendo su timidez, el césped llegó a dar algunas lecciones al joven príncipe. Gracias a él aprendió emocionado el lenguaje de los colores y los perfumes. A partir de entonces, las corolas encendidas saludaban a Simplicio al levantarse; las hojas verdes le contaban todo lo ocurrido durante la noche, y el grillo le confesaba, en voz baja, que estaba enamorado de la violeta. Simplicio eligió por amiga a una mariposa dorada, de esbelto cuerpo y temblorosas alas, provista de gran coquetería. Jugaba, parecía llamarlo, y luego se alejaba rápida y ágilmente de su mano. Los grandes árboles que contemplaban aquellos coqueteos y los censuraban severamente, decían entre sí que aquello no terminaría bien. V Simplicio cambió de carácter de forma inesperada. Su bella enamorada se dio cuenta de la tristeza de su amigo, e intentó conseguir una confidencia de su parte, pero sólo consiguió que dijera llorando: «Estoy tan feliz como el primer día.» Pero se levantaba muy de mañana para recorrer el bosque hasta la noche, separando suavemente las ramas, buscando entre los zarzales, levantando las hojas y mirándose en su sombra. -¿Qué buscará nuestro discípulo? -preguntó el escarabajo al musgo. La enamorada, sorprendida por el abandono, creyó que había enloquecido de amor, pero cuando revoloteaba a su alrededor, no obtenía ni una mirada siquiera por parte de Simplicio. Los árboles habían acertado, pues pronto se consoló ésta con el primer mariposo que halló en una encrucijada. Las plantas se entristecieron al ver al príncipe interrogar cada montón de hierba, escudriñar con la mirada las largas avenidas; lamentarse por la densidad de la maleza, y exclamaron: «Simplicio ha visto a Flor de las aguas, la ondina de la fuente.» VI Flor de las aguas era hija de un rayo de luz y de una gota de rocío. Era tan bella que el beso de un amante debía matarla, y al mismo tiempo desprendía un aroma tan dulce que un beso de sus labios le causaría la muerte a su amante. El bosque lo sabía, y celoso de su hijo predilecto, lo ocultaba siempre que podía. La ondina vivía en una fuente rodeada de espeso ramaje, donde irradiaba vivos destellos en el silencio de la sombra, abandonaba al capricho de la corriente sus pies semiocultos por las ondas y su rubia cabellera coronada por líquidas perlas. Su sonrisa hacía las delicias de las nínfeas espadañas y de otras plantas acuáticas. En definitiva, era el alma del valle. Vivía completamente aislada, sin conocer de la tierra más que el agua, su madre, y del cielo al rayo del sol, su padre. La amaban la onda que la mecía y la rama que le daba sombra; pero no tenía un verdadero enamorado. Flor de las aguas sabía que moriría de amor, pero complaciéndose en esta certeza, vivía esperando la muerte, sonriendo, a pesar de todo, y con la esperanza de encontrar un día al ser amado. Una noche y gracias a la claridad de las estrellas, Simplicio la vio entre las sinuosidades de un sendero. La buscó durante más de un mes, creyendo encontrarla detrás de cada tronco de árbol o verla deslizarse entre los setos; pero no encontró sino las grandes sombras de los álamos, agitados por la brisa. VII Mientras tanto, el bosque seguía mudo desconfiando de Simplicio; espesaba su follaje y lanzaba todas las sombras de la noche sobre el príncipe para tratar de entorpecer sus pasos. El peligro que amenazaba a Flor de las aguas le producía tristeza, y ya no prodigaba caricias ni amorosa charla. La ondina volvió a los claros del bosque. Simplicio la vio, y loco de amor, se lanzó tras ella sin que la ninfa, montada en un rayo de luna y volando como una pluma llevada por el viento, oyese el ruido de sus pasos. Simplicio corría tras ella sin lograr alcanzarla, con lágrimas en los ojos y desesperación en el alma. Corría, y el bosque seguía con temor aquella carrera insensata; los arbustos invadían el camino y las zarzas con sus brazos espinosos lo detenían. El bosque entero defendía así la vida de la ondina. Corría notando el musgo bajo sus pies. Las ramas se entrelazaban con fuerza y se mostraban ante él como láminas de bronce; las hojas secas se amontonaban en los valles; los troncos de los árboles caídos se atravesaban en los senderos; los peñascos rodaban ante el príncipe; los insectos picaban sus talones, y las mariposas le cegaban batiendo las alas ante sus ojos. Flor de las aguas, sin verlo ni oírlo, huía sobre su rayo de luna; Simplicio temía con angustia el momento en que la viera desaparecer. Por eso corría desesperado. VIII Oía gritar con ira a los robles centenarios: -¿Por qué no nos dijiste que eras un hombre? De haberlo sabido nos hubiéramos ocultado de ti, te hubiéramos negado nuestras lecciones, para que tus ojos no hubiesen visto jamás a Flor de las aguas, la ondina de la fuente. Te presentaste ante nosotros con la inocencia de los animales, y ahora resulta que tienes la intención de los hombres. Aplastas a los escarabajos, arrancas las hojas y partes las ramas. El huracán del egoísmo te arrastra y quieres robarnos el alma. El rosal silvestre añadía: -¡Detente, Simplicio, por piedad! Piensa que cuando un niño caprichoso quiere respirar el aroma de mis flores, en vez de dejarlas crecer libremente, las arranca y ¿cuánto disfruta de ellas? Ni una hora. El musgo a su vez decía: -Detén tu marcha, Simplicio, y ven a soñar sobre el terciopelo de mi fresca alfombra. Verás jugar a Flor de las aguas entre los árboles, podrás contemplarla bañándose en la fuente y arrojando sobre su cuello collares de perlas líquidas. Tendrás la alegría de mirarla; como todos nosotros podrás vivir para verla. Y el bosque en su conjunto repetía: -Detente, Simplicio; un beso la matará, no des ese beso. ¿No lo sabes ya? ¿No te lo ha dicho la brisa de la tarde, nuestra mensajera? Flor de las aguas es la flor celeste, cuyo perfume causa la muerte; ¡qué destino tan extraño el suyo! ¡Compadécete de ella, y no le quites el alma con tus labios! IX Flor de las aguas se volvió, vio a Simplicio, le sonrió, le hizo señas para que se acercara y dijo al bosque: «Éste es mi amado». Hacía tres días, tres horas y tres minutos que el príncipe perseguía a la ondina. Pero las palabras de los robles tan amenazadoras estuvieron a punto de hacer huir. Flor de las aguas le tocaba ya las manos, se ponía de puntillas para ver dibujarse una sonrisa en los ojos del joven. -¡Cuánto has tardado! -le dijo-. Mi corazón había sentido que te encontrabas en el bosque, y te he estado buscando sobre un rayo de luna tres días, tres horas y tres minutos. Simplicio callaba, conteniendo su respiración. Su amada le invitó a sentarse a orillas del manantial, acariciándolo con la mirada y contemplándolo mucho rato. -¿No me reconoces? -dijo ella-. Te he visto a menudo en sueños; soñaba que me tomabas de la mano y que así paseábamos mudos y temblorosos. ¿Tú me has visto? ¿Me llamabas en tus sueños? Y cuando, por fin, el príncipe iba a hablar: -No digas nada -dijo la ondina-; soy Flor de las aguas y tú eres mi amante. Vamos a morir. X Los árboles corpulentos se inclinaban para ver mejor a la joven pareja, estremeciéndose de dolor porque su alma iba a emprender su vuelo. Todas las voces callaron; desde la brizna de hierba hasta el inmenso roble, todos se sintieron dominados por la piedad, sin que se oyese un solo grito de cólera, pues Simplicio, en su condición de amante de Flor de las aguas, era también hijo del bosque. La ninfa apoyó la cabeza en el hombro de su compañero, y se inclinaron hacia el fondo del arroyo, sonriendo. A veces levantaban la frente y seguían con la mirada el polvillo de oro que brillaba con los últimos rayos del sol. Se abrazaron lentamente, y esperaron la primera estrella para confundirse y lanzarse hacia el infinito. Ninguna palabra interrumpió su éxtasis. Sus almas, que subían a sus labios, se confundían en su aliento. Y apareció la estrella, se unieron los labios en un supremo beso y los robles lanzaron un largo sollozo. Los labios se unieron, y las almas volaron hacia las alturas… XI Un hombre práctico se internó en el monte en compañía de un sabio. Mientras el primero se extendía en profundas consideraciones acerca de la humedad malsana de los bosques, hablando de los hermosos campos de alfalfa que podrían obtenerse talando aquellos árboles vulgares, el segundo, que deseaba hacerse un nombre en el mundo científico, descubriendo alguna planta todavía desconocida, miraba por todas partes, examinando las ortigas y las plantas gramíneas. Al llegar a orillas del manantial descubrieron el cadáver de Simplicio. El príncipe sonreía en su sueño de muerte, las ondas mecían sus pies, y su cabeza reposaba sobre el césped de la orilla. En sus labios, cerrados para siempre, sostenía una florecilla blanca y rosa de gran delicadeza y dotada de un intenso aroma. -Pobre loco -dijo el hombre-; sin duda ha querido coger la flor y se ha ahogado. El naturalista, sin preocuparse del cadáver, cogió la flor, y con el pretexto de examinarla, despedazó la corola para ver sus características botánicas, y exclamó: -¡Que magnífico hallazgo! En recuerdo de este pobre tonto voy a denominar a esta flor Anthapheleia. -¡Ah, Ninón, Ninón!, el muy bárbaro llamó a mi maravillosa Flor de las aguas la Anthapheleia linnaia. FIN Contes à Ninon, 1864. Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Una jaula de fieras
Cuento
Por la mañana, cuando los obreros llegan al taller, encuéntranlo frío, como oscurecido con la tristeza que se desprende de una ruina. En el fondo de la sala principal, la máquina está silenciosa, con sus brazos delgados, sus ruedas inmóviles; y ella, cuyo soplo y movimiento animan habitualmente toda la casa, con los latidos de su corazón de gigante, incansable en la faena, agrega al conjunto una melancolía más. El amo baja de su despacho y con aire de tristeza dice a sus obreros: —Hijos míos, hoy no hay trabajo… Ya no vienen pedidos, de todas partes recibo contraórdenes, voy a quedarme con las existencias entre las manos. Este mes de diciembre, con el cual contaba, este mes que otros años es de tanto trabajo, amenaza arruinar las casas más fuertes… Es preciso suspenderlo todo. Y al ver que los obreros se miran unos a otros, con el espanto que les imbuye la idea de volver a casa, con el miedo del hambre que los amenaza para el día siguiente, añade en voz más baja: —No soy egoísta, no, se los juro… Mi situación es tan terrible, más terrible tal vez que la de ustedes. En ocho días he perdido cincuenta mil billetes. Hoy paro el trabajo para no ahondar más la sima; ni siquiera tengo los primeros cinco céntimos de la suma que necesito para mis vencimientos del 15… Ya lo ven, les hablo como un amigo, nada les oculto. Tal vez mañana mismo vengan a embargarme. No es nuestra la culpa, ¡no es cierto! Hemos luchado hasta última hora. Hubiera querido ayudarlos a pasar días de apuro; pero todo ha acabado, estoy hundido; no tengo ya ni un pedazo de pan para partirlo. Después les tiende la mano. Los obreros se la estrechan silenciosamente. Y durante algunos minutos permanecen allí, mirando sus herramientas inútiles, con los puños cerrados. Otros días, desde el amanecer, las limas cantaban, los martillos marcaban el ritmo; y todo aquello parece que duerme ya en el polvo de la quiebra. Son veinte, son treinta familias que no tendrán qué comer la semana próxima. Algunas mujeres que trabajan en la fábrica sienten las lágrimas humedecerles los ojos. Los hombres quieren aparecer más resueltos. Se hacen los valientes, diciendo que la gente no se muere de hambre en París. Luego, cuando el amo los deja y lo ven alejarse, encorvado en ocho días, abrumado tal vez por un desastre de mayores proporciones que las confesadas por él, van saliendo uno por uno, ahogados por la angustia, con el corazón oprimido, como si salieran del cuarto de un muerto. El muerto es el trabajo, es la máquina grande que permanece muda y cuyo esqueleto se destaca siniestro en la sombra. II El obrero está fuera de su casa, en la calle, en medio del arroyo. Ha paseado las aceras durante ocho días sin encontrar trabajo. De puerta en puerta ha ido ofreciendo sus brazos, sus manos, ofreciéndose él en cuerpo y alma para cualquier faena, para la más repugnante, la más dura, la más nociva. Y todas las puertas se han cerrado. Entonces se ofreció a trabajar por la mitad del jornal; pero las puertas permanecieron cerradas. Aunque trabajase de balde no se le podría admitir. Es la paralización del trabajo, la terrible paralización que toca a muerto para los que habitan en las buhardillas. El pánico ha parado las industrias, y el dinero, cobarde, se ha escondido. Al cabo de ocho días todo ha concluido. El obrero ha hecho una tentativa suprema y ahora vuelve con paso tardo, con las manos vacías, abrumado de miseria. La lluvia cae; aquella tarde París, inundado de barro, aparece fúnebre. El hombre va andando, recibiendo el chaparrón sin sentirlo, no oyendo más que su hambre y deteniéndose para llegar menos pronto. Inclínase sobre el parapeto del Sena: el río, cuyo caudal ha aumentado, corre con un rumor prolongado; la espuma blanca se desgarra en salpicaduras en uno de los tramos del puente. Inclínase más, la colosal riada pasa debajo de él lanzándole un llamamiento furioso. Después, piensa que sería una cobardía y se va. La lluvia ha cesado. El gas flamea en los escaparates de las joyerías. Si rompiese un cristal, tomaría pan para algunos años con abrir y cerrar la mano. Las cocinas de los restaurantes se encienden; y detrás de las cortinas de muselina blanca, ve gentes que comen. Apresura el paso, vuelve a subir a los barrios extremos, encontrando en el camino las asadurías y pastelerías del todo París comilón, que se exhibe a las horas del hambre. Como la mujer y la pequeña lloraban por la mañana, les ofreció llevarles pan por la tarde. No se ha atrevido a decirles que había mentido, antes de que anocheciese. Al ir andando, pregúntase cómo entrará y qué les contestará para que tengan paciencia. Sin embargo, no pueden permanecer más tiempo sin comer. Él probaría aún, pero la mujer y la pequeña son muy débiles. Un momento se le ocurre pedir limosna; pero cuando una señora o un caballero pasan a su lado y él intenta alargar la mano, su brazo se paraliza y la voz se ahoga en su garganta. Entonces permanece plantado en la acera, mientras los transeúntes adinerados le vuelven la espalda, creyéndolo borracho, al ver su feroz semblante de hambriento. III La mujer del obrero ha bajado a la puerta de la calle, dejando arriba a la niña dormida. La mujer es muy delgada; lleva un vestido de percal. El viento helado de la calle la hace tiritar. Ya no le queda nada en casa: todo lo llevó al Montepío. Ocho días sin trabajo bastan para vaciar una casa. La víspera vendió a un trapero el último puñado de lana de su colchón: el colchón se fue así; ahora no queda más que la tela. Allá arriba la colgó delante de la ventana, para impedir que entre el aire, porque la niña tose mucho. Sin decir nada a su marido, ella también ha buscado por su parte. Pero la falta de trabajo ha alcanzado con más dureza a las mujeres que a los hombres. En la meseta de su cuarto oye a unas desgraciadas que lloran durante la noche. Encontró una de pie en el rincón de una calle; otra ha muerto; otra ha desaparecido. Afortunadamente, ella tiene un buen hombre, un marido que no bebe. Vivirían sin apuros si la falta de trabajo no los hubiese despojado de todo. Ha agotado el crédito: debe al panadero, al especiero, a la frutera y ya ni siquiera se atreve a pasar delante de las tiendas. Por la tarde fue a casa de su hermana a pedirle una moneda prestada, pero allí encontró también tal miseria, que se echó a llorar, sin decir nada, y las dos, su hermana y ella, estuvieron llorando mucho tiempo. Luego, al marcharse, le ofreció llevarle un pedazo de pan si su marido volvía con algo. El marido no vuelve. La lluvia cae; la mujer se refugia en la puerta; grandes gotas de agua caen a sus pies; un polvillo de agua atraviesa su falda. A ratos se impacienta, se echa fuera a pesar de la lluvia, va hasta el final de la calle para ver si ve a lo lejos al que espera. Y cuando vuelve, toda mojada, pasa la mano por sus cabellos para escurrir el agua; aun cobra paciencia, sacudida por cortos escalofríos de fiebre. Los transeúntes al ir y venir la codean y la pobre mujer se encoje cuanto puede para no molestar a nadie. Los hombres la miran frente a frente y a ratos siente alientos calientes que le rozan el cuello. Todo el París sospechoso, la calle con su lodo, sus claridades crudas y el rodar de los coches, parecen querer cogerla y arrojarla al arroyo. Tiene hambre, pertenece a todo el mundo. Enfrente hay un panadero, y la pobre mujer piensa en la pequeña que duerme arriba. Después, cuando al fin el marido aparece, rozando como un miserable las paredes de las casas, se precipita a su encuentro, y lo mira ansiosamente. —¿Qué hay? —dice balbuceando. En vez de contestar, el obrero baja la cabeza. Entonces, la mujer sube la primera, pálida como una muerta. IV Arriba la pequeña no duerme. Se ha despertado, y está pensando enfrente de un cabo de vela que se extingue en un extremo de la mesa. Y no se sabe qué pensamiento terrible y doloroso pasa sobre la faz de aquella chicuela de siete años, con rasgos serios y marchitos de mujer hecha. Está sentada sobre el borde del cofre que le sirve de cama. Sus pies desnudos tiemblan de frío, sus manos de muñeca enfermiza aprietan contra el pecho los trapos con que se cubre. Siente allí una quemadura, un fuego que quisiera apagar. Está pensando. Nunca ha tenido juguetes. No puede ir a la escuela porque no tiene zapatos. Recuerda que cuando era más pequeña su madre la llevaba a tomar el sol. Pero aquello está lejos. Fue preciso mudar de habitación, y desde aquella época le parece que un gran frío sopló dentro de su casa. Desde entonces nunca ha estado contenta; siempre ha tenido hambre. Es una cosa profunda en la cual penetra sin poder comprenderla. Pues qué, ¿todo el mundo tiene hambre? Ha procurado, sin embargo, acostumbrarse a eso, pero no ha podido. Piensa que es demasiado pequeña y que es preciso ser grande para saber. La madre sabe, sin duda, esa cosa que se oculta a los niños. Si se atreviese, preguntaría quién nos trae así al mundo para que se tenga hambre. ¡Luego, en su casa todo es tan feo! Mira la ventana, donde el viento sacude la tela del colchón, las paredes desnudas, los muebles rotos, toda aquella vergüenza de buhardilla, que la falta de trabajo ensucia con su desesperación. Imagina haber soñado con habitaciones bien calientes, en las que había cosas que relucían; cierra los ojos para volverlas a ver, y a través de sus párpados adelgazados, la llama de la vela se convierte en un gran resplandor de oro, en el que desearía entrar. Pero el viento sopla y por la ventana llega una corriente tan fuerte de aire que le produce un acceso de tos. La niña tiene los ojos llenos de lágrimas. Antes tenía miedo cuando la dejaban sola; ahora no sabe, lo mismo le da. Como no ha comido desde la víspera, cree que su madre ha bajado a buscar pan. Entonces esta idea le divierte. Cortará su pan en pedazos pequeñitos, los irá cogiendo despacio, uno por uno. Jugará con su pan. La madre ha vuelto, el padre ha cerrado la puerta. La niña les mira las manos a los dos, muy sorprendida. Y, como nada dicen, al cabo de un momento la pequeña repite un canto monótono: —Tengo hambre, tengo hambre. El padre, en un rincón, se ha cogido la cabeza entre los puños; allí permanece abrumado, sacudidas las espaldas por desgarradores y silenciosos gemidos. La madre, conteniendo las lágrimas, acuesta la pequeña. La tapa con todos los andrajos que hay en la casa; le dice que sea buena, que duerma. Pero la niña, a la que el frío hace dar diente con diente y que siente el fuego de su pecho quemarla con más fuerza, se hace atrevida. Se cuelga del cuello de su madre y muy quedito: —Di, mamá —le pregunta— ¿por qué tenemos hambre? FIN
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Una víctima de la publicidad
Cuento
La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro. La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria. Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre. Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento. Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil». El señor y la señora, equipados como para ir a la guerra, cargados de cestos, van a buscar al internado al joven Gobichon, un chaval de unos doce años, que ve con terror cómo sus padres se dirigen hacia el Bièvre. Y durante el trayecto, el padre, grave y feliz, trata de inspirarle a su hijo el amor por el campo disertando acerca de las coles y los nabos. Llegan y se acuestan. Al día siguiente, desde el alba, Gobichon se pone su ropa de campesino; está firmemente decidido a cultivar sus tierras; cava, azadonea, planta, siembra durante todo el día. No crece nada; el suelo, formado de arena y cascotes, se niega a producir cualquier tipo de vegetación. No por ello deja el rudo trabajador de secarse con satisfacción el sudor que inunda su rostro. Mirando los hoyos que acaba de abrir, se detiene orgulloso y llama a su mujer: -¡Señora Gobichon, venga a ver esto! -grita-. ¡Mire qué hoyos! ¡Éstos si son profundos! La buena mujer se queda extasiada mirando la profundidad de los hoyos. El año pasado, por un extraño e inexplicable fenómeno, una lechuga, una lechuga romana alta como la mano, roída y de un amarillo sucio, tuvo el singular capricho de crecer en un rincón del huerto. Gobichon invitó a treinta personas a cenar para celebrar aquella lechuga. Pasa la jornada entera al sol, cegado por la luz intensa, asfixiado por el polvo. A su lado se encuentra su esposa que lleva la abnegación hasta el sofoco. El joven Gobichon busca desesperadamente los delgados hilillos de sombra que forman los muros. Por la tarde, toda la familia se sienta junto al estanque vacío y goza en paz de los encantos de la naturaleza. Las fábricas de los alrededores lanzan una negra humareda; las locomotoras pasan silbando, llevando toda una masa endomingada y ruidosa; los horizontes se extienden, devastados, más tristes aún por el eco de esas carcajadas que regresan a París para una larga semana. Y, mezclados con la fetidez del Bièvre, los olores de fritura y de polvo pasan por el aire pesado. Gobichon, enternecido, contempla religiosamente cómo surge la luna entre dos chimeneas. FIN L’innodation et autres nouvelles Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zola, Émile
Francia
1840-1902
Viaje circular
Cuento
I Una mañana, un león y una hiena del Jardin des Plantes lograron abrir la puerta de su jaula cerrada con negligencia. La mañana era blanca y un claro sol lucía alegremente al borde del cielo pálido. Bajo los grandes castaños había un frescor penetrante, el tibio frescor de la incipiente primavera. Los dos honrados animales, que acababan de desayunar copiosamente, se pasearon lentamente por el Jardin, deteniéndose de vez en cuando para lamerse y gozar como buenos chicos de la suavidad de la mañana. Se encontraron al final de un paseo y, después de los saludos de rigor, se pusieron a caminar juntos charlando amigablemente. El Jardin no tardó en resultarles aburrido y en parecerles demasiado pequeño. Entonces se preguntaron a qué otras distracciones podían consagrar su jornada. -¡Caray! -dijo el león-. Me apetece satisfacer un capricho que tengo desde hace mucho tiempo. Hace años que los hombres vienen como imbéciles a mirarme a mi jaula y yo me he prometido aprovechar la primera ocasión que se me presentara para ir a mirarlos a ellos a la suya, aunque tenga que parecer tan idiota como ellos… Le propongo dar un paseo hasta la jaula de los hombres. En ese momento, París, que se estaba despertando, se puso a rugir con tal intensidad que la hiena se detuvo escuchando con inquietud. El clamor de la ciudad se elevaba, sordo y amenazante; y ese clamor, formado por el ruido de los coches, los gritos de la calle, por nuestros sollozos y nuestras risas, parecían alaridos de furor y estertores de agonía. -¡Dios Santo! -susurró la hiena- no hay duda de que se están degollando en su jaula. ¿Oye usted qué airados están y cómo lloran? -Es cierto que hacen un jaleo horroroso; es posible que los esté atormentando algún domador -contestó el león. El ruido se incrementaba y la hiena empezaba a tener miedo. -¿Cree usted que es prudente entrar ahí? -preguntó. -¡Bah! No nos comerán ¡qué demonios! Venga pues. Deben estar mordiéndose de lo lindo y eso nos hará reír -dijo el león. II Por las calles, caminaron modestamente a lo largo de las casas. Cuando llegaron a un cruce, fueron arrastrados por un enorme gentío. Obedecieron a aquel empuje que les prometía un espectáculo interesante. Pronto se encontraron en una gran plaza en la que el pueblo se agrupaba. En medio había una especie de armazón de madera roja y todas las miradas estaban fijas en aquella construcción, con expresión de avidez y de gusto. -Mire -dijo en voz baja el león a la hiena- eso es sin duda una mesa sobre la que van a servir un buen festín a todas estas personas que ya se están relamiendo de gusto. Aunque la mesa me parece bastante pequeña. Cuando pronunciaba esas palabras, la masa lanzó un alarido de satisfacción y el león declaró que debían ser los víveres que llegaban, tanto más cuanto que un vehículo pasó al galope por delante de él. Sacaron a un hombre del carruaje, lo subieron al armazón y le cortaron la cabeza con destreza; luego, pusieron el cadáver en otro vehículo y se apresuraron a sustraerlo al apetito feroz del populacho que gritaba, sin duda de hambre. -¡Anda! ¡No se lo comen! -exclamó el león decepcionado. La hiena sintió que un pequeño escalofrío recorría su pelo. -¿En medio de qué fieras me ha traído usted? -dijo-. Matan sin tener hambre… Por amor de Dios, tratemos de salir pronto de aquí. III Cuando abandonaron la plaza, tomaron los bulevares exteriores y caminaron después tranquilamente a lo largo de los muelles. Cuando llegaron a la Cité vieron, detrás de Notre-Dame, una casa baja y larga en la que los transeúntes entraban como se entra en una barraca de feria, para ver allí algún fenómeno y salir maravillado. No se pagaba ni al entrar ni al salir. El león y la hiena siguieron al gentío y vieron, sobre grandes losas, cadáveres tendidos, con la carne agujereada de heridas. Los espectadores, mudos y curiosos, miraban tranquilamente los cadáveres. -¡Eh! ¿Qué decía yo? -comentó la hiena- No matan para comer. Mire cómo dejan que los víveres se estropeen. Cuando estuvieron de nuevo en la calle, pasaron por delante de una carnicería. La carne colgada de los ganchos de acero estaba muy roja; junto a las paredes había montones de carne, y la sangre corría por las placas de mármol formando pequeños regueros. La tienda entera ardía siniestramente. -Mire pues, -dijo el león- dice usted que no comen. Ahí tiene carne para alimentar a nuestra colonia del Jardin des Plantes durante ocho días… ¿Será carne de hombre? La hiena, que como ya dije había desayunado copiosamente, dijo volviendo la cabeza: -¡Puaf! Es repugnante. Me dan náuseas de ver toda esa carne. IV -¿Ve usted esas puertas gruesas y esas enormes cerraduras? -comentó la hiena un poco más lejos-. Los hombres ponen hierro y madera entre ellos para evitar el disgusto de devorarse. Y en cada esquina hay personas con espadas que mantienen las buenas formas ¡Qué animales más ariscos! En ese momento, un simón atropelló a un niño y la sangre salpicó hasta la cara del león. -Pero… ¡es repugnante! -exclamó secándose con una mano-; no se puede dar dos pasos tranquilamente. En esta jaula llueve la sangre. -¡Pardiez! -añadió la hiena- han inventado estas máquinas rodantes para obtener la mayor cantidad de sangre posible; son como el lagar de su innoble vendimia. Desde hace un rato, estoy observando a cada paso, unas cavernas apestadas al fondo de las cuales los hombres beben grandes vasos llenos de un licor rojizo que no puede ser sino sangre. Y beben mucha cantidad de ese licor para darse valor para matar pues, en numerosas cavernas he visto a los bebedores derribarse a puñetazos. -Ahora comprendo -prosiguió el león- la necesidad del gran arroyo que atraviesa su jaula. Lava todas sus impurezas y arrastra toda la sangre derramada. Son los hombres los que han debido traerlo hasta aquí por miedo a la peste. Arrojan en él a las personas asesinadas. -No pasaremos por los puentes -interrumpió la hiena temblando- ¿No está usted cansado? Tal vez fuera prudente que regresáramos… V No pude seguir paso a paso a los dos honrados animales. El león quería verlo todo y la hiena, cuyo pavor se iba incrementando a cada paso, se sentía obligada a seguirlo porque no se habría atrevido jamás a regresar sola. Cuando pasaron por delante de la Bolsa, logró por medio de ruegos insistentes, no entrar. Salían de aquel antro tales lamentos, tales voces, que ella permanecía en la puerta temblando y con el pelo erizado. -Vámonos, vámonos rápido -decía tratando de llevarse al león- éste es sin duda el escenario de la matanza general. ¿No oye los gemidos de las víctimas y los gritos de alegría furiosa de los verdugos? Esto es un matadero que debe abastecer a todas las carnicerías de barrio. Alejémonos de aquí, se lo ruego. El león, del que el miedo se iba apoderando e iba empezando a llevar la cola entre las patas, se alejó gustoso. No huía porque quería conservar intacta su reputación de valentía; pero, en el fondo, se acusaba de temeridad y se decía que los rugidos de París por la mañana, habrían debido impedirle entrar en medio de aquella extraña casa de fieras. Los dientes de la hiena castañeteaban de pavor y ambos caminaban con precaución, buscando el camino para volver a su hogar, creyendo sentir a cada instante las zarpas de los transeúntes clavarse en su cuello. VI Y he aquí que, bruscamente, surge un sordo clamor en las esquinas de la jaula. Se cierran las tiendas, el toque a rebato se lamenta con voz anhelante e inquieta. Grupos de hombres armados invaden las calles, arrancan los adoquines, levantan apresuradamente barricadas. Los rugidos de la ciudad han cesado; reina en ella un silencio pesado y siniestro. Las bestias humanas se callan; se deslizan a lo largo de las casas, dispuestas a saltar. Y pronto saltan. La fusilería estalla acompañada por la voz grave del cañón. La sangre corre, los muertos aplastan su cara contra el suelo, los heridos gritan. En la jaula de los hombres se han formado dos bandos y esos animales se divierten degollándose en familia. Cuando el león comprendió de qué se trataba exclamó: -¡Dios mío! ¡Sálvamos de este pelea! Ya estoy bien castigado por haber cedido al tonto deseo de hacerle una visita a estos temibles carniceros. ¡Qué suaves son nuestras costumbres comparadas con las suyas! Nosotros no nos comemos jamás entre nosotros. -Y dirigiéndose a la hiena prosiguió-: No nos hagamos los valientes. Yo, lo reconozco, tengo los huesos helados de espanto. Tenemos que abandonar de inmediato este país de bárbaros. Entonces huyeron avergonzados y temerosos. Su carrera se hizo cada vez más furiosa y desbocada porque el miedo los espoleaba y los terroríficos recuerdos de la jornada eran otros tantos aguijones que precipitaban sus saltos. Llegaron al Jardin des Plantes sin aliento y mirando hacia atrás con pánico. Entonces pudieron respirar a gusto y corrieron a refugiarse en una jaula vacía cuya puerta cerraron con energía. Allí se felicitaron con efusión de su regreso. -¡Ah! -dijo el león-. No volveré a salir de mi jaula para ir a pasearme por la de los hombres. Sólo hay paz y felicidad posibles al fondo de esta celda dulce y civilizada. VII Y como la hiena palpaba uno tras otro los barrotes de la jaula: -¿Qué mira usted, pues? -preguntó el león. -Compruebo si estos barrotes son fuertes y nos defienden adecuadamente de la crueldad de los hombres -respondió la hiena. FIN L’Innondation et autres nouvelles Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zorrilla, José
España
1817-1893
La mujer negra o una antigua capilla de templario
Cuento
Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno. Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse. Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal. El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio. No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía. La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota. El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado. Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre. FIN L’Inondation et autres nouvelles Traducción de Esperanza Cobos Castro
Zorrilla, José
España
1817-1893
¿Y aquel entierro que pasa?
Minicuento
I Hace ocho días que Luciano Bérard y Hortensia Larivière están casados. La madre de la novia, viuda del señor Larivière, que posee, desde hace treinta años, un comercio de juguetes y bisutería en la calle de la Chaussée d’Antin, es una mujer seca y angulosa, de carácter despótico, que no pudo negar la mano de su hija a Luciano, único heredero de un quincallero del barrio; pero que tiene intenciones de vigilar, constantemente y muy de cerca, al nuevo matrimonio. En el contrato, la señora Larivière ha cedido a su hija la tienda completa, reservándose apenas una habitación de su casa, pero en realidad es ella misma quien continúa dirigiéndolo todo con pretexto de poner a sus hijos al corriente de la venta. Estamos en el mes de agosto; el calor es intenso y los negocios van mal. La señora Larivière tiene un carácter más agrio que nunca; no tolera que Luciano descuide sus quehaceres, al lado de Hortensia, ni un solo minuto. Un día que los sorprendió abrazándose en la tienda, dos semanas después de la boda, hubo un escándalo en la casa. Acordándose de que ella no permitió nunca a su difunto esposo la menor familiaridad en el almacén, decía a sus hijos que solo con mucha seriedad y compostura podía lograrse una clientela y una fortuna. -Yo, al menos -repetía- no conseguí sino de esa manera la fama de mi establecimiento… Luciano, pues, no queriendo aún enojarse, se contenta con enviar a su mitad besos furtivos cada vez que su buena suegra vuelve las espaldas. Un día, sin embargo, se toma la libertad de recordar en alta voz que sus familias les han prometido el dinero necesario para hacer un viaje de novios y pasar la luna de miel en santa calma. A lo cual contesta la señora Larivière, apretando sus labios delgadísimos: -Pues bien, váyanse a pasar un día al bosque de Vincennes. Ante tal respuesta los jóvenes esposos se miran consternados; y Hortensia comienza a encontrar verdaderamente ridícula a su madre. No pudiendo estar juntos sino durante la noche, tienen que guardar el mayor silencio, so pena de que la señora Larivière venga, al menor ruido, a preguntarles si están enfermos. Y cuando aun no están callados a media noche, les grita: -Mejor sería que se durmieran ¡caramba! para no quedarse, mañana también, dormidos sobre el mostrador. No siendo ya tolerable aquella manera de vivir, Luciano habla, por segunda vez, del viaje soñado y cita los nombres de los comerciantes del barrio que hacen paseos de varios días, mientras sus padres o sus empleados cuidan de sus tiendas: -El vendedor de guantes de la esquina de la rue¹ Lafayette, por ejemplo, está en Dieppe; el cuchillero de la rue San Nicolás acaba de irse a Luchón; el joyero del bulevar fue a Suiza con su mujer… Ahora todo el que tiene algún dinero se permite un mes de vacaciones. Pero la señora Larivière grita de mal humor: -Es la muerte del comercio, caballero, compréndalo usted. El ojo del amo engorda el ganado. En tiempo de mi difunto marido, nosotros no íbamos a Vincennes sino una vez al año, el lunes de Pascua… y siempre gozamos de muy buena salud, gracias a Dios… ¿Quieren que les diga una cosa? Pues bien, ustedes echarán a perder la casa con sus deseos de recorrer el mundo. ¡Sí, la casa está ya echada a perder! -Sin embargo -se atreve Hortensia a responder-, me parece que antes de casarnos se nos había prometido un viaje de novios. Acuérdate, mamá, de que tú misma habías consentido en ello. -Puede ser -dice la señora Larivière- pero eso fue antes de la boda, y las madres tenemos la costumbre de ofrecer en tal ocasión una multitud de necedades… Ahora es necesario ser formales… Luciano sale de la casa para evitar una querella. Un deseo feroz de estrangular a su suegra lo tortura. Pero al volver, después de dos horas de ausencia, su fisonomía y carácter están cambiados. Su manera de hablar con la madre de su mujer es dulce y aún algo sonriente y maliciosa. Por la noche, la primera pregunta que dirige a su esposa es: -¿Conoces Normandía? Hortensia responde: -Bien sabes que no; lo único que conozco es Vincennes; ¡lo único!… II Al día siguiente un acontecimiento inesperado conmueve la tienda de juguetes y bisutería de la señora Larivière. El padre de Luciano -el señor Bernard como le dicen en el barrio, donde se le considera como a buen vividor, franco y honrado en los negocios- viene a visitar a sus hijos. Y después de un rato de conversación, dice: -Me parece que a ustedes les agradará mi propósito de acompañarlos a almorzar -palabras que produjeron mal efecto en el ánimo de su consuegra. Pero la verdadera sorpresa estaba reservada para los postres. Apenas servido el café, el señor Bernard exclama: -También traigo en los bolsillos un regalo para los chicos. Y sacó triunfalmente dos billetes del camino de hierro. -¿Qué es eso? -pregunta en tono angustioso la señora Larivière. El padre de Luciano responde: -¿Esto? Pues esto son dos billetes de primera clase para hacer un viaje circular por Normandía… Vaya, hijos míos, un mes de alegría, un mes al aire libre… Estoy seguro de que van a volver frescos como un par de rosas. La madre de Hortensia está pálida, aterrada; y aunque deseosa de protestar, se calla y se muerde los labios. La perspectiva de una disputa con el señor Bernard, que decía siempre la última palabra, le da miedo. Pero lo que más la atemoriza son las últimas palabras del quincallero que, hablando fuerte: -Es preciso preparar las maletas -dice-. El viaje es para esta misma noche. Yo los conduciré a la estación ahora mismo. Hasta que no los vea en camino, no he de estar contento… -Está bien -declara ella con una rabia sorda-; ¡llévense a mi hija!… Así estaré más contenta, después de todo, puesto que ellos no se darán besos en la tienda y yo podré velar por el honor de nuestra casa. III Al fin el matrimonio está ya en la estación de San Lázaro acompañado del suegro que apenas les dio el tiempo necesario para meter algo de ropa blanca y unos cuantos trajes en el fondo de un baúl y que, al despedirse, los besa en las mejillas y les recomienda mirarlo todo para divertirlo, al regreso, con el relato de sus impresiones. Luciano y Hortensia se precipitan sobre los andenes buscando un compartimiento desocupado que, al fin de muchas vueltas, encuentran por su buena fortuna, y en el cual toman asiento preparándose a pasar bien la noche. Al cabo de algunos minutos, sin embargo, un caballero viejo viene a echar por tierra sus castillos en el aire, tomando, frente a ellos, una plaza desde la cual su mirada severa examina con atención los menores movimientos de los novios. El tren se pone en marcha. Hortensia vuelve la cabeza, desolada, afectando interés por el paisaje; pero, en realidad, sus ojos húmedos ni siquiera ponen atención en los árboles. Luciano busca un medio ingenioso para desembarazarse del viejo, no encontrando sino expedientes demasiado enérgicos. Al fin se calma y espera a que su compañero los abandone en Nantes o en Vernón, pero sus esperanzas se desvanecen al mirar que va hasta Le Havre. Entonces, desesperado, se decide a tomar entre las suyas la mano de su mujer. Después de todo, siendo casados, bien pueden manifestarse su ternura. La mirada del viejo se hace cada momento más severa y es tan evidente que desaprueba en absoluto aquellas muestras de afecto, que la pobre Hortensia se ruboriza y retira la mano. El resto del viaje transcurrió en medio del más profundo silencio, hasta que, dichosamente, el tren llegó a Roán. Al salir de París, Luciano había comprado una guía, en donde pudo escoger el hotel que mejor le pareció, creyendo poderse encontrar muy bien en él. En la mesa redonda apenas les es posible cambiar una palabra delante de toda aquella gente que no deja de mirarlos. Luego se deciden a meterse en la cama desde muy temprano, esperando poder estar en ella más contentos que en el camino de hierro y en el comedor; pero los muros del cuarto son tan delgados, que ninguno de los vecinos podía hacer un movimiento que no fuese oído por ellos, por lo cual no se atreven ni a toser… -Visitemos la ciudad -dice Luciano al levantarse- y sigamos de prisa nuestro camino hacia Le Havre. Luego comienzan su paseo sin poderse sentar un solo momento durante el día. Miran la catedral donde un cicerone les enseña la torre de Beurre que fue construida con los productos de una contribución que el clero había impuesto sobre las mantecas del lugar; miran el antiguo palacio de los duques de Normandía; las viejas iglesias convertidas en graneros; el cementerio monumental… lo miran todo, como en cumplimiento de un deber, sin encontrar ninguna alegría en la contemplación de tanto edificio histórico. Hortensia, sobre todo, se aburre soberanamente, cansándose de tal manera que al día siguiente se queda dormida en el tren. Al llegar al Havre, también encuentran contrariedades. Las camas del hotel son tan estrechas que el posadero se ve obligado a darles un cuarto con dos lechos. Hortensia se pone a llorar creyéndose insultada. Luciano la consuela jurándole que no se detendrán allí sino el tiempo necesario para ver la ciudad. Sus viajes locos, a través de los edificios, continúan al día siguiente. Después de abandonar Le Havre, se detienen algunos días en cada villa importante marcada en el itinerario. Visitan Honfleur, Pont l’Evêque, Caen, Bayeux, Cherbourg, etc., y llenándose la cabeza con una infinidad de calles y de monumentos, confundiendo las iglesias, atontados por la sucesión rápida de horizontes, no llegan a encontrar el interés buscado. En todas partes les ha sido imposible hallar un rincón pacífico y dichoso para acariciarse lejos de los oídos indiscretos. Al fin ya no miran nada, siguiendo su viaje como una obligación molesta de la cual no encuentran manera de deshacerse. Una tarde Luciano deja escapar, en Cherbourg, estas palabras: -¡Creo que estaríamos menos tristes al lado de tu madre!… Al día siguiente, caminando en dirección de Grandville, Luciano comienza a mirar la campiña a través de las ventanillas, con verdadera furia. De repente el tren se detiene en una estación insignificante cuyo nombre, dicho en alta voz por un empleado del ferrocarril, ni siquiera llega a sus oídos, y cuyo aspecto adorable hace exclamar a Luciano: -Bajemos, bajemos de prisa. -Pero esta estación no está en la guía -dice Hortensia, espantada. -¡La guía! ¡la guía! -responde el marido-.¡Ya vas a ver lo que voy a hacer con ella!… Venga, ¡bajemos de prisa! -Pero ¿y los equipajes? -Los equipajes me importan poco. Y cuando Hortensia hubo bajado, el tren se puso de nuevo en marcha, dejándolos en una hondonada verde y fresca. Al salir de la pequeña estación, los dos enamorados se encuentran en pleno campo… Ningún ruido turba el gran silencio de la naturaleza, a no ser el canto de los pájaros y el murmullo de un arroyuelo… La primera ocupación de Luciano consiste en arrojar su guía en medio de un estanque. Después… la calma y la libertad sonríen ante sus ojos encantados… IV La dueña de una posada que se encuentra a trescientos pasos de la estación les proporciona un cuarto amplio, encalado, con paredes de un metro de espesor, pero cuyo aspecto primaveral alegra la vista. Por lo demás, ni un solo pasajero, ni un solo testigo indiscreto; nada más que las gallinas que miran curiosamente. -Puesto que nuestros billetes son aún válidos para ocho días -dice Luciano- pasemos aquí una buena semana. Y realmente, ¡buena semana fue! Perdiéndose entre los senderos floridos e internándose en el bosque hasta llegar a las faldas de una colina, pasan alegremente los días, escondidos en el fondo de los matorrales que abrigan, complacientes, sus amores. A veces siguen al arroyuelo en su curso, corriendo como estudiantes escapados; Hortensia se quita los botines para tomar baños de pies, mientras Luciano la hace exhalar gritos de susto besándole bruscamente la nuca… Hasta la falta de ropa blanca y el estado de desnudez en que se encuentran, es causa para ellos de contento. Esa especie de abandono en un desierto donde nadie los supone, les encanta. Un día es necesario que Hortensia pida prestadas algunas prendas interiores a la dueña, y la tela grosera de las camisas, que le pica la piel, no la hace sino reír. Su cuarto es tan alegre que desde las ocho de la noche, hora en que la campiña oscura y silenciosa ya no los atrae, se encierran en él con verdadero placer, recomendando siempre que nadie vaya a despertarlos. A veces el mismo Luciano baja a la cocina a buscar el almuerzo, compuesto de huevos y chuletas, sin permitir que nadie lo ayude a subir sus provisiones. Y esos almuerzos exquisitos comidos al borde de la cama, en donde las caricias y los besos son más numerosos que los bocados de pan, se prolongan siempre hasta muy tarde… El séptimo día, sin embargo, llega al fin; y los pobres enamorados se admiran y se entristecen al ver lo de prisa que han vivido, decidiéndose a partir sin averiguar siquiera el nombre de ese pueblo, propicio como ninguno a sus amores, en el cual han obtenido un cuarterón de luna de miel… V Sus equipajes los esperan en París desde hace una semana. Cuando el señor Bernard los interroga, Luciano y Hortensia responden embrolladamente, diciendo que han visto el mar en Caen y la torre de Beurre en el Havre. -Pero ¡qué demonios! -exclama el quincallero- ustedes no me hablan de Cherburgo… ¡ni del Arsenal! -Ah -responde Luciano- el arsenal es muy pequeño y además tiene pocos árboles. Entonces la señora Larivière, siempre seca, siempre agria, alza los hombros y murmura: -Lo que es así no vale la pena hacer viajes… ¡Ni siquiera conocen los monumentos!… Vamos, Hortensia, basta de locuras y al mostrador otra vez… FIN
Zweig, Stefan
Austria
1881-1942
La estrella sobre el bosque
Cuento
Uno de los templos que se ven hoy en Castilla la Vieja es el de Torquemada, villa situada a pocas leguas de Valladolid, entre esta ciudad y la de Burgos. Antes que este se edificara, servía de iglesia una capilla que llaman de Santa Cruz. Ahora está a pocos pasos del pueblo, y sigue sirviendo de templo secundario. Fue obra de los caballeros templarios, que la abandonaron muy poco después de haberla levantado para sus fines particulares; y transcurriendo días, se hizo un objeto de veneración y de pavor para el simple habitador de Torquemada. Se dijo que no todo era bueno en aquella capilla: que se oían ruidos subterráneos, y hubo quien añadió que le constaba estar habitada por los malos espíritus. Estos rumores crecieron cuando don Juan II de Castilla mandó cortar la cabeza de su condestable don Álvaro de Luna, por quien los vecinos de Torquemada hicieron muchos sufragios. Contaron que se oían ecos lastimosos en Santa Cruz; que recorrían luces de una parte a otra, y que vagaban por la noche en sus cercanías sombras movibles; y otras fábulas a este tenor. Al mismo tiempo apareció un ermitaño en la parte del pueblo opuesta a la en que estaba la capilla. Allí se acababa de levantar un santuario con el nombre de Nuestra Señora de Valdesalce, cuyo cuidado se encargó a este ermitaño, que vivió algún tiempo con una vida ejemplar y siendo el ídolo de los vecinos de la población. De estos sucesos tan simples en sí y tan naturales, se sacaron mil cuentos inverosímiles y absurdos, que tuvieron motivo en las causas anteriores del acaecimiento que voy a referir, y que se conservó largo tiempo en la memoria de los aldeanos con el nombre de la mujer negra. Una mujer misteriosa entraba, ya hacía algunas noches, en la capilla de Santa Cruz, sin que nadie supiese quién era ni con qué objeto se presentaba allí. Algunos atrevidos y un poco más despreocupados que los otros se arriesgaron a seguirla, entrando en el templo algunos minutos después que ella. No quedó rincón que no miraran, ni escondrijo donde no se introdujeran; pero la mujer no apareció. Una hora antes de rayar el alba, esta dama incomprensible salió de la capilla y desapareció entre la maleza de un bosquecillo, o más bien dehesa cercana. ¿Cómo, pues, explicar este misterio? Entraba, salía, se la buscaba, y así se daba con ella como si fuese un espíritu invisible. Los lugareños, aterrados, no osaban, después de este acontecimiento, acercarse a Santa Cruz desde que el astro del día empezaba a debilitarse. El ermitaño de Valdesalce estuvo también algún tiempo sin dejar su habitación, lo que contribuyó al aumento de su terror. El suceso de la mujer negra empezó a tomar un aspecto muy formal. «El condestable, decían los aldeanos, era sin duda muy culpado; nuestras oraciones han irritado su alma.» Otros hablaban de la mujer negra, como de una bruja que tenía pacto hecho con el diablo, añadiendo unos que se les había mostrado por la noche, y otros que, volviendo de los azares del campo, la vieron bailar al anochecer alrededor de una seta, como decían lo practicaban las brujas: y algunas viejas contaban que la habían visto saltar con suma rapidez de unos en otros tejados, cantando por un tono en extremo lúgubre. El ermitaño bajó, por fin, a visitar a sus queridos hermanos, como él llamaba a los vecinos de la villa. El semblante de este hombre era angelical, su porte agradable y cariñoso: llevaba una túnica de paño burdo ceñida a la cintura con una correa. Vagaban sobre su espalda los negros y rizados cabellos, y la barba crecía a su antojo, dando a su rostro varonil un carácter de majestad y nobleza que nunca desmintieron sus palabras ni sus hechos. La alegría de los aldeanos fue general cuando vieron bajar a su ermitaño. Corrieron a su encuentro, le contaron el suceso de la mujer negra muchas veces, porque se les figuraba que aún no lo había comprendido bien. Él escuchó su narración con una paciencia imperturbable: les animó, les dijo no creyesen en cuentos de brujas ni en hechizos, que tal vez aquella mujer fuese tan buena cristiana como por bruja la tenían; y concluyó prometiéndoles que él mismo iría a descifrar aquel misterio. Los del pueblo quedaron muy pagados de la afabilidad del eremita, le dieron repetidas gracias y le acompañaron largo trecho fuera del lugar, retirándose después con más tranquilidad de la que habían tenido los últimos días. El solitario de Valdesalce esperó la venida de las sombras lleno de curiosidad: la idea de aquella mujer extraordinaria le había hecho gran impresión, y parecía hallar un presentimiento en su interior que le inclinaba a creer que era un ente bien desgraciado. Meditaba en las señales que le dieron de ella los del pueblo; dejaba escapar expresiones de compasión: hubiera querido descubrirlo todo en un momento. Mas no sabía que el cielo le preparaba una escena bien triste en la capilla de los Templarios. La noche llegó desplegando a la vez todos los encantos que la acompañan en la estación deliciosa de la primavera. La luna apareció suspendida en el puro azul de una atmósfera tenue, que parecía tener la virtud de aligerar la vida de los seres condenados a arrastrar unos días cortos y desabridos sobre la tierra. Ayudándose con su pequeño báculo, descendía de su choza el eremita de Valdesalce, encomendando al Eterno, en duplicadas oraciones, el éxito del negocio que iba a emprender en favor de sus caros habitantes de la llanura: atravesó silencioso por medio de las sombras que proyectaban los edificios pequeños y groseros que se veían separados del resto de la población; y al cabo de algunos minutos se arrodilló ante el altar de la capilla a que no resolvían acercarse los lugareños. Acomodose en un lugar extraviado desde donde pudiese registrar el espacio más reducido del templo, y aguardó más de una hora sin percibir el más mínimo ruido. Al cabo de este tiempo, la puerta que él había cerrado detrás de sí, se abrió lentamente con un prolongado mugido; la lámpara colgada delante del ara, osciló débilmente y dio muestras de expirar, confundiendo así los objetos de una manera horrorosa. Una mujer de una figura interesante se adelantó hacia el presbiterio y oró por algunos momentos. Iba cubierta con un ropaje de seda negra que realzaba su cutis delicado, y convenía con su semblante abatido. Sus ojos lánguidos recorrieron velozmente la capilla, y dirigiéndose a la lámpara, comunicó la llama a un largo hachón, que difundió una claridad trémula, cuyo resplandor dio movilidad a los seres estacionarios por naturaleza. Dirigiose a un altar lateral, y separando una ligera tarima, dejó ver una escalerilla de caracol, oculta bajo una pequeña trampa, por la que desapareció. La oscuridad volvió a tomar posesión de la capilla, porque la lámpara había sido apagada por aquel ser fantástico. El eremita se dirigió a ciegas al sitio por donde se había sumergido la mujer negra, y, entrando en la trampilla, empezó a caminar por las entrañas de la tierra. Después de haber bajado algunos escalones, se adelantó por un callejón tortuoso, evitando cualquier ruido que pudiera producir su marcha. Al paso que se adelantaba se aumentaba la claridad, y pocos pasos anduvo para encontrar otra segunda escalerilla, que terminaba en una estancia subterránea más extensa que la capilla. Un sepulcro servía de altar, al parecer, y algunos huesos extendidos por el pavimento mostraban bien eficazmente que sirvió un día de cementerio a los hombres. La mujer prodigiosa se hallaba como en un éxtasis al pie de aquella tumba: su rostro estaba humedecido con algunas lágrimas; sus facciones se habían hecho gruesas y duras; la vista no cambiaba de dirección; en una palabra, todo indicaba estar entregada a un exceso vehementísimo de delirio. El eremita permaneció mudo de admiración y de terror a la entrada de este salón fúnebre. Dos veces estuvo tentado a volver atrás, pero una secreta curiosidad se lo estorbó, y permaneció oculto hasta ver el final de esta escena. La mujer negra se levantó, se acercó más al sepulcro, y entregándose a un terrible frenesí, gritó con una voz robusta y más que mujeril: -¡Inés! ¡Inés! He aquí las cenizas de tus abuelos. Tu padre no está aquí. Los buitres han agitado sus plumas inflexibles sobre su cadáver, y han escondido las uñas y el pico en sus entrañas insepultas. ¿Quién dará cuenta de esto? ¡Inés! ¡Inés! ¡La maldición de los padres es eterna: el parricida no reposa ni aun en la tumba! El acceso de furor se aumentó; temblaba de pies a cabeza: pronunciaba sonidos incomprensibles; agitaba en el aire la antorcha que tenía en la mano; finalmente, empezó a dar vueltas en derredor de aquella mansión de los muertos, y, haciendo un movimiento rápido desde el extremo opuesto, corrió demente hacia la escalera de la capilla. Fijó sus ojos desencajados en el eremita, cogiole por la túnica y le condujo casi arrastrando hasta el pie del sepulcro. Allí agitó la antorcha por segunda vez, la acercó al rostro del morador de Valdesalce, parecía quererle reconocer, y, repitiendo mil gestos convulsivos, quedó en pie delante de él como quien vuelve de repente de un letargo de muchas horas. Su semblante tomó otra vez su carácter lánguido; se sonrió débilmente, como por fuerza, y dijo: -¡Hola! El ermitaño de Valdesalce ha venido a visitarme. Ciertamente, este sitio no es un palacio adornado con ricos tapices, pero la perspectiva de un sepulcro no debe serle tan desagradable. Hasta entonces no había percibido el solitario más que la idea de un delirio tremendo y de una mujer criminal; mas cuando su semblante se serenó, no vio en él sino una imagen de la desgracia; y sirviéndose del mismo lenguaje que había usado aquella mujer, la contestó: -El ermitaño de Valdesalce ha oído que una mujer misteriosa causaba terrores en los corazones sencillos de los aldeanos con sus apariciones nocturnas en la capilla de Santa Cruz. -¡Misterio! ¡Terrores! ¡Apariciones! -repuso ella, con admiración marcada- No, no, os han engañado… es una falsedad; Inés Chacón no se aparece… Tocadla, su cuerpo es de la misma materia que los demás. ¡Todo era aquí maravilloso, todo enigmático! El nombre de Inés Chacón produjo en el ermitaño un repentino temblor, sus ojos negros rodaron sobre sus órbitas, y no pudo articular por algunos momentos una sola palabra. -El eremita se ha estremecido -dijo Inés-. ¿Le aterran los gemidos de los espíritus que habitan aquí? Podemos abandonarlos cuando les plazca. -Mujer extraordinaria, los espíritus no me intimidan, pero tus palabras excitan en mí una idea más horrible. ¿Quién eres? Habla, te juro por las almas de tus antepasados un silencio eterno e inviolable. -Pues bien, que el hombre de la soledad me escuche: no oirá de mis labios más que verdad. Esto dicho, colocó entre dos piedras el hachón que tenía en la mano, y, sentándose en unos escombros enfrente de él, hizo señal al ermitaño para que la imitase. Era por cierto una escena bien asombrosa ver a dos seres tan raros y tan distintos, conversando con aparente tranquilidad de las cosas de la vida, rodeados de los despojos del tiempo y de la muerte. Después de un corto silencio, empezó Inés su narración con un tono lúgubre y enfático. -Burgos me vio nacer. Mi padre fue el inseparable amigo del desventurado condestable, que perdió ha poco la privanza del príncipe don Juan, con la cabeza, y su caída arrastró tras sí a nuestra corta familia; diez y siete veces había visto despojarse los jardines de sus flores, siguiendo en este tiempo la fortuna de aquel favorito del rey de Castilla, cuando don Rodrigo de Aguilar, poderoso caballero de Aragón, se atrevió a fijar sus ojos en la orgullosa frente de Inés. Le amé, ¡demasiado me pesa!; ya es tarde. Mi padre iba a salir desterrado de la corte, cargado con toda la indignación de un príncipe caprichoso; en este momento crítico, don Rodrigo ofreció a mi padre un asilo seguro en su fortaleza de Aragón; se obligó a mantener mi familia en el antiguo fasto y ostentación, y concluyó con pedirle la mano, lo que mi padre le negó abiertamente. Yo ignoraba que don Rodrigo era un jugador, un impío cargado de deudas y de vicios, que ocultaba por medio de virtudes aparentes. Ciega de amor, traté de impostor a mi padre infeliz, y le anuncié que lo creía todo una odiosa suposición suya, para no permitirme dar el nombre de esposo al aragonés, y disfrazar así su odio contra los que siguieron otras banderas que las del condestable. El infame don Rodrigo facilitó, a pesar de mi padre, una entrevista con la alucinada Inés. Tuvo en ella valor para proponerle la fuga. Después que nuestro matrimonio esté concluido -me dijo- vuestro padre cederá, y lo dará todo por bien hecho. Mi pasión abominable pasaba los límites del verdadero amor, yo estaba frenética, y mi padre, por otra parte, me prometía un porvenir nada lisonjero. ¿Lo creeréis? Consentí en habitar con él en su castillo de Aragón, y con esta idea que me halagaba ahogué en mi corazón el cariño filial. A la medianoche salimos de Valladolid, seguidos de tres criados bien apercibidos y valientes. Todavía veíamos las veletas girar en las torres de los templos de la ciudad, al débil brillar del astro nocturno, cuando un bizarro caballero, armado de punta en blanco, se opuso en medio del camino por donde debíamos pasar. Calada la visera y la lanza baja en brioso continente, acometió a Rodrigo, cuyo caballo, menos fuerte que el del incógnito, midió la arena con su cabalgador. Nuestros criados cercaron al vencedor, el cual, cubierto de heridas, sucumbió después de una porfiada lucha. ¡Insensata! Yo me daba el parabién de su ruina; de la ruina de mi padre. Abrió un momento sus moribundos ojos, y, fijándose en su execrable hija, exclamó: «¡Pluguiera al cielo que vivieras maldita sobre la tierra; y que tus infames amores…!». No acabó. Sus fuerzas le hicieron traición; la voz expiró en sus fauces, y yo me alejé, sin saber lo que hacía, de aquel espectáculo de barbarie. Aquí se detuvo Inés, y derramó algunas lágrimas a la memoria del que la dio el ser: pareció quererse entregar a otro acceso de delirio, mas, recobrando el espíritu, prosiguió. -Este golpe se borró pronto de mi memoria entre las caricias infernales de mi pérfido esposo, que después de haberse burlado a su sabor de la crédula Inés, me encerró en un calabozo de su castillo, donde me dio la noticia de la muerte de mi padre. Pero un conserje que él creía de su confianza le vendió, y me dio la libertad. Convencida de que nada adelantaría con querer vengarme, sino hacer más patente mi deshonor, vine a concluir mis días cerca del sepulcro de mis abuelos. Ese bosquecillo cercano me oculta durante el día, y mientras el hombre paga el tributo del descanso a la naturaleza frágil, doy rienda a mi dolor en este miserable sitio. La maldición de mi padre, venerable ermitaño, resuena sin cesar en mis oídos, y la última noche he creído ver su sombra indignada que se alejaba de esta capilla. Aún tengo otro secreto que revelaros. Mi vida acabará muy pronto; tomad, esta joya se la hallaron a mi padre sus asesinos entre la coraza (Inés mostró una cruz de oro guarnecida de magnífica pedrería). Iba unida a un billete para su único amigo, de quien es propiedad; debía de haberle acompañado en su destierro. ¡Quizá le habrá seguido al sepulcro!… -¡Todo lo sé ya! -exclamó el ermitaño, tomando en sus manos la cruz que Inés le presentaba-. ¡Dios mío! ¡Para esto he vivido hasta hoy! ¡Oh, mi fiel Gonzalo!… -¡Qué, sois vos! -dijo la joven frenética-. ¡Hernando de Sese, el apoyo de mi padre, se cubre con la túnica del ermitaño de Valdesalce! ¡Sí, sí, todo es horror en la tierra, y la maldición paternal pesa sobre mí con todo su vigor! Mientras un torrente de lágrimas bañaba el rostro del sensible Hernando, el delirio se apoderó de Inés, y tomando carrera desde la mitad del subterráneo, intentó estrellarse contra aquellas paredes revestidas de cráneos humanos. Hernando de Sese corrió a estorbar el fatal proyecto, pero un nuevo prodigio detuvo a la joven en su desesperada corrida. El centro de la tierra gimió; la losa de la tumba cayó al suelo resbalando por sus bordes, y un guerrero armado de todas las piezas se levantó como un espectro, en medio de ellos. La cruz roja de Santiago resplandecía en su pecho, y resaltaba más colocada en su coraza cubierta de negro pavón. Un penacho oscuro flotaba sobre el almete, como un funesto grajo que revolotea en tomo de una torre enlutada por la muerte de su señor. Entretanto que Inés y Hernando permanecían inmóviles, sobrecogidos de un estupor indefinible, la mano del caballero aparecido alzó la visera y mostró un semblante noble, en que luchaban a la par la angustia y la indignación. «No temáis -dijo con una voz tétrica-, ¡vivo todavía!» -¡Vive todavía! -repitieron a un tiempo Hemando e Inés. -Sí, vivo todavía -replicó el caballero (en quien ya se habrá reconocido a Gonzalo); los asesinos no acabaron con mi existencia, y cuando volví del profundo letargo en que me dejaron sumergido, me hallé en una habitación desconocida, donde la caridad de una virtuosa mujer me puso en el estado en que me veis. Allí supe la fuga de mi amigo Hernando, y determiné buscarle para vengar el ultraje hecho a mi familia por el impío don Rodrigo. Aguardando la ocasión de descubrirme al ermitaño de Valdesalce, encontré el asilo de mi hija infeliz, y pensé hacerla caer en mi poder, ocultándome en un segundo subterráneo que tiene entrada por ese sepulcro. Iba a contestar Hemando, pero un gemido prolongado que se oyó a sus espaldas, no se lo permitió. Inés estaba entregada de nuevo a otro delirio más vehemente que los dos primeros. En vano su padre la estrechó en sus brazos, la prometió su perdón y la llamó repetidas veces su hija, su querida hija. Una fiebre ardentísima la consumía por instantes: hacía contorsiones y gestos repugnantes, y entre las bascas de su furor se la oía repetir con frecuencia: ¡Maldición! ¡Maldición! Y un gemido histérico y espantoso terminaba sus ecos de demencia. Durante esta escena el hachón se consumió enteramente, y mientras Hemando subía a buscar algunos vecinos de su confianza que diesen un asilo provisional a aquellos desventurados, Inés, desasiéndose de repente de los brazos de su padre, se hizo pedazos la cabeza contra el sepulcro. La última llamarada de la antorcha mostró al triste Gonzalo el cerebro de su hija esparcido a su alrededor, y un grito de desesperación se propagó por las bóvedas del subterráneo, resonando hasta la misma capilla. Un momento después bajó el ermitaño acompañado de aldeanos que traían hachas encendidas. Pero no fueron más que las antorchas que alumbraron un lastimoso funeral. Gonzalo Chacón siguió el ejemplo de su hija frenética, y había expirado abrazado con su cadáver al pie del sepulcro de sus abuelos. Ya no existe este subterráneo, pero se conserva intacta la capilla de los Templarios. FIN