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Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
El teléfono
Minicuento
Una noche soñé que había matado a una mujer. Paso los detalles. Cuando desperté leí en el periódico el relato del crimen tal y como yo lo había perpetrado. Me presenté a la policía. Se rieron de mí. Dicen que encontraron al criminal. ¡Qué va! Entonces ¿por qué me sigue remordiendo la conciencia? FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
El vecino de adentro
Minicuento
Tomó el diario. Leyó: “El señor N. N. descansó en la paz del Señor”. Se tomó el pulso. Nada. Se palpó el pecho. Estaba frío. Sintió una absoluta indiferencia. Tiró el diario y volvió a meterse en la cama, más, pero muchísimo más indiferente que nunca. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
La noche
Minicuento
El teléfono es un pulpo que cae sobre la ciudad. Sus tentáculos se enredan en las casas. Con las ventosas de los tentáculos se chupa las voces de las gentes. De noche —se alimenta de ruidos. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
La sombra
Minicuento
Me lo encontré en la avenida. Su identidad conmigo era, como si dijéramos, escandalosa. Le dije: “¿Quién es usted?”. Y me soltó, susurrando las sílabas: “Luis Vidales”. Le grité, angustiado: “¡No! Yo soy Luis Vidales”. Y para asombro de mi parte, me respondió con aplomo: “¿Y quién lo contradice?”. Y en verdad, no tuve nada que argüirle. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Los dos gatos
Minicuento
El día es lo más ciudadano que hay. Eso no me lo puede negar nadie. El día tiene gentes y casas y pegados en las cintas vertiginosas de las calles tiene tranvías – coches – autos – etc. – etc. Cualquier día de la semana llámese lunes o sábado – está siempre lleno de ciudades. Pero la noche – ah! caray! – la noche es lo más inculto que se conoce hasta hoy. La noche está bien en los matorrales. La noche – primitiva – selvática – reacia a la civilización – es el último resto de salvajismo en el mundo. ¿No habrá quién colonice la noche? FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Los vigilantes
Minicuento
Yo quería estar solo. Subí las escaleras que conducen a mi habitación y tras de mí cerré la puerta para que nadie pudiese importunarme. ¡Qué supremo deleite! ¡Qué saludable alegría la de reunirme solo! Por un instante me sentí el más feliz de los hombres. Pero fue solo un instante. Luego, de reojo, noté que a mi lado había algo que alentaba acompasadamente con mis ademanes. Giré súbitamente sobre los talones y allí, sobre la pared de mi cuarto, se destacaba mi sombra, ¡como una segunda persona de mí mismo, como un ente que se nutría de mi propia vida! Empezó entonces mi batalla. Hice un ademán de desesperación, y la sombra, con inaudito descaro, manifestó su vitalidad levantando los brazos en la misma actitud de los míos. Me escondí tras la cortina, y ella se escondió conmigo. Di vueltas en redondo del cuarto, y ella me siguió como un relámpago negro. Ya no hubo en mi cerebro campo a la reflexión. Los nervios se me volvieron nudos debajo de la piel. Lleno de ira, empuñé el férreo cortapapel que reposaba tranquilo sobre mi escritorio, y con un paso lento, de asesino, me aproximé a mi sombra, inmensamente agrandada sobre el muro, y la cosí a puñaladas. ¡No exhaló la más leve queja! ¡Aquello fue como si mi mano hubiese asesinado al silencio! Desde aquella noche, abandoné para siempre la casa donde se desarrolló mi primer crimen. ¡Tal vez allí, contra la pared de mi cuarto —como una mariposa de la media noche— esté todavía clavada la sombra muerta! FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Música de mañana
Minicuento
El gato y su sombra. Son dos gatos –pero en realidad no es más que uno. Esto me explica la divinidad. La sombra es un gato más enigmático. Es más gato. Así debieran ser todos los gatos. Untados a la pared. Sería bello verlos andar. Entonces tampoco podría dejar un gato arqueado de señal hasta donde he leído. Pero podría detenerlo en la pared y fijarle debajo un tomito de almanaque. Un almanaque es un pequeño tratado de filosofía. He intentado hacer una definición. ¡Es tan peligroso! Pero –afortunadamente para mí– el gato ha desbaratado mis ideas –de un salto– y se ha echado en la poltrona –sobre su sombra. De un envoltorio de piel –que parece como si una mujer lo hubiera dejado sobre la poltrona– sube una musiquilla constipada. Ahora todo ha quedado en silencio. He visto la musiquilla desteñirse en el aire como un color. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Paisajes ambulantes
Minicuento
Se hicieron íntimos. Un día, al descuido, Jhosef le dio a beber el vino maravilloso a Arthur, quien súbitamente se transformó en Jhosef. Un tiempo después, a Jhosef le ocurrió otro tanto: se convirtió en Arthur. Los dos —así— quedaron en su plata, pues ambos eran espías. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Superciencia
Minicuento
La máquina de escribir es un pequeño piano de teclas redondas. Vendrán grandes “virtuosos” de la máquina de escribir. Serán gentes de largas melenas y de ojos melancólicos. En las noches de luna. Sonatas. Y nocturnos. Y gigas. Vibrarán las máquinas de escribir. Y su ritmo —bajo las estrellas— nos llenará el alma de deseos y de recuerdos. FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Teoría de las puertas
Minicuento
Mr. Wilde ha dicho que los crepúsculos están pasando de moda. Es indudable que se podría disimular ese defecto si los paisajes variaran constantemente de sitio. Eso de ver un paisaje en un mismo lugar –es necesariamente aburrido. Lo contrario sería encantador. Y espectacular. Un grupo de árboles emigrando bajo el cielo. O un árbol que pasara para la selva solo, recto, sobre sus innumerables patitas blancas.Pero entonces la gente inventaría jaulas para cazar paisajes. Y un paisaje dentro de una jaula no debe sentirse contento FIN
Vidales, Luis
Colombia
1904-1990
Tragedia de un rostro
Cuento
Por medio de los microscopios, los microbios observan a los sabios. FIN
Vigny, Alfred de
Francia
1797-1863
Laurette o el sello rojo
Cuento
Soy alguien dado a investigaciones científicas. Últimamente he descubierto una teoría del equilibrio. Ante todos los sabios del mundo yo siento mi teoría del equilibrio. Cuando una puerta se abre, la puerta equidistante, al otro lado del mundo, se cierra irremisiblemente. Por esto –y todos lo hemos visto– de golpe, las puertas se cierran solas. El día que todas las puertas se abrieran a una vez, el mundo quedaría lleno de huecos y el viento se entraría en ellos y se llevaría la tierra por los espacios ilímites… FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Amigas de pensionado
Cuento
Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que hay en mi casa. Una casa con solo una habitación de segundo piso es harto rara si pensamos que apenas habrá dos de estas en toda la ciudad. No voy a describir lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al regresar, cuelgo mi sobretodo que ya empieza a tener parecido conmigo. Una cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote, maltrata las horas de un modo doloroso. Todo, excepto los libros, a los que amo con un amor humano, como si fueran personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí, detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace mucho viene mortificándome y que años ha tuve la intención de someter a una encuesta: —¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira. Lo que ahora voy a decir es tan cierto, tan cierto pero inverosímil como, por ejemplo, la muerte del infalible pontífice. Si dije al principio dónde vivo y cómo es mi cuarto, lo hice porque así lo necesito para mi historia. Confieso que me he distraído en cosas que no vienen a cuento y que todo lo anterior se podría suprimir, lo que no hago, sin embargo, porque creo que fue Stendhal quien me pidió que le pusiera este marco a mi narración. Desde mi cuarto se ve el patio de la casa vecina. La pared en la que está incrustada la puerta de mi cuarto forma ángulo recto con un tramo del tejado de la otra casa. De suerte que desde la puerta, apoyando las manos en el tejado, es fácil divisar el corto corredor, al otro lado del patio. Una personita encantadora atravesaba en ocasiones por este corredor. Nadie más pasaba por él, como si estuviera destinado exclusivamente para ella. Se oían voces en la casa, pero jamás vi a los dueños de esas voces. Esa bella persona carecía totalmente de personalidad. A primera vista se le comprendía y lo acabé de comprobar una mañana que ella, buscando el sol, había arrastrado su pequeño asiento hasta el corredor y se había puesto a hacer un tejido de crochet, moviendo la aguja entre los ágiles dedos. A veces, por breves instantes, dejaba su labor para mirar a un punto determinado, invisible para mí, y entonces, con extraordinaria claridad descubrí que su rostro reflejaba la expresión de la persona que yo no veía. Esto determinó en mí una invencible curiosidad: la de estudiar a las personas de la casa a través de ese rostro, en el cual se veía todo como en un espejo. Por este medio supe que allí había un hombre severo y pronto pude darme cuenta de que era su marido, porque en el rostro que ella copiaba se advertía la expresión de la posesión, pero de la posesión desdeñada. “Te poseo y por eso te desprecio”, decía aquel rostro severo. Al contrario de este, el otro rostro que conocí aquella mañana de sol era el de un hombre dulce y joven, un tanto triste, cuya expresión, de un sentimentalismo semirrisueño, decía claramente: “Te amo”. Así, durante meses, asomado por momentos a la puerta de mi cuarto, con los codos en el tejado vecino, acumulé paulatinamente detalles, gestos, rictus de amor y de odio, rasgos de cara melancólica, sonrisas, recriminaciones, todo el cúmulo de sentimientos que pasaba alternativamente por la faz hermosa de la mujer. En un cuadernillo llevé nota minuciosa de todo esto por separado; es decir, que cuando uno de estos caracteres era severo se lo apuntaba al marido y cuando era dulce iba a completar la personalidad del otro hombre. Llegué a definirlos con tal exactitud que pude saber hasta su estatura. Por una relación entre el piso y la mirada de ella calculé que su marido tenía aproximadamente un metro con setenta centímetros y que el joven no pasaba de un metro con sesenta. Como me ciño estrictamente a la verdad, esta historia aparece trunca e incompleta constantemente, pues rara vez se daba la casualidad de que ella estuviera en el corredor y de que uno de los hombres se hallara en la casa. En el transcurso de ese tiempo los dos hombres no llegaron a estar simultáneamente en la casa. Lo que sí sucedía con frecuencia, y hasta por ocho o diez días, era que en el rostro de la mujer no aparecía sino la faz del hombre dulce, por lo cual colegía yo que el otro estaba ausente de la casa, quizás en misiones de su oficio. En una de esas ausencias tuvo lugar algo que clausuró definitivamente mi libreta de apuntes. Era una noche clara, como ha habido pocas en el mundo. Por sobre los tejados —lejos— se veían las copas de los árboles y en la rama de un eucaliptus recortábase la luna. Sobre el patiecillo vecino la sombra de una palma era una araña enorme, negra, que movía las patas. Serían las dos de la mañana. Reinaba un silencio de sombras. Yo subía la escalera, de regreso de mi paseo nocturno, y ya iba a entrar a mi cuarto cuando oí voces en la casa vecina. Por un instante volvió la calma en la que se sentía la respiración de la noche. Pero luego, un grito bestial hizo trizas el reposo. Se oyó una carrera precipitada y la mujer, en bata de dormir, llegó hasta el extremo del corredor. Estaba desgreñada. En su rostro pude ver alternativamente al agrio marido y al amante romántico. Las anotaciones de mi libreta me permitían esperar, por una lógica común y corriente —y tal vez también por el ansia de espectáculo que atosiga a los seres— el desarrollo y culminación del drama que ocurriría ante mis ojos. Me dispuse a presenciar en el rostro de la mujer la lucha de los dos hombres y hasta me adelanté a imaginar cuándo el uno, momentáneamente, triunfaba sobre el otro; cuándo los dos rodaban por el suelo; cuándo cejaban en el duelo para tomar aliento; cuándo volvían a trenzarse en la lucha. Pero la escena, esperada por mí durante meses enteros, no se presentaba. De pronto hubo un silencio, grande como una piedra. Creí llegado el momento. La mujer palideció, sus facciones se desencajaron y las pupilas, desmesuradamente abiertas, se inmovilizaron en el blanco. Esto solo duró un segundo y pensé que la partícula de tiempo era más que suficiente para comprender que aquello era el reflejo de la cara del muerto. Pero no fue así. Las expresiones de los dos hombres se refractaron en la suya, con sus características propias; y en los días siguientes volvieron a pasar por el rostro de la mujer hermosa la faz severa del marido y la dulce del hombre melancólico. Me veo en la necesidad de consignarlo así en honor a la verdad. Tal vez esto desaliente al lector. A mí me ocurrió lo mismo. Lancé al aire las páginas de mi libreta de apuntes, que volaron como hojas de un calendario, y no volví a fisgonear hacia el patio de la casa vecina. ¿Para qué? Pero… ¿qué espectáculo es capaz de mantener nuestra curiosidad —vulgar o no— durante meses enteros? Si algo de esa curiosidad he podido transmitir al lector, me sentiré pagado por el fracaso de este relato. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Antonia
Cuento
I. Sobre el encuentro que tuve en el camino real El camino real de Artois y de Flandre es largo y triste. Se extiende en línea recta, sin árboles ni cunetas, por campiñas planas y llenas de un barro amarillo en cualquier estación. En marzo de 1815, iba por aquel camino y tuve un encuentro que no he olvidado desde entonces. Iba solo, a caballo, llevaba una buena capa, un casco negro, pistolas y un gran sable; llovía a cántaros desde hacía cuatro días y cuatro noches de marcha, y recuerdo que iba cantando la Joconde a voz en grito. ¡Era tan joven! La Casa del Rey en 1814 se había llenado de niños y de ancianos; el Imperio parecía haber tomado y matado a todos los hombres adultos. Mis compañeros iban por delante, siguiendo al rey Luis XVIII; veía sus capas blancas y sus uniformes rojos en el horizonte, al norte; los lanceros de Bonaparte, que vigilaban y seguían nuestra retirada paso a paso, mostraban de vez en cuando el gallardete tricolor de sus lanzas, en el horizonte opuesto, al sur. Una herradura perdida había retrasado a mi caballo; era joven y fuerte, y como lo espoleaba para unirme a mi escuadrón, partió al trote; puse la mano en mi cinturón, suficientemente provisto de dinero, oí resonar la funda de hierro de mi sable sobre el estribo, y me sentí orgulloso y perfectamente feliz. Seguía lloviendo y yo seguía cantando. Sin embargo, pronto me callé aburrido de no oír a nadie sino a mí, y a partir de entonces, sólo escuché la lluvia y los pies de mi caballo chapotear en el lodazal. Se acabó el pavimento de la carretera, y empezó a hundirse, por lo que hubo que ir al paso. Mis grandes botas estaban embadurnadas por fuera con una costra espesa de barro amarillo como el ocre, y por dentro se llenaban de agua. Miré mis entorchados dorados completamente nuevos, que eran mi felicidad y mi consuelo; estaban despeluznados por el agua, y aquello me afligió. Mi caballo bajaba la cabeza, hice como él, me puse a pensar, y me pregunté por vez primera adónde iba. No lo sabía en absoluto; pero aquello no me ocupó la mente por mucho tiempo, estaba seguro de que si mi escuadrón estaba allí, allí también estaba mi deber. Como sentía en mi corazón una calma profunda e inalterable, di gracias a aquel sentimiento inefable del deber, e intenté explicármelo. Viendo de cerca cómo las fatigas desacostumbradas eran alegremente sobrellevadas por cabezas tan rubias o tan blancas; cómo un futuro asegurado era puesto en riesgo con desenfado por tantos hombres de vida feliz y mundana y, participando de la satisfacción milagrosa que da a todo hombre el convencimiento de que no puede sustraerse a ninguna de las deudas de honor, comprendí que la abnegación es algo más fácil y más frecuente de lo que se piensa. Me preguntaba si la abnegación de sí mismo no era un sentimiento innato en nosotros; en qué consistía esa necesidad de obedecer y de poner su voluntad en otras manos, como algo pesado e inoportuno; de dónde provenía la secreta felicidad de verse liberado de ese peso, y cómo el orgullo humano no se sublevaba jamás por ello. Veía claramente ese misterioso instinto unir por todas partes las familias y los pueblos en poderosos haces; pero no veía en ninguna parte tan completa y tan formidable como en el ejército, la renuncia a los propios actos, a las palabras, a los deseos y casi a los pensamientos. Veía por todas partes la resistencia posible y en uso, el ciudadano que tenía en todos los ambientes una obediencia clarividente e inteligente que analiza y puede detenerse. Veía incluso la tierna sumisión de la mujer terminar donde el mal empieza a serle ordenado, y la ley tomar su defensa; pero la obediencia militar es ciega y muda, porque es a la vez pasiva y activa, que recibe una orden y la ejecuta, golpeando con los ojos cerrados como el Destino antiguo. Seguía hasta sus posibles consecuencias esa abnegación del soldado, sin retorno, sin condiciones, y conduciendo a veces a funciones siniestras. Seguía pensando así, caminando al ritmo de mi caballo, mirando la hora en mi reloj, y viendo el camino prolongarse siempre en línea recta, sin un árbol, sin una casa, cortando la llanura hasta el horizonte como una gran raya amarilla en un lienzo gris. A veces, la raya líquida se diluía en la tierra que la rodeaba, y cuando una luz algo menos pálida hacía brillar aquella triste extensión de país, me veía en medio de un mar cenagoso, siguiendo una corriente de fango y yeso. Examinando atentamente aquella raya amarilla de la carretera vi, a un cuarto de legua aproximadamente, un puntito negro que caminaba. Aquello me produjo alegría: era alguien. No separé los ojos de él. Vi que aquel punto negro iba, como yo, hacia Lille, y que iba zigzagueando, lo que significaba una marcha penosa. Apresuré el paso, le gané terreno a aquel objeto, que se alargó un poco y aumentó a mi vista. Retomé el trote sobre un suelo más firme, y creí reconocer una especie de pequeño carro negro. Tenía hambre, esperaba que fuera el carro de una cantinera, y tomando mi pobre caballo como si fuera una chalupa, le obligué a hacer numerosas remaduras para llegar a aquella isla afortunada, en medio de aquel mar en el que se hundía a veces hasta el vientre. A unos cien pasos, logré distinguir claramente una pequeña carreta de madera, cubierta por tres aros y un toldo negro. Parecía una pequeña cuna colocada sobre dos ruedas. Las ruedas se atollaban hasta el eje, el pequeño mulo que lo arrastraba, era trabajosamente conducido por un hombre a pie, que sujetaba las bridas. Me acerqué y lo miré atentamente. Era un hombre de unos cincuenta años, con bigotes blancos, fuerte y alto, con la espalda curvada como los viejos oficiales de infantería que han cargado con su petate. Llevaba uniforme, y se le entreveía un entorchado de jefe de batallón bajo una pequeña capa azul desgastada. Tenía un rostro endurecido, pero bueno, como hay tantos en el ejército. Me miró de reojo bajo sus espesas cejas, y sacó rápidamente de su carreta un fusil que armó poniéndose al otro lado de su mulo, con el que se constituía una especie de parapeto. Como había visto su escarapela blanca, me limité a mostrar la bocamanga de mi uniforme rojo, y él introdujo de nuevo el fusil en la carreta diciendo: -¡Ah! eso es diferente, le había tomado por uno de esos conejos que corren detrás de nosotros. ¿Quiere beber un trago? -Con mucho gusto, -dije acercándome- hace veinticuatro horas que no he bebido. Llevaba al cuello una corteza de coco, muy bien esculpida, acondicionada como cantimplora con un gollete de plata, de la que parecía sentirse orgulloso. Me la pasó, y yo bebí un poco de vino blanco de poca calidad, con mucho gusto. Le devolví la cantimplora. -A la salud del Rey -dijo al beber-, él me hizo oficial de la Legión de Honor, es justo que lo acompañe hasta la frontera. ¡No faltaba más! Como no tengo nada más que mi charretera para sobrevivir, me uniré después a mi batallón. Es mi deber. Mientras hablaba así, como si hablara consigo mismo, puso de nuevo en marcha su pequeño mulo diciendo que no teníamos tiempo que perder, y como yo era de la misma opinión, me puse de nuevo en camino, a dos pasos de él. Lo seguía mirándolo pero sin hacerle preguntas, pues no me ha gustado nunca la charlatana indiscreción, tan frecuente entre nosotros. Fuimos sin decir palabra en torno a un cuarto de legua. Cuando se detuvo para dejar descansar a su pobre mulo que daba pena ver, me detuve también y traté de escurrir el agua que llenaba mis botas altas de montar como dos depósitos en los que tuviera las piernas en remojo. -¿Se le empiezan a pegar las botas a los pies? -me dijo. -Hace cuatro noches que no me las he quitado. -¡Bah! dentro de ocho días no pensará en ello -prosiguió con voz ronca-; estar solo es algo en tiempos como éstos en los que vivimos. ¿Sabe qué llevo ahí dentro? -No -contesté. -Una mujer. Yo dije «¡Ah!» sin demasiada sorpresa, y me puse en marcha tranquilamente, al paso. Él me siguió. -Esta mala carreta no me ha costado mucho -dijo-, y el mulo tampoco; pero es todo lo que necesito, aunque este camino está resultando una carretera demasiado larga. Le ofrecí que montara mi caballo cuando se sintiera cansado, y como no le hablaba sino gravemente y con naturalidad de su carruaje, del que sin duda temía el ridículo, se sintió cómodo y, acercándose a mi estribo, me dio en la rodilla diciendo: -Es usted un buen chico, aunque esté en los rojos. Al designar de aquella forma a las cuatro compañías rojas, sentí en su acento amargo, cuántas reticencias odiosas habían creado en el ejército el lujo y los grados de esos cuerpos de oficiales. -No obstante, -añadió- no aceptaré su ofrecimiento, porque no sé montar a caballo, ni es mi obligación. -Pero, comandante, los oficiales superiores como usted están obligados a ello. -¡Bah! una vez al año, con motivo de la inspección, y además con caballos de alquiler. Yo he sido siempre marino y después soldado de infantería; no sé nada de equitación. Dio veinte pasos mirándome de reojo de vez en cuando como esperando alguna pregunta; pero como no le llegaba ni una palabra, prosiguió: -¡No es usted muy curioso, caray! Lo que digo debería sorprenderle. -Suelo sorprenderme poco, -contesté. -¡Oh! sin embargo, si le contara en qué situación abandoné la marina, ya veríamos. -¡Muy bien! -contesté- ¿por qué no lo intenta?, eso nos animará y me hará olvidar que la lluvia me entra por la espalda y sólo se detiene en mis talones. El buen jefe de batallón se dispuso a hablar con un placer infantil. Reajustó en su cabeza el chacó de hule, e hizo con el hombro ese gesto que nadie puede representarse si no ha servido en infantería, ese impulso que el soldado de infantería le da a su petate para levantarlo y aligerar por un momento su peso; es una costumbre de soldado que cuando se llega a oficial se convierte en un tic. Después de aquel gesto convulsivo, bebió un trago de vino de su coco, dio una palmada de ánimo en el vientre del pequeño mulo, y comenzó. II. Historia de la orden sellada «Sepa en primer lugar, hijo mío, que yo nací en Brest. Comencé siendo ayudante de tropa, ganando mi media ración y mi media paga desde los nueve años, puesto que mi padre era soldado de las Gardes. Pero como me gustaba el mar, una hermosa noche mientras me encontraba de permiso en Brest, me escondí al fondo de la bodega de un buque mercante que salía hacia las Indias; sólo me descubrieron cuando estábamos en alta mar, y el capitán prefirió convertirme en grumete antes que arrojarme al agua. Cuando llegó la Revolución, ya había recorrido lo mío y me había convertido a mi vez en capitán de un pequeño buque mercante bastante limpio, después de haber recorrido el mar durante quince años. Como la antigua Marina Real, ¡vieja y buena marina, a fe mía!, se encontró de repente desprovista de oficiales, echaron mano de los capitanes de la marina mercante. Yo había tenido algunos problemas con los filibusteros que podré contarle más tarde; me dieron el mando de un bergantín de guerra llamado El Marat. El 28 fructidor 1797, recibí la orden de poner rumbo a Cayenne. Debía transportar hasta allí a sesenta soldados y a un deportado, que quedaba de los ciento noventa y tres que la fragata La Década, había llevado a bordo unos días antes. Tenía orden de tratar a aquel individuo con cortesía, y la primera carta del Directorio contenía una segunda lacrada con tres sellos rojos, entre los cuales había uno inmenso. Tenía prohibido abrir aquella segunda carta antes de llegar el primer grado de latitud norte, entre el 27º y 28º de longitud, es decir, próximo a cruzar la línea del Ecuador. Aquella carta tenía un aspecto absolutamente particular. Era larga y cerrada tan de cerca, que no pude leer nada por los ángulos ni a través del sobre. No soy supersticioso, pero aquella carta me dio miedo. La guardé en mi camarote, debajo del cristal de un mal reloj de péndulo inglés, colgado por encima de mi cama. Aquella cama era una auténtica cama de marino, como usted sabe. Pero, no sé lo que me digo, usted tiene como mucho dieciséis años, usted no puede haber conocido eso. El dormitorio de una reina no puede estar más limpiamente ordenado que el de un marino, dicho sea sin querer presumir. Cada cosa tiene su pequeño espacio y su pequeño clavo. No se mueve nada. El barco puede moverse todo cuanto quiera sin desordenar nada. Los muebles están hechos según la forma de la embarcación y del pequeño camarote que uno tiene. Mi cama era un cofre. Cuando lo abría, podía acostarme dentro; cuando lo cerraba, era mi sofá y en él fumaba mi pipa. A veces era la mesa, entonces nos sentábamos en los pequeños barriles que había en el cuarto. Mi parquet estaba encerado y pulido como la caoba y brillante como una joya. ¡Un verdadero espejo! ¡Oh! era una pequeña y bonita habitación, y mi bergantín también valía lo suyo. A veces nos divertíamos bastante, y el viaje comenzó en aquella ocasión de forma agradable, de no ser por… Pero no anticipemos. Llevábamos un bonito viento norte-noroeste, y estaba ocupado en introducir la carta bajo el cristal del reloj, cuando el deportado entró en mi camarote; llevaba de la mano a una bella jovencita de unos diecisiete años aproximadamente. Él me dijo que tenía diecinueve. Un chico guapo, aunque algo pálido y demasiado blanco para un hombre. Era un hombre, no obstante, y un hombre que se comportó en un momento dado mejor que muchos ancianos habrían hecho, va usted a ver. Sujetaba a su joven esposa por bajo el brazo; ella era lozana y alegre como una niña. Parecían un par de tortolitos. Daba gusto verlos. Les dije: -Vienen a hacerle una visita al viejo capitán, es muy amable de su parte, hijos míos. Les llevo un poco lejos, pero no importa, así tendremos tiempo de conocernos. Lamento recibir a la señora sin chaqueta, pero es que estoy colocando ahí arriba esta dichosa carta. Si quisieran ayudarme un poco… Parecían realmente dos buenos chicos. El joven marido cogió el martillo y la joven esposa los clavos, y me los iban pasando a medida que yo los pedía: ¡A la derecha! ¡a la izquierda! ¡capitán! Me decía ella riendo, porque el movimiento del barco hacía bambolear mi reloj. Aún la oigo desde aquí con su vocecita: ¡A la izquierda! ¡a la derecha! ¡capitán! Se burlaba de mí. «¡Ah! pequeña malvada -le dije- haré que su esposo le eche una reprimenda.» Entonces ella le echó los brazos al cuello y lo besó; eran realmente agradables, y así nos conocimos. Muy pronto nos convertimos en buenos amigos. También fue una bonita travesía. Tuve en todo momento un tiempo adecuado. Como no había llevado nunca nada más que rostros negros a bordo, invitaba a compartir mi mesa, a diario, a mis dos pequeños enamorados. Eso me alegraba. Cuando terminábamos de tomarnos la torta y el pescado, la joven y su marido se quedaban mirándose como si no se hubieran visto jamás. Entonces yo me ponía a reír con todas mis ganas, y me burlaba de ellos. Ellos reían conmigo. Usted también se habría reído de vernos como tres tontos, sin saber de qué nos reíamos. Es que era realmente divertido verlos amarse así. Se hallaban bien en todas partes, encontraban bueno cuanto se les daba. Sin embargo, no tenían nada más que la ración, como todos nosotros; yo añadía sólo un poco de aguardiente sueco cuando cenaban conmigo, pero un vasito pequeño, para mantener mi rango. Se acostaban en una hamaca donde el movimiento del barco los envolvía como esas dos peras que tengo ahí en ese pañuelo mojado. Estaban alegres y contentos. Yo hacía como usted, no preguntaba, y ¿qué necesidad tenía de saber sus nombres y sus asuntos, yo, simple barquero? Los transportaba al otro lado del mar lo mismo que podía haber transportado dos aves del paraíso. Al cabo de un mes, había terminado por mirarlos como si fueran mis hijos. A cualquier hora del día, cuando los llamaba, venían a sentarse a mi lado. El joven escribía sobre mi mesa (es decir, sobre mi cama) y cuando yo quería, me ayudaba a poner en orden mis papeles; pronto supo hacerlo tan bien como yo, a veces me quedaba totalmente sorprendido. La joven se sentaba en un pequeño barril y se ponía a coser. Un día que están así colocados, les dije: -¿Saben, mis jóvenes amigos, que tal como estamos formamos un cuadro familiar? No quiero hacerles preguntas; pero probablemente no tienen el dinero que necesitan, y ustedes son los dos demasiado delicados para cavar y azadonar como hacen los deportados en Cayenne. Es un país duro, se lo digo de corazón; pero yo, que soy una vieja piel de lobo secada al sol, viviría allí como un señor. Si tuvieran, como me parece (sin querer interrogarles) aunque sólo fuera un poco de afecto por mí, abandonaría con mucho gusto mi viejo bergantín, que en estos momentos ya no es más que un viejo zueco, y me establecería allí con ustedes, si aceptaran. Yo no tengo más familia que un perro, y eso me molesta; ustedes serían mi familia. Yo les podría ayudar en muchas cosas, y he reunido un dinerillo con el contrabando, de forma honesta, con el que podríamos vivir, y que yo les dejaría en herencia cuando cerrara los ojos, como suele decirse educadamente. Permanecieron boquiabiertos mirándome, con la expresión de no creer que les estaba hablando en serio; la pequeña corrió, como hacía siempre, a echarse en brazos del chico, y a sentarse sobre sus rodillas, ruborizada y llorosa. Él la abrazó muy fuerte entre sus brazos, y vi también lágrimas en sus ojos. Me tendió la mano y se puso más pálido que de costumbre. Ella le hablaba en voz baja, y sus largos cabellos rubios le cayeron sobre un hombro; su moño se había deshecho como un cable que se desenrolla de repente, porque era vivaracha como un pez. Aquellos cabellos, si los hubiera visto, eran como el oro. Como seguían hablando en voz baja, el hombre besándola en la frente de vez en cuando, y ella llorando, me impacienté: -¿Y bien? -les dije finalmente- ¿están de acuerdo? -Pero… pero, capitán, es usted muy bueno -dijo el marido- pero es que… usted no puede vivir con dos deportados, y… -Bajó los ojos. -No sé qué han hecho para ser deportados -dije- me lo contarán algún día, o no, si ustedes así lo quieren. No me parece que tengan un gran peso en la conciencia, y estoy seguro de que yo he hecho cosas peores que ustedes en mi vida, pobres inocentes. Mientras estén bajo mi autoridad, no los soltaré; no deben esperarlo, antes les cortaría el cuello como a dos palomos, ¡no faltaría más! Pero una vez que deje de lado la charretera, ya no conoceré ni al almirante, ni a nadie. -Es que, -continuó él sacudiendo tristemente su cabeza morena, aunque un poco empolvada, como se hacía aún en aquella época-, es que creo que sería peligroso para usted, capitán, mostrar que nos conoce. Reímos porque somos jóvenes, parecemos felices porque nos amamos; pero yo tengo momentos muy desagradables cuando pienso en el futuro, y no sé qué será de mi pobre Laure. Oprimió de nuevo la cabeza de su joven esposa sobre su pecho. -Eso era lo que debía decirle, capitán -continuó él- ¿verdad que usted habría dicho lo mismo, querida? Cogí mi pipa y me levanté porque estaba empezando a notar que mis ojos se estaban humedeciendo, y eso no me va. -¡Vamos! ¡vamos! -dije- ya aclararemos esto más adelante. Si el tabaco le molesta a la señora, tendrá que ausentarse. Ella se levantó con el rostro encendido y cubierto de lágrimas, como el de un niño al que se le ha regañado. -Además -me dijo mirando el reloj- ¡no piensa usted en la carta! Sentí algo que me impactó. Tuve como un dolor en los cabellos, al oír esas palabras. -¡Pardiez! Ya no pensaba en ella -dije-. ¡Ah! caray, vaya un bonito asunto. Si hubiéramos pasado ya del primer grado de latitud norte, no me quedaría más solución que arrojarme al agua. ¡Tengo que sentirme a gusto, para que esta criatura haya tenido que recordarme la dichosa carta! Miré rápidamente mi carta de navegación, y cuando comprobé que nos quedaba por lo menos una semana, sentí la cabeza más aliviada, pero no el corazón, sin saber por qué. -Es que el Directorio no bromea en cuestiones de obediencia, -dije-. Bueno, estoy dentro del plazo. El tiempo ha pasado tan rápido, que había olvidado por completo este tema Y nos quedamos los tres con la cabeza levantada, mirando aquella carta, como si fuera a hablarnos. Lo que me impresionó mucho es que el sol que entraba por la claraboya, iluminaba el vidrio del reloj, y dejaba ver un gran sello rojo y otros más pequeños que formaban como las facciones de un rostro en medio del fuego. -¿Pues no se diría que los ojos se le salen de las órbitas? -dije, para divertirlos. -¡Oh! amigo mío, -dijo la joven- parecen manchas de sangre. -¡Bah! ¡bah! -dijo su marido tomándola por debajo del brazo-, se equivoca, Laure; recuerda más bien una invitación de boda. Vamos a descansar, venga; ¿por qué le preocupa tanto esa carta? Se marcharon como si les siguiera un aparecido, y subieron a cubierta. Yo permanecí a solas con aquella gran carta, y recuerdo que, mientras fumaba mi pipa, la seguía mirando como si sus ojos rojos se hubieron adueñado de los míos, hinoptizándolos, como hacen los ojos de una serpiente. Su gran rostro pálido, su tercer sello más grande que los ojos, estaba abierto, boquiabierto, como la boca de un lobo… Aquello me puso de mal humor; cogí mi chaqueta y la colgué en el reloj con el fin de no ver ni la hora ni aquella maldita carta. Me fui a terminar mi pipa a cubierta. Permanecí allí hasta la noche. Nos encontrábamos a la altura de las islas de Cabo Verde. El Marat, con viento de popa, navegaba sus buenos diez nudos, sin problemas. La noche era la más bella que yo he visto en mi vida cerca del trópico. La luna se elevaba en el horizonte, amplia como un sol; el mar la partía en dos y se ponía blanco como una alfombra de nieve cubierta de pequeños diamantes. Contemplaba aquel espectáculo fumando, sentado en un banco. El oficial de cuarta y los marineros no hablaban y miraban, como yo, la sombra del bergantín sobre el agua. Me sentí contento de no oír nada. A mí me gusta el silencio y el orden. Había prohibido todos los ruidos y todas las luces. Vi, no obstante, una pequeña línea roja casi bajo mis pies. Me habría enfadado de inmediato; pero como provenía del camarote de mis jóvenes deportados, quise comprobar qué era lo que hacían, antes de enfadarme. Sólo tuve que bajarme y, a través del gran tablero, pude ver el interior de la pequeña habitación, y miré. La joven estaba de rodillas haciendo sus oraciones. Había una lamparita que la iluminaba. Estaba en camisón, y desde arriba yo veía sus hombros al descubierto, sus pies descalzos y sus hermosos cabellos rubios sueltos. Pensé en retirarme, pero me dije: «¿Qué puede hacer un viejo soldado?» Y me quedé mirando. Su marido estaba sentado sobre un pequeño baúl y, con la cabeza sobre las manos, la miraba rezar. Ella levantó la cabeza, como hacia el cielo, y vi sus grandes ojos azules arrasados de lágrimas como los de una Magdalena. Mientras que ella rezaba, él le cogía la punta de sus largos cabellos, y se los besaba sin hacer ruido. Cuando terminó, hizo la señal de la Cruz sonriendo con expresión de ir al paraíso. Vi que él también hacía la señal de la Cruz, pero como si sintiera vergüenza. En realidad, para un hombre, es singular. Ella se levantó la primera, lo besó y se tendió la primera en la hamaca, donde él la depositó sin decir nada, como se acuesta a un niño en una cuna. Hacía un calor sofocante, ella se sentía mecida por el movimiento del barco, y parecía estar empezando a dormirse. Sus pequeños pies blancos estaban cruzados y elevados al nivel de la cabeza, y todo su cuerpo envuelto en un largo camisón blanco. ¡Era un amor! -Amigo mío, -dijo medio dormida-, ¿no tienes sueño? Es bastante tarde ¿sabes? Él continuaba con la frente sobre las manos, sin responder. Aquello inquietó un poco a la buena pequeña que sacó su bonita cabeza fuera de la hamaca, como un pájaro fuera de su nido, y lo miró con la boca entreabierta sin atreverse a hablar. Finalmente él dijo: -¿Sabes? mi querida Laure, a medida que avanzamos hacia América, no puedo evitar sentirme más triste. No sé por qué, pero creo que el tiempo más feliz de nuestra vida será el de esta travesía. -A mí me parece lo mismo, -dijo ella- me gustaría no llegar jamás. Él la miró, juntando las manos con un arrobamiento que no puede usted imaginar. -Y no obstante, ángel mío, lloras siempre que rezas a Dios, eso me aflige mucho porque sé bien en quién piensas, y creo que lamentas lo que has hecho. -¡Lamentar yo! -dijo con expresión apenada- ¡lamentar haberte acompañado, amigo mío! ¿crees que porque te he pertenecido poco te he amado menos? ¿No se es mujer, no se sabe cuáles son nuestros deberes a los diecisiete años? Mi madre y mis hermanas ¿no han dicho que mi deber era acompañarte a Cayenne? ¿No han dicho que con ello yo no hacía nada extraordinario? Me sorprende que te sientas conmovido por eso, amigo mío; es algo natural. Y ahora no sé cómo puedes creer que lamento algo, cuando estoy contigo para ayudarte a vivir, o para morir si tú mueres. Decía todo esto con una voz tan dulce, que habría podido creerse que era una melodía. Yo estaba completamente conmovido y dije: «¡Qué buena chica!» El joven se puso a suspirar con dolor, golpeando con el pie y besando una linda mano y un brazo desnudo que ella le tendía: -¡Oh! Laurette, mi Laurette -decía- cuando pienso que si hubiéramos retrasado nuestra boda cuatro días, me habrían detenido sólo a mí, y yo me marcharía solo, no puedo perdonarme. Entonces la joven sacó fuera de la hamaca sus dos bellos brazos blancos, desnudos hasta los hombros, y le acarició la frente, los cabellos, los ojos, cogiéndole la cabeza como para llevársela y esconderla en su pecho. Sonrió como una niña, y le dijo una cantidad de cosas de mujer, como yo no había escuchado jamás nada parecido. Le cerraba la boca con sus dedos para hablar ella sola. Jugando con sus largos cabellos, que cogía como si fueran un pañuelo para secarle los ojos, decía: -¿No es mejor tener consigo una mujer que te ama, di, amigo mío? Yo estoy contenta de ir a Cayenne; veré salvajes, cocoteros como los de Pablo y Virginia, ¿no es cierto? Plantaremos cada uno el nuestro. Veremos quién es mejor jardinero. Construiremos una pequeña cabaña para nosotros dos. Yo trabajaré todo el día y toda la noche, si quieres. Soy fuerte, mira mis brazos; podría casi levantarte. No te burles de mí; además sé bordar muy bien, ¿no habrá por allí alguna ciudad en la que se necesiten bordadoras? Si quieren, también puedo dar clases de dibujo y de música; y si la gente sabe leer allí, tú escribirás. Recuerdo que el pobre chico se sintió tan desesperado, que cuando ella dijo eso, lanzó un grito. -¡Escribir! ¡escribir! -Y se tomó la mano derecha con la izquierda, apretándola por la muñeca-. ¡Escribir! ¿por qué aprendí a escribir? ¡escribir es una profesión de locos! Creí en su libertad de prensa. ¿En qué estaba pensando? ¿Para qué? para imprimir cinco o seis pobres ideas mediocres, leídas sólo por aquellos que las aman, arrojadas al fuego por los que las odian; sin servir para otra cosa que para hacer que nos persigan. Y yo, pase; pero tú, ángel bello, niña hasta hace cuatro días apenas, ¿qué habías hecho tú? ¡Explícame, te lo ruego, cómo te he permitido ser buena hasta el punto de acompañarme! ¿sabes adónde vas? Dentro de poco, estarás a mil seiscientas leguas de tu madre y de tus hermanas… ¡Y eso por mí, todo eso por mí! Ella ocultó por un momento la cabeza en la hamaca; yo, desde arriba, vi que estaba llorando, pero él, desde abajo, no veía su rostro, cuando lo sacó del lienzo, fue sonriendo ya, para alegrarlo a él. -En definitiva, no somos muy ricos en estos momentos -dijo riendo-; mira mi bolsa, no me queda más que un luis. ¿Y a ti? Él se echó a reír también como un chiquillo: -¡Caramba!, yo, yo tenía un escudo, pero se lo di al chico que transportó tu equipaje. -¡Bah! ¿qué importa eso? -dijo chasqueando sus pequeños dedos blancos, como castañuelas- no se es nunca más feliz que cuando no se tiene nada; además, ¿no tengo reservadas las dos sortijas de diamantes que me dio mi madre? Eso es válido en todas partes ¿no? Las venderemos cuando tú quieras. Además, creo que el bueno del capitán no dice todas sus buenas intenciones para con nosotros, y que sabe bien qué dice esa carta. Sin duda se trata de una recomendación para el gobernador de Cayenne. -Tal vez, -dijo él- ¿quién sabe? -Eres tan bueno –prosiguió la joven- que estoy segura de que el gobierno te ha exiliado por poco tiempo y de que no te odia. Había dicho tan bien al llamarme «el bueno del capitán», que me sentí emocionado y me alegré en el fondo de que tal vez hubiera adivinado la verdad. Empezaron a besarse, yo golpeé con el pie sobre cubierta para hacerles terminar. Les grité: -¡Eh! amigos míos, hay orden de apagar todas las luces del barco. ¡Apaguen su lamparilla, por favor! Soplaron la lamparilla, y los oí reír charlando en voz baja en la oscuridad, como escolares. Me puse a pasear solo sobre el alcázar, fumando mi pipa. Todas las estrellas del trópico estaban en su sitio, amplias como pequeñas lunas. Las miré respirando un aire que sentía fresco y bueno. Me decía que, sin duda, aquellos buenos chicos habían adivinado la verdad, y me sentí reconfortado. Apostaba a que uno de los cinco miembros del Directorio había cambiado de opinión y me lo recomendaba. No me explicaba bien cómo, porque hay asuntos de Estado que yo no he comprendido jamás, pero, en fin, lo creía y sin saber por qué me sentía contento. Cogí mi pequeña linterna de noche y fui a mirar la carta bajo mi viejo uniforme. Tenía otro aspecto; me pareció que reía, y sus sellos parecían de color de rosa. No dudé más de su bondad, y le hice un pequeño saludo amistoso. Pese a todo, volví a colocar encima mi chaqueta, porque me molestaba. Durante algunos días, no se nos ocurrió en absoluto mirarla, y nos encontrábamos alegres. Pero cuando nos fuimos acercando al primer grado de latitud, dejamos de hablar. Una hermosa mañana, me desperté bastante sorprendido de no escuchar ningún ruido en el barco. A decir verdad, yo sólo duermo con un ojo, como suele decirse, y como me faltaba el balanceo, abrí los ojos. Habíamos entrado en calma chicha, y estábamos bajo el primer grado de latitud norte, y 27º de longitud. Asomé la nariz al puente, el mar estaba liso como un cuenco de aceite; todas las velas desplegadas caían a lo largo de los mástiles como globos desinflados. Dije enseguida: «Ya tendré tiempo de leerte» mirando de reojo la carta, y esperé hasta la tarde, al anochecer. Sin embargo tenía que hacerlo; abrí el reloj y saqué la orden sellada. ¡Ah! amigo mío, la tenía en la mano desde hacía un cuarto de hora, y no me atrevía a leerla. Finalmente me dije: ¡Es demasiado! Y rompí los sellos con el dedo y el gran sello rojo que hice polvo. Después de haber leído el contenido, me froté los ojos, porque creía haberme equivocado. Releí la carta entera; la leí de nuevo. La leí empezando por la última línea y remontando hasta la primera. No creía lo que estaba leyendo. Mis piernas temblaban; me senté. Tenía un pequeño temblor en la cara y me froté las mejillas con ron; me puse también un poco en las palmas de las manos. Me daba lástima a mí mismo por ser tan tonto, pero fue cuestión de un segundo. Subí a tomar el aire. Laurette estaba aquel día tan bonita, que no quise acercarme a ella. Tenía un vestidito blanco muy sencillo, con los brazos al aire, y su larga melena suelta como la llevaba a menudo. Estaba entreteniéndose en mojar en el mar su otro vestido atado a una cuerda, y reía al ver que el Océano estaba tranquilo y puro como un estanque cuyo fondo veía. -¡Ven, pues, a ver la arena! ¡ven rápido! -gritaba-. Su marido se inclinaba pero no miraba el agua, sino a ella y con una expresión muy tierna. Le hice una seña al joven para que viniera a hablar conmigo al alcázar de atrás. Ella se volvió. No sé qué cara podía tener yo, pero ella dejó caer la cuerda, agarró a su marido por un brazo, y le dijo: -¡Oh!, ¡no vayas, está completamente pálido! Es posible; desde luego había motivos para palidecer. Vino conmigo no obstante al alcázar; ella nos miraba apoyada sobre el palo mayor. Nos paseamos bastante rato de arriba abajo, sin hablar. Yo estaba fumando un cigarro, que encontré amargo y lancé al agua. Él me seguía con la mirada; lo cogí por un brazo; estaba asfixiándome, palabra de honor, estaba asfixiándome. -¡Ah, pues! -dije por fin-. Cuénteme, amigo mío, cuénteme un poco su historia. ¿Qué diablos le ha hecho usted a esos perros de abogados que están allí como cinco trozos de rey? Parecen que lo detestan terriblemente. Se encogió de hombros bajando la cabeza (con una dulce sonrisa ¡pobre chico!), y me dijo: -¡Oh, Dios mío! Capitán, no gran cosa. Tres letrillas de vodevil sobre el Directorio, eso es todo. -¡No es posible! -dije. -¡Oh, Dios mío! Sí. Incluso las letrillas no eran nada buenas. Fui detenido el 15 fructidor y conducido a la Force, juzgado el 16, condenado a muerte primero y luego a la deportación, por benevolencia. -Es gracioso -dije-. Los miembros del Directorio son camaradas bastante susceptibles, pues en la carta que usted ya conoce, me dan la orden de fusilarlo. No respondió y sonrió conteniéndose demasiado bien para un joven de diecinueve años. Sólo miró a su esposa y se secó la frente, de la que le caían gotas de sudor. Yo no tenía menos en la cara, y otras gotas en los ojos. Proseguí: -Al parecer, aquellos ciudadanos no han querido concluir el asunto en tierra, han pensado que aquí no tendría tanta repercusión. Pero para mí ¡es algo tan triste! De nada le sirve ser buen chico, no puedo dejar de hacerlo, la condena a muerte está en regla, la orden de ejecución firmada y sellada; no le falta nada. Me saludó cortésmente, ruborizándose: -No le pido nada, capitán, -dijo con una voz tan dulce como de costumbre-, me sentiría desolado si le hiciera faltar a su deber. Sólo me gustaría hablar un poco con Laurette y suplicarle a usted que la protejaen caso de que me sobreviva, cosa que no creo. -¡Oh! eso es justo, hijo -le dije-. Si está usted de acuerdo, cuando regrese a Francia la llevaré con su familia y no la abandonaré hasta que ella no quiera verme más. Pero creo, y puede usted presumir de ello, que no soportará este golpe, ¡pobrecilla! Me tomó las manos, las apretó y dijo: -Mi buen capitán, sufre usted más que yo por lo que tiene que hacer. Lo sé perfectamente; pero ¿qué podemos hacer? Cuento con usted para conservarle lo poco que me pertenece, para protegerla, para velar por que reciba lo que su anciana madre puede dejarle, ¿no es así? Para garantizar su vida, su honor, y para que se cuide siempre su salud. Mire, -añadió más bajo- tengo que decirle que es muy delicada, que tiene frecuentemente el pecho afectado hasta el punto de desmayarse varias veces al día. Tiene que cubrirse bien. En fin, usted reemplazará a su padre, a su madre y a mí en lo posible ¿no es cierto? me gustaría que conservara las sortijas que su madre le regaló. Pero si necesita venderlas para atenderla, hágalo. ¡Mi pobre Laurette, mire qué bella está! Como la cosa estaba empezando a ponerse demasiado tierna, reaccioné y fruncí el ceño; le había hablado con tono desenfadado para no debilitarme, pero no aguantaba más. -En fin -le dije-, ya basta. Entre personas de honor sobra todo lo demás. Vaya a hablar con ella y apresurémonos. Le di la mano como amigo, y como no soltaba la mía y me miraba con una expresión singular, le dije: -¡Ah! tengo que darle un consejo: no le hable de esto. Haremos las cosas sin que ella se lo espere, ni usted tampoco. Quédese tranquilo, yo me hago cargo. -¡Ah! -dijo-. No lo sabía. Sin duda, es mejor así. Las despedidas… las despedidas debilitan. -Sí, sí. -dije- No actúe como un niño, es preferible. No la bese, amigo mío; si puede, no la bese o estará perdido. Le di un nuevo apretón de manos y lo dejé marchar. ¡Qué duro era todo aquello para mí! Me pareció que guardaba bien el secreto pues se pasearon tomados del brazo durante un cuarto de hora, y luego se acercaron al borde del agua para recuperar la cuerda y el vestido que uno de mis grumetes había repescado. Anocheció de repente. Era el momento que yo había elegido. Pero ese momento ha durado para mí hasta el día de hoy, y lo arrastraré toda mi vida como un bola de hierro atada al tobillo.» En este punto, el comandante se vio obligado a detenerse. Yo no quise hablar para no perturbar sus recuerdos. Prosiguió golpeándose el pecho: -Ese momento -como le decía- no puedo comprenderlo aún. Sentí que la ira me agarraba por los cabellos, y al mismo tiempo, no sé qué era lo que me hacía obedecer y me empujaba hacia delante. Llamé a los oficiales y les dije: -¡Vamos! Arrojen una lancha al agua, puesto que ahora nos toca ser verdugos. Introduzcan en ella a esa mujer y llévenla remando hacia delante hasta que escuchen unos disparos. ¡Obedecer a un trozo de papel, pues en definitiva, no era más que eso! Necesitaba que hubiera algo en el aire que me impulsara. Vi al joven de lejos. ¡Era horrible verlo arrodillarse delante de su Laurette, besarle las rodillas y los pies!… ¿No cree usted que me sentía muy desgraciado? Grité como un loco: «Sepárenlos. Somos todos unos criminales. Sepárenlos… ¡La pobre República es cuerpo muerto! ¡Los miembros del Directorio no son más que gusanos! ¡Abandono la Marina!. No temo a sus abogados. Que les cuenten todo cuanto estoy gritando, no me importa!» ¡Ah! me preocupaba de ellos: me habría gustado tenerlos delante, los habría mandado fusilar a los cinco, canallas. ¡Ah! ¡lo habría hecho! En esos momentos mi vida me importaba tanto como este agua que está cayendo… me importaba muy poco… una vida como la mía… ¡Ah, sí!, ¡pobre vida!» La voz del comandante se fue apagando poco a poco, se hizo tan insegura como sus palabras, y caminó mordiéndose los labios y frunciendo el ceño, en una distracción terrible y huraña. Tenía pequeños movimientos convulsivos, y le daba a su mulo golpes con la funda de la espada, como si hubiera querido matarlo. Lo que más me sorprendió fue ver que la piel amarillenta de su rostro se le ponía de un color rojo oscuro; desabrochó y abrió violentamente su uniforme, descubriendo el pecho al viento y a la lluvia. Seguimos caminando así, en silencio. Vi que no hablaría más por iniciativa propia, y que tendría que decidirme a hacerle preguntas. -Comprendo bien -dije, como si hubiera concluido su historia,- que después de una aventura tan cruel, le haya tomado odio a su oficio. -¡Oh! ¡oficio!, usted está loco -dijo bruscamente- ¡no es un oficio! Un capitán de barco no debería verse obligado a actuar como verdugo cuando llegan gobiernos de asesinos y ladrones, que abusan de la costumbre que tiene un pobre hombre de obedecer ciegamente, de obedecer siempre, obedecer como un desgraciado autómata, pese a su corazón. Al mismo tiempo, sacó de su bolsillo un pañuelo rojo en el que se puso a llorar como un chiquillo. Me detuve un momento como para arreglar mi estribo, y permaneciendo detrás de su carreta, caminé un rato en esa posición, pensando que se sentiría humillado si yo veía demasiado claramente sus abundantes lágrimas. Había adivinado, pues al cabo de un cuarto de hora, más o menos, vino también detrás de su pobre carreta y me preguntó si no tendría una navaja de afeitar en mi portamantas, a lo que le contesté simplemente, que como no tenía barba aún, ese utensilio me resultaba inútil. Pero no tenía interés en eso, era para hablar de otra cosa. No obstante, pronto me di cuenta de que volvía a su historia, pues me dijo de improviso: -Usted no ha visto un barco en su vida ¿no es así? -No lo he visto -dije- nada más que en el panorama de París, y no me fío mucho de la ciencia marítima que haya podido adquirir con eso. -Entonces, no sabe usted lo que es un gaviete. -Creo que no -contesté. -Es una especie de terraza de vías que sobresale en la parte delantera del barco, y desde donde se lanza el ancla al mar. Cuando se fusila a un hombre, normalmente se le coloca allí -añadió en voz más baja. -¡Ah!, comprendo! Para que caiga directamente al mar ¿no? No contestó y se puso a describir las chalupas de un barco. Y luego, sin orden en sus ideas, prosiguió el relato con ese aire exagerado de despreocupación, que los prolongados servicios dan infaliblemente, porque hay que mostrar ante sus subordinados desprecio del peligro, desprecio de los hombres, desprecio de la vida, desprecio de la muerte y desprecio de sí mismo. Y todo eso oculta casi siempre bajo una dura envoltura, una profunda sensibilidad. La dureza del militar es como una máscara de hierro sobre un rostro noble, como el calabozo de piedra que encierra un prisionero real. -Esas embarcaciones tienen más de ocho remos; -continuó- se lanzaron, y se llevaron con ellos a Laurette sin que tuviera tiempo de gritar o de hablar. ¡Oh! he ahí una cosa de la que un hombre honesto no puede consolarse cuando él es la causa. Por mucho que se diga, ¡no puede olvidarse una cosa semejante! ¡Ah! ¡qué mal tiempo! ¡Qué diablo me ha movido a contar aquello! Cuando empiezo a contarlo, no puedo parar. Es una historia que me embriaga como el vino de Jurançon… ¡Ah! ¡qué mal tiempo! ¡mi capa está empapada! Le estaba hablando, creo, de la pequeña Laurette. ¡Pobre mujer! ¡En el mundo hay gente torpe! Mis marineros fueron lo suficientemente imbéciles como para situar la lancha justamente por delante del bergantín. Es verdad que no puede preverse todo. Yo contaba con que la oscuridad ocultaría el asunto, y no se me ocurrió pensar en la luz que producirían los doce fusiles al disparar todos a la vez. Y, ¡caramba! desde la lancha vio a su marido caer al mar, fusilado. Si hay un Dios allá arriba, Él sabe cómo sucedió lo que voy a contarle; yo, no lo sé, pero lo vieron y oyeron como yo le veo y le oigo a usted. En el momento de los disparos, ella se llevó la mano a la cabeza como si una bala le hubiera impactado en la frente, se sentó en la lancha sin desmayarse, sin gritar, sin hablar, y regresó al bergantín cuando y como quisieron. Me dirigí a ella, le hablé mucho rato y lo mejor que pude. Parecía escucharme y me miraba frotándose la frente. No comprendía nada, tenía la frente roja y el resto del rostro muy pálido. Temblaba de arriba abajo como sintiendo miedo de todo el mundo. Eso se le quedó. Sigue lo mismo, la pobre pequeña: idiota, imbécil, loca, como usted quiera. No le hemos vuelto a sacar una palabra, sino cuando pide que le quiten lo que tiene en la cabeza. A partir de ese momento yo me quedé tan triste como ella y sentí algo dentro de mí que me decía: «Permanece junto a ella hasta el final de tus días, y protégela.» Eso es lo que hice. Cuando regresé a Francia, solicité pasar al ejército de tierra conservando mi grado, pues le tomé odio al mar por haber vertido en él sangre inocente. Busqué la familia de Laure. Su madre había muerto. Sus hermanas, a quienes se la devolvía loca, no quisieron saber de ella, y me propusieron internarla en Charenton. Yo le di la espalda y la conservé conmigo. -¡Ah! Dios mío, si quiere verla, compañero, no depende nada más que de usted. ¡Espere! ¡So! ¡so!, mulo. III. De cómo proseguí mi camino Y detuvo su pobre mulo, que pareció encantado. Al mismo tiempo, levantó el toldo de su carreta como para arreglar la paja que la llenaba casi por completo, y vi algo muy doloroso. Vi dos ojos azules, de un tamaño desmesurado, admirables de forma, saliendo de una cabeza pálida, adelgazada y larga, inundada de cabellos rubios muy lisos. En realidad no vi nada más que aquellos ojos que lo eran todo en aquella pobre mujer, pues el resto estaba muerto. Su frente estaba roja, sus mejillas, hundidas y blancas, tenían unos pómulos azulados. Estaba en cuclillas en medio de la paja, tanto que apenas se le veían sobresalir las dos rodillas, sobre las que jugaba al dominó ella sola. Nos miró un instante, tembló mucho rato, me sonrió un poco y se puso de nuevo a jugar. Tuve la impresión de que se esforzaba por comprender cómo podría su mano derecha vencer a su mano izquierda. -¿Sabe? Lleva un mes jugando esta partida, -me dijo el jefe de batallón- mañana tal vez sea otro juego que también durará mucho. Es curioso ¡eh! Luego se puso a colocar de nuevo la funda de hule de su chacó que la lluvia había movido un poco. -Pobre Laurette -dije- has perdido para siempre. Acerqué mi caballo a la carreta y le tendí la mano; me dio la suya automáticamente, sonriendo con mucha dulzura. Observé, con sorpresa, que llevaba en sus largos dedos dos sortijas de diamantes. Pensé que eran las sortijas de su madre, y me pregunté cómo es que la miseria las había dejado ahí. Por nada del mundo, me habría atrevido a hablar de ello al viejo comandante; pero como me había seguido con la mirada y veía la mía detenida en los dedos de Laure, me dijo con cierta expresión de orgullo: -Son dos diamantes bastante grandes ¿verdad? Podrían valer lo suyo en un momento dado. Pero no he querido que se separara de ellos, ¡pobre chica! Cuando alguien los toca, llora; no se los quita nunca. Por lo demás no se queja jamás, y puede coser de vez en cuando. Cumplí la promesa que le hice a su pobre marido, y la verdad es que no me arrepiento. No me he separado nunca de ella, he dicho en todas partes que era mi hija que está loca. Y lo han respetado. Al final, todo se arregla mejor de lo que se piensa en París. Me ha acompañado en todas las campañas del Emperador, y siempre he conseguido salvarla. La tenía siempre bien caliente. Con paja y una carreta, no es imposible. Siempre estaba bien cuidada, y yo, jefe de batallón, con una buena paga, la pensión de la Legión de Honor, y el mes de Napoleón con el que el sueldo se doblaba en otros tiempos, tenía dinero suficiente, y ella no me molestaba. Al contrario, sus chiquilladas le hacían reír a veces a los oficiales del 7º de ligera. Entonces se acercó a ella y le dio una palmadita en el hombro como podría habérsela dado a su mulo. -¡Ah! mi hija, habla pues. Dile algo al teniente que está aquí; vamos, un pequeño gesto con la cabeza. Pero ella siguió con su dominó. -¡Oh! -dijo él- es que hoy está un poco arisca, porque llueve. Sin embargo no se resfría nunca. Los locos no enferman nunca; al menos en ese sentido es cómodo. En el Beresina y durante toda la retirada de Moscú, permaneció con la cabeza sin cubrir. -Vamos, hija, sigue jugando, anda, no te preocupes por nosotros, haz lo que quieras, anda, Laurette. Agarró la mano que él apoyaba en su hombro, una gruesa mano negra y arrugada, que se llevó tímidamente a los labios, y besó como una pobre esclava. Yo sentí que el corazón se me encogía ante aquel beso, y le di la vuelta a mi caballo bruscamente. -Continuemos nuestro camino, comandante, -dije- la noche se nos echará encima antes de que lleguemos a Béthune. El comandante raspó cuidadosamente con la punta de su sable el barro amarillo que sobrecargaba sus botas, luego se subió al estribo de la carreta, puso sobre la cabeza de Laure la capucha de paño de la pequeña capa que ella llevaba; se quitó la corbata de seda negra y la puso alrededor del cuello de su hija adoptiva, tras lo cual le dio una patadita al mulo, hizo su movimiento característico con el hombro y dijo: «¡En marcha, mala tropa!» y echamos a andar. La lluvia seguía cayendo tristemente, no encontrábamos por el camino sino caballos muertos abandonados hasta con su silla. El cielo gris y la tierra gris se extendían sin fin; una especie de luz mortecina, un pálido sol mojado descendía por detrás de unos grandes molinos que no giraban; volvimos a caer en un profundo silencio. Contemplaba al viejo comandante; caminaba a grandes zancadas con un vigor constante, mientras que su mulo no podía más, y que incluso mi caballo empezaba a bajar la cabeza. Aquel buen hombre se quitaba de vez en cuando el chacó para secarse la frente calva y algunos cabellos grises de la cabeza, o sus espesas cejas, o sus bigotes blancos en los que caía la lluvia. No se preocupaba del efecto que su relato podía haberme causado; no se había mostrado ni mejor ni peor de lo que era; no se había dignado dibujarse a sí mismo; no pensaba en él, y al cabo de un cuarto de hora empezó a contar, en el mismo tono, una historia bastante más larga sobre la campaña del mariscal Masséna, en la que había formado su batallón en cuadro contra no sé qué caballería. No lo escuché aunque se esforzara por demostrarme la superioridad del soldado de infantería sobre el de caballería. Cayó la noche, no íbamos muy deprisa; el barro se hacía cada vez más espeso y más profundo: no había nada en la carretera, ni al final de ella. Nos detuvimos al pie de un árbol seco, el único árbol del camino; él se ocupó en primer lugar de su mulo, como yo de mi caballo; luego miró hacia el interior de la carreta, como una madre mira la cuna de su hijo. Oí que decía: -Vamos, hija, colócate esta levita sobre los pies y trata de dormir. ¡Vamos, está bien! no tiene ni una gota de lluvia. ¡Ah!, diablos! ¡ha roto mi reloj que le había puesto al cuello! ¡Oh! ¡mi pobre reloj de plata! ¡Vamos! No importa, hija mía, intenta dormir; el buen tiempo va a llegar enseguida ¡Es curioso! Siempre tiene fiebre: las locas son así. Toma, aquí tienes un trocito de chocolate, para ti, hija mía. Apoyó la carreta en el árbol, y nos sentamos debajo de las ruedas cobijados de la constante lluvia, compartiendo un panecillo suyo y otro mío: ¡pobre cena! -Siento que no tengamos nada más que esto, pero esto es mejor que la carne de caballo con polvo por encima a guisa de sal, que nos comíamos en Rusia. La pobre pequeña, es necesario le dé lo mejor, como ve; la pongo siempre aparte; no puede soportar la cercanía de un hombre después del asunto de la carta. Soy viejo, y ella parece creer que soy su padre; pese a eso, me estrangularía si siquiera intentara besarla incluso en la frente. La educación les deja siempre poso al parecer, pues no la he visto nunca olvidar taparse como una religiosa. Es curioso, ¡eh! Mientras me hablaba de ella en esos términos, la oímos suspirar y decir: «¡Quítenme esta bala! ¡quítenme esta bala!» Me levanté instintivamente, él me mandó que volviera a sentarme: -Siéntese, siéntese -me dijo- no es nada; dice esas frases constantemente, porque cree que tiene una bala en la cabeza. Eso no impide que haga todo lo que se le dice, y con mucha dulzura. Me callé escuchándola con tristeza. Me puse a calcular que desde 1797 hasta 1815 en que nos encontrábamos, eran dieciocho años que habían transcurrido así para aquel hombre. Permanecí mucho rato en silencio a su lado, intentando darme cuenta de cómo era aquel carácter y aquel destino. Luego, sin venir a cuento, le di un apretón de manos lleno de entusiasmo. Él se quedó sorprendido: -Es usted un hombre digno, -le dije. Él me contestó: -¿Por qué? ¿por esta pobre mujer? Usted comprende bien, amigo mío, que se trataba de un deber. Hace tiempo que hice abnegación. Me habló además de Masséna. Al día siguiente, al amanecer, llegamos a Béthune, una pequeña ciudad fea y fortificada, donde podría decirse que las murallas, al apretar su círculo, habían empujado las casas unas sobre otras. Todo allí era confusión, era un momento de alerta. Los habitantes empezaban a retirar las banderas blancas de las ventanas para colocar la tricolor; los tambores tocaban la generala, las trompetas tocaban: «¡A caballo!», por orden del señor duque de Berry. Las largas carretas picardas que transportaban a los Cien-Suizos y sus equipajes; los cañones de la Guardia personal del rey corrían hacia las murallas; los carruajes de los príncipes, los escuadrones de las compañías rojas formándose, todo aquello congestionaba la ciudad. Al ver a los Gendarmes del rey y a los Mosqueteros me olvidé de mi viejo compañero de ruta. Me uní a mi compañía, y perdí de vista entre el gentío la pequeña carreta y a sus pobres ocupantes. Para mi gran pesar, los perdía para siempre. Fue la primera vez en mi vida que leí en el fondo de un auténtico corazón de soldado. Aquel encuentro me reveló una naturaleza de hombre que me era desconocida, y que el país conoce mal y no trata bien. La situé a partir de entonces muy alta en mi estima. Con posterioridad he buscado frecuentemente a mi alrededor a algún hombre semejante a aquél, capaz de esa abnegación de sí mismo total e indiferente. Pero, durante los catorce años que he vivido en el ejército, sólo en él, y sobre todo en los rangos más despreciados y pobres de la infantería, he encontrado esos hombres de carácter antiguo, que llevan el sentimiento del deber hasta sus últimas consecuencias, sin sentir remordimientos por obedecer, ni vergüenza por la pobreza, sencillos de costumbres y de lenguaje, orgullosos de la gloria del país e indiferentes de la suya propia, encerrándose con gusto en su oscuridad y compartiendo con los desgraciados el pan negro que pagan con su sangre. Ignoré por mucho tiempo qué había sido de aquel pobre jefe de batallón, sobre todo porque no me había dicho su nombre, ni yo se lo había preguntado. No obstante, en 1825, un día en el café, creo, un viejo capitán de infantería de línea al que se lo describí mientras esperábamos la parada, me dijo: -¡Ah, pardiez!, amigo mío, yo conocí a ese pobre diablo. Era un buen hombre, fue derribado por un obús en Waterloo. Efectivamente, entre su equipaje dejó una especie de chica loca que condujimos al hospital de Amiens cuando nos dirigíamos hacia el ejército del Loira, y que murió furiosa al cabo de tres días. -Lo comprendo -dije- sólo tenía a su padre nutricio. -¡Padre! ¿qué está diciendo, pues? -añadió con un tono que pretendía ser gracioso y licencioso. -Digo que están tocando la vuelta -contesté al salir-. Y yo también hice abnegación. FIN Servitude et grandeur militaires, 1833 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Catalina
Cuento
Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint. Allí -aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios-, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra. De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes. Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada. Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremo recurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia. Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”, lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatez y sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gustaban los viejos. No se presentó ningún partido. ¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómoda práctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia la confección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la enseñanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primeros gastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esa bribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños. Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a menudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasaron… hasta las doce y media del día siguiente. Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bailes, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles pequeños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo de dinero. En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevas ocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienne y Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien, su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo más estrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable poder solazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obtenían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otros tiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la Institución Désagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba su simpatía. La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba -por su contraste y a voluntad- una dulzona melancolía en la que ambas saboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les era innata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primeras llegadas”. Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo que se llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar más alto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquirientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad, ni Georgette ni Félicienne -sobre todo ésta- se sentían muy apegadas a esos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie de contrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo, aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían a nuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que completaba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, coloca de nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Se oye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta: “¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, una no es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto de vista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo que respecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del brazo: forma parte del tocado. Luego sucedió que -por uno de esos azares que surgen al final de las cenas tan frecuentes en la vida mundana- Georgette fue acompañada a su casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el “amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la joven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatada a Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigas de confianza. La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consecuencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza era honda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posible que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado, no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquella inesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan despreciable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Georgette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiese decidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común de los refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irreparable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundió hasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender sus amores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba el escándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja de sombras. La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque de Bolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial. Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilera de carruajes, en la Avenida de las Acacias. Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual, ¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos. Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vez con sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félicienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gente? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo. Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en tales ocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sin embargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella helada reserva. -Pero, ¿qué te pasa, Félicienne? -¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre. Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la despreocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones -y siempre se encontraban rodeadas de gente-, que una y otra, durante más de cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algunos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la pena compleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazones y que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de esclarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”? Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo. Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, donde esperaban, en silencio, a unos señores. -En fin -dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos-, ¿quieres decirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, de la que sé bien que tú debes sufrir también? -¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor de Testevuyde! -contestó Félicienne, con sequedad-. En realidad, ya no me interesaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que te gustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su corazón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior. -¿Yo? -dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida-. ¿Que yo te he robado… y que éste es el motivo…? -¡No lo niegues! -contestó desdeñosamente Félicienne-. Lo sé. Estoy segura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste. -¡Y hasta podrías decir seis! -replicó sonriendo Georgette-. ¡Fueron seis en total! -¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestra amistad? ¡Te felicito! -¿Un capricho, yo, y por tu amante? -dijo Georgette en tono plañidero, levantando los ojos al cielo-. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia después de quince años de amistad? ¡O estás loca o eres mala! -Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas, pues, de mí? -¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo que te empeñas adrede en no comprender! -¡Está bien, señorita! -dijo Félicienne, levantándose, muy digna-. No me gustan las burlas y le dejo el campo libre. -¡Pero…! -gritó inocentemente Georgette, llorando-, pero es que… ¡me ha pagado! Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostro resplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo de su vestido. -¡Caramba, Georgette! -exclamó-. ¿Y no me lo escribiste en seguida? -¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospechabas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmediatamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala… bestia! ¡Y besa a tu Georgette! Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contemplaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mirada de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocada en medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint. Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna de ella. Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instante, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras. Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidió una tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regresara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido víctima de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se había mostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni un minuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacia las dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta: -¡Ah, señor! -le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo-. ¿Es verdad, pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras? FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Cuento de final de verano
Cuento
Antonia vertió agua helada en un vaso y puso en él su ramo de violetas de Parma: -¡Adiós a las botellas de vino de España! -dijo. E, inclinándose hacia un candelabro, encendió, sonriendo, un papelito liado con una pizca de phëresli1; este movimiento hizo brillar sus cabellos, negros como el carbón. Toda la noche habíamos estado bebiendo jerez. Por la ventana, abierta sobre los jardines de la villa, oíamos el rumor de las hojas. Nuestros bigotes estaban perfumados con sándalo, y, también, Antonia nos dejaba coger las rosas rojas de sus labios con un encanto a la vez tan sincero que no despertaba ningún tipo de celos. Alegre, se contemplaba luego en los espejos de la sala; cuando se volvía hacia nosotros, con aires de Cleopatra, era para verse en nuestros ojos. En su joven seno había un medallón de oro mate, con sus iniciales en pedrería, sujeto con una cinta de terciopelo negro. -¿Símbolo de luto? Ya no lo amas. Y como la abrazaran, ella dijo: -¡Vean! Separó con sus finas uñas el cierre de la misteriosa joya: el medallón se abrió. Allí dormía una sombría flor de amor, un pensamiento, artísticamente trenzado con cabellos negros. -¡Antonia!… según esto, ¿tu amante debe ser algún joven salvaje encadenado por tus malicias? -¡Un cándido no daría, tan ingenuamente, semejantes muestras de ternura! -¡No está bien mostrarlo en momentos de placer! Antonia estalló en una carcajada tan primorosa, tan gozosa, que tuvo que beber, precipitadamente, entre sus violetas, para no ahogarse. -¿No es necesario tener cabellos en un medallón?… ¿cómo testimonio?… -dijo ella. -¡Naturalmente! ¡Sin duda! -¡Ay! mis queridos amantes, tras haber consultado todos mis recuerdos, he escogido uno de mis rizos, y lo llevo… por espíritu de fidelidad FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El asesino de cisnes
Cuento
Mi deliciosa y solitaria villa, situada a orillas del Marne, con su cercado y su fresco jardín, tan umbrosa en verano, tan cálida en invierno; mis libros de metafísica alemana; mi piano de ébano de sonidos puros; mi bata de flores apagadas, mis confortables zapatillas; mi apacible lámpara de estudio, y toda esta existencia de profundas meditaciones, tan gratas a mi gusto por el recogimiento. Una hermosa tarde de verano decidí sacudirme el encanto de todas estas cosas tomándome unas semanas de exilio. Así fue. Para relajar el espíritu de aquellas abstractas meditaciones, a las que por demasiado tiempo -me parecía- había consagrado toda mi juvenil energía, acababa de concebir el proyecto de realizar algún viaje divertido, en el que las únicas contingencias del mundo fenomenal distraerían, por su frivolidad misma, el ansioso estado de mi entendimiento en lo que concierne a las cuestiones que, hasta entonces, lo habían preocupado. Quería… no pensar más, dejar descansar la mente, soñar con los ojos abiertos como un tipo convencional. Semejante viaje de recreo no podía -así lo creí- sino ser útil a mi querida salud, pues la realidad es que yo me estaba debilitando sobre aquellos temibles libros. En resumen, esperaba que semejante distracción me devolvería al perfecto equilibrio de mí mismo y, al regreso, apreciaría sin dudar las nuevas fuerzas que esta tregua intelectual me procuraría. Queriendo evitar en aquel viaje cualquier ocasión de pensar o de encontrarme con pensadores, no hallaba sobre la superficie del globo -salvo países completamente rudimentarios-, no hallaba sino un único país cuyo suelo imaginativo, artístico y oriental no hubiera dado nunca metafísicos a la Humanidad. Con estos datos reconocemos, ¿no es cierto?, la Península Ibérica. Aquella tarde pues -y tras esta reflexión decisiva- sentado en el cenador del jardín donde, al tiempo que seguía con la mirada las espirales opalinas de un cigarrillo, saboreaba el aroma de una taza de café puro, no me resistí -lo confieso- al placer de exclamar: «¡Vamos! ¡viva la fuga alegre a través de las Españas! Quiero dejarme seducir por las obras maestras del bello arte musulmán! ¡por las ardientes pinturas de los maestros del pasado! ¡por la belleza contemplada entre los movimientos de vuestros abanicos negros, pálidas mujeres de Andalucía! ¡Vivan las ciudades soberanas, de cielo embrujado, de seductores recuerdos, que por la noche, a la luz de mi lámpara, he vislumbrado en los relatos de los viajeros! ¡A mí, Cádiz, Toledo, Córdoba, Granada, Salamanca, Sevilla, Murcia, Madrid y Pamplona! Está decidido: en marcha.» No obstante, como no me agradan sino las aventuras sencillas, los incidentes y las sensaciones tranquilos, los acontecimientos acordes con mi apacible naturaleza, decidí antes que nada comprar una de esas Guías del Viajero, gracias a las cuales se sabe de antemano lo que se va a ver y que preservan los temperamentos nerviosos de cualquier emoción inesperada. Una vez que hube cumplido con este deber, me hice con una cartera modesta, pero suficientemente repleta; cerré mi ligera maleta; la cogí y, dejando a mi ama de llaves estupefacta al cuidado de la casa, en menos de una hora me puse en la capital. Sin detenerme en ella, pedí al cochero que me condujera a la estación de Mediodía. Al día siguiente, desde Bordeaux, llegué a Arcachon. Después de un buen y refrescante chapuzón en el mar seguido de un excelente almuerzo, me dirigí a la rada. Vi un vapor, Le Véloce, a punto de salir hacia Santander, y compré un pasaje en el mismo. Levaron anclas. Hacia el atardecer, el viento de tierra nos trajo súbitos efluvios de limoneros y, pocos instantes después, podíamos divisar la costa española que domina la encantadora ciudad de Santander, rodeada en el horizonte por verdes montañas. La tarde le daba un tono violeta al mar, aún dorado por Occidente; contra las rocas de la rada venía a romper una espuma de pedrería. El vapor se abrió camino entre los barcos; un puente de madera, lanzado desde el malecón, vino a engancharse a la proa. Siguiendo el ejemplo de los demás pasajeros, abordé, eché a andar por el muelle enrojecido por el sol en medio del gentío. Estaban descargando. Los paquetes, llenos de productos exóticos, las jaulas con pájaros de Australia, los arbustos, topaban con las cajas de productos de las Islas; un perfume de vainilla, piña y coco flotaba en el aire. Enormes fardos, con etiquetas de marcas coloniales, eran izados, cargados, se entrecruzaban y desaparecían rápidamente hacia la ciudad. Por lo que a mí respecta, como el balanceo del barco me había fatigado un poco, había dejado mi maleta a bordo y me dirigía a buscar un hotel provisional donde pasar una primera noche cuando, entre los oficiales de marina que se paseaban por el malecón tomando el aire del mar, creí ver el rostro de un amigo de otros tiempos, un amigo de la infancia, de Bretaña. Tras haberlo mirado bien, lo reconocí. Llevaba uniforme de teniente de navío; me dirigí a él: -¿No es al señor Gérard de Villebreuse al que tengo el honor de hablar? -pregunté. Apenas tuve tiempo de terminar. Con la efusión cordial que se intercambia de ordinario entre compatriotas que se encuentran en suelo extraño, me había tomado las dos manos. -¿Tú? -exclamó- ¿Cómo? ¿Qué haces aquí, en España? En dos palabras lo puse al corriente de mi inocente escapada. Y tomados del brazo, nos alejamos charlando como dos viejos amigos que se encuentran. -Yo estoy aquí desde hace tres días -me dijo-. Llego después de haberle dado la vuelta al mundo varias veces, y ahora concretamente de las Guayanas. Traigo para el Museo zoológico de Madrid colecciones de pájaros mosca, semejantes a pequeñas piedras preciosas con alas; cebollas de grandes orquídeas de Brasil, futuras flores cuyos colores y embriagadores perfumes son encanto y sorpresa para los europeos; y además… ¡un tesoro, amigo mío!… ya te lo enseñaré. Un espléndido y rutilante… (¡vale por lo menos seis mil francos!) –Se detuvo, luego acercándose a mi oído añadió con un tono extraño-: ¡Adivina! ¡ah! ¡ah! ¡adivina qué es! En ese momento confidencial de la frase, una pequeña mano fina, color topacio muy claro, deslizándose entre él y yo, se posó como el ala de un ave del paraíso, sobre la charretera dorada del teniente. Nos volvimos. -¡Catalina! -dijo alegremente Villebreuse- ¡estoy de suerte esta tarde! Era una chica de color, apenas una niña, con un turbante rojizo del que se escapaban alrededor de su bonito rostro mil bucles rizados de un negro azulado. Sonriente, jadeaba suavemente por su carrera hacia nosotros, y mostraba unos dientes espléndidos. Los labios gruesos, intensamente rojos, se entreabrían y respiraban rápido. -¡Hola! -dijo. Y la movilidad de sus pupilas, de un negro resplandeciente, avivaba la cálida palidez ambarina de sus mejillas. Sus fosas nasales de salvaje, se dilataban al percibir los olores de las lejanas Antillas. Una muselina, de la que salían sus brazos desnudos, se movía con el ligero movimiento de su seno. Sobre la seda oscura de una falda con rayas de un amarillo dorado, llevaba sujeto a la altura de la cintura un ligero cesto trenzado, cargado de rosas, capullos en flor, nardos y flores de azahar. En el brazalete de su puño izquierdo tintineaba un par de sonoras castañuelas de madera de caoba. Sus pequeños pies de criolla, con zapatos bordados, tenían la excitante forma de andar habitual de las perezosas chicas de La Habana. Realmente, había sutiles voluptuosidades que emanaban de aquella amable jovencita. En su cadera brillaban por momentos, bajo los últimos rayos el crepúsculo, las sonajas de su pandereta. En silencio, nos colocó dos capullos de rosa en la solapa obligándonos con este gesto a respirar el olor de sus cabellos impregnados de los perfumes de la sabana. -¿Cenamos juntos los tres? -preguntó el teniente. -Es que… No tengo aún alojamiento para esta noche, acabo de llegar. -contesté. -Mejor que mejor. Nuestro albergue está allí, sobre el acantilado, con vistas al mar. Es aquella casa aislada, a unos doscientos pasos de aquí. ¿Sabes? Nos gusta no perder de vista nuestros barcos. Cenaremos en el comedor de oficiales con algunos amigos míos y, sin duda, con algunos ejemplares más de la flora femenina de Santander. El hotelero tiene un jerez nuevo. ¡Ese jerez-de-los-caballeros* se bebe como el agua clara…! Pero hay que acostumbrarse a él. ¡Vamos! -dijo enlazando por la cintura a la linda mulata que se dejó hacer mientras nos miraba. La noche recibía los últimos adioses de un viejo y magnífico sol. Los islotes, a ras de horizonte, parecían brasas movedizas. El viento del oeste soplaba sobre la playa un áspero olor marino. Nos apresurábamos sobre la luz rojiza de la arena. Catalina corría delante de nosotros intentando atrapar con su pandereta las mariposas que las sombras flotantes empujaban desde los naranjos hacia el Océano. Y Venus se elevaba ya en el azul pálido del cielo. -Tendremos una noche sin luna -me dijo Villebreuse- ¡qué lástima! Podríamos habernos paseado por la ciudad, pero, en fin, haremos algo mejor. -¿Es tuya esta encantadora chica? -pregunté. -No, es una florista del muelle. Puede vivir de naranjas, de cigarrillos y de pan negro, pero no ama sino a los que le gustan. En los muelles españoles, amigo mío, son muy numerosas estas chicas vendedoras de rosas. En París es distinto ¿verdad? Y en los demás países del mundo; la cosa cambia cada quinientas leguas. Mi capricho se encuentra en el 44º de latitud sur. Si te apetece, cortéjala. Eres libre. Aquí está el albergue. El hotelero, con redecilla en el pelo, apareció y nos acogió jovialmente… Pero, en el momento de entrar, el teniente se sobresaltó y se detuvo, palideciendo de repente a ojos vista. Sin ningún tipo de transición, el simpático joven mostró una gravedad en el semblante de las más impresionantes. Me tomó de la mano, y después de un momento de ensimismamiento, me miró fijamente y me dijo: -Perdóname, querido amigo, pero en la sorpresa que me ha causado tu inesperado encuentro, he olvidado que no debo ni puedo divertirme esta noche. Es día de luto para mí. Es un aniversario cuyas horas son sagradas para mí. Hace tres años que perdí a mi madre. En mi camarote tengo las reliquias de aquella santa y querida mujer y, naturalmente, voy a recogerme con su recuerdo. ¡Dame tu mano! ¡hasta mañana! Consolaos de mi ausencia lo mejor que podáis -añadió mirándonos-; vendré mañana a despertarte. ¡Una habitación para el señor! -le dijo al hotelero. -Lo lamento, pero no me quedan habitaciones libres -contestó éste. -Entonces, toma -me dijo Villebreuse preocupado- toma mi llave; dormirás bien; la cama es buena. Su mirada era triste y distraída; me dio un nuevo apretón de manos, saludó a la chica y se alejó deprisa hacia la rada sin añadir palabra. Algo sorprendido por lo repentino del incidente, lo seguí por un instante con esa mirada a la vez escéptica y pensativa que significa: «A cada cual con sus muertos.» Luego entré. Catalina me había precedido, había entrado en el comedor, había elegido, cerca de una ventana que daba al mar, una mesita cubierta con un mantel blanco, a la francesa, y sobre la que el hotelero colocó dos velas encendidas. Pese a la sombra de tristeza que las palabras de mi amigo habían dejado en mi espíritu, he de reconocer que obedecía, no sin gusto, a los ojos prometedores de aquella bonita hechicera, y me senté junto a ella. La ocasión y la hora eran tan dulces como inesperadas. Cenamos frente a las olas que, bajo las estrellas, besan con auténtico amor aquella costa afortunada. Comprendía la divertida charla de Catalina cuyo español cubano se mezclaba con términos desconocidos. Otros oficiales, pasajeros y viajeros cenaban también a nuestro alrededor en la sala con bellísimas hijas del país. De repente, y tras el quinto vaso de jerez, comprendí que la opinión del teniente estaba bien fundamentada. No veía claro y la humareda dorada de aquel vino se me subía a la cabeza con brusca intensidad. Catalina también tenía los ojos muy brillantes. Y dos cigarrillos que me tendió después de haberlos encendido, acabaron de completar la embriaguez más imprevista. Colocó un dedo sobre mi vaso impidiéndome beber, riendo a carcajadas. -¡Demasiado tarde! -le dije. Y, deslizando en su mano dos monedas de oro, le dije-: Toma; eres encantadora pero… tengo la cabeza muy pesada. Quiero dormir. -Yo también- contestó. Le hice un gesto al hotelero y le pregunté cuál era la habitación del teniente. Salimos del comedor. Cogió una palmatoria en el platillo metálico en la cual puso un buen pellizco de cerillas; y tras haber encendido el cabo de vela, subimos iluminados de esta forma. Catalina me seguía, apoyándose en la barandilla, ahogando su risa algo descarada. En el primer piso recorrimos un largo pasillo al extremo del cual el hotelero se detuvo ante una puerta. Cogió mi llave, abrió y, como lo requerían abajo, me tendió la palmatoria con rapidez diciéndome: «Buenas noches, señor.» Entré. A la confusa luz de mi palmatoria y con los ojos cada vez más velados por el vino de España, observé vagamente una habitación de un albergue ordinario. Ésta era más larga que ancha. Al fondo, entre dos ventanas, un macizo armario con espejo, colocado allí de ocasión y sin duda por casualidad, nos reflejaba a la mulata y a mí. Una chimenea con mampara y sin reloj. Una silla de paja junto a la cama cuya cabecera rozaba la puerta. Mientras le daba una vuelta a la llave, la chiquilla cuyos pasos, tan sorprendidos como los míos por aquella insidiosa y absurda embriaguez, vacilaban un poco, se echó sobre la cama vestida. Había dejado en la mesa del comedor su pandereta y su cestillo. Dejé la palmatoria sobre la silla. Me senté en la cama junto a aquella risueña chica que, con la cabeza bajo uno de los brazos, parecía ya casi dormida. Un movimiento que hice para besarla me apoyó la cabeza sobre una de las almohadas. Cerré involuntariamente los ojos. Me tendí a su lado completamente vestido y, rápidamente, sin darme cuenta, caí en un profundo y bienhechor sueño. Hacia las doce, despertado por una sacudida indefinible, creí oír en la oscuridad (pues la vela se había consumido mientras dormía) un ruido débil, como el de la vieja madera que cruje. No le presté mucha atención, pero abrí por completo los ojos en la oscuridad. Y la llegada, la playa, la velada, el teniente Gérard, Catalina, el aniversario, el jerez, todo se me vino a la mente siguiendo líneas netas de la memoria. Un sentimiento de añoranza de mi pequeña villa tranquila a orillas del Marne evocó en mi ensueño mi habitación, mis libros, mi lámpara de estudio y la alegría del recogimiento intelectual que había abandonado. Así pasó medio minuto. Oía junto a mí la acompasada respiración de la criolla dormida. De repente, el viento trajo hasta mí el ruido de un reloj de alguna vieja iglesia, allá, en la ciudad: eran las doce. ¡Cosa realmente sorprendente! Me pareció (era una idea que sin duda tenía relación con el sueño; una absurda e insólita idea… aunque estaba bien despierto), me pareció desde las primeras campanadas que caían de la torre a través del espacio, que la péndola de aquel reloj lejano se encontraba en la habitación y que con sus choques lentos y regulares golpeaba alternativamente la mampostería de la pared o el tabique de una habitación vecina. En vano intentaron mis ojos escrutar las sombras en medio de la habitación donde aquel ruido de badajo continuaba escandiendo la hora a derecha e izquierda. No sé por qué, me puse muy inquieto al oírlo. Y además, si hay que decirlo todo, el sonido de aquel viento del mar que, me parecía, pasaba a través de los intersticios de las ventanas, empezaba a parecerme también bastante extraño: producía el sonido de una especie de silbato de madera mojado. Por lo que, acompañadas del golpeteo de la invisible péndola y de aquel desagradable ruido del viento del mar, aquellas lentas campanadas de medianoche me parecieron interminables. ¿Eh?… ¿Qué? ¿Qué ocurría en el albergue? En las plantas superiores y en las habitaciones contiguas había cuchicheos en voz baja, breves, ansiosos; un ir y venir de gente que vuelve a vestirse apresuradamente; fuertes pisadas de zapatos militares sobre el pavimento, eran pasos precipitados de personas que huían… Tendí la mano hacia la mulata para despertarla. Pero la chica estaba despierta desde hacía unos minutos, pues agarró mi mano con una fuerza nerviosa que me causó, magnéticmente, una impresión de terror insuperable. Y además, -¡ah! eso, eso fue lo que aumentó en mí el sudor frío que me dejó helado de la cabeza a los pies- quería (de verdad), pero no podía hablar, pues yo oía sus dientes castañetear en el oscuro silencio. Su mano, todo su cuerpo, estaba sacudido por un temblor convulsivo. ¿Ella sabía pues? ¡Reconocía pues lo que aquello significaba! De repente, me incorporé y mientras vibraba aún en la lejanía la última campanada de la vieja medianoche, grité con todas mis fuerzas en las oscuridad. -¡Ah! ¿qué hay aquí pues? A esta pregunta, voces roncas y duras, que un evidente pánico ensordecía y entrecortaba, me respondieron desde todos los rincones del albergue: -¡Ah! ¡usted sabe muy bien qué es lo que hay! -Me tomaban por el teniente; las voces continuaban-: ¡Al diablo! – ¡Hay que estar realmente loco para dormir con el Diablo en la habitación! -Y huían por los pasillos y la escalera en tumulto. Por el tono de sus palabras sentí, de forma confusa, que debía estar soñando beatíficamente en medio de algún gran peligro. Si huían con aquella prisa era, sin duda, porque lo terrible de aquella cosa desconocida debía ser inminente. Con el corazón oprimido por una mortal ansiedad, empujé a la mulata y, a tientas, cogí las cerillas de la palmatoria. -¡Ah! ¿no se consumirían al instante?- Busqué rápidamente en mi bolsillo, encontré un periódico aún doblado que había comprado en Bordeaux. Lo retorcí en la oscuridad para formar una especie de antorcha, y froté febrilmente sobre la madera de la cabecera de la cama todas las cerillas a la vez. ¡El humeante azufre tardó en prender! Finalmente, el destino me permitió encender mi antorcha improvisada y miré en la habitación. El ruido se había detenido. Nada; ¡no se veía nada! Sólo a mí mismo, reflejado en el espejo de aquel viejo armario y detrás de mí a la chica, ahora de pie sobre la cama, con la espalda pegada a la pared, las manos con los dedos separados colocadas a plano sobre la mampostería blanca, con los ojos dilatados, fijos, mirando algo… que el exceso mismo de mi pasmo me impedía ver. De repente, eché hacia atrás la cabeza sofocado por un horror tan glacial que creí desmayarme. ¿Qué era lo que había visto allá, en el espejo, reflejado también? No me atrevía a dar fe al testimonio alocado de mis pupilas. ¡Ah! ¡demonios! Miré de nuevo y me sentí desfallecer: mis ojos se quedaron clavados, por así decirlo, en el objeto evidente que aparecía en mi habitación. ¡Ah! ¡era ése pues el tesoro de mi amigo, el piadoso teniente Gérard, el buen hijo que en aquel momento estaría sin duda rezando en su camarote! Desesperadas lágrimas de angustia me velaron horriblemente los ojos. Alrededor de las cuatro patas del armario, atada por un entrecruzamiento de meollares de marina, se encontraba enrollada una constrictor de especie gigante, una formidable pitón de diez a doce metros como las que se encuentran, a veces, bajo los horrendos nopales de las Guayanas. Despertado de su tibio sueño por el dolor que le producían las cuerdas, el aterrador ofidio, por un lento deslizamiento, había sacado unos tres metros y medio del cuerpo fuera de los nudos que lo retenían. ¡Aquel largo trozo del animal era pues la péndola viva que, hace un instante, durante las campanadas de medianoche, golpeaba los muros a derecha e izquierda para librarse de sus ataduras! Ahora el animal, sujeto en parte, se erguía de abajo arriba, hacia mí, al fondo de la habitación; la longitud hinchada de la parte libre del cuerpo, de un marrón verdoso manchado de placas negras con escamas brillantes, se mantenía recta, inmóvil, frente a nosotros; y, de la enorme boca de mandíbulas paralelas horriblemente distendidas en ángulo obtuso, salía, agitándose, una larga lengua bífida, mientras que las brasas de sus ojos feroces me miraban fijamente mientras yo lo iluminaba. Los rabiosos silbidos de furor que durante el apacible bienestar de mi despertar yo había tomado por el ruido del viento del mar en las junturas de las ventanas, brotaban, entrecortados, del agujero ardiente de su garganta, a menos de dos pies de mi cara… Ante esta inesperada visión, sentí angustia: me pareció que toda mi vida se reproducía al fondo de mi alma. En el momento en que me sentía caer en un síncope, un grito de sollozante desesperación lanzado por la mulata, -por ella que había reconocido en la oscuridad el silbido- me despertó. La cabeza furibunda se acercaba a nosotros dando pequeñas sacudidas… Espontáneamente, salté por encima de la cabecera de la cama sin soltar mi antorcha cuyas amplias llamas iluminaban aún la habitación entre el humo. Y abrí la puerta con una mano que, realmente, el pánico hacía temblar: la chica permitió palpitante que la cogiera en mis brazos, sin dejar de mirar al dragón que, al vernos huir, redoblaba sus esfuerzos y sus horribles silbidos. Me lancé con ella al pasillo, cerrando rápida y violentamente la puerta, mientras que un siniestro ruido de armario roto que caía, mezclado con los golpes de los pesados anillos del animal, monstruo enfurecido, golpeaban en la habitación donde caían los muebles, nos llegaba desde el interior. Bajamos con la rapidez de un relámpago. Abajo no había nadie; el comedor estaba desierto y la puerta que daba al acantilado abierta. Sin perder tiempo en ociosos comentarios nos precipitamos fuera. Una vez en la playa, la mulata, olvidándose de mí, huyó despavorida hacia la ciudad. Al verla fuera de peligro corrí hacia la rada cuyas farolas lucían a lo lejos, imaginando que el espantoso animal deslizaba sus anillos a lo largo de la playa tras mis talones, e iba a alcanzarme de un momento a otro. En unos minutos, y tras recoger mi maleta a bordo del Véloce, corrí al embarcadero del vapor La Vigilante, en el que sonaba la campana de salida hacia Francia. Tres días después, de regreso a mi querida y tranquila casa a orillas del Marne, con los pies en mis zapatillas, sentado en mi sillón, envuelto en mi cómoda bata, volvía a abrir mis libros de metafísica alemana, considerando que mi espíritu estaba suficientemente descansado como para aplazar hasta fecha indefinida todos los proyectos de nuevas incursiones recreativas a través de las contingencias del Mundo-fenomenal. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El canto del gallo
Cuento
En provincias, a la caída del crepúsculo sobre las pequeñas ciudades -hacia las seis de la tarde, por ejemplo, al acercarse el otoño- se diría que los ciudadanos buscan lo mejor que pueden aislarse de la inminente gravedad de la noche: cada cual entra en su concha al presentir todo aquel peligro de estrellas que podría inducir a «pensar». En consecuencia, el singular silencio que se produce entonces parece emanar, en parte, de la atonía acompasada de las figuras sobre los umbrales. Es la hora en que el crujido molesto de las carretas va apagándose por los caminos. Entonces, en los paseos -«clases de Buenas Maneras»- suena, más nítidamente por los aires, sobre el aislamiento de los tresbolillos, el estremecimiento triste de las altas frondosidades. A lo largo de las calles, entre sombras, se intercambian saludos rápidos, como si el regreso a sus anodinos hogares compensara de los pesados momentos (¡tan vanamente lucrativos!) de la jornada vivida. Y, de los reflejos deslucidos del atardecer sobre las piedras y los cristales; de la impresión nula y melancólica de la que el espacio está imbuido, se desprende una tan incómoda sensación de vacío, que uno se creería entre difuntos. Pero, cada día, a esta hora vespertina, en una de esas pequeñas ciudades, y en la avenida más desierta del paseo, se encuentran habitualmente dos paseantes, habitantes bastante antiguos ya de la localidad. Ambos deben, sin duda, haber superado la cincuentena: su atuendo rebuscado, su fina camisa de encajes, lo anticuado de sus largas chaquetas, el brillo de los sombreros de ala ancha, su forma de vestir aún despierta, sus maneras a veces extrañamente conquistadoras, todo, hasta las hebillas de sus zapatos demasiado elegantes, denuncian no se sabe qué verts-galants empedernidos. ¿Qué sentido tienen esos aires triunfantes, en medio de un conjunto de seres negativos, de una bisexualidad cualquiera, en la mente de los cuales no podría brotar la exclamación: ¡Qué hacer!? Con un bastón de puño dorado en la mano, el primer llegado entra bajo los árboles solitarios donde pronto aparece su amigo. Uno tras otro, caminando misteriosamente de puntillas, se aproximan; luego acercándose al oído del otro, y protegiendo con la mano el cuchicheo de sus palabras, susurra frases sorprendentes análogas, por ejemplo, a éstas (salvo en los nombres): -¡Ah! amigo mío, ¡la Pompadour estuvo encantadora anoche! -¿Debo felicitarlo? -replica, no sin una sonrisa bastante ufana, el interlocutor. -¡Puf!… Si hay que decirlo todo, yo prefiero a la deliciosa Du Deffand… En cuanto a Ninon… (El resto de la frase se pronuncia en voz baja, y tras haber pasado el brazo por debajo del del confidente) -¡De acuerdo! -prosigue entonces éste, con los ojos dirigidos al cielo-, ¡pero la Sévigné, querido!… ¡ah! ¡la Sévigné!… (caminan juntos, bajo las viejas sombras; la noche va a teñirse de azul y a iluminarse). -Hoy mismo debo esperarla hacia las nueve, lo mismo que a la Parabère, pese a que ese diablo de regente… -Le felicito, mi querido amigo. Sí, no salgamos del gran siglo. En mi libro de memoria no cuento más que a tres adoradas del tiempo antiguo: primero, Eloísa… -¡Chut! -Luego, Margarita de Borgoña. -¡Brrr! -Y finalmente, María Estuardo. -¡Ay! -Pues bien, he reconocido que el encanto de esas damas de antaño era inferior al de las damas de ahora. -Dicho esto, el sorprendente hastiado de todo gira sobre sus talones que tiñe de púrpura o rubifica a veces, a través de los ramajes quejumbrosos, el último rayo de sol. -Permanezcamos a partir de ahora en los Watteau -concluye con aire entendido, conocedor y perentorio. -O en los Boucher, que es superior. Continuando con voz discreta, se introducen por las avenidas laterales. En las casas, allá lejos, los visillos blancos de las ventanas se inundan, aquí y allá, de resplandores claros e intensos; y, en la oscuridad de las calles palpitan las repentinas farolas. Tras nuestros dos conversadores se alargan sus propias sombras, que parecen reforzadas por todas aquellas de las que hablan. Pronto, después de un ceremonioso y cordial apretón de manos, el dúo de aquellos más que extraños celadones se separa y cada cual se dirige a su casa. ¿Quiénes son? ¡Oh! simplemente dos ex vividores de lo más amable, incluso de bastante buena compañía, uno viudo y otro soltero. El destino los había conducido e internado, casi al mismo tiempo, en esta pequeña ciudad. ¿Sus medios de vida? Apenas unas inalienables rentas, escapadas del naufragio que no permiten nada superfluo. Aquí, en un primer momento, intentaron frecuentar «la buena sociedad» pero, tras las primeras visitas, se retiraron horrorizados a sus modestas viviendas. Sin recibir a nadie más que a su cotidiana asistenta, se han recluido en una perfecta soledad. Todo antes que relacionarse con los honorables habitantes del lugar. Para escapar al momificante tedio que destila la atmósfera, intentaron leer. Luego, asqueados por los libros cogidos al azar en el horrible gabinete de lectura, en el momento de renunciar a la lectura y limitar sus esperanzas a monótonas charlas (interrumpidas a veces por desenfrenadas partidas de cartas) entre ellos dos, he aquí que cayeron en sus manos fantasmagóricas obras que trataban de fenómenos llamados de espiritismo. Para matar el tiempo y movidos también por una cierta curiosidad escéptica, se arriesgaron a grotescas y divertidas experiencias. Separándose del «mundo», se esforzaban por crearse relaciones con «el otro mundo». ¡Remedio heroico!, de acuerdo, pero bien considerado todo, jugar con las bellas difuntas (si era posible) les parecía mucho menos insípido que escuchar la conversación de las gentes del lugar. Por lo que, en sus sedosas salitas, una malva y otra azul claro, especie de gabinetes amueblados con un gusto tiernamente sugestivo que iluminaba apenas el resplandor -tamizado por la rica pantalla de cintas- de la lámpara bajada, se entregaron a anodinas y torpes evocaciones. ¡Ah! ¡qué fuente de agradables veladas, no obstante, si tarde o temprano lograban distinguir encantadores manes, exquisitas sombras sentadas sobre cojines de tonos apagados, que ellos preparaban a tal efecto! Por lo que, cuando después de varias tentativas pasablemente insignificantes sus respectivos veladores se pusieron -allí, de repente, ante sus pupilas a la larga hipnotizadas- a removerse, girar y hablar, fue una inmensa alegría para todo su ser. Un filón de oro surgía ante aquellos deliciosos contramaestres perdidos en una mina de insignificancia. Su nostalgia debía prestarse, rápida y de buena gana, a todo un conjunto de concesiones que, por otra parte, ciertos efectos reales pueden sugerir. Tomarle gusto hasta ilusionarse con emociones semificticias, ayudar al sortilegio con algo de buena voluntad, con el fin de VER -pese a todo y a todo precio- tramarse, sobre la transparencia y palidez de la penumbra ambiental, las formas de las bellas desaparecidas, adquirir, a fuerza de paciencia, una especie de paradójica credulidad con la que resultaba agradable engañar melancólicamente sus sentidos, y no resistieron más. De tal forma que, pronto, sus veladas transcurrieron en sutiles y tenebrosas conversaciones que, a veces, se hacían vagamente visionarias. Y, cuando la costumbre se afianzó, las sensaciones de presencias maravillosas, flotando a su alrededor, se les hicieron familiares. Ahora, ofrecen el té cada tarde a aquellas visitantes. Les hacen la corte, y sus batas de seda, una marrón carmelita y otra gris mínimo, con adornos tabaco de España, huelen ligeramente a almizcle, por una cortesía de ultratumba que tal vez agradezcan. En medio de coloquios ideales, notan el perfume de acercamientos encantadores, de una tenuidad fugitiva, es cierto, pero con la que se contenta la sonriente melancolía de su rozagante senectud. En esta pequeña ciudad, cuyo vecindario habían sabido anular, su madurez transcurre así, preferentemente, en mil vagas buenas fortunas, de favores retrospectivos, de los que deshojan las póstumas rosas; y, al día siguiente, se hacen mutuas confidencias, bajo la sombra de los altos ramajes que acarician las brisas del crepúsculo en «la clase de Buenas Maneras». En la confusión de los comienzos, dejaron desfilar por sus inquietantes salitas a todas las damas de la Historia; pero en el momento presente, ya no flirtean sino con los excitantes fantasmas del siglo XVIII. Sus veladores, con taraceas que ellos cubren con flores del tiempo, oscilan bajo sus manos galantes y, como bajo el peso de sombras graciosas, se balancean con ritmos que recuerdan con frecuencia determinados columpios enguirnaldados de Fragonard. (¡Oh! se suelen retirar hacia las diez y media, a no ser que, por casualidad, hayan venido reinas o emperatrices; entonces, y por deferencia, permanecen hasta las once). Por supuesto, con vulgares viejos verdes semejante pasatiempo podría conllevar graves peligros y de muchos tipos; pero afortunadamente, en lo más recóndito de su pensamiento, nuestros finos y dulces personajes no se engañan… ¿Cómo serían tan tontos de olvidar que la Muerte es algo decisivo e impenetrable?… Solamente, a la vista de los bailes alfabéticos esbozados por sus veladores, aquellos médianimisés -de un cristianismo algo somnoliento sin duda, pero inviolable en sus últimas reservas- han terminado por persuadirse de que tal vez en el aire haya diablillos juguetones, espíritus graciosos, dotados de travesura que, al aburrirse como los paseantes humanos, para matar el tiempo, aceptan prestarse a este inocente juego de Ilusión (bajo el velo de los fluidos y sobre todo con vivos amables), como los niños que se colocan alguna antigua bata estampada y se empolvan entre risas… y de que esos espíritus y esos vivos pueden entonces buscarse a tientas, aparecerse a veces, ayudándose con una sospecha de mutua credulidad, rozarse, cogerse incluyo de repente la mano… y luego desaparecer, por una parte y por otra, en el inmenso escondite del universo. FIN Histoires insolites, 1888 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El convidado de las últimas fiestas
Cuento
Los cisnes comprenden los signos. Victor Hugo, Les Misérables A fuerza de consultar tomos de Historia Natural, nuestro ilustre amigo, el doctor Tribulat Bonhomet había terminado por aprender que «el cisne canta bien antes de morir». Efectivamente, -nos confesaba aún en fechas recientes- desde que la había escuchado, sólo esa música le ayudaba a soportar las decepciones de la vida, y cualquier otra ya no le parecía sino una cencerrada, puro «Wagner». ¿Cómo había conseguido esa alegría de aficionado? Así: En los alrededores de la antiquísima ciudad fortificada en la que vive, el práctico anciano había descubierto un buen día en un parque secular abandonado, a la sombra de grandes árboles, un viejo estanque sagrado, sobre el sombrío espejo del cual se deslizaban doce o quince apacibles aves; había estudiado meticulosamente los accesos, calculado las distancias, observado sobre todo al cisne negro, el vigilante, que dormía, perdido en un rayo de sol. Éste, permanecía todas las noches con los ojos bien abiertos con un guijarro en su largo pico rosa, y si la más mínima alarma le revelaba peligro para aquellos a quienes guardaba, con un movimiento del cuello, lanzaba bruscamente al agua el guijarro, en mitad del blanco círculo de los dormidos para que los despertara: al oír aquella señal, el grupo, guiado por su guardián, habría echado a correr en medio de la oscuridad hacia avenidas profundas, hacia lejanos céspedes, hacia alguna fuente en la que se reflejaban grises estatuas, o hacia cualquier otro refugio conocido por su memoria. Y Bonhomet los había contemplado largo rato en silencio, sonriéndoles incluso. ¿No era, pues, con su último canto con el que, como perfecto diletante, soñaba regalarse muy pronto los oídos? A veces, pues, cuando sonaban las doce de alguna otoñal noche sin luna, fastidiado por el insomnio, Bonhomet se levantaba de repente y se vestía de forma especial para asistir al concierto que necesitaba volver a escuchar. Tras introducir sus piernas en descomunales botas de goma forradas que prolongaba, sin sutura, una ancha levita impermeable convenientemente forrada también, el huesudo y gigantesco doctor introducía las manos en un par de guanteletes de acero blasonado provenientes de alguna armadura de la Edad Media (guanteletes de los que se había convertido en feliz propietario después de abonar treinta y ocho hermosas monedas -¡Una locura!- a un anticuario). Hecho esto, se ceñía su amplio sombrero moderno, apagaba la vela, descendía y, con la llave de su casa en el bolsillo, se encaminaba, a la burguesa, hacia la linde del parque abandonado. Enseguida, se introducía por oscuros senderos hacia el retiro de sus cantantes favoritos, hacia el estanque cuya agua poco profunda, y bien sondeada por todas partes, no le pasaba de la cintura. Y, bajo la bóveda de arboleda próxima a los aterrajes, ensordecía sus pasos al pisar ramas secas. Cuando llegaba al borde del estanque, lenta, muy lentamente -¡sin hacer ruido alguno!-, introducía una bota, luego la otra, y avanzaba dentro del agua con precauciones inauditas, tan inauditas que apenas se atrevía a respirar. Como el melómano ante la inminencia de la cavatina esperada. De tal manera que, para dar los veinte pasos que le separaban de sus queridos virtuosos, empleaba normalmente entre dos y dos horas y media, hasta tal extremo temía alarmar la sutil vigilancia del guardián negro. El soplo de los cielos sin estrellas agitaba lastimeramente las altas ramas en la oscuridad que rodeaba el estanque, pero Bonhomet, sin dejarse distraer por el misterioso susurro, seguía avanzando insensiblemente y tan bien que, hacia las tres de la madrugada, se encontraba, invisible, a medio paso del cisne negro, sin que éste hubiera percibido ni el más mínimo indicio de su presencia. Entonces, el buen doctor, sonriendo en la oscuridad, arañaba suave, muy suavemente, rozando apenas con la punta de su índice medieval, la superficie anulada del agua, delante del vigilante… Y arañaba con tal suavidad que éste, aunque algo sorprendido, no juzgaba esta vaga alarma como de una importancia digna de lanzar el guijarro. El cisne escuchaba. A la larga, cuando su instinto se percataba vagamente de la idea de peligro, su corazón, ¡oh! su pobre corazón ingenuo se ponía a latir horriblemente, lo que llenaba de júbilo a Bonhomet. Y los bellos cisnes, uno tras otro, perturbados por ese ruido en lo profundo de su sueño, sacaban ondulosamente la cabeza de debajo de sus pálidas alas plateadas y bajo el peso de la sombra de Bonhomet, entraban poco a poco en un estado de angustia, percibiendo no se sabe qué confusa consciencia del mortal peligro que los amenazaba. Pero, en su infinita delicadeza, sufrían en silencio como el vigilante, al no poder huir puesto que el guijarro no había sido lanzado. Y todos los corazones de aquellos blancos exiliados se ponían a dar latidos de sorda agonía, inteligibles y claros para el oído maravillado del excelente doctor que sabía muy bien lo que moralmente les producía su cercanía y se deleitaba, en pruritos incomparables, con la terrorífica sensación que su inmovilidad les hacía padecer. «¡Qué dulce resulta estimular a los artistas!» se decía en voz baja. Tres cuartos de hora, más o menos, duraba este éxtasis que no habría cambiado ni por un reino. ¡De repente, un rayo de la Estrella de la Mañana, deslizándose entre las ramas, iluminaba de improviso a Bonhomet, así como las aguas negras y los cisnes con ojos repletos de sueños! El vigilante, aterrorizado por aquella visión, arrojaba el guijarro… ¡Demasiado tarde!… Con un grito horrible en el que parecía desenmascararse su almibarada sonrisa, Bonhomet se precipitaba, con las garras en alto y los brazos tendidos, hacia las filas de las aves sagradas. Y eran rápidos los apretones de los dedos de acero de aquel paladín moderno, y los puros cuellos de nieve de dos o tres cantantes eran atravesados o rotos antes de que se produjera el vuelo radiante de los demás pájaros-poetas. Entonces, olvidándose del buen doctor, el alma de los cisnes moribundos se exhalaba en un canto de inmortal esperanza, de liberación y de amor, hacia los Cielos desconocidos. El racional doctor sonreía de este sentimentalismo del que, como serio conocedor, sólo se dignaba saborear una cosa: EL TIMBRE. No apreciaba musicalmente nada más que la singular suavidad del timbre de aquellas simbólicas voces, que vocalizaban la Muerte como una melodía. Con los ojos cerrados, Bonhomet aspiraba en su corazón las vibraciones armoniosas, luego, tambaleándose, como en un espasmo, iba a dejarse caer en la orilla del estanque, se tendía sobre la hierba, se acostaba boca arriba, dentro de sus ropas cálidas e impermeables. Y allí, aquel Mecenas de nuestra era, perdido en un torpor voluptuoso, volvía a saborear en lo más recóndito de su ser el recuerdo del canto delicioso -aunque viciado por una sublimidad según él pasada de moda- de sus queridos artistas. Y, reabsorbiendo su comatoso éxtasis, rumiaba así, a la burguesa, aquella exquisita impresión hasta el amanecer. FIN Tribulat Bonhomet, 1887. Traducción de Esperanza Cobos Castro.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El derecho del pasado
Cuento
Al doctor Albert Robin Et continuo, cantavit gallus. -Evangelios El castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situado en la ladera del Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, resplandeciente, en medio de los surtidores vivos y de los pórticos, en el monte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo Sacerdote Anás, suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor de Aarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en la cumbre de la ciudad de David. El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Jesucristo, después), un destacamento de la cohorte de ocupación -quinientos cincuenta y cinco hombres prestados por el prefecto al Sumo Sacerdote, para el caso de una sedición popular- rodeó silenciosamente, hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos del Monte de los Olivos. A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual riachuelo del Cedrón, el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablaba sin duda con los centuriones, mientras esperaba a los agentes de Israel que debía dejar pasar, a fin de que se procediera al arresto de un conocido faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que se había “refugiado” allí aquella noche. Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del suburbio de Ofel, un grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, mandado por los dos emisarios del Gran Consejo, Achazías y Ananías, a los que acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre de confianza de Caifás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un hombre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, a orillas del Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra, aun cuando hubiese también, en las fronteras, cierto burgo moabita llamado Kerioth que encendía sus hogares no lejos del estanque del Dragón. El hombre a que nos hemos referido era el único discípulo judío; los otros once eran galileos. El Maestro le había lavado los pies antes de consagrar la Pascua con sus discípulos. Hannalos era el sar, o jefe, de los guardias encargados de la vigilancia nocturna de las dependencias del Templo. Cuarenta y dos años después, durante el saqueo de Jerusalén, fue llevado a Roma cargado de cadenas, a pesar de sus setenta y cinco años, y arrojado a los pies asesinos del emperador Claudio. Para Achazías y Ananías -falsos testigos una hora más tarde-, el Talmud los declaró, sin rodeos, “delatores a sueldo del sanedrín, cuya misión consistía en espiar los pasos, actos y palabras de Jesús”. Por lo que respecta a su guía, su profético apodo significa, en arameo, en siriaco y en samaritano, no solamente su lugar de nacimiento, sino también, según como es pronunciado, el Usurero, el Mentiroso, el Traidor, la Mala Recompensa, el Cinturón de Cuero y, sobre todo, el Ahorcado. El apodo es un resumen del destino. El grupo, pues, volvió a bajar poco después llevando a un hombre muy alto, cuyas manos estaban atadas. Jesús, en efecto, era de una estatura muy elevada entre las de los hombres. Cuando a raíz del Descubrimiento de la Verdadera Cruz por la emperatriz Santa Elena se midió la distancia entre los agujeros hechos por los clavos de las manos, así como la distancia entre los de los pies y el punto de intersección central de los dos travesaños, resultó patente que el crucificado era de un tamaño corporal que seguramente excedía los seis pies. Los legionarios de Poncio Pilatos escoltaron a la escuadra y al Divino Prisionero hasta la opulenta morada de Anás, y luego regresaron al fuerte Antonia. El anciano Sumo Sacerdote, que carecía de facultades para fallar, tuvo que someter la causa ante el Senado de los setenta que presidía su yerno; ese colegio, despreciando a la Ley, acababa de reunirse bajo las lámparas de medianoche en casa de Caifás, en la sala del Consejo. ¡La Ley! ¿No prescribía también que el pontificado mayor no podía ser conferido más que a título vitalicio? ¿Qué importaba? Hoy, los doctores se olvidaban a sabiendas del texto eterno, deponían y reemplazaban, a veces en un mismo semestre, al soplo de influencias de toda índole, a los Grandes Sacerdotes de Dios. De ahí la adusta ironía de San Juan el Evangelista: “Caifás era Sumo Sacerdote aquel año.” Así pues, Simón Pedro y San Juan habían seguido desde el Monte de los Olivos, en los ilícitos rodeos de aquella marcha, a los que se habían apoderado del Hijo del Hombre. Al llegar al tribunal de Sión, el evangelista, que era conocido en casa del Sumo Sacerdote, rogó, conturbado, a la guardiana del portal que dejara pasar a Simón Pedro al patio cuadrado o atrio, donde dejó al apóstol, para correr a prevenir a María, la Virgen viuda, a cuya casa debía haberse dirigido Jacobo, hijo de Cleofás y hermano de San José. Jacobo era uno de esos huérfanos recogidos, según la Ley, bajo el techo de su difunto tío, y que criados con Jesús, casi de su misma edad, fueron llamados después sus hermanos, de acuerdo con la costumbre judía. A partir de aquella hora, San Juan no se apartó de la Santa Madre, la cual, once horas más tarde, debía convertirse en la suya. En el centro de los pórticos, delante de los escalones de mármol amarillento que conducían al porche de cedro de la sala del primer piso donde fue “juzgado” el Salvador, la gente de Caifás, rodeada de guardias y de soldados judíos, se encontraba sentada o agrupada alrededor de un gran brasero de carbón, porque en oriente las noches de abril destilan malsanas lloviznas y glaciales rocíos. Pedro fue también a calentarse entre ellos, casi sin advertir lo que hacía, aturrullado, lleno el cerebro de ideas confusas y turbia la mirada. La llama iluminaba su rostro… Contemplaba aquella puerta cerrada. Y de más allá de aquella puerta le llegaban -se escuchaba en el atrio- los rumores, las sonoras vociferaciones de la asamblea. Los sacerdotes de la Cámara Baja, declarados únicamente aptos para los sacrificios, excitaban a los adictos al Umbral a aniquilar a Aquel… a quien acusaban; los escribas o doctores de la Ley sólo hablaban, clamando y rechinando los dientes, de aplicar dicha Ley, que infringían en aquel mismo instante, ya que el Nasi, máximo juez, el único que podía decretar la muerte, no había sido convocado, por desconfianza; los ancianos, finalmente, los arciprestes de la Cámara Alta, criaturas de Anás (quien, ¡oh escarnio!, había hecho nombrar, sucesivamente, Sumos Sacerdotes a sus cinco hijos, sin contar a su yerno), imponían silencio a José de Haramathaim y al fariseo Nicodemas (en hebreo, Bonai ben Gorión), aunque el Gamaliel de entonces, enfrentándose al sagan Anás, exigía la libre defensa. De repente, tras la pregunta precisa de Caifás, se oyó la respuesta eterna: “¡Tú lo has dicho!”, que cayó, tranquila, en medio del gran silencio. Luego, los gritos: “¡ A muerte!” y el ruido de las vestiduras al ser desgarradas. Mientras tanto, en aquel patio del palacio predestinado, alrededor del brasero cuyos carbones palidecían con el alba, a algunos pasos de distancia, bajo aquella puerta terrible que aún contemplaba, Simón Pedro, para librarse de las preguntas con que lo estrechaban criadas y soldados, desde hacía unos instantes, buscando finalmente verse libre y, así, poder -¡oh candor del hombre!- ser útil, había llegado de la negativa al principio venial, seguida por una negación más grave, a esta desatinada frase: “¡Juro que no conozco a ese hombre!” Y en aquel instante, según la profecía del Salvador, el Gallo cantó. Mucho tiempo después de la destrucción de Jerusalén, en el transcurso de uno de los primeros siglos de la Iglesia, se suscitó, parece, en torno a estas tres palabras -si hay que dar crédito a una tradición latina proveniente de los viejos claustros- una controversia de las más extrañas entre judíos de Roma y algunos cristianos que trataban de catequizarlos. -¿Un gallo cantó, dicen? -exclamaron los judíos, sonriendo-. Los que han escrito esto, ¿ignoraban, pues, nuestra Ley? ¿La conocen ustedes mismos? Sepan que no se hubiera encontrado un gallo vivo en todo Jerusalén. Quien hubiese introducido en la ciudad de Sión uno de estos animales, vivo, -sobre todo en la víspera de ese día de Pascua en que se inmolaban en los arrios del Templo millares de holocaustos-, hubiera sufrido, por sacrílego, la lapidación. Porque la Ley basaba su rigor en el hecho de que el gallo, alimentándose en los muladares donde escarba y hunde el pico, hace salir mil bichos impuros que el viento de las alturas disemina y que pueden, esparciéndose -y pululando- por los aires, ir a corromper las carnes consagradas a Dios. Así pues, como ninguna mosca, según los israelitas, voló nunca alrededor de la carne de las víctimas expiatorias, ¿cómo dar fe a un Evangelio dictado, según ustedes, por el Espíritu Santo, a un Evangelio donde se registra tan burda imposibilidad? Habiendo esta objeción, tan inesperada, turbado algo el ánimo de los cristianos, quienes por toda respuesta reafirmaron la infalible verdad de las Santas Escrituras, fue llamado, para confundirlos definitivamente sobre este punto, un rabino muy viejo y cautivo desde hacía mucho tiempo, a quien todos veneraban por su profunda sabiduría e integridad. -¡Ah! -contestó tristemente el anciano desterrado-. Después de la ruina de la casa de sus padres, los hijos de Israel han olvidado los ritos del servicio de la Casa del Señor. ¡Vamos! ¿Dicen que no se hubiera encontrado un gallo vivo en Jerusalén? ¡Se equivocan! ¡Había uno! Y es de tal gallo que ese Jesús de Nazaret debe haber querido hablar, puesto que el texto precisa EL GALLO, no un gallo. Se olvidan del gran Gallo solitario del Templo, el velador sagrado que se alimentaba de los granos que le arrojaban las vírgenes y cuya voz se oía más allá del Jordán. Su grito matutino, mezclado con el estrépito de las puertas del edificio que se volvían a abrir al llegar la aurora, resonaba hasta Jericó. Más sonoro que los relojes de arena, anunciaba las horas de la noche con la puntualidad de las estrellas. Y la función de ese pájaro, exacto pregonero de los instantes del cielo, consistía en avisar al prefecto del Templo y a los levitas armados -cuya soñolencia disipó a menudo con sus cantos- del cuádruple momento de las rondas nocturnas. Era el AVISADOR.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El deseo de ser un hombre
Cuento
La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío. Una noche de carnaval del año 186…, C…, uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera. Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss. De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron: -¡Buenas noches! Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson. -¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? -preguntó C… rogándoles que se sentasen. -¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación -dijo Clío la Cendrée. -¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! -dijo Antonie Chantilly. -Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer -concluyó Annah Jackson. -¡Luz y alegría!, ¡viva! -respondió tranquilamente C…- ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée? -¡En absoluto! -dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico. -Entonces, amigo -continuó C… volviéndose hacia mí-, toma tu tarjeta, reserva el salón rojo y envía al criado de miss Jackson para que lleve el recado. Es, creo yo, lo más indicado, a menos que tengas algo organizado de antemano en tu casa. -Señor -me dijo miss Jackson-, si se sacrifican por nosotras llegando incluso hasta moverse, encontrarán a esa persona disfrazada de ave fénix -o mosca- descansando cómodamente en el vestíbulo. Responde al transparente seudónimo de Baptiste o de Lapierre. ¿Tendrían esa amabilidad?; y vuelvan rápidamente para amarnos sin cesar. Hacía unos momentos que yo no escuchaba a nadie. Observaba a un extranjero situado en un palco, frente al nuestro: un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de una palidez oriental; tenía unos binóculos y me dirigía un saludo. -¡Eh! ¡Ese es mi desconocido de Wiesbaden! -me dije en voz baja, tras recordar un poco. Como ese señor me había hecho, en Alemania, uno de esos pequeños favores que la costumbre permite intercambiar entre viajeros (creo que fue a propósito de unos cigarros que me recomendó en el salón), yo le devolví el saludo. Instantes después, en el vestíbulo, mientras buscaba al fénix en cuestión, vi venir hacia mí al extranjero. Al ser su saludo de lo más amable, me pareció de buena educación proponerle nuestra compañía en el caso de que estuviera muy solo en tal tumulto. -¿Y a quién debo tener el honor de presentar a nuestra graciosa compañía? -le pregunté, sonriendo, cuando hubo aceptado. -Al barón Von H… -me dijo-. Sin embargo, visto el aspecto despreocupado de esas señoritas, las dificultades de pronunciación y esta bella noche de carnaval, déjeme tomar, por una hora, otro nombre, el primero que se me ocurra -añadió-: ya está… -se echó a reír-: el barón Saturno, si le parece. Esta rareza me sorprendió un poco, pero como se trataba de una locura general, así lo anuncié, fríamente, a nuestras elegantes, según la denominación mitológica a la que aceptaba reducirse. Tal fantasía las predispuso a su favor: quisieron creer que era un rey de Las mil y una noches que viajaba de incógnito. Clío la Cendrée, juntando las manos, mencionó incluso el nombre de un tal Jud, célebre entonces, una especie de criminal a quien diferentes asesinatos parece que habían hecho famoso y enriquecido excepcionalmente, y al que aún no habían capturado. Una vez intercambiados los cumplidos: -¿Querría el barón cenar con nosotros, por una deseable simetría? -pidió la siempre previsora Annah Jackson, entre dos irresistibles bostezos. Él quiso resistirse. -Susannah nos ha dicho esto como don Juan a la estatua del Comendador -repliqué bromeando-: ¡estos Escoceses son de una solemnidad! -¡Habría que proponer al señor Saturno que viniera a matar el Tiempo con nosotros! -dijo C…, que, frío, deseaba invitarlo «de una manera formal». -¡Lamento mucho rehusar! -respondió el interlocutor-. Compadézcanme porque una circunstancia de un interés verdaderamente capital me ocupa, mañana, muy temprano. -¿Un falso duelo?, ¿una variedad de vermouth? -preguntó Clío la Cendrée poniendo mala cara. -No, señora, un… encuentro, puesto que se ha dignado preguntar al respecto -dijo el barón. -¡Bueno! ¡Apuesto que es por alguna disputa de pasillo en la Ópera! -exclamó la bella Annah Jackson-. Su sastre, envanecido por el corte de un traje militar, lo habrá tratado de artista o de demagogo. Querido señor, esas observaciones carecen de importancia: es extranjero, eso se nota. -Lo soy un poco en todas partes, señora -respondió el barón Saturno inclinándose. -¡Vamos!, ¿se hace usted de rogar? -¡Raramente, se lo aseguro!… -murmuró el singular personaje, con un aire a la vez galante y equívoco. C… y yo intercambiamos una mirada: no entendíamos nada: ¿qué quería decir este hombre? Sin embargo, esta distracción nos parecía bastante divertida. Pero como los niños que se encaprichan con aquello que se les niega: -¡Nos pertenece hasta el amanecer! -exclamó Antonie, y lo tomó del brazo. Se rindió y abandonamos la sala. Había hecho falta todo ese ramillete de inconsecuencias para llegar a este final; íbamos a encontrarnos en una intimidad bastante relativa con un hombre del que desconocíamos todo, salvo que había jugado en el casino de Wiesbaden y que había estudiado los diferentes sabores de los cigarros de La Habana. ¡Qué importaba! ¿Lo más normal, hoy en día, no es dar la mano a todo el mundo? Ya en el bulevar, Clío la Cendrée se recostó, riendo, al fondo de la calesa y a su tigre mestizo, que la esperaba como un esclavo: -¡A la Maison Dorée! -le dijo. Luego, inclinándose hacia mí: -No conozco a su amigo: ¿quién es? Me intriga muchísimo. ¡Tiene una extraña mirada! -¿Mi amigo? -respondí-: apenas lo he visto dos veces, durante la temporada última en Alemania. Me miró con aire sorprendido: -¡Qué! -añadí-, ¡viene a saludarnos a nuestro palco y ustedes lo invitan a cenar con la credencial de un baile de disfraces como única referencia! Aun admitiendo que hayan cometido una imprudencia digna de mil muertes, es ya un poco tarde para que se alarmen en lo tocante a nuestro convidado. Si los invitados están poco dispuestos mañana a continuar su amistad, se saludarán como la víspera: eso es todo. Una cena no significa nada. Nada hay más divertido que simular comprender ciertas artificiales susceptibilidades. -¡Cómo! ¿Pretende no conocer perfectamente a las personas? Y si fuera un… -¿No le he dado su nombre?, ¿el barón Saturno? ¿Teme comprometerlo, señorita? -añadí con un tono severo. -¡Sabes, eres un hombre intolerable! -No tiene el tipo de un griego: por lo tanto nuestra aventura es bien simple. ¡Un millonario divertido! ¿No es lo ideal? -Me parece bien, este señor Saturno -dijo C… -Y, al menos en época de carnaval, un hombre muy rico tiene siempre derecho a la estimación -concluyó, con voz calmada, la bella Susannah. Los caballos se pusieron en marcha: la pesada carroza del extranjero nos siguió. Antonie Chantilly (más conocida por su nombre de guerra, un poco empalagoso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía. Una vez instalados en el salón rojo, rogamos a Joseph que no dejase entrar allí a ningún ser viviente, exceptuando a las ostras, a él, Joseph, y a nuestro ilustre amigo, el fantástico pequeño doctor Florian Les Eglisottes, si, por casualidad, venía a tomar su proverbial ración de cangrejos. Un ardiente leño se consumía en la chimenea. A nuestro alrededor se extendían insulsos olores de telas, de pieles abandonadas, de flores de invierno. Las luces de los candelabros abrazaban, en una consola, las plateadas cubetas en las que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, cuyos troncos se hinchaban en el extremo de sus tallos de latón, sobresalían de los jarrones colocados en la mesa. Fuera, caía una lluvia tenue y fina, mezclada con nieve; una noche glacial; ruido de coches, gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavarni, de Deveria, de Gustave Doré. Para apagar esos ruidos, los cortinones estaban cuidadosamente echados ante las cerradas ventanas. Así pues, los convidados eran el barón sajón Von H…, el rubio y ensortijado C… y yo; además de Annah Jackson, la Cendrée y Antonie. Durante la cena, animada con brillantes locuras, me abandoné, muy lentamente, a mi inocente manía de observación y, debo decirlo, no fue sin que muy pronto me diese cuenta de que mi conocido merecía toda mi atención. ¡No, no era un frívolo, nuestro circunstancial invitado!… Sus rasgos y su apostura no carecían de esa conveniente distinción que nos hace tolerar a las personas: su acento no era molesto como el de algunos extranjeros -únicamente, su palidez cobraba, por momentos, unos tonos particularmente descoloridos, e incluso macilentos-; sus labios eran más delgados que una pincelada; siempre tenía el ceño un poco fruncido, incluso cuando sonreía. Advirtiendo estos detalles y algunos otros, con esa inconsciente atención de la que algunos escritores están dotados, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía y me prometí borrarlo, al amanecer, de nuestra lista de amigos. Hablo de C… y de mí, naturalmente; porque el buen azar que nos había traído, esa noche, a nuestras huéspedes femeninas, se las volvería a llevar, como a fantasmas, al finalizar la noche. Y además el extranjero no tardó en cautivar nuestra atención por una especial rareza. Su charla, sin estar fuera de lugar por el valor intrínseco de sus ideas, nos mantenía alerta por un sobreentendido muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente. Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible, al examinar lo que él decía, descubrir otro sentido que no fuera el de una frase banal. Y dos o tres veces nos hizo estremecer, a C… y a mí, por la forma en que subrayaba las palabras y por la impresión de ocultas intenciones, totalmente imprecisas, que ellas nos producían. De repente, en medio de una carcajada, debida a alguna broma de Clío la Cendrée -¡que era, realmente, divertida!- tuve la oscura impresión de haber visto a este caballero en una circunstancia muy diferente que la de Wiesbaden. En efecto, esa cara tenía unos rasgos inolvidables, y sus ojos, al parpadear, mostraban en su rostro la idea de una luz interior. ¿Cuál era esa circunstancia? En vano me esforzaba por concretarla en mi mente. ¿Cedería a la tentación de enunciar las confusas nociones que despertaba en mí? Eran las de un acontecimiento semejante a los que se ven en los sueños. ¿Dónde podía haber ocurrido? ¿Cómo armonizar mis habituales recuerdos con esas intensas y lejanas ideas de crimen, de silencio profundo, de bruma, de rostros espantados, de antorchas y de sangre, que surgían en mi conciencia, con una insoportable sensación de realismo, a la vista de este personaje? -¡Ah! -balbucí por lo bajo-. ¿Estaré alucinando esta noche? Bebí un vaso de champagne. Las ondas sonoras del sistema nervioso tienen esas misteriosas vibraciones. Ensordecen, por así decirlo, con la diversidad de sus ecos, el análisis del golpe inicial que las ha producido. La memoria distingue el medio ambiente del hecho en sí, y el hecho mismo se sumerge en esa sensación general, hasta permanecer tercamente indiscernible. Ocurre con esto como con esos rostros antaño familiares que, vistos de nuevo de improviso, turban, con una tumultuosa evocación de impresiones todavía dormidas, y que entonces es imposible nombrar. Pero los altivos modales, la amena reserva, la extraña dignidad del desconocido -especie de velo que cubre seguramente la sombría realidad de su naturaleza-, me indujeron a considerar (por el momento, al menos) esa comparación como imaginaria, como una especie de perversión visual nacida de la fiebre y de la noche. Decidí poner buena cara al festín, según mi deber y mi placer. Nos levantamos de la mesa jovialmente, y las carcajadas se mezclaron con las melodías tocadas al azar, en el piano, por unos dedos ligeros. Olvidé, pues, todas mis preocupaciones. Muy pronto hubo destellos de ingenio, ligeras declaraciones, besos vagos (parecidos al ruido de esos pétalos de flor que las bellas distraídas hacen chasquear entre las palmas de sus manos), hubo fuegos de sonrisas y de diamantes: la magia de los profundos espejos reflejaba silenciosamente, hasta el infinito, en largas filas azuláceas, las luces y los gestos. C… y yo nos abandonamos al ensueño a través de la conversación Los objetos se transfiguran según el magnetismo de las personas que se les acercan, sin tener otro significado, para cada uno, que el que cada cual pueda prestarle. Así, lo moderno de esos dorados violentos, de esos muebles pesados y de esos cristales lisos era rechazado por la mirada de mi lírico amigo C… y por la mía. Para nosotros, esos candelabros eran necesariamente de oro puro, y sus cincelados estaban firmados por un auténtico Quinze-Vingt, orfebre de nacimiento. Realmente, esos muebles sólo podían provenir de un tapicero luterano que se había vuelto loco a causa de sus terrores religiosos, reinando Luis XIII. ¿De quién vendrían estos cristales sino de un vidriero de Praga, depravado por algún amor pentesileo? Los cortinones de Damasco eran aquellas antiguas púrpuras, encontradas finalmente en Herculano, en el cofre de las velaria sagradas de los templos de Esculapio o de Palas. La crudeza, verdaderamente singular, del tejido se explicaba, si acaso, por la acción corrosiva de la tierra y de la lava, y -¡preciosa imperfección!-, lo hacía único en el mundo. En cuanto a la mantelería, nuestra alma conservaba una duda sobre su origen. Existían motivos para pensar que eran muestras de sayales lacustres. Al menos no desesperábamos en encontrar, en los signos bordados en el hilo, los indicios de su origen acadio o troglodita. Quizás estábamos en presencia de los innumerables paños del sudario de Xisouthros lavados y vendidos, por piezas, como manteles. Sin embargo, tras examinarlos debimos contentarnos con sospechar que tenían inscripciones cuneiformes de un menú redactado en el reinado de Nemrod; disfrutábamos ya de la sorpresa y de la alegría del señor Oppert, cuando se enterara de este reciente descubrimiento. Luego, la Noche esparcía sus sombras, sus extraños efectos y sus medios tonos sobre los objetos, reforzando la buena voluntad de nuestras convicciones y ensueños. El café humeaba en las transparentes tazas; C… consumía con deleite un habano y se envolvía en copos de humo blanco, como un semidiós en una nube. El barón H…, con los ojos medio cerrados, tendido sobre un sofá, con un aire banal, un vaso de champagne en su pálida mano que caía sobre la alfombra, parecía escuchar con atención las prestigiosas cadencias del dúo nocturno (del Tristán e Isolda de Wagner), que Susannah interpretaba con mucho sentimiento, acentuando las modulaciones incestuosas. Antonie y Clío la Cendrée, abrazadas y radiantes, permanecían en silencio mientras sonaban los acordes lentamente ejecutados por esta buena intérprete. Yo, encantado hasta el insomnio, también la escuchaba, junto al piano. Esa noche, cada una de nuestras blancas acompañantes había elegido el terciopelo. La entrañable Antonie, de ojos violetas, vestía de negro, sin un encaje. Pero al no estar orlada la línea de terciopelo de su vestido, sus hombros y su cuello destacaban duramente sobre la tela, como verdadero mármol. Lucía un fino anillo de oro en el dedo meñique y tres engastes de zafiros brillaban en sus cabellos castaños, que caían, muy por debajo de su cintura, en dos rizadas trenzas. Al preguntarle una augusta persona, una noche, si ella era «honesta»: -Sí, Monseñor -había respondido Antonie-, honesta, en Francia, sólo es sinónimo de educada. Clío la Cendrée, una exquisita rubia de ojos negros, ¡la diosa de la Impertinencia! (una joven desencantada que el príncipe Solt… había bautizado, a la rusa, vertiendo espuma de Roederer en sus cabellos), estaba vestida con un traje de terciopelo verde, bien ceñido, y un collar de rubíes le cubría el pecho. Se citaba a esta joven criolla de veinte años como modelo de todas las virtudes reprendibles. Ella hubiera embriagado a los más austeros filósofos de Grecia y a los más profundos metafísicos de Alemania. Muchos dandys se habían prendado de ella hasta llegar a los duelos, a la letra de cambio o al ramo de violetas. Volvía de Baden, donde había dejado cuatro o cinco mil luises en la mesa de juego, mientras reía como un niño. Una vieja dama germana, por lo demás escuálida, escandalizada ante ese espectáculo, le había dicho, en el Casino: -Señorita, tenga cuidado: a veces es necesario comer un trozo de pan, y usted parece olvidarlo. -Señora -había respondido enrojeciendo la bella Clío-, gracias por el consejo. En cambio, aprenda que, para algunos, el pan siempre fue un prejuicio. Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa, de cabellos más negros que la noche, de una mirada aguda como una sarisa, de pequeñas y ácidas frases, resplandecía, indolente, en su terciopelo rojo. ¡A ésta no la encontrarás, joven extranjero! Se asegura que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería tu suerte. Cuenta con diversos duelos entre sus recuerdos. Su tipo de belleza, del que está segura, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí. Su cuerpo, aunque virginal, es como un oscuro lirio. Justifica su nombre que en antiguo hebreo significa, creo, esa flor. Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si tu mala estrella permite que te encuentres en el camino de Susannah Jackson, para tener tu retrato a la quincena siguiente, sólo tendremos que imaginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le estraga el gusto, lo rompe y lo enloquece. La sabia encantadora se divertía, a veces, arrancando lágrimas de desesperación a viejos y hastiados lords, porque sólo el placer la seducía. Su proyecto, según algunos comentarios, es el de recluirse en una finca de un millón, a orillas del Clyde, con un hermoso joven al que irá matando, lánguidamente, para distraerse a su gusto. El escultor C.-B…, un día, bromeaba sobre un lunar que tiene junto a uno de sus ojos. -El desconocido artista que ha tallado tu mármol -le decía- ha olvidado esa piedrecita. -No hables mal de tal piedrecita -respondió Susannah-: es la que hace caer en desgracia. Era semejante a una pantera. Cada una de estas mujeres llevaba, en la cintura, un antifaz de terciopelo, verde, rojo o negro, con dobles cintas de acero. En cuanto a mí (si hay que hablar de este convidado), yo llevaba también una máscara; menos visible, eso es todo. Como en el teatro, cuando desde un palco central se asiste, para no molestar a los vecinos -por cortesía, en una palabra-, a un drama de estilo fatigoso y cuyo tema nos desagrada, así me comportaba yo por educación. Lo cual no me impedía lucir alegremente una flor en la solapa, como buen caballero de la orden de la Primavera. En aquel momento, Susannah abandonó el piano. Yo cogí un ramo de flores de la mesa y fui a ofrecérselo con ojos burlones. ¡Eres una diva! -dije-. Lleva una de estas flores como homenaje a los amantes desconocidos. Ella cogió un capullo de hortensia que colocó, con amabilidad, en su corsé. -¡No leo cartas anónimas! -respondió poniendo el resto de mi sélam en el piano. La profana y brillante criatura juntó sus manos en el hombro de uno de nosotros para retornar a su lugar, seguramente. -¡Ah!, fría Susannah -le dijo C… riendo-, has venido, parece, al mundo con el único fin de recordarnos que la nieve quema. Era, creo yo, uno de esos alambicados cumplidos que el final de una cena inspira y que, si tienen un significado real, es tan fino como un cabello. Nada está más cerca de la estupidez y, a veces, la diferencia es absolutamente invisible. Ante tan elegiaco propósito, comprendí que la llama de los cerebros comenzaba a apagarse y que era necesario reaccionar. Como una chispa basta a veces para reavivar el fuego, resolví hacerla brotar, a toda costa, de nuestro taciturno convidado. En ese momento, Joseph entró trayéndonos (¡rareza!) ponche helado, porque habíamos decidido emborracharnos como cubas. Desde hacía un minuto, observaba al barón Saturno. Parecía impaciente, inquieto. Le vi mirar su reloj, dar un brillante a Antonie y levantarse. -Por ejemplo, señor de lejanas regiones -exclamé, sentado a horcajadas en una silla y entre dos bocanadas de humo del cigarro-, ¿no pensará dejarnos antes de una hora? ¡Parecería misterioso, y como usted sabe, eso es de mal gusto! -Mil disculpas -me respondió-, pero se trata de un deber que no puede posponerse y que, por lo demás, no admite demora. Reciban ustedes mi agradecimiento por estos instantes tan agradables que acabo de pasar. -¿Es entonces, realmente, un duelo? -preguntó, inquieta, Antonie. -¡Bah! -exclamé yo, creyendo, efectivamente, en alguna querella de carnaval-, estoy seguro que exageras la importancia de ese asunto. Tu hombre está bajo alguna mesa, dormido. Antes de realizar un cuadro semejante al de Géróme, en el que tendrás el papel del vencedor, el de Arlequín, envía a la cita a un criado en lugar tuyo para que sepa si se te espera y, si es así, tus caballos sabrán recuperar el tiempo perdido. -¡Cierto! -manifestó C… tranquilamente-. Corteja a la hermosa Susannah que se muere por ti, te ahorrarás un resfriado, y te consolarás dilapidando uno o dos millones. Observa, escucha y decide. -Señores, les confesaré que soy ciego y sordo tan a menudo como Dios me lo permite -dijo el barón Saturno. Y acentuó esta ininteligible enormidad de manera que nos sumió en las más absurdas conjeturas. ¡A punto estuve de olvidar la chispa en cuestión! Estábamos mirándonos con una molesta sonrisa, sin saber qué pensar de esta «broma» cuando, de repente, no pude reprimir una exclamación: ¡acababa de recordar dónde había visto a este hombre por primera vez! Y de pronto me pareció que los cristales, las caras, los cortinajes, y el festín nocturno se iluminaban con una luz maligna, una rojiza luz que surgía de nuestro invitado, semejante a algunos efectos teatrales. -Señor -susurré a su oído-, perdóname si me equivoco… pero, me parece haber tenido el placer de encontrarte, hace cinco o seis años, en una gran ciudad del Mediodía -en Lyon, creo-, hacia las cuatro de la mañana, en una plaza pública. Saturno levantó lentamente la cabeza y, observándome con atención: -¡Ah! -dijo-, es posible. -¡Sí! -continué mirándolo fijamente-. ¡Espera!, también había, en esa plaza, un objeto muy melancólico, a cuyo espectáculo me había dejado llevar por dos amigos estudiantes y que prometí no volver a contemplar nunca más. -¡Cierto! -dijo el señor Saturno-. ¿Y cuál era ese objeto, si no es indiscreción? -A fe mía, si no recuerdo mal, señor, era como un cadalso, ¡una guillotina! ¡Ahora estoy seguro! Estas palabras fueron intercambiadas en voz baja, muy baja, entre ese señor y yo. C… y las señoras charlaban en la sombra muy cerca del piano. -¡Eso es!, ya me acuerdo -añadí levantando la voz-. ¿Eh?, ¿qué piensa usted?, ¿lo recuerda? Aunque pasaste muy rápidamente ante mí, tu carruaje, rebasado durante un instante por el mío, me permitió verte a la luz de las antorchas. La circunstancia grabó tu rostro en mi mente. Tenía, entonces, exactamente la misma expresión que observo ahora en tu semblante. -¡Ah! ¡Ah! -respondió Saturno-, ¡es cierto! ¡Es, a fe mía, de una exactitud sorprendente, te lo confieso! La estridente risa de este señor me sugirió la sensación de un par de tijeras cortando el cabello. -Entre otros -continué-, un detalle me llamó la atención. Te vi desde lejos, descender hacia el lugar en el que estaba situado el cadalso… y, a no ser que me haya equivocado en el parecido… -No te has equivocado, querido señor, efectivamente, era yo -respondió. Al decir esto, sentí que la conversación se había tornado glacial y que, por consiguiente, tal vez yo faltaba a la estricta cortesía que un verdugo de tan extraña índole tenía derecho a exigirnos. Buscaba, pues, una banalidad para cambiar los pensamientos que nos envolvían a ambos, cuando la bella Antonie se apartó del piano diciendo con indolencia: -A propósito, señoras y señores, ¿saben que hay, esta mañana, una ejecución? -¡Ah!… -exclamé, extrañamente agitado por estas palabras. -Se trata del pobre doctor de la P… -continuó tristemente Antonie-; hace tiempo me curó. Por mi parte, solamente lo censuro por haberse defendido ante los jueces, lo creí con más estómago. Cuando la suerte está echada de antemano, me parece que hay que reírse, en la nariz de esos golillas. El señor de la P… se olvidó de ello. -¡Cómo! ¿Es hoy? ¿Definitivamente? -pregunté esforzándome en hablar con voz indiferente. -A las seis, hora fatal, señoras y señores!… -respondió Antonie-. Ossian, el hermoso abogado, el preferido de Saint-Germain, vino ayer por la noche, a anunciármelo, para cortejarme a su manera. Lo había olvidado. Parece que han traído a un extranjero (!) para ayudar al Verdugo de París, habida cuenta de la solemnidad del proceso y de la distinción del culpable. Sin percibir lo absurdo de estas últimas palabras, me volví hacia el señor Saturno. Estaba de pie ante la puerta, envuelto en un gran abrigo negro, sombrero en mano, con aspecto oficial. ¡El ponche me había embotado el cerebro! Para decirlo todo, yo tenía ideas belicosas. Temiendo haber cometido, al invitarle, lo que creo se llama en estilo parisiense una «pifia», la persona del intruso (fuera quien fuera) se me hacía insoportable y a duras penas podía contener mi deseo de hacérselo saber. -Señor barón -le dije sonriendo-, ante tus singulares sugerencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarte si no eres, en cierto modo, como la Ley, «ciego y sordo tan a menudo como Dios te lo permite»? Se acercó a mi, se inclinó con un aire agradable y me respondió en voz baja: -¡Pero cállese, hay señoras! Saludó a todos y salió, dejándome mudo, un tanto tembloroso y sin poder dar crédito a mis oídos. Permítame, lector, unas palabras. Cuando Stendhal quería escribir una historia de amor un tanto sentimental, tenía la costumbre, como ya es sabido, de releer antes una media docena de páginas del Código penal para -decía él- coger el tono. Por mi parte, al metérseme en la cabeza escribir algunas historias, yo encontré más práctico, tras una madura reflexión, frecuentar lisa y llanamente, por la noche, uno de los cafés del paseo de Choiseul, donde el difunto señor X…, antiguo verdugo de París, iba a jugar de incógnito, casi todos los días, su partida de imperial. Me parecía un hombre tan bien educado como cualquier otro; hablaba en voz muy baja, pero muy clara, con una benigna sonrisa. Yo me sentaba en una mesa cercana y me divertía un poco con él cuando, llevado por la pasión del juego, exclamaba bruscamente: «¡Corto!» sin malicia alguna. Recuerdo que allí escribí mis más poéticas inspiraciones, utilizando una expresión burguesa. Por tanto, yo estaba inmune a la intensa sensación de horror que suelen provocar en los transeúntes esos señores vestidos con traje corto. Era extraño que me sintiera, en ese momento, bajo la impresión de un sobrecogimiento tan intenso, puesto que nuestro convidado casual acababa de declararse uno de ellos. C…, que se había aproximado a nosotros mientras nos dirigíamos las últimas palabras, me golpeó levemente en el hombro. -¿Has perdido la cabeza? -me preguntó. -¡Habrá recibido una gran herencia y solamente ejerce mientras espera un sustituto…! -murmuraba yo, muy excitado por los vapores del ponche. -¡Vamos! -dijo C…-. ¿Acaso supones que él tenga, realmente, algo que ver con la ceremonia? -Entonces, ¿has captado el significado de nuestra charla? -le dije en voz muy baja-: ¡corta pero instructiva! ¡Este señor es un simple verdugo!, belga probablemente. Es el extranjero que Antonie mencionaba hace un momento. Sin su presencia de ánimo, yo hubiera sufrido tal contrariedad que habría aterrado a estas jóvenes. -¡Venga ya! -exclamó C… -¿un verdugo con una indumentaria de treinta mil francos?, ¿que regala diamantes a su acompañante?, ¿qué cena en la Maison Dorée la víspera de prodigar sus cuidados a un cliente? Desde tus visitas al café de Choiseul ves verdugos por todas partes. ¡Bebe una copa de ponche! Tu señor Saturno es un pésimo bromista, ¿sabes? Ante estas palabras, me pareció que la lógica, sí, que la fría razón estaba del lado de este querido poeta. Muy contrariado, tomé a toda prisa mis guantes y mi sombrero y me dirigí rápidamente al umbral, murmurando: -Bien. -Tienes razón -dijo C… -Esta pesada broma ha durado demasiado tiempo -añadí mientras abría la puerta del salón. Si alcanzo a ese fúnebre mistificador, juro que… -Un momento: juguemos a ver quién pasará primero -dijo C… Yo iba a responder adecuadamente y a desaparecer cuando, a mis espaldas, una voz alegre y muy conocida exclamó bajo la levantada cortina: -¡Inútil! Quédate, mi buen amigo. En efecto, nuestro ilustre amigo, el pequeño doctor Florian Les Eglisottes, había entrado mientras pronunciábamos nuestras últimas palabras: estaba delante de mí, dando saltitos, con su abrigo cubierto de nieve. -Querido doctor -le dije-, en un momento estoy con usted, pero… Él me retuvo. -Cuando le haya contado la historia del hombre que salía de este salón al llegar yo -continuó-, le apuesto que no se preocupará ya en pedirle cuentas de sus ocurrencias. Por otra parte, es demasiado tarde, su coche lo ha llevado ya muy lejos de aquí. Pronunció estas palabras en un tono tan extraño que me detuvo definitivamente. -Veamos esa historia, doctor -dije sentándome tras un momento de duda-. Pero, piénsalo, Les Eglisottes: respondes de mi inactividad y asumes la responsabilidad. El príncipe de la Ciencia posó en un rincón su bastón con empuñadura de oro, besó galantemente, con la punta de sus labios, los dedos de nuestras tres bellas desconcertadas, se sirvió un poco de madeira y, en medio de un silencio fantástico provocado por el incidente -y por su propia entrada-, comenzó a hablar en estos términos: -Comprendo toda la aventura de esta noche. ¡Estoy tan al corriente de todo lo que acaba de suceder como si hubiera estado con ustedes…! Lo que les ha ocurrido, sin ser precisamente alarmante, es, a pesar de todo, algo que hubiera podido serlo. -¿Cómo? -dijo C… -Este señor es, efectivamente, el barón de H…; él pertenece a una importante familia alemana; es millonario, pero… El doctor nos miró: -¡Pero el prodigioso caso de alienación mental que le aqueja, constatado por las Facultades de Medicina de Munich y de Berlín, representa la más extraordinaria y más incurable de todas las monomanías registradas hasta hoy! -terminó el doctor con el mismo tono que hubiese empleado en su curso de fisiología comparada. -¡Un loco! ¿Qué significa eso, Florián, qué quieres decir? -murmuró C… yendo a echar el cerrojo de la puerta. Las damas, ante esta revelación, dejaron de sonreír. En cuanto a mí, creía en realidad estar soñando, desde hacía unos minutos. -¡Un loco! -exclamó Antonie-; pero me parece que a esas personas se las encierra. ¿No? -Creía haber explicado que nuestro caballero es varias veces millonario -replicó muy serio Les Eglisottes-. Es él, pues, mal que les pese, quien hace encerrar a los demás. -Y ¿cuál es su manía? -preguntó Susannah-. Les prevengo que a mí me parece muy simpático. -¡Quizá dentro de unos momentos, señora, su opinión no sea la misma! -continuó el doctor después de encender un cigarrillo. El lívido amanecer teñía los cristales, las velas amarilleaban, el fuego se extinguía; lo que escuchábamos nos producía la sensación de una pesadilla. El doctor no era dado a la mistificación: lo que él decía debía ser tan fríamente real como la máquina levantada lejos, en la plaza. -Parece -continuó entre dos sorbos de madeira- que en cuanto llegó a la mayoría de edad, este joven se embarcó hacia las Indias orientales; viajó mucho por los países asiáticos. Allí comienza el profundo misterio que esconde el origen de su accidente. Él asistió, durante algunas revueltas en Extremo Oriente, a los rigurosos suplicios que las leyes que rigen esos países, aplican a los rebeldes y a los culpables. Al principio, sin duda, debió de asistir por simple curiosidad de viajero. Pero, ante aquellos suplicios, se podría decir que surgieron en él los instintos de una crueldad que supera las capacidades de comprensión conocidas, y turbaron su cerebro, envenenaron su sangre y finalmente lo transformaron en el ser singular en que se ha convertido. Figúrense que gracias al dinero, el barón H… penetró en las viejas prisiones de las principales ciudades de Persia, de Indochina y del Tibet y que obtuvo varias veces de los gobernadores el derecho a sustituir a los ejecutores orientales para ejercer por sí mismo las funciones de verdugo. ¿Conocen el episodio de las cuarenta libras de ojos arrancados que llevaron, en dos bandejas de oro, al shah Nasser-Eddin, el día que entró solemnemente en una ciudad que se había sublevado? El barón, vestido como los hombres de la región, fue uno de los más ardientes ejecutores de tamaña atrocidad. El ajusticiamiento de los dos jefes de la rebelión fue de un horror aún mayor. Primero fueron condenados a que se les arrancaran los dientes con tenazas, y luego que les incrustasen esos mismos dientes en sus cabezas rasuradas para tal fin, y todo esto de manera que formasen las iniciales persas del glorioso nombre del sucesor de Feth-Alishah. Fue también nuestro aficionado quien, por un saco de rupias, consiguió ejecutarlos él mismo con la acompasada torpeza que le caracteriza. [Una simple pregunta: ¿quién es mas insensato, el que ordena tales suplicios o aquél que los lleva a cabo? ¿Se escandalizan? ¡Bah! Si el primero de estos dos hombres se dignase venir a París, nos honraríamos en preparar fuegos artificiales y ordenaríamos que las banderas de nuestros ejércitos se inclinasen a su paso, todo en nombre de los «Inmortales principios del 89». Así pues, sigamos.] Si hay que creer en los informes de los capitanes Hobbs y Egginson, los refinamientos que su creciente monomanía le inspiró en esas ocasiones sobrepasaron, con toda la altura del absurdo, las de Tiberio y de Heliogábalo, y todas aquéllas que se mencionan en los fastos humanos. Porque -añadió el doctor- no se puede igualar en perfección a un loco en aquello en que desvaría. El doctor Les Eglisottes se detuvo y nos contempló, uno a uno, con un aire burlón. Prestábamos tanta atención a este discurso que habíamos dejado apagar nuestros cigarros. -Una vez de regreso a Europa -continuó el doctor-, el barón H…, cansado ya hasta el punto de pensar en su curación, cayó de nuevo en su calenturienta fiebre. Sólo tenía un sueño, uno solo, más mórbido, más glacial que todas las abyectas imaginaciones del marqués de Sade: era, sencillamente, el de recibir el nombramiento de Verdugo GENERAL de todas las capitales de Europa. Pensaba que las buenas tradiciones y la habilidad periclitaban en esta rama artística de la civilización; que, como se dice, había peligro en la espera, y, valiéndose de los servicios que había prestado en Oriente (escribía en las peticiones que a menudo ha enviado), esperaba (si los soberanos se dignaban honrarle con su confianza) arrancar a los prevaricadores los chillidos más modulados que jamás hayan escuchado los oídos de un magistrado bajo las bóvedas de un calabozo. (¡Mire!, cuando se habla de Luis XVI delante de él, su ojo se ilumina y refleja un extraordinario odio de ultratumba: Luis XVI fue, ciertamente, el soberano que creyó en la abolición de la tortura previa, y probablemente sea este monarca la única persona que el señor H… haya odiado.) »Como se figuran, siempre fracasó en sus peticiones, y sólo gracias a las gestiones de sus herederos no se le ha encerrado como merece. En efecto, unas cláusulas del testamento de su padre, el difunto barón de H…, obligan a la familia a evitar su muerte civil a causa de los enormes perjuicios económicos que tal muerte produciría a sus parientes. Viaja, pues, libremente. Mantiene excelentes relaciones con todos esos señores de la Justicia capital. Por todas las ciudades por donde pasa, su primera visita es para ellos. Con frecuencia les ha ofrecido enormes sumas de dinero para que lo dejen operar, en su lugar, y yo creo, entre nosotros -añadió el doctor guiñando un ojo-, que en Europa, ha decapitado a algunos. »Aparte de estas actividades, se puede decir que su locura es inofensiva, puesto que sólo la ejerce sobre personas designadas por la Ley. Exceptuando su alienación mental, el barón de H… tiene fama de ser un hombre de costumbres apacibles e, incluso, agradables. De vez en cuando, su ambigua mansedumbre produce, quizás, escalofríos en la espalda, como suele decirse, a los íntimos que están al corriente de su terrible manía, pero eso es todo. »Sin embargo, habla a menudo de Oriente con pena y debe de volver constantemente. La privación del diploma de Torturador en jefe del globo lo ha sumido en una negra melancolía. Imagínense los ensueños de Torquemada o de Arbuez, de los duques de Alba o de York. Su monomanía empeora de día en día. Igualmente, cuando se presenta una ejecución, emisarios secretos le advierten de ello; ¡antes incluso que a los mismos verdugos! Corre, vuela, devora la distancia, su lugar está reservado al pie de la máquina. Allí debe de estar en este momento en que les hablo: no dormiría tranquilo si no hubiera obtenido la última mirada del condenado. »Este es, señoras y señores, el caballero con el que han tenido la suerte de compartir esta noche. Añadiré que, alejado de su demencia y en sus relaciones con la sociedad, es un hombre de mundo verdaderamente irreprochable y el más agradable conversador, el más divertido, el más… -¡Basta, doctor!, ¡por favor! -exclamaron Antonie y Clío la Cendrée, a quienes la estridente y sardónica jovialidad de Florián había impresionado extraordinariamente. -¡Pero es el chichisbeo de la Guillotina -murmuró Susannah-: es el dilettante de la Tortura! -Realmente, si no te conociera, doctor… -balbuceó C… -¿No lo creerías? -interrumpió Les Eglisottes-. Tampoco yo lo creí durante largo tiempo; pero, si quieres, podemos ir allí. Justamente tengo mi tarjeta; podremos llegar hasta él a pesar de la barrera de la caballería. Sólo les pediría que observasen su rostro durante el cumplimiento de la sentencia, tras lo cual no dudarán más. -¡Muchas gracias por la invitación! -exclamó C…- prefiero creerte, a pesar del absurdo verdaderamente misterioso del hecho. -¡Ah! ¡es que tu barón es un tipo!… -continuó el doctor mientras atacaba una pirámide de cangrejos que milagrosamente había permanecido intacta. Luego, al vernos a todos taciturnos: -¡No hay que extrañarse ni afectarse en modo alguno por mis confidencias sobre este tema! -dijo-. Lo que constituye el horror del asunto es la particularidad de la monomanía. En cuanto al resto, un loco es un loco, nada más. Lean a los alienistas: encontrarán allí casos de una rareza casi sorprendente; y les juro que nos codeamos durante el día, a cada momento, sin sospechar nada, con enfermos semejantes. -Mis queridos amigos -concluyó C… tras un momento de general estupor-, confieso que yo no sentiría ninguna repugnancia en chocar mi copa con la que me tendiera un brazo secular, como se decía en aquel tiempo en que los ejecutores podían ser religiosos. No buscaría la ocasión, pero si se me presentara, les diría sin exagerar (y Les Eglisottes me comprenderá) que el aspecto o la compañía de quienes ejercen las funciones capitales no me impresionaría en absoluto. Nunca he comprendido muy bien los efectos de los melodramas a este respecto. »Pero contemplar a un hombre que cae en la demencia, porque no puede realizar legalmente este oficio, ¡ah!, esto, por ejemplo, sí me impresiona. Y no dudo en declararlo: si hay, en la Humanidad, almas escapadas del Infierno, la de nuestro convidado de esta noche es una de las peores que se pudiera encontrar. Aunque le llamen loco, esto no explica su original naturaleza. Un verdugo real me resultaría indiferente; ¡nuestro horrible maniaco me hace temblar con un indefinible terror!» El silencio que acogió las palabras de C… fue tan solemne como si la Muerte hubiera dejado entrever, repentinamente, su calva cabeza entre los candelabros. Me siento algo indispuesta -dijo Clío la Cendrée con una voz entrecortada por el frío de la aurora y por la sobreexcitación nerviosa-. No me dejen sola. Vengan a mi casa. Intentemos olvidar esta aventura, señores y amigos; vengan: hay baños, caballos y habitaciones para dormir. (Apenas sabía lo que decía.) Está situada en medio del Bois, llegaremos en veinte minutos. ¡Compréndanme, se lo ruego! La imagen de ese hombre me pone enferma, y, si estuviera sola, temería verlo entrar repentinamente, con una lámpara en la mano, iluminando su insulsa y terrorífica sonrisa. -¡Ésta ha sido, en verdad, una noche enigmática! -dijo Susannah Jackson. Les Eglisottes se limpiaba los labios, satisfecho, tras haber terminado el plato de cangrejos. Llamamos: Joseph apareció. Mientras arreglábamos cuentas con él, la Escocesa, acariciándose las mejillas con una pequeña pluma de cisne, murmuró, tranquilamente, cerca de Antonie: -¿No tienes nada que decir a Joseph, pequeña Isolda? -Sí, cierto -respondió la bonita y pálida criatura-, ¡lo has adivinado, loca! Luego, volviéndose al encargado: -Joseph -continuó ella-, toma este anillo: el rubí es demasiado intenso para mí. ¿No es así, Suzanne? Todos esos brillantes dan la impresión de que lloran alrededor de esta gota de sangre. Harás que la vendan y entregarás lo que te den por ella a los mendigos que pasen por delante de esta casa. Joseph cogió el anillo, se inclinó con ese saludo sonámbulo del que sólo él posee el secreto y salió para llamar a los coches mientras las damas terminaban de arreglarse, se envolvían en sus largos dominós de raso negro y se ponían nuevamente sus máscaras. Dieron las seis. -Un momento -dije señalando el péndulo-: esta hora nos hace a todos un poco cómplices de la locura de ese hombre. Seamos más indulgentes con ella. ¿No somos, en este mismo momento, de una barbarie casi tan tétrica como la suya? Ante tales palabras, permanecimos todos de pie, en un gran silencio. Susannah me miró tras su máscara: tuve la sensación de una luz acerada. Volvió la cabeza y abrió rápidamente una ventana. A lo lejos, todos los campanarios de París daban la hora. A la sexta campanada, todo el mundo se estremeció profundamente, y yo miré, pensativo, la cabeza de un demonio de cobre, de rasgos crispados, que sostenía, en un alzapaño, las sangrientas ondulaciones de los cortinones rojos. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El duque de Portland
Cuento
Desde un altozano lejano, el canciller de la Confederación germánica observaba la capital, y al ver de improviso aquella bandera en la bruma glacial y en la humareda, introdujo bruscamente uno dentro del otro, los tubos de su catalejo, diciéndole al príncipe de Mecklemburgo-Schwerin que se encontraba a su lado: «La bestia ha muerto.» El enviado del Gobierno de la Defensa nacional, Jules Favre, había franqueado los puestos de avanzada prusianos y, escoltado en medio del estruendo a través de las líneas de cerco, había llegado al cuartel general del ejército alemán. No había olvidado la entrevista del Château de Ferrières donde, en una sala obstruida por los cascotes y los escombros, había intentado tiempo atrás las primeras negociaciones. Hoy, era en una sala más sombría y completamente real, en la que silbaba el viento helado pese a las chimeneas encendidas, donde los dos mandatarios enemigos volvían a encontrarse. En un determinado momento de la entrevista, Favre, pensativo, sentado ante la mesa, se había sorprendido a sí mismo contemplando en silencio al conde de Bismarck-Schönhausen, que se había levantado. La estatura colosal del caballero del Imperio de Alemania con uniforme de general adjunto, proyectaba su sombra sobre el parqué de la sala devastada. Al brusco resplandor del fuego brillaba la punta de su casco de acero pulido, cubierto con la sombra de la dispersa crin blanca, y en su dedo, el pesado sello de oro, con el escudo de armas siete veces secular de los vidamos del Obispado de Halberstadt, más tarde barones: el trébol de los Bisthums-marke, sobre su antigua divisa: «In trinitate robur.» Sobre una silla se encontraba su levita militar de amplias bocamangas color vino, cuyos reflejos coloreaban su mostacho con un tinte púrpura. Tras sus talones provistos de largas espuelas de acero, de cadenillas bruñidas, sonaba por instantes el sable arrastrado. Su cabeza pelirroja de dogo altivo que guardaba la Casa alemana -cuya llave, Estrasburgo, acababa lamentablemente de exigir- se erguía. De toda la persona de aquel hombre, semejante al invierno, brotaba su adagio: «Nunca suficiente». Con un dedo apoyado en la mesa, miraba a lo lejos por una ventana como si, olvidado de la presencia del embajador, no viera ya sino su voluntad planear en la lividez del espacio, como el águila negra de su bandera. Había hablado. Y la rendición de los ejércitos y de las ciudadelas, el brillo de una inmensa indemnización de guerra, el abandono de algunas provincias, se habían dejado entrever en sus palabras… Fue entonces cuando, en nombre de la Humanidad, el ministro republicano quiso apelar a la generosidad del vencedor, -el cual en aquellos momentos no debía acordarse de otra cosa que de Luis XIV cruzando el Rin y avanzando sobre suelo alemán, de victoria en victoria; y luego de Napoleón dispuesto a borrar Prusia del mapa europeo; y luego de Lützen, de Hanau, de Berlín saqueado, de Jena… Y lejanos retumbos de artillería, semejantes a los ecos de una tormenta, cubrieron la voz del parlamentario que, por un sobresalto del espíritu, recordó en aquel momento que era el aniversario del día en que, desde lo alto del patíbulo, el rey de Francia había querido también apelar a la magnanimidad de su pueblo, cuando el redoble de los tambores cubrió su voz… Sin querer, Favre se estremeció al comprobar la coincidencia fatal en la que, por la confusión de la derrota, nadie había pensado hasta aquel instante. Era, efectivamente, del 21 de enero de 1871 del que debía datar en la historia, el inicio de la capitulación en la que Francia dejaba caer su espada. Y como si el Destino hubiera querido subrayar, con una especie de ironía, la cifra de la fecha regicida, cuando el embajador de París preguntó a su interlocutor cuántos días de armisticio serían concedidos, el canciller dio esta respuesta oficial: -Veintiuno; ni uno más… Entonces, con el corazón oprimido por la vieja ternura que uno siente por su tierra natal, el rudo parlamentario de mejillas hundidas, de apellido de obrero, de máscara severa, bajó la frente temblando. Dos lágrimas, puras como las que vierten los niños ante su madre agonizante, brotaron de los ojos a las pestañas y rodaron silenciosamente hasta las comisuras crispadas de sus labios. Pues, si hay algo que incluso los más escépticos de Francia sienten palpitar al mismo tiempo que su corazón frente a la altanería del extranjero, es la patria. * Caía la tarde encendiendo la primera estrella. Allá lejos, rojos relámpagos seguidos del ruido prolongado de los cañones de asedio, y del chasquido lejano de los disparos de los batallones surcaban a cada instante el crepúsculo. Solo en aquella memorable sala, después de intercambiar un frío saludo, el ministro de nuestros Asuntos Exteriores pensó durante algunos momentos… Y sucedió que, desde el fondo de su memoria surgió de repente un recuerdo que, las concordancias, ya confusamente observadas por él, convirtieron en algo extraordinario… Era el recuerdo de una historia confusa, de una especie de leyenda moderna acreditada por testimonios y circunstancias, y a la que él mismo se encontraba extrañamente ligado. En otros tiempos, hacía ya muchos años, un desgraciado de origen desconocido, expulsado de una pequeña ciudad de la Prusia sajona, había aparecido cierto día en París, en 1833. Allí, expresándose con dificultad en nuestra lengua, extenuado, deteriorado, sin asilo ni recursos, se había atrevido a declarar que era el heredero de Aquel… cuya augusta cabeza había rodado el 21 de enero de 1793 en la Plaza de la Concordia, bajo el hacha del pueblo francés. Con la ayuda -decía- de un acta de defunción cualquiera, de una oscura sustitución, de un rescate desconocido, el delfín de Francia, gracias a la abnegación de dos nobles, había escapado ciertamente de los muros del Temple, y el evadido real… era él. Tras mil reveses y mil miserias, había regresado a justificar su indentidad. Al no encontrar en su capital sino un catre de la beneficencia, aquel hombre que nadie acusó de demencia sino de mentira, hablaba del trono de Francia como heredero legítimo. Abrumado bajo la casi total persuasión de una impostura, aquel personaje no escuchado, rechazado por todas partes, había ido a morir tristemente, en 1845, en la ciudad de Delft, en Holanda. Al ver aquel rostro muerto, se habría podido decir que el Destino había exclamado: «Te golpearé la cara con mis puños hasta que tu madre no pueda reconocerte.» Y cosa más sorprendente aún, los Estados generales de Holanda, con el consentimiento de las cancillerías y del rey Guillermo II, le habían otorgado a aquel enigmático personaje funerales de honor como a un príncipe, y habían aprobado oficialmente que se escribiera este epitafio sobre la lápida de su tumba: «Aquí yace Carlos Luis de Borbón, duque de Normandía, hijo del rey Luis XVI y de María Antonieta de Austria, XVIIº de su nombre, rey de Francia.» ¿Qué significaba aquello?… Aquel sepulcro -desmentido al mundo entero, a la Historia, a las convicciones más firmes- se levantaba allá lejos, en Holanda, como una cosa de ensueño en la que no se quería pensar demasiado. Esta inmotivada decisión del extranjero no podía sino agravar las legítimas desconfianzas y se maldecía la terrible acusación. Sea como fuere, un día de otros tiempos, aquel hombre de misterio, de miseria y de exilio había ido a visitar al abogado ya famoso, que sería después el delegado de la Francia vencida. Como un aparecido fantasmagórico, había solicitado hablar con el orador republicano y le había confiado la defensa de su historia. Y, por un nuevo fenómeno, la indiferencia inicial -por no decir la hostilidad-, del futuro tribuno, se había disipado al primer examen de los documentos presentados para su apreciación. Conmovido, impresionado, convencido (con razón o sin ella, ¡eso no importa!) Jules Favre tomó a pecho aquella causa que iba a estudiar durante treinta años y defender un día, con toda la energía y el acento de una fe viva. Y, de año en año, su relación con el inquietante proscrito se había hecho más amistosa hasta el punto de que un día, en Inglaterra, donde el defensor había ido a visitar a su extraordinario cliente, éste, sintiéndose próximo a morir, le había regalado (como muestra de alianza y de gratitud profundas) un viejo anillo flordelisado cuya procedencia original no reveló. Era una sortija de chatón plano, de oro. En un ancho ópalo central, con brillos de rubí, había sido grabado primero el escudo de Borbón: tres flores de lis de oro sobre campo de azur. Pero, por una especie de triste deferencia, -con el fin de que el republicano pudiera llevar sin problemas aquella prueba de afecto-, el donante había hecho borrar, en la medida de lo posible, el escudo real. Ahora, la imagen de una Belona tendiendo la fecha en su fatídico arco, también por derecho divino, velaba con su símbolo amenazador el escudo primordial. Según los biógrafos, aquel pretendiente temerario era una especie de inspirado y, a veces, de iluminado. Según él, Dios lo había favorecido con visiones reveladoras, y su naturaleza estaba provista de una poderosa agudeza de presentimientos. Frecuentemente, el misticismo solemne de sus discursos comunicaba a su voz acentos de profeta. Fue por tanto con una entonación extraña y con los ojos fijos en los de su amigo, como dijo en aquella velada de despedida al entregarle el anillo estas singulares palabras: -Señor Favre, en este ópalo que usted ve está esculpida, como una estatua sobre una lápida funeraria, una figura de la antigua Belona. Traduce lo que recubre: ¡En nombre del rey Luis XVI y de toda una dinastía de reyes cuya herencia desesperada ha defendido, lleve este anillo! ¡Que sus manes ultrajados penetren con su espíritu esta piedra! ¡Que su talismán lo guíe y sea para usted algún día, en algún momento sagrado, testigo de su presencia! Favre ha declarado con frecuencia haber atribuido entonces a la exaltación producida por una demasiado pesada sucesión de dificultades, esta frase que durante mucho tiempo le pareció ininteligible, pero a la orden expresa de la cual obedeció, por respeto, colocándose en el anular de su mano derecha el Anillo prescrito. A partir de aquella noche, Jules Favre había llevado la sortija de aquel «Luis XVII» en el dedo de su mano derecha. Una especie de oculta influencia lo había preservado siempre de perderla o de quitársela. Era para él como esos aros de hierro que los caballeros de antaño conservaban en su brazo hasta la muerte, como testimonio del juramento que los consagraba por entero a la defensa de una causa. ¿Con qué incierto fin le había impuesto la Suerte la costumbre de esta reliquia a la vez sospechosa y real?… ¿Había sido necesario, pues, que a cualquier precio esto fuera posible: que aquel republicano predestinado llevara aquel Signo en la mano, a lo largo de su vida, sin saber dónde lo conducía aquel Signo? No se inquietaba por ello, pero cuando alguien en su presencia intentaba burlarse del apellido germánico de su delfín de ultratumba, murmuraba pensativo: « ¡Naundorf, Frohsdorf!» Y he aquí que, por un encadenamiento irresistible, lo imprevisto de los acontecimientos había elevado, poco a poco, a aquel abogado-ciudadano hasta constituirlo de repente en representante de Francia. Para llegar ahí había sido necesario que Alemania hiciera prisioneros a más de ciento cincuenta mil hombres, con sus cañones, sus banderas al viento, sus mariscales y su Emperador, -¡y ahora, con su capital!- Y eso no era un sueño. Fue por eso por lo que el recuerdo del otro sueño, menos increíble después de todo que éste, vino a asediar al señor Jules Favre durante un instante, aquella tarde en la sala desierta en la que acababan de debatirse las condiciones de salvación de sus conciudadanos. En aquel momento, aterrorizado y en contra de su voluntad, lanzaba sobre aquel Anillo colocado en su dedo, miradas de visionario. Y bajo las transparencias del ópalo impregnadas de resplandores celestiales, le parecía ver brillar, en torno a la heráldica Belona vengadora, los vestigios del antiguo escudo que irradiaba en otros tiempos, al fondo de los siglos, sobre el escudo de san Luis. * Ocho días después, cuando las estipulaciones del armisticio fueron aceptadas por sus colegas de la Defensa nacional, el señor Favre, provisto de su poder colectivo, se había dirigido a Versalles para la firma oficial de la tregua que traía consigo la horrible capitulación. Los debates habían terminado. Los señores Bismarck y Favre habían releído el Tratado y, para concluir, añadieron el artículo 15 que rezaba lo siguiente: «Art. 15. Para dar fe de ello, los susodichos han revestido con sus firmas y sellado con sus sellos las presentes capitulaciones. Hecho en Versalles, el 28 de enero de 1871. Firmado: Jules Favre – Bismarck.» Tras haber puesto su sello, el señor de Bismarck rogó al señor Favre que cumpliera con la misma formalidad para regularizar aquel protocolo depositado hoy en Berlín, en los Archivos del imperio de Alemania. El señor Jules Favre declaró que, en medio de las preocupaciones de aquella jornada, había olvidado traer el sello de la República Francesa, y quiso enviar a alguien a buscarlo a París. -Eso produciría un retraso inútil -respondió el señor de Bismarck-, su sello bastará. Y, como si hubiera sabido lo que hacía, el Canciller de Hierro indicaba, lentamente, el Anillo regalado por el Desconocido, colocado en el dedo del embajador. Al oír aquellas palabras inesperadas, ante aquel súbito y helador requerimiento del Destino, Jules Favre, sorprendido y recordando el deseo profético del que aquella sortija soberana estaba impregnada, miró fijamente, como con el sobrecogimiento de un vértigo, a su impenetrable interlocutor. En aquel instante, el silencio se hizo tan profundo que se oyeron en las salas vecinas, los golpes secos del telégrafo que comunicaba ya la gran noticia hasta el último punto de Alemania y del mundo; y se oyeron también los silbidos de las locomotoras que transportaban las tropas a las fronteras. Favre miró de nuevo el Anillo… Y tuvo la sensación de que las presencias evocadas se erguían confusamente a su alrededor en la vieja sala real, y esperaban en lo invisible el instante de Dios. Entonces, como si se sintiera el procurador de algún decreto expiatorio de allá arriba, no se atrevió desde el fondo de su conciencia a negarse a la solicitud enemiga. No se resistió más al Anillo que le llevaba la mano hacia el sombrío Tratado. Gravemente se inclinó y dijo: ES JUSTO. Y al pie de aquella página que costaría a la patria tantos ríos de sangre francesa, dos amplias provincias ¡entre las más bellas de las hermanas!, el incedio de la sublime capital y una indemnización de guerra mayor que el numerario metálico del mundo, sobre la cera púrpura donde la llama palpitaba aún iluminando, en contra de su voluntad, las flores de lis de oro en su mano republicana, Jules Favre, pálido, imprimió el sello misterioso en el que bajo la figura de una Exterminadora olvidada y divina, se afirmaba, pese a todo, el alma, repentinamente aparecida en su hora terrible, de la Casa de Francia. FIN L’Amour suprême, 1886 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El secreto de la antigua música
Cuento
Al señor Catulle Mendès Uno de esos hombres ante quienes la Naturaleza puede alzarse y decir: «¡He aquí un Hombre!» -Shakespeare, Julio César Daban las doce en el reloj de la Bolsa, bajo un cielo estrellado. En aquella época, aún pesaban sobre los ciudadanos las exigencias de una ley militar y, siguiendo las instrucciones relativas al toque de queda, los sirvientes de los establecimientos todavía iluminados se apresuraban a cerrar. En los bulevares, en el interior de los cafés, los quemadores de gas de los candelabros desaparecían, uno a uno, en la oscuridad. Se oía desde fuera el ruido de las sillas puestas de cuatro en cuatro sobre las mesas de mármol; era el momento psicológico en que cada camarero juzgaba oportuno indicar, con un brazo que terminaba en un trapo, las horcas caudinas de la puerta trasera a los últimos consumidores. Aquel domingo silbaba el triste viento de octubre. Escasas hojas amarillentas, polvorientas y ruidosas, llevadas por ráfagas de aire, chocaban con las piedras, rozaban el asfalto; luego, como murciélagos, desaparecían en la sombra, despertando la imagen de unos días banales vividos para siempre. Los teatros del bulevar del Crimen donde, durante la noche, se habían apuñalado a placer todos los Médicis, los Salviati, y los Montefeltre, se erguían, guaridas del Silencio, con las puertas cerradas guardadas por sus cariátides. Por momentos, coches y peatones se hacían más escasos; aquí y allá lucían ya los escépticos faroles de los traperos, fosforescencias liberadas por los montones de basura entre los que erraban. A la altura de la calle Hauteville, bajo un farol, en la esquina de un café de apariencia bastante lujosa, un gran transeúnte de fisonomía saturnina, de mentón lampiño, andar sonambulesco, largos cabellos grises bajo un sombrero Luis XIII, guantes negros, bastón con empuñadura de marfil y envuelto en una vieja y regia hopalanda azul, forrada de un dudoso astracán, se había detenido como si dudase maquinalmente en cruzar la calzada que lo separaba del bulevar Bonne-Nouvelle. ¿Regresaba a su domicilio este anacrónico personaje? ¿Lo había conducido hasta esta esquina el azar de un paseo nocturno? Por su aspecto, hubiera sido difícil precisarlo. Al ver, de repente, a su derecha, uno de esos espejos estrechos y largos como él mismo -especie de espejos públicos contiguos, a veces, a los escaparates de los cafetines famosos-, se detuvo bruscamente, se plantó, de cara, frente a su imagen y se miró, deliberadamente, desde las botas al sombrero. Luego, repentinamente, levantando su sombrero con un gesto que denotaba su anacronismo, se saludó con una cierta cortesía. Su cabeza, de improviso al descubierto, permitió entonces reconocer al ilustre trágico Esprit Chaudval, apellidado Lepeinteur, llamado Monanteuil, vástago de una muy digna familia de pilotos de Saint-Malo y a quien los misterios del Destino habían llevado a convertirse en primer actor en provincias, cabecera de cartel en el extranjero y rival (a menudo afortunado) de nuestro Frédérick Lemaître1. Mientras se contemplaba con cierto estupor, los camareros del café cercano ponían los abrigos a los últimos clientes habituales, les entregaban los sombreros; otros sacaban ruidosamente el contenido de las huchas de níquel y amontonaban en un platillo la recaudación de la jornada. Esta prisa, esta turbación provenía de la amenazadora y repentina presencia de dos agentes que, de pie en la entrada y con los brazos cruzados, hostigaban con su fría mirada al retrasado patrón. Muy pronto colocaron los tableros de madera en sus bastidores de hierro, salvo el del espejo que por extraño descuido fue olvidado en medio de la confusión general. Después el bulevar quedó muy silencioso. Chaudval, solo, indiferente a toda esta desaparición, había permanecido en su estática actitud en la esquina de la calle Hauteville, en la acera, ante el olvidado espejo. El lívido y lunar espejo parecía dar al artista la sensación que éste hubiera sentido al bañarse en un estanque; Chaudval temblaba. ¡Ay!, digámoslo, en ese cristal cruel y sombrío, el actor acababa de descubrir que envejecía. Constataba que su cabello, ayer todavía entrecano, se tornaba de una blancura lunar. ¡Se acababa! ¡Adiós aplausos y coronas, adiós rosas de Talía, laureles de Melpómene! ¡Tenía que despedirse para siempre, con apretones de manos y lágrimas, de los Ellevious y de las Laruettes, de las libreas de gala y elegancias, de las Duzagons y de las ingenuas! Había que bajar a toda prisa del carruaje de Tespis y verlo alejarse, llevando a sus compañeros. Luego, contemplar cómo desaparecían en un lejano recodo del camino, en el crepúsculo, los estandartes y banderolas que por la mañana flotaban al sol sobre las ruedas, juguetes del alegre viento de la Esperanza. Chaudval, repentinamente consciente de su cincuentena (era un hombre excelente), suspiró. Una neblina cruzó ante sus ojos; una especie de fiebre invernal se apoderó de él y la alucinación dilató sus pupilas. La feroz fijeza con que contemplaba el providencial espejo terminó por dar a sus pupilas esa facultad de agrandar los objetos y de saturarlos de solemnidad, que los fisiologistas han constatado en aquellos individuos afectados por una emoción muy intensa. El largo espejo se deformó bajo sus ojos, cargados de ideas confusas y átonas. Recuerdos de la infancia, de playas y olas plateadas le bailaron en el cerebro. Y ese espejo, sin duda a causa de las estrellas que penetraban su superficie, le produjo, al principio, la sensación del agua dormida de un golfo. Luego, hinchándose más, gracias a los suspiros del viejo, el espejo adquirió el aspecto del mar y de la noche, esos dos viejos amigos de los corazones solitarios. Durante algún tiempo esta visión lo embriagó, pero detrás de él, el farol que encima de su cabeza enrojecía la fría llovizna, le pareció, al verlo reflejado al fondo del terrible espejo, como la luz de un faro, de color sanguinolento, que señalaba el camino del naufragio al navío perdido de su futuro. Sacudió su vértigo y enderezó su elevada estatura, con una carcajada nerviosa, falsa y amarga, que hizo estremecer a los dos guardias, bajo los árboles. Felizmente para el artista, éstos, creyendo que sería un borracho despistado, o algún enamorado decepcionado, continuaron su paseo oficial sin dar mayor importancia al desdichado Chaudval. -¡Bien, renunciemos! -dijo simplemente en voz baja, como el condenado a muerte que, despertado bruscamente, dice al verdugo: «Estoy a su disposición, amigo.» El viejo actor se aventuró, entonces, en un monólogo, con embrutecida postración. -He obrado prudentemente -continuó-, cuando encargué la otra noche a la señorita Pinson, mi buena amiga (que es dueña de la oreja del ministro y también de su almohada), que me proporcionase, entre dos declaraciones ardientes, el puesto de farero que ocuparon mis padres en las costas de poniente. ¡Claro! ¡Ahora comprendo el extraño efecto que me ha producido ese farol en el espejo!… Era mi subconsciente. Pinson enviará mi nombramiento, seguro. Y me retiraré al faro como un ratón en el queso. Iluminaré a los barcos en la lejanía, en el mar. ¡Un faro! Eso tiene siempre el aire de un decorado. Estoy solo en el mundo: ese es el asilo que, decididamente, más conviene a mis últimos días. De pronto, Chaudval interrumpió su ensoñación. -¡Ah! -dijo, palpándose el pecho bajo su levita-, pero… esa carta que me entregó el cartero en el momento en que salía, ¿será la respuesta?… ¡Cómo! ¡Iba yo a entrar al café para leerla y me olvido de hacerlo! ¡Verdaderamente, estoy perdiendo facultades! ¡Bueno! ¡Aquí está! Chaudval acababa de extraer de su bolsillo un ancho sobre, de donde sacó, tan pronto como lo hubo roto, un pliego ministerial que recogió febrilmente y leyó, de un vistazo, bajo la roja luz del farol. -¡Mi faro!, ¡mi nombramiento! -exclamó-. ¡Estoy salvado, Dios mío! -añadió como por una vieja manía mecánica y con una voz de falsete tan brusca, tan diferente a la suya, que miró a su alrededor, creyendo que había otra persona. -Vamos, calma y… ¡seamos un hombre! -repuso en seguida. Pero, ante esta palabra, Esprit Chaudval, apellidado Lepeinteur, llamado Monanteuil, se detuvo como convertido en una estatua de sal; esa palabra parecía haberlo inmovilizado. -¿Qué? -continuó tras un momento de silencio-. ¿Qué es lo que acabo de desear? ¿Ser un Hombre?… Después de todo, ¿por qué no? Se cruzó de brazos mientras reflexionaba. Hace ya cerca de medio siglo que represento, queinterpreto las pasiones de los demás sin sentirlas nunca, puesto que en el fondo nunca he sentido nada. ¿Sólo para hacer reír, soy semejante a los otros? ¿Acaso soy una sombra? ¡Las pasiones!, ¡los sentimientos!, ¡los hechos reales! ¡REALES!, eso, eso es lo que caracteriza al HOMBRE propiamente dicho. Por lo tanto, puesto que la edad me fuerza a entrar en la Humanidad, debo procurarme una pasión, o algún sentimiento real… porque es la condición sine qua non, sin la que no podría aspirar al apelativo de Hombre. Este es un razonamiento sólido; está lleno de sentido común. Así pues, elegiré aquélla que esté más relacionada con mi resucitada naturaleza. Meditó y luego prosiguió con melancolía: -¿E1 amor?… demasiado tarde. ¿La Gloria?… ¡ya la he conocido! ¿La Ambición?… ¡Dejemos esa quimera para los políticos! Repentinamente, lanzó una exclamación: -¡Ya lo tengo! -dijo-: ¡EL REMORDIMIENTO!… es lo que mejor se corresponde con mi temperamento dramático. Se contempló en el espejo adoptando un rostro convulso, contraído, como por un horror sobrehumano: -¡Eso es! -concluyó-: ¡Nerón! ¡Macbeth! ¡Orestes! ¡Hamlet! ¡Erostato! ¡Los espectros!… ¡Oh, sí! ¡Yo también quiero ver verdaderos espectros!, como todos aquéllos que tenían la suerte de no poder dar un solo paso sin espectros. Se golpeó la frente. -Pero, ¿cómo?… ¿Soy tan inocente como un cordero que duda en nacer? Y tras una nueva pausa: -¡Ah! ¡Que no quede por eso! -añadió-: ¡para conseguir un resultado no hay que escatimar esfuerzos!… Tengo perfecto derecho a convertirme, a cualquier precio, en lo que yo debería ser. ¡Tengo derecho a la Humanidad! ¿Es preciso cometer crímenes para sentir remordimientos? Pues bien, vengan los crímenes: ¿qué importa si es por… por un buen motivo? Sí… ¡Sea! -y se puso a dialogar-: Voy a perpetrar horrores. ¿Cuándo? Inmediatamente. ¡No lo dejemos para mañana! ¿Cuáles? ¡Uno solo!… ¡Pero grande! ¡De extravagante atrocidad! ¡Que haga salir del infierno a todas las Furias! ¿Cuál? ¡Diablo, el más brillante!… ¡Bravo! ¡Ya está! ¡UN INCENDIO! Así pues, sólo tengo tiempo de incendiar, de hacer mis maletas, de volver, debidamente guarecido tras el cristal de algún coche, para gozar de mi triunfo entre la multitud espantada, de recoger las maldiciones de los moribundos, y coger el tren del Noroeste con suficientes remordimientos para el resto de mi vida. Después, ¡me esconderé en mi faro!, ¡en la luz!, ¡en pleno Océano! Donde la policía no podrá descubrirme nunca, al ser mi crimen desinteresado. Y allí agonizaré solo-. En ese momento, Chaudval se irguió, improvisando este verso de corte absolutamente cornelliano: -¡Libre de sospecha por la grandeza del crimen! -Está todo dicho. Y ahora -terminó el gran artista recogiendo una piedra tras haber observado en torno suyo para asegurarse de la soledad que lo rodeaba- y ahora, tú ya no reflejarás a nadie. Y lanzó la piedra contra el cristal que se rompió en mil brillantes pedazos. Una vez cumplido este primer deber y huyendo a toda prisa -como satisfecho por esa primera, pero enérgica proeza-, Chaudval se precipitó hacia los bulevares donde, algunos minutos después y a su señal, se detuvo un coche en el que subió y desapareció. Dos horas después, las llamaradas de un inmenso siniestro, que surgían de unos grandes almacenes de petróleo, de aceite y de cerillas, se reflejaban en todos los cristales del barrio del Temple. Muy pronto, las escuadras de bomberos, rodando y empujando sus aparatos, acudieron de todos lados, y sus trompetas, al enviar lúgubres gritos, despertaban sobresaltados a los habitantes del populoso barrio. Innumerables y precipitados pasos resonaban en las aceras: la multitud se agolpaba en la plaza del Chateau-d’Eau y calles vecinas. Pronto se organizaron en cadena. En menos de un cuarto de hora, un destacamento de tropas formaba un cordón alrededor del incendio. Los policías, con el sanguinolento resplandor de las antorchas, impedían la afluencia humana a las cercanías. Los coches, detenidos, ya no circulaban. Toda la gente vociferaba. Se distinguían gritos alejados entre el crepitar terrible del fuego. Las víctimas, cercadas por este infierno, aullaban y los tejados de las casas se desplomaban sobre ellas. Un centenar de familias, las de los obreros de los talleres que ardían, se quedaban sin recursos y sin asilo. Allá lejos, un solitario carruaje, cargado con dos gruesas maletas, permanecía detenido detrás de la masa reunida en Chateau-d’Eau. Y en ese vehículo estaba Esprit-Chaudval, apellidado Lepeinteur, llamado Monanteuil que, de vez en cuando, descorría la cortinilla y contemplaba su obra. -¡Oh! -se decía en voz baja-. ¡Me siento lleno de horror ante Dios y ante los hombres! Sí, sí, ¡ésta es la obra de un réprobo!… El rostro del viejo actor resplandecía. -¡Oh, infeliz! -murmuraba-, ¡qué vengadores insomnios voy a padecer entre los fantasmas de mis víctimas! ¡Siento surgir en mí el alma de Nerón, quemando Roma por exaltación artística!, ¡de Erostato, incendiando el templo de Efeso por amor a la gloria!…, ¡de Rostopskin, incendiando Moscú por patriotismo!, ¡de Alejandro, quemando Persépolis por galantería hacia su Thais inmortal! Pero yo, yo incendio por DEBER, al no tener otro modo de existencia. ¡Incendio porque me debo a mí mismo!… ¡Me desquito! ¡Qué Hombre voy a ser! ¡Cómo voy a vivir! Sí, al fin sabré lo que se siente cuando se está atormentado. ¡Qué noches de magníficos horrores voy a pasar tan deliciosamente!… ¡Ah!, ¡respiro!, ¡renazco!, ¡existo!… ¡Cuando pienso que he sido actor! Ahora, como sólo soy, para los groseros ojos humanos, carne de cadalso, ¡huyamos con la rapidez del rayo! Vamos a encerrarnos en nuestro faro, para gozar allí en paz de nuestros remordimientos. Al atardecer del día siguiente, Chaudval, después de llegar a su destino sin obstáculos, tomaba posesión de su viejo faro desolado, situado en las costas septentrionales: desusada llama sobre una construcción en minas, y que una merced ministerial había resucitado para él. Apenas si la señal podía ser de alguna utilidad: no era sino una redundancia, una sinecura, un alojamiento con fuego sobre la cabeza y del cual todo el mundo podía prescindir, salvo Chaudval. Así pues, el digno actor, tras haber transportado allí su lecho, víveres y un gran espejo para estudiar sus efectos de fisionomía, se encerró inmediatamente, al abrigo de toda sospecha humana. Alrededor de él se quejaba el mar, en el que el viejo abismo de los cielos bañaba sus estelares claridades. Observaba cómo las olas asaltaban su torre bajo las ráfagas de viento, al igual que el Estilita contemplaba cómo las arenas chocaban contra su columna cuando soplaba el siroco. A lo lejos seguía, con una mirada perdida, el humo de los barcos o las velas de los pescadores. A cada instante, este soñador olvidaba su incendio. Subía y bajaba la escalera de piedra. Al atardecer del tercer día, Lepeinteur, llamémoslo así, sentado en su habitación, a sesenta pies de altura sobre las olas, releía un periódico de París en el que se contaba la historia del gran incendio ocurrido la antevíspera. Un desconocido malhechor había lanzado algunas cerillas en las cubas de petróleo. Un monstruoso incendio que había tenido en pie, toda la noche, a los bomberos y al pueblo de los barrios vecinos, se había declarado en el barrio del Temple. Cerca de cien victimas habían perecido: desgraciadas familias quedaban sumidas en la más negra miseria. La plaza entera estaba en duelo y humeaba aún. Se ignoraba el nombre del miserable que había cometido el delito y, sobre todo, el móvil del criminal. Ante esto, Chaudval saltó de alegría y, frotándose las manos febrilmente, exclamó: -¡Qué éxito! ¡Qué maravilloso criminal soy! ¿Estaré bastante atormentado? ¡Qué de espectros veré! ¡Ya sabía yo que me convertiría en un Hombre! ¡Ah! El medio utilizado ha sido duro, estoy de acuerdo; pero, era preciso… ¡necesario! Al releer el diario parisino, como allí se mencionase que se iba a dar una representación extraordinaria a beneficio de los damnificados, Chaudval murmuro: -¡Vaya! Hubiera debido prestar la colaboración de mi talento en beneficio de mis víctimas! Sería mi función de despedida. Declamaría Orestes. Habría estado tan natural… Chaudval comenzó a vivir en su faro. Las tardes pasaron, se sucedieron, y las noches. Ocurría una cosa que dejaba estupefacto al artista. ¡Una cosa atroz! Contrariamente a sus esperanzas y previsiones, su conciencia no le reprochaba remordimiento alguno. ¡No se le aparecía ningún espectro! No sentía nada, ¡pero absolutamente nada!… No podía creer en el Silencio. No salía de su asombro. ¡A veces, al contemplarse en el espejo, se daba cuenta de que su cabeza bonachona no había cambiado nada! Entonces, furioso, se abalanzaba sobre las señales y las falseaba, con la radiante esperanza de hacer naufragar a lo lejos, alguna embarcación, con el fin de ayudar, activar, estimular el rebelde remordimiento ¡para excitar a los espectros! ¡Todo era en vano! ¡Estériles atentados! ¡Inútiles esfuerzos! No sentía nada. No veía ningún fantasma amenazador. La desesperación y la vergüenza lo ahogaban de tal manera que, ya no dormía. Tanto que una noche, habiéndosele declarado una congestión cerebral en su luminosa soledad, sufrió una agonía en la que gritaba al ruido del océano y mientras los grandes vientos de mar adentro azotaban su torre perdida en el infinito: -¡Espectros!… ¡Por amor de Dios!… ¡Que vea aunque sólo sea uno! ¡Me lo he ganado! Pero el Dios que invocaba no le otorgó tal favor, y el viejo histrión expiró, declamando siempre, en su vano énfasis, su gran deseo de ver espectros… sin comprender que era él, él mismo, lo que buscaba. FIN 1. Frédérick Lemaître: Famoso actor romántico.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El secreto de la bella Ardiane
Cuento
En estos últimos años, a su vuelta de levante, Ricardo, duque de Portland, el joven lord célebre antaño en toda Inglaterra por sus fiestas nocturnas, sus victoriosos purasangre, su ciencia de boxeador, sus cacerías de zorros, sus castillos, su fabulosa fortuna, sus viajes de aventuras y sus amores, no se había dejado ver. Una sola vez, al oscurecer, se había visto su secular carroza dorada atravesando Hyde-Park con las cortinillas cerradas, a plena carrera y rodeada de jinetes portando antorchas. Después -reclusión tan brusca como extraña-, el Duque se había retirado a su casa solariega, haciéndose habitante solitario de aquel macizo castillo construido en viejas edades, en medio de sombríos jardines y campos con árboles, y situado en el cabo de Portland. Por toda vecindad, un rojo fulgor que iluminaba día y noche, a través de la bruma, los pesados barcos que cabeceaban a lo lejos, cruzando sus penachos de humo en el horizonte. Una especie de sendero en pendiente hacia el mar, una sinuosa galería excavada en las rocas y bordeada de pinos salvajes, que abre sus pesadas verjas doradas sobre la misma arena de la playa, sumergida a las horas de la marea alta. Bajo el reinado de Enrique VI se forjaron leyendas de este castillo fortaleza, cuyo interior resplandecía de riquezas feudales. En la plataforma que une las siete torres veían aún, esculpidos en piedra, entre las almenas, un grupo de arqueros y algunos caballeros del tiempo de las Cruzadas; todos en actitudes de combate. En la noche, estas estatuas -cuyas figuras aparecen ahora borradas por las lluvias tempestuosas y los hielos de varios centenares de inviernos y las expresiones de sus rostros muchas veces cambiadas por los retoques del rayo-, ofrecen un vago aspecto que se presta a las más supersticiosas visiones. Y cuando, levantadas en masas multiformes por una tempestad, se estrellan las olas, en la oscuridad, contra el promontorio de Portland, a la imaginación del paseante perdido -ayudada por la iluminación de la luna entre las sombras graníticas-, se puede presentar, frente al castillo, algún antiguo asalto sostenido por una heroica guarnición de soldados fantasmas contra una legión de malos espíritus. ¿Qué significaba este aislamiento del despreocupado señor inglés? ¿Padecía alguna crisis? ¡Un corazón tan naturalmente alegre!… ¡Imposible! ¿Alguna mística influencia sufrida en su viaje por Oriente? Quizás. En la Corte se inquietaban por esta desaparición. Un mensaje de Westminster, de la propia Reina, había sido dirigido al lord invisible. Acodada cerca de un candelabro, la reina Victoria estaba atareada aquella tarde de audiencia extraordinaria. A su lado, sentada en un taburete de marfil, una joven lectora, miss Elena H. Llegó la respuesta, sellada en negro, de lord Portland. La muchacha, habiendo abierto el pliego ducal, recorrió con sus ojos azules -sonrientes pedazos de cielo- las pocas líneas que contenía. Bruscamente, sin una palabra, con los ojos cerrados, la presentó a Su Majestad. También la Reina leyó en silencio. A las primeras palabras, su rostro, generalmente impasible, pareció ensombrecerse con extraña tristeza. Incluso se estremeció. Después, en silencio, aproximó el papel a las bujías encendidas. Inmediatamente dejó caer sobre las losas la carta que se consumía. -Milords -dijo a los pares, agrupados a escasa distancia-, no volverán a ver a nuestro querido duque de Portland. Ya no acudirá más al Parlamento. Lo dispensaremos de ello mediante un privilegio. Su secreto debe ser respetado. No se preocupen más por él y que ninguno de sus huéspedes intente jamás dirigirle la palabra. Después, despidiendo con un gesto al viejo correo del castillo: -Le dirás al duque de Portland lo que acabas de ver y de oír -agregó lanzando una mirada a las cenizas negras de la carta. Tras estas palabras misteriosas, la Reina se había levantado para retirarse a sus habitaciones. Sin embargo, al ver a su lectora que se había quedado inmóvil y como dormida, con la mejilla apoyada en su brazo joven y blanco, sobre el muaré purpúreo de la mesa, la Reina, sorprendida aún, murmuró dulcemente: -¿Me sigues, Elena? Como la muchacha persistiera en su actitud, todos los presentes corrieron hacia ella. Sin que palidez alguna revelara su emoción -¿cómo iba a palidecer una flor de lis?-, se había desvanecido. Un año después de las palabras pronunciadas por Su Majestad -durante una tormentosa noche de otoño- los navíos que pasaban a algunas leguas del cabo Portland vieron el castillo iluminado. ¡Oh, no era la primera de las fiestas nocturnas ofrecidas a comienzos de cada estación del año por el lord ausente! Y daban que hablar, pues su sombría excentricidad alcanzaban lo fantástico y el Duque no asistía jamás a ellas. No era en las habitaciones del castillo donde se daban las fiestas. Nadie había vuelto a entrar allí; el mismo lord Ricardo, que habitaba un solitario un torreón, parecía haberlas olvidado. Desde su vuelta, había mandado cubrir, con inmensos espejos de Venecia, los muros y las bóvedas de los vastos subterráneos de su mansión. El suelo estaba ahora enlosado de mármoles y de brillantes mosaicos. Cortinas de trama vertical, entreabiertas por franjas de cadeneta, separaban una serie de salas maravillosas, donde bajo magníficas balaustradas de oro iluminadas, aparecía un conjunto de muebles orientales con arabescos preciosos, en medio de vegetaciones tropicales fuentes de agua perfumada sobre pórfido y hermosas estatuas. Allí, con la amable invitación del castellano de Portland, que “lamentaba estar siempre ausente”, se reunía una multitud elegante, lo más escogido de la joven aristocracia inglesa, los más seductores artistas y las más bellas despreocupadas de la gentry. Lord Ricardo estaba representado por uno de sus amigos de antes. Y comenzaba entonces una noche principescamente libre. Sólo, en el sitio de honor del festín, el sillón del joven lord quedaba vacío, y el escudo ducal del respaldo siempre aparecía velado por un amplio crespón de duelo. Las miradas, muy pronto encendidas por la embriaguez, se volvían gustosamente a presencias más encantadoras. ¡Así, a medianoche, se ahogaban bajo tierra, en Portland, en maravillosas salas, entre aromas de flores exóticas, las risas, el tintineo de las copas, las canciones ebrias y la música! Pero si a aquella hora se hubiera levantado de la mesa alguno de los convidados y, para respirar el aire del mar, se hubiese aventurado al exterior, en la oscuridad, por la playa, entre las ráfagas de desolados vientos, quizás hubiera percibido un espectáculo capaz de turbar su humor optimista, al menos para el resto de la noche. En efecto, frecuentemente y a aquella misma hora, por las vueltas del sendero que conducía hacia el mar, un caballero envuelto en amplia capa, cubierto el rostro por una máscara de seda negra a la que estaba adaptada una capucha circular que ocultaba toda la cabeza, se encaminaba, la lumbre de un cigarro en la mano enguantada, hacia la playa. Como en fantasmagoría de gusto anticuado, le precedían dos servidores de cabellos blancos; a algunos pasos, le seguían otros dos con humeantes antorchas rojizas. Delante de ellos caminaba un niño, también con librea de duelo, y este paje agitaba una vez por minuto el corto batir de una campana, para advertir a lo lejos que se apartaran del camino del paseante. Y el aspecto de este pequeño grupo producía una impresión tan glacial como si fuera el cortejo de un condenado. Se abría ante ese hombre la verja de la ribera; la escolta lo dejaba solo y avanzaba entonces hacia el borde del agua. Allí, como perdido en una pensativa desesperación, embriagándose en la desolación del espacio, permanecía taciturno, semejante a los espectros de piedra de la plataforma, bajo el viento, la lluvia y los relámpagos, ante el mugir del océano. Tras una hora de meditación, el tétrico personaje, acompañado siempre de las antorchas y precedido del sonar de la campana, volvía por el sendero hacia la torre. Y, frecuentemente, vacilando, se agarraba a las asperezas de las rocas. La mañana que había precedido a esta fiesta, la joven lectora de la Reina, siempre en gran duelo desde el primer mensaje, rezaba en el oratorio de Su Majestad cuando le fue entregado un billete escrito por uno de los secretarios del Duque. Sólo contenía estas dos palabras, que leyó con un estremecimiento: “Esta noche”. Esta fue la de su arribada a Portland en una de las embarcaciones reales. Una forma juvenil y femenina, con sombrío manto, descendió sola. La visión, tras de orientarse por la playa nocturna, se apresuró corriendo hacia las antorchas, hasta el sonido de campana que traía el viento. En la arena, apoyado en una piedra y agitado a cada momento por un temblor mortal, el hombre de la máscara misteriosa estaba tendido sobre su capa. -¡Desgraciado! -exclamó en un sollozo, y ocultando el rostro con las manos, la joven aparición, cuando llegó a su lado. -¡Adiós! -respondió él. Se escuchaban a lo lejos canciones y risas, procedentes de los subterráneos de la mansión feudal, cuya iluminación se reflejaba ondulada en el agua. -Eres libre -agregó él, dejando caer su cabeza en la piedra. -¡Y tú estás liberado! -respondió la blanca aparición, elevando una pequeña cruz de oro hacia los cielos plenos de estrellas, ante la mirada del hombre silencioso. Después de un gran silencio, y como ella permaneciera así ante él, inmóvil, con los ojos cerrados: -¡Hasta luego, Elena! -murmuró. Cuando, tras una hora de espera, se aproximaron los servidores, vieron a la muchacha de rodillas sobre la arena y rezando, cerca de su dueño. -El duque de Portland ha muerto -les dijo. Y, apoyándose en el hombro de uno de los viejos, volvió a la embarcación que la había traído. Tres días después se leía esta noticia en el Diario de la Corte: “Miss Elena H…, la prometida del duque de Portland, convertida a la religión ortodoxa, ha tomado ayer el hábito de las Carmelitas de L…” ¿Cuál era el secreto por el cual el potente lord acababa de morir? Un día, en sus lejanos viajes por Oriente, habiéndose alejado de su caravana por los alrededores de Antioquía, el joven Duque, charlando con los guías del país, oyó hablar de un mendigo ante el cual todo el mundo se alejaba con horror y que vivía solo, en medio de unas ruinas. Se le ocurrió la idea de visitar a este hombre, pues nadie escapa a su destino. Ahora bien; ese Lázaro fúnebre era el último depositario de la gran lepra, de la lepra seca y sin remedio, del mal inexorable del cual sólo Dios podía resucitar. Solo, pues, Portland, a pesar de los ruegos de sus aterrados guías, se atrevió a desafiar el contagio en la especie de caverna donde respiraba aquel paria de la Humanidad. Y allí, por una fanfarronada de gran gentilhombre, intrépido hasta la locura, dándole un puñado de oro a ese agonizante miserable, el pálido señor le había dado la mano. En el mismo instante pasó una nube por sus ojos. Al oscurecer, sintiéndose perdido, abandonó la ciudad y las tierras del interior, para ganar el mar e intentar una curación en su castillo o morir en él. Pero, ante los terribles progresos que se declararon durante la travesía, el Duque comprendió que no podía conservar otra esperanza que la de una rápida muerte. ¡Todo había terminado! ¡Adiós, juventud, brillo de un nombre ilustre, prometida amada, posteridad de la raza! ¡Adiós, fuerzas, alegrías, fortuna incalculable, belleza, porvenir! Todas las esperanzas se habían sepultado en el hueco de aquella mano terrible. El lord había heredado del mendigo. Un segundo de arrogancia -un momento demasiado noble, más bien- había arrebatado esta existencia luminosa y llevado al secreto de una muerte desesperada… Así pereció el duque Ricardo de Portland, el último leproso del mundo.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El secreto de la iglesia
Cuento
Era día de audición en la Academia Nacional de Música. En las altas instancias se había decidido el estudio de una obra de cierto compositor alemán (cuyo nombre, olvidado desde entonces, felizmente se nos escapa); y tal maestro extranjero, si había que creer en diversos memoranda publicados por la Revue de Deux Mondes, ¡era nada menos que el creador de una música «nueva»! Así pues, los músicos de la Ópera se encontraban reunidos para poner, como suele decirse, las cosas en claro y descifrar la partitura del presuntuoso innovador. El momento era grave. El director de la Academia apareció en escena y entregó al director de orquesta la voluminosa partitura en litigio. Éste la abrió, la leyó, se estremeció y declaró que la obra le parecía inejecutable en la Academia de Música de París. -Explíquese -dijo el director de la Academia. -Señores -respondió el director de orquesta-, Francia no podría responsabilizarse de truncar, por una defectuosa interpretación, el pensamiento de un compositor… sea cual sea su nacionalidad. Sin embargo, en las partituras de orquesta especificadas por el autor figura… un instrumento militar caído ya en desuso y que no tiene intérprete entre nosotros; ese instrumento, que hizo las delicias de nuestros padres, tenía antaño un nombre: el chinesco. Creo que la radical desaparición del chinesco en Francia nos obliga a declinar, muy a pesar nuestro, el honor de esta interpretación. Tal discurso había sumido al auditorio en ese estado que los fisiologistas llaman comatoso. ¡El Chinesco! Los más viejos apenas recordaban haberlo oído en su infancia. Pero les hubiera resultado muy difícil, hoy en día, poder precisar su forma. De repente, una voz pronunció estas inesperadas palabras: -Con su permiso, creo que yo conozco uno -todas las cabezas se volvieron; el director de orquesta se levantó de un salto. -¿Quién ha hablado? -Yo, los platillos -respondió la voz. Un instante después, los platillos estaban en el escenario rodeados, adulados y asediados con impacientes preguntas. -Sí -continuaba-, conozco a un viejo profesor de chinesco, maestro en su arte y sé que aún vive. Todos exhalaron un grito. ¡Los platillos aparecieron como un salvador! El director de orquesta abrazó a su joven satélite (porque los platillos eran todavía jóvenes). Los trombones enternecidos le animaban con sus sonrisas; un contrabajo le envió un envidioso guiño; el tambor se frotaba las manos: «¡Llegará lejos!», gruñía. En fin, en ese rápido instante, los platillos conocieron la gloria. A continuación, una comisión, precedida por los platillos, salió de la Ópera hacia Batignolles, a cuyas profundidades se había retirado, lejos del ruido, el austero virtuoso. Llegar, preguntar por el viejo, subir los nueve pisos, tirar del pelado cordón de su llamador y esperar, jadeando, en el descansillo, fue para nuestros embajadores cuestión de un segundo. De pronto, todos se descubrieron: un hombre de aspecto venerable, con el rostro rodeado de plateados cabellos que caían en largos rizos sobre sus hombros, una cabeza a lo Béranger, un personaje de romanza, estaba en pie en el umbral y parecía invitar a los visitantes a penetrar en su santuario. ¡Era él! Entraron. La ventana, enmarcada por plantas trepadoras, estaba abierta al cielo, en ese purpúreo momento del maravilloso crepúsculo. Los asientos eran escasos: la litera del profesor sustituyó, para los delegados de la Ópera, a las otomanas, a los poufs, que abundan demasiado a menudo en las casas de los músicos modernos. En los rincones se veían viejos chinescos; aquí y allá yacían varios álbumes cuyos títulos llamaban la atención. El primero era: ¡Primer amor!, melodía para chinesco solo, seguido de Variaciones Brillantes Sobre la Coral de Lutero, concierto para tres chinescos. Después, un septeto de chinescos (gran unisón), titulado LA CALMA. Luego una obra de juventud (un poco empañada de romanticismo): Danza Nocturna de Jóvenes Moriscos en la Campiña de Granada, en el Peor Momento de la Inquisición, gran bolero para chinesco; finalmente, la obra del maestro: El Ocaso de un Bello Día, obertura para ciento cincuenta chinescos. Los platillos, muy emocionados, tomaron la palabra en nombre de la Academia Nacional de Música. -¡Ah! dijo con amargura el viejo maestro-, ¿ahora se acuerdan de mi? Debería… Mi país ante todo. Señores, iré. Al haber insinuado el trombón que la partitura parecía difícil contestó el profesor tranquilizándolos con una sonrisa: -No importa. Y tendiéndoles sus pálidas manos, curtidas en las dificultades de tan ingrato instrumento, dijo: -Hasta mañana, señores, a las ocho, en la Ópera. Al día siguiente, en los pasillos, en las galerías, en la concha del inquieto apuntador, hubo una terrible emoción: se había propagado la noticia. Todos los músicos, sentados ante sus atriles, esperaban, con el arma en la mano. La partitura de la nueva música no tenía, ahora, sino un interés secundario. De repente, la puerta trasera dio paso al hombre de antaño. ¡Estaban dando las ocho! Ante el aspecto del representante de la antigua música, todos se pusieron en pie, rindiéndole homenaje como señal de posteridad. El patriarca llevaba en su brazo, cubierto con un humilde forro de sarga, el instrumento de los tiempos pasados, que tomaba, de ese modo, las proporciones de un símbolo. Tras atravesar por entre los atriles y encontrar, sin dudar, su camino, se sentó en su antiguo sitio, a la izquierda del tambor. Después de afianzar en su cabeza un gorro de lustrina negra y una visera sobre sus ojos, descubrió el chinesco y la obertura comenzó. Pero, con los primeros compases y desde la primera mirada a la partitura, la serenidad del viejo virtuoso pareció ensombrecerse; en seguida, un angustioso sudor perló su frente. Se inclinó, como para leer mejor y, con el ceño fruncido, sus ojos pegados al manuscrito que hojeó enfebrecidamente, apenas respiraba… ¿Era tan extraordinario, lo que el viejo leía, para turbarle de ese modo? ¡En efecto! El maestro alemán, por unos celos tudescos, se había complacido, con aspereza germánica, con maldad rencorosa, en erizar la parte del Chinesco de dificultades casi insuperables. Se sucedían rápidas, ingeniosas, repentinas, ¡era un desafío! Juzguen ustedes: la partitura se componía, solamente, de silencios. Sin embargo, incluso para aquellas personas que no son del oficio, ¿qué hay más difícil de interpretar, para el Chinesco, que el silencio?… ¡Y era un CRESCENDO de silencios lo que tenía que interpretar el viejo artista! Al ver eso se puso tieso; un movimiento febril se le escapó… Pero nada, en su instrumento, traicionó las emociones que le agitaban. No se movió ni una campanilla. ¡Ni un cascabel! Nada de nada. Se notaba que lo dominaba a fondo. ¡Él también era un maestro! Tocó. ¡Sin vacilar! Con un dominio, una seguridad, un brío, que llenó de admiración a toda la orquesta. Su interpretación, siempre sobria, pero llena de matices, era de un estilo tan matizado, de un acabado tan puro que, cosa extraña, por momentos, ¡parecía que se le oía! Los bravos estaban a punto de estallar por todas partes cuando un inspirado furor se encendió en el alma clásica del viejo virtuoso. Con los ojos llenos de ira y agitando ruidosamente su instrumento vengador que parecía como un demonio suspendido sobre la orquesta: -Señores -vociferó el digno profesor-, ¡renuncio! No comprendo nada. ¡No se escribe una obertura para un solo! ¡yo no puedo tocar!, es demasiado difícil. ¡Protesto!, ¡en nombre del Sr. Clapisson! Aquí no hay melodía. ¡Es una cencerrada! ¡El Arte está perdido! Caemos en el vacío. Y, fulminado por su propio delirio, cayó. En su caída, agujereó el bombo y desapareció en su interior como cuando se desvanece una visión. ¡Lástima!, él se llevaba, al sepultarse en los profundos flancos del monstruo, el secreto de los encantos de la antigua música.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
El sorprendente matrimonio Moutonnet
Cuento
La casita nueva del joven guarda forestal de Eaux-et-Forêts, Pier Albrun, dominaba desde una ladera el pueblo de Ypinx-les-Trembles, situado a dos leguas de Perpignan, no lejos de un valle de los Pirineos Orientales abierto sobre la planicie de Ruyssors que en dirección a España limitan grandes abetales. Inclinado por encima de un torrente cuya espuma borboteaba entre rocas, el jardín, desde donde se lanzaban dando sombra a mil flores semisilvestres bosquecillos de adelfas y algarrobos, incensaba con vapor de pebeteros la risueña quinta, y altos ciruelos, escalonándose por detrás de ella, diseminaban al roce de las brisas pirenaicas, olores de bálsamo sobre el pueblo. Era todo un paraíso aquella pobre y bonita vivienda que ocupaba, junto a su joven esposa, aquel guapo muchacho de veintiocho años, de piel blanca y ojos de valiente. Su querida Ardiane, llamada «la bella vasca» a causa de sus antepasados, había nacido en Ypinx-les-Trembles. Primero espigadora -flor de surcos-, luego henificadora, luego, como todas las huérfanas del lugar, cordelera-tejedora, había crecido en la casa de una vieja madrina que la había acogido antaño en su casucha y que, a cambio, la chica había alimentado con su trabajo y cuidado a la hora de la muerte. La juiciosa Ardiane Inféral se había distinguido siempre, pese a su excitante belleza, por una conducta irreprochable. De tal manera que Pier Albrun, ex furriel de los tiradores de África, luego, a su regreso, sargento instructor del cuerpo de bomberos de la ciudad, luego dispensado de servicio por las heridas sufridas en los incendios, nombrado finalmente, por actos de servicio, para ocupar el puesto de guarda forestal jefe, se había casado con Ardiane después de unos seis meses de besos y de noviazgo. Aquella noche, junto a la ventana completamente abierta sobre un cielo estrellado, la bella Ardiane, con un collar de coral, sus mechones negros a lo largo de las mejillas pálidas, esbelta, con una bata blanca, sentada en el sillón de paja trenzada y con su hermoso hijo de ocho meses agotándole el pecho, miraba con sus ojos negros un poco fijos, el pueblo dormido, el campo lejano y, allá lejos el inquieto verdor de los abetos. Sus aletas nasales, arqueadas, se agitaban voluptuosamente al percibir los soplos de la noche saturados de efluvios de flores; la boca mostraba sus dientes irisados y muy blancos entre el puro dibujo de sus labios color de sangre; la mano derecha, con una alianza de oro en el anular, jugueteaba distraída entre los cabellos ensortijados de su «hombre» que, a sus pies, apoyaba sobre las rodillas de su esposa su cabeza franca y alegre, y que sonreía mirando a su pequeño. A su alrededor, iluminada por una lámpara sobre una mesa, se hallaba su habitación nupcial de paredes revestidas de grueso papel azul claro donde destacaba el brillo de una carabina; cerca del amplio lecho blanco, deshecho, una cuna al pie de un crucifijo; sobre la chimenea, un espejo y cerca de un despertador, entre candeleros de cristal, un manojo de enebros rosáceos en una urna de arcilla pintada, delante de los dos retratos enmarcados de espartería. ¡Indudablemente, aquella casa era un paraíso! Sobre todo aquella noche. Pues, en la mañana de aquel hermoso día los alegres ladridos de los dos perros del joven guarda forestal habían anunciado a un visitante. Era un ordenanza enviado por el Prefecto de la ciudad, que le había entregado a Pier Albrun el ancho tubo de hojalata que contenía -¡oh, alegría inmensa!- la Cruz de Honor así como el diploma y la carta ministerial especificando los títulos y motivos que habían decidido la nominación. ¡Ah! ¡Cómo se la había leído en voz alta, al sol, en el jardín, con las manos temblorosas por un orgulloso placer, a su querida Ardiane!«Por actos de bravura en diversos encuentros durante su servicio en el cuerpo de tiradores argelinos, en África; por su intrépida conducta como sargento instructor de los bomberos del partido judicial durante los sucesivos incendios que, en 1883, había sufrido la comuna de Ypinx-les-Trembles, los numerosos salvamentos que había realizado así como las dos heridas que, conllevando su exención de servicio, le habían merecido su puesto de guarda forestal jefe, etc., etc.». Era por ello por lo que aquella noche Pier Albun y su esposa se entretenían junto a la ventana recordando toda aquella jornada festiva; aún apretaba él en el hueco de su mano, sin cansarse de mirarla de vez en cuando, la Cruz de cinta muaré roja. Un velo de felicidad y de amor parecía envolver a los dos bajo el resplandor silencioso del firmamento. Mientras tanto la bella Ardiane miraba soñadora, a lo lejos, ciertos trozos de muros ennegrecidos y destruidos entre las casas y las cabañas blancas del pueblo. Los habían dejado abandonados, sin reconstruirlos. El año anterior, efectivamente, en menos de un semestre, Ypinx-les-Trembles se había visto de repente iluminado siete veces, en noches sin luna, por siniestros inesperados en medio de los cuales habían perecido víctimas de todas las edades. Según los rumores, eran obra de vengativos contrabandistas que, mal acogidos en el pueblo, habían venido en varias ocasiones a provocar aquellos incendios y luego, desaparecidos en los abetales, escondidos en los bosquetes de mirtos y tiemblos, escapando a la gendarmería que no podía perseguirlos hasta allí, habían logrado llegar a la frontera y a los montes. Después, sin duda los criminales habían sido detenidos en el extranjero por otros crímenes y los siniestros habían cesado. -¿En qué estás pensando? -susurró Pier besando los dedos de la pálida mano distraída que acababa de acariciarle el pelo y la frente. -En esos muros negros de los que procede nuestra felicidad -respondió lentamente la vasca, sin volver la cabeza-. Mira (e indicó con el dedo una de aquella ruinas) en el fuego de esa granja volví a verte. -Yo creía que nos vimos allí por vez primera -respondió él. -No, fue la segunda -continuó Ardiane-. Yo te había visto diez días antes en la fiesta de Prades pero tú, malvado, ni siquiera te fijaste en mí. Por vez primera me latió el corazón y sentí locamente que tú eras mi hombre… desde ese instante decidí que sería tu mujer y ya sabes que lo que quiero, lo quiero. Tras haber erguido la cabeza, Pier Albrun miraba también las ruinas entre las casas completamente blancas a la luz de la luna. -¡Ah, reservada, no me lo habías dicho! -continuó él sonriendo-. Pero fue en el incendio de aquella gran cabaña de detrás de la iglesia cuando, queriendo en vano salvar al anciano matrimonio cuyos huesos ni siquiera se encontraron entre los escombros, una viga ardiendo me hirió y tú me hiciste venir a casa de tu anciana madrina, la tía Inféral, donde me cuidaste tan bien, reconfortándome con aquel buen vino caliente… ya listo… que podría haberse pensado que… Es igual, ¡aquellos pobres viejos! ¡El corazón se me oprime sólo con pensarlo! -Yo los añoro menos -dijo la vasca-; los conocí cuando era niña; me pagaban mal mis hilos y mis cuerdas: tres sous, cinco sous, y refunfuñando; la vieja reía irónicamente al verme bella… y luego ¡cómo trató de calumniarme con su infame boca! ¡Y sin darle jamás nada a los pobres! Así que, puesto que todos somos mortales… ¿Para qué servían aquellos avariciosos? Si las quemadas hubiéramos sido nosotras, habrían dicho: ¡Bien hecho! Y lo mismo, más o menos, habrían dicho de los demás. No pienses más en ellos. Mira, aquélla era la cabaña Desjoncherêts: ésa sí que ardía de lo lindo ¿verdad? Ese día me besaste por primera vez, después, en nuestra casa. Habías salvado al niño; ¡cuánto esfuerzo te costó! ¡cómo te admiraba! Te dije que estabas muy guapo con tu casco de reflejos rojizos… Aquel beso… si supieras… Luego tendió su mano hacia el exterior y su alianza brilló bajo un rayo de luz. Y prosiguió: -Luego, mira, tras ésa nos comprometimos; tras aquélla fui tuya en el troje; y tras esa otra tú ganaste finalmente tu fuerte y querida herida, Pier… Por lo tanto, me gusta mirar esos agujeros oscuros, le debemos nuestra alegría, el buen puesto de guarda forestal, nuestra boda, y esta casita… en la que ha nacido nuestro hijo. -Sí -dijo Pier Albrun- eso prueba que Dios saca bien del mal… Pero, no importa, si tuviera al alcance de mi carabina al trío de facinerosos… Ella se volvió con los ojos graves; sus cejas, contraídas, se juntaron formando una línea negra. -Cállate, Pier -dijo- ¿Nos corresponde a nosotros maldecir las manos que prendieron el fuego? Le debemos, como te digo, hasta esa Cruz que aprietas en tu puño. Reflexiona un poco, mi querido Pier: sabes bien que la ciudad sólo tiene un servicio contra incendios para los arrabales y los tres pueblos; Prades y Céret están demasiado lejos. Tú, pobre sargento de bomberos, siempre alerta, metido en el cuartel sin posibilidad de permisos, teniendo que tener constantemente listos para cualquier emergencia a tus hombres, sólo podías salir de aquella prisión para tu servicio. Una sola ausencia podía dejarte sin paga y sin grado. ¡Necesitabais una hora para venir cuando había fuego!… Yo trenzaba mi cáñamo a razón de cinco sous al día en Ypinx, con la temblorosa vieja a mi cargo… y el invierno era muy duro… ¿Cómo irme a vivir a la ciudad sin venderme un poco como las demás? Y como comprendes, tú, mi único hombre, ¡eso no podía ser! Luego sin todos esos hermosos siniestros, yo estaría aún torciendo cuerdas en las callejas, en el pueblo y tú, tú, andarías aún entre fuegos; no nos habríamos vuelto a ver, no habríamos hablado, ni nos hubiéramos unido. Créeme, ¡eso merece lo que les pasó a todos aquellos… indiferentes! -¡Cruel, tienes sangre de volcán en las venas! -respondió Albrun. -Además -prosiguió ella con una extraña sonrisa que hizo que él se sobresaltara- los contrabandistas tienen otras muchas cosas que hacer antes que venir a ensañarse por nada. ¡Quita pues! ¡Deja que los simples de aquí piensen que fueron ellos! El guarda, sin darse cuenta de lo que sentía, la miró inquieto en silencio, luego: -¿Entonces quién fue? -dijo-. Aquí todo el mundo se quiere, se conocen, no ha habido ladrones ni malhechores jamás. Nadie sino esos asesinos de aduaneros tenía interés en… ¿Qué mano se habría atrevido… por venganza… a…? -¡Tal vez fuera por amor! -dijo la vasca- Mira, ya sabes, si me enamoro… cielo y tierra perecen antes de que… ¿Qué mano dices? Veamos, Pier… ¿Y si fuera la que tienes ahí bajo tus labios? Albrun, que conocía bien a su mujer, sobrecogido, dejó caer la mano que besaba y sintió que el corazón se le helaba. -¿Estás de broma, Ardiane? Pero la salvaje criatura perfumada, la bella fiera, en un embriagador impulso de amor, lo atrajo por el cuello y con una voz entrecortada cuyo aliento quemó el oído del joven, le susurró, muy bajito, por debajo del cabello: -¡Yo te adoraba, Pier! Estábamos en la indigencia y prenderle fuego a esos cuchitriles era la única forma de vernos, de pertenecernos el uno al otro y de tener a nuestro hijo. Ante aquellas horribles palabras, Pier Albrun, el ex buen soldado, se había levantado con las ideas confundidas y vértigo en las pupilas. Aturdido, se tambaleaba. De repente, sin decir ni palabra, el guarda forestal lanzó por la ventana hacia las tinieblas, hacia el torrente, la Cruz de Honor y de foma tan violenta que una de las aristas de plata de aquella joya, arañó una roca al caer e hizo surgir una chispa antes de hundirse en la espuma. Luego hizo un gesto hacia el arma colgada en la pared; pero su mirada se encontró con los ojos dormidos de su hijo y se detuvo, lívido, cerrando los párpados. -¡Que este niño sea sacerdote para que pueda absolverte! -dijo después de un gran silencio. Pero la vasca era tan ardientemente bella que, hacia las cinco de la mañana, y como los persuasivos deseos iban cegando poco a poco la conciencia del joven, su terrible compañera terminó por parecerle dotada de un corazón heroico. En definitiva, Pier Alrun, en las delicias de Ardiane Inféral, claudicó y perdonó. Y, si hay que hablar francamente, después de todo, ¿por qué no iba a perdonarla? Otro, gritando un adiós ronco, se habría marchado y tres meses después los periódicos habrían relatado su muerte «gloriosa» en China o en Madagascar; el niño, dejado en la miseria, habría vuelto al limbo; y la vasca, mantenida en alguna ciudad, se habría encogido sin duda de hombros al conocer la noticia lejana que la convertía en viuda y, en voz baja, habría tratado al difunto de imbécil. Ésos habrían sido los resultados de una integridad demasiado rígida. Hoy, Pier y Ardiane se adoran y -sin contar la sombra del secreto que guardan y que los une para siempre- parecen felices… Él consiguió repescar su Cruz, que se había ganado bien, por otra parte, y que lleva puesta. En fin, si se piensa en lo que la humanidad admira, estima o aprueba, este desenlace, para todo espíritu serio y sincero, ¿no es el más plausible? FIN «Le secret de la belle Ardiane»,Histoires insolites, 1888 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Flores de las tinieblas
Cuento
Al señorEdmond Deman “Cuidado con lo de abajo”-Dicho popular En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle -al final del barrio de Saint Honoré- parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones -cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped- interceptaban el resplandor interior. En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche. Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar. No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso -que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata-. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que -con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos- le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente. En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido de los naipes, del oro de las puestas, de las piezas de nácar y de los billetes sobre el tapete verde. El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de languidez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, el ébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tussert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya perversa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aquellos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los ha hecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado a hachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, realmente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos momentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más su silueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicaba una sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostro la energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas, rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilíneas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a veces fija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su voz había adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo, se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto, con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín de franjas de seda. Muy mundano, «lanzado» como si hubiera intentado huir -más bien recibido que admitido, es verdad-,se le admitía gracias a esa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algunos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para salpimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuelta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable de sus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque su sórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los desertores, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escépticos modernos). Pero ¿por qué seguir llevando aquellos hábitos? ¿Quizá porque, habiéndose puesto de moda con aquella ropa, temía comprometer su originalidad vistiéndose de levita? ¡Desde luego que no! Es que era ya demasiado tarde; es que ya tenía el sello. ¿Es que aquellos que, siendo como él, tomaban una apariencia laica no eran reconocibles siempre? Se diría que todos los trajes que llevasen siempre transparentarían la invisible sotana de Neso que no podían arrancarse del cuerpo, aunque sólo se la hubiesen puesto una vez: siempre se notaría su ausencia. Y cuando a imitación de un Renan, por ejemplo, murmuran del Señor, su juez, parece por intervalos que, en medio de no se sabe qué VERDADERA noche que surge en el fondo de sus ojos se oye -entre el súbito reflejo de una linterna sorda y bajo el follaje de los olivos- el chasquido del viscoso beso del Eufemismo sobre la mejilla divina. Ahora bien: ¿de dónde provenía el oro que sacaba todos los días de su negro bolsillo? ¿Del juego? Puede. Se insinuaba eso, aunque sin profundizar en ello, ya que no se le conocían deudas, ni queridas, ni otras ventajas como ésas. ¡Por lo demás, hoy día…! ¿Eso qué importa? ¡Cada cual tiene sus asuntillos! Las mujeres lo consideraban un hombre «encantador», y punto final. De repente, Tussert, que había robado malas cartas, dijo descubriendo su juego: -Pierdo dieciséis mil francos esta noche. -¿Le hacen veinticinco luises para que intente la revancha? -ofreció el vizconde Le Glaïeul. -Yo no propongo ni acepto jugadas de palabra y ya no tengo oro en el bolsillo -respondió Tussert-. No obstante, mi ministerio me ha hecho poseedor de un secreto -de un gran secreto-, que, si está de acuerdo, me decidiré a arriesgar contra sus veinticinco luises a cinco tantos ligados. Después de un silencio bastante justificado, preguntó el señor Le Glaïeul medio estupefacto: -¿Qué secreto? -Pues el de la IGLESIA -respondió fríamente Tussert. ¿Fue la entonación breve, rotunda y como poco mixtificada de este tenebroso vividor, o la fatiga nerviosa de la noche, o los capciosos vapores dorados del champán, o el conjunto de estas cosas lo que hizo que los dos invitados y hasta la alegre Maryelle se estremeciesen al oír esas palabras? Los tres, mirando al enigmático personaje, acababan de experimentar la misma sensación que les hubiese producido la aparición repentina de una cabeza de serpiente alzándose entre los candelabros. -La Iglesia tiene tantos secretos… que creo, al menos, poderle preguntar cuál de ellos es -respondió con seriedad ya el vizconde Le Glaïeul-, aunque, como usted puede comprender, me interesan muy poco esas revelaciones. Pero acabemos. He ganado demasiado esta noche para negarle eso; así es que de todos modos ¡van veinticinco luises a cinco tantos ligados contra «el secreto de la IGLESIA»! Por una cortesía de hombre «de mundo» no quiso recalcar: «…que no nos interesa nada». Cogieron otra vez los naipes. -¡Abate! ¿Sabe usted que en este momento tiene usted el aire del… diablo? -exclamó con un tono cándido la amabilísima Maryelle, que se había quedado como pensativa. -¡La jugada, sobre todo, es de una audacia insignificante para los incrédulos! -murmuró frívolamente el invitado ocioso con una de esas leves sonrisas parisienses, cuya serenidad ni siquiera se turba ante un salero derramado-. ¡El secreto de la Iglesia! ¡Ah! ¡Ah!… Debe ser gracioso. Tussert lo miró y después le dijo: -Ya lo apreciará usted si continúo perdiendo. La partida comenzó más lenta que las anteriores. El primer juego lo ganó… él; pero después perdió la revancha. -¡Va el último pase! -dijo. Cosa singularísima: la atención -mezclada al principio con algo de superstición burlona- había subido de tono gradualmente; se hubiera podido decir que alrededor de los jugadores se había saturado el aire de una solemnidad sutil y de una gran inquietud… Se deseaba fervientemente ganarle la partida. Estando a dos contra tres, el vizconde Le Glaïeul, después de tirado el rey de corazones, tuvo de juego los cuatro sietes y un ocho neutro; Tussert, que tenía la quinta más alta de picas, vaciló, quiso hacer una jugada de maestro exponiéndolo todo de una vez, y perdió. El golpe fue rápido. En ese momento, Maryelle se miraba con indiferencia las uñas rosadas; el vizconde, con aire distraído, examinaba el nácar de las fichas, sin hacer la pregunta suspendida sobre ellos, y el invitado ocioso, volviéndose por discreción, entreabrió (¡con un acierto lleno verdaderamente de inspiración!) los cortinajes del balcón que estaba cerca de él. Entonces a través de los árboles apareció, haciendo palidecer las luces, el alba lívida, el amanecer, cuyo reflejo tornó bruscamente mortuorias las manos de los presentes. Y el perfume del salón pareció volverse más impuro, llenándose de un vago recuerdo de placeres vendidos, de carnes voluptuosas con despecho, ¡de laxitud! Y algunos desvaídos pero impresionantes matices pasaron por los rostros de todos, denunciando con su difumino imperceptible las máculas futuras que la edad reservaba a cada uno. Aun cuando allí no se creyese en nada más que en placeres fantasmas, se sintió sonar a hueco en su existencia el golpe del ala de la vieja Tristeza del Mundo, que despertó a tan falsos juerguistas, vacíos, faltos de esperanza. Llenos de olvido, ya no se preocupaban de oír… el insólito secreto… si es que alguna vez… Pero el diácono se había levantado, glacial, sosteniendo en la mano su sombrero de teja. Después de lanzar una mirada circular, de ritual, sobre aquellos tres seres un poco cohibidos, dijo: -Señora, señores, ¡ojalá la apuesta que he perdido les haga reflexionar!… Paguemos… Y mirando con una fría fijeza a sus elegantes oyentes, pronunció en voz más baja, pero que sonó como una campanada de difuntos, estas condenables, estas fantásticas palabras: -¿El secreto de la Iglesia?… Es… QUE NO HAY PURGATORIO. Y en tanto que, no sabiendo qué pensar, se le observaba, no sin cierto pánico, el diácono, después de haber saludado, se dirigió, tranquilo, hacia el umbral, y después de haber mostrado en el dintel su cara sombría y lívida; con los ojos bajos, cerró la puerta sin hacer ruido. Una vez solos, respiraron libres del espectro. -¡Eso debe ser inexacto! -balbuceó cándidamente la sentimental Maryelle, impresionada aún. -¡Argucias del jugador que pierde, por no decir de un farsante que no sabe lo que dice! -exclamó Le Glaïeul con un tono de cochero enriquecido-. ¡El Purgatorio, el Infierno, el Paraíso!… ¡Todo eso es de la Edad Media! ¡Todo eso es pura broma! -¡No pensemos más en ello! -indicó el otro elegante. Pero en aquella maligna claridad del alba la amenazadora mentira del impío había hecho, sin embargo, su efecto. Los tres estaban muy pálidos. Se bebió, con duras sonrisas forzadas, una última copa de champán. Y aquella mañana -por mucha elocuencia que empleara el invitado ocioso- Maryelle, arrepentida quizá ante la amenaza exclusiva y excesiva del infierno, sin la condescendencia del purgatorio perdido para su esperanza, no quiso acceder a su «amor». FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Intersigno
Cuento
Lo que produce la auténtica felicidad amorosa en determinados seres, lo que constituye el secreto de su placer, lo que explica la unión fiel de determinadas parejas es, entre todas las cosas, un misterio cuyo aspecto cómico causaría terror si la sorpresa permitiera analizarlo. Las extravagancias sensuales del hombre son como la cola de un pavo real, cuyos ojos no se abren sino en el interior de su alma, y que sólo cada uno conoce su libido. Una radiante mañana de marzo de 1793, el célebre ciudadano Fouquier-Tinville, en su gabinete de trabajo de la calle de Prouvaires, sentado ante su mesa, con la mirada perdida sobre numerosos expedientes, acababa de firmar la lista de una hornada de ci-devants cuya ejecución debía llevarse a cabo al día siguiente, entre las once y media y las doce. De repente, un ruido de voces -las de un visitante y un ordenanza de guardia-, llegaron hasta él desde el otro lado de la puerta. Levantó la cabeza prestando atención. Una de las voces, que hablaba de ignorar la consigna, le hizo sobresaltarse. Se oía decir: «Soy Thermidor Moutonnet, de la sección de Hijos del deber… Dígaselo». Al escuchar aquel nombre, Fouquier-Tinville gritó: -Déjelo pasar. -¿Ve? ¡estaba seguro! -vociferó mientras entraba en la sala un hombre de unos treinta años, y de expresión bastante jovial, aunque de la impresión que causaba al verlo se desprendiera una incomprensible socarronería-. Buenos días. Soy yo, querido, tengo que decirte un par de cosas. -Sé breve: aquí no soy dueño de mi tiempo. El recién llegado cogió una silla y se acercó a su amigo. -¿Cuántas cabezas para la próxima? -preguntó indicando la lista que su interlocutor acababa de firmar. -Diecisiete -respondió Fouquier-Tinville. -¿Queda espacio entre la última y tu firma? -¡Siempre! -dijo Fouquier-Tinville. -¿Para una cabeza de sospechoso? -Habla. -Te la ofrezco. -¿Cómo se llama? -preguntó Fouquier-Tinville. -Es una mujer… que… debe estar en algún complot… que… ¿Cuánto tiempo se llevaría el proceso? -Cinco minutos. ¿Cómo se llama? -Entonces, ¿podrían guillotinarla mañana mismo? -¿Cómo se llama? -Es mi mujer. Fouquier-Tinville frunció el ceño y dejó caer la pluma. -¡Márchate, estoy muy ocupado!… -dijo- ya bromearemos más tarde. -Yo no bromeo: ¡acuso!… -exclamó el ciudadano Thermidor con expresión fría y grave, y un gesto solemne. -¿Con qué pruebas? -Con indicios. -¿Cuáles? -Los presiento. Fouquier-Tinville miró de través a su amigo Moutonnet. -Thermidor -dijo- tu mujer es una digna sans-culotte. Su paté del jueves pasado, unido a las tres botellas de viejo Vouvray (que lograste descubrir en tu bodega detrás de haces de leña de mejor calidad que los que me despachas a mí), fue muy bueno, fue excelente. Presenta mis saludos afectuosos a la ciudadana. Cenaremos juntos mañana en tu casa. Dicho esto, vete o me enfado. Ante esta respuesta casi severa, Thermidor Moutonnet se arrodilló bruscamente, juntando las manos, y con lágrimas en los ojos susurró como sofocado por una dolorosa sorpresa: -Tinville, somos amigos desde la cuna; te creía como otro yo. Crecimos en los mismos juegos. Permíteme apelar a esos recuerdos. No te he pedido nunca nada. ¿Vas a negarme el primer favor que te imploro? -¿Qué has bebido esta mañana? -Estoy en ayunas. -respondió Moutonnet abriendo mucho los ojos y sin comprender la pregunta. Después de un silencio: -Todo lo que puedo hacer por ti es ocultarle, mañana por la noche, a tu esposa tu gestión incongruente. No puedo creer que te atrevas a bromear aquí, ni que te hayas vuelto loco… aunque, después de oír lo que me pides, esta última suposición sea admisible. -Pero… ¡yo no puedo seguir viviendo con Lucrèce! -gimió el solicitante. -Tienes ganas de convertirte en cornudo, lo estoy viendo. -¡Así que me lo niegas! -¿El qué? ¿Cortarle el cuello porque habéis tenido una discusión? -¡Oh! ¡la perdida! Por favor, mi buen Tinville, por la amistad que nos une, pon su nombre en ese papel… para darme gusto. -¡Una palabra más y el que pondré será el tuyo! -refunfuñó Fouquier-Tinville volviendo a coger la pluma. -¡Ah, vamos!… ¡de eso nada! -gritó Moutonnet, lívido, incorporándose-. Vale, -suspiró- está bien; me voy. Pero, -añadió con una voz de falsete histéricamente singular, por así decirlo, y que su amigo no le conocía- confieso que no te creía capaz de negarme, después de tantos años de amistad, este primer, este insignificante favor que no te habría costado nada más que un garabato. Ven a cenar mañana, pese a todo, y ni palabra de esto a mi mujer; esto debe quedar entre nosotros dos -dijo con tono serio y, en esta ocasión, natural. Thermidor Moutonnet salió. Al quedarse solo, el ciudadano Fouquier-Tinville, después de reflexionar un momento, se tocó la frente con el dedo sonriendo fríamente; luego, tras encogerse de hombros a guisa de conclusión cogió la lista, introdujo la hoja en un ancho sobre, escribió la dirección, lo cerró, y llamó a un timbre. Un soldado apareció. -Para el ciudadano Sansón -dijo. El soldado cogió el sobre y se retiró. Sacando un reloj de oro de su chaleco de paño napolitano estampado con arabescos tricolor, y mirando la hora, Fouquier-Tinville musitó: «Las once. Vamos a almorzar.» * * * Treinta años después, en 1823, Lucrèce Moutonnet (una morena de cuarenta y ocho años, aún rolliza, fina y taimada) y su esposo Thermidor, exiliados a Bélgica tan pronto como oyeron los cañonazos del Imperio, ocupaban una casita con una abacería floreciente y un trocito de jardín, en un arrabal de Lieja. Durante aquellos lustros, y desde el día siguiente de la conocida gestión, un misterioso fenómeno se había producido. El matrimonio Moutonnet se había mostrado como el más perfecto, el más dulce, el más ferviente de todos los que el amor pasional unió jamás con sus deliciosos lazos. Parecían una pareja de tórtolos. Realizaron el modelo de existencia conyugal. Nunca surgió entre ellos ni la menor nube. Su fervor fue extremo; su fidelidad sin límite; su confianza recíproca. Y, sin embargo, el mortal al que se le hubiera concedido el poder de leer en lo más profundo de aquellos dos seres, se habría sentido tal vez muy sorprendido al conocer el verdadero motivo de su felicidad. Efectivamente, cada noche, en la oscuridad donde sus ojos brillaban y parpadeaban, mientras besaba conyugalmente a la que le era tan querida, Thermidor decía para sus adentros: «No lo sabes, no; no sabes que intenté todo lo posible para que te cortaran la cabeza… ¡Ah! Si lo supieras no me besarías. Pero, yo soy el único que lo sabe, y eso me embriaga». Y esta idea lo avivaba, le hacía sonreír suavemente en la oscuridad, lo deleitaba, lo hacía apasionarse hasta el delirio. Pues se la imaginaba sin cabeza, y esa sensación, de acuerdo con la naturaleza de sus apetencias, le producía un tremendo morbo. Lucrèce por su parte, por contagio, se decía con la misma claridad de ideas, en sus malsanas enervaciones: «Sí, elemento, ríes, estás contento, estás encantado… Me seguirás deseando siempre. ¡Crees que ignoro tu visita al bueno de Fouquier-Tinville… y que quisiste que me cortaran la cabeza, infame! Pero, mira por dónde lo sé… Soy la única que sabe lo que estás pensando sin que tú lo sepas. Hipócrita, conozco tus sentidos feroces. Y me río en voz baja, y soy feliz, pese a ti, amigo mío.» Así lo más bajo de la insania sensorial del uno había ganado al otro, por lo negativo. Así vivieron engañándose el uno al otro (y el uno por el otro) en ese detalle necio y monstruoso del que ambos extraían un terrible y continuo coadyuvante de sus macabros placeres; así murieron (ella antes) sin haber traicionado jamás el secreto mutuo de sus extrañas, de sus taciturnas alegrías. Y el viudo, Thermidor Moutonnet, sin hijos, permaneció fiel a la memoria de aquella esposa, a la que sólo sobrevivió unos cuantos años. Además, ¿qué mujer habría podido reemplazar a su querida Lucrèce? FIN Chez les passants, 1890 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La aventura de Tse i La
Cuento
¡Oh, los bellos atardeceres! Ante los brillantes cafés de los bulevares, en las terrazas de las horchaterías de moda, ¿qué de mujeres con trajes multicolores, qué de elegantes “callejeras” dándose tono! Y he aquí las pequeñas vendedoras de flores, que circulan con sus frágiles canastillas. Las bellas desocupadas aceptan esas flores perecederas, sobrecogidas, misteriosas… -¿Misteriosas? -¡Sí, sí las hay! Existe, -sépanlo, sonrientes lectoras-, existe en el mismo París cierta agencia que se entiende con varios conductores de los entierros de lujo, incluso con enterradores, para despojar a los difuntos de la mañana, no dejando que se marchiten inútilmente en las sepulturas todos esos espléndidos ramos de flores, esas coronas, esas rosas que, por centenares, el amor filial o conyugal coloca diariamente en los catafalcos. Estas flores casi siempre quedan olvidadas después de las fúnebres ceremonias. No se piensa más en ello; se tiene prisa por volver. ¡Se concibe! Es entonces cuando nuestros amables enterradores se muestran más alegres. ¡No olvidan las flores estos señores! No están en las nubes; son gente práctica. Las quitan a brazadas, en silencio. Arrojarlas apresuradamente por encima del muro, sobre un carretón propicio, es para ellos cosa de un instante. Dos o tres de los más avispados y espabilados transportan la preciosa carga a unos floristas amigos, quienes gracias a sus manos de hada, distribuyen de mil maneras, en ramitos de corpiño, de mano, en rosas aisladas inclusive, estos melancólicos despojos. Llegan luego las pequeñas floristas nocturnas, cada una con su cestita. Pronto circulan incesantemente, a las primeras luces de los reverberos, por los bulevares, por las terrazas brillantes, por los mil y un sitios de placer. Y jóvenes aburridos y deseosos de hacerse agradables a las elegantes, hacia las cuales sienten alguna inclinación, compran estas flores a elevados precios y las ofrecen a sus damas. Estas, todas con rostros empolvados, las aceptan con una sonrisa indiferente y las conservan en la mano, o bien las colocan en sus corpiños. Y los reflejos del gas empalidecen los rostros. De suerte que estas criaturas-espectros, adornadas así con flores de la Muerte, llevan, sin saberlo, el emblema del amor que ellas dieron y el amor que reciben.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La cartelera celeste
Cuento
Una tarde de otoño en la que, junto a personas con opinión, tomábamos el té alrededor de un buen fuego, en casa de uno de nuestros amigos, el barón Xavier de la V… (pálido joven a quien las largas fatigas militares soportadas en África, siendo joven aún, le habían vuelto de una debilidad de carácter y de un salvajismo de costumbres poco común), la conversación recayó sobre un tema de lo más sombrío: se trataba de la naturaleza de esas coincidencias extraordinarias, asombrosas, misteriosas, que suceden en la existencia de algunas personas. -He aquí una historia -nos dijo- que no acompañaré con ningún comentario. Es verídica. Quizás les parezca impresionante. Encendimos unos cigarrillos y escuchamos el siguiente relato: -En 1876, en el solsticio de otoño, en ese tiempo en que el número creciente de inhumaciones hechas a la ligera -demasiado precipitadas- comenzaba a revolver y alarmar a la Burguesía parisina, un cierto atardecer, hacia las ocho, a la salida de una sesión de espiritismo de las más curiosas, al volver a mi casa, me sentí bajo la influencia de ese tedio hereditario cuya negra obsesión desbarata y reduce a la nada los esfuerzos de la Facultad. Por instigación doctoral he tenido que emborracharme en vano, muchas veces, con el brebaje de Avicena; en vano he intentado convertirme, bajo cualquier fórmula, en quintales de hierro y, pisoteando todos los placeres, he hecho descender, cual nuevo Robert d’Arbrissel2, el mercurio de mis ardientes pasiones hasta la temperatura de los Samoyedas, ¡nada ha prevalecido! ¡Vamos! ¡Decididamente, parece que soy un personaje taciturno y oscuro! Pero ocurre que, bajo una apariencia nerviosa, yo debo de estar construido, como suele decirse, a cal y canto, puesto que aún soy capaz, después de tantas preocupaciones, de contemplar las estrellas. Así pues, esa noche, una vez en mi habitación, tras encender un cigarrillo con las velas del espejo, me di cuenta de que estaba mortalmente pálido y me sepulté en un amplio sillón, antiguo mueble de terciopelo granate acolchado, en el que el vuelo de las horas, en mis largos ensueños, me parece menos lento. El ataque de tedio era insoportable hasta el malestar, ¡hasta el abatimiento! Y, como ninguna distracción mundana lograba apartarme de tales sombras -sobre todo en medio de las horribles preocupaciones de la capital- decidí, como prueba, alejarme de París, ir lejos a respirar un poco de naturaleza, entregarme a ejercicios fuertes, a algunas saludables partidas de caza, por ejemplo, para intentar distraerme. Apenas acababa de tener tal pensamiento, en el mismo instante en que me decidí por esa línea de conducta, vino a mi memoria el nombre de un viejo amigo, olvidado desde hacía años: -¡El abate Maucombe!… -dije, en voz baja. Mi último encuentro con el sabio clérigo databa del momento de su partida para una larga peregrinación por Palestina. La noticia de su retomo me había llegado tiempo atrás. El humilde presbítero vivía en un pueblecito de la Baja Bretaña. ¿Dispondría allí Maucombe de una habitación cualquiera, de un cuchitril? Seguramente, ¿habría reunido en sus viajes muchos volúmenes antiguos? ¿Curiosidades del Líbano? ¿Los estanques que hay junto a las moradas vecinas esconderían, todavía, patos salvajes?… ¡Qué oportunidad!… Si yo quería disfrutar, antes de los primeros fríos, de la última quincena del mágico mes de octubre en aquellos rojizos roquedales, si aún pretendía ver resplandecer los largos atardeceres de otoño en las boscosas alturas, ¡debía apresurarme! El reloj dio las nueve. Me levanté; sacudí la ceniza de mi cigarro. Después, como hombre decidido, me puse el sombrero, la hopalanda y los guantes; cogí mi maleta y mi escopeta, apagué las velas y salí, tras cerrar cuidadosamente y con triple vuelta la vieja cerradura secreta que es el orgullo de mi puerta. Tres cuartos de hora más tarde, el tren de la línea de Bretaña me llevaba hacia el pueblecito de Saint-Maur, donde estaba destinado el abate Maucombe; incluso había tenido tiempo, en la estación, de expedir una carta escrita a toda prisa, en la que prevenía a mi padre de mi partida. A la mañana siguiente estaba en R…, desde dónde sólo había unas dos leguas hasta Saint-Maur. Deseoso de pasar una buena noche (para poder utilizar mi escopeta desde el alba del día siguiente), y ya que toda siesta me parece capaz de atropellar la perfección de mi sueño nocturno, y para mantenerme despierto a pesar de mi fatiga, consagré mi jornada a visitar a varios antiguos compañeros de estudios. Hacia las cinco de la tarde, una vez cumplidos tales deberes, hice ensillar mi caballo en el Soleil d’Or, donde había permanecido, y, con las luces del crepúsculo, me encontré ante una aldea. Mientras caminaba, había recordado al clérigo en cuya casa tenía la intención de detenerme durante algunos días. El lapso de tiempo que había transcurrido desde nuestra última entrevista, las excursiones, los acontecimientos ocurridos entre tanto y su aislamiento debían de haber modificado su carácter y su persona. Lo encontraría encanecido. Pero conocía la fortificante conversación del docto rector, y me confortaba pensar en las veladas que pasaríamos juntos. -¡El abate Maucombe! -no cesaba de repetirme en voz baja-, ¡excelente idea! Al preguntar por su residencia a los ancianos que apacentaban a los animales a lo largo de las cunetas, tuve la certeza de que el cura -como perfecto confesor de un Dios misericordioso- había ganado profundamente el afecto de sus feligreses y, cuando me indicaron el camino del presbiterio bastante alejado de la manzana de casuchas y chamizos que constituye el villorio de Saint-Maur, me dirigí hacia allí. Llegué. El aspecto campestre de la casa, las ventanas y sus celosías verdes, los tres escalones de asperón, las hiedras, clemátides y las rosas de té que trepaban por los muros hasta el techo, de donde salía, por un tubo en forma de veleta, una pequeña humareda, me inspiraron ideas de recogimiento, de salud y de profunda paz. Los árboles de un prado vecino mostraban, a través de las cercas de un vallado, sus hojas enmohecidas por la exasperante estación. Las dos ventanas del único piso brillaban a la luz de Occidente; entre ellas mediaba una hornacina donde estaba situada la imagen de un santo. Silenciosamente, eché pie a tierra: até mi caballo al postigo y levanté la aldaba de la puerta, mientras lanzaba una mirada de viajero al horizonte, a mi espalda. Pero éste brillaba de tal forma por encima de los lejanos bosques de encinas y de pinos salvajes donde los últimos pájaros volaban en el atardecer; en la lejanía, las aguas de un estanque cubierto de cañas reflejaban tan solemnemente el cielo, la naturaleza estaba tan hermosa, entre esos aires calmados, en ese campo desierto, en ese momento en que el silencio cae, que, sin soltar la aldaba suspendida en el aire, enmudecí. -¡Oh, tú! -pensé-, que no encuentras el asilo de tus sueños y para quien la tierra de Canaán, con sus palmerales y sus aguas vivas, no aparece en medio de las auroras, tras haber caminado tanto bajo duras estrellas, viajero tan alegre al partir y ahora ensombrecido -corazón hecho para otros exilios que éstos cuya amargura compartes con malvados hermanos-, ¡mira! ¡Aquí puede uno sentarse en la piedra de la melancolía! ¡Aquí los sueños muertos resucitan, precediendo los momentos de la tumba! Si quieres tener un verdadero deseo de morir, acércate: aquí la visión del cielo exalta incluso el olvido. Yo me encontraba en ese estado de laxitud en el que los sensibilizados nervios vibran a la menor excitación. Una hoja cayó a mi lado; su ruido furtivo me estremeció. ¡Y el mágico horizonte de esa tierra entró en mis ojos! Me senté, solo, delante de la puerta. Tras algunos instantes, como la tarde comenzara a refrescar, volví a la realidad. Me levanté apresuradamente y retomé la aldaba de la puerta contemplando la risueña casa. Pero, apenas la observé de nuevo distraídamente, me vi forzado a detenerme, preguntándome, esta vez, si no sería presa de alguna alucinación. ¿Era ésta la casa que yo acababa de ver? ¿Qué antigüedad denunciaban, ahora, sus largas grietas entre las pálidas hojas? El edificio tenía un aire extraño; los ladrillos iluminados por los agónicos rayos del atardecer ardían con una intensa luz; el hospitalario portal me invitaba con sus tres escalones; pero al concentrar mi atención en las grises baldosas vi que acababan de ser pulidas, que aún quedaban señales de letras grabadas, y vi también que provenían del cementerio vecino, cuyas negras cruces se me aparecían, ahora, al otro lado, a un centenar de pasos. Y la casa me pareció tan cambiada que me producía escalofríos, y los ecos del lúgubre golpe de aldaba, que dejé caer en mi aprensión, resonaron, en el interior de la morada, como la vibración de un toque de difuntos. Este tipo de visiones, que son más morales que físicas, se borran con facilidad. Sí, yo era víctima, sin dudarlo un segundo, de ese abatimiento intelectual que antes indiqué. Estaba tan ansioso por ver un rostro que, con su humanidad, me ayudase a disipar ese recuerdo, que empujé el picaporte sin esperar más. Entré. La puerta, movida por un resorte, se cerró sola, a mis espaldas. Me encontré en un largo corredor en cuyo extremo Nanon, el ama de llaves, vieja y alegre, bajaba las escaleras con una vela en la mano. -¡Señor Xavier!… -exclamó ella, muy risueña al reconocerme. -¡Buenas noches, mi Nanon! -le respondí, entregándole a toda prisa mi maleta y mi escopeta. (Había olvidado mi hopalanda en la habitación del Soleil d’Or.) Subí. Un minuto después, abracé a mi viejo amigo. La afectuosa emoción de las primeras palabras y el sentimiento de melancolía por el pasado nos oprimieron, al abate y a mí, durante algunos momentos. Nanon vino a traernos la lámpara y a anunciarnos la cena. -Mi querido Maucombe -dije mientras le cogía el brazo para bajar-, la amistad intelectual es una cosa para toda la vida y veo que compartimos tal sentimiento. -Es propio de espíritus cristianos que tienen una similitud divina muy cercana, -me respondió-. Sí. El mundo tiene creencias menos «razonables» por las cuales algunos partidarios sacrifican su vida, su felicidad, su deber. ¡Son fanáticos!, -acabó sonriendo-. Escojamos, como fe, la más útil, puesto que somos libres y nos convertimos en nuestra creencia. -El hecho es -le respondí yo- que ya es muy misterioso que dos y dos sumen cuatro. Pasamos al comedor. Durante la cena, el abate, tras haberme reprochado dulcemente el olvido al que lo había relegado durante tanto tiempo, me puso al corriente de las costumbres del pueblecito. Me habló de la región, y me contó dos o tres anécdotas referidas a sus hacendados vecinos. Me narró sus proezas personales en la caza y sus triunfos en la pesca: por decirlo todo, fue de una afabilidad y de una vivacidad encantadoras. Nanon, diligente servidora, se apresuraba, se multiplicaba a nuestro alrededor y su ancha cofia adquiría movimiento en sus alas. Como liase un cigarrillo mientras tomábamos el café, Maucombe, que era un antiguo oficial de dragones, me imitó; al sorprendernos el silencio de las primeras bocanadas en nuestros pensamientos, me puse a observar atentamente a mi anfitrión. Este sacerdote era un hombre de cuarenta y cinco años, más o menos, y de gran altura. Largos cabellos grises rodeaban con sus enrollados rizos su delgado y fuerte rostro. Sus ojos brillaban con mística inteligencia. Sus rasgos eran regulares y austeros; su esbelto cuerpo resistía el paso de los años: sabía llevar la larga sotana. Sus palabras, llenas de ciencia y de dulzura, estaban sostenidas por una voz bien timbrada que provenía de unos excelentes pulmones. En fin, me parecía que poseía una salud vigorosa: los años lo había alterado muy poco. Me hizo pasar a su pequeño salón biblioteca. La falta de sueño causada por un viaje, predispone al escalofrío; la noche era de un frío glacial, mensajero del invierno. Así que sentí cierto alivio cuando una brazada de sarmientos ardió, entre dos o tres leños, ante mis rodillas. Con los pies en los morillos, y acodados en nuestros sillones de cuero bruñido, hablamos, naturalmente, de Dios. Yo estaba cansado. Escuchaba sin responder. -Para concluir -me dijo Maucombe levantándose-, nosotros estamos aquí para testimoniar, con nuestras obras, nuestras ideas, nuestras palabras y nuestra lucha contra la Naturaleza, para testimoniar si damos la talla. Y terminó con una cita de Joseph de Maistre: «Entre el Hombre y Dios, sólo hay Orgullo.» -A pesar de ello -le dije-, ¿acaso no tenemos nosotros el honor de existir (nosotros, los niños mimados de la Naturaleza) en un siglo ilustrado? -Prefiramos la Luz de los siglos -me respondió sonriendo. Habíamos [legado al rellano con las velas en las manos. Un largo pasillo paralelo al de abajo separaba mi habitación de la de mi anfitrión: insistió en instalarme él mismo. Entramos; miró si faltaba algo y cuando se acercó a mí para estrecharme la mano y darme las buenas noches, un vivo reflejo de mi vela cayó en su rostro. ¡Esta vez, me estremecí. ¿Era un agonizante quien estaba de pie, allí, cerca del lecho? ¡El rostro que estaba delante de mí no era, no podía ser, el rostro de la cena! O, al menos, si lo reconocía vagamente, me parecía que no lo había visto, realmente, sino en ese momento. Una única reflexión me hizo comprender: el abate me producía, humanamente, la segunda sensación que, por una oscura correspondencia, su casa me había hecho sentir. La cabeza que contemplaba era grave, muy pálida, de una palidez mortal, y las pupilas estaban cerradas. ¿Había olvidado mi presencia? ¿Rezaba? ¿Por qué se mantenía así? Su persona estaba revestida de una solemnidad tan repentina que cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, un segundo después, el buen abate estaba todavía allí, ¡pero ahora sí que lo reconocía! ¡En buena hora! Su amistosa sonrisa disipaba en mí cualquier preocupación. Aquella impresión no había durado tanto como para hacerle una pregunta. Había sido una aprensión, una especie de alucinación. Maucombe me deseó, por segunda vez, buenas noches y se retiró. Una vez solo pensé: «¡Un profundo sueño, eso es lo que necesito!» Excitado pensé en la Muerte; encomendé mi alma a Dios y me metí en la cama. Una de las particularidades de la extremada fatiga es la imposibilidad de conciliar el sueño inmediatamente. Todos los cazadores han sentido lo mismo. Es algo notorio. Yo esperaba dormir rápida y profundamente. Tenía puestas grandes esperanzas en una buena noche. Pero, al cabo de diez minutos, me fue preciso reconocer que el nervioso malestar no se dejaba adormecer. Oía tics-tacs, breves crujidos de la madera y de las paredes. Sin duda, relojes de muerte3. Cada uno de los imperceptibles ruidos de la noche se correspondía, en todo mi ser, con una descarga eléctrica. Las negras ramas se agitaban con el viento, en el jardín. A cada momento, briznas de hiedra golpeaban mi ventana. Tenía un sentido auditivo comparable al de la gente que muere de hambre. -He tomado dos tazas de café -pensé-. ¡Es eso! Y, apoyándome en la almohada, me puse a contemplar, obstinadamente, la luz de la vela, colocada encima de la mesilla cercana. La miré con fijeza, por entre las pestañas, con esa intensa atención que la absoluta distracción del pensamiento da a la mirada. Una pequeña pila de agua bendita, de porcelana coloreada, con su rama de boj, estaba colgada en la cabecera de mi cama. Mojé mis párpados con agua bendita para refrescarlos, luego apagué la vela y cerré los ojos. El sueño se acercaba: la fiebre se apaciguaba. Iba a dormirme. Tres golpecitos secos, imperativos, sonaron en mi puerta. -¡Eh! -me dije sobresaltado. Entonces comprendí que mi primer sueño ya había comenzado. Ignoraba dónde me encontraba. Me creía en París. Algunos reposos producen esa clase de ridículos olvidos. Al haber perdido de vista, casi inmediatamente, la causa principal de mi despertar, me estiré voluptuosamente, en una completa inconsciencia de mi situación. -A propósito -me dije a mí mismo de pronto-, pero, ¿han llamado? ¿Quién puede ser?… En esa parte de mi frase vino a mi memoria la confusa y oscura noción de que ya no estaba en París sino en un presbiterio de Bretaña, en casa del abate Maucombe. En un abrir y cerrar de ojos, me encontré en medio de la habitación. Mi primera impresión, al mismo tiempo que la del frío en los pies, fue la de una viva luz. La luna llena brillaba, frente a la ventana, por encima de la iglesia, y, en el suelo, por entre las blancas cortinas, recortaba su ángulo de llama pálida y desierta. Era medianoche. Mis ideas eran mórbidas. ¿Qué sucedía? La oscuridad era extraordinaria. Cuando me aproximaba a la puerta, un rayo de luz, que surgía del ojo de la cerradura, cayó en mi mano y en mi manga. Había alguien detrás de la puerta: realmente habían llamado. Sin embargo, a dos pasos del pomo, me detuve. Una cosa me parecía sorprendente: la naturaleza de la luz que recorría mi mano. Era una luz helada, sangrienta, que no iluminaba. Por otro lado, ¿cómo podía ser que no viera ningún rastro de luz bajo la puerta, en el corredor? ¡En verdad, lo que surgía del ojo de la cerradura me producía la impresión de la mirada fosforescente de un búho! En ese momento, fuera, el carillón de la iglesia, en medio del viento nocturno, dio la hora. -¿Quién está ahí? -pregunté en voz baja. La luz se apagó: iba a acercarme… Pero la puerta se abrió, totalmente, lenta y silenciosamente. Ante mí, en el pasillo, estaba, de pie, una figura alta y negra, un cura, con el sombrero en la cabeza. La luna lo iluminaba por completo, a excepción del rostro: sólo veía el fuego de sus pupilas que me observaban con una solemne fijeza. Un halo del otro mundo envolvía al visitante, su actitud oprimía mi alma. Paralizado por un terror que instantáneamente llegó al paroxismo, contemplé, en silencio, al desolador personaje. De pronto, el cura alzó el brazo, lentamente hacia mí. Me mostraba algo pesado y vago. Era una capa. Una gran capa negra, una capa de viaje. Me la tendía, ¡como si me la ofreciera!… Cerré los ojos para no verlo. ¡Oh! ¡No quería verlo! Pero un pájaro nocturno, con un espantoso grito, pasó entre nosotros, y el viento de su aleteo, al rozar mis párpados, me hizo reabrirlos. Percibí que volaba por la habitación. Entonces -y con un estertor de angustia, porque las fuerzas me traicionaban impidiéndome gritar-, cerré la puerta con mis dos manos crispadas y extendidas y eché violentamente el cerrojo, ¡frenético y con los cabellos erizados! Cosa extraña, me pareció que todo lo sucedido no provocaba ningún ruido. Era más de lo que mi organismo podía soportar. Me desperté. Estaba sentado en la cama, con los brazos estirados hacia delante; estaba helado, con la frente empapada de sudor; mi corazón golpeaba las paredes de mi pecho con grandes y sombríos latidos. -¡Ah! -me dije-. ¡Qué sueño más espantoso! Sin embargo, mi insuperable ansiedad persistía. Necesité más de un minuto antes de atreverme a mover el brazo para coger las cerillas: temía sentir que una mano tomase la mía en la oscuridad y me la estrechase amigablemente. Tuve un sobresalto al oír el chasquido de las cerillas en el hierro del candelabro. Encendí la vela. Al punto, me sentí mucho mejor; la luz, vibración divina, transforma los fúnebres entornos y nos consuela de los terrores. Decidí beber un vaso de agua fría para reponerme del todo y salí del lecho. Al pasar delante de la ventana, noté una cosa: la luna era exactamente igual a la de mi sueño, aunque no la hubiera visto antes de meterme en la cama; y, al ir, con la vela en la mano, a examinar la cerradura de la puerta, constaté que una vuelta de llave había sido dada desde dentro, cosa que yo no había hecho antes de dormirme. Ante tales descubrimientos, miré a mi alrededor. Comencé a pensar que el asunto tenía un carácter bastante insólito. Me volví a acostar, me recosté, e intenté razonar, probándome a mí mismo que todo era un ataque de sonambulismo muy lúcido, pero esto me tranquilizaba cada vez menos. Sin embargo, el cansancio se apoderó de mí como una ola, acunó mis negros pensamientos y me durmió repentinamente en mi angustia. Cuando desperté, un sol espléndido iluminaba la habitación. Era una mañana radiante. Mi reloj, colgado en la cabecera del lecho, señalaba las diez. Porque, ¿hay algo mejor que el día, el sol radiante, para reconfortamos? ¡Sobre todo cuando se siente el exterior embalsamado y el campo lleno de una fresca brisa en los árboles, y las espinosas malezas, las cunetas cubiertas de flores totalmente húmedas por el rocío de la aurora! Me vestí a toda prisa, sin acordarme del oscuro comienzo de mi última noche. Totalmente recuperado por reiteradas abluciones de agua fría, bajé. El abate Maucombe se encontraba ya en el comedor: sentado ante una mesa puesta, leía un periódico mientras me esperaba. Nos estrechamos la mano. -¿Has pasado una buena noche, mi querido Xavier? -me preguntó. -¡Excelente! -respondí distraídamente (por costumbre y sin conceder la menor importancia a lo que yo decía). La verdad es que tenía apetito: eso es todo. Apareció Nanon trayéndonos el desayuno. Mientras lo tomábamos, nuestra charla fue a la vez profunda y alegre: el hombre que vive santamente conoce la alegría y sabe comunicarla. De repente me acordé de mi sueño. -A propósito, mi querido abate, recuerdo que he tenido esta noche un sueño singular, y de una rareza… ¿cómo podría expresarlo? Veamos… ¿sorprendente?, ¿pasmosa?, ¿terrorífica? Juzgue y escoja. Y, mientras pelaba una manzana, comencé a narrarle con todo detalle la negra alucinación que había turbado mi primer sueno. En el momento en que había llegado al gesto del sacerdote al ofrecerme la capa, y antes de que hubiera iniciado esa frase, se abrió la puerta del comedor. Nanon, con esa familiaridad propia del ama de llaves de un cura, entró, como un rayo de sol, en nuestra conversación, e, interrumpiéndome, me entregó un papel. -¡Aquí tiene una carta «urgente» que un campesino acaba de traer, hace un instante, para el señor! -dijo. -¡Una carta! ¡Ya! -exclamé, olvidándome de mi historia-. Es de mi padre. ¿Cómo es posible? Mi querido abate, me permite que la lea, ¿no es cierto? -¡Sin duda! -dijo el abate Maucombe, perdiendo también la historia de vista y sufriendo magnéticamente el interés que tomaba en la carta-: ¡sin duda! La abrí. Así, la súbita irrupción de Nanon había desviado nuestra atención. -Vaya -dije-, ¡qué gran contrariedad!: Apenas he llegado y ya me veo obligado a partir. -¿Cómo? -preguntó el abate Maucombe, dejando su taza sin beber. -Me ha escrito para que regrese a toda prisa, a causa de un proceso de gran importancia. Esperaba que no se viese la causa hasta diciembre: pero me avisa que se va a ver en la próxima quincena y como soy el único que puede ordenar los datos que nos harán ganar el juicio, tengo que ir… ¡Vaya!, ¡qué fastidio! -¡Verdaderamente, es enojoso! -dijo el abate-; ¡muy enojoso! Al menos, prométeme que en cuanto ese asunto haya terminado… El gran negocio es la salvación: ¡yo esperaba servir para algo en lo referente a la tuya y te escapas! Yo que pensaba que el buen Dios te había enviado… -Mi querido abate, -exclamé-, le dejo mi escopeta. Antes de tres semanas estaré de vuelta y, esa vez, si quiere, me quedaré algún tiempo. -Ve, pues, en paz -dijo el abate Maucombe. -¡Es que se trata de casi toda mi fortuna! -murmuré. -¡La fortuna es Dios! -dijo simplemente Maucombe. -Y mañana, cómo viviría yo si… -Mañana, no se vive ya -respondió. En seguida nos levantamos de la mesa, un poco consolados del contratiempo por la promesa de mi retorno. Fuimos a pasear por el jardín y a visitar las dependencias del presbiterio. Durante toda la jornada, el abate me mostró, con complacencia, sus pobres tesoros rurales. Luego, mientras leía su breviario, me fui, solitario, a los alrededores, para respirar con deleite el aire fresco y puro. Maucombe, a su vuelta, narró algo de su viaje a Tierra Santa; todo ello nos mantuvo ocupados hasta la hora del crepúsculo. Llegó la noche. Tras una frugal cena, le dije al abate Maucombe: -Amigo mío, el express sale a las nueve en punto. Desde aquí a R… tengo una hora y media de camino. Necesito media hora para dejar el caballo en el albergue y pagar la posada; en total, dos horas. Son las siete: lo dejo ahora mismo. -Te acompañaré un poco -dijo el sacerdote-: este paseo será saludable. -A propósito -le dije yo preocupado-, esta es la dirección de mi padre (es donde resido en París), por si debemos escribirnos. Nanon cogió la tarjeta y la depositó en una juntura del cristal. Tres minutos después, el abate y yo abandonábamos el presbiterio y avanzábamos por el camino. Yo tenía mi caballo cogido por la brida, como es lógico. Éramos ya dos sombras. Cinco minutos después de nuestra partida, una penetrante bruma, una llovizna fina y muy fría, arrastrada por una ráfaga de viento, golpeó nuestras manos y rostros. Me detuve. -Mi viejo amigo -dije al abate-, ¡no!, decididamente, no puedo permitir esto. Su existencia es demasiado preciosa y esta humedad glacial es malsana. Vuelva. Esta lluvia podría empaparlo peligrosamente. Regrese, se lo ruego. Al cabo de unos instante, el abate, pensando en sus fieles, se rindió a mis razonamientos. -¿Tengo tu promesa, amigo mío? -me dijo. Y como yo le tendiera la mano: -¡Un momento! -añadió-, estoy pensando que aún tienes mucho camino que hacer y que esta bruma, en efecto, es penetrante. Tuve un temblor. Estábamos el uno junto al otro, inmóviles, mirándonos fijamente como dos viajeros impacientes. En ese momento la luna se elevó por encima de los pinos, detrás de las colinas, iluminando los prados y los bosques en el horizonte. Ella nos bañó espontáneamente con su pálida y triste luz, con su llama desierta y blanca. Nuestras siluetas y la del caballo se dibujaron, enormes, en el camino. Y, por el lado de las viejas cruces de piedra, allá abajo, viejas cruces ruinosas que se alzan en ese cantón de Bretaña, aquéllas en las que se posan los funestos pájaros escapados del bosque de los Agonizantes, oí, a lo lejos, un espantoso grito: el áspero y alarmante falsete del grajo. Una lechuza de ojos de fósforo, cuya luz temblaba en una gran rama de una encina, se echó a volar y pasó entre nosotros, prolongando aquel grito. -¡Vamos! -continuó el abate Maucombe-, estaré en mi casa en un minuto; así que ¡tome!, ¡tome esta capa! ¡Tengo mucho interés en ello… mucho! -añadió con un tono inolvidable-. Me la enviará con el sirviente de la posada que viene al pueblo todos los días… Se lo ruego. El abate, mientras pronunciaba esas palabras, me tendía la negra capa. Yo no veía su rostro, a causa de la sombra que proyectaba la teja: pero distinguía sus ojos que me observaban con una solemne fijeza. Me echó la capa sobre los hombros, la abrochó con un aire tierno e inquieto, mientras yo, sin fuerzas, cerraba los párpados. Y aprovechando mi silencio, se marchó apresuradamente hacia su casa. En un recodo del camino, desapareció. Con una cierta fortaleza de ánimo, y también un poco maquinalmente, salté sobre el caballo. Luego permanecí inmóvil. Ahora yo estaba solo en el camino. Percibía los mil ruidos del campo. Al reabrir los ojos, vi el inmenso y lívido cielo en el que huían numerosas nubes sin brillo, escondiendo la luna, la naturaleza solitaria. A pesar de todo, me mantuve derecho y firme, aunque debía de estar tan blanco como el papel. -¡Venga! -me dije-, ¡calma! Tengo fiebre y estoy sonámbulo. Eso es todo. Intenté alzar los hombros: un peso secreto me lo impidió. Mas he aquí que, surgiendo del fondo del horizonte, de lo más profundo de esos bosques descritos, una bandada de quebrantahuesos, con gran aleteo, pasó, gritando horribles y desconocidas sílabas, por encima de mi cabeza. Se posaron en el tejado del presbiterio y del campanario, en la lejanía; y el viento me trajo sus tristes gritos. A fe mía que tuve miedo. ¿Por qué? ¿Quién me lo explicará algún día? Yo he visto el fuego; mi espada ha chocado con muchas otras; mis nervios están mejor templados, quizás, que los de los más flemáticos y más débiles: sin embargo, afirmo, muy humildemente, que en ese momento tuve miedo de verdad. Incluso he concebido cierta estima intelectual hacia mi mismo. Cualquiera no tiene miedo de esas cosas. Así pues, en silencio, ensangrentaba los flancos del pobre caballo, y con los ojos cerrados, las riendas sueltas, los dedos crispados sobre las crines, la capa flotando detrás de mí, sentí que el galope del animal eran tan violento que iba rozando la tierra con su vientre: de vez en cuando mi sordo gruñido en su oreja le comunicaba, seguramente y por instinto, el supersticioso horror que me estremecía muy a mi pesar. De tal manera que llegamos al pueblo en menos de media hora. El sonido del adoquinado de las calles me hizo levantar la cabeza y respirar. ¡Casas!, ¡tiendas iluminadas! ¡Por fin veía rostros humanos tras los cristales! ¡Veía transeúntes! ¡Abandonaba el país de las pesadillas! En la posada me instalé ante un buen fuego. La conversación de los carreteros me sumió en un estado semejante al éxtasis. Yo salía de la Muerte. Contemplé las llamas por entre mis dedos. Tragué un vaso de ron. Al fin recobraba el control de mis facultades. Sentía que había vuelto a la vida. Incluso estaba un poco avergonzado, digámoslo, por mi pánico. ¡Cómo me tranquilicé, cuando cumplí el encargo del abate Maucombe! ¡Con qué mundana sonrisa examiné la negra capa, al entregársela al posadero! La alucinación se había desvanecido. Yo hubiese sido, gustosamente, como dice Rabelais, «un buen compañero». La capa en cuestión no parecía tener nada de extraordinaria ni siquiera de particular, a no ser que era muy vieja e incluso estaba remendada, recosida, y forrada con una especie de extraña ternura. Una profunda caridad, sin duda, llevaba el abate Maucombe a dar como limosna el dinero de una capa nueva: al menos, así me explicaba yo la cuestión. -¡Muy bien! -dijo el posadero-: el chico debe ir al pueblo en seguida: va a salir ya; al pasar entregará la capa en casa del señor Maucombe, antes de las diez. Una hora después, en mi vagón, con los pies en el calentador, envuelto en mi reconquistada hopalanda, me decía, mientras encendía un buen cigarro y escuchaba el ruido del silbato de la locomotora: -Decididamente, prefiero con mucho ese grito al de los búhos. Debo confesar que me arrepentía de haber prometido que regresaría. Finalmente me dormí con un buen sueño, olvidando completamente lo que desde entonces yo debía considerar como una insignificante coincidencia. Tuve que detenerme seis días en Chartres para reunir las piezas que luego llevaron a la favorable conclusión del proceso. Por fin, con la mente llena de ideas de papeluchos y de ardides y bajo el abatimiento de mi enfermizo aburrimiento, volví a París, justo la tarde del séptimo día después de mi marcha del presbiterio. Llegué directamente a mi casa, hacia las nueve. Subí. Encontré a mi padre en el salón. Estaba sentado, junto a un velador, iluminado por una lámpara. Tenía una carta abierta en sus manos. Tras algunas palabras: -¡Estoy seguro de que no sabes la noticia que me cuenta esta carta! -me dijo-: nuestro buen y viejo amigo el abate Maucombe murió tras tu partida. Ante tales palabras sentí una conmoción. -¡Qué! -respondí. -Sí, muerto, anteayer, hacia medianoche, tres días después de que te marchases de su presbiterio, a causa de un frío que cogió en el camino. La carta es de la vieja Nanon. La pobre mujer parece tener la cabeza tan perdida, que incluso repite dos veces una misma frase… extraña… a propósito de una capa… ¡Léela tú mismo! Me tendió la carta que anunciaba la muerte del santo sacerdote, en efecto, y leí estas simples líneas: «Era muy feliz -decía él en sus últimas palabras-, porque en su último suspiro estaba envuelto y amortajado en la capa que había traído de su peregrinación por Tierra Santa, y que había tocado EL SANTO SEPULCRO.» FIN 1. Considera, hombre, lo que has sido antes de tu nacimiento y lo que serás hasta tu muerte. Cierto, hubo un tiempo en que tú no existías. Después, hecho de la materia vil, alimentado de sangre menstrual en la matriz de tu madre, la placenta fue tu segundo vestido. Luego, envuelto en un vil andrajo, ¡tú viniste hacia nosotros, los hombres, así vestido y adornado! Y no te acuerdas de tus orígenes. El hombre no es sino fétido esperma, uso saco de basura, alimento para los gusanos. Sin Dios, ciencia, sabiduría y razón pasan como las nubes. Después del hombre, el gusano. Después del gusano, el hedor y el horror. Así todo hombre se ha transformado en algo que ya no es humano. ¡Por qué adornar y pintar esa carne que los gusanos devorarán dentro de algunos días, si tú no adornas tu alma que deberá presentarse en los cielos ante Dios y sus Ángeles! 2. Robert d’Arbnissel: Fundador de la abadía de Fontevrault. Según se cuenta, dormía castamente entre las monjas para vencer las tentaciones. 3. Relojes de muerte: insecto que roe la madera con un tic-tac semejante a un reloj.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La desconocida
Cuento
La Esfinge: «Adivina o te devoro». Al Norte de Tonkín existe, internándose tres leguas, la provincia de Kouang-Si, de ríos auríferos, y cuya grandeza se extiende hasta las fronteras de los principados centrales del Imperio de Enmedio, desparramando sus ciudades en la vasta extensión de la selva. En esta región, la serena doctrina de Laotsé no ha extinguido aún la violenta credulidad hacia los Poussah, especie de genios populares de la China. Gracias al fanatismo de los bonzos1 de la comarca, la superstición china, aun en las clases elevadas, fermenta con más vigor que en los estados más próximos a Pekín, y difiere de las creencias de los manchúes en cuanto admite las intervenciones directas de los dioses en los asuntos del país El penúltimo virrey de esta inmensa dependencia imperial fue el gobernador Tche-Tang, que dejó la memoria de un déspota sagaz, avaro y feroz. Véase a qué ingenioso secreto aquel príncipe, escapando a mil venganzas, debió vivir y morir en paz en medio del odio de su pueblo, al que desafió hasta el fin, sin pena ni peligro, ahogando en sangre el más ligero descontento. Una vez -quizá ocurriese esto unos diez años antes de su muerte- un mediodía estival, cuyo ardor hacia arder los estanques y rajaba las hojas de los árboles, arrojando destellos de fuego sobre los altos tejados de los quioscos, Tche-Tang, sentado en una de las salas más frescas de su palacio, sobre un trono negro incrustado de flores de nácar y embutido de oro puro, y reclinado con languidez, se acariciaba la barba con su mano derecha, mientras que la izquierda se posaba sobre el cetro tendido en sus rodillas. Detrás la estatua colosal de Fo, el dios inescrutable dominaba su trono. Sobre las gradas de la escalinata vigilaban sus guardias cubiertos con armaduras de cuero negro, con la lanza, el arco o la larga hacha en el puño. A su derecha, de pie, su verdugo favorito lo abanicaba. Las miradas de Tche-Tang erraban sobre la multitud de mandarines, de príncipes de su familia y sobre los grandes oficiales de su corte. Todas aquellas frentes eran impenetrables. El rey se sentía odiado, rodeado de asesinos, y consideraba, lleno de mil sospechas indecisas, cada uno de los grupos donde se hablaba en voz baja. No sabiendo a quién exterminar, se extrañaba a cada momento de vivir aún y reflexionaba taciturno y amenazador. Se abrió una puerta, dando paso a un oficial que conducía, de la mano, a un joven desconocido, de grandes ojos azules y de bella fisonomía. El adolescente vestía túnica de seda escarlata, recogida con un cinturón de oro. Se prosternó delante de Tche-Tang, bajo la mirada del virrey. -Hijo del Cielo -dijo el oficial-, este joven ha declarado no ser más que un oscuro ciudadano de esta población y llamarse Tse-i-la. Sin embargo, despreciando los tormentos y la muerte, él ofrece probar que trae para ti una misión de los Poussah inmortales. -Habla -dijo Tche-Tang. Tse-i-la se levantó. -Señor -dijo con reposada voz-, sé lo que me espera si no estoy acertado en mis palabras. Anoche durante un terrible sueño, los Poussah me favorecieron con su visita, haciéndome dueño de un secreto que espantaría a los mortales entendimientos. Si te dignas a escucharme, reconocerás que no es de humano origen, porque sólo con oírlo despertará en tu ser un nuevo sentido. Su virtud te comunicará al momento el don misterioso de leer, con los ojos cerrados y en el espacio que media entre la pupila y los párpados, los nombres, en caracteres de sangre, de todos aquellos que pueden conspirar contra tu trono o tu vida, en el momento preciso en que sus espíritus conciban tal designio. Estarás, pues, al abrigo, para siempre, de toda funesta sorpresa y envejecerás apaciblemente en el uso de tu autoridad. Yo, Tse-i-la, juro aquí por Fo, cuya imagen proyecta su sombra sobre nosotros, que el mágico poder de este secreto es tal como te digo. Ante un discurso tan extraño hubo en la asamblea un estremecimiento seguido de un silencio sepulcral. Una vaga angustia conmovió la cotidiana impasibilidad de los rostros. Todos examinaron al desconocido, que, sin temblar, testimoniaba así que era el depositario del mensaje divino de que se decía portador. Muchos se esforzaron en vano por sonreír, pero no osaban mirarse, palideciendo de la seguridad dada por Tse-i-la. Tche-Tang observó aquel malestar denunciador. En fin, uno de los príncipes, sin duda para disimular su inquietud, exclamó: -¿A qué escuchar los disparates de un insensato borracho de opio? Los mandarines añadieron algo animados: -¡Los Poussah sólo inspiran a los viejos bonzos del desierto! Y uno de los ministros: -Debe someterse previamente a nuestro examen el secreto de que ese joven se cree depositario, antes de ser sometido a la alta sabiduría del rey. Replicando irritadísimo uno de los oficiales: -Además de que es posible que no sea más que uno de esos cuyo puñal espera el momento en que el rey esté distraído para clavarse en su corazón. -Que se le encierre -gritaron todos. Tche-Tang extendió sobre Tse-i-la su cetro de oro, donde brillaban caracteres sagrados: -Continúa -dijo impasible. Tse-i-la repuso entonces, agitando un pequeño abanico de varillaje de ébano y refrescando con él sus mejillas: -Si algún tormento fuese suficiente a persuadir a Tse-i-la de traicionar su secreto, revelándolo a otro que no fuese el rey, los Poussah, que escuchan invisibles, no me hubiesen escogido por intérprete. ¡Oh príncipes, no! Yo no he fumado opio, no tengo nada de loco, no llevo armas. Únicamente escuchen lo que añado. Si afronto la muerte lenta, es porque un secreto como el mío vale, si es cierto, una recompensa digna de él. Tú solo, ¡oh rey!, juzgarás, pues, en tu equidad, si merece el premio que te pido. Si, repentinamente, al oír las palabras que lo anuncien, sientes dentro de ti, bajo tus ojos cerrados, el don de esa virtud viviente y su prodigio, habiéndome hecho noble los dioses y habiéndome inspirado con su soplo de luz, me concederás la mano de Li-tien-Se, tu radiante hija, la insignia principal de los mandarines y cincuenta mil liangs de oro. Al principiar aquellas palabras «liangs de oro», un imperceptible tinte rosa subió a las mejillas de Tse-i-la, que procuró ocultar aproximándose el abanico al rostro. La exorbitante recompensa reclamada provocó la sonrisa de los cortesanos y apretó el corazón sombrío del rey, donde se agitaban el orgullo y la avaricia. Una cruel sonrisa pasó por sus labios mirando al joven, que añadió con intrepidez: -Espero de ti, Señor, el real juramento, por Fo, el dios implacable que se venga de los perjuros, que tú aceptas, según mi secreto te parezca positivo o quimérico, concederme la recompensa pedida o la muerte que te plazca. Tche-Tang se levantó y dijo: -¡Lo juro! ¡Sígueme! Algunos momentos después, bajo bóvedas que una lámpara suspendida sobre su hermosa cabeza alumbraba, Tse-i-la, amarrado con finos cordeles a un poste, miraba en silencio al rey Tche-Tang, cuya alta estatura aparecía en la sombra a tres pasos de él. El rey estaba de pie, arrimado a la puerta de hierro de la caverna; su mano derecha se apoyaba sobre la frente de un dragón de metal cuyo ojo único parecía observar a Tse-i-la. El traje verde de Tche-Tang resplandecía; su collar de piedras preciosas relampagueaba; sólo su cabeza, rebasando el disco de la lámpara, permanecía en las sombras. Bajo el espesor de la tierra nadie podía oírlos. -Te escucho -dijo Tche-Tang. -Señor -dijo Tse-i-la-, yo soy un discípulo del maravilloso poeta Li-tai-pe. Los dioses me han concedido en inteligencia tanto como a ti te han concedido en poder, y me han regalado la pobreza para que ella engrandezca mis pensamientos. Yo les agradecía diariamente tantos favores y vivía apaciblemente, sin ambiciones, sin deseos, cuando una tarde, sobre la terraza elevada de tu palacio, en la parte alta de los jardines, el ambiente plateado por los rayos de la luna, vi a tu hija Li-tien-Se, cuyos pies besaban las flores de los árboles copudos, perdiéndose con las brisas de la noche. Después de aquella noche, mi pincel no ha vuelto a trazar una sola línea, ¡y siento que ella también piensa en este rayo de amor en que me abraso!… Harto de languidecer, prefiriendo la muerte más espantosa al suplicio de vivir sin ella, he querido por un rasgo heroico, de una sutilidad casi divina, elevarme, ¡oh rey!, hasta tu hija. Tche-Tang, por un movimiento de impaciencia, sin duda, apoyó su pulgar sobre el ojo del dragón. Las dos hojas de una puerta se abrieron sin ruido, dejando ver el interior de una caverna próxima. Tres hombres con traje de cuero estaban al lado de un brasero donde enrojecían hierros de tortura. De la bóveda pendía una fuerte cuerda de seda, bajo la cual brillaba una caja de acero, redonda, con una abertura circular en medio. Aquello era el aparato de la muerte terrible. Después de atroces quemaduras, la víctima era suspendida en el aire, atado un brazo a aquel cordel de seda, en tanto que el pulgar de la otra mano era amarrado por detrás al pulgar del pie opuesto. Se ajustaba entonces la caja de acero en la cabeza de la víctima, y, cuando descansaba sobre los hombros, se metían dentro dos ratas hambrientas. El verdugo imprimía un movimiento de balance a todo aquel horrible conjunto y luego se retiraba dejando al reo entre las tinieblas para volver al siguiente día. Ante tal espectáculo, cuyo horror de ordinario impresionaba aun a los más resueltos: -¡Olvidas -dijo fríamente Tse-i-la- que nadie, excepto tú, debes escucharme! Las puertas se cerraron. -¿Tu secreto? -gruñó Tche-Tang. -Mi secreto, ¡tirano!, es que mi muerte precederá a la tuya esta noche -dijo Tse-i-la con el rayo del genio en los ojos-. ¿Mi muerte? ¿Pero no comprendes que es lo único que esperan allá arriba los que aguardan temblando tu regreso? ¿No significará ella que mis promesas han sido falsas? ¡Qué alegría no sentirán, riendo silenciosamente en el fondo de sus corazones de tu credulidad burlada!… ¡Y ésa será la señal de tu perdición!… Seguros de la impunidad, furiosos por la angustia pasada, ¿cómo delante de ti, que te habrás empequeñecido por la esperanza abortada, vacilará aún su odio? Llama a tus verdugos: seré vengado. Pero conozco que estás ya casi convencido de que al hacerme morir tu vida será sólo cuestión de horas; y que tus hijos, degollados, según la costumbre, te seguirán, y que Li-tien-Se, tu hija, flor de delicias, será también víctima de tus asesinos. ¡Ah! ¡Si fueses un príncipe profundo! Supongamos que de pronto, al contrario, regresas, con la frente como agravada por la misteriosa clarividencia predicha, rodeado de tus guardias, la mano sobre mi espalda, a la sala de tu trono, y que allí, habiéndome tú mismo revestido de la túnica de los príncipes, y enviado a llamar a Li-tien-Se, tu hija y mi alma, luego de habernos prometido, ordenas a tu tesorero que me cuente, de una manera oficial, los cincuenta mil liangs de oro. ¡Ah! Entonces yo te juro, que, a semejante vista, todos esos cortesanos cuyos puñales en la sombra han salido a medias de la vaina contra ti, caerán desfallecidos y prosternados, y que en el porvenir nadie osará admitir en su espíritu un mal pensamiento contra ti. ¡Así, pues, medita! Todo el mundo sabe que eres razonable y clarividente en los consejos de estado; no será, pues, creíble que una vana quimera haya sido suficiente para transfigurar, en algunos instantes, la desagradable expresión de tu cara, que debe aparecer victoriosa y tranquila!… ¡Cómo! ¡Tú, tan cruel, me dejas vivir! ¡Se conoce tu soberbia, y me dejas vivir! ¡Se conoce tu avaricia, y me prodigas tu oro! ¡Se conoce tu orgullo paternal, y me das tu hija por una palabra, a mí, desconocido transeúnte! ¿Qué duda podría subsistir ante todo esto? ¿Y en qué quieres tú que consista el valor de mi secreto, inspirado por nuestros seculares genios, sino en la absoluta creencia de que lo posees?… Únicamente se trataba de crear ese secreto, y eso lo he hecho yo. El resto depende de ti. Yo he cumplido mi palabra. Además, haberte exigido la dignidad principal y el oro, que yo desprecio, no ha sido más que para aumentar el precio, y por consiguiente, dejar imaginar por esa munificencia arrancada a tu famosa sordidez la espantosa importancia de mi imaginario secreto. “Rey Tche-Tang: yo, Tse-i-la, atado por tu orden a este poste, exalto, ante la muerte terrible, la gloria del augusto Li-tai-pe, mi maestro de los pensamientos de luz, y te declaro que la sabiduría habla por mí. ¡Volvamos, te repito, con la frente alta y radiante! ¡Prodiga hoy los indultos en acción de gracias al cielo! ¡Luego promete ser inexorable en lo por venir! Ordena que se celebren fiestas luminosas en honor del divino Fo, que me ha inspirado esta sublime astucia. Yo, mañana, habré desaparecido. Iré a vivir con la elegida de mi corazón a cualquier provincia lejana y feliz, gracias a los liangs de oro. El botón diamantino de los mandarines, que habré recibido de tu munificencia, con tantos transportes de orgullo, no será jamás usado por mí, porque tengo otras ambiciones; yo creo solamente en los pensamientos armoniosos y profundos que sobreviven a los príncipes y a los reinos; siendo rey en el imperio inmortal, no ambiciono ser príncipe en los de ustedes. ¿Has comprendido que los dioses me han dado la firmeza de corazón y una inteligencia tan grande, por lo menos, como la de cualquiera de tus cortesanos? Puedo, pues, mejor que uno de ellos, llevar la alegría a los ojos de una joven. Pregunta a Li-tien-Se, ¡mi sueño! Estoy seguro de que, al mirarse en mis ojos, ella te lo dirá. En cuanto a ti, cubierto por una protectora superstición, reinarás, y, si abres tu corazón a la justicia, conseguirás que el temor se convierta en aprecio hacia tu trono afirmado. ¡Ese es el secreto de los reyes dignos de serlo! No tengo otro que facilitarte. ¡Pesa, escoge y falla! He dicho. Tse-i-la calló. Tche-Tang, inmóvil, pareció meditar algunos momentos. Su enorme sombra se prolongaba, truncándose sobre la puerta de hierro. De repente, fue hacia el joven y, poniéndole ambas manos sobre los hombros, lo miró fijamente, en el fondo de los ojos, como presa de mil sentimientos indefinibles. Después, tirando del sable, cortó las cuerdas que sujetaban a Tse-i-la y echándole el regio collar sobre las espaldas: -¡Sígueme! -le dijo. Subió los escalones de la cueva y apoyó su mano sobre la puerta de la luz y la libertad. Tse-i-la, a quien el triunfo de su amor y de su repentina fortuna habían desvanecido bastante, contempló el regio presente. -¡Cómo! ¡Este collar también! -murmuró-. ¿Por qué, pues, te calumnian? ¡Esto es mucho más de lo prometido! ¿Qué quiere pagar el rey con este collar? -¡Tus injurias! -contestó desdeñosamente Tche-Tang, abriendo la puerta frente a los rayos del sol. FIN 1. Bonzo: Monje budista.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La esperanza
Cuento
Al señor Henry Ghys Eritis sicut dii. –Antiguo Testamento Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio. Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: el Labarum de Constantino, las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época. En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendría un legítimo derecho al reconocimiento público, y digámoslo (¿por qué no?), a la admiración de la posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esas Solognes indefinidas y transparentes? No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir la colaboración, y también, si fuese necesario, la energía de gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos. En un principio, el fondo mismo del asunto parece prácticamente imposible y lindando casi con la locura. Roturar el azul, acotar el astro, explotar los dos crepúsculos, organizar la noche, disfrutar del cielo hasta ahora improductivo, ¡qué sueño!, ¡qué espinosa aplicación, erizada de dificultades! Pero, movido por el espíritu del progreso, ¿de qué problema no hallará el hombre la solución? Imbuido en esta idea y convencido de que si Franklin, Benjamín Franklin, el impresor, había arrancado el rayo del cielo, debía ser posible, a fortiori, emplear este último con fines humanitarios; el señor Grave estudió, viajó, comparó, gastó, forjó, y, a la larga, tras haber perfeccionado las enormes lentes y los gigantescos reflectores de los ingenieros americanos, sobre todo los aparatos de Filadelfia y de Québec (que cayeron, por falta de un talento tenaz, en el dominio del Cant y del Puff), el señor Grave, decimos, se propone (provisto de las patentes necesarias) ofrecer, a nuestras grandes industrias de manufacturas e incluso a los pequeños comerciantes, la ayuda de una publicidad absoluta. Cualquier competencia sería imposible ante el sistema del gran divulgador. Podemos imaginarnos alguno de nuestros grandes centros comerciales, con sus agitadas poblaciones, como Lyon, Burdeos, etc., en el crepúsculo. Desde aquí vemos ese movimiento, esa vida, esa extraordinaria animación que sólo los intereses financieros son capaces de dar, hoy en día, a ciudades serias. De repente, unos potentes haces de magnesio o de luz eléctrica, cien mil veces aumentados, surgen de la cima de alguna florecida colina, encanto de las jóvenes parejas -de una colina semejante, por ejemplo, a nuestro querido Montmartre-; esos rayos de luz, mantenidos por inmensos reflectores multicolores, envían bruscamente al cielo, entre Sirio y Aldebarán, al Ojo del Toro o bien justo en medio de las Híadas, la graciosa imagen de ese joven adolescente que sostiene un echarpe en el que leemos todos los días, con un renovador placer, estas bellas palabras: ¡Se restituye el oro de cualquier objeto que haya dejado de gustar! ¿Puede uno imaginarse las diferentes expresiones que tendrían, entonces, todos los rostros de la multitud, esas iluminaciones, esos bravos, esa alegría? Tras el primer movimiento de sorpresa, muy perdonable, los antiguos enemigos se abrazan, los más amargos resentimientos domésticos son olvidados: se sientan bajo el emparrado para mejor degustar ese espectáculo a la vez magnífico e instructivo, y el nombre del señor Grave, llevado por las alas de los vientos, vuela hacia la inmortalidad. Basta reflexionar un poco para comprender los resultados de tan ingeniosa invención. ¿No debería extrañarse la Osa Mayor si entre sus patas, repentinamente, surgiera este inquietante anuncio: ¿Son necesarios los corsés?, ¿sí o no? O mejor aún: ¿no sería un espectáculo capaz de alarmar las conciencias melindrosas y de llamar la atención de los clérigos el ver aparecer, en el mismo disco de nuestro satélite, en la cara alegre de la Luna, ese maravilloso anuncio que todos nosotros hemos admirado en los bulevares y que tiene como lema: ¿Para el Hirsuto? ¡Qué genialidad si en uno de los segmentos trazados entre la v del Taller del Escultor, se leyera: Venus, reducción Kaulla! ¡Qué emoción si, en relación con esos licores de postre cuyo uso se recomienda por más de una razón, se percibiera, hacia el sur de Regulus, la capital del León, en la punta misma de la Espiga de la Virgen, un Ángel, sosteniendo un frasco en la mano, mientras que de su boca saliera un papel en el que se leyeran estas palabras: ¡Dios, qué bueno!… Se entiende que aquí se trata de una empresa de anuncios sin precedentes, de responsabilidad ilimitada, con material infinito: hasta el Gobierno podría garantizarla, por primera vez en su vida. Sería ocioso insistir en los servicios verdaderamente eminentes que tal descubrimiento está llamado a rendir a la Sociedad y al Progreso. ¿Se imaginan, por ejemplo, la fotografía sobre vidrio y el procedimiento Lampascope aplicados de esta manera -es decir, aumentados cien mil veces-, bien para la captura de los banqueros en fuga, bien para la de los malhechores famosos? En lo sucesivo, el culpable, fácil de seguir, como dice la canción, no podría asomarse a la ventana de su vagón sin ver en las nubes su denunciadora imagen. ¡Y en política!, ¡en materia de elecciones, por ejemplo! ¡Qué preponderancia! ¡Qué supremacía! ¡Qué increíble simplificación en los medios de propaganda, siempre tan onerosos! ¡Ya no habría más papeles azules, amarillos, tricolores, que llenan los muros y nos repiten sin cesar el mismo nombre, con la obsesión de un mareo! ¡Ninguna más de esas fotografías tan caras (y a menudo imperfectas) y que no consiguen su objetivo, es decir, que no excitan en absoluto la simpatía de los electores, ya por el encanto de los rasgos de la cara del candidato, ya por el aire de majestuosidad del conjunto! Porque, al fin y al cabo, el valor de un hombre es peligroso, perjudicial y más que secundario, en política; lo esencial es que tenga un aire «digno» a ojos de sus electores. Supongamos que en las últimas elecciones, por ejemplo, los retratos de los señores B… y A… hubieran aparecido todas las noches, en tamaño natural, justo bajo la estrella p de la Lira. ¡Estarán de acuerdo en que ése era su lugar!, puesto que esos hombres de Estado cabalgaron antaño a lomos de Pegaso, si damos crédito a la Fama. Los dos habrían sido expuestos allí, durante la noche que precedió al escrutinio; ambos ligeramente sonrientes, la frente velada por una conveniente inquietud, y sin embargo de aspecto tranquilo. El procedimiento del Lampascope podría, incluso, con la ayuda de una ruedecita, modificar al instante la expresión de las dos fisonomías. Se hubiese podido hacerles sonreír al Futuro, llorar por nuestros desengaños, abrir la boca, arrugar la frente, hinchar de cólera las aletas de la nariz, tomar un aire digno, en fin, todo cuanto concierne a la tribuna y da tanto valor al pensamiento de un verdadero orador. Cada votante habría hecho su elección, habría podido darse cuenta de antemano, habría podido hacerse una idea de su diputado, y no se le habría dado, como vulgarmente se dice, gato por liebre. Incluso se puede añadir que, sin el descubrimiento del señor Grave, el sufragio universal es una especie de burla. En consecuencia, esperemos que uno de estos amaneceres, o mejor, una de estas noches, el señor Grave, con el apoyo y la ayuda de un Gobierno iluminado, comience sus importantes experimentos. Hasta entonces los incrédulos podrán reírse. Como cuando Lesseps hablaba de unir los Océanos (lo que ha hecho, a pesar de los incrédulos). La Ciencia tendrá, ahora, la última palabra y el señor excesivamente Grave dejará de reír. Gracias a él, el Cielo acabará sirviendo para algo y adquiriendo, al fin, un valor intrínseco. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La impaciencia de la multitud
Cuento
A la señora condesa de Lacios El cisne calla durante toda su vida para cantar bien una sola vez.-Antiguo proverbio Era el sagrado muchacho a quien un bello verso hace palidecer.-Andrien Juvigny Aquella noche, todo París resplandecía en los Italiens. Se representaba Norma. Era la función de despedida de María-Felicia Malibrán. La sala entera, con los últimos acordes de la plegaria de Bellini, Casta diva, se había levantado y reclamaba a la cantante en un glorioso tumulto. Le arrojaban flores, pulseras, coronas. ¡Un sentimiento de inmortalidad envolvía a la augusta artista, casi moribunda, y que se alejaba, creyendo cantar! En el centro de las butacas de patio, un joven, cuya fisonomía expresaba un alma resuelta y orgullosa, manifestaba, rompiendo sus guantes a fuerza de aplaudir, la apasionada admiración que experimentaba. Nadie, en el mundo parisino, conocía a este espectador. No tenía aire provinciano, sino extranjero. Con su vestimenta nueva, pero de lustre apagado y de corte irreprochable, sentado en su butaca, hubiera parecido casi singular, sin la instintiva y misteriosa elegancia que emanaba de su persona. Al examinarlo, se hubiera buscado en torno suyo espacio, cielo y soledad. Era extraordinario: pero París ¿no es la ciudad de lo Extraordinario? ¿Quién era y de dónde venía? Era un adolescente salvaje, un huérfano señorial -uno de los últimos de este siglo-, un melancólico noble del Norte, escapado de la noche de una casa solariega de Cornualles, desde hacía tres días. Se llamaba conde Félicien de la Vierge; poseía el castillo de Blanchelande, en la Baja Bretaña. Una ardiente sed de existencia, una curiosidad por conocer nuestro maravilloso infierno, se había apoderado y había enfebrecido, repentinamente, a este cazador, allá abajo… Se había puesto en camino y, sin más, allí estaba. Su presencia en París sólo databa de la mañana, de tal manera que sus grandes ojos eran aún espléndidos. ¡Era su primera noche de juventud! Tenía veinte anos. Era su entrada en un mundo de fuego, de olvido, de banalidades, de oro y de placeres. Y, por casualidad, había llegado en el momento de oír el adiós de la que se iba. Pocos momentos le bastaron para acostumbrarse a la brillantez de la sala. Pero, desde las primeras notas entonadas por la Malibran, su alma se había estremecido; la sala había desaparecido. La costumbre del silencio de los bosques, del viento ronco de los escollos, del rumor del agua sobre las piedras de los torrentes y de los graves crepúsculos, había educado como poeta a este joven orgulloso, y en el timbre de la voz que oía, le parecía que el alma de las cosas le enviaba una lejana plegaria para que volviera. En el momento en que, transportado de entusiasmo, aplaudía a la inspirada artista, sus manos se detuvieron; se quedó inmóvil. En el balcón de un palco acababa de aparecer una joven de gran belleza. Miraba hacia el escenario. Las finas y nobles líneas de su perfil perdido se ensombrecían por las rojas tinieblas del palco, como un camafeo de Florencia en su medallón. Pálida, con una gardenia en sus cabellos oscuros, y totalmente sola, ella apoyaba su mano, de contornos aristocráticos, en el antepecho del palco. En el hueco del corpiño de su vestido de muaré negro, velado con encajes, una piedra enferma, un admirable ópalo, semejante a su alma, lucía en un engaste de oro. Con aire solitario, indiferente a toda la sala, ella parecía olvidarse de sí misma bajo el invencible encanto de esa música. El azar quiso, sin embargo, que ella volviese, vagamente, los ojos hacia la multitud; en este instante, la mirada del joven y la suya se encontraron un segundo, el tiempo de brillar y apagarse. ¿Se habían conocido en algún momento?… No. No en la tierra. Pero que aquéllos que puedan decir dónde comienza el Pasado, decidan cuándo se habían poseído verdaderamente los dos seres, puesto que esa única mirada los había persuadido, de una vez y para siempre, de que su unión era anterior a este encuentro. El relámpago ilumina, de una sola vez, las olas y la espuma de la mar nocturna, y, en el horizonte, las lejanas líneas de plata de las aguas: así la impresión en el corazón del joven, tras esa rápida mirada, no fue gradual; ¡fue el íntimo y mágico deslumbramiento de un mundo que se desvela! Cerró los párpados como para retener en ellos los dos luceros azules que se habían perdido; luego, quiso resistirse a ese vértigo opresor. Levantó los ojos hacia la desconocida. Pensativa, ella todavía posaba su mirada en la de él, como si hubiera comprendido el pensamiento de ese salvaje amante, ¡y como si hubiera sido algo natural!, Félicien se sintió palidecer; tuvo la sensación, en esa rápida ojeada, de dos brazos que se unían, lánguidamente, alrededor de su cuello. ¡Ya estaba! ¡El rostro de la mujer acababa de reflejarse en su alma como en un espejo familiar, de encamarse y de reconocerse en él!, ¡de fijarse para siempre jamás bajo la magia de unos pensamientos casi divinos! Amaba con el primer e inolvidable amor. Sin embargo, la joven, tras desplegar su abanico, cuyos negros encajes tocaban sus labios, parecía haber recaído en su distracción. Ahora, se hubiera podido decir que ella escuchaba exclusivamente las melodías deNorma. En el momento de elevar sus binóculos hacia el palco, Félicien pensó que sería una inconveniencia. -¡Puesto que la amo! -se dijo. Impaciente por el final del acto, se recogía en sí mismo. ¿Cómo hablar con ella? ¿Saber su nombre? No conocía a nadie. ¿Consultar al día siguiente el registro de los Italiens? ¿Y si era un palco cualquiera, comprado especialmente para tal función? La hora apremiaba, la visión iba a desaparecer. ¡Bien!, su coche la seguiría, eso era todo… Le parecía que no existía otro medio. Después: ¡ya se las ingeniaría! Luego, con una ingenuidad… sublime, se dijo: -Si ella me ama, se dará cuenta y me dejará algún indicio. Cayó el telón. Félicien abandonó en seguida la sala. Una vez en el peristilo, sencillamente, se paseó delante de las estatuas. Cuando se acercó su criado, le susurró algunas instrucciones; el criado se apartó a una esquina y permaneció allí muy atento. El enorme rumor de la ovación dedicada a la cantante cesó poco a poco, como todos los rumores de triunfo de este mundo. Bajaban la gran escalera. Félicien, con la mirada fija en lo más alto, entre los dos jarrones de mármol de donde fluía el río deslumbrante del gentío, esperó. No se fijó en nada, ni en los rostros radiantes, ni en los tocados, ni en las flores de las jóvenes, ni en los cuellos de armiño, ni en la brillante oleada que fluía ante él, bajo las luces. Y toda esa multitud se desvaneció en seguida, poco a poco, sin que la joven apareciera. ¿La había dejado escapar sin reconocerla?… ¡No!, era imposible Un viejo sirviente, empolvado, cubierto de pieles, permanecía aún en el vestíbulo. En los botones de su librea negra brillaban las hojas de apio de una corona ducal. De pronto, en lo alto de la solitaria escalera, ella apareció. ¡Sola! Esbelta, con un abrigo de terciopelo y cubiertos los cabellos por una mantilla de encaje, apoyaba su enguantada mano en la barandilla de mármol. Percibió a Félicien de pie junto a una estatua, pero no pareció preocuparse mucho por su presencia. Descendió tranquilamente. Cuando se aproximó al criado, le dijo algunas palabras en voz baja. El lacayo se inclinó y se retiró sin esperar más. Un instante después se oyó el ruido de un coche que se alejaba. Entonces ella salió. Bajó, siempre sola, los escalones exteriores del teatro. Félicien apenas tuvo tiempo de decir estas palabras a su criado. -Vuelve solo al hotel. En un momento, él se encontró en la plaza de los Italiens, a unos pasos de la dama; la multitud había desaparecido ya en las calles cercanas; se debilitaba el lejano eco de los coches. Era una noche de octubre, seca, estrellada. La desconocida andaba muy lentamente y como poco habituada. ¿Seguirla? Era preciso y se decidió. El viento del otoño le traía el débil perfume de ámbar que brotaba de ella, y el lánguido y sonoro rumor del muaré sobre el asfalto. Ante la calle Mosigny, ella se orientó durante un segundo, y luego caminó, como indiferente, hasta la calle de Grammont, desierta y apenas iluminada. De pronto, el joven se detuvo; una idea cruzó su pensamiento. ¡Quizás era extranjera! ¡Un coche podía pasar y arrebatársela para siempre! ¡Y al día siguiente tendría que enfrentarse con las piedras de una ciudad, sin poder encontrarla! ¡Estar separado de ella, sin cesar, por el azar de una calle, de un instante que puede durar una eternidad! ¡Qué futuro! Este pensamiento lo turbó hasta hacerle olvidar cualquier norma de educación. Se adelantó a la joven en el ángulo de la oscura calle; entonces se volvió, se puso horriblemente pálido y, apoyándose en el pilar de hierro de un farol, la saludó; luego, muy sencillamente, mientras que una especie de magnetismo encantador emanaba de todo su ser: -Señora -dijo-, usted lo sabe; la he visto esta noche, por vez primera. Como temo no verla más, es preciso que le diga -él desfallecía- ¡que la amo! -acabó en voz baja-, y que, si me rechaza, moriré sin repetir estas palabras a nadie. Ella se detuvo, levantó su velo y contempló a Félicien con atenta fijeza. Tras un corto silencio: -Señor -respondió ella con una voz cuya pureza dejaba transparentar las más lejanas intenciones del espíritu-, señor, el sentimiento que le hace palidecer y tener ese aspecto debe de ser, en efecto, muy profundo, para que encuentre en él la justificación de lo que hace. Por lo tanto, no me siento ofendida en modo alguno. Repóngase, y téngame por una amiga. Félicien no se extrañó por tal respuesta: le parecía natural que el ideal respondiese idealmente. La circunstancia era de ésas en que los dos debían recordar, si eran dignos de ello, que pertenecían a la raza de quienes imponen las conveniencias y no de quienes las sufren. Lo que los humanos llaman, por azar, las conveniencias, sólo es una imitación mecánica, servil y casi simiesca de eso que ha sido practicado por seres de superior naturaleza en circunstancias generales. En un impulso de ingenua ternura, él besó la mano que ella le ofrecía. -¿Quiere darme la flor que ha llevado en sus cabellos toda la función? La desconocida se quitó silenciosamente la pálida flor, bajo los encajes, y, al ofrecérsela a Félicien: -Adiós ahora -dijo ella-, y para siempre. -¡Adiós!… -balbuceó él-. ¿Por lo tanto, no me ama? ¡Ah! ¡Está casada! -exclamó de repente. -No. -¡Libre! ¡Cielos! -¡Sin embargo, olvídeme! Es preciso, señor. -¡Pero se ha convertido, en un instante, en el latido de mi corazón! ¿Acaso puedo vivir sin usted? ¡El único aire que quiero respirar es el suyo! Lo que dice no lo entiendo: olvidarla… ¿cómo? -Soy víctima de una terrible desgracia. Confesársela sería entristecerlo hasta la muerte, es inútil. -¡Qué desgracia puede separar a los que se aman! -Ésta. Al pronunciar esa palabra, ella cerró los ojos. La calle se prolongaba, absolutamente desierta. Un portal que daba sobre un pequeño cercado, una especie de triste jardín, estaba abierto junto a ellos. Parecía que les ofrecía su sombra. Félicien, como un niño irresistible, que adora, la llevó bajo esa bóveda de tinieblas, rodeando con su brazo el talle que se abandonaba. La embriagadora sensación de la seda tensa y tibia que se moldeaba alrededor de ella, le comunicó el febril deseo de estrecharla, de llevársela, de perderse en su beso. Resistió. Pero el vértigo le quitaba la facultad de hablar. Sólo encontró estos balbuceos y estas confusas palabras: -¡Dios mío, pero cuánto la amo! Entonces la mujer inclinó la cabeza sobre el pecho del que la amaba y, con una voz amarga y desesperada: -¡Yo no le oigo! Me muero de vergüenza! ¡No le oigo! ¡No oiré su nombre! ¡No oiré su último suspiro! ¡No oigo los latidos de su corazón que golpean mi frente y mis párpados! ¡No ve el espantoso sufrimiento que me mata! ¡Yo soy… ah! ¡Soy SORDA! -¡Sorda! -exclamó Félicien, fulminado por un frío estupor y temblando de la cabeza a los pies. -Sí, desde hace años. ¡Oh! Toda la ciencia humana sería impotente para sustraerme de este horrible silencio. ¡Soy tan sorda como el cielo y como una tumba, señor! Es para maldecir este día, pero es verdad. ¡Por lo tanto déjeme! -Sorda -repetía Félicien, quien, tras esta inimaginable revelación, se había quedado sin pensamiento, trastornado y sin poder reflexionar ni siquiera en lo que decía-. ¿Sorda?… Después, de repente: -¡Pero, esta noche, en los Italiens -exclamó él-, usted aplaudía esa música! Él se paró, pensando que no iba a oírlo. El asunto resultaba de repente tan espantoso que incitaba a la sonrisa: -¿En los Italiens?… -respondió ella sonriendo-. ¿Olvida que he tenido tiempo para estudiar el aspecto de muchas emociones? ¿Soy la única? Nosotros pertenecemos al rango que el destino nos otorga y nuestro deber es mantenerlo. ¿Esa noble mujer que cantaba no merecía algunas supremas muestras de simpatía? Por otro lado, ¿piensa que mis aplausos diferían en algo de los de los más entusiasta dilettanti? ¡Hace tiempo yo componía música!… Ante esas palabras, Félicien la miró, un poco asustado, aunque esforzándose en sonreír todavía: -¡Oh! -dijo-, ¿es que se burla de un corazón que la ama hasta la desesperación? ¡Se acusa de no oír y sin embargo me responde!… -¡Ay! -dijo ella-, ¡eso que dice lo cree personal, amigo mío! Es sincero; pero sus palabras son nuevas solamente para usted. Para mí, forman parte de un diálogo del que he aprendido, de antemano, todas las respuestas. Desde hace años, para mí siempre es lo mismo. Es un papel cuyas frases están dictadas y precisadas con una exactitud verdaderamente terrible. Yo lo domino hasta tal punto que si aceptase -lo cual sería un crimen- unir mi desgracia, aunque sólo fuese durante algunos días, a su destino, se olvidaría a cada momento de la funesta confidencia que acabo de hacerle. ¡Yo le daría la ilusión completa, exacta, ni más ni menos que cualquier otra mujer, se lo aseguro! Sería incluso, incomparablemente, más real que la realidad misma. Piense que las circunstancias dictan siempre las mismas palabras y que el rostro se armoniza siempre un poco con ellas. No podría creer que no lo oigo, hasta ese punto adivinaría justamente. No pensemos más en ello. ¿Quiere? Esta vez se sintió aterrado. -¡Ah! -dijo él-, ¡qué amargas palabras tiene derecho a pronunciar!… Pero yo, si eso es así, yo quiero compartir con usted, aunque sea el silencio eterno, si es preciso. ¿Por qué quiere excluirme de su infortunio? ¡Yo hubiera compartido su felicidad! Y nuestra alma puede suplir todo lo que existe. La joven se estremeció, y lo miró con sus ojos llenos de luz -¿Quiere caminar un poco, dándome el brazo, por esta sombría calle? -dijo ella-. Nos imaginaremos que es un paseo lleno de árboles, de primavera y de sol. Yo también tengo algo que decirle y que no repetiré nunca más. Los dos amantes, con el corazón atenazado de una tristeza fatal, caminaron, tomados de la mano, como dos exilados. -Escúcheme -dijo ella-, usted que puede oír el sonido de mi voz. ¿Por qué he pensado que no me ofendía? Y, ¿por qué le he respondido? ¿Lo sabe?… Seguramente, es muy sencillo que yo haya adquirido la ciencia de leer en los rasgos de un rostro, y en sus actitudes, los sentimientos que determinan los actos de un hombre, pero lo que es totalmente diferente es que yo presiento, con una exactitud profunda y, por así decirlo, casi infinita, el valor y la calidad de los sentimientos, igual que la íntima armonía de quien me habla. Cuando ha decidido cometer, conmigo, esa horrible desconsideración de hace un momento, yo era la única mujer, quizás, que podía comprender, en el mismo momento, su verdadera significación. »Yo le he respondido porque me ha parecido ver brillar en su frente ese signo desconocido que anuncia a aquéllos cuyo pensamiento, lejos de ser oscuro, y estar amordazado y dominado por sus pasiones, engrandece y diviniza todas las emociones de la vida y extrae el ideal contenido en todas las sensaciones que experimentan. Amigo, déjeme enseñarle mi secreto. La fatalidad, en un principio tan dolorosa, que ha golpeado mi ser material, se ha convertido para mí en la emancipación de muchas servidumbres. Me ha liberado de esa sordera intelectual de la que son víctimas la mayor parte de las demás mujeres. »Mi alma sensible ha vuelto a las vibraciones de las cosas eternas de las que los seres de mi sexo no conocen sino su parodia. Sus oídos están tapiados a tan maravillosos ecos, a esas sublimes prolongaciones. De tal manera que ellas deben únicamente a la agudeza de su oído la facultad de percibir lo que hay de instintivo y de exterior en las más puras y delicadas voluptuosidades. Son como las Hespérides, guardianas de esos encantados frutos cuyo mágico valor ignoran para siempre. ¡Ay!, yo soy sorda… ¡Pero ellas! ¡Qué oyen!… O, más bien, ¿qué escuchan en las palabras que les dirigen, sino un confuso tumor, en armonía con la fisonomía de quien les habla? De tal manera que, desatentas no al sentido aparente, sino a la calidad, reveladora y profunda, al verdadero sentido, finalmente, de cada palabra, ellas se contentan con distinguir una intención de halago, que les basta ampliamente. Es lo que ellas llaman lo «positivo de la vida» con una de sus sonrisas… ¡Oh! ¡Ya verá, si vive! ¡Verá qué misteriosos océanos de candor, de suficiencia y de baja frivolidad esconde, únicamente, esa deliciosa sonrisa! ¡Intente traducir a una de ellas el abismo de amor encantador, divino, oscuro, verdaderamente estrellado, como la Noche, que sienten los seres de su naturaleza!… Si sus expresiones se filtran hasta su cerebro, en él se deformarán como una fuente pura que atraviesa un pantano. De manera que esa mujer no las habrá oído. «¡La Vida es impotente para colmar tales sueños -dicen ellas-, y usted le exige demasiado!» ¡Ay! ¡Como si la vida no estuviera hecha por los vivos! -¡Dios mío! -murmuró Félicien. -Sí -prosiguió la desconocida-, una mujer no escapa a esa condición de la naturaleza, la sordera mental, a menos, tal vez, que pague su rescate a un precio inestimable, como yo. Ustedes atribuyen a las mujeres un secreto, porque ellas sólo se expresan por medio de actos. Altivas, orgullosas de un secreto que ellas mismas desconocen, les gusta hacer creer que se les puede adivinar. Y cualquier hombre, halagado por sentirse el adivino esperado, malgasta su vida para casarse con una esfinge de piedra. Y nadie de entre ellos puede remontarse de antemano hasta esta reflexión: que un secreto, por más terrible que sea, si no es expresado nunca, es igual a nada. La desconocida se detuvo. -Soy amarga, esta noche -continuó ella-, y he aquí el porqué: yo no envidio lo que ellas poseen, al haber constatado el uso que hacen de ello, ¡y que, sin duda, yo misma hubiera hecho! ¡Pero aquí está usted, aquí, usted a quien en otro tiempo yo hubiera amado tanto!… ¡yo lo veo!… ¡yo lo adivino!.., reconozco su alma en sus ojos… me la ofrece, ¡y yo no puedo aceptarla!… La joven escondió su frente entre las manos. -¡Oh! -respondió en voz baja Félicien, con los ojos llenos de lágrimas-, ¡al menos puedo besarla en el soplo de sus labios! ¡Compréndame! ¡Déjeme vivir!, ¡es tan bella!… ¡el silencio de nuestro amor lo hará más inefable y más sublime, mi pasión aumentará con todo su dolor, con toda nuestra melancolía!… ¡Querida mujer esposada para siempre, vivamos juntos! Ella lo contemplaba con sus ojos también bañados en lágrimas y, poniendo la mano en el brazo que la enlazaba: -¡Usted mismo declara que es imposible! -dijo ella-. ¡Escuche todavía!, quiero acabar de revelarle, en este momento, todo mi pensamiento… porque ya no me oirá más… y no quiero ser olvidada. Ella hablaba lentamente y caminaba con la cabeza apoyada en el hombro del joven. -¿Vivir juntos?…, dice… Olvida que tras las primeras exaltaciones, la vida toma un carácter de intimidad en el que la necesidad de expresarse exactamente se hace inevitable. ¡Es un instante sagrado! Y es el momento cruel en el que aquéllos que se casan desatentos a sus palabras reciben el castigo irreparable por el poco valor que han concedido a la calidad del sentido real, ÚNICO, en fin, que tales palabras recibían de quienes las pronunciaban «¡No más ilusiones!», se dicen, creyendo así enmascarar, bajo una sonrisa trivial, el doloroso desprecio que sienten, en realidad, por esa clase de amor, y la desesperación que sienten al confesárselo a sí mismos. »¡Porque no quieren darse cuenta de que no han poseído sino lo que deseaban! Les es imposible creer que -excepto el pensamiento, que transfigura todas las cosas- todo es ILUSIÓN aquí abajo. Y que toda pasión, aceptada y creada en la pura sensualidad, se convierte en seguida en más amarga que la muerte para quienes se han abandonado a ella. Mire el rostro de los transeúntes, y verá si exagero. ¡Pero nosotros, mañana! ¡Cuando ese momento hubiera llegado!… ¡Tendría su mirada, pero no tendría su voz! ¡Tendría su sonrisa.., pero no sus palabras! ¡Y presiento que no debe de hablar como los demás!… »Su alma primitiva y sencilla debe de expresarse con una vivacidad casi definitiva, ¿no es así? Todos los matices de su sentimiento sólo pueden manifestarse en la música de sus palabras. Sentiría que está lleno de mi imagen, pero la forma que dé a mi ser en sus pensamientos, la forma en que me imagina, y que sólo puede mostrarse con algunas palabras halladas cada día, esa forma sin líneas precisas y que, con ayuda de esas mismas divinas palabras, permanece indecisa y tiende a proyectarse en la Luz para fundirse en ella y pasar a ese infinito que llevamos en nuestro corazón, esa única realidad, finalmente, ¡no la conocería nunca! ¡No! ¡Estaría condenada a no oír esa inefable música, escondida en la voz de un amante, ese murmullo de inauditas inflexiones, que envuelve y hace palidecer!… ¡Quien escribió en la primera página de una sublime sinfonía: “Así es como Dios llama a la puerta!”1 había conocido la voz de los instrumentos antes de sufrir la misma afección que yo! »¡Se acordaba mientras componía! Pero yo, cómo podré acordarme de la voz con la que acaba de decirme por vez primera: ¡Yo la amo!…» Mientras escuchaba estas palabras, el joven se había vuelto sombrío: lo que sentía era terror. -¡Oh! -exclamó-. ¡Abre en mi corazón abismos de desgracia y de cólera! ¡Tengo el pie en el umbral del paraíso y debo cerrar la puerta a todos mis goces! ¡Es usted la suprema tentadora, en fin…! Me parece ver brillar en sus ojos no sé qué orgullo por haberme desesperado. -¡Vamos!, yo soy quién no lo olvidará -respondió ella-. ¿Cómo olvidar esas palabras presentidas que no han sido oídas? -Señora, ¡mata con placer cualquier joven esperanza que yo pongo en usted!… Sin embargo, si esta presente donde yo viva, ¡juntos venceremos el futuro! ¡Amémonos con valor! ¡Abandónese! En un movimiento inesperado y femenino, ella unió sus labios a los de él, en la oscuridad, dulcemente, durante algunos segundos. Luego ella dijo con una especie de abandono: -Amigo, le digo que es imposible. Hay horas de melancolía en que, irritado por mi enfermedad, buscará las ocasiones de constatarla más vivamente todavía. ¡No podría olvidar que no lo oigo… ni perdonármelo,  se lo aseguro! ¡Sería fatalmente arrastrado, por ejemplo, a no hablarme más, a no articular sílaba alguna delante de mí! Sólo sus labios me dirían: «Yo la amo», sin que la vibración de su voz turbase el silencio. En fin, acabaría escribiéndome, lo cual sería penoso… ¡No, es imposible! No profanaré mi vida por la mitad del Amor. Aunque virgen, soy viuda de un sueño y quiero permanecer insatisfecha. Se lo digo, no puedo tomar su alma a cambio de la mía. Sin embargo, ¡era el destinado a retener mi ser!… Y es por eso mismo por lo que mi deber es el de arrebatarle mi cuerpo. ¡Me lo llevo! ¡Es mi prisión! ¡Ojalá pueda verme libre de él bien pronto! No quiero saber su nombre… ¡Yo no quiero leerlo!… ¡Adiós! ¡Adiós!… Un coche se destacaba a algunos pasos, en el recodo de la calle Grammont. Félicien reconoció vagamente al lacayo del peristilo de los Italiens cuando, a una señal de la joven, un doméstico bajó el estribo del carruaje. Ella abandonó los brazos de Félicien, se desasió como un pájaro, y entró en el coche. Un instante después, todo había desaparecido. El señor conde de la Vierge volvió, al día siguiente, a su solitario castillo de Blanchelande, y no se ha vuelto a oír hablar de él. Ciertamente, él podía vanagloriarse de haber encontrado, al primer intento, una mujer sincera, que había tenido, por fin, el valor de sostener sus opiniones. FIN 1. Palabras de Beethoven al comienzo de la Novena Sinfonía.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La incomprendida
Cuento
Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares1 del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable. Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que -aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres- diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, “duro como su piel”, había rehusado la abjuración. Orgulloso de una filiación milenaria -porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre-, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios. Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras: -Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tanta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mi tarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que por su contumaz esterilidad está condenada a secarse… pero sólo a Dios toca determinar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencia lucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejemplos… ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás en el auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonitoria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío. La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a causa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frente y el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente. Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario para invocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espíritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme. Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran al desdichado y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y, muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaron los familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Terminada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas. * El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento, miró sin atención precisa la puerta cerrada. “¿Cerrada?…” Esta palabra despertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Había entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendidura entre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente, deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por un azar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llave un poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pestillo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedado abierta. El rabino arriesgó una mirada hacia afuera. A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos en los que había labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco o seis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredor del que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primeros arcos. Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, pero casi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba. Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslucido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa extensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que por el espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día, porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allá lejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. La vacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última. Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratando de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Se arrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotar cuando lo martirizaba una llaga. De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó en el eco de esta senda de piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nublaron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó. Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenaza en la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspendidas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar un movimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban, lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmuraba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circunstancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrándose hacia la evasión posible. Extenuado de dolores y de hambre, temblando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosamente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, donde debía existir una salida salvadora. De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más sombríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes redondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Hablaban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque las manos accionaban con viveza. Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin duda por un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor, se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino creyó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volvería a ser una llaga y un grito. Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estremecía bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural: los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupado de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; estaban fijos y miraban al judío, sin verlo. Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaron su camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hacia la encrucijada de donde venía el rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó su cerebro: ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre las manos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entrar en la parte oscura del espantoso corredor. De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; el frío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergían los dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Examinó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de la oscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosa puerta giró. * La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se prolongaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir! Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fragancias lo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sagrado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecir otra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos, levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis. Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mismo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, y tiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efecto, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedó jadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbuceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerable Pedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el aire del pastor que encuentra la oveja descarriada. Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de angustia en los brazos del Inquisidor y adivinaba confusamente que todas las fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la esperanza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor y la vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada por los ayunos: -¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, querías abandonarnos? FIN 1888
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La más bella cena del mundo
Cuento
Al señor Victor Hugo Hombre, ve a decir a Lacedemonia que aquí hemos muerto por obedecer sus santas leyes. -Simonides La gran puerta de Esparta, con su batiente pegado a la muralla como un escudo de bronce apoyado en el pecho de un guerrero, se abría ante el Taygeto. La polvorienta pendiente del monte enrojecía con fríos fuegos un atardecer de los primeros días del invierno, y la árida ladera enviaba a las murallas de la ciudad de Heracles la imagen de un sacrificio ofrecido en una profunda noche cruel. Por encima del cívico portal, el muro se erguía pesadamente. En la nivelada cumbre había una multitud, roja por el atardecer. Las luces de hierro de las armaduras, las jabalinas, los carros, las puntas de las lanzas brillaban con la sangre del astro. Únicamente los ojos de esa multitud estaban sombríos: contemplaban fijamente, con miradas agudas como jabalinas, la cima del monte, de donde se esperaba alguna gran noticia. La víspera, los Trescientos habían marchado con el rey. Coronados con flores, partieron al festín de la Patria. Quienes tenían que cenar en los infiernos habían peinado sus cabelleras por última vez en el templo de Licurgo. Después, los jóvenes, tras coger los escudos y golpearlos con sus espadas, entre los aplausos de las mujeres, habían desaparecido en la aurora mientras cantaban versos de Tirteo… Ahora, sin duda, las altas hierbas del Desfiladero rozaban sus desnudas piernas, como si la tierra que iban a defender quisiera todavía acariciar a sus hijos antes de recogerlos en su verdadero seno. Por la mañana, el fragor de las armas, traído por el viento, y los gritos triunfales, habían confirmado los informes de los desperdigados pastores. Los Persas habían retrocedido dos veces, en una inmensa derrota, dejando a diez mil Inmortales sin sepultura. ¡La Lócrida había visto tales victorias! Tesalia se sublevaba. Tebas misma se había despertado ante tal ejemplo. Atenas había enviado sus legiones y se armaba bajo las órdenes de Milcíades; siete mil soldados reforzaban la falange laconiana. Pero he aquí que entre los cantos de gloria y las plegarias en el templo de Diana, los cinco Eforos se miraron, después de haber escuchado a los mensajeros llegados de improviso. Inmediatamente, el Senado había dado órdenes de defender la Ciudad. De ahí esos apresurados atrincheramientos, porque la orgullosa Esparta tenía a sus ciudadanos como única fortificación. Una sombra había desvanecido todas las alegrías. Ya no daban crédito a los discursos de los pastores; de golpe, olvidaron las sublimes noticias como si fueran fábulas. Los sacerdotes se habían estremecido. Iluminados por la llama de los trípodes, los brazos de los augures se habían alzado invocando a las divinidades infernales. Inmediatamente, se dijeron breves y terribles palabras. Y se hizo salir a las vírgenes porque se iba a pronunciar el nombre de un traidor. Sus largos vestidos pasaron sobre los Ilotas, tumbados, borrachos de vino negro, y cuando atravesaron las escalinatas de los pórticos, caminaron por encima de ellos sin percibirlos. Entonces resonó la desesperada noticia. Alguien había mostrado a los enemigos un paso secreto en la Fócida. Un pastor mesenio había vendido la tierra de Hélade. Efialtes1 había vendido la madre patria a Jerjes. Y la caballería persa, a cuyo frente resplandecían las armaduras de oro de los sátrapas, invadían ya el suelo de los dioses, hollaban los pies de la nodriza de los héroes. ¡Adiós, templos, moradas de los antepasados, llanuras sagradas! Ellos, los pálidos y afeminados, vendrán con cadenas, y escogerán a sus esclavos entre tus hijas, ¡oh Lacedemonia! Cuando los ciudadanos se dirigieron a la muralla, al ver el aspecto de la montaña, creció la consternación. El viento se lamentaba en los rocosos barrancos, entre los pinos que se plegaban y se rompían, confundiendo sus desnudas ramas, semejantes a los cabellos de una cabeza inclinada hacia atrás con horror. La Gorgona, cuyos velos parecían moldear su rostro, corría por entre las nubes. Y la multitud, color de incendio, se amontonaba en los huecos para contemplar la áspera desolación de la tierra bajo la amenaza del cielo. Sin embargo, este gentío de severas bocas se condenaba al silencio a causa de las vírgenes. No había que agitar su seno ni angustiar su sangre con acusadoras impresiones hacia un hombre de la Hélade. Pensaban en los futuros niños. La impaciencia, la decepcionante espera, la incertidumbre del desastre aumentaban la angustia. Cada uno intentaba empeorar aún más su futuro, y la proximidad de la destrucción les parecía inminente. ¡Seguramente, la vanguardia de los ejércitos aparecería al atardecer! Algunos creían ver en los cielos y cortando el horizonte, el reflejo de la caballería de Jerjes, incluso su carro. Los sacerdotes, aguzando el oído, distinguían unos clamores venidos del norte -decían-, a pesar del viento de los mares meridionales que agitaba sus mantos. Las balistas rodaban, tomando posiciones; se tensaban sus escorpiones y los montones de dardos eran depositados junto a las ruedas. Las niñas preparaban las brasas para hacer hervir la pez; los veteranos, revestidos con sus armaduras, calculaban, con los brazos cruzados, el número de enemigos que abatirían antes de morir; iban a fortificar las puertas, pues Esparta no se rendiría, ni siquiera si era tomada al asalto; se calculaban los víveres, se aconsejaba el suicidio a las mujeres, se consultaba unas entrañas abandonadas que humeaban aquí y allá. Como había que pasar la noche en la muralla por temor a un posible ataque sorpresa de los Persas, el llamado Nogacles, el cocinero de los guardias, una especie de magistrado, preparaba, en la misma muralla, el público sustento. De pie, junto a un enorme tonel, manejaba su pesada maza de piedra y, mientras aplastaba distraídamente el grano en la leche salada, también él miraba, preocupado, la montaña. Todos esperaban. Ya se insinuaban infames sugerencias sobre los combatientes. La desesperación de la masa es calumniosa; y los hermanos de aquéllos que desterrarían un día a Arístides, Temístocles y a Milcíades no soportaban, sin furor, su preocupación. Pero entonces, unas mujeres muy viejas sacudían la cabeza mientras trenzaban sus grandes cabelleras blancas. Ellas estaban seguras de sus hijos y guardaban la orgullosa tranquilidad de las lobas que han dejado de amamantar. Una brusca oscuridad invadió el cielo; no eran las sombras de la noche. Una inmensa bandada de cuervos apareció, surgida de las profundidades del sur, y pasó sobre Esparta con terribles gritos de alegría; cubrían el espacio ensombreciendo la luz. Se posaron en todas las ramas de los árboles sagrados que rodeaban el Taygeto. Allí permanecieron, vigilantes, inmóviles, con el pico orientado hacia el norte y los ojos encendidos. Se oyó una clamorosa y estruendosa maldición que los persiguió. Las catapultas retumbaron al enviar una andanada de piedras cuyos choques sonaron tras mil silbidos y restallaron al penetrar en los árboles. Intentaron asustarlos tendiéndoles el puño o elevando los brazos al cielo. Ellos permanecieron impasibles, como si un divino olor de héroes muertos les hubiera fascinado, y no abandonaron las ramas, que se doblaban bajo su peso. Ante esta aparición, las madres se estremecieron en silencio. Ahora las vírgenes se preocuparon. Les habían entregado las hojas santas, colgadas desde hacía siglos en los templos. «¿Para quién estas espadas?» -preguntaban. Y sus miradas, aún tiernas, iban del reflejo de las armas a los fríos ojos de quienes las habían engendrado. Les sonreían por respeto, les dejaban en la incertidumbre de las víctimas; en el último momento les dirían que esas espadas eran para ellas. De repente, los niños gritaron. Sus ojos habían distinguido algo en la lejanía. Allá, en la ahora azulada cima del desierto monte, un hombre, impulsado por el viento de una fuga anterior, se dirigía hacia la Ciudad. Todas las miradas convergieron en él. Venía con la cabeza baja, con el brazo extendido hacia una especie de bastón ramoso -cortado apresuradamente, sin duda-, que sostenía su carrera hacia la puerta espartana. Ahora, cuando llegó a la zona en que el sol lanzaba sus últimos rayos hacia el centro del monte, se podía distinguir su gran manto enrollado alrededor de su cuerpo; el hombre debía de haberse caído en el camino, porque su manto y su bastón estaban completamente manchados de fango. No podía ser un soldado: no tenía escudo. Un triste silencio acogió esta visión. -¿De qué horrible lugar huía? ¡Mal presagio! -Tal carrera no era digna de un hombre. ¿Qué querría? -¿Refugio?… ¿Lo perseguían? ¿El enemigo? ¡Ya! ¡ya!… En el momento en que la oblicua luz del agonizante astro lo iluminó de la cabeza a los pies, pudieron ver las canilleras. Una oleada de furor y de vergüenza trastornó los pensamientos. Olvidaron la presencia de las vírgenes, que se tornaron siniestras y más blancas que auténticos lirios. Resonó un nombre, escupido por el terror y el estupor general. ¡Era un Espartano!, ¡uno de los Trescientos! Lo reconocían. ¡Él!, ¡era él! ¡Un soldado de la ciudad que había arrojado su escudo! ¡Qué huía! ¿Y los otros? ¿También ellos, los valientes, se habían dado a la fuga? Y la ansiedad crispaba los rostros. Ver a ese hombre equivalía a contemplar la derrota. ¡Ah!, ¡por qué esconder por más tiempo tan inmensa desgracia! ¡Habían huido! ¡Todos!… ¡Lo seguían! ¡Aparecerían de un momento a otro!… ¡Perseguidos por los jinetes persas! Y el cocinero, poniéndose la mano sobre los ojos, exclamó que los veía en la bruma… Un grito acalló todos los rumores. Acababa de ser lanzado por un viejo y una anciana. Ambos, escondiendo sus prohibidos rostros, habían pronunciado esas horribles palabras: «¡Mi hijo!» Entonces se elevó un huracán de alaridos. Los puños se alzaron hacia el fugitivo. -Te equivocas. Aquí no está el campo de batalla. -No corras tanto. Cuídate. -¿Compran a buen precio los Persas los escudos y las espadas? -Efialtes es rico. -¡Ten cuidado a tu derecha! Los huesos de Pelops, de Heracles y, de Pólux están bajo tus pies. ¡Maldición! Vas a despertar a los manes del Antepasado, pero él estará orgulloso de ti. -¡Mercurio te ha prestado las alas de sus pies! ¡Por la laguna Estigia, que ganarás el premio en las Olimpíadas! El soldado parecía no oír y seguía corriendo hacia la Ciudad. Y como no respondía ni se detenía, se exasperaron aún más. Las injurias fueron espantosas. Las muchachas observaban con estupor. Y los sacerdotes: -¡Cobarde! ¡Estás manchado de barro! ¡Tú no has abrazado a la tierra natal; tú la has mordido! -¡Viene hacia la puerta! ¡Ah! ¡Por los dioses infernales! ¡No entrarás! Millares de brazos se levantaron. -¡Atrás! ¡Te espera el báratro2! Si no… ¡Atrás! ¡No queremos tu sangre en nuestros abismos! -¡Al combate! ¡Vuelve! -Teme las sombras de los héroes a tu alrededor. -¡Los Persas te darán coronas y liras! ¡Vete a amenizar sus festines, esclavo! Ante tal palabra, las jóvenes Lacedemonias inclinaron sus frente sobre el pecho, y, apretando en sus brazos las espadas portadas por los reyes libres en remotas épocas, vertieron silenciosas lágrimas. Ellas enriquecían, con sus heroicos llantos, la ruda empuñadura de las espadas. Por la patria, todo lo comprendían y se consagraban a la muerte. De pronto, una de ellas, esbelta y pálida, se aproximó a la muralla: le abrieron paso. Era la que iba a ser, un día, la esposa del fugitivo. -¡No mires, Semeis!… -le gritaron sus compañeras. Pero ella observó al hombre y, tras coger una piedra, la lanzó contra él. La piedra alcanzó al desgraciado: éste alzó los ojos y se detuvo. Y entonces pareció que un temblor lo agitaba. Su cabeza volvió a caer sobre su pecho después de haberla levantado un momento. Dio la impresión de que soñaba. ¿En qué? Los niños lo observaban; las madres, mientras se lo señalaban, les hablaban en voz baja. El enorme y belicoso cocinero interrumpió su labor y abandonó su maza. Una especie de cólera sagrada le hizo olvidarse de sus deberes. Se alejó del tonel y se colgó de un vano de la muralla. Luego, juntando todas sus fuerzas e hinchando sus carrillos, el veterano escupió al tránsfuga. Y el viento que soplaba llevó, cómplice de tan santa indignación, la infame espuma hasta la frente del miserable. Resonó una exclamación aprobando tan enérgica muestra de ira. Se habían vengado. El soldado, pensativo, apoyado en su bastón, contemplaba fijamente la abierta entrada de la Ciudad. A la señal de un jefe, la pesada puerta se interpuso entre él y el interior de las murallas y se encajó entre las dos masas de granito. Entonces, ante la puerta cerrada que lo proscribía para siempre, el fugitivo cayó hacia atrás, estirado, tendido en la montaña. En ese mismo instante, con el crepúsculo y ocaso del sol, los cuervos se precipitaron hacia ese hombre; esta vez los aplaudieron y su velo criminal lo ocultó súbitamente de los ultrajes de la masa humana. Luego cayó el rocío de la noche que humedeció el polvo a su alrededor. Al amanecer, sólo quedaban del hombre algunos huesos dispersos. Así murió, con el alma loca por la única gloria que los dioses envidian y con los párpados piadosamente cerrados para que el aspecto de la realidad no estropease con alguna vana tristeza la sublime concepción que tenía de la Patria; así murió, sin palabras, apretando en su mano la palma fúnebre y triunfal y solamente separado de su barro natal por el manto púrpura de su sangre, el augusto guerrero elegido, a causa de sus mortales heridas, como mensajero de la Victoria por los Trescientos, quienes, tras haber lanzado su escudo y su espada a los torrentes de las Termópilas, lo empujaron hacia Esparta, lejos del Desfiladero, persuadiéndolo de que debía utilizar sus últimas fuerzas para salvar a la República; así desapareció en la muerte, aclamado o no por aquellos por quienes él perecía, EL ENVIADO DE LEONIDAS3. FIN 1. Efialtes: Pastor que comunicó a los persas el paso secreto secreto, gracias al cual pudieron atacar por la espalda a los espartanos de Leónidas que defendían el paso de las Termópilas.2. Báratro: La ejecución.3. Villiers mezcla dos acontecimientos históricos: por un lado, la gesta del soldado ateniense que corrió hasta dicha ciudad para comunicar el triunfo de Maratón sobre el ejército persa. Por el otro, la heroica resistencia de Leónidas, rey de Esparta, y sus trescientos hoplitas en el desfiladero de las Termópilas ante el ejército del persa Jerjes.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
La reina Isabel
Cuento
A Jules Destrée No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor. –El Corán Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa. A los veinte años -y sólo con unos siete mil francos de renta-, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía -armadura oculta, pero a toda prueba- de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas. Simone, por otra parte, durante aquella especie de luna de miel, se había mostrado como una mujer de las menos peligrosas: su jugar al matrimonio era solamente una actitud, no era nada mundana, se mostraba alegre, carecía de inclinación al derroche y, por las noches, contestaba con esos: “Todo lo que tú quieras” que queman los oídos. Además, era de índole tan despreocupada que había dejado que le arrebataran todo lo que tenía procedente de dos anteriores amantes olvidados. De sus bienes, sólo le habían quedado algunas insignificantes joyas, unos pocos vestidos y una sortija, cuyo maravilloso solitario, por ejemplo, era de un labrado, de una blancura y de unas aguas tan raras, que algunos reputados joyeros se habían comprometido a pagarle por él, cuando quisiera, quinientos luises. ¡Ah, cómo se habían divertido aquella temporada! Cabalgatas, partidas de pesca y paseos en barca, cacerías de intento agotadoras, comidas rústicas sobre la hierba, excursiones y, en casa, música, besos, libros, conversaciones y disputas. Se entregaban a juegos también, y se divertían con viejas armas de antaño, que empleaban, para reír, en los jardines. Como no habían invitado a ninguna de sus amistades, el señor de Guerl y Simone, gracias a la ilusión juvenil, podían ahora considerarse como íntimos. Sin embargo…, ella tenía momentos, indefinibles, cuya frecuencia aumentaba a medida que se iba acercando el regreso a París. Así, cuando, teniéndola enlazada bajo las lilas consteladas, él le decía las más dulces frases, le hablaba con ternura de un hijo que los uniría más aún, de horas de pasión, de una existencia alegre y sencilla, ella, la amada, parecía distraída y lo miraba con una especie de extraña fijeza, como si le ocultara un agravio. Un pataleo desmentía las singulares lágrimas que a veces brillaban en sus pestañas, cosa que daba a su emoción secreta un carácter de contrariedad -casi de impaciencia- incomprensible. Simone parecía a punto de gritarle algo; luego, desesperada y como desistiendo de ello, callaba. En tales momentos, ella le había dicho a menudo, brusca: -¿No sabes, Geoffroy, que, si yo quisiera, podría abandonarte, sin ni siquiera avisártelo, a cualquier hora? Con mi diamante, soy libre; allá, dispondría de tiempo para escoger, entre los más ricos, un amante de mi gusto. Sí, si yo quisiera, desde esta noche te quedarías solo. ¡No más Simone! ¿Qué dices a esto? ¡Vaya! ¿No te enojas más? ¡Gracias! Sus ojos brillaban; diríase que esperaba una palabra, un acto que el señor de Guerl no sabía encontrar. Las respuestas asombradas del joven eran recibidas por Simone con movimientos de cabeza, una mueca y, poco después, un ligero encogimiento de hombros. A la pregunta de: “¿Qué te pasa, querida Simone?”, ella contestaba: -¡Ya verás! Con toda tu buena educación serás la causa de mi muerte. -Pero, ¿qué tienes? -volvía a preguntar él. -¡Ah, si al menos fueras un poco… otro! -Entonces, ¿ya no me amas? -Sí, pero… no tanto como quisiera. Y la culpa es tuya. Al oír estas palabras, él sonreía, y Simone, frunciendo el ceño, corría a encerrarse en su habitación, donde su amante la oía llorar a veces durante una hora. Cuando regresaba al lado de él, parecía haber olvidado la pequeña escena. De suerte que, sin conceder al incidente mayor atención, el señor de Guerl, apeándose de su tristeza, terminaba exclamando: “¡Dios, que raras son las mujeres!” Y la poderosa trivialidad de la frase lo tranquilizaba. En un magnífico atardecer, hacia las cinco, y mientras paseaban juntos por los jardines y, como forma de distracción paradójica, a falta de otra, disparaban la ballesta sobre el césped, una vieja y fuerte ballesta de los días de antaño, la demasiado singular joven, advirtiendo que se habla quedado sin bodoques para disparar, exclamó, de repente, tras haber mirado fijamente la sortija: -¡Vaya! ¡Qué tonta soy! ¿Y esto? De un tirón se sacó del dedo el diamante y lo puso sobre la ranura de la ballesta, que en aquel momento apuntaba hacia los bosquecillos y los aguazales del Loire. -¡Ea! ¿ Si lo lanzara…? Sin embargo… -dijo, riendo. -¡Simone! ¿Estás loca? Pero como cediendo a algún irresistible impulso de perversa histeria, llegada al punto más agudo de la crisis, Simone soltó fríamente el disparador, y una centella, una gota de fuego, se hundió en el crepúsculo. Mientras el señor de Guerl contemplaba estupefacto a su amiga, ésta, dejando la ballesta, arrancó una ramita bastante sólida, y luego, echando un brazo en tomo al cuello de su amante, le murmuró, con los ojos entrecerrados y una voz ronca, trivial y mimosa, cuyo acento él nunca había oído antes: –¡Ah! ¡Sé bien lo que merezco, vaya! Mas esta vez, por lo menos, creo que te decidirás… (Azotaba el aire con su junquillo) Y ¡duro! o no eres hombre. ¿Crees que me habrá costado cara mi primera azotaina, de ti? Caray, ¡cuando una se ahoga…! ¡Ah, qué bien hace, cómo descansa poder decir las cosas, al fin! ¡El caso es que tú eres mi amo! ¡Ni un céntimo más! ¡Puedes echarme! ¡Cómo me gustas ahora! Pero… ¡maltrátame! Sobre todo, no te molestes. ¡Cómo! ¿Dices que me amas y, en seis meses, no me has dado ni una bofetada? ¡Es igual! ¡Esta vez habré bien merecido ser zurrada! (Medio echada sobre él, sudorosa, hundiendo sus uñas en una de las manos de su amante, respiraba, palpitándole las aletas de la nariz, la chaqueta de terciopelo negro.) Es necesario que una mujer sienta un poco las riendas, ¿sabes? ¡Oh, si supieras que una buena paliza es mucho mejor que las frases! Dejarás ya de lado tu corrección, ¿no? (Sus dientes castañeteaban) ¡Oh, te has puesto pálido! ¿Estás furioso? ¡Me harás algunos moretones! ¡Bien sabia yo que eras un macho! Ante este arranque totalmente imprevisto, el señor de Guerl palideció, y luego la miró como si fuese por primera vez. Poco después, zafándose de ella, dijo: -¡Será mejor empuñar una fusta! Y dejándola, jadeante, sobre un banco, regresó a la casa, de la que volvió a salir por otra puerta, como huyendo. Tres horas después, Simone, muy inquieta, desgarraba su pañuelo con los dientes, en su habitación, delante de una vela encendida, cuando la criada le entregó la carta siguiente, llegada de Nantes por correo urgente: “Querida abandonada: Te debo seis meses de una ilusión arrebatadora, lo confieso; pero al descubrirte, esta tarde, has helado para siempre, por lo que respecta a ti, los sentidos que esta ilusión me inspiraba. Ciertamente, no ignoro que hoy, sobre todo, parece indispensable (para muchas mujeres) ser un bruto para ser un ‘macho’, y que los besos les parecen más insípidos que los porrazos; pero como, por una parte, entre los violentos placeres, a los cuales por simple juego puede prestarse nuestra sensualidad, resulta que, al parecer, el que a ti te gusta es el de destruir esta alegría que (única y por encima de todo) debe consagrar la vida de un compañero y su compañera; y como, por otra parte, si tú no puedes prescindir de traqueteos para imaginarte que me amas, yo, en cambio, puedo muy bien prescindir para ser feliz de administrar palizas a la que me es querida, he tenido que huir, incluso sin sombrero, a fin de evitar un cambio de explicaciones tan ocioso como ridículo. “Por lo tanto, antojadiza chiquilla, cuando te contemplaba, en las hermosas tardes, bajo la bóveda de las frondas, y, transportado de amor, murmuraba sobre tus labios lo que me sugería el corazón, tú pensabas sencillamente, exhalando un hondo suspiro y levantando la mirada de tus bellos ojos hacia el cielo, del cual parecías contar las estrellas: ‘Sí, pero todo eso no es como unas buenas patadas…’ ¡Pobre ángel! Compadéceme si, temiendo una espontánea torpeza, no me estimo lo bastante perfecto para atreverme…, ni aun para tratar de satisfacerte. Cada cual tiene sus sentidos y sus deseos. No discuto los tuyos, ni su ley; deploro únicamente no juzgarme, para ti, más que un enfermero con agravantes. Así, pues, adiós. No te preocupes por nuestros corazones ni por la quinta; ésta ha sido ya alquilada, para el día 15, a un honrado comerciante y su familia, los cuales sólo esperan tu partida. Mañana por la mañana, una persona de mi confianza te entregará, dentro de un sobre, un pagaré de seis mil francos que podrás hacer efectivo (tú, personalmente) en casa de mi notario, en París. En cuanto a mí, estoy muy lejos ya. “¡Recuerdos, lamentos y buena suerte! Geoffroy”1 A la lectura de estas líneas, Simone sacó hacia fuera los labios, en una irreprochable mueca de desdén, dejó caer la carta de entre sus dedos y murmuro: -¡Qué lástima que un muchacho tan guapo no sea, en el fondo, más que un soñador! ¡Y qué lástima que los que saben comprender a una mujer sean tan… Se detuvo, soñadora ella también, Simone Liantis, la pobre y delicada muchacha que recientemente ¡ay! falleció (¡lastimosa Humanidad!), bajo el número 435, serie 26 (ninfómanas), en los Incurables. Su enfermedad era esencial, es decir, era de aquellas que no se pueden (sin Dios) QUERER curar. 1. El autor de este cuento desaprueba completamente el tono de esta carta enviada a una enferma. Sería, ante todo, de un ingrato si no hubiese sido escrita por un joven mundano ignorante, demasiado distinguido aquí.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Los amantes de Toledo
Cuento
¡Un golpe del Comendador! ¡Una puñalada trapera! -Antiguo refrán Xanthus, el maestro de Esopo, declaró, por sugerencia del fabulista, que, si él había apostado que se bebería el mar, no había apostado beber también los ríos que «entran en su interior», para utilizar el gracioso francés de nuestros traductores universitarios. Ciertamente, tal escapatoria era muy sagaz; pero, con la ayuda del Espíritu del progreso, ¿no sabríamos encontrar, hoy en día, otras semejantes? Por ejemplo: «Retiren de antemano los peces, ya que no están comprendidos en la apuesta; ¡filtren! Una vez hecha esta reducción, la cosa es fácil.» O mejor aún: «Yo he apostado que me beberé el mar, de acuerdo; ¡pero no de un solo trago! El sabio no debe nunca precipitarse en sus acciones: bebo lentamente. Por lo tanto, será una gota cada año, ¿no es verdad?» Resumiendo, pocos compromisos hay que no puedan ser mantenidos de alguna manera… y esta manera podría calificarse de filosófica. -«¡La más bella cena del mundo!» Tales expresiones utilizó, formalmente, el letrado Percenoix, el ángel de la Enfiteusis, para definir, de un modo conciso, la comida que se proponía ofrecer a los notables de la pequeña ciudad de D…, en la que tenía su despacho desde hacía treinta años o más. Sí. Fue en el círculo -la espalda al fuego, los faldones de su levita bajo los brazos, las manos en los bolsillos, los hombros estirados y sin relieve, los ojos en el cielo, las cejas levantadas, los lentes de oro en las arrugas de su frente, el birrete hacia atrás, la pierna derecha plegada sobre la izquierda y la punta de su zapato embetunado que apenas tocaba tierra-, donde pronunció esas palabras. Su viejo rival, el letrado Lecastelier, el ángel del Parafernal, sentado frente al letrado Percenoix, contemplándolo con ojos venenosos, protegido por una ancha tulipa verde, anotó cuidadosamente en su memoria tal afirmación. Entre estos dos colegas existía una guerra sorda desde lejanos tiempos. La comida se convertía en el campo de batalla largamente estudiado por el letrado Percenoix y propuesto por él para terminar la querella. Por el momento, el letrado Lecastelier, obligando a sonreír al deslustrado acero de su rostro de cuchillo-puñal, no respondió nada. Él era el mayor: dejaba a Percenoix, más joven, hablar y comprometerse como un pequeño tonto. Seguro de sí mismo (pero prudente), él prefería conocer perfectamente las posiciones y las fuerzas del enemigo, antes de aceptar la lucha. Al día siguiente, toda la pequeña ciudad de D… era un rumor. Se preguntaban cuál sería el menú de la cena. Evocando olvidadas salsas, el recaudador particular se perdía en conjeturas. El subprefecto calculaba y profetizaba unas supremas de fénix servidas en sus cenizas; desconocidos fenicópteros volaban en su imaginación. Citaba a Apicius. El consistorio municipal releía a Petronio, lo criticaba. Los notables decían: «Hay que esperar», y tranquilizaban un poco la general efervescencia. Todos los invitados, por sugerencia del subprefecto, tomaron licores amargos con ocho días de antelación. Finalmente, el gran día llegó. La casa del letrado Percenoix estaba situada cerca del Paseo, a tiro de fusil de la de su rival. Desde las cuatro de la tarde, se había formado una doble hilera de gente delante de la puerta, para ver llegar a los convidados. Cuando daban las seis los divisaron. Se habían encontrado en el Paseo, como por casualidad, y llegaban juntos. Venía primero el subprefecto, que daba el brazo a la señora Lecastelier; luego el recaudador particular y el director de correos; después tres personas de alta influencia; luego el doctor, dando el brazo al banquero; luego una celebridad, el Introductor de la filoxera en Francia; luego el director del Instituto, y algunos propietarios rentistas. El letrado Lecastelier cerraba la marcha, mostrando, a veces, un aire meditabundo. Estos señores llevaban traje negro, corbata blanca, y una flor en la solapa: la señora Lecastelier, delgada, llevaba un vestido de seda de color rata-que-trota, un tanto fuerte. Una vez llegados a la puerta, y ante el aspecto de los letreros que brillaban con los rayos de la puesta de sol, los convidados se tornaron hacia el horizonte mágico: los lejanos árboles se iluminaban; los pájaros se apaciguaban en los huertos vecinos. Seres con alas de fénix. -¡Qué sublime espectáculo! -exclamó el Introductor de la filoxera, mientras abarcaba, con su mirada, el Occidente. Los convidados compartieron dicha opinión, y aspiraron, un instante, las bellezas de la Naturaleza, como para dorar el festín. Entraron. Cada cual, por dignidad, moderó su paso en el vestíbulo. Por fin, las puertas del comedor se abrieron. Percenoix, que era viudo, estaba solo, de pie, afable. Con un aire a la vez modesto y vencedor, hizo un gesto circular para que tomaran asiento. Unas tarjetas que tenían el nombre de los invitados estaban colocadas, como copetes, en las servilletas plegadas en forma de mitra. La señora Lecastelier contó con la mirada los comensales, esperando que fueran trece: eran diecisiete. Una vez terminados los preliminares, la comida comenzó, al principio en silencio; parecía que los invitados se recogían y tomaban, como suele decirse, impulso. La sala era alta, agradable, y bien iluminada; todo estaba bien adornado. La cena era sencilla, dos sopas, tres entradas, tres asados, tres entremeses dulces, vinos irreprochables, una media docena de platos variados, y luego el postre. ¡Todo era exquisito! De manera que, reflexionando sobre ello y teniendo en cuenta la naturaleza de los convidados, la cena era, precisamente, para ellos, «¡la más bella cena del mundo!» Otra cosa hubiera sido fantasiosa, ostentosa, hubiera chocado. Una cena diferente hubiera sido calificada de atelana, hubiera suscitado ideas de inconveniencia, de orgía…, y la señora Lecastelier se hubiera marchado. ¿La más bella cena del mundo no es aquélla que es del total agrado de sus invitados? Percenoix triunfaba. Todos lo felicitaban calurosamente. De pronto, tras haber tomado el café, el letrado Lecastelier, a quien toda la gente miraba y compadecía sinceramente, se levantó, frío y austero, y, lentamente, pronunció estas palabras en medio de un silencio mortal: -Yo daré una más bella el próximo año. Después de haberse despedido, salió con su mujer. El letrado Percenoix se había levantado. Tranquilizó, con su digno aspecto, la inexpresable agitación de los invitados y el murmullo que se había producido tras la marcha de los Lecastelier. Por todas partes se cruzaban las preguntas: -¿Cómo haría para dar una más bella el año próximo, puesto que LA del letrado Percenoix era la cena más bella del mundo? -¡Absurdo proyecto! -¡Equívoco! -¡Incalificable! -Sin valor… -¡Irrisorio! -Pueril. -¡Indigno de un hombre sensato! -¡La pasión lo había cegado; la edad, quizás! Se rieron mucho. El Introductor de la filoxera, que, durante el festín, había estado haciendo carantoñas a la señora Lecastelier, prodigaba los epigramas: -¡Ah! ¡Ah! ¡Realmente!… ¡Una más bella! ¿Y, cómo? Sí, ¿como?… ¡La cosa es de lo más divertida! No paraba. El letrado Percenoix se desternillaba de risa. Con este incidente terminó alegremente el banquete. Poniendo por las nubes al anfitrión, los invitados, del brazo, se lanzaron en desbandada fuera de la casa, precedidos por las linternas de sus domésticos. Ya no podían reír más ante la idea ridícula, incluso presuntuosa, y que no podía discutirse, de querer dar «una cena más bella que la más bella cena del mundo». Así pasaron, fantásticos e hilarantes, por entre la doble hilera que les había esperado a la puerta de la casa para saber lo ocurrido. Luego cada uno volvió a su hogar. El letrado Lecastelier tuvo una espantosa indigestión. Se temió por su vida y Percenoix, que no «deseaba la muerte del pecador», y que, ante todo, esperaba disfrutar, al año próximo, del fiasco que necesariamente iba a sufrir su colega, mandaba que le comunicasen diariamente el estado de salud del digno escribano. Ese informe era publicado en el boletín departamental, pues todo el mundo estaba interesado en el imprudente desafío: sólo se hablaba de la cena. Los invitados se encontraban únicamente para intercambiar palabras en voz baja. Era grave, muy grave; el honor de la localidad estaba en juego. Durante todo el año, el letrado Lecastelier se sustrajo a todas las preguntas. Ocho días antes del aniversario, envió sus invitaciones. Dos horas después del recorrido del cartero, hubo un extraordinario tráfago en el pueblo. El subprefecto creyó que su deber era renovar inmediatamente su dieta de aperitivos, por razones de equidad. Cuando llegó el atardecer del gran día, los corazones latían. Igual que el año anterior, los convidados se encontraron en el Paseo, como por casualidad. La avanzadilla fue señalada en el horizonte por los gritos de la entusiasta hilera. Y el mismo cielo teñía de púrpura, al Occidente, la línea de hermosos árboles, que eran magníficos ejemplares de hayas y que pertenecían, por mejora y fuera parte, al letrado Percenoix. De nuevo, los invitados admiraron todo esto. Luego entraron en casa del señor y la señora Lecastelier, y penetraron en el comedor. Una vez sentados, tras la ceremonias, los convidados, al observar atentamente el menú, se percataron, con amenazador asombro, de que ¡era la MISMA cena! ¿Era una burla? Ante tal idea, el subprefecto frunció el entrecejo y guardó, para sí, sus reservas. Cada cual bajó la mirada, no queriendo (por este sentimiento de cortesía, de perfecto tacto, que distingue a la gente de provincias) dejar entrever al anfitrión y a su esposa la impresión del profundo desprecio que sentían hacia ellos. Percenoix ni siquiera intentó disimular la alegría de un triunfo que creyó asegurado, desde entonces. Y desplegaron las servilletas. ¡Sorpresa! Cada uno encontró en su plato -¿qué?…- eso que se llama una pieza de asistencia, una moneda de veinte francos. Al instante, como si un hada buena hubiera dado un golpe con su varita, hubo una especie de «¡Abracadabra!» general, y todos los «amarillos» desaparecieron con el encantamiento de una asombrosa rapidez. Únicamente el Introductor de la filoxera, preocupado con un madrigal, no percibió el napoleón de su plato hasta un buen rato después que los demás. Hubo un retraso. Así, con aire torpe, azorado, y con sonrisa de niño, murmuró hacia su vecina algunas vagas palabras que sonaron como una pequeña serenata. -¡Qué atolondrado soy!, ¡qué descuido! He estado a punto de perder… maldito bolsillo… Sin embargo, es el que ha introducido en Francia… A menudo se pierde, por falta de precaución… mete uno el dinero en el bolsillo, descuidadamente; luego, al menor movimiento -al desplegar la servilleta, por ejemplo-, ¡plam!, ¡crac!. ¡pum! y ¡adiós! La señora Lecastelier sonrió con finura. -Distracción de elevados espíritus!… -dijo ella. -¿No son los bellos ojos los que la causan? -respondió galante el célebre sabio, volviendo a poner en el bolsillo del reloj, con una jovial negligencia, la hermosa moneda de oro que había estado a punto de perder. Las mujeres comprenden todo lo que es delicadeza; teniendo en cuenta la intención que había tenido el Introductor de la filoxera, la señora Lecastelier tuvo la amabilidad de enrojecer dos o tres veces durante la cena, mientras el sabio, inclinándose hacia ella, le hablaba en voz baja. -¡Calma, señor Redoubté! -murmuraba ella. Percenoix, como buen cabeza de chorlito, no se había dado cuenta de nada y no había encontrado nada; en ese momento, charlaba como una cotorra tuerta, y se escuchaba a sí mismo con los ojos en el techo. La cena fue brillante, muy brillante. Analizaron la política de los gobiernos de Europa: el subprefecto tuvo incluso que contemplar silenciosamente, en varias ocasiones, a los tres personajes de elevada influencia, y éstos, para quienes la Diplomacia, desde hacía tiempo, no tenía el menor secreto, desviaron la conversación con una bandada de retruécanos que hicieron el efecto de petardos. La alegría de los invitados tuvo su momento culminante cuando sirvieron el nougat, que representaba, como el año anterior, la pequeña ciudad de D… Hacia las nueve de la noche, cada invitado, mientras revolvía discretamente el azúcar en su taza de café, se volvió hacia su vecino. Todas las cejas estaban alzadas y los ojos tenían esa expresión átona propia de las personas que, tras un banquete, van a emitir su opinión. -¿Es la misma cena? -Sí, la misma. Después, tras un suspiro, un silencio y una mueca meditativa: -Absolutamente la misma. -Sin embargo, ¿no había alguna cosa? -Sí, sí, ¡había algo! -En fin -entonces-, ¡ha sido más bella! -Sí, es curioso. Es la misma… ¡y, sin embargo, es más bella! -¡Ah! Esto sí que es especial. Pero, ¿por qué era más bella? Cada cual se perforaba inútilmente el cerebro. De pronto, creían haber puesto el dedo en el punto preciso que legitimaba la indefinible impresión de diferencia que todos sentían y la idea, rebelde, se escapaba como una Galatea que no quisiera ser vista. Luego se separaron, para meditar el problema más libremente. Y, desde entonces, toda la pequeña ciudad de D… es presa de la más lamentable incertidumbre. ¡Es como una desgracia!… Nadie puede desentrañar el misterio que pesa aún hoy sobre el victorioso festín del letrado Lecastelier. El letrado Percenoix, algunos días después, sumido en esa misma preocupación, resbaló en su escalera y sufrió una caída que le provocó la muerte. Lecastelier lo lloró muy amargamente. Hoy, durante las largas tardes de invierno, bien en la subprefectura, bien en las reuniones particulares, se habla, se discute, se preguntan, se sueña, y el eterno tema es de nuevo puesto sobre el tapete. ¡Renuncian!… Cuando con la ayuda de la ciento sesenta y ochoava decimal, llegan al filo de la solución, la x del problema retrocede indefinidamente, entre las dos afirmaciones que confunden al Espíritu humano, pero que constituyen el Símbolo de las indiscutibles preferencias de la Conciencia pública, bajo la bóveda de los cielos: -¡LA MISMA… Y, SIN EMBARGO, MÁS BELLA! FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Los bandidos
Cuento
Hacia 1404 (me remonto tan atrás para no ofender a mis contemporáneos), Isabel, esposa del rey Carlos VI, regente de Francia, vivía, en París, en el antiguo palacio Montagu, una especie de residencia más conocida por el nombre de la mansión Barbette. Allí se proyectaban las famosas justas a la luz de las antorchas a orillas del Sena; eran noches de gala, de conciertos, de festines, encantadores tanto por la belleza de las mujeres y de los jóvenes señores como por el inaudito lujo que la corte desplegaba. La reina acaba de innovar esos vestidos à la gore en los que se vislumbraba el seno a través de un entramado de lazos adornados con pedrerías y unos peinados que obligaron a elevar en varios codos el arco de las puertas feudales. Durante el día, el lugar de encuentro de los cortesanos (que estaba cerca del Louvre) era la gran sala y la terraza de naranjos del platero del rey, maese Escabala. Allí jugaban sin medida y, a veces, los cubiletes de passe-dix arrojaban los dados en apuestas capaces de arruinar a toda una provincia. Dilapidaban un poco los enormes tesoros amasados, tan penosamente, por el económico Carlos V. Si las finanzas disminuían, se aumentaban a voluntad los diezmos, tallas, servicios, ayudas, subsidios, secuestros, exacciones y gabelas. La alegría reinaba en los corazones. Era en esos días, también, cuando, sombrío, manteniéndose apartado y comenzando por abolir en sus Estados todos aquellos odiosos impuestos, Jean de Nevers, caballero, señor de Salins, conde de Flandes y de Artois, conde de Nevers, barón de Rethel, palatino de Malines, dos veces par de Francia y decano de los pares, primo del rey, soldado que sería designado por el Concilio de Constanza como jefe único de los ejércitos al cual debían obediencia ciega bajo pena de excomunión, primer gran feudatario del reino, primer súbdito del rey (quien no es sino el primer súbdito de la nación), duque hereditario de Borgoña, futuro héroe de Nicépolis y de la victoria de l’Hesbaie, en la que, tras la deserción de los Flamencos, adquirió el sobrenombre de Sin Miedo ante todo el ejército al librar a Francia de su primer enemigo; fue en esos días, decíamos, cuando el hijo de Felipe el Atrevido y de Margarita II, cuando Juan sin Miedo, para salvar la Patria, soñaba ya con desafiar, a fuego y sangre, a Henry de Derby, conde de Hereford y de Lancaster, quinto de ese nombre, rey de Inglaterra, y que, cuando este rey puso precio a su cabeza, sólo consiguió que Francia lo declarase traidor. Se probaban torpemente los primeros juegos de cartas importados, desde hacía algunos días, por Odette de Champ-d’Hiver. Se hacían apuestas de cualquier clase; se bebían vinos que provenían de las mejores viñas del ducado de Borgoña. Se oían los nuevos Tensones, los Virelais del duque de Orleáns (uno de los señores de los Fleurs-de-Lys que han creado las más bellas rimas). Se discutía de modas y de armaduras; a menudo se cantaban disolutas canciones. La bija de tal rico-hombre, Bérénice Escabala, era una joven amable y de las más bonitas. Su virginal sonrisa atraía el brillante enjambre de los gentilhombres. Era notorio que dispensaba su graciosa acogida a todos por igual. Un día, ocurrió que un joven señor, el vídamo de Maulle, que entonces era el favorito de Isabel, empeñó su palabra (después de haber bebido, naturalmente) afirmando que triunfaría sobre la inflexible inocencia de la hija de maese Escabala; resumiendo, que sería suya en un corto plazo. Ese reto fue lanzado en medio de un grupo de cortesanos. Alrededor suyo zumbaban las risas y coplas de la época; pero este alboroto no ocultó la imprudente frase del joven. La apuesta, aceptada en un brindis, llegó a oídos de Louis de Orleáns. Louis de Orleáns, cuñado de la reina, había sido distinguido por ella, desde el primer momento de la regencia, con un apasionado afecto. Era un príncipe brillante y frívolo, pero de los más siniestros. Había, entre Isabel de Baviera y él, ciertas paridades de naturaleza que asemejaban su adulterio a un incesto. Aparte de los caprichosos brotes de una ternura marchita, él siempre supo conservar, en el corazón de la reina, un bastardo afecto que tenía más de pacto que de simpatía. El duque vigilaba a los favoritos de su cuñada. Cuando la intimidad de los amantes parecía que podría llegar a ser peligrosa para la influencia que pretendía mantener sobre la reina, era muy poco escrupuloso en los medios utilizados para provocar entre ellos una ruptura casi siempre trágica; aunque fuese incluso la delación. Esa conversación en cuestión fue narrada, por encargo suyo, a la real amiga del vídamo de Maulle. Isabel sonrió, bromeó sobre el asunto y pareció no darle mayor importancia. La reina tenía médicos que le vendían los secretos de Oriente apropiados para exasperar la llama de los deseos concebidos por ella. Moderna Cleopatra, era una gran disoluta, más indicada para presidir unas cortes de amor al fondo de una casa de campo o dictar la moda en provincias que para pensar en liberar del inglés el suelo de su país. Sin embargo, en esta ocasión, ella no consultó a nadie, ni siquiera a Arnault Guilhem, su alquimista. Una noche, algún tiempo después, el señor de Maulle estaba con la reina, en la mansión Barbette. Era una hora avanzada; la fatiga del placer adormilaba a los dos amantes. Repentinamente, el señor de Maulle creyó oír, en París, el sonido de campanas que repicaban con tañidos aislados y lúgubres. Se enderezó: -¿Qué es eso? -preguntó. -Nada. ¡Déjalo!… -respondió Isabel, risueña y sin abrir los ojos. -¿Nada, mi bella reina? ¿No es el toque de alarma? -Sí… quizás. ¿Y bien, amigo? -¿Se habrá incendiado alguna casa? -Justamente soñaba con eso -dijo Isabel. Una perlada sonrisa entreabrió los labios de la bella durmiente. -Además, en mi sueño -continuó ella-, eras tú quien lo había provocado. Te veía echar una antorcha en el almacén de aceite y de forraje, querido. -¡Sí! -Ella arrastraba las sílabas, lánguidamente-. Tú quemabas la casa de maese Escabala, mi platero, como bien sabes, para ganar tu apuesta del otro día. El señor de Maulle reabrió sus ojos a medias, preso de una vaga inquietud. -¿Qué apuesta? ¿Aún no estás dormida, mi bello ángel? -Pues… la apuesta de ser el amante de su hija, la pequeña Berenice, ¡qué bellos ojos tiene!… ¡Oh!, qué buena y hermosa muchacha, ¿no es así? -¿Qué decías, mi querida Isabel? -¿No me has comprendido, mi señor? Yo soñaba, te decía, que habías prendido fuego a la casa de mi platero para raptar a su hija durante el incendio y hacerla tu amante, para poder ganar tu apuesta. El vídamo miró alrededor suyo, en silencio. En efecto, el resplandor de un lejano siniestro iluminaba los cristales de la habitación; reflejos de púrpura hacían sangrar los armiños del lecho real; ¡las flores de lis de los escudos y las que acababan de vivir en los jarrones de esmalte enrojecían! Y rojas también eran las dos copas, sobre un velador cargado de frutas y vinos. -¡Ah!… ya me acuerdo… -dijo a media voz el joven-; es cierto; pretendía atraer las miradas de los cortesanos sobre la pequeña para apartarlos de nuestro goce. ¡Pero mira, Isabel: realmente es un gran incendio, y las llamaradas se elevan por la zona del Louvre! Ante estas palabras la reina se recostó en el lecho, observó muy fijamente, sin hablar, al vídamo de Maulle y sacudió la cabeza; después, indolente y risueña, puso en los labios del joven un largo beso. -¡Uno de estos días, le contarás eso a maese Cappeluche cuando seas sometido a la rueda, en la plaza de Grève! ¡Eres un vil incendiario, mi amor! Y como los perfumes que salían de su cuerpo oriental aturdían y abrasaban los sentidos hasta quitar la capacidad para pensar, ella se apretó contra él. El toque de alarma continuaba; se distinguían a lo lejos los gritos de la multitud. El respondió, bromeando: -Habría que probar el crimen. Y le devolvió el beso. -¿Probarlo, malvado? -Naturalmente. -¿Podrías tú probar el número de besos que has recibido mí? ¡Es tanto como pretender contar las mariposas que vuelan en una tarde de verano! Él contemplaba a la ardiente amante -¡tan pálida!- que acababa de prodigarle delicias y éxtasis de la más maravillosa voluptuosidad. Le tomó la mano. -Por otra parte, será muy fácil -continuó la joven-. Porque, ¿quién tendría interés en aprovecharse de un incendio para secuestrar a la hija de maese Escabala? Solamente tú. ¡Comprometiste tu palabra en la apuesta! Y, puesto que no podrías decir nunca dónde estabas cuando se inició el fuego… Lo ves, eso ya es suficiente como causa de procesamiento, en Chatélet. Primero se instruye y luego… -ella bostezó dulcemente- la tortura hace el resto. -¿No podría decir dónde estaba? -preguntó el señor de Maulle. -Sin duda, porque, estando vivo el rey Carlos VI, estabas, a esa hora, en brazos de la reina de Francia. ¡Qué niño eres! La muerte, horrible, se alzaba a ambos lados de la acusación. -¡Es cierto! -dijo el señor de Maulle, bajo el encanto de la dulce mirada de su amiga. Se embriagaba al rodear con su brazo ese joven talle acostado sobre una tibia cabellera, rojiza como el oro fundido. -Eso son sólo sueños -dijo él-. ¡Oh, vida mía!… Durante aquella velada habían tocado algo de música; su cítara estaba posada sobre un cojín; una cuerda se rompió sola. -¡Duérmete, ángel mío! ¡Tienes sueño! -dijo Isabel atrayendo con dulzura la frente del joven hacia su seno. El ruido del instrumento le había hecho estremecerse; los enamorados son supersticiosos. Al día siguiente, el vídamo de Maulle fue arrestado y arrojado a un calabozo del Gran Chatélet. El proceso comenzó tras la prevista inculpación. Los hechos sucedieron exactamente como se lo había anunciado la augusta encantadora, «cuya belleza era tal que sobreviviría a sus amores». El vídamo de Maulle no pudo encontrar lo que en términos jurídicos se denomina una coartada. Tras sufrir tortura, ordinaria y extraordinaria, durante los interrogatorios, se le condenó a la rueda. La pena de los incendiarios, el velo negro, etc., no se omitió nada. Solamente se produjo un extraño incidente en el Gran Chatélet. El abogado del joven le había tomado un profundo cariño; éste le había contado todo. Ante la inocencia del señor de Maulle, el defensor se convirtió en culpable de una acción heroica. La víspera de la ejecución fue al calabozo del condenado y lo hizo escapar con el disfraz de su ropa. En resumen: lo sustituyó. ¿Fue un noble corazón? ¿Fue un ambicioso que jugaba una terrible partida? ¡Quién lo sabrá! Todavía roto y quemado por la tortura, el vídamo de Maulle atravesó la frontera y murió en el exilio. Pero el abogado fue retenido en su lugar. La bella amiga del vídamo de Maulle, al enterarse de la evasión del joven, únicamente sintió una excesiva contrariedad. Ella no quiso reconocer al defensor de su amigo. Para que el nombre del señor de Maulle fuera borrado de la lista de los vivos, ordenó, a pesar de todo, el cumplimiento de la sentencia. De tal manera que el abogado fue ejecutado en la rueda en la plaza de Grève, en lugar del señor de Maulle. Rogad por ellos. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
No confundirse
Cuento
Al señor Émile Pierre ¿Habría sido justo, pues, que Dios condenara al Hombre a la Felicidad? Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio. Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca. En una de aquellas habitaciones, -en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones-, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada. A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar. De repente, el Inquisidor General de España tiró de la argolla de un timbre que no se oyó sonar. Un monstruoso bloque de granito, con su tapicería, giró en el grueso muro. Tres familiares, con las cogullas bajadas, aparecieron -saliendo de una estrecha escalera excavada en la oscuridad-, y el bloque volvió a cerrarse. Fue cuestión de dos segundos, de un relámpago. Pero aquellos dos segundos habían bastado para que un resplandor rojo, refractado por alguna sala subterránea, iluminara la habitación y una terrible, una confusa ráfaga de gritos -tan desgarradores, tan agudos, tan horrorosos, que no se podía distinguir ni adivinar la edad o el sexo de las voces que los lanzaban- pasara por la rendija de aquella puerta, como una lejana bocanada del infierno. Luego, el profundo silencio, los soplos fríos y, en los corredores, los ángulos de sol sobre las losas solitarias, que apenas alteraba, a intervalos, el ruido de una sandalia de inquisidor. Torquemada pronunció algunas palabras en voz baja. Uno de los familiares salió y, pocos instantes después, entraron delante de él dos bellos adolescentes, casi niños aún, un chico y una chica, dieciocho y dieciséis años sin duda. La distinción de sus rostros, de sus personas, daban testimonio de una familia importante, y sus ropas -de la más noble elegancia, discreta y suntuosa- indicaban el elevado rango que ocupaban sus linajes. ¡Habríase dicho que era la pareja de Verona transportada a Toledo: Romeo y Julieta!… Con una sonrisa de inocencia sorprendida, -y algo ruborizados por encontrarse juntos- miraban ambos al santo anciano. -Dulces y queridos hijos, -dijo, imponiéndoles las manos, Tomás de Torquemada- os amábais desde hacía casi un año (lo que es mucho a vuestra edad), y con un amor tan casto, tan profundo, que temblorosos uno ante el otro y con los ojos bajos en la iglesia, no os atrevíais a confesároslo. Por eso es por lo que, sabiéndolo, os he hecho venir esta mañana para uniros en matrimonio, lo que ya hemos hecho. Vuestras prudentes y poderosas familias han sido prevenidas de que ya sois marido y mujer y el palacio en el que se os espera está preparado para ofrecer vuestro banquete de bodas. Estaréis allí muy pronto e iréis a vivir, en el rango que os corresponde, rodeados más tarde sin duda de bellos hijos, flor de la cristiandad. “¡Ah! ¡hacéis bien en amaros, jóvenes corazones de elección! Yo también conozco el amor, sus efusiones, sus llantos, sus ansiedades, sus temblores celestiales. Mi corazón se consume de amor, pues el amor es la ley de la vida, el sello de la santidad. Así pues, si he decidido uniros es con el fin de que la esencia misma del amor, que es sólo el Buen Dios, no se viera perturbada en vosotros por las demasiado carnales apetencias, por las concupiscencias que retrasos demasiado largos en la legítima posesión uno del otro entre novios, pueden encender en sus sentidos. ¡Vuestras oraciones iban a ser distraidas! La obsesión de vuestras ensoñaciones iba a oscurecer vuestra pureza natural. Sois dos ángeles que, para recordar lo que es REAL en vuestro amor, estábais ya deseosos de calmarlo, debilitarlo y agotar sus delicias. “¡Que así sea! Os encontráis en la Habitación de la Felicidad: sólo pasaréis aquí vuestras primeras horas conyugales, luego, bendiciéndome -así lo espero- por haberos entregado a vosotros mismos, es decir a Dios, volveréis a vivir la vida de los humanos, en el puesto que Dios os asignó.” Tras una mirada del Inquisidor General, los familiares desvistieron rápidamente a la encantadora pareja, cuyo estupor -algo absorto- no oponía resistencia. Los colocaron uno frente a otro, como dos juveniles estatuas, y los envolvieron juntos en anchas tiras de cuero perfumado que los apretaban suavemente, luego los transportaron, tendidos, corazón sobre corazón, labios sobre labios, al lecho nupcial, en un abrazo que inmobilizaban sutilmente sus ataduras. Un instante después eran dejados solos, para su intensa alegría -que no tardó en dominar su turbación-, y fueron tan grandes las delicias que gustaron que entre besos ardientes se decían en voz baja: -¡Oh! ¡si esto pudiera durar hasta la eternidad!… Pero nada aquí abajo es eterno, y su dulce abrazo sólo duró, desgraciadamente, cuarenta y ocho horas. Tras las cuales los familiares entraron, abrieron de par en par las ventanas para que entrara el aire puro de los jardines: les quitaron los correajes, y un baño -que les resultaba indispensable- los reanimó a cada uno en una celda cercana. Una vez que se vistieron de nuevo, cuando flaqueaban, lívidos, mudos, graves y con los ojos huraños, apareció Torquemada y dándoles un último abrazo, el austero anciano les dijo al oído: -Ahora, hijos míos, que habéis pasado la dura prueba de la Felicidad, os devuelvo a vuestra vida y a vuestro amor, pues creo que, de ahora en adelante, vuestras oraciones al Buen Dios serán menos distraidas que en el pasado. Una escolta los condujo a su palacio en fiesta, donde se les esperaba; ¡todo fueron muestras de alegría! Sólo que, durante el banquete de bodas, todos los nobles invitados observaron, no sin sorpresa, que entre los nuevos esposos había una especie de incomodidad, breves palabras, miradas que se desviaban y frías sonrisas. Vivieron, casi separados, en sus apartamentos y murieron sin descendencia pues -si hay que decirlo todo- no volvieron a amarse nunca más, ¡por miedo a que todo aquello volviera de nuevo! FIN Histoires insolites, 1888 Traducción de Esperanza Cobos Castro
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Sombrío relato, narrador aún más sombrío
Cuento
Al señor Henri Roujon ¿Qué es el Tercer Estado? Nada. ¿Qué debe ser? Todo. -Sully, después Sieyes Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una perfecta unión de costumbres, negocios y maneras de ver. Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándose de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero. Asustado, el hombre de las Campanas, sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo músico de Nayrac se convirtió en una banda de ávidos ladrones que infestaban el Midi y asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones. Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la misma manera que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Este se contradijo, y ahora ellos sabían la verdad del asunto mejor que nadie… Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos, como les gusta guardar todo lo que tienen; tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas. A mediados de noviembre siguiente, mientras daban las diez en el reloj del Juzgado de Paz de Nayrac, cada cual entró en su casa con un aire más arrogante que de costumbre y con el sombrero, ¡palabra!, inclinado sobre la oreja, de tal forma que su esposa, saltándole a las patillas, lo llamó «mosquetero», lo que aduló sus respectivos corazones. -Sabes, señora N…, mañana, al alba, partiré. -¡Ay! ¡Dios mío! -Es la época de cobro: es preciso que vaya, yo mismo, a casa de nuestros colonos… -No irás. -¿Y por qué no? -Por los bandidos. -¡Bah! ¡En otras peores me he visto! -¡No irás!… -concluía cada esposa, como ocurre entre gente que se adivina. -Vamos, pequeña, vamos… Previendo tu angustia y para que estés segura, hemos acordado partir todos juntos, con nuestras escopetas de caza, en una gran carreta alquilada para tal ocasión. Nuestras tierras son convecinas y volveremos al anochecer. Así pues, seca tus lágrimas y, con la invitación de Morfeo, permite que anude apaciblemente en mi frente los dos extremos de mi pañuelo. -¡Ah! Si van todos juntos, ya es otra cosa: debes hacer como los demás -murmuró cada esposa, tranquilizada de repente. La noche fue exquisita. Los burgueses soñaron con asaltos, carnicerías, abordajes, torneos y laureles. Se despertaron, pues, frescos y dispuestos, con el alegre sol. -¡Vamos!… -murmuraba cada uno de ellos, mientras se ponía las medias, tras un gesto de gran preocupación y de forma que la frase fuese oída por su esposa-, ¡vamos!, ha llegado el momento. ¡Sólo se muere una vez! Las señoras, admiradas, contemplaban a estos modernos paladines y les llenaban los bolsillos de cataplasmas, porque estaban en otoño. Estos, sordos a los llantos, se apartaban de los brazos que querían, en vano, retenerlos… -¡Un último beso!… -dijo cada uno desde el descansillo de su escalera. Y llegaron, desembocando de sus calles respectivas, a la gran plaza, donde ya algunos (los solteros) esperaban a sus colegas, alrededor del carruaje, haciendo sonar, con los rayos matutinos, la batería de sus escopetas, cuyas cargas renovaban mientras fruncían el entrecejo. Dieron las seis: la tartana se puso en marcha a los varoniles sones de La Parisienne, cantada por los catorce hacendados que la ocupaban. Mientras en las lejanas ventanas febriles manos agitaban locos pañuelos, se oía el heroico canto: En avant, marchonsContre leurs canons! A travers le fer, le feu des bataillons! Luego, con el brazo derecho en el aire y con una especie de mugido: Courons a la victoire! Todo ello acompasado, en cierta medida, por los grandes latigazos que el propietario conductor daba, con cada brazo, a los tres caballos. Fue una buena jornada. Los burgueses son alegres vividores, claros en los negocios. Pero en cuanto a la honestidad, ¡alto ahí!, por ejemplo: son capaces de hacer colgar a un niño por una manzana. Cada cual cenó en casa de su deudor, pellizcó el mentón de la niña, en los postres se embolsó el dinero de la renta y, tras haber intercambiado con la familia algunos proverbios llenos de buen sentido, como: «Las cuentas claras hacen buenos amigos», o «Donde las dan las toman», o «A Dios rogando y con el mazo dando», o «No hay oficio pequeños», o «Quien paga sus deudas, se enriquece», y otros proverbios habituales, cada propietario, escapándose de las acostumbradas bendiciones, retomó su lugar, uno a uno, en el carruaje recolector que vino a recogerlos de granja en granja, y al oscurecer, se pusieron en marcha hacia Nayrac. Sin embargo, ¡una sombra había descendido sobre sus almas! En efecto, ciertos relatos de los labradores habían indicado a los propietarios que el violinista había creado escuela. Su ejemplo había sido contagioso. El viejo bandido se había rodeado, al parecer, de una horda de verdaderos ladrones y -sobre todo en la época de cobrar la renta- el camino no era demasiado seguro. De manera que, a pesar de los vahos del clarete, disipados enseguida, nuestros héroes ponían, ahora, una sordina a La Parisienne. Caía la noche. Los chopos alargaban sus oscuras siluetas en el camino, el viento removía los setos. Entre los mil ruidos de la naturaleza y alternando con el trote regular de los tres mecklemburgueses, se oyó, a lo lejos, el aullido de mal agüero de un perro espantado. Los murciélagos volaban alrededor de los pálidos viajeros a quienes el primer rayo de la luna iluminó tristemente… ¡Brrr!… Apretaban los fusiles entre sus rodillas con un convulsivo temblor; se aseguraban, de vez en cuando, de que aún tenían consigo el saco de dinero. No se oía una palabra. ¡Qué angustia para estas honestas gentes! Repentinamente, en la bifurcación del camino, ¡terror!, aparecieron unas espantosas y contraídas figuras; unos fusiles relucieron; se oyó el pisoteo de caballos y un terrible «¡Quién vive!» resonó en las tinieblas pues, en ese mismo instante, la luna se ocultó entre dos negras nubes. Un gran vehículo, repleto de hombres armados, obstruía el camino. ¿Quiénes eran esos hombres? ¡Evidentemente unos malhechores! ¡Bandidos! ¡Evidente! ¡Lástima! No. Era la tropa gemela de los buenos burgueses de Pibrac. ¡Eran los de Pibrac!, quienes habían tenido la misma idea, exactamente, que los de Nayrac. Sencillamente, acabados sus negocios, los apacibles rentistas de ambos pueblos se cruzaban en el camino, mientras volvían a sus casas. Pálidos, se observaron. El intenso terror que se causaron, dada la obsesión que había invadido sus cerebros, al haber hecho aparecer en cada uno de los rostros los verdaderos instintos -de la misma manera que un soplo de viento tras pasar por un lago, y formando un torbellino, hace subir las aguas del fondo a la superficie-, provocó que se tomasen por esos mismos bandidos que, recíprocamente, ambos temían. En un solo instante, sus cuchicheos, en la oscuridad, los enloquecieron hasta tal punto que, con la temblorosa precipitación de los de Pibrac por tomar, por precaución, sus armas, la culata de una de las escopetas se enganchó en el banco, se disparó sola y la bala fue a dar a uno de los de Nayrac, rompiéndole en el pecho una terrina de excelente foie-gras que le servía, maquinalmente, como un escudo. ¡Ay, este disparo! Fue la chispa fatal que incendió la pólvora. El miedoso paroxismo que sintieron los hizo delirar. Una descarga cerrada y furiosa comenzó. El instinto de conservación de sus vidas y su dinero los cegaba. Ponían los cartuchos en sus fusiles con manos temblorosas y rápidas y disparaban al bulto. Los caballos cayeron; uno de los carros volcó, vomitando al azar heridos y sacos de dinero. Los heridos, en el pasmo de su pavor, se levantaron como leones y siguieron disparándose unos contra otros, ¡sin poder reconocerse en ningún momento, en medio de la humareda!… En tal furiosa demencia, si unos gendarmes hubieran llegado bajo las estrellas, nadie duda que hubiesen pagado con la vida su dedicación. En resumen, fue una masacre, porque la desesperación les transmitía una energía más asesina: en una palabra, ¡aquélla que caracteriza a la gente honorable, cuando se les empuja hasta el final! Mientras tanto, los verdaderos bandidos (es decir, la media docena de pobres diablos, culpables, todo lo más, de haber robado algunos mendrugos, algunos pedazos de tocino o algún dinero, aquí y allá) temblaban espantosamente en una alejada cabaña, mientras oían, llevado por el viento del camino, el creciente y terrible fragor de las detonaciones y los espantosos gritos de los burgueses. Imaginándose, en su pavor, que una monstruosa batida se había organizado contra ellos, habían interrumpido su inocente partida de cartas alrededor de una barrica de vino y se habían levantado, lívidos, mirando a su jefe. El viejo violinista parecía a punto de desmayarse. Sus piernas temblaban. Cogido de improviso, el valiente hombre estaba despavorido. Lo que oía sobrepasaba su entendimiento. Sin embargo, al cabo de algunos minutos de espanto, como seguían las descargas, los buenos bandidos vieron que de repente se estremecía y se ponía un meditabundo dedo en la punta de la nariz. Levantando la cabeza, dijo: -¡Muchachos, es imposible! No se trata de nosotros… Hay una equivocación… Es un quidproquo… Corramos, con nuestras linternas, para socorrer a los pobres heridos… El ruido proviene del camino real. Llegaron, con mil precauciones, apartando las malezas, al lugar del siniestro, en el que la luna, ahora, iluminaba el horror. El último burgués viviente, en su prisa por recargar su ardiente arma, acababa de saltarse la tapa de los sesos, sin querer, por descuido. A la vista de tan formidable espectáculo, de todos esos muertos, que cubrían la ensangrentada carretera, los bandidos, consternados, permanecieron en silencio, ebrios de estupor, sin dar crédito a sus ojos. Una oscura comprensión del acontecimiento comenzó, entonces, a entrar en sus mentes. De pronto, el jefe silbó y, a una señal, las linternas hicieron un círculo en torno al músico. -¡Mis buenos amigos! -masculló con voz horrorosamente baja (y sus dientes castañeteaban de un miedo que parecía aún más terrorífico que el primero)-, ¡oh amigos míos!… Recojamos, rápidamente, el dinero de estos dignos burgueses! ¡Alcancemos la frontera! ¡Huyamos a toda prisa! ¡Y no volvamos a poner nunca los pies en este país! Y como sus acólitos los observaban boquiabiertos y sin entender nada, señaló con un dedo los cadáveres, añadiendo, con un estremecimiento, estas palabras absurdas, ¡pero eléctricas!, que provenían, seguramente, de una profunda experiencia, de un eterno conocimiento de la vitalidad, del Honor del Tercer Estado: -ELLOS PROBARÁN… QUE FUIMOS NOSOTROS… FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Sor Natalia
Cuento
En una mañana gris de noviembre, caminaba yo apresuradamente por los muelles. Una fría llovizna humedecía la atmósfera. Negros transeúntes se entrecruzaban, protegidos con deformes paraguas. El amarillento Sena acarreaba sus gabarras que semejaban desmesurados abejorros. En los puentes, el viento hacía volar bruscamente los sombreros, que sus dueños disputaban al espacio con actitudes y contorsiones cuya contemplación resulta siempre tan penosa para un artista. Mis ideas eran pálidas y brumosas; la preocupación por una reunión de negocios, aceptada la víspera, acosaba mi imaginación. La hora de la cita me apremiaba: decidí protegerme al abrigo de un tejadillo desde donde podría, con mayor comodidad, llamar a algún coche. En el mismo instante vi, justamente a mi lado, la entrada de un macizo edificio, de aspecto burgués. Había surgido de entre la bruma como una pétrea aparición, y, a pesar de la rigidez de su arquitectura, a pesar del vaho sombrío y fantástico que lo envolvía, tuve que reconocer, inmediatamente, que tenía un cierto aire de cordial hospitalidad que apaciguó mi espíritu. -¡Seguro -me dije-, que los habitantes de esta mansión son gente sedentaria! Este sitio invita a detenerse: ¿está abierta la puerta? Así pues, entré con una sonrisa, la más educada posible, con aspecto satisfecho, el sombrero en la mano -incluso meditaba un madrigal para la dueña de la casa-, y me encontré, al mismo nivel, ante una especie de sala con una techumbre de cristal, por la que entraba la lívida luz del día. En los percheros había ropas, vestidos, bufandas y sombreros. Había mesas de mármol repartidas por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar. Eran miradas sin ideas, rostros color del tiempo. Había carteras abiertas, papeles extendidos junto a cada uno de ellos. Y entonces me di cuenta de que la dueña del local, con cuya amable cortesía yo había contado, era la Muerte. Observé a mis huéspedes. Seguramente para escapar a las preocupaciones de la agobiante existencia, la mayor parte de los que ocupaban la sala habían asesinado sus cuerpos, esperando, de esta manera, alcanzar un poco más de bienestar. Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre adosados a la pared y destinados al riego cotidiano de esos restos mortales1, oí el rodar de un coche. Se detenía ante el establecimiento. Yo supuse que los hombres de negocios me esperarían. Me di la vuelta para aprovechar esa suerte. En efecto, el carruaje acababa de dejar, ante la sede del edificio, a unos alegres colegiales que necesitaban contemplar la muerte para creer en ella. Hice una seña al coche vacío y dije al cochero: -¡Al Pasaje de la Ópera! Unos momentos después, en los bulevares, el tiempo me pareció más nublado todavía, sin horizonte. Los arbustos, esqueléticas vegetaciones, daban la impresión de señalar vagamente, con las puntas de sus negras ramas, a los peatones y a los todavía somnolientos agentes de policía. El coche rodaba deprisa. Los transeúntes, a través del cristal, me parecían como agua que corre. Una vez llegado a mi destino, salté a la calzada y me lancé por la calle repleta de gente preocupada. Al fondo percibí, justamente enfrente de mí, la puerta de un café -hoy en día consumido en un famoso incendio (porque la vida es sueño)-, que estaba situado al final de una especie de hangar, bajo una bóveda cuadrada, de sombrío aspecto. Las gotas de lluvia que caían sobre la cristalera superior oscurecían aún más la pálida luz del sol. -¡Ahí me esperan -pensé-, con una copa en la mano, los ojos brillantes y mofándose del Destino, mis hombres de negocios! Toqué, pues, el timbre de la puerta y me encontré, al mismo nivel, en una sala en la que desde el techo se filtraba lívida la luz del día, a través de unos cristales. Abrigos, bufandas y sombreros estaban colgados en las perchas. Había mesas de mármol colocadas por todas partes. Varios individuos, con las piernas estiradas, la cabeza levantada, los ojos fijos, y un aire real, parecían meditar. Eran rostros color del tiempo, miradas sin ideas. Había carteras abiertas y papeles desplegados junto a cada uno de ellos. Observé a estos hombres. Ciertamente, para escapar a las obsesiones de la insoportable conciencia, la mayoría de quienes ocupaban la sala habían asesinado, desde hacía tiempo, sus «almas», esperando, así, alcanzar un poco más de bienestar. Mientras escuchaba el ruido de los grifos de cobre2, adosados a la pared, y destinados al riego cotidiano de esos restos mortales, el recuerdo del rodar del coche me vino a la mente. -¡Seguramente -me dije-, es probable que el cochero se haya visto afectado, con el tiempo, por algún tipo de entorpecimiento, para haberme traído, después de tantas vueltas, a nuestro punto de partida! De todas formas, lo confieso (para que no haya confusión), ¡LA SEGUNDA VISIÓN ES MÁS SINIESTRA QUE LA PRIMERA!… Cerré, pues, en silencio, la puerta acristalada y volví a mi casa, decidido, sin tener en cuenta lo sucedido -y aunque me ocurriera lo que me ocurriese-, a no hacer negocios nunca más. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Sylvabel
Cuento
Al señor Coquelin, el joven Ut declaratio fiat Aquella noche yo estaba invitado, oficialmente, a tomar parte en una cena de autores dramáticos, reunidos para festejar el éxito de un colega. Era en B…, el restaurante de moda entre la gente de la pluma. Al principio, la cena fue naturalmente triste. Sin embargo, tras haber bebido algunas copas de un Léoville añejo, la conversación se animó. Tanto más cuanto que giraba en torno a los incesantes duelos que ocupaban un gran número de las conversaciones parisinas del momento. Cada uno recordaba, con obligada desenvoltura, haber empleado la espada y trataban de insinuar, descuidadamente, vagas ideas de intimidación bajo sabias teorías y guiños sobreentendidos acerca de la esgrima y la pistola. El más ingenuo, un poco achispado, parecía absorto en la combinación de una parada en segunda que imitaba, por encima del plato, con su tenedor y su cuchillo. Bruscamente, uno de los convidados, el señor D… (hombre experto en los entresijos del teatro, una lumbrera en cuanto a la armazón de cualquier situación dramática, en fin, quien, de todos los presentes, mejor había demostrado entender eso de «provocar un éxito»), exclamó: -¡Ah!, ¿qué dirían, señores, si les hubiera sucedido mi aventura del otro día? -¡Cierto! -respondieron los invitados-. ¿No eras el testigo del señor de Saint Sever? -¡Vamos! ¿Si nos contaras (pero eso sí, francamente) lo que pasó? -Encantado -respondió D…-, aunque aún se me encoge el corazón al pensar en ello. Tras algunas silenciosas caladas al cigarrillo, D… comenzó en estos términos [Le dejo, estrictamente, la palabra]: -La quincena última, un lunes, a las siete de la mañana, fui despertado por la campanilla de la puerta: creí que se trataba de Peregallo. Me entregaron una tarjeta; la leí: Raoul de Saint-Sever. Era el nombre de mi mejor compañero del colegio. No nos habíamos visto desde hacía diez anos. Entró. ¡Claro que era él! -¡Hace mucho tiempo que no te estrecho la mano! -le dije-. ¡Ah! ¡Qué contento estoy de volver a verte! Mientras desayunamos hablaremos de otros tiempos. ¿Vienes de Bretaña? -Ayer mismo llegué -me respondió. Me puse una bata, serví un poco de Madeira, y, una vez sentado: -Raoul -continué-, tienes un aire preocupado; soñador… ¿has tomado esa costumbre? -No, es por la emoción. -¿Por la emoción? ¿Has perdido en la Bolsa? Negó con la cabeza. -¿Has oído hablar de los duelos a muerte? -me preguntó muy sencillamente. La pregunta me sorprendió, lo confieso: era muy brusca. -¡Divertida pregunta! -respondí por decir algo. Y lo observé. Acordándome de sus inclinaciones literarias, creí que venía a consultarme el desenlace de alguna obra suya, creada en el silencio de provincias. -¡Que si he oído hablar! ¡Pero si mi oficio de autor dramático es urdir, desarrollar y acabar los asuntos de ese género! Los desafíos son mi especialidad y reconocen que en ello soy excelente. ¿No lees nunca las gacetas de los lunes? -Pues justamente se trata de algo parecido. Le miré con más atención. Raoul parecía pensativo, distraído. Tenía la voz y la mirada tranquilas, normales. En ese momento tenía mucho de Surville…, incluso del Surville de las buenas actuaciones. Yo pensé que estaba bajo la llama de la inspiración y que podía tener talento… un talento incipiente… pero, en fin, algo. -¡Aprisa! -exclamé con impaciencia-, ¡la situación! ¡Dime la situación! Tal vez ahondándola… -¿La situación? -respondió Raoul, abriendo mucho los ojos-, pues es de lo más sencillo. Ayer por la mañana, a mi llegada al hotel, encontré una invitación para un baile, esa misma noche, calle Saint-Honoré, en casa de la señora de Fréville. Debía acudir. Allí, en el transcurso de la fiesta (¡juzga lo que tuvo que pasar!) me vi obligado a lanzar mi guante al rostro de un caballero, delante de todo el mundo. Comprendí que estaba representando la primera escena de su «trama». -¡Oh!, ¡oh! -dije-, ¿cómo piensas continuarlo? Sí, es un comienzo. ¡Hay juventud, pasión!, pero ¿la continuación?, ¿el motivo?, ¿la trama de la escena?, ¿la idea del drama?, ~el conjunto? ¡A grandes rasgos!… ¡venga!, ¡va! -Se trataba de una injuria hecha a mi madre, amigo mío -respondió Raoul, que parecía no escuchar-. Mi madre. ¿Es motivo suficiente? (Aquí D… se interrumpió, mirando a los invitados que no habían podido impedir una sonrisa con sus últimas palabras.) -¿Sonríen, señores? -dijo-. Yo también sonreí. El «me bato por mi madre», lo encontraba de un falso y pasado de moda que hacía daño. Era infecto. ¡Veía el drama en escena! El público se hubiera desternillado de risa. Deploraba la inexperiencia teatral del pobre Raoul e iba a disuadirlo de lo que yo tomaba por el abortado plan del más indigesto de los osos, cuando añadió: -Abajo está Prosper, un amigo bretón: ha venido de Rennes conmigo. Prosper Vidal; me espera en el coche ante tu puerta. En París, sólo te conozco a ti. Bueno: ¿quieres servirme de segundo testigo? Los de mi adversario estarán en mi domicilio dentro de una hora. Si aceptas, vístete deprisa. Tenemos cinco horas de tren desde aquí a Erquelines. ¡Sólo entonces me di cuenta de que hablaba de un hecho real! Me quedé aturdido. Tuvieron que pasar unos momentos para que le estrechase la mano. ¡Yo sufría! No soy más aficionado a la espada que cualquier otro; pero pienso que me habría emocionado menos si se hubiera tratado de mí mismo. -¡Es verdad!, ¡somos así!… exclamaron los invitados, empeñados en beneficiarse de la observación. -¡Deberías habérmelo dicho enseguida!… -le respondí-. Ya no te haré más escenas. Eso queda para el público. Cuenta conmigo. Baja, me reuniré contigo. (Aquí D… se detuvo, visiblemente turbado por el recuerdo de los acontecimientos que acababa de referimos.) -Una vez solo -continuó-, hice mi plan, mientras me vestía a toda prisa. Ya no se trataba de complicar las cosas: la situación (banal, es cierto para el teatro) me parecía archisuficiente en la realidad. Y su aspecto Closerie des Genêts, sin ofender, desaparecía a mis ojos cuando pensaba que lo que iba a jugarse era la vida de mi pobre Raoul. Bajé sin perder un minuto. El otro testigo, el señor Prosper Vidal, era un joven médico, muy comedido en su aspecto y en sus palabras; un rostro distinguido, algo realista, que recordaba los antiguos Maurice Coste. Me pareció muy apropiado para la circunstancia. Se lo imaginan, ¿no? Todos los presentes, muy atentos, hicieron con la cabeza la señal que esta hábil pregunta exigía. -Una vez terminada la presentación, llegamos al bulevar Bonne-Nouvelle, donde estaba la casa de Raoul (cerca del Gymnase). Subí. Encontramos en su casa dos señores abotonados de arriba abajo, en su color, aunque un poco pasados de moda también. (Entre nosotros, creo que en la vida real están un poco atrasados.) Nos saludamos. Diez minutos después, habían acordado las condiciones. Pistola, veinticinco pasos, a la cuenta de tres. En Bélgica. Al día siguiente. A las seis de la mañana. En fin, ¡de lo más normal! -Podrías haber encontrado algo más nuevo -interrumpió, intentando sonreír, el convidado que combinaba estocadas secretas con su tenedor y su cuchillo. -Amigo mío -respondió D… con amarga ironía-, ¡eres listo!, ¡te crees muy ingenioso!, pero ves siempre las cosas a través de unos anteojos de teatro. Si tú hubieras estado allí, te habrías apuntado, como yo, a la simplicidad. No se trataba de ofrecer, como arma, el cuchillo de papel de l’Affaire Clémenceau. ¡Hay que entender que no todo es comedía en la vida! Yo, ven ustedes, me lanzo fácilmente hacia las cosas verdaderas, las cosas naturales… ¡y que ocurren! No todo está muerto en mí, ¡diablos!… y les aseguro que no fue «en absoluto divertido» cuando, media hora después, tomamos el tren de Erquelines, con las armas en una maleta. ¡El corazón me palpitaba!, ¡palabra de honor!, más de lo que nunca me ha palpitado en un estreno. Aquí D… se interrumpió, bebió de un gran trago un vaso de agua: estaba pálido. -¡Continúa! -dijeron los convidados. -Les ahorro el viaje, la frontera, la aduana, el hotel y la noche -murmuró D… con una voz ronca. Nunca había sentido hacia el señor de Saint-Sever una mayor amistad. A pesar de la fatiga nerviosa que sentía, no dormí un segundo. Finalmente amaneció. Eran las cuatro y media, hacía buen tiempo. Había llegado el momento. Me levanté, me eché agua fría sobre la cabeza. Mi aseo no fue muy largo. Entré en la habitación de Raoul. Había pasado la noche escribiendo. Todos nosotros hemos madurado esa escena. Sólo tenía que acordarme de ella para estar a tono. Dormía junto a la mesa, en un sillón: aún ardían las velas. Con el ruido que hice al entrar, se despertó y miró el reloj. Lo esperaba, yo conozco ese gesto. Entonces comprendí qué oportuno es. -Gracias, amigo mío -me dijo-. ¿Prosper está dispuesto? Tenemos una medía hora de camino. Sería necesario avisarle. Algunos instantes después, bajamos los tres y, cuando daban las cinco, estábamos en el camino de Erquelines. Prosper llevaba las pistolas. Ciertamente, yo tenía «miedo», ¡me oyen! No me avergüenzo de ello. Hablaban juntos de asuntos de familia, como si no sucediese nada. Raoul estaba soberbio, todo de negro, un aire grave y decidido, muy tranquilo, ¡imponía verle tan natural! … Una autoridad en su aspecto… ¿Han visto a Bocageli en Rouen, en las obras del repertorio de 1830-1840? Ha tenido aciertos allí.., quizás mayores que en París. -¡Eh!, ¡eh! -objetó una voz. -¡Oh!, ¡oh!, ¡exageras demasiado!… -interrumpieron dos o tres invitados. -En fin, Raoul me entusiasmaba como nadie lo había hecho -prosiguió D…-, créanlo. Llegamos al lugar al mismo tiempo que nuestros adversarios. Yo tenía un mal presentimiento. El adversario era un hombre frío, con aspecto de oficial, un hijo típico de buena familia; una fisonomía a lo Landrol; pero menos amplio en su aspecto. Como eran inútiles las divagaciones se cargaron las armas. Yo conté los pasos, y tuve que sostener mi alma (como dicen los árabes) para no dejar traslucir mis apartes. Lo mejor era estar clásico. Mi actuación era contenida. No vacilé. Finalmente se marcó la distancia. Me volví hacia Raoul. Lo abracé y estreché su mano. Yo tenía lágrimas en los ojos, no lágrimas de rigor, sino de las verdaderas. -Vamos, vamos, mi buen D… -me dijo él-, tranquilidad. ¿Qué es eso? Ante tales palabras, lo miré. El señor de Saint-Sever estaba magnífico. ¡Se hubiera podido decir que estaba en escena! Lo admiraba. Yo había creído hasta entonces que tal sangre fría sólo existía en el escenario. Los dos adversarios se colocaron el uno frente al otro. Los pies en sus marcas. Hubo una especie de pausa. ¡Mi corazón temblaba! Prosper entregó a Raoul la pistola cargada, preparada; luego, apartando la vista con una espantosa zozobra, volví al primer plano, al lado de la fosa. ¡Y los pájaros cantaban! ¡Yo veía flores al pie de los árboles!, ¡verdaderos árboles! Nunca Cambon1 ha firmado un amanecer más bello! ¡Qué terrible antítesis! -¡Uno!… ¡dos! ¡tres! -gritó Prosper, a intervalos regulares, dando palmadas. Tenía yo tan turbada la cabeza que creí oír los tres golpes del regidor. Una doble detonación sonó al mismo tiempo. ¡Ay! ¡Dios mío, Dios mío! D… se interrumpió y colocó su cabeza entre las manos. -¡Vamos!, ¡venga! Sabemos que eres sensible… ¡Acaba! -gritaron por todas partes los convidados, emocionados a su vez. -Pues bien -dijo D…-, Raoul había caído sobre la hierba, apoyado en su rodilla, tras haber dado una vuelta sobre sí mismo. La bala le había dado en pleno corazón… ¡aquí! (¡Y D… se golpeaba el pecho!) Me precipité hacia él. -¡Mi pobre madre! -murmuró. (D… contempló a los invitados, quienes, como gente de tacto, comprendieron esta vez que habría sido de bastante mal gusto repetir la sonrisa de la «cruz de mi madre». El «mi pobre madre» pasó pues como una carta en la oficina de correos; la palabra, si se estaba realmente en situación, era muy plausible.) -Eso fue todo -retomó D…-. La sangre le salió a borbotones. Miré al adversario: él tenía un hombro roto. Lo estaban curando. Tomé en mis brazos a mi pobre amigo. Prosper le sujetaba la cabeza. ¡En un minuto, figúrense, recordé nuestros años de infancia; los recreos, las alegres risas, los días de salida, las vacaciones.., cuando jugábamos a la pelota!… (Todos los convidados inclinaron la cabeza, para señalar que apreciaban la comparación.) D…, que se exaltaba visiblemente, se pasó la mano por la frente. Continuó en un tono extraordinario y con los ojos fijos en el vacío: -¡Era… como un sueño! Yo lo miraba. Él ya no me veía: expiraba. ¡Y tan sencillo!, ¡tan digno! Ni una queja. Sobrio. Yo estaba sobrecogido. ¡Y dos gruesas lágrimas cayeron de mis ojos! ¡Dos verdaderas! Sí, señores, dos lágrimas… Quisiera que Frederick las hubiera visto. ¡Él las hubiera comprendido! Balbucí un adiós a mi pobre amigo Raoul y lo extendimos en tierra. Rígido, sin falsa posición -¡sin pose!-, VERDADERO, como siempre, ¡él estaba allí! ¡La sangre en la ropa! ¡Los puños rojos! ¡La frente muy blanca! Los ojos cerrados. Yo sólo tenía este pensamiento: lo encontraba sublime. Sí, señores, ¡sublime! ¡Tal es la palabra! ¡Oh! ¡Aún me parece verlo! Ya no podía más de admiración! ¡Me desmayaba! ¡Ya no sabía de qué se trataba! ¡Estaba confuso! ¡Yo aplaudía! Yo… yo quería llamarlo de nuevo… Aquí D…, que se había enardecido hasta llegar a gritar, se paró bruscamente, luego, sin transición, con una voz muy calmada y con una triste sonrisa añadió: -¡Lástima! ¡Sí! Hubiera querido llamarlo de nuevo… a la vida. (Un aprobador murmullo acogió esta feliz palabra.) -Prosper me llevó consigo. (Aquí D… se irguió, con los ojos fijos; parecía estar realmente transido de dolor; luego, dejándose caer en su sillón): -¡En fin!, ¡todos somos mortales! -añadió con una voz muy baja. (Después bebió un vaso de ron que depositó, ruidosamente, en la mesa, y lo empujó en seguida como un cáliz.) D…, al terminar así, con una voz rota, había acabado cautivando de tal forma a su auditorio, tanto por el lado impresionable de su historia como por la vivacidad de su relato, que cuando se calló, estallaron los aplausos. Yo creí que debía unir mis felicitaciones a las de sus amigos. Todos estaban muy emocionados. Muy emocionados. -¡Prestigioso éxito! -pensé. -¡Realmente, tiene talento este D…! -murmuraba cada cual al oído de su vecino. Todos se acercaron para estrecharle calurosamente la mano. Yo salí. Unos días después me encontré con uno de mis amigos, un literato, y le narré la historia del señor D… tal y como yo la había oído. -¡Y bien! -le pregunté yo al acabar-: ¿qué te parece? -¡Sí! ¡Casi es un cuento! -me respondió tras un silencio-. ¡Escríbela! Lo miré fijamente. -Sí -le dije-, ahora puedo escribirla: ya está completa. FIN 1. Cambon: pintor.
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Vera
Cuento
Antiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso, se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por los otros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entonces el aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una campana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se cerraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un lateral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árboles aromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento. Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encontraba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos eran de una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situada en un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada que iluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensando gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla. Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notas frescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurria cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y de juventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodillada que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de la Señora, murmuraba con voz desolada: -Señora, bien lo ves: estoy llorando y te suplico que no me prives de tu compasión, pues no es sino desfallecida y angustiada -y con tu santa imagen en el fondo de todos mis pensamientos- como me voy a exiliar de aquí. ¡Oh, Reina de la pureza! ¿Tendrás piedad de la que, por un amor mortal, deserta del pórtico de la salvación? ¿Estás oyendo? Esa voz, en su ferviente fidelidad, me está implorando. Si no voy, ¡él va a morir! ¿Cómo condenar los desvaríos que ha soportado tanto tiempo sin esperanza y sin queja? ¿Cómo persistir en no consolar al que tanto ama? Tú, Señora, que sabes cuánto te amo, y cómo me reconforta venir aquí cada tarde a suplicarte, perdóname. Aquí está mi velo, aquí la llave de mi celda; a tus pies los deposito. Pero, ¡no puedo más, me ahogo… esa voz… me atrae… adiós, adiós! De pie, vacilante, sin atreverse a levantar los ojos, sor Natalia dejó la santa llave y el velo a los pies de la azul Señora de dulce rostro de luz, de ojos bajados y a la vez dirigidos hacia ¡qué cielos y qué estrellas! Luego, apoyándose en los pilares, llegó hasta la puerta y después de un instante la abrió: descendió los peldaños y se encontró en el camino que se prolongaba hasta la lejanía, bajo la claridad de una gran luna que iluminaba el campo. -¡Juan! -llamó. Al escuchar esta llamada apareció un joven, de perfil dominador y mirada ardiente de alegría, que saltó del caballo y envolvió con su capa a la que, por fin, había venido hacia él. -¡Natalia! -dijo. Y, sujetándola acurrucada entre sus brazos sobre el caballo, partieron veloces hacia la casa solariega cuyas torres se perfilaban a lo lejos bajo las sombras lunares. * * * Transcurrieron seis meses de fiestas, de amor, de encantadores viajes por Italia, a Florencia, a Roma, a Venecia: él feliz y ella con frecuencia pensativa, pues las caricias de su ardiente raptor, aunque amorosas y embriagadoras, no eran las que la inocencia de su corazón le había hecho esperar. De repente, de regreso a Cádiz, una mañana soleada, sin que una sola palabra le hubiera advertido, se despertó sola, sin anillo nupcial, sin la alegría de un hijo siquiera; su amante, cansado de ella, había desaparecido. Con un profundo suspiro, la joven dejó caer el sombrío billete que le anunciaba la soledad, pero no se quejó pues estaba resuelta a no sobrevivir. En pocas horas, tras haber distribuido entre los pobres el oro que le quedaba, en el momento preciso de librarse de la vida, un pensamiento, un cándido pensamiento se adueñó de ella: quería volver a ver, solo una vez más, una sola, a la Señora de antaño para darle el supremo adiós. Por lo que, vestida de penitente y mendigando algo de pan por el camino, se dirigió al monasterio, hacia la capilla más bien, pues ya no podía volver a entrar junto a las vírgenes fieles. Tras unos cuantos días de camino y cuando oscurecían los tonos azulados de un hermoso atardecer resplandeciente de astros, llegó temblorosa y extenuada ante al santo lugar. Recordaba que, a esa hora, sus antiguas compañeras se hallaban retiradas en oración en sus celdas, y que, bajo los altos pilares, la iglesia debía hallarse tan desierta como la noche del rapto. Empujó pues la puerta y miró: ¡no había nadie!, solo allá lejos y bajo la lámpara siempre encendida, la Señora. Entró y, de rodillas, avanzó sobre las blancas losas, hacia su celestial amiga e, inclinada y sollozando, dijo al llegar a los pies de Aquella que perdona: -¡Oh! ¡Señora! ¡No merezco clemencia! Cuando la tentadora voz me suplicaba, no sabía, no sabía cuánto abandono, cuánto oprobio reserva el amor mortal ¡Qué vergüenza! Voy a morir pues, desterrada de cualquier asilo de los míos, sobre todo de aquí… ¿Cuál de tus hijas, ¡oh Madre mía!, no me recibiría con un gesto de espanto si me viera en esta capilla? ¡He perdido la esperanza queriendo consolar a otro! * * * Entonces, cuando las silenciosas lágrimas de Natalia caían sobre los pies de la Divina Elegida, la joven dirigió una mirada suprema, repleta de adiós, hacia la Señora, y se sobresaltó con súbito éxtasis, pues vio que los sagrados ojos la miraban, que los labios de la estatua se abrían y que la celestial Señora le decía dulcemente: -Hija mía, ¿no lo recuerdas? Antes de dejarnos me confiaste tu velo y la llave de tu celda. Te he reemplazado pues aquí, realizando bajo ese velo todas las tareas que exigen tus votos, ninguna de tus compañeras se ha percatado de tu ausencia, toma pues lo que me confiaste, regresa a tu celda, y… no te marches nunca más. FIN
Villiers de L'Isle Adam
Francia
1838-1889
Vox populi
Cuento
En el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin una fiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos, en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidalgüelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal esperando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban por los senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto más cuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonel caprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada. El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído matrimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la espléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana cazadora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona. ¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir se anunciaba para ellos color de aurora y de cielo. Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallaba sin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del castillo -todas las ventanas estaban apagadas- debía dormir. Sin embargo, abajo, frente a las salas de juego, en el invernadero que precedía a los jardines, dos hombres, alumbrados por un candelabro colocado sobre un velador rústico, entre dos arbustos, hablaban en voz baja, sentados uno cerca de otro en verdes sillas de mimbre. Uno de ellos era Gabriel du Plessis y el otro el barón Gérard de Linville, su tío, antiguo encargado de negocios y diplomático muy estimado. Ante los insistentes ruegos de su sobrino, el señor de Linville, en vísperas de un viaje a Suecia, a donde lo llamaba una delicada misión, había aceptado pasar la noche en el castillo. -Querido barón -dijo, de pronto, Gabriel-, gracias por haberse quedado. Solo usted puede darme un consejo útil en la grave situación en que me encuentro. Ya le he contado la pasión, el amor intenso e insensato que siento por mi mujer; pasión que a veces me hace palidecer y balbucear cuando ella me habla. Pues bien, escuche esto: siento que Sylvabel no experimenta por mí la más frívola de las simpatías; en una palabra: no me ama. Es una muchacha acostumbrada a manejar caballos y escopetas, una mujer dominadora, indomable, hastiada, muy viril bajo sus encantos, y que, sabiéndome de índole apacible y adivinando que bebo los vientos por su cara persona, me desdeña un poco. Sylvabel me ha aceptado y nada más, tanto por mi fortuna (¡ay, tal es la verdad!) como para tenerme en calidad de esclavo. Por consiguiente, es probable, por no decir seguro, que tarde o temprano me traicionará. ¡Me encuentra demasiado manso, demasiado artista, demasiado en las nubes, sin carácter, en fin! Añada a esto, sin embargo, que la considero de una penetración espiritual casi… misteriosa. Es una adivinadora. Pero, ¡qué quiere usted!, parece haberse aferrado a esa idea absurda y enojosa, hasta el extremo de que esta noche me ha notificado haber dispuesto para mañana, al amanecer, una cacería a caballo, sin duda para dar a entender a la gente del castillo lo poco agotadora que habrá sido nuestra noche de bodas, la cual, entre paréntesis, debo pasar solo. Si semejante estado de cosas dura ocho días, el asunto no tendrá remedio, estaré perdido, haga lo que haga en adelante, lo que supone un desenlace trágico a corto plazo, pues mi naturaleza, una vez se ve obligada a bajar de las nubes, es de una gran violencia explosiva. Por lo tanto, pido a usted, hombre sutil, que no solamente ha vivido sino que ha sabido vivir, que me diga si ve algún medio de desvanecer en mi esposa esa desoladora opinión que tiene de mí. ¿Cree usted que haya algún recurso para que me quiera, para suscitar en su juicio la certeza de mi carácter? Todo radica en eso. Seguiré su consejo, sea el que sea, pasivamente, sin reflexionar, como un soldado, como uno se toma la medicina ordenada por un médico eminente. A usted me entrego como se entrega uno a sus testigos en un lance de honor, ya que están en juego, a la vez, mi honor y mi felicidad. El barón Gérard lanzó una mirada clara y alegre a su sobrino, mientras reflexionaba un momento, y luego se inclinó hacia él y, durante cinco minutos, murmuró a su oído unas palabras que lo hicieron temblar en medio de su silencioso asombro. -Salgo mañana por la mañana para Estocolmo -añadió el señor de Linville, levantándose, en voz alta-. Escríbeme el resultado. Sobre todo, sé sencillo… como mi consejo… al seguirlo. -¡Gracias de todo corazón! Buen viaje, y hasta la vista -contestó Gabriel, levantándose también y estrechando la mano de su tío. Los dos rezagados subieron a sus respectivas habitaciones. El diplomático debió dormir mejor que su sobrino. -¡Sus! ¡Sus! ¡El sol brilla! ¿Aún duermes, Gabriel? Así gritaba, bajo las ventanas de su esposo, bien montada sobre un alazán oscuro que piafaba en la hierba, mientras a su alrededor ladraban y retozaban los perros de caza, la señora Sylvabel du Plessis les Houx, frunciendo las negras cejas sobre el azul claro de sus ojos y haciendo silbar una delgada fusta. El galope de un caballo, a sus espaldas, al final de una alameda, le hizo volver la cabeza. Era Gabriel. -Mi querida Sylvabel, ya ves que llego diez minutos antes, como ordena la costumbre -dijo saludándola. -¡Vaya! ¡Sí, es verdad! Sin duda estabas soñando bajo los árboles. Tienes un aire radiante. ¿Componías? -Sí… este ramo para ti, con tres capullos de rosa y estas hojas de verbena. -¡Eres muy galante! -contestó, en tono ligero, Sylvabel, colocando el ramillete entre dos botones de su jubón. -Es mi deber… Además, la verbena preserva de accidentes -dijo fríamente el señor du Plessis. Un poco sorprendida, tal vez, por el tono casi serio de su marido, la elegante amazona lo miró. Luego, impaciente: -¡En marcha! -dijo, tras una corta pausa-. Comeremos allá abajo, en cualquier claro del bosque, sobre el césped. Durante las primeras horas de la cacería, Gabriel no llegó a pronunciar ni veinte palabras, aunque todas ellas denotaban buen humor e interés por la caza. Mató dos liebres, un faisán y ocho codornices, que metió en su zurrón y en su red el único montero que galopaba detrás de ellos. Hacia mediodía, se apearon en un magnífico calvero. Después de tomar una lonja de pastel de carne, dos vasos de champaña, algunas fresas silvestres y café, Gabriel, que había estado durante todo el tiempo de la comida observando los saltos de las ardillas en las ramas y trazando el proyecto de una batida contra los lobos para el invierno, encendió un cigarrillo y, al terminarlo, gritó: -¡A caballo! Si es que has descansado bastante, Sylvabel… -¡Vamos! -contestó ella. Y partieron de nuevo, a través de los campos. De pronto, en un sendero, a treinta pasos de un seto, una liebre cruzó como un rayo. Los perros se precipitaron; Gabriel disparó en seguida, pero falló. -La culpa ha sido de ese imbécil de Murmuro -dijo, con una leve sonrisa, mientras volvía a cargar el arma rápidamente-. Se ha colocado entre la liebre y yo, mientras apuntaba. Y, haciendo fuego otra vez, abatió, a cien pasos de él, de un certero balazo, al magnífico perro de caza al cual acababa de acusar. Ante aquel espectáculo, Sylvabel se estremeció. -¡Cómo! ¿Por qué has matado a ese perro haciéndole culpable de tu torpeza? -dijo, un poco asustada. -¡Y bien que lo lamento, porque lo quería mucho! -contestó tranquilamente Gabriel-. Pero yo soy de tal índole, que no puedo soportar una contrariedad sin reaccionar de una manera violenta. Si fuese soldado, me fusilarían a las veinticuatro horas. Es un defecto que me hizo ser peleador en mi infancia y del cual he querido en vano corregirme. Sin embargo, me esforcé de nuevo, solo por complacerte. Sylvabel, apretando con fuerza la fusta, se calló, un poco pensativa. Y volvieron a emprender la marcha, durante la cual Gabriel habló de muchas cosas menos del incidente… ya olvidado. Sus palabras fueron ligeras y raras. Una hora después, al tiempo que se levantaba una bandada de perdices frente a ellos, con su ruido especial, Gabriel se echó la escopeta a la cara y tiró: ni una sola de las aves perdió una pluma. -Verdaderamente, esto es insoportable -rezongó por lo bajo Gabriel, pero tranquilo-. Esta yegua bribona ha tenido la culpa; ha dado un respingo en el momento en que yo apuntaba. Dicho esto, cogió una pistola del arzón delantero, introdujo fríamente el cañón en la oreja de la bestia y le hizo saltar los sesos. Dando un salto de costado, cayó de pie al suelo, y no sin gracia, se zafó de la caída del animal, que se derrumbó de flanco y, tras una corta agonía, quedó inmóvil. Esta vez, Sylvabel abrió sus ojos azules. -¡Pero esto es absurdo! ¡Es ya la locura! ¿Qué te sucede, Gabriel, para matar a un animal tan hermoso, y de raza, por haber errado el tiro contra una perdiz? -Lo deploro, señora. Pero creo haberte revelado hace un rato, confidencialmente, una debilidad innata que padezco. Te lo repito: se trata de algo superior a mis fuerzas, pero el caso es que no puedo soportar la menor contrariedad. Montero, deme su caballo y siga a pie, porque regresamos. Ya de nuevo montado, cuando se quedaron solos en el camino, cerca del castillo, Sylvabel murmuró: -En verdad, amigo mío, apenas puedo tranquilizarme aunque piense en las virtudes mágicas de tu ramo de verbena. ¿De esta manera cumples la promesa de domar tu irascible carácter para serme agradable? -Esta vez, en efecto, la fuerza de la costumbre ha privado sobre mis buenas intenciones -respondió el joven-. Pero sabré, Sylvabel, de ahora en adelante, dominarme mejor. Sí, para complacerte y merecer tu gracia, procuraré volverme… ya que no paciente y dulce hasta la atonía… menos exaltado. Esto fue dicho con una gentileza glacial. La señora de Plessis les Houx guardó silencio hasta Fonteval, adonde llegaron con las primeras sombras de la noche. La cena, sin embargo, fue encantadora. Aquella noche la castellana se olvidó -sin duda por inadvertencia- de echar el pestillo de la puerta de su habitación. De suerte que cuando, a las cinco de la mañana, tras las alegrías y fatigas del amor, ambos, embriagados de ternura conyugal, se murmuraban deliciosamente todo lo que de más inefable había en el fondo del alma, Sylvabel, de repente, miró a su marido con un aire singular, y luego, en voz muy baja, a la claridad de la lamparilla azul que palidecía ante el alba del hermoso verano, dijo: -Gabriel, un solo día te ha bastado para conquistarme… hacerme tuya. Y no mediante ese estropicio, que me hacía sonreír, que acarreó la muerte de dos inocentes animales… sino porque el hombre que, dicho sea entre nosotros, posee la firmeza necesaria para llevar a cabo, durante un día y una noche así, sin delatarse un solo instante y ante la mujer por quien sufre, el buen consejo de un amigo leal y de probada sagacidad, demuestra con ello ser superior al consejo mismo y da prueba, por consiguiente, de tener suficiente “carácter” para ser digno de amor. Puedes agregar esto en la carta de agradecimiento que sin duda has prometido escribir a nuestro tío y amigo, el barón de Linville, que se encuentra en Suecia. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Amor propio I
Minicuento
El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites. Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint–Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D’Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D’Athol. Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera. En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas. Todos los objetos permanecían en el mismo lugar en donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la había fulminado. La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron bruscamente con un rojo mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre. Aquella jornada sin nombre ya había transcurrido. Hacia el mediodía, después de la espantosa ceremonia en el panteón familiar, el conde D’Athol despidió a la fúnebre escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de mármol, y cerró la puerta de hierro del mausoleo. El incienso se quemaba en un trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la joven difunta, la aureolaba como estrellas. Él, en pie, ensimismado, con el solo sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior del portal. ¿Por qué todo esto…? Con certeza obedecía a la secreta decisión de no volver allí nunca más. Y ahora, él revisó la solitaria habitación. La ventana, detrás de los amplios cortinajes de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato de la muerta. El conde miró a su alrededor. La ropa estaba tirada sobre un sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que su amada no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada había dejado su huella, en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido, por gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante. El piano permanecía abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia. A los pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales, de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en perlas: Quien ve a Vera la ama. Los pies desnudos de la bien amada jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de plumas de cisne. Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él había roto el resorte para que no sonasen más las horas. Así, pues, ella había partido… ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo… Y el conde se abismó en aquellos pensamientos extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada. Seis meses habían transcurrido desde su matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio por primera vez…? Sí, ese instante se recreaba ante sus ojos, pero de forma muy distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre. Los propósitos engañosos, las sonrisas que observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de saberse el uno para el otro. Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad, de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante, dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida. ¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad. ¡Qué sonrisas intercambiaban y qué inefables abrazos! Sin embargo, su naturaleza era de lo más extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante, tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma, por ejemplo, del Infinito, de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no considerándose con capacidad para criticar o aprobar. En razón de eso, puesto que reconocían que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines alejaba los ruidos del exterior. Allí, ambos amantes se sumergieron en ese océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba tan bien en el cuerpo que sus formas parecían compenetrarse, y los besos ardientes les encadenaban en una fusión ideal. ¡Prolongado deslumbramiento! La muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus brazos se desenlazaban. ¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta? ¡Muerta no! ¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de una cuerda que se quiebra? Transcurrieron las horas. A través de la ventana, él contemplaba cómo la noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo personal. Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo oscuro. –Es Vera –pensó él. Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose, miró en torno suyo. En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea. La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un supersticioso amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara. Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón, hacerlo sonar. Apareció un sirviente. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido. –Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie. El mayordomo temblaba y le miraba con atención. El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines. El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto. Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer…? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche? Mañana, mañana… ¡Ay! Pero, ¿quién sabe…? ¡Quizá! Después de todo era un proyecto sagrado… ¿Con qué derecho reflexionar sobre ello? Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia. Se trataba de crear un terrible espejismo. El embarazo de los primeros días se borró súbitamente. Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su buena voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. Se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave… D’Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la Ilusión sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón. Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D’Athol vivía doblemente iluminado. Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientosfemeninos que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D’Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera. –¡Chiquilla! –murmuró él, sonriente. Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada. El día de su cumpleaños colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera. –Puesto que ella se cree muerta… –murmuró él. Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D’Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más natural! Había transcurrido un año. En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, Callimaque, cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo: –Douschka, ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres…? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad? Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera, solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario…? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos cerrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año. Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor. Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí. Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la amaban en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta necesidad de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR! ¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos…! El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡Ella debía estar allí, en la habitación! Él estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las cosas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. Y como no faltaba más que la misma Vera, tangible, exterior, era preciso que ella se encontrase allí y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas. El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún. –¡Roger…! –exclamó con voz lejana. Él se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal. Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un solo ser. Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo. De repente, el conde D’Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia. –¡Ah! Ahora recuerdo… ¿Qué es lo que me sucede…? ¡Pero si tú estás muerta! En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La certeza de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió. El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos. Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido. –¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido…! ¡Otra vez vuelve a estar sola…! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti! De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó… El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto. ¡Era la llave de la tumba!
Voltaire
Francia
1694-1778
Amor propio II
Minicuento
¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Doce años sufridos desde esta visión! Un sol de estío arrojaba sus largas flechas de oro sobre los tejados y cúpulas de la vieja capital. Miradas de vidrio cruzaban sus reflejos. El pueblo, bañado en polvillo luminoso, inundaba las calles para ver al ejército. Sentado ante la verja de Notre-Dame, en una alta silla de madera plegable, las rodillas cruzadas entre negros harapos, el centenario Mendigo, decano de la miseria de París, -rostro de duelo con tintes cenicientos, piel surcada por arrugas color tierra-, con las manos juntas bajo el escrito que consagraba legalmente su ceguera, ofrecía el aspecto de una sombra en el Te Deum de la fiesta circundante. ¿No era su prójimo toda aquella gente? Los alegres viandantes, ¿no eran sus hermanos? Con toda seguridad, eran Especie Humana. Por otra parte, este huésped del soberano portal no estaba desposeído de todo bien: el Estado le había reconocido el derecho a ser ciego. Propietario de este título, y de la respetabilidad inherente a ese lugar de limosnas seguras que oficialmente ocupaba, poseyendo además la cualidad de elector, era nuestro igual, excepto la Luz. Y este hombre articulaba de tiempo en tiempo una lamentación monótona, silabeo evidente del profundo suspiro de toda sus vida: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego! En torno suyo, bajo las potentes vibraciones del campanario, fuera, allá lejos más allá del muro de sus ojos; el ruido de los cascos de caballería, los toques de clarines, las aclamaciones de la muchedumbre, mezcladas a las salvas de los Inválidos, a los fieros gritos de mando; los estruendos de acero, el fragor de los tambores midiendo el paso de los desfiles interminables de infantería, ¡todo un rumor de gloria le llegaba! Su oído sobreagudo percibía hasta el flotar de los estandartes de pesadas franjas rozando las corazas. En el entendimiento de este viejo cautivo de la oscuridad se evocaban mil relámpagos de sensaciones presentidas e indistintas. Una adivinación le advertía lo que enfebrecía los corazones y los pensamientos en la ciudad. Y el pueblo, fascinado como siempre por el prestigio que tiene a sus ojos la audacia y la fortuna, profería calurosamente el entusiasmo del momento: -¡Viva el emperador! Pero, entre las calmas momentáneas de esta triunfal tempestad, una voz perdida se elevaba del lado de la verja mística. El viejo, la cabeza caída contra la picota de los barrotes, girando sus pupilas muertas hacia el cielo, olvidado de ese pueblo -de quien él sólo parecía expresar su voto verdadero, su voto oculto bajo los gritos, el voto secreto y personal-, salmodiaba, augural intercesor, su frase ahora misteriosa: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego! ¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Diez años llevados por el viento, desde el sol de esta fiesta! ¡Los mismos ruidos, las mismas voces, la misma presunción! Sin embargo, un rumor sordo temperaba entonces el tumulto de alegría pública. Una sombra entristecía las miradas. Las convenidas salvas de la plataforma del Pritaneo se complicaban esta vez con el tronar lejano de las baterías de nuestros fuertes. Y, escuchando, el pueblo ya intentaba discernir, en el eco, la respuesta de las piezas enemigas que se aproximaban. Pasaba el gobernador, dirigiendo a todos mil sonrisas, al amplio trote de su fino potro. El pueblo, tranquilizado por esa confianza que le inspira siempre esa compostura irreprochable, alternaba con cantos patrióticos los aplausos totalmente militares que honraban la presencia de ese soldado. Pero las sílabas del antiguo y furioso viva se habían modificado: el pueblo, frenético, profería ese voto del momento: -¡Viva la República! Y, allá lejos, del lado del umbral sublime, se distinguía siempre la voz solitaria del Lázaro. La voz del oculto pensamiento popular no modificaba la rigidez de su constante lamentación: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego! ¡Gran revista la de aquel día en los Campos Elíseos! ¡Nueve años soportados desde ese sol turbulento! ¡Oh! ¡Los mismos rumores, el mismo estruendo de las armas, los mismos relinchos! Aun más ensordecidos, no obstante, que el año precedente; vocingleros, sin embargo. -¡Viva la Comuna! – gritaba el pueblo, al viento tumultuoso. Y la voz del secular Elegido del Infortunio repetía siempre, allá lejos, en el umbral sagrado, un refrán rectificador del único pensamiento de ese pueblo. Sacudiendo la cabeza hacia el cielo, gemía en la sombra: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego! Y dos lunas más tarde, cuando a las últimas vibraciones al toque de alarma el Generalísimo de las fuerzas del estado pasaba lista a sus dos mil fusiles -todavía humeantes de la triste guerra civil-, el pueblo, aterrorizado, gritaba viendo arder al fondo a los edificios: -¡Viva el Mariscal! Allá lejos, del lado del salubre recinto, la Voz inmutable, la voz del veterano de la humana Miseria, repetía maquinalmente su dolorosa y despiadada obsecración: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego! Y después, de año en año, de revista en revista, de vociferaciones en vociferaciones, cualquiera que fuese el nombre echado al azar del espacio por el pueblo en sus vivas, quienes escuchan atentamente los ruidos de la tierra, siempre han distinguido, entre los clamores revolucionarios y las fiestas belicosas que se sucedieron, la Voz lejana, la Voz verdadera, la íntima voz del simbólico y terrible Mendigo, del vigilante nocturno que gritaba la hora exacta del Pueblo, del incorruptible funcionario de la conciencia de los ciudadanos, de quien restituye íntegramente la oración oculta de la Muchedumbre y resume su suspiro. Pontífice inflexible de la Fraternidad, este Titular autorizado de la ceguera física, jamás ha cesado de implorar, en mediador inconsciente, la caridad divina para sus hermanos en inteligencia. Y, cuando embriagado de fanfarrias, de campanas y de artillería, el pueblo, turbado por esos alborotos envanecedores, intenta en vano enmascararse a sí mismo su voto verdadero, bajo no importa qué sílabas engañosamente entusiastas, el Mendigo, su rostro al cielo, los brazos en alto, tanteando en sus espesas tinieblas, aplica su oído desde el umbral eterno de la iglesia, y con voz cada vez más lamentable, pero que parece llegar más allá de las estrellas, continúa gritando su rectificación de profeta: -¡Compadezcan, por favor, a un pobre ciego!
Voltaire
Francia
1694-1778
Cándido o el optimismo
Cuento largo
Un mendigo pedía limosna dignamente, y uno que pasaba le dijo: -¿No te da vergüenza ejercer este infame oficio pudiendo trabajar? -Te pido dinero -respondió el mendigo-, no consejo. A continuación volvió la espalda, conservando toda su dignidad. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Dios
Minicuento
Un misionero que viajaba por la India encontró a un faquir cargado de cadenas, desnudo como un mono, acostado boca abajo y haciéndose azotar por los pecados de sus compatriotas, que le daban algunas monedas. -¡Qué renuncia de sí mismo! -decía uno de los espectadores. -¿Renuncia de mí mismo? -replicó el faquir-. Hago que me azoten en este mundo para devolvértelo en el otro, cuando seas caballo y yo jinete. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
El blanco y el negro
Cuento
Capítulo I De cómo Cándido fue criado en un hermoso castillo y de cómo fue arrojado de allí Vivía en Westfalia, en el castillo del señor barón de Thunder-ten-tronckh, un mancebo a quien la naturaleza había dotado de la índole más apacible. Su fisonomía anunciaba su alma; tenía juicio bastante recto y espíritu muy simple; por eso, creo, lo llamaban Cándido1. Los antiguos criados de la casa sospechaban que era hijo de la hermana del señor barón y de un bondadoso y honrado hidalgo de la vecindad, con quien jamás consintió en casarse la doncella porque él no podía probar arriba de setenta y un cuarteles2, debido a que la injuria de los tiempos había acabado con el resto de su árbol genealógico. Era el señor barón uno de los caballeros más poderosos de Westfalia, pues su castillo tenía puerta y ventanas; en la sala principal hasta había una colgadura. Los perros del corral componían una jauría cuando era menester; sus palafreneros eran sus picadores, y el vicario de la aldea, su primer capellán; todos lo trataban de “monseñor”, todos se echaban a reír cuando decía algún chiste. La señora baronesa, que pesaba unas trescientas cincuenta libras, se había granjeado por ello gran consideración, y recibía las visitas con tal dignidad que la hacía aún más respetable. Su hija Cunegunda, doncella de diecisiete años, era rubicunda, fresca, rolliza, apetitosa. El hijo del barón era en todo digno de su padre. El preceptor Pangloss era el oráculo de la casa, y el pequeño Cándido escuchaba sus lecciones con la docilidad propia de su edad y su carácter. Pangloss enseñaba metafísico-teólogo-cosmólogo-nigología. Probaba admirablemente que no hay efecto sin causa, y que, en el mejor de los mundos posibles, el castillo de monseñor el barón era el más hermoso de los castillos, y que la señora baronesa era la mejor de las baronesas posibles. Demostrado está, decía Pangloss, que no pueden ser las cosas de otro modo, porque habiéndose hecho todo con un fin, éste no puede menos de ser el mejor de los fines. Nótese que las narices se hicieron para llevar anteojos; por eso nos ponemos anteojos; las piernas notoriamente para las calzas, y usamos calzas; las piedras para ser talladas y hacer castillos; por eso su señoría tiene un hermoso castillo: el barón principal de la provincia ha de estar mejor aposentado que ninguno; y como los marranos nacieron para que se los coman, todo el año comemos tocino: en consecuencia, los que afirmaron que todo está bien, han dicho una tontería; debieron decir que nada puede estar mejor. Cándido escuchaba atentamente y creía inocentemente, porque la señorita Cunegunda le parecía muy hermosa, aunque nunca se había atrevido a decírselo. Deducía que después de la felicidad de haber nacido barón de Thunder-ten-tronckh, el segundo grado de felicidad era ser la señorita Cunegunda; el tercero, verla cada día; y el cuarto, oír al maestro Pangloss, el filósofo más ilustre de la provincia, y, por consiguiente, de todo el orbe. Cunegunda, paseándose un día por los alrededores del castillo, vio entre las matas, en un tallar que llamaban el parque, al doctor Pangloss que daba una lección de física experimental a la doncella de su madre, morenita muy graciosa y muy dócil. Como la señorita Cunegunda tenía gran disposición para las ciencias, observó sin pestañear las reiteradas experiencias de que era testigo; vio con claridad la razón suficiente del doctor, sus efectos y sus causas, y regresó agitada, pensativa, deseosa de aprender, figurándose que bien podría ser ella la razón suficiente de Cándido, quien podría también ser la suya. Encontró a Cándido de vuelta al castillo, y enrojeció; Cándido también enrojeció. Lo saludó Cunegunda con voz trémula, y contestó Cándido sin saber lo que decía. Al día siguiente, después de comer, al levantarse de la mesa, se encontraron detrás de un biombo; Cunegunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió; ella le tomó inocentemente la mano y el joven besó inocentemente la mano de la señorita con singular vivacidad, sensibilidad y gracia; sus bocas se encontraron, sus ojos se inflamaron, sus rodillas temblaron, sus manos se extraviaron. En esto estaban cuando acertó a pasar junto al biombo el señor barón de Thunder-ten-tronckh, y reparando en tal causa y tal efecto, echó a Cándido del castillo a patadas en el trasero. Cunegunda se desvaneció; cuando volvió en sí, la señora baronesa le dio de bofetadas; y todo fue consternación en el más hermoso y agradable de los castillos posibles. Capítulo II Qué fue de Cándido entre los búlgaros Cándido, arrojado del paraíso terrenal, fue andando mucho tiempo sin saber a dónde, lloroso, alzando los ojos al cielo, volviéndolos una y otra vez hacia el más hermoso de los castillos, que encerraba a la más linda de las baronesitas; se acostó sin cenar en mitad del campo entre dos surcos. Caían gruesos copos de nieve al día siguiente. Cándido, empapado, llegó arrastrándose como pudo al pueblo inmediato, que se llama Valdberghoff-trarbk-dikdorff, sin un ochavo en la faltriquera y muerto de hambre y fatiga. Se paró lleno de pesar a la puerta de una taberna, y repararon en él dos hombres con vestidos azules. -Camarada -dijo uno- aquí tenemos un gallardo mozo, de la estatura requerida. Se acercaron a Cándido y lo convidaron a comer con mucha cortesía. -Señores -les dijo Cándido con encantadora modestia- mucho favor me hacen ustedes, pero no tengo para pagar mi parte. -Señor -le dijo uno de los azules- las personas de su aspecto y de su mérito nunca pagan. ¿No tiene usted cinco pies y cinco pulgadas de alto? -Sí, señores, ésa es mi estatura -dijo haciendo una cortesía. -Vamos, caballero, siéntese usted a la mesa, que no sólo pagaremos, sino que no consentiremos que un hombre como usted ande sin dinero; los hombres han sido hechos para socorrerse unos a otros. -Razón tienen ustedes -dijo Cándido-; así me lo ha dicho mil veces el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto. Le ruegan que admita unos escudos; los toma y quiere dar un vale; pero no lo quieren, y se sientan a la mesa. -¿No ama usted tiernamente?… -Sí, señores -respondió Cándido- amo tiernamente a la señorita Cunegunda. -No preguntamos eso -le dijo uno de aquellos dos señores- preguntamos si no ama usted tiernamente al rey de los búlgaros. -En modo alguno -dijo- porque no le he visto en mi vida. -Vaya, pues es el más encantador de los reyes. ¿Quiere usted que brindemos a su salud? -Con mucho gusto, señores -y brinda. -Basta con eso -le dijeron- ya es usted el apoyo, el defensor, el adalid, el héroe de los búlgaros; su fortuna está hecha, su gloria afianzada. Le echaron al punto un grillete al pie y se lo llevan al regimiento; lo hacen volverse a derecha e izquierda, meter la baqueta, sacar la baqueta, apuntar, hacer fuego, acelerar el paso, y le dan treinta palos: al otro día hizo el ejercicio un poco menos mal y no le dieron más de veinte; al tercero recibe solamente diez, y sus camaradas lo tuvieron por un portento. Cándido, estupefacto, aún no podía entender bien de qué modo era un héroe. Un día de primavera se le ocurrió irse a paseo, y siguió su camino derecho, creyendo que era privilegio de la especie humana y de la especie animal, servirse de sus piernas a su antojo. No había andado dos leguas, cuando surgen otros cuatro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo atan y lo llevan a un calabozo. Le preguntan jurídicamente si prefería ser fustigado treinta y seis veces por las baquetas de todo el regimiento, o recibir una vez sola doce balazos en la mollera. Inútilmente alegó que las voluntades eran libres y que no quería ni una cosa ni otra; fue forzoso que escogiera, y en virtud de la dádiva de Dios que llaman libertad , se resolvió a pasar treinta y seis veces por las baquetas, y sufrió dos tandas. Se componía el regimiento de dos mil hombres, lo cual hizo justamente cuatro mil baquetazos que de la nuca al trasero le descubrieron músculos y nervios. Iban a proceder a la tercera tanda, cuando Cándido, no pudiendo aguantar más, pidió por favor que tuvieran la bondad de levantarle la tapa de los sesos; obtiene ese favor, se le vendan los ojos, lo hacen hincar de rodillas. En ese momento pasa el rey de los búlgaros, se informa del delito del paciente, y como este rey era hombre de grandes luces, por todo cuanto le dicen de Cándido comprende que es éste un joven metafísico muy ignorante en las cosas del mundo y le otorga el perdón con una clemencia que será muy loada en todas las gacetas y en todos los siglos. Un diestro cirujano curó a Cándido con los emolientes que enseña Dioscórides. Un poco de cutis tenía ya, y empezaba a poder andar, cuando dio el rey de los búlgaros batalla al de los ávaros. Capítulo III De cómo se libró Cándido de los búlgaros, y de lo que le sucedió No había nada más hermoso, más diestro, más brillante, más bien ordenado que ambos ejércitos: las trompetas, los pífanos, los oboes, los tambores y los cañones formaban tal armonía cual nunca hubo en los infiernos. Primeramente, los cañones derribaron unos seis mil hombres de cada parte, después la fusilería barrió del mejor de los mundos unos nueve o diez mil bribones que infectaban su superficie y, por último, la bayoneta fue la razón suficiente de la muerte de otros cuantos miles. Todo ello podía sumar cosa de treinta millares. Cándido, que temblaba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo durante esta heroica carnicería. En fin, mientras ambos reyes hacían cantar un Te Deum, cada uno en su campo, se resolvió nuestro héroe ir a discurrir a otra parte sobre los efectos y las causas. Pasó por encima de muertos y moribundos hacinados y llegó a un lugar inmediato; estaba hecho cenizas; era una aldea ávara que, conforme a las leyes de derecho público, habían incendiado los búlgaros; aquí unos ancianos acribillados de heridas contemplaban morir a sus esposas degolladas, con los niños apretados a sus pechos ensangrentados. Más allá, exhalaban el postrer suspiro muchachas destripadas, después de haber saciado los deseos naturales de algunos héroes; otras, medio tostadas, clamaban por que las acabaran de matar; la tierra estaba sembrada de sesos al lado de brazos y piernas cortadas. Cándido huyó a toda prisa a otra aldea que pertenecía a los búlgaros, y que había sido igualmente tratada por los héroes ávaros. Al fin, caminando sin cesar por encima de miembros palpitantes, o atravesando ruinas, salió del teatro de la guerra, con algunas cortas provisiones en la mochila y sin olvidar nunca a Cunegunda. Al llegar a Holanda se le acabaron las provisiones; mas habiendo oído decir que la gente era muy rica en este país y que eran cristianos, no le quedó duda de que le darían tan buen trato como el que le dieron en el castillo del señor barón, antes que lo echaran a causa de los bellos ojos de la señorita Cunegunda. Pidió limosna a muchos sujetos graves; todos le dijeron que si seguía en aquel oficio lo encerrarían en una casa de corrección para enseñarle a vivir. Se dirigió luego a un hombre que acababa de hablar una hora seguida en una crecida asamblea sobre la caridad, y el orador, mirándolo de reojo, le dijo: -¿A qué vienes aquí? ¿Estás por la buena causa? -No hay efecto sin causa -respondió modestamente Cándido-; todo está encadenado necesariamente y ordenado para lo mejor; ha sido menester que me echaran de casa de la señorita Cunegunda y que me dieran carreras de baquetas, y es menester que mendigue el pan hasta que lo pueda ganar; nada de esto podía ser de otra manera. -Amiguito -le dijo el orador- ¿crees que el Papa es el anticristo? -Nunca lo había oído -respondió Cándido-; pero séalo o no, yo no tengo pan que comer. -Ni lo mereces -replicó el otro-; anda, bribón, anda, miserable, y que no te vuelva a ver en mi vida. Se asomó en esto a la ventana la mujer del ministro, y viendo a uno que dudaba de que el Papa fuera el anticristo, le tiró a la cabeza un vaso lleno de… ¡Oh cielos, a qué excesos se entregan las damas por celo religioso! Uno que no había sido bautizado, un buen anabaptista, llamado Jacobo, testigo de la crueldad y la ignominia con que trataban a uno de sus hermanos, a un ser bípedo y sin plumas, que tenía alma, lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza y dos florines, y además quiso enseñarle a trabajar en su fábrica de tejidos de Persia que se hacen en Holanda. Cándido, arrodillándose casi a sus plantas, clamaba: -Bien decía el maestro Pangloss, que todo era para mejor en este mundo, porque infinitamente más me conmueve la mucha generosidad de usted que la inhumanidad de aquel señor de capa negra y de su señora mujer. Yendo al otro día de paseo se encontró con un mendigo cubierto de lepra, casi ciego, la punta de la nariz carcomida, la boca torcida, los dientes ennegrecidos y el habla gangosa, atormentado por una violenta tos, y que a cada esfuerzo escupía una muela. Capítulo IV De qué modo encontró Cándido a su maestro de filosofía, el doctor Pangloss, y de lo que a éste le aconteció Cándido, movido a piedad, más que a horror, dio a este espantoso pordiosero los dos florines que había recibido del honrado anabaptista. El fantasma lo miró de hito en hito y, vertiendo lágrimas, se le colgó al cuello. Cándido retrocedió asustado. -¡Ay! -dijo el infeliz al otro infeliz-. Conque ¿no conoces a tu amado maestro Pangloss? -¿Qué oigo? ¡Usted, mi amado maestro! ¡Usted, en tan horrible estado! ¿Qué desdicha le ha sucedido? ¿Por qué no está en el más hermoso de los castillos? ¿Qué se ha hecho de la señorita Cunegunda, la perla de las doncellas, la obra maestra de la naturaleza? -No puedo más -dijo Pangloss. Lo llevó sin tardanza Cándido al establo del anabaptista, le dio un mendrugo de pan, y cuando Pangloss hubo cobrado aliento, Cándido le preguntó: -¿Qué es de Cunegunda? -Ha muerto -respondió el otro. Se desmayó Cándido al oírlo y su amigo lo volvió a la vida con un poco de mal vinagre que encontró fortuitamente en el pajar. Abrió Cándido los ojos y exclamó: -¡Cunegunda muerta! ¡Ah, el mejor de los mundos!, ¿dónde estás? Pero ¿de qué enfermedad ha muerto? ¿Ha sido, por ventura, la pesadumbre de verme echar a patadas del hermoso castillo de su padre? -No -dijo Pangloss- unos soldados búlgaros la destriparon después que la hubieron violado hasta más no poder; al señor barón, que quiso defenderla, le rompieron la cabeza. La señora baronesa fue cortada en pedazos; mi pobre alumno, tratado lo mismo que su hermana; y en el castillo no ha quedado piedra sobre piedra, ni graneros, ni siquiera un carnero, ni un pato, ni un árbol; pero bien nos han vengado, porque los ávaros han hecho lo mismo a una baronía vecina que era de un señor búlgaro. Se desmayó otra vez Cándido al oír esta lamentable historia; pero vuelto en sí, y habiendo dicho cuanto tenía que decir, se informó de la causa y del efecto y de la razón suficiente que había puesto a Pangloss en tan lastimoso estado. -¡Ay! -dijo el otro- es el amor: el amor, el consolador del género humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor. -¡Ah! -dijo Cándido- yo he conocido ese amor, he conocido a ese árbitro de los corazones, a esa alma de nuestra alma; tan sólo me ha valido un beso y veinte patadas en el trasero. ¿Cómo tan bella causa ha podido producir en usted tan abominable efecto? Pangloss respondió en los términos siguientes: -Ya conociste, amado Cándido, a Paquita, esa linda doncella de nuestra augusta baronesa; en sus brazos gocé las delicias del paraíso, que han producido los tormentos del infierno que ahora me consumen: estaba infestada por ellos, quizás haya muerto por ellos. Paquita debió este don a un franciscano instruidísimo, que había averiguado el origen de su achaque: se lo había dado una vieja condesa, la cual lo había recibido de un capitán de caballería que lo hubo de una marquesa, a quien se lo dio un paje, que lo cogió de un jesuita, el cual, siendo novicio, lo había recibido en línea recta de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. Yo, por mí, no se lo daré a nadie, porque he de morir muy pronto. -¡Oh Pangloss -exclamó Cándido- qué extraña genealogía! ¿Fue acaso el diablo su fundador? -En modo alguno -replicó aquel varón eminente- era algo indispensable en el mejor de los mundos, un ingrediente necesario; pues si Colón no hubiera atrapado en una isla de América esta enfermedad que envenena el manantial de la generación, y que a menudo hasta llega a impedirla, y que manifiestamente se opone al gran objetivo de la naturaleza, no tendríamos chocolate ni cochinilla, y se ha de notar que hasta el día de hoy, en nuestro continente, esta dolencia nos es peculiar, no menos que la teología escolástica. Todavía no se ha introducido en Turquía, en la India, en Persia, en China, en Siam ni en el Japón; pero hay razón suficiente para que allí la padezcan dentro de algunos siglos. Mientras tanto, ha hecho maravillosos progresos entre nosotros, especialmente en los grandes ejércitos, que constan de honrados mercenarios muy bien educados, los cuales deciden la suerte de los países; y se puede afirmar con certeza que cuando pelean treinta mil hombres en una batalla campal contra un ejército igualmente numeroso, hay cerca de veinte mil sifilíticos por una y otra parte. -Es algo portentoso -dijo Cándido-; pero usted debe tratar de curarse. -Y ¿cómo me he curar, amiguito -dijo Pangloss- si no tengo un ochavo, y en todo este vasto globo a nadie sangran ni le administran una lavativa sin que pague o sin que alguien pague por él? Estas últimas razones determinaron a Cándido; fue a echarse a los pies de su caritativo anabaptista Jacobo, a quien pintó tan tiernamente la situación a que se veía reducido su amigo, que el buen hombre no vaciló en hospedar al doctor Pangloss y en hacerlo curar a su costa. La curación no costó a Pangloss más que un ojo y una oreja. Como sabía escribir y contar a la perfección, el anabaptista lo hizo su tenedor de libros. Viéndose precisado al cabo de dos meses a ir a Lisboa para asuntos de su comercio, se embarcó con sus dos filósofos. Pangloss le explicaba de qué modo todas las cosas se arreglaban a la perfección. Jacobo no era de su parecer. -Fuerza es -decía- que los hombres hayan estragado en algo la naturaleza, porque no nacieron lobos y se han convertido en lobos. Dios no les dio ni cañones de veinticuatro ni bayonetas, y ellos, para destruirse, han fraguado bayonetas y cañones. También podría mentar las quiebras y la justicia que embarga los bienes de los fallidos para frustrar a los acreedores. -Todo eso era indispensable -replicaba el doctor tuerto- y de los males individuales se compone el bien general; de suerte que cuanto más males individuales hay, mejor está el todo. Mientras argumentaba, se oscureció el cielo, soplaron los vientos de los cuatro ángulos del mundo, y a vista del puerto de Lisboa fue embestido el navío por la tormenta más horrorosa. Capítulo V Tormenta, naufragio, terremoto, y lo que le sucedió al doctor Pangloss, a Cándido y a Jacobo el anabaptista La mitad de los pasajeros, afligidos y sufriendo esas inconcebibles angustias que el balanceo de un barco produce en los nervios y en todos los humores del cuerpo, agitados, en direcciones opuestas, no tenían siquiera fuerzas para inquietarse por el peligro. La otra mitad gritaba y rezaba; las velas estaban rasgadas, los mástiles rotos y abierta la nave; quien podía trabajaba, nadie escuchaba, nadie mandaba. Algo ayudaba a la faena el anabaptista, que estaba sobre el combés, cuando un furioso marinero le pega un rudo empellón y lo derriba sobre las tablas; pero fue tal el esfuerzo que hizo al empujarlo que se cayó de cabeza fuera del navío y quedó colgado y agarrado de una porción del mástil roto. Acudió el buen Jacobo a socorrerlo y lo ayudó a subir; pero con la fuerza que para ello hizo, se cayó en el mar a vista del marinero, que lo dejó ahogarse sin dignarse mirarlo. Cándido se acerca, ve a su bienhechor que reaparece un instante y se hunde para siempre; quiere tirarse tras él al mar; pero lo detiene el filósofo Pangloss, demostrándole que la bahía de Lisboa ha sido hecha expresamente para que en ella se ahogara el anabaptista. Probándolo estaba a priori, cuando se abrió el navío, y todos perecieron, menos Pangloss, Cándido y el brutal marinero que había ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón llegó nadando hasta la orilla, adonde Cándido y Pangloss fueron arrastrados sobre una tabla. Así que se recobran un poco del susto y del cansancio, se encaminaron a Lisboa. Llevaban algún dinero, con el cual esperaban librarse del hambre, después de haberse zafado de la tormenta. Apenas pusieron los pies en la ciudad, lamentándose de la muerte de su bienhechor, el mar hirviente embistió el puerto y arrebató cuantos navíos se hallaban en él anclados; calles y plazas se cubrieron de torbellinos, de llamas y cenizas; se hundían las casas, se caían los techos sobre los cimientos, y los cimientos se dispersaban, y treinta mil moradores de todas edades y sexos eran sepultados entre ruinas. El marinero, tarareando y blasfemando, decía: -Algo ganaremos con esto. -¿Cuál puede ser la razón suficiente de este fenómeno? -decía Pangloss; y Cándido exclamaba: -Éste es el día del juicio final. El marinero corrió sin detenerse en medio de las ruinas, arrostrando la muerte para buscar dinero; con el dinero encontrado se fue a emborrachar, y después de haber dormido su borrachera compra los favores de la primera prostituta de buena voluntad que encuentra en medio de las ruinas de los desplomados edificios y entre los moribundos y los cadáveres. Pangloss, sin embargo, le tiraba de la casaca, diciéndole: -Amigo, eso no está bien; eso es pecar contra la razón universal; ahora no es ocasión de holgarse. -¡Por vida del Padre Eterno! -respondió el otro- soy marinero y nacido en Batavia; cuatro veces he pisado el crucifijo en cuatro viajes que tengo hechos al Japón. ¡Pues no vienes mal ahora con tu razón universal! Cándido, que la caída de unas piedras había herido, tendido en mitad de la calle y cubierto de ruinas, clamaba a Pangloss: -¡Ay! Tráigame usted un poco de vino y aceite, que me muero. -Este temblor de tierra -respondió Pangloss- no es cosa nueva: el mismo azote sufrió Lima años pasados; las mismas causas producen los mismos efectos; sin duda hay una veta subterránea de azufre que va de Lisboa a Lima. -Nada es tan probable -dijo Cándido- pero, por Dios, un poco de aceite y vino. -¿Cómo probable? -replicó el filósofo- sostengo que está demostrado. Cándido perdió el sentido, y Pangloss le llevó un trago de agua de una fuente vecina. Al día siguiente, metiéndose por entre los escombros, encontraron algunos alimentos y recobraron un poco sus fuerzas. Después trabajaron, a ejemplo de los demás, para aliviar a los habitantes que habían escapado de la muerte. Algunos vecinos socorridos por ellos, les dieron la mejor comida que en tamaño desastre se podía esperar: verdad que fue muy triste el banquete; los convidados bañaban el pan con sus lágrimas, pero Pangloss los consolaba afirmando que no podían suceder las cosas de otra manera, porque todo esto, decía, es conforme a lo mejor; porque si hay un volcán en Lisboa, no podía estar en otra parte; porque es imposible que las cosas dejen de estar donde están, pues todo está bien. Un hombrecito vestido de negro, familiar3 de la Inquisición, que junto a él estaba sentado, tomó cortésmente la palabra: -Sin duda, caballero, no cree usted en el pecado original, porque si todo es para mejor, no ha habido caída ni castigo. -Perdóneme su excelencia -le respondió con más cortesía Pangloss- porque la caída del hombre y su maldición entran necesariamente en el mejor de los mundos posibles. -Por lo tanto ¿este caballero no cree que seamos libres? -dijo el familiar de la Inquisición. -Otra vez ha de perdonar su excelencia -replicó Pangloss- la libertad puede subsistir con la necesidad absoluta; porque era necesario que fuéramos libres; porque finalmente la voluntad determinada… En medio de la frase estaba Pangloss, cuando hizo el familiar una seña a su secretario que le servía vino de Porto o de Oporto. Capítulo VI De cómo se hizo un magnífico auto de fe para impedir los terremotos y de los doscientos azotes que pegaron a Cándido Pasado el terremoto que había destruido las tres cuartas partes de Lisboa, los sabios del país no encontraron un medio más eficaz para prevenir una total ruina que ofrecer al pueblo un magnífico auto de fe4. La Universidad de Coimbra decidió que el espectáculo de unas cuantas personas quemadas a fuego lento con toda solemnidad es infalible secreto para impedir que la tierra tiemble. Con este objeto se había apresado a un vizcaíno, convicto de haberse casado con su comadre, y a dos portugueses que al comer un pollo le habían sacado la grasa: después de la comida se llevaron atados al doctor Pangloss y a su discípulo, a uno por haber hablado, y al otro por haber escuchado con aire de aprobación. Los pusieron separados en unos aposentos muy frescos, donde nunca incomodaba el sol, y de allí a ocho días los vistieron con un sambenito5 y les engalanaron la cabeza con unas mitras de papel: la coraza y el sambenito de Cándido llevaban llamas boca abajo y diablos sin garras ni rabos; pero los diablos de Pangloss tenían rabo y garras, y las llamas ardían hacia arriba. Así vestidos salieron en procesión, y oyeron un sermón muy patético, al cual se siguió una bellísima salmodia. Cándido, mientras duró la música, fue azotado a compás, el vizcaíno y los dos que no habían querido comer la grasa del pollo fueron quemados y Pangloss fue ahorcado, aun cuando ésa no era la costumbre. Aquel mismo día la tierra tembló de nuevo con un estruendo espantoso. Cándido, aterrado, sobrecogido, desesperado, ensangrentado, se decía: “Si éste es el mejor de los mundos posibles, ¿cómo serán los otros? Vaya con Dios, si no hubieran hecho más que azotarme; ya lo habían hecho los búlgaros. Pero tú, querido Pangloss, el más grande de los filósofos, ¿era necesario verte ahorcar sin saber por qué? ¡Oh, mi amado anabaptista, el mejor de los hombres! ¿Era necesario que te ahogaras en el puerto? ¡Oh, señorita Cunegunda, perla de las doncellas! ¿Era necesario que te abrieran el vientre? ¿Por qué te han sacado el redaño?” Volvíase a su casa, sin poder tenerse en pie, predicado, azotado, absuelto y bendito, cuando se le acercó una vieja que le dijo: -Hijo mío, ¡ánimo y sígueme! Capítulo VII De cómo una vieja cuidó a Cándido y de cómo éste encontró a la que amaba No cobró ánimo Cándido, pero siguió a la vieja a una casucha, donde le dio su conductora un pote de pomada para untarse y le dejó de comer y de beber; luego le enseñó una camita muy aseada; junto a la camita había un vestido completo. -Come, hijo, bebe y duerme -le dijo- y que Nuestra Señora de Atocha, el señor San Antonio de Padua y el señor Santiago de Compostela te asistan; mañana volveré. Cándido, asombrado de cuanto había visto y padecido, y más aun de la caridad de la vieja, quiso besarle la mano. -No es mi mano la que has de besar -le dijo la vieja-; mañana volveré. Úntate con la pomada, come y duerme. Cándido comió y durmió, no obstante sus muchas desventuras. Al día siguiente le trae la vieja desayuno, le observa la espalda, se la restriega con otra pomada y luego le trae de comer; a la noche vuelve y le trae de cenar. Al tercer día fue la misma ceremonia. -¿Quién es usted? -le decía Cándido-; ¿quién le ha inspirado tanta bondad? ¿Cómo puedo agradecerle? La buena mujer no respondía, pero volvió aquella noche y no trajo de cenar. -Ven conmigo -le dijo- y no chistes. Diciendo esto cogió a Cándido del brazo y echó a andar con él por el campo. Hacen medio cuarto de legua aproximadamente y llegan a una casa, cercada de canales y jardines. Llama la vieja a un postigo, abren y lleva a Cándido por una escalera secreta a un gabinete dorado, lo deja sobre un canapé de terciopelo, cierra la puerta y se marcha. Cándido creía soñar, y miraba su vida entera como un sueño funesto y el momento presente como un sueño delicioso. Pronto volvió la vieja, sustentando con dificultad del brazo a una trémula mujer, de majestuosa estatura, cubierta de piedras preciosas y cubierta con un velo. -Alza ese velo -dijo a Cándido la vieja. Arrímase el mozo y alza con mano tímida el velo. ¡Qué instante! ¡Qué sorpresa! Cree estar viendo a la señorita Cunegunda, y así era. Fáltale el aliento, no puede articular palabra y cae a sus pies. Cunegunda se deja caer sobre el canapé; la vieja los inunda con vinagre aromático; vuelven en sí, se hablan; primero son palabras entrecortadas, preguntas y respuestas que se cruzan, suspiros, lágrimas, gritos. La vieja, recomendándoles que hagan menos bulla, los deja libres. -¡Conque es usted! -dice Cándido-. ¡Conque usted vive y yo la encuentro en Portugal! ¿No ha sido, pues, violada? ¿No le han abierto el vientre, como me había asegurado el filósofo Pangloss? -Sí -replicó la hermosa Cunegunda- pero no siempre son mortales esos accidentes. -¿Y mataron a su padre y a su madre? -Por desgracia -respondió llorando Cunegunda. -¿Y su hermano? -También mataron a mi hermano. -Pues ¿por qué está usted en Portugal? ¿Cómo ha sabido que también yo lo estaba? ¿Por qué me ha hecho venir a esta casa? -Se lo diré, replicó la dama; pero antes es necesario que usted me cuente todo aquello que le ha sucedido desde el inocente beso que me dio y las patadas con que se lo hicieron pagar. Obedeció Cándido con profundo respeto, y como estaba confuso, tenía débil y trémula la voz, y aunque aún le dolía no poco el espinazo, contó con la mayor ingenuidad todo lo que había padecido desde el momento de su separación. Alzaba Cunegunda los ojos al cielo; lloraba tiernas lágrimas por la muerte del buen anabaptista y de Pangloss; habló después como sigue a Cándido, quien no perdía una palabra y se la devoraba con los ojos. Capítulo VIII Historia de Cunegunda -Dormía profundamente en mi cama, cuando plugo al cielo que entraran los búlgaros en nuestro hermoso Castillo de Thunder-ten-tronckh; degollaron a mi padre y a mi hermano e hicieron tajadas a mi madre. Un búlgaro, de seis pies de altura, viendo que me había desmayado con esta escena, se puso a violarme; con lo cual volví en mí, y empecé a debatirme, a morderlo, arañarlo y a intentar sacarle los ojos, no sabiendo que era cosa de estilo cuanto sucedía en el castillo de mi padre: pero el belitre me dio una cuchillada en el costado izquierdo, de la cual conservo todavía la señal. -¡Ah! Espero verla -dijo el ingenuo Cándido. -Ya la verá usted -dijo Cunegunda-; pero continuemos. -Continúe usted, dijo Cándido. Cunegunda volvió a tomar el hilo de su historia: -Entró un capitán búlgaro; me vio llena de sangre, debajo del soldado, que no se incomodaba. El capitán se indignó por el poco respeto que le demostraba ese bárbaro y lo mató sobre mi cuerpo; me hizo luego vendar la herida y me llevó prisionera de guerra a su guarnición. Allí lavaba las pocas camisas que él tenía y le guisaba la comida; él decía que era muy bonita y también he de confesar que era muy lindo mozo, que tenía la piel suave y blanca, pero poco entendimiento y menos filosofía; pronto se echaba de ver que no lo había educado el doctor Pangloss. Al cabo de tres meses perdió todo su dinero y, harto de mí, me vendió a un judío llamado don Isacar, que comerciaba en Holanda y en Portugal y amaba apasionadamente a las mujeres. Se prendó mucho de mí el tal judío; pero nada pudo conseguir, que me he resistido a él mejor que al soldado búlgaro; porque una mujer decente bien puede ser violada una vez; pero eso mismo fortalece su virtud. El judío, para domesticarme, me ha traído a la casa de campo que usted ve. Hasta ahora había creído que no había nada en la tierra más hermoso que el castillo de Thunder-ten-tronckh, pero he salido de mi error. “El gran inquisidor me vio un día en misa; no me quitó los ojos de encima y me hizo decir que tenía que hablar de un asunto secreto. Me llevaron a su palacio y yo le dije quiénes eran mis padres. Me representó entonces cuán indigno de mi jerarquía era pertenecer a un israelita. Su Ilustrísima propuso a don Isacar que le hiciera cesión de mí, y éste, que es banquero de palacio y hombre de mucho poder, no quiso consentirlo. El inquisidor lo amenazó con un auto de fe. Al fin se atemorizó mi judío e hizo un ajuste en virtud del cual la casa y yo habían de ser de ambos en condominio; el judío se reservó los lunes, los miércoles, y los sábados, y el inquisidor los demás días de la semana. Seis meses ha que subsiste este convenio, aunque no sin frecuentes contiendas, porque muchas veces han disputado sobre si la noche de sábado a domingo pertenecía a la ley antigua o a la nueva. Hasta ahora me he resistido a los dos; y por este motivo pienso que me quieren tanto. “Finalmente, por conjurar la plaga de los terremotos e intimidar a don Isacar, le plugo al ilustrísimo señor inquisidor celebrar un auto de fe. Me honró convidándome a la fiesta; me dieron uno de los mejores asientos, y se sirvieron refrescos a las señoras en el intervalo de la misa y la ejecución. Confieso que estaba sobrecogida de horror al ver quemar a los dos judíos y al honrado vizcaíno casado con su comadre; pero ¡cuál no fue mi sorpresa, mi espanto, mi turbación cuando vi cubierto por un sambenito y bajo una mitra un rostro parecido al de Pangloss! Me restregué los ojos, miré con atención, lo vi ahorcar y me desmayé. Apenas había vuelto en mí, cuando lo vi a usted desnudo; allí mi horror, mi consternación, mi desconsuelo y mi desesperación. La piel de usted, lo digo de veras, es más blanca y más encarnada que la de mi capitán de búlgaros, y eso redobló los sentimientos que me abrumaban, que me devoraban. Iba a decir a gritos: ‘Deteneos, bárbaros’; pero me faltó la voz, y habría sido inútil. Mientras azotaban a usted, yo me decía: ‘¿Cómo es posible que se encuentren en Lisboa el amable Cándido y el sabio Pangloss, uno para recibir doscientos azotes y el otro para ser ahorcado por orden del ilustrísimo señor inquisidor que tanto me ama? ¡Qué cruelmente me engañaba Pangloss cuando me decía que todo es perfecto en el mundo!’ “Agitada, desesperada, fuera de mí unas veces y muriéndome otras de pesar, pensaba en la matanza de mi padre, mi madre y mi hermano, en la insolencia de aquel soez soldado búlgaro que me dio una cuchillada, en mi oficio de lavandera y cocinera, en mi capitán búlgaro, en mi ruin don Isacar, en mi abominable inquisidor, en el ahorcamiento del doctor Pangloss, en ese gran miserere con salmodias durante el cual le dieron a usted doscientos azotes y sobre todo en el beso que di a usted detrás del biombo la última vez que nos vimos. Agradecí a Dios que nos volvía a reunir por medio de tantas pruebas, y encargué a mi criada vieja que cuidara de usted y me le trajera cuando fuese posible. Ha desempeñado muy bien mi encargo y he disfrutado el imponderable gusto de ver a usted nuevamente, de oírle, de hablarle. Debe de tener un hambre devoradora; yo también tengo apetito; empecemos por cenar.” Sentáronse, pues, ambos a la mesa, y después de cenar volvieron al hermoso canapé de que ya he hablado. Sobre él estaban, cuando llegó el signor don Isacar, uno de los amos de casa; que era sábado y venía a gozar de sus derechos y a explicar su tierno amor. Capítulo IX Qué fue de Cunegunda, de Cándido, del Gran Inquisidor y de un judío Isacar era el hebreo más colérico que se haya visto en Israel desde la cautividad de Babilonia. -¿Qué es esto -dijo- perra galilea? ¿Conque no te basta con el señor inquisidor? ¿También ese pícaro debe compartirte? Al decir esto saca un largo puñal que siempre llevaba en el cinto, y creyendo que su contrario no traía armas, se lanza sobre él. Pero la vieja había dado a nuestro buen westfaliano una espada con el vestido completo de que hablamos; la desenvainó Cándido, a pesar de su mansedumbre, y mató al israelita, que cayó a los pies de la bella Cunegunda. -¡Virgen Santísima! -exclamó ésta-; ¿qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, estamos perdidos. -Si no hubieran ahorcado a Pangloss -dijo Cándido-, él nos daría un consejo en este apuro, porque era gran filósofo, pero, a falta de Pangloss, consultemos a la vieja. Era ésta muy discreta, y empezaba a dar su parecer, cuando abrieron otra puertecilla. Era la una de la madrugada; había ya principiado el domingo, día que pertenecía al gran inquisidor. Al entrar éste ve al azotado Cándido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada y la vieja dando consejos. En este instante se le ocurrieron a Cándido las siguientes ideas y discurrió así: “Si pido auxilio, este santo varón me hará quemar infaliblemente, y otro tanto podrá hacer a Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi rival y yo estoy en vena de matar: no hay que detenerse”. Este discurso fue tan bien hilado como pronto, y sin dar tiempo a que se recobrase el inquisidor de su sorpresa, lo atravesó de parte a parte de una estocada, y lo dejó tendido junto al israelita. -Buena la tenemos -dijo Cunegunda-; ya no hay remisión: estamos excomulgados y ha llegado nuestra última hora. ¿Cómo ha hecho usted, siendo de tan mansa condición, para matar en dos minutos a un prelado y a un judío? -Hermosa señorita -respondió Cándido- cuando uno está enamorado, celoso y azotado por la Inquisición, no sabe lo que hace. Rompió entonces la vieja el silencio, y dijo: -En la caballeriza hay tres caballos andaluces con sus sillas y frenos; ensíllelos el esforzado Cándido; esta señora tiene doblones y diamantes, montemos a caballo y vamos a Cádiz, aunque yo sólo puedo sentarme sobre una nalga. El tiempo está hermosísimo y da contento viajar con el fresco de la noche. Cándido ensilló volando los tres caballos, y Cunegunda, él y la vieja anduvieron dieciséis leguas sin parar. Mientras iban andando, vino a la casa de Cunegunda la Santa Hermandad, enterraron a Su Ilustrísima en una suntuosa iglesia y a Isacar lo tiraron a un muladar. Ya estaban Cándido, Cunegunda y la vieja en la aldea de Aracena, en mitad de los montes de Sierra Morena, y decían lo que sigue en un mesón. Capítulo X De la triste situación en que Cándido, Cunegunda y la vieja llegaron a Cádiz y de cómo se embarcaron para América -¿Quién me habrá robado mis doblones y mis diamantes? -decía llorando Cunegunda-; ¿cómo hemos de vivir? ¿Qué hemos de hacer? ¿Dónde he de hallar inquisidores y judíos que me den otros? -¡Ay! -dijo la vieja- mucho me sospecho de un reverendo padre franciscano que ayer durmió en Badajoz en nuestra posada. Líbreme Dios de hacer juicios temerarios; pero dos veces entró en nuestro cuarto y se fue mucho antes que nosotros. -¡Ah! -dijo Cándido- muchas veces me ha probado el buen Pangloss que los bienes de la tierra son comunes a todos y que cada uno tiene igual derecho a su posesión. Conforme a estos principios, el franciscano nos había de haber dejado con qué acabar nuestro camino. ¿Conque nada te queda, hermosa Cunegunda? -Ni un maravedí -respondió ésta-. -¿Y qué haremos? -exclamó Cándido. -Vendamos uno de los caballos -dijo la vieja-; yo montaré a la grupa del de la Señorita, aunque sólo puedo tenerme sobre una nalga, y así llegaremos a Cádiz. En el mismo mesón había un prior de los benedictinos, que compró barato el caballo. Cándido, Cunegunda y la vieja atravesaron Lucena, Chilla, Lebrija, y llegaron por fin a Cádiz, donde estaban equipando una escuadra para poner en razón a los reverendos padres jesuitas del Paraguay, que habían excitado a una de sus rancherías de indios contra los reyes de España y Portugal, cerca de la colonia del Sacramento. Cándido, que había servido en la tropa búlgara, hizo el ejercicio a la búlgara con tanto donaire, ligereza, maña, agilidad y desembarazo, ante el general del pequeño ejército, que éste le dio el mando de una compañía de infantería. Helo, pues, capitán; con esta graduación se embarcó en compañía de su señorita Cunegunda, de la vieja, de dos criados y de los dos caballos andaluces que habían pertenecido al Gran Inquisidor de Portugal. Durante todo el viaje discurrieron largamente sobre la filosofía del pobre Pangloss. -Vamos a otro mundo -decía Cándido- y es en él, sin duda, donde todo está bien; porque debemos confesar que este nuestro mundo tiene sus defectillos físicos y morales. -Te quiero con toda mi alma -decía Cunegunda-; pero todavía llevo el corazón traspasado con lo que he visto y padecido. -Todo irá bien -replicó Cándido-; ya el mar de este nuevo mundo vale más que nuestros mares de Europa; es más tranquilo y los vientos son más constantes; no cabe duda de que el Nuevo Mundo es el mejor de los mundos posibles. -¡Dios lo quiera! -dijo Cunegunda-; pero tan horrendas catástrofes he sufrido en el mío, que apenas si me queda en el corazón resquicio de esperanza. -Ustedes se quejan -les dijo la vieja-; pues sepan que no han pasado por infortunios como los míos. Se sonrió Cunegunda del disparate de la buena mujer, que se alababa de ser más desgraciada que ella. -¡Ay! -le dijo- a menos que usted haya sido violada por dos búlgaros, que le hayan dado dos cuchilladas en el vientre, que hayan demolido dos de sus castillos, que hayan degollado en su presencia a dos padres y a dos madres y que haya visto a dos de sus amantes azotados en un auto de fe, no sé cómo pueda ganarme; sin contar que he nacido baronesa con setenta y dos cuarteles en mi escudo de armas y después he descendido a cocinera. -Señorita -replicó la vieja- usted no sabe cuál ha sido mi cuna; y si le enseñara mi trasero, no hablaría del modo que habla y suspendería su juicio. Este discurso provocó una gran curiosidad en Cándido y Cunegunda; la vieja la satisfizo con las palabras siguientes. Capítulo XI Historia de la vieja -No siempre he tenido los ojos legañosos y ribeteados de escarlata; no siempre la nariz me ha tocado el mentón, ni he sido siempre fregona. Soy hija del papa Urbano X y de la princesa de Palestrina. Hasta que tuve catorce años me criaron en un palacio, al cual no hubieran podido servir de caballeriza todos los castillos de vuestros barones tudescos, y era más rico uno de mis trajes que todas las magnificencias de la Westfalia. Crecía en gracia, en talento y beldad, en medio de placeres, respetos y esperanzas, y ya inspiraba amor. Se formaba mi pecho; pero, ¡qué pecho! Blanco, firme, tallado como el de la Venus de Médicis; ¡y qué ojos! ¡Qué párpados! ¡Qué negras cejas! ¡Qué llamas salían de mis pupilas y borraban el centelleo de los astros, según decían los poetas del barrio! Las doncellas que me desnudaban y me vestían se quedaban absortas cuando me contemplaban por detrás y por delante, y todos los hombres hubieran querido estar en su lugar. “Se celebraron mis desposorios con un príncipe soberano de Masa Carrara. Dios mío, ¡qué príncipe! Tan hermoso como yo, lleno de dulzura y atractivos, brillante el ingenio, ardiente de amor: yo lo amaba como quien quiere por vez primera, con idolatría, con arrebato. Se dispusieron las bodas con pompa y magnificencia nunca vistas: todo era fiestas, torneos, óperas bufas, y en toda Italia se hicieron sonetos en mi elogio, de los cuales ni siquiera hubo uno pasable. Ya rayaba la aurora de mi felicidad, cuando una marquesa vieja, a quien había cortejado mi príncipe, lo convidó a tomar chocolate con ella y el desventurado murió al cabo de dos horas, presa de horribles convulsiones; pero esto es friolera para lo que falta. Mi madre, desesperada, pero mucho menos afligida que yo, quiso perder de vista por algún tiempo esta funesta mansión. Teníamos una hacienda muy pingüe en las inmediaciones de Gaeta y nos embarcamos para este puerto en una galera del país, dorada como el altar de San Pedro en Roma. He aquí que un pirata de Salé nos da caza y nos aborda; nuestros soldados se defendieron como buenos soldados del Papa: tiraron las armas y se hincaron de rodillas, pidiendo al pirata la absolución in articulo mortis. “En breve los desnudaron como monos, y lo mismo hicieron con mi madre, con nuestras doncellas, conmigo. Es portentosa la presteza con que estos caballeros desnudan a la gente; pero lo que más me extrañó fue que a todos nos metieron el dedo en un sitio donde nosotras, las mujeres, no estamos acostumbradas a meter sino cánulas. Me pareció muy rara esta ceremonia: así juzga de todo el que no ha salido de su país; muy pronto supe que era para ver si en aquel sitio habíamos escondido algunos diamantes; es una costumbre establecida de tiempo inmemorial en las naciones civilizadas que vigilan los mares; los religiosos caballeros de Malta nunca lo omiten cuando apresan a turcos y a turcas, porque es ley del derecho de gentes que nunca ha sido derogada. “No diré si fue cosa dura para una joven princesa que la llevaran cautiva a Marruecos con su madre; bien pueden ustedes figurarse cuánto padeceríamos en el navío pirata. Mi madre todavía era muy hermosa; nuestras camareras, y hasta simples criadas, eran más lindas que cuantas mujeres pueden hallarse en toda África; yo era un embeleso, la beldad, la gracia misma, y era doncella; pero no lo fui mucho tiempo, pues el capitán corsario me robó la flor que estaba destinada al hermoso príncipe de Masa Carrara. Tratábase de un negro abominable, que creía que me honraba con sus caricias. Sin duda la princesa de Palestrina y yo debíamos de ser muy robustas cuando resistimos a todo cuanto pasamos hasta llegar a Marruecos. Pero, ¡adelante!, son cosas tan comunes, que no merecen mentarse siquiera. “Cuando llegamos corrían ríos de sangre por Marruecos; cada uno de los cincuenta hijos del emperador Muley-Ismael tenía su partido, lo que producía cincuenta guerras civiles de negros contra negros, de negros contra moros, de moros contra moros, de mulatos contra mulatos, y todo el ámbito del imperio era una continua carnicería. “Apenas hubimos desembarcado, acudieron unos negros de una facción enemiga de la de mi pirata para quitarle el botín. Después del oro y los diamantes, la cosa de más precio que había éramos nosotras, y presencié un combate como nunca se ve en nuestros climas europeos, porque los pueblos septentrionales no tienen la sangre tan ardiente, ni es en ellos la pasión por las mujeres lo que es entre africanos. Parece que los europeos tienen leche en las venas; vitriolo, fuego, parece correr por las de los habitantes del monte Atlante y de los países vecinos. Pelearon con la furia de los leones, los tigres y las sierpes de la comarca para saber quién había de ser nuestro dueño. Agarró un moro a mi madre por el brazo derecho, el asistente de mi capitán la retuvo por el izquierdo; un soldado moro la cogió de una pierna y uno de nuestros piratas se asía de la otra, y casi todas nuestras doncellas se encontraron en un momento tiradas por cuatro soldados. Mi capitán se había puesto delante de mí, y blandiendo la cimitarra daba muerte a cuantos se oponían a su furor. Finalmente, vi a todas nuestras italianas y a mi madre desgarradas, acribilladas de heridas y hechas pedazos; mis compañeros cautivos, aquellos que los habían cautivado, soldados, marineros, negros, moros, blancos, mulatos, y mi capitán por último, todos murieron, y yo quedé agonizando sobre un montón de cadáveres. Las mismas escenas se repetían, como es sabido, en un espacio de más de trescientas leguas, sin que nadie faltase a las cinco oraciones diarias que ordena Mahoma. “Me zafé con mucho trabajo de tanta multitud de sangrientos cadáveres amontonados, y llegué arrastrándome al pie de un gran naranjo que había a orillas de un arroyo; allí caí, rendida del susto, del cansancio, del horror, de la desesperación y del hambre. Muy pronto mis sentidos postrados se entregaron a un sueño que más que sosiego era letargo. En este estado de insensibilidad y flaqueza estaba entre la vida y la muerte, cuando me sentí comprimida por una cosa que bullía sobre mi cuerpo; y abriendo los ojos vi a un hombre blanco y de buena traza, que suspirando decía entre dientes: “-Oh che sciagura d’essere senza cogl… Capítulo XII Prosiguen las desgracias de la vieja “Atónita y alborozada de oír el idioma de mi patria y no menos sorprendida de las palabras que decía aquel hombre, le respondí que mayores desgracias había que el desmán de que se lamentaba, informándole en pocas palabras de los horrores que había sufrido; después de esto volví a desmayarme. Me llevó a una casa vecina, hizo que me metieran en la cama y me dieran de comer, me sirvió, me consoló, me halagó, me dijo que no había visto nunca en su vida criatura más hermosa ni había sentido nunca más que ahora la falta de aquello que nadie podía devolverle. “-Nací en Nápoles -me dijo- donde castran todos los años a dos o tres mil chiquillos; unos se mueren, otros adquieren mejor voz que las mujeres y otros van a gobernar Estados. Me hicieron esta operación con suma felicidad, y he sido músico de la capilla de la señora princesa de Palestrina. “-¡De mi madre! -exclamé. “-¡De su madre! -exclamó llorando-. ¡Conque es usted aquella princesita que crié yo hasta que tuvo seis años y daba muestras de ser tan hermosa como es usted! “-Ésa misma soy, y mi madre está a cuatrocientos pasos de aquí, hecha tajadas, bajo un montón de cadáveres… “Le conté entonces cuanto me había sucedido, y él también me narró sus aventuras, y me dijo que era ministro plenipotenciario de una potencia cristiana ante el rey de Marruecos, para firmar un tratado con este monarca, en virtud del cual se le suministrarían navíos, cañones y pólvora para ayudarle a exterminar el comercio de los demás cristianos. “-Ya he terminado mi misión -añadió el honrado eunuco- y me voy a embarcar a Ceuta, de donde la llevaré a usted a Italia. Ma che sciagura d’essere senza cogl… “Dile las gracias vertiendo tiernas lágrimas, y en vez de llevarme a Italia me condujo a Argel, y me vendió al Dey. Apenas me había vendido, se manifestó en la ciudad con toda su furia aquella peste que ha dado la vuelta por África, Europa y Asia. Señorita, usted ha visto temblores de tierra; pero ¿ha padecido la peste?” -Nunca -respondió la baronesa. -Si la hubiera padecido confesaría usted que con ella no tienen comparación los terremotos. Es muy frecuente en África, y yo la he padecido. Figúrese usted qué situación para la hija de un papa, de quince años de edad, que en el espacio de tres meses había sufrido pobreza y esclavitud, había sido violada casi todos los días, había visto hacer cuatro pedazos a su madre, había padecido las plagas de la guerra y del hambre y se moría de la peste en Argel. Verdad es que no morí; pero pereció mi eunuco, el Dey y casi todo el serrallo. “Cuando calmó un poco la desolación de esta espantosa peste, vendieron a los esclavos del Dey. Me compró un mercader que me llevó a Túnez, donde me vendió a otro mercader, el cual me revendió en Trípoli; de Trípoli me revendieron en Alejandría, de Alejandría en Esmirna y de Esmirna en Constantinopla: al cabo vine a parar a manos de un agá de los jenízaros que en breve recibió orden de ir a defender a Azof contra los rusos, que la tenían sitiada. “El agá, hombre muy elegante, llevó consigo a todo su serrallo, y nos alojó en un fortín sobre la laguna Meótides, guardado por dos eunucos negros y veinte soldados. Fueron muertos millares de rusos, pero nos pagaron con creces: entraron en Azof a sangre y fuego y no se perdonó edad ni sexo; sólo quedó nuestro fortín, que los enemigos quisieron tomar por hambre. Los veinte jenízaros juraron no rendirse; los apuros del hambre a que se vieron reducidos los forzaron a comerse a los dos eunucos por no faltar al juramento, y al cabo de pocos días resolvieron comerse a las mujeres. “Teníamos un imán, muy piadoso y caritativo, que les predicó un sermón elocuente, exhortándolos a que no nos mataran del todo. Cortad, dijo, una nalga a cada una de estas señoras, con la cual os regalaréis a vuestro paladar; si es menester, les cortaréis la otra dentro de algunos días: el cielo remunerará obra tan caritativa y recibiréis socorro. “Como era tan elocuente, los persuadió y nos hicieron tan horrorosa operación. Nos puso el imán el mismo ungüento que se pone a las criaturas recién circuncidadas: todas estábamos a punto de morir. “Apenas habían comido los jenízaros la carne que nos habían quitado, desembarcaron los rusos en unos barcos chatos, y no se escapó con vida ni siquiera un jenízaro: los rusos no tuvieron consideración por el estado en que nos hallábamos. En todas partes se encuentran cirujanos franceses; uno que era muy hábil nos tomó a su cargo y nos curó, y toda mi vida recordaré que, así que se cerraron mis llagas, me requirió de amores. Nos exhortó luego a tener paciencia, afirmándonos que lo mismo había sucedido en otros muchos sitios y que era ésa la ley de la guerra. “Luego que pudieron andar mis compañeras, las condujeron a Moscú, y yo cupe en suerte a un boyardo que me hizo su hortelana y me daba veinte zurrazos diarios. Al cabo de dos años fue descuartizado este señor, con una treintena de boyardos, por no sé qué enredo de palacio; aprovechándome de la ocasión me escapé, atravesé la Rusia entera y serví mucho tiempo en los mesones, primero de Riga y luego de Rostock, de Vismar, de Lipsia, de Casel, de Utrech, de Leyden, de La Haya y de Roterdam. Así he envejecido en el oprobio y la miseria, con no más que la mitad del trasero, siempre acordándome de que era hija de un papa. Cien veces he querido suicidarme; mas me sentía con apego a la vida. Acaso esta ridícula flaqueza es una de nuestras propensiones más funestas; ¿hay mayor necedad que empeñarse en llevar continuamente encima una carga que siempre anhela uno tirar por tierra; horrorizarse de su existencia y querer existir, acariciar la serpiente que nos devora hasta que nos haya comido el corazón? “En los países a donde me ha llevado mi suerte, y en los mesones donde he servido, he visto infinita cantidad de personas que execraban su existencia; pero sólo he visto doce que pusieron fin voluntariamente a sus cuitas: tres negros, cuatro ingleses, cuatro ginebrinos y un alemán llamado Robek. Al fin me tomó por criada el judío don Isacar, y me llevó junto a usted, hermosa señorita, donde sólo he pensado en su felicidad, interesándome más en sus aventuras que en las mías; y nunca hubiera mentado mis desgracias si no me hubiera usted picado un poco, y si no fuese costumbre de los que viajan contar cuentos para matar el tiempo. Señorita, tengo experiencia y sé lo que es el mundo; vaya usted preguntando a cada pasajero, uno por uno, la historia de su vida, y mande que me arrojen de cabeza al mar si encuentra uno solo que no haya maldecido cien veces de la existencia y que no se haya creído el más desventurado de los mortales.” Capítulo XIII De cómo Cándido tuvo que separarse de la hermosa Cunegunda y de la vieja Oída la historia de la vieja, la hermosa Cunegunda la trató con toda la urbanidad y el decoro que se merecía una persona de tan alta jerarquía y de tanto mérito, y admitió su propuesta. Rogó a todos los pasajeros que le contaran sus aventuras, uno después de otro, y Cándido y ella confesaron que tenía razón la vieja. -¡Lástima es -decía Cándido- que hayan ahorcado, contra lo que es práctica, al sabio Pangloss en un auto de fe! Cosas maravillosas nos diría acerca del mal físico y del mal moral que cubren mares y tierras, y yo me sentiría con valor para hacerle algunas objeciones. Mientras contaba cada uno su historia, iba andando el navío, y al fin llegó a Buenos Aires. Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja se presentaron ante el gobernador don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, cuya arrogancia era propia de un hombre poseedor de tantos apellidos. Hablaba a los otros hombres con la más noble altivez, levantando la nariz y alzando implacablemente la voz, en un tono tan imponente, afectando ademanes tan orgullosos, que cuantos lo saludaban sentían tentaciones de abofetearlo. Amaba furiosamente a las mujeres, y Cunegunda le pareció la más hermosa criatura del mundo. Lo primero que hizo fue preguntar si era mujer del capitán. Se sobresaltó Cándido del tono con que acompañó esta pregunta y no se atrevió a decir que fuese su mujer, porque verdaderamente no lo era, ni menos que fuese su hermana, porque no lo era tampoco, y aunque esta mentira oficiosa era muy frecuentemente usada por los antiguos y hubiera podido ser de utilidad a los modernos, el alma de Cándido era demasiado pura para traicionar la verdad. -Esta señorita -dijo- me ha de favorecer con su mano y suplicamos ambos a su excelencia que se digne ser nuestro padrino. Oyendo esto, don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, se atusó con la izquierda el bigote, rió amargamente y ordenó al capitán Cándido que fuera a pasar revista a su compañía. Obedeció éste y se quedó el gobernador a solas con la señorita Cunegunda; le declaró su amor, previniéndole que al día siguiente sería su esposo por delante o por detrás de la iglesia, como más placiera a Cunegunda. Le pidió ésta un cuarto de hora para pensarlo bien, consultarlo con la vieja y resolverse. La vieja dijo a Cunegunda: -Señorita, usted tiene setenta y dos cuarteles y ni un ochavo, y está en su mano ser la mujer del señor más principal de la América meridional, que tiene unos bigotes estupendos, ¿es del caso mostrar una fidelidad a toda prueba? Los búlgaros la violaron a usted, un inquisidor y un judío han disfrutado sus favores; la desdicha da legítimos derechos. Si yo fuera usted, confieso que no tendría reparo ninguno en casarme con el señor gobernador, y hacer rico al señor capitán Cándido. Mientras así hablaba la vieja, con la autoridad que su prudencia y sus canas le daban, vieron entrar al puerto un barquito que traía un alcalde y dos alguaciles; y era ésta la causa de su arribo. No se había equivocado la vieja en sospechar que el ladrón del dinero y las joyas de Cunegunda, en Badajoz, cuando venía huyendo con Cándido, era un franciscano de manga ancha. El fraile quiso vender a un joyero algunas de las piedras preciosas robadas, y éste advirtió que eran las mismas que él le había vendido al gran inquisidor. El franciscano, antes de que lo ahorcaran confesó a quién y cómo las había robado y el camino que llevaban Cándido y Cunegunda. Ya se sabía la fuga de ambos: fueron, pues, en su seguimiento hasta Cádiz, y sin perder tiempo salió un navío en su demanda. Ya estaba la embarcación al ancla en el puerto de Buenos Aires, y corrió la voz de que iba a desembarcar un alcalde del crimen, que venía en busca de los asesinos del ilustrísimo gran inquisidor. Al punto comprendió la discreta vieja lo que había que hacer. -Usted no puede escaparse -dijo a Cunegunda- ni tiene nada que temer, que no fue usted quien mató a Su Ilustrísima; y fuera de eso, el gobernador enamorado no consentirá que la maltraten; con que no hay que afligirse. Va luego corriendo a Cándido y le dice: -Escápate, hijo mío, si no quieres que dentro de una hora te quemen vivo. No quedaba un momento que perder; pero, ¿cómo se había de apartar de Cunegunda? ¿Y dónde hallaría asilo? Capítulo XIV De cómo recibieron a Cándido y a Cacambo los jesuitas del Paraguay Cándido había traído consigo de Cádiz un criado, como se encuentran muchos en los puertos de mar de España. Era un cuarterón, hijo de un mestizo de Tucumán, y había sido monaguillo, sacristán, marinero, monje, comisionista, soldado, lacayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo, porque su amo era muy bueno. Ensilló en un abrir y cerrar de ojos los dos caballos andaluces, y dijo a Cándido: -Vamos, señor, sigamos el consejo de la vieja y echemos a correr sin mirar siquiera hacia atrás. Cándido lloraba: -¡Oh, mi amada Cunegunda! ¿Conque es fuerza que te abandone cuando iba el señor gobernador a ser padrino de nuestras bodas? ¿Qué será de mi Cunegunda, que traje de tan lejos? -Será lo que Dios quiera -dijo Cacambo-: las mujeres para todo encuentran salida; Dios las proteja, vámonos. -¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué nos haremos sin Cunegunda? -decía Cándido. -Voto a Santiago de Compostela -replicó Cacambo-; usted venía con ánimo de pelear contra los jesuitas, pues vamos a pelear en su favor. Yo sé el camino y le llevaré a usted a su reino; y tendrán mucha complacencia en poseer un capitán que hace el ejercicio a la búlgara. Usted hará una fortuna prodigiosa; que cuando no tiene uno lo que ha menester en un mundo, lo busca en el otro, y es gran satisfacción ver y hacer cosas nuevas. -¿Conque tú ya has estado en el Paraguay? -le preguntó Cándido. -Por cierto -replicó Cacambo-; he sido fámulo en el colegio de la Asunción y conozco el reino de los padres lo mismo que las calles de Cádiz. Es un reino admirable. Ya tiene más de trescientas leguas de diámetro, y se divide en treinta provincias. Los padres son dueños de todo y los pueblos no tienen nada; es la obra maestra de la razón y la justicia. No sé de nada más divino que esos padres, que aquí hacen la guerra a los reyes de España y Portugal y los confiesan en Europa; aquí matan a los españoles y en Madrid les abren el cielo; vaya, es cosa que me encanta. Vamos a prisa, que va usted a ser el más afortunado de los hombres. ¡Qué gusto para los padres cuando sepan que les llega un capitán que sabe el ejercicio búlgaro! Así que llegaron a la primera barrera, dijo Cacambo a la guardia avanzada que un capitán quería hablar con el señor comandante. Avisaron a la gran guardia y un oficial paraguayo fue corriendo a echarse a los pies del comandante para darle parte de esta nueva. Desarmaron primero a Cándido y a Cacambo, y les cogieron sus caballos andaluces; los introdujeron luego entre dos filas de soldados, al cabo de los cuales estaba el comandante, con su tricornio, la espada ceñida, la sotana remangada, y una alabarda en la mano: hizo una seña y al punto veinticuatro soldados rodearon a los recién venidos. Les dijo un sargento que esperasen, porque no les podía hablar el comandante, habiendo mandado el padre provincial que ningún español abriera la boca como no fuese en su presencia, ni se detuviera arriba de tres horas en el país. -¿Y dónde está el reverendo padre provincial? -dijo Cacambo. -En la parada, desde que dijo misa, y no podrán ustedes besarle las espuelas hasta de aquí a tres horas. -Pero el señor capitán, que se está muriendo de hambre lo mismo que yo -dijo Cacambo- no es español: es alemán, y me parece que podríamos almorzar mientras llega Su Ilustrísima. En el acto fue el sargento a dar cuenta al comandante. -Bendito sea Dios -dijo este señor-; si es alemán, bien podemos hablar; llévenle a mi enramada. Llevaron al punto a Cándido a un gabinete de verdura, ornado de una muy bonita columnata de mármol verde y oro, y de jaulas con papagayos, picaflores, pájaros-moscas, gallinas de Guinea y otros pájaros extraños. Los esperaba un excelente almuerzo servido en vajilla de oro y, mientras los paraguayos comían maíz en escudillas de madera, y en campo raso, al calor del sol, el reverendo padre comandante entró en la enramada. Era un hermoso joven, blanco y rosado, las cejas arqueadas, los ojos despiertos, encarnadas las orejas, rojos los labios, el ademán altivo, pero con una altivez que no era la de un español ni la de un jesuita. Fueron restituidas a Cándido y a Cacambo las armas que les habían quitado, y con ellas los dos caballos andaluces; Cacambo les echó un pienso cerca de la enramada, sin perderlos de vista, temiendo que le jugaran alguna treta. Besó Cándido la sotana del comandante y se sentaron ambos a la mesa. -¿Conque es usted alemán? -le dijo el jesuita en este idioma. -Sí, padre reverendísimo -dijo Cándido. Se miraron uno y otro, al pronunciar estas palabras, con una sorpresa y una emoción que no podían contener en el pecho. -¿De qué país de Alemania es usted? -dijo el jesuita. -De la sucia provincia de Westfalia -replicó Cándido-; he nacido en el castillo de Thunder-ten-tronckh. -¡Dios mío! ¿Es posible? -exclamó el comandante. -¡Qué milagro! -gritaba Cándido. -¿Es usted? -decía el comandante. -No puede ser -replicaba Cándido. Se lanzan uno sobre otro, se abrazan, derraman un mar de lágrimas. ¿Conque es usted mi reverendo padre?, ¡usted, el hermano de la hermosa Cunegunda, usted, que fue muerto por los búlgaros: usted, hijo del señor barón; usted, jesuita en el Paraguay! Vaya que en este mundo se ven cosas extrañas. ¡Oh Pangloss, Pangloss, qué júbilo fuera el tuyo si no te hubieran ahorcado! Hizo retirar el comandante a los esclavos negros y a los paraguayos, que le escanciaban vino en vasos de cristal de roca y dio mil veces gracias a Dios y a San Ignacio, estrechando en sus brazos a Cándido, mientras que por los rostros de ambos corrían las lágrimas. -Más se enternecerá usted, se asombrará y perderá el juicio -continuó Cándido-, cuando sepa que la señorita Cunegunda, su hermana, a quien cree destripada, goza de buena salud. -¿En dónde? -Aquí cerca, en casa del señor gobernador de Buenos Aires, y yo he venido con ella a la guerra. Cada palabra que en esta larga conversación decían era un prodigio nuevo: toda su alma la tenían pendiente de la lengua, atenta en los oídos y brillándoles en los ojos. A fuer de alemanes, estuvieron largo rato sentados a la mesa, mientras venía el reverendo padre provincial, y el comandante habló así a su amado Cándido. Capítulo XV De cómo Cándido mató al hermano de su querida Cunegunda -Toda mi vida recordaré aquel espantoso día en que vi matar a mi padre y a mi madre y violar a mi hermana. Cuando se retiraron los búlgaros, nadie pudo dar razón de esta adorable hermana, y echaron en una carreta a mi madre, a mi padre, y a mí, a dos criados y a tres muchachos degollados, para enterrarnos en una iglesia de jesuitas que dista dos leguas del castillo de mi padre. Un jesuita nos roció con agua bendita, que estaba muy salada; me entraron una gotas en los ojos, y advirtió el padre que hacían mis párpados un movimiento de contracción: me puso la mano en el corazón, y lo sintió latir: me socorrieron y al cabo de tres semanas me hallé sano. Ya sabe usted, querido Cándido, que era yo muy bonito; creció mi hermosura con la edad, de suerte que el reverendo padre Croust, rector de la casa, me tomó mucho cariño, y me dio el hábito de novicio: poco después me enviaron a Roma. El padre general necesitaba una leva de jóvenes jesuitas alemanes. Los soberanos del Paraguay reciben la menor cantidad posible de jesuitas españoles, y prefieren a los extranjeros, de quien se tienen por más seguros. El reverendo padre general me creyó bueno para el cultivo de esta viña, y vinimos juntos un polaco, un tirolés y yo. Así que llegué, me ordenaron de subdiácono, y me dieron una tenencia: y ya soy coronel y sacerdote. Las tropas del rey de España serán recibidas con brío, y yo salgo fiador de que se han de volver excomulgadas y vencidas. La Providencia le ha traído a usted aquí para secundarnos. Pero, ¿es cierto que mi querida Cunegunda está muy cerca, en casa del gobernador de Buenos Aires? Cándido juró que nada era más cierto, y de nuevo se echaron a llorar. No se hartaba el barón de abrazar a Cándido, llamándolo su hermano y su libertador. -Acaso podremos, querido Cándido -le dijo- entrar vencedores los dos juntos en Buenos Aires, y recuperar a mi hermana Cunegunda. -No deseo otra cosa -respondió Cándido- porque me iba a casar con ella y todavía espero ser su esposo. -¡Insolente! -replicó el barón-: ¡Pretender casarte con mi hermana, que tiene setenta y dos cuarteles!, ¡y tienes el descaro de hablarme de tan temerario pensamiento! Confuso Cándido al oír estas razones, le respondió: -Reverendo padre, importan un bledo todos los cuarteles de este mundo; yo he sacado a la hermana de vuestra reverencia de los brazos de un judío y un inquisidor; ella me está agradecida y quiere ser mi mujer; el maestro Pangloss me ha dicho que todos los hombres somos iguales, y Cunegunda ha de ser mía. -Eso lo veremos, bribón -dijo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh, desenvainando la espada y pegándole un planazo en la mejilla. Cándido desenvaina la suya y la hunde hasta el mango en el vientre del barón jesuita; pero al sacarla humeando en sangre, se echó a llorar. -¡Ah, Dios mío -dijo- he quitado la vida a mi antiguo amo, mi amigo, mi cuñado! Soy el mejor hombre del mundo, y ya llevo muertos tres hombres, y de estos tres, dos son clérigos. Acudió Cacambo, que estaba de centinela a la puerta de la enramada. -Tenemos que vender caras nuestras vidas -le dijo su amo-; sin duda van a entrar en la enramada: muramos con las armas en la mano. Cacambo, sin inmutarse, cogió la sotana del barón, se la echó a Cándido por encima, le puso el tricornio del cadáver y lo hizo montar a caballo; todo esto se ejecutó en un momento. -Galopemos, señor; creerán que es usted un jesuita que lleva órdenes, y antes que vengan tras de nosotros habremos ya pasado la frontera. Volaba ya al pronunciar estas palabras, gritando en español: -¡Sitio, sitio para el reverendo padre coronel! Capítulo XVI Qué fue de los dos viajeros con dos muchachas, dos monos y los salvajes llamados orejones Ya habían pasado las barreras Cándido y su criado, y todavía ninguno en el campo sabía la muerte del jesuita tudesco. El vigilante Cacambo no se había olvidado de hacer buena provisión de pan, chocolate, jamón, fruta y botas de vino, y así se metieron con sus caballos andaluces en un país desconocido, donde no descubrieron ningún sendero trillado: al cabo se ofreció a su vista una hermosa pradera regada de arroyuelos, y nuestros dos caminantes dejaron pacer sus caballerías. Cacambo propuso a su amo que comiese, dándole con el consejo el ejemplo. -¿Cómo quieres -le dijo Cándido- que coma jamón, después de haber muerto al hijo del señor barón, y viéndome condenado a no mirar nunca más a la bella Cunegunda? ¿Qué me valdrá alargar mis desventurados años, debiendo pasarlos lejos de ella, en el remordimiento y la desesperación? ¿Qué dirá el Diario de Trevoux? Y mientras hablaba, no dejaba de comer. El sol iba a ponerse, cuando los dos extraviados caminantes oyen unos blandos quejidos como de mujeres; pero no sabían si eran de dolor o de alegría: se levantaron, empero, a toda prisa con el susto y la inquietud que cualquiera cosa infunde en un país desconocido. Daban estos gritos dos muchachas desnudas que corrían con mucha ligereza por la pradera, y en su seguimiento iban dos monos mordiéndoles las nalgas. Se movió Cándido a compasión; había aprendido a tirar con los búlgaros, y era tan diestro que derribaba una avellana del árbol sin tocar hojas; cogió, pues, su escopeta madrileña de dos caños, tiró y mató a ambos monos. -Bendito sea Dios, querido Cacambo -dijo- que de tamaño peligro he librado a esas dos pobres criaturas; si cometí un pecado en matar a un inquisidor y a un jesuita, ya he satisfecho a Dios librando de la muerte a dos muchachas, que acaso son dos señoritas de gran condición; y esta aventura no puede menos de granjearnos mucho provecho en el país. Iba a decir más, pero se le heló la sangre y el habla cuando vio que las dos muchachas abrazaban amorosamente a los monos, inundaban de llanto los cadáveres y henchían el viento con los más dolientes gritos. -No esperaba yo tanta bondad -dijo a Cacambo- el cual replicó: -Buena la hemos hecho, señor. Los que usted ha matado eran los amantes de estas dos señoritas -¡Amantes! ¿Cómo es posible? Cacambo, tú te estás burlando. ¿Cómo quieres que te crea? -Amado señor -replicó Cacambo- usted de todo se asombra. ¿Por qué extraña tanto que en algunos países sean los monos favorecidos de las damas, si son cuarterones de hombre, lo mismo que yo soy cuarterón de español? -¡Ah! -repuso Cándido- bien me acuerdo haber oído decir a mi maestro Pangloss que antiguamente sucedían esos casos, y que de estas mezclas procedieron los egipanes, los faunos, los sátiros que vieron muchos principales personajes de la antigüedad; pero yo lo tenía por fábulas. -Ya puede usted convencerse ahora -dijo Cacambo- de que son verdades, y ya ve cómo procede la gente que no ha tenido cierta educación; lo que me temo es que estas damas nos metan en algún atolladero. Persuadido Cándido por tan sólidas reflexiones, se desvió de la pradera y se metió en una selva donde cenó con Cacambo; y después que hubieron ambos echado sendas maldiciones al inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos Aires y al barón, se quedaron dormidos sobre la hierba. Al despertar sintieron que no se podían mover y era la causa que, por la noche, los orejones, moradores del país, a quienes los habían denunciado las dos damas, los habían atado con cuerdas hechas de cortezas de árboles. Los cercaban unos cincuenta orejones desnudos y armados con flechas, mazas y hachas de pedernal: unos hacían hervir un grandísimo caldero, otros aguzaban asadores, y todos clamaban: -Un jesuita, un jesuita; ahora nos vengaremos y nos regalaremos; a comer jesuita, a comer jesuita. -Bien se lo había dicho a usted -dijo con triste voz Cacambo- que las muchachas aquellas nos jugarían una mala pasada. Cándido, mirando los asadores y el caldero, dijo: -Sin duda que van a cocernos o asarnos. ¡Ah! ¿Qué diría el doctor Pangloss si viera lo que es la pura naturaleza? Todo está bien, enhorabuena; pero confesemos que es muy triste haber perdido a la señorita Cunegunda y ser ensartado en un asador por los orejones. Cacambo, que nunca se alteraba por nada, dijo al desconsolado Cándido: -No se aflija usted, que yo entiendo algo la jerga de estos pueblos y les voy a hablar. -No dejes de recordarles -dijo Cándido- que es una atroz inhumanidad cocer a la gente en agua hirviendo, y muy poco cristiano. -Señores -dijo alzando la voz Cacambo-: ustedes piensan que se van a comer a un jesuita, y fuera muy bien hecho, que no hay cosa más conforme a la justicia que tratar así a sus enemigos. Efectivamente, el derecho natural enseña a matar al prójimo, y así es costumbre en todo el mundo: nosotros no ejercitamos el derecho de comérnoslo porque tenemos otros manjares con que regalarnos; pero ustedes no están en el mismo caso, y más vale comerse a sus enemigos que abandonar a los cuervos y a las cornejas el fruto de la victoria: Mas ustedes, señores, no se querrán comer a sus amigos. Ustedes creen que van a ensartar a un jesuita en el asador, pero asarán al defensor de ustedes, al enemigo de sus enemigos. Yo he nacido en vuestro mismo país, este señor que estáis viendo es mi amo, y lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita y se ha traído los despojos: éste es el motivo de vuestro error. Para verificar lo que os digo, coged su sotana, llevadla a la primera barrera del reino de los Padres, e informaos si es cierto que mi amo ha matado a un jesuita. Poco tiempo será necesario, y luego nos podéis comer si averiguáis que es mentira; pero si os he dicho la verdad, harto bien sabéis los principios de derecho público, la moral y las leyes, para que no seamos absueltos. Pareció justa la proposición a los orejones, y comisionaron a dos prohombres para que con la mayor presteza se informaran de la verdad: los diputados desempeñaron su comisión con mucha sagacidad, y volvieron con buenas noticias. Desataron, pues, los orejones a los dos presos, les hicieron mil agasajos, les dieron víveres y los condujeron hasta los confines de su Estado, gritando muy alegremente: -No es jesuita, no es jesuita. No se hartaba Cándido de admirar el motivo por que le habían puesto en libertad. -Qué pueblo -decía- qué gente, qué costumbres! Si no hubiera tenido la fortuna de atravesar de una estocada de parte a parte al hermano de la señorita Cunegunda, me comían sin remisión. Verdad es que la naturaleza pura es buena, cuando en vez de comerme me han agasajado tanto estas gentes desde que supieron que no era yo jesuita. Capítulo XVII Llegada de Cándido con su sirviente a El Dorado y lo que vieron allí Cuando estuvieron en la frontera de los orejones, dijo Cacambo a Cándido: -Ya ve usted, que este hemisferio vale tan poco como el otro; créame, y volvámonos a Europa por el camino más corto. -¿Cómo volver -respondió Cándido- y adónde ir? Si me vuelvo a mi país, los ávaros y los búlgaros arrasan todo a sangre y fuego; si a Portugal, me queman; si nos quedamos en este país, correremos peligro de que nos asen vivos. Y ¿cómo abandonar esta parte del mundo donde habita Cunegunda? -Encaminémonos a Cayena -dijo Cacambo-; allí encontraremos franceses que andan por todo el mundo y que podrán auxiliarnos. Acaso Dios tenga misericordia de nosotros. No era fácil ir a Cayena; bien sabían, poco más o menos, hacia qué parte se habían de dirigir; pero las montañas, los ríos, los precipicios, los salteadores y los salvajes eran obstáculos terribles. Los caballos se murieron de cansancio, las provisiones se acabaron y Cándido y Cacambo se mantuvieron por espacio de un mes con frutas silvestres. Al cabo llegaron a orillas de un riachuelo poblado de cocoteros, que les conservaron la vida y la esperanza. Cacambo, que era de tan buen consejo como la vieja, dijo a Cándido: -Ya no podemos ir más tiempo a pie, sobrado hemos andado; una canoa vacía estoy viendo a la orilla del río, llenémosla de cocos, metámonos dentro y dejémonos llevar de la corriente; un río va a parar siempre a algún lugar habitado, y si no vemos cosas gratas, a lo menos veremos cosas nuevas. -Vamos allá -dijo Cándido- y encomendémonos a la Providencia. Navegaron por espacio de algunas leguas entre riberas, unas veces amenas, otras áridas, aquí llanas y allá escarpadas. El río iba continuamente ensanchando, y al cabo se perdió bajo una bóveda de atroces peñascos que casi llegaban al río. Tuvieron ambos caminantes la osadía de dejarse arrastrar por las olas debajo de esta bóveda, y el río, que en ese sitio se estrechaba, los llevó con horroroso estrépito y nunca vista velocidad. Al cabo de veinticuatro horas vieron de nuevo la luz; pero la canoa se hizo añicos en los escollos y tuvieron que andar a gatas de uno en otro peñasco una legua entera; finalmente avistaron un inmenso horizonte cercado de inaccesibles montañas. Todo el país estaba cultivado, no menos para recrear el gusto que para satisfacer las necesidades; en todas partes lo útil se unía con lo agradable; se veían los caminos reales cubiertos, o mejor dicho, ornados de carruajes de forma elegante y de luciente material, llevando mujeres y hombres de peregrina hermosura, y tirados rápidamente por grandes carneros encarnados, más ligeros que los mejores caballos de Andalucía, Tetuán y Mequínez. -Mejor tierra es ésta -dijo Cándido- que la Westfalia-; y se apeó con Cacambo en el primer pueblo que halló. Algunos muchachos de la aldea, vestidos de tisú de oro hecho pedazos, estaban jugando al tejo a la entrada del lugar; nuestros dos hombres del viejo mundo se divertían en mirarlos. Eran los tejos unas piezas redondas muy anchas, amarillas, encarnadas y verdes, que lanzaban brillo singular: cogieron algunas y eran oro, esmeraldas, rubíes, de tanto valor, que el de menos precio hubiera sido la más rica joya del trono del Gran Mongol. -Estos muchachos -dijo Cacambo- son sin duda los hijos del rey que están jugando al tejo. En esto se asomó el maestro de primeras letras del lugar, y dijo a los muchachos que ya era hora de entrar en la escuela. -Ése es -dijo Cándido- el preceptor de la familia real. Los chicos del lugar abandonaron al punto el juego, y tiraron los tejos y cuanto para divertirse les había servido. Los cogió Cándido, y acercándose a todo correr al preceptor, se los presentó con mucha humildad, diciéndole por señas que sus Altezas Reales se habían dejado olvidado aquel oro y aquellas piedras preciosas. Se echó a reír el maestro, y los tiró al suelo; miró luego atentamente a Cándido, y siguió su camino. Los caminantes se dieron prisa en coger el oro, los rubíes y las esmeraldas. -¿Dónde estamos? -decía Cándido-; es necesario que los hijos del rey de este país hayan sido bien educados, pues les enseñan a no hacer caso del oro ni de las piedras preciosas. No estaba Cacambo menos atónito que Cándido. Al fin llegaron a la primera casa del lugar, construida como un palacio de Europa; a la puerta había agolpada una muchedumbre de gente, de dentro se oía resonar una música melodiosa, y se respiraba un delicioso olor de manjares. Se arrimó Cacambo a la puerta y oyó hablar peruano, que era su lengua materna, pues ya sabe todo el mundo que Cacambo había nacido en Tucumán, en un pueblo donde no se conoce otro idioma. -Yo le serviré a usted de intérprete -dijo a Cándido-; entremos, que éste es un mesón. Al punto dos mozos y dos criadas del mesón, vestidos de tela de oro, y los cabellos prendidos con lazos de seda, los convidaron a que se sentaran a la mesa. Sirvieron en ella cuatro sopas con dos papagayos cada una, un cóndor cocido que pesaba doscientas libras, dos monos asados, de un sabor muy delicado, trescientos picaflores en un plato, y seiscientos pájaros-moscas en otro, exquisitas frutas y pastelería deliciosa, todo en platos de cristal de roca; los mozos y sirvientas del mesón escanciaban varios licores hechos con caña de azúcar. Casi todos los comensales eran mercaderes y cocheros, de una imponderable urbanidad, que con la discreción más circunspecta hicieron a Cacambo algunas preguntas y respondieron a las de éste, dejándolo muy satisfecho con sus respuestas. Cuando se acabó la comida, Cacambo y Cándido creyeron que pagaban muy bien el gasto tirando en la mesa dos de aquellas grandes piezas de oro que habían cogido; pero soltaron la carcajada el huésped y la huéspeda, y no pudieron durante largo rato contener la risa: al fin se serenaron y el huésped les dijo: -Bien vemos, señores, que son ustedes extranjeros; y como no estamos acostumbrados a ver ninguno, ustedes perdonen si nos hemos echado a reír cuando nos han querido pagar con las piedras de nuestros caminos reales. Sin duda usted no tiene moneda del país; pero tampoco se necesita para comer aquí, porque todas las posadas, establecidas para comodidad del comercio, las paga el gobierno. Aquí han comido ustedes mal, porque están en una pobre aldea; pero en las demás partes los recibirán como se merecen. Explicaba Cacambo a Cándido todo cuanto decía el huésped, y lo escuchaba Cándido con tanto asombro y maravilla como Cacambo ponía en hablarle. ¿Qué país es éste, decían ambos, ignorado por los otros de la tierra, donde la naturaleza difiere tanto de la nuestra? -Probablemente es el país donde todo está bien -añadía Cándido- que alguno ha de haber de esa especie; y, diga lo que quiera mi maestro Pangloss, muchas veces he advertido que todo andaba bastante mal en Westfalia. Capítulo XVIII Lo que vieron en El Dorado Cacambo manifestó su curiosidad al huésped, y éste le dijo: -Yo soy un ignorante, y no me arrepiento de serlo; pero en el pueblo tenemos a un anciano retirado de la corte, que es el hombre más docto del reino, y el más comunicativo. Dicho esto, llevó a Cacambo a casa del anciano. Cándido, desempeñando un papel secundario, acompañaba a su criado. Entraron ambos en una casa sin pompa, porque las puertas no eran más que de plata y los techos de los aposentos de oro, pero estaban labrados con tan fino gusto, que los más ricos techos no eran superiores a ellos; la antesala sólo estaba incrustada de rubíes y esmeraldas, pero el orden con que todo estaba arreglado reparaba esta excesiva simplicidad. Recibió el anciano a los dos extranjeros en un sofá de plumas de picaflor y les ofreció varios licores en vasos de diamante; luego satisfizo su curiosidad en estos términos: -Yo tengo ciento sesenta y dos años, y mi difunto padre, caballerizo del rey, me contó las asombrosas revoluciones del Perú que él había presenciado. El reino donde estamos es la antigua patria de los Incas, que cometieron el disparate de abandonarla por ir a sojuzgar parte del mundo, y que al fin fueron destruidos por los españoles. Más prudentes fueron los príncipes de su familia que permanecieron en su patria y por consentimiento de la nación dispusieron que no saliera nunca ningún habitante de nuestro pequeño reino, por lo cual se ha mantenido intacta nuestra inocencia y felicidad. Los españoles han tenido una confusa idea de este país, que han llamado El Dorado , y un inglés, el caballero Raleigh, llegó aquí hace unos cien años; pero como estamos rodeados de peñascos inabordables y de precipicios, siempre hemos vivido exentos de la rapacidad de los europeos, que aman con furor inconcebible los pedruscos y el lodo de nuestra tierra y que, para apoderarse de ellos hubieran acabado con todos nosotros sin dejar uno vivo. Fue larga la conversación, y se trató en ella de la forma de gobierno, de las costumbres, de las mujeres, de los teatros y de las artes; finalmente, Cándido, que era muy aficionado a la metafísica, preguntó, por medio de Cacambo, si tenían religión los moradores. Se sonrojó un poco el anciano y respondió: -Pues ¿cómo lo dudáis? ¿Creéis que tan ingratos somos? Preguntó Cacambo con mucha humildad qué religión era la de El Dorado. Otra vez se abochornó el anciano y le replicó: -¿Acaso puede haber dos religiones? Nuestra religión es la de todo el mundo: adoramos a Dios noche y día. -¿Y no adoráis más que un solo Dios? -repuso Cacambo, sirviendo de intérprete a las dudas de Cándido. -¡Como si hubiera dos o tres o cuatro! -dijo el anciano-. ¡Vaya, que las personas de vuestro mundo hacen preguntas muy raras! No se hartaba Cándido de preguntar al buen viejo, y quería saber qué era lo que pedían a Dios en El Dorado. -No le pedimos nada -dijo el respetable y buen sabio- y nada tenemos que pedirle, pues nos ha dado todo cuanto necesitamos; pero le tributamos sin cesar acción de gracias. Cándido tuvo curiosidad de ver a los sacerdotes y preguntó dónde estaban; el venerable anciano le dijo sonriéndose: -Amigo mío, aquí todos somos sacerdotes; el rey y todos los jefes de familia cantan todas las mañanas solemnes cánticos de acción de gracias, que acompañan cinco o seis músicos. -¿No tenéis frailes que enseñen, disputen, gobiernen, enreden y quemen a los que no son de su parecer? -Menester sería que estuviéramos locos -respondió el anciano-; aquí todos somos de un mismo parecer y no entendemos qué significan vuestros frailes. Estaba Cándido como extático oyendo estas razones y decía para sí: “Muy distinto país es éste de Westfalia y del castillo del señor barón; si nuestro amigo Pangloss hubiera visto El Dorado, no diría que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor que había en la tierra. Es necesario viajar”. Acabada esta larga conversación, hizo el buen anciano preparar un coche tirado por seis carneros, y dio a los dos caminantes doce de sus criados para que los llevaran a la corte. -Perdonad -les dijo- si me priva mi edad de la honra de acompañaros; pero el rey os agasajará de modo que quedéis gustosos, y sin duda disculparéis las costumbres del país, si alguna de ellas os desagrada. Montaron en coche Cándido y Cacambo; los seis carneros iban volando, y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey, situado en un extremo de la capital. La puerta principal tenía doscientos veinte pies de alto y cien de ancho, y no es dable decir de qué materia era; harto se ve qué superioridad prodigiosa necesitaba tener sobre esos pedruscos y esa arena que nosotros llamamos oro y piedras preciosas. Al apearse Cándido y Cacambo del coche, fueron recibidos por veinte hermosas doncellas de la guardia real, que los llevaron al baño y los vistieron con un ropaje de plumón de picaflor; luego los principales oficiales y oficialas de palacio los condujeron al aposento de Su Majestad, entre dos filas de mil músicos cada una. Cuando estuvieron cerca de la sala del trono, preguntó Cacambo a uno de los oficiales principales cómo habían de saludar a Su Majestad, si hincados de rodillas o arrastrándose por el suelo; si habían de poner las manos en la cabeza o en el trasero; si habían de lamer el polvo de la sala; en resumen: cuáles eran las ceremonias. -La práctica -dijo el oficial- es dar un abrazo al rey y besarle en ambas mejillas. Se abalanzaron, pues, Cándido y Cacambo al cuello de Su Majestad, el cual correspondió con la mayor afabilidad, y los convidó cortésmente a cenar. Entre tanto les enseñaron la ciudad, los edificios públicos que escalaban las nubes, las plazas del mercado, ornadas de mil columnas, las fuentes de agua clara, las de agua rosada, las de licores de caña, que sin parar corrían en vastas plazas empedradas con una especie de piedras preciosas que esparcían un olor parecido al del clavo y la canela. Quiso Cándido ver la sala del crimen y el tribunal, y le dijeron que no los había, porque ninguno litigaba; se informó si había cárcel y le fue dicho que no; pero lo que más sorpresa y satisfacción le causó fue el palacio de las Ciencias, donde vio una galería de dos mil pasos, llena toda de instrumentos de física y matemáticas. Habiendo recorrido aquella tarde como la milésima parte de la ciudad, los trajeron de vuelta a palacio. Cándido se sentó a la mesa entre Su Majestad, su criado Cacambo y muchas señoras, y no se puede ponderar la delicadeza de los manjares, ni los dichos agudos que de boca del monarca se oían. Cacambo le explicaba a Cándido las frases ingeniosas del rey, y, aunque traducidas, parecían siempre ingeniosas; de todo cuanto asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos lo asombró. Un mes estuvieron en este hospicio, y Cándido decía continuamente a Cacambo: -Es cierto, amigo mío, que el castillo donde nací no puede compararse con el país donde estamos; pero la señorita Cunegunda no habita en él, y sin duda que a ti tampoco te falta en Europa una mujer que quieras. Si nos quedamos aquí seremos uno de tantos, pero si volvemos a nuestro mundo con sólo una docena de carneros cargados de piedras de El Dorado, seremos más ricos que todos los monarcas juntos, no tendremos que temer a los inquisidores, y con facilidad podremos recobrar a la señorita Cunegunda. Este razonamiento plació a Cacambo: tal es la manía de correr mundo, de ser considerado entre los suyos, de hacer alarde de lo que ha visto uno en sus viajes, que los dos afortunados resolvieron dejar de serlo, y se despidieron de Su Majestad. -Cometéis un disparate -les dijo el rey-. Bien sé que mi país vale poco; mas cuando se halla uno medianamente bien en un lugar debe quedarse en él. Yo no tengo, por cierto, derecho para detener a los extranjeros, tiranía tan opuesta a nuestra práctica como a nuestras leyes. Todo hombre es libre, y os podéis ir cuando queráis; pero es muy ardua empresa salir de este país: no es posible subir al raudo río por el cual habéis llegado milagrosamente, y que corre bajo bóvedas de peñascos: las montañas que cercan mis dominios tienen cuatro mil varas de altura, y son derechas como torres; su anchura abarca un espacio de diez leguas, y no es posible bajarlas como no sea despeñándose. Pero si estáis resueltos a iros, voy a dar orden a los intendentes de máquinas para que hagan una que os transporte con comodidad; y cuando os hayan conducido al otro lado de las montañas, nadie os podrá acompañar, porque tienen hecho voto mis vasallos de no pasar nunca su recinto, y no son tan imprudentes que lo quebranten: en cuanto a lo demás, pedidme lo que más os acomode. -No pedimos que Vuestra Majestad nos dé otra cosa -dijo Cacambo- que algunos carneros cargados de víveres, de piedras y barro del país. Se rió el rey, y dijo: -No sé qué pasión sienten los europeos por nuestro barro amarillo; pero llevaos todo el que podáis, y buen provecho os haga. Inmediatamente dio orden a sus ingenieros de que hicieran una máquina para izar fuera del reino a estos dos hombres extraordinarios: tres mil buenos físicos trabajaron en ella, y se concluyó al cabo de quince días, sin costar arriba de cien millones de duros, moneda del país. Metieron en la máquina a Cándido y a Cacambo: dos carneros grandes encarnados tenían puesta la silla y el freno para que montasen en ellos así que hubiesen pasado los montes, y los seguían otros veinte cargados de víveres, treinta con preseas de las cosas más curiosas que en el país había y cincuenta con oro, diamantes y otras piedras preciosas. El rey dio un cariñoso abrazo a los dos vagabundos. Fue cosa de ver su partida, y el ingenioso modo con que los izaron a ellos y a sus carneros hasta la cumbre de las montañas. Habiéndolos dejado en paraje seguro, se despidieron de ellos los físicos, y Cándido no tuvo otro deseo ni otra idea que ir a presentar sus carneros a la señorita Cunegunda. -Llevamos -decía- con qué pagar al gobernador de Buenos Aires, si es dable poner precio a mi Cunegunda; vamos a la isla de Cayena, embarquémonos y en seguida veremos qué reino podremos comprar. Capítulo XIX Lo que les ocurrió en Surinam y de cómo Cándido conoció a Martín La primera jornada de nuestros dos caminantes fue bastante agradable, alentados por la idea de encontrarse posesores de mayores tesoros que cuantos en Asia, Europa y África se podían reunir. El enamorado Cándido grabó el nombre de Cunegunda en las cortezas de los árboles. En la segunda jornada se hundieron en pantanos dos carneros y perecieron con la carga que llevaban, otros dos se murieron de cansancio algunos días después; luego perecieron de hambre de siete a ocho en un desierto; de allí a algunos días se cayeron otros en unos precipicios; por fin, a los cien días de viaje no les quedaron más que dos carneros. Cándido dijo a Cacambo: -Ya ves, amigo, qué deleznables son las riquezas de este mundo; nada hay sólido, como no sea la virtud y la dicha de ver nuevamente a la señorita Cunegunda. -Lo confieso así -dijo Cacambo-; pero todavía tenemos dos carneros con más tesoros que cuantos podrá poseer el rey de España, y desde aquí diviso una ciudad que presumo ha de ser Surinam, colonia holandesa. Al término de nuestras miserias tocamos y al principio de nuestra ventura. En las inmediaciones del pueblo encontraron a un negro tendido en el suelo, que no tenía más que la mitad de su vestido, esto es, unos calzoncillos de lienzo azul; al pobre le faltaba la pierna izquierda y la mano derecha. -¡Dios mío! -le dijo Cándido- ¿qué haces ahí, amigo, en la terrible situación en que te veo? -Estoy aguardando a mi amo el señor de Vanderdendur, famoso negociante -respondió el negro. -¿Ha sido, por ventura, el señor Vanderdendur quien tal te ha parado? -dijo Cándido. -Sí, señor -respondió el negro-; así es de práctica: nos dan un par de calzoncillos de lienzo dos veces al año para que nos vistamos. Cuando trabajamos en los ingenios de azúcar y nos coge un dedo la piedra del molino, nos cortan la mano; cuando nos queremos escapar, nos cortan una pierna; yo me he visto en ambos casos, y a ese precio se come azúcar en Europa. Sin embargo, cuando mi madre me vendió en la costa de Guinea, por dos escudos patagones, me dijo: “Hijo mío, da gracias a nuestros fetiches y adóralos sin cesar para que vivas feliz; ya logras de ellos la gracia de ser esclavo de nuestros señores los blancos y de hacer afortunados a tu padre y a tu madre”. Yo no sé, ¡ay!, si los he hecho afortunados; lo que sé es que ellos me han hecho muy desdichado, y que los perros, los monos y los papagayos lo son mil veces menos que nosotros. Los fetiches holandeses que me han convertido, dicen que los blancos y los negros somos hijos de Adán. Yo no soy genealogista: pero si los predicadores dicen la verdad, todos somos primos hermanos; y no es posible portarse de un modo más horroroso con sus propios parientes. -¡Oh, Pangloss! -exclamó Cándido- esta abominación no la habías adivinado: se acabó, será fuerza que abjure de tu optimismo. -¿Qué es el optimismo? -dijo Cacambo. -¡Ah! -respondió Cándido- es la manía de sustentar que todo está bien cuando está uno muy mal. Vertía lágrimas al decirlo, contemplando al negro, y entró llorando en Surinam. Lo primero que preguntaron fue si había en el puerto algún navío que se pudiera fletar a Buenos Aires. El hombre a quien se lo preguntaron era justamente un patrón español, que se ofreció a negociar honradamente con ellos, y les dio cita en una hostería, adonde Cándido y Cacambo lo fueron a esperar con sus carneros. Cándido, que llevaba siempre el corazón en las manos, contó todas sus aventuras al español y le confesó que quería raptar a la señorita Cunegunda. -Ya me guardaré yo -le respondió aquél- de pasarlos a ustedes a Buenos Aires, porque sería irremisiblemente ahorcado, y ustedes ni más ni menos; la hermosa Cunegunda es la favorita de Monseñor. Este dicho fue una puñalada en el corazón de Cándido; lloró amargamente, y después de su llanto, llamando aparte a Cacambo, le dijo: -Escucha, querido amigo, lo que tienes que hacer: cada uno de nosotros lleva en el bolsillo uno o dos millones de pesos en diamantes, y tú eres más astuto que yo; vete a Buenos Aires en busca de Cunegunda. Si pone el gobernador alguna dificultad, dale cien mil duros; si no basta, dale doscientos mil: tú no has muerto a inquisidor ninguno y nadie te perseguirá. Yo fletaré otro navío y te iré a esperar a Venecia, que es país libre, donde no hay ni búlgaros, ni ávaros, ni judíos, ni inquisidores que temer. Le pareció bien a Cacambo tan prudente determinación. Lo afligía separarse de un amo tan bueno; pero la satisfacción de servirle pudo más que el sentimiento de dejarle. Se abrazaron derramando muchas lágrimas, Cándido le encomendó que no se olvidara de la buena vieja, y Cacambo partió aquel mismo día; el tal Cacambo era un excelente individuo. Se detuvo algún tiempo Cándido en Surinam, esperando a que hubiese otro patrón que lo llevase a Italia con los dos carneros que le habían quedado. Tomó criados para su servicio, y compró todo cuanto era necesario para un largo viaje; finalmente, se le presentó el señor Vanderdendur, armador de una gruesa embarcación. -¿Cuánto pide usted -le preguntó- por llevarme directamente a Venecia, con mis criados, mi bagaje y los dos carneros que usted ve? El patrón pidió diez mil duros y Cándido se los ofreció sin rebaja. “Hola, hola!” dijo entre sí el prudente Vanderdendur. “¿Conque este extranjero da diez mil duros sin regatear? Menester es que sea muy rico”. Volvió de allí a un rato y dijo que no podía hacer el viaje por menos de veinte mil. -Veinte mil le daré a usted -dijo Cándido. “Toma” dijo en voz baja el mercader, “¿conque da veinte mil duros con la misma facilidad que diez mil?” Otra vez volvió, y dijo que no lo podía llevar a Venecia si no le daba treinta mil duros. -Pues treinta mil serán -respondió Cándido. “¡Ah!, ¡ah!”, murmuró el holandés; “treinta mil duros no le cuestan nada a este hombre; sin duda que en los dos carneros lleva inmensos tesoros; no insistamos más; hagamos que nos pague los treinta mil duros, y luego veremos”. Vendió Cándido los diamantes, que el más chico valía más que todo cuanto dinero le había pedido el patrón, y le pagó adelantado. Estaban ya embarcados los dos carneros, y seguía Cándido de lejos en una lancha para ir al navío que estaba en la rada; el patrón se aprovecha de la ocasión, leva anclas y sesga el mar llevando el viento en popa. En breve lo pierde de vista Cándido, confuso y estupefacto. -¡Ay! -exclamaba- esta picardía es digna del antiguo hemisferio. Se vuelve a la playa anegado en su dolor, y habiendo perdido lo que bastaba para hacer ricos a veinte monarcas. Fuera de sí, se va a dar parte al juez holandés, y en el arrebato de su turbación llama muy recio a la puerta; entra, cuenta su cuita, y alza la voz algo más de lo que era regular. Lo primero que hizo el juez fue condenarle a pagar diez mil duros por la bulla que había metido: le oyó luego con mucha pachorra, le prometió que examinaría el asunto así que volviera el mercader, y exigió otros diez mil duros por los derechos de audiencia. Esta conducta acabó de desesperar a Cándido; y aunque a la verdad había padecido otras desgracias mil veces más crueles, la calma del juez y del patrón que le había robado le exaltaron la cólera y le ocasionaron una negra melancolía. Se presentaba a su mente la maldad humana en toda su fealdad, y sólo pensamientos tristes revolvía. Por fin, estando dispuesto a salir para Burdeos un navío francés, y no quedándole carneros cargados de diamantes que embarcar, ajustó en lo que valía un camarote del navío, y mandó pregonar en la ciudad que pagaba el viaje, la manutención y daba dos mil duros a un hombre de bien que le quisiera acompañar, con la condición de que fuese el más descontento de su suerte y el más desdichado de la provincia. Se presentó una cáfila tal de pretendientes, que no hubieran podido caber en una escuadra. Queriendo Cándido escoger los que mejor educados parecían, señaló hasta unos veinte que le parecieron más sociables, y todos pretendían que merecían la preferencia. Los reunió en su posada y los convidó a cenar, poniendo por condición que hiciese cada uno de ellos juramento de contar con sinceridad su propia historia, y prometiendo escoger al que más digno de compasión y, a justo título, más descontento de su suerte le pareciese, y dar a los demás una gratificación. Duró la sesión hasta las cuatro de la madrugada; y al oír sus aventuras o desventuras se acordaba Cándido de lo que le había dicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y de la apuesta que había hecho de que no había uno en el navío a quien no hubiesen acontecido gravísimas desdichas. A cada desgracia que contaban, pensaba en Pangloss y decía: el tal Pangloss apurado se había de ver para demostrar su sistema: yo quisiera que se hallase aquí. Es cierto que si todo está bien es en El Dorado, pero no en el resto del mundo. Finalmente, se determinó en favor de un hombre docto y pobre, que había trabajado diez años para los libreros de Ámsterdam. Cándido pensó que no había en el mundo otro oficio más lamentable. Este sabio, que era hombre de muy buena pasta, había sido robado por su mujer, aporreado por su hijo, y su hija lo había abandonado para escaparse con un portugués. Le acababan de quitar un miserable empleo del cual vivía y lo perseguían los predicadores de Surinam porque lo tachaban de sociniano. Hase de confesar que los demás eran por lo menos tan desventurados como él; pero Cándido esperaba que con el sabio se aburriría menos en el viaje. Todos sus competidores se quejaron de la injusticia manifiesta de Cándido; mas éste los calmó repartiendo cien duros a cada uno. Capítulo XX De lo que sucedió a Cándido y a Martín en alta mar Se embarcó, pues, para Burdeos con Cándido, el docto anciano, cuyo nombre era Martín. Ambos habían visto y habían padecido mucho; y aun cuando el navío hubiera ido de Surinam al Japón por el cabo de Buena Esperanza, no les hubiera en todo el viaje faltado materia para discurrir acerca del mal físico y el mal moral. Verdad es que Cándido le sacaba muchas ventajas a Martín, porque éste no tenía cosa ninguna que esperar, y aquél llevaba la esperanza de ver nuevamente a la señorita Cunegunda y le quedaban oro y diamantes; de suerte que si bien había perdido cien carneros cargados de las mayores riquezas de la tierra, y le roía continuamente la bribonada del patrón holandés, cuando pensaba en lo que aún llevaba en su bolsillo, y hablaba de Cunegunda, sobre todo después de comer, se inclinaba hacia el sistema de Pangloss. -Y usted, señor Martín -le dijo al sabio- ¿qué piensa de todo esto? ¿Qué opina del mal físico y el mal moral? -Señor -respondió Martín- los clérigos me han acusado de ser sociniano; pero la verdad es que soy maniqueo. -Usted se burla -replicó Cándido- ya no hay maniqueos en el mundo. -Pues yo en el mundo estoy -dijo Martín- y no creo en otra cosa. -Menester es que tenga usted el diablo en el cuerpo -repuso Cándido. -Tanto se mezcla en los asuntos de este mundo -dijo Martín- que bien puede ser que esté en mi cuerpo lo mismo que en todas partes. Confieso que cuando tiendo la vista por este globo o glóbulo, se me figura que Dios lo ha dejado a disposición de un ser maléfico, exceptuando siempre a El Dorado. Aún no he visto un pueblo que no desee la ruina del pueblo vecino, ni una familia que no quiera exterminar otra familia. En todas partes los débiles execran a los poderosos y se postran a sus plantas, y los poderosos los tratan como rebaños, desollándolos y comiéndoselos. Un millón de asesinos en regimientos recorren Europa entera, saqueando y matando con disciplina, porque no saben oficio más honroso; en las ciudades que en apariencia disfrutan paz y en que florecen las artes, están roídos los hombres de más envidia, inquietudes y afanes que cuantas plagas padece una ciudad sitiada. Todavía son más crueles los pesares secretos que las miserias públicas; en resumen: he visto tanto y he padecido tanto, que soy maniqueo. -Cosas buenas hay, no obstante -replicó Cándido. -Podrá ser -decía Martín- mas no las conozco. En esta disputa estaban cuando se oyeron descargas de artillería. De uno en otro instante crecía el estruendo y todos se armaron de un anteojo. Se veían como a distancia de tres millas dos navíos que combatían, y los trajo el viento tan cerca del navío francés a uno y a otro, que tuvieron el gusto de mirar el combate muy a su sabor. Al cabo uno de los navíos descargó una andanada con tanto tino y acierto, y tan a flor de agua, que echó a pique a su contrario. Martín y Cándido distinguieron con mucha claridad la cubierta de la nave donde zozobraban unos cien hombres; todos alzaban las manos al cielo dando espantosos gritos; al momento fueron tragados por el mar. -Vea usted -dijo Martín- pues así se tratan los hombres unos a otros. -Verdad es -dijo Cándido- que anda aquí la mano del diablo. Diciendo esto advirtió algo de un encarnado muy subido, que nadaba junto al navío; echaron la lancha para ver qué era, y resultó ser uno de sus carneros. Más se alegró Cándido por haber recobrado este carnero, que lo que había sentido la pérdida de los otros cien cargados con gruesos diamantes de El Dorado. En breve reconoció el capitán del navío francés que el del navío sumergidor era español, y el del navío sumergido un pirata holandés, el mismo que había robado a Cándido. Con el pirata se hundieron en el mar las inmensas riquezas de que se había apoderado el infame y sólo se libertó un carnero. -Ya ve usted -dijo Cándido a Martín- que a veces llevan los delitos su merecido: este pícaro holandés ha sufrido una pena digna de sus maldades. -Está bien -dijo Martín- mas ¿por qué han muerto los pasajeros que venían en su navío?; Dios ha castigado al malo y el diablo ha ahogado a los buenos. Seguían en tanto su ruta el navío francés y el español, y Cándido continuaba sus conversaciones con Martín. Quince días sin parar disputaron, y tan adelantados estaban el último día como el primero; pero hablaban, se comunicaban sus ideas y se consolaban. Cándido, pasando la mano por el lomo a su carnero, le decía: -Si he podido hallarte a ti, también podré hallar a Cunegunda. Capítulo XXI De la plática que sostuvieron Cándido y Martín al acercarse a las costas de Francia Se avistaron al fin las costas de Francia. -¿Ha estado usted en Francia, señor Martín? -dijo Cándido. -Sí, señor -respondió Martín- y he recorrido muchas provincias: en unas la mitad de los habitantes son locos, en otras, demasiado astutos; en éstas, bastante buenazos y bastante tontos; en aquéllas se dan de inteligentes. En todas la ocupación principal es el amor, murmurar la segunda, decir majaderías la tercera. -¿Y conoce usted París, señor Martín? -Conozco París; allí hay de todas clases, es un caos, un gentío donde todos anhelan placeres y casi nadie los halla, a lo menos según me ha parecido. Estuve poco tiempo; al llegar me robaron cuanto traía unos rateros en la feria de San Germán; luego me tomaron a mí por ladrón y me tuvieron ocho días en la cárcel, y al salir libre entré como corrector en una imprenta para ganar con qué volverme a pie a Holanda. He conocido la gentuza escritora, la gentuza enredadora y la gentuza religiosa. Dicen que hay algunas personas muy cultas en esa ciudad: quiero creerlo. -Por mí no tengo ninguna curiosidad por ver Francia -dijo Cándido-; bien puede usted considerar que quien ha vivido un mes en El Dorado no se preocupa de ver nada en este mundo, como no sea la señorita Cunegunda. Voy a esperarla a Venecia y atravesaremos Francia para ir a Italia. ¿Me acompañará usted? -Con mil amores -respondió Martín-; dicen que Venecia sólo es buena para los nobles venecianos, pero que agasajan mucho a los extranjeros que llevan dinero; yo no lo tengo, pero usted sí, y lo seguiré adondequiera que fuere. -Hablando de otra cosa -dijo Cándido- ¿cree usted que la tierra haya sido antiguamente mar, como lo afirma ese libraco que pertenece al capitán del buque? -No, por cierto -replicó Martín- ni tampoco los demás adefesios que nos quieren hacer tragar de un tiempo a esta parte. -Pues ¿para qué piensa usted que fue creado el mundo? -continuó Cándido. -Para hacernos rabiar -respondió Martín. -¿No se asombra usted -siguió Cándido- del amor de dos muchachas del país de los orejones por los dos monos cuya aventura le conté? -Muy lejos de eso -repuso Martín-; no veo que tenga nada de extraño esa pasión, y he visto tantas cosas extraordinarias, que nada me parece extraordinario. -¿Cree usted -le dijo Cándido- que en todo tiempo se hayan degollado los hombres como hacen hoy, y que siempre hayan sido embusteros, aleves, pérfidos, ingratos, bribones, flacos, volubles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, codiciosos, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, disolutos, fanáticos, hipócritas y necios? -¿Cree usted -replicó Martín- que los milanos6 se hayan siempre engullido las palomas cuando han podido dar con ellas? -Sin duda -dijo Cándido. -Pues bien -continuó Martín- si los milanos siempre han tenido las mismas inclinaciones, ¿por qué quiere usted que las de los hombres hayan variado? -¡Oh -dijo Cándido- eso es muy diferente, porque el libre albedrío!… Así discurrían cuando arribaron a Burdeos. Capítulo XXII De lo que sucedió en Francia a Cándido y a Martín No se detuvo Cándido en Burdeos más tiempo que el que le fue necesario para vender algunos pedruscos de El Dorado y comprar una buena silla de posta de dos asientos, porque no podía ya vivir sin su filósofo Martín. Lo único que sintió fue tenerse que separar de la Academia de Ciencias de Burdeos, la cual propuso por asunto del premio de aquel año determinar por qué la lana de aquel carnero era encarnada, y se le adjudicó a un sabio del Norte, que demostró por A más B, menos C dividido por Z, que era forzoso que aquel carnero fuera encarnado y que se muriera de la morriña. Cuantos caminantes encontraba Cándido en los mesones le decían: “Vamos a París”. Este general prurito le inspiró al fin deseos de ver esta capital, con lo cual no se desviaba mucho de Venecia. Entró por el arrabal de San Marcelo, y creyó que estaba en la más sucia aldea de Westfalia. Apenas llegó a la posada, le acometió una ligera enfermedad originada por sus fatigas; y como llevaba al dedo un enorme diamante, y habían advertido en su coche una caja muy pesada, al punto se le acercaron dos doctores médicos que no había mandado llamar, varios íntimos amigos que no se apartaban de él, y dos devotas que le hacían caldos. Decía Martín: -Bien me acuerdo de haber estado yo malo en París, cuando mi primer viaje; pero era muy pobre: por eso no tuve amigos, ni devotas, ni médicos, y sané muy pronto. A fuerza de sangrías, recetas y médicos, se agravó la enfermedad de Cándido. Un cura del barrio le ofreció, con mucha dulzura, una entrada para el otro mundo pagadera al portador. Cándido no la quiso. Las devotas le aseguraron que era una moda nueva. Cándido respondió que él no era hombre a la moda. Martín quiso tirar al cura por la ventana. El cura juró que no se enterraría a Cándido. Martín juró que enterraría al cura si éste continuaba importunándolos. La pelea subió de tono: Martín tomó al cura por los hombros y lo echó groseramente; por esto, que causó gran escándalo, se hizo un proceso verbal. Al fin sanó Cándido, y mientras estaba convaleciente, lo visitaron muchos sujetos de fino trato, que cenaban con él. Había juego fuerte y Cándido se asombraba de que nunca le venían buenos naipes; pero Martín no se asombraba. Entre los que más concurrían a su casa había un abate que era de aquellos hombres diligentes, siempre listos para todo cuanto les mandan, serviciales, entremetidos, halagadores, descarados, buenos para todo, que atisbaban a los forasteros, les cuentan los sucesos más escandalosos de la ciudad y les ofrecen placeres a cualquier precio. Lo primero que hizo fue llevar a la Comedia a Martín y a Cándido. Representaban una tragedia nueva, y Cándido se encontró al lado de unos cuantos hipercríticos, lo cual no le impidió llorar al ver algunas escenas representadas a la perfección. Uno de los hipercríticos que junto a él estaban, le dijo en un entreacto: -Hace usted muy mal en llorar; esa actriz es malísima, y el que representa con ella es peor actor todavía y peor la tragedia que los actores; el autor no sabe palabra de árabe, y, sin embargo, la escena ocurre en Arabia; sin contar con que es hombre que no cree en las ideas innatas; mañana le traeré a usted veinte folletos contra él. -Caballero, ¿cuántas composiciones dramáticas tienen ustedes en Francia? -dijo Cándido al abate; y éste respondió: -Cinco o seis mil. -Mucho es -dijo Cándido-; ¿y cuántas buenas hay? -Quince o dieciséis -replicó el otro. -Mucho es -dijo Martín. Salió Cándido muy satisfecho con una cómica que hacía el papel de la reina Isabel de Inglaterra en una tragedia muy insulsa que algunas veces se representa. -Mucho me gusta esta actriz -le dijo a Martín- porque se parece a la señorita Cunegunda; quisiera saludarla. El abate le ofreció presentársela. Cándido, educado en Alemania, preguntó qué ceremonias se estilaban en Francia para tratar con las reinas de Inglaterra. -Hay que distinguir -dijo el abate-: en las provincias las llevan a comer a los mesones, en París las respetan cuando son bonitas y las tiran al muladar después de muertas. -¿Al muladar las reinas? -dijo Cándido. -Verdad es -dijo Martín-; razón tiene el señor abate: en París estaba yo cuando la señora Mónica pasó, como dicen, a mejor vida, y le negaron lo que esta gente llama los honores de la sepultura , lo cual significa podrirse con toda la pobretería de la parroquia en un hediondo cementerio, y la enterraron sola en una esquina de la calle de Borgoña, lo cual le causó, sin duda, muchísima pesadumbre, porque era de natural muy noble. -Acción de mala crianza fue, en efecto -dijo Cándido. -¿Qué quiere usted -dijo Martín- si estas gentes son así? Imagínese usted todas las contradicciones y todas las incompatibilidades posibles, y las hallará reunidas en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias y en los espectáculos de esta extraña nación. -¿Y es cierto que en París se ríe la gente de todo? -Verdad es -dijo el abate-; pero se ríen rabiando; se lamentan de todo a carcajadas y riéndose se cometen las más detestables acciones. -¿Quién es -dijo Cándido- aquel marrano que tan mal hablaba de la tragedia que tanto me ha hecho llorar, y de los actores que tanto placer me han dado? -Un malandrín -respondió el abate- que se gana la vida hablando mal de todas las composiciones dramáticas y de todos los libros que salen; que aborrece a todo aquel que es aplaudido, como aborrecen los eunucos a los que gozan; una sierpe de la literatura, que vive de ponzoña y cieno; un folletista. -¿Qué llama usted folletista? -dijo Cándido. -Un autor de folletos -dijo el abate- un Fréron. Así discurrían Cándido, Martín y el abate en la escalera del Coliseo, mientras iba saliendo la gente, concluida la comedia. -Aunque tengo muchos deseos de ver a la señorita Cunegunda -dijo Cándido- bien quisiera cenar con la primera actriz, la señorita Clairon, que me ha parecido un portento. No era hombre el abate que tuviese entrada en casa de la señorita Clairon, que sólo recibía personas de calidad. -Está ocupada esta noche -respondió-; pero tendré la honra de llevar a usted a casa de una señora muy distinguida, y conocerá a París como si hubiera vivido en él cuatro años. Cándido, que naturalmente era amigo de saber, se dejó llevar a casa de tal señora, en San Honoré; estaban ocupados los tertulianos en jugar al faraón, y doce tristes jugadores tenían cada uno en la mano un juego de naipes, archivo cornudo de sus infortunios. Reinaba un profundo silencio, teñido estaba el semblante de los jugadores de una macilenta amarillez y se leía la zozobra en el del banquero; y la señora de la casa, sentada junto al despiadado banquero, anotaba con ojos de lince todos los párolis y todos los sietelevares con que doblaba cada jugador sus naipes, haciéndoselos desdoblar con un cuidado muy escrupuloso, pero con cortesía y sin enfadarse, por temor de perder sus parroquianos. Se hacía llamar la marquesa de Parolignac; su hija, una muchacha de quince años, era uno de los jugadores y con un guiñar de ojos advertía a su madre las trampas de los pobres jugadores, que procuraban enmendar los rigores de la suerte. Entraron el abate, Cándido y Martín, y nadie se levantó a darles las buenas noches ni los saludó, ni los miró siquiera; tan ocupados estaban todos en sus naipes. “Más cortés era la señora baronesa de Thunder-ten-tronckh”, pensó Cándido. Se acercó en esto el abate al oído de la marquesa, la cual se levantó a medias de la silla, honró a Cándido con una graciosa sonrisa y saludó a Martín con aire majestuoso; mandó luego que trajeran a Cándido asiento y una baraja, y éste perdió cincuenta mil francos en dos tallas. Cenaron luego con mucha jovialidad, y todos estaban atónitos de que Cándido no sintiese más lo que perdió. Los lacayos, en su idioma de lacayos, se decían unos a otros: “Preciso es que sea un noble inglés”. La cena se parecía a casi todas las cenas de París; primero mucho silencio, luego un estrépito de palabras que no se entendían, luego chistes, casi todos muy insulsos, noticias falsas, malos razonamientos, algo de política y mucha murmuración; después hablaron de libros nuevos. -¿Han leído ustedes -preguntó el abate- la novela del señor Gauchat, doctor en teología? -Sí -respondió uno de los convidados- pero no he podido acabarla. Tenemos una multitud de obras insulsas, pero todas juntas no llegan a la del señor Gauchat, doctor en teología; estoy tan hastiado de la inmensidad de libros malos que nos inundan, que me he dedicado a jugar al faraón. -¿Y qué me dice usted de las Misceláneas del arcediano Trublet? -dijo el abate. -¡Valiente majadero! -dijo madama de Parolignac-. ¡Con qué minuciosidad dice lo que todo el mundo sabe! ¡Con qué pesadez discute lo que no merece indicarse someramente! ¡Con qué falta de ingenio se aprovecha del de los demás! Y ¡cómo echa a perder cuanto toca! ¡Cómo me fatiga! Pero ya nunca volverá a fatigarme. Me basta haber leído algunas páginas suyas. Había en la mesa un hombre de fino gusto que asintió a cuanto decía la marquesa. Pasaron luego a tratar de teatros, y la dueña de casa preguntó por qué había ciertas tragedias que se representaban con frecuencia y que nadie podía leer. El hombre de fino gusto explicó con mucha claridad cómo podía interesar una tragedia que tuviera poquísimo mérito, probando con breves razones que no bastaba traer por los cabellos una o dos situaciones de aquellas que tan frecuentes son en las novelas y siempre embelesan a los oyentes, sino que es menester ser original sin ser extravagante, a menudo sublime y siempre natural; conocer el corazón humano y saber expresarlo; ser gran poeta, sin que parezca poeta ninguno de los personajes; saber con perfección su idioma, hablarlo con pureza y con armonía continua, sin sacrificar nunca el sentido a la rima. Todo aquel que no observara estas reglas, añadió, podrá componer una o dos tragedias que sean aplaudidas en el teatro, mas nunca sentará plaza de buen escritor. Poquísimas tragedias hay buenas: unas son idilios en diálogos bien escritos y bien versificados; otras, disertaciones de política que infunden sueño, o amplificaciones que cansan; otras, ensueños de energúmenos en estilo bárbaro, razones deshilvanadas, apóstrofes interminables a los dioses, porque no se sabe qué decir a los hombres, falsas máximas y ampulosos lugares comunes. Escuchaba con mucha atención Cándido este razonamiento y se formó por él altísima idea del orador; y como la marquesa había tenido la atención de colocarle a su lado, se tomó la licencia de preguntarle al oído quién era un hombre que con tanta justedad hablaba. -Es un docto -dijo la dama- que nunca juega y que me trae a cenar algunas veces el abate, que entiende perfectamente de tragedias y libros, y que ha compuesto una tragedia que silbaron, y un libro del cual un solo ejemplar que me dedicó ha salido de la tienda de su librero. -¡Qué varón tan eminente! -dijo Cándido- es otro Pangloss. Y volviéndose hacia él, le dijo: -¿Sin duda, caballero, que para usted todo está perfectamente en el mundo físico y en el moral y nada puede suceder de otra manera? -¡Yo, caballero! -le respondió el docto- pienso lo contrario. Todo me parece que va al revés en nuestro país y que nadie sabe ni cuál es su estado ni cuál su cargo ni lo que hace, ni lo que debiera hacer, y que, excepto la cena, que es bastante jovial, y donde la gente está bastante acorde, todo el resto del tiempo se consume en impertinentes contiendas de jansenistas con molinistas, de parlamentarios con eclesiásticos, de literatos con literatos, de Palaciegos con Palaciegos, de financieros con el pueblo, de mujeres con maridos y de parientes con parientes; es una guerra interminable. Replicó Cándido: -Cosas peores he visto yo; pero un sabio que después tuvo la desgracia de ser ahorcado, me enseñó que todas esas cosas son un dechado de perfecciones; son las sombras de una hermosa pintura. -Ese ahorcado se reía de la gente -dijo Martín- y esas sombras son manchas horrorosas. -Los hombres son los que echan esas manchas -dijo Cándido- y no pueden menos. -¿Conque no es culpa de ellos? -replicó Martín. Bebían en tanto la mayor parte de los jugadores, que no entendían una palabra de la materia; Martín discurría con el hombre docto y Cándido contaba parte de sus aventuras al ama de casa. Después de cenar llevó la marquesa a su gabinete a Cándido y lo sentó en un canapé. -¿Conque está usted enamorado perdido de la señorita Cunegunda, de Thunder-ten-tronckh? -Sí señora -respondió Cándido. Le replicó la marquesa con una tierna sonrisa: -Usted responde como un mozo de Westfalia; un francés me hubiera dicho: “Verdad es, señora, que he querido a la señorita Cunegunda; pero cuando la miro a usted me temo no quererla”. -Yo, señora -dijo Cándido- responderé como usted quiera. -La pasión de usted -dijo la marquesa- empezó alzando un pañuelo, y yo quiero que usted alce mi liga. -Con toda mi alma -dijo Cándido- y la levantó del suelo. -Ahora quiero que me la ponga -continuó la dama, y Cándido se la puso. -Mire usted -repuso la dama- usted es extranjero; a mis amantes de París los hago yo penar a veces quince días seguidos, pero a usted me rindo desde la primera noche porque es menester tratar cortésmente a un buen mozo de Westfalia. La hermosa había reparado en dos diamantes enormes de dos sortijas de su joven extranjero, y tanto se los alabó, que de los dedos de Cándido pasaron a los de la marquesa. Al volver Cándido a su casa con el abate, sintió algunos remordimientos por haber cometido una infidelidad a la señorita Cunegunda, y el señor abate tomó en parte su sentimiento, porque le había cabido una muy pequeña parte en los diez mil duros perdidos por Cándido en el juego y en el valor de los dos brillantes medio dados y medio estafados, y era su ánimo aprovecharse todo cuanto pudiera de lo que el trato de Cándido le podía valer. Le hablaba sin cesar de Cunegunda, y Cándido le dijo que cuando la viera en Venecia le pediría perdón de la infidelidad que acababa de cometer. Cada día estaba el abate más cortés y más atento, interesándole todo cuanto decía Cándido, todo cuanto hacía y cuanto quería hacer. -¿Conque tiene usted una cita en Venecia? -le dijo. -Sí, señor abate -respondió Cándido-, tengo urgencia de reunirme con la señorita Cunegunda. Llevado entonces del gusto de hablar de su amada, le contó, como era su costumbre, parte de sus venturas con esta ilustre westfaliana. -Bien creo -dijo el abate- que esa señorita tiene mucho talento, y escribe muy bonitas cartas. -Nunca me ha escrito -dijo Cándido-; figúrese usted que cuando me echaron del castillo por amor a ella, no le pude escribir; después la creí muerta, después me la encontré, y la volví a perder, y le he despachado un mensajero a dos mil y quinientas leguas de aquí, que aguardo con su respuesta. Lo escuchó con mucha atención el abate, pareció algo pensativo y se despidió luego de ambos extranjeros, abrazándolos tiernamente. Al otro día, antes de levantarse de la cama, dieron a Cándido la esquela siguiente: “Muy señor mío y querido amante: Ocho días hace que estoy mala en esta ciudad, y acabo de saber que se encuentra usted en ella. Hubiera ido volando a echarme en sus brazos si me pudiera mover. He sabido que había usted pasado por Burdeos, donde se ha quedado el fiel Cacambo y la vieja, que llegarán muy en breve. El gobernador de Buenos Aires se ha quedado con todo cuanto Cacambo llevaba; pero el corazón de usted me queda. Venga usted a verme; su presencia me dará la vida o hará que me muera de placer”. Una carta tan tierna y tan inesperada, puso a Cándido en una indecible alegría, pero la enfermedad de su amada Cunegunda le traspasaba de dolor. Fluctuante entre estos dos sentimientos, agarra a puñados el oro y los diamantes y hace que lo lleven con Martín a la posada donde estaba Cunegunda alojada; entra temblando, con la ternura latiéndole el corazón y el habla interrumpida con sollozos; quiere descorrer las cortinas de la cama y manda que traigan luz. -No haga usted tal -le dijo la criada- la luz le hace mal-; y volvió a correr la cortina. -Amada Cunegunda  -dijo llorando Cándido- ¿cómo te hallas? -No puede hablar -dijo la criada. Entonces la enferma sacó fuera de la cama una mano muy suave que bañó Cándido un largo rato con lágrimas, y que luego llenó de diamantes, dejando un saco de oro encima del taburete. En medio de sus arrebatos aparece un alguacil acompañado del abate y de seis corchetes. -¿Conque éstos son -dijo- los dos extranjeros sospechosos?- y mandó de inmediato que los ataran y los llevaran a la cárcel. -No tratan de esta manera en El Dorado a los extranjeros -dijo Cándido. -Más maniqueo soy que nunca -replicó Martín. -Pero, señor, ¿adónde nos lleva usted? -dijo Cándido. -A un calabozo, respondió el alguacil. Martín, que se había recobrado del primer sobresalto, sospechó que la señora que se decía Cunegunda era una bribona, el señor abate un bribón que había abusado de Cándido, y el alguacil otro bribón de quien no era difícil desprenderse. Por no exponerse a tener que lidiar con la justicia, y con la impaciencia que tenía de ver a la verdadera Cunegunda, Cándido, por consejo de Martín, ofreció al alguacil tres diamantillos de tres mil duros cada uno. -¡Ah!, señor -le dijo el alguacil- aunque hubiere usted cometido todos los delitos imaginables, sería el hombre más honrado del mundo. ¡Tres diamantes de tres mil duros cada uno! La vida perdería yo por usted, antes que enviarlo a un calabozo. Todos los extranjeros son arrestados, pero déjelo de mi cuenta, que yo tengo un hermano en Dieppe, en la Normandía, y lo llevaré allá, y si tiene usted algunos diamantes que darle, le tratará como yo. -¿Y por qué arrestan a todos los extranjeros? -dijo Cándido. El abate, tomando entonces la palabra, respondió: -Porque un miserable andrajoso del país de Atrebacia, que había oído decir disparates, ha cometido un parricidio, no como el del mes de mayo de 1610, sino como el del mes de diciembre de 1594, y como otros muchos cometidos otros años y otros meses por andrajosos que habían oído decir disparates. Entonces explicó el alguacil lo que había dicho el abate. -¡Qué monstruos! -exclamó Cándido-. ¿Cómo se cometen tamañas atrocidades en un pueblo que canta y baila? ¿Cuándo saldré yo de este país donde los monos irritan a los tigres? En mi país he visto osos; sólo en El Dorado he visto hombres. En nombre de Dios, señor alguacil, lléveme usted a Venecia, donde aguardo a la señorita Cunegunda. -Donde yo puedo llevar a usted es a Normandía -dijo el cabo de ronda. Le hizo luego quitar los grillos, dijo que se había equivocado, despidió a sus corchetes, y se llevó a Cándido y a Martín a Dieppe, entregándolos a su hermano. Había un buque holandés pequeño en la rada, y el normando, que con el cebo de otros tres diamantes era el más servicial de los mortales, embarcó a Cándido y a su acompañante en el tal navío, que iba a dar a la vela para Portsmouth en Inglaterra. No era el camino de Venecia; pero Cándido creyó que salía del infierno, y estaba resuelto a dirigirse a Venecia cuando se le presentase la ocasión. Capítulo XXIII Llegada de Cándido y Martín a las costas de Inglaterra. Lo que allí vieron -¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Martín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¡Lo que es este mundo! -decía Cándido en el navío holandés. -Cosa muy desatinada y muy abominable -respondió Martín. -Usted ha estado en Inglaterra: ¿son tan locos como en Francia? -Es locura de otra especie -dijo Martín-; ya sabe usted que ambas naciones están en guerra por algunas aranzadas de nieve en el Canadá, y por tan discreta guerra gastan mucho más que lo que vale todo el Canadá. Decir a usted a punto fijo en cuál de los dos países hay más locos de atar, mis cortas luces no alcanzan; lo que sí sé es que en el país que vamos a ver son locos atrabiliarios7. Diciendo esto abordaron Portsmouth; la orilla del mar estaba cubierta de gente que miraba con atención a un hombre gordo, hincado de rodillas y vendados los ojos, en la cubierta de uno de los navíos de la escuadra. Cuatro soldados, apostados frente a él, le tiraron cada uno tres balas en el cráneo con el mayor sosiego, y toda la asamblea se fue muy satisfecha. -¿Qué quiere decir esto? -dijo Cándido-. ¿Qué perverso demonio reina en todas partes? Preguntó quién era aquel hombre gordo que acababan de matar con tanta solemnidad. -Un almirante -le dijeron. -¿Y por qué han muerto a ese almirante? -Porque no ha hecho matar bastante gente; ha dado batalla a un almirante francés y han considerado que no estaba bastante cerca del enemigo. -Pues el almirante francés tan lejos estaba del inglés como éste del francés -replicó Cándido. -Sin duda -le dijeron-; pero en esta tierra es conveniente matar de cuando en cuando a algún almirante para dar más ánimo a los otros. Tanto se irritó y se asombró Cándido con lo que oía y veía, que no quiso siquiera poner pie en tierra, y arregló trato con el patrón holandés, a riesgo de que lo robara como el de Surinam, para que lo condujera sin más tardanza a Venecia. Al cabo de dos días estuvo listo el patrón. Bordearon Francia, pasaron a vista de Lisboa y se estremeció Cándido; desembocaron por el Estrecho y en el Mediterráneo, y finalmente llegaron a Venecia. -Bendito sea Dios -dijo Cándido dando un abrazo a Martín- que aquí veré a la hermosa Cunegunda. Con Cacambo cuento igual que con mí mismo. Todo está bien, todo va bien, todo va lo mejor posible. Capítulo XXIV Que trata de fray Hilarión y de Paquita Cuando llegó a Venecia, hizo buscar a Cacambo en todas las posadas, en todos los cafés y en casa de todas las mozas de vida alegre; pero no le fue posible dar con él. Todos los días iba a informarse de todos los navíos y barcos y nadie sabía de Cacambo. -¡Conque he tenido yo tiempo -le decía a Martín- para pasar de Surinam a Burdeos, para ir de Burdeos a París, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, para costear Portugal y España, para atravesar todo el Mediterráneo y pasar algunos meses en Venecia, y aún no ha llegado la hermosa Cunegunda, y en su lugar he topado con una buscona y un abate! Sin duda ha muerto Cunegunda y a mí no me queda más remedio que morir. ¡Ah, cuánto más me hubiera valido quedarme en aquel paraíso terrenal de El Dorado, que volver a esta maldita Europa! Razón tiene usted, amado Martín, todo es ilusión y calamidad. Lo acometió una negra melancolía y no fue ni a la ópera alla moda, ni a las demás diversiones del carnaval, ni hubo dama que le causara la más leve tentación. Le dijo Martín: -Qué sencillo es usted si se figura que un criado mestizo, que lleva cinco o seis millones en la faltriquera, irá a buscar a su amada al fin del mundo para traérsela a Venecia; la guardará para sí, si la encuentra, y, si no, tomará otra; aconsejo a usted que olvide a Cacambo y a Cunegunda. Martín no era hombre que daba consuelos. Crecía la melancolía de Cándido, y Martín no se hartaba de probarle que eran muy raras la virtud y la felicidad sobre la tierra, excepto acaso en El Dorado, donde nadie podía entrar. Sobre esta importante materia disputaban, esperando a Cunegunda, cuando reparó Cándido en un joven fraile teatino8 que se paseaba por la plaza de San Marcos, llevando del brazo a una moza. El teatino era robusto, fuerte y de buenos colores, los ojos brillantes, la cabeza erguida, el continente reposado y el paso sereno; la moza, que era muy linda, iba cantando y miraba con enamorados ojos a su teatino, y de cuando en cuando le pellizcaba las mejillas. -Me confesará a lo menos -dijo Cándido a Martín- que estos dos son dichosos. Excepto en El Dorado, no he encontrado hasta ahora en el mundo habitable más que desventurados; pero apuesto a que esa moza y ese fraile son felicísimas criaturas. -Yo apuesto a que no -dijo Martín. -Convidémoslos a comer -dijo Cándido- y veremos si me equivoco. Se acercó a ellos, les hizo una reverencia y los convidó a su posada a comer macarrones, perdices de Lombardía, huevos de sollo, y a beber vino de Montepulciano, Lacrima Christi , Chipre y Samos. Se sonrojó la mozuela; aceptó el teatino el convite, y le siguió la muchacha mirando a Cándido pasmada y confusa, y vertiendo algunas lágrimas. Apenas entró la mozuela en el aposento de Cándido, le dijo: -Pues qué, ¿ya no conoce el Cándido a Paquita? Cándido, que oyó estas palabras, y que hasta entonces no la había mirado con atención, porque sólo en Cunegunda pensaba, le dijo: -¡Ah, pobre chica! ¿Conque tú eres la que puso al doctor Pangloss en el lindo estado en que lo vi? -¡Ay, señor!, soy yo en persona -dijo Paquita-; ya veo que está usted informado de todo. Supe las horribles desgracias que sucedieron a la señora baronesa y a la hermosa Cunegunda, y le juro a usted que no ha sido menos adversa mi estrella. Cuando usted me vio era yo una inocente, y un capuchino, que era mi confesor, me engañó con mucha facilidad; las resultas fueron horribles, y me vi precisada a salir del castillo, poco después que le echó a usted el señor barón a patadas en el trasero. Si no hubiera tenido lástima de mí un médico famoso, me hubiera muerto; por agradecérselo, fui poco después la querida del tal médico, y su mujer, endiablada de celos, me aporreaba sin misericordia todos los días. Era ella una furia; él, el más feo de los hombres, y yo, la más desventurada de las mujeres, aporreada sin cesar por un hombre a quien no podía ver. Bien sabe usted, señor, los peligros que corre una mujer desapacible que se ha casado con un médico: aburrido el mío de los rompimientos de cabeza que le daba su mujer, un día, para curarla de un resfriado, le administró un remedio tan eficaz que murió en dos horas, presa de horrendas convulsiones. Los parientes de la difunta formaron causa criminal al doctor, el cual se escapó, y a mí me metieron en la cárcel; y si no hubiera sido algo bonita, no me hubiera salvado mi inocencia. El juez me declaró libre, con la condición de ser el sucesor del médico, y muy en breve me sustituyó por otra; me despidió sin darme un cuarto, y tuve que proseguir en este abominable oficio que a vosotros los hombres os parece tan gustoso y que para nosotras es un piélago de desventuras. Vine a ejercitar mi profesión a Venecia. ¡Ah, señor, si se figurara usted qué cosa tan inaguantable es halagar sin diferencia al negociante viejo, al letrado, al gondolero y al abate; estar expuesta a tanto insulto, a tantos malos tratamientos; verse a cada paso obligada a pedir prestada una falda para hacérsela remangar por un hombre asqueroso; robada por éste de lo que ha ganado con aquél, estafada por los alguaciles y sin tener otra perspectiva que una horrible vejez, un hospital y un muladar, confesaría que soy la más desgraciada criatura de este mundo! Así descubría Paquita su corazón al buen Cándido, en su gabinete, en presencia de Martín, quien dijo: -Ya llevo ganada, como usted ve, la mitad de la apuesta. Se había quedado fray Hilarión en el comedor, bebiendo un trago mientras servían la comida. Cándido le dijo a Paquita: -Pero si parecías tan alegre y tan contenta cuando te encontré; si cantabas y halagabas al teatino con tanta naturalidad, que te tuve por tan feliz, ¿cómo dices que eres desdichada? -¡Ah, señor -respondió Paquita- ésa es otra de las lacras de nuestro oficio! Ayer me robó y me aporreó un oficial, y hoy tengo que fingir que estoy alegre para agradar a un fraile. No quiso Cándido oír más, y confesó que Martín tenía razón. Se sentaron luego a la mesa con Paquita y el teatino; fue bastante alegre la comida, y de sobremesa hablaron con alguna confianza. Le dijo Cándido al fraile: -Me parece, padre, que disfruta vuestra reverencia de una suerte envidiable. En su semblante brilla la salud y la robustez, su fisonomía indica el bienestar, tiene una muy linda moza para su recreo y me parece muy satisfecho con su hábito de teatino. -¡Por Dios santo, caballero -respondió fray Hilarión- que quisiera que todos los teatinos estuvieran en el fondo del mar y que mil veces me han dado tentaciones de pegar fuego al convento y de hacerme turco! Cuando tenía quince años, mis padres, por dejar más caudal a un maldito hermano mayor (condenado sea), me obligaron a tomar este execrable hábito. El convento es un nido de celos, de rencillas y de desesperación. Verdad es que por algunas misiones de cuaresma que he predicado me han dado algunos cuartos, que la mitad me ha robado el padre guardián; el resto me sirve para mantener mozas; pero cuando por la noche entro en mi celda me dan ganas de romperme la cabeza contra las paredes, y lo mismo sucede a todos los demás religiosos. Volviéndose entonces Martín a Cándido, con su acostumbrada impasibilidad, le dijo: -¿Qué tal? ¿He ganado o no la apuesta? Cándido regaló dos mil duros a Paquita y mil a fray Hilarión. -Confío -dijo- que con este dinero serán felices. -No lo creo -dijo Martín- con esos miles los hará usted más infelices todavía. -Sea lo que fuere -dijo Cándido- un consuelo tengo, y es que a veces encuentra uno gentes que creía no encontrar nunca; y muy bien podrá suceder que después de haber topado con mi carnero encarnado y con Paquita, me halle un día de manos a boca con Cunegunda. -Mucho deseo -dijo Martín- que sea para la mayor felicidad de usted; pero lo dudo. -Es usted escéptico -replicó Cándido. -Porque he vivido -dijo Martín. -Pues ¿no ve usted esos gondoleros -dijo Cándido- que no cesan de cantar? -Pero no los ve usted en su casa con sus mujeres y sus chiquillos -repuso Martín-. Sus pesadumbres tiene el Dux, y los gondoleros las suyas. Verdad es que, pesándolo todo, más feliz suerte que la del Dux es la del gondolero; pero es tan poca la diferencia, que no merece la pena de un detenido examen. -Me han hablado -dijo Cándido- del señor Pococurante, que vive en ese suntuoso palacio situado sobre el Brenta, y que agasaja mucho a los forasteros, y dicen que es un hombre que nunca ha sabido qué cosa es tener pesadumbre. -Mucho me diera por ver un ente tan raro -dijo Martín. Sin más dilación mandó Cándido a pedir licencia al señor Pococurante9 para hacerle una visita al día siguiente. Capítulo XXV Visita al señor Pococurante, noble veneciano Se embarcaron Cándido y Martín en una góndola y fueron por el Brenta al palacio del noble Pococurante. Los jardines eran amenos y ornados con hermosas estatuas de mármol, el palacio de una bella arquitectura y el dueño un hombre como de sesenta años y muy rico. Recibió a los dos curiosos forasteros con urbanidad, pero sin mucho cumplimiento, cosa que intimidó a Cándido y no le pareció mal a Martín. Al instante dos muchachas bonitas y muy aseadas sirvieron chocolate: Cándido no pudo menos de elogiar sus gracias y su hermosura. -No son malas chicas -dijo el senador-; algunas veces mando que duerman conmigo, porque estoy aburrido de las señoras del pueblo, de sus coqueterías, sus celos, sus contiendas, su mal genio, sus pequeñeces, su orgullo, sus tonterías, y más aun de los sonetos que tiene uno que hacer o mandar hacer en elogio suyo; mas con todo ya empiezan a fastidiarme estas muchachas. Después de almorzar se fueron a pasear a una espaciosa galería, y Cándido, asombrado de la hermosura de las pinturas, preguntó de qué maestro eran las dos primeras. -Son de Rafael -dijo el senador- y las compré muy caras por vanidad algunos años ha; dicen que son las más hermosas que tiene Italia, pero a mí no me gustan; los colores son muy oscuros, las figuras no están bien perfiladas, ni tienen bastante relieve; los ropajes no se parecen en nada al paño; y en una palabra, digan lo que quisieran, yo no alcanzo a ver aquí una feliz imitación de la naturaleza, y no daré mi aprobación a un cuadro hasta que me parezca ver en él a la propia naturaleza; mas no los hay de esta especie. Yo tengo muchos, pero ya no los miro. Pococurante, antes de comer, mandó que dieran un concierto; la música le pareció deliciosa a Cándido. -Bien puede este estruendo -dijo Pococurante- divertir media hora, pero cuando dura más, a todo el mundo cansa, aunque nadie se atreve a confesarlo. La música del día no es otra cosa que el arte de ejecutar cosas dificultosas, y lo que sólo es difícil no gusta mucho tiempo. Más me agradaría la ópera, si no hubieran descubierto el secreto de convertirla en un monstruo que me repugna. Vaya quien quisiere ver malas tragedias en música, cuyas escenas no paran en más que en traer dos o tres ridículas coplas donde luce sus gorjeos una cantarina; saboréese otro en oír a un castrado tararear el papel de César o Catón, pasearse torpemente por las tablas; yo, por mí, muchos años hace que no veo semejantes majaderías de que tanto se ufana hoy Italia y que tan caras pagan los soberanos extranjeros. Cándido contradijo un poco, pero con prudencia, y Martín fue enteramente del parecer del senador. Se sentaron a la mesa, y después de una opípara comida entraron en la biblioteca. Cándido, que vio un Homero magníficamente encuadernado, alabó mucho el fino gusto de Su Ilustrísima. -Éste es el libro -dijo- que hacía las delicias de Pangloss, el mejor filósofo de Alemania. -Pues no hace las mías -dijo con mucha frialdad Pococurante-; en otro tiempo me hicieron creer que sentía placer en leerlo, pero esa constante repetición de batallas que todas son parecidas, esos dioses siempre en acción, y que nunca hacen nada decisivo; esa Elena, causa de la guerra, y que apenas tiene acción en el poema; esa Troya siempre sitiada, y nunca tomada; todo esto me causaba fastidio mortal. Algunas veces he preguntado a varios hombres doctos si les aburría esta lectura tanto como a mí, y todos los que hablaban sinceramente me han confesado que se les caía el libro de las manos, pero que era indispensable tenerlo en su biblioteca como un monumento de la antigüedad o como una medalla enmohecida que no es materia de comercio. -No piensa así Su Excelencia de Virgilio -dijo Cándido. -Convengo -dijo Pococurante- en que el segundo, el cuarto y el sexto libro de suEneida son excelentes; mas por lo que hace a su piadoso Eneas, al fuerte Cloanto, al amigo Acates, al niño Ascanio, al tonto del rey Latino, a la zafia Amata y a la insulsa Lavinia, creo que no hay cosa más fría ni más desagradable, y más me gusta el Tasso y los cuentos, para arrullar criaturas, del Ariosto. -¿Me hará Su Excelencia el gusto de decirme -repuso Cándido- si no le causa gran placer la lectura de Horacio? -Máximas hay en él -dijo Pococurante- que pueden ser útiles a un hombre de mundo, y que reducidas a enérgicos versos se graban con facilidad en la memoria; pero no me interesa su viaje a Brindis, ni su descripción de una mala comida, ni la disputa, digna de unos ganapanes, entre no sé qué Pupilo cuyas razones, dice, estaban llenas de pus, y las de su contrincante llenas de vinagre . He leído con asco sus groseros versos contra viejas y hechiceras, y no veo qué mérito tiene decir a su amigo Mecenas que si lo pone en la categoría de los poetas líricos, tocará los astros con su erguida frente. A los tontos todo les maravilla en un autor apreciado; pero yo, que leo para mí, sólo apruebo lo que me gusta. Cándido, que le habían enseñado a no juzgar nada por sí mismo, estaba muy atónito con todo cuanto oía, y a Martín le parecía el modo de pensar de Pococurante muy conforme a la razón. -¡Ah! Aquí hay un Cicerón -dijo Cándido-; sin duda no se cansa Su Excelencia de leerlo. -Nunca lo creo -respondió el veneciano-. ¿Qué me importa que haya defendido a Rabirio o a Cluencio? Sobrados pleitos tengo yo sin esos que fallar. Más me hubieran agradado sus obras filosóficas; pero cuando he visto que de todo dudaba, he inferido que lo mismo sabía yo que él, y que para ser ignorante no precisaba de nadie. -¡Hola! ¡Ochenta tomos de la Academia de Ciencias! Algo bueno podrá haber en ellos -exclamó Martín. -Sí que lo habría -dijo Pococurante- si uno de los autores de ese fárrago hubiese inventado siquiera el arte de hacer alfileres; pero en todos esos libros no se hallan más que sistemas vanos y ninguna cosa útil. -¡Cuántas composiciones estoy viendo -dijo Cándido- en italiano, en castellano y en francés! -Es verdad -dijo el senador-; de tres mil pasan y no hay treinta buenas. En cuanto a esas recopilaciones de sermones, que todos juntos no equivalen a una página de Séneca, estos librotes de teología, ya presumirán ustedes que no los abro nunca, ni yo ni nadie. Reparó Martín en unos estantes cargados de libros ingleses. -Creo -dijo- que un republicano se complacerá con la mayor parte de estas obras con tanta libertad escritas. -Sí -respondió Pococurante- bella cosa es escribir lo que se siente, que es la prerrogativa del hombre. En nuestra Italia sólo se escribe lo que no se siente, y los moradores de la patria de los Césares y los Antoninos no se atreven a concebir una idea sin la venia de un dominico. Mucho me contentaría la libertad que inspira a los ingenios ingleses, si no estragaran la pasión y el espíritu de partido cuantas dotes apreciables aquélla tiene. Reparando Cándido en un Milton, le preguntó si tenía por un hombre sublime a este autor. -¿A quién? -dijo Pococurante-. ¿A ese bárbaro que en diez libros de duros versos ha hecho un prolijo comentario del Génesis? ¿A ese zafio imitador de los griegos, que desfigura la creación, y mientras que Moisés pinta al Ser Eterno creando el mundo por su palabra, hace que el Mesías coja en un armario del cielo un inmenso compás para trazar su obra? ¡Yo estimar a quien ha echado a perder el infierno y el diablo del Tasso, a quien disfraza a Lucifer, unas veces de sapo, otras de pigmeo, le hace repetir cien veces el mismo discurso y disputar sobre teología; a quien imitando seriamente la cómica invención de las armas de fuego de Ariosto, representa a los diablos tirando cañonazos en el cielo! Ni yo ni nadie en Italia ha podido gustar de todas esas tristes extravagancias. Las Bodas del pecado y de la muerte , y las culebras que pare el pecado, hacen vomitar a todo hombre de gusto algo delicado, y su prolija descripción de un hospital, sólo para un enterrador es buena. Este poema oscuro, estrambótico y repugnante fue despreciado en su cuna, y yo le trato hoy como le trataron en su patria sus contemporáneos. Por lo demás, digo lo que pienso sin curarme de si los demás piensan como yo. Cándido estaba muy afligido con estas razones, porque respetaba a Homero y no le desagradaba Milton. -¡Ay! -dijo en voz baja a Martín- mucho me temo que profese este hombre un profundo desprecio por nuestros poetas alemanes. -Poco inconveniente sería -replicó Martín. -¡Oh, qué hombre tan superior -decía entre dientes Cándido- qué genio tan divino este Pococurante! Nada le agrada. Después de pasar revista a todos los libros, bajaron al jardín, y Cándido alabó mucho sus preciosidades. -No hay cosa de peor gusto -dijo Pococurante-; aquí no tenemos otra cosa que fruslerías; bien es verdad que mañana voy a disponer que planten otro de un estilo más noble. Se despidieron, en fin, ambos de su excelencia, y al volverse a su casa, dijo Cándido a Martín: -Confiese usted que el señor Pococurante es el más feliz de los humanos, porque es un hombre superior a todo cuanto tiene. -Pues ¿no considera usted -dijo Martín- que está aburrido de todo cuanto tiene? Mucho tiempo ha que dijo Platón que no son los mejores estómagos los que vomitan todos los alimentos. -Pero ¿no es un gusto -respondió Cándido- criticarlo todo, y hallar defectos donde los demás sólo perfecciones encuentran? -Eso es lo mismo -replicó Martín- que decir que da mucho placer no sentir placer. -Según eso -dijo Cándido- no hay otro hombre más feliz que yo cuando vea de nuevo a la señorita Cunegunda. -Buena cosa es la esperanza -respondió Martín. Corrían en tanto los días y las semanas, y Cacambo no aparecía, y estaba Cándido tan sumido en su pesadumbre, que ni siquiera notó que no habían venido a darle las gracias fray Hilarión y Paquita. Capítulo XXVI De cómo Cándido y Martín cenaron con unos extranjeros y quiénes eran éstos Un día, yendo Cándido y Martín a sentarse a la mesa con los forasteros alojados en su misma posada, se acercó por detrás al primero uno que tenía la cara de color de hollín de chimenea, y, agarrándolo del brazo, le dijo: -Dispóngase usted a venir con nosotros y no se descuide. Vuelve Cándido el rostro y reconoce a Cacambo; sólo la vista de Cacambo podía causarle tanta extrañeza y contento. Poco le faltó para volverse loco de alegría; y dando mil abrazos a su caro amigo, le dijo: -¿Conque sin duda está contigo Cunegunda? ¿Dónde está? Llévame a verla y a morir de gozo a sus plantas. -Cunegunda no está aquí -dijo Cacambo-; está en Constantinopla. -¡Dios mío, en Constantinopla! Pero aunque estuviera en la China, voy allá volando: vamos. -Después de cenar nos iremos -respondió Cacambo-; soy esclavo y me está esperando mi amo, y así es menester que le vaya a servir a la mesa; no diga usted una palabra; cene y esté preparado. Preocupado Cándido de júbilo y sentimiento, gozoso por haber vuelto a ver a su fiel agente, atónito de verlo esclavo, rebosando de la alegría de encontrar a su amada, palpitándole el pecho y vacilante su razón, se sentó a la mesa con Martín, el cual, sin inmutarse, contemplaba todas estas aventuras, y con otros seis extranjeros que habían venido a pasar el carnaval a Venecia. Cacambo, que era el copero de uno de los extranjeros, arrimándose a su amo, al fin de la comida, le dijo al oído: -Vuestra Majestad puede irse cuando quiera: el buque está pronto -y se fue. Atónitos, los convidados se miraban sin chistar, cuando llegándose otro sirviente a su amo, le dijo: -Señor, el coche de Vuestra Majestad está en Padua y el barco listo. El amo hizo una seña, y se fue el criado. Otra vez se miraron a la cara los convidados y creció el asombro. Arrimándose luego el tercer criado a otro extranjero, le dijo: -Señor, créame Vuestra Majestad que no se debe detener más aquí; yo voy a disponerlo todo -y desapareció. Entonces no dudaron Cándido ni Martín de que era mojiganga de carnaval. El cuarto criado dijo al cuarto amo: -Vuestra Majestad se podrá ir cuando quiera -y se fue lo mismo que los demás. Otro tanto dijo el criado quinto al amo; pero el sexto se explicó de muy diferente modo con el sexto forastero, que estaba al lado de Cándido, y le dijo: -A fe, señor, que nadie quiere fiar un ochavo a Vuestra Majestad, ni a mí tampoco, y que esta misma noche pudiera ser muy bien que nos metieran en la cárcel, y así voy a ponerme a salvo: quédese con Dios Vuestra Majestad. Habiéndose marchado todos los criados, se quedaron en silencio Cándido, Martín y los seis forasteros. Lo rompió al fin Cándido, diciendo: -Cierto, señores, que es donosa la burla; ¿por qué todos ustedes son reyes? Yo por mí declaro que ni el señor Martín ni yo lo somos. Respondiendo entonces con mucha dignidad el amo de Cacambo, dijo en italiano: -Yo no soy un bufón; mi nombre es Acmet III; he sido gran sultán por espacio de muchos años; había destronado a mi hermano, y mi sobrino me ha destronado a mí; a mis visires les han cortado la cabeza y yo acabo mis días en el viejo serrallo. Mi sobrino, el gran sultán Mahamud, me da licencia para viajar de cuando en cuando para restablecer mi salud, y he venido a pasar el carnaval a Venecia. Después de Acmet habló un mancebo que junto a él estaba, y dijo: -Yo me llamo Iván, he sido emperador de Rusia, y destronado en la cuna. Mi padre y mi madre fueron encarcelados, y a mí me criaron en una cárcel. Algunas veces me dan licencia para viajar en compañía de mis guardianes, y he venido a pasar el carnaval a Venecia. Dijo luego el tercero: -Yo soy Carlos Eduardo, rey de Inglaterra, habiéndome cedido mi padre sus derechos a la corona. He peleado por sustentarlos; a ochocientos partidarios míos les han arrancado el corazón y les han sacudido con él en la cara: a mí me han tenido preso, y ahora voy a ver al rey mi padre a Roma, el cual ha sido destronado, así como mi abuelo, y así como yo, y he venido a pasar el carnaval a Venecia. Habló entonces el cuarto, y dijo: -Yo soy rey de los polacos; la suerte de la guerra me ha privado de mis Estados hereditarios; los mismos contratiempos ha sufrido mi padre; me resigno a los decretos de la Providencia, como hacen el sultán Acmet, el emperador Iván, y el rey Carlos Eduardo, que Dios guarde dilatados años, y he venido a pasar el carnaval a Venecia. Dijo después el quinto: -También yo soy rey de los polacos, y dos veces he perdido mi reino; pero la Providencia me ha dado otro Estado, en el cual he hecho más bienes que cuantos han podido hacer en las riberas del Vístula todos los reyes de la Samarcia juntos; también me resigno a los designios de la Providencia, y he venido a pasar el carnaval a Venecia. Habló por último el sexto monarca, y dijo: -Caballeros, yo no soy tan gran señor como ustedes, mas al cabo rey he sido como el más pintado; mi nombre es Teodoro; fui electo rey en Córcega, me llamaban Majestad, y ahora apenas se dignan decirme Monseñor: he hecho acuñar moneda y no tengo un maravedí; tenía dos secretarios de Estado, y apenas me queda un lacayo; me he visto en un trono y he estado mucho tiempo en Londres en una cárcel acostado sobre paja, y recelo que me suceda aquí lo mismo, aunque he venido, como Vuestras Majestades, a pasar el carnaval a Venecia. Escucharon con magnánima compasión los otros cinco monarcas este razonamiento, y dio cada uno veinte cequíes al rey Teodoro para que comprara vestidos y ropa blanca. Cándido le regaló un brillante de dos mil cequíes. “¿Quién es este particular” dijeron los cinco reyes “que puede hacer una dádiva cien veces más cuantiosa que cualquiera de nosotros, y que efectivamente la hace?” Al levantarse de la mesa, llegaron a la misma posada cuatro Altezas Serenísimas, que también habían perdido sus Estados por la suerte de la guerra, y que venían a pasar el carnaval a Venecia; pero no se informó siquiera Cándido de las aventuras de los recién venidos, no pensando sino en ir a buscar a su amada Cunegunda a Constantinopla. Capítulo XXVII Del viaje de Cándido a Constantinopla Ya el fiel Cacambo había concertado con el capitán turco, que había de llevar a Constantinopla al sultán Acmet, que recibiera a bordo a Cándido y a Martín, y ambos se embarcaron, habiéndose prosternado el primero ante su miserable Alteza. Cándido, en el camino, decía a Martín: -¡Conque hemos cenado con seis reyes destronados, y, de los seis, a uno he tenido que darle una limosna! Acaso hay otros muchos príncipes más desgraciados. Yo, a la verdad, no he perdido más que cien carneros y voy a descansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda. Razón tenía Pangloss, amado Martín, todo está bien. -Sea enhorabuena -dijo Martín. -Increíble aventura es, empero -continuó Cándido- la que en Venecia nos ha sucedido; porque nunca se ha visto ni oído cosa tal: en la misma posada seis monarcas destronados. -No es eso más extraordinario -replicó Martín- que otras muchas cosas que nos han sucedido. Con frecuencia ocurre que un rey sea destronado; y por lo que respecta a la honra que hemos tenido de cenar con ellos es una friolera que ni siquiera merece mentarse. Apenas estaba Cándido en el navío, se arrojó en brazos de su antiguo criado y amigo Cacambo. -¿Y qué hace Cunegunda? -le dijo-. ¿Es todavía un portento de beldad? ¿Me quiere aún? ¿Cómo está? Sin duda que le has comprado un palacio en Constantinopla. -Señor mi amo -le respondió Cacambo- Cunegunda está fregando platos a orillas del Propóntide, en casa de un príncipe que tiene poquísimos platos, porque es esclava de un antiguo soberano llamado Ragotski, a quien da el Gran Turco tres duros diarios en un asilo; y lo peor es que ha perdido su hermosura y que está atrozmente fea. -¡Ay!, fea o hermosa -dijo Cándido- yo soy hombre de bien, y mi obligación es quererla siempre. Pero ¿cómo se puede encontrar en tan miserable estado con el millón de duros que tú le llevaste? -Bueno está eso -respondió Cacambo-; ¿pues no tuve que dar doscientos mil al señor don Fernando de Ibarra Figueroa Mascareñas Lampurdos y Souza, gobernador de Buenos Aires, para obtener el permiso de traer a Cunegunda? ¿Y no nos ha robado un pirata todo cuanto nos había quedado? ¿No nos ha conducido dicho pirata al cabo de Matapán, a Milo, a Nicaria, a Samos, a Petri, a los Dardanelos, a Mármara y a Escútari? Cunegunda y la vieja están sirviendo al príncipe y yo soy esclavo del sultán destronado. -¡Cuán espantosas calamidades! -dijo Cándido-. Sin embargo, aún me quedan algunos diamantes, y con facilidad rescataré a Cunegunda. ¡Lástima que esté tan fea! Volviéndose luego a Martín, le dijo: -¿Quién piensa usted que es más digno de compasión, el sultán Acmet, el emperador Iván, el rey Carlos Eduardo o yo? -No lo sé -dijo Martín- y menester fuera hallarme dentro del pecho de ustedes para saberlo. -¡Ah! -dijo Cándido- si estuviera aquí Pangloss, él lo sabría, y nos lo diría. -Yo no poseo -respondió Martín- la balanza con que pesaba ese señor Pangloss las miserias y valuaba las cuitas humanas; mas presumo que hay en la tierra millones de hombres más dignos de lástima que el rey Carlos Eduardo, el emperador Iván y el sultán Acmet. -Bien puede ser -dijo Cándido. Pocos días después llegaron al canal del Mar Negro. Cándido rescató a precio muy subido a Cacambo, y sin perder un instante se metió con sus compañeros en una galera para ir a orillas del Propóntido en demanda de Cunegunda, por más fea que estuviese. Había entre la chusma dos galeotes que remaban muy mal, y a quienes el arráez levantino aplicaba de cuando en cuando sendos latigazos en las espaldas con el rebenque. Por un movimiento natural los miró Cándido con más atención que a los demás forzados, arrimándose a ellos con lástima; y en algunos rasgos de sus caras desfiguradas creyó reconocer cierto parecido con Pangloss y con el desventurado jesuita, el barón, hermano de Cunegunda. Enternecido y movido a compasión con esta idea, los contempló con mayor atención, y dijo a Cacambo: -Por mi vida que si no hubiera visto ahorcar al maestro Pangloss, y no hubiera tenido la desgracia de matar al barón, creería que son esos que van remando en la galera. Oyendo los nombres del barón y de Pangloss, dieron un agudo grito ambos galeotes, se pararon en el banco, y dejaron caer los remos. Al punto se lanzó sobre ellos el arráez, menudeando los latigazos con el rebenque. -Deténgase, deténgase, señor -exclamó Cándido- que le daré el dinero que me pidiere. -¿Conque es Cándido? -decía uno de los forzados. -¿Conque es Cándido? -repetía el otro. -¿Es sueño? -decía Cándido-; ¿estoy en esta galera? ¿Estoy despierto? ¿Es el señor barón a quien yo maté? ¿Es el maestro Pangloss a quien vi ahorcar? -Nosotros somos, nosotros somos -respondían a la par. -¿Conque éste es aquel insigne filósofo? -decía Martín. -¡Ah!, señor arráez levantino, ¿cuánto quiere por el rescate del señor barón de Thunder-ten-tronckh, uno de los primeros barones del imperio, y del señor Pangloss, el metafísico más profundo de Alemania? -Perro cristiano -respondió el arráez- ya que esos dos perros de galeotes cristianos son barones y metafísicos, lo cual es, sin duda, un cargo muy alto en su país, me has de dar por ellos cincuenta mil cequíes. -Yo se los daré, señor; lléveme de un vuelo a Constantinopla, y al punto será satisfecho; pero no, lléveme a casa de la señorita Cunegunda. El arráez, así que oyó la oferta de Cándido, puso la proa a la ciudad e hizo que remaran con más ligereza que un pájaro sesga el aire. Dio Cándido cien abrazos a Pangloss y al barón. -Pues ¿cómo no he matado a usted, mi amado barón? Y usted, mi amado Pangloss, ¿cómo está vivo habiendo sido ahorcado? ¿Y por qué están ambos en galeras en Turquía? -¿Es cierto que mi querida hermana se encuentra en esta tierra? -dijo el barón. -Sí, señor -respondió Cacambo. -Al fin vuelvo a ver a mi querido Cándido -exclamaba Pangloss. Cándido le presentaba a Martín y a Cacambo: todos se abrazaban, todos hablaban a la par; bogaba la galera y estaban ya dentro del puerto. Llamaron a un judío, a quien vendió Cándido por cincuenta mil cequíes un diamante que valía cien mil, y el judío le juró por Abrahán que no podía dar un ochavo más. En el acto pagó el rescate del barón y Pangloss: éste se arrojó a las plantas de su libertador, bañándolas en lágrimas; aquél le dio las gracias bajando la cabeza, y le prometió pagarle su dinero así que tuviese con qué. -Pero ¿es posible -decía- que esté en Turquía mi hermana? -Tan posible -replicó Cacambo- que está fregando platos en casa de un príncipe de Transilvania. Llamaron al punto a otros judíos, vendió Cándido otros diamantes y partieron todos en otra galera para ir a librar a Cunegunda. Capítulo XXVIII De lo que sucedió a Cándido, Cunegunda, Pangloss, Martín, etc. -Mil perdones pido a usted -dijo Cándido al barón- mil perdones, padre reverendísimo, de haberlo traspasado de una estocada. -No tratemos más de eso -dijo el barón-; yo confieso que me excedí un poco. Pero una vez que desea usted saber cómo me he visto en galeras, le contaré que después que me hubo sanado de mi herida el hermano boticario del colegio, me acometió y me hizo prisionero una partida española, y me pusieron en la cárcel de Buenos Aires cuando acababa mi hermana de embarcarse para Europa. Pedí que me enviaran a Roma al padre general, y me nombraron para ir a Constantinopla de capellán de la embajada de Francia. Hacía apenas ocho días que estaba desempeñando las obligaciones de mi empleo, cuando encontré una noche a un joven oficial del sultán, muy lindo; y como hacía mucho calor quiso el mozo bañarse, y yo también me metí con él en el baño, no sabiendo que era delito capital en un cristiano que le hallaran desnudo con un mancebo musulmán. Un cadí me mandó dar cien palos en la planta de los pies, y me condenó a galeras; y pienso que jamás se ha cometido injusticia más horrorosa. Ahora querría saber por qué se halla mi hermana de fregona de un príncipe de Transilvania refugiado en Turquía. -Y usted, mi amado Pangloss, ¿cómo es posible que lo vuelva a ver? -Verdad es -dijo Pangloss- que me viste ahorcar; iban a quemarme, pero ya te acuerdas que llovía a chaparrones cuando me habían de echar a la hoguera, y que no fue posible encender el fuego; así que me ahorcaron sencillamente: y un cirujano, que compró mi cuerpo, me llevó a su casa, y me disecó; primero me hizo una incisión crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Yo estaba muy mal ahorcado: el ejecutor de las sentencias de la Santa Inquisición, que era subdiácono, quemaba las personas con la mayor habilidad, pero no tenía práctica en materia de ahorcar: la soga, que estaba mojada, apretó poco; en fin, todavía estaba vivo. La incisión crucial me hizo dar un grito tan desaforado, que el cirujano, atemorizado, se cayó de espaldas; y creyendo que estaba disecando a Lucifer se escapó muerto de miedo, y volvió a caer escalera abajo. Al estrépito acudió su mujer de un cuarto inmediato, y viéndome tendido en la mesa, con la incisión crucial, se asustó más que su marido, y cayó encima de él. Cuando volvieron en sí, oí que decía la cirujana a su marido: ¿Quién te metió a disecar a un hereje? ¿Acaso no sabes que todos ellos tienen metido el diablo en el cuerpo? Me voy corriendo a llamar a un clérigo que lo exorcice. Asustado con estas palabras junté las pocas fuerzas que me quedaban, y me puse a gritar: “¡Tengan lástima de mí!” Al fin cobró ánimo el barbero portugués, me dio unos cuantos puntos en la incisión, su mujer me cuidó y al cabo de quince días estaba ya bueno. El barbero me acomodó de lacayo de un caballero de Malta que iba a Venecia; pero, no teniendo mi amo con qué mantenerme, me puse a servir a un mercader veneciano, y lo acompañé a Constantinopla. “Se me ocurrió un día la idea de entrar en una mezquita, donde no había más que un imán viejo y una joven beata muy bonita, que rezaba sus padrenuestros; tenía descubiertos los pechos y entre las dos tetas un ramillete muy hermoso de tulipanes, rosas, anémonas, ranúnculos, jacintos y aurículas. Se le cayó el ramillete, y yo lo cogí, y se lo puse con tanta cortesía como respeto. Tanto tardaba en ponérselo, que se enfadó el imán; y advirtiendo que era yo cristiano, llamó gente. Me llevaron a casa del cadí, que me mandó dar cien varazos en los pies y me envió a galeras, amarrándome justamente en la misma galera y al mismo banco que el señor barón. En ella había cuatro mozos de Marsella, cinco clérigos napolitanos, y dos frailes de Corfú, que nos aseguraron que casi todos los días sucedían aventuras como las nuestras. Pretendía el señor barón que le habían hecho más injusticia que a mí, y yo defendía que mucho más permitido era volver a poner un ramillete al pecho de una moza que ser hallado desnudo con un icoglán; disputábamos continuamente y nos sacudían cien latigazos al día con la penca, cuando te condujo a nuestra galera la cadena de los sucesos de este universo, y nos rescataste. -Y, pues, amado Pangloss -le dijo Cándido- cuando se vio usted ahorcado, disecado, molido a palos y remando en galeras, ¿pensaba que todo iba perfectamente? -Siempre me estoy en mis trece -respondió Pangloss-; que al fin soy filósofo, y un filósofo no se ha de desdecir, porque no se puede engañar Leibniz, aparte que la armonía preestablecida es la cosa más bella del mundo, no menos que el lleno y la materia sutil. Capítulo XXIX De cómo encontró Cándido a Cunegunda y a la vieja Mientras se contaban sus aventuras Cándido, el barón, Pangloss, Martín y Cacambo; mientras discurrían acerca de los sucesos contingentes o no contingentes de este mundo, disputaban sobre los efectos y las causas, sobre el mal moral y el físico, sobre la libertad y la necesidad, sobre los consuelos que puede recibir quien está en galeras en Turquía, llegaron a las playas de la Propóntida, junto a la morada del príncipe de Transilvania. Lo primero que se les presentó fue Cunegunda y la vieja, que estaban tendiendo al sol unas servilletas. Al ver esta escena, se puso amarillo el barón, y el tierno y enamorado Cándido, contemplando a Cunegunda ennegrecida, los ojos legañosos, enjutos los pechos, la cara arrugada y los brazos amoratados, retrocedió tres pasos y luego avanzó con buena crianza. Abrazó Cunegunda a Cándido y a su hermano, todos abrazaron a la vieja, y Cándido las rescató a ambas. Había una granjita en las inmediaciones, y propuso la vieja a Cándido que la comprase, hasta que toda la compañía hallara mejor acomodo. Cunegunda, que no sabía que estaba fea, no habiéndoselo dicho nadie, recordó sus promesas a Cándido en tono tan resuelto, que no se atrevió el pobre a replicar. Declaró, pues, al barón, que se iba a casar con su hermana; pero éste dijo: -Nunca consentiré yo semejante vileza de su parte, y tamaña osadía de la tuya, ni nunca me podrán echar en cara tal ignominia. ¿Conque los hijos de mi hermana no podrán entrar en los cabildos de Alemania? No, mi hermana no se ha de casar como no sea con un barón del imperio. Cunegunda se postró a sus plantas y las bañó en llanto; pero fue en balde. -¡Insensato y fatuo -le dijo Cándido- te he librado de galeras, he pagado tu rescate y el de tu hermana, que estaba fregando platos y que es fea; soy tan bueno que quiero que sea mi mujer, y todavía quieres tú estorbármelo! Si me dejara llevar de la ira te mataría por segunda vez. -Otras ciento me puedes matar -respondió el barón- pero no te has de casar con mi hermana mientras yo viva. Capítulo XXX Conclusión En el fondo de su corazón, no tenía Cándido ganas ningunas de casarse con Cunegunda; pero la mucha insolencia del barón lo determinó a acelerar las bodas, sin contar que Cunegunda insistía tanto, que no las podía dilatar más. Consultó, pues, a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pangloss compuso una erudita memoria probando que no tenía el barón derecho ninguno sobre su hermana, y que según todas las leyes del imperio podía Cunegunda casarse con Cándido dándole la mano izquierda; Martín fue de parecer de que tiraran al barón al mar, y Cacambo de que lo entregaran al arráez levantino, el cual lo volvería a poner a remar en la galera; luego lo enviarían al padre general por la primera embarcación que diese a la vela para Roma. Pareció bien esta idea; aprobó la vieja, y sin decir palabra a Cunegunda se puso en ejecución mediante algún dinero, teniendo así la satisfacción de engañar a un jesuita y escarmentar la vanidad de un barón alemán. Cosa natural era pensar que después de tantas desgracias, Cándido, casado con su amada, viviendo en compañía del filósofo Pangloss, del filósofo Martín, del prudente Cacambo y de la vieja, y habiendo traído tantos diamantes de la patria de los antiguos Incas, disfrutaría la vida más feliz; pero tanto lo estafaron los judíos, que no le quedaron más bienes que su pobre granjita. Su mujer, que cada día era más fea, se hizo desapacible e inaguantable, y la vieja cayó enferma, y era más regañona todavía que Cunegunda. Cacambo, que cavaba el huerto y llevaba a vender las hortalizas a Constantinopla, estaba rendido de faena y maldecía su suerte. Pangloss se desesperaba porque no lucía su saber en alguna Universidad de Alemania; sólo Martín, firmemente convencido de que en todas partes el hombre se encuentra mal, llevaba las cosas con paciencia. Algunas veces disputaban Cándido, Martín y Pangloss sobre metafísica y moral. Por las ventanas de la granjita se veían pasar con mucha frecuencia barcos cargados de efendis, bajaes y cadíes que iban desterrados a Lemnos, Mitilene y Erzerum, y llegar otros bajaes y otros efendis, que ocupaban el lugar de los depuestos y que lo eran ellos luego; y se veían cabezas rellenas adecuadamente con paja que se llevaban de regalo a la Sublime Puerta. Estas escenas daban materia a nuevas disertaciones, y cuando no disputaban se aburrían tanto, que la vieja se aventuró a decirles un día: -Quisiera yo saber qué es peor, ¿ser violada cien veces al día por piratas negros, verse cortar una nalga, pasar por baquetas entre los búlgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de fe, ser disecado, remar en galeras, y finalmente padecer cuantas desventuras hemos pasado, o estar aquí sin hacer nada? -Ardua es la cuestión -dijo Cándido. Suscitó este razonamiento nuevas reflexiones, y coligió Martín que el destino del hombre era vivir en las convulsiones de la angustia o en el letargo del tedio; Cándido no se lo concedía, pero no afirmaba nada; Pangloss confesaba que toda su vida había sido una serie de horrorosos infortunios; pero como una vez había sustentado que todo estaba perfecto, seguía sustentándolo sin creerlo. Lo que acabó de cimentar los detestables principios de Martín, de hacer titubear más que nunca a Cándido y de poner en confusión a Pangloss, fue que un día vieron llegar a la granjita a Paquita y a fray Hilarión en la más horrenda miseria. En breve tiempo se habían comido los tres mil duros, se habían dejado, vuelto a juntar y vuelto a reñir, habían sido puestos en la cárcel, se habían escapado, y finalmente fray Hilarión se había hecho turco. Paquita seguía ejerciendo su oficio, pero ya no ganaba con él para comer. -Bien había yo pronosticado -dijo Martín a Cándido- que en breve disiparían las dádivas de usted, y serían más miserables. Usted y Cacambo han rebosado en millones de pesos y no son más afortunados que fray Hilarión y Paquita. -¡Ah -dijo Pangloss a Paquita- conque te ha traído el cielo con nosotros! ¿Sabes, pobre muchacha, que me has costado la punta de la nariz, un ojo y una oreja? ¡Qué mudada estás! ¡Válgame Dios, lo que es este mundo! Esta nueva aventura les dio margen a que filosofaran más que nunca. En la vecindad vivía un derviche que gozaba la reputación del mejor filósofo de Turquía. Fueron a consultarle; habló Pangloss por los demás y le dijo: -Maestro, venimos a rogarte que nos digas para qué fue creado un animal tan extraño como el hombre. -¿Quién te mete en eso? -le dijo el derviche-; ¿te importa para algo? -Pero, reverendo padre, horribles males hay en la tierra. -¿Qué hace al caso que haya bienes o que haya males? Cuando envía Su Alteza un navío a Egipto ¿se informa de si se hallan bien o mal los ratones que van en él? -Pues ¿qué se ha de hacer? -dijo Pangloss. -Que te calles -respondió el derviche. -Yo esperaba -dijo Pangloss- discurrir con vos acerca de las causas y los efectos del mejor de los mundos, del origen del mal, de la naturaleza del alma y de la armonía preestablecida. En respuesta les dio el derviche con la puerta en las narices. Mientras estaban en esta conversación, se esparció la voz de que acababan de ahorcar en Constantinopla a dos visires del banco y al muftí10, y de empalar a varios de sus amigos, catástrofe que metió mucha bulla por espacio de algunas horas. Al volverse Pangloss, Cándido y Martín a la granjita encontraron a un buen anciano que estaba tomando el fresco a la puerta de su casa, bajo un emparrado de naranjos. Pangloss, que no era menos curioso que razonador, le preguntó cómo se llamaba el muftí que acababan de ahorcar. -No lo sé -respondió el buen hombre- ni nunca he sabido el nombre de muftí ni de visir11 alguno. Ignoro absolutamente la aventura de que me habláis; presumo, sí, que generalmente los que manejan los negocios públicos perecen a veces miserablemente, y que bien se lo merecen; pero jamás me informo de los sucesos de Constantinopla, contentándome con enviar a vender allá las frutas del huerto que labro. Dicho esto, convidó a los extranjeros a entrar en su casa; y sus dos hijas y dos hijos les presentaron muchas especies de sorbetes que ellos mismos fabricaban, de kaimak, guarnecido de cáscaras de cidra confitadas, de naranjas, limones, limas, piñas, pistachos y café de Moka, que no estaba mezclado con los malos cafés de Batavia y las islas de América; y luego las dos hijas del buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, Pangloss y Martín. -Sin duda que tenéis -dijo Cándido al turco- una vasta y magnífica posesión. -Nada más que veinte fanegas de tierra -respondió el turco- que labro con mis hijos; y el trabajo nos libra de tres insufribles calamidades: el aburrimiento, el vicio y la necesidad. Mientras se volvía Cándido a su granjita iba haciendo profundas reflexiones en las razones del turco, y le dijo a Pangloss y a Martín: -Se me figura que se ha sabido este buen viejo labrar una suerte muy más feliz que la de los seis monarcas con quien tuvimos la honra de cenar en Venecia. -Las grandezas -dijo Pangloss- son muy peligrosas, según opinan todos los filósofos: Eglón, rey de los moabitas, fue asesinado por Ahod; Absalón colgado de los cabellos y atravesado con tres saetas; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, muerto por Baza; el rey Ela por Zambri; Ocosías por Jehú; Atalía por Joyada; y los reyes Joaquín, Jeconías y Sedecías fueron esclavos. Sabido es de qué modo murieron Creso, Astiago, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Aníbal, Yugurta, Ariovisto, César, Pompeyo, Nerón, Otón, Vitelio, Domiciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Enrique VI, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Francia, el emperador Enrique IV; y nadie ignora… -Tampoco ignoro yo -dijo Cándido- que es menester cultivar nuestra huerta. -Razón tienes -dijo Pangloss-; porque cuando fue colocado el hombre en el paraíso del Edén, fue para labrarlo, ut operaretur eum, lo cual prueba que no nació para el sosiego. -Trabajemos, pues, sin argumentar -dijo Martín- que es el único medio de que sea la vida tolerable. Toda la compañía aprobó tan loable determinación. Empezó cada uno a ejercitar su habilidad, y la granjita rindió mucho. Verdad es que Cunegunda era muy fea, pero hacía excelentes pasteles; Paquita bordaba y la vieja cuidaba de la ropa blanca. Hasta fray Hilarión sirvió, pues aprendió a la perfección el oficio de carpintero y paró en ser hombre de bien. Pangloss decía algunas veces a Cándido: -Todos los sucesos están encadenados en el mejor de los mundos posibles; porque si no te hubieran echado a patadas en el trasero de un magnífico castillo por el amor de Cunegunda, si no te hubieran metido en la Inquisición, si no hubieras andado a pie por las soledades de la América, si no hubieras pegado una buena estocada al barón y si no hubieras perdido todos tus carneros del buen país de El Dorado, no estarías aquí ahora comiendo confite de cidra y pistachos. -Bien dice usted -respondió Cándido- pero tenemos que cultivar nuestra huerta. FIN 1. Cándido: Sencillo, ingenuo, sin malicia ni doblez. 2. Cuarteles: Líneas genealógicas. 3. Familiar: Agente de la Inquisición Española. 4. Auto de fe: Proclamación solemne de las sentencias dictadas por el tribunal de la Inquisición española, seguida de la abjuración de los errores o de la ejecución de la sentencia. 5. Sambenito: Especie de capote de lana amarilla, con la cruz de san Andrés y llamas de fuego, que utilizaban los inquisidores para vestir a los reos condenados por el tribunal de la Inquisición, incluso a los reconciliados. 6. Milano: Ave rapaz propia de las regiones cálidas o templadas, que alcanza 1,50 m de envergadura y tiene la cola larga y ahorquillada, y se alimenta de desperdicios y de pequeños animales. 7. Atrabiliario:  Irascible, irritable, de genio desigual. 8. Teatino: Relativo a una congregación de clérigos regulares fundada en Roma en 1524; miembro de esta congregación. 9. Pococurante: Que se preocupa poco. 10. Muftí: En el islam, jurisconsulto que da una sentencia legal o fetua. 11. Visir: En los países islámicos, jefe supremo de la administración.
Voltaire
Francia
1694-1778
El enigma
Minicuento
Acababa yo de construir un pabellón en el extremo de mi jardín, y oí a un topo que razonaba con un abejón: -Vaya una obra hermosa -dijo el topo-, tiene que ser un topo muy poderoso el que la haya construido. -Te burlas -dijo el abejón-, ha sido un abejón genial el arquitecto de esta obra. Desde ese día he resuelto no discutir nunca. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
El hombre de los cuarenta escudos
Cuento
Todo el mundo en la provincia de Candahar conoce la aventura del joven Rustán. Era hijo único de un mirza de la región; como quien dice un marqués en Francia o un barón en Alemania. Su padre, el mirza, tenía una fortuna considerable. El joven Rustán debía casarse con una doncella o mirzesa de su condición. Las dos familias deseaban apasionadamente. El debía ser el consuelo de sus padres, hacer feliz a su mujer y serlo con ella. Pero por desgracia había visto a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que es la feria más importante del mundo, e incomparablemente más frecuentada que las de Basora y Astracán; y he aquí por qué el anciano príncipe de Cachemira había ido a la feria en unión de su hija. Había perdido las dos piezas más raras de su tesoro: una era un diamante del tamaño del dedo pulgar, en el cual se había grabado el retrato de su hija, gracias a un arte que entonces dominaban los indios y que posteriormente se ha perdido; la otra era un venablo que iba por sí mismo adonde uno deseaba; lo cual no es nada extraordinario entre nosotros, pero que lo era en Cachemira. Un faquir de Su Alteza le robó esas dos joyas; las llevó a la princesa. -Guardad cuidadosamente estos dos objetos -le dijo-; vuestro destino depende de ellos. Luego partió y nunca volvió a saberse de él. El duque de Cachemira, sumido en la desesperación, decidió ir a la feria de Kabul para ver si de todos los mercaderes que allí van de las cuatro partes del mundo, alguno de ellos tuviera su diamante y su arma. En todos sus viajes se hacía acompañar por su hija. Ella llevaba su diamante bien oculto en el cinturón; y en cuanto al venablo, que no podía ocultar tan fácilmente, lo había dejado cuidadosamente encerrado en Cachemira en su gran cofre de la China. Rustán y ella se vieron en Kabul; se amaron con toda la sinceridad de su edad y todo el fuego de sus países. La princesa, en prenda de su amor, le dio su diamante, y Rustán, antes de separarse, le prometió que iría a verla secretamente a Cachemira. El joven mirza tenía dos favoritos que le servían de secretarios, de escuderos, de mayordomos y de ayudas de cámara. Uno se llamaba Topacio: era apuesto, bien formado, blanco como una circasiana, dócil y servicial como un armenio, juicioso como un guebro. El otro se llamaba Ebano: era un negro bastante bien parecido, más rápido, más ingenioso que Topacio, y a quien ninguna empresa parecía difícil. El les comunicó el proyecto de su viaje. Topacio trató de disuadirle con el celo circunspecto de un servidor que no quiere contrariar a su amo; le hizo ver todo lo que arriesgaba. ¿Cómo dejar a dos familias en la desesperación? ¿Cómo hundir un puñal en el corazón de sus padres? Rustán vaciló; pero Ebano le confirmó en su idea y disipó todos sus escrúpulos. El joven carecía de dinero para emprender un viaje tan largo. El prudente Topacio le aconsejaba que no lo tomara a préstamo; Ebano se encargó de ello. Sustrajo hábilmente el diamante a su amo, mandó hacer una imitación en todo semejante a la joya verdadera, que devolvió a su lugar, y empeñó el diamante a un armenio por varios millares de rupias. Cuando el marqués tuvo sus rupias, todo estuvo a punto para la marcha. Su equipaje fue cargado a lomos de un elefante; ellos iban a caballo. Topacio dijo a su amo: -Yo me tomé la libertad de poner objeciones a vuestra empresa; pero después de hacer objeciones, hay que obedecer; soy vuestro, os amo, os seguiré hasta el fin del mundo: pero consultemos por el camino al oráculo que está a dos parasangas de aquí. Rustán consintió. El oráculo respondió: «Si vas hacia Oriente, estarás en Occidente.» Rustán no comprendió nada de esta respuesta. Topacio afirmó que no presagiaba nada bueno. Ebano, siempre complaciente, le convenció de que era muy favorable. Aún había otro oráculo en Kabul; y allí fueron. El oráculo de Kabul respondió con estas palabras: «Si posees, no poseerás: si vences, no vencerás; si eres Rustán, no lo serás.» Este oráculo pareció todavía más ininteligible que el otro. -Tened mucho cuidado -decía Topacio. -No temáis nada -decía Ebano. Y este último, como ya puede imaginarse, tenía siempre razón ante su amo, cuya pasión y cuya esperanza alentaba. Al salir de Kabul atravesaron un gran bosque, se sentaron en la hierba para comer y dejaron pacer a los caballos. Cuando se disponían a descargar al elefante que llevaba la comida y el servicio, se dieron cuenta de que Topacio y Ebano habían desaparecido de la pequeña caravana. Les llamaron; en el bosque resonaron los nombres de Ebano y de Topacio. Los criados les buscaron por todas partes y llenaron el bosque con sus gritos; volvieron sin haber visto nada, sin que nadie hubiese respondido. -Lo único que hemos encontrado -dijeron a Rustán- es un buitre que luchaba con un águila y que le arrancaba todas sus plumas. La descripción de este combate picó la Curiosidad de Rustán; se dirigió a pie hacia el lugar y allí no vio ni buitre ni águila; pero vio a su elefante, aún completamente cargado con su equipaje, que era atacado por un enorme rinoceronte. El uno embestía con el cuerno, el otro golpeaba con la trompa. El rinoceronte, al ver a Rustán, abandonó la lucha; los criados se hicieron cargo del elefante, pero les fue imposible encontrar los caballos. -¡Qué cosas tan extrañas ocurren en los bosques cuando uno viaja! -exclamaba Rustán. Los criados estaban consternados, y el amo desesperado por haber perdido al mismo tiempo sus caballos, a su querido negro y al juicioso Topacio, por quien seguía sintiendo un gran afecto, a pesar de que nunca fuera de su parecer. La esperanza de estar muy pronto a los pies de la bella princesa de Cachemira le consolaba, cuando tropezó con un gran asno rayado al que un rústico, vigoroso y terrible daba cien bastonazos. Nada más hermoso, ni más raro, ni más ligero en la carrera que los asnos de esta especie. Aquél respondía a la lluvia de estacazos del villano con unas coces capaces de desarraigar un roble. El joven mirza tomó, como era justo, el partido del asno, que era un animal encantador. El rústico huyó diciendo al asno: -Me las pagarás. El asno dio las gracias a su libertador en su lenguaje, se acercó, se dejó acariciar y acarició. Rustán, después de haber comido, montó en él y tomó el camino de Cachemira con sus criados, que le seguían, unos a pie y otros montados en el elefante. Apenas se vio sobre el asno, cuando este animal se dirige hacia Kabul en vez de seguir el camino de Cachemira. Aunque su amo tira de la brida, le da sacudidas, aprieta las rodillas, le clava las espuelas, arroja la brida, tira hacia sí, le azota a derecha y a izquierda, el terco animal sigue corriendo en dirección a Kabul. Rustán sudaba, se agitaba, se desesperaba, cuando encontró a un mercader de camellos que le dijo: . -Señor, vais montado en un asno muy ladino que os lleva adonde no queréis ir; si queréis cedérmelo, yo os daré a cambio cuatro de mis camellos que vos mismo elegiréis. Rustán dio gracias a la Providencia por haberle proporcionado un trato tan ventajoso. -Topacio se equivocaba por completo -dijo- cuando me anunciaba que mi viaje sería desgraciado. Montó en el más hermoso de los camellos y los otros tres le siguieron; y volvió a reunirse con su caravana, viéndose ya en el camino de su dicha. Apenas habían andado cuatro parasangas cuando les cortó el paso un torrente profundo, ancho e impetuoso que arrastraba grandes rocas blanqueadas de espuma. Las dos orillas eran horribles precipicios que deslumbraban los ojos y helaban el corazón; ningún medio de cruzar, ninguna manera de ir a la derecha o a la izquierda. -Empiezo a temer -dijo Rustán- que Topacio estaba en lo cierto al desaconsejarme que hiciera este viaje, y que cometí un grave error al emprenderlo; si al menos le tuviese a mi lado, podría darme algún buen consejo. Si tuviera a Ebano, él me consolaría y encontraría alguna solución; pero todo me faltaba. La consternación que se había apoderado de sus criados aumentaba su turbación; había oscurecido por completo y pasaron la noche lamentándose. Por fin, la fatiga y el abatimiento cerraron los ojos al viajero enamorado. Se despertó al amanecer y vio un hermoso puente de mármol que cruzaba el torrente uniendo ambas orillas. Solamente se oían exclamaciones, gritos de sorpresa y de júbilo. «¿Es posible? ¿Estamos soñando? ¡Qué prodigio! ¡Qué encantamiento! ¿Nos atreveremos a pasar?» Toda la expedición caía de rodillas, se levantaba, iba hacia el puente, besaba la tierra, contemplaba el cielo, extendía las manos, apoyaba un pie tembloroso en el puente, iba y venía, estaba en éxtasis; y Rustán decía: -Por ahora el Cielo me favorece; Topacio no sabía lo que se decía; los oráculos me eran favorables; Ebano tenía razón; pero ¿por qué no está a mi lado? Apenas todos los hombres hubieron cruzado a la otra orilla, cuando el puente se desplomó en el agua con un horrísono estruendo. -¡Tanto mejor, tanto mejor! -exclamó Rustán-. ¡Dios sea loado! ¡El Cielo sea bendito! No quiere que vuelva a mi tierra, en la que no hubiese sido más que un simple gentilhombre; quiere que me case con mi amada. Seré príncipe de Cachemira; y así, al poseer a mi amada, no poseeré mi pequeño marquesado de Candahar. Seré Rustán y no lo seré, puesto que me convertiré en un gran príncipe; ya está explicado claramente y en mi favor una gran parte del oráculo, el resto se explicará semejantemente; soy supremamente feliz. Pero ¿por qué Ebano no está junto a mí? Le echo de menos mil veces más que a Topacio. Recorrió unas cuantas parasangas más con la mayor alegría; pero, a la caída de la tarde, una cadena de montañas más empinadas que una contraescarpa y más altas de lo que hubiera sido la torre de Babel en caso de terminarse, cerró por completo el paso a la caravana, dominada por el temor. Todo el mundo exclamó: -¡Dios quiere que perezcamos aquí! Si ha hecho que se desmoronase el puente ha sido tan sólo para arrebatarnos toda esperanza de regreso; si ha elevado la montaña ha sido tan sólo para privarnos de todo medio de seguir adelante. ¡Oh, desventurado marqués! Nunca llegaremos a ver Cachemira, nunca volveremos a la tierra de Candahar. El más intenso dolor, el mayor de los abatimientos sucedían en el alma de Rustán al inmoderado júbilo que había sentido, a las esperanzas con las que se había embriagado. Estaba muy lejos de interpretar las profecías en favor suyo. -¡Oh, Cielo! ¡Oh, Dios paternal! ¿Por qué habré perdido a mi amigo Topacio? Mientras pronunciaba estas palabras emitiendo profundos suspiros y vertiendo lágrimas en medio de sus desesperados servidores, vio abrirse la base de la montaña y presentarse ante sus maravillados ojos una larga galería abovedada, iluminada por cien mil antorchas; ante lo cual Rustán prorrumpió en exclamaciones y sus criados cayeron de rodillas o se desplomaron de espaldas por la sorpresa, gritando «¡milagro!» y diciendo: -Rustán es el favorito de Visnú, el bienamado de Brahma; será el dueño del mundo. El propio Rustán así lo creía, estaba fuera de sí, como enajenado. -¡Ah, Ebano, mi querido Ebano! ¿Dónde estás? ¡Cuánto me duele que no seas testigo de todas estas maravillas! ¿Por qué te habré perdido? Bella princesa de Cachemira, ¿cuándo volveré a ver tus encantos? Se adelanta con sus criados, su elefante, sus camellos, bajo la bóveda de la montaña, al término de la cual sale a una pradera esmaltada de flores y limitada por unos arroyuelos; y al final de la pradera empiezan unas avenidas de árboles hasta perderse de vista; y al extremo de estas avenidas, un río, a lo largo del cual hay mil quintas de recreo, con jardines deliciosos. Oye por doquier conciertos de voces y de instrumentos; ve bailes; se apresura a cruzar uno de los puentes del río; pregunta al primer hombre al que encuentra cuál es aquel hermoso país. El hombre a quien se había dirigido le respondió: -Os encontráis en la provincia de Cachemira; aquí veis a sus habitantes entregados al júbilo y a los placeres; celebramos las bodas de nuestra hermosa princesa, que va a casarse con el señor Barbarú, a quien su padre la ha prometido; ¡que Dios perpetúe su felicidad! Al oír estas palabras Rustán cayó desvanecido, y el señor cachemiro creyó que era víctima de la epilepsia; le hizo llevar a su casa, en la que estuvo largo rato sin conocimiento. Fueron a llamar a los dos médicos más hábiles de la comarca; éstos tomaron el pulso al enfermo, quien, después de haber recuperado el conocimiento, sollozaba, ponía los ojos en blanco y exclamaba a cada momento: -¡Topacio, Topacio, qué razón tenias! Uno de los dos médicos dijo al señor cachemiro: -Veo por su acento que es un joven de Candahar, a quien el aire de este país no sienta bien; hay que devolverle a su tierra; veo en sus ojos que se ha vuelto loco; confiádmelo, yo le devolveré a su patria y le curaré. El otro médico aseguró que sólo estaba enfermo de pesar, que había que llevarle a la boda de la princesa y hacerle bailar. Mientras ellos discutían, el enfermo recobró sus fuerzas; los dos médicos fueron despedidos y Rustán se quedó a solas con su huésped. -Señor -le dijo-, os pido perdón por haberme desvanecido delante de vos, ya sé que esto es muy poco cortés; os suplico que os dignéis aceptar mi elefante como muestra de mi gratitud por las bondades con que me habéis honrado. Luego le contó todas sus aventuras, guardándose mucho de hablarle del objeto de su viaje. -Pero en nombre de Visnú y de Brahma -le dijo-, decidme quién es este feliz Barbarú que se casa con la princesa de Cachemira; por qué su padre le ha elegido como yerno y por qué la princesa le ha aceptado como esposo. -Señor -le dijo el cachemiro-, la princesa está muy lejos de haber aceptado a Barbarú; por el contrario, está deshecha en llanto, mientras toda la provincia celebra con júbilo sus bodas; se ha encerrado en la torre de su palacio; no quiere ver ninguna de las fiestas que se celebran en su honor. Rustán, al oír estas palabras, se sintió renacer; el brillo de sus colores, que el dolor había apagado, reapareció en su rostro. -Decidme, os lo ruego -siguió-, ¿por qué el príncipe de Cachemira se obstina en dar su hija a un Barbarú que ella rechaza? -He aquí lo ocurrido -respondió el cachemiro-. ¿Sabéis que nuestro augusto príncipe había perdido un gran diamante y un venablo por los que sentía gran aprecio? -¡Ah! Claro que lo sé -dijo Rustán. -Sabed, pues -dijo su huésped-, que nuestro príncipe, desesperado al no tener noticias de sus dos joyas, después de haberlas hecho buscar mucho tiempo por toda la tierra, prometió su hija a quien le devolviera el uno o el otro. Y se presentó un tal señor Barbarú con el diamante, y mañana se casa con la princesa. Rustán palideció, farfulló un cumplido, se despidió de su huésped y, después de montar en su dromedario, se apresuró a dirigirse a la capital donde debía celebrarse la ceremonia. Llegó al palacio del príncipe; dijo que tenía algo importante que comunicarle; pidió una audiencia; le respondieron que el príncipe estaba ocupado con los preparativos de la boda. -Precisamente es de eso de lo que quiero hablarle -dijo. Tanto insistió, que por fin le dejaron pasar. -Excelencia -dijo-, ¡que Dios corone todos vuestros días de gloria y de magnificencia! Vuestro yerno es un bribón. -¿Un bribón? ¿Qué osáis decirme? ¿Es así como se habla a un duque de Cachemira del yerno que él ha elegido? -Si., un bribón -repitió Rustán-, y para demostrarlo a Vuestra Alteza, aquí tenéis vuestro diamante, que yo os traigo. El duque, muy sorprendido, comparó los dos diamantes; y como él no entendía mucho en la materia, fue incapaz de decir cuál era el verdadero. -Ahora tengo dos diamantes -dijo-, pero sólo tengo una hija; ¡qué situación más singular y embarazosa! Mandó llamar a Barbarú y le preguntó si no le había engañado. Barbarú juró que había comprado su diamante a un armenio; el otro no decía de dónde había sacado el suyo, pero propuso una solución: rogó a Su Alteza que le permitiera combatir inmediatamente con su rival. -No basta con que vuestro yerno dé un diamante -decía-; tiene también que dar pruebas de valor; ¿no os parece justo que el que dé muerte al otro se case con la princesa? -Me parece muy bien -respondió el príncipe-, será un espléndido espectáculo para la corte; batíos los dos inmediatamente; el vencedor tomará las armas del vencido, según la costumbre de Cachemira, y se casará con mi hija. Los dos pretendientes bajaron acto seguido al patio. En la escalera había una urraca y un cuervo. El cuervo gritaba: «Batíos, batíos; y la urraca: «No os batáis.» Esto hizo reír al príncipe; los dos rivales apenas le prestaron atención: empezaron el combate; todos los cortesanos formaban un círculo en torno a ellos. La princesa, que seguía voluntariamente encerrada en su torre, se negó a asistir a este espectáculo; estaba muy lejos de sospechar que su amado se encontraba en Cachemira, y sentía tanto horror por Barbarú, que no quería ver nada. El combate se desarrolló del mejor modo posible; Barbarú cayó muerto en seguida, y al pueblo le pareció de perlas, porque era feo y Rustán era muy buen mozo: casi siempre es esto lo que decide el favor público. El vencedor revistió la cota de malla, la banda y el casco del vencido, y se dirigió, seguido de toda la corte y al son de las charangas, hasta el pie de las ventanas de su amada. Todo el mundo gritaba: -Bella princesa, asomaos para ver a vuestro guapo marido que ha matado a su feo rival. Sus doncellas le repitieron estas palabras. Por desgracia la princesa se asomó a la ventana, y, al ver la armadura de un hombre al que aborrecía, corrió desesperada a su cofre de China, y sacó de él el venablo fatal y lo lanzó, atravesando a su querido Rustán, que no llevaba la coraza; él profirió un penetrante grito, y por este grito la princesa creyó reconocer la voz de su desventurado amante. Bajó desmelenada y con la angustia en los ojos y en el corazón. Rustán se había desplomado ensangrentado en los brazos de su padre. Ella le vio: ¡oh, qué momento, oh, qué visión, oh, qué reconocimiento, del que sería imposible expresar ni el dolor, ni el amor, ni el horror! Se arrojó sobre él, besándole: -Ahora recibes -le dijo- los primeros y los últimos besos de tu amada y de tu asesina. Retiró el venablo de la herida, se lo hundió en el corazón y murió sobre el amante al que adoraba. El padre, horrorizado, enloquecido, dispuesto a morir como ella, trató en vano de devolverla a la vida; la joven ya no existía; el príncipe maldijo entonces aquel venablo fatal, lo rompió en pedazos, arrojó a lo lejos sus dos diamantes funestos; y mientras preparaban los funerales de su hija, en lugar de su boda, hizo llevar a su palacio al ensangrentado Rustán, que aún conservaba un hálito de vida. Le depositaron sobre una cama. Lo primero que vio a ambos lados de este lecho mortuorio fue a Topacio y a Ebano. Su sorpresa le devolvió un poco de fuerzas. -¡Ah, crueles! -dijo-. ¿Por qué me habéis abandonado? Tal vez la princesa aún viviría si hubieseis permanecido junto al desventurado Rustán. -Yo no os he abandonado ni un momento -dijo Topacio. – Yo siempre he estado junto a vos -dijo Ebano. -¡Ah! ¿Qué me decís? ¿Por qué insultar mis últimos momentos? -respondió Rustán con voz desfalleciente. -Bien podéis creerme -dijo Topacio-; ya sabéis que nunca he aprobado este fatal viaje cuyas horribles consecuencias preveía. Yo era el águila que combatió con el buitre y que fue desplumada por él; yo era el elefante que se llevaba el equipaje para obligaros a volver a vuestra patria; yo era el asno rayado que os devolvía a pesar vuestro a la casa de vuestro padre; fui yo quien perdí vuestros caballos; yo quien formó el torrente que os cortó el paso; yo quien elevó la montaña que os impedía continuar un camino tan funesto; yo era el médico que os aconsejaba volver a respirar el aire natal; yo era la urraca que os gritaba que no combatieseis. -Y yo -dijo Ebano- era el buitre que desplumó al águila; el rinoceronte que dio cien cornadas al elefante; el rústico que apaleaba al asno rayado; el mercader que os proporcionaba camellos para correr a vuestra perdición; yo construí el puente por el que pasasteis; yo cavé la caverna que atravesasteis; yo era el médico que os alentaba a andar; el cuervo que os gritaba que combatieseis. -¡Ay de mí!. Acuérdate de los oráculos -dijo Topacio-: «Si vas hacia Oriente, estarás en Occidente.» -Si -dijo Ebano-, aquí sepultan a los muertos con la cara vuelta hacia Occidente: el oráculo era claro, ¿cómo no lo comprendiste? «Has poseído y no poseerás»; porque tenias el diamante, pero era falso y tú no lo sabías. Vences y mueres; eres Rustán y dejas de serlo: todo se ha cumplido.» Mientras hablaba así, cuatro alas blancas cubrieron el cuerpo de Topacio y cuatro alas negras el de Ebano. -¿Qué es lo que veo? -exclamó Rustán. Topacio y Ebano respondieron a un tiempo: -Ves a tus dos genios. -Pero, vamos a ver, señores -les dijo el desventurado Rustán-, ¿por qué teníais que mezclaros en todo eso? ¿Y por qué dos genios para un pobre hombre? -Es la ley -dijo Topacio-; cada hombre tiene sus dos genios, Platón fue el primero en decirlo y luego otros lo han repetido; ya ves que nada es más verdad. Yo que te estoy hablando soy tu genio bueno, y mi deber era velar por ti hasta el último momento de tu vida; he cumplido fielmente mi misión. -Pero -dijo el moribundo- si tu misión era servirme, es que yo soy de una naturaleza muy superior a la tuya; ¿y cómo te atreves a decirme que eres mi genio bueno cuando has dejado que me engañase en todo lo que he emprendido, y me dejas morir, a mí y a mi amada, miserablemente? -¡Ay! Tal era tu destino -dijo Topacio. -Si es el destino el que lo hace todo -dijo el moribundo-, ¿para qué sirve un genio? Y tú, Ebano, con tus cuatro alas negras, por lo visto te has erigido en mi genio malo. -Vos lo habéis dicho -respondió Ebano. -Pero entonces, ¿eras también el genio malo de mi princesa? -No, ella tenía el suyo, y yo le he secundado perfectamente. -¡Ah, maldito Ebano! Si tan malvado eres, no debes pertenecer al mismo amo que Topacio. ¿Es que los dos habéis sido formados por dos principios diferentes, uno de los cuales es bueno y el otro malo por su naturaleza? -De una cosa no se deduce la otra -dijo Ebano-, ésta es una gran dificultad. -No es posible -siguió diciendo el agonizante- que un ser favorable haya hecho un genio tan funesto. -Posible o no posible -contestó Ebano-, la cosa es tal como te digo. -¡Ay! -dijo Topacio-. Mi pobre amigo, ¿no ves que este granuja aún tiene la malicia de hacerte discutir para encenderte la sangre y apresurar la hora de tu muerte? -Pues mira, yo no estoy mucho más contento de ti que de 61 -dijo el triste Rustán-; al menos él reconoce que ha querido perjudicarme; y tú, que pretendías defenderme, no me has servido de nada. -Lo cual siento muchísimo -dijo el buen genio. -Y yo también -dijo el moribundo-; hay algo en el fondo de todo eso que no comprendo. -Ni yo tampoco -dijo el pobre genio bueno. -Dentro de un momento lo sabré -dijo Rustán. -Esto es lo que vamos a ver -dijo Topacio. Entonces todo desapareció. Rustán se encontró en la casa de su padre, de la que no había salido, y en su cama, en la que había dormido una hora. Se despertó con sobresalto, bañado en sudor, asustado; se palpó el cuerpo, llamó, gritó, agitó la campanilla. Su ayuda de cámara, Topacio, acudió con su gorro de dormir, y bostezando. -¿Estoy muerto, o vivo? -exclamó Rustán-. ¿Se salvará la bella princesa de Cachemira? -¿Ha soñado el señor? -respondió fríamente Topacio. -¡Ah! -exclamó Rustán-. ¿Qué se ha hecho de ese bárbaro de Ebano con sus cuatro alas negras? El es quien me hace morir de una muerte tan cruel. -Señor, le he dejado arriba, está roncando; ¿queréis que le haga bajar? -¡El malvado! Hace seis meses enteros que me persigue; él es quien me llevó a aquella feria fatal de Kabul; fue él quien me sustrajo el diamante que me había dado la princesa; él fue la única causa de mi viaje, de la muerte de la princesa y de la herida de venablo de la que muero en la flor de la edad. -Tranquilizaos -dijo Topacio-; vos nunca habéis estado en Kabul; en Cachemira no hay ninguna princesa; su padre sólo ha tenido dos varones que actualmente están en el colegio. Vos nunca habéis tenido un diamante; la princesa no puede haber muerto, puesto que nunca nació; y vos os encontráis en perfecto estado de salud. -Pero ¿cómo? ¿No es verdad que tú me asistías en la hora de mi muerte, en la cama del príncipe de Cachemira? ¿No has confesado que para protegerme de tantas desdichas habías sido águila, elefante, asno rayado, médico y urraca? -El señor ha debido de soñar todo eso: cuando dormimos, nuestras ideas ya no dependen de nosotros como en la vigilia. Dios ha querido que esta sarta de ideas os haya pasado por la cabeza probablemente para daros alguna instrucción que os será provechosa. -Te estás burlando de mí -le contestó Rustán-. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? -Señor, habéis dormido menos de una hora. -Pues bien, maldito disputador, ¿cómo quieres que en una hora haya ido a la feria de Kabul hace seis meses, que haya regresado, que haya hecho el viaje a Cachemira, y que estemos muertos Barbarú, la princesa y yo? -Señor, nada más fácil ni más ordinario, e igualmente hubierais podido dar la vuelta al mundo y correr muchas más aventuras en mucho menos tiempo. ¿No es cierto que podéis leer en una hora el compendio de la historia de los persas, escrita por Zoroastro? Y sin embargo, este compendio abarca ochocientos mil años. Todos estos acontecimientos desfilan ante vuestros ojos uno tras otro en una hora; ahora bien, tendréis que convenir conmigo en que a Brahma le es tan fácil meterlos todos en el espacio de una hora como extenderlos en el espacio de ochocientos mil años; esto es exactamente la misma cosa. Figuraos que el tiempo gira sobre una rueda cuyo diámetro es infinito. Bajo esta rueda inmensa hay una multitud innumerable de ruedas, unas dentro de otras; la del centro es imperceptible y da un número infinito de vueltas exactamente en el mismo tiempo que invierte la rueda grande en dar una sola vuelta. Es evidente que todos los hechos, desde el comienzo del mundo hasta su fin, pueden ocurrir sucesivamente en mucho menos tiempo de una cienmilésima parte de segundo; e incluso puede decirse que la cosa es así. -No comprendo nada -dijo Rustán. -Si me lo permitís -dijo Topacio-, tengo un loro que os lo hará comprender fácilmente. Nació poco tiempo antes del diluvio y estuvo en el arca de Noé; ha visto muchas cosas; y no obstante solamente tiene un año y medio; él os contará su historia, que es muy interesante. -Id en seguida a buscar vuestro loro -dijo Rustán-; él me distraerá hasta que pueda volver a conciliar el sueño. -Lo tiene mi hermana la religiosa dijo Topacio-: voy a buscarlo, estoy seguro de que quedaréis contento; su memoria es fiel, cuenta las cosas con toda sencillez, sin aspirar a lucir su ingenio en todo momento, y sin hacer grandes frases. -Miel sobre hojuelas -dijo Rustán-, así es como me gustan los cuentos. Le llevaron el loro, el cual habló del modo siguiente: N. B. La señorita Catherine Vadé hasta ahora no ha podido encontrar la historia del loro en el cartapacio de su difunto primo Antoine Vadé1, autor de este cuento. Es una verdadera lástima, dado el tiempo en que había vivido el tal loro. 1. Personajes inexistentes.
Voltaire
Francia
1694-1778
El mundo tal como va
Cuento
El gran mago planteó esta cuestión: –¿Cuál es, de todas las cosas del mundo, la más larga y la más corta, la más rápida y la más lenta, la más divisible y la más extensa, la más abandonada y la más añorada, sin la cual nada se puede hacer, devora todo lo que es pequeño y vivifica todo lo que es grande? Le tocaba hablar a Itobad. Contestó que un hombre como él no entendía nada de enigmas y que era suficiente con haber vencido a golpe de lanza. Unos dijeron que la solución del enigma era la fortuna, otros la tierra, otros la luz. Zadig consideró que era el tiempo. –Nada es más largo, agregó, ya que es la medida de la eternidad; nada es más breve ya que nunca alcanza para dar fin a nuestros proyectos; nada es más lento para el que espera; nada es más rápido para el que goza. Se extiende hasta lo infinito, y hasta lo infinito se subdivide; todos los hombres le descuidan y lamentan su pérdida; nada se hace sin él; hace olvidar todo lo que es indigno de la posteridad, e inmortaliza las grandes cosas. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Fábula
Minicuento
Un apacible viejo, que siempre se queja del tiempo presente y alaba el pasado, me decía en una ocasión: -Amigo, Francia no es tan rica como lo era en tiempo de Enrique IV. ¿Y por qué? Porque no están los campos bien cultivados, porque faltan brazos para la labranza; porque al encarecer los jornales, dejan muchos colonos sus tierras sin labrar. -¿De dónde procede esa escasez de labriegos? -De que todo aquel que es inteligente toma el oficio de bordador, de grabador, de relojero, de tejedor de seda, de procurador o teólogo. De que la revocación del edicto de Nantes ha dejado un inmenso vacío en el reino. De que se han multiplicado las monjas y los pordioseros, y en fin, de que cada uno esquiva, en cuanto puede, las penosas faenas de la tierra, para las que Dios nos ha creado, y que tenemos por indignas, de puro lógicos que somos. Otra causa de nuestra pobreza es la muchedumbre de necesidades nuevas: pagamos a nuestros vecinos 15.000.000 por este artículo, 20 ó 30 por aquél. Metemos en las narices un polvo hediondo que viene de América, y tomar café, té, chocolate y obtener la grana, el añil, y las especias nos cuesta más de 200.000.000 de reales al año. Nada de esto era conocido en tiempo de Enrique IV como no fuesen las especias, que se consumían mucho menos. Gastamos cien veces más cera, y más de la mitad nos viene de país extranjero, porque no cuidamos de aumentar nuestras colmenas. Las mujeres de París y demás grandes ciudades llevan hoy al cuello, en las manos y en las orejas más diamantes que todas las damas de palacio en tiempos de Enrique IV, sin exceptuar la reina. Casi todas estas superfluidades las tenemos que pagar en dinero contante. Pagamos más de 60.000.000 de réditos a los extranjeros. Cuando subió Enrique IV al trono, encontró una deuda de 2.000.000 que reembolsó en gran parte, para aliviar de esta carga al Estado. Nuestras contiendas civiles, trajeron a Francia los tesoros de Méjico, cuando don Felipe el Prudente quiso comprar el reino; pero después las guerras en países extranjeros nos han aligerado de la mitad de nuestro dinero. Estas son, en parte, las causas de nuestra pobreza, que escondemos bajo hermosos artesonados y entre el primor de nuestras modas; aunque tenemos buen gusto, somos pobres. Asentistas, empresarios y comerciantes hay riquísimos, y muy ricos son sus hijos y sus yernos, pero la nación, en general, es pobre. Los argumentos, buenos o malos, de este viejo me hicieron mucha impresión, porque el cura de mi parroquia, que siempre me quiso bien, me enseñó algo de historia y geometría, y sé discurrir, cosa muy rara en mi tierra. No sabré decir si llevaba razón; pero como soy muy pobre, no me fue difícil creer que había muchos como yo. I.– Desgracias del hombre de los cuarenta escudos Quiero que sepa el universo que tengo una tierra que me valdría cuarenta escudos, si no fuese por los tributos que paga. Según el preámbulo de unos cuantos decretos lanzados por ciertas personas que gobiernan al Estado, los poderes legislativo y ejecutivo son, por derecho divino, copropietarios de mi tierra, y les debo la mitad, por lo menos, de cuanto como. No puedo menos de persignarme al considerar la capacidad estomacal de los poderes legislativo y ejecutivo. ¿Pues qué sería si esos poderes que presiden el orden esencial de las sociedades se llevan mi tierra toda entera? La cosa sería más «divina» todavía. Su Excelencia, el señor ministro de Hacienda, sabe muy bien que, contándolo todo, no pagaba yo antes más de 44 reales, lo que ya era para mí una carga muy pesada, y que no hubiese podido sobrellevar si no me hubiere favorecido Dios con la habilidad de hacer cestos de mimbre, con lo cual ganaba para aliviar a mi pobreza. ¿Pues cómo he de poder dar de repente al rey 20 escudos? En su preámbulo decían también los ministros que el campo es el único que debe pagar; porque todo, hasta las lluvias, provienen de la tierra; y que, por consiguiente, de los frutos de la tierra deben salir los impuestos. Durante la última guerra vino un alguacil a mi casa, y me pidió como contribución tres fanegas de trigo y un costal de habas, valor en total de 20 escudos, para continuar la guerra que se estaba haciendo, sin que yo sepa por qué, y en la cual guerra, según decían, no iba Francia a ganar nada y en cambio aventuraba perder mucho. Como a la sazón yo no tenía trigo, ni habas, ni un ochavo, el poder legislativo y el ejecutivo me metieron en la cárcel y continuó la guerra como Dios quiso. Al salir de la prisión, con sólo el pellejo y los huesos, topé de manos a boca con un hombre gordo y colorado, que iba en un coche de seis caballos, con seis lacayos detrás, a cada uno de los cuales le daba de salario doble de lo que yo tenía; su mayordomo, que estaba de tan buen aspecto como él, ganaba 2.000 francos al año, y robaba 20.000. La moza del hombre gordo y colorado no le costaba a éste más de 40.000 escudos cada medio año. Cuando le conocí en otro tiempo era más pobre que yo. Para consolarme me dijo que tenía una renta de 400.000 libras. -Según eso, paga usted doscientos mil al Estado -le dije-, para sostener la ventajosísima guerra que estamos haciendo; porque yo que no tengo más que 40 escudos de renta pago la mitad. -¿Contribuir yo a las cargas del Estado? -replicó-. Usted se burla, amigo mío. Yo heredé a un tío que había ganado ocho millones en Cádiz y en Surate, y no poseo ni un celemín de tierra. Toda mi fortuna está invertida en créditos sólidos y buenas letras de cambio. De modo que nada debo al Estado. Usted que posee tierras sí debe pagar la mitad de lo que tiene. Todo procede de la tierra; la moneda y los libramientos no son más que instrumentos de cambio. En vez de jugar a una carta en el faraón 100 sacos de trigo, 100 vacas, 1.000 carneros y 200 fanegas de cebada, pongo yo un montón de oro que representa todos esos miserables géneros. Además, si después de haber pagado por ellos su propietario el impuesto correspondiente, me pidieran a mí más dinero, sería arbitrario. Sería pagar dos veces una misma cosa. Mi tío vendió en Cádiz por valor de 2 millones de trigo de Francia, y otros dos millones de tejidos de lana hechos en nuestras fábricas y en estas dos ventas ganó más de un 100 por 100. Como usted ve esta ganancia la hizo sobre tierras que había pagado ya: lo que mi tío le compra a usted por 2, lo vendía en Méjico por 200. Deduciendo todo gasto ganó 8 millones. Hubiera sido una injusticia enorme cobrarle un solo franco de los 2 que a usted le había pagado. Si veinte sobrinos como yo, cuyos tíos en Méjico, en Buenos Aires, en Lima, en Surate o en Pondichery, hubiesen ganado 8 millones, prestaran al Estado 200.000 francos cada uno en una urgencia de la patria, el tal empréstito ascendería a 4 millones. ¡Qué horror! Pague usted pues, amigo mío, ya que disfruta en paz de una renta de cuarenta escudos limpios de polvo y paja; sirva con celo a la patria y véngase de cuando en cuando a comer con mis criados. Tan plausible razonamiento me dio mucho que pensar, pero no logró consolarme. II.– Conversación con un geómetra Muchas veces sucede que no sabe uno qué responder a un argumento que no convence aunque sea lógico. Un cierto escrúpulo, cierta repugnancia impiden creer lo que está probando. Nos explica un geómetra que entre un círculo y una tangente pueden pasar infinidad de líneas curvas, y que no es posible que pase una recta; los ojos y la razón nos dicen lo contrario; el geómetra afirma que se trata de un infinito de segundo orden. Uno se calla sorprendido, sin entender nada y sin replicarle. Consulta luego con otro geómetra, menos rígido y le oye decir: «Suponemos, lo que no existe en la naturaleza, líneas con longitud y sin grosor; físicamente hablando, es imposible que una línea real corte a otra; ni curva ni recta, ninguna línea real puede pasar por entre otras dos en su punto de contacto. Creer otra cosa es fantasear, es un juego de la inteligencia; la geometría verdadera es el arte de medir las cosas existentes». Cuando yo oí esta confesión de labios de un matemático, en medio de mi desventura, me eché a reír al considerar que hasta en las ciencias exactas hay mixtificación y engaño. Era mi geómetra un ciudadano filósofo, que algunas veces se había dignado discutir conmigo en mi pobre vivienda. Decíale yo: -Caballero, usted ilustra a los papanatas de París acerca de lo que más importa a los hombres, que es la duración de la vida humana; si el gobierno sabe cuánto debe pagar de renta a cada uno de los beneficiarios de su deuda según la edad de ellos, gracias a usted existe un proyecto para llevar a cada casa de París el agua que le hace falta, y librarnos, al fin, del vergonzoso pregón de «¿quién compra agua?» y de ver muchos que suben cubos de ella a un cuarto piso. Ahora bien, dígame por favor, cuántos animales bímanos y bípedos hay en Francia. El geómetra: Dicen que hay unos 20.000.000 y yo acepto el cálculo, que es muy probable, mientras se comprueba, cosa que sería muy fácil y que aún no han hecho, porque nunca se piensa en todo. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Cuántas fanegas de tierra tiene Francia? El geómetra: Ciento sesenta millones; cerca de la mitad en bosques, lugares, villas y ciudades, páramos, pantanos, arenales, terrenos estériles, conventos inútiles, jardines de recreo, más agradables que útiles, tierras sin cultivar, y tierras muy malas y peor cultivadas. Los campos que dan fruto, se pueden reducir a 100.000.000 de fanegas; pero, pongamos ciento cinco, porque no se diga que somos mezquinos con nuestra patria. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Cuánto cree usted que da cada fanega, un año con otro, término medio, de trigo y de toda especie de semillas, vino, leña, metales, animales, fruta, lana, seda, leche, aceite, etc., deducidos los gastos, y sin contar el impuesto? El geómetra: Si una con otra produce 100 reales, será todo lo más, pero contemos hasta diez escudos por no desalentar a nuestros compatriotas: tierras hay que dan hasta 100 por fanega, y otras que no producen arriba de uno; la media proporcional entre uno y ciento es diez, porque bien sabe usted que uno es a diez como diez es ciento. Bien es verdad que si hubiese muchas fanegas que diesen diez, y muy pocas que diesen ciento, no saldría la cuenta; pero vuelvo a decir que no me quiero parar en menudencias. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Y cuánto producen en dinero los 105.000.000 de fanegas de tierra? El geómetra: La cuenta es clara: 1.050.000.000 de escudos, valor actual de la plata. El hombre de los cuarenta escudos: He leído, no sé dónde, que el rey Salomón poseía 100.000 millones de reales en dinero efectivo. En Francia no hay arriba de 9.900.000.000 en circulación. Sin embargo, Francia es según me han dicho, un reino mucho mayor y más rico que el de Salomón. El geómetra: Eso es una incógnita. Acaso no llega a 4.000.000.000 el dinero que circula en Francia; pero como pasa de mano en mano para pagar todas las mercancías y todo cuanto se trabaja, un mismo escudo puede ir y volver mil veces del bolsillo del labrador al del tabernero y de éste al del recaudador de contribuciones. El hombre de los cuarenta escudos: Ya entiendo. Pero usted me ha dicho que éramos 20.000.000 de habitantes entre hombres y mujeres, niños y viejos: ¿cuánto toca a cada uno? El geómetra: Cuarenta escudos poco más o menos. El hombre de los cuarenta escudos: Esa es cabalmente mi renta; cinco fanegas de tierra tengo, que contando los años de barbecho con los de producto, me valen 550 reales, que es poquísima cosa. Así pues, si cada uno poseyera igual porción de tierra ¿no obtendría más de 27 escudos y medio al año? El geómetra: Nada más, según mi cálculo que tal vez he exagerado un poco. La vida y el dinero son cosas limitadísimas. En París se vive en promedio, de veintidós a veintitrés años, y tiene 40 escudos anuales para sus gastos cada francés. Esa cantidad representa lo que usted come, lo que gasta en vestirse, en muebles, en alquiler de casa, etc. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Qué mal le he hecho a usted que así me priva de mi vida y de mi dinero? ¿Conque, no tengo más que veintitrés años de vida, a menos que robe una parte de la de mis prójimos? El geómetra: Así ocurre en la buena ciudad de París; pero de esos veintitrés años hay que quitar diez por lo menos de la niñez, porque los niños no gozan de la vida que se preparan a vivir. La infancia es el vestíbulo del edificio, el árbol que todavía no da fruto, el amanecer del día. Quite usted ahora de los trece años que restan la mitad por lo menos de sueño y de aburrimiento, y quedan seis años y medio, que se van en pesares, enfermedades, placeres fugaces y esperanzas baldías. El hombre de los cuarenta escudos: ¡Dios mío! Según esa cuenta, apenas me quedan tres años de existencia tolerable. El geómetra: No es culpa mía. La naturaleza se preocupa muy poco de los individuos. Insectos hay, que no viven arriba de veinticuatro horas, pero su especie dura siempre. La naturaleza es parecida a los príncipes ilustres a quienes no importa la pérdida de 400.000 hombres en una batalla, con tal de llevar a cabo sus ambiciosos designios. El hombre de los cuarenta escudos: ¡Cuarenta escudos y tres años de vida! ¿Y qué remedio encuentra usted para estos dos males? El geómetra: Para alargar la vida sería necesario purificar el aire de París, que fuese la gente menos viciosa, que hiciera más ejercicio, que las madres criasen a sus hijos, que no temiesen la inoculación; todo esto, ya lo he dicho en alguna parte. En cuanto a lo demás, lo más acertado es casarse, y hacer chicos. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Entonces el medio de vivir bien es juntar mi pobreza con la miseria ajena? El geómetra: Cinco o seis miserias juntas hacen un mediano bienestar. Con una mujer que trabaje, dos hijos y dos hijas, junta usted 300 escudos para el hogar, suponiendo que la repartición sea igual, y que tenga cada individuo cuarenta escudos de renta. Los hijos en la primera infancia cuestan muy poco, cuando son grandes ayudan; su auxilio le ahorra a usted casi todo gasto, y vive feliz como un filósofo, a menos que los señores que gobiernan el Estado cometan el abuso de imponer a cada uno de ustedes 25 escudos de contribuciones al año. Por desgracia, no estamos en el siglo de oro, en que todos eran iguales, y tenían la misma participación en los pingües beneficios de una tierra que producía sin que la cultivasen. Hoy estamos muy distantes de que cada animal de dos pies y dos manos sea dueño de una tierra que produzca 40 escudos al año. El hombre de los cuarenta escudos: ¡Usted nos quita el pan de la boca! Hace poco me decía que en un país con 100.000.000 de fanegas de buena tierra y 20.000.000 de habitantes, le tocaban a cada uno 40 escudos de renta, y ahora nos los quita usted. El geómetra: Sí, pero calculaba según los libros de caja del siglo de oro, y es menester contar con arreglo a los del de hierro. Muchos individuos hay que carecen de lo que representa el valor de 25 escudos de renta; otros que no tienen el de cuatro o cinco, y pasan de 6.000.000 los que no poseen nada. El hombre de los cuarenta escudos: Pero, esos se morirán de hambre al cabo de tres días. El geómetra: No por cierto, los que poseen les dan trabajo y así son pagados el teólogo, el confitero, el boticario, el predicador, el comediante, el procurador y el cochero. Usted se creía digno de compasión porque no tiene más de 450 reales al año, reducidos a 400; pues vea a los soldados que vierten su sangre por la patria; y que a razón de seis cuartos al día no suman arriba de 257 reales con 22 céntimos, y a pesar de ello viven muy satisfechos y juntan sus ranchos. El hombre de los cuarenta escudos: Pues según eso, un ex jesuita tiene de pensión más de cinco veces la paga del soldado, aunque los soldados hayan rendido más servicios al Estado, a la vista del rey en Fontenoy, en Lewfelt y en el sitio de Friburgo que cuantos pudiera alegar el reverendo padre La Valette. El geómetra: Eso es muy cierto, como lo es también que cada jesuita secularizado tiene más de lo que costaba a su convento, y muchos de ellos han ganado bastante dinero escribiendo folletos contra los parlamentos, como el reverendo padre Patouillet y el reverendo padre Nonotte. En este mundo cada uno se las ingenia como puede; éste dirige una fábrica de tejidos, aquél otra de loza, el otro es empresario de la Opera, uno compone la gaceta eclesiástica, otro una tragicomedia o una novela al estilo inglés, y entre todos mantienen al papelero, al fabricante de tinta, al librero y al encuadernador, que si no fuera por ellos pedirían limosna. Todo se resume en que la restitución de los 40 escudos a los que nada tienen, hace que viva y florezca el Estado. El hombre de los cuarenta escudos: ¡Lindo modo de florecer! El geómetra: Pues no hay otro; en todo país el rico hace que viva el pobre, y esa es la única razón de ser de la industria. Cuanto más industriosa es una nación más ganancia obtiene de los extranjeros. Si lográsemos de los países extranjeros 40.000.000 de reales al año, en el intercambio comercial, dentro de veinte años dispondría el Estado de 800.000.000 más, que serían 40 reales más por cabeza que repartir; esto es, los negociantes harían ganar a cada pobre 40 reales más con la esperanza de obtener ganancias todavía más considerables. Pero el comercio tiene sus límites, lo mismo que la fertilidad de la tierra; si no se perdería en el infinito; por otra parte, la balanza comercial no nos es siempre favorable; épocas hay en que perdemos. El hombre de los cuarenta escudos: Muchas veces he oído hablar del aumento de población. Si se nos ocurriese echar al mundo doble número de chiquillos que ahora, si nuestra patria tuviese doble población, y hubiese 40.000.000 en vez de 20, ¿qué sucedería? El geómetra: Que cada uno tendría 25 escudos menos, o bien, la tierra debería producir el doble de lo que produce, o que habría doble número de pobres, o que sería preciso duplicar la industria, y ganar doble en el comercio exterior, o enviar la mitad de la nación a América, o que la mitad de nación se comiera a la otra. El hombre de los cuarenta escudos: Pues contentémonos con nuestros 20.000.000 de hombres y nuestros cuarenta escudos por cabeza, repartidos como Dios quisiera; pero esta situación es muy triste, y el siglo de hierro muy duro. El geómetra: Ninguna nación hay que sea más rica, y muchas hay que son más pobres. ¿Cree usted que los países del Norte podrían repartir por valor de 40 escudos a cada individuo? Si hubieran tenido el equivalente los hunos, los godos, los alanos, los vándalos y los francos, no hubieran desertado de su patria para ir a establecerse en otra, arrasándolo todo a sangre y fuego. El hombre de los cuarenta escudos: De creerle a usted yo soy un hombre feliz con mis 40 escudos. El geómetra: Si cree usted que lo es, lo será sin duda. El hombre de los cuarenta escudos: Nadie se puede figurar lo que no es, a menos de estar loco. El geómetra: Ya he dicho a usted que para vivir con más holgura y más feliz es preciso que se case; pero añado que su mujer ha de tener 40 escudos de renta como usted, es decir, 4 fanegas de tierra a 10 escudos la fanega. Los antiguos romanos no tenían tanto. Si sus hijos de usted son laboriosos, podrán ganar otro tanto cada uno trabajando para los demás. El hombre de los cuarenta escudos: De modo que ellos han de ganar dinero para que lo pierdan otros. El geómetra: Esa es la ley de todas las naciones, y a ese precio vivimos todos. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Y ha de ser forzoso que demos mi mujer y yo cada uno la mitad de nuestra cosecha al Estado y que se lleve el gobierno la mitad de lo que ganemos con nuestro trabajo y el de nuestros hijos, antes de que éstos puedan siquiera bastarse a sí mismos? ¿Cuánto dinero mete el gobierno en las arcas reales? El geómetra: Usted paga 25 escudos por cinco fanegas de tierra que rinden 50; el rico que posee 500 fanegas pagará 2,500 escudos, 100.000,000 de fanegas darán al rey 500.000,000 de escudos al año, o sea, 5,500.000,000 de reales. El hombre de los cuarenta escudos: No lo creo posible. El geómetra: Tiene usted razón; y esa imposibilidad prueba matemáticamente que los cálculos de nuestros ministros adolecen de una falsedad fundamental. El hombre de los cuarenta escudos: Y dígame, ¿no es monstruoso quitarme la mitad de mi trigo, de mi cáñamo, de la lana de mis carneros, etc., y no exigir tributo alguno a los que ganan 40, 80 ó 100.000 reales con mi cáñamo, tejiendo lienzos, con mis lanas, fabricando paños, y con mi trigo, vendiéndolo más caro de lo que lo compraron? El geómetra: Tan evidente es la injusticia de semejante administración, como errado su cálculo. Se debe fomentar la industria, pero también los grandes rendimientos de la industria deben tributar al Estado. Cosa es demostrada que los intermediarios le han quitado a usted parte de sus cuarenta escudos, que se han apropiado vendiéndole a usted mismo, sus camisas y sus vestidos veinte veces más caros que le hubieran costado si se los hubiera hecho usted. Confieso que el fabricante que a costa de usted se ha hecho rico, proporcionó un jornal a sus oficiales, que nada propio tenían; pero ha retenido cada año una cantidad para sí, que al cabo le valieron 10,000 escudos de renta. Ganó, pues, este capital, a costa de usted, y usted nunca podrá venderle a él sus productos, tan caros, que se pueda resarcir de lo perdido en lo que él le compró a usted. Y si usted pudiera subir su precio de venta, él los traería del extranjero más baratos. La prueba de que así sucede, es que los 10,000 escudos de renta del intermediario aumentan, mientras los 40 de usted no aumentan, y muchas veces disminuyen. Por tanto, sería necesario y conforme a la equidad, que pagase más el comerciante que el labrador. El mismo principio rige respecto a los intendentes de hacienda. Antes que nuestros grandes ministros le quitasen a usted 20 escudos, pagaba 4, de los cuales el intendente se quedaba con 2 reales para sí; de suerte que si en la provincia de usted hay quinientas mil almas, habrá ganado 1.000,000 de reales al año; y suponiendo que gaste 200,000, es claro que al cabo de diez años tendrá un capital de 8.000.000. Justo sería que él pagase un impuesto sobre sus ganancias. El hombre de los cuarenta escudos: Le agradezco mucho que con su teoría tenga también que pagar impuestos el intendente; con eso se alivia mi imaginación. Pero si éste sabe aumentar sus ganancias, ¿no habrá medio para que yo aumentase también mi pobre peculio? El geómetra: Ya le he dicho: cásese, trabaje y procure sacar de la tierra algunas espigas más de las que antes producía. El hombre de los cuarenta escudos: Supongamos que trabajo mucho, que todo el país hace lo mismo, que el Estado cobró más impuestos, ¿qué provecho obtendrá la nación al cabo del año? El geómetra: Ni un ochavo, a menos que sostenga un comercio exterior ventajoso. Pero el individuo habrá vivido mejor, habrá tenido más vestidos, más camisas y más muebles que antes; y la circulación monetaria será mayor. A ello se sigue aumento de jornales casi en proporción al número de sacos de trigo, de vellones de carnero, de pieles de bueyes, venados y cabras que se hayan trabajado, de racimos de uvas llevadas al lagar. El rey tendrá más dinero dentro de sus arcas, pero no habrá un solo escudo sobrante en todo el reino. El hombre de los cuarenta escudos: Entonces, ¿qué remanente le queda al Estado? El geómetra: Ninguno. Y es bien que así suceda. El Estado ha atendido a sus necesidades y lo mismo han hecho los ciudadanos, cada uno con arreglo a sus medios. No hay atesoramiento. Si lo hace, priva a la circulación de todo el dinero que acumula, y hace tantos miserables como pilas de a 50 escudos guarda en sus arcas. El hombre de los cuarenta escudos: Según eso, nuestro gran Enrique IV era un avaro y un estrujador del pueblo, pues tenía en la Bastilla un depósito de 200.000.000 de reales. El geómetra: Enrique IV era un monarca tan prudente y bueno como valeroso. Dispuesto a emprender una guerra justa, creó una reserva de 110.000.000 de reales, moneda de entonces, dejando más de otros 80 millones en circulación. Supo ahorrar a su pueblo más de 400 millones que le habría costado, si hubiese procedido de otro modo; el triunfo sobre un enemigo desprevenido, era seguro, según todo cálculo de probabilidades. El hombre de los cuarenta escudos: Con razón se ha dicho que proporcionalmente éramos más ricos bajo el gobierno del duque de Sully, que bajo el de los nuevos ministros, autores de la contribución única, y que me quitan 20 escudos de los 40 que tengo. Dígame usted, se lo ruego, si existe alguna nación en el mundo que disfrute del exquisito beneficio de la contribución única. El geómetra: Ninguna entre las grandes. Los ingleses, que no son muy propensos a la risa, se han echado a reír al enterarse de que se había propuesto en nuestro país, y por hombres de talento, semejante idea. Verdad es, que los lapones y samoyedos pagan una contribución única en pieles de marta, y que la República de San Marino no paga más que el diezmo, con lo que mantiene el esplendor del Estado. En nuestra Europa existe una nación célebre por su culto a la justicia y el valor de sus hijos, en la que no hay en realidad impuesto: el pueblo helvético; pero lo que sucede es que este pueblo recibe las antiguas rentas de los duques de Austria y Zeringen. Los cantones chicos son democráticos, y cada habitante paga una pequeñísima suma para las necesidades del Estado. En los cantones ricos, se nutren de los censos que cobraban los archiduques de Austria y los señores de villas y lugares. Los cantones protestantes son más ricos que los católicos, porque el Estado posee los bienes que fueron de los frailes. Así, quienes antes eran vasallos de los archiduques de Austria, de los duques de Zeringen y de los frailes, lo son hoy día de la patria, y pagan a la patria los mismos diezmos, los mismos derechos y el mismo laudemio que pagaban a sus señores antiguamente; y como, en general, los suizos trafican poco, no está sujeto el comercio a impuesto ninguno, como no sean derechos de escasa importancia. Los hombres comercian sus personas propias con las potencias extranjeras, y se venden por algunos años, con lo cual obtiene el país saneados ingresos a costa ajena; y es un ejemplo que no tiene par en las naciones civilizadas, como tampoco lo tiene la contribución única establecida por nuestros legisladores. El hombre de los cuarenta escudos: ¿Así que, señor, a los suizos no los privan por derecho divino de la mitad de sus bienes, ni da dos vacas al Estado el que no posee más que cuatro? El geómetra: Ni por pienso. En un cantón que produzca trece toneladas de vino dan uno, y se beben doce; y en otro pagan la duodécima parte, y se beben once. El hombre de los cuarenta escudos: ¡Ah! Suizo me vuelvo. ¡Maldita contribución la inicua y única que me conducirá a pedir limosna! ¿Pero, acaso son más justos y más llevaderos otros trescientos o cuatrocientos impuestos que ni aun sus nombres puedo conservar en la memoria. ¿No los hay por el peso del carbón, el aforo del vino, la molienda de la aceituna, la fabricación del jabón? Y todo ello para mantener ejércitos de granujas, más crecidos que el de Alejandro Magno, mandados por generales que entran a saco en un país, alcanzan ilustres victorias, hacen prisioneros, y hasta los ahorcan o degüellan, como hacían los antiguos escitas, según he oído decir al cura de mi parroquia, ¿Era mejor ese sistema, contra el cual se levantaron tantas protestas e hizo verter tantas lágrimas, que el que del primer envite me priva sencillamente de la mitad de mi existencia? Mucho me temo que, si bien se considera, el método antiguo no era peor, pues éste no quita a pellizcos las tres cuartas partes de nuestra hacienda. El geómetra: «Iliacos intra muros peccatur, et extra…» «Est modus in rebus…» «Caveas ne quid nimis» El hombre de los cuarenta escudos: Yo sé algo de historia y de geometría, pero no entiendo el latín. El geómetra: Mi latín significa: «ambos criterios se engañan; en todo se ha de guardar moderación; nada en demasía». El hombre de los cuarenta escudos: Nada en demasía; sí, señor, en ese caso me encuentro yo, puesto que no tengo lo suficiente. El geómetra: Convengo en que se morirá usted de hambre, y yo también, y el Estado también, suponiendo que la nueva administración dure dos años más; esperemos que Dios tenga misericordia de nosotros. El hombre de los cuarenta escudos: Esperando se pasa la vida, y esperando se muere uno. Quede usted con Dios; salgo instruido, pero desconsolado. El geómetra: Ese es muchas veces el fruto de la ciencia. III.– Aventuras con un fraile carmelita Después de dar las más rendidas gracias al sabio de la Academia de Ciencias, volví a mi casa mohino por demás y murmurando entre dientes tristes reflexiones: ¡Sólo 40 escudos para vivir, y nada más que veinte años de vida! ¡Ah, pluguiera al cielo que fuese todavía más corta nuestra vida, pues tan llena está de desventuras! Distraído con mis meditaciones me encontré de pronto frente a un soberbio edificio; me apretaba el hambre, y no poseía ni siquiera la centésima parte de la cantidad que de derecho pertenece a cada individuo. Dijéronme que aquel palacio era la residencia de los reverendos padres carmelitas descalzos, y respiré entonces, diciendo entre mí: puesto que son tan humildes estos santos varones que andan sin zapatos, serán también lo suficientemente caritativos para darme de comer. Toqué, pues, la campanilla, y apareció un carmelita. -¿Qué quiere, hijo mío? -Reverendo padre, pan; los nuevos decretos me lo han quitado de la boca. -Hijo mío, nosotros pedimos limosna, pero no la damos. -No lo entiendo. Son ustedes tan humildes que van descalzos, viven, sin embargo, en una mansión principesca, son caritativos y no dan de comer. -Hijo mío, verdad es que no llevamos medias ni zapatos, y eso menos tenemos que gastar; pero creedme, no sentimos más frío en los pies que en las manos, y si nos mandara nuestro santo instituto que fuésemos con el culo al aire, tampoco tendríamos frío en el trasero. En cuanto a nuestra magnífica casa, la hemos construido con mucha facilidad, porque las que alquilamos en esta misma calle nos rentan 400.000 reales al año. -¡Ah, ah! ¿Dejan ustedes que me muera de hambre, y tienen 400.000 reales de renta? Bien es verdad que pagarán 200.000 al gobierno. -¡Líbrenos Dios de pagar ni un céntimo! Sólo el fruto de la tierra cultivada por manos laboriosas, encallecidas y bañadas en lágrimas debe ser gravado con impuestos para el Estado. Con las limosnas recibidas edificamos esas casas; pero como provenían dichas limosnas de los productos de la tierra, que ya han pagado su tributo, no vamos nosotros a pagarle otra vez. En cambio, bendecimos a los fieles que se han empobrecido por enriquecernos. Pedimos limosna y damos ocasión a los fieles de barrio de San Germán para bendecirlos más y más. Diciendo esto, me dio el carmelita con la puerta en las narices. Marché luego al cuartel de carabineros, conté lo que me había pasado a uno de ellos, y me dieron bien de comer y medio escudo. Uno de los carabineros dijo que había que ir a pegar fuego al convento; pero otro compañero más sensato le hizo ver que aún no era tiempo, y le exhortó a que esperase dos o tres años. IV.– Audiencia del ministro de Hacienda Fuíme con mi medio escudo a presentar un memorial al señor ministro de Hacienda, que aquel día daba audiencia. La antecámara estaba llena de toda clase de gentes, y noté que había muchos semblantes rubicundos, barrigas obesas y rostros altivos. No me atrevía a arrimarme a estos personajes; los veía y no me veían. Un fraile encargado de cobrar los diezmos explotaba a unos ciudadanos que calificaba de vasallos suyos. Recibía el fraile más dinero del que tenían la mitad de sus feligreses juntos, y era con eso señor de vasallos. Pretendía que habiendo éstos, después de rudas faenas, convertido en viñas unos matorrales, le eran deudores de la décima parte de su vino; lo cual, teniendo en cuenta el coste del trabajo, de los rodrigones, de las cubas y de las atarazanas, ascendía a más de la cuarta parte del valor de la cosecha. -Mas como son los diezmos -decía el fraile- de derecho divino solicito, en nombre de Dios, la cuarta parte del producto del trabajo de mis vasallos. Dijóle el ministro: -Veo que es usted un hombre caritativo… Un asentista general, sujeto muy versado en materia de rentas provinciales, dijo entonces: -Excelentísimo señor: sus vasallos no pueden dar nada a este fraile, porque habiéndoles yo hecho pagar el año pasado 32 impuestos por el vino que habían cosechado, carecen en absoluto de recursos. Les he vendido sus animales de labranza y sus aperos, y aún así no han podido acabarme de pagar. Me opongo, pues, a la solicitud del reverendo. El ministro le replicó: -Evidentemente es usted digno competidor suyo; los dos dan iguales pruebas de amor al prójimo, y me tienen, por igual, conmovido por su proceder. El tercero, que era señor de vasallos, de los que en Francia llaman manos muertas, y también fraile, esperaba una sentencia del Consejo Real, por la que se le adjudicasen los bienes de un pobre parisiense, que había vivido un año y un día en una casa situada en los dominios del eclesiástico. Como el parisiense falleció en ella, el fraile, fundándose en el derecho divino, reclamaba todos los bienes del difunto. Al ministro le pareció que este fraile tenía un corazón tan piadoso y tan noble como los dos primeros. El cuarto, que era contador de bienes de la Corona, presentó una exposición de derecho, justificándose en ella de haber arruinado a veinte familias, gentes que al heredar bienes de sus tíos o tías, hermanos o primos, tuvieron que presentarse a pagar los correspondientes derechos. El contador les advirtió lealmente que no habían valorado en lo justo sus bienes, y que eran mucho más ricos de lo que creían. Por tanto, les impuso una multa triple del importe del impuesto, y además les condenó a costas. Después de arruinarlos hizo encarcelar a varios de aquellos padres de familia que tuvieron que vender su hacienda. Así había adquirido el contador sus grandes posesiones, sin que le costasen un ochavo. Díjole el ministro, esta vez con un tono despectivo: -Euge, contador bone et fidelis; quia super pauca fuisti fidelis, intendentem de provincia te constituam. Y volviéndose a uno de sus empleados, que junto a él estaba, murmuró entre dientes: -Hay que hacerles vomitar a todas estas sanguijuelas sagradas y profanas la sangre que han chupado. Ya es tiempo de dar algún alivio al pueblo. Si no fuera por nuestro espíritu de justicia y nuestros desvelos, el pueblo no tendría con qué vivir, como no fuera en el otro mundo. Presentáronse luego unos cuantos arbitristas: uno había imaginado crear un tributo sobre el ingenio. Todo el mundo, decía, se dará prisa a pagarle, porque nadie quiere pasar plaza de tonto. -Usted estaría exento de pagar esa contribución -le dijo el ministro. Un digno y discreto ciudadano prometía proporcionar al rey tres veces más rentas que las que recibía, y que la nación pagase tres veces menos tributos. El ministro le envió a la escuela para que aprendiese a contar. Otro quería probar su adhesión al monarca, aumentando sus ingresos por impuestos de 300.000.000 de reales a 900.000.000. -Nos hará usted un gran favor -replicó el ministro-, pero antes tendremos que pagar las deudas del Estado. Llegó, en fin, el agente de ese tratadista que quiere convertir al Estado en copropietario de todas nuestras tierras de derecho divino, para que entren 4.400.000.000 de reales al año en las arcas de S. M. Conocí en él al hombre que me había metido en la cárcel por no haber pagado mis escudos, y me eché a los pies del ministro para pedirle justicia. Su Excelencia prorrumpió en una gran carcajada y me dijo que todo aquello fue una broma. Ordenó que se me entregasen cien escudos en resarcimiento de daño y me eximió de todo pago de impuestos por todo lo que me reste de vida. -Dios se lo pague a Su Excelencia -le dije, y me despedí de él. V.– Carta al hombre de los cuarenta escudos Muy señor mío: Aunque soy tres veces más rico que usted, quiero decir, que poseo 120 escudos de renta, le escribo como si fuera su igual, sin envanecerme por mi superior fortuna. He leído su historia con todas sus desgracias, y de la justicia que le ha hecho el señor ministro de Hacienda, y le felicito por ello muy de veras; pero acabo de leer, por mi desdicha, El financiero ciudadano, no obstante la repugnancia que me había inspirado el título, y que a muchas gentes les parece contradictorio. El tal ciudadano le quita a usted 10 escudos de renta y 30 a mí, calculando nada más 40 escudos de aquélla por individuo; verdad es que otro autor, no menos ilustre, calcula 60 escudos. Su geómetra de usted adopta un término medio; se ve que no pertenece al grupo de esos ilustres señores que adjudican a París 1.000.000 de almas, al reino 6.000.000.000 de reales en dinero físico, no obstante todo lo que hemos perdido en las pasadas guerras. Como es usted aficionado a leer, le prestaré El financiero ciudadano, pero no crea todo lo que dice, porque cita el testamento del gran ministro Colbert, sin saber que es una mala falsificación hecha por un tal Gatien de Courtilz; cita el Diezmo del mariscal de Vauban ignorando que es de un tal Bousguilbert; cita el testamento del cardenal de Richelieu, y también desconoce que es del abate de Bourzeis; afirma que el cardenal dijo que «cuando se encarece la carne se le da más prest al soldado», cosa que no es cierta, además de que durante el gobierno del cardenal, encareció mucho la carne y no por eso se subió la paga a la tropa. Ese texto de Richelieu fue declarado apócrifo cuando se publicó. En realidad, no es más obra suya que lo son de aquellos en cuyo nombre están escritos los testamentos del mariscal de Belle–Isle y del cardenal Alberoni. Desconfíe siempre de testamentos políticos y de sistemas: yo he sido víctima de éstos lo mismo que usted, y si se han burlado de usted los Solones y Licurgos modernos, de mí se mofaron los Triptolemos. Yo, sin una pequeña herencia que recibí, me hubiera muerto de hambre. Ciento cincuenta fanegas de tierra de labor poseo en el país más agradable de la tierra y en el terreno más ingrato; cada fanega, pagados los gastos, no rinde más que un escudo. En una ocasión leí en los periódicos que un prestigioso agrónomo había inventado un método de siembra, por el cual, sembrando menos grano recogía más cosecha; tomé dinero a usura y puse en práctica su método con lo cual perdí mi tiempo, mi dinero y mi trabajo, no menos que el susodicho agrónomo prestigioso, que ahora siembra como todo el mundo. Quiso mi mala estrella que leyera luego en el Diario económico, que se vende en casa del librero Boudet, en París, el experimento que llevó a cabo cierto parisiense, quien para entretenerse labró quince veces la tierra de su jardín, sembró en ella trigo en vez de plantar tulipanes, y cogió una excelente cosecha. Tomé más dinero a préstamo y labré treinta veces mi tierra diciendo para mí: de esta manera obtendré doble fruto del que consiguió en su jardín el ingenioso parisiense (que seguramente aprendió agricultura en la ópera y en la comedia) y me haré rico gracias a su ejemplo y a sus lecciones. Verdad es que en mi tierra era imposible labrar ni siquiera cuatro veces, porque no lo permite el rigor y la mudanza repentina de las estaciones, sin contar con que la desgracia de mi ensayo anterior me había obligado a vender mi yunta. Hice, pues, arar treinta veces las 150 fanegas por todas las yuntas que había en cuatro leguas a la redonda. Tres labores por fanega cuestan cinco ducados; de suerte que por las treinta tuve que pagar 50 ducados, con lo que las 150 me salieron a 7.500 ducados. La cosecha, que en los años medianos en mi maldito país no da más de 300 fanegas, fue aquel año de 330 a siete ducados; total, 2.310; de suerte que perdí 5.190 ducados, o 57.090 reales, contando como ganancia la paja de la cosecha. Estaba arruinado y mi perdición hubiera sido absoluta a no ser por una tía vieja, a quien un famoso médico expidió al otro mundo, discurriendo sobre medicina con tanto acierto como yo sobre agricultura. ¿Creerá usted que todavía fui bastante necio para dejarme engañar por el diario de Boudet? Leí en su periódico que empleando 1.000 ducados en el cultivo de la alcachofa pueden obtenerse esos mismos 1.000 ducados de renta. ¡Vaya por Dios! -dije-. Boudet me restituirá en alcachofas lo que en trigo me ha hecho perder. Me gasto, pues, 1.000 ducados y los ratones se comen mis alcachofas. Todos mis vecinos se burlan de mí y yo, avergonzado, escribo una carta fulminante a Boudet. Por toda respuesta el muy bribón se dedicó a lanzarme mil cuchufletas en su diario, y hasta me negó que los caribes sean rojos. No pasé por esto y gestioné una declaración jurada del ex procurador del rey en la Guadalupe, en la que constaba que Dios había hecho a los caribes rojos como a los negros tiznados. Pero este triunfo no quita para que haya perdido toda la herencia de mi tía, hasta el último céntimo, a causa de haber confiado ingenuamente en los nuevos sistemas. Insisto en decir a usted que se guarde de embaucadores, y quedo muy suyo, etc. VI.– Nuevos quebrantos procedentes de los nuevos sistemas (Fragmentos extraídos del manuscrito de un viejo solitario) Así como hay sujetos que se entretienen en buscar substitutos a los reyes para gobernar los Estados y otros se creen ellos mismos Césares y Triptolemos, otros, aún más soberbios, colocan a Dios en segundo término y crean el universo con su pluma, como al principio lo creó Dios con su palabra. Uno de éstos, de los primeros que conocí, presunto descendiente de Tales, llamado Telliamed, me dijo que las montañas y los hombres habían nacido de las aguas del mar; el hombre era un animal marino que luego se volvió anfibio, hasta convertir su hermosa cola de pez en muslos y piernas. A mí, que tenía llena la cabeza de las metamorfosis de Ovidio, y de un libro que explicaba cómo el linaje humano procedía de los babuinos, tanto me daba descender de un pescado como de un simio. Con el tiempo me sobrevinieron algunas dudas acerca de esta genealogía, como también acerca de la formación de las montañas. -Pues que, ¿no sabe usted -me dijo Telliamed- que las corrientes del mar desplazan a uno y otro lado la arena que encuentran a su paso, lo cual va formando montoncitos, que al cabo de infinitos siglos son montañas de 20.000 pies de alto, en las que, por cierto, no hay arena? Sepa usted que el mar ha cubierto el globo entero, y la prueba es que se han encontrado anclas de navío en la montaña de San Bernardo, que estaban allí desde muchos siglos antes de que los hombres tuvieran navíos. La tierra es como un globo de vidrio, el cual estuvo largos siglos cubierto de agua. Cuanto más me explicaba su doctrina mayor era mi incredulidad. -¿No ha visto usted -insistió-, las capas de concha de la Turena, a 36 leguas de distancia del mar? Son restos de conchas de ostras y con ellos los labradores abonan la tierra como con estiércol. El mar ha depositado, a través del tiempo, una mina entera de conchas a 36 leguas del océano. Respondíle yo: -Señor Telliamed: yo no puedo creer que sea de vidrio mi jardín, y en cuanto a su capa de conchas, dudo mucho que sea de conchas marinas; muy bien pudieran ser piedrecillas calizas que con facilidad parecen fragmentos de conchas, como hay piedras que tienen forma de lengua y no son lenguas; de estrellas sin ser astros; de culebras enroscadas, y no son culebras; de partes naturales del bello sexo, y no por eso son restos de mujeres. Vemos también rocas que semejan árboles y casas, sin que hayan sido nunca encinas ni edificios. Si tantos estratos de conchas ha depositado el mar en la Turena, ¿por qué no ha hecho lo mismo en la Bretaña, la Normandía, la Picardía y los demás terrenos costeros? Mucho es que tan decantado filón de conchas proceda del mar como proceden los hombres; pero dado caso que hubiese penetrado el mar a 36 leguas tierra adentro, no quiere decir que avanzase 300 y hasta 3.000, y que todas las montañas hayan emergido de las aguas. Tanto vale decir que el Cáucaso fue formado por el mar, como afirmar que lo fue el mar por el Cáucaso. -¿Pues qué responderá usted, señor incrédulo, respecto a las ostras petrificadas que se han encontrado en las cumbres de los Alpes? -Responderé, señor creador, que así he visto otras petrificaciones como anclas de navíos en lo alto del San Bernardo; responderé lo que está contestado: que se encontraron conchas que fácilmente se petrifican, a distancias muy considerables del mar, así como se han descubierto medallas romanas a cien leguas de Roma. Siempre creeré mejor que los peregrinos que iban a Santiago perdieron algunas de las conchas que llevaban, que ha sido formado por el mar el monte San Bernardo. Conchas se encuentran en todas partes. No está probado que procedan del mar en vez de ser caparazones de crustáceos procedentes de los lagos. -Señor incrédulo, yo le ridiculizaré a usted en el mundo que me propongo crear. Señor creador, como usted quiera; cada uno es dueño de sus acciones en este mundo; pero nunca me convencerá de que sea de vidrio éste en que vivimos, ni que el hallazgo de unas conchas demuestre que los Alpes y el monte Tauro fuesen formados por el mar. En las montañas de América no hay concha ninguna; habrá que pensar que no es usted el creador del otro hemisferio, y que se ha contentado con crear el viejo mundo. Esto ya basta y sobra. -Señor mío, si aún no se han descubierto conchas en las montañas de América, ya se descubrirán. -Señor mío, eso se llama hablar como creador, que sabe lo que hay y lo que ha de ser. Si usted quiere, yo le dejaré su mina de conchas, con tal que me deje mis montañas; y con esto seré el más obediente y seguro servidor de Vuestra Providencia. Mientras así me instruía Telliamed, un jesuita irlandés, excelente investigador y que tenía un buen microscopio, creó anguilas con harina de trigo. Al punto se tuvo por cosa segura que con la harina del pan candeal podrían crearse hombres, ya que muy pronto se obtendrían moléculas orgánicas. ¿Y por qué no? Puesto que el célebre geómetra Fatio resucitaba muertos en Londres, no había inconveniente en hacer hombres vivos en París con partículas orgánicas; mas la desgracia ordenó que desaparecieran las nuevas anguilas de Needham, y con ellas los sabios que fueron a refugiarse al país de las mónadas, todo él lleno de materia sutil, globulosa y estriada. No quiero decir que no hayan servido mucho para el adelanto de la física estos inventores de sistemas, ni plegue a Dios que disminuya yo el mérito de sus tareas; pueden compararse con los alquimistas, que trabajan por hacer oro, que nadie hace y han hallado excelentes remedios de botica o cosas muy curiosas cuando menos. Posible es que sea uno hombre de singular entendimiento y no comprenda ni la formación de los animales, ni la estructura del planeta. Pero ni los peces convertidos en hombres, ni las aguas en montañas, me hubieran acarreado nunca los perjuicios que me causó el señor Boudet, y eso que yo no hacía sino exponer mis dudas sin enfadarme. Poco después conocí a un lapón, filósofo profundo, que me brindó ayuda. Era hombre que no consentía que nadie le llevase la contraria. Lo primero que hizo fue vaticinar el futuro, lo que me produjo tal exaltación que caí enfermo; pero me curó untándome con trementina de pies a cabeza. Apenas pude andar, me propuso que hiciéramos un viaje a las tierras australes para disecar cabezas de gigantes, con objeto de averiguar qué cosa era el alma. Como a mí me ponen malo los viajes por mar, marcharíamos por tierra, atravesando el globo terráqueo con un agujero que iría a parar a los Patagones. Pero, a la entrada del agujero me rompí una pierna, y costó mucho trabajo componérmela; al fin se formó en la fractura un callo, lo que alivió mi situación. Mi filósofo lapón llamábase señor de Maupertuis, hombre que en sus obras dejará a la posteridad todos los descubrimientos que llevo apuntados. VII.– Matrimonio del hombre de los cuarenta escudos Ya bastante instruido, el hombre de los cuarenta escudos, y hecho un caudalejo, se casó con una bonita muchacha que tenía 100 escudos de renta; en breve embarazó a su mujer, por lo que fue a ver a su geómetra, y a preguntarle si el recién nacido sería chico o chica. Respondióle el geómetra que eso lo suelen saber las comadronas y las criadas; pero que no estaban tan adelantados como ellas los astrónomos que predicen los eclipses. Luego le preguntó si su hijo o su hija tenía ya un alma, a lo que contestó el geómetra que no entendía de eso, y que lo consultase con un teólogo. El hombre de los cuarenta escudos, que era ya hombre de 140, quiso enterarse también en qué sitio estaba su hijo. «En una bolsita», le dijo su amigo, «entre la vejiga y el intestino recto». -¡Jesús me valga! -exclamó-: ¿El alma inmortal de mi hijo ha nacido y vive entre la orina y otra cosa ‘peor? -Sí, querido vecino, y el alma de un cardenal no tuvo tampoco alojamiento más aseado. A pesar de eso se las echan luego de personajes superiores a todos. -¿Me podrá usted decir, señor mío, cómo se forman las criaturas? -No, pero puedo decirle lo que piensan de ello los filósofos. El reverendo padre Sánchez, en su excelente libro De Matrimonio, es en todo del dictamen de Hipócrates, y cree como artículo de fe que se atraen y se unen entre sí los dos fluidos del hombre y de la mujer, y de esta unión brota al punto la criatura. Tan seguro se halla el católico doctor de su explicación física, trasladada a la teología, que en el capítulo 21 de su libro afirma: utrum virgo Maris semen emiserit in copulatione cum Spiritu Sancto. -Ya le he dicho a usted que no entiendo el latín: tradúzcame al romance, ese oráculo del padre Sánchez. El geómetra se lo tradujo y ambos se estremecieron de horror. Pero aunque el padre Sánchez le pareció extraordinariamente ridículo al recién casado, quedó bastante satisfecho con Hipócrates, y con la halagüeña idea de que su mujer había cumplido todos los placenteros requisitos que cita este doctor para hacer un chiquillo. -Sin embargo -le dijo el geómetra-, muchas mujeres hay que no derraman licor alguno, que reciben con repugnancia las caricias de sus maridos, y no por eso dejan de tener hijos. Este solo hecho desvirtúa lo que afirman Hipócrates y Sánchez. También parece verosímil que en los mismos casos obre siempre la naturaleza por los mismos principios; ahora bien: muchas especies de animales engendran sin coito; por ejemplo, los pescados de escama, las ostras y los pulgones; pero los médicos quieren establecer un mecanismo de generación aplicable a todos los animales. El célebre Harvey, que descubrió la circulación de la sangre, y merecía descubrir el secreto de la naturaleza, creyó que lo había encontrado en las gallinas por el hecho de que éstas ponen huevos. Así, pues, imaginó que también las mujeres ponían huevos. Los juglares cantaban ya al gallear de los mozos cuando empiezan a gustarles las muchachas. La opinión de Harvey prevaleció en Europa y quedó aceptado que provenimos de un huevo. El hombre de los cuarenta escudos: -Pero si dice usted que la naturaleza siempre es semejante a sí propia, y que en casos idénticos obra por los mismos principios, ¿cómo es que las mujeres, las burras, las yeguas y las anguilas no ponen? Se está usted burlando de mí. El geómetra: -No ponen fuera, pero ponen dentro. Las mujeres tienen su ovario y se empolla en la matriz. Todos los pescados de escama y las ranas ponen huevos que luego fecunda el macho; las ballenas y los demás cetáceos salen del huevo en la matriz; las arañas, las polillas y los más viles insectos proceden visiblemente de un huevo; todo proviene del huevo, y nuestro globo terráqueo no es más que un huevo inmenso que contiene todos los demás. El hombre de los cuarenta escudos: -Creo que esa hipótesis tiene muchas probabilidades de ser cierta. Es sencilla, clara, evidente en la mayor parte de los animales y a mí me convence. No quiero aceptar otra. Los huevos de mi mujer son indiscutibles para mí. El geómetra: -Pero al fin, los sabios se han cansado de esta teoría y ahora quieren que los chicos se hagan de otra manera. El hombre de los cuarenta escudos: -¿Y por qué, siendo esa tan natural? El geómetra: -Porque prefieren que las mujeres no tengan ovario, sino unas glándulas. El hombre de los cuarenta escudos: -Seguramente eso lo dicen algunos teóricos que quieren imponer sus doctrinas y desacreditar la de los huevos. El geómetra: -Bien puede ser. Dos holandeses, al examinar al microscopio el licor seminal del hombre y de otros animales, observaron minúsculos seres ya formados que corrían con increíble velocidad. Estos seres los descubrieron hasta en el licor seminal del gallo. De esto deducen que en la procreación todo lo hacen los machos y nada las hembras, las cuales sólo sirvieron de depositarías del tesoro que en ellas coloca el macho. El hombre de los cuarenta escudos: -Cosa muy rara es esa. Yo dudo mucho que todos esos animalillos minúsculos se muevan tanto en un licor y luego permanezcan inmóviles en los huevos de los pájaros, y no menos quietos por espacio de nueve meses en el vientre de una mujer. No me parece posible ni acorde con los procedimientos de la naturaleza. Dígame usted, ¿cómo son esos enanillos que nadan con tanta maestría en el licor que me dice? El geómetra: -Son como gusanos. Un médico llamado Andry creía que todo consistía en los gusanos; era enemigo de Harvey y sus doctrinas, y de buena gana hubiera suprimido la circulación de la sangre, porque la había descubierto otro. Este Andry con los otros dos holandeses, después de cometer el pecado de Onan, y mirar el producto con el microscopio, redujeron al nombre a la condición de oruga. Primero somos gusanos como éstas, luego como ellas en nuestro capullo nos convertimos por espacio de nueve meses en crisálidas, y al fin, lo mismo que cuando la oruga llega a ser mariposa, nosotros pasamos a hombres; tal es nuestra metamorfosis. El hombre de los cuarenta escudos: -¿Y todo para aquí, o ha habido otra moda nueva? El geómetra: -Se aburrieron de tanta oruga. Un filósofo muy gracioso, llamado Maupertuis, ha descubierto que los chicos se hacen por atracción. Vea usted cómo: así que cae el esperma en la matriz, el ojo derecho atrae al izquierdo, el cual en cuanto ojo quiere unirse a él; pero se lo estorban las narices, que encuentra en el camino, y que le obliga a mantenerse a la izquierda; lo mismo sucede con los brazos, los muslos y las piernas que están pegadas a los muslos. Según tal hipótesis no es fácil explicar la situación de las mamas y las nalgas. No admite este gran filósofo otro plan en el Supremo Creador, ni cree que el corazón fue hecho para recibir y reverter la sangre, ni el estómago para digerir, ni los ojos para ver, ni para oír los oídos; todo esto es una vulgaridad; no hay más que una función: la atracción. El hombre de los cuarenta escudos: -Pero ese hombre es un loco rematado y nadie habrá que adopte tan extravagantes ideas. El geómetra: -Dieron mucho que reír, pero el loco, parecido a los teólogos, que persiguen a quienes bromean con sus ocurrencias, no dejó en paz a sus contradictores. Otros filósofos sustentan otras diversas teorías, pero no han hecho prosélitos. Ya no es el brazo el que corre tras el brazo, ni el muslo tras el muslo; son moléculas orgánicas, partículas de brazos y piernas las que juegan entre sí. Al cabo nos veremos obligados a recurrir otra vez a los huevos, después de haber perdido mucho tiempo. El hombre de los cuarenta escudos: -Creo que es lo más sensato. ¿Y en qué han terminado todas esas contiendas? El geómetra: -En seguir dudando. Si se hubiera controvertido la cuestión entre teólogos, hubiera habido excomuniones y derramamientos de sangre, pero los físicos hacen pronto las paces; cada uno se acuesta con su mujer, sin importarles nada su ovario, ni sus trompas de Falopio; y las mujeres se quedan preñadas sin que siquiera traten de averiguar cómo se efectúa tal misterio, del mismo modo que el sembrador siembra el trigo sin preocuparse de cómo germina éste en la tierra. El hombre de los cuarenta escudos: -¡Oh! Eso sí que me lo enseñaron desde hace mucho tiempo. Brota porque se pudre. Claro que a veces me tienta la risa con esa explicación. El geómetra: -Esa tentación revela a un hombre de juicio. Aconsejóle a usted que dude de todo, como no sea de que los tres ángulos del triángulo son iguales a dos rectos; de que los triángulos que tienen la misma base y la misma altura son iguales, y de otras proposiciones semejantes, por ejemplo, de que tres y dos son cinco. El hombre de los cuarenta escudos: -Sí, señor, bien creo que de sabios es dudar, pero siento en mí mucha curiosidad desde que tengo algo de dinero y no trabajo tanto. Cuando mi voluntad mueve mi brazo o mi pierna, quisiera yo saber con qué muelle los mueve, porque es cierto que algún muelle hay. Algunas veces me sorprende el poder alzar y bajar los ojos y no poder alzar las orejas. Yo pienso, y desearía saber… lo que hay aquí… tocar con la mano mi pensamiento. Querría saber si pienso por mí mismo, si Dios me da las ideas, cómo vino mi alma a mi cuerpo cuando tenía éste seis semanas o cuando tenía un día; cómo se halla esa alma aposentada en mi cerebro. Me devano los sesos imaginando cómo influye un cuerpo sobre otro; no menos me maravillan mis sensaciones, y encuentro en ellas un algo divino, sobre todo en el goce. Algunas veces hago infinitos esfuerzos para entender cómo podría ser un nuevo sentido, y jamás lo he conseguido. Los geómetras saben perfectamente todas estas cosas. Hágame usted el favor de informarme sobre ellas. El geómetra: -¡Ah! Tan ignorantes de ellas somos como usted. Acuda a los teólogos de la Sorbona. VIII.– El hombre de los cuarenta escudos tiene un hijo, y discurre acerca de los frailes Cuando se vio padre de un niño, el hombre de los cuarenta escudos creyó que eso tenía alguna importancia para la nación y se propuso dar diez vasallos por lo menos, al rey. El hombre sabía tejer canastos y su mujer era excelente costurera. Había nacido ésta en un pueblecillo inmediato a una abadía que daba 50.000 escudos de renta. El hombre preguntó un día al geómetra por qué razón siendo estos señores tan pocos disfrutaban tantas rentas, es decir, se engullían tantas porciones de 50 escudos. -¿Son acaso más útiles que yo a la patria? -No, querido vecino. -¿Contribuyen como yo al aumento de la población del reino? -No, a lo menos manifiestamente. -¿Labran la tierra? ¿Defienden al Estado cuando hay guerra? -No; pero ruegan a Dios por usted. -Perfectamente, pues yo rogaré a Dios por ellos, y en paz. -¿Cuántos individuos útiles de uno y otro sexo cree usted que hay en los conventos? -El siglo pasado, había cerca de 90.000. -Pues a razón de 40 escudos cada uno, no deben tener más de 4.500.000 escudos. -¿Y cuánto tienen? -Cosa de 200.000.000, contando las misas y los ingresos de los frailes mendicantes que reciben verdaderamente una contribución enorme del pueblo. Un fraile de cierto convento de París ha declarado públicamente que sacaba de limosna 1.000 onzas de oro todos los años. -200.000.000 de escudos, repartidos entre 90.000 frailes y monjas dan 2.222 escudos. -Fuerte suma es y más para una colectividad en la que los gastos se simplifican; porque gastan mucho menos 10 personas que viven juntas, que si mantuvieran cada una mesa y casa aparte. -Entonces los ex jesuitas, a quienes se les pasa una pensión de 1.600 reales, ¿han salido perdiendo? -Creo que no, porque casi todos se han retirado a casa de parientes que los ayudan; muchos cobran por decir misa, cosa que no hacían, antes; otros son preceptores; a otros los mantienen las beatas; todos se las arreglan bien. En fin, pocos habrá a estas horas que después de haber disfrutado del mundo y la libertad, quisieran volver a sus antiguas cadenas. Digan lo que quieran, la vida monástica nada tiene de envidiable; y como afirma el dicho popular, los frailes son hombres que se reúnen sin conocerse, viven sin quererse y mueren sin llorarse. -¿Cree usted que se les haría un favor desfrailándolos a todos? -Mucho ganarían, sin duda, y todavía más el Estado. Se restituirían a la patria ciudadanos y ciudadanas que han hecho el temerario sacrificio de su libertad en edad en que no permiten las leyes que disponga uno de un peculio propio. Se sacarían estos cadáveres de la sepultura, como en una verdadera resurrección. Los conventos se convertirían en hospitales, escuelas públicas o fábricas; crecería la población y el cultivo de las artes. Cuando menos disminuiría el número de esas víctimas voluntarias y tendría la patria más servidores útiles y menos desventurados. Tal es la opinión de las personas cultas y el deseo unánime del pueblo, desde que las gentes son más instruidas. Prueba evidente de la necesidad de esta reforma es el ejemplo de Inglaterra y de muchas otras naciones. ¿Qué haría hoy la Gran Bretaña con 40.000 frailes, en vez de 40.000 marinos? Cuanto más se desarrollan las artes, más se necesitan hombres laboriosos. Es seguro que existen enterrados en los claustros muchos hombres de talento que pierde el país. Para que un reino prospere, necesita tener el menor número posible de eclesiásticos y el mayor número de artesanos. En vez de hacer lo que en su ignorancia hicieron nuestros padres, debemos procurar lo que ellos hubieran hecho si hubiesen vivido cuando nosotros y tenido nuestras luces. No es menester suprimir los frailes por el odio que se les profese, sino por lástima hacia ellos, y por amor a la patria. -Lo mismo pienso yo. Sentiría tanto que fuese fraile un hijo mío, que si creyese que criaba hijos para el claustro no me acostaría nunca con mi mujer. -Efectivamente, ¿qué buen padre de familia no se lamenta de ver a su hijo o a su hija perdidos para la sociedad? Hay quien dice que de esa manera se evita el peligro, pero ¿no castigan al soldado que huye de la pelea? Todos somos soldados de la patria; todos nos debemos a la sociedad, y cuando la abandonamos, somos desertores. ¿Qué digo? Los frailes son parricidas que aniquilan a toda una posteridad; 90.000 eclesiásticos que berrean o ganguean en latín, podrían dar dos vasallos uno con otro, al Estado, es decir, 180.000 hombres que perecen en germen. Al cabo de cien años es la pérdida inmensa. Esta es una verdad indiscutible. -¿Pues cómo ha podido subsistir el monaquismo? -Porque desde Constantino fueron casi siempre absurdos y detestables los gobiernos; porque después de hacerse cristianos los caudillos de las naciones bárbaras para consolidar su poder ejercieron la más horrorosa tiranía, y las gentes se metían en tropel en los claustros, huyendo de la furia de estos bandidos; aceptaban una esclavitud por evitar otra más dura; porque al multiplicarse las órdenes religiosas, el Papa tenía más súbditos en los estados católicos; porque el labriego prefiere que le llamen reverendo padre y echar bendiciones, a manejar el arado, ignorando que el arado es más digno que el hábito monacal, y porque cree que es más cómodo vivir a costa de los tontos que trabajan honradamente. Además, porque no advierte que la vida del claustro es miserable y colmada de pesares y aburrimiento. -Vamos, señor, no más frailes, por su dicha y por la nuestra. Un señor de mi pueblo, padre de cuatro hijos y tres hijas, decía que no sabía qué hacer con tanta familia, si no metía a las chicas en un convento. -Ese argumento, tantas veces repetido, es inhumano, antipatriótico, antisocial. Aquel estado o situación del que pueda decirse que si lo adoptase todo el mundo se acabaría la humanidad, debe condenarse, y, quien lo adopte causa a la especie a que pertenece, el mayor mal que puede hacerle. Es evidente que si todos los mancebos y todas las doncellas, se recluyesen en los conventos, se acabaría el mundo; luego, la frailería por su propia condición y naturaleza, es enemiga de la humanidad. -¿Y no se puede decir otro tanto de los soldados? -No, por cierto; porque si toma las armas a su turno cada ciudadano, como antiguamente hacían todas las repúblicas, y particularmente en la de Roma, el soldado resulta luego excelente labrador. El soldado, convertido en ciudadano se casa y se afana por su mujer y por sus hijos. ¡Ojalá hubiesen sido militares todos los labriegos! Pero un fraile, en cuanto fraile, no es bueno sino para vivir a costa de sus compatriotas. Esto es evidente. -Sin embargo, las doncellas, las hijas de los hidalgos pobres que no se pueden casar ¿qué han de hacer? -Ya se ha dicho mil veces: lo que hacen en Inglaterra, en Escocia, en Irlanda, en la Suiza, en Holanda, en la mitad de Alemania, en Suecia, en la Noruega, en Dinamarca, en Tartaria, en Turquía, en África y en casi todo el resto del mundo. No es necesario tener dote para ser buena madre de familia. En Alemania, se casan los hombres con mujeres que no tienen dote. Una mujer económica y trabajadora aprovecha más en una casa que la hija de un millonario, que más gasta en cosas superfluas que la dote que a su marido le trajo. En cuanto a los asilos, bien está que haya instituciones que den albergue a la vejez y a los enfermos y a los deformes; pero por un abuso detestable, en esos establecimientos religiosos no admiten más que a los jóvenes y a las personas bien constituidas. Lo primero que en los conventos hacen es poner en cueros a los novicios de ambos sexos, contra toda ley de decencia y examinarlos atentamente por detrás y por delante. Si se presenta para tomar el hábito una vieja jorobada, la despiden sin la menor consideración, a menos que pague una cuantiosa dote. ¿Qué digo? Toda monja ha de pagar su dote si no quiere ser la criada del convento. Nunca hubo más intolerable abuso. -Eso es muy cierto. Yo le aseguro que jamás serán mis hijas religiosas, y que aprenderán a hilar, a coser, a hacer punto, a bordar, en una palabra, a ser útiles. Dígame ¿cómo podrá sostener un amigo mío -sin duda por llevar la contraria a todo el mundo- que los frailes son útilísimos para el Estado sin admitir otra razón que la de que sus conventos están muy limpios y bien conservados, más que las casas señoriales y perfectamente cultivados sus huertos? -¿Quién es ese amigo de usted que sostiene afirmación tan peregrina? -El amigo de los hombres, o por mejor decir, de los frailes. -Pues se burla, sin duda. Porque no puede ignorar que diez familias que poseen cada una dos mil escudos de renta en tierras, son 100 veces y 1.000 veces más útiles que un monasterio que disfruta de 20,000 escudos, además de poseer su tesoro secreto. El que los frailes edifiquen espléndidos conventos, es precisamente lo que más irrita al pueblo y de lo que se protesta en toda Europa. El voto de pobreza es incompatible con vivir en palacios, como lo es la soberbia con la humildad, y como el hecho de no propagar la especie es contrario a la ley natural. -Veo que lo mejor es fiarse poco de los libros. -Hay que saberlos escoger, leerlos y desde luego no creer más que en la evidencia. IX.– De las contribuciones que se pagan al extranjero Un mes hace -dice el geómetra- que me vino a ver el hombre de los cuarenta escudos; entró reventando de risa y de tan buena gana reía, que sin saber por qué me eché yo también a reír; que así de imitador ha nacido el hombre y tanto nos domina el instinto y tan contagiosos son los grandes movimientos del ánimo. Ríen con el que ríe los humanos; con el que llora, lloran. Cuando se hubo reído muy a su sabor, me dijo que acababa de dar con un hombre que se decía protonotario de la Santa Sede, y que enviaba el tal una gran cantidad de dinero a un italiano que residía a 600 leguas de París, en nombre de un francés a quien había concedido el rey un pequeño feudo, y que nunca podría disfrutar, el tal francés, de su propiedad si no le daba al italiano el primer año de renta. -Es muy cierto -le dije-, pero no es cosa de risa. En derechos de esta especie, paga Francia más de millón y medio de escudos al año, y en los dos siglos y medio de que data esa costumbre, hemos entregado a Italia más de 365.000.000 de escudos. -¡Dios de mi alma! -exclamó-. ¡Cuántas veces 40 escudos! ¿De modo que ese italiano nos sojuzgó hace dos siglos y medio y nos impuso ese tributo? -Exacto -le respondí-. Y antes nos imponía otros más gravosos, porque el de ahora es una friolera en comparación de lo que por espacio de muchos siglos sacaba de nuestra pobre nación y de las otras pobres naciones de Europa. Contéle entonces de qué modo se habían establecido estas santas usurpaciones, y como sabe algo de historia y tiene buen sentido, vio claro que habíamos sido galeotes y que todavía llevábamos arrastrando un trozo de nuestra cadena. Habló con energía y largamente contra estos abusos. ¡Pero qué respeto profesaba a la religión! ¡Qué reverencia a los obispos! ¡Cómo deseaba que tuviesen muchos miles de escudos para gastarlos en sus diócesis en obras de caridad! También quería que todos los curas de pueblo ganasen 40 escudos, para que pudiesen vivir con holgura. -Es lamentable -afirmaba- que un cura se vea obligado a pleitear con un feligrés suyo por medio celemín de trigo y que no le pague lo suficiente el Estado; siempre están litigando con los municipios. Estas contiendas eternas, por imaginarios derechos y por los diezmos, quebrantan el respeto que se les debe. El infeliz labrador que ya ha pagado al rey el diezmo, las primicias y el rescate de alojamiento de tropa, sin que le eximan de alojar tropa, etc., etc.; este desventurado, digo, que ve que el cura viene después a llevarse el diezmo de lo que le queda, ya no le mira como a su pastor, sino como a un carnicero que le acaba de desollar el poco pellejo que le resta; si la cosecha de diez celemines, le ha costado el valor de nueve y el derecho divino le lleva lo que vale el otro celemín ¿qué le queda para sí y para su familia? Llanto, hambre, desesperación y morir de fatiga y miseria. Si el Estado pagara bien al cura, consolaría al labrador y nadie miraría al cura como a un enemigo público. El buen hombre se emocionaba al decir estas cosas porque amaba a su patria y ansiaba verla bien gobernada. -¡Qué nación la francesa, si quisiera! -decía con frecuencia. Fuimos a ver a su hijo, a quien la madre, estaba dando el pecho, un seno muy blanco y turgente. La criatura era preciosa. -¡Ah! -murmuró su padre-. ¡No vivirá más que veintitrés años, ni tendrá más capital que cuarenta escudos! X.– De las proporciones El producto de los extremos es igual al producto de los medios, pero dos costales de trigo robados no son, respecto al ladrón, como la pérdida de la vida de éste es al interés de la persona robada. El prior de… a quien dos de los trabajadores de su huerto, le habían robado dos fanegas de trigo, acaba de hacer ahorcar a los dos delincuentes. La ejecución le ha costado más de lo que valía toda su cosecha y desde entonces, no halla ningún jornalero que quiera trabajar en el convento. Si hubieran mandado las leyes que los que roban el trigo de su amo labrasen el campo del robado toda su vida con un grillete al pie y una campanilla al cuello atada a una argolla, hubiera ganado mucho el tal prior. Sin duda, es preciso escarmentar al delincuente, pero más que la horca, le intimidan el trabajo forzado y la vergüenza duradera. Hace algunos meses, un malhechor fue condenado en Londres a trabajar en América, con los negros, en los ingenios de azúcar. En Inglaterra, como en otros muchos países, tienen derecho los delincuentes a presentar un memorial al rey, pidiendo el perdón absoluto o la conmutación de la pena. Este presentó un memorial para que le ahorcasen, diciendo que aborrecía el trabajo y que prefería que le ahorcasen en un minuto a que le obligaran a cortar caña toda su vida. No todos piensan así; los gustos son diferentes; pero ya se ha dicho y nunca se repetirá bastante, que un ahorcado para nada sirve, y que las penas han de servir de ejemplo. Algunos años hace que en la Tartaria condenaron a empalar a dos mancebos por haber tenido el bonete en la cabeza mientras pasaba una procesión de lamas. El emperador de la China, hombre de mucho talento, dijo que él los hubiera condenado a ir delante de las procesiones con la cabeza descubierta, por espacio de tres meses. «Proporcionad las penas a los delitos», dice el marqués de Beccaria. Pero los que han hecho las leyes no eran geómetras. Si escribe unos libelos miserables el abate Guyon o Cegé, o cualquiera otro ex jesuita o clerizonte, ¿le habremos de ahorcar como ha hecho el prior de… con sus dos gañanes, considerando que los calumniadores son más delincuentes que los ladrones? ¿Hemos de sacar a la vergüenza pública al señor Larcher, porque es un escritor indigesto que acumula errores sobre errores, nunca supo graduar los valores, y afirma que en una grande y antigua ciudad, famosa por su civilización, y por los celos de los maridos, iban las princesas al templo a conceder en público sus favores a los extranjeros? A este escritor se le podría enviar a esa ciudad a ver si era tan agasajado. Debemos procurar ser ecuánimes y debemos proporcionar las penas a los delitos. Las leyes de Dracon, que castigaban por igual los crímenes y las leves faltas, la perversidad y la locura, me parecen odiosas. No trataremos al jesuita Nonotte, que no ha cometido más delito que escribir calumnias y disparates, como trataron a los jesuitas Malagrida, Oldecorne, Garnet, Guignard, Gueret y cómo debieran haber tratado al jesuita Le Tellier, que engañó a su rey y llenó de duelo y confusión a Francia. En todo pleito, en toda contienda, en toda disputa, distingamos el agresor del agraviado y el opresor del oprimido. La guerra ofensiva es infame, pero la defensiva es justa. Engolfado me hallaba yo -dice el geómetra-, en estas reflexiones, cuando me vino a ver, deshecho en llanto el hombre de los cuarenta escudos. Pregúntele muy alterado si se había muerto su hijo, que debía vivir veintitrés años. -No -me dijo-, mi hijo está bien, lo mismo que mi mujer; pero me llamaron a declarar contra un molinero al que han impuesto la prueba del tormento, y que es inocente; le he visto desmayarse en las horribles torturas, he oído crujir sus huesos y todavía perduran en mi oído sus aullidos y sus gritos. ¡No lo puedo olvidar, lloro de lástima y tiemblo de horror! Yo, que soy de un natural muy compasivo, no pude menos de echarme también a llorar y de estremecerme. Representóseme entonces a la memoria la espantosa aventura de los Calas: una virtuosa madre encarcelada, sus hijas fugitivas y poseídas de la mayor desesperación, saqueada la casa, un honorable padre de familia enloquecido por la tortura, agonizando en una rueda y expirando en una hoguera; su hijo cargado de cadenas, llevado a rastras ante los jueces, y uno de éstos diciéndole: «Hemos destrozado a tu padre y a ti también te destrozaremos.» Recordé la familia de Sirven, que encontró uno de mis amigos en plena montaña, cubiertos de nieve, huyendo de la persecución de un juez tan inicuo como ignorante. -Este juez -dijo mi amigo-, ha condenado a morir en el cadalso a toda esa inocente familia, suponiendo, sin la más leve apariencia de prueba, que el padre y la madre, con ayuda de sus dos hijas, habían ahogado a la tercera para evitar que fuese a misa. La conducta de semejante juez me mostraba hasta dónde pueden llegar la estupidez, la injusticia y el salvajismo humanos. El hombre de los cuarenta escudos y yo nos dolíamos de tales crímenes. Llevaba yo en el bolsillo el discurso de un fiscal del Delfinado, que en parte trataba de esta clase de asuntos; lo saqué del bolsillo y leí los siguientes párrafos: «Los gobiernos deben estar formados por hombres que por hacer felices a los pueblos y a los individuos, acepten como premio la ingratitud y que por querer proporcionar el sosiego a sus gobernados renuncien al suyo propio. Han de colocarse entre la Providencia y los humanos para llevar a éstos una ventura, que aquélla parece negarles…» «Cuando un juez se encuentra solo en su gabinete, ¿no se estremece de horror y lástima al pasar la vista por los legajos que le rodean, monumentos del crimen y de la inocencia? ¿No le parece que oye salir gemidos de estos escritos fatales que le recuerdan lo que fue de un ciudadano, un esposo, un padre, una familia? ¿Qué juez, si no es un desalmado, puede pasar por una cárcel sin ponerse pálido? ¡Soy yo, se dice a sí mismo, quien encierra en este horrible lugar a mis semejantes, acaso a mi igual, a ciudadanos, a hombres, en fin! Yo los encadeno y los sepulto aquí. Muchos desesperados me maldecirán pidiendo al Juez Supremo mi castigo, a esa Providencia que ha de juzgarnos a todos…» «Horroroso espectáculo el que tengo que contemplar. El reo no quiere confesar sus culpas. Él juez, ya fatigado de inútiles requerimientos y acaso irritado por ello, recurre al suplicio. Aparecen cadenas y palancas, teas encendidas y todos los instrumentos que para atormentar fueron inventados. El verdugo acude a cumplir su oficio para arrancar por la violencia, las declaraciones que voluntariamente no fueron hechas. ¡Oh, tú, dulce filosofía!, tú que sólo con paciencia y reflexión indagas la verdad, ¿concibes que en tu siglo se utilicen, para descubrirla, instrumentos semejantes? ¿Es cierto que aprueban nuestras leyes tan incomprensibles métodos y que las costumbres los consagran…?» «Tan viles son los suplicios de la justicia como los crímenes del delincuente, y no son menos crueles que los actos de sus pasiones los de su sentencia. ¿Cuál es el motivo de esta situación? El desequilibrio entre nuestras viejas supersticiones y nuestro moderno sentido moral; la escasa confianza en las ideas y el mucho apego a la rutina. En realidad, preferimos no detenernos a reflexionar sobre las cosas, y más si ello perturba nuestra tranquilidad y la comodidad de nuestras costumbres, que si no son buenas, son gratas. Somos cultos, pero poco humanos.» Estos fragmentos, dictados por la bondad y la razón, fueron gran lenitivo para el ánimo de mi amigo. Estaba maravillado y conmovido. ¡Por lo visto, también en provincias se escriben cosas buenas! -decía absorto-. Me había dicho que no había más que un París en el mundo. -No hay más que un París -repliqué-, donde se hagan óperas cómicas. Pero ¿por qué no ha de haber en provincias personas honorables, magistrados íntegros? Antiguamente los oráculos de la justicia y los de la moral eran igualmente ridículos; el doctor Balonar era farsante en el foro y grotesco en el púlpito. El buen sentido recomienda que no se hable en público más que cuando se tiene algo útil y nuevo que decir. Pero ¿y si no tenemos nada que decir? preguntan los charlatanes. Entonces, guardad silencio, aconseja la razón. La garrulería palabrera es como las hogueras de la noche de San Juan, superfluas porque no hace frío. Lea Francia libros buenos. En realidad, leemos muy poco, y la mayor parte de los que se quieren instruir leen muy mal. Hay mucha gente entre la cual no faltan personas honradas y aun muchas que se tienen por sensatas que preguntan severamente para qué sirven los libros. Habría que decirles que con libros se gobierna. No otra cosa que libros son las ordenanzas civiles, los códigos y el Evangelio. La lectura fortalece el alma cuanto la conversación la dispersa y el juego la enerva. -Yo tengo muy poco dinero -me respondió el hombre de los cuarenta escudos-, pero cuando lo consiga compraré muchos libros en casa de Marc Michel Rey, de Amsterdam. XI.– Del gálico y las bubas Vivía el hombre de los cuarenta escudos en un pueblo pequeño, donde desde hacía ciento cincuenta años no habían entrado militares, por lo que las costumbres eran tan puras como el aire que respiraba. Nadie sabía que se podía envenenar el amor en sus fuentes mismas, corromperse en su germen las generaciones, negándose a sí propia la naturaleza, el afecto convertirse en odio y en suplicio el deleite. Pero entraron unas tropas en el pueblo y todo varió. Dos tenientes, el capellán del regimiento, un cabo y un recluta, que acababa de salir del seminario conciliar, bastaron para envenenar ese pueblo y otros doce en menos de tres meses. Dos primas del hombre de los cuarenta escudos se llenaron de costras de pies a cabeza; se les cayeron sus luengos y rubios cabellos; se les enronqueció la voz; hincháronse sus ojos y apenas podían mover brazos y piernas, atenazados por el dolor; los huesos comenzaban a ser roídos por una secreta carcoma, como los del árabe Job, aunque nunca adoleció Job de semejante achaque. El cirujano mayor del regimiento, hombre de consumada experiencia, se vio obligado a pedir a la Corte que enviaran muchos médicos para curar a todas las mujeres del país, y como el ministro de la Guerra era protector declarado del bello sexo, le envió una leva de practicantes, que con una mano echaban a perder lo que con la otra curaban. Estaba entonces el hombre de los cuarenta escudos leyendo la historia filosófica de Cándido, del doctor Ralph, traducida del alemán, en la cual se prueba que todo ocurre para bien de todos y que el mundo en que vivimos es el mejor de los mundos posibles. Así pues, las bubas, la peste, la estrangurria, los lamparones y la Santa Inquisición son encantos del universo creado únicamente para el hombre, rey de los animales a imagen y semejanza de Dios. En la verídica historia de Cándido, leyó que debido a la enfermedad el doctor Pangloss había perdido un ojo y una oreja. -¡Ah! ¡Pobres primas mías! -clamaba el hombre de los cuarenta escudos-. Se van a quedar tuertas y desorejadas. -No, señor -le dijo el mayor consolándole-. Los alemanes son otra cosa. Nosotros sabemos curar y curaremos a esas muchachas pronto, sin grandes molestias y para siempre. Efectivamente, sus dos lindas primas no sintieron más molestias que la cabeza hinchada como una tinaja durante seis semanas, escupir la mitad de los dientes y muelas con un palmo de lengua fuera, y morirse tísicas al cabo de seis meses. Mientras se trataba de curar a las muchachas, tuvieron el cirujano y el primo la conversación siguiente: El hombre de los cuarenta escudos: -¿Es posible, señor, que la naturaleza rodee de tales tormentos un placer tan necesario, de tantos duelos tan suaves glorias, y que sea cosa más peligrosa hacer un chiquillo que matar a un hombre? ¿Es cierto, a lo menos, para nuestro consuelo, que disminuye algo esta plaga en la tierra y cada día es menos peligrosa? El cirujano mayor: -Todo lo contrario. Cada día cunde más en toda la Europa cristiana y ya se extiende hasta Siberia. Más de 50 personas he conocido que de ella han muerto, entre otras un bizarro general y un sagaz hombre de Estado. Las personas débiles no resisten la enfermedad ni el remedio. Las bubas y las viruelas se han conjurado, todavía más que los frailes, para acabar con el género humano. El hombre de los cuarenta escudos: -He aquí otro motivo para acabar con los frailes o para que, volviendo a su condición de hombres, reparen en algo el daño que causan esas dos enfermedades. Le ruego que me diga si tienen bubas los animales. El cirujano: -Ni bubas, ni viruelas, ni frailes. El hombre de los cuarenta escudos: -Pues confesemos que son más felices y más cuerdos que nosotros en este inmejorable mundo. El cirujano: -Nunca lo he dudado. Adolecen de menos achaques que nosotros; su instinto es menos falible que nuestra razón, y nunca los atormenta ni el tiempo pasado ni el venidero. El hombre de los cuarenta escudos: -Usted ha sido cirujano de un embajador de Francia en Turquía. Dígame, ¿hay muchas bubas en Constantinopla? El cirujano: -Los franceses las llevaron al arrabal de Pera, donde ellos viven. Allí conocí a un capuchino que estaba roído de bubas como Pangloss; pero no han invadido el interior de la ciudad. Casi nunca duermen los franceses en ella, y apenas hay rameras en esta inmensa capital. Todos los turcos ricos tienen mujeres esclavas de la Circasia, guardadas y vigiladas siempre, y cuya hermosura no puede ser peligrosa. A las bubas las llaman los turcos el mal cristiano, y eso contribuye no poco a aumentar el desprecio profundo que sienten por nuestra teología. Para desquitarse disfrutan de la peste, enfermedad de Egipto, de la cual no hacen caso, y que no se toman el trabajo de precaver. El hombre de los cuarenta escudos: -¿Y en qué tiempo cree usted que empezó esta plaga en Europa? El cirujano: -A la vuelta del primer viaje de Cristóbal Colón a pueblos inocentes que ni la avaricia ni la guerra conocían, el año de 1494. Desde tiempo inmemorial padecían este achaque aquellas buenas gentes, así como existía la lepra en la Arabia y la Judea, y la peste en Egipto. El primer fruto que sacaron los españoles de la conquista del Nuevo Mundo fueron las bubas, que se esparcieron con mucha más prontitud que la plata de Méjico, la cual no circuló en Europa hasta mucho tiempo después. En todos los países existían entonces magníficos establecimientos, llamados mancebías, autorizados por los soberanos para preservar el honor de las damas. Los españoles envenenaron estas casas privilegiadas, de donde extraían los príncipes y los obispos las mozas que necesitaban. En Constanza había 718 para abasto del clero que con tanta devoción mandó quemar a Juan Hus y a Jerónimo de Praga, y ya se supondrá con cuánta rapidez cundió la enfermedad en todo el país. El primer magnate muerto por ella fue el ilustrísimo y reverendísimo obispo virrey de Hungría, en 1499, a quien no pudo curar Bartolomé Montanagua, célebre médico de Padua. Gualtieri afirma que Bertoldo de Henneberg, arzobispo de Maguncia, acometido de las bubas, entregó su alma a Dios en 1504. Sabido es que nuestro rey Francisco I murió de ellas; Enrique III se contagió en Venecia, pero Jacobo Clemente, fraile dominico, anticipó el efecto del mal. Siempre celoso del bien público el Parlamento de París dictó severas medidas contra las bubas, prohibiendo, en 1497 a todos los bubosos vivir en París so pena de horca; mas como no era fácil probar el delito, la disposición no fue más eficaz que la que posteriormente tomó contra el emético; y contra la voluntad del Parlamento de París fue aumentando sin cesar el número de reos. Verdad es que, si en vez de mandarlos ahorcar los hubieran exorcizado ninguno andaría hoy por el mundo, pero quiso la mala ventura que no pensaran en ello. El hombre de los cuarenta escudos: -¿Es cierto lo que en Cándido he leído que cuando marchan en orden de batalla dos ejércitos de treinta mil hombres cada uno, puede apostarse que hay veinte mil bubosos de cada parte? El cirujano: -Certísimo; y lo mismo sucede con los cursantes de teología de la Sorbona. ¿Qué quiere usted que hagan unos estudiantes mozos, en quien la naturaleza se explica con más vigor y voz más alta que la teología? Puedo jurar a usted que en proporción, más clérigos jóvenes curamos mis colegas y yo que militares. El hombre de los cuarenta escudos: -¿No habrá medio para extirpar ese morbo contagioso que destroza a Europa? Ahora que el veneno de las viruelas se atenúa ¿no podría contrarrestarse el otro veneno? El cirujano: -Un solo remedio habría, y es que se alíen, para ello, todos los príncipes de Europa, como hicieron en tiempo de Godofredo de Bouillon. Cierto que una cruzada contra las bubas sería más razonable que las que antiguamente se hicieron contra Melecsala, Saladino y los albigenses, y que tan funestas fueron. Más valiera concertarse para exterminar al enemigo del linaje humano que no hacerlo para asolar países y cubrir los campos de cadáveres. Hablo aquí contra mis intereses, porque la guerra y las bubas aumentan mis ingresos; pero antes de ser cirujano mayor soy hombre. De este modo fue aprendiendo el de los cuarenta escudos a discurrir, y a sentir. No sólo heredó a sus dos primas, que murieron en espacio de seis meses, sino también a un pariente lejano que fue abastecedor de los hospitales militares y se hizo rico a costa del hambre de los soldados heridos. Era soltero, tenía un harén, nunca hizo caso de su familia, vivió siempre en plena crápula y murió de un hartazgo. Como se ve, era un ciudadano útil a su patria… Viose obligado nuestro nuevo filósofo a ir a París a recoger la herencia de su pariente, que le disputaban los asentistas de rentas reales; pero tuvo la dicha de ganar el pleito, y la generosidad de dar a los pobres del lugar, que no tenían su renta de cuarenta escudos, parte de los dineros del ricacho. Después quiso satisfacer el deseo, que siempre había tenido, de poseer una biblioteca. Por las mañanas leía y por las tardes consultaba a los doctos para saber en qué lengua había hablado la serpiente a nuestra madre Eva; si reside el alma en el cuerpo calloso o en la glándula pineal; si San Pedro había estado veinticinco años en Roma y por qué tienen los negros las narices aplastadas. No quería mezclarse en política ni escribir folletos contra las comedias nuevas. Llamábanle el señor André, que era su nombre de pila; cuantos le conocían elogiaban su modestia y sus buenas prendas naturales y adventicias. El señor André se mandó construir una casa en su antiguo predio de cinco fanegas; su hijo tendrá, muy en breve, edad para ir al colegio; pero su padre no quiere que vaya al de Mazarino, porque sabe que allí está el profesor Cogé, que escribe libelos, y un profesor no debe escribir libelos. En cuanto a la señora André dio a luz una muchacha muy linda, a la que andando el tiempo casarán sus padres con un covachuelista de Hacienda, con tal que éste no adolezca del mal que quiere extirpar el cirujano mayor en toda Europa. XII.– Contienda reñida Mientras estaba el señor André en París se suscitó una polémica muy importante. Tratábase de saber si Marco Antonio era hombre de bien y si estaba en el infierno, en el purgatorio o en el limbo, mientras llega el día de la resurrección. Todas las personas distinguidas defendían a Marco Antonio; Marco Antonio, decían, fue siempre sobrio, justo, casto, benéfico. Verdad es que no ocupa un lugar tan alto en el cielo como el bendito San Junípero, porque en todo hay categorías; pero, el alma de Marco Antonio no debe estar quemándose en las calderas de Pedro Botero, y si se halla en el purgatorio, no hay más que sacarle de él a fuerza de misas: ahí están los jesuitas que nada tienen que hacer. Ellos pueden decir tres mil misas por el descanso del alma de Marco Antonio, que a tres reales la pieza valdrían 9.000. Marco Antonio no puede estar en el infierno porque a un monarca no se le mete en el infierno así como así. Los adversarios a estos argumentos decían que no se podía dar cuartel a Marco Antonio; que era un hereje; que había muerto sin confesión; que era necesario hacer un escarmiento; que convenía enviarle al infierno para que supieran a qué atenerse los emperadores de China y del Japón, los de Persia, Turquía y Marruecos, los reyes de Inglaterra, Suecia, Dinamarca y Prusia, el estatuderl de Holanda y la aristocracia de Berna, los cuales así se confiesan como el emperador Marco Antonio; finalmente, que es una satisfacción inefable fulminar decretos contra los soberanos muertos, cuando no puede uno lanzarlos contra los vivos, por miedo a que le corten las orejas. Tan seria llegó a ser la polémica, como antiguamente la de las monjas de Santa Úrsula con las del convento de la Anunciación, acerca de quién de las dos órdenes llevaría más tiempo, entre las nalgas, huevos pasados por agua sin cascarlos. Temióse un cisma, cosa horrible, porque cisma quiere decir diferencia de opinión, y hasta este fatal momento, todos los humanos habían pensado de un mismo modo. El señor André, excelente ciudadano, convidó a cenar a los directores de ambos partidos. Era un hombre jovial, alegre sin bullicio, y de corazón en la mano, sin afectar nunca aquella especie de ingenio que no deja lucir el de los demás. Sabía hacerse simpático y conciliar en él la autoridad y la confianza. Era un hombre que hubiese logrado que cenaran en paz un genovés y un corso, un muflí y un arzobispo. En la cena a los polemistas el señor André mostró gran habilidad, conduciendo la conversación de modo que no hubiese lugar a la discusión entre los adversarios a quienes hizo reír con sus frases ingeniosas. Después, cuando el vino comenzó a hacer sus efectos, logró que conviniesen en que el alma del emperador Marco Antonio permanecía in statu quo, esto es, entre el cielo y la tierra como los duendes, hasta el día del Juicio Final. Volviéronse luego a sus limbos respectivos los espíritus de los doctores, apenas terminada la cena. Esta reconciliación proporcionó tanto prestigio al hombre de los cuarenta escudos, que más tarde, cuando surgía alguna disputa entre literatos o no, las personas neutrales aconsejaban a los contendientes que fuesen a cenar a casa del señor André. De dos facciones sé yo, muy encarnizadas, que por no haber cenado en casa del señor André se han causado mutuamente daños inmensos. XIII.– Pícaro echado a la calle La reputación de que gozaba el señor André, de reconciliar a los enemigos dándoles bien de cenar, le trajo cierto día una visita muy extraña. Un hombre vestido de negro, de muy mal aspecto, encorvado de espaldas, la cabeza torcida hacia el hombro izquierdo, los ojos aviesos y las manos sucias, fue a suplicarle que le convidase a cenar en unión de sus enemigos. -¿Pero quiénes son sus enemigos, y quién es usted? -le preguntó el señor André. -¡Ay! -respondió-. Confieso a usted, señor, que se me tiene por uno de esos bellacos que escriben libelos a cambio de un pedazo de pan, y van gritando por ahí: «¡Dios, Dios! ¡Religión, religión!», con lo que suelen conseguir alguna prebendilla o beneficio simple. Me acusan de haber calumniado a muchos hombres de bien, sinceramente religiosos. Verdad es, que en el fuego de la inspiración, a los escritores se nos escapan palabras imprudentes, afirmaciones inexactas o apasionadas, que luego califican los demás de injurias y cínicas mentiras. Los autores de mi cuerda solemos pasar por pícaros, y en tanto nos aplauden las viejas beatas, somos objeto del desprecio de cuantos hombres de bien saben leer. Mis enemigos son gentes que pertenecen a las principales academias de Europa, escritores ilustres y ciudadanos honestos. Ahora he publicado una obra titulada Antifilosofía. Está hecha con la más sana intención; pero nadie ha querido comprar mi libro; y aquellos a quienes se lo he regalado lo han tirado al fuego, diciéndome que no solamente era antifilosófico, sino antidecente y anticristiano. -Perfectamente -le dijo el señor André-, pues haga usted lo que esos a quienes ha regalado su obra: tírela al fuego y no se hable más de ello. Celebro su arrepentimiento, pero no le puedo invitar a cenar con personas inteligentes, quienes, por otra parte, nunca han leído ni leerán sus obras. -¿No podría usted, por lo menos -insistió el libelista-, ponerme a bien con la familia del difunto presidente Montesquieu, cuya memoria agravié para glorificar al reverendo padre Routh? Como usted sabe, el padre Routh amargó los últimos instantes del moribundo y fue arrojado de la casa a puntapiés. -Sí, lo recuerdo -respondió el señor André-. Ya hace mucho tiempo que murió también el reverendo padre Routh; váyase a cenar con él. El señor André es hombre que no aguanta a esta clase de granujas tontos; de sobra sabía que lo que quería el visitante era que le presentase a escritores y filósofos conocidos para espiarlos, hacerles hablar y luego disparar sobre ellos injurias y calumnias. Así que prefirió echarlo de su casa, ni más ni menos que a Routh le habían arrojado de la del presidente Montesquieu. No era fácil engañar al señor André. Todo cuanto tenía de ingenuo y sencillo cuando era el hombre de los cuarenta escudos, lo tuvo después de avisado y despierto, que no en balde conocía ya el mundo. XIV.– La sana razón del señor André ¡Cuánto se ha vigorizado la sana razón del señor André desde que tiene una biblioteca! Vive con los libros como con los hombres; elige entre ellos y nunca se deja alucinar por los nombres. ¡Qué satisfacción tan grande le produce saber y ampliar los horizontes del espíritu sin salir de su casa! Se felicita por haber nacido en el siglo en que empieza a adquirir todo su valor la razón humana. ¡Qué desgracia hubiera sido la mía, exclamaba, si hubiera nacido en el siglo del jesuita Garasse, del jesuita Guignard, del doctor Boucher, del doctor Aubri, del doctor Guincestre, o en aquel en que condenaban a galeras a los que escribían contra las categorías de Aristóteles! La miseria había aflojado los muelles del ánimo del señor André, y la riqueza les restituyó su elasticidad. Muchos hay por el mundo como el señor André, a quienes una vuelta de la rueda de la fortuna bastó para transformarse en hombres de gran mérito. El señor André está al tanto de todos los asuntos políticos de Europa, pero especialmente se interesa por los progresos del entendimiento humano. Hace poco decía: -Me parece que la razón viaja a jornadas cortas, del Norte al Mediodía, con sus dos amigas íntimas, la experiencia y la tolerancia, y en compañía de la agricultura y el comercio. Se presentó en Italia, pero la ha repelido la congregación del Index, y no ha podido conseguir otra cosa que despachar allá algunos de sus agentes secretos, lo que no deja de ser útil. Dentro de pocos años el país de los Escipiones no será el de los polichinelas con sayal. De cuando en cuando se suscitan contra ella enemigos encarnizados en Francia; pero tiene tantos amigos, que al fin llegará a ocupar la jefatura del gobierno en este país. Cuando llegó a Baviera y Austria se encontró con dos o tres sujetos de gran peluca que la miraron entontecidos con ojos de asombro: «Señora, aquí nunca hemos oído hablar de usted -la dijeron-, ni sabemos quién es.» «Señores -les respondió-, con el tiempo ustedes me conocerán y sabrán amarme. En Berlín, en Moscú, en Copenhague, en Estocolmo, soy muy bien vista y hace muchos años que Locke, Gordon, Trenchard, milord de Shaftesbury y otros, me establecieron en Inglaterra. Yo soy la hija del tiempo y todo lo espero de mi padre. Cuando pasé por la raya de España y Portugal, di gracias a Dios al ver que no se encendían con tanta frecuencia las hogueras de la Inquisición, y concebí lisonjeras esperanzas cuando vi echar de ambos reinos a los jesuitas.» Si la razón entra de nuevo en Italia, comenzará seguramente por establecerse en Venecia y luego en el reino de Nápoles, pues que posee un secreto infalible para desprender los cordones de una corona que se halla enredada, sin saber cómo, en los de una tiara, y para impedir que los caballos se sometan a las mulas. La conversación del señor André me agrada mucho, y cuanto más le trato más le quiero. XV.– Una buena cena en casa del señor André Ayer cené en su casa, en compañía de un doctor de la Sorbona; del señor Pinto, judío célebre; del capellán de la capilla reformada; del embajador bátavo; del secretario del señor príncipe de Gallitzin, del rito griego; de un capitán suizo, calvinista; de dos filósofos y algunas señoras de mucho talento. Durante la cena, que fue larga, no se habló nada de religión, ni más ni menos que si ninguno de los comensales la tuviese. ¡Tan corteses nos hemos hecho y tanto tememos incomodar a los que cenan con nosotros! No sucede así con el regente Cogé, ni con el ex jesuita Nonotte, ni con el ex jesuita Patouillet, ni con el ex jesuita Rotallier, ni con todos los animales de esta ralea; que estos bellacos más villanías dicen en un par de hojas, que cosas instructivas y agradables puede decir en cuatro horas la gente de trato más fino de París. Desde luego no se atreverían a decir a nadie cara a cara lo que tienen la vileza de imprimir. Al principio de la conversación se trató de un chiste de las Cartas persas, en el cual, fundándose en la autoridad de varones muy graves, se afirma que no solamente va el mundo a peor, sino que se despuebla, con lo que a los reyes puede llegar a sucederles lo que al guardián del convento que se quedó sin prior por falta de frailes. El doctor de la Sorbona dijo que efectivamente el mundo marcha hacia su fin próximo. Y citó al padre Petau, quien, refiriéndose a los tiempos bíblicos, demostró que uno solo de los hijos de Noé o de Sem o de Jafet había procreado tantos hijos, que en el año 285 después del diluvio universal sus descendientes eran 623.612.358.000. El señor André le preguntó por qué en tiempo de Felipe el Hermoso, esto es, cerca de trescientos años después de Hugo Capeto, no había ya 623.000.000.000. «Porque ha disminuido la fe», contestó el doctor de la Sorbona. Se habló también de Tebas con sus cien puertas, y del millón de soldados, con 20.000 carros de guerra, que salían por ellas. -Yo creo -dijo el señor André- que antiguamente se escribía la historia con la misma pluma que nos ha dejado La Sergas de Esplandián. -Lo cierto es -dijo uno de los presentes- que Tebas, Menfis, Babilonia, Nínive, Troya, Seleucia, eran ciudades populosas que ya no existen. -Así es la verdad -respondió el secretario del príncipe Gallitzin-; pero también eran páramos entonces Moscú, Constantinopla, Londres, París, Amsterdam, Lyon y otras que valen más que Troya, y todas las ciudades de Francia, Alemania, España y el Norte de Europa. El capitán suizo, sujeto muy ilustrado, nos confesó que cuando quisieron sus ascendientes abandonar sus montañas y precipicios para ir a apoderarse, como era lógico, de otro país más ameno, César, que contó con sus propios ojos a estos emigrantes, halló que ascendían a 368.000, incluyendo ancianos, niños y mujeres. -Hoy día, en el solo cantón de Berna, que no es la mitad de Suiza, hay otros tantos, y puedo asegurar a ustedes que la población de los trece cantones pasa de 720.000 almas, sin contar con los suizos que se hallan en el extranjero. Luego, ilustres señores, hagan cálculos y establezcan sistemas y verán cuan fácil es caer en error con unos y con otros. Tratóse después la cuestión de si los vecinos de Roma en tiempo de los Césares eran más ricos que los de París en tiempo de Luis XV. -A mí me toca responder a eso -dijo el señor André-, que he sido mucho tiempo el hombre de los cuarenta escudos. Creo que los ciudadanos romanos eran más ricos; estos ilustres salteadores de caminos habían saqueado los países más hermosos de África, Asia y Europa, y gozaban con ostentación del fruto de sus robos; no obstante, abundaban los mendigos en Roma. Seguramente entre aquellos vencedores del orbe, había algunos limitados a sus cuarenta escudos de renta como yo lo he estado. -¿Sabe usted -intervino un doctor de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras- que cada cena que daba Lúculo en su salón de Apolo le costaba 157.489 reales de nuestra moneda, y que Ático, el célebre epicúreo Ático, no gastaba en cambio en su mesa más de 940 reales al mes? -Sí, así es. También yo he leído en Floro eso que usted dice, pero sin duda Floro nunca cenó en casa de Ático, o los copistas han alterado ese texto como otros muchos. Nunca me convencerá Floro de que no gastaba en comer más de mil reales al mes el amigo de César, Pompeyo, Cicerón y Antonio, quienes muchas veces cenaban en su casa. XVI.– Es así, cabalmente, como se escribe la Historia La cena de aquella noche en casa del señor André costó tanto como treinta de las de Ático, y las señoras dudaron mucho de que fuesen más divertidas las de Roma que las de París. Fue muy amena la conversación, aunque algo científica, y no se trató ni de las modas últimas, ni de las ridiculeces del prójimo, ni de los sucesos escandalosos más recientes. Pero sí del tema del lujo. Preguntaron si fue debida al lujo la caída del Imperio Romano, y se probó que ambos imperios, el de Oriente y el del Occidente, fueron destruidos por la teología y los monjes. Efectivamente, cuando se apoderó Alarico de Roma, no encontró allí más que disputas teológicas, y cuando atacó Constantinopla Mahomet II, defendían los frailes con más energía la eternidad de la luz del Tabor, que en su ombligo veían, que la ciudad de los turcos. Uno de los comensales hizo observar que mientras ambos imperios habían perecido, todavía subsisten los escritos de Horacio, Virgilio y Ovidio. Del siglo de Augusto pasaron de un vuelo al de Luis XIV. Una señora preguntó por qué los autores del día, aun cuando tengan mucho talento, no producen obras de tanto valor. Respondió el señor André que era porque ya las habían producido los de siglos pasados. Esta idea audaz, pero exacta, dio que pensar a los circunstantes, quienes se burlaron luego cruelmente de un escocés que se ha metido a regulador del buen gusto y a crítico de Racine, sin saber una palabra de francés. Con más rigor todavía fue tratado un italiano llamado Denina, el cual censuró El espíritu de las leyes, sin entender la obra, atacando lo mejor que ella tiene. Esto trajo a la memoria de todos, el afectado desdén en que Boileau tenía al Tasso. Alguien manifestó que con todos sus defectos, Tasso era tan superior a Homero, como con todos los suyos, todavía mayores, es Montesquieu al aburrido Grocio. Se censuraron los prejuicios entre nación y nación y se trató al señor Denina como merecía, y como tratan las personas inteligentes a los pedantes. También hubo de hacerse la observación sagaz de que son las obras maestras del siglo pasado las que más ocupan la atención de los literatos actuales. Nuestra tarea se reduce a examinar sus méritos. Parecemos hijos desheredados, que hacen la cuenta del caudal de su padre. En lo que todos coincidieron fue en admitir que la filosofía había adelantado mucho, pero que el estilo y el idioma se empobrecían. Norma es de todas las conversaciones saltar de un asunto a otro. En breve desaparecieron todos estos temas de amenidad, ciencia y gusto, para señalarse el magnífico espectáculo que estaban dando al mundo la emperatriz de Rusia y el rey de Polonia, quienes acababan de enaltecer a la humanidad abatida, estableciendo la libertad de conciencia en territorios mucho más extensos que nunca lo fue el Imperio Romano. Celebróse, como era debido, tamaño servicio hecho al mundo, y ejemplo tal dado a gobiernos que se tienen por ilustrados. Brindóse a la salud de la emperatriz, del rey filósofo y a la de los que los imitasen. Hasta el doctor de la Sorbona les colmó de elogios; porque ha de saberse que en ese gremio se encuentran a veces, sujetos razonables, como se encontraban hombres de talento en la Beocia. El secretario ruso dejó a todos maravillados al hablarles de los progresos que en Rusia se hacían. Nadie supo decir por qué gustaba más la historia de Carlos XII, que se pasó la vida destruyendo, que la de Pedro el Grande, que pasó la suya en crearlo todo. Supusimos que la razón de esta preferencia era nuestra frivolidad y falta de juicio, y convinimos en que Carlos XII fue el Don Quijote, y Pedro, el Solón del Norte; en que los entendimientos superficiales prefieren a fe los grandes planes del legislador, el extravagante heroísmo del soldado, y les agrada menos la narración circunstanciada de la fundación de una ciudad que la temeridad de un capitán que con unos cuantos hombres se enfrenta a diez mil turcos. Ciertamente, la mayor parte de los sectores sólo buscan el pasatiempo, no la instrucción. Por eso, de cada cien mujeres, noventa y nueve leen ridículos novelones y sólo una un capítulo de Condillac. ¡De cuántas cosas se habló en esta cena que no olvidaré en mucho tiempo! Al fin fue indispensable tocar la tecla de los cómicos y cómicas, eterno asunto de las conversaciones de sobremesa en Versalles y en París. Nadie negó que tan raro era un buen autor como un buen poeta, y se concluyó la cena cantando algunas coplas, que un comensal había escrito dedicadas a las damas. Confieso, por lo que a mí toca, que no me hubiera parecido más grato el banquete de Platón que el del señor y la señora André. 1768
Voltaire
Francia
1694-1778
Fábula hindú
Minicuento
[Cuento - Texto completo.] Entre las deidades que presiden los imperios del mundo, Ituriel es considerada como una de las de rango más elevado y tiene a su cargo todo el territorio de la alta Asia. Una mañana descendió hasta la residencia del escita Babuc, situada en la orilla del Oxus, diciéndole: -Babuc, las locuras y los excesos de los persas nos han hecho montar en cólera. Ayer nos reunimos en asamblea todos los genios de la alta Asia para dictaminar si se destruiría Persépolis o se castigaría a sus habitantes. Vete rápidamente a esa ciudad, examínalo todo; cuando vuelvas, me darás cuenta exacta de todo. “Entonces decidiré, según sea tu informe, lo que he de hacer para enmendar la población, o bien destruiré la ciudad. -Pero, señor -dijo Babuc, con humildad-, nunca he estado en Persia. Además, no conozco a nadie de allí. -Tanto mejor- dijo el ángel-. Así no pecarás de parcialidad; has recibido del cielo la agudeza del discernimiento y yo añado el don de inspirar confianza; vete, mira y escucha, observa y no temas nada; en todas partes serás bien recibido. Babuc montó en su camello y partió acompañado de servidumbre. Al cabo de algunos días se encontró en las llanuras de Senaar con el ejército persa, que iba a combatir contra el ejército indio. Entonces se dirigió a un soldado persa que halló separado de sus compañeros y le preguntó el motivo de la guerra. -Por todos los dioses -dijo el soldado- que no sé nada de ello. No es asunto mío; mi oficio consiste en matar o dejarme matar para ganarme la vida; es indiferente que lo haga a favor de los unos o de los otros. Podría muy bien ser que mañana me pasase al campo de los indios, pues me han dicho que dan más de media dracma de jornal a sus soldados, mucho más de lo que recibimos permaneciendo en este cochino servicio de los persas. Si os interesa saber el porqué nos batimos, hablad con nuestro capitán. Babuc, después de ofrecer un pequeño obsequio al soldado, entró en el campamento. Bien pronto pudo entablar diálogo con el capitán, al cual preguntó la causa de la guerra. -¿Cómo queréis que yo lo sepa? -dijo el capitán-. Además, ¿qué me importa ese detalle? Habito a doscientas leguas de Persépolis; oigo decir que se ha declarado la guerra; entonces, abandono rápidamente a mi familia, y, según nuestra costumbre, voy a buscar la fortuna o la muerte, teniendo presente que no hago otro trabajo. -Pero, ¿vuestros compañeros no estarán un poco más informados que vos? -inquirió Babuc. -No -dijo el oficial-. El porqué nos degollamos sólo nuestros sátrapas lo sabrán con precisión. Babuc, asombrado, se introdujo en las tiendas de los generales, para entablar conversación con ellos. Finalmente, uno de éstos le pudo relatar el motivo de la lucha. -La causa de esta guerra, que devasta el Asia hace veinte años, originariamente proviene de una querella entre un eunuco de una mujer del gran rey de Persia y un empleado de una oficina del gran rey de la India. Se trataba de un recargo que importaba aproximadamente la trigésima parte de un darico. El primer ministro de la India y el nuestro sostuvieron con dignidad los derechos de sus dueños respectivos. La querella se enardeció. Cada parte contrincante puso en campaña un ejército compuesto por un millón de soldados. Este ejército tuvo que reclutar anualmente más de cuatrocientos mil hombres. Los asesinatos, incendios, ruinas y devastaciones se multiplicaron; sufrieron los dos lados y aún continúa el encarnizamiento. Nuestro primer ministro y el de la India no paran de manifestar que todo se hace en beneficio del género humano, y después de cada manifestación, siempre resulta alguna ciudad destruida y varias provincias saqueadas. Al día siguiente, después de correr el rumor de que se iba a concertar la paz, el general persa y el general indio se apresuraron a entablar batalla; fue una lucha sangrienta. Babuc pudo observar todas las peripecias y todas las abominaciones; fue testigo de las maniobras de los principales sátrapas, que hicieron lo imposible a fin de que su propio jefe fuese derrotado. Vio oficiales muertos por sus mismas tropas; contempló soldados que remataban, arrancándoles jirones de carne sangrienta, a sus propios compañeros moribundos, desgarrados y cubiertos de fango. Entró en hospitales adonde se transportaban los heridos, que expiraban por la negligencia inhumana de los mismos que el rey de Persia pagaba con creces para socorrer: “¿Es que son hombres o bestias feroces? -se decía Babuc-. ¡Ah! Ya veo bien que Persépolis será destruida”. Ocupado con este pensamiento, se personó en el campamento de los indios, donde fue tan bien recibido como lo había sido en el de los persas, según le predijera la deidad; pero también pudo comprobar los mismos excesos que le habían llenado de horror. “¡Oh, oh! -se dijo a sí mismo-. Si el ángel Ituriel quiere exterminar a los persas, es necesario que la deidad de los indios destruya, al mismo tiempo, a sus creyentes.” Después de haberse informado con más detalle de lo que había ocurrido en los dos ejércitos rivales, pudo comprobar, con asombro y admiración, que se habían realizado acciones de generosidad, de grandeza de alma y de espíritu humanitario. -Inexplicables seres humanos -exclamaba-. ¿Cómo podéis reunir tanta bajeza y tanta magnanimidad, tantas virtudes y tantos crímenes? A pesar de todo, se concertó la paz. Los jefes de los dos ejércitos, ninguno de los cuales había obtenido la victoria, aunque sí hecho verter la sangre de tantos hombres sólo para su propio interés, se fueron a intrigar para obtener recompensas en sus respectivas cortes. Con motivo de celebrarse la paz, se anunció en los escritos públicos que ya volvería a reinar la virtud y la felicidad sobre la tierra. “¡Alabado sea Dios! -se dijo Babuc-. Persépolis será la morada de la inocencia purificada; ya no será destruida, como querían esos genios perversos; vamos, sin falta, a esa capital asiática.” Llegó a la inmensa ciudad y pasó por la entrada más antigua, que era grosera y tosca, rusticidad que ofendía la vista de todos los que ambulaban por allí. Toda aquella parte de la ciudad se resentía de los defectos de la época en que se había edificado, pues, a pesar de la testarudez de la gente en alabar lo antiguo a expensas de lo moderno, debemos convenir que en todas las obras los primeros ensayos resultan groseros. Babuc se metió entre un gentío compuesto por lo más sucio y feo de los dos sexos. Aquella multitud se precipitaba con aire atontado hacia un vasto lugar cercado y sombrío. Por el murmullo que escuchaba, por el movimiento y por el dinero que vio que daban unas personas a otras para poder sentarse, creyó encontrarse dentro de un mercado donde vendían sillas de paja; pero al observar que muchas mujeres se arrodillaban, mirando con fijeza enfrente de ellas, y ver los rostros de hombres que tenía a su lado, pronto se dio cuenta de que estaba en un templo. Voces ásperas, roncas, salvajes y discordantes hacían resonar la bóveda con sonidos mal articulados, que daban una impresión parecida a los rebuznos de los asnos silvestres cuando responden, en las llanuras de los pictavos, a la corneta que los llama. Se obturó los oídos, luego tuvo que cerrar los ojos y taparse la nariz con presteza, cuando vio entrar en el templo a unos obreros con palancas y palas. Estos obreros removieron una gran piedra y echaron, a su derecha y a su izquierda, una tierra que exhalaba un hedor espantoso; luego se colocó un cadáver en aquella abertura, a la que otra vez cubrieron con la piedra. “¡Vamos! -exclamó para sí Babuc-. ¡Esta gente entierra a sus muertos en el mismo lugar que adora a la Divinidad! ¡Vaya! ¡Sus templos están cubiertos de cadáveres! Ya no me asombra que Persépolis se halle tan a menudo asolada por enfermedades pestilentes… La podredumbre de los muertos y la de tantos vivos reunidos y apretados en el mismo sitio es capaz de emponzoñar a todo el globo terrestre. ¡Ah, la despreciable ciudad de Persépolis! Parece que los ángeles la quieren destruir para reconstruirla más bella y poblarla de habitantes más limpios y que canten con voz más afinada. Puede que la Providencia tenga sus razones para ello; dejemos que actúe a su manera.” El sol ya se hallaba a la mitad de su carrera. Babuc tenía que ir a comer en la casa de una dama, donde iba recomendado con una carta del marido, un oficial del ejército. Antes de presentarse, dio algunas vueltas por Persépolis; pudo contemplar otros templos mejor construidos y adornados con más gusto, llenos de personas elegantes y en los que resonaba una música armoniosa; observó algunas fuentes públicas, mal situadas, aunque atraían las miradas por su belleza; unas plazas donde parecía que los mejores reyes de Persia respiraban en sus figuras de bronce, y otras plazas donde el pueblo gritaba: -¿Cuándo veremos aquí la estatua del soberano que tanto amamos? Admiró los magníficos puentes que cruzaban el río, los muelles soberbios y cómodos, los palacios construidos a derecha e izquierda, un inmenso edificio donde millares de viejos soldados, heridos y vencedores, daban todos los días gracias al Dios de los ejércitos. Finalmente, entró en la casa de la dama, que estaba esperándole para comer en compañía de gente decente. La casa estaba limpia y arreglada con gusto; la comida era deliciosa; la dama, joven, bella, espiritual y atractiva; los comensales, dignos de ella. Y Babuc se decía continuamente: “El ángel Ituriel se está burlando de todo el mundo cuando dice querer destruir a una ciudad tan encantadora”. No obstante, llegó a percibir que la dama, la cual había empezado solicitándole con ternura noticias de su marido, al final de la comida hablaba muy tiernamente a un joven mago. Vio que un magistrado acosaba vivamente a una viuda en presencia de su esposa, y que la tal viuda, indulgente, tenía una mano puesta en el torno del cuello del magistrado, en tanto mantenía la otra alrededor del cuello de un ciudadano más joven, muy bien parecido y muy modesto. La mujer del magistrado fue la primera que se levantó para ir a una habitación contigua a conversar con su director espiritual, el cual, a pesar de ser esperado para la comida, había llegado demasiado tarde; el director, que era hombre elocuente, le habló a la dama con tanta vehemencia y unción, que ésta, cuando volvió al comedor, tenía los ojos húmedos, las mejillas encendidas, el paso inseguro y la palabra temblorosa. Entonces, Babuc empezó a temer que el genio Ituriel tuviera razón. El talento que había recibido para poder atraer la confianza del prójimo le facilitó conocer los secretos de la esposa del oficial; ésta le confió su cariño hacia el joven mago, y le aseguró que en todas las casas de Persépolis hallaría la equivalencia de lo que había observado en la suya. Babuc llegó a la conclusión de que una sociedad así no podía subsistir; que los celos, la discordia y la venganza debían desolar a todas las familias; que todos los días debían verterse muchas lágrimas y mucha sangre; que, con certeza, los maridos matarían a los galanes de sus esposas o serían muertos por ellos; y que, finalmente, Ituriel hacía muy bien en querer destruir de golpe a una ciudad librada a tan continuo desorden. Cuando se hallaba más absorto con aquellas ideas funestas, se presentó a la puerta un hombre severo, con capa negra, que pidió humildemente permiso para hablar al joven magistrado. Este, sin levantarse ni dignarse mirarle, le entregó fríamente y con aire distraído algunos papeles y lo despidió. Babuc preguntó quién era aquel hombre. La dueña de casa le dijo en voz baja: -Es uno de los mejores abogados de la ciudad; hace cincuenta años que estudia leyes. El señor magistrado, que sólo tiene veinticinco años y que desde hace un par de días es sátrapa en leyes, le ha encargado hacer el extracto de un proceso que él aún no ha examinado y que debe juzgar. -Este joven aturdido obra sabiamente -dijo Babuc- pidiendo consejo a un viejo. Pero…, ¿por qué no es este viejo quien hace de juez? -Estáis de broma -le contestaron-. No pueden llegar nunca a tales dignidades los que han envejecido en empleos laboriosos y subalternos. Este joven ocupa un cargo importante porque su padre es rico, y aquí el derecho de hacer justicia se compra como si se tratase de una finca. -¡Oh, qué costumbre! ¡Qué desgraciada ciudad! -exclamó Babuc-. He ahí el colmo del desorden; no cabe duda de que, habiendo comprado el derecho de juzgar, venderán sus sentencias. Con este sistema sólo pueden resultar iniquidades. Mientras manifestaba de esta forma su sorpresa y su pesar, un joven guerrero, que había vuelto del ejército aquel mismo día, le dijo: -¿Por qué no os parece bien que se compren los empleos de la toga? Yo he comprado el mío, que consiste en el derecho de enfrentarme con la muerte al frente de dos mil hombres, a los cuales dirijo; este año me ha costado cuarenta mil daricos de oro, para dormir treinta noches seguidas en el duro suelo, vestido de rojo, y, además, para recibir dos flechazos, que aún me duelen. Si me arruino sirviendo al emperador persa, al cual no he visto nunca, el señor sátrapa togado puede muy bien pagar algo para tener el placer de dar audiencia a los abogados. Babuc se indignó. No pudo por menos que condenar desde el fondo del corazón a un país donde las dignidades de la paz y de la guerra se venden en pública subasta; con rapidez llegó a la conclusión de que eran absolutamente ignoradas la guerra y las leyes, y que, aunque Ituriel no exterminase aquellos pueblos, perecerían por su detestable administración. Aún aumentó más su mala opinión cuando vio que llegaba un hombre gordo, el cual, después de saludar con gran familiaridad a todos los presentes, se acercó al joven oficial para decirle: -Sólo puedo prestaros cincuenta mil daricos de oro, ya que este año las aduanas del imperio solamente me han proporcionado trescientos mil. Babuc se informó de quién era aquel hombre que se quejaba de ganar tan poco, entonces se enteró de que en Persépolis había cuarenta reyes plebeyos que tenían en arriendo el imperio persa, y que daban algo de ello al monarca. Después de la comida del mediodía se fue a uno de los más soberbios templos de la ciudad y se sentó entre una muchedumbre de personajes de ambos sexos que estaban allí para pasar el rato. Compareció un mago, que permaneció de pie en un sitio elevado y que habló durante mucho rato del vicio y de la virtud. Aquel mago dividió en muchas partes lo que no había necesidad de dividir; probó metódicamente todo lo que ya estaba bien claro; enseñó todo lo que ya se sabía. Se apasionó fríamente y se marchó sudando y jadeando. Todos los reunidos se desvelaron, creyendo haber asistido a un sumario. Babuc se dijo: “He aquí a un hombre que ha hecho todo lo posible para aburrir a doscientos o trescientos de sus conciudadanos, pero la intención ha sido buena, y por tal motivo no debe destruirse a Persépolis.” Al salir de aquel templo, fue llevado a una fiesta pública que se celebraba todos los días del año; tenía lugar en una especie de basílica, en el fondo de la cual se divisaba un palacio. Las más hermosas ciudadanas de Persépolis y los sátrapas de más categoría, alineados con orden, formaban un espectáculo tan bello, que Babuc creyó que toda la fiesta consistía en eso. Dos o tres personas, que parecían reyes y reinas, aparecieron en el vestíbulo de dicho palacio, hablando de manera distinta al lenguaje del pueble. Se expresaban en forma mesurada, armoniosa y sublime. Nadie se dormía, se les escuchaba con profundo silencio, que sólo se interrumpía para dar lugar a los testimonios de sensibilidad y de admiración públicas. El deber de los reyes, el amor a la virtud, los peligros de las pasiones, se expresaban de manera tan viva y sensible, que Babuc no pudo por menos que derramar lágrimas. Ni por un momento dudó de que aquellos héroes y heroínas, aquellos reyes y reinas a los que acababa de escuchar serían los predicadores del imperio; y se propuso incitar a Ituriel para que fuera a escucharles, seguro de que tal espectáculo le reconciliaría con la ciudad. Cuando se acabó la fiesta, quiso ver a la reina principal, que en aquel hermoso palacio había demostrado una moral tan noble y tan pura; se hizo introducir en casa de Su Majestad; se le condujo por una estrecha escalera hasta el segundo piso, a una habitación mal amueblada, donde halló a una mujer mal vestida que le dijo con aire noble y patético: -Esta profesión no me da para vivir; uno de los príncipes que habéis visto me ha hecho un bebé; dentro de poco daré a luz. Me falta dinero, y sin él no se puede tener un buen parto. Babuc le entregó cien daricos de oro, diciéndole: -Si sólo se tratase de estos casos en la ciudad, Ituriel haría mal en enfadarse tanto. Después se fue a pasar la velada en casa de unos comerciantes que vendían magníficas inutilidades. Un hombre inteligente con quien había trabado conocimiento lo llevó allí; compró lo que le pareció, que fue vendido con mucha cortesía, y por lo que abonó mucho más de lo que valía. De vuelta en su casa, el amigo le demostró que lo habían engañado. Babuc puso el nombre del comerciante en sus tablillas, para que Ituriel supiera de quién se trataba en el día del castigo de la ciudad. Cuando lo estaba escribiendo, llamaron a la puerta; era el mercader en persona, que llegaba para devolver la bolsa que Babuc se había descuidado encima del mostrador. -¿A qué será debido que seáis tan fiel y tan generoso, después de tener la osadía de venderme estas baratijas cuatro veces más caras de lo que valen? -exclamó Babuc. -No hay ningún comerciante que sea algo conocido en esta ciudad que no hubiese venido a devolveros la bolsa -le respondió el vendedor- Pero os han mentido al decir que os había vendido lo que habéis comprado en mi casa cuatro veces más caro de lo que vale: os lo he vendido diez veces más caro, y esto lo podréis comprobar si dentro de un mes lo queréis revender. Por ello no os pagarán ni la décima parte de lo que habéis invertido. Pero eso es justo; es la fantasía de la gente quien pone precio a esas cosas tan frívolas; es esa fantasía quien da trabajo a los cien obreros que tengo empleados; es ella la que me ha permitido construir una hermosa casa, tener un carruaje cómodo y caballos; es ella la que hace funcionar la industria y mantiene el gusto, la circulación y la abundancia. A los países vecinos les vendo las mismas bagatelas mucho más caras que a vos, y de esa manera soy de utilidad para el imperio. Después de reflexionarlo bien, Babuc se dispuso a borrar de sus tablillas el nombre del comerciante. Babuc, que se había quedado muy dubitativo sobre lo que debía pensar de Persépolis, se decidió a ver magos y literatos, pues los unos estudian la religión y los otros la sabiduría. Se hizo la ilusión de que por la conducta de éstos podría obtener la gracia para el resto de la población. Al día siguiente por la mañana se dirigió a un colegio de magos. El archimandrita le confesó que disfrutaba de cien mil escudos de renta por haber hecho voto de pobreza, y que ejercía un imperio muy extendido en virtud de su voto de humildad; después se retiró y dejó a Babuc al cuidado de un pequeño fraile que le hizo los honores. Mientras el fraile le mostraba las magnificencias de aquella casa de penitencia, se extendió el rumor de que había llegado para reformar todas aquellas instituciones. En el acto recibió las memorias de todas ellas. Cada una decía en concreto: “Conservadnos y destruid las otras”. Según manifestaban, todas aquellas instituciones eran indispensables; de acuerdo con sus acusaciones recíprocas, todas merecían ser aniquiladas. Le admiró ver que todas, en su deseo de edificar el universo, querían dominarlo por completo. Entonces se le presentó un hombrecito que era medio mago y dijo: -Veo perfectamente que se va a cumplir la obra, pues Zerdust ha vuelto a la tierra; las muchachitas profetizan haciéndose dar pellizcos por delante y latigazos por detrás. Así, pues, os pedimos vuestra protección contra el gran lama. -¡Cómo! -dijo Babuc-. ¿Contra ese pontífice que reside en el Tibet? -Contra el mismo. -¿Es que le hacéis la guerra y habéis reclutado tropas para luchar contra él? -No, pero ha dicho que el hombre es libre y nosotros no lo creemos; escribimos pequeños libros contra él, que personalmente no lee. Apenas ha oído hablar de nosotros; sólo nos ha hecho condenar, como un amo ordenaría que descopasen los árboles de sus jardines. Babuc se maravilló de la locura de aquellos hombres que hacen profesión de sabiduría, de las intrigas de los que han renunciado al mundo, de la ambición y codicia orgullosa de los que enseñan la humanidad y el desinterés; concluyó creyendo que Ituriel tenía sus buenas razones para querer destruir a toda aquella estirpe. Una vez en su casa, Babuc envió a buscar nuevos libros para distraer su mal humor, y convidó a algunos literatos a comer para regocijarse un poco. Comparecieron el doble de los que había invitado, como las avispas atraídas por la miel. Aquellos parásitos se apresuraron a comer y a hablar; alababan dos clases de personas: los difuntos y ellos mismos; y nadie mencionaba a los contemporáneos, excepto al dueño de la casa. Si alguno de ellos decía palabras lisonjeras, los otros bajaban los ojos y se mordían los labios por el dolor de no haberlas dicho antes. Sabían disimular menos que los magos, porque carecían de grandes ambiciones. Cada uno de ellos intrigaba para obtener un empleo de lacayo y la reputación de hombre famoso; se decían frases insultantes a la cara, creyendo demostrar un ingenio irónico. Estaban algo enterados de la misión de Babuc. Uno de ellos le rogó, en voz baja, que exterminase a su autor, que no le había alabado suficientemente hacía cinco años; otro le pidió la pérdida de un ciudadano que no había reído nunca al contemplar sus comedias; un tercero le exigió la extinción de la Academia, porque no había sido admitido en ella. Una vez acabada la comida, cada uno se marchó solo, pues de todos los reunidos no había dos personas que pudieran verse ni hablarse, salvo en casa de los ricos donde eran invitados a comer. Babuc creyó que no se perdería gran cosa cuando aquella gentuza pereciera en la destrucción general. Una vez que se hubo librado de ellos, empezó a leer algunos de los libros nuevos. En ellos reconoció la manera de obrar de sus convidados. Vio con indignación las gacetas de murmuración, los archivos del mal gusto que la envidia, la bajeza y el hambre dan a la publicidad; las cobardes sátiras donde se ensalza al buitre y se desgarra a la paloma; las novelas faltas de imaginación, donde se leen tantos retratos de mujeres que al autor no ha conocido nunca. Echó al fuego todos aquellos detestables escritos y salió por la noche a dar un paseo. Fue presentado a un viejo literato que no había participado en la comida de sus invitados del mediodía. Dicho literato siempre se apartaba de la multitud, conocía a los hombres y usaba de ellos comportándose con discreción. Babuc le contó con pena lo que había leído y lo que había visto. -Habéis visto cosas muy despreciables -le dijo el sabio literato-, pero tened presente que en todas las épocas, en todos los países y en todos los géneros domina lo malo, y lo bueno es rarísimo. Habéis recibido en vuestra casa a la chusma de la pedantería, porque en todas las profesiones, los más indignos suelen ser los que se presentan con más impudencia. Los verdaderos sabios viven retirados entre ellos, muy tranquilos; y entre nosotros aún se pueden hallar buenas personas y buenos libros, dignos de vuestra atención. Mientras le hablaba de esta forma, se les reunió otro literato. Dio unas explicaciones tan agradables e instructivas, tan por encima de los prejuicios y tan conformes a la virtud, que Babuc se confesó no haber oído nunca algo semejante. “He aquí a unos hombres a quienes Ituriel no se atrevería a tocar, y si lo hace será muy lamentable”, se dijo en voz baja. De acuerdo con aquellos dos literatos, se sentía furioso contra el resto del país. -Como sois extranjero -le dijo el hombre juicioso que le había hablado antes-, todos los abusos se os presentan de golpe, y el bien, por hallarse oculto y por ser a veces el producto de esos mismos abusos, se os escapa. Entonces se enteró de que había algunos literatos que no eran envidiosos, y que también existían magos virtuosos. Finalmente se formó el concepto de que aquellas grandes oposiciones, que chocando mutuamente parecían preparar su propia ruina, en el fondo resultaban saludables; que cada sociedad de magos frenaba a sus rivales; que si bien dichos émulos diferían en algunas opiniones, todos enseñaban la misma moral. Que instruían al pueblo, que vivían sujetos a una leyes parecidas a los preceptores que velan al hijo de la casa, mientras el dueño los vigila a ellos. Que éste también practica algunas de dichas leyes y que donde menos se espera se encuentran almas nobles. Aprendió que entre los locos que pretendían hacer la guerra al gran lama había habido hombres geniales. Sospechó que las costumbres de Persépolis serían como sus edificios, que los unos le habían parecido dignos de lástima y los otros le habían arrebatado de admiración. -Sé muy bien que los magos que yo había creído tan peligrosos -dijo Babuc al literato- resultan, en efecto, muy útiles, sobre todo cuando un gobierno juicioso les impide hacerse demasiado necesarios; pero al menos estaréis de acuerdo conmigo en que vuestros jóvenes magistrados, que compran un cargo de juez tan pronto saben montar a caballo, deben desenvolverse en los tribunales con impertinente ridiculez y con iniquidad perversa; que sin duda valdría más ceder estos puestos gratuitamente a los viejos jurisconsultos que han pasado toda la vida sopesando el pro y el contra de las cosas. -Ya habéis visto nuestro ejército antes de llegar a Persépolis -le replicó el literato-. Sabéis, por tanto, que nuestros jóvenes oficiales se baten muy bien, aunque hayan comprado sus cargos. Quizá podáis ver que nuestros jóvenes magistrados no juzgan tan mal, aunque hayan pagado para hacerlo. A la mañana siguiente, el literato llevó a Babuc al Gran Tribunal, donde se debía dictar una sentencia importante. La causa era conocida de todo el mundo… Todos los viejos abogados que tomaban parte en la discusión se mantenían fluctuantes en sus opiniones; citaban infinidad de leyes, ninguna de las cuales era aplicable al caso que dirimían; se miraba el asunto por cien lados diferentes, sin relación con el proceso. Los jóvenes abogados se decidieron con más rapidez que los abogados ancianos. Su sentencia fue casi unánime y juzgaron bien, porque siguieron los dictados de la razón. Los otros habían opinado mal, porque sólo habían consultado sus libros. Babuc sacó la conclusión de que a menudo había algo bueno en los abusos. Vio que las riquezas de los financieros, que tanto le habían exasperado, podían hacer un gran bien, pues hallándose el emperador falto de dinero, en una hora podía disponer de éste gracias a ellos, en tanto que por las vías normales hubiera tardado seis meses para obtenerlo. Vio que aquellas nubes tan densas, hinchadas con el rocío de la tierra, convertían en lluvia todo lo que habían tomado. Por otra parte, los hijos de aquellos hombres nuevos, a menudo mejor educados que los de las familias más antiguas, valían mucho más, pues nada impide llegar a ser un buen juez, un bravo guerrero o un hábil hombre de Estado, cuando se tiene un padre que cuida de sus hijos. Insensiblemente, Babuc dispensaba la avidez del financiero, que en el fondo no lo es más que los otros hombres y resulta necesario. Excusaba la locura de arruinarse para poder juzgar o batirse, locura que produce grandes magistrados y héroes. Perdonaba la envidia de los literatos, entre los cuales había hombres que ilustraban al mundo; se reconciliaba con los magos ambiciosos e intrigantes, en casa de los cuales dominaban más las grandes virtudes que los pequeños vicios; pero le quedaban muchas cosas por las que no podía transigir; sobre todo, las galanterías de las damas y los perjuicios que de éstas podían derivarse le llenaban de inquietud y de espanto. Con objeto de hacerse cargo de las distintas condiciones humanas, se hizo conducir a casa de un ministro; pero por el camino temblaba al pensar que alguna mujer pudiera ser asesinada por su marido. Cuando hubo llegado a casa del hombre de Estado, tuvo que hacer antecámara durante dos horas sin ser anunciado, y dos horas más después de serlo. Durante aquel intervalo de tiempo, no cesaba de pensar que recomendaría el ministro y sus insolentes ujieres al ángel Ituriel. La antecámara estaba llena de damas de todas las alcurnias, de magos de todos los colores, de jueces, de comerciantes, de oficiales y de pedantes; todos se quejaban del ministro. El avaro y el usurero decían: -No cabe duda de que este hombre roba de todas las provincias. Los caprichosos le echaban en cara sus extravagancias. Los voluntarios decían: -Solamente vive para sus placeres. El intrigante se complacía esperando verle pronto hundido por alguna cábala; las mujeres aguardaban poder tratar con un ministro más joven. Babuc, que escuchaba todos estos comentarios, no pudo por menos que decir: -He aquí a un hombre de suerte. Tiene la antecámara llena de enemigos. Con su poder aplasta a los que le envidian y contempla a sus pies a todos los que lo detestan. Por fin pudo entrar. Entonces vio a un hombre viejo, pequeño y encorvado por el peso de los años y de los asuntos del Ministerio, pero vivaracho e inteligente. Al ministro le gustó Babuc, y a Babuc le pareció que aquél era hombre de estima. La conversación se hizo interesante. El ministro le confesó que era muy desgraciado; que pasaba por rico y era pobre; que se le creía poderoso y se veía siempre impugnado; que estaba rodeado de ingratos y que, en un continuado trabajo de cuarenta años, apenas había tenido un momento de consuelo. Babuc se sintió conmovido y pensó que si aquel hombre había cometido faltas, y si el ángel Ituriel lo quería castigar, no era preciso exterminarle, puesto que dejarlo en el cargo ya era suficiente. Mientras estaba hablando con el ministro, entró bruscamente la bella dama en casa de la cual Babuc había comido; en sus ojos y sobre la frente se notaban los síntomas del dolor y de la cólera. Se deshizo en reproches contra el hombre de Estado, vertiendo abundantes lágrimas; se quejó con amargura de que se hubiese rehusado dar un empleo a su marido, que esperaba obtener por su alcurnia, y que se merecía por sus servicios y sus heridas. Se expresó con tanta energía, se quejó con tanta gracia, anulaba las objeciones con tanta habilidad, hizo valer sus razones con tanta elocuencia, que no salió de la habitación hasta haber logrado la fortuna de su marido. -¿Es posible, señora, que os hayáis tomado tanto trabajo para complacer a un hombre al cual no amáis y del que podéis temerlo todo? -le preguntó Babuc, dándole la mano. -¡Un hombre que no amo! -exclamó ella-. Debéis saber que mi esposo es el mejor amigo que tengo en el mundo, que soy capaz de sacrificarlo todo por él, excepto a mi amante; que él lo hará todo por mí, salvo abandonar a su querida. Os la haré conocer; es una mujer encantadora, muy inteligente y con el mejor carácter del mundo. Hoy cenaremos juntas con mi esposo y mi pequeño mago. Venid para compartir nuestra alegría. La dama se fue acompañada de Babuc. El marido, que había llegado hundido por el dolor, al ver a su esposa la recibió con grandes muestras de alegría y de reconocimiento. Abrazó uno tras otro a su mujer, a su querida, al pequeño mago y a Babuc. La unión, el placer, el ingenio y la ternura fueron las características de aquella cena. -Fijaos bien -le dijo a Babuc la bella dama en casa de la cual cenaba- que las mujeres, a las que a veces se las llama deshonestas, casi siempre cuentan con un marido muy honesto, y para convenceros, venid mañana a comer conmigo en casa de la bella Teona. Hay algunas viejas vestales que la denigran, pero ella practica más el bien que todas sus detractoras juntas. Es incapaz de cometer la más leve injusticia. A su amante sólo le da consejos generosos y únicamente se ocupa en aumentarle el prestigio. El hombre se sonroja delante de ella si ha dejado perder alguna ocasión de hacer el bien, pues nada estimula tanto a practicar acciones virtuosas como el tener una querida de la cual se desea merecer estimación. Babuc no faltó a la invitación. Vio una mansión donde reinaban todos los placeres. Teona hacía de reina. Sabía tratar a todos a gusto de cada uno. Su ingenuo natural facilitaba que brillase el de los otros. Complacía casi sin pretenderlo. Era tan amable como bienhechora, y, además, era bella, lo que aumentaba el valor de todas sus cualidades. Babuc, a pesar de ser un escita y enviado de una deidad, se dio cuenta de que si permanecía por más tiempo en Persépolis, olvidaría a Ituriel, pensando en Teona. Tomaba cariño a la ciudad, ya que la gente era cortés, dulce y bienhechora, aunque ligera de cascos, murmuradora y cargada de vanidad. Temía que Persépolis sería condenada, como también temía el informe que iba a presentar. Ahora veremos cómo se las ingenió para dar cuenta de su misión. Hizo fundir, por el mejor fundidor de la ciudad, una estatuilla compuesta por todos los metales, tierras y piedras más preciosas y más viles, y la llevó a Ituriel, a quien dijo: -¿Vais a destruir esta hermosa estatua porque no está hecha exclusivamente de oro y de diamantes? Ituriel entendió el significado de la pregunta y decidió no pensar más en el mundo tal como va y dijo: -Pues si todo no está bien por lo menos es pasadero. Se dejó subsistir a Persépolis, y Babuc se guardó muy bien de quejarse, al contrario de Jonás, que se enfadó porque no se destruía Nínive. Pero cuando se ha permanecido tres días en el cuerpo de una ballena, no se está de tan buen humor como cuando se ha pasado el tiempo en la ópera, en la comedia y cenando con buena compañía. 1748
Voltaire
Francia
1694-1778
Fe
Minicuento
Fue necesario escoger un rey entre los árboles. El olivo no quiso abandonar el cuidado de su aceite, ni la higuera el de sus higos, ni la viña el de su vino, ni los otros árboles los de sus frutos. El cardo, que no servía para nada, fue el rey, porque tenía espinas y podía hacer daño. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Guerra
Minicuento
Adimo, el padre de todos los hindúes, tuvo dos hijos y dos hijas de su mujer Procriti. El mayor era un gigante vigoroso, el menor era un pequeño jorobado, las dos niñas eran bonitas. Desde que el gigante sintió su fuerza, se acostó con sus dos hermanas y se hizo servir por el pequeño jorobado. De sus dos hermanas, una fue su cocinera; la otra, su jardinera. Cuando el gigante quería dormir, empezaba por encadenar a un árbol a su hermano pequeño el jorobado, y cuando este huía, lo alcanzaba de cuatro zancadas y le daba veinte latigazos con nervios de buey. El jorobado se hizo sumiso y llegó a ser el mejor vasallo del mundo. El gigante, satisfecho de verlo cumplir sus deberes de vasallo, le permitió acostarse con una de sus hermanas, de la que él estaba ya cansado. Los hijos que nacieron de este matrimonio no eran del todo jorobados, pero tenían una figura bastante contrahecha. Se les educó en el temor de Dios y del gigante. Recibieron una excelente educación; se les enseñó que su tío era gigante por derecho divino, que podía hacer de su familia lo que quisiera; que sí tenía una sobrina bonita, o sobrina nieta, sería para él solo sin dificultad, y que nadie podría acostarse con ella si él no quería. Muerto el gigante, su hijo, que no era ni mucho menos tan fuerte ni tan alto como él, creyó, sin embargo, ser gigante, como su padre, por derecho divino. Pretendió hacer trabajar para él a todos los hombres y acostarse con todas las jóvenes. Su familia formó una coalición contra él, fue derrotado y se constituyó una república. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Historia de los viajes de escarmentado
Cuento
Lucrecia, hija del papa Alejandro VI, estaba de parto. —¿Quién crees que es el padre de mi nieto? —preguntó el papa al príncipe Picco de la Mirandola. En Roma no se sabía si el niño era del santo padre o de su hijo, el duque de Valentinois, o del marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón, que pasaba por impotente. —Yo creo que es vuestro yerno. — Pero ¿no sabes que un impotente no puede hacerle un hijo a nadie? ¿Cómo puedes creer esa necedad? —Yo la creo por la fe —dijo Picco—, pues la fe consiste en creer en las cosas porque son imposibles. Además, el honor de vuestra casa exige que el hijo de Lucrecia no pase por ser el fruto de un incesto. Vos me hicisteis creer misterios aún más incomprensibles. ¿No se me exige que esté convencido de que una serpiente habló y que desde entonces todos los hombres están malditos y de que las murallas de Jericó cayeron al son de las trompetas? —Creo en todo eso como vos —manifestó el Papa—; me doy perfecta cuenta de que tan solo la fe puede salvarme, ya que no mis obras. —¡Ah!, santo padre — declaró Picco—, vos no necesitáis ni de las obras ni de la fe. Eso es para los pobres profanos como nosotros, pero vos, que sois vice-Dios, podéis creer o hacer lo que os parezca. Tenéis las llaves del cielo y, sin duda, san Pedro no os dará con la puerta en las narices. Pero, por lo que a mí respecta, necesitaría de mayor protección que vos si me hubiera acostado con mi hija. Alejandro VI tenía respuesta para todo: —Hablemos seriamente: ¿qué mérito puede tener decirle a Dios que se está persuadido de cosas de las que, en realidad, no se puede estar persuadido? Decir que se cree en lo que no es posible creer es mentir. Picco de la Mirandola se santiguó. —¡Ah, Dios mío! —exclamó—, que vuestra santidad me perdone, pero vos no sois cristiano. —A fe mía que no —dijo el Papa. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Historia de un buen brahmín
Cuento
Un genealogista prueba que un príncipe desciende en línea directa de un conde cuyos padres habían hecho un pacto de familia, hace 300 ó 400 años, con una casa cuyo recuerdo ni tan siquiera subsiste. Esta casa tenía vagas pretensiones sobre una provincia, cuyo último poseedor murió de apoplejía. El príncipe y su consejo concluyen que esta provincia le pertenece por derecho divino. Esta provincia, a varios cientos de lenguas, protesta que le desconoce, que no tiene ninguna gana de ser gobernada por él; que para dictar leyes a unas gentes hay que tener, al menos, su consentimiento. Estos discursos ni tan siquiera son oídos por el príncipe, cuyo derecho es irrefutable. Encuentra, al punto, un gran número de hombres que no tienen nada que hacer ni que perder. Los viste con un grueso paño azul, pone un ribete a sus sombreros con un grueso hilo blanco, los hace girar a derecha e izquierda, y marcha hacia la gloria. Los demás príncipes, cuando oyen hablar de esos hombres en armas, toman parte en la empresa, cada uno según su poder. Pueblos lejanos oyen decir que va a haber lucha, y que se ganan cinco a seis monedas por día si se toma parte en ella. Y van a vender sus servicios a quien quiera comprarlos. Esas multitudes se encarnizan una contra otra, no solo sin tener ningún interés en el proceso, sino, incluso sin saber de lo que se trata. Se encuentran a la vez cinco o seis potencias beligerantes: tan pronto tres contra tres, como dos contra cuatro o una contra cinco, detestándose por igual unas y otras, matándose y atacándose una y otra vez, de acuerdo todas en un solo punto: hacer el mayor mal posible. Cada jefe de asesinos hace que se bendigan sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando ha habido un exterminio de cerca de diez mil, a hierro y fuego, y ha sido destruida una ciudad cualquiera desde sus cimientos, entonces se entona un cántico bastante largo, dividido en cuatro partes, compuesto en una lengua desconocida para todos los que han combatido y, además, llena de barbarismos. El mismo cántico sirve para casamientos, nacimientos y homicidios. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
La infancia de Zoroastro
Minicuento
[Cuento - Texto completo.] Vine al mundo en la ciudad de Candía el año 1600. Era gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta menos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Iro, hizo unas malas coplas en elogio mío, en las cuales me calificaba de descendiente de Minos en línea recta; mas habiendo luego cesado en el gobierno a mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sujeto era de veras el tal Iro y el bribón más fastidioso de toda la isla. Quince años tenía yo cuando me envió mi padre a estudiar a Roma, y allí llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entonces me habían enseñado todo lo contrario de la verdad, según es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monseñor Profondo, a quien iba recomendado, era sujeto raro, y uno de los más terribles sabios que en el mundo han existido. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles y por poco me pone en la de sus favoritos. De buena me libré. Vi procesiones, exorcismos y no pocas rapiñas. Decían, aunque no era cierto, que la señora Olimpia, honorable dama, vendía ciertas cosas que no suelen venderse. A mi edad todo esto me parecía muy gracioso. Ocurriole a una señora moza y de amable condición, llamada la señora Fatelo, prendarse de mí; frecuentábala el reverendísimo padre Poignardini y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregación que ya no existe, y a quienes ella colocó a la misma altura al otorgarme sus favores. Pero como corría yo serio peligro de ser envenenado y excomulgado, abandoné Roma no obstante mi admiración por la arquitectura de la basílica de San Pedro. Viajé por Francia, donde reinaba a la sazón Luis el Justo, y lo primero que me preguntaron fue si quería para mi almuerzo un trozo de mariscal de Ancre, cuya carne vendían asada y bastante barata a los que querían comprarla. Era este país teatro de continuas guerras civiles, unas veces por una plaza en el Consejo y otras por dos páginas de controversias teológicas. Más de sesenta años hacía que tan hermosas tierras se veían asoladas por una especie de volcán, que en ocasiones se amortiguaba y otras ardía con violencia. ¡Ay! -dije para mí-. A este pueblo, de natural tan apacible, ¿quién le ha trastornado de esta manera? Todo lo toma a broma y, sin embargo, se lanza a la degollina de San Bartolomé. Pasé a Inglaterra, donde las mismas disputas ocasionaban los mismos horrores. Unos cuantos católicos beneméritos habían determinado, en servicio de la Iglesia, volar con pólvora al rey, la familia real y al Parlamento, y librar a Inglaterra de tanto hereje. Enséñanme el sitio donde la bondadosa reina María, hija de Enrique VIII, había hecho quemar a quinientos de sus vasallos, acción que, según un clérigo irlandés, era muy meritoria para con Dios, en primer lugar, porque los quemados eran todos ingleses, y en segundo, porque nunca tomaban agua bendita, ni creían en las llagas de San Patricio. El clérigo se asombraba de que aún no estuviese canonizada la reina María, pero estaba seguro de que no tardaría en subir a los altares. Fuime a Holanda, donde esperaba encontrar sosiego, en medio de un pueblo tan flemático. Cuando llegué a La Haya estaban cortando la cabeza a un anciano venerable; la cabeza calva del primer ministro Barneveldt. Movido a compasión pregunté qué delito era el suyo y si había sido traidor al estado. -Mucho peor que eso -me respondió un protestante envuelto en negra capa-. Figúrese que cree que el hombre puede salvarse lo mismo por sus buenas obras que por la fe. Si semejantes doctrinas se extendiesen, peligraría la existencia de la República. Por eso es necesaria mucha severidad para atajar escándalos tan graves. Un político me dijo luego: -¡Ah, señor! Estos procedimientos no durarán mucho. Nuestro país se ha mostrado ahora excepcionalmente justo; pero su carácter lo inclina hacia la tolerancia, doctrina abominable, y algún día la adoptará. Me estremece pensarlo. Yo, en vista de que no nos hallábamos todavía en esa época fatal de la indulgencia y la moderación, dejé a toda prisa un país donde ninguna alegría compensaba su crueldad y me embarqué para España. Estaba la Corte en Sevilla; habían llegado los galeones de Indias, y en la más hermosa estación del año, todo respiraba bienestar y alborozo. Al final de una calle de naranjos y limoneros vi un inmenso espacio acotado donde lucían hermosos tapices. Bajo un soberbio dosel se hallaban el rey y la reina, los infantes y las infantas. Enfrente de la familia real se veía un trono todavía más alto. Dije, volviéndome a uno de mis compañeros de viaje: -Como no esté ese trono reservado a Dios, no sé para quién pueda ser. Oídas que fueron por un grave español estas imprudentes palabras, me salieron caras. Yo creía que íbamos a ver un torneo o una corrida de toros, cuando vi subir al trono al inquisidor general, quien, desde él, bendijo al monarca y al pueblo. Vi luego desfilar a un ejército de frailes en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capirote puntiagudo y sin capirote; iba luego el verdugo, y detrás, en medio de alguaciles y duques, cerca de cuarenta personas cubiertas con hopas donde había llamas y diablos pintados. Eran judíos que se habían empeñado en no renegar de Moisés y cristianos que se habían casado con sus concubinas, o que no fueron bastante devotos de Nuestra Señora de Atocha, o que no quisieron dar dinero a los frailes Jerónimos. Cantáronse pías oraciones, y luego fueron quemados vivos, a fuego lento, todos los reos; con lo cual quedó muy edificada la familia real. Aquella noche, cuando me iba a meter en la cama, entraron dos familiares de la Inquisición, acompañados de una ronda bien armada; diéronme un cariñoso abrazo y me llevaron, sin decir palabra, a un calabozo muy fresco, donde había una esterilla para acostarse y un soberbio crucifijo. Allí estuve seis semanas, pasadas las cuales me rogó el señor inquisidor que me entrevistase con él. Estrechóme en sus brazos con paternal cariño y me dijo que sentía muy de veras que estuviese tan mal alojado; pero que todos los cuartos de aquella santa casa se hallaban ocupados y que esperaba otra vez darme mejor habitación. Preguntóme luego, con no menos cordialidad, si sabía por qué estaba allí. Respondí al santo varón que, sin duda, por mis pecados. -Claro es, hijo mío; pero ¿por qué pecados? Háblame sin recelo. Por más que procuraba recordar no caía en cuáles pudieran ser, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dio alguna luz. Acordéme al fin de mis imprudentes palabras, y no fui condenado más que a la aplicación de disciplinas y treinta mil reales de multa. Tuve que ir a dar las gracias al inquisidor general, sujeto muy simpático que me preguntó qué tal me había parecido su fiesta. Respondíle que fue deliciosa. Y en seguida marché a reunirme con mis compañeros de viaje, tan dispuestos como yo a salir de tan ameno país, pues no ignorábamos las grandes proezas ejecutadas por los españoles en obsequio de la religión, ni las Memorias del célebre obispo de Chiapa donde cuenta que degollaron, quemaron o ahorcaron a unos diez millones de idólatras americanos para convertirlos a nuestra santa fe. Probablemente exagera algo el obispo; pero aunque se rebaje la mitad de las víctimas, todavía queda acreditado un celo portentoso. Como mi deseo de viajar no había disminuido, resolví proseguir mi peregrinación por Europa y visitar Turquía. Encamíneme a esta nación con el firme propósito de no manifestar mi parecer otra vez acerca de las fiestas que viese. -Estos turcos -dije a mis compañeros- son paganos, no han recibido el sagrado bautismo y, por tanto, deben ser más crueles que los cristianos inquisidores; callémonos, pues, mientras vivamos entre moros. Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos más templos cristianos que en mi isla natal, y hasta numerosas congregaciones de frailes, a quienes los turcos dejaban rezar en paz a la Virgen María y maldecir de Mahoma, unos en griego, otros en latín y otros en armenio. -¡Qué admirable gente son los turcos! -pensaba. Los cristianos griegos y los latinos que había en Constantinopla eran irreconciliables enemigos, se perseguían unos a otros como perros que se muerden en la calle, y que a palos separan sus amos. Entonces, el Gran Visir protegía a los griegos. El patriarca griego me acusó de haber cenado con el patriarca latino, y fui condenado a recibir cien palos en las plantas de los pies, pena que rescaté al precio de quinientos zequíes. Al día siguiente ahorcaron al Gran Visir, y el otro, su sucesor (que no fue ahorcado hasta un mes más tarde), me condenó a la misma multa por haber cenado con el patriarca griego. Resolví, por tanto, no ir a la iglesia griega ni a la latina. Para consolarme, alquilé a una hermosa circasiana, que era la mujer más devota en la mezquita y la más zalamera a solas con un hombre. Una noche, en medio de los placeres del amor, exclamó dándome un abrazo: -¡Alá, ilah Alá! Son palabras sacramentales entre los turcos. Yo pensé que serían expresiones de amor y le dije con mucho cariño: -¡Alá, ilah Alá! -¡Loado sea Dios misericordioso! -exclamó la mora-. Ya sois turco. Respondíle que daba las gracias al Señor que me había dado fuerzas para serlo, y me sentí muy dichoso. Por la mañana se presentó para circuncidarme el imán, y como yo opusiese alguna resistencia me anunció el cadí del barrio, hombre leal, su propósito de mandarme empalar. Por fin salvé mi prepucio y mis nalgas por mil zequíes y eché a correr hasta Persia, resuelto a no oír en Turquía misa griega ni latina y a no decir nunca Alá, ilah Alá en una cita de amor. Así que llegué a Ispahán me preguntaron si era del partido del Carnero Negro o del Carnero Blanco. Respondí que lo mismo me daba uno que otro con tal de que fuera tierno. Debo advertir que todavía se hallaba dividida Persia en dos facciones, la del Carnero Negro y la del Blanco. Creyeron que yo hacía burla de ambos partidos y me encontré en un terrible compromiso a la puerta misma de la ciudad, del cual salí pagando una buena cantidad de zequíes y pude evitar que me mezclasen en el conflicto de los carneros. Seguí hasta la China, adonde llegué con un intérprete que me aseguró que la China era el país de la libertad y de la alegría; ahora bien, los tártaros, que la habían invadido lo llevaban todo a sangre y fuego, mientras que los reverendos padres jesuitas, por una parte, y los reverendos padres dominicos, por otra, se disputaban la misión de ganar almas para el cielo. Nunca se han visto catequistas más celosos; se perseguían entre ellos con fervoroso ahínco, escribían a Roma tomos enteros de calumnias y se trataban unos a otros de infieles y prevaricadores. Por entonces mantenían un furioso debate acerca del modo de hacer reverencias. Los jesuitas querían que los chinos saludasen a sus padres y madres a la moda de China, y los dominicos se empeñaban en que lo hiciesen a la moda de Roma. Sucedióme que los jesuitas creyeron que yo me inclinaba por los dominicos y le dijeron a su majestad tártara que era espía del Papa. El Consejo Supremo encargó a un primer mandarín que ordenase un alguacil que mandase cuatro corchetes para que me prendiesen y amarrasen con toda cortesía. Condujéronme, después de ciento cuarenta genuflexiones, ante su majestad, quien me preguntó si era yo espía del Papa y si era cierto que hubiese de venir este príncipe en persona a destronarle. Respondíle que el Papa era un clérigo de más de setenta años, que distaban sus estados más de cuatro mil leguas de los de la sacra majestad tártaro–china; que su ejército era de dos mil soldados que montaban la guardia con una sombrilla; que no destronaba a nadie, y que podía su majestad dormir tranquilo. Esta fue la menos fatal aventura de mi vida, pues no hicieron más que enviarme a Macao, donde me embarqué para Europa. Fue preciso calafatear el navío en la costa de Golconda, lo que llevó algún tiempo que aproveché para ver la Corte del Gran Aureng–Zeb, de quien se contaban entonces mil portentos. Estaba este monarca en Delhi y allí pude verle el día de la pomposa ceremonia durante la cual recibe la celeste dádiva que le envía el jerife de la Meca. Se trata de la escoba con que se barrió durante el año la Santa Casa, la Kaaba, la Beth–Alah. Tal escoba es un símbolo del barrido que limpia todas las suciedades del alma. Parece que Aureng–Zeb no lo necesitaba, pues era el varón más religioso de todo el Indostán. Bien es verdad que había degollado a uno de sus hermanos y dado veneno a su padre, y había hecho perecer en un patíbulo a veinte rajáes y otros tantos omráes. Pero esto no tenía importancia. No se hablaba de otra cosa que de su gran devoción, a la cual no se podía comparar la de ningún otro, como no fuese la de Sacra Majestad del Serenísimo Emperador de Marruecos Muley Ismael, el cual cortaba unas cuantas cabezas todos los viernes después de elevar sus plegarias a Dios. Claro que no hice el menor comentario a estas cosas; no era yo quien debía enjuiciar la conducta de estos soberanos. Pero un francés mozo, con quien estaba alojado, faltó al respeto a los emperadores de las Indias y de Marruecos, manifestando imprudentemente que en Europa había soberanos muy piadosos que gobernaban con acierto sus estados y frecuentaban también las iglesias, sin quitar por eso la vida a sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza a sus vasallos. Nuestro intérprete dio cuenta en lengua india de lo que había dicho aquel joven. Aleccionado yo por lo que en otras ocasiones me había sucedido, mandé ensillar mis camellos y me fui con el francés. Luego supe que aquella misma noche habían ido a prendernos los oficiales del Gran Aureng–Zeb, y no habiendo encontrado más que al intérprete, fue éste ajusticiado en la plaza Mayor. Todos los palaciegos encontraron muy justa la pena impuesta al intérprete. Quedábame por visitar África, para disfrutar a fondo de todas las delicias de nuestro mundo, y con efecto las disfruté. Unos corsarios negros apresaron nuestro navío, cuyo capitán quejándose amargamente, les preguntó por qué violaban los tratados internacionales. Respondiole el capitán negro: -Vuestra nariz es larga y la nuestra chata, vuestro cabello es liso, nuestra lana rizada, vuestro cutis es de color sonrosado y el nuestro de color de ébano, por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de la naturaleza, debemos ser siempre enemigos. En las ferias de Guinea nos compráis como si fuéramos acémilas, para forzarnos a que trabajemos en no sé qué faenas tan penosas como ridículas; a vergajazos nos hacéis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo, que para nada es bueno, y que no vale ni con mucho, un cebollino de Egipto. Así, cuando os encontramos, y nosotros podemos más, os obligamos a que labréis nuestras tierras o, de lo contrario, os cortamos las narices y las orejas. No había réplica, en verdad, a tan discreto razonamiento. Fui, pues, a labrar el campo de una negra vieja para no perder mis orejas y mi nariz, y al cabo de un año me rescataron. En fin, después de haber visto cuanto bueno, hermoso y admirable hay en la Tierra, resolví no apartarme ya mas de mis dioses penates. Me casé en mi país, fui cornudo y acabé por comprender que mi situación era la más grata a que se puede aspirar en la vida humana.
Voltaire
Francia
1694-1778
La princesa de Babilonia
Cuento
En el curso de mis viajes tropecé con un viejo brahmín, hombre de muy buen juicio, lleno de ingenio y muy sabio; además, era rico, y por lo tanto su juicio era aún mejor; pues, al no carecer de nada, no tenía necesidad de engañar a nadie. Su familia estaba muy bien gobernada por tres hermosas mujeres que se esforzaban por complacerlo; y cuando no se distraía con mujeres, se ocupaba de filosofar. Cerca de su casa, que era bella, bien adornada y rodeada de jardines encantadores, vivía una vieja india beata, imbécil y bastante pobre. Cierto día el brahmín me dijo: -Quisiera no haber nacido. Le pregunté por qué. Me respondió: -Hace cuarenta años que estudio, y son cuarenta años perdidos; enseño a los demás y yo lo ignoro todo: esta situación hace que mi alma se sienta tan humillada y asqueada que la vida me resulta insoportable. He nacido, vivo en el tiempo y no sé lo que es el tiempo; me encuentro en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo ni la menor idea de la eternidad. Estoy compuesto de materia; pienso, y jamás he podido llegar a saber lo que produce el pensamiento; ignoro si mi entendimiento es en mí una simple facultad, como la de andar o la de digerir, y si pienso con mi cabeza como cojo las cosas con mis manos. No solamente me es desconocido el principio de mi pensamiento, sino que incluso el principio de mis movimientos me es igualmente ignorado: no sé por qué existo. Sin embargo, todos los días me hacen preguntas acerca de todos esos mundos; y hay que responderlas; no tengo nada interesante que decir; hablo mucho, y después de haber hablado me quedo confuso y avergonzado de mí mismo. “Lo peor es cuando me preguntan si Brahma fue producido por Visnú o si los dos son eternos. Dios es testigo de que no sé ni una palabra de todo eso, y bien que se ve por mis respuestas. ‘¡Ah, reverendo padre! (me dicen), explícanos cómo el mal inunda toda la tierra.’ Mi ignorancia es igual a la de los que me formulan esta pregunta; a veces les digo que en el mundo todo va del mejor modo posible; pero los que se han arruinado o han sido mutilados en la guerra no me creen, y yo tampoco me lo creo; me retiro a mi casa abrumado por mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros antiguos libros y ellos espesan todavía más mis tinieblas. Hablo con mis compañeros: los unos me responden que hay que gozar de la vida y burlarse de los hombres; los otros creen saber algo y se pierden en ideas extravagantes; todo aumenta el sentimiento doloroso que experimento. A veces estoy a punto de caer en la desesperación cuando pienso que, después de tanto estudiar, no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde iré, ni lo que será de mí.” El estado de este buen hombre me causó verdadera pena: nadie era más razonable ni más sincero que él. Comprendí que cuantos más conocimientos tenía en su cabeza y más sensibilidad en su corazón, más desgraciado era. Aquel mismo día vi a la vieja que vivía cerca de su casa; le pregunté si alguna vez se había sentido afligida por no saber cómo estaba hecha su alma. Ella ni siquiera comprendió mi pregunta: en toda su vida nunca había reflexionado ni un momento acerca de una sola de las cuestiones que torturaban al brahmín; creía con toda su alma en las metamorfosis de Visnú, y con tal de poder tener de vez en cuando agua del Ganges para lavarse, se consideraba la más feliz de las mujeres. Impresionado por la dicha de aquella pobre mujer, volví a visitar a mi filósofo y le dije: -¿No le avergüenza ser desgraciado cuando a su puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada y que vive contenta. -Tiene usted razón -me respondió-; cien veces me tengo dicho que yo sería feliz si fuese tan necio como mi vecina; sin embargo, no quisiera semejante felicidad. Esta respuesta de mi brahmín me produjo mayor impresión que todo lo demás; me examiné a mí mismo y vi que, en efecto, no quisiera ser feliz a condición de ser imbécil. Propuse el dilema a unos filósofos, que fueron de mi misma opinión. Y no obstante -decía yo-, hay una escandalosa contradicción en esta manera de pensar; porque, al fin y al cabo, ¿de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué importa tener talento o ser necio? Todavía hay más: los que están satisfechos de cómo son, están muy seguros de estar satisfechos; los que razonan, no están tan seguros de razonar bien. Está, pues, bien claro -decía yo- que habría que aspirar a no tener sentido común, por poco que este sentido común contribuya a nuestra infelicidad. Todo el mundo fue de mi parecer, y sin embargo no encontré a nadie que quisiera aceptar el trato de convertirse en imbécil para vivir contento. De lo cual deduje que, aunque apreciamos mucho la felicidad, aún apreciamos más la razón. Pero, después de haber reflexionado sobre el asunto, me parece que preferir la razón a la felicidad es ser muy insensato. ¿Cómo, pues, puede explicarse esta contradicción? Como todas las demás. Hay aquí materia para hablar muchísimo. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Los dos consolados
Cuento
En aquellos tiempos había muchos magos, muy poderosos, que vaticinaban que llegaría un día en que Zoroastro sabría más que ellos y los hundiría. El príncipe de los magos hizo que llevaran al niño a su casa con la intención de abrirle un canal, mas al iniciar esta operación se le secó la mano. Lo arrojaron al fuego para que muriera abrasado y el fuego se transformó para él en un baño de agua de rosas. Lo dejaron entre una manada de lobos y estos fueron a buscar dos ovejas que lo amamantaron toda la noche. Finalmente, comprendiendo que no podían quitarle la vida, lo devolvieron a su madre, la más excelente de todas las mujeres. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Magos envidiosos
Minicuento
I El anciano Belus, rey de Babilonia, se creía el hombre más importante de la tierra, ya que todos sus cortesanos se lo decían y todos sus historiadores se lo probaban. Esta ridiculez podía disculpársele porque, efectivamente, sus antecesores habían construido más de treinta mil años atrás Babilonia y él la había embellecido. Se sabe que su palacio y su parque, situados a algunas parasangas de Babilonia, se extendían entre el Éufrates y el Tigris, que bañaban estas riberas encantadas. Su vasta mansión de tres mil pasos de frente se elevaba hasta las nubes. Su plataforma estaba rodeada por una balaustrada de mármol blanco, de cincuenta pies de altura, que sostenía las estatuas de todos los reyes y todos los hombres célebres del imperio. Esta plataforma, compuesta de dos hileras de ladrillos recubiertos por una espesa capa de plomo de una extremidad a la otra, soportaba doce pies de tierra y sobre esta tierra se habían sembrado bosques de olivos, de naranjos, de limoneros, de palmeras, de claveros, de cocoteros, de canelos, que formaban avenidas impenetrables para los rayos del sol. Las aguas del Éufrates, elevadas por medio de bombas dentro de cien columnas huecas, llegaban a esos jardines para llenar vastos estanques de mármol y, cayendo luego a otros canales, iban a formar en el parque cascadas de seis mil pies de largo y cien mil surtidores cuya altura apenas podía percibirse, luego volvían al Éufrates, de donde habían partido. Los jardines de Semiramis, que asombraron al Asia varios siglos después, no eran más que una débil imitación de estas antiguas maravillas: porque, en el tiempo de Semiramis, todo comenzaba a degenerarse, tanto entre los hombres como entre las mujeres. Pero lo más admirable que había en Babilonia, lo que eclipsaba todo el resto, era la hija única del rey, llamada Formosanta . Con el correr de los siglos, inspirándose en sus retratos y estatuas, Praxíteles esculpió su Afrodita y aquella que fue llamada la Venus de hermosas nalgas. ¡Qué diferencia! ¡Oh cielos, del original a las copias! Y era por eso que Belus se sentía más orgulloso de su hija que de su reino. Tenía. dieciocho años: necesitaba un marido digno de ella, pero, ¿dónde hallarlo? Un antiguo oráculo había dicho que Formosanta sólo podía pertenecer a aquel que tendiese el arco de Nemrod. Este Nemrod, poderoso cazador ante el Señor, había dejado un arco de siete pies babilónicos de altura, de una madera de ébano más dura que el hierro del Cáucaso, el que es trabajado en las forjas de Derbent, y ningún mortal desde Nemrod, había podido tensar este arco maravilloso. Había sido dicho, además, que el brazo que tendiese este arco debía matar al león más terrible y peligroso que fuese soltado en el circo de Babilonia. Aquello no era todo: el que tensase el arco, el vencedor del león, debía derrotar a todos sus rivales, pero debía ser sobre todo muy talentoso, ser el más magnífico de los hombres, el más virtuoso, y poseer la cosa más rara que hubiese en todo el universo. Tres reyes se presentaron osando disputar a Formosanta: el faraón de Egipto, el Sha de las Indias y el gran Khan de los escitas. Belus eligió el día y, en la extremidad de su parque, designó el lugar del combate, en el vasto espacio bordeado por las aguas del Tigris y del Éufrates reunidas. Se levantó alrededor de la liza un anfiteatro de mármol que podía contener quinientos mil espectadores. Frente al anfiteatro se hallaba el trono del rey, el cual debía aparecer con Formosanta, acompañados con toda la corte, y a derecha e izquierda, entre el trono y el anfiteatro, se hallaban otros tronos y otros sitiales para los tres reyes y para todos los otros soberanos que sintieran curiosidad por venir a ver esta augusta ceremonia. El rey de Egipto llegó primero, montado sobre el buey Apis, llevando en su mano el sistro de Isis. Lo seguían dos mil sacerdotes vestidos con ropajes de lino más blanco que la nieve, dos mil eunucos, dos mil magos y dos mil guerreros. El rey de las Indias llegó poco después, en un carro arrastrado por doce elefantes. Tenía un cortejo aún más numeroso y más brillante que el del faraón de Egipto. El último en aparecer fue el rey de los escitas. No llevaba tras él más que guerreros elegidos, armados de arcos y flechas. Su montura era un soberbio tigre que él había domado, tan alto como los más bellos caballos de Persia. La altura de este monarca, imponente y majestuosa, borraba la de sus rivales; sus brazos desnudos, tan nervudos como blancos, parecían tender ya el arco de Nemrod. Los tres príncipes se prosternaron primero ante Belus y Formosanta. El rey de Egipto ofreció a la princesa los dos cocodrilos más bellos del Nilo, dos hipopótamos, dos cebras, dos ratas de Egipto y dos momias, junto con los libros del gran Hermes, que él creía eran lo más raro que existía sobre la tierra. El rey de las Indias le ofreció cien elefantes que llevaban cada uno una torre de madera dorada y puso a sus pies el veda, escrito por la mano del mismo Xaca. El rey de los escitas, que no sabía leer ni escribir, presentó cien caballos de batalla cubiertos por gualdrapas de pieles de zorros negros. La princesa bajó los ojos ante sus pretendientes y se inclinó con una gracia tan modesta como noble. Belus hizo conducir a estos monarcas a los tronos que les habían sido preparados. -¡Ojalá hubiese tres hijas! -les dijo-, así haría felices hoy a seis personas. Luego hizo echar a suerte quién ensayaría primero el arco de Nemrod. Se colocaron en un casco de oro los nombres de los tres pretendientes. El del rey de Egipto salió primero, luego apareció el nombre del rey de las Indias. El rey escita, mirando el arco y a sus rivales, no lamentó en absoluto ser el tercero. Mientras se preparaban estas brillantes pruebas, veinte mil pajes y veinte mil doncellas distribuyeron, sin confusión, refrescos a los espectadores entre las filas de asientos. Todo el mundo confesaba que los dioses sólo habían creado a los reyes para que ofreciesen fiestas todos los días, siempre que éstas fuesen diversas; que la vida es demasiado breve para utilizarla de otra manera, que los procesos, las intrigas, la guerra, las querellas entre los sacerdotes, que consumen la vida humana, son cosas absurdas y horribles, que el hombre no ha nacido sino para la alegría, que no le gustarían tan apasionada y continuamente los placeres si no hubiese sido ya conformado para ellos, que la esencia de la naturaleza humana es el goce y que todo el resto es locura. Esta excelente moral jamás ha sido desmentida, a no ser por los hechos. Cuando iban a comenzar aquellas pruebas que decidirían la suerte de Formosanta, un joven desconocido montado sobre un unicornio, acompañado de su valet que iba montado de la misma manera y llevaba sobre su puño un gran pájaro, se presenta ante la barrera. Los guardias se asombraron de ver en semejante compañía a una figura que parecía una divinidad. Era, como después se dijo, el rostro de Adonis sobre el cuerpo de Hércules; era la majestad junto con la gracia. Sus cejas negras y sus rubios cabellos, mezcla de belleza desconocida en Babilonia, encantaron a toda la asamblea: todo el anfiteatro se puso de pie para admirarlo mejor; todas las mujeres de la corte fijaron sobre él miradas asombradas. La misma Formosanta, que siempre bajaba los ojos, los levantó y enrojeció; los tres reyes palidecieron; todos los espectadores comparando a Formosanta con el desconocido exclamaban: -¡En todo el mundo sólo este joven es tan bello como la princesa! Los ujieres, asombrados, le preguntaron si era rey. El extranjero repuso que no tenía ese honor, pero que por curiosidad había venido desde muy lejos para ver si existían reyes que fueran dignos de Formosanta. Se lo ubicó en la primera fila del anfiteatro, a él, a su valet, a sus dos unicornios y a su pájaro. Saludó profundamente a Belus, a su hija, a los tres reyes y a la asamblea. Luego ocupó su lugar sonrojándose, sus dos unicornios se acostaron a sus pies, su pájaro se posó sobre su espalda, y su criado, que llevaba una pequeña bolsa, se sentó a su lado. Comenzaron las pruebas. Sacaron de su estuche el arco de Nemrod. El gran maestro de ceremonias, seguido de cincuenta pajes y precedido de veinte trompetas, lo presentó al rey de Egipto. Éste lo hizo bendecir por sus sacerdotes, y, posándose sobre la cabeza del buey Apis, no duda sobre que la primera victoria sea suya. Desciende al medio de la arena, lo intenta, agota sus fuerzas, hace contorsiones que excitan la risa del anfiteatro y que hacen sonreír hasta a la misma Formosanta. Su capellán mayor se le acerca: -Que su Majestad-le dice-renuncie a este vano honor, que sólo pertenece a los músculos y los nervios; triunfaréis en todo el resto. Venceréis al león, puesto que tenéis el sable de Osiris. La princesa de Babilonia debe pertenecer al príncipe que tenga mayor talento, y vos habéis adivinado los enigmas. Ella debe desposar al más virtuoso, vos lo sois, puesto que habéis sido educados por los sacerdotes de Egipto. El más generoso será quien triunfe, y vos le habéis regalado los más hermosos cocodrilos y las más hermosas ratas que se hallen en el Delta. Vos poseéis el buey Apis y los libros de Hermes, que son la cosa más rara del universo. Nadie puede disputaros a Formosanta. -Tenéis razón-dijo el rey de Egipto y volvió a ubicarse sobre el trono. Se colocó luego el arco en las manos del rey de las Indias, quien a causa de eso, tuvo luego ampollas en las manos durante quince días. Y se consoló suponiendo que el rey de los escitas no tendría más suerte que él. Llegando su turno, el escita manipuló a su vez el arco. Unía la fuerza a la destreza; el arco pareció adquirir cierta elasticidad en sus manos, consiguió doblarlo un poco, pero nunca llegó a tensarlo. El anfiteatro, a quien el buen aspecto de este príncipe inspiraba inclinaciones favorables gimió ante su falta de éxito, y juzgó que la bella princesa no se casaría jamás. Entonces el joven desconocido descendió de un salto a la arena y dirigiéndose al rey de los escitas dijo: -Que su majestad no se sienta asombrado por no haber logrado un éxito absoluto. Estos arcos de ébano se hacen en mi país; existe una manera determinada de encararlos. Vos tenéis mucho mayor mérito por haber logrado doblarlo que el que puedo tener yo en tensarlo. Inmediatamente tomó una flecha, la ajustó sobre la cuerda, tendió el arco de Nemrod e hizo volar la flecha mucho más allá de las barreras. Un millón de manos aplaudieron este prodigio. Babilonia resonó con las exclamaciones y las mujeres decían: -¡Que fortuna que un mancebo tan hermoso tenga tanta fuerza! Luego sacó de su bolsillo una plaquita de marfil, escribió sobre esta placa con una aguja de oro, ató la placa de marfil al arco, y presentó todo a la princesa con una gracia que encantaba a todos los asistentes. Luego fue modestamente a ubicarse en su lugar, entre su pájaro y su valet. Babilonia entera se sentía sorprendida, los tres reyes estaban confundidos pero el desconocido no pareció darse cuenta de ello. Formosanta se sintió aun más sorprendida al leer sobre la plaqueta de marfil atada al arco estos breves versos escritos en lenguaje caldeo: Si el arco de Nemrod lanza la guerraAviva el de Amor la suave dicha.Vos lo tenéis. Por vos ese dios brillaY vence Y torna en dueño de la tierra.Tres reyes poderosos, rivales hoy a muertePretenden alto honor: el de agradaros.No sé cuál preferís; más ese bravoEl Universo envidiará la suerte. Este breve madrigal no disgustó a la princesa. Fue criticado por algunos señores de la vieja corte, que dijeron que otrora, en los buenos tiempos, se hubiese comparado a Belus con el sol y a Formosanta con la luna, su cuello con una torre, y su pecho con un celemín de harina. Dijeron que el extranjero no tenía imaginación, que se apartaba de las reglas de la verdadera poesía, pero todas las damas juzgaron que estos versos eran muy galantes. Se sorprendieron de que un hombre que tendía tan bien el arco tuviese tanto ingenio. La dama de honor de la princesa le dijo: -Señora he aquí mucho talento desperdiciado. ¿Para qué le servirán a este mancebo su ingenio y el arco de Belus? -Para ser admirado -repuso Formosanta. -¡Ah! -se dijo entre dientes la dama de lionor-, un madrigal más y podría ser amado. Mientras tanto Belus, luego de haber consultado a sus magos, declaró que, si bien ninguno de los tres reyes había podido tender el arco de Nemrod, no era ésta razón suficiente para que su hija no se casara, y que ella pertenecería a aquel que lograrse abatir al gran león que expresamente criaba en su casa de fieras. El rey de Egipto, que había sido educado en la sabiduría de su país, halló muy ridículo que un rey se expusiera a las fieras para poder cazarlo. Reconocía que la posesión de Formosanta era algo muy valioso, pero pensaba que si el león lo mataba no podría jamás desposar a esta hermosa babilónica. El rey de las Indias compartió el sentimiento del egipcio. Ambos llegaron a la conclusión de que el rey de Babilonia se burlaba de ellos, que debían llamar a sus ejércitos para castigarlo, que tenían bastantes súbditos que se sentirían muy honrados de morir al servicio de sus señores, sin que esto costara un cabello de sus sacrosantas cabezas, que destronarían con facilidad al rey de Babilonia y luego echarían a suerte a la hermosa Formosanta. Habiendo llegado a este acuerdo, los dos reyes enviaron cada uno a su país una orden expresa de reunir un ejército de trescientos mil hombres para raptar a Formosanta. Mientras tanto el rey de los escitas descendió solo a la arena cimitarra en mano. No se sentía perdidamente enamorado de los encantos de Formosanta: la gloria había sido hasta ese momento su única pasión, ella había sido quien lo había conducido hasta Babilonia. Quería que se viera que si los reyes de India y de Egipto eran lo bastante prudentes como para no comprometerse con los leones, él era lo suficientemente valeroso como para no desdeñar este combate, y que repararía el honor de la corona. Su raro valor no le permite siquiera servirse de la ayuda de su tigre. Se adelanta sólo, livianamente armado, cubierto con un casco de acero guarnecido de oro y sombreado por tres penachos de crines blancas como la nieve. Lanzan el león más enorme que se haya criado jamás en las montañas del Antilíbano contra él. Sus terribles garras parecían capaces de desgarrar a los tres reyes a la vez, y sus enormes fauces, de devorarlos. Sus horribles rugidos hacían vibrar el anfiteatro. Los dos fieros campeones se precipitan uno contra otro en rápida carrera. El valiente escita hunde su espada en las fauces del león, pero la punta, chocando contra uno de esos dientes durísimos que nada puede perforar, se quiebra en astillas, y el monstruo de las selvas, furioso por su herida, imprime ya la marca de sus uñas sangrientas en los flancos del monarca. El joven desconocido, conmovido por el peligro que corre un príncipe tan valiente, se lanza a la arena más rápido que un rayo, corta la cabeza del león con la misma destreza de que luego hicieron gala en nuestras calesitas los jóvenes caballeros, diestros en arrancar cabezas de moros, o sortijas. Luego, sacando una cajita, la presenta al rey escita, diciéndole: -Su Majestad hallará en esta cajita un bálsamo verdadero que crece en mi país. Vuestras gloriosas heridas se curarán en un instante. Sólo el azar os ha impedido triunfar sobre el león, vuestro valor no es por ellos menos admirable. El rey escita, más inclinado al reconocimiento que a la envidia, agradeció a su liberador y, luego de haberlo abrazado afectuosamente, volvió a su tienda para aplicar el bálsamo sobre sus heridas. El desconocido entregó la cabeza del león a su criado, y éste, luego de haberla lavado en la gran fuente que estaba bajo el anfiteatro, y haber dejado que manara toda la sangre, tomando un hierro de su bolsita, arrancó los cuarenta dientes del león y colocó en su lugar cuarenta diamantes de igual tamaño. Su señor con su habitual modestia volvió a colocarse en su lugar y entregó la cabeza del león a su pájaro: -Hermoso pájaro -dijo-, ve a llevar a los pies de Formosanta este humilde homenaje. El pájaro parte, llevando en una de sus garras el terrible trofeo; lo presenta a la princesa inclinando humildemente el cuello y prosternándose ante ella. Los cuarenta brillantes deslumbraron todos los ojos. Aún no se conocía esta magnificencia en la soberbia Babilonia: la esmeralda, el topacio, el zafiro y el granate eran considerados como los más bellos aderezos; Belus y su corte se sentían llenos de admiración. El pájaro que entregaba este homenaje los sorprendió más aún. Era del tamaño de un águila, pero sus ojos eran tan dulces y tiernos como fieros y amenazadores son los del águila. Su pico era de color rosa y parecía asemejarse en algo a la boca de Formosanta. Su cuello reunía todos los colores del arco iris, pero más vivos y brillantes. El oro en sus mil matices chispeaba en su plumaje. Sus patas parecían una mezcla de plata y púrpura, y la cola de los hermosos pájaros que luego se uncieron al carro de Juno no era tan hermosa como la suya. La atención, la curiosidad, el asombro, el éxtasis de toda la corte se dividían entre los cuarenta diamantes y el pájaro. Se había posado sobre la balaustrada, entre Belus y su hija Formosanta; ella lo acariciaba, lo halagaba, lo besaba. Él parecía recibir sus caricias con un placer mezclado con respeto. Cuando la princesa le daba besos se los devolvía y luego la miraba con ojos enternecidos. Recibía de ella bizcochos y pistachos que tomaba con su pata purpúrea y plateada, llevándolos a su pico con gracia inexpresable. Belus, que había examinado con atención los diamantes, juzgaba que una de sus provincias apenas podría pagar un presente tan rico. Ordenó que se prepararan para el desconocido presente aún más magníficos que los que habían destinado a los tres monarcas. -Este mancebo -decía- es sin duda el hijo del rey de la China, o de esa parte del mundo llamada Europa, de la que he oído hablar, o del África, que es, según se dice, vecina del reino de Egipto. Envió de inmediato a su gran escudero para que llevase sus parabienes al desconocido y para que le preguntase si era soberano de alguno de estos imperios, y por qué, poseyendo tan inmensos tesoros, había venido solo con un escudero y un bolso tan pequeño. Mientras que el escudero se adelantaba hacia el anfiteatro para cumplir su cometido, llegó otro valet sobre un unicornio. Este criado dirigiendo la palabra al mancebo, le dijo: -Ormar, vuestro padre llega al final de sus días, he venido a advertiros. El desconocido elevó sus ojos al cielo, derramó algunas lágrimas y sólo respondió con esta palabra: -Partamos. El gran escudero, luego de haber dado los parabienes de Belus al vencedor del león, al donador de los cuarenta diamantes, al dueño del hermoso pájaro, preguntó al criado de qué reino era soberano el padre de este joven héroe. El valet respondió: -Su padre es un viejo pastor muy amado en su región. Durante esta breve conversación el joven ya había montado sobre el unicornio. Dijo al gran escudero: -¡Señor, dignaos ponerme a los pies de Belus y de su hija! Oso suplicarle tener gran cuidado del pájaro que le dejo; es tan único como ella. Diciendo estas palabras partió como un rayo; sus dos valets lo siguieron y se perdió de vista. Formosanta no pudo evitar lanzar un fuerte grito. El pájaro volviéndose hacia el anfiteatro donde su amigo estaba sentado, pareció muy afligido de no volver a verlo. Luego mirando fijamente a la princesa, y frotando suavemente su hermosa mano con su pico, pareció consagrarse a su servicio. Belus, más asombrado que nunca, al saber que este joven tan extraordinario era hijo de un pastor, no pudo creerlo. Ordenó que corriesen tras él, pero pronto regresaron diciéndole que los unicornios sobre los cuales los hombres montaban no podían ser alcanzados, y que, con el galope que llevaban debían hacer cien leguas por día. II Todo el mundo pensaba en esta extraña aventura, y se agotaba en vanas conjeturas. ¿Cómo puede el hijo de un pastor regalar cuarenta grandes diamantes? ¿Por qué monta sobre un unicornio? Nadie lo comprendía y Formosanta, acariciando su pájaro estaba sumida en un ensueño profundo. La princesa Aldé, su prima segunda, de formas casi tan bellas como Formosanta, le dijo: -Prima mía, no sé si este joven semidiós es el hijo de un pastor, pero me parece que ha cumplido todas las condiciones relacionadas con vuestro matrimonio. Tensó el arco de Nemrod, venció al león, tiene mucho talento puesto que improvisó para vos una composición muy hermosa. Luego de los cuarenta diamantes que os ha regalado no podéis negar que sea el más generoso de los hombres. Poseía con su pájaro, lo más raro que existe en el mundo. Su virtud no tiene igual, puesto que pudiendo quedarse junto a vos, partió sin vacilar apenas supo que su padre se hallaba enfermo. El oráculo ha sido cumplido en todos sus puntos excepto en el que exige que venza a sus rivales. Pero ha hecho más, ha salvado la vida del único competidor que pudiera temer, y en cuanto a batir a los otros creo que no dudaréis que lo logrará fácilmente. -Todo lo que me decís es bien cierto -repuso Formosanta- pero, ¿es posible que el más grande de los hombres, y quizá también el más amable, sea el hijo de un pastor? La dama de honor, interviniendo en la conversación, dijo que muy a menudo esta palabra pastor se aplica a los reyes, que se los llamaba pastores porque están siempre listos para esquilar a su rebaño, que sin duda se trataba de una chanza de mal gusto de su valet, que este joven héroe, debía haber venido tan mal acompañado sólo para hacer notar que por su solo mérito se hallaba sobre el fasto de los reyes y para no deber Formosanta más que a sí mismo. La princesa sólo respondió dando a su pájaro mil tiernos besos. Mientras, se preparaba un gran festín para los tres grandes reyes, y para todos los príncipes que habían venido a la fiesta. La hija y la sobrina del rey debían hacer los honores. Se llevaban a los reyes Ì presentes dignos de la magnificencia de Babilonia. Belus, mientras aguardaba que el banquete fuera servido, reunió su consejo para tratar el casamiento de la bella Formosanta y he aquí lo que, como gran político, dijo: -Soy viejo, no sé ya qué hacer, ni a quién dar a mi hija. El que la merecía es un vil pastor, el rey de Egipto y el de Indias son unos cobardes; el rey de los escitas me parece bastante conveniente, pero no cumplió con ninguna de las condiciones impuestas. Voy a consultar nuevamente el oráculo. Mientras me aguardáis, deliberad y actuaremos siguiendo lo que el oráculo haya dicho; porque un rey debe sólo ajustar su conducta a las órdenes expresas de los dioses inmortales. Se dirige entonces a su capilla; el oráculo le responde en pocas palabras, siguiendo su costumbre: -Tu hija sólo se casará cuando haya recorrido el mundo. Todos los ministros sentían un profundo respeto por los oráculos; todos convenían o fingían convenir que ellos eran los fundamentos de la religión; que la razón debe callar ante ellos, que es gracias a ellos que los reyes reinan sobre los pueblos y los magos sobre los reyes; que sin los oráculos no habría ni virtud ni reposo sobre la tierra. Finalmente, luego de haber testimoniado a la mayor veneración por ellos, casi todos concluyeron que éste era impertinente, que no había que obedecerle, que nada era más indecente para una doncella y sobre todo para la hija del gran rey de Babilonia, que ir a correr sin saber adónde, que ésa era la verdadera manera de no casarse o de hacer un casamiento clandestino, vergonzoso y ridículo; en una palabra, que este oráculo no tenía sentido común. El más joven de los ministros, llamado Onadaso, que tenía más talento que ellos, dijo que sin duda el oráculo se refería a algún peregrinaje de devoción, y que se ofrecía para conducir a la princesa. El consejo estuvo de acuerdo con su opinión, pero cada uno quiso servir de escudero. El rey decidió que la princesa podía alejarse trescientas parasangas por el camino que va hacia Arabia, a un templo cuyo santo tenía la reputación de lograr buenos casamientos para las doncellas, y que sería el decano de los del consejo quien la acompañara. Luego de esta decisión se fueron a cenar. III En medio de los jardines entres dos cascadas, se levantaba un salón oval de trescientos pies de diámetro, cuya cúpula de azur tachonada de estrellas de oro representaba todas las constelaciones con los planetas, cada uno en su verdadero lugar; esta cúpula giraba, así como el cielo, por medio de máquinas tan invisibles como las que dirigen los movimientos celestes. Cien mil antorchas encerradas en cilindros de cristal de roca iluminaban el exterior y el interior del comedor. Un aparador de graderías soportaba mil jarras o platos de oro, y frente a este aparador, otras graderías estaban llenas de músicos. Otros dos anfiteatros estaban llenos, uno de frutos de todas las estaciones, el otro de ánforas de cristal en las cuales brillaban todos los vinos de la tierra. Los convidados ocuparon sus lugares alrededor de una mesa dividida en compartimentos que figuraban frutas y flores, todos hechos en piedras preciosas. La hermosa Formosanta fue ubicada entre el rey de Indias y el de Egipto. La bella Aldé, junto al rey de Escitia. Había una treintena de príncipes y cada uno de ellos estaba al lado de una de las más bellas damas del palacio. El rey de Babilonia, ubicado en el centro, frente a su hija, parecía dividido entre la pena de no haber podido casarla y el placer de tenerla aún consigo. Formosanta le pidió permiso para colocar su pájaro sobre la mesa, al lado de ella. Al rey le pareció muy bien. La música que se hizo oír dio plena libertad a cada príncipe para conversar con su vecina. El festín pareció tan agradable como magnífico. Se había servido ante Formosanta un ragú que agradaba mucho a su padre. La princesa dijo que debía ser llevado a Su Majestad; inmediatamente el pájaro toma la fuente con una destreza maravillosa y va a presentarla al rey. Nunca hubo mayor asombro en una cena. Belus le prodigó tantas caricias como su hija. El pájaro emprendió nuevamente el vuelo para retornar cerca de ella. Desplegaba al volar una cola tan hermosa, sus alas extendidas mostraban colores tan brillantes, el oro de su plumaje echaba un brillo tan deslumbrador que ninguna mirada podía apartarse de él. Todos los concertistas cesaron su música y permanecieron inmóviles. Nadie comía, nadie hablaba, sólo se oía un murmullo de admiración. La princesa de Babilonia, lo besó durante la cena sin pensar siquiera que existían otros reyes en el mundo. Los de las Indias y Egipto sintieron redoblar su despecho y su indignación, y cada uno de ellos se prometió apurar la marcha de sus trescientos mil hombres para vengarse. En cuanto al rey de los escitas, se hallaba ocupado en conversar con la hermosa Aldé: su corazón altivo, desdeñando sin rencor las desatenciones de Formosanta, había concebido por ella más indiferencia que cólera. -Es bella -decía-, lo reconozco, pero me parece una de esas mujeres que sólo se ocupan de su belleza, y que piensan que el género humano debe sentirse muy obligado cuando se dignan aparecer en público. No se adoran ídolos en mi país. Preferiría una fea complaciente y atenta que esta bella estatua. Vos tenéis, señora, tantos encantos como ella, y por lo menos os dignáis conversar con los extranjeros. Os confieso, con la franqueza de un escita, que os prefiero a vuestra prima. Se equivocaba sin embargo sobre el carácter de Formosanta; no era tan desdeñosa como lo parecía, pero su cumplido fue muy bien recibido por la princesa Aldé. Su conversación tornóse muy interesante: estaban muy contentos y ya seguros el uno del otro antes de levantarse de la mesa. Después de cenar fueron a pasear por los bosquecillos. El rey de Escitia y Aldé no dejaron de buscar un retiro solitario; Aldé, que era la franqueza misma, habló de esta manera al príncipe: -No odio a mi prima aunque sea más hermosa que yo y esté destinada al trono de Babilonia: el honor de agradaros me sirve de atractivo. Prefiero Escitia con vos, que la corona de Babilonia sin vos, pero esta corona me pertenece por derecho si es que existen derechos en el mundo; porque desciendo de la rama del hijo mayor de Nemrod, y Formosanta sólo pertenece a la menor. Su abuelo destronó al mío y lo hizo morir. -¡Tal es pues la fuerza de la sangre en la casa de Babilonia! -dijo el escita-¿Cómo se llamaba vuestro abuelo? -Se llamaba Aldé, como yo. Mi padre llevaba el mismo nombre; fue relegado al fondo del imperio junto con mi madre, y Belus, después de que ellos murieron, no temiendo nada de mí, quiso educarme junto con su hija, pero decidió que no me desposaría jamás. -Quiero vengar a vuestro padre y a vuestro abuelo y a vos -dijo el rey de los escitas-. Os respondo que os desposaréis; os raptaré pasado mañana muy temprano, porque debo cenar mañana con el rey de Babilonia y regresaré a defender vuestros derechos con un ejército de trescientos mil hombres. -Consiento en ello -dijo la bella Aldé, y luego de haberse dado su palabra de honor, se separaron. Hacía ya largo rato que la incomparable Formosanta se había ido a acostar. Había hecho colocar junto a su cama un pequeño naranjo en un cajón de plata para que su pájaro descansase. Sus cortinas se hallaban cerradas, pero no sentía ningún deseo de dormir. Su corazón y su imaginación estaban demasiado despiertos. El encantador desconocido se hallaba ante sus ojos, lo veía lanzando una flechó con el arco de Nemrod, lo contemplaba cortando la cabeza del león, recitaba su madrigal, finalmente lo veía escapar de la muchedumbre montado sobre su unicornio; entonces estallaba en sollozos y exclamaba entre lágrimas: -No lo veré nunca más, no volverá. -Volverá, señora-le repuso el pájaro desde lo alto de su naranjo-, ¿acaso puede alguien veros y no regresar para contemplaros? -¡Oh, cielos! ¡Poderes eternos! ¡Mi pájaro habla el más puro caldeo! -Diciendo estas palabras, abre las cortinas, le tiende los brazos, se pone de rodillas sobre el lecho. -¿Sois acaso un dios que ha descendido sobre la tierra? ¿Sois el gran Orosmade escondido bajo ese hermoso plumaje? Si sois dios, devolvedme a ese joven. -No soy más que un ave -replicó el otro-, pero nací en los tiempos en que todos los animales aún hablaban, cuando los pájaros, las serpientes, los asnos, los caballos y los grifos conversaban familiarmente con los hombres. No he querido hablar ante la gente, por temor a que vuestras damas de honor me tomasen por un brujo; sólo quiero descubrirme ante vos. Formosanta, sobrecogida, extraviada, embriagada de tantas maravillas, agitada por la premura de formular cien preguntas a la vez, le preguntó primero qué edad tenía. -Veintisiete mil novecientos años y seis meses, señora; tengo la edad de esa pequeña revolución del cielo que vuestros magos llaman la presesión de los equinoccios y que se cumple alrededor de cada veintiocho mil años de los vuestros. Hay revoluciones infinitamente más largas: por lo tanto nosotros tenemos seres mucho más ancianos que yo. Hace ya veintidós mil años que aprendí el caldeo en uno de mis viajes. Siempre he conservado mucho aprecio por la lengua caldea, pero otros animales compañeros míos han renunciado a hablar en vuestras regiones. -¿Y esto a qué se debe, divino pájaro? -¡Ay!, es porque los hombres tomaron finalmente la costumbre de comernos, en vez de conversar e instruirse con nosotros. ¡Bárbaros! ¿No podían convencerse de que, teniendo los mismos órganos que ellos, las mismas necesidades, los mismos deseos, teníamos lo que se llama un alma tanto como ellos, que éramos sus hermanos, y que sólo era necesario cocinar y comerse a los malvados? Hasta tal punto somos vuestros hermanos que el Gran Ser, El ser eterno y formador, al hacer un pacto con los hombres nos comprendió expresamente en su tratado. Os prohibió alimentaros con nuestra sangre y a nosotros, alimentamos con la vuestra. “Las fábulas de vuestro anciano Locmanb traducidas a tantas lenguas, serán un testimonio que subsistirá eternamente del feliz comercio que habéis tenido otrora con nosotros. Todos comienzan con estas palabras: En las épocas en que los animales hablaban. Es cierto que hay muchas mujeres entre vosotros que siempre hablan a sus perros, pero éstos han decidido no responder desde que se los obligó a latigazos a participar en la caza y ser cómplices del asesinato de nuestros comunes, los ciervos, los gamos, las liebres y las perdices. “Aún tenéis antiguos poemas en los cuales los caballos hablan, y vuestros cocheros les dirigen la palabra todos los días; pero lo hacen tan groseramente y pronunciando palabras tan infames que los caballos, que antaño os amaban tanto, os odian hoy en día. “El país donde habita vuestro encantador desconocido, el más perfecto de los hombres, sigue siendo el único donde vuestra especie sabe aún amar a la nuestra y hablarle; es la única región de la tierra en donde los hombres son justos. -¿Y dónde se halla ese país de mi querido desconocido? ¿Cuál es el nombre de este héroe? ¿Cómo se llama su imperio? Porque tanto creeré que él sea un pastor como que vos seáis un murciélago. -Su país, señora, es el de los gangáridas, pueblo virtuoso e invencible que habita en la orilla oriental del Ganges. El nombre de mi amigo es Amazán. No es rey y no sé si desearía rebajarse a serlo; ama demasiado a sus compatriotas; es pastor como ellos. Pero no os imaginéis que esos pastores se asemejan a los vuestros, que apenas cubiertos por harapos andrajosos cuidan ovejas infinitamente mejor vestidas que ellos; que gimen bajo el fardo de la pobreza y que pagan a un explorador la mitad de los miserables salarios que reciben de sus amos. Los pastores gangáridas, nacidos todos iguales, son dueños de los rebaños innumerables que cubren sus prados eternamente floridos. Jamás se los mata: es un crimen horrible cerca del Ganges matar y comer a un semejante. Su lana, más fina y brillante que la seda más hermosa, es el mayor comercio de Oriente. Por otra parte, la tierra de los gangáridas produce todo lo que pueda halagar los deseos de los hombres. Esos grandes diamantes que Amazán tuvo el honor de ofreceros, son de una mina que le pertenece. Ese unicornio que le habéis visto montar es la montura ordinaria de los gangáridas. Es el más bello animal, el más fiero, el más terrible y el más suave que adorne la tierra. Bastarían cien gangáridas y cien unicornios para disipar innumerable armadas. Hace alrededor de dos siglos un rey de las Indias fue lo suficientemente loco como para querer conquistar esta nación: se presentó seguido de diez mil elefantes y de un millón de guerreros. Los unicornios atravesaron los elefantes, como he visto que se ensartan en un pinche de oro las alondras que se sirven en vuestra mesa. Los guerreros caían sobre la arena, bajo el sable de los gangáridas como las cosechas de arroz son cortadas por las manos de los pueblos de Oriente. Se tomó prisionero al rey con más seiscientos mil hombres. Lo bañaron con las aguas saludables del Ganges, lo pusieron al régimen del país, que consiste en alimentarse sólo de vegetales prodigados por la naturaleza para nutrir a todo lo que respira. Los hombres alimentados con carne y abrevados con licores fuertes tienen la sangre agriada y adusta, que los vuelve locos de cien maneras diversas. Su principal demencia es la de verter sangre de sus hermanos y devastar las planicies fértiles para reinar sobre cementerios. Se emplearon seis meses enteros en curar al rey de las Indias de su enfermedad. Cuando los médicos juzgaron finalmente que tenía el pulso mas tranquilo y el espíritu más sereno, dieron el certificado al consejo de gangáridas. Este consejo, luego de haber pedido su opinión a los unicornios, reenvió humildemente al rey de las Indias, a su tonta corte y a sus imbéciles guerreros a su país. Esta lección los volvió juiciosos, y, desde entonces, los hindúes respetan a los gangáridas; como los ignorantes que desean instruirse respetan entre vosotros a los filósofos caldeos, a quienes no pueden igualar. -A propósito, mi querido pájaro -le dijo la princesa-, ¿existe una religión entre los gangáridas? -¿Si existe una? Señora, nos reunimos para dar gracias a Dios los días de luna llena; los hombres en un gran templo de cedro, las mujeres en otro, por temor a las distracciones. Todos los pájaros en un bosquecillo y los cuadrúpedos en una bella pradera. Agradecemos a dios por todos los bienes que nos ha otorgado. Tenemos, sobre todo, unos loros que predican maravillas. “Tal es la patria de mi querido Amazán; es donde yo vivo, y siento tanta amistad por él como amor vos a él inspirado. Si me creéis, partiremos juntos y vos iréis a visitarlo. -Verdaderamente, pájaro mío, cumplís muy bien con vuestro oficio -repuso sonriendo la princesa, que ardía en deseos de emprender el viaje y no osaba decirlo. –Sirvo los deseos de mi amigo -dijo el pájaro- y, después de la felicidad de amaros, el mayor es servir a vuestros amores. Formosanta ya ni sabía dónde se hallaba; se creía transportada fuera de la tierra. Todo lo que había visto durante aquel día, todo lo que veía, todo lo que oía y especialmente lo que sentía su corazón, la sumía en un embelesamiento que sobrepasaba muy de lejos a aquel que experimentan hoy los afortunados musulmanes cuando, separados de sus lazos terrestres, se ven en el noveno cielo en brazos de los huríes, rodeados y penetrados por la gloria y la felicidad celeste. IV Pasó toda la noche hablando de Amazán. Ya no lo llamaba más que su pastor; y es desde entonces que las palabras pastor y amante son siempre empleadas la una por la otra en algunos países. Ora preguntaba al pájaro si Amazán había tenido otras amantes. Él le respondía que no y ella se sentía en el colmo de la felicidad. Ora quería saber en qué ocupaba su vida; y se enteraba con arrebatos de alegría que la ocupaba en hacer el bien, en cultivar las artes, en penetrar los secretos de la naturaleza, en perfeccionar su persona. Ora quería saber si el alma de su pájaro era de la misma naturaleza que la de su amante; por qué había vivido cerca de veintiocho mil años, mientras qué su amante sólo tenía dieciocho o diecinueve años. Hacía cien preguntas parecidas, a las cuales el pájaro respondía con una discreción que irritaba su curiosidad. Finalmente, el sueño le cerró los ojos y entregó a Formosanta a la dulce ilusión de los sueños enviados por los dioses que sobrepasaban a veces a la misma realidad, y que toda la filosofía de los caldeos apenas puede explicar. Formosanta no despertó hasta muy tarde. Su habitación estaba en penumbras cuando su padre entró. El pájaro recibió a Su Majestad con una respetuosa gentileza, fue delante de él, batió las alas, estiró el cuello y volvió a posarse sobre el naranjo. El rey se sentó sobre el lecho de su hija, a quien los sueños habían embellecido más aún. Su barba frondosa se aproximó a este hermoso rostro y luego de haberle dado dos besos, le habló con estas palabras: -Mi querida hija, ayer no pudisteis hallar un marido, como yo lo esperaba; sin embargo necesitáis uno; la salud de mi reino lo exige. He consultado el oráculo, que como sabéis, no miente jamás, y que dirige toda mi conducta. Me ha ordenado haceros recorrer el mundo. Es necesario que viajéis. -¡Ah!; al país de los gangáridas, sin duda -dijo la princesa, y al pronunciar estas palabras, que se le escaparon, se dio cuenta de que decía una tontería. El rey, que no sabía una palabra de geografía, le preguntó qué entendía ella por gangáridas. Halló ella fácilmente una excusa. El rey le hizo saber que debía realizar un peregrinaje, y que había designado a las personas de su comitiva: el decano de sus consejeros de estado, el gran capellán, una dama de honor, un médico, un boticario y su pájaro, como todos los sirvientes necesarios. Formosanta, que jamás había salido del palacio de su padre, el rey, y que hasta el día de Amazán y los tres reyes había llevado una vida muy insípida en la etiqueta del fasto y en la apariencia de los placeres, estuvo encantada de realizar un peregrinaje. -¿Quién sabe -decía ella por lo bajo a su corazón- si los dioses no inspirarán a mi querido gangárida el mismo deseo de ir a la misma capilla, y si no tendré la felicidad de volver a verlo como peregrino? Agradeció tiernamente a su padre, diciéndole que siempre había sentido una secreta devoción por el santo a quien la enviaban. Belus ofreció una excelente comida a sus huéspedes; no concurrieron a ella más que hombres. Se trataba de gente muy despareja: reyes, príncipes, ministros, pontífices; todos envidiosos unos de otros, todos pesando sus palabras, todos embarazados, con sus vecinos y consigo mismos. La comida fue triste aunque se bebió mucho. Las princesas permanecieron en sus departamentos, ocupadas cada una en su partida. Comieron poco. Formosanta fue luego a pasear por los jardines con su querido pájaro, quien para divertirla, voló de árbol en árbol desplegando su cola soberbia y su divino plumaje. El rey de Egipto, que estaba acalorado por el vino, por no decir ebrio, pidió arco y flechas a uno de sus pajes. Este príncipe era en verdad el arquero más torpe de todo su reino. Cuando tiraba al blanco el lugar donde uno se hallaba más seguro era en el objetivo hacia el cual apuntaba. Pero el hermoso pájaro, volando tan rápido como la flecha, se expuso él mismo al golpe y cayó sangrante en los brazos de Formosanta. El egipcio, riendo con una risa tonta, se retiró a sus tiendas. La princesa atravesó el cielo con sus gritos. Se deshizo en llanto, se golpeó las mejillas y el pecho. El pájaro agonizante le dijo muy bajo: -Quemadme, y no dejéis de llevar mis cenizas hacia la Arabia Feliz, al oriente de la antigua ciudad de Aden o de Edén, y exponerlas al sol sobre una pequeña hoguera de clavo y de canela. Luego de haber pronunciado estas palabras, expiró. Formosanta estuvo desvanecida largo rato, y sólo volvió en sí para estallar en sollozos. Su padre, compartiendo su dolor y profiriendo imprecaciones contra el rey de Egipto, no dudó que este incidente fuese un presagio siniestro. Fue rápidamente a consultar el oráculo de su capilla. El oráculo respondió. Mezcla de todo; muerto viviente, infidelidad y constancia, pérdida y ganancia, calamidad y felicidad. Ni él ni su consejo pudieron comprender nada, pero por lo menos era satisfactorio haber cumplido sus deberes religiosos. Su hija, desconsolada, mientras que él consultaba el oráculo, hizo rendir al pájaro las honras fúnebres que él había ordenado, y resolvió llevarlo consigo a Arabia siguiendo los avatares de su vida. Fue quemado dentro de una tela de lino incombustible junto con el naranjo donde descansaba; la princesa guardó sus cenizas en un pequeño vaso de oro rodeado de carbunclos y de diamantes que se tomaron de las fauces del león. ¡Ojalá hubiese podido, en vez de cumplir este funesto deber, quemar en vida al detestable rey de Egipto! Aquél era su mayor deseo. En su despecho hizo matar sus dos cocodrilos, sus dos hipopótamos, sus dos cebras, sus dos ratas, e hizo echar las dos momias al Éufrates, si hubiese tenido a su buey Apis, no lo habría perdonado tampoco. El rey de Egipto, indignado por esta afrenta, partió inmediatamente para hacer avanzar a sus trescientos mil hombres. El rey de las Indias, viendo partir a su aliado, regresó también el mismo día, con el firme designio de unir sus trescientos mil hindúes al ejército egipcio. El rey de Escitia se marchó durante la noche con la princesa Aldé, firmemente resuelto a regresar para combatir por ella a la cabeza de trescientos mil escitas, y de devolverle la herencia de Babilonia, que le era debida, ya que descendía de la rama de los mayores. Por su parte, la hermosa Formosanta se puso en camino a las tres de la mañana con su caravana de peregrinos, acariciando la esperanza de poder ir a Arabia para ejecutar la última voluntad de su pájaro y de que la justicia de los dioses inmortales le devolviesen a su querido Amazán sin el cual no podía vivir. Fue así como al despertar el rey de Babilonia no halló a nadie. -¡Cómo terminan las grandes fiestas! -se decía-, y qué asombroso vacío dejan en el alma cuando el bullicio ha pasado. Pero se sintió transportado de una cólera verdaderamente regia cuando supo que habían raptado a la princesa Aldé. Dio orden de que se despertaran todos sus ministros y que se reuniera el consejo; esperando que llegasen, no dejó de consultar a su oráculo, pero sólo logró que le dijese estas palabras tan célebres desde entonces en todo el universo: Cuando no se casa a las jóvenes, ellas se encargan solas de casarse. De inmediato fue dada la orden de enviar trescientos mil hombres contra el rey de los escitas. Y hete aquí que la guerra más terrible se enciende por doquier, y ella tuvo origen en los placeres de la fiesta más hermosa que haya sido dada jamás en la tierra. Asia iba a ser asolada por cuatro armadas de trescientos mil hombres cada una. Puede suponerse que la guerra de Troya que asombró al mundo algunos siglos después, sólo era un juego de niños en comparación con ésta, pero también debe tenerse en cuenta que en la querella de los troyanos sólo se trataba de una vieja mujer bastante libertina que se había hecho raptar dos veces, mientras que aquí se trataba de dos doncellas y un pájaro. El rey de Indias fue a aguardar a su ejército sobre el gran y magnífico camino que conducía entonces directamente de Babilonia a Cachemira. El rey de los escitas corría con Aldé por la hermosa ruta que llevaba al monte Immaüs. Todos estos caminos desaparecieron luego debido al mal gobierno. El rey de Egipto se había dirigido hacia el occidente y costeaba el pequeño mar Mediterráneo, que los ignorantes hebreos han llamado luego el Gran Mar. En cuanto a la hermosa Formosanta, seguía el camino de Bassora, bordeado de altas palmeras que proveen sombra perenne y frutos en todas las estaciones. El templo al cual se dirigía en peregrinación, se hallaba en la misma Bassora. El santo a quien este templo había sido dedicado era parecido a aquel que luego se adoró en Lampsaco. No sólo procuraba maridos a las jóvenes, sino que a menudo hacía las veces de marido. Era el santo más venerado de toda el Asia. A Formosanta no le importaba en absoluto el santo de Bassora; sólo invocaba a su amado pastor gangárida, a su hermoso Amazán. Esperaba embarcarse en Bassora y desembarcar en la Arabia Feliz para hacer lo que el pájaro le había ordenado. La tercera vez que se hizo de noche, apenas había entrado en el hospedaje donde sus enviados habían preparado todo para ella, cuando supo que el rey de Egipto también entraba en él. Informado del viaje de la princesa por sus espías, había cambiado de inmediato su itinerario, seguido por una numerosa escolta. Llega, hace colocar centinelas en todas las puertas, sube a la habitación de la hermosa Formosanta y le dice: -Princesa, es a vos justamente a quien buscaba; me tuviste muy poco en cuenta cuando yo estaba en Babilonia; justo es castigar a las desdeñosas y a las caprichosas: tendréis, os lo ruego, la bondad de cenar conmigo esta noche; no tendréis otro lecho más que el mío, y me conduciré con vos como me plazca. Formosanta se dio cuenta claramente de que no era la más fuerte; sabía que la inteligencia consiste en conformarse con la situación y tomó la decisión de librarse del rey de Egipto mediante una inocente estratagema: lo miró de reojo, lo cual siglos después se llamó mirar de soslayo, y he aquí cómo le habló, con una modestia, una gracia, una suavidad, un embarazo y una cantidad de encantos que hubiesen enloquecido al más juicioso de los hombres y cegado al más clarividente: -Os confieso, señor, que siempre bajaba mis ojos ante vos cuando hicisteis al rey mi padre el honor de visitarlo. Tenía mi corazón, tenía mi simplicidad y, demasiado ingenua, temblaba al pensar que mi padre y vuestros rivales percibieran la preferencia que os otorgaba y que también merecéis. Puedo ahora abandonarme a mis sentimientos. Juro por el buey Apis, que es, después de vos, lo que más respeto en el mundo, que vuestras propuestas me han encantado. Ya he cenado con vos en lo del rey mi padre, cenaré aquí nuevamente sin que él comparta la mesa; todo lo que os pido es que vuestro gran capellán beba con nosotros, ya que en Babilonia me pareció un buen comensal; tengo un excelente vino de Chiraz, quiero que ambos lo degustéis. Con respecto a vuestra segunda proposición, es muy incitante, pero no es conveniente que una doncella bien nacida hable de ella; que os baste saber que os considero el más grande de los reyes y el más atractivo de los hombres. Este discurso mareó al rey de Egipto: aceptó de buena gana que el capellán participara en el festín. -Aún tengo otra gracia que pediros -le dijo la princesa-, es que permitáis que mi boticario venga a hablar conmigo: las doncellas tienen siempre ciertas pequeñas molestias que requieren ciertos cuidados, como vapores en la cabeza, sobresaltos del corazón, cólicos, ahogos, a los que conviene poner en orden en ciertas circunstancias; en una palabra, tengo urgente necesidad de mi boticario y espero que no me neguéis esta simple muestra de amor. -Señorita -dijo el rey de Egipto-, aunque un boticario tenga vías precisamente opuestas a las mías, y los objetos de su arte sean todo lo contrario del mío, tengo demasiado mundo para negaros un requerimiento tan justo; voy a ordenar que venga a hablaros mientras aguardamos la cena; comprendo que debéis estar un poco fatigada del viaje; debéis necesitar también una mucama, podéis hacer venir la que prefierais, esperaré luego vuestras órdenes y vuestra comodidad. Se retiró; enseguida se presentaron el boticario y la mucama llamada Irla. La princesa tenía en ésta una confianza absoluta: le ordenó traer seis botellas de vino de Chiraz para la cena y de hacer beber otras tantas a todos los centinelas que tenían arrestados a sus oficiales; luego recomendó al boticario que hiciera poner en todas las botellas ciertas drogas de su farmacia que hacían dormir a la gente veinticuatro horas seguidas y de las cuales siempre se hallaba provisto. El rey regresó con el gran capellán al cabo de media hora; la comida fue muy alegre, el rey y el capellán vaciaron las seis botellas y confesaron que no había un vino tan bueno en Egipto: la mucama cuidó de hacérselo beber a los criados que habían servido. En cuanto a la princesa, tuvo gran cuidado de no beber de él, diciendo que su médico la había puesto a régimen. Todos estuvieron pronto dormidos. El capellán del rey de Egipto tenía la más hermosa barba que pudiese llevar un hombre de su clase. Formosanta se la cortó con mucha habilidad; luego, habiéndola hecho coser a una pequeña cinta, la ató a su mentón. Se disfrazó con los vestidos del sacerdote y con todos los ornamentos de su dignidad, vistió a su mucama de sacerdotisa de la diosa Isis; finalmente, tomando su urna y sus piedras preciosas, salió del hospedaje en medio de los centinelas, que dormían como su señor. La criada había cuidado de tener en la puerta dos caballos listos. La princesa no podía llevar con ella a ninguno de los oficiales de su cortejo: habrían sido arrestados por los guardias del rey. Formosanta e Irla pasaron a través de las hileras de soldados que, tomando a la princesa por el gran prelado, la llamaban mi reverendísimo padre en Dios y le pedían su bendición. Las dos fugitivas llegaron en veinticuatro horas a Bassora, antes de que el rey se hubiese despertado. Se quitaron entonces los disfraces, que hubieran podido despertar sospechas. Fletaron lo mas rápidamente un navío, que las transportó por el estrecho de Ormuz hacia la bella orilla de Edén, en la Arabia Feliz. Los jardines de este Edén fueron tan renombrados que luego se hizo de ellos la morada dé los justos; fueron el modelo de los Campos Elíseos, de los jardines de las Hespérides y de las islas Afortunadas, porque en estos climas calientes los hombres no imaginaron mayor beatitud que las sombras y los murmullos de las aguas. Vivir eternamente en los cielos con el Ser Supremo, o ir a pasearse en el jardín, en el paraíso, fue lo mismo para los hombres que siempre hablan sin entenderse y que aún no han podido tener ideas claras ni expresiones justas. Apenas la princesa se halló en esta tierra, su primer cuidado fue rendir a su amado pájaro las honras fúnebres que él había exigido de ella. Sus hermosas manos levantaron una pequeña pira de clavo y de canela. Cuál no sería su asombro cuando, al expandir las cenizas del pájaro sobre esta hoguera, la vio encenderse por sí misma. Todo se consumió prontamente. Sólo apareció, en el lugar de las cenizas, un gran huevo, del cual vio salir a su pájaro más brillante de lo que había sido jamás. Fue el momento más bello que la princesa hubiese experimentado en toda su vida; sólo había uno que hubiese podido serle querido: lo deseaba pero no lo esperaba. -Bien veo -dijo ella al pájaro- que eres el fénix del cual tanto me han hablado. Estoy a punto de morir de asombro y de alegría. No creía en absoluto en la resurrección, pero mi felicidad me ha convencido. -La resurrección, señora -le dijo el fénix-, es la cosa más sencilla del mundo. No es más sorprendente nacer dos veces que una sola. Todo es resurrección en este mundo: las orugas resucitan en mariposas, un carozo colocado en la tierra resucita en el árbol, todos los animales enterrados en el suelo resucitan en hierbas, en plantas, y nutren a otros animales de los cuales pronto son parte de su substancia; todas las partículas que componían los cuerpos se cambian en otras diferentes. Aunque es verdad que soy el único a quien el poderoso Orosmade haya concedido la gracia de resucitar en su propia naturaleza. Formosanta, que desde el día que había visto a Amazán y al pájaro por primera vez había pasado sus horas de asombro, le dijo: -Concibo que el gran Ser haya podido formar de vuestras cenizas un fénix muy parecido a vos; pero que seáis precisamente la misma persona, que tengáis la misma alma, confieso que no lo comprendo muy claramente. ¿Qué fue de vuestra alma mientras os llevaba en mi bolsillo después de vuestra muerte? -¡Oh!, ¡por dios, señora!, ¿acaso no le sería tan fácil al gran Orosmade continuar su acción sobre una pequeña chispa de mí mismo como iniciar esta acción? Me había acordado ya anteriormente el sentimiento, la memoria y el pensamiento: me los ha vuelto a conceder; que haya concebido este favor a un átomo de fuego elemental escondido en mí, o al conjunto de mis órganos, no significa nada en el fondo; tanto los fénix como los hombres ignorarán siempre cómo sucede la cosa en realidad; pero la mayor gracia que el Ser Supremo me haya acordado ha sido la de hacerme renacer para vos. ¡Quién pudiera pasar los veintiocho mil años que aún me quedan por vivir hasta mi próximo resurrección entre vos y mi querido Amazán! -Fénix mío -le repuso la princesa-, pensad que las primeras palabras que me dijisteis en Babilonia y que jamás olvidaré, me hicieron concebir la esperanza de volver a ver a ese querido pastor que idolatro: es absolutamente necesario que vayamos juntos a la tierra de los gangáridas, y que lo lleve de regreso a Babilonia. -Ése es mi designio –dijo el fénix-. No hay un momento que perder, hay que ir a buscar a Amazán por el camino más corto, es decir por los aires. En la Arabia Feliz hay dos grifos, íntimos amigos míos, que viven sólo a cincuenta millas de aquí: les enviaré un mensaje por medio de las palomas mensajeras; llegarán antes de la noche. Dispondremos del tiempo necesario para haceros preparar un cómodo y pequeño canapé con cajones donde pondremos vuestras provisiones de alimentos. Os sentiréis muy cómoda en este carruaje acompañada por vuestra doncella. Los dos grifos son los más vigorosos de su especie; cada uno de ellos sostendrá uno de los brazos del canapé entre sus garras; pero lo repito una vez más: cada instante es valioso. Fue de inmediato con Formosanta a encargar el canapé de un tapicero que él conocía. En cuatro horas estuvo terminado. En sus cajones se colocaron pancitos reales, bizcochos mejores que los de Babilonia, limones poncíes, ananás, cocos, pistachos y vino de Edén, que está tan por sobre encima del vino de Chiraz como el de Chiraz lo está sobre el Surenne. El canapé era tan ligero como confortable y sólido. Los dos grifos llegaron a Edén en el momento exacto. Formosanta y Irla se ubicaron en el carruaje; los dos grifos lo levantaron como si fuera una pluma. El fénix ora volaba cerca, ora se posaba sobre el respaldo. Los dos grifos singlaron hacia el Ganges con la rapidez de una flecha que hiende el aire. Sólo se descansaba durante la noche el tiempo necesario para comer y para hacer beber un trago a los dos cocheros. Llegaron finalmente a la tierra de los gangáridas. El corazón de la princesa palpitaba de esperanza, de amor y de alegría. El fénix hizo detener el carruaje delante de la casa de Amazán: pidió hablarle; pero ya hacía tres horas que había partido, sin que se supiese hacia dónde había ido. No hay palabras, ni siquiera en la misma lengua de los gangáridas, que puedan expresar la desesperación que abrumó a Formosanta. -¡Ay!, esto es lo que temía -dijo el fénix-; las tres horas que pasasteis en el hospedaje del camino a Bassora con ese malhadado rey de Egipto os han robado quizá para siempre la felicidad de vuestra vida: mucho me temo que hayamos perdido a Amazán sin remedio. Entonces preguntó a los criados si podía saludar a su señora madre. Respondieron que su marido había muerto la víspera anterior y que no veía a nadie. El fénix, que tenía crédito en la casa, hizo entrar a la princesa de Babilonia en un salón cuyas paredes estaban revestidas de madera de naranjo y fileteadas de marfil. Los subpastores y las subpastoras vestidos con largos trajes blancos ceñidos por aderezos color aurora les sirvieron en cien cuencos de simple porcelana cien manjares deliciosos, entre los cuales no se veía ningún cadáver disfrazado: había arroz, harinas, sagú, sémola, fideos, macarrones, tortillas, huevos cocidos en leche, quesos cremosos, pastelería de toda especie, verduras, frutos de un perfume y un gusto desconocidos en los otros climas; había una profusión de licores refrescantes, superiores a los mejores vinos. Mientras la princesa comía, acostada sobre un lecho de rosas, cuatro pavos reales, o pavones, felizmente mudos, la abanicaban con sus alas brillantes; doscientos pájaros y cien pastores y cien pastoras, cantaban a dos voces; los ruiseñores, los canarios, las currucas, los pinzones cantaban el acompañamiento con las pastoras, los pastores hacían las voces de tenor y las bajas: en todo estaba la hermosura y la simple naturaleza. La princesa confesó que si bien en Babilonia había más magnificencia, la naturaleza era mil veces más agradable en el país de los gangáridas; pero, mientras que le ofrecían esta música consoladora y voluptuosa, ella derramaba lágrimas y decía a la joven Irla, su acompañante: -Estos pastores y estas pastoras, estos ruiseñores y estos canarios hacen el amor y yo estoy separada del héroe gangárida, digno objeto de mis muy tiernos y muy impacientes deseos. Mientras ella hacía esta colación, mientras lo admiraba todo y lloraba, el fénix decía a la madre de Amazán: -Señora, no podéis dispensaros de ver a la princesa de Babilonia; vos sabéis… -Todo lo sé -dijo ella-, hasta su aventura en un hospedaje sobre el camino de Bassora; un mirlo me lo contó todo esta mañana, y este cruel mirlo es la causa de que mi hijo presa de la desesperación, se haya vuelto loco y haya abandonado la casa paterna. -¿Por lo tanto no sabéis que la princesa me ha resucitado? -No, querido hijo, sabía por el mirlo que habíais muerto y estaba inconsolable. Me sentía tan afligida por esta pérdida, por la muerte de mi marido y por la precipitada partida de mi hijo que había decidido no ver a nadie. Pero puesto que la princesa de Babilonia me hace el honor de venir a verme, hacedla entrar lo más rápido posible; tengo cosas de suma trascendencia que decirle y quiero que vos estéis presente. Se dirigió inmediatamente al otro salón para recibir a la princesa. No caminaba ya con mucha ` facilidad: era una dama de alrededor de trescientos años; pero tenía aún bellos rasgos y bien se veía que a los doscientos treinta o doscientos cuarenta años había sido encantadora. Recibió a Formosanta con una respetuosa nobleza, mezclada con un aire de interés y de dolor que hizo a la princesa la más viva impresión. Formosanta comenzó por presentarle sus condolencias por la muerte de su marido -¡Ay! -dijo la viuda-, os halláis afectada por su muerte más de lo que creéis. -Me siento dolida, sin duda -dijo Formosanta-; era el padre de… -al decir estas palabras se echó a llorar-. Sólo vine por él, a través de grandes peligros. Dejé por él a mi padre y la corte más brillante del universo; fui raptada por el rey de Egipto, a quien detesto. Al escaparme de este raptor, atravesé los aires para venir a ver al que amo; llego y él huye de mí… -el llanto y los sollozos no la dejaron proseguir. La madre le dijo entonces: -Señora, cuando el rey de Egipto os raptaba, cuando cenabais con él en una posada de Bassora, cuando vuestras hermosas manos le servían vino de Chiraz, ¿recordáis haber visto un mirlo que revoloteaba por la habitación? -Verdaderamente, sí, despertáis mi memoria; no le había prestado atención, pero poniendo orden en mis ideas, recuerdo muy bien que en el momento en el que el rey de Egipto se levantaba de la mesa para darme un beso, el mirlo se voló por la ventana dando un gran chillido y no volvió a aparecer más. -Ay, señora -respondió la madre de Amazán-, he ahí justamente la causa de nuestras desdichas; mi hijo había enviado justamente a este mirlo para informarle de vuestra salud y de todo lo que sucedía en Babilonia; esperaba regresar pronto a ponerse a vuestros pies y consagraros la vida. No podéis saber hasta qué punto os adora. Todos los gangáridas son amantes, fieles, pero mi hijo es el más apasionado y constante de todos. El mirlo os halló en una posada; bebías alegremente con el rey de Egipto y un desagradable sacerdote, os vio finalmente dar un tierno beso a este monarca que había matado al fénix y hacia quien mi hijo siente un invencible horror. El mirlo, viendo esto, fue presa de una justa indignación; se voló maldiciendo vuestros funestos amores; hoy regresó y me contó todo; pero ¡en qué momentos, oh cielo!, en el momento en que mi hijo lloraba conmigo la muerte de su padre y la del fénix, en el momento en que sabía que es vuestro primo segundo. -¡Oh cielos! ¡Mi primo!, señora, ¿es posible?, ¿por qué ventura?, ¿cómo?, ¿a tal extremo llegaría mi felicidad?, ¿y al mismo tiempo sería tan desgraciada por haberlo ofendido? -Mi hijo es vuestro primo, os lo digo – replicó la madre- y pronto os voy a dar la prueba; pero al volveros parienta mía me arrancáis a mi hijo; no podrá sobrevivir al dolor que le ha causado el beso que disteis al rey de Egipto. -¡Ah!, tía mía-exclamó la bella Formosanta-, os juró por él y por el poderoso Orosmade que este beso funesto, lejos de ser criminal, era la prueba más fuerte de amor que pudiese dar a vuestro hijo. Desobedecía por él a mi padre. Iba por él del Éufrates al Ganges. Al caer en manos del indigno faraón de Egipto, sólo podía escapar engañándolo. Doy fe por las cenizas y el alma del fénix, que se hallaban entonces en mi bolsillo; él puede hacerme justicia; pero, ¿cómo vuestro hijo, nacido a las orillas del Ganges, puede ser mi primo, si mi familia reina sobre las orillas del Éufrates desde hace tantos siglos? -Sabéis -le dijo la venerable gangárida que vuestro tío abuelo Aldé era rey de Babilonia y que fue destronado por el padre de Belus. -Sí, señora. -Sabéis que su hijo Aldé había tenido de su matrimonio a la princesa Aldé, educada en vuestra corte. Es este príncipe quien, siendo perseguido por vuestro padre, vino a refugiarse en nuestra feliz comarca, bajo otro nombre: él fue quien me desposó, tuve con él al joven príncipe Aldé-Almazán, el más hermoso, el más fuerte, el más valiente, el más virtuoso de los mortales y hoy el más loco. Fue a las fiestas de Babilonia atraído por la fama de vuestra belleza; desde entonces os idolatra, y quizá yo no vuelva a verlo jamás. Entonces hizo desplegar ante la princesa todos los títulos de la casa de los Aldé; Formosanta apenas se dignó mirarlos. -¡Ah, señora! -exclamó- ¿Acaso se examina lo que se desea? Bastante os cree mi corazón. Pero, ¿dónde está Aldé-Almazán?, ¿dónde está mi pariente, mi amante, mi rey?, ¿dónde está mi vida?, ¿qué camino tomó? Iría a buscarlo por todos los mundos que el Eterno ha formado y de los cuales él es el más bello ornamento. Iría a la estrella Canopus, a Sheat, a Aldebarán. Iría a convencerlo de mi amor y mi inocencia. El fénix testificó que la princesa no había dado, por amor, un beso al rey de Egipto, crimen que el mirlo le imputaba; pero había que desengañar a Àmazán y traerlo de regreso. Envía sus pájaros por todos los caminos, pone en campaña a sus unicornios; se le informa finalmente que Amazán ha tomado el camino el que conduce a China. -Y bien, vamos a China-exclamaba la princesa-, el viaje no es largo, espero traeros de regreso a vuestro hijo, en quince días a más tardar. Ante estas palabras, ¡qué de lágrimas de ternura vertieron la madre gangárida y la princesa de Babilonia, qué de abrazos, qué de efusiones del corazón! El fénix pidió inmediatamente una carroza arrastrada por seis unicornios. La madre les proveyó doscientos caballeros y regaló a la princesa, su sobrina, algunos millares de los más bellos diamantes del país. El fénix, afligido por el mal que la indiscreción del mirlo había provocado, hizo que se ordenara a todos los mirlos irse del país, y es así como desde entonces no se encuentra ni uno sobre las orillas de Ganges. V Los unicornios, en menos de ocho días, llevaron a Formosanta, a Irla y al fénix a Cambalu, capital de la China. Era una ciudad más grande que Babilonia y de una magnificencia totalmente diferente. Los nuevos objetos, las nuevas costumbres, habrían divertido a Formosanta si hubiese podido interesarse en otra cosa que no fuera Amazán. Apenas el emperador de la China supo que la princesa de Babilonia estaba ante una de las puertas de la ciudad, envió cuatro mil mandarines en traje de ceremonia; todos se prosternaron ante ella y le presentaron cada uno sus cumplidos escritos en letras de oro en una hoja de seda púrpura. Formosanta les dijo que si ella supiese cuatro mil lenguas, no dejaría de responder inmediatamente a cada mandarín, pero que sabiendo solamente una, les rogaba que aceptaran que se sirviese de ellas para agradecerles a todos en general. La condujeron respetuosamente ante el emperador. Era el monarca más justo de la tierra, el más cortés y el más sabio. Fue él el primero en cultivar un terreno con sus manos imperiales para que la agricultura se tornase digna de respeto ante los ojos de su pueblo. Fue el primero en establecer premios a la virtud. Las leyes, como en todos lados por otra parte, se habían limitado vergonzosamente hasta entonces a castigar los crímenes. Este emperador acababa de echar de sus estados a un grupo de bonzos extranjeros que habían venido del extremo de occidente, con el deseo insensato de obligar a toda la China a pensar como ellos y que, con el pretexto de anunciar verdades, habían adquirido ya riquezas y honores. Les había dicho, al echarlos, estas palabras registradas exactamente en los anales del imperio: -Podríais hacer aquí tanto mal como habéis hecho en otras partes; habéis venido a predicar dogmas de intolerancia en la nación más tolerante de la tierra. Os envío de regreso para no estar obligado a castigaras: Seréis vueltos a conducir honorablemente hasta mis fronteras; se os suministrará todo para que podáis regresar a los límites del hemisferio de donde habéis partido. Id en paz si podéis estar en paz, y no regreséis más. La princesa de Babilonia se enteró con alegría de este razonamiento y de este discurso: se sentía así más segura de ser bien recibida en la corte, porque estaba bien lejos de sostener dogmas intolerantes. El emperador de la China, cenando con ella, tuvo la cortesía de eliminar toda molesta etiqueta; ella le presentó al fénix, quien fue muy acariciado por el emperador y se posó sobre un sillón. Formosanta, al finalizar la comida, le confió ingenuamente el objeto de su viaje y le rogó que hiciera buscar en Cambalú al bello Amazán, cuya aventura le narró, sin ocultarle para nada la fatal pasión que en su corazón ardía por este joven héroe. -¿A quién le habláis de esto? –dijo el emperador de la China- Me ha dado el placer de venir a mi corte; me ha encantado este amable Amazán; es cierto que se halla profundamente afligido; pero sus gracias sólo se tornan así más conmovedoras; ninguno de mis favoritos tiene más talento que él, ningún mandarían de toga tiene conocimientos más amplios; ningún mandarín que ciña espada parece más marcial ni más heroico; su extrema juventud da mayor valor a todos sus talentos, si yo fuese tan infeliz, tan abandonado por Tien y Chagti como para querer ser un conquistador, pediría a Amazán que se pusiese a la cabeza de mis ejércitos, y me sentiría seguro de triunfar sobre el universo entero. Es realmente lamentable que su pena turbe algunas veces su inteligencia. -¡Ah, señor! -dijo Formosanta con aire excitado y con un tono de dolor, de emoción y de reproche-, ¿por qué no me habéis hecho cenar con él? Me hacéis morir; ordenad que le rueguen venir enseguida. -Señora, ha partido esta mañana y no ha dicho hacia qué comarca dirigía sus pasos. Formosanta se volvió hacia el fénix: -Y bien -dijo-, oh fénix, ¿habéis visto alguna vez una doncella más desgraciada que yo? Pero, señor -continuó-, ¿cómo, por qué ha podido abandonar una corte tan refinada como la vuestra, en la cual uno quisiera pasar toda la vida? -He aquí, señora, lo que ha sucedido. Una princesa de sangre real, de las más dignas de amor, se apasionó por él y le dio cita en su casa al mediodía; él partió apenas despuntó el día y dejo esta esquela, que á costó muchas lágrimas a mi parienta: “Hermosa princesa del linaje de China, merecéis un corazón que no haya sido jamás más que vuestro; he jurado a los dioses inmortales no amara nadie más que a Formosanta, princesa de Babilonia, y enseñarle cómo se pueden vencer las pasiones durante los viajes; ella tuvo la desgracia de sucumbir ante el indigno rey de Egipto, soy el más desgraciado de los hombres; he perdido a mi padre y al fénix, y la esperanza de ser amado por Formosanta; he dejado a mi madre . en la aflicción, a mi patria, ya no podía vivir ni un momento en los lugares donde supe que Formosanta amaba a otro que no era yo he jurado recorrer la tierra v serle fiel. Vos me despreciarías y los dioses me castigarían, si violase mi juramento; buscad un amante, señor, y sedle tan fiel como yo.” -Ah, dadme esa carta asombrosa -dijo la hermosa Formosanta-, ella será mi consuelo; soy feliz en mi infortunio. Amazán me ama; Amazán renuncia por mí a la posesión de princesas de la China; él es el único en toda la tierra capaz de obtener tal victoria; me da un maravilloso ejemplo; el fénix sabe bien que no lo necesito; es muy cruel ser privado de un amante por un beso inocente dado por pura fidelidad. Pero, finalmente, ¿adónde ha ido? ¿Qué camino ha tomado? Dignaos decírmelo y parto. El emperador de la China le respondió que creía, de acuerdo con los relatos que le habían hecho, que su amante había tomado el camino que llevaba a Escitia. Inmediatamente se engancharon los unicornios y la princesa, después de los más tiernos adioses, se fue con el fénix, su mucama y todo su cortejo. Apenas estuvo en Escitia, vio hasta qué punto los hombres y los gobiernos difieren y diferirán siempre que llegue el tiempo en que algún pueblo más iluminado que los otros comunique su luz de uno a otro, después de mil siglos de tinieblas, y se encuentren en los climas bárbaros almas heroicas que tengan la fuerza y la perseverancia de cambiar los brutos en hombres. No había ciudades en Escitia y por lo tanto tampoco artes agradables. No se veían más que vastas praderas y naciones enteras bajo las carpas y sobre los carros. Su apariencia causaba terror. Formosanta preguntó en qué carpa o en qué carreta se albergaba el rey. Se le dijo que hacía ocho días se había puesto en marcha a la cabeza de trescientos mil hombres de caballería para ir al encuentro del rey de Babilonia, cuya sobrina, la hermosa princesa Aldé había raptado. -¡Raptó a mi prima! -exclamó Formosanta-; no esperaba esta nueva aventura. ¡Qué! Mi prima, que demasiado feliz debía sentirse al estar en mi corte, se ha vuelto reina y yo aún no me he casado -se hizo conducir inmediatamente a las carpas de la reina. Su inesperada reunión en climas lejanos y las cosas singulares que mutuamente tenían para contarse, dieron a su entrevista un encanto que les hizo olvidar que nunca se habían querido; se volvieron a ver con entusiasmo; una dulce ilusión ocupó el lugar de la verdadera ternura; se abrazaron llorando y hubo entre ellas cordialidad y franqueza dado que la entrevista no se realizaba en un palacio. Aldé reconoció al fénix y a la confidente Irla; dio pieles de cibelina a su prima, quien a su vez le dio diamantes. Se habló de la guerra que los dos reyes emprendían, se lamentó la condición de los hombres, a quien los monarcas envían al degüello por diferencias que dos justos podrían conciliar en una hora, pero sobre todo se habló del hermoso extranjero vencedor de los leones, dador de los diamantes más grandes del universo, compositor de madrigales, poseedor del fénix, transformado en el más desdichado de los hombres por el informe de un mirlo. -Es mi querido hermano -decía Aldé. -Es mi amante -exclamó Formosanta-, sin duda lo habéis visto; quizás aún se halla aquí, porque, prima mía, él sabe que es vuestro hermano: no os habrá dejado tan bruscamente como dejó al rey de la China. -¡Sí que lo he visto, grandes dioses! -replicó Aldé-. Pasó cuatro días enteros conmigo. ¡Ah, prima mía, cuán digno de lástima es mi hermano! Un falso informe lo ha vuelto completamente loco, corre por el mundo sin saber adónde va. Figuraos que ha llevado su demencia hasta rechazar los favores de la más hermosa escita de toda Escitia. Partió ayer después de haberle escrito una carta que la ha desesperado. En cuanto a él, ha sido a la tierra de los cimerios. -¡Alabado sea Dios! -exclamó Formosanta-, ¡un rechazo más a mi favor! Mi felicidad ha sobrepasado todos mis temores. Haced que me den esa carta encantadora así parto, así lo sigo, con las manos llenas de sus sacrificios. Adiós, prima mía; Amazán está en la tierra de los cimerios, hacia allí vuelo. A Aldé le pareció que la princesa su prima estaba aún más loca que su hermano Amazán. Pero como ella misma había sentido los efectos de esta epidemia, como había dejado las delicias y la magnificencia de Babilonia por el rey de los escitas, como las mujeres siempre se interesan en las locuras que el amor causa, se enterneció verdaderamente por Formosanta, le deseó un feliz viaje, y le prometió ayudarla en su pasión si alguna vez tenía la felicidad de ver a su hermano VI Muy pronto la princesa de Babilonia y el fénix llegaron al imperio de los cimerios, mucho menos poblado, en verdad, que la China, pero dos veces más extenso; antiguamente era parecido a Escitia, habiéndose vuelto desde hacía algún tiempo tan floreciente como los reinos que se jactaban de instruir a los demás Estados. Después de algunos días de marcha llegaron a una gran ciudad que la emperatriz reinante hacía embellecer; pero ella no se hallaba allí: viajaba entonces desde las fronteras de Europa a las del Asia para conocer sus Estados con sus propios ojos, para juzgar sus males y llevarles remedio, para acrecentar las ventajas, para brindar instrucción. Uno de los principales oficiales de esta antigua capital, informado de la llegada de la babilónica y el fénix, se apuró a ofrecer su homenaje a la princesa y a hacerle los honores de su país, seguro de que su señora, que era la más cortés y magnífica que las reinas, le estaría agradecido por haber recibido a una tan gran dama con los mismos miramientos que ella misma habría prodigado. Se alojó a Formosanta en el palacio, del cual se alejó a una cantidad de gente inoportuna; se le ofrecieron fiestas ingeniosas. El señor cimerìo, que era un gran naturalista, conversó mucho con el fénix durante el tiempo que la princesa permanecía retirada en sus aposentos. El fénix le confesó que había viajado otrora al país de los cimerios y que ya no lo reconocía. -¿Cómo cambios tan prodigiosos -decía- pueden haberse operado en un tiempo tan corto? No hace trescientos años que vi la naturaleza salvaje en todo horror; y encuentro ahora aquí las artes, el esplendor, la gloria y la cortesía. -Un solo hombre comenzó esta obra –repuso el cimerio-y una mujer la perfeccionó; una mujer ha sido mejor legisladora que la Isis de los egipcios y la Ceres de los griegos. La mayoría de los legisladores han tenido un genio despótico y estrecho que limitó sus miras al país que gobernaron; cada uno miró a su pueblo como si fuese el único en la tierra o como si debiera ser el enemigo del resto de la tierra. Formaron instituciones sólo para ese pueblo, introdujeron costumbres sólo para él establecieron una religión para el solo. Es así como los egipcios, tan famosos por sus montones de piedras se embrutecieron y se deshonraron por sus bárbaras supersticiones. Creen a las otras naciones profanas no se comunican con ellas: y exceptuada la corte, que se eleva a veces sobre los prejuicios vulgares, no hay un solo egipcio que quiera comer en el mismo plato del que haya comido un extranjero. Sus sacerdotes son crueles y absurdos. Mejor sería no tener leyes y sólo escuchar a la Naturaleza que grabó en nuestros corazones los principios de lo justo y de lo injusto, que someter la sociedad a leyes sociales. «Nuestra emperatriz abraza proyectos enteramente opuestos: considera que su vasto Estado sobre el cual todos los meridianos vienen a unirse, debe corresponder a todos los pueblos que habitan bajo estos diversos meridianos. La primera de sus leyes fue la tolerancia de todas las religiones y la compasión por todos los errores. Su poderoso genio comprendió que si los cultos son diferentes, la moral es en todos lados la misma; por medio de este principio ella unió su nación a todas las naciones del mundo y los cimerios mirarán al escandinavo y al chino como hermanos suyos. He hecho más: quiso que esta preciosa tolerancia, el primer lazo entre los hombres, se estableciera entre sus vecinos; así mereció el titulo de madre de la patria, y tendrá el de benefactora de la humanidad si persevera. «Antes de ella, hombres por desgracia poderosos enviaban sus tropas de asesinos a asolar las poblaciones desconocidas y a regar con su sangre las heredades de sus padres; se llamaban a estos asesinos héroes; sus pillajes eran considerados gloriosos. Nuestra soberana tiene otra gloria: hace marchar a sus ejércitos para llevar la paz, para impedir a los hombres que se perjudiquen, para obligarlos a soportarse unos a otros; y sus estandartes han sido los de la concordia pública. El fénix, encantado con todo lo que este señor le informaba, le dijo: -Señor, hace veintisiete mil novecientos años y siete meses que estoy sobre el mundo; nunca he visto nada comparable a lo que me hacéis saber. Le pidió noticias sobre su amigo Amazán; el cimerio le contó las mismas cosas que le habían dicho a la princesa en territorio de los chinos y de los escitas: Amazán huía de todas las cortes que visitaba apenas una dama le daba una cita en la que temía sucumbir. El fénix comunicó enseguida a Formosanta esta nueva muestra de fidelidad que Amazán le daba, tanto más asombrosa por cuanto él no podía suponer que su princesa la supiese jamás. Había partido hacia Escandinavia. Fue en estos climas donde espectáculos nuevos asombraron sus ojos. Aquí la realeza y la libertad subsistían juntas gracias a un acuerdo que parece imposible en otros estados; los labradores tomaban parte en la legislación tanto como los grandes del reino, y un joven príncipe hacía concebir las mayores esperanzas de ser digno de dirigir una nación libre. Más allá se daba un fenómeno de lo más extraño: el único rey despótico sobre la tierra, gracias a un contrato formal con su pueblo, era al mismo tiempo el más joven y el más justo de los reyes. En el país de los sármatos Amazán vio a un filósofo en el trono: podía llamárselo el rey de la anarquía porque era el jefe de cien mil pequeños reyes de los cuales uno solo podía con una palabra anular las resoluciones de todos los otros. No le costaba más a Eolo contener todos los vientos que se combaten sin cesar, que a este monarca conciliar los ánimos: era un piloto rodeado de una tempestad constante; y sin embargo, el navío no naufragaba, porque el príncipe era un excelente piloto. Recorriendo todos estos países tan diferentes de su patria, Amazán rechazaba constantemente todos los buenos partidos que se le presentaban, siempre desesperado por el beso que Formosanta habíale dado al rey de Egipto, siempre firme en su inconcebible resolución de dar a Formosanta el ejemplo de una fidelidad única e inquebrantable. La princesa y el fénix seguían por todos lados su huella, y sólo se les escapaba por un día o dos, sin que el uno se cansase de correr, sin que la otra dejase un momento de seguirlo. Atravesaron así toda la Germania; admiraron los progresos que la razón y la filosofía lograban en el Norte; todos los príncipes eran instruidos allí, todos autorizaban la libertad de pensamiento; su educación no había sido confiada a quienes tuviesen interés en engañarlos o que estuviesen ellos mismos en el engaño: se los había educado en el conocimiento de la moral universal, y en el desprecio de las supersticiones; se había desterrado de todos aquellos Estados una costumbre insensata, que enervaba y despoblaba varios países meridionales: esta costumbre era enterrar vivos en vastos calabozos a un número infinito de personas de ambos sexos, eternamente separadas unas de otras, y hacerles jurar no tener jamás comunicación entre ellas. Este exceso de demencia, acreditado durante siglos, había devastado la tierra tanto como las guerras más crueles. Los príncipes del Norte habían comprendido finalmente que, si se quiere tener un haras, no se deben separar los caballos más fuertes de las yeguas. Habían destruido también errores no menos extravagantes y no en estos vastos países, mientras en otras partes se creía todavía que los hombres pueden ser gobernados sólo cuando son imbéciles. VII Amazán llegó al país de los bátavos; su corazón experimentó una dulce satisfacción al hallar allí alguna tenue semejanza con el feliz país de los gangáridas: la libertad, la igualdad, la limpieza, la abundancia, la tolerancia; pero las damas del país eran tan frías que ninguna se le insinuó como habían hecho en todos los otros países; no fue necesario que se resistiera. Si hubiera querido conquistar a estas señoras, las habría subyugado a todas, una después de otra, sin ser amado por ninguna; pero estaba bien lejos de pensar en hacer conquistas. Formosanta estuvo a punto de atraparlo en esta nación insípida: fue cuestión de segundos. Amazán había oído hablar tan elogiosamente entre los bátavos de cierta isla llamada Albión, que había decidido embarcarse, él y sus unicornios, en una nave que, gracias á un viento favorable del norte, lo condujo en cuatro horas a la orilla de esta tierra más célebre que Tiro y que la isla de Atlántida. La hermosa Formosanta, que lo había seguido por las riberas orillas del Duina, del Vístula, del Elba, del Véser, llega finalmente a la desembocadura del Rin, que entonces llevaba sus rápidas aguas al mar Germánico. Se entera de que su querido amante ha bogado hacia las costas de Albión, cree ver su navío; lanza gritos de alegría que sorprenden a todas las damas bátavas, que no podían imaginar que un mancebo pudiese provocar tanta alegría; en cuanto al fénix, no le prestaron mucha atención porque juzgaron que sus plumas no podrían venderse tan bien como la de los patos y los ánsares de sus pantanos. La princesa de Babilonia fletó dos navíos para que la llevaran con toda su gente a esa bienaventurada isla de Albión donde iba a poseer el único objeto de todos sus deseos, el alma de su vida, el dios de su corazón. Un funesto viento de Occidente se levantó repentinamente en el mismo momento en que el fiel y desventurado Amazán ponía pie en tierra de Albión: los navíos de la princesa de Babilonia no pudieron zarpar. Una congoja de corazón, un amargo dolor, una profunda melancolía se apoderaron de Formosanta: se metió en cama con su dolor, esperando que el viento cambiara; pero sopló ocho días enteros con una violencia desesperante. La princesa, durante ese siglo de ocho días, se hacía leer novelas por Irla: no es que los bátavos supiesen escribirlas; pero, como eran los comerciantes del universo, vendían la inteligencia de las otras naciones, así como sus productos. La princesa hizo comprar en lo de Marc-Michel Rey todos los cuentos que habían sido escritos entre los ausonios y los velches y cuya venta había sido prohibida juiciosamente en estos países para enriquecer a los bátavos; esperaba hallar en estas historias alguna aventura que se asemejase a la suya y calmase su dolor. Irla leía, el fénix daba su opinión, y la princesa no hallaba nada en la paysanne parvenue ni en el Sopha, ni en los Quatre Facardins, que tuviese la menor relación con sus aventuras; interrumpía constantemente la lectura para preguntar de qué lado venía el viento. VIII Mientras tanto Amazán estaba ya en camino a la capital de Albión, en su carroza tirada por seis unicornios, y soñaba con su princesa. Vio un coche caído en una zanja; los criados se habían alejado para buscar ayuda; el dueño del coche permanecía tranquilamente en su vehículo, sin mostrar la menor impaciencia y divirtiéndose en fumar porque en esa época se fumaba: se llamaba milord What-then, lo que significa aproximadamente Ya mí que en la lengua a la cual traduzco estas memorias. Amazán se precipitó en su dirección para ayudarlo; enderezó solo el coche, hasta tal punto su fuerza era superior a la de los otros hombres. Milord Y a mi qué se contentó con decir: “He aquí un hombre bien vigoroso”. Los rústicos, que habían acudido de la vecindad, montaron en cólera porque se los había hecho ir inútilmente y se la tomaron con el extranjero: lo amenazaron llamándolo perro extranjero y quisieron golpearlo. Amazán tomó a dos en cada mano y los arrojó a veinte pasos; los otros lo respetaron, lo saludaron, le pidieron dinero del que jamás habían visto en su vida. Milord Y a mi qué le dijo: -Os estimo; venid a beber conmigo a mi casa de campo, que sólo se halla a tres millas. Subió en el vehículo de Amazán, porque el suyo había quedado maltrecho luego del golpe. Luego de un cuarto de hora de silencio, miró un instante a Amazán y le dijo: How dye do; literalmente. ¿Cómo hace usted hacer?, y en la lengua del traductor ¿Cómo está usted?, lo cual no quiere decir absolutamente nada en ningún idioma; luego agregó: “Tiene usted seis lindos unicornios” y siguió fumando. El viajero le dijo que ponía sus unicornios a su servicio; que venía con ellos del país de los gangáridas; aprovechó la ocasión para hablarle de la princesa de Babilonia y del beso fatal que le había dado al rey de Egipto; a todo lo cual el otro no replicó absolutamente nada, preocupándole bien poco que hubiese en el mundo un rey de Egipto y una princesa de Babilonia. Estuvo nuevamente un cuarto de hora sin hablar, después de lo cual volvió a preguntar a su compañero cómo hacía hacer y si se comía buen roast-beef en el país de los gangáridas. El viajero le respondió con su habitual cortesía que no se comía a los hermanos en las orillas del Ganges. Le explicó luego el sistema que fue, después de muchos siglos, el de Pitágoras, Porfirio, Jámblico. Después de lo cual el milord se durmió y continuó durmiendo de un tirón hasta que llegó a su casa. Tenía una mujer joven y encantadora, a quien la naturaleza había dado un alma tan viva y sensible como indiferente era la de su marido. Varios señores albionenses habían venido ese día a cenar con ella. Había allí toda clase de caracteres porque no habiendo estado el país gobernado casi nunca sino por extranjeros, las familias que vinieron con estos príncipes habían traído cada una de ellas costumbres diferentes. Amazán se halló en compañía de personas muy amables. La dueña de casa no tenía nada de esa apariencia falsa y torpe, de esa rigidez, de ese falso pudor que se reprochaba por entonces a los jóvenes de Albión. No escondía, tras un porte desdeñoso y un silencio afectado, la esterilidad de sus ideas y el embarazo humillante de no tener nada que decir: ninguna mujer era más entusiasta. Recibió a Amazán con la cortesía y la gracia que le eran naturales. La extrema belleza de este joven extranjero y la repentina comparación que hizo entre él y su marido, la impresionaron vivamente al comienzo. Sirvieron la comida. Ella hizo sentar a Amazán a su lado y le hizo comer puddings de todas clases, habiendo sabido por él que los gangáridas no se alimentaban con nada que hubiese recibido de los dioses el don celeste de la vida. Su belleza, su fuerza, las costumbres de los gangáridas, el progreso de las artes, la religión y el gobierno, fueron el tema de una conversación tan agradable como instructiva, que duró hasta la noche y durante la cual milord Y a mi qué bebió mucho y no dijo una sola palabra. Después de la cena, mientras milady servía el té y devoraba con los ojos al mancebo, éste conversó con un miembro del parlamento: porque, como todos saben, por ese entonces había un parlamento y se llamaba Wittenagemot lo cual significa la asamblea de la gente inteligente. Amazán se informaba de la constitución, las costumbres, las leyes, los conocimientos, los usos, las artes que tornaban a este país tan recomendable; el señor le hablaba en estos términos: -Durante mucho tiempo anduvimos completamente desnudos, a pesar de que el país no es cálido. Durante mucho tiempo fuimos tratados como esclavos por gente que venía de la antigua tierra de Saturno regada por las aguas del Tíber; pero nosotros mismos nos hicimos males mucho mayores que aquellos que debimos enjugar de nuestros primeros conquistadores. Uno de nuestros reyes llevó su bajeza hasta declararse súbdito de un prelado que habitaba también en las orillas del Tíber y a quien se llamaba el Viejo de las siete montañas: hasta tal punto el destino de estas siete montañas fue durante mucho tiempo dominar una gran parte de Europa, habitada entonces por brutos. «Después de esos tiempos de envilecimiento, vinieron siglos de ferocidad y de anarquía. Nuestra tierra, más tempestuosa que los mares que la rodean, fue saqueada y ensangrentada por nuestras discordias. Varias cabezas coronadas perecieron en el último suplicio. Más de cien príncipes de sangre real terminaron sus días en el cadalso; se arrancó el corazón de todos sus seguidores y se azotaron sus mejillas. Era el verdugo a quien correspondía escribir la historia de nuestra isla, puesto que era él quien había terminado con todos los grandes debates. «No hace mucho tiempo que, para colmo de horror, algunas personas que llevaban un manto negro y otras que usaban una camisa blanca encima de su chaqueta, al ser mordidas por perros rabiosos, comunicaron su rabia a la nación entera. Todos los ciudadanos fueron o asesinados o degollados, o verdugos o ajusticiados, o depredadores o esclavos, en el nombre del cielo y buscando al Señor. «¿Quién creería que de este abismo escalofriante, de este caso de disensiones, atrocidades, ignorancia y fanatismo, resultó finalmente el más perfecto gobierno que pueda existir hoy en el mundo? Un rey honrado y rico todopoderoso para hacer el bien, impotente para hacer el mal, se halla a la cabeza de una nación libre, guerrera, comerciante y esclarecida. Los grandes por un lado y los representantes de las ciudades por el otro, comparten la legislación con el monarca. «Se había visto, por una singular fatalidad, al desorden, a las guerras civiles, a la anarquía y a la pobreza, desolar el país cuando los reyes detentaban el poder arbitrario. La tranquilidad, la riqueza, la felicidad pública sólo reinaron entre nosotros cuando los reyes reconocieron que no eran absolutos. Todo se hallaba subvertido cuando se disputaba sobre cosas ininteligibles; todo estuvo en orden cuando se las desdeñó. Nuestras flotas victoriosas llevan nuestra gloria por todos los mares y las leyes aseguran nuestras fortunas: un juez jamás puede aplicarlas arbitrariamente; nunca se arresta a nadie sin motivo. Castigaríamos como asesinos a los jueces que osaran enviar a la muerte un ciudadano sin manifestar los testimonios que lo acusan y la ley que lo condena. «Es cierto que siempre hay entre nosotros dos partidos que se combaten con la pluma y con intrigas; pero también es cierto que siempre se unen cuando se trata de tomar las armas para defender la patria y la libertad. Estos dos partidos velan el uno por el otro; se impiden mutuamente violar el depósito sagrado de las leyes; se odian, pero aman al Estado: son amantes celosos que sirven a porfía a la misma querida. «El mismo poder espiritual que nos ha hecho conocer y sostener los derechos de la naturaleza humana ha llevado a las ciencias al más alto grado que puedan alcanzar entre los hombres. Vuestros egipcios, que son considerados tan grandes como mecánicos; vuestros hindúes, a quienes se cree tan grandes filósofos; vuestros babilonios que se jactan de haber observado los astros durante cuatrocientos treinta mil años; los griegos que ha escrito tantas frases y tan pocas cosas, no saben nada con precisión en comparación con nuestros más pequeños escolares, que han estudiado los descubrimientos de nuestros grandes maestros. Hemos arrancado más secretos a la naturaleza en el lapso de cien años que los que el género humano había descubierto en la multitud de los siglos. «He aquí en realidad el estado en que nos hallamos. No os he escondido el bien, ni el mal, ni nuestros oprobios, ni nuestra gloria; y no he exagerado nada. Amazán, ante este discurso, se sintió invadido por el penetrante deseo de instruirse en las ciencias sublimes de las cuales se le hablaba; y si su pasión por la princesa de Babilonia, su respeto filial por su madre, a la cual había dejado abandonada no hubiesen hablado con fuerza a su corazón desgarrado, habría querido pasar su vida en la isla de Albión; pero aquel malhadado beso dado por su princesa al rey de Egipto no daba suficiente libertad a su ánimo para estudiar las altas ciencias. -Os confieso -dijo- que habiéndome impuesto la ley de recorrer el mundo huyendo de mí mismo, siento bastante curiosidad por ver esa antigua tierra de Saturno, ese pueblo del Tíber y de las siete montañas a quien habéis obedecido otrora; debe ser, sin duda, el primer pueblo de la tierra. -Os aconsejo emprender ese viaje-le repuso el albionense-, por poco que améis la pintura y la música. Nosotros mismos vamos muy a menudo a llevar nuestro aburrimiento hacia las siete montañas. Pero os sentiréis muy asombrado al ver a los descendientes de nuestros vencedores. Esta conversación fue larga. A pesar de que el hermoso Amazán tenía el cerebro un poco afectado hablaba con tanto encanto, su voz era tan conmovedora, su porte tan noble y tan suave, que la dueña de casa no pudo evitar a su vez conversar con él a solas. Al hablarle le estrechó tiernamente la mano mirándolo con ojos húmedos y brillantes que llevaban el deseo a todos los resortes de la vida. Lo hizo quedarse a comer y a dormir. Cada instante, cada palabra, cada mirada, inflamaron su pasión. Apenas todos se hubieron retirado, le escribió una esquelita, sin dudar que él vendría a hacerle la corte a su lecho, mientras que milord Y a mi qué dormía en el suyo. Nuevamente Amazán tuvo el coraje de resistir; hasta tal punto un grano de locura produce efectos milagrosos en un alma fuerte y profundamente herida. Amazán, siguiendo su costumbre, escribió a la dama una respuesta respetuosa en la cual le informaba de la santidad de su juramento y la fuerte obligación en la que se hallaba de enseñar a la princesa de Babilonia a dominar sus pasiones; después de lo cual hizo uncir sus unicornios y volvió a partir hacia la Batavia, dejando a todos los huéspedes maravillados de él, y a la dueña de casa desesperada. En el exceso de su dolor, leyó al día siguiente. -Ésas son -dijo, encogiéndose de hombros- necedades bien aburridas. Y se fue a una cacería de zorro con algunos borrachos de la vecindad. Amazán ya bogaba sobre el mar, provisto de un mapa geográfico que le había obsequiado el sabio albionense que había conversado con él en la casa de milord Y a uní qué Veía con sorpresa gran parte de la tierra sobre una hoja de papel. Sus ojos y su imaginación se perdían en ese pequeño espacio; miraba el Rin. el Danubio, los Apees del Tirol, llamados entonces de otra manera, y todos los países por donde debía pasar antes de llegar a la ciudad de las siete montañas; pero sus miradas se dirigían sobre todo al país de los gangáridas, a Babilonia, donde había visto a su querida princesa y al fatal país de Bassora, donde ella había dado un beso al rey de Egipto. Suspiraba, derramaba lágrimas, pero estaba de acuerdo en que el albionense, que le había regalado un universo en pequeño, no se había equivocado al decirle que la gente era más instruida en las orillas del Támesis que en las del Nilo, del Éufrates y del Ganges. Mientras él regresaba a Batavia, Formosanta volaba hacia Albión con sus dos navíos que singlaban a toda vela; el de Amazán y el de la princesa se cruzaron, casi se tocaron: los dos amantes estaban cerca el uno del otro y no podían sospecharlo. ¡Ah, si lo hubiesen sabido! Pero el imperioso destino no lo permitió IX Apenas Amazán desembarcó sobre el terreno parejo y fangoso de Batavia, partió como un relámpago hacia la ciudad de las siete montañas. Debió atravesar la parte meridional de la Germania. Cada cuatro millas se hallaba un príncipe y una princesa, damas de honor y pordioseros. Estaba asombrado de las coqueterías que estas señoras y estas damas de honor le hacían en todos lados con la buena fe germánica, y sólo les respondía con modestas negativas. Después de haber atravesado los Alpes, se embarcó en el mar de Dalmacia y desembarcó en una ciudad que no se parecía en absoluto a las que había visto hasta entonces. El mar formaba sus calles; las casas estaban edificadas sobre el agua. Las pocas plazas públicas que adornaban esta ciudad estaban llenas de hombres y mujeres que tenían un doble rostro, aquel que la naturaleza les había dado y un rostro de cartón mal pintado que se aplicaban sobre el otro; de tal manera que la nación parecía compuesta por espectros. Los extranjeros que llegaban a esta comarca comenzaban por comprarse un rostro, así como en otras partes uno se provee de gorros y de zapatos. Amazán desdeñó esta moda que iba contra la naturaleza: se presentó tal como era. Había en la ciudad doce mil mujerzuelas inscriptas en el gran libro de la república: mujerzuelas útiles al Estado, encargadas del comercio más ventajoso y más agradable que haya enriquecido nunca una nación. Los comerciantes comunes enviaban a gran costo y a grandes riesgos sus telas a Oriente; estas hermosas negociantes realizaban sin ningún riesgo un tráfico que siempre volvía a renacer de sus propios atractivos. Vinieron todas a presentarse al bello Ámazán y le ofrecieron elegir. Huyó lo más pronto que pudo pronunciando el nombre de la incomparable princesa de Babilonia y jurando por los dioses inmortales que era más hermosa que las doce mil mujerzuelas venecianas. -Sublime bribona -gritaba en sus arrebatos-, os enseñaré a ser fiel. Finalmente las ondas amarillentas del Tíber, pantanos apestados, habitantes macilentos, descarnados y raros, cubiertos con viejos mantos agujereados que dejaban ver la piel seca y curtida, se presentaron ante sus ojos y le anunciaron que se hallaba ante la puerta de la ciudad de las siete montañas, esa ciudad de héroes y legisladores que había conquistado y civilizado una gran parte del globo. Se había imaginado que vería en la puerta triunfal quinientos batallones comandados por héroes, y en el senado una asamblea de semidioses dando sus leyes a la tierra. Halló, por todo ejército, una treintena de pillos que montaban guardia bajo una sombrilla, por miedo al sol. Al entrar a un templo que le pareció muy hermoso, pero menos que el de Babilonia, se sintió bastante sorprendido al oír una música ejecutaba por hombres que tenían voces de mujer. -Sí que es un país gracioso esta tierra de Saturno -dijo-. He visto una ciudad donde nadie tenía rostro; he aquí donde los hombres no tienen ni voz ni barba. Se le dijo que estos cantores ya no eran hombres; que se los había despojado de su virilidad a fin de que cantasen más agradablemente las alabanzas de una prodigiosa cantidad de gente de mérito. Amazán no comprendió nada de lo que le decían. Estos señores le pidieron que cantara; cantó una canción gangárida con su gracia habitual. Su voz era un contralto muy bello. -Ah, señor -le dijeron-, qué hermosa voz de soprano tendríais. Ah, si… -¿Cómo, si? ¿Qué pretendéis decir? -Ah, monseñor… -¿Y bien? -¡Si no tuvierais barba! Entonces le explicaron de buena gana, con gestos sumamente cómicos, según su costumbre de qué se trataba. Amazán quedó muy confundido. -He viajado -dijo- y jamás he oído hablar de tal fantasía. Cuando se hubo cantado bastante, el Viejo de las siete montañas fue con gran cortejo a la puerta del templo; cortó el aire en cuatro con el pulgar levantado, dos dedos extendidos y otros dos plegados, diciendo estas palabras en un idioma que ya no se hablaba: A la ciudad y al universo . El gangárida no podía comprender que dos dedos pudiesen llegar tan lejos. Pronto vio desfilar toda la corte del dueño del mundo: estaba compuesta de graves personajes, algunos con trajes rojos, otros violetas; casi todos miraban al bello Amazán con ojos tiernos y se decían el uno al otro: ¡San Martino, che bel ragazzo! ¡San Pancratio que bel fanciullo! Los ardientes, cuyo oficio era mostrar a los extranjeros las curiosidades de la ciudad, se apresuraron a hacerle ver casas en ruinas donde un mozo de mulas no hubiese querido pasar la noche pero que habían sido otrora dignos monumentos de la grandeza de un pueblo real. Y vio también cuadros de doscientos años, y estatuas de más de veinte siglos que le parecieron obras maestras. -¿Hacéis vosotros aún obras semejantes? -No, vuestra Excelencia -le respondió uno de los ardientes-, pero despreciamos al resto de la tierra, porque conservamos estas rarezas. Somos como ropavejeros; ponemos nuestra gloria en los viejos trajes que aún quedan en nuestras tiendas. Amazán quiso ver el palacio del príncipe; lo llevaron a él. Vio a los hombres de violeta que contaban el dinero de las rentas del Estado: ya de una tierra situada sobre el Danubio, ya de otra sobre el Loria, o sobre el Guadalquivir, o sobre el Vístula. -¡Oh!, ¡oh! –dijo Amazán después de haber consultado su mapa geográfico-, ¿vuestro señor posee pues toda Europa, como esos héroes antiguos de las siete montañas? -Debe poseer el universo entero por derecho divino —-le respondió el violeta- y aun hubo un tiempo en que sus predecesores se acercaron a la monarquía universal; pero sus sucesores tienen la bondad de contentarse hoy con algún dinero que los reyes, sus vasallos, le hacen pagar en forma de tributo. -¿Vuestro señor es pues efectivamente el rey de los reyes? ¿Es éste pues su título? -dijo Amazán. -No, Excelencia, su título es servidor de los servidores; es por su origen pescador y portero y es por eso que los emblemas de su dignidad son las redes y las llaves; pero siempre da órdenes a todos los reyes. No hace mucho que envió ciento un mandatos a un rey del país de los celtas y el rey obedeció. -¿Vuestro pescador -dijo Amazán- envió acaso cinco o seis mil hombres para hacer ejecutar sus ciento y una voluntades? -En absoluto, Vuestra Excelencia; nuestro santo dueño no es lo suficientemente rico para asalariar a diez mil soldados; pero tiene de cuatro a cinco mil profetas divinos distribuidos en los otros países. Estos profetas de todos los colores son, como es justo, alimentados a expensas de los pueblos; anuncian de parte de los cielos que mi señor puede con sus llaves abrir y cerrar todas las cerraduras, y sobre todo las de las cajas fuertes. Un prelado normando, que tenía ante el rey del que os hablo el cargo de confidente de sus pensamientos, lo convenció de que debió obedecer sin réplica los ciento un pensamientos de mi señor: porque debéis saber que una de las prerrogativas del Viejo de las siete montañas es la de tener siempre razón, sea que se digne hablar, sea que se digne escribir. -¡Caramba! -dijo Amazán-, he aquí un hombre bien singular. Me agradaría cenar con él. -Vuestra Excelencia, aunque fueras rey, no podrías cenar en su mesa; todo lo que él podría hacer por vos sería hacer servir una a su lado, más pequeña y más baja que la suya. Pero, si queréis tener el honor de hablarle os pediré audiencia con él, mediando una buena mancia que tendréis la bondad de darme. -Con sumo gusto -respondió el gangárida. El violeta se inclinó. -Os introduciré mañana -dijo-. Haréis tres genuflexiones y besaréis el pie del Viejo de las siete montañas. Ante estas palabras Amazán estalló en tales carcajadas que estuvo a punto de ahogarse; salió sujetándose las costillas y rió hasta las lágrimas durante todo el camino hasta que llegó a su hospedaje, donde siguió; riendo aún largo tiempo. Durante su cena se presentaron veinte hombres sin barba y veinte violines que le ofrecieron un concierto. Fue cortejado durante el resto del día por los señores más importantes de la ciudad: le hicieron proposiciones aún más extrañas que la de besar los pies del Viejo de las siete montañas. Como era sumamente cortés, creyó al comienzo que estos señores lo tomaban por una dama, y les advirtió de su error con la más circunspecta honestidad. Pero, siendo apremiado un poco vivamente por dos o tres de los violetas más destacados, los tiró por las ventanas sin creer que estuviera ofreciéndole un gran sacrificio a la hermosa Formosanta. Abandonó lo más pronto posible esta ciudad de los dueños del mundo, donde había que besar a un viejo en el dedo del pie, como si su mejilla estuviese en el pie, y donde sólo se abordaba a los mancebos con ceremonias aún más estrafalarias. X De provincia en provincia, siempre rechazando arrumacos de toda especie, siempre fiel a la princesa de Babilonia, siempre en cólera contra el rey de Egipto, este modelo de constancia llegó a la nueva capital de los galos. Esta ciudad había pasado, como tantas otras, por todos los grados de la barbarie, de la ignorancia, de la estupidez y de la miseria. Su primer nombre había sido barro y .fango, luego había tomado el de Isis, por el culto de Isis que había legado hasta ella. Su primer senado había sido una compañía de barqueros. Había sido durante largo tiempo esclava de los héroes depredadores de las siete montañas, y después de algunos siglos, otros bandidos, llegados de la orilla ulterior del Rin, se habían apropiado de su pequeño terreno. El tiempo, que todo lo cambia, había hecho de ella una ciudad de la cual una mitad era muy noble y muy agradable, la otra un poco grosera y ridícula: era el emblema de sus habitantes. Había dentro de su recinto por lo menos cien mil personas que no tenían otra cosa que hacer más que jugar y divertirse. Este pueblo de ociosos juzgaba las artes que los otros cultivaban. No sabían nada de lo que sucedía en la corte; aunque sólo se hallaba a cuatro cortas millas de allí; parecía que estuviese a seiscientas millas por lo menos. El placer de la buena sociedad, la alegría, la frivolidad, eran para ellos lo importante y su única preocupación; se los gobernaba como a niños a quienes se prodiga juguetes para impedirles llorar. Si se les hablaba de los horrores que había, dos siglos antes, desolado su patria, y de aquellos tiempos espantosos en que la mitad de la nación había masacrado a la otra por sofismas decían que efectivamente aquello no estaba bien y luego se echaban a reír y a cantar vaudevilles. Cuanto más corteses, divertidos y amables eran los ociosos, más se observaba un triste contraste entre ellos y los grupos de ocupados. Había, entre estos ocupados, o que pretendían serlo, una tropa de sombríos fanáticos, mitad absurdos, mitad pillos, cuyo solo aspecto entristecía la tierra, a la que habrían desquiciado, si hubiesen podido, para darse un poco de crédito; pero la nación de los ociosos, cantando y bailando, los hacía retornar a sus cavernas, así como los pájaros nos obligan a los autillos a zumbillarse en los agujeros de las ruinas. Otros ocupados, en menor número, eran los conservadores de las antiguas costumbres bárbaras contra las cuales la naturaleza horrorizada reclamaba a viva voz; sólo consultaban sus registros roídos por los gusanos. Si veían una costumbre insensata y horrible, la miraban como ley sagrada. Es por esta costumbre cobarde de no osar pensar por sí mismos y de extraer las ideas de los desechos de los tiempos en que no se pensaba, que, en la ciudad de los placeres, había aún costumbres atroces. Es por esta razón que no había ninguna proporción entre los delitos y las penas. Se hacía a veces sufrir mil muertes a un inocente para hacerle confesar un delito que no había cometido. Se castigaba el atolondramiento de un mancebo como se habría castigado un envenenamiento o un parricidio. Los ociosos lanzaban gritos agudos y al día siguiente ya no pensaban más en ello, y sólo hablaban de modas nuevas. Este pueblo había visto transcurrir un siglo durante el cual las bellas artes se elevaron a un grado de perfección que no se habría jamás osado esperar; los extranjeros venían entonces, como a Babilonia, a admirar los grandes monumentos de la arquitectura, los prodigios de los jardines, los sublimes esfuerzos de la pintura y de la escultura. Se sentían encantados por una música que iba al alma sin aturdir los oídos. La verdadera poesía, es decir aquella que es natural y armoniosa, la que halaga al corazón tanto como al espíritu, sólo fue conocida por la nación durante este siglo bienaventurado. Nuevos géneros de elocuencia desplegaron bellezas sublimes. Los teatros, sobre todo, resonaron con obras de arte como ningún pueblo pudo alcanzar jamás. Finalmente, el buen gusto se expandió en todas las profesiones, hasta tal punto que incluso entre los druidas hubo buenos escritores. Tantos laureles, que habían levantado su copa hasta las nubes, pronto se secaron en una tierra agotada. Sólo quedaron unos pocos cuyas hojas eran de un verde pálido y moribundo. La decadencia fue producida por la facilidad en el hacer y por la pereza de hacer las cosas bien, por la saciedad de la belleza y por el gusto por lo extravagante. La vanidad protegió a los artistas que volvían a traer los tiempos de la barbarie; y esta misma vanidad, al perseguir a los verdaderos talentos, los obligó a abandonar la patria; los insectos hicieron desaparecer a las abejas. Ya casi sin artes verdaderas, ya casi sin genio, el mérito consistía en razonar a tontas y locas sobre el mérito del siglo anterior: el embadurnador de paredes de una taberna criticaba sabiamente los cuadros de los grandes pintores; los borroneadores de papel desfiguraban las obras de los grandes escritores. La ignorancia y el mal gusto tenían otros borroneadores a sus expensas; se repetían las mismas cosas en cien volúmenes bajo diferentes títulos. Todo era o diccionario o folletín. Un druida gacetillero escribía dos veces por semana los anales oscuros de algunos energúmenos ignorados por la nación, y sobre los prodigios operados en los desvanes por pequeños mendigos y pequeñas mendigas; otros ex druidas, vestidos de negro, a punto de morir de cólera y de hambre, se quejaban en cien escritos porque no se les permitía más engañar a los hombres y porque se dejaba ese derecho a chicos vestidos de gris. Algunos archidruidas imprimían libelos difamatorios. Amazán no sabía nada de todo esto y, aun cuando lo hubiese sabido, no se habría molestado en absoluto, ya que tenía la mente puesta en la princesa de Babilonia, en el rey de Egipto, y en su juramento inviolable de desdeñar todas las coqueterías de las damas, cualquiera fuese el país adonde la pena condujese sus pasos. El populacho ligero, ignorante, que siempre lleva hasta el exceso esa curiosidad que es natural al género humano, se afanó durante largo tiempo alrededor de sus unicornios; las mujeres, más sensatas, forzaron las puertas de su hotel para contemplarlo a él. Al comienzo testimonió a su huésped algún deseo de ir a la corte, pero los ociosos de buena sociedad, que se hallaban por azar allí, le dijeron que ya no estaba de moda, que los tiempos habían cambiado mucho y que los placeres sólo se encontraban en la ciudad. La misma noche fue invitado a cenar por una dama cuya inteligencia y talento eran conocidos fuera de su patria, y que había viajado por algunos países a través de los cuales Amazán había pasado. Le agradó a muchos esta dama y la buena sociedad reunida en su casa. La libertad era decorosa, la alegría no era estridente, la ciencia nada tenía de engorroso, ni el ingenio de áspero. Se dio cuenta de que el término buena sociedad no es un término vano, aunque a menudo sea usurpado. Al día siguiente cenó en una compañía no menos amable, pero mucho menos voluptuosa. Cuando más se sintió él satisfecho con sus comensales más se sintió la gente contenta con él. Amazán sentía que su alma se ablandaba y se disolvía así como las especias de su país se fundían suavemente a fuego moderado exhalando deliciosos perfumes. Después de cenar, lo llevaron a presenciar un encantador espectáculo, condenado por los druidas porque les quitaba el auditorio del que eran más celosos. Este espectáculo estaba compuesto por versos agradables, por cantos deliciosos, por danzas que expresaban los movimientos del alma y por engañosas perspectivas que encantaban los ojos. Esta especie de placer, que reunía tantos géneros, sólo era conocido bajo un nombre extranjero: se llamaba ópera, lo que significaba antaño en la lengua de las siete montañas trabajo, cuidado, ocupación, industria, empresa, tarea, negocio. Este negocio le encantó. Una joven sobre todo lo sedujo a causa de su voz melodiosa y los atractivos que la adornaban: esta joven de negocios le fue presentada después del espectáculo por sus nuevos amigos. Él le obsequió un puñado de diamantes. Ella se sintió tan agradecida que no pudo dejarlo el resto del día. Cenó con ella y, durante la comida, olvidó su sobriedad: y, después de la comida, olvidó su juramento de ser siempre insensible a la belleza, e inexorable ante las tiernas coqueterías. ¡Qué ejemplo de debilidad humana! La princesa de Babilonia llegaba en esos momentos con el fénix, su mucama Irla y sus doscientos caballeros gangáridas montados sobre sus unicornios. Hubo que esperar largo tiempo antes de que abriesen las puertas. Preguntó primero si el más hermoso de los hombres, el más valiente, el más talentoso y el más fiel se hallaba aún en esa ciudad. Los magistrados se dieron cuenta de que hablaba de Amazán. Se hizo conducir a su hotel; entró, con el corazón palpitante de amor: toda su alma se hallaba anegada de la inexpresable felicidad de volver a ver finalmente en su amante el modelo de la constancia. Nada le pudo impedir penetrar en su dormitorio; las cortinas estaban descorridas: vio al bello Amazán durmiendo entre los brazos de una linda morena. Ambos tenían mucha necesidad de reposo. Formosanta lanzó un grito de dolor que resonó en toda la casa, pero que no pudo despertar ni a su primo ni a la joven de negocios. Cayó desmayada en los brazos de Irla. Apenas recobró el sentido, salió de esta fatal habitación con un sentimiento de dolor mezclado con rabia. Irla se informó sobre quién era esta joven que pasaba tan dulces horas con el bello Amazán. Se le dijo que era una joven de negocios muy complaciente, que juntaba a sus talentos el de cantar con bastante gracia. -¡Oh, justos cielos, poderoso Orosmade! -exclamaba la princesa de Babilonia bañada en lágrimas- ¡Por quién soy traicionada, y a cambio de quién! He aquí pues que el que ha rechazado por mí tantas princesas me abandona por una comedianta de las Galias. No, no podré sobrevivir a esta afrenta. -¡Señora-le dijo Irla-, así son los jóvenes de uno a otro extremo del mundo: aunque estuviesen enamorados de una belleza descendida del cielo, le serían, en ciertos momentos, infieles por una sirvienta de taberna. -Ya está decidido -dijo la princesa-, no lo volveré a ver en toda mi vida. Partamos en este mismo instante, y que se aten mis unicornios. El fénix la conjuró a esperar por lo menos que Amazán se despertara, y que tuviera la oportunidad de hablarle. No lo merece-dijo la princesa-; me ofenderíais cruelmente: creería que os he pedido que le reprochéis su conducta, y queréis reconciliarme con él. Si me amáis, no agregues esta injuria a la injuria que me ha hecho. El fénix, que después de todo debía su vida a la hija del rey de Babilonia, no pudo desobedecerla. Ella volvió a partir con todo su acompañamiento. -¿Adónde vamos, señora? -le preguntó Irla. No lo sé-repuso la princesa-; tomaremos el primer camino que encontremos; con tal de huir para siempre de Amazán, estoy contenta. El fénix, que era más juicioso que Formosanta, puesto que no albergaba una pasión, la consolaba durante el camino; le advertía suavemente que era triste castigarse por las faltas de los otros, que Amazán le había dado pruebas bastante manifiestas y bastante numerosas de fidelidad como para que ella pudiera perdonarle haber flaqueado un momento; que él era un justo a quien la gracia de Orosmade había faltado; que en adelante sólo se mostraría más constante en el amor y en la virtud; que el deseo de expiar su falta lo colocaría por encima de si mismo; que ella sólo se sentiría más feliz; que varias grandes princesas antes que ella habían perdonado desvíos semejantes y habían sido felices; le citaba ejemplos y hasta tal punto era buen narrador que el corazón de Formosanta se fue calmando y apaciguando; hubiese querido no partir tan rápido , pero no osaba volver sobre sus pasos; combatiendo entre el deseo de perdonar y, el de mostrar su cólera, entre su amor y su vanidad, dejaba correr a sus unicornios; recorría el mundo, siguiendo la predicción del oráculo a su padre. Ámazán, al despertar, se entera de la llegada y la partida de Formosanta y del fénix; se entera de la desesperación y la indignación de la princesa; le dicen que ha jurado no perdonarlo jamás. -Ya no me queda -exclama- más que seguirla y matarme a sus pies. Sus amigos, los ociosos de la buena sociedad, acudieron al escándalo de esta aventura; todos le hicieron ver que le valía infinitamente más permanecer con ellos; que nada era comparable a la dulce vida que llevaban en medio de las artes y de una voluptuosidad tranquila y delicada; que varios extranjeros e incluso reyes habían preferido este reposo, tan agradablemente ocupado y tan encantador, a su patria y a su trono; que por otra parte su carruaje estaba roto y que un talabartero le estaba haciendo uno a la nueva moda; que el mejor sastre le había cortado ya una docena de trajes al nuevo estilo; que las damas más ingeniosas y más amables de la ciudad, en casa de quienes se representaban muy bien las comedias, se habían reservado cada una un día para agasajarlo con fiestas. La joven de negocios, mientras tanto, bebía chocolate en su tocador, reía, cantaba, y hacía tales arrumacos al bello Amazán, que éste finalmente cayó en la cuenta de que ella no tenía más cerebro que un pájaro. Como la sinceridad, la cordialidad, la franqueza, así como la magnanimidad y el valor componían el carácter de este gran príncipe, había contado sus desventuras y sus viajes a sus amigos; sabían que era primo segundo de la princesa; estaban informados del beso funesto dado por ella al rey de Egipto. -Se perdona-le dijeron-esas pequeñas travesuras entre parientes; si no, habría que pasar la vida en eternas querellas. Nada quebrantó su designio de correr en pos de Formosanta, pero, al no estar listo su carruaje, se vio obligado a pasar tres días con los ociosos en medio de fiestas y placeres. Finalmente se despidió de ellos abrazándolos, obligándolos a aceptar los diamantes mejor engarzados de su país y recomendándoles ser siempre ligeros y frívolos, puesto que así eran más amables y más felices. -Los germanos-decía- son los viejos de Europa; los pobladores de Albión son los hombres hechos y derechos; los habitantes de Galia son los niños, y me gusta jugar con ellos. XI No resultó difícil a sus guías seguir el rastro de la princesa; no se hablaba más que de ella y de su gran pájaro. Todos los habitantes se hallaban aún sumidos en el entusiasmo de la admiración. Los pueblos de Damasco y de la Marca de Ancona experimentaron luego una sorpresa menos deliciosa cuando vieron volar una casa por el aire; las orilla del Loria, del Dordoña, del Garrona, del Gironda, resonaban aún de aclamaciones. Cuando Amazán estuvo al pie de los Pirineos, los magistrados y los druidas del país le hicieron bailar a pesar suyo al son de la pandereta, pero apenas hubo atravesado los Pirineos, no vio más júbilo ni alegría. Si escuchó algunas canciones de tarde en tarde, eran todas de tono triste: los habitantes caminaban gravemente con cuentas enhebradas y un puñal en su cintura. La nación, vestida de negro, parecía estar de duelo. Si los criados de Amazán interrogaban a los pasantes, éstos les respondían por medio de señales; si se entraba a un hospedaje, el dueño de casa hacía saber a la gente en tres palabras que no había nada en la casa, y que se podía enviar a buscar a algunas millas las cosas que necesitaran con urgencia. Cuando se preguntaba a estos taciturnos si habían visto pasar a la princesa de Babilonia, respondían más locuazmente: -La hemos visto, no es tan bella: sólo es bella la tez morena; ella ostenta una garganta alabastrina que es la cosa más agradable del mundo, y que es casi desconocida en nuestras regiones. Amazán avanzaba hacia la provincia regada por el Betis. No habían transcurrido más de doce mil años desde que este país había sido descubierto por los tirios, hacia la misma época en que descubrieron la gran isla de Atlántida, que se sumergió algunos años después. Los tirios cultivaron la Béltica, que los naturales del país dejaban yerma, pretendiendo que no debían preocuparse por nada, y que correspondía a los galos vecinos suyos venir a cultivar sus tierras. Los tirios habían llevado consigo a los palestinos, que desde esa época andaban por todas partes, por poco que fuese el dinero que pudiesen ganar. Estos palestinos, prestando al cincuenta por ciento, habían atraído para sí casi todas las riquezas del país. Eso hizo creer a los pueblos de Bética que los palestinos eran brujos, y todos aquellos acusados de magia eran quemados sin misericordia por una sociedad de druidas a quienes se llamaba los investigadores, o los antropokaios. Estos sacerdotes los vestían primero con un hábito provisto de una capucha que les tapaba la cabeza, se adueñaban de sus bienes, y recitaban devotamente las propias oraciones de los palestinos mientras los cocinaban a fuego lento por l ‘amor de Dios.La princesa de Babilonia se había detenido en la ciudad que luego se llamó Sevilla. Su intención era embarcarse en el Betis y regresar a Babilonia por Tiro, para volver a ver al rey Belus, su padre, y olvidar, si podía, a su infiel amante, o bien pedirlo en casamiento. Hizo venir a su casa a dos palestinos que se ocupaban de todos los negocios de la corte. Debían proporcionarle tres navíos. El fénix hizo con ellos todos los arreglos necesarios y convino un precio luego de haber discutido un poco. La hospedera era muy devota, y su marido, no menos devoto, era familiar, es decir espía de los druidas investigadores antropokaios: no dejó de advertirles que en su casa había una bruja y dos palestinos que hacían un pacto con el diablo, disfrazado de gran pájaro dorado. Los investigadores, sabiendo que la dama tenía una prodigiosa cantidad de diamantes, la juzgaron bruja de inmediato y esperaron que llegara la noche para encerrar los doscientos caballeros y los unicornios, que dormían en vastos establos, porque los investigadores son cobardes. Después de haber asegurado bien las puertas, se apoderaron de la princesa y de Irla; pero no pudieron apresar al fénix, que se voló a todo lo que daban sus alas: sospechaba que hallaría a Amazán en el camino que va de Galia a Sevilla. Lo halló en la frontera de Bética, y lo informó de la desgracia de la princesa. Amazán no pudo hablar: estaba demasiado sobrecogido, demasiado furioso. Se arma de una coraza de acero damasquinada en oro, una lanza de doce pies, dos jabalinas y una espada tajante, llamada la, fulminante, que podía hendir de un sólo golpe árboles, rocas y druidas; cubre su hermosa cabeza con un casco de oro bordeado de plumas de garza y de avestruz. Era la antigua armadura de Magog, que su hermana Aldé le había regalado en su viaje a Escitia; los pocos servidores que lo acompañaban montan, como él, cada uno en su unicornio. Amazán, abrazando a su querido fénix, no le dijo más que estas tristes palabras: -Soy culpable; si no me hubiese acostado con una joven de negocios en la ciudad de los ociosos, la hermosa princesa de Babilonia no se hallaría en este espantoso estado; ataquemos a los antropokaios. Pronto entra en Sevilla: quince mil alguaciles guardaban las puertas del recinto donde doscientos gangáridas y sus unicornios estaban encerrados sin tener qué comer; todo estaba preparado para el sacrificio de la princesa de Babilonia, de su mucama Irla, y de los dos ricos palestinos. El gran antropokaio, rodeado de su pequeños antropokaios, estaba ya en su tribunal sagrado; un gentío de sevillanos, llevando cuentas enhebradas en sus cinturas, juntaban sus manos sin decir una palabra; mientras, traían a la bella princesa, a Irla y a los dos palestinos con las manos atadas detrás de la espalda y vestidos con un hábito encapuchado. El fénix entra, por un tragaluz, a la prisión donde los gangáridas comenzaban ya a derribar las puertas. El invencible Amazán las rompía desde afuera. Salen completamente armados, todos sobre sus unicornios; Amazán se coloca al frente. No le costó mucho derribar a los alguaciles, a los familiares, a los sacerdotes antropokaios; cada unicornio atravesaba doce a la vez. La fulminante de Amazán cortaba en dos a todos los que hallaba; el pueblo huía con sus mantos negros y sus gorgueras sucias, siempre teniendo en sus manos las cuentas benditas por amor de Dios. Amazán toma con la mano al gran investigador en su tribunal y lo tira sobre la hoguera que estaba preparada a cuarenta pasos; arroja también a ella, uno tras otro, a los demás pequeños investigadores. Se prosterna luego ante los pies de Formosanta. -¡Ah, cuán amable sois -dice ella-; cuánto os adoraría si no me hubierais sido infiel con una joven de negocios! Mientras Amazán hacía las paces con la princesa, mientras los gangáridas apilaban sobre la hoguera los cuerpos de todos los antropokaios, y las llamas se elevaban hasta las nubes, Amazán vio a lo lejos cómo todo un ejército venía hacia él. Un viejo monarcas, con su corona avanzaba en un carro tirado por mulas enganchadas con cuerdas; otros cien carros los seguían. Estaban acompañados por graves personajes de manto negro y gorgueras, montados sobre caballos muy hermosos; una multitud de gente a pie los seguía con la cabeza descubierta, y en silencio. Al principio Amazán hizo formar alrededor de él a sus gangáridas, y se adelantó, lanza en ristre. Apenas el rey lo percibió, se quitó la corona, descendió de su carro, abrazó el estribo de Amazán y le dijo: -Hombre enviado por Dios, sois el vengador del género humano, el liberador de mi patria, mi protector. Estos monstruos sagrados, de los cuales habéis purgado la tierra, eran mis señores en nombre del Viejo de las siete montañas; estaba obligado a soportar mi poder criminal. Mi pueblo me habría abandonado si hubiese querido tan sólo moderar sus abominables atrocidades. Desde hoy respiro, reino, y os lo debo. Luego besó respetuosamente la mano de Formosanta, y le suplicó que quisiese subir con Amazán, Irla, y el fénix, a su carroza tirada por ocho mulas. Los dos palestinos, banqueros de la corte, prosternados aún en tierra de terror y de agradecimiento, se pusieron de pie, y a la tropa de unicornios siguió el rey de Béltica a su palacio. Como la dignidad del rey de un pueblo grave exigía que sus mulas fuesen al paso, Amazán y Formosanta tuvieron tiempo de contarle sus aventuras. Conversó también con el fénix; lo admiró y lo besó cien veces. Comprendió hasta qué punto los pueblos de Occidente, que comían animales y sólo comprendían su propia lengua, eran ignorantes, brutales y bárbaros; qué únicamente los gangáridas habían conservado la naturaleza y la dignidad que los más bárbaros de los mortales eran estos investigadores antropokaios, de los que Amazán acaba de purgar el mundo. No cesaba de ser bendecido y de agradecerle. La hermosa Formosanta olvidaba ya la aventura de la joven de negocios y sólo tenía el alma llena del valor del héroe que le había salvado la vida. Amazán, sabedor de la inocencia del beso dado al rey de Egipto, y de la resurrección del fénix, disfrutaba una alegría pura y se hallaba embriagado por el más violento amor. Se cenó en el palacio, y bastante mal. Los cocineros de Bética eran los peores de Europa. Amazán aconsejó hacer llamar a los galos. Los músicos del rey ejecutaron durante la comida esa célebre melodía que se llamó con el correr de los siglos Las locuras de España. Después de la comida se habló de negocios. El rey preguntó al hermoso Amazán, a la hermosa Formosanta y al hermoso fénix, qué pensaban hacer. -En cuanto a mí -dijo Amazán-, mi intención es regresar a Babilonia, cuyo presunto heredero soy, y pedir a mi tío Belus mi prima hermana, la incomparable Formosanta, a menos que ella prefiera vivir conmigo entre los gangáridas. -Mi intención -dijo la princesa- es por cierto no separarme nunca de mi primo segundo. Pero creo que conviene que regrese junto al rey mi padre, tanto más que él me dio permiso para ir en peregrinaje a Bassora y yo he recorrido el mundo. -En cuanto a mí -dijo el fénix-, seguiré por doquier a estos dos tiernos y generosos amantes. -Tenéis razón-dijo el rey-, pero el regreso a Babilonia no es tan fácil como pensáis. Todos los días tengo noticias de ese país a través de los navíos tirios, y por medio de mis banqueros palestinos, que mantienen correspondencia con todos los pueblos de la tierra. Todo está en armas contra el Éufrates y el Nilo. El rey de Escitia a la cabeza de trescientos mil guerreros de a caballos, pide que le dé la herencia de su mujer. El rey de Egipto y el rey de las Indias asolan también las orillas del Tigris y del Éufrates, cada uno al frente de trescientos mil hombres, para vengar la burla de la que han sido objeto. Mientras que el rey de Egipto se halla fuera de su país, su enemigo, el rey de Etiopía, saquea Egipto con tres mil hombres y el rey de Babilonia no tiene más que seiscientos mil hombres en pie para defenderse. -Os confieso-continuó el rey- que cuando oigo hablar de esos prodigiosos ejércitos que Oriente vomita de su seno, y de su asombrosa magnificencia, cuando los comparo con nuestros pequeños cuerpos de veinte a treinta mil soldados, que resultan tan difíciles de vestir y de alimentar, me siento tentado de creer que Oriente ha sido hecho mucho antes que Occidente. Parece que hubiésemos salido anteayer del caos, y ayer de la barbarie. -Sire -dijo Amazán-, los recién llegados ganan a veces a los que han comenzado primero la carrera. Se piensa en mi país que el hombre es originario de la India, pero no tengo ninguna certeza. -Y vos -dijo el rey de Bética al fénix-, ¿qué pensáis de esto? -Sire -respondió el fénix -, aún soy muy joven para estar instruido sobre la antigüedad. No he vivido más que unos veintisiete mil años: pero mi padre, que había vivido cinco veces esta edad, me decía que había aprendido de su padre que las comarcas de Oriente habían sido siempre más pobladas y más ricas que las otras. Sabía por sus antepasados que las generaciones de todos los animales habían comenzado a orillas del Ganges. En cuanto a mí, no caigo en la vanidad de compartir esta opinión. No puedo creer que los zorros de Albión, las marmotas de los Alpes, y los lobos de Galia provengan de mi país, del mismo modo que no creo que los pinos y los robles de vuestras comarcas desciendan de las palmeras y los cocoteros de la India. -Pero, ¿de dónde provenimos, pues? -dijo el rey. -Nada sé -dijo el fénix-, quisiera saber tan sólo dónde podrán ir la hermosa princesa de Babilonia y mi amigo. -Mucho dudo –continuó el rey-que con sus doscientos unicornios se encuentren en estado de atravesar tantos ejércitos de trescientos mil hombres cada uno. -¿Por qué no? -dijo Amazán. El rey de Bética sintió lo sublime del ¿por qué no?, pero creyó que lo sublime no bastaba contra ejércitos innumerables. -Os aconsejo -dijo- ir a buscar al rey de Miopía; estoy en relación con este príncipe negro por medio de mis palestinos. Os daré carta para él. Puesto lue es enemigo del rey de Egipto, se sentirá feliz de verse fortalecido por medio de vuestra alianza. Os puedo ayudar con dos mil hombres muy sobrios y muy valientes; sólo depende de vosotros contratar otros tantos entre los pueblos que viven, o mejor dicho que saltan, al pie de los Pirineos, y a quienes se llama vascos o vascongados. Enviad a uno de vuestros guerreros montados sobre un unicornio con algunos diamantes: no hay vasco que abandone su castel, es decir la choza de su padre, para serviros. Son infatigables, valientes y alegres, os sentiréis muy satisfechos con ellos. Mientras esperamos que ellos leguen, os agasajaremos con fiestas y os preparemos barcos. No puedo agradeceros en demasía el favor que ne habéis hecho. Amazán disfrutaba de la felicidad de haber reencontrado a Formosanta, y de gustar en paz de todos os encantos del amor reconciliado, que valen casi pomo los del amor naciente. Pronto una tropa orgullosa y alegre de vascos legó bailando al son del tamboril; la otra tropa orgullosa y seria, de béticos se hallaba lista. El viejo rey atezado abrazó tiernamente a los jóvenes amantes; lizo cargar sus navíos con armas, lechos, juegos de ajedrez, vestidos negros, golillas, cebollas, ovejas, pollos, harina y mucho ajo, deseándoles una feliz travesía, amor constante y muchas victorias. La flota abordó la orilla, donde se dice que tantos años después la fenicia Dido, hermana de Pigmalión, esposa de Siqueo, después de haber abandonado la ciudad de Tiro, vino a fundar la soberbia ciudad de Cartago cortando un cuero de buey en tiras, según el testimonio de los más graves autores de la antigüedad, quienes jamás han contado fábulas, y según los profesores que han escrito para niños, aunque después de todo no haya habido jamás nadie en Tiro que se haya llamado Pigmalión, o Dido, o Siqueo, ya que son nombres totalmente griegos y, finalmente, aunque no haya habido rey en Tiro en esa época. La soberbia Cartago no era más que un puerto de mar; sólo había allí algunos númidas que hacían secar los pescados al sol. Costearon Bizancio y Sirtes, las orillas fértiles donde estuvieron después de Cirene y la gran Quersoneso. Finalmente llegaron a la primera desembocadura del sagrado río Nilo. Es en la extremidad de esta tierra fértil donde el puerto de Canopus recibía ya las naves de todas las naciones comerciantes, sin que se supiera si el dios Canopus había fundado el puerto, o si los habitantes habían fabricado al dios; ni si la estrella Canopus había dado su nombre a la ciudad, o si la ciudad había dado el suyo a la estrella. Todo lo que se sabía, es que tanto la ciudad como la estrella eran sumamente antiguas, que es todo lo que se puede saber del origen de las cosas, cualquiera sea su naturaleza. Fue allí donde el rey de Etiopía, habiendo asolado todo Egipto, vio desembarcar al invencible Amazán y a la adorable Formosanta. Tomó al uno por el dios de las batallas, y a la otra por la diosa de la belleza. Amazán le presentó la carta de recomendación de España. El rey de Etiopía ofreció fiestas admirables, siguiendo la indispensable costumbre de los tiempos heroicos; luego se habló de ir a exterminar a los trescientos mil hombres del rey de Egipto, los trescientos mil del emperador de las Indias., y los trescientos mil del gran kan de los escitas, que asediaban la inmensa, orgullosa, y voluptuosa ciudad de Babilonia. Los dos mil españoles que Amazán había traído con él dijeron que no necesitaban al rey de Etiopía para socorrer a Babilonia; que era suficiente que su rey les mandase ir a liberarla; que bastaba con ellos para esta expedición. Los vascos dijeron que ya habían hecho otras por el estilo; que vencerían solos a todos los egipcios, los indios y los escitas, y que sólo marcharían junto con los españoles si éstos iban a la retaguardia. Los doscientos gangáridas se echaron a reír de las pretensiones de sus aliados, y sostuvieron que con cien unicornios solamente harían huir a todos los reyes de la tierra. La hermosa Formosanta los apaciguó con su prudencia y sus encantadores discursos. Amazán presentó al monarca negro sus gangáridas, sus unicornios, los españoles, los vascos y el hermoso pájaro. Todo estuvo prontamente listo para marchar por Menfis, y por Heliópolis, y por Arsínoe, por Petra, por Artemisa, por Sora, por Apame, para ir a atacar a los tres reyes y para hacer esa guerra memorable ante la cual todas las guerras que los hombres han hecho después no han sido más que riñas de gallos y codornices. Todos sabemos cómo el rey de Etiopía se enamoró de la hermosa Formosanta, y cómo la sorprendió en el lecho, cuando un dulce sueño abatía sus largas pestañas. Se recuerda que Amazán, testigo de este espectáculo, creyó ver al día y a la noche acostados juntos. No se ignora que Amazán, indignado por la afrenta, lanzó repentinamente su fulminante, y cortó la cabeza perversa del negro insolente, y echó a todos los etíopes de Egipto. ¿No están escritos estos prodigios en el libro de las crónicas de Egipto? La fama no ha publicado con sus cien bocas las victorias que obtuvo sobre los tres reyes con sus españoles, sus vascos y sus unicornios. Devolvió la hermosa Formosanta a su padre; liberó todo el cortejo de su señora, que el rey de Egipto había reducido a la esclavitud. El gran kan de los escitas se declaró vasallo, y su casamiento con la princesa Aldé fue confirmado. El invencible y el generoso Amazán, reconocido como heredero del reino de Babilonia, entró triunfante en la ciudad, con el fénix, en presencia de cien reyes tributarios. La fiesta de su casamiento sobrepasó en todo a la que el rey Belus había dado. Se sirvió en la mesa el buey Apis asado. El rey de Egipto y el de Indias sirvieron de beber a los dos esposos, y las bodas fueron celebradas por quinientos grandes poetas de Babilonia. ¡Oh musas!, a quienes se invoca siempre al comienzo de la obra, sólo os imploro al final. Es en vano que me se reprocha dar gracias sin haber dicho benedícite. ¡Musas!, no seréis menos por estos mis protectoras. Impedid que los continuadores temerarios estropeen por medio de sus fábulas las verdades que he enseñado a los mortales en este fiel relato, así como han osado falsificar Cándido, el Ingenuo y las castas aventuras de la casta Juana, que un ex capuchino ha desfigurado por medio de versos dignos de los capuchinos, en ediciones bátavas . Que no hagan este daño a mi tipógrafo, cargado de una numerosa familia y que apenas tiene con qué comprar los tipos, el papel y la tinta. ¡Oh Musas! Imponed silencio al detestable Cogéprofesor de charlatanería en el colegio de Mazarin, quien no se sintió satisfecho con los discursos morales de Belisario y del emperador Justiniano, y que escribió malvados libelos difamatorios contra estos dos grandes hombres. Colocad una mordaza al pedante Larcher, que sin saber una palabra del babilonio antiguo, sin haber viajado como yo por las orillas del Éufrates y del Tigris, tuvo la Formosanta, hija del mayor rey del mundo, y la princesa Aldé, y todas las mujeres de esa corte respetable, se acostaban por dinero con todos los palafreneros del Asia en el gran templo de Babilonia, obedeciendo a sus principios religiosos. Este libertino de colegio, enemigo vuestro y del pudor, acusa a las bellas egipcias de Mendés de haber amado sólo a los chicos, proponiéndose en secreto, ante este ejemplo, darse una vuelta por Egipto para poder disfrutar finalmente alguna aventura. Como no sabe más sobre lo actual que sobre lo antiguo, insinúa, con la esperanza de acercarse a alguna vieja, que nuestra incomparable Ninon, a la edad de ochenta años, se acostó con el abate Gédoyn, de la Academia Francesa y de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras. Nunca oyó hablar del abate de Cháteauneuf, a quien toma por el abate Gédoyn. Conoce tan bien a Ninon como a las jóvenes de Babilonia. Musas, hijas del cielo, vuestro amigo Larcher va más allá: se deshace en elogios sobre la pederastia; osa decir que todos los chiquillos de mi país están sujetos a esta infamia. Cree salvarse aumentando el número de los culpables. Nobles y castas Musas, que detestáis por igual al pedantismo y la pederastia, protegedme contra el maestro Larcher. Y vos, maestro Aliboron, llamado Fréron, antes supuestamente jesuita, vos cuyo Parnaso se halla ya en Bicétre tanto como en la taberna de la esquina, vos a quien todos los teatros de Europa han hecho justicia con la honesta comedia l`Écossaise, vos, digno hijo del sacerdote Desfontaines que nacisteis de sus amores con uno de esos hermosos niños que llevan un hierro y una venda como el hijo de Venus y que como él se lanzan al aire, aunque no vayan nunca más allá de lo alto de las chimeneas; mi querido Aliboron, por quien siempre he experimentado tanta ternura, y que habéis hecho reír un mes seguido para la época de aquella Écossaise, os recomiendo a mi princesa de Babilonia: hablad mal de ella a fin de se la lea. No os olvidaré aquí, gacetillero eclesiástico, ilustre orador de los convulsionarios, padre de la Iglesia, fundada por el abate Bécherand y por Abraham Chaumeix ; no dejéis de decir en vuestras hojas, tan piadosas como elocuentes y sensatas, que La princesa de Babilonia es herética, deísta y atea. Tratad sobre todo de comprometer a ese tal Riballier para que haga condenar a La princesa de Babilonia por la Sorbona; daréis con esto un gran placer a mi librero, a quien he dado esta corta historia en carácter de primicia.
Voltaire
Francia
1694-1778
Memnón o la sabiduría humana
Cuento
Decía un día el gran filosofo Citofilo a una dama desconsolada, y que tenía sobrado motivo para estarlo: -Señora, la reina de Inglaterra, hija del gran Enrique IV, no fue menos desgraciada que usted: la echaron de su reino; se vio a pique de perecer en el océano en un naufragio, y presenció la muerte del rey su esposo en un patíbulo. -Mucho lo siento -dijo la dama, y volvió a llorar sus desventuras propias. -Acuérdese -dijo Citofilo- de María Estuardo, que estaba honradamente prendada de un guapo músico que tenía excelente voz de sochantre. Su marido mató al músico; y luego su buena amiga y pariente, la reina Isabel, que se decía doncella, le mandó cortar la cabeza en un cadalso colgado de luto, después de haberla tenido diez y ocho años presa. -¡Cruel suceso! -respondió la señora; y se entregó de nuevo a su aflicción. -Bien habrá oído mentar -siguió el consolador- a la hermosa Juana de Nápoles, que fue presa y ahorcada. -Una idea confusa tengo de eso -dijo la afligida. -Le contaré -añadió el otro- la aventura sucedida en mi tiempo de una soberana destronada después de cenar, y que ha muerto en una isla desierta. -Toda esa historia la sé -respondió la dama. -Pues le diré lo sucedido a otra gran princesa, mi discípula de filosofía. Tenía su amante, como lo tiene toda hermosa y gran princesa: entró un día su padre en su aposento, y cogió al amante con el rostro encendido y los ojos que como dos carbunclos resplandecían, y la princesa también con la cara muy encarnada. Disgustó tanto al padre el rostro del mancebo, que le sacudió la más enorme bofetada que hasta el día se ha pegado en toda su provincia. Cogió el amante las tenazas, y rompió la cabeza al padre de la dama, que estuvo mucho tiempo a la muerte, y aún tiene la señal de la herida: la princesa desatentada se tiró por la ventana, y se estropeó una pierna, de modo que aun el día de hoy se le conoce que cojea, aunque tiene hermoso cuerpo. Su amante fue condenado a muerte, por haber roto la cabeza a tan alto príncipe. Ya puede pensar en qué estado estaría la princesa, cuando sacaban a ahorcar a su amante; yo la iba a ver con frecuencia, cuando estaba ella en la cárcel, y siempre me hablaba de sus desdichas. -¿Pues por qué no quiere que me duela yo de las mías? -le dijo la dama. -Porque no es acertado dolerse de sus desgracias, y porque habiendo habido tantas principales señoras tan desventuradas, no parece bien que se desespere. Contemple a Hecuba, contemple a Niobe. -¡Ah! -dijo la señora- si hubiera vivido yo en aquel tiempo, o en el de tantas hermosas princesas, y para su consuelo les hubiera usted contado mis desdichas, ¿lo habrían acaso escuchado? Al día siguiente perdió el filósofo a su hijo único, y faltó poco para que se muriese de sentimiento. Mandó la señora hacer una lista de todos los monarcas que habían perdido a sus hijos, y se la llevó al filósofo, el cual la leyó, la encontró muy puntual, y siguió llorando. Al cabo de tres meses se volvieron a ver, y se pasmaron de hallarse muy contentos. Levantaron entonces una hermosa estatua al tiempo, con este rótulo: AL CONSOLADOR FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Mesías
Minicuento
Zoroastro vino del paraíso a predicar su religión en los dominios de Gustaf, rey de Persia, y este le dijo: -Demuéstrame algo para que te crea. El profeta hizo crecer ante la puerta del palacio un cedro tan corpulento y tan alto que ninguna cuerda podía rodearlo ni alcanzar el remate de su copa, y en su cima puso una hermosa habitación a la que ningún hombre podía subir. El rey quedó tan asombrado de este milagro que creyó en Zoroastro. Pero, entonces, cuatro magos envidiosos pidieron al portero real la llave de la habitación del profeta, mientras este se hallaba ausente. Pusieron entre sus libros huesecillos de perros y gatos, y uñas y cabellos de muertos. Acto seguido, se presentaron ante el rey y lo acusaron de ser hechicero y envenenador. El rey mandó al portero que le abriera la habitación y, encontrando lo dicho, sentenció a la horca al enviado del cielo. Cuando iban a ahorcarlo, el caballo más hermoso del rey sufrió un percance extraño: se le metieron en el cuerpo las cuatro patas. El profeta prometió solemnemente curar al caballo a cambio del perdón. Aceptada su propuesta, hizo salir una pata del vientre del corcel, diciendo: -Señor, no sacaré la segunda pata si no prometéis abrazar mi religión. -Te lo prometo -contestó el rey. El profeta hizo aparecer la segunda pata del animal y luego exigió que los hijos del monarca también se convirtieran. Finalmente, la aparición de las dos patas restantes consiguió hacer numerosos prosélitos en la corte. Ahorcaron a los cuatro perversos magos en vez del profeta y toda Persia abrazó la religión de Zoroastro. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Micromegas
Cuento
Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo, locura que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así: -Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa me diré a mí mismo: «Llegará un día en que esa cara se llene de arrugas, esos bellos ojos perderán su brillo, ese busto firme y turgente se volverá fofo y caído, esa abundancia de pelo se trocará en calvicie.» Me bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza para que no me haga perder la mía. Lo segundo, siempre seré sobrio por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré con sobriedad y con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego -continuaba Memnón-, no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado. Tengo un capital que me produce buena renta y otro capital que maneja para acrecentarlo el tesorero general de Nínive. Con ellos puedo vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna. No necesitaré nunca ir a besar manos de palaciegos, ni envidiaré a nadie, ni de nadie seré envidiado. Amigos tengo -dijo, en fin-, y los conservaré, porque jamás he de serles desleal y ellos serán buenos conmigo y yo con ellos; tampoco en esto hay dificultad. Formado así su plan, se puso a pasear por su cuarto y luego se asomó a la ventana. Dos señoras que iban por la calle llamaron su atención; una era vieja y la otra moza, linda y por lo mucho que gemía y lloraba debía sufrir una gran pena. Su congoja la favorecía y daba una gracia especial. Impresionado nuestro sabio, no por la belleza de la muchacha, pues estaba seguro de no rendirse a tal debilidad, sino por el desconsuelo de que daba muestra, bajó y acercóse piadoso a la joven ninivita. Contóle ésta con la más ingenua y tierna expresión las maldades de que la hacía víctima un tío suyo (que no tenía), las mañas con que la había privado de una fortuna (que nunca había poseído) y el temor que le causaban su violencia y brutalidad. -Vos parecéis hombre discreto -le dijo-. Si me hicieseis el favor de venir a mi casa yo os explicaría mi situación y estoy segura de que me sacaríais del apuro en que me veo. No tuvo reparo Memnón en acompañarla para examinar despacio sus asuntos y darle buenos consejos. Una vez en su casa condújole, la afligida damisela, a una alcoba perfumada, le dijo que se sentase en un blando sofá que allí había y sentóse ella frente a él. Hablaba la joven bajando los ojos y enjugándose las lágrimas de vez en cuando. Al levantarlos siempre se cruzaban sus miradas con las del sensato Memnón. Sus palabras se hacían más afectuosas cuando ambos se miraban. Memnón se interesaba más y más en lo que oía, aumentando su deseo de servir a tan hermosa y desdichada criatura. Con el calor de la conversación, se fueron acercando poco a poco, hasta que los consejos de Memnón hiciéronse tan cariñosos y próximos a la muchacha, que ni ésta ni aquél sabían ya dónde estaban, ni si realmente hablaban o no. Fue en este momento preciso cuando, como ya el lector se habrá imaginado, se presentó el tío, armado de punta en blanco. El hombre empezó a vociferar y a decir que iba a matar a su sobrina y al sabio Memnón. Luego, ya calmado, manifestó que sólo les perdonaría si el galante caballero le entregaba una fuerte cantidad. Memnón le dio cuanto dinero tenía. Y menos mal que su aventura no le trajo consecuencias peores, pues todavía no se había descubierto América y las bellas afligidas no resultaban tan peligrosas como en nuestros tiempos. Confuso e indignado, Memnón volvió a su casa, donde le esperaba la invitación de unos amigos para comer con ellos. -Si me quedo solo en casa -dijo- me entristeceré más y puedo caer malo; mejor es ir a comer en su compañía, que al fin son amigos íntimos; me distraeré y olvidaré el disparate que he cometido. Fue a la comida, y sus amigos, viendo que estaba algo triste, le obligaron a que bebiese para disipar su melancolía. El vino, si se bebe con moderación es medicina para el ánimo y para el cuerpo; así pensaba el sabio Memnón, pero a pesar de ello se embriagó. Propusiéronle jugar a los naipes; el juego, cuando no se exponen cantidades importantes, es una diversión inocente. Pero Memnón perdió cuanto llevaba en el bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Una de las jugadas produjo una disputa, e irritados los ánimos, el más íntimo de aquellos amigos suyos le tiró a la cabeza un cubilete, con tanta fuerza, que le saltó un ojo. Total, que llevaron a su casa al sabio Memnón borracho, sin dinero y con un ojo menos. Después de dormir un rato, Memnón envía a su criado a casa del tesorero general de Nínive para que le diera dinero y poder pagar a sus amigos las deudas del juego. A poco vuelve su criado con la noticia de que el tesorero ha suspendido pagos y defraudado una gran cantidad. Angustiado Memnón corre a Palacio con un parche en el ojo y un memorial en la mano, pidiendo justicia al rey contra el tesorero. En la antecámara vio a muchas damas, todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de cinco metros de circunferencia y diez de cola. Una dama que le conocía, dijo, mirándole a hurtadillas: -¡Jesús, qué horror! Y otra, que era muy amiga suya: -Buenas tardes, señor Memnón -le dijo-, cuánto me alegro de veros señor Memnón. Créame que me encanta encontraros. Pero decidme, ¿quién os ha dejado tuerto, señor Memnón? Dicho esto se fue sin aguardar respuesta. Ocultóse Memnón lo mejor que pudo en espera de que pasase el rey y cuando éste apareció, Memnón, después de besar el suelo tres veces, le alargó un memorial, que tomó el soberano con mucha afabilidad y pasó a uno de sus ministros para que se informase. El ministro llamó aparte a Memnón, para decirle en tono de mofa no exento de cólera: -Sois un tuerto bastante atrevido. ¿Por qué habéis entregado al rey un memorial en vez de enviármelo a mí? El tesorero es hombre honesto y yo le protejo porque es sobrino de una doncella de mi querida. No deis un paso más en este asunto si no queréis perder el ojo sano que os queda. De esa suerte, Memnón, que por la mañana había tomado la resolución de no amar, de no acudir a festines, ni jugar, ni reñir con nadie, ni, sobre todo, poner los pies en Palacio, antes de anochecer había sido engañado por una mujer, se había emborrachado, había jugado, le habían saltado un ojo en una riña y había ido a Palacio donde se burlaron de él. Confuso, abrumado por sus desgracias, regresó a su casa. Al ir a entrar vio que se hallaba llena de alguaciles y escribanos, que le estaban embargando los muebles a petición de sus acreedores. Casi sin sentido permaneció inmóvil bajo una palmera. A poco acertó a pasar por allí la bella damisela de aquella mañana. Iba paseando con su amado tío y no pudo contener la risa al observar a Memnón con su parche. Ya de noche se acostó Memnón sobre un montón de paja, cerca de los muros de su casa. Acometióle un acceso de fiebre y con ella una pesadilla: se le apareció en su letargo un espíritu celeste, resplandeciente como el sol y provisto de seis hermosas alas, pero sin pies, cabeza ni cola, un ser que no tenía semejanza con ninguna criatura humana. -¿Quién eres? -le dijo Memnón. -Tu genio protector -le respondió la aparición. -Pues devuélveme -repuso Memnón- mi ojo, mi salud, mi dinero y mi cordura. Y en seguida le contó todo lo que había perdido aquel día y de qué manera. -Aventuras son esas -replicó el espíritu- que nunca suceden en el mundo donde nosotros vivimos. -Pues, ¿en qué mundo vivís? -Mi patria dista quinientos millones de leguas del sol, y es aquella estrellita junto a Sirio que puedes observar desde aquí. -¡Admirable país! -dijo Memnón-. Así pues, ¿no tenéis allá bribonas que engañen a los hombres de bien, ni amigos que les estafen su dinero y les destrocen un ojo, ni deudores que quiebren, ni ministros que se rían de vosotros mientras os niegan justicia? -No -le dijo el habitante de la minúscula estrella-. Nada de eso; no nos engañan las mujeres, porque no las hay; no somos glotones, porque no comemos; no nos pueden sacar los ojos, porque en nada se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los ministros cometen injusticias, porque todos somos iguales y no hay ministros. Dijóle entonces Memnón: -Pero sin mujeres y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo? -En cuidar -dijo el genio- de los demás mundos que están a nuestro cargo. Por eso he venido a consolarte. -¡Ay! -replicó Memnón-. ¿Y por qué no vinisteis anoche para evitar que hiciera tanto disparate? -Porque fui a consolar a Asan, tu hermano mayor, que es más desventurado que tú, pues has de saber que Su Graciosa Majestad el Rey de las Indias, en cuyo palacio tiene el honor de ocupar un cargo, le mandó arrancar los dos ojos por haber cometido leve falta. Ahora le tienen en un calabozo amarrado de pies y manos. -¡Pardiez! -exclamó Memnón-. ¡Pues sí que nos sirve de mucho a la familia, que nos proteja un genio bueno! De dos hermanos que somos, el uno está ciego y el otro tuerto, el uno tirado entre paja y el otro en una cárcel. -Tu suerte cambiará -dijo el genio protector-. Verdad es que ya en toda tu vida no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo. -¿Es que eso no es posible? -preguntó Memnón reprimiendo un sollozo. -No. Como no es posible ser del todo inteligente, del todo sano, del todo poderoso o del todo feliz. Nosotros mismos estamos lejos de serlo. Sin embargo, existe un mundo donde eso se logra; pero a ese sólo se llega después de pasar grado a grado por los cien mil millones de mundos que ruedan por el espacio. En el segundo hay menos placer y menos sabiduría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo, y así sucesivamente hasta el último, en el que ya todos sus habitantes están locos del todo. -Mucho me temo -dijo Memnón-, que esa gran casa de orates del universo lo sea precisamente el mundo en que vivimos nosotros. -No tanto, no tanto -dijo el espíritu-; pero cerca le anda. -Entonces -replicó Memnón-, ¿ciertos poetas y ciertos filósofos que afirman que «todo es como debe ser» están equivocados? -No. Tienen razón -dijo el filósofo del otro mundo-, si consideramos el universo en su conjunto -¡Ah! -respondió el pobre Memnón-. Ahí tenéis una cosa en que no creeré mientras sea tuerto.
Voltaire
Francia
1694-1778
Milagro
Minicuento
El Mesías dará a su pueblo, reunido en la tierra de Canaán, una comida cuyo vino será el que el mismo Adán hizo en el paraíso terrenal y que se conserva en grandes cubas abiertas por los ángeles en el centro de la tierra. Como entrada, se servirá el famoso pescado llamado el gran Leviatán, que se traga de una vez un pez más pequeño que él, y que tiene 300 leguas de largo. Dios, en el comienzo, creó un macho y una hembra; pero, por temor a que destruyera la tierra y que llenara el universo de sus semejantes, Dios mató a la hembra y la saló para el festín del Mesías. Para esta comida se matará al toro Behemoth, que es tan grueso que se come cada día el heno de mil montañas; la hembra de este toro fue muerta al comienzo del mundo con el fin de que una especie tan prodigiosa no se multiplicara, lo que solo habría podido perjudicar a otras criaturas; pero aseguran que el Eterno no la saló, porque la vaca salada no es tan buena como la Leviatana. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Simón el mago
Minicuento
[Cuento - Texto completo.] Capítulo 1.– Viaje de un habitante de la estrella Sirio al planeta Saturno Había en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas. Tenía ocho leguas de alto, quiero decir, veinticuatro mil pasos geométricos de cinco pies cada uno. Algún matemático, casta de gente muy útil al público, tomará la pluma en este trance de mi historia y calculará que teniendo el señor Micromegas, morador del país de Sirio, veinticuatro mil pasos, desde la cabeza a los pies, que hacen ciento veinte mil pies, y nosotros, ciudadanos de la Tierra, no más por lo común de cinco pies, y midiendo la circunferencia de nuestro globo nueve mil leguas, es absolutamente preciso que el planeta donde nació nuestro héroe tenga cabalmente veintiún millones y seiscientas mil veces más de circunferencia que nuestra minúscula Tierra. Nada más natural. Los Estados de ciertos príncipes de Alemania o de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con Turquía, Rusia o China, son un ejemplo muy pálido de las diferencias que la naturaleza ha establecido en todas las cosas. Siendo la estatura de Su Excelencia la que llevamos dicha, convendrán todos nuestros pintores y escultores que su cintura podría medir unos cincuenta mil pies de circunferencia, lo que revela una bella figura. Su entendimiento era de los más perspicaces; sabía muchas cosas y otras las inventaba; apenas frisaba en los trescientos cincuenta años y siendo estudiante de un colegio de jesuitas de su planeta, descubrió a fuerza de inteligencia más de cincuenta proposiciones de Euclides, dieciocho más que Blas Pascal el cual, luego de adivinar como quien juega (según dijo su hermana), treinta y dos, llegó a ser, andando los años, un geómetra muy mediocre y un pésimo metafísico. A la edad de cuatrocientos años, o sea al salir de la infancia, disecó unos insectos diminutos de apenas cien pies de grosor. Publicó un libro muy interesante acerca de esos insectos, lo que le proporcionó bastantes disgustos. El muftí de su país, tan receloso como ignorante, advirtió en su libro proposiciones sospechosas, blasfemas, temerarias, heréticas, o que «olían» a herejía, y le persiguió de muerte. Hubo que discutir si la sustancia formal de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. Defendióse con mucho ingenio Micromegas; se declararon las mujeres en su favor, y después de doscientos veinte años que duró el pleito, hizo el muftí condenar el libro por jueces que no le habían leído, ni sabían leer. En cuanto al autor, fue desterrado de la Corte ochocientos años. No le afligió mucho abandonar una Corte llena de enredos y chismes. Escribió unas décimas muy graciosas contra el muftí, que a éste le tuvieron sin cuidado, y se dedicó a viajar de planeta en planeta para, como dicen, perfeccionar el juicio y el corazón. Quienes viajamos en diligencias o sillas de posta nos pasmarían los vehículos que allá arriba usan. Nosotros, en la bola de cieno en que vivimos no comprendemos otros procedimientos. Micromegas, conocedor de las leyes de la gravitación y de las fuerzas atractivas y repulsivas, se valía de ellas con tanto acierto que, ora montado en un rayo de sol, ora cabalgando en un cometa, o saltando de globo en globo, lo mismo que revolotea un pajarillo de rama en rama, él y sus sirvientes hacían su camino. En poco tiempo recorrió la vía láctea. Debo confesar, y lo siento, que nunca logró ver, entre las estrellas que la pueblan, el empírico cielo que vio el ilustre Derhan con su catalejo. No niego que Derhan lo viese, ¡Dios me libre de tamaño error!, pero también Micromegas estaba allí y no tenía mala vista. En fin, yo no quiero contradecir a nadie. Después de largo viaje, Micromegas llegó un día a Saturno, y aun cuando estaba acostumbrado a contemplar cosas nuevas, le sorprendió la pequeñez de aquel planeta y de sus moradores. No pudo menos de sonreír con ese aire de superioridad que los más discretos no pueden contener a veces. Verdad es que Saturno no es más que novecientas veces mayor que la Tierra, y sus habitantes pobres enanos de unas dos mil varas de estatura, más o menos. Rióse al principio de ellos con sus criados, como se ríe cuando viene a Francia cualquier músico italiano, de la música de Lulli. Pero el siriano era razonable y pronto se dio cuenta de que ningún ser que piensa es ridículo, aunque su estatura no pase de seis mil pies. Acostumbróse a los saturninos, después de haber causado su asombro, y se hizo íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno, hombre de mucho talento. No había inventado nada, pero explicaba muy bien los inventos de los demás, y sabía componer coplas chicas y hacer cálculos grandes. He aquí expuesta, para satisfacción de mis lectores, una extraña conversación que con el señor secretario, tuvo cierto día Micromegas. Capítulo 2.– Conversación del habitante de Sirio con el de Saturno Sentóse Su Excelencia, acercóse a él el secretario de la Academia, y dijo Micromegas: -Confesemos que es muy varia la naturaleza. -Verdad es -dijo el saturnino-. La naturaleza es como un jardín, cuyas flores… -¡Ah! -dijo el otro-. Dejaos de floriculturas. -Pues es -siguió el secretario- como una reunión de rubias y morenas, cuyos encantos… -¡Dejad a vuestras morenas y a vuestras rubias! -interrumpió el otro. -O bien como una galería de cuadros cuyas imágenes… -¡No! No señor, no -replicó el forastero-. Decidme lo primero ¿cuántos sentidos tienen los hombres en vuestro país? -Nada más que setenta y dos -contestó el académico-. Créame que todos los días nos lamentamos de esta limitación. Nuestra imaginación va más allá de nuestras posibilidades, por lo que nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anillo y nuestras cinco lunas, no tenemos bastante; en realidad nos aburrimos mucho a pesar de nuestros setenta y dos sentidos y de las pasiones que de ellos se derivan. -Lo creo -dijo Micromegas-, porque nosotros tenemos cerca de mil sentidos y todavía nos quedan no sé qué vagos deseos, no sé qué inquietud, que sin cesar nos advierte que somos muy poca cosa y que hay seres mucho más perfectos. En mis viajes he visto gentes muy inferiores a nosotros, y otras muy superiores; mas no he hallado ninguna que no tenga más deseos que necesidades y más necesidades que satisfacciones. Acaso llegue algún día a un país donde no haya necesidades, pero hasta ahora no tengo la menor noticia de semejante país. El saturnino y el siriano quedaron meditabundos. Luego se entregaron a ingeniosas reflexiones tan agudas como inconsistentes, hasta que les fue forzoso atenerse a los hechos. -¿Es muy larga vuestra vida? -preguntó el siriano. -¡Ah! No. Muy corta -replicó el hombrecillo de Saturno. -Lo mismo sucede en nuestro país, siempre nos estamos quejando de la brevedad de la vida. Debe ser una ley universal de la naturaleza. -¡Ay! Nuestra vida -dijo el saturnino- se limita a quinientas revoluciones solares, que vienen a ser unos quince mil años según nuestra aritmética. Esto es casi nacer y morir en un momento. Así, nuestra existencia es un punto, nuestra vida un instante, y el globo en que habitamos un átomo. Apenas empieza uno a saber algo, a instruirse, cuando llega la muerte. Por mi parte no me atrevo a formar proyecto alguno; me siento como una gota de agua en el océano inmenso. Ahora estoy avergonzado en vuestra presencia al considerar lo ridículo de mi figura. Replicóle Micromegas: -Si no fuerais filósofo, temería desconsolaros diciéndoos que nuestra vida es setecientas veces más larga que la vuestra; pero ya sabéis que cuando llega el momento de reintegrarse a la naturaleza, para reanimarla bajo distinta forma -que es a lo que llaman morir-, cuando llega ese instante de metamorfosis, lo mismo da haber vivido una eternidad o sólo un día. He conocido países donde viven las gentes mil veces más que en el mío, y he visto que, sin embargo, se quejaban; pero en todas partes hay gentes razonables, que saben resignarse y dar gracias al autor de la naturaleza, que con maravillosa profusión ha esparcido en el universo las variedades más distintas sin olvidar la uniformidad. Así, por ejemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y sin embargo, todos se parecen en el don de pensar y desear. La materia es la misma en todas partes, pero en cada mundo manifiesta propiedades distintas. ¿Cuántas propiedades tiene la materia del vuestro? -Si os referís a las propiedades fundamentales, sin las cuales nuestro planeta no podría existir tal como es -dijo el saturnino-, pasan de trescientas; conviene saber: la extensión, la impenetrabilidad, la movilidad, la gravitación, la divisibilidad, etc. -Sin duda -replicó el viajero-, que es bastante con eso, con arreglo al plan del Creador para el reducido planeta en que vivís. En todas sus cosas adoro la sabiduría, porque si en todas advierto diferencia, advierto también proporción. Saturno es pequeño y lo son sus moradores; tenéis pocas sensaciones y goza vuestra materia de pocas propiedades. Todo ello lo dispuso así la Providencia. ¿De qué color es vuestro sol? -Blancuzco, ceniciento -dijo el saturnino-. Al dividir uno de sus rayos, observamos que tiene siete colores. -El nuestro tira a encarnado -dijo el siriano-, y tenemos treinta y nueve colores fundamentales. He podido estudiar muchos soles y no he hallado dos que se parezcan, de la misma manera que en nuestro planeta no se ve una cara que no se diferencie de las demás. Tras de hablar de muchas cuestiones análogas, se informó de cuántas sustancias distintas en esencia se conocían en Saturno y se le respondió que unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son muy extensos, los que se penetran, y los que no se penetran, etc. El siriano, en cuyo planeta había trescientas, y que había descubierto en sus viajes hasta tres mil, dejó asombrado al filósofo de Saturno. Finalmente, habiéndose comunicado mutuamente casi todo cuanto sabían, y muchas cosas que no sabían, y después de discutir por espacio de toda una revolución solar, acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico. Capítulo 3.– Viaje de los dos habitantes de Sirio y Saturno Ya estaban para embarcar nuestros dos filósofos en la atmósfera de Saturno con una buena provisión de instrumentos de matemáticas, cuando la querida del saturnino, que lo supo, le vino a dar amargas quejas. Era ésta una morenita muy agraciada, que no tenía más que mil quinientas varas de estatura, pero que con su gentileza compensaba la pequeñez de su cuerpo. -¡Ah, cruel! -exclamó-. Después de mil quinientos años de haber resistido tus solicitudes amorosas y cuando apenas hace cien años me había entregado a ti, ¡me abandonas para irte a viajar con un gigante de otro mundo! Sólo tuviste un capricho, nunca me amaste. Si fueras saturnino legítimo no serías tan inconstante. ¿A dónde vas? ¿Qué ambicionas? Nuestras cinco lunas son menos erráticas que tú y menos mudable nuestro ánulo. Abrazóla el filósofo, lloró con ella, aunque filósofo; y su querida, después de haberse desmayado, se fue a consolar con un petimetre. Partieron sin dilación ambos viajeros, y saltaron primero al anillo, que se le antojó muy aplastado, como lo supuso un ilustre habitante de nuestro minúsculo globo terráqueo, y desde allí anduvieron de luna en luna. De pronto pasó un cometa junto a ellos y a él se tiraron, con sus sirvientes y sus instrumentos. Un poco más adelante (ciento cincuenta millones de leguas) se toparon con los satélites de Júpiter y luego con este planeta, donde se apearon y permanecieron un año. En él descubrieron algunos secretos muy curiosos, que hubieran dado a la imprenta, a no haber sido por los señores inquisidores, que encontraron proposiciones bastante duras de tragar. Yo pude leer el manuscrito en la biblioteca del ilustrísimo señor arzobispo de…, quien con toda la benevolencia que a tan insigne prelado caracteriza, me permitió husmear en sus libros. Pero volvamos a nuestros aventureros. Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de cerca de cien millones de leguas y costearon el planeta Marte, el cual -como todos saben- es cinco veces más pequeño que la Tierra, donde vieron las dos lunas de que dispone y que no han podido descubrir todavía nuestros astrónomos. Aun cuando sé que el abate Castel rechazará ingeniosamente la existencia de dichas lunas, no ignoro tampoco que me darán la razón quienes saben razonar, aquellos a los que no puede escapárseles el hecho de que no le sería posible a Marte vivir sin dos lunas por lo menos, estando tan distante del Sol. Sea como fuere, a los viajeros les pareció un mundo tan chico que temieron no hallar alojamiento aceptable y pasaron de largo, como hacen los caminantes cuando topan con una mala venta en despoblado. Hicieron mal y se arrepintieron, pues tardaron mucho en encontrar albergue. Al fin divisaron una lucecilla, que era la Tierra, y que pareció muy mezquina cosa a gentes que venían de Júpiter. No obstante, y a trueque de arrepentirse otra vez, resolvieron desembarcar en ella. Pasaron a la cola del cometa y hallando una aurora boreal a mano, se metieron dentro. Tomaron tierra en la orilla septentrional del mar Báltico, el día 5 de julio de 1737. Capítulo 4.– Lo que les sucedió en el globo terráqueo Después de reposar un poco, almorzaron un par de montañas que les guisaron sus criados con mucho aseo. Quisieron luego reconocer el mezquino país donde se hallaban y marcharon de Norte a Sur. Los pasos que daban el siriano y sus acompañantes abarcaban unos treinta mil pies cada uno. Seguíales de lejos el enano de Saturno, que perdía el aliento, porque tenía que dar doce pasos mientras los otros daban una zancada. Iba, si se me permite la comparación, como un perrillo faldero que sigue a un capitán de la Guardia del rey de Prusia. Como andaban de prisa, dieron la vuelta al globo en veinticuatro horas; verdad es que el Sol, o por mejor decir, la Tierra, hace el mismo viaje en un día; pero hemos de convenir que es cosa más fácil girar sobre su eje que andar a pie. Volvieron al fin al sitio de donde partieron después de haber visto la balsa, casi imperceptible para ellos, denominada mar Mediterráneo y el otro pequeño estanque que llamamos gran Océano y que rodea nuestra madriguera; al enano no le llegaba el agua a media pierna y apenas si se mojaba el otro los talones. Fueron y vinieron arriba y abajo, procurando averiguar si estaba o no habitado este mundo; agachándose, tendiéronse lo más posible palpando por todas partes; pero eran tan enormes sus ojos y sus manos en relación con los seres minúsculos que nos arrastramos aquí abajo, que no lograron captar nuestra presencia, ni siquiera sorprender algún indicio que la revelase. El enano, que a veces juzgaba con ligereza, manifestó terminantemente que no había habitantes en la Tierra; basado en primer lugar en que él no veía ninguno. Micromegas le dio a entender cortésmente que su deducción no era fundada, porque -le dijo- ¿es que acaso con esos ojos tan pequeños que tenéis sois capaz de ver las estrellas de quincuagésima magnitud? Yo en cambio las veo perfectamente. ¿Afirmaréis, sin embargo, que esas estrellas no existen? -Os digo que he buscado y rebuscado por todas partes -dijo el enano. -¿Y no hay nada? -Lo único que hay es que este planeta está muy mal hecho -replicó el enano-; irregular y mal dispuesto, resulta no sólo ridículo, sino caótico. ¿No veis esos arroyuelos que ninguno corre derecho; esos estanques que no son redondos ni cuadrados, ni ovalados ni de forma geométrica alguna? Observad esos granos de arena (se refería a las montañas), que por cierto se me han metido en los pies… Ved el achatamiento de los polos de este globo que gira y gira alrededor del Sol y cuyo régimen climatológico es tan absurdo que las zonas de ambos polos son yertas y estériles. Lo que más me hace creer que no hay habitantes, es considerar que nadie con un poco de sentido común querría vivir en él. -Eso no importa nada -dijo Micromegas-. Pueden no tener sentido común y habitarle. Todo aquí se os antoja irregular y descompuesto porque no está trazado con tiralíneas como en Júpiter y Saturno. Eso es lo que os confunde. Por mi parte estoy acostumbrado a ver en mis viajes las cosas más distintas y los aspectos más variados. Replicó el saturnino a estas razones, y no se hubiera concluido esta disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes y caídose éstos, que eran muy hermosos aunque pequeñitos y desiguales. Los más gruesos pesaban cuatrocientas libras y cincuenta los más menudos. Cogió el enano alguno y arrimándoselos a los ojos observó que tal como estaban tallados resultaban excelentes microscopios. Tomó uno, pequeño, puesto que no tenía más de ciento sesenta pies de diámetro, y se lo aplicó a un ojo mientras que se servía Micrornegas de otro de dos mil quinientos pies. Al principio no vieron nada con ellos, pero hechas las rectificaciones oportunas, advirtió el saturnino una cosa imperceptible que se movía entre dos aguas en el mar Báltico: era una ballena; púsosela bonitamente encima de la uña del pulgar y se la enseñó al siriano, que por la segunda vez se echó a reír de la insignificancia de los habitantes de la Tierra. Creyó, pues, el saturnino que nuestro mundo estaba habitado sólo por ballenas y como era muy listo quiso averiguar de qué manera podía moverse un átomo tan ruin, y si tenía ideas, voluntad y libre albedrío. Micrornegas no sabía qué pensar; mas después de examinar con mucha atención al animal, sacó en consecuencia que no podía caber un alma en un cuerpo tan chico. Inclinábanse ya a creer ambos viajeros que en el terráqueo no existía vida racional, cuando, con el auxilio del microscopio descubrieron otro bulto más grande que la ballena flotando en el mar Báltico. Como es sabido, por aquellos días regresaba del círculo polar una banda de filósofos, que habían ido a tomar unas medidas en que nadie hasta entonces había pensado. Se dijo en los papeles públicos que su barco había encallado en las costas de Botnia y que por poco perecen todos. Pero nunca se sabe en este mundo la verdad oculta de las cosas. Contaré con sinceridad lo ocurrido sin quitar ni añadir nada; esfuerzo que por parte de un historiador es meritorio en alto grado. Capítulo 5.– Experiencias y reflexiones Tendió Micrornegas con mucho tiento la mano al sitio donde se veía aquel objeto, y alargando y encogiendo los dedos, por miedo a equivocarse, y abriéndolos luego y cerrándolos, agarró con mucha maña el navío donde iban aquellos sabios y le puso con mucho cuidado en la uña del pulgar. -He aquí un animal muy distinto del otro -dijo el enano de Saturno, mientras el siriano colocaba al pretenso animal en la palma de la mano. Los pasajeros y marineros de la tripulación, creyéndose arrebatados por un huracán, y al buque varado en un bajío, se ponen todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran a la mano de Micrornegas, y ellos se tiran después; sacan los sabios sus cuartos de círculo, sus sectores y sus muchachas laponas y se apean en los dedos del siriano, quien por fin siente que se mueve una cosa que le pica el dedo. Era un garrote con un hierro en la punta que le clavaban hasta un píe de profundidad en el dedo índice; esta picazón le hizo creer que había salido algo del cuerpo del animalejo que tenía en la mano; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues con su microscopio, que apenas bastaba para distinguir un navío de una ballena, no era posible descubrir a un entecillo como el hombre. No quiero zaherir la vanidad de nadie; pero ruego a las personas soberbias que reflexionen sobre este cálculo: aceptando como estatura media del hombre la de cinco pies, su presencia en la Tierra como individuo no hace más bulto que el que haría en una bola de diez pies de circunferencia un animal de seiscientos milavos de pulgada de alto. No hay duda de que si algún capitán de granaderos lee esta narración mandará que su tropa se ponga morriones de dos o tres pies más altos que los actuales, pero por más que haga, siempre serán él y sus soldados seres infinitamente pequeños. El filósofo de Sirio tuvo que proceder con suma habilidad para examinar esos átomos. No fue tan extraordinario el descubrimiento de Leuwenhock y Hartsoeker cuando vieron, o creyeron ver los primeros, la simiente que nos engendra. ¡Qué placer el de Micromegas cuando vio cómo se movían aquellos seres; cuando examinó sus movimientos todos y siguió todas sus acciones! ¡Con qué júbilo alargó a sus compañero de viaje uno de sus microscopios! -Los veo perfectamente -decían ambos, a la vez-; observad cómo andan y suben y bajan. Esto decían y les temblaban las manos de gozo al ver objetos tan nuevos y también de miedo a perderlos de vista. Pasando el saturnino de un extremo de desconfianza al opuesto de credulidad, se figuró que algunos estaban ocupados en la propagación de su especie. -¡Ah! -dijo el saturnino-. Ya tengo en mis manos el secreto de la naturaleza. Evidentemente las apariencias, cosa que sucede a menudo, engañan, tanto si se usa como si no se usa microscopio. Capítulo 6.– Lo que les sucedió con los hombres Mejor observador Micromegas que el enano, advirtió claramente que aquellos átomos se hablaban y así se lo hizo notar a su compañero, el cual, con la vergüenza de haberse engañado acerca del mecanismo de la generación, no quiso creer que semejante especie de bichos pudieran tener y comunicarse sus ideas. Micromegas poseía el don de lenguas, no menos que el siriano, y no entendiendo a nuestros átomos, suponía que no hablaban; y luego ¿cómo habían de tener órganos de la voz unos seres casi imperceptibles, ni qué se habían de decir? Para hablar es indispensable pensar, y si pensaban, llevaban en sí algo que equivalía al alma; y atribuir una cosa equivalente al alma a especie tan ruin, se le antojaba mucho disparate. Díjole el siriano: -¿Pues no creías, hace poco, que se estaban amando? ¿Pensáis que se hacen ciertas cosas sin pensar y sin hablar, o a lo menos, sin darse a entender? ¿Creéis que es más fácil hacer un chico que un silogismo? A mí, una y otra cosa me parecen impenetrables misterios. -No me atrevo ya -dijo el enano- a creer ni a negar nada; procedamos a examinar estos insectos y meditemos luego. -De acuerdo -respondió Micromegas. Y sacando unas tijeras se cortó la uña de su dedo pulgar con la que hizo una especie de bocina enorme, como un embudo inmenso, y luego se puso el cañón al oído; la circunferencia del embudo abarcaba al navío y toda su tripulación, y la más débil voz se introducía en las fibras circulares de la uña; de suerte que, merced a su ingenio, el filósofo de allá arriba, oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo, y en pocas horas logró distinguir las palabras y entender el idioma francés en que hablaban. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecía el asombro de los dos viajeros al oír hablar con notable discreción y les parecía inexplicable este fenómeno de la naturaleza. Como podemos figurarnos el enano y el siriano se morían de deseos de entablar conversación con aquellos átomos; pero tenían miedo de que su voz atronara a los microbios sin que la oyesen. Trataron, pues, de amortiguar su intensidad, y para ello se pusieron en la boca unos mondadientes muy menudos, cuya punta muy afilada iba a parar junto al navío. Puso el siriano al enano entre sus rodillas, y encima de una uña, el navío con su tripulación; bajó la cabeza y habló muy quedo, y después de todas estas precauciones, y muchas más, dijo lo siguiente: -Invisibles insectos que la diestra del Creador se plugo producir en los abismos de lo infinitamente pequeño; yo os bendigo. Acaso luego me desprecien en mi Corte; pero yo a nadie desprecio, y os brindo mi protección. Si hubo asombros en el mundo, ninguno llegó al de los que estas palabras oyeron, sin poder atinar de dónde salían. Rezó el capellán las preces contra el demonio, blasfemaron los marineros, e inventaron varios sistemas los filósofos del navío; pero a pesar de sus meditaciones, no les fue posible averiguar quién era el que les hablaba. Fue entonces cuando el enano de Saturno, que tenía la voz más débil que Micromegas, les explicó todo circunstanciadamente; el viaje desde Saturno, y quién era el señor Micromegas. Compadecido de que fueran tan chicos los habitantes de la Tierra les habló con ternura preguntándoles si habían sido siempre tan insignificantes y qué era lo que hacían en un globo que, al parecer, pertenecía a las ballenas. Les preguntó también si eran felices, si tenían alma, si se reproducían y otras mil preguntas por el estilo. Ofendido de que alguien dudase de si tenían alma, un sabio de la Tierra, más audaz que los demás, observó a su interlocutor con una pínula adaptada a un cuarto de círculo, midió los triángulos y por último dijo así: -¿Creéis, caballero, que porque tengáis una estatura de dos mil metros sois un…? -¡Dos mil metros? -exclamó el enano-. ¡No se ha equivocado ni en una pulgada! Así pues, este átomo ha podido medirme. Sabe matemáticas y ha determinado mi tamaño. En cambio, yo no le puedo ver sin el auxilio del microscopio y no sé qué dimensiones tiene. -Sí, supe mediros -dijo el matemático- y podré hacer lo mismo con el gigante que os acompaña. Admitida la propuesta, se tendió Su Excelencia en el suelo, porque estando en pie, su cabeza se perdía en las nubes, y nuestros filósofos le plantaron un árbol muy grande en cierto sitio que el doctor Swift hubiera designado por su nombre, pero que yo no me atrevo a mencionar por el mucho respeto que tengo a las damas. Luego, mediante una serie de triángulos que trazaron y relacionaron unos con otros, sacaron en consecuencia que la persona que medían era un sujeto de veinte mil pies de estatura. Micromegas decía: -¡Cuan cierto es que nunca se deben juzgar las cosas por su apariencia! Seres insignificantes, despreciables, tienen uso de razón, y aun es posible que otros más pequeños todavía posean más inteligencia que esos inmensos animales que he visto en el cielo y que con un solo pie cubrirían el planeta en que me encuentro. Para Dios, en su omnipotencia, no hay dificultad en proveer de entendimiento, lo mismo a los seres infinitamente grandes que a los infinitamente pequeños. Respondióle uno de los filósofos que bien podía creer, sin duda alguna, que había seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre, y para probárselo le contó, no las fábulas de Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. Díjole también que hay animales que son, con respecto a las abejas, lo que las abejas con respecto al hombre y le hizo notar lo que el propio siriano significaba en relación con aquellos animales enormes a que se había referido; a su vez, estos grandes animales comparados con otros, parecen imperceptibles átomos. Poco a poco fue haciéndose interesante la conversación. Micromegas se expresó así: Capítulo 7.–La conversación que tuvieron -¡Oh átomos inteligentes en quienes quiso el Eterno manifestar su arte y su poder! Decidme, amigo ¿no disfrutáis en vuestro globo terráqueo purísimos deleites? Apenas tenéis materia, sois todo espíritu, lo cual quiere decir que seguramente emplearéis vuestra vida en pensar y amar, que es la vida que corresponde a los espíritus. Yo que no he visto la felicidad en ninguna parte, creo ahora que está entre vosotros. Encogiéronse de hombros al oír esto los filósofos. Uno de ellos quiso hablar con sinceridad y manifestó que, exceptuando un número reducidísimo, a quienes para nada se tenía en cuenta, todos los demás eran una cáfila de locos, perversos y desdichados. -Más materia tenemos -dijo- de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mucha inteligencia, si proviene de la inteligencia. ¿Sabéis por ejemplo que a estas horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a otros cien mil animales que llevan turbante, o muriendo a sus manos? Tal es la norma en la tierra, desde que el hombre existe. Horrorizóse el siriano y preguntó cuál era el motivo de tan horribles contiendas entre animales tan ruines. -Se disputan -dijo el filósofo- unos trochos de tierra del tamaño de vuestros pies; y se los disputan no porque ninguno de los hombres que pelean y mueren o matan quiera para sí un terrón siquiera de aquel pedazo de tierra, sino por si éste ha de pertenecer a cierto individuo que llaman Sultán o a otro que apellidan Zar. Ninguno de los dos ha visto, ni verá nunca, el minúsculo territorio en litigio, así como tampoco ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan han visto al animal por quien se asesinan. -¡Desventurados! -exclamó con indignación el siriano-. ¿Cómo es posible tan absurdo frenesí? Deseos me dan de pisar a ese hormiguero ridículo de asesinos. -No hace falta que os toméis ese trabajo. Ellos solos se bastan para destruirse. Dentro de cien años habrán quedado reducidos a la décima parte. Aun sin guerras perecen de hambre, de fatiga, o de vicios. Pero no son ellos los que merecen castigo, sino quienes desde la tranquilidad de su gabinete y mientras hacen la digestión de una opípara comida, ordenan el degüello de un millón de hombres y dan luego gracias a Dios en solemnes funciones religiosas. Sentíase el viajero movido a piedad hacia el ruin linaje humano en el cual tantas contradicciones descubría. -Puesto que pertenecéis al corto número de los sabios -dijo a sus interlocutores- os ruego me digáis cuáles son vuestras ocupaciones. -Disecamos moscas -respondió uno de los filósofos-, medimos líneas, coleccionamos nombres, coincidimos acerca de dos o tres puntos que entendemos y discrepamos sobre dos o tres mil que no entendemos. El siriano y el saturnino se pusieron a hacerles preguntas para saber sobre qué estaban acordes. -¿Qué distancia hay -dijo el saturnino- desde la Canícula hasta la mayor de Géminis? Respondiéronle todos a la vez: -Treinta y dos grados y medio. -¿Qué distancia hay de aquí a la Luna? -Setenta semidiámetros de la Tierra. -¿Cuánto pesa vuestro aire? No creían que pudiesen responder a esta pregunta; pero todos le dijeron que pesaba novecientas veces menos que el mismo volumen del agua más ligera y diecinueve mil veces menos que el oro. Atónito el enanillo de Saturno ante la exactitud de las respuestas, estaba tentado a creer que eran magos aquellos mismos a quienes un cuarto de hora antes les había negado la inteligencia. Por último habló Micromegas: -Ya que tan perfectamente sabéis lo de fuera de vuestro planeta, sin duda mejor sabréis lo que hay dentro. Decidme, pues, ¿qué es vuestra alma y cómo se forman vuestras ideas? Los filósofos hablaron todos a la par como antes, pero todos manifestaron distinto parecer. Citó el más anciano a Aristóteles, otro pronunció el nombre de Descartes, éste el de Malebranche, aquél el de Leibnitz y el de Locke otro. El viejo peripatético dijo con gran convicción: -El alma es una entelequia, una razón en virtud de la cual tiene el poder de ser lo que es; así lo dice expresamente Aristóteles, página 633 de la edición del Louvre: ‘?????????? ?????? etc. -No entiendo el griego -confesó el gigante. -Ni yo tampoco -respondió el filósofo. -Entonces ¿por qué citáis a ese Aristóteles en griego? -Porque lo que uno no entiende, lo ha de citar en una lengua que no sabe. Tomó entonces la palabra el cartesiano y dijo: -El alma es un espíritu puro, que en el vientre de la madre recibe todas las ideas metafísicas y que, en cuanto sale de él, tiene que ir a la escuela para aprender de nuevo lo que tan bien sabía y que nunca volverá a saber. El animal de ocho leguas opinó que importaba muy poco que el alma supiera mucho en el vientre de su madre si después lo ignora todo. -Pero decidme, ¿qué entendéis por espíritu? -¡Valiente pregunta! -contestó el otro-. No tengo idea de él. Dicen que es lo que no es materia. -¿Y sabéis lo que es materia? -Eso sí. Esa piedra, por ejemplo, es parda y de tal figura, tiene tres dimensiones y es pesada y divisible. -Así es -asintió el siriano-; pero esa cosa que te parece divisible, pesada y parda ¿me dirás qué es? Tú sabes de algunos de sus atributos, pero el sostén de esos atributos ¿lo conoces? -No -dijo el otro. -Luego no sabes qué cosa sea la materia. Dirigiéndose entonces el señor Micromegas a otro sabio que encima de su dedo pulgar se posaba, le preguntó qué creía que era su alma y de qué se ocupaba él. -No hago nada -respondió el filósofo malebranchista-; Dios es quien lo hace todo por mí; en El lo veo todo, en El lo hago todo y es El quien todo lo dispone sin cooperación mía. -Eso es igual que no existir -respondió el filósofo de Sirio-. Y tú, amigo -le dijo a un leibnitziano que allí estaba-, ¿qué haces? ¿Qué es tu alma? -Una aguja de reloj -dijo el leibnitziano- que señala las horas mientras suenan musicalmente en mi cuerpo, o bien, si os parece mejor, el alma las suena mientras el cuerpo las señala; o bien, mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco del espejo. La cosa no puede ser más clara. Estábalos oyendo un sectario de Locke, y cuando le tocó hablar dijo: -Yo no sé cómo pienso; lo que sé es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e inteligentes, no lo pongo en duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia a la materia, eso no lo creo. Respeto al eterno poder, y sé que no me compete definirle; no afirmo nada y me inclino a creer que hay muchas más cosas posibles de lo que se piensa. Sonrióse el animal de Sirio y le pareció que no era éste el menos cuerdo. Si no hubiera sido por la enorme desproporción de sus tamaños corpóreos, hubiese dado un abrazo, el enano de Saturno al discípulo de Locke. Por desgracia, se encontraba también allí un bichejo tocado con un birrete, que, interrumpiendo el diálogo, manifestó que él estaba en posesión de la verdad que no era otra que la expuesta en la Summa de Santo Tomás; y mirando de pies a cabeza a los dos viajeros celestes les dijo que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido creado para el hombre. Al oír los otros tal sandez, se echaron a reír estrepitosamente con aquella inextinguible risa que, según Homero, es atributo de los dioses. Las convulsiones de tanta hilaridad hicieron caer al navío de la uña del siriano al bolsillo de los calzones del saturnino. Buscáronle ambos mucho tiempo; al cabo toparon con la tripulación y la metieron en el barco lo mejor que pudieron. Luego el siriano se despidió amablemente de aquellos charlatanes, aunque le tenía algo mohíno ver que unos seres tan infinitamente pequeños, tuvieran una vanidad tan infinitamente grande. Prometióles un libro de filosofía escrito en letra muy menuda, para que pudieran leerle. -En él veréis -dijo- la razón de todas las cosas. En efecto, antes de irse les dio el libro prometido que llevaron a la Academia de Ciencias de París. Cuando lo abrió el viejo secretario de la Academia, observó que todas las páginas estaban en blanco. -¡Ah! -dijo-. Ya me lo figuraba yo.
Voltaire
Francia
1694-1778
Todo está bien
Minicuento
Un pequeño monje estaba tan acostumbrado a hacer milagros que el prior le prohibió ejercer su talento. El pequeño monje obedeció; pero al ver que un pobre albañil se caía de lo alto de un tejado, dudó entre el deseo de salvarle la vida y la santa obediencia. Mandó al albañil que se quedara en el aire hasta nueva orden, y corrió velozmente a contar a su prior el estado de la situación. El prior le perdonó el pecado que había cometido al comenzar un milagro sin su permiso, pero le permitió acabarlo con tal de que aquello no continuara y no volviera a repetirse. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Tortura
Minicuento
Simón fue a quejarse al emperador de que un miserable galileo presumía de hacer mayores prodigios que él. Pedro compareció junto con Simón para ver quién de los dos era superior en su oficio. -Dime lo que estoy pensando -dijo Simón a Pedro. -Que me dé el emperador un pan de cebada, y verás si sé lo que guardas en el alma. Se le dio el pan. Inmediatamente, Simón hizo aparecer dos grandes dogos que querían devorarle. Pedro les arrojó el pan y, mientras lo comían, le dijo: -¡Bien! ¿Sabía o no lo que pensabas? Querías hacerme devorar por tus perros. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Una aventura india
Cuento
Los sirios imaginaron que al ser creados el hombre y la mujer en el cuarto cielo, se atrevieron a comer una torta, en lugar de la ambrosía, que era su comida natural. La ambrosía se exhalaba por los poros; pero después de haber comido la torta, era preciso ir al excusado. El hombre y la mujer rogaron a un ángel que les enseñase dónde estaba el retrete. “Ved —les dijo el ángel— aquel pequeño planeta, apenas visible, que está a unos sesenta millones de leguas de aquí; allí está el excusado del universo; id lo más rápido posible”. Y fueron allí y se quedaron; y desde ese momento nuestro mundo fue lo que es. FIN
Voltaire
Francia
1694-1778
Zadig o el destino
Cuento
Extraña manera de interrogar a los hombres. Debe su origen al salteador de caminos. Los conquistadores, que fueron los sucesores de tales ladrones, comprendieron que esa finalidad era útil para su interés y la siguieron usando cuando sospechaban que fraguaban contra ellos malévolas intenciones, como, por ejemplo, la de ser libres; deseo que a sus ojos era un crimen de lesa majestad divina y humana. La Providencia nos tortura algunas veces con el mal de piedra, la gota, el escorbuto, la lepra, la sífilis, la epilepsia y otros verdugos ejecutores de sus venganzas. Y como los primitivos déspotas fueron, según creían sus cortesanos, imágenes de la divinidad, la imitaron en todo lo que pudieron. El grave magistrado que adquirió con dinero el derecho a hacer estos experimentos en sus prójimos se va a comer con su santa esposa y a contarle, mientras come, lo que ha visto por la mañana. La primera vez que oye ese relato su sensible esposa se encoleriza; la segunda vez ya desea conocer detalles, por aquello de que las mujeres son curiosas, y cuando se acostumbra a las nobles funciones de su marido, al verle entrar en casa pregunta: «¡Oh, querido! ¿Has puesto hoy en el potro a alguien?». FIN
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Cuentos para tahúres
Cuento
Pitágoras, estando en la India, aprendió, como saben todos, en la escuela de los gimnosofistas la lengua de los animales y la de las plantas. Paseándose un día por un prado cerca de la orilla del mar, oyó estas palabras: -¡Qué desdicha la mía de haber nacido hierba, apenas llego a dos pulgadas de alto, cuando me huella bajo sus vastos pies un monstruo voraz, un animal horroroso, que tiene armada la boca de una fila de tajantes hoces con que me siega, me hace añicos, y me traga: los hombres llaman carnero a este monstruo, y no creo que haya en el universo criatura más abominable. Dio Pitágoras algunos pasos más, y encontró una ostra abierta sobre una piedra: todavía no había abrazado la admirable ley que prohíbe comerse a los animales nuestros semejantes; iba a tragarse la ostra, cuando dijo ella estas lastimosas razones: -¡Oh, naturaleza, qué feliz es la hierba, que como yo es obra tuya! Cuando la cortan, renace, y es inmortal; y nosotras desventuradas ostras, en balde nos defiende una doble coraza, que unos malvados nos engullen a docenas para desayunarse, y se acabó para siempre. ¡Qué suerte tan horrenda la de una ostra! ¡Que inhumanos son los hombres! Estremecido Pitágoras, conoció la enormidad del delito que iba a cometer: pidió llorando perdón a la ostra, y la repuso bonitamente encima de la piedra. Mientras iba meditando profundamente en este suceso, vio de vuelta al pueblo arañas que se comían las moscas, golondrinas que se comían las arañas, y gavilanes que se comían las golondrinas. -¡Todas estas gentes -decía- no son filósofos! Al entrar en el pueblo lo apretaron, lo estrujaron y lo tiraron al suelo una muchedumbre de pillos y desarrapados que iban corriendo y gritando: -Muy bien hecho; bien lo merecen. -¿Quién?, ¿qué? -dijo levantándose Pitágoras. Y la gente corría sin cesar diciendo: -¡Ah, qué gusto será verlos asar! Pitágoras creyó que hablaban de membrillos o de alguna otra fruta; pero no era así, que era de dos pobres indios. -Sin duda -dijo Pitágoras- que serán dos grandes filósofos aburridos de la vida y que anhelan renacer bajo otra forma. Siempre es cosa gustosa mudar de casa, puesto que ningún alojamiento hay bueno; pero sobre gustos no se ha de disputar. Siguió con la muchedumbre hasta la plaza pública, y allí vio una gran hoguera encendida, y enfrente de la hoguera un banco que llamaban un tribunal, y en este banco unos jueces; y estos jueces tenían todos en la mano una cola de vaca, y en la cabeza un bonete que se parecía perfectamente a las dos orejas del animal que montaba Isleño cuando vino en otro tiempo al país con Baco, después de atravesar el mar Eritreo a pie enjuto, y parar el Sol y la Luna, como lo cuentan los verídicos órficos. Entre estos jueces se encontraba un hombre de bien a quien conocía mucho Pitágoras; y el sabio de la India explicó al de Samos de qué se trataba en la fiesta que iban a dar al pueblo indio. -Los dos indios -le dijo- no tienen ganas ninguna de que los quemen; que les han condenado a este suplicio mis graves colegas: al uno, porque ha dicho que la sustancia de Jaca es distinta de la de Brama; y al otro, porque ha sospechado que era posible agradar al Ser supremo siendo virtuoso, sin agarrar a la hora de la muerte una vaca por la cola; porque, dice él, en todos los tiempos es posible practicar la virtud, y no siempre se encuentra una vaca a mano. Las buenas mujeres de este pueblo se han alborotado de tal modo al oír estas dos proposiciones heréticas, que no han dejado ni a sol ni a sombra a los jueces, hasta que han mandado el suplicio de estos dos infelices. Infirió Pitágoras que, desde la hierba hasta el hombre, había motivos de quebranto en este mundo, puesto que trajo a la razón a los jueces, y aún a las devotas, cosa que solamente esta vez ha sucedido. Fuese luego a predicar la tolerancia a Crotona; más un intolerante pegó fuego a su casa, y se quemó en ella después de haber librado a dos indios de las llamas. ¡Escape el que pudiere! FIN
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Esa mujer
Cuento
[Cuento - Texto completo.] Dedicatoria de Zadig a la Sultana Cheraah, por Sadi A 18 del mes de Cheval, año 837 de la hégira. Embeleso de las niñas de los ojos, tormento del corazón, luz del ánimo, no beso yo el polvo de tus pies, porque o no andas a pié, o si andas, pisas o rosas o tapetes de Irán. Ofrézcote la versión de un libro de un sabio de la antigüedad, que siendo tan feliz que nada tenia que hacer, gozó la dicha mayor de divertirse con escribir la historia de Zadig, libro que dice más de lo que parece. Ruégote que le leas y le aprecies en lo que valiere; pues aunque todavía está tu vida en su primavera, aunque te embisten de rondón los pasatiempos todos, aunque eres hermosa, y tu talento da a tu hermosura mayor realce, aunque te elogian de día y de noche, motivos concomitantes que son mas que suficientes para que no tengas pizca de sentido común, con todo eso tienes agudeza, discreción, y finísimo gusto, y te he oído discurrir con mas tino que ciertos derviches viejos de luenga barba, y gorra piramidal. Eres prudente sin ser desconfiada, piadosa sin flaqueza, benéfica con acierto, amiga de tus amigos, sin colrar enemigos. Nunca cifras en decir pullas el chiste de tus agudezas, ni dices mal de nadie, ni a nadie se le haces, puesto que tan fácil cosa te seria lo uno y lo otro. Tu alma siempre me ha parecido tan perfecta como tu hermosura. Ni te falta cierto caudalejo de filosofía, que me ha persuadido a que te agradaría más que a otra este escrito de un sabio. Escribióse primero en el antiguo caldeo, que ni tú ni yo sabemos, y fue traducido en árabe para recreación del nombrado sultán Ulugbeg, en los tiempos que Árabes y Persianos se daban a escribir las Mil y una Noches, los Mil y un Días, etc. Ulug más gustaba de leer a Zadig, pero las sultanas se divertían más con los Mil y uno. Decíales el sabio Ulug, que como podían llevar en paciencia unos cuentos sin pies ni cabeza, que nada querían decir. Pues por eso mismo son de nuestro gusto, respondieron las sultanas. Espero que tú no te parezcas a ellas, y que seas un verdadero Ulug; y no desconfío de que cuando te halles fatigada de conversaciones tan instructivas como los Mil y uno, aunque mucho menos recreativas, podré yo tener la honra de que te ocupes algunos minutos de vagar en oírme cosas dichas en razón. Si en tiempo de Scander, hijo de Filipo, hubieras sido Talestris, o la reina de Sabea en tiempo de Solimán, estos reyes hubieran sido los que hubieran peregrinado por verte. Ruego a las virtudes celestiales que tus deleites no lleven acíbar, que sea duradera tu hermosura, y tu ventura perpetua. SADI I.– El tuerto. Reinando el rey Moabdar, vivía en Babilonia un mozo llamado Zadig, de buena índole, que con la educación se había mejorado. Sabia enfrenar sus pasiones, aunque mozo y rico; ni gastaba afectación, ni se empeñaba en que le dieran siempre la razón, y respetaba la flaqueza humana. Pasmábanse todos viendo que puesto que le sobraba agudeza, nunca se mofaba con chufletas de los desconciertos mal hilados, de las murmuraciones sin fundamento, de los disparatados fallos, de las burlas de juglares, que llamaban conversación los Babilonios. En el libro primero de Zoroastro había visto que es el amor propio una pelota llena de viento, y que salen de ella borrascas así, que la pican. No se alababa Zadig de que no hacia aprecio de las mujeres, y de que las dominaba. Era liberal, sin que le arredrase el temor de hacer bien a desagradecidos, cumpliendo con aquel gran mandamiento de Zoroastro, que dice: “Da de comer a los perros” cuando tú comieres, aunque te muerdan “luego.” Era sabio cuanto puede serlo el hombre, pues procuraba vivir en compañía de los sabios: había aprendido las ciencias de los Caldeos, y estaba instruido en cuanto acerca de los principios físicos de la naturaleza en su tiempo se conocía; y de metafísica sabia todo cuanto en todos tiempos se ha sabido, que es decir muy poca cosa. Creía firmísimamente que un año tiene trescientos sesenta y cinco días y un cuarto, contra lo que enseñaba la moderna filosofía de su tiempo, y que estaba el sol en el centro del mundo; y cuando los principales magos le decían en tono de improperio, y mirándole de reojo, que sustentaba principios sapientes haeresim, y que solo un enemigo de Dios y del estado podía decir que giraba el sol sobre su eje, y que era el año de doce meses, se callaba Zadig, sin fruncir las cejas ni encogerse de hombros. Opulento, y por tanto no faltándole amigos, disfrutando salud, siendo buen mozo, prudente y moderado, con pecho ingenuo, y elevado ánimo, creyó que podía aspirar a ser feliz. Estaba apalabrado su matrimonio con Semira, que por su hermosura, su dote, y su cuna, era el mejor casamiento de Babilonia. Profesábale Zadig un sincero y virtuoso cariño, y Semira le amaba con pasión. Rayaba ya el venturoso día que a enlazarlos iba, cuando paseándose ambos amantes fuera de las puertas de Babilonia, bajo unas palmas que daban sombra a las riberas del Eúfrates, vieron acercarse unos hombres armados con alfanjes y flechas. Eran estos unos sayones del mancebo Orcan, sobrino de un ministro, y en calidad de tal los aduladores de su tío le habían persuadido a que podía hacer cuanto se le antojase. Ninguna de las prendas y virtudes de Zadig poseía; pero creído que se le aventajaba mucho, estaba desesperado por no ser el preferido. Estos celos, meros hijos de su vanidad, le hicieron creer que estaba enamorado de Semira, y quiso robarla. Habíanla cogido los robadores, y con el arrebato de su violencia la habían herido, vertiendo la sangre de una persona que con su presencia los tigres del monte Imao habría amansado. Traspasaba Semira el cielo con sus lamentos, gritando: ¡Querido esposo, que me llevan de aquel a quien adoro! No la movía el peligro en que se veía, que solo en su caro Zadig pensaba. Defendíala este con todo el denuedo del amor y la valentía, y con ayuda de solos dos esclavos ahuyentó a los robadores, y se trajo a Semira ensangrentada y desmayada, que al abrir los ojos conoció à su libertador. ¡O Zadig! le dijo, os quería como a mi esposo, y ahora os quiero como aquel a quien de vida y honra soy deudora. Nunca rebosó un pecho en más tiernos afectos que el de Semira, nunca tan linda boca pronunció con tanta viveza de aquellas inflamadas expresiones que de la gratitud del más alto beneficio y de los mas tiernos raptos del cariño mas legitimo son hijas. Era leve su herida, y sanó en breve. Zadig estaba herido de más peligro, porque una flecha le había hecho una honda llaga junto al ojo. Semira importunaba a los Dioses por la cura de su amante: día y noche bañados los ojos en llanto, aguardaba con impaciencia el instante que los de Zadig se pudieran gozar en mirarla; pero una apostema que se formó en el ojo herido causó el mayor temor. Enviaron a llamar a Menfis al célebre médico Hermes, que vino con una crecida comitiva; y habiendo visitado al enfermo declaró que irremediablemente perdía el ojo, pronosticando hasta el día y la hora que había de suceder tan fatal desmán. Si hubiera sido, dijo, el ojo derecho, yo le curaría; pero las heridas del izquierdo no tienen cura. Toda Babilonia se dolió de la suerte de Zadig, al paso que quedó asombrada con la profunda ciencia de Hermes. Dos días después reventó naturalmente la apostema, y sanó Zadig. Hermes escribió un libro, probándole que no debía haber sanado, el cual Zadig no leyó; pero luego que pudo salir, fue a ver a aquella de quien esperaba su felicidad, y por quien únicamente quería tener ojos, Hallábase Semira en su quinta, tres días hacia, y supo Zadig en el camino, que después de declarar resueltamente que tenia una invencible antipatía a los tuertos, la hermosa dama se había casado con Orcan aquella misma noche. Desmayóse al oír esta nueva, y estuvo en poco que su dolor le condujera al sepulcro; mas después de una larga enfermedad pudo mas la razón que el sentimiento, y fue no poca parte de su consuelo la misma atrocidad del agravio. Pues he sido víctima, dijo, de tan cruel antojo de una mujer criada en palacio, me casaré con una hija de un honrado vecino. Escogió pues por mujer a Azora, doncella muy cuerda y de la mejor índole, en quien no notó mas defecto que alguna insustancialidad, y no poca inclinación a creer que los mozos mas lindos eran siempre los mas cuerdos y virtuosos. II.– Las narices. Un día que volvía del paseo Azora toda inmutada, y haciendo descompuestos ademanes: ¿Qué tienes, querida? le dijo Zadig; ¿qué es lo que tan fuera de ti te ha puesto? ¡Ay! le respondió Azora, lo mismo hicieras tú, si hubieses visto la escena que acabo yo de presenciar, había ido a consolar a Cosrúa, la viuda joven que ha erigido, dos días ha, un mausoleo al difunto mancebo, marido suyo, cabe el arroyo que baña esta pradera, jurando a los Dioses, en su dolor, que no se apartaría de las inmediaciones de este sepulcro, mientras el arroyo no mudara su corriente. Bien está, dijo Zadig; eso es señal de que es una mujer de bien, que amaba de veras a su marido. Ha, replico Azora, si tú supieras cual era su ocupación cuando entré a verla. ??¿Cuál era, hermosa Azora? ??Dar otro cauce al arroyo. Añadió luego Azora tantas invectivas, prorumpió en tan agrias acusaciones contra la viuda moza, que disgustó mucho a Zadig virtud tan jactanciosa. Un amigo suyo, llamado Cador, era uno de los mozos que reputaba Azora por de mayor mérito y probidad que otros; Zadig le fió su secreto, afianzando, en cuanto le fue posible, su fidelidad con cuantiosas dádivas. Después de haber pasado Azora dos días en una quinta de una amiga suya, se volvió a su casa al tercero. Los criados le anunciaron llorando que aquella misma noche se había caído muerto de repente su marido, que no se habían atrevido a llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar a Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardín. Lloraba Azora, mesábase los cabellos, y juraba que no quería vivir. Aquella noche pidió Cador licencia para hablar con ella, y lloraron, ambos. El siguiente día lloraron menos, y comieron juntos. Fióle Cador que le había dejado su amigo la mayor parte de su caudal, y le dio a entender que su mayor dicha seria poder partirle con ella. Lloró con esto la dama, enojóse, y se apaciguó luego; y como la cena fue mas larga que la comida, hablaron ambos con mas confianza. Hizo Azora el panegírico del difunto, confesando empero que adolecía de ciertos defectillos que en Cador no se hallaban. En mitad de la cena se quejó Cador de un vehemente dolor en el bazo, y la dama inquieta y asustada mandó le trajeran todas las esencias con que se sahumaba, para probar si alguna era un remedio contra los dolores de bazo; sintiendo mucho que se hubiera ido ya de Babilonia el sapientísimo Hermes, y dignándose hasta de tocar el lado donde sentía Cador tan fuertes dolores. ¿Suele daros este dolor tan cruel? le dijo compasiva. A dos dedos de la sepultura me pone a veces, le respondió Cador, y no hay más que un remedio para aliviarme, que es aplicarme al costado las narices de un hombre que haya muerto el día antes. ¡Raro remedio! dijo Azora. No es mas raro, respondió Cador, que los cuernos de ciervo que ponen a los niños para preservarlos del mal de ojos. Esta última razón con el mucho mérito del mozo determinaron al cabo a la Señora. Por fin, dijo, si las narices de mi marido son un poco mas cortas en la segunda vida que en la primera, no por eso le ha de impedir el paso el ángel Asrael, cuando atraviese el puente Sebinavar, para transitar del mundo de ayer al de mañana. Diciendo esto, cogió una navaja, llegóse al sepulcro de su esposo bañándole en llanto, y se bajó para cortarle las narices; pero Zadig que estaba tendido en el sepulcro, agarrando con una mano sus narices, y desviando la navaja con la otra, se alzó de repente exclamando; Otra vez no digas tanto mal de Cosrúa, que la idea de cortarme las narices bien se las puede apostar a la de mudar la corriente de un arroyo. III.– El perro y el caballo. En breve experimentó Zadig que, como dice el libro de Zenda?Vesta, si el primer mes de matrimonio es la luna de miel, el segundo es la de acíbar. Vióse muy presto precisado a repudiar a Azora, que se había tornado inaguantable, y procuró ser feliz estudiando la naturaleza. No hay ser mas venturoso, decía, que el filósofo que estudia el gran libro abierto por Dios a los ojos de los hombres. Las verdades que descubre son propiedad suya: sustenta y enaltece su ánimo, y vive con sosiego, sin temor de los demás, y sin que venga su tierna esposa a cortarle las narices. Empapado en estas ideas, se retiró a una quinta a orillas del Eúfrates, donde no se ocupaba en calcular cuantas pulgadas de agua pasan cada segundo bajo los arcos de un puente, ni si el mes del ratón llueve una línea cúbica de agua mas que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, o porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo granjeó una sagacidad que le hacia tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían. Paseándose un día junto a un bosquecillo, vio venir corriendo un eunuco de la reina, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecían llenos de zozobra, y corrían a todas partes como locos que andan buscando lo más precioso que han perdido. Mancebo, le dijo el principal eunuco, ¿visteis al perro de la reina? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Tenéis razón, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coja del pié izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habéis visto? dijo el primer eunuco fuera de sí. No por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabia que la reina tuviese perra ninguna. Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no menos premura que el primer eunuco tras de la perra, Dirigióse el caballerizo a Zadig, preguntándole si había visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dijo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pezuña muy pequeña, la cola de vara y cuarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿dónde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oído nunca hablar de él. Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que había robado Zadig el caballo del rey y la perra de la reina; condujeronle pues a la asamblea del gran Desterham, que le condenó a doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubieron dado la sentencia, cuando parecieron el caballo y la perra, de suerte que se vieron los jueces en la dolorosa precisión de anular su sentencia; condenaron empero a Zadig a una multa de cuatrocientas onzas de oro, porque había dicho que no había visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleito ante el consejo del gran Desterliam, donde dijo así: Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permitido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca vi ni la respetable perra de la reina, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy a contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me dieron a conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que había parido pocos días hacia. Otros vestigios en otra dirección, que se dejaban ver siempre al ras de la arena al lado de los pies delanteros, me demostraron que tenia las orejas largas; y como las pisadas del un pié eran menos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por consecuencia que era, si soy osado a decirlo, algo coja la perra de nuestra augusta reina. En cuanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas a igual distancia. Este caballo, dije, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene más de dos varas y media de ancho, estaba a izquierda y a derecha barrido el polvo en algunos parajes. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y cuarta, que con sus movimientos a derecha y a izquierda ha barrido este polvo. Debajo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recién caídas las hojas de las ramas, y conocí que las había dejado caer el caballo, que por tanto tenía dos varas. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dejado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros. Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reina. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba más que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de cuatrocientas onzas de oro a que había sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictamen de quemarle como hechicero. Fuéron con mucho aparato a su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, a llevarle sus cuatrocientas onzas, sin guardar por las costas más que trescientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidieron una gratificación. Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasión lo que hubiese visto, y la ocasión no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debajo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaración a este, no declaró nada; y habiéndole probado que se había asomado al balcón, por tamaño delito fue condenado a pagar quinientas onzas do oro, y dio las gracias a los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decía Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, o la perrita de la reina! ¡Qué de peligros corre quien a su balcón se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida! IV.– El envidioso. Apeló Zadig a la amistad y a la filosofía para consolarse de los males que le había hecho la fortuna. En un arrabal de Babilonia tenia una casa alhajada con mucho gusto, y allí reunía las artes y las recreaciones dignas de un hombre fino. Por la mañana estaba su biblioteca abierta para todos los sabios, y por la tarde su mesa a personas de buena educación. Pero muy presto echó de ver que era muy peligroso tratar con sabios. Suscitóse una fuerte disputa acerca de una ley de Zoroastro, que prohíbe comer grifo. ¿Como está prohibido el grifo, decían unos, si no hay tal animal? Fuerza es que le haya, decían otros, cuando no quiere Zoroastro que le comamos. Zadig, por ponerlos conformes, les dijo: Pues no comamos grifo, si grifos hay; y si no los hay, menos los comeremos, y así obedeceremos a Zoroastro. Había un sabio escritor que había compuesto una obra en trece tomos en folio acerca de las propiedades de los grifos, gran teurgista, que a toda prisa se fue a presentar ante el archimago Drastanés, el más necio, y a consecuencia el más fanático de los Caldeos de aquellos remotos tiempos. En honra y gloria del Sol, habría este mandado empalar a Zadig, y rezado luego el breviario de Zoroastro con mas devota compunción. Su amigo Cador (que un amigo vale mas que un ciento de clérigos) fue a ver al viejo Drastanés, y le dijo así: Gloria al Sol y a los grifos; nadie toque al pelo a Zadig, que es un santo, y mantiene grifos en su corral, sin comérselos: su acusador sí, que es hereje. ¿Pues no ha sustentado que no son ni solípedos ni inmundos los conejos? Bien, bien, dijo Drastanés, meneando la temblona cabeza: a Zadig se le ha de empalar, porque tiene ideas erróneas sobre los glifos; y al otro, porque ha hablado sin miramiento de los conejos. Apaciguólo Cador todo por medio de una moza de retrete de palacio, a quien había hecho un chiquillo, la cual tenia mucho influjo con el colegio de los magos, y no empalaron a nadie; cosa que la murmuraron muchos doctores, y por ello pronosticaron la próxima decadencia de Babilonia. Decía Zadig: ¿En qué se cifra la felicidad? Todo me persigue en la tierra, hasta los seres imaginarios; y maldiciendo de los sabios, resolvió ceñirse a vivir con la gente fina. Reuníanse en su casa los sujetos de mas fino trato de Babilonia, y las mas amables damas; servíanse exquisitas cenas, precedidas las mas veces de academias, y que animaban conversaciones amables, en que nadie aspiraba a echarlo de agudo, que es medio certísimo de ser un majadero, y deslustrar la mas brillante tertulia. Los platos y los amigos no eran los que escogía la vanagloria, que en todo prefería a la apariencia la realidad, y así se granjeaba una estimación sólida, por eso mismo que menos a ella aspiraba. Vivía en frente de su casa un tal Arimazo, sujeto que llevaba la perversidad de su ánimo en la fisonomía grabada: corroíale la envidia, y reventaba de vanidad, desando aparte que era un presumido de saber fastidioso. Como las personas finas se burlaban de él, él se vengaba hablando mal de ellas. Con dificultad reunía en su casa aduladores, puesto que era rico. Importunábale el ruido de los coches que entraban de noche en casa de Zadig, pero mas le enfadaba el de las alabanzas que de él oía. Iba algunas veces a su casa, y se sentaba a la mesa sin que le convidaran, corrompiendo el júbilo de la compañía entera, como dicen que inficionan las arpías los manjares que tocan. Sucedióle un día que quiso dar un banquete a una dama, que, en vez de admitirle, se fue a cenar con Zadig; y otra vez, estando ambos hablando en palacio, se llegó un ministro que convidó a Zadig a cenar, y no le dijo nada a Arimazo. En tan flacos cimientos estriban a veces las más crueles enemigas. Este hombre, que apellidaba Babilonia el envidioso, quiso dar al traste con Zadig, porque le llamaban el dichoso. Cien veces al día, dice Zoroastro, se halla ocasión para hacer daño, y para hacer bien apenas una vez al año. Fuése el envidioso a casa de Zadig, el cual se estaba paseando por sus jardines con dos amigos, y una señora a quien decía algunas flores, sin otro ánimo que decirlas. Tratábase de una guerra que acababa de concluir con felicidad el rey contra el príncipe de Hircania, feudatario suyo. Zadig que en esta corta guerra había dado repetidas pruebas de valor, hacia muchos elogios del rey, y más todavía de la dama. Cogió su libro de memoria, y escribió en él cuatro versos de repente, que dio a leer a su hermosa huésped; pero aunque sus amigos le suplicaron que se los leyese, por modestia, o acaso por un amor propio muy discreto, no quiso hacerlo: que bien sabia que los versos de repente hechos solo son buenos para aquella para quien se hacen. Rasgó pues en dos la hoja del librillo de memoria en que los había escrito, y tiró los dos pedazos a una enramada de rosales, donde fue en balde buscarlos. Empezó en breve a lloviznar, y se volvieron todos a los salones; pero el envidioso que se había quedado en el jardín, tanto registró que dio con una mitad de la hoja, la cual de tal manera estaba rasgada, que la mitad de cada verso que llenaba un renglón formaba sentido, y aun un verso corto; y lo mas extraño es que, por un acaso todavía mas extraordinario, el sentido que formaban los tales versos cortos era una atroz infectiva contra el rey. Leíase en ellos: Un monstruo detestable Hoy rige la Caldea; Su trono incontrastable El poder mismo afea, Por la vez primera de su vida se creyó feliz el envidioso, teniendo con que perder a un hombre de bien y amable. Embriagado en tan horrible júbilo, dirigió al mismo rey esta sátira escrita de pluma de Zadig, el cual, con sus dos amigos y la dama, fue llevado a la cárcel, y se le formó causa, sin que se dignaran de oírle. Púsose el envidioso, cuando le hubieron sentenciado, en el camino por donde había de pasar, y le dijo que no valían nada sus versos. No lo echaba Zadig de poeta; sentía empero en el alma verse condenado como reo de lesa majestad, y dejar dos amigos y una hermosa dama en la cárcel por un delito que no había cometido. No lo permitieron alegar nada en su defensa, porque el libro de memoria estaba claro, y que así era estilo en Babilonia. Caminaba pues al cadalso, atravesando inmensas filas de gentes curiosas; ninguno se atrevía a condolerse de él, pero sí se agolpaban para examinar qué cara ponía, y si iba a morir con aliento. Sus parientes eran los únicos afligidos, porque no heredaban, habiéndose confiscado las tres cuartas partes de su caudal a beneficio del erario, y la restante al del envidioso. Mientras que se estaba disponiendo a morir, se voló del balcón el loro del rey, y fue a posarse en los rosales del jardín de Zadig. Había derribado el viento un melocotón de un árbol inmediato, que había caído sobre un pedazo de un librillo de memoria escrito, y se le había pegado. Agarró el loro el melocotón con lo escrito, y se lo llevó todo a las rodillas del rey. Curioso esta leyó unas palabras que no significaban nada, y parecían fines de verso. Como era aficionado a la poesía, y que siempre se puede sacar algo con los príncipes que gustan de coplas, le dio en que pensar la aventura del papagayo. Acordándose entonces la reina de lo que había en el trozo del libro de memoria de Zadig, mandó que se le trajesen, y confrontando ambos trozos se vio que venia uno con otro; y los versos de Zadig, leídos como él los había escrito, eran los siguientes: Un monstruo detestable es la sangrienta guerra; Hoy rige la Caldea en paz el rey sin sustos: Su trono incontrastable amor tiene en la tierra; El poder mismo afea quien no goza sus gustos. Al punto mandó el rey que trajeran a Zadig a su presencia, y que sacaran de la cárcel a sus dos amigos y la hermosa dama. Postróse el rostro por el suelo Zadig a las plantas del rey y la reina; pidióles rendidamente perdón por los malos versos que había compuesto, y habló con tal donaire, tino y agudeza, que los monarcas quisieron volver a verle: volvió, y gustó más. Le adjudicaron los bienes del envidioso que injustamente le había acusado: Zadig se los restituyó todos, y el único afecto del corazón de su acusador fue el gozo de no perder lo que tenia. De día en día se aumentaba el aprecio que el rey de Zadig hacia: convidábale a todas sus recreaciones, y le consultaba en todos asuntos. Desde entonces la reina empezó a mirarle con una complacencia que podía acarrear graves peligros a ella, a su augusto esposo, a Zadig y al reino entero, y Zadig a creer que no es cosa tan dificultosa vivir feliz. V.– El generoso. Vino la época de la celebridad de una solemne fiesta que se hacia cada cinco años, porque era estilo en Babilonia declarar con solemnidad, al cabo de cinco años, cual de los ciudadanos había hecho la mas generosa acción. Los jueces eran los grandes y los magos. Exponía el primer sátrapa encargado del gobierno de la ciudad, las acciones mas ilustres hechas en el tiempo de su gobierno; los jueces votaban, y el rey pronunciaba la decisión. De los extremos de la tierra acudían espectadores a esta solemnidad. Recibía el vencedor de mano del monarca una copa de oro guarnecida de piedras preciosas, y le decía el rey estas palabras: “Recibid este premio de la generosidad, y ojalá me concedan los Dioses muchos vasallos que a vos se parezcan.” Llegado este memorable día, se dejó ver el rey en su trono, rodeado de grandes, magos y diputados de todas las naciones, que venían, a unos juegos donde no con la ligereza de los caballos, ni con la fuerza corporal, sino con la virtud se granjeaba la gloria. Recitó en voz alta el sátrapa las acciones por las cuales podían sus autores merecer el inestimable premio, y no habló siquiera de la magnanimidad con que había restituido Zadig todo su caudal al envidioso: que no era esta acción que mereciera disputar el premio. Primero presentó a un juez que habiendo, en virtud de una equivocación de que no era responsable, fallado un pleito importante contra un ciudadano, le había dado todo su caudal, que era lo equivalente de la perdida del litigante. Luego produjo un mancebo que perdido de amor por una doncella con quien se iba a casar, se la cedió no obstante a un amigo suyo, que estaba a la muerte por amores de la misma, y además dotó la doncella. Hizo luego comparecer a un militar que en la guerra de Hircania había dado ejemplo todavía de mayor generosidad. Llevábanse a su amada unos soldados enemigos, y mientras la estaba defendiendo contra ellos, le vinieron a decir que otros Hircanos se llevaban de allí cerca a su madre; y abandonó llorando a su querida, por libertar a la madre. Cuando volvió a tomar la defensa de su dama, la encontró expirando, y se quiso dar la muerte; pero le representó su madre que no tenía más apoyo que él, y tuvo ánimo para sufrir la vida. Inclinábanse los jueces por este soldado; pero el rey tomando la palabra, dijo: acción es noble la suya, y también lo son las de los otros, pero no me pasman; y ayer hizo Zadig una que me ha pasmado. Pocos días ha que ha caído de mi gracia Coreb, mi ministro y valido. Quejábame de él con vehemencia, y todos los palaciegos me decían que era yo demasiadamente misericordioso; todos decían a porfía mal de Coreb. Pregunté su dictamen a Zadig, y se atrevió a alaharle. Confieso que en nuestras historias he visto ejemplos de haber pagado un yerro con su caudal, cedido su dama, o antepuesto su madre al objeto de su amor; pero nunca he leído que un palaciego haya dicho bien de un ministro caído con quien estaba enojado su soberano. A cada uno de aquellos cuyas acciones se han recitado le doy veinte mil monedas de oro; pero la copa se la doy a Zadig. Señor, replicó este, vuestra majestad es el único que la merece, y quien ha hecho la mas inaudita acción, pues siendo rey no se ha indignado contra su esclavo que contradecía su pasión. Todos celebraron admirados al rey y a Zadig. Recibieron las dádivas del monarca el juez que había dado su caudal, el amante que había casado a su amada con su amigo, y el soldado que antes quiso librar a su madre que a su dama; y Zadig obtuvo la copa. Granjeóse el rey la reputación de buen príncipe, que no conservó mucho tiempo; y se consagró el día con fiestas que duraron mas de lo que prescribía la ley, conservándose aun su memoria en el Asia. Decía Zadig: ¡con que en fin soy feliz! pero Zadig se engañaba. VI.– El ministro. Habiendo perdido el rey a su primer ministro, escogió a Zadig para desempeñar este cargo. Todas las hermosas damas de Babilonia aplaudieron esta elección, porque nunca había habido ministro tan mozo desde la fundación del imperio: todos los palaciegos la sintieron; al envidioso le dio un vómito de sangre, y se le hincharon extraordinariamente las narices. Dio Zadig las gracias al rey y a la reina, y fue luego a dárselas al loro. Precioso pájaro, le dijo, tú has sido quien me has librado la vida, y quien me has hecho primer ministro. Mucho mal me habían hecho la perra y el caballo de sus majestades, pero tú me has hecho mucho bien. ¡En qué cosas estriba la suerte de los humanos! Pero puede ser que mi dicha se desvanezca dentro de pocos instantes. El loro respondió: antes. Dio golpe a Zadig esta palabra; puesto que a fuer de buen físico que no creía que fuesen los loros profetas, se sosegó luego, y empezó a servir su cargo lo mejor que supo. Hizo que a todo el mundo alcanzara el sagrado poder de las leyes, y que a ninguno abrumara el peso de su dignidad. No impidió la libertad de votos en el diván, y cada visir podía, sin disgustarle, exponer su dictamen. Cuando fallaba de un asunto, la ley, no él, era quien fallaba; pero cuando esta era muy severa, la suavizaba; y cuando faltaba ley, la hacia su equidad tal, que se hubiera podido atribuir a Zoroastro. El fue quien dejó vinculado en las naciones el gran principio de que vale mas libertar un reo, que condenar un inocente. Pensaba que era destino de las leyes no menos socorrer a los ciudadanos que amedrentarlos. Cifrábase su principal habilidad en desenmarañar la verdad que procuran todos obscurecer. Sirvióse de esta habilidad desde los primeros días de su administración. Había muerto en las Indias un comerciante muy nombrado de Babilonia: y habiendo dejado su caudal por iguales partes a sus dos hijos, después de dotar a su hija, dejaba además un legado de treinta mil monedas de oro a aquel de sus hijos que se decidiese que le había querido más. El mayor le erigió un sepulcro, y el menor dio a su hermana parte de su herencia en aumento de su dote. La gente decía: El mayor quería más a su padre, y el menor quiere más a su hermana: las treinta mil monedas se deben dar al mayor. Llamó Zadig sucesivamente a los dos, y le dijo al mayor: No ha muerto vuestro padre, que ha sanado de su última enfermedad, y vuelve a Babilonia. Loado sea Dios, respondió el mancebo; pero su sepulcro me había costado harto caro. Lo mismo dijo luego Zadig al menor. Loado sea Dios, respondió, voy a restituir a mi padre todo cuanto tengo, pero quisiera que desase a mi hermana lo que le he dado. No restituiréis nada, dijo Zadig, y se os darán las treinta mil monedas, que vos sois el que mas a vuestro padre queríais. Había dado una doncella muy rica palabra de matrimonio a dos magos, y después de haber recibido algunos meses instrucciones de ambos, se encontró en cinta. Ambos querían casarse con ella. La doncella dijo que seria su marido el que la había puesto en estado de dar un ciudadano al imperio. Uno decía: Yo he sido quien he hecho esta buena obra; el otro: No, que soy yo quien he tenido tanta dicha. Está bien, respondió la doncella, reconozco por padre de la criatura el que le pueda dar mejor educación. Parió un chico, y quiso educarle uno y otro mago. Llevada la instancia ante Zadig, los llamó a entrambos, y dijo al primero: ¿Qué has de enseñar a tu alumno? Enseñaréle, respondió el doctor, las ocho partes de la oración, la dialéctica, la astrología, la demonología, qué cosa es la sustancia y el accidente, lo abstracto y lo concreto, las monadas y la armonía preestablecida. Pues yo, dijo el segundo, procuraré hacerle justo y digno de tener amigos. Zadig falló: Ora seas o no su padre, tú te casarás con su madre. Todos los días venían quejas a la corte contra el Itimadulet de Media, llamado Irak, gran potentado, que no era de perversa índole, pero que la vanidad y el deleite le habían estragado. Raras veces permitía que le hablasen, y nunca que se atreviesen a contradecirle. No son tan vanos los pavones, ni mas voluptuosas las palomas, ni menos perezosos los galápagos; solo respiraba vanagloria y deleites vanos. Probóse Zadig a corregirle, y le envió de parte del rey un maestro de música, con doce cantores y veinte y cuatro violines, un mayordomo con seis cocineros y cuatro gentiles?hombres, que no le dejaban nunca. Decía la orden del rey que se siguiese puntualísimamente el siguiente ceremonial, como aquí se pone. El día primero, así que se despertó el voluptuoso Iras, entró el maestro de música acompañado de los cantores y violines, y cantaron una cantata que duró dos horas, y de tres en tres minutos era el estribillo: ¡Cuanto merecimiento! ¡Qué gracia, qué nobleza! ¡Que ufano, que contento Debe estar de sí propio su grandeza! Concluida la cantata, le recitó un gentil?hombre una arenga que duró tres cuartos de hora, pintándole como un dechado perfecto de cuantas prendas le faltaban; y acabada, le llevaron a la mesa al toque de los instrumentos. Duró tres horas la comida; y así que abría la boca para decir algo, exclamaba el gentil?hombre: Su Excelencia tendrá razón. Apenas decía cuatro palabras; interrumpía el segundo gentil?hombre, diciendo: Su Excelencia tiene razón. Los otros dos soltaban la carcajada en aplauso de los chistes que había dicho o debido decir Iras. Servidos que fueron los postres, se repitió la cantata. Parecióle delicioso el primer día, y quedó persuadido de que le honraba el rey de reyes conforme a su mérito. El segundo le fue algo menos grato; el tercero estuvo incomodado; el cuarto no le pudo aguantar; el quinto fue un tormento; finalmente, aburrido de oír cantar sin cesar: ¡qué ufano, qué contento déle estar de sí propio su grandeza! de que siempre le dijeran que tenia razón, y de que le repitieran la misma arenga todos los días a la propia hora, escribió a la corte suplicando al rey que fuese dignado de llamar a sus gentiles?hombres, sus músicos y su mayordomo, prometiendo tener mas aplicación y menos vanidad. Luego gustó menos de aduladores, dio menos fiestas, y fue más feliz; porque, como dice el Sader, sin cesar placeres no son placeres. VII.– Disputas y audiencias. De este modo acreditaba Zadig cada día su agudo ingenio y su buen corazón; todos le miraban con admiración, y le amaban empero. Era reputado el mas venturoso de los hombres; lleno estaba todo el imperio de su nombre; guiñábanle a hurtadillas todas las mujeres; ensalzaban su justificación los ciudadanos todos; los sabios le miraban como un oráculo, y hasta los mismos magos confesaban que sabia punto mas que el viejo archimago Siara, tan lejos entonces de formarle cansa acerca de los grifos, que solo se creía lo que a él le parecía creíble. Reinaba de mil y quinientos años atrás una gran contienda en Babilonia, que tenia dividido el imperio en dos irreconciliables sectas: la una sustentaba que siempre se debía entrar en el templo de Mitras el pié izquierdo por delante; y la otra miraba con abominación semejante estilo, y llevaba siempre el pié derecho delantero. Todo el mundo aguardaba con ansia el día de la fiesta solemne del fuego sagrado, para saber qué secta favorecía Zadig: todos tenían clavados los ojos en sus dos pies; toda la ciudad estaba suspensa y agitada. Entró Zadig en el templo saltando a pie juntillas, y luego en un elocuente discurso hizo ver que el Dios del cielo y la tierra, que no mira con privilegio a nadie, el mismo caso hace del pié izquierdo que del derecho. Dijo el envidioso y su mujer que no había suficientes figuras en su arenga, donde no se veían bailar las montañas ni las colinas. Decían que no había en ella ni jugo ni talento, que no se vía la mar ahuyentada, las estrellas por tierra, y el sol derretido como cera virgen; por fin, que no estaba en buen estilo oriental. Zadig no aspiraba más que a que fuese su estilo el de la razón. Todo el mundo se declaró en su favor, no porque estaba en el camino de la verdad, ni porque era discreto, ni porque era amable, sino porque era primer visir. No dio menos feliz cima a otro intrincadísimo pleito de los magos blancos con los negros. Los blancos decían que era impiedad dirigirse al oriente del invierno, cuando los fieles oraban a Dios; y los negros afirmaban que miraba Dios con horror a los hombres que se dirigían al poniente del verano. Zadig mandó que se volviera cada uno hacia donde quisiese. Encontró medio para despachar por la mañana los asuntos particulares y generales, y lo demás del día se ocupaba en hermosear a Babilonia. Hacia representar tragedias para llorar, y comedias para reír; cosa que había dejado de estilarse mucho tiempo hacia, y que él restableció, porque era sujeto de gusto fino. No tenia la manía de querer entender más que los pentos en las artes, los cuales los remuneraba con dádivas y condecoraciones, sin envidiar en secreto su habilidad. Por la noche divertía mucho al rey, y más a la reina. Decía el rey: ¡Qué gran ministro! y la reina: ¡Qué amable ministro! y ambos añadían: Lástima fuera que le hubieran ahorcado. Nunca otro en tan alto cargo se vio precisado a dar tantas audiencias a las damas: las más venían a hablarle de algún negocio que no les importaba, para probarse a hacerle con él. Una de las primeras que se presentó fue la mujer del envidioso, jurándole por Mitras, por Zenda? Vesta, y por el fuego sagrado, que siempre había mirado con detectación la conducta de su marido. Luego le fió que era el tal marida celoso y mal criado, y le dio a entender que le castigaban los Dioses privándole de los preciosos efectos de aquel sacro fuego, el único que hace a los hombres semejantes a los inmortales; por fin dejó caer una liga. Cogióla Zadig con su acostumbrada cortesanía, pero no se la ató a la dama a la pierna; y este leve yerro, si por tal puede tenerse, fue origen de las desventuras mas horrendas. Zadig no pensó en ello, pero la mujer del envidioso pensó más de lo que decirse puede. Cada día se le presentaban nuevas damas. Aseguran los anales secretos de Babilonia, que cayó una vez en la tentación, pero que quedó pasmado de gozar sin deleite, y de tener su dama en sus brazos distraído. Era aquella a quien sin pensar dio pruebas de su protección, una camarista de la reina Astarte. Por consolarse decía para sí esta enamorada Babilonia: Menester es que tenga este hombre atestada la cabeza de negocios, pues aun en el lance de gozar de su amor piensa en ellos. Escapósele a Zadig en aquellos instantes en que los mas no dicen palabra, o solo dicen palabras sagradas, clamar de repente: LA REYNA; y creyó la Babilonia, que vuelto en sí en un instante delicioso le había dicho REYNA MIA. Mas Zadig, distraído siempre, pronunció el nombre de Astarte; y la dama, que en tan feliz situación todo lo interpretaba a su favor, se figuró que quería decir que era más hermosa que la reina Astarte. Salió del serrallo de Zadig habiendo recibido espléndidos regalos, y fue a contar esta aventura a la envidiosa, que era su íntima amiga, la cual quedó penetrada de dolor por la preferencia. Ni siquiera se ha dignado, decía, de atarme esta malhadada liga, que no quiero que me vuelva a servir, ¡Ha, ha! dijo la afortunada a la envidiosa, las mismas ligas lleváis que la reina: ¿las tomáis en la misma tienda? Sumióse en sus ideas la envidiosa, no respondió, y se fue a consultar con el envidioso su marido. Entretanto Zadig conocía que estaba distraído cuando daba audiencia, y cuando juzgaba; y no sabía a qué atribuirlo: esta era su única pesadumbre. Soñó una noche que estaba acostado primero encima de unas yerbas secas, entre las cuales había algunas punzantes que le incomodaban; que luego reposaba blandamente sobre un lecho de rosas, del cual salía una sierpe que con su venenosa y acerada lengua le hería el corazón. ¡Ay! decía, mucho tiempo he estado acostado encima de las secas y punzantes yerbas; ahora lo estoy en el lecho de rosas: ¿mas cual será la serpiente? VIII.– Los celos. De su misma dicha vino la desgracia de Zadig, pero más aun de su mérito. Todos los días conversaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversación aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo a la hermosura; y poco a poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresión en Astarte, que a los principios no conoció ella propia. Crecía esta pasión en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni recelo al gusto de ver y de oír a un hombre amado de su esposo y del reino entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban más aun sus prendas, y todo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentía. Hacia regalos a Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, cuando se figuraba que le hablaba como reina, satisfecha se expresaba como mujer enamorada. Mucho más hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que había querido cortar a su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba a sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que a él propio le pasmaba. Combatió, llamo a su auxilio la filosofía que siempre le había socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligación, la gratitud, la majestad suprema violadas: combatía y vencía; pero una victoria a cada instante disputada, le costaba lágrimas y suspiros. Ya no se atrevía a conversar con la reina con aquella serena libertad que tanto a entrambos había embelesado; cúbranse de una nube sus ojos; eran sus razones confusas y mal hiladas; bajaba los ojos; y cuando involuntariamente en Astarte los ponía, encontraba los suyos bañados en lágrimas, de donde salían inflamados rayos. Parece que se decían uno a otro: Nos adoramos, y tememos amarnos; ambos ardemos en un fuego que condenamos. De la conversación de la reina salía Zadig fuera de sí, desatentado, y como abrumado con una caiga con la cual no podía. En medio de la violencia de su agitación, dejó que su amigo Cador columbrara su secreto, como uno que habiendo largo tiempo aguantado las punzadas de un vehemente dolor, descubre al fin su dolencia por un grito lastimero que vencido de sus tormentos levanta, y por el sudor frío que por su semblante corre. Díjole Cador: Ya había yo distinguido los afectos que de vos mismo os esforzabais a ocultar: que tienen las pasiones señales infalibles; y si yo he leído en vuestro corazón, contemplad, amado Zadig, si descubrirá el rey un amor que le agravia; él que no tiene otro defecto que ser el mas celoso de los mortales. Vos resistís a vuestra pasión con más vigor que combate Astarte la suya, porque sois filósofo y sois Zadig. Astarte es mujer, y eso más deja que se expliquen sus ojos con imprudencia que no piensa ser culpada: satisfecha por desgracia con su inocencia, no se cura de las apariencias necesarias. Mientras que no le remuerda en nada la conciencia, tendré miedo de que se pierda. Si ambos estuvieseis acordes, frustraríais los ojos más linces: una pasión en su cuna y contrarestada rompe afuera; el amor satisfecho se sabe ocultar. Estremecióse Zadig con la propuesta de engañar al monarca su bienhechor, y nunca fue mas fiel a su príncipe que cuando culpado de un involuntario delito. En tanto la reina repetía con tal frecuencia el nombre de Zadig; colorábanse de manera sus mejillas al pronunciarle; cuando le hablaba delante del rey, estaba unas veces tan animada y otras tan confusa; parábase tan pensativa cuando se iba, que turbado el rey creyó todo cuanto vía, y se figuró lo que no vía. Observó sobre todo que las babuchas de su mujer eran azules, y azules las de Zadig; que los lazos de su mujer eran pajizos, y pajizo el turbante de Zadig: tremendos indicios para un príncipe delicado. En breve se tornaron en su ánimo exasperado en certeza las sospechas. Los esclavos de los reyes y las reinas son otras tantas espías de sus más escondidos afectos, y en breve descubrieron que estaba Astarte enamorada, y Moabdar celoso. Persuadió el envidioso a la envidiosa a que enviara al rey su liga que se parecía a la de la reina; y para mayor desgracia, era azul dicha liga. El monarca solo pensó entonces en el modo de vengarse. Una noche se resolvió a dar un veneno a la reina, y a enviar un lazo a Zadig al rayar del alba, y dio esta orden a un despiadado eunuco, ejecutor de sus venganzas. Hallábase a la sazón en el aposento del rey un enanillo mudo, pero no sordo, que dejaban allí como un animalejo doméstico, y era testigo de los mas recónditos secretos. Era el tal mudo muy afecto a la reina y a Zadig, y escuchó con no menos asombro que horror dar la orden de matarlos ambos. ¿Mas cómo haría para precaver la ejecución de tan espantosa orden, que se iba a cumplir dentro de pocas horas? No sabia escribir, pero sí pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos. Una parte de la noche la pasó dibujando lo que quería que supiera la reina: representaba su dibujo, en un rincón del cuadro, al rey enfurecido dando órdenes a su eunuco; en otro rincón una cuerda azul y un vaso sobre una mesa, con unas ligas azules, y unas cintas pajizas; y en medio del cuadro la reina moribunda en brazos de sus damas, y a sus plantas Zadig ahorcado. Figuraba el horizonte el nacimiento del sol, como para denotar que esta horrenda catástrofe debía ejecutarse al rayar de la aurora. Luego que hubo acabado, se fue corriendo al aposento de una dama de Astarte, la despertó, y le dijo por señas que era menester que llevara al instante aquel cuadro a la reina. Hete pues que a media noche llaman a la puerta de Zadig, le despiertan, y le entregan una esquela de la reina: dudando Zadig si es sueño, rompe el nema con trémula mano. ¡Qué pasmo no fue el suyo, ni quien puede pintar la consternación y el horror que le sobrecogieron, cuando leyó las siguientes palabras! “Huid sin tardanza, o van a quitaros la vida. Huid, Zadig, que yo os lo mando en nombre de nuestro amor, y de mis cintas pajizas. No era culpada, pero veo que voy a morir delincuente.” Apenas tuyo Zadig fuerza para articular una palabra. Mandó llamar a Cador, y sin decirle nada le dio la esquela; y Cador le forzó a que obedeciese, y a que tomase sin detenerse el camino de Menfis. Si os aventuráis a ir a ver a la reina, le dijo, aceleráis su muerte; y si habláis con el rey, también es perdida. Yo me encargo de su suerte, seguid vos la vuestra: esparciré la voz de que os habéis encaminado hacia la India, iré pronto a buscaros, y os diré lo que hubiere sucedido en Babilonia. Sin perder un minuto, hizo Cador llevar a una salida excusada de palacio dos dromedarios ensillados de los más andariegos; en uno montó Zadig, que no se podía tener, y estaba a punto de muerte, y en otro el único criado que le acompañaba. A poco rato Cador sumido en dolor y asombro hubo perdido a su amigo de vista. Llegó el ilustre prófugo a la cima de un collado de donde se descubría a Babilonia, y clavando los ojos en el palacio de la reina se cayó desmayado. Cuando recobró el sentido, vertió abundante llanto, invocando la muerte. Al fin después de haber lamentado la deplorable estrella de la más amable de las mujeres, y la primera reina del mundo, reflexionando un instante en su propia suerte, dijo: ¡Válgame Dios; y lo que es la vida humana! ¡O virtud, para que me has valido! Indignamente me han engañado dos mujeres; y la tercera, que no es culpada, y es más hermosa que las otras, va a morir. Todo cuanto bien he hecho ha sido un manantial de maldiciones para mí; y si me he visto exaltado al ápice de la grandeza, ha sido para despeñarme en la más honda sima de la desventura. Si como tantos hubiera sido malo, seria, como ellos, dichoso. Abrumado con tan fatales ideas, cubiertos los ojos de un velo de dolor, pálido de color de muerte el semblante, y sumido el ánimo en el abismo de una tenebrosa desesperación, siguió su viaje hacia el Egipto. IX.– La mujer aporreada. Encaminabase Zadig en la dirección de las estrellas, y le guiaban la constelación de Orión y el luciente astro de Sirio hacia el polo de Canopo. Contemplaba admirado estos vastos globos de luz que parecen imperceptibles chispas a nuestra vista, al paso que la tierra que realmente es un punto infinitamente pequeño en la naturaleza, la mira nuestra codicia como tan grande y tan noble. Representábase entonces a los hombres como realmente son, unos insectos que unos a otros se devoran sobre un mezquino átomo de cieno; imagen verdadera que acallaba al parecer sus cuitas, retratándole la nada de su ser y de Babilonia misma. Lanzábase su ánimo en lo infinito, y desprendido de sus sentidos contemplaba el inmutable orden, del universo. Mas cuando luego tornando en sí, y entrando dentro de su corazón, pensaba en Astarte, muerta acaso a causa de él, todo el universo desaparecía, y no vía mas que a la moribunda Astarte y al malhadado Zadig. Agitado de este flujo y reflujo de sublime filosofía y de acerbo duelo, caminaba hacia las fronteras de Egipto, y ya había llegado su fiel criado al primer pueblo, y le buscaba alojamiento. Paseábase en tanto Zadig por los jardines que ornaban las inmediaciones del lugar, cuando a corta distancia del camino real vio una mujer llorando, que invocaba cielos y tierra en su auxilio, y un hombre enfurecido en seguimiento suyo. Alcanzábala ya; abrazaba ella sus rodillas, y el hombre la cargaba de golpes y denuestos. Por la saña del Egipcio, y los reiterados perdones que le pedía la dama, coligió que él era celoso y ella infiel; pero habiendo contemplado a la mujer, que era una beldad peregrina, y que además se parecía algo a la desventurada Astarte, se sintió movido de compasión en favor de ella, y de horror contra el Egipcio. Socorredme, exclamó la dama a Zadig entre sollozos, y sacadme de poder del más inhumano de los mortales; libradme la vida. Oyendo estas voces, fue Zadig a interponerse entre ella y este cruel. Entendía algo la lengua egipcia, y le dijo en este idioma: Si tenéis humanidad, ruégoos que respetéis la flaqueza y la hermosura. ¿Cómo agraviáis un dechado de perfecciones de la naturaleza, postrado a vuestras plantas, sin más defensa que sus lágrimas? Ha, ha, le dijo el hombre colérico: ¿con que también tú la quieres? pues en ti me voy a vengar. Dichas estas razones, deja a la dama que tenia asida por los cabellos, y cogiendo la lanza va a pasársela por el pecho al extranjero. Este que estaba sosegado paró con facilidad el encuentro de aquel frenético, agarrando la lanza por junto al hierro de que estaba armada. Forcejando uno por retirarla, y otro por quitársela, se hizo pedazos. Saca entonces el Egipcio su espada, ármase Zadig con la suya, y se embisten uno y otro. Da aquel mil precipitados golpes; páralos este con maña: y la dama sentada sobre el césped los mira, y compone su vestido y su tocado. Era el Egipcio más forzudo que su contrario, Zadig era más mañoso: este peleaba como un hombre que guiaba el brazo por su inteligencia, y aquel como un loco que ciego con los arrebatos de su saña le movía a la aventura. Va Zadig a él, le desarma; y cuando más enfurecido el Egipcio se quiere tirar a él, le agarra, le aprieta entre sus brazos, le derriba por tierra, y poniéndole la espada al pecho, le quiere dejar la vida. Desatinado el Egipcio saca un puñal, y hiere a Zadig, cuando vencedor este le perdonaba; y Zadig indignado le pasa con su espada el corazón. Lanza el Egipcio un horrendo grito, y muere convulso y desesperado, Volvióse entonces Zadig a la dama, y con voz rendida le dijo: Me ha forzado a que le mate; ya estáis vengada, y libre del hombre mas furibundo que he visto: ¿qué queréis, Señora, que haga? Que mueras, infame, replicó ella, que has quitado la vida a mi amante: ¡ojalá pudiera yo despedazarte el corazón! Por cierto, Señora, respondió Zadig, que era raro sujeto vuestro amante; os aporreaba con todas sus fuerzas, y me quería dar la muerte, porque me habíais suplicado que os socorriese. ¡Pluguiera al cielo, repuso la dama en descompasados gritos, que me estuviera aporreando todavía, que bien me lo tenia merecido, por haberle dado celos! ¡Pluguiera al cielo, repito, que él me aporreara, y que estuvieras tú como él! Más pasmado y más enojado Zadig que nunca en toda, su vida, le dijo: Bien merecierais, puesto que sois linda, que os aporreara yo como él hacia, tanta es vuestra locura; pero no me tomaré ese trabajo. Subió luego en su camello, y se encaminó al pueblo. Pocos pasos había andado, cuando volvió la cara al ruido que metían cuatro correos de Babilonia, que a carrera tendida venían. Dijo uno de ellos al ver a la mujer: Esta misma es, que se parece a las señas que nos han dado; y sin curarse del muerto, echaron mano de la dama. Daba esta gritos a Zadig diciendo: Socorredme, generoso extranjero; perdonadme si os he agraviado: socorredme, y soy vuestra hasta el sepulcro. Pero a Zadig se le había pasado la manía de pelear otra vez por favorecerla. Para el tonto, respondió, que se descare engañar. Además estaba herido, iba perdiendo la sangre, necesitaba que le diesen socorro; y le asustaba la vista de los cuatro Babilonios despachados, según toda apariencia, por el rey Moabdar. Aguijó pues el paso hacia el lugar, no pudiendo al mar porque venían cuatro coricos de Babilonia a prender a esta Egipcia, pero mas pasmado todavía de la condición de la tal dama. X.– La esclavitud. Entrando en la aldea egipcia, se vio cercado de gente que decía a gritos: Este es el robador de la hermosa Misuf, y el que acaba de asesinar a Cletofis. Señores, les respondió, líbreme Dios de robar en mi vida a vuestra hermosa Misuf, que es antojadiza en demasía; y a ese Cletofis no le he asesinado, sino que me he defendido de él, porque me quería matar, por haberle rendidamente suplicado que perdonase a la hermosa Misuf, a quien daba desaforados golpes. Yo soy extranjero, vengo a refugiarme en Egipto; y no es presumible que uno que viene a pedir vuestro amparo, empiece robando a una mujer y asesinando a un hombre. Eran en aquel tiempo los Egipcios justos y humanos. Condujo la gente a Zadig a la casa de cabildo, donde primero le curaron la herida, y luego tomaron separadamente declaración a él y a su criado para averiguar la verdad, de la cual resultó notorio que no era asesino; pero habiendo derramado la sangre de un hombre, le condenaba la ley a ser esclavo. Vendiéronse en beneficio del pueblo los dos camellos, y se repartió entre los vecinos todo el oro que traía; él mismo fue puesto a pública subasta en la plaza del mercado, junto con su compañero de viaje, y se remató la venta en un mercader árabe, llamado Setoc; pero como el criado era mas apto para la faena que el amo, fue vendido mucho mas caro, porque no había comparación entre uno y otro. Fue pues esclavo Zadig, y subordinado a su propio criado: atáronlos juntos con un grillete, y en este estado siguieron a su casa al mercader árabe. En el camino consolaba Zadig a su criado exhortándole a tener paciencia, y haciendo, según acostumbraba, reflexiones sobre las humanas vicisitudes. Bien veo que la fatalidad de mi estrella se ha comunicado a la tuya. Hasta ahora todas mis cosas han tomado raro giro: me han condenado a una multa por haber visto pasar una perra; ha estado en poco que me empalaran por un grifo; he sido condenado a muerte por haber compuesto unos versos en alabanza del rey; me he huido a uña de caballo de la horca, porque gastaba la reina cintas amarillas; y ahora soy esclavo contigo, porque un zafio ha aporreado a su dama. Vamos, no perdamos ánimo, que acaso todo esto tendrá fin: fuerza es que los mercaderes árabes tengan esclavos; ¿y por qué no lo he de ser yo lo mismo que otro, siendo hombre lo mismo que otro? No ha de ser ningún inhumano este mercader; y si quiere sacar fruto de las faenas de sus esclavos, menester es que los trate bien. Así decía, y en lo interior de su corazón no pensaba más que en el destino de la reina de Babilonia. Dos días después se partió el mercader Setoc con sus esclavos y sus camellos a la Arabia desierta. Residía su tribu en el desierto de Oreb, y era arduo y largo el camino. Durante la marcha hacia Setoc mucho mas aprecio del criado que del amo, y le daba mucho mejor trato porque sabia cargar mas bien los camellos. Dos jornadas de Oreb murió un camello, y la carga se repartió sobre los hombros de los esclavos, cabiéndole su parte a Zadig. Echóse a reír Setoc, al ver que todos iban encorvados; y se tomó Zadig la libertad de explicarle la razón, enseñándole las leyes del equilibrio. Pasmado el mercader le empozó a tratar con mas miramiento; y viendo Zadig que había despertado su curiosidad, se la aumentó instruyéndole de varias cosas que no eran ajenas de su comercio; de la gravedad específica de los metales y otras materias en igual volumen, de las propiedades de muchos animales útiles, y de los medios de sacar fruto de los que no lo eran: por fin, le pareció un sabio, y en adelante le apreció en mas que a su camarada que tanto había estimado, le dio buen trato, y le salió bien la cuenta. Así que llegó Setoc a su tribu, reclamó de un hebreo quinientas onzas de plata que le había prestado a presencia de dos testigos; pero habían muerto ambos, y el hebreo que no podía ser convencido, se guardaba la plata del mercader, dando gracias a Dios porque le había proporcionado modo de engañar a un árabe. Comunicó Setoc el negocio con Zadig de quien había hecho su consejero. ¿Qué condición tiene vuestro deudor? le dijo Zadig. La condición de un bribón, replicó Setoc. Lo que yo pregunto es si es vivo o flemático, imprudente o discreto. De cuantos malos pagadores conozco, dijo Setoc, es el más vivo. Está bien, repuso Zadig, permitidme que abogue yo en vuestra demanda ante el juez. Con efecto citó al tribunal al hebreo, y habló al juez en estos términos: Almohada del trono de equidad, yo soy venido para reclamar, en nombre de mi amo, quinientas onzas de plata que prestó a este hombre, y que no le quiere pagar. ¿Tenéis testigos? dijo el juez. No, porque se han muerto; mas queda una ancha piedra sobre la cual se contó el dinero; y si gusta vuestra grandeza mandar que vayan a buscar la piedra, espero que ella dará testimonio de la verdad. Aquí nos quedaremos el hebreo y yo, hasta que llegue la piedra, que enviaré a buscar a costa de mi amo Setoc. Me place, dijo el juez; y pasó a despachar otros asuntos. Al fin de la audiencia dijo a Zadig: ¿Con que no ha llegado esa piedra todavía? Respondió el hebreo soltando la risa: Aquí se estaría vuestra grandeza hasta mañana, esperando la piedra, porque está más de seis millas de aquí, y son necesarios quince hombres para menearla. Bueno está, exclamó Zadig, ¿no había dicho yo que la piedra daría testimonio? una vez que sabe ese hombre donde está, confiesa que se contó el dinero sobre ella. Confuso el hebreo se vio precisado a declarar la verdad, y el juez mandó que le pusiesen atado a la piedra, sin comer ni beber, hasta que restituyese las quinientas onzas de plata que pagó al instante; y el esclavo Zadig y la piedra se granjearon mucha reputación en toda la Arabia. XI.– La hoguera. Embelesado Setoc hizo de su esclavo su más íntimo amigo, y no podía vivir sin él, como había sucedido al rey de Babilonia: fue la fortuna de Zadig que Setoc no era casado. Descubrió este en su amo excelente índole, mucha rectitud y una sana razón, y sentía ver que adorase el ejército celestial, quiero decir el sol, la luna y las estrellas, como era costumbre antigua en la Arabia; y le hablaba a veces de este culto, aunque con mucha reserva. Un día por fin le dijo que eran unos cuerpos como los demás, y no más acreedores a su veneración que un árbol o un peñasco. Sí tal, replicó Setoc, que son seres eternos que nos hacen mil bienes, animan la naturaleza, arreglan las estaciones; aparte de que distan tanto de nosotros que no es posible menos de reverenciarlos. Mas provecho sacáis, respondió Zadig, de las ondas del mar Rojo, que conduce vuestros géneros a la India: ¿y por qué no ha de ser tan antiguo como las estrellas? Si adoráis lo que dista de vos, también habéis de adorar la tierra de los Gangaridas, que está al cabo del mundo. No, decía Setoc; mas el brillo de las estrellas es tanto, que es menester adorarlas. Aquella noche encendió Zadig muchas hachas en la tienda donde cenaba con Setoc; y luego que se presentó su amo, se hincó de rodillas ante los cirios que ardían, diciéndoles: Eternas y brillantes lumbreras, sedme propicias. Pronunciadas estas palabras, se sentó a la mesa sin mirar a Setoc. ¿Qué hacéis? le dijo este admirado. Lo que vos, respondió Zadig; adoro esas luces, y no hago caso de su amo y mío. Setoc entendió lo profundo del apólogo, albergó en su alma la sabiduría de su esclavo, dejó de tributar homenaje a las criaturas, y adoró el Ser eterno que las ha formado. Reinaba entonces en la Arabia un horroroso estilo, cuyo origen venia de la Escitia, y establecido luego en las Indias a influjo de los bracmanes, amenazaba todo el Oriente. Cuando moría un casado, y quería ser santa su cara esposa, se quemaba públicamente sobre el cadáver de su marido, en una solemne fiesta, que llamaban la hoguera de la viudez; y la tribu más estimada era aquella en que más mujeres se quemaban. Murió un árabe de la tribu de Setoc, y la viuda, por nombre Almona, persona muy devota, anunció el día y la hora que se había do tirar al fuego, al son da tambores y trompetas. Representó Zadig a Setoc cuan opuesto era tan horrible estilo al bien del humano linaje; que cada día dejaban quemar a viudas mozas que podían dar hijos al estado, o criar a lo menos los que tenían; y convino Setoc en que era preciso hacer cuanto para abolir tan inhumano estilo fuese posible. Pero añadió luego: Mas de mil años ha que están las mujeres en posesión de quemarse vivas. ¿Quién se ha de atrever a mudar una ley consagrada por el tiempo? ¿Ni qué cosa hay más respetable que un abuso antiguo? Mas antigua es todavía la razón, replicó Zadig; hablad vos con los caudillos de las tribus, mientras yo voy a verme con la viuda moza. Presentóse a ella; y después de hacerse buen lugar encareciendo su hermosura, y de haberle dicho cuan lastimosa cosa era que tantas perfecciones fuesen pasto de las llamas, también exaltó su constancia y su esfuerzo. ¿Tanto queríais a vuestro marido? le dijo. ¿Quererle? no por cierto, respondió la dama árabe: si era un zafio, un celoso, hombre inaguantable; pero tongo hecho propósito firme de tirarme a su hoguera. Sin duda, dijo Zadig, que debe ser un gusto exquisito esto de quemarse viva. Ha, la naturaleza se estremece, dijo la dama, pero no tiene remedio. Soy devota, y perdería la reputación que por tal he granjeado, y todos se reirían de mí si no me quemara. Habiéndola hecho confesar Zadig que se quemaba por el que dirán y por mera vanidad, conversó largo rato con ella, de modo que le inspiró algún apego a la vida, y cierta buena voluntad a quien con ella razonaba, ¿Qué hicierais, le dijo en fin, si no estuvierais poseída de la vanidad de quemaros? Ha, dijo la dama, creo que os brindaría con mi mano. Lleno Zadig de la idea de Astarte, no respondió a esta declaración, pero fue al punto a ver a los caudillos de las tribus, y les contó lo sucedido, aconsejándoles que promulgaran una ley por la cual no seria permitido a ninguna viuda quemarse antes de haber hablado a solas con un mancebo por espacio de una hora entera; y desde entonces ninguna dama se quemó en toda Arabia, debiéndose así a Zadig la obligación de ver abolido en solo un día estilo tan cruel, que reinaba tantos siglos había: por donde merece ser nombrado el bienhechor de la Arabia. XII.– La cena. No pudiendo Setoc apartarse de este hombre en quien residía la sabiduría, le llevó consigo a la gran feria de Basora, donde se juntaban los principales traficantes del globo habitable. Zadig se alegró mucho viendo en un mismo sitio juntos tantos hombres de tan varios países, y le pareció que era el universo una vasta familia que se hallaba reunida en Basora. Comió el segundo día a la misma mesa con un Egipcio, un Indio gangarida, un morador del Catay, un Griego, un Celta, y otra muchedumbre de extranjeros, que en sus viajes frecuentes al seno Arábigo habían aprendido el suficiente árabe para darse a entender. El Egipcío no cabía en sí de enojo. ¡Qué abominable país es Basora! mil onzas de oro no me han querido dar sobre la alhaja mas preciosa del mundo. ¿Cómo así? dijo Setoc; ¿sobre qué alhaja? Sobre el cuerpo de mi tía, respondió el Egipcio, la más honrada mujer de Egipto, que siempre me acompañaba, y se ha muerto en el camino; he hecho de ella una de las más hermosas momias que pueden verse, y en mi tierra encontraría todo cuanto dinero pidiese sobre esta prenda. Buena cosa es que no me quieran dar siquiera mil onzas de oro, empeñando un efecto de tanto precio. Lleno de furor todavía iba a comerse la pechuga de un excelente pollo guisado, cuando cogiéndole el Indio de la mano, le dijo en tono compungido: Ha ¿qué vais a hacer? A comer de ese pollo, le respondió el hombre de la momia. No hagáis tal, replicó el Gangarida, que pudiera ser que hubiese pasado el alma de la difunta al cuerpo de este pollo, y no os habéis de aventurar a comeros a vuestra tía. Guisar los pollos es un agravio manifiesto contra la naturaleza. ¿Qué nos traéis aquí con vuestra naturaleza, y vuestros pollos? repuso el iracundo Egipcio: nosotros adoramos un buey, y comemos vaca. ¡Un buey adoráis! ¿Es posible? dijo el hombre del Ganges. ¿Y cómo si es posible? continuó el otro: ciento treinta y cinco mil años ha que así lo hacemos, y nadie entre nosotros lo lleva a mal. Ha, en eso de ciento treinta y cinco mil, dijo el Indio, hay su poco de ponderación, porque no ha mas de ochenta mil que está poblada la India, y nosotros somos los mas antiguos; y Brama nos había prohibido que nos comiéramos a los bueyes, antes que vosotros los pusierais en los altares y en las parrillas. Valiente animal es vuestro Brama comparado con Apis, dijo el Egipcio; ¿qué cosas tan portentosas ha hecho ese Brama? El brahmán le replicó: ha enseñado a los hombres a leer y escribir, y la tierra le debe el juego de ajedrez. Estáis equivocado, dijo un Caldeo que a su lado estaba; el pez Oanes es el autor de tan señalados beneficios, y a él solo se le debe de justicia tributar homenaje. Todo el mundo sabe que era un ser divino, que tenia la cola de oro, y una cabeza humana muy hermosa, y salía del mar para predicar en la tierra tres horas al día. Tuvo muchos hijos, que todos fueron reyes, como es notorio. En mi casa tengo su imagen, y la adoro como es debido. Lícito es comer vaca hasta no querer más, pero es acción impía sobre manera guisar pescado. Dejando esto aparte, ambos sois de origen muy bastardo y reciente, y no podéis disputar conmigo. La nación egipcia no pasa de ciento treinta y cinco mil años, y los Indios no se dan arriba de ochenta mil, mientras que conservamos nosotros calendarios de cuatro mil siglos. Creedme, y dejaos de desatinos, y os daré a cada uno una efigie muy hermosa de Oanes. Tomando entonces la palabra el hombre de Cambalu, dijo: Mucho respeto a los Egipcios, a los Caldeos, a los Griegos, a los Celtas, a Brama, al buey Apis, y al hermoso pez Oanes; pero el Li o el Tien, como le quieran llamar [P. D.: Voces chinas, que quieren decir Li, la luz natural, la razón; y Tien, el cielo; y también significan a Dios.], no valen menos acaso que los bueyes y los peces. No mentaré mi país, que es tamaño como el Egipto, la Caldea y las Indias juntas, ni disputare acerca de su antigüedad, porque lo que importa es ser feliz, y sirve de poco ser antiguo; pero si se trata de almanaques, diré que en toda el Asia corren los nuestros, y que los poseíamos aventajados, antes que supieran los Caldeos la aritmética. Todos sois unos ignorantes, todos sin excepción, exclamó el Griego. ¿Pues qué, no sabéis que el padre de todo es el caos, y que el estado en que vemos el mundo es obra de la forma y la materia? Habló el tal Griego largo rato, hasta que le interrumpió el Celta, el cual había bebido mientras que altercaban los demás, y que creyéndose entonces mas instruido que todos, dijo echando por vidas, que solo Teutates y las agallas de roble merecían mentarse; que él llevaba siempre agallas en el bolsillo; que sus ascendientes los Escitas eran los únicos sujetos honrados que había habido en el universo, puesto que de verdad comían a veces carne humana, pero que eso no quitaba que fuesen una nación muy respetable; por fin, que si alguien decía mal de Teutates, él le enseñaría a no ser mal hablado. Encendióse entonces la contienda, y vio Setoc la hora en que se iba a ensangrentar la mesa. Zadig, que no había desplegado los labios durante la altercación, se levantó, y dirigiéndose primero al Celta, que era el más furioso, le dijo que tenía mucha razón, y le pidió agallas; alabó luego la elocuencia del Griego, y calmó todos los ánimos irritados. Poco dijo al del Catay, que había hablado con más juicio que los demás; y al cabo se explicó así: Amigos míos, ibais a enojaros sin motivo, porque todos sois del mismo dictamen. Todos se alborotaron al oír tal. ¿No es verdad, dijo al Celta, que no adoráis esta agalla, mas sí al que crió el roble y las agallas? Así es la verdad, respondió el Celta. Y vos, Señor Egipcio, de presumir es que en un buey tributáis homenaje al que os ha dado los bueyes. Eso es, dijo el Egipcio. El pez Oanes, continuó, le debe ceder a aquel que formó la mar y los peces. Estamos conformes, dijo el Caldeo. El Indio y el Catayés reconocen igualmente que vosotros, añadió, un principio primitivo. No he entendido muy bien las maravillosas lindezas que ha dicho el Griego, pero estoy cierto de que también admite un ser superior del cual depende la forma y la materia. El Griego, que se vía celebrado, dijo que Zadig había comprendido perfectamente su idea. Con que todos estáis conformes, repuso Zadig, y no hay motivo de contienda. Abrazóle todo el mundo; y Setoc, después de haber vendido muy caros sus géneros, se volvió con su amigo Zadig a su tribu. Así que llegó, supo Zadig que se le había formado causa en su ausencia, y que le iban a quemar vivo. XIII.– Las citas. Mientras este viaje a Basora, concertaron los sacerdotes de las estrellas el castigo de Zadig. Pertenecíanles por derecho divino las piedras preciosas y demás joyas de las viudas mozas que morían en la hoguera; y lo menos que podían hacer con Zadig era quemarle por el flaco servicio que les había hecho. Acusáronle por tanto de que llevaba opiniones erróneas acerca del ejército celestial, y declararon con juramento solemne que le habían oído decir que las estrellas no se ponían en la mar. Estremeciéronse los jueces de tan horrenda blasfemia; poco faltó para que rasgaran sus vestiduras al oír palabras tan impías, y las hubieran rasgado sin duda, si hubiera tenido Zadig con que pagarlas; mas se moderaron en la violencia de su dolor, y se ciñeron a condenar al reo a ser quemado vivo. Desesperado Setoc usó todo su crédito para librar a su amigo, pero en breve le impusieron silencio. Almona, la viuda moza que había cobrado mucha afición a la vida, y se la debía a Zadig, se resolvió a sacarle de la hoguera, que como tan abusiva se la había él presentado; y formando su plan en su cabeza, no dio parte de él a nadie. Al otro día iba a ser ajusticiado Zadig: solamente aquella noche le quedaba para libertarle, y la aprovechó como mujer caritativa y discreta. Sahumóse, atildóse, aumentó el lucimiento de su hermosura con el mas bizarro y pomposo traje, y pidió audiencia secreta al sumo sacerdote de las estrellas. Así que se halló en presencia de este venerable anciano, le habló de esta manera: Hijo primogénito de la Osa mayor, hermano del toro, primo del can celeste (que tales eran los dictados de este pontífice), os vengo a fiar mis escrúpulos. Mucho temo haber cometido un gravísimo pecado no quemándome en la hoguera de mi amado marido. Y en efecto, ¿qué es lo que he conservado? una carne perecedera, y ya marchita. Al decir esto, sacó de unos luengos mitones de seda unos brazos de maravillosa forma, y de la blancura del más puro alabastro. Ya veis, dijo, cuan poco vale todo esto. Al pontífice se le figuró que esto valía mucho: aseguráronlo sus ojos, y lo confirmó su lengua, haciendo mil juramentos de que no había en toda su vida visto tan hermosos brazos. ¡Ay! dijo la viuda, acaso los brazos no son tan malos; pero confesad que el pecho no merece ser mirado. Diciendo esto, desabrochó el más lindo seno que pudo formar naturaleza; un capullo de rosa sobre una bola de marfil parecía junto a él un poco de rubia que colora un palo de box, y la lana de los albos corderos que salen de la alberca era amarilla a su lado. Este pecho, dos ojos negros rasgados que suaves y muelles de amoroso fuego brillaban, las mejillas animadas en púrpura con la mas cándida leche mezclada, una nariz que no se semejaba a la torre del monte Líbano, sus labios que así se parecían como dos hilos de coral que las mas bellas perlas de la mar de Arabia ensartaban; todo este conjunto en fin persuadió al viejo a que se había vuelto a sus veinte años. Tartamudo declaró su amor; y viéndole Almona inflamado, le pidió el perdón de Zadig. ¡Ay! respondió él, hermosa dama, con toda mi ánima se le concediera, mas para nada valdría mi indulgencia, porque es menester que firmen otros tres de mis colegas. Firmad vos una por una, dijo Almona, Con mucho gusto, respondió el sacerdote, con la condición de que sean vuestros favores premio de mi condescendencia. Mucho me honráis, replicó Almona; pero tomaos el trabajo de venir a mi cuarto después de puesto el sol, cuando raye sobre el horizonte la luciente estrella de Scheat; en un sofá color de rosa me hallaréis, y haréis con vuestra sierva lo que fuere de vuestro agrado. Salió sin tardanza con la firma, desando al viejo no menos que enamorado desconfiándose de sus fuerzas; el cual lo restante del día lo gastó en bañarse, y bebió un licor compuesto con canela de Ceylan y con preciosas especias de Tidor y Tornate, aguardando con ansia que saliese la estrella de Scheat. En tanto la hermosa Almona fue a ver al segundo pontífice, que le dijo que comparados con sus ojos eran fuegos fatuos el sol, la luna, y todos los astros del firmamento. Solicitó ella la misma gracia, y él le propuso el mismo premio. Dejóse vencer Almona, y citó al segundo pontífice para cuando nace la estrella Algenib. Fue de allí a casa del tercero y cuarto sacerdote, llevándose de cada uno su firma, y citándolos de estrella a estrella. Avisó entonces a los jueces que vinieran a su casa para un asunto de la mayor gravedad. Fueron en efecto, y ella les enseñó las cuatro firmas, y les dio parte del precio a que habían vendido los sacerdotes el perdón de Zadig. Llegó cada uno a la hora señalada, y quedó pasmado de encontrarse con sus colegas, y todavía más con los jueces que fueron testigos de su ignominia. Fue puesto en libertad Zadig, y Setoc tan prendado de la maña de Almona, que la tomó por su mujer propia. XIV.– El baile. Tenia que ir Setoc para negocios de su tráfico a la isla de Serendib; pero el primer mes de casados, que, como ya llevamos dicho, es la luna de miel, no le dejó ni separarse de su mujer, ni aun presumir que podría separarse un día de ella. Rogó por tanto a su amigo Zadig que hiciera por el este viaje. ¡Ay! decía Zadig: ¿con que aun he de poner más tierra entre la hermosa Astarte y yo? Pero es fuerza que sirva a mis bienhechores. Así dijo, lloró, y se partió. A poco tiempo de haber aportado a la isla de Serendib, era tenido por hombre muy superior. Escogiéronle los negociantes por su árbitro, los sabios por su amigo, y el corto número de aquellos que piden consejo por su consejero. Quiso el rey verle y oírle, y conoció en breve cuanto valía Zadig; se fió de su discreción, y le hizo amigo suyo. Temblaba Zadig de la llaneza y la estimación con que le trataba el rey, pensando de noche y de día en las desventuras que le había acarreado la amistad de Moabdar. El rey me quiere, decía; ¿seré un hombre perdido? Con todo no se podía zafar de los halagos de su majestad, porque debemos confesar que era uno de los más cumplidos príncipes del Asia Nabuzan, rey de Serendib, hijo de Nuzanah, hijo de Nabuzan, hijo de Sambusna; y era difícil que a quien le trataba, de cerca no le prendase. Sin cesar elogiaban, engañaban y robaban a este buen príncipe; y cada cual metía la mano como a porfía en el erario. El principal ministro de hacienda de la isla de Serendib daba este precioso ejemplo, y todos los subalternos le imitaban con fervor. El rey, que lo sabia, había mudado varias veces de ministro, pero nunca había podido mudar el estilo admitido de dividir las rentas reales en dos partes desiguales; la más pequeña para su majestad, y la mayor para sus administradores. Fió el buen rey Nabuzan su cuita del sabio Zadig. Vos que tantas cosas sabéis, le dijo, ¿no sabríais modo para que tope yo con un tesorero que no me robe? Sí por cierto, respondió Zadig; un modo infalible sé de buscaros uno que tenga las manos limpias. Contentísimo el rey le preguntó, dándole un abrazo, como haría. No hay mas, replicó Zadig, que hacer bailar a cuantos pretenden la dignidad de tesorero; y el que con más ligereza bailare, será infaliblemente el más hombre de bien. Os estáis burlando, dijo el rey: ¡donoso modo por cierto de elegir un ministro de hacienda! ¿Con que el que mas listo fuere para dar cabriolas en el aire ha de ser el mas integro y mas hábil administrador? No digo yo que haya de ser el más hábil, replicó Zadig, pero lo que sí aseguro es que indubitablemente ha de ser el más honrado. Tanta era la confianza con que lo decía Zadig, que se persuadió el rey a que poseía algún secreto sobrenatural para conocer a los administradores. Yo no gusto de cosas sobrenaturales, dijo Zadig, ni he podido nunca llevar en paciencia ni los hombres que hacen milagros, ni los libros que los mentan: y si quiere vuestra majestad permitir que haga la prueba, quedará convencido de que mi secreto es tan fácil como sencillo. Más se pasmó Nabuzan, rey de Serendib, al oír que era sencillo el secreto, que si le hubiera dicho que era milagroso. Está bien, le dijo, haced lo que os parezca. Dejadlo estar, que ganaréis con esta prueba más de lo que pensáis. Aquel mismo día mandó pregonar en nombre del rey, que todos cuantos aspiraban al empleo de principal ministro de las rentas de su sacra majestad Nabuzan, hijo de Nuzanab, viniesen con vestidos ligeros de seda a la antecámara del rey, el primer día de la luna del cocodrilo. Acudieron en número de sesenta y cuatro. Estaban los músicos en una sala inmediata, y dispuesto todo para un baile; pero estaba cerrada la puerta de la sala, y para entrar en ella había que atravesar una galería bastante obscura. Vino un hujier a conducir uno tras de otro a cada candidato por este pasadizo, donde le dejaba solo algunos minutos. El rey que estaba avisado, había hecho poner todos sus tesoros en la galería. Cuando llegaron los pretendientes a la sala, mandó su majestad que bailaran, y nunca se habían visto bailarines más topos ni con menos desenvoltura; todos andaban la cabeza baja, las espaldas corvas, y las manos pegadas al cuerpo. ¡Qué bribones! decía en voz baja Zadig. Uno solo hacia con agilidad las mudanzas, levantada la cabeza, sereno el mirar, derecho el cuerpo, y firmes las rodillas. ¡Qué hombre tan de bien, qué honrado sujeto! dijo Zadig. Dio el rey un abrazo a este buen bailarín, y le nombró su tesorero: todos los demás fueron justamente castigados y multados, porque mientras que habían estado en la galería, había llenado cada uno sus bolsillos, y apenas podía dar pasó. Compadecióse el rey de la humana naturaleza, contemplando que de sesenta y cuatro bailarines los sesenta y tres eran ladrones rateros, y se dio a la galería obscura el título de corredor de la tentación. En Persia hubieran empalado a los sesenta y tres magnates; en otros países, hubieran nombrado un juzgado, que hubiera consumido en costas el triple del dinero robado, y no hubiera puesto un maravedí en las arcas reales; en otros, se hubieran justificado plenamente, y hubiera caído de la gracia el ágil bailarín: en Serendib fueron condenados a aumentar el fisco, porque era Nabuzan muy elemente. No era menos agradecido, y dio a Zadig una suma más cuantiosa que nunca había robado tesorero ninguno al rey su amo. Valióse de este dinero Zadig para enviar a Babilonia expresos que le informaran de la suerte de Astarte. Al dar esta orden le tembló la voz, se le agolpó la sangre hacia el corazón, se cubrieron de un tenebroso velo sus ojos, y se paró a punto de muerte. Partióse el correo, viole embarcar Zadig, y se volvió a palacio, donde sin ver a nadie, y creyendo que estaba en su aposento, pronunció el nombre de amor. Si, el amor, dijo el rey; de eso justamente se trata, y habéis adivinado la causa de mi pena. ¡Qué grande hombre sois! Espero que me enseñéis a conocer una mujer firme, como me habéis hecho hallar un tesorero desinteresado. Volviendo en sí Zadig le prometió servirle en su amor como había hecho en real hacienda, aunque parecía la empresa más ardua todavía. XV.– Los ojos azules. Mi cuerpo y mi corazón, dijo el rey a Zadig… Oyendo estas palabras no pudo menos el Babilonio de interrumpir a su majestad, y de decirle: ¡Cuanto celebro que no hayáis dicho mi alma y mi corazón!, porque no oímos mas voces que estas en las conversaciones de Babilonia, ni leemos libros que no traten del corazón y el alma, escritos por autores que ni uno ni otra tienen; pero perdonadme, Señor, y proseguid. Nabuzan continuó: Mi cuerpo y mi corazón son propensos al amor; a la primera de estas dos potencias le sobran satisfacciones, que tengo cien mujeres a mi disposición, hermosas todas, complacientes, obsequiosas, y voluptuosas, o fingiendo que lo son conmigo. No es empero mi corazón tan afortunado, porque tengo sobrada experiencia de que el halagado es el rey de Serendib, y que hacen poquísimo aprecio de Nabuzan. No por eso digo que sean infieles mis mujeres, puesto que quisiera encontrar una que me quisiera por mí propio, y diera por ella las cien beldades que poseo. Decidme si en mis cien sultanas hay una que de veras me quiera. Respondióle Zadig lo mismo que acerca del ministro de hacienda. Señor, dejadlo a mi cargo; pero permitidme primero que disponga de todas las riquezas que se expusieron en la galería de la tentación, y no dudéis de que os daré buena cuenta de ellas, y no perderéis un ardite. Dióle el rey amplías facultades, y escogió Zadig treinta y tres jorobados de los más feos de Serendib, treinta y tres pajes de los más lindos, y treinta y tres de los más elocuentes y forzudos bonzos. Dejóles a todos facultad de introducirse en los retretes de las sultanas; dio a cada jorobado cuatro mil monedas de oro que regalar, y el primer día fueron todos felices. Los pajes que no tenían otra dádiva que hacer que la de su persona, tardaron dos o tres días en conseguir lo que solicitaban; y tuvieron mas dificultad en salir non la suya los bonzos; pero al cabo se les rindieron treinta y tres devotas. Presenció el rey todas estas pruebas por unas celosías que daban en los aposentos de las sultanas, y se quedó atónito, que de sus cien mujeres las noventa y nueve se rindieron a su presencia. Quedaba una muy joven y muy novicia, a la cual nunca había tocado su majestad: arrimáronse a ella uno, dos y tres jorobados, ofreciéndole hasta veinte mil monedas; pero se mantuvo incorruptible, riéndose de la idea de los jorobados que creían que su dinero los hacia mas bonitos. Presentáronse los dos mas lindos pajes, y les dijo que le parecía el rey mas lindo. Acometióla luego el bonzo más elocuente, y después el más intrépido: al primero le trató de parlanchín, y no pudo entender cual fuese el mérito del segundo. Todo se cifra en el corazón, dijo: yo no he de ceder ni al oro de un jorobado, ni a la hermosura de un paje, ni a las artes de un bonzo; ni he de querer a nadie mas que a Nabuzan; hijo de Nuzanab, esperando a que él me corresponda. Quedó el rey embargado en júbilo, cariño y admiración. Volvió a tomar todo el dinero con que habían comprado los jorobados su buena ventura, y se le regaló a la hermosa Falida, que así se llamaba esta beldad. Dile con él su corazón, que merecía de sobra, porque nunca se vio juventud más brillante y más florida que la suya, nunca hermosura que mas digna de prendar fuese. Verdad es que no calla la historia que hacia mal una cortesía; pero confiesa que bailaba como las hadas, cantaba como las sirenas, y hablaba como las Gracias, y estaba colmada de habilidades y virtud. Adorábala el amado Nabuzan; pero tenia Falida ojos azules, lo cual causó las mas funestas desgracias. Estaba prohibido por una antigua ley de Serendib, que se enamoraran de una de las mujeres que llamaron luego los Griegos BOOPES; y hacia mas de cinco mil años que había promulgado esta ley el sumo bonzo, por apropiarse para sí la dama del primer rey de la isla de Serendib; de suerte que el anatema de los ojos azules se había hecho ley fundamental del estado. Todas las clases del estado hicieron enérgicas representaciones a Nabuzan; y públicamente se decía que era llegada la fatal catástrofe del reino, que estaba colmada la medida de la abominación, que un siniestro suceso amenazaba la naturaleza; en una palabra, que Nabuzan, hijo de Nuzanab, estaba enamorado de dos ojos azules rasgados. Los jorobados, los bonzos, los asentistas, y las ojinegras inficionaron de malcontentos el reino entero. El descontento universal animó a los pueblos salvajes que viven al norte de Serendib a invadir los estados del buen Nabuzan. Pidió subsidios a sus vasallos, y los bonzos que eran dueños de la mitad de las rentas del estado, se contentaron con levantar las manos al cielo, y se negaron a llevar su dinero al erario para sacar de ahogo al rey. Cantaron lindas oraciones en música, y dejaron que los bárbaros asolaran el estado. Querido Zadig, ¿me sacarás de este horrible apuro? le dijo en lastimoso tono Nabuzan. Con mucho gusto, respondió Zadig; los bonzos os darán cuanto dinero queráis. Abandonad las tierras donde tienen levantados sus palacios, y no defendáis mas que las vuestras. Hízolo así Nabuzan; y cuando vinieron los bonzos a echarse a sus plantas, implorando su asistencia, les respondió el rey con una soberbia música cuya letra eran oraciones al cielo, rogando por la conservación de sus tierras. Entonces los bonzos dieron dinero, y se concluyó con felicidad la guerra. De esta suerte por sus prudentes y dichosos consejos, y por los mas señalados servicios, se había acarreado Zadig la irreconciliable enemiga de los mas poderosos del estado: juraron su pérdida los bonzos y las ojinegras, desacreditáronle jorobados y asentistas, y le hicieron sospechoso al buen Nabuzan. Los servicios que el hombre hace se quedan en la antesala, y las sospechas penetran al gabinete, según dice Zoroastro. Todos los días eran acusaciones nuevas; la primera se repele, la segunda hace mella, la tercera hiere, y la cuarta mata. Asustado Zadig, que había puesto en auge los asuntos de su amigo, y enviádole su dinero, no pensó más que en partirse de la isla, y en ir a saber en persona noticias de Astarte; porque si permanezco en Serendib, decía, me harán empalar los bonzos. ¿Pero adonde iré? en Egipto seré esclavo, en Arabia según las apariencias quemado, y ahorcado en Babilonia. Con todo menester es saber qué ha sido de Astarte: partámonos, y apuremos lo que me destina mi suerte fatal. XVI.– El bandolero. Al llegar a las fronteras que separan la Arabia pétrea de la Siria, y al pasar por junto a un fuerte castillo, salieron de él unos Árabes armados. Vióse rodeado de hombres que le gritaban: Ríndete; todo cuanto traes es nuestro, y tu persona pertenece a nuestro amo. En respuesta sacó Zadig la espada; lo mismo hizo su criado que era valiente, y dejaron sin vida a los primeros Árabes que los habían embestido: dobló el número de enemigos, mas ellos no se desalentaron, y se resolvieron a morir en la pelea. Veíanse dos hombres que se defendían contra una muchedumbre; tan desigual contienda poco podía durar. Viendo desde una ventana el dueño del castillo, que se llamaba Arbogad, los portentos de valor que hacia Zadig, le cobró estimación. Bajó por tanto, y vino en persona a contener a los suyos, y librar a los dos caminantes. Cuanto por mis tierras pasa es mío, dijo, no menos que lo que en tierras ajenas encuentro; pero me parecéis tan valeroso, que os eximo de la común ley. Hízole entrar en el castillo, mandando a su tropa que le tratase bien; y aquella noche quiso cenar con Zadig. Era el amo de este castillo uno de aquellos Árabes que llaman ladrones, el cual entre mil atrocidades solía hacer alguna acción buena; robaba con una furiosa rapacidad, y daba con prodigalidad: intrépido en una acción, de buen genio en el trato de la vida, bebedor en la mesa, de buen humor cuando había bebido, y sobretodo sin solapa ninguna. Gustóle mucho Zadig, y con la conversación que se animó duró mucho el banquete. Díjole en fin Arbogad: Aconsejoos que toméis partido conmigo, no podéis hacer cosa mejor; no es tan malo el oficio, y un día podéis llegar a ser lo que yo soy. ¿Se puede saber, respondió Zadig, desde cuando ejercitáis tan hidalga profesión? Desde niño, replicó el señor. Era criado de un Árabe muy hábil, y no podía acostumbrarme a mi estado, desesperado de ver que perteneciendo igualmente la tierra a todos, no me hubiera cabido a mí la porción correspondiente. Fiéle mi pena a un Árabe viejo, el cual me dijo: Hijo mío, no te desesperes; sábete que en tiempos antiguos había un grano de arena que se dolía de ser un átomo desconocido en un desierto; andando años, se convirtió en diamante, y es hoy el mas precioso joyel de la corona del rey de las Indias. Dióme tanto golpe esta respuesta, que siendo grano de arena me determiné a volverme diamante. Robé primero dos caballos, me junté con otros compañeros, púseme en breve en estado de robar caravanas poco crecidas; y así fue disminuyéndose la desproporción que de mí a los demás había. Participé de los bienes de este mundo, v me resarcí con usura: tuviéronme en mucho, llegué a ser señor bandolero, y gané este castillo tomándole por fuerza. Quiso quitármele el sátrapa de Siria, pero era ya tan rico que nada tenia que temer: di dinero al sátrapa, y conservé así el castillo, y agrandé mis tierras, añadiendo a ellas el cargo que me confirió el sátrapa de tesorero de los tributos que pagaba la Arabia pétrea al rey de reyes. Yo hice las cobranzas, y me exime de hacer pagos. Envió aquí el gran Desterham de Babilonia, en nombre del rey Moabdar, a un satrapilla para mandarme ahorcar. Cuando él llegó con la orden, estaba yo informado de todo; hice ahorcar en su presencia las cuatro personas que traía consigo para apretarme el lazo al cuello, y le pregunté luego cuanto le podía valer la comisión de ahorcarme. Respondióme que podría su gratificación subir a trescientas monedas de oro, y yo le hice ver con evidencia que ganaría mas conmigo: le creé bandolero inferior, y hoy es uno de los mejores y mas ricos oficiales que tengo; y si me queréis creer, haréis vos lo mismo. Nunca ha corrido tiempo mejor para robar, desde que ha sido muerto Moabdar, y que anda en Babilonia todo alborotado. ¡Moabdar ha sido muerto! dijo Zadig: ¿y que se ha hecho la reina Astarte? Yo no lo sé, replicó Arbogad; lo que sí sé, es que Moabdar se volvió loco, que fue muerto, que Babilonia esta hecha una cueva de ladrones, todo el imperio en la desolación, que se pueden dar buenos golpes, y que yo por mi parte he dado algunos ballantes. Pero la reina, dijo Zadig, ¿por vida vuestra nada sabéis de la suerte de la reina? De un príncipe de Hircania me han hablado, replicó; es de presumir que sea una de sus concubinas, a menos que en el alboroto la hayan muerto; pero a mí lo que me importa es averiguar donde hay que robar, y no noticias. Muchas mujeres he cogido en mis correrías, pero a ninguna conservo; cuando son bonitas, las vendo caras, sin informarme de lo que son, porque nadie compra la dignidad, y para una reina fea no se encuentra despacho. Posible es que haya yo vendido a la reina Astarte, y posible es que haya muerto; poco me importa, y me parece que tampoco debe de importaros mucho a vos. Diciendo esto bebía con tanto aliento, y de tal manera confundía las ideas todas, que no pudo Zadig sacar de él cosa ninguna mas. Estaba confuso, pensativo y sin movimiento, mientras que bebía Arbogad y contaba mil historietas, repitiendo sin cesar que era el más venturoso de los hombres, y exhortando a Zadig a que fuera tan dichoso como él era. Finalmente embargados los sentidos con los vapores del vino, se fue a dormir un sosegado sueño. Zadig pasó aquella noche en la más violenta zozobra. ¡Con que se ha vuelto loco el rey, y ha sido muerto! decía; no puedo menos de compadecerle. ¡Está despedazado el imperio, y este bandolero es feliz! ¡O fortuna, o destino! ¡Un bandolero feliz, y la más amable producción de la naturaleza ha muerto acaso de un modo horrible, o vive en peor condición que la misma muerte! ¡O Astarte! ¿Qué te has hecho? Desde que amaneció el día, hizo preguntas a todos cuantos había en el castillo, pero estaban todos ocupados, y nadie le respondió: aquella noche habían hecho nuevas conquistas, y se estaban repartiendo los despojos. Cuanto en esta tumultuaria confusión pudo conseguir, fue licencia para irse, que aprovechó sin tardanza, más sumido que nunca en sus tristes pensamientos. Caminaba Zadig inquieto y agitado, preocupado su ánimo con la malhadada Astarte, con el rey de Babilonia, can su fiel Cador, con el dichoso bandolero Arbogad, con aquella tan antojadiza mujer que habían robado unos Babilonios en la frontera de Egipto, finalmente con todos los contratiempos y azares que había sufrido. XVII.– El pescador. A pocas leguas del castillo de Arbogad, se encontró a orillas de un riachuelo, lamentando siempre su suerte, y mirándose como el epilogo de las desdichas humanas. Vio un pescador acostado a la orilla, que con desmayada mano retenía apenas sus redes que iba a dejar escapar, y alzaba los ojos al cielo. Por cierto que yo soy el más desdichado de todos los hombres, decía el pescador. Por confesión de todo el mundo he sido el más célebre mercader de requesones de toda Babilonia, y lo he perdido todo. Tenia la mujer mas linda que pueda poseer hombre, y me ha engañado. Me quedaba una mala casucha, y la he visto talar y derribar, Refugiado a una cabaña, sin más recurso que la pesca, no saco ni un pescado. No quiero tirarte al agua, red mía, yo soy quien me he de tirar. Diciendo estas palabras se levantó en postura de un hombre resuelto a dar fin a su vida en el río. ¡Así, dijo Zadig para sí, hay otros hombres tan desdichados como yo! Tan pronto como esta idea fue la de acudir a librar de la muerte al pescador. Corre a él, le detiene, y le hace preguntas en ademán enternecido y consolador. Dicen que es uno menos desdichado cuando no es él solo; pero según Zoroastro no es por malicia, que es por necesidad, porque se siente uno entonces atraído por otro desventurado como por un semejante suyo. La alegría de un dichoso fuera insulto; y son dos desventurados como dos flacos arbolillos que, apoyándose uno en otro, contra la borrasca se fortalecen. ¿Porqué os rendís a vuestra desgracia? dijo Zadig al pescador. Porque no veo remedio a ella, le respondió. He sido el vecino más pudiente de la aldea de Derlback, cerca de Babilonia, y con ayuda de mi mujer hacia los mejores requesones del imperio, que gustaban infinito a la reina Astarte y al célebre ministro Zadig. Habla suministrado para entrambas casas seiscientos requesones: fui un día a Babilonia a que me pagaran, y supe que aquella misma noche se habían desaparecido Zadig y la reina. Fui corriendo a casa del señor Zadig, a quien nunca había visto, y encontré a los alguaciles del gran Desterham, que con un papel del rey en la mano robaban con mucho orden y sosiego toda la casa. Púseme en volandas en la cocina de la reina; algunos de los gentiles?hombres de beca me dijeron que había muerto, otros que estaba presa, y otros afirmaron que se había escapado; pero todos estuvieron contestes en que no se me pagarían mis requesones. Fuíme con mi mujer a casa del señor Orcan, que era uno de mis parroquianos; le pedimos su amparo en nuestra cuita, y se le otorgó a mi mujer, y a mí no. Era mi mujer más blanca que los requesones que fueron el origen de mi desventura, y no brilla más la púrpura de Tyro que el color que su blancura animaba: por eso se la guardó Orcan, y me echó de su casa. Escribí a mi esposa desesperado una carta, y respondió al portador: Sí, ya, ya sé quien me escribe, ya me han hablado de él; dicen que hace requesones excelentes: que me traiga, y que se los paguen. Quise acudir a la justicia en mi desdicha. Quedábanme seis onzas de oro: fue menester dar dos al jurisperito que consulté, otras dos al procurador que se encargó de mi asunto, y dos al escribiente del primer juez. Hecho esto, aun no se había empezado mi pleito, y ya llevaba mas dinero gastado que lo que mis requesones y mi mujer de añadidura valían. Volvíme al pueblo con ánimo de vender mi casa por recobrar a mi mujer. Valía esta unas sesenta onzas de oro; pero me veían pobre, y con premura de vender. El primero a quien me dirigí me ofreció treinta, el segundo veinte, y el tercero diez; y la iba a dar por este precio, según estaba ciego. Vino a la sazón a Babilonia un príncipe de Hircania, asolando todo el país por donde pasaba, el cual saqueó mi casa, y después le puso fuego. Habiendo perdido de esta manera dinero, mujer y casa, me retiré al país donde me veis, procurando ganar mi vida con la pesca. Los peces hacen burla de mí lo mismo que los hombres: no saco ningunos, y me muero de hambre; y sin vos, consolador augusto, iba a tirarme al río. No contó su historia el pescador sin hacer muchas pausas, y a cada una le decía Zadig, arrebatado y fuera de sí: ¿Con que nada sabéis de la suerte de la reina? No, señor, respondía el pescador; lo que sé, es que ni la reina ni Zadig me han pagado mis requesones, que me han robado a mi mujer, y que estoy desesperado. Yo espero, dijo Zadig, que no habéis de perder todo vuestro dinero. He oído hablar de ese Zadig, como de un hombre honrado; y si vuelve a Babilonia, mas de lo que os debe os dará; mas por lo que hace a vuestra mujer, que no es tan honrada, aconsejoos que no hagáis diligencias por volver con ella. Tomad mi consejo, id a Babilonia, adonde antes que vos llegaré yo, porque vais a pié y yo voy a caballo; veos con el ilustre Cador, decidle que habéis encontrado a su amigo, y esperadme en su casa: id en paz, que acaso no seréis siempre desdichado. Poderoso Orosmades, siguió, de mí os habéis valido para consolar a este hombre: ¿de quién os valdréis para darme a mí consuelo? Así decía dando al pescador la mitad de todo el dinero que traía de Arabia; y el pescador atónito y confuso besaba las plantas del amigo de Cador, y le apellidaba su ángel tutelar. Zadig no cesaba de preguntarle noticias, y de verter llanto. ¿Cómo, señor, exclamó el pescador, también sois desdichado siendo benéfico? Cien veces más infeliz que tú, respondió Zadig. ¿Cómo puede ser, decía el buen hombre, que sea el que da mas digno de lástima que el que recibe? Porque tu mayor desgracia, replicó Zadig, era la necesidad, y la mía pende del coraron. ¿Os ha robado Orcan a vuestra mujer? dijo el pescador. Esta pregunta trajo a la memoria a Zadig todas sus aventuras, y le hizo repasar la lista de todos sus infortunios, empezando por la perra de la reina hasta su arribo a casa del bandolero Arbogad. Ha, dijo al pescador, Orcan es digno de castigo; pero por lo común esos son los hombres que están en privanza del destino. Sea como fuere, vete a casa del señor Cador, y espérame. Separáronse con esto: el pescador se fue dando gracias a su estrella, y Zadig maldiciendo sin cesar la suya. XVIII.– El basilisco. Llegó Zadig a un hermoso prado, donde vio una muchedumbre de mujeres que andaban buscando solícitas cosa que parecía que habían perdido. Acercóse a una de ellas, y le preguntó si quería que las ayudara a buscar lo que querían hallar. Dios nos libre, respondió la Siria; lo que nosotras buscamos solo las mujeres pueden tocarlo. Raro es eso, dijo Zadig: ¿me haréis el favor de decirme qué cosa es esa que solo las mujeres pueden tocarla? Un basilisco, respondió ella. ¡Un basilisco, señora! ¿Y por qué motivo buscáis un basilisco? Para nuestro señor y dueño Ogul, cuyo palacio estáis viendo a orillas del río, y al cabo de este prado, que somos sus más humildes esclavas. El señor Ogul está malo, y le ha recetado su médico que coma un basilisco hervido en agua de rosas; y como es animal muy raro, y que solo de las mujeres se deja coger, ha prometido el señor Ogul que escogerá por su querida esposa a la que le lleve un basilisco: con que así dejádmele buscar; que ya veis lo mucho que yo perdería, si una de mis compañeras antes que yo le topara. Dejó Zadig a esta Siria y a todas las demás que buscaran su basilisco, y siguió su camino por la pradera. Al llegar a la orilla de un arroyuelo, encontró a otra dama acostada sobre los céspedes, que no buscaba nada. Parecía majestuosa su estatura, aunque tenía cubierto el rostro de un velo. Estaba inclinada la cabeza al arroyo; exhalaba de rato en rato hondos sollozos, y tenia en la mano una varita con la cual estaba escribiendo letras en una fina arena que entre los céspedes y el arroyo mediaba. Quiso ver Zadig qué era lo que escribía: arrimóse, y vio una Z, luego una A, y se maravilló: después leyó una D, y le dio un vuelco el corazón; mas nunca fue tanto su pasmo, como cuando leyó las dos postreras letras de su nombre. Permaneció inmóvil un rato; rompiendo al fin el silencio, con voz mal segura, dijo: Generosa dama, perdonad a un extranjero desventurado, que a preguntar se atreve ¿por qué extraño acaso encuentro aquí el nombre de Zadig, por vuestra divina mano escrito? Al oír esta voz y estas palabras, alzó con trémula mano su velo la dama, miró a Zadig, dio un grito de ternura, de asombro y de alborozo, y rindiéndose a los diversos afectos que de consuno embatían su alma, cayó desmayada en sus brazos. Era Astarte, era la reina de Babilonia, la misma que idolatraba Zadig, y de cuyo amor le acusaba su conciencia; aquella cuya suerte tantas lágrimas le había costado. Estuvo un rato privado del uso de sus sentidos; y cuando clavó sus miradas en los ojos de Astarte que lentamente se abrían de nuevo entre desmayados, confusos y amorosos: ¡O potencias inmortales! exclamó, ¿me restituís a mi Astarte? ¿En qué tiempo, en qué sitio, en qué estado torno a verla? Hincóse de rodillas ante Astarte, inclinando su frente bajo del polvo de sus pies. Alzale la reina de Babilonia, y le sienta cabe sí en la orilla del arroyo, enjugando una y mil veces sus ojos que siempre en frescas lágrimas se bañaban. Veinte veces anudaba un hilo de razones que interrumpían sus gemidos; hacíale preguntas acerca del acaso que los había reunido, y no daba lugar a que respondiese con preguntas nuevas; empezaba a contar sus desventuras, y quería saber las de Zadig. Habiendo finalmente ambos sosegado un poco el alboroto de su pecho, dijo en breves palabras Zadig por qué acaso se encontraba en esta pradera. ¿Pero como os hallo, o reina respetable y desdichada, en este desviado sitio, vestida de esclava, y acompañada de otras esclavas que buscan un basilisco, para hervirle, en virtud de una receta de médico, en agua de rosas? Mientras que andan buscando su basilisco, voy a informaros, dijo la hermosa Astarte, de todo lo que he padecido, y que perdono al cielo una vez que vuelvo a veros. Ya sabéis que el rey mi esposo llevó a mal que fueseis el mas amable de todos los hombres, y acaso por este motivo tomó una noche la determinación de mandaros ahorcar, y darme un tósigo; y también sabéis que los cielos compasivos dispusieron que me avisara mi enano mudo de las órdenes de su sublime majestad. Apenas os hubo precisado el fiel Cador a obedecerme y partiros, se atrevió a penetrar por una puerta excusada en mi cuarto a media noche, me sacó de palacio, y me llevó al templo de Orosmades, donde me encerró su hermano el mago dentro de una estatua colosal cuya basa se apoya en los cimientos del templo, y la cabeza toca con la bóveda. Aquí quedé como enterrada, puesto que el mago que me servia cuidó de que nada me faltase. Al rayar el día, entró en mi cuarto el boticario de su majestad con una pócima de beleño, opio, cicuta, eléboro negro, y anapelo; y otro oficial se encaminó a vuestra casa con un cordón de seda azul; mas no hallaron a nadie. Por engañar mas al rey, le hizo Cador una falsa denuncia contra nosotros dos, fingiendo que llevabais vos el camino de la India, y yo el de Menfis; y enviaron gente en nuestro seguimiento. No me conocían los mensajeros que fueron en busca riña, porque casi nunca había mostrado mi semblante, como no fuese a vos, delante de mi marido y por orden suya. Ibanme persiguiendo por las señas que de mi persona les habían dado; y se encontraron a la raya de Egipto con otra de mi estatura misma, y que acaso era mas hermosa. Estaba bañada en llanto, y andaba desatentada, de suerte que no dudaron de que era la reina de Babilonia, y la condujeron a Moabdar. Enojóse violentamente el rey por la equivocación; mas habiendo luego contemplado mas atentamente a esta mujer, vio que era muy hermosa, y se consoló. Llamábase Misuf, nombre que, según después me han dicho, significa en egipcíaco la bella antojadiza, y lo era efectivamente; pero no iban en zaga sus artes a sus antojos, tanto que habiendo gustado a Moabdar, le cautivó de manera que la declaró su legítima esposa. Manifestóse entonces su índole sin rebozo, entregándose sin freno a todas las extravagancias de su imaginación. Quiso precisar al sumo mago, viejo y gotoso, a que bailase en su presencia; y habiéndose negado este, le persiguió de muerte. A su caballerizo mayor le mandó hacer una tarta de dulce; y puesto que representó que no era repostero, todo fue en balde: tuvo que hacer la tarta, y le despidió porque estaba muy tostada. El cargo de caballerizo mayor se le dio a su enano, y a un paje le hizo fiscal del consejo: de esta suerte gobernó a Babilonia. Llorábame todo el mundo; y el rey, que hasta que había mandado ahorcaros y darme veneno había sido bastante bueno, dejó que sus virtudes corriesen naufragio en su amor a la bella antojadiza. El día del fuego sagrado vino al templo, y le vi implorar a los Dioses por Misuf, postrado ante la estatua donde estaba yo metida. Alzando entonces la voz, le dije: “Los Dioses desechan las súplicas de un rey convertido en tirano, y que ha querido quitar la vida a una mujer de juicio, por casarse con una loca.” Pusieron estas palabras en tamaña confusión a Moabdar, que se le fue la cabeza. Con el oráculo que había yo pronunciado, y con la tiranía de Misuf sobraba para que perdiera la razón; y con efecto en pocos días se volvió loco. Esta locura, que se atribuyó a castigo del cielo, fue la señal de rebelión: amotinóse el pueblo, y tomó armas; Babilonia, donde reinaba tanto tiempo hacia una muelle ociosidad, se convirtió en teatro de una horrorosa guerra civil. Sacáronme del hueco de mi estatua; pusiéronme al frente de un partido, y fue Cador corriendo a Menfis, para traeros a Babilonia. Noticioso de tan fatales nuevas acudió el príncipe de Hircania con su ejército a formar tercer partido en la Caldea, y vino a embestir al rey que le salió al encuentro con su desatinada egipcíaca. Murió Moabdar, traspasado de mil heridas, y cayó Misuf en poder del vencedor. Quiso mi desventura que yo también fuera cogida por una partida de guerrilla hircana, que me condujo a presencia del príncipe, al mismo tiempo que le llevaban a Misuf. Sin duda sabréis con satisfacción que me tuvo este por mas hermosa que la egipcia, pero no será de menos sentimiento para vos qué os diga que me destinó para su serrallo, diciéndome sin andarse con rodeos, que luego que concluyese una expedición militar para la cual iba a partirse, vendría a mí. Figuraos cual fue mi quebranto: rotos los vínculos que con Moabdar me estrechaban, podía ser de Zadig, y caía en los hierros de un bárbaro. Respondíle con toda la altivez que me inspiraban mi alta jerarquía y mis afectos, habiendo oído decir toda mi vida que las personas de mi dignidad las habían dotado los cielos de tal grandeza, que con una palabra y un mirar de ojos confundían en el polvo de la nada a cuantos temerarios eran osados a apartarse un punto del mas reverente acatamiento. Hablé como reina, pero fui tratada como una moza de cántaro: el Hircano, sin dignarse siquiera de responderme, le dijo a su eunuco negro que yo era mal hablada, pero que le parecía linda. Mandóle que me cuidase y me diera el trato que a las que estaban en su privanza, para que me volviesen los colores, y fuese mas digna de sus caricias el día que le pareciese oportuno honrarme con ellas. Díjele que me mataría, y me respondió riéndose que ninguna se mataba por esas cosas, y que estaba acostumbrado a semejantes melindres, y se fue dejándome como un jilguero en jaula. ¡Qué situación para la primera reina del universo, y más para un corazón que era de Zadig! El cual se hincó de rodillas al oír estas razones, regando con sus lágrimas las plantas de Astarte. Alzóle esta cariñosamente, y prosiguió diciendo: Veíame en poder de un bárbaro, y en competencia con una loca con quien estaba encerrada. Contóme Misuf su aventura de Egipto; y por la pintura que de vos hizo, por el tiempo, por el dromedario en que ibais montado, y por las demás circunstancias vine en conocimiento de que era Zadig quien había peleado en su defensa; y no dudando de que estuvierais en Menfis, me determiné a refugiarme en esta ciudad. Bella Misuf, le dije, vos sois mucho más donosa que yo, y divertiréis más bien al príncipe de Hircania: procuradme medio para escapar; reinaréis vos sola, y me haréis feliz, librándoos de una rival. Misuf me ayudó a efectuar mi fuga, y me partí secretamente con una esclava egipcia. Ya tocaba con la Arabia, cuando me robó un bandolero muy nombrado, llamado Arbogad, el cual me vendió a unos mercaderes que me trajeron a este palacio, donde reside el señor Ogul, que me compró sin saber quien yo fuese. Es este un glotón, que solo piensa en atracarse bien, y cree que le ha echado Dios al mundo para disfrutar de una buena mesa. Está tan excesivamente gordo, que a cada instante parece que va a reventar. Su médico poco influjo tiene con él cuando hace buena digestión, pero le manda despóticamente cuando tiene ahitera; y ahora le ha hecho creer que le había de sanar con un basilisco hervido en agua de rosas. Ha prometido dar su mano a la esclava que le trajere un basilisco, y ya veis que yo las dejo que se merezcan tan alta honra, no habiendo nunca tenido menos ganas de topar el tal basilisco que desde que han querido los cielos que volviese a veros. Dijéronse entonces Astarte y Zadig cuanto a los mas generosos y apasionados pechos pudieron inspirar afectos tanto tiempo contrarestados, y tanto amor, y tanta desdicha; y los genios que al amor presiden llevaron las razones de ambos a la esfera de Venus. Tornáronse a la quinta de Ogul las mujeres sin haber hallado nada. Zadig se presentó a él, y le habló así: Descienda del cielo la inmortal Hygia para dilatar vuestros años. Yo soy médico; he venido habiendo oído hablar de vuestra dolencia, y os traigo un basilisco hervido en agua de rosas; no porque aspire a casarme con vos, que solo os pido la libertad de una esclava joven de Babilonia, que os vendieron pocos días hace; y me allano a permanecer esclavo en su lugar, si no tengo la dicha de sanar al magnifico señor Ogul. Fue admitida la propuesta, y se partió Astarte para Babilonia en compañía del criado de Zadig, prometiéndole que le despacharía sin tardanza un mensajero, para informarle de cuanto hubiese sucedido. No menos que su reconocimiento fueron amorosos sus vales: porque, como está escrito en el gran libro del Zenda, las dos épocas más solemnes de la vida son el instante en que nos volvemos a ver, y aquel en que nos separamos. Quería Zadig a la reina tanto como se lo juraba, y la reina quería a Zadig mas de lo que decía. Zadig habló de esta suerte a Ogul: Señor, mi basilisco no se come, que toda su virtud se os ha de introducir por los poros; yo le he puesto dentro de una odre bien henchida de viento, y cubierta de un cuero muy fino; es menester que empujéis hacia mí dicha odre en el aire con toda vuestra fuerza, y que yo os la tire muchas veces; y con pocos días de dieta y de este ejercicio veréis la eficacia de mi arte. Al primer día se hubo de ahogar Ogul, y creyó que iba a exhalar el alma; al segundo se cansó menos, y durmió más bien: por fin a los ocho días recobró toda la fuerza, la salud, la ligereza, y el buen humor de sus más floridos años. Zadig le dijo: habéis jugado a la pelota, y no os habéis hartado: sabed que no hay tal basilisco en el mundo; que un hombre sobrio y que hace ejercicio siempre vive sano, y que tan imaginado es el arte de amalgamar la gula con la salud como la piedra filosofal, la astrología judiciaria, y la teología de los magos. Conociendo el primer médico de Ogul cuan peligroso para la medicina era semejante hombre, se coligó con el boticario del gremio para enviarle a buscar basiliscos al otro mundo: de suerte que habiendo sido castigado siempre por sus buenas acciones, iba a morir por haber dado la salud a un señor glotón. Convidáronle a un espléndido banquete, donde le debían dar veneno al segundo servicio; pero estando en el primero, recibió un parte de la hermosa reina, y se levantó de la mesa, partiéndose sin tardanza. El que es amado de una hermosa, dice el gran Zoroastro, de todo sale bien en este mundo. XIX.– Las justas. Fue recibida la reina en Babilonia con aquel júbilo con que se recibe siempre una princesa hermosa y desdichada. Entonces Babilonia parecía algo mas quieta: el príncipe de Hircania había perdido la vida en una batalla, y los Babilonios vencedores declararon que Astarte se casaría con el que fuera elegido por soberano. Mas no quisieron que el primer puesto del mundo, que era el de esposo de Astarte y monarca de Babilonia, pendiese de enredos y partidos; y juraron reconocer por rey al mas valiente y discreto. Levantaron a pocas leguas de la ciudad un vasto palenque cercado de anfiteatros magníficamente adornados; los mantenedores se habían de presentar armados de punta en blanco, y se le había señalado a cada uno un aposento separado, donde no podía ver ni hablar a nadie. Se habían de correr cuatro lanzas; y los que tuviesen la dicha de vencer a cuatro caballeros, habían luego de pelear unos con otros: de suerte que el postrero por quien quedara el campo fuese proclamado vencedor del torneo. Cuatro días después había de volver con las mismas armas, y acertar las adivinanzas que propusiesen los magos; y si no las acertase, no había de ser rey, mas se habían de volver a correr lanzas, hasta que se diese con un hombre que saliese con victoria en ambas pruebas; porque estaban resueltos a no reconocer por rey a quien no fuese el mas valiente y mas discreto. En todo este tiempo no se permitía a la reina comunicar con nadie: solo se le daba licencia para que asistiera a los juegos cubierta de un velo; pero no se le consentía hablar con ninguno de los pretendientes, porque no hubiese injusticia ni valimiento. Este aviso daba Astarte a su amante, esperando que acreditada por ella mas valor y discreción que nadie. Partióse Zadig, suplicando a Venus que fortaleciera su ánimo y alumbrara su entendimiento, y llegó a las riberas del Eúfrates la víspera del solemne día. Hizo asentar luego su mote entre los de los demás combatientes, escondiendo su nombre y su rostro, como mandaba la ley, y se fue a descansar al aposento que le había cabido en suerte. Su amigo Cador que estaba de vuelta en Babilonia, habiéndole buscado en Egipto, mandó llevar a su cuarto una armadura completa que le enviaba la reina, y también con ella el caballo mas lozano de la Persia. Bien vio Zadig que estas dádivas eran de mano de Astarte, y adquirió nuevo vigor, y esperanzas nuevas su amor y su denuedo. Al día siguiente, sentada la reina bajo un dosel guarnecido de piedras preciosas, y llenos los anfiteatros de todas las damas y de gente de todos estados de Babilonia, se dejaron ver en el circo los mantenedores. Puso cada uno su mote a los pies del sumo mago: sorteáronse, y el de Zadig fue el postrero. Presentóse el primero un señor muy rico, llamado Itobad, tan lleno de vanidad como falto de valor, de habilidad, y de entendimiento. Habíanle persuadido sus sirvientes a que un hombre como el debía de ser rey, y él les había respondido: Un hombre como yo debe reinar. Habíanle armado pues de pies a cabeza: llevaba unas armas de oro con esmaltes verdes, un penacho verde, y la lanza colgada con cintas verdes. Por el modo de gobernar Itobad su caballo, se echó luego de ver que no había destinado el cetro de Babilonia a un hombre como él el cielo. El primer caballero que corrió lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tiró por las ancas del caballo a tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volvió a montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltó la risa. No se dignó el tercero de tocarle con la lanza; sino que al pasar junto a él le agarró por la pierna derecha, y haciéndole dar media vuelta, le derribó en la arena; los escuderos de los juegos acudieron a levantarle riéndose: el cuarto combatiente le coge por la pierna izquierda, y le tira del otro lado. Condujéronle con mil baldones a su aposento, donde conforme a la ley había de pasar aquella noche: y decía, pudiendo apenas menearse: ¡Qué aventura para un hombre como yo! Mejor desempeñaron su obligación los demás adalides: hubo algunos que vencieron a dos combatientes, y unos pocos llegaron hasta tres. Solo el príncipe Otames venció a cuatro. Presentóse el postrero Zadig, y con mucho donaire sacó de los estribos a cuatro jinetes uno en pos de otro; con esto empezó la lid entre Zadig y Otames. Este traía armas de azul y oro con un penacho de lo mismo; las de Zadig eran blancas. Los ánimos de los asistentes estaban divididos entre el caballero azul y el blanco: a la reina le palpitaba el corazón, haciendo fervientes ruegos al ciclo por el color blanco. Dieron ambos campeones repetidas vueltas y revueltas con tanta ligereza, asentáronse y esquivaron tales botes con las lanzas, y tan fuertes se mantenían en sus estribos, que todos, menos la reina, deseaban que hubiese dos reyes en Babilonia. Cansados ya los caballos, y rotas las lanzas, usó Zadig esta treta: pasa por detrás del príncipe azul, se abalanza a las ancas de su caballo, le coge por la mitad del cuerpo, le derriba en tierra: monta en la silla vacía, y empieza a dar vueltas al rededor de Otames tendido en el suelo. Clama todo el anfiteatro: Victoria por el caballero blanco. Alzase enfurecido Otames, saca la espada; da Zadig un salto del caballo el alfanje desnudo. Ambos empiezan en la arena nueva y mas peligrosa batalla; ora triunfa la agilidad, ora la fuerza. Vuelan al viento heridos de menudeados golpes el plumaje de sus yelmos, los clavos de sus brazaletes, la malla de sus armas. De punta y de filo se hieren a izquierda, a derecha, la cabeza, el pecho: retiranse, acométense; se apartan, se agarran de nuevo; dóblanse como serpientes, embístense como leones: a cada instante saltan chispas de los golpes que se pegan. Zadig cobra en fin algún aliento, se para, esquiva un golpe de Otames, no le da vagar, le derriba, le desarma, y Otames exclama: Caballero blanco, a vos es debido el trono de Babilonia. No cabía en sí la reina de alborozo. Llevaron al caballero azul y al caballero blanco, a cada uno a su aposento, como habían hecho con todos los demás, cumpliendo con lo que mandaba la ley. Unos mudos los vinieron a servir, y les trajeron de comer. Bien se puede presumir si seria el mudo de la reina el que sirvió a Zadig. Dejáronlos dormir solos hasta el otro día por la mañana, que era cuando había de llevar el vencedor su mote al sumo mago, para cotejarle y darse a conocer. Tan cansado estaba Zadig que durmió profundamente, puesto que enamorado; mas no dormía Itobad que estaba acostado en el cuarto inmediato: y levantándose por la noche entró en el de Zadig, cogió sus armas blancas y su mote, y puso las suyas verdes en lugar de ellas. Apenas rayaba el alba, cuando se presentó ufano al sumo mago, declarándole que un hombre como él era el vencedor. Nadie lo esperaba, pero fue proclamado, mientras que aun estaba durmiendo Zadig. Volvióse Astarte a Babilonia atónita y desesperada. Casi vacío estaba todo el anfiteatro cuando despertó Zadig, y buscando sus armas se encontró con las verdes en su lugar. Vióse precisado a revestirse de ellas, no teniendo otra cosa de que echar mano. Armase atónito, indignado y enfurecido, y sale con este arreo. Toda cuanta gente aun había en el anfiteatro y el circo le acogió con mil baldones; todos so le arrimaban, y le daban vaya en su cara: nunca hombre sufrió tan afrentoso desaire. Faltóle la paciencia, y desvió a sablazos el populacho que se atrevió a denostarle; pero no sabia que hacerse, no pudiendo ni ver a la reina, ni reclamar las armas blancas que esta le había enviado, por no aventurar su reputación: y mientras que estaba Astarte sumida en un piélago de dolor, fluctuaba él entre furores y zozobras. Paseábase por las orillas del Eúfrates, persuadido a que le había destinado su estrella a irremediable desdicha, y recapitulaba en su mente todas sus desgracias, desde la mujer que no podía ver a los tuertos, hasta la de su armadura. Eso he granjeado, decía, con haber despertado tarde; si no hubiera dormido tanto, fuera rey de Babilonia, y posesor de Astarte. Así el saber, las buenas costumbres, el esfuerzo nunca para mas que para mi desdicha me han valido. Exhalóse al cabo en murmuraciones contra, la Providencia, y le vino la tentación de creer que todo lo regia un destino cruel que a los buenos oprimía, y hacia que prosperasen los caballeros verdes: que uno de sus mayores sentimientos era verse con aquellas armas verdes que tanta mofa le habían acarreado. Pasó un mercader, a quien se las vendió muy baratas, y le compró una bata y una gorra larga. En este traje iba siguiendo la corriente del Eúfrates, desesperado, y acusando en su corazón a la Providencia que no se cansaba de perseguirle. XX.– El ermitaño. Caminando, como hemos dicho, se encontró con un ermitaño cuya luenga barba descendía hasta el estómago. Llevaba este un libro que iba leyendo muy atentamente. Paróse Zadig y le hizo una profunda reverencia, a que correspondió el ermitaño de manera tan afable y tan noble, que a Zadig le vino la curiosidad de razonar con él. Preguntóle qué libro era el que leía. El libro del destino, dijo el ermitaño: ¿queréis leer algún trozo? Pusosele en las manos; mas aunque fuese Zadig versado en muchos idiomas, no pudo conocer ni una letra, con lo cual se aumentó su curiosidad. Muy triste parecéis, le dijo el buen padre. ¡Tanto motivo tengo para estarlo! respondió Zadig. Si me dais licencia para que os acompañe, repuso el anciano, acaso podré serviros en algo; que a veces he hecho bajar el consuelo a las almas de los desventurados. La traza, la barba y el libro del ermitaño infundieron respeto en Zadig, y en su conversación encontró superiores luces. Hablaba el ermitaño del destino, de la justicia, de la moral, del sumo bien, de la humana flaqueza, de las virtudes y los vicios con tan viva y penetrante elocuencia, que Zadig por un irresistible embeleso se sentía atraído hacia él, y le rogó con ahínco que no le dejara hasta que estuviesen de vuelta en Babilonia. Ese mismo favor os pido yo; juradme por Orosmades, que sea lo que fuere lo que me veáis hacer, no os habéis de separar de mí en algunos días. Jurólo Zadig, y siguieron juntos ambos su camino. Aquella misma tarde llegaron a una magnifica quinta, y pidió el ermitaño hospedaje para sí y para el mozo que le acompañaba. Introdújolos en casa, con ademán de desdeñosa generosidad, un portero que parecía un gran señor, y los presentó a un criado principal, que les enseñó los aposentos de su amo. Sentáronlos al cabo de la mesa, sin que se dignara el dueño de aquel palacio de honrarlos con una mirada; pero los sirvieron, como a todos los demás, con opulencia y delicadeza. Diéronles luego agua a manos en una palangana de oro, guarnecida de esmeraldas y rubíes; lleváronlos a acostar a un suntuoso aposento, y la mañana siguiente trajo el criado a cada uno una moneda de oro, y después los despidieron. El amo de esta casa, dijo Zadig en el camino, me parece que es hombre generoso, aunque algo altivo, y que ejercita con nobleza la hospitalidad. Al decir estas palabras, advirtió que parecía tieso y henchido una especie de costal muy largo que traía el ermitaño, y vio dentro la palangana de oro guarnecida de piedras preciosas, que había hurtado. No se atrevió a decirle nada, pero estaba confuso y perplejo. A la hora de mediodía se presentó el ermitaño a la puerta de una casucha muy mezquina, donde vivía un rico avariento, y pidió que le hospedaran por pocas lloras. Recibióle con áspero rostro un criado viejo mal vestido, y llevó a Zadig con el ermitaño a la caballeriza, donde les sirvieron unas aceitunas podridas, un poco de pan bazo, y de vino avinagrado. Comió y bebió el ermitaño con tan buen humor como el día antes; y dirigiéndose luego al criado viejo que no quitaba la vista de uno y otro porque no hurtaran nada, y que les daba prisa para que se fuesen, le dio las dos monedas de oro que había recibido aquella mañana, y agradeciéndole su cortesía, añadió: Ruégoos que me permitáis hablar con vuestro amo. Atónito el criado le presentó los dos caminantes. Magnífico señor, dijo el ermitaño, no puedo menos de daros las más rendidas gracias por el agasajo tan noble con que nos habéis hospedado; dignaos de admitir esta palangana de oro en corta paga de mi gratitud. Poco faltó para desmayarse con el gozo el avariento; y el ermitaño, sin darle tiempo para volver de su asombro, se partió a toda prisa con su compañero joven. Padre mío, le dijo Zadig, ¿qué quiere decir lo que estoy viendo? paréceme que no os semejáis in nada a los demás: ¡robáis una palangana de oro guarnecida de piedras preciosas a un señor que os hospeda con magnificencia, y se la dais a un avariento que indignamente os trata! Hijo, respondió el anciano, el hombre magnífico que solo por vanidad, y por hacer alarde de sus riquezas, hospeda a los forasteros, se tornará mas cuerdo; y aprenderá el avariento a ejercitar la hospitalidad. No os dé pasmo nada, y seguidme. Todavía no atinaba Zadig si iba con el mas loco o con el mas cuerdo de los hombres; pero tanto era el dominio que se había granjeado en su ánimo el ermitaño, que obligado también por su juramento no pudo menos de seguirle. Aquella tarde llegaron a una casa aseada, pero sencilla, y donde nada respiraba prodigalidad ni parsimonia. Era su dueño un filósofo retirado del tráfago del mundo, que cultivaba en paz la sabiduría y la virtud, y que nunca se aburría. Había tenido gusto especial en edificar este retirado albergue, donde recibía a los forasteros con una dignidad que en nada se parecía a la ostentación. El mismo salió al encuentro a los dos caminantes, los hizo descansar en un aposento muy cómodo; y poco después vino él en persona a convidarlos a un banquete aseado y bien servido, durante el cual habló con mucho tino de las últimas revoluciones de Babilonia. Pareció adicto de corazón a la reina, y hubiera deseado que Zadig se hubiera hallado entre los competidores a la corona; pero no merecen los hombres, añadió, tener un rey como Zadig. Abochornado este sentía crecer su dolor. En la conversación estuvieron todos conformes en decir que no siempre iban las cosas de este mundo a gusto de los sabios; pero sustento el ermitaño que no conocíamos las vías de la Providencia, y que era desacierto en los hombres fallar acerca de un todo, cuando no veían más que una pequeñísima parte. Tratóse de las pasiones. ¡Cuan fatales son! dijo Zadig. Son, replicó el ermitaño, los vientos que hinchen las velas del navío; algunas veces le sumergen, pero sin ellas no es posible navegar. La bilis hace iracundo, y causa enfermedades; mas sin bilis no pudiera uno vivir. En la tierra todo es peligroso, y todo necesario. Tratóse del deleite, y probó el ermitaño que era una dádiva de la divinidad; porque el hombre, dijo, por sí propio no puede tener sensaciones ni ideas: todo en él es prestado, y la pena y el deleite le vienen de otro, como su mismo ser. Pasmábase Zadig de que un hombre que tantos desatinos había cometido, discurriese con tanto acierto. Finalmente después de una conversación no menos grata que instructiva, llevó su huésped a los dos caminantes a un aposento, dando gracias al cielo que le había enviado dos hombres tan sabios y virtuosos. Brindóles con dinero de un modo ingenuo y noble que no podía disgustar: rehusóle el ermitaño, y le dijo que se despedía de él, porque hacia ánimo de partirse para Babilonia antes del amanecer. Fue afectuosa su separación, y con especialidad Zadig se quedó penetrado de estimación y cariño a tan amable huésped. Cuando estuvo con el ermitaño en su aposento, hicieron ambos un pomposo elogio de su huésped. Al rayar el alba, despertó el anciano a su camarada. Vámonos, le dijo; quiero empero, mientras que duerme todo el mundo, dejar a este buen hombre una prueba de mi estimación y mi cariño. Diciendo esto, cogió una tea, y pegó fuego a la casa. Asustado Zadig dio gritos, y le quiso estorbar que cometiese acción tan horrenda; pero se le llevaba tras sí con superior fuerza el ermitaño. Ardía la casa, y el ermitaño que junto con su compañero ya estaba desviado, la miraba arder con mucho sosiego. Loado sea Dios, dijo, ya está la casa de mi buen huésped quemada hasta los cimientos, ¡Qué hombre tan feliz! Al oír estas palabras le vinieron tentaciones a Zadig de soltar la risa, de decir mil picardías al padre reverendo, de darle de palos, y de escaparse; pero las reprimió todas, siempre dominado por la superioridad del ermitaño, y le siguió hasta la última jornada. Alojáronse en casa de una caritativa y virtuosa viuda, la cual tenia un sobrino de catorce años, muchacho graciosísimo, y que era su única esperanza. Agasajólos lo mejor que pudo en su casa, y al siguiente día mandó a su sobrino que fuera acompañando a los dos caminantes hasta un puente que se había roto poco tiempo hacia, y era un paso peligroso. Precedíalos muy solícito el muchacho; y cuando hubieron, llegado al puente, le dijo el ermitaño: Ven acá, hijo mío, que quiero manifestar mi agradecimiento a tu tía; y agarrándole de los cabellos le tira al río. Cae el chico, nada un instante encima del agua, y se le lleva la corriente. ¡O monstruo, o hombre el mas perverso de los hombres! exclamó Zadig. De tener mas paciencia me habíais dado palabra, interrumpió el ermitaño: sabed que debajo de los escombros de aquella casa a que ha pegado fuego la Providencia, ha encontrado su dueño un inmenso tesoro; sabed que este mancebo ahogado por la Providencia había de asesinar a su tía de aquí a un año, y de aquí a dos a vos mismo. ¿Quién te lo ha dicho, inhumano? clamó Zadig; ¿y aun cuando hubieses leído ese suceso en tú libro de los destinos, qué derecho tienes para ahogar a un muchacho que no te ha hecho mal ninguno? Todavía estaba hablando el Babilonio, cuando advirtió que no tenía ya barba el anciano, y que se remozaba su semblante. Luego desapareció su traje de ermitaño, y cuatro hermosas alas cubrieron un cuerpo majestuoso y resplandeciente. ¡O paraninfo del cielo, o ángel divino, exclamó postrado Zadig, con que has bajado del empíreo para enseñar a un flaco mortal a que se someta a sus eternos decretos! Los humanos, dijo el ángel Jesrad, sin saber de nada fallan de todo: entre todos los mortales tú eras el que mas ser ilustrado merecías. Pidióle Zadig licencia para hablar, y le dijo: No me fío de mi entendimiento; pero si he de ser osado a suplicarte que disipes una duda mía, dime ¿si no valía más haber enmendado a ese muchacho, y héchole virtuoso, que ahogarle? Si hubiese sido virtuoso y vivido, respondió Jesrad, era su suerte ser asesinado con la mujer con quien se había de casar, y el hijo que de este matrimonio había de nacer. ¿Con que es indispensable, dijo Zadig, que haya atrocidades y desventuras, y que estas recaigan en los hombres virtuosos? Los malos, replicó Jesrad, siempre son desdichados, y sirven para probar un corto número de justos sembrado sobre la haz de la tierra, sin que haya mal de donde no resulte un bien. Empero, dijo Zadig, ¿si solo hubiese bienes sin mezcla de males? La tierra entonces, replicó Jesrad, fuera otra tierra; la cadena de los sucesos otro orden de sabiduría; y este orden, que seria perfecto, solo en la mansión del Ser Supremo, donde no puede caber mal ninguno, puede existir. Millones de mundos ha criado, y no hay dos que puedan parecerse uno a otro: que esta variedad inmensa es un atributo de su inmenso poder. No hay en la tierra dos hojas de árbol, ni en los infinitos campos del cielo dos globos enteramente parecidos; y cuanto ves en el pequeñísimo átomo donde has nacido forzosamente, había de existir en su tiempo y lugar determinado, conforme a las inmutables órdenes de aquel que todo lo abraza. Piensan los hombres que este niño que acaba de morir se ha caído por casualidad en el río, y que aquella casa se quemó por casualidad; mas no hay casualidad, que todo es prueba o castigo, remuneración o providencia. Acuérdate de aquel pescador que se tenia por el mas desventurado de los mortales, y Orosmades te envió para mudar su suerte. Deja, flaco mortal, de disputar contra lo que debes adorar. Empero, dijo Zadig… Mientras él decía EMPERO, ya dirigía el ángel su raudo vuelo a la décima esfera. Zadig veneró arrodillado la Providencia, y se sometió. De lo alto de los ciclos le gritó el ángel: Encamínate a Babilonia. XXI.– Las adivinanzas. Fuera de sí Zadig, como uno que ha visto caer junto a sí un rayo, caminaba desatentado. Llegó a Babilonia el día que para acertar las adivinanzas, y responder a las preguntas del sumo mago, estaban ya reunidos en el principal atrio del palacio todos cuantos habían combatido en el palenque; y habían llegado todos los mantenedores de la justa, menos el de las armas verdes. Luego que entró Zadig en la ciudad, se agolpó en torno de él la gente, sin que se cansaran sus ojos de mirarle, su lengua de darle bendiciones, ni su corazón de desear que se ciñese la corona. El envidioso que le vio pasar se esquivó despechado, y le llevó en volandas la muchedumbre al sitio de la asamblea. La reina, a quien informaron de su arribo, vacilaba agitada de temor y esperanza; y llena de desasosiego no podía entender porque venia Zadig desarmado, o como llevaba Itobad las armas blancas. Alzóse un confuso murmullo así que columbraron a Zadig: todos estaban pasmados y llenos de alborozo de verle; pero solamente los caballeros que habían peleado tenían derecho a presentarse en la asamblea.??Yo también he peleado, dijo, pero otro ha usurpado mis armas; y hasta que tenga la honra de acreditarlo, pido licencia para presentarme a acertar los enigmas. Votaron; y estaba tan grabada aun en todos los ánimos la reputación de su probidad, que unánimemente fue admitido. La primera cuestión que propuso el sumo mago fue: ¿cual es la mas larga y mas corta de todas las cosas del mundo, la mas breve y mas lenta, la mas divisible y mas extensa, la que mas se desperdicia y mas se llora haber perdido, sin la que nada se puede hacer, que se traga todo lo mezquino, y da vida a todo lo grande? Tocaba a Itobad responder, y dijo que él no entendía de adivinanzas, y que le bastaba haber sido vencedor lanza en ristre. Unos dijeron que era la fortuna, otros que la tierra, y otros que la luz. Zadig dijo que era el tiempo. No hay cosa mas larga, añadió, pues mide la eternidad; ni mas corta, pues falta para todos nuestros planes: ni mas lenta para el que espera, ni mas veloz para el que disfruta; se extiende a lo infinitamente grande, y se divide hasta lo infinitamente pequeño; ninguno hace aprecio de él, y todos lloran su pérdida; sin él nada se hace; sepulta en el olvido cuanto es indigno de la posteridad, y hace inmortales las glandes acciones. La asamblea confesó que tenía razón Zadig. Preguntaron luego: ¿Qué es lo que recibimos sin agradecerlo, disfrutamos sin saber cómo, damos a otros sin saber donde estamos, y perdemos sin echarlo de ver? Cada uno dijo su cosa; solo Zadig adivinó que era la vida, y con la misma facilidad acertó los demás enigmas. Itobad decía al fin que no había cosa más fácil, y que con la mayor facilidad habría él dado con ello, si hubiera querido tomarse el trabajo. Propusiéronse luego cuestiones acerca de la justicia, del sumo bien, del arte de reinar; y las respuestas de Zadig se reputaron por las más sólidas. Lástima es, decían todos, que sujeto de tanto talento sea tan mal jinete. Ilustres señores, dijo en fin Zadig, yo he tenido la honra de vencer en el palenque, que soy el que tenia las armas blancas. El señor Itobad se revistió de ellas mientras que yo estaba durmiendo, creyendo que sin duda le sentarían más bien que las verdes. Le reto para probarle delante de todos vosotros, con mi bata y mi espada, contra toda su luciente armadura blanca que me ha quitado, que fui yo quien tuve la honra de vencer al valiente Otames. Admitió Itobad el duelo con mucha confianza, no dudando de que con su yelmo, su coraza y sus brazaletes, acabaría fácilmente con un campeón que se presentaba en bata y con su gorro de dormir. Desnudó Zadig su espada después de hacer una cortesía a la reina, que agitada de temor y alborozo le miraba; Itobad desenvainó la suya sin saludar a nadie, y acometió a Zadig como quien nada tenia que temer. Ibale a hender la cabeza de una estocada, cuando paró Zadig el golpe, haciendo que la espada de su contrario pegase en falso, y se hiciese pedazos. Abrazándose entonces con su enemigo le derribó al suelo, y poniéndole la punta de la espada por entre la coraza y el espaldar: dejaos desarmar, le dijo, si no queréis perder la vida. Pasmado Itobad, como era su costumbre, de las desgracias que a un hombre como él sucedían, no hizo resistencia a Zadig, que muy a su sabor le quitó su magnífico yelmo, su soberbia coraza, sus hermosos brazaletes, sus lucidas escarcelas, y así armado fue a postrarse a las plantas de Astarte. Sin dificultad probó Cador que pertenecían estas armas a Zadig, el cual por consentimiento unánime fue alzado por rey, con sumo beneplácito de Astarte, que después de tantas desventuras disfrutaba la satisfacción de contemplar a su amante digno de ser su esposo a vista del universo. Fuése Itobad a su casa a que le llamaran Su Excelencia. Zadig fue rey y feliz, no olvidándose de cuanto le había enseñado el ángel Jesrad, y acordándose del grano de arena convertido en diamante: y él y la reina adoraron la Providencia. dejó Zadig correr por el mundo a la bella antojadiza Misuf; envió a llamar al bandolero Arbogad, a quien dio un honroso puesto en el ejército, prometiéndole que le adelantaría hasta las primeras dignidades militares si se portaba como valiente militar, y que le mandaría ahorcar si hacia el oficio de ladrón. Setoc, llamado de lo interior de la Arabia, vino con la hermosa Almona, y fue nombrado superintendente del comercio de Babilonia. Cador, colocado y estimado como merecían sus servicios, fue amigo del rey, y este ha sido el único monarca en la tierra que haya tenido un amigo. No se olvidó Zadig del mudo, ni del pescador, a quien dio una casa muy hermosa. Orcan fue condenado a pagarle una fuerte cantidad de dinero, y a restituirle su mujer; pero el pescador, que se había hecho hombre cuerdo, no quiso más que el dinero. La hermosa Semira no se podía consolar de haberse persuadido a que hubiese quedado Zadig tuerto, ni se hartaba Azora de llorar por haber querido cortarle las narices. Calmó el rey su dolor con dádivas; pero el envidioso se cayó muerto de pesar y vergüenza. Disfrutó el imperio la paz, la gloria y la abundancia; y este fue el más floreciente siglo del mundo, gobernado por el amor y la justicia. Todos bendecían a Zadig, y Zadig bendecía el cielo. (Nota.) Aquí se concluye el manuscrito que de la historia de Zadig hemos hallado. Sabemos que le sucedieron luego otras muchas aventuras que se conservan en los anales contemporáneos, y suplicamos a los eruditos intérpretes de lenguas orientales, que nos las comuniquen si a su noticia llegaren.
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Ese hombre
Cuento
Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros. -Lo que quieran… -dijo. Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata. -La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir. Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido. -Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos. -¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera. Flores lo midió de arriba abajo. -¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio. Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores. El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores. -El cuatro -cantó alguno. En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4. El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa: -¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido. Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó: -¡El cuatro! En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo. Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era demasiada suerte”. Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero. En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho. “Le erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte.” Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer. Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48. Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina. Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los “chivos” tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor. Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1. Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento. Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga. El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga. Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder. Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso… Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería. Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados. Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los “chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa. Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor…
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
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Cuento
El coronel elogia mi puntualidad: -Es puntual como los alemanes -dice. -O como los ingleses. El coronel tiene apellido alemán. Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada. -He leído sus cosas -propone-. Lo felicito. Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común. Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido. El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga. Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme. Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra. El coronel sabe dónde está. Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky. Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente. -Esos papeles -dice. Lo miro. -Esa mujer, coronel. Sonríe. -Todo se encadena -filosofa. A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba. -La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos. -¿Mucho daño? -pregunto. Me importa un carajo. -Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años -dice. El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento. Entra su mujer, con dos pocillos de café. -Contale vos, Negra. Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita. -La pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le importa esto. -¡Cómo no me va a importar!… Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello. El coronel se ríe. -La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir. Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa. -Cuénteme cualquier chiste -dice. Pienso. No se me ocurre. -Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio. -¿Y esto? -La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura. El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda. -Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer. -¿Qué más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso. -Le pegó un tiro una madrugada. -La confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren. -Pero el capitán N… -Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo. -¿Y usted, coronel? -Lo mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada. Se para, da una vuelta alrededor de la mesa. -Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted. -Me gustaría. -Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende? -Ojalá dependa de mí, coronel. -Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo. Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores. -Mire. A la pastora le falta un bracito. -Derby -dice-. Doscientos años. La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida. -¿Por qué creen que usted tiene la culpa? -Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió. El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método. -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel. -¿Qué querían hacer? -Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote. -Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo. -Y orinarle encima. -Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso. No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa. -Esa mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada. El coronel bebe. Es duro. -Desnuda -dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso… Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta. -Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada. Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida. -…se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad? -No. -Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor. Vuelve a servirse un whisky. -Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano. Bruscamente se ríe. -Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra. Repite varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra. -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente. -¿Pobre gente? -Sí, pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-. Yo también soy argentino. -Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos. -Ah, bueno -dice. -¿La vieron así? -Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo… La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky. -Para mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta. Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da… Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua. -A mí no me podía sorprender. Pero ellos… -¿Se impresionaron? -Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.” Después me agradeció. Miró la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. “Beba”. -Beba -dice el coronel. Bebo. -¿Me escucha? -Lo escucho. Le cortamos un dedo. -¿Era necesario? El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza. -Tantito así. Para identificarla. -¿No sabían quién era? Se ríe. La mano se vuelve roja. “Beba”. -Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende? -Comprendo. -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos. -¿Y? -Era ella. Esa mujer era ella. -¿Muy cambiada? -No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a… Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías. -¿El profesor R.? -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral. En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable. -¿Enciendo? -No. -Teléfono. -Deciles que no estoy. Desaparece. -Es para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco. -Ganas de joder -digo alegremente. -Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan. -¿Qué le dicen? -Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura. Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano. -Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme. El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata. -La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad. Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte. -Llueve -dice su voz extraña. Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión. -Llueve día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano. Dónde, pienso, dónde. -¡Está parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho! Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara. -No me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho. Y largamente llueve en su memoria. Me paro, le toco el hombro. -¿Eh? -dice- ¿Eh? -dice. Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido. -¿La sacaron del país? -Sí. -¿La sacó usted? -Sí. -¿Cuántas personas saben? -DOS. -¿El Viejo sabe? Se ríe. -Cree que sabe. -¿Dónde? No contesta. -Hay que escribirlo, publicarlo. -Sí. Algún día. Parece cansado, remoto. -¡Ahora! -me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel! La lengua se le pega al paladar, a los dientes. -Cuando llegue el momento… usted será el primero… -No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera. Se ríe. -¿Dónde, coronel, dónde? Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí. Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación. -Es mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Los nutrieros
Cuento
El guardia civil pregunta el nombre, consulta su lista, abre la puerta del parque. El tenue sol madrileño quita de las rodillas la lluvia de París, funde la nieve de Praga. En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar observando los detalles pero no veo más que la alfombra, el artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando. Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco para darme la mano. -Lo estaba esperando -dice. -Tenía muchos deseos de conocerlo -aseguro. Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio. Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno. -¿Café? -dice-. ¿Coñac? Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante para dar fuego con el encendedor de oro. Tal vez me he quedado dormido en alguna butaca de algún aeropuerto en alguna indescifrable escala nocturna y este sueño preocupado es una broma del cansancio. Pero el Viejo está allí, veo el traje pizarra, el pulóver rojo, las ideas que se ordenan en su cara, la embellecen, escucho la voz persuasiva que habla del mundo, sus grandes movimientos circulares, sus leyes inmutables. -A los imperios no los derriba nadie -dice-. Se pudren por dentro, se caen solos. Solos, pienso. Parece que adivina. -Cuando alguien los empuja -dice, recuerda-. En este continente yo los he enfrentado -dice, anulando de un golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado a este continente que no es este, no es la muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve el café. -Café sin cafeína -dice el Viejo-. Es más sano. Mire Vietnam -dice. Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en la selva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia incesante de napalm. -Los militares yanquis -explica- son muy brutos, no leen la historia, creen que la guerra se gana con el ejército. Otra vez el gesto circular abarca las edades, los pueblos, el orgullo pisoteado, Roma se derrumba en el espejo de la memoria y la voz del Viejo parece que gozara. -Líneas de abastecimiento. Lo sabe un cadete. Toma su café sin cafeína. -Ya no les quedan amigos en el mundo -dice. -Si estos se salvan -dice- será porque tienen dos océanos de por medio. -Pero a usted lo derrocaron. -A mí me derrocó la Sinarquía -aclara-. Después vinieron a buscarme. Los yanquis -dice, rememora-. Cuántas veces. -Y usted. Me pregunta si conozco el cuento del vasco. Escucho el cuento del vasco, rodeado de parientes, que no quería firmar el testamento. El índice del Viejo va y viene despacio sobre el índice izquierdo, preparando la pregunta, la pausa, el corte de manga, su porfiada respuesta. Y ahora no sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del Papa Juan divertido a su modo en el cromo. El círculo pulsa, se achica, se concentra. El Viejo desliza sobre el vidrio una caja taraceada de tabacos. Tomo uno, lo hago girar entre los dedos, aspiro su lejano aroma. -Me los manda Fidel -dice el Viejo-. Cómo están por allá. -Siempre preguntan por usted. Es cierto: siempre preguntan por él. -Esperaban su visita -digo. -Me hubiera gustado ir -suspira-. No ha llegado el momento. Usted sabe, había que pasar por Moscú. El periódico sigue inmóvil sobre el escritorio, con sus terremotos, naufragios, sobresaltos del oro, el nuevo récord de Iberia: seis horas, treinta y dos minutos, vuelo directo. No veo las manos del Viejo, tal vez el índice derecho sigue moviéndose despacito sobre el izquierdo, debajo de la mesa, una broma conjunta que podemos apreciar. El círculo ha vuelto a crecer, las costas se dilatan, la selva. América. Ahora hablamos de los muertos. El Viejo guarda la caja de tabacos, saca un libro abierto en la dedicatoria de -un adversario que evolucionó-, la firma brevísima del gran muerto reciente cuyas cenizas llueven sobre mil ciudades, que anda por ahí asomado a las cocinas, a los dormitorios, probando el caldo de las ollas, creciendo en los huesos de los chicos. -Tenía el fuego sagrado -dice el Viejo-. Lástima que no trabajara para nosotros -y la cara se le nubla, de pena, desconcierto, quién sabe. -Él pensaba que había que apurarse. -Sí, pero ya ve. -Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y que después caerán sobre ellos, sobre nosotros -digo-. Por eso estaban apurados. -La guerra es larga -responde sin apuro. Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y él tuviera un largo futuro por delante. Si él quisiera, pienso. La puerta se abre sola. Un fogonazo de alegría alumbra la cara surcada de venitas del Viejo, que se para, avanza hacia el perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro el despliegue de mimos y festejos que corta las preguntas, acaso la entrevista. Pero el Viejo vuelve, se sienta. -Otro café -dice. De la manga del saco sale otra anécdota, como otro conejo. Cada vez que el general Roca recibía al embajador boliviano, ponía dos sillas. Una para el embajador, otra para la mala fe. -Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que desconfiara de esa gente. No era tiempo. -Cuándo entonces -digo. -Yo he esperado mucho. Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a mirar su reloj, usar un pretexto que no necesita, la mujer que atravesó el Atlántico para conseguir su dedicatoria en una foto, el dirigente que aguarda en la sala su epifanía de palabras lejos, vestales con pinta de herederos, tahúres de doble entraña, empresarios dispuestos a compartir las pérdidas, terratenientes a socializar los caminos, clérigos a repartir el reino de los cielos, gorilas convertidos. El arresto del último general que casi se subleva flota sobre los pocillos de café sin cafeína. -Es un buen muchacho -sugiere-. Le voy a contar un chiste -sugiere. Las once de la mañana entran por el ventanal, aclarando la sonrisa. Un empresario americano fue a Brasil, donde querían comprar petróleo; fue a Kuwait: querían vender petróleo; a Grecia: les propone transportar petróleo. Armó el negocio, se quedó con la mitad. Los otros le peguntaron: ¿Pero usted qué pone? -¿Cómo qué pongo?-, dijo el empresario -dice el Viejo-. -Yo pongo el Atlántico.- Con este muchacho pasa lo mismo. El ejército pone las armas. Nosotros ponemos la gente. ¿Y él qué pone? ¿La patria? Risas. Imposible no reír cuando el Viejo cuenta un chiste, porque lo cuenta muy bien. Pero consigue que el cotejo con la realidad parezca un segundo chiste, mejor que el primero. Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe entiendo que he pasado horas sumergido en la envolvente conversación del Viejo, como quien escuchara a cualquier padre, y que al salir estaré caminando por una calle de Puerta de Hierro, de Southampton, de Martín García, con todas las preguntas sin hacer. -Esa mujer -digo. Su cara es gris. Una muralla. -Creo que la quemaron -dice. -No la quemaron -fantaseo-. Está en un jardín, en una embajada, de pie, una estatua bajo tierra, donde llueve -digo. Llueve siempre, pienso, y ella se pudre. -Puede ser -su cara es más remota que nunca-. Algún día se sabrá. -Y los otros muertos -quiero saber-. Los fusilados, los torturados. Un ramaje de la vieja cólera circula por su cara, relámpago entre nubes. -El pueblo pedirá cuentas. ¿Cuándo? -Algún día. Saldrá a la calle, como el 56, el 57. ¿Por qué no ha vuelto a salir? -Porque yo no he querido -dice. ¿Cuándo, general, cuándo? FIN
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Portugueses
Cuento
1 –Niño Mauricio, vaya a la Dirección. El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. Tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre de púa que empezó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía don Alberto, que por esa época se volvió devoto. A fin de año, la señorita Reforzo se quitó a Mauricio de encima con todos cuatros. (“Ese chico necesita una madre”, comentó.) Entró en sexto de pantalón corto y bigote. El de sexto era maestro y el niño Mauricio tuvo que inventar otros juegos con pólvora, despertadores y animales muertos. Tal vez se adelantaba a sus años y a su medio, y por eso no era bien comprendido. –No te juntés con él –decía mi padre. Yo me juntaba igual. –¿Eh, Negro? –proponía Mauricio mirándome desde la esquina del ojo. –¿Y si tal cosa? –protestaba yo. –Hay que divertirse, Negro. La vida es corta. Mauricio pegaba una oblea, la oblea decía “Dios es amor”, Mauricio la pegaba en la maquinita de preservativos, en el baño del “Roma”. 2 No quiso entrar a la Normal porque era cosa de mujeres. Don Alberto lo mandó al comercial de Azul. Depositaba en él grandes esperanzas que nadie compartía. A los tres meses estaba de vuelta, elogiando el río y el cañoncito del parque. “También hay mucho comercio”, dijo a modo de esclarecimiento. Ese año me vine a Buenos Aires. Le escribí, no me contestó. En mayo tuve carta de Estela. Te estoy tejiendo un pulóver, aquí ya empezaron los fríos. Mamá, que a ella tampoco le gustan las tías, pero este año no hay más remedio, sos muy chico para ir a una pensión. ¿Y es cierto que estudiás latín? Ah, a Mauricio lo echaron. Yo veía las grandes pestañas de mi hermana. Estela sombreando la carta. Las mujeres siempre lo quisieron a Mauricio. 3 Cuando empezaron a mermarle las botellas de guindado, don Alberto prefirió no tenerlo más de lavacopas. Entró de aprendiz tipógrafo en La Tribuna. Por esa época. INAUGUROSE EL MEODUCTO PRESIDENTE PERÓN Asistió el gobernador Lo echaron. –Un error lo tiene cualquiera –dijo Mauricio. 4 Diciembre y allí estaba en la punta del andén, haciéndose el distraído para no encontrarse con la mirada de mi padre. Me había sacado una cabeza de ventaja, pero esa ya no era su medida, ni los pantalones largos y el cigarrillo colgando del labio, sino el gesto de rechazo, de conquista y de invención con que probaba el filo del mundo y rebotaba, descubriendo siempre una nueva manera de lanzarse al asalto, como un revólver que agota su carga y luego se dispara a sí mismo, el cañón, el tambor y hasta el gatillo, quemado de furor y desmesura. Apoyado en un poste me miraba y su mano izquierda oscilaba suavemente a la altura del hombro en una especie de saludo. Mi padre terminó de hablar con el jefe de estación, y solo cuando todas las valijas estuvieron a mi lado y el peoncito esperando órdenes, se volvió hacia mí con los brazos en la cintura –una alta figura quemada por el sol, alta desde el chambergo hasta las botas– y yo sin saber si debía darle la mano o besarlo hasta que sacó de adentro una lenta sonrisa de metal y me puso la mano sobre el pelo. En el trayecto a la camioneta, me crucé con Mauricio sin mirarlo. 5 –Dejaron la tranquera abierta: el toro se escapó. Corrieron los avestruces: así se matan los caballos. Cosas de gringo. –Fui yo. –Cosas de gringo bolichero –insistió mi padre, moviendo suavemente el cabo del rebenque como un gran índice–. Ya te tengo dicho. –Campo hay por todas partes –comentó después Mauricio. Pero no un campo con media legua de laguna como aquel, no el campo donde andabas a lo pueblero, con las riendas sueltas, rebotando en el recado, con la escopeta en la mano, saliendo ensangrentado de los cardales, tiroteando las gallaretas, hundiéndote hasta las verijas en el barro. Acordate: el cerro donde apareció el gliptodonte panza arriba, con la panza llena de agua llovida. Acordate: la noche en que no encontramos más que las riendas en el alambrado y tuvimos que volver a pie entre los juncos. Acordate: el espinel lleno de taralilas. ¿Campo como ese? Dónde, Mauricio, dónde. 6 Mauricio, a los quince años, mide un metro setenta y cinco, es campeón de bochas en el almacén de su padre, se acuesta con la sirvienta. Por un tiempo pareció que se iba a dedicar a la guitarra, pero su verdadera vocación es el codillo. 7 Agita una mano y se va. Dobla una esquina y se va. Salta a un carguero y se va. Sonríe: –Chau, Negro. Y se lo traga el tiempo, la tierra, la gran inundación de la memoria. Circula clandestinamente en las historias del pueblo y de la familia. “No es malo, pobre”, dice mi madre. “Tiene mala suerte.” (Las mujeres, siempre.) “¿Mala suerte al truco?”, replica mi padre. Lo han visto por el lado de General Pinto, trabajando en las cosechas de maíz o girasol. Quiso ser boxeador en Bahía Blanca, y un negro le desfiguró la cara. Gana un camión al pase inglés, lo pierde al siete y medio. 8 “Pasó por el pueblo –me escribe Estela– sin saludar a nadie. Paró con un camión colorado frente al ‘Roma’ y a todos los que fueron a hablarle les dijo que estaban equivocados, que no los conocía. Únicamente conversó con el rengo Valentín, el lustrabotas. Valentín dice que preguntó por vos y nadie más, que se tomó una botella de cerveza y se fue. Venía del sur, iba para Buenos Aires, el camión estaba cargado de bolsas, eso es lo que dice Valentín. Mamá engripada, papá con mucho trabajo, la semana que viene hay un embarque grande de hacienda, de muy mal humor dice que si las cosas siguen así habrá que degollar las vacas en el campo, que nadie sabe para quién trabaja, y otras cosas que no te puedo repetir, a ver si escribís. ¿Así que te dieron un susto en zoología? Su hermanita le dijo: estudie los celenterados. P.D.: Te podés figurar cómo se quedó don Alberto, está muy viejo, yo creo que esas cosas no se hacen.” 9 Entre dos puntos de un campo existe una diferencia de potencial de un vol cuando el transportar un culón de uno al otro se pone en juego el trabajo de un yul. Sieds, sieds, sieds, seyons, seyez, siéent. Imp.: Séyait, séyait, séyaient. Fut.: Siéra, siéront. Pr. Subj.: Siée, siéent. Ger.: Séyant. Lugones nació en 1874 en Río Seco y se mató en 1938 en el Tigre. Estaba desilusionado. ¿Eh? Tres valencias, una libre. Sed nóstri mílites dáto sígno cum inféstis pílis procu… procucurríssent… –Sobresaliente, Tolosa. ¿Qué piensa seguir? –Abogacía, señor. –Política, ¿eh? No olvide las musas. Nuestros grandes políticos llevan un tintero en el chaleco. 10 –Acordate quién sos –decía lentamente–, y que todo esto va a pasar. La ciudad se muere sin el campo, y el campo es nuestro. El campo es como el mar, y las estancias están ancladas para siempre, como acorazados de fierro. Otras veces han querido hundirnos y el campo siempre los tragó: advenedizos sin ley y sin sangre, el viento de la historia se los lleva, porque no tienen raíces. Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comparar el trigo afuera, porque este año nadie va a sembrar. Levanta la gente, pero no levanta las vacas. Las vacas no entienden de discursos. Llegará el día de la razón y del castigo, y entonces muchos van a sufrir. Hay que prepararse para ese día. En el corral, el polvo amarillo de las ovejas se alzaba como una profecía. Los perros descansaban su perfil heráldico en los portones. Mi padre tiró al suelo la última tarja. –Setecientas cinco –dijo y el capataz asintió con una mueca de tierra. La sonrisa de mi padre se hizo profunda como la intimidad del monte, se contagió a los dedos con que armaba sin mirar un cigarrillo, atento al presente del número y a la entraña del futuro. –Estoy contento con vos –dijo sacando de la campera un billete de quinientos–. Tomá, andá a divertirte. Los guardé, en la galería me encontré con Estela, me parece que no hay con quien divertirse. –No me importa nada –dice Estela–. Por mí, que reviente –y se va a esconder a su pieza. Nadie quiere pronunciar su nombre. 11 Volvió el tiempo de las ciruelas, y después el tiempo de las uvas, y el día de tomar el tren y mirar por la ventanilla el monte gris-plomo que crecía en niveles simétricos, de las acacias a los álamos y los eucaliptus: cubiertas, torretas, un puente. Navegaba, sin moverse, en el tiempo. 12 Cá-da-grá-no-dea-ré-naes-un-ca-mí-no                                                    destino 6                    10                                                        sino En-el-de-siér-to-– – – – – – – – – –                                                     vino 4                8          10 No me gusta. Cada grano de arena en el desierto                                                    cierto En un camino, cada – – – – – – –                                                    muerto 6               10                                                         puerto – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – 4             8        10 – – – – – – – – – – – cada ola un puerto? 6 Bosta. 13 “…que le pongas un telegrama antes de tomar el tren, así te va a esperar. Que no te olvides que tenés que enrolarte, y que aquí no hay partida de nacimiento, así que vayas a la calle Uruguay y pidás un duplicado. Si me prometés que no vas a contar, te tiene reservado un regalo, el oscuro que te gustaba; Roque lo ha puesto mansito, come azúcar de la mano. Poné cara de sorpresa. Mamá, que esa pensión no le gusta, que retirés todas tus cosas y después tomás otra. Que no te dan bien de comer y pasás frío y que esa no es compañía para vos. No sé cómo sabe todas estas cosas, a lo mejor las inventa. La plata no importa, dice. Yo no sé si te vas a enojar, pero los versos que me mandaste me parecieron tan lindos que los hice publicar en La Tribuna, y aunque salieron únicamente con tus iniciales (no me atreví a más) ya todo el mundo sabe que sos vos. Mamá se los ha aprendido de memoria y dice que tienen mucha ‘filosofía’ para tu edad, pero a mí lo que más me gusta es eso que dice que la vida es difícil porque está llena de caminos todos iguales y uno no sabe por cuál agarrar ¿es eso, no? Aquí todos bien, tuvimos varias heladas fuertes y el monte está todo pelado, se ve el cielo entre las ramas. El 9 de julio hay carreras en Atucha, corre el zaino de papá, ya hay apuestas, a ver si llegás a tiempo. “P. D. Adiviná quién vino.” 14 …Mauricio, que había vuelto, que al fin sabía lo que quería, que había bajado al fondo de sí mismo (dijo) y se había partido en diez pedazos y cada uno un dragón, y qué hacés Negro tanto tiempo, venga esa mano pajera, la de cosas que tengo para contarte. Se había estirado un palmo más todavía, y con esa pelambrera robusta y las patillas largas y los ojos negros y hundidos, parecía Facundo, o un peluquero de historieta, o las dos cosas a la vez, pero más que nada Facundo cuando me estudiaba en silencio, astuto y sobrador, preguntándose qué habrá quedado de mí en todo ese tiempo y hasta qué punto podía contar conmigo. –Me cagaron –dijo después–. Ahora todos están contentos. Pero vení que te saco una foto. –¿Una foto? Estás loco. –No te contaron –murmuró extrañado, y me pareció que por adentro echaba cuentas y se preguntaba cómo era que yo no sabía el hecho más notorio en la historia reciente del pueblo. Pero en seguida me agarró del brazo, me hizo cruzar la plaza, caminamos por la Colón una cuadra, y casi frente a la Intendencia sacó una llave, abrió una cortina metálica y me empujó al interior de un negocio recién blanqueado que en seguida empezó a llenar de luces, pero no eran luces como las de todos los negocios sino focos blancos y reflectores como hongos en las paredes y en el techo. Me sentó en un banquito contra un lienzo blanco, y entonces vi la cámara, que parecía una cámara de cine sobre un soporte con ruedas, y Mauricio escondido detrás, asomando la cabeza por la derecha y luego por la izquierda, como un pájaro, torciendo este foto y enderezando aquél, y acercándose y poniéndome la cara de tres cuartos de perfil, y luego su voz que salía detrás del aparato: –Sonría, boludito. –Pero vos –exhalé–, ¿Vos sabés sacar? –Ella sabe  –dijo Mauricio–. Apretás el disparador y chau. 15 Mauricio apretó el disparador y chau, salí yo, con un costado de la cara en estado gaseoso y los ojos como de vidrio aterrado. Esto en el nuevo lenguaje de Mauricio, era un “efecto”. Me consta que algunos de efectos evaporaron a las más notorias y robustas personalidades locales. Pero era cierto: el pueblo ahora lo aceptaba, estaba contento con él, dispuesto a olvidar sus errores de muchacho. Don Alberto, que al fin y al cabo puso el dinero, exhibía en su almacén retratos de sí mismo cada vez más grandes y satisfechos. “¿Han visto?”, parecía decir. Mauricio era un hombre, era el mejor fotógrafo del pueblo, también es cierto que era el único, y yo comparecí ante la oficina enroladora con esa foto de estupor que me mira ahora desde una libreta ajada entre sellos y colores patrios, la gran arma de la democracia, dijo mi padre burlonamente, recordando quizás la época en que el canto y la resurrección de los muertos lo hicieron senador provincial allá por el treinta. 16 –¿Te das cuenta? Yo estaba viviendo para nada, corriendo de un lado al otro como si el mundo me persiguiera. De golpe me despertaba en Esquel o en Salta. Nunca sabía lo que iba a hacer al día siguiente. Me sentía muy libre, pero era falso. No era yo el que se movía. –¿Qué era? Mauricio se inclina sobre el billar, premeditando un bagre que después llamará un lujo. –No sé, un nudo en la garganta, algo que me empujaba, me decía: “Rajá, pibe”, y a la mañana siguiente me levantaba tempranito, salía en ómnibus, a pie, como fuera. Una vez dejé en la cama a la gorda más linda de mi vida, otra vez mi única valija. Pero no estaba loco, sabés, –¿Y ahora? –Ahora es distinto. Todo me vino bien. Sin eso, quién te dice, el viejo no me compraba el estudio. Ahora estoy quieto, y los demás se mueven –me mira de reojo, desde la intención de un pase de bola inmutable en el paño–. ¿Comprendés, Negro? Me parece que no quiero comprender, que Mauricio se propone algo más enorme que nunca y mientras dice “Raya” y cuelga el taco, vuelvo a verle aquella vieja expresión de buscar roña, una cosa anhelante que se le desparrama por las narices. –Vení, vamos a divertirnos. 17 El pueblo se acaba en seguida cuando uno empieza a caminar. Mientras bordeamos el galpón del ferrocarril, Mauricio me dice “Son putas, sabés”, y ya es tarde para volverme atrás. De la oscuridad viene una música rasposa, un árbol se hace a un lado y aparece una mancha cuadrada y blanca que es la puerta del rancho de doña Carmen. Mauricio entra pisando fuerte, alguien dice “Cayó piedra” y cuando paso yo, hay un segundo de indecisión, pero el baile sigue. Doña Carmen fuma en un rincón y oigo que le dice a Mauricio “Para qué lo traes a este pendejo, después vienen la madre y la abuela a quejarse, yo no quiero líos”. Mauricio dice “Yo respondo” y la rodea a la vieja de jarana hasta que la cara barbuda y quemada de doña Carmen termina por abrirse en una sonrisa sin dientes y le dice a Rosa: –Rosa, bailá con el dotorcito. Bailo con Rosa, que es la menor de las muchachas de doña Carmen y está llena de cosas que crujen debajo del vestido, pero después de unos tragos de ginebra o de vermú –porque ya no distingo– termina por parecerme linda, y entonces Mauricio muriéndose de risa nos empuja a una pieza donde hay un catre y cierra la puerta por fuera. Y mientras hago lo que puedo y Rosa me ayuda y pienso “Así que era esto”, oigo como en sueños la voz de Mauricio que dice “Que se calle ese mamao”, y después unas piñas. Que me cuentan al día siguiente. El camionero dijo: –Yo estaba antes. Y Mauricio: –Que se calle ese mamao Pero Mauricio había aprendido en Bahía Blanca con el negro. Así que ahora le debo cosas que no se perdonan. Al día siguiente mi padre no me habla. –Se supo –me dice Estela al oído. 18 En secreto Mauricio se propone algo exorbitante: quiere ser un artista, dedicarse al Arte. Él, que no ha podido aprobar un año del secundario, que no lee más que historietas y furtivos libros de “educación sexual”, que mantiene con el mundo una relación tan superficial como apasionada, se planta frente al mundo y con un gesto chiquilín de ferocidad enuncia que quiere completar la innumerada y terrible creación, y eso con algunas fotos sacadas en un pueblito del Ferrocarril Sur, en la República Argentina. “Apretás el disparador y…” ¿Y? Vaya a saber. Parecía tan saludable, tan asentado, y ahora se le ha colado adentro algo irreparable. Un imperceptible movimiento interior, un resorte que se mueve, que descubre una abertura y en el acto la cierra, pero por esa abertura, ese descuido del alma, entra algo insaciable y destructor… ¿qué es? –Mauricio, querido ¿qué te pasa? –Dejame, viejo, ya vas a ver. Esperate que le agarre la vuelta a esto y te juro que el mundo entero se pone a vivir de nuevo, fresquito, recién hecho. –¿Qué mundo? Esas viejas, esas chicas de primera comunión que van a que les saqués el escracho con eso tules, esa estupidez, esos conscriptos… –Eso es para vivir, pibito, ¿no te das cuenta? El mundo está acá –palmeando la Rollei que desde entonces siempre le vi colgada al pecho–. Es cuestión de verlo. El campo cuando sale el sol, los tipos en el boliche jugando al codillo, una muchacha nuevita paseando por la plaza, todas esas cosas que si no las agarrás de alguna manera, se te van para siempre. –Es como agarrar el agua. –¿Y vos no escribís tus versos? Se te ocurre una idea que te gusta y la sujetás para que no se vaya. –¿Pero vos qué ponés? Un artefacto mecánico, que no piensa, que no elige. Es como decías vos, apretás el disparador y la cámara hace lo demás. En eso no puede haber arte. Se ensombreció. –Tomalo como un chiste –dijo con rencor. Estaba lastimado. De golpe volvía a tener la cara que tenía cuando chico, cuando se lanzaba contra algo que lo rechazaba, ese gesto empecinado y dolorido al mismo tiempo. –Mostrame algo –le dije. 19 Era la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado, donde nos habíamos bañado y él se había perdido en un bote, el mismo mundo acuático de garzas y de nutrias, de juncos y totoras. Estaba atardeciendo, la emulsión había fijado para siempre aquellos reflejos inasibles, el claroscuro del crepúsculo, el agua y el viento, una olita subía y se quedaba petrificada sin regreso, un pato silbón no iba a llegar nunca a su nido en los pajonales, estaba fijo como un punto cardinal, letra de un alfabeto desconocido, los juncos negros en el contraluz se inclinaban como un coro, las nubes estiradas contra el horizonte parecías otra laguna más vasta, acaso un mar. Era una buena foto, por ser de un aficionado. Traté de imaginar cómo quedaría trasladada al sepia en el suplemento dominical de La Prensa con el título “La Oración”. Y sin embargo… ¿Qué me inquietaba? El lugar yo lo conocía bien. Había sido tomado desde la loma que llamaban el Cerro, en el cuadro de la Noria. En aquella entradita que hacía el agua a la izquierda solíamos ir a linternear con los peones. En aquel islote lejano apareció una vez un paisano muerto. No sé por qué, ese sitio familiar me resultaba, de golpe, desconocido, un paisaje del que no se vuelve, porque ya es demasiado tarde y se está muy lejos. La oscuridad crece alrededor por segundos y el agua se vuelve cada vez más honda. Un lugar último, un espejismo del corazón, y en todas partes estaba escrita la muerte. Vi la cara ansiosa de Mauricio. –¿Qué te pasa? –dijo. –Nada. ¿Es la primera que sacaste? –Sí –ufano ahora que había sorprendido mi interés–. El año pasado, con una Kodak de cajón, así que figurate. Traté de figurarme, pero no pude, Quería decirle que volviera, que no pusiera el pie ahí, que la noche, pero era demasiado absurdo. Estábamos en su estudio, brillantemente iluminado, y las otras fotos que me mostró eran solidariamente mediocres, empastadas, pretenciosas. Qué trampa, Mauricio, qué joda. ¿No es como una cabeza, una cámara? Una cabeza insomne, la Gorgona que mira y paraliza. 20 Cosas para decirle a M.: El arte es un ordenamiento que no está previamente contenido en sus medios. En todo caso, si un ordenamiento así resultara artístico, el creador sería el creador de los medios. Míster Eastman es el verdadero autor de todas las fotos que se sacan con una Kodak. Si el elemento natural no se puede subordinar o eliminar, no hay arte, como no lo hay en la naturaleza misma. Por qué no te dedicás a la guitarra, vos tocabas lindo. El goce estético es estático. Integritas, consonantia, claritas. Aristóteles. Croce. Joyce. 21 Mauricio: Me cago en Croche. Mauricio: No, viejo, si ya caigo. El arte es para ustedes. Mauricio: Si lo puede hacer cualquiera, ya no es arte. Mauricio: Cómo querés que lo tome, Negro. Mauricio: No te preocupés, si ahora lo hago por morfar no más. Y por tenerlo contento al viejo. 22 –Debilidad general, le voy a recetar un tónico –dijo el doctor Ríos guiñándome un ojo–. La patria necesita soldados en la universidad tanto como en los cuarteles. Se avecinan tiempos, ¿eh? Perímetro insuficiente, la libreta a la salida, salúdeme a su padre. A ver, el huevón que sigue –la fila de hombres desnudos avanzó un paso. A Mauricio le tocó un regimiento en Neuquén, tuvo que dejar el negocio en manos del boticario Ordóñez, que se lo atendía dos veces por semana. –Un tipo sin imaginación –me comentó después–. Te saca una foto como si fuera una radiografía. Un accidente de tránsito, eso es una foto para él. La luz choca contra vos y rebota. Y los estragos del accidente, esa es la foto que el tipo te ha sacado. Viejo, yo no pongo el escracho para que me fusile un zanahoria de estos. Ordóñez se reía: –Un fotógrafo es un peluquero, un boticario, a ver si al peluquero o a mí se nos da por hacernos los artistas. 23 fotógrafo del regimiento, no te rías que no es chiste, vos no sabés cómo me la dieron al principio, porque a los tipos como yo los tienen junados desde la guerra de la independencia. me pasé los dos primeros meses entrando y saliendo del calabozo hasta que me salvó la Roli un día que me mandaron a limpiar el jardín del mayor que estaba limpio como una tabla, no sobraba ni faltaba yuyito. Es así como te joden, te encargan algo que está hecho, y si te ponés a pensar te parece que estás loco. O sinó te ponen en una punta del campo de centinela en el desierto y te dicen que no podés apolillar y que si aparece el enemigo tenés que tirarle, pero qué enemigo, viejo, si ahí no ha habido nunca un enemigo, y te pasas la noche pensando Soy un gil. Hasta que un día me avivé y me dije Yo a estos los voy a joder, y me presento al teniente, Mi teniente, quiero aprender a leer, y el tipo dice ¿Pero vos no sabías leer?, un día te vi leyendo el diario, y yo le digo Miraba las figuritas de los chistes, y el tipo dice por qué te presentás recién ahora, y yo le digo porque me daba vergüenza, mi teniente. Así que entré en la clase de los analfas, todas las noches venían a sacarme del calabozo para ir a clase y podía estirar las piernas y cuando quise acordar el que se divertía era yo. Vos sabés qué plato, que te enseñen de nuevo, me sentía chiquito, eme a, ma, ele o, lo, y me moría de risa. Negro, por dentro, claro, y al principio me hice el difícil, no podía aprender a leer glo-bo aunque el teniente dibujaba en el pizarrón un globo grande como una casa, y yo leía na-bo, y cuando el tipo se chinchaba me hacía el fesa y le preguntaba, pero eso que dibujó, ¿no es un nabo?, y los otros puntos me meaba de la risa. Pero después fue lindo porque empecé a entusiasmarme con la lectura y cada día leía mejor. Les saqué tres cuerpos de ventaja a los otros grasas, el teniente estaba emocionado, me ponía de ejemplo y les decía, Miren a este que era más bruto que todos ya casi lee de corrido, pero ¿qué te contaba? Ah, los yuyitos del mayor, estaba sentado en ese jardín pensando qué podía hacer, y ya iba a sacar un pino de punta para ponerlo en otra punta, cuando aparece la hija, una pibita de doce años que era un budincito, y no sé qué me dio que le dije; Esperate un cacho, voy a buscar la cámara y te saco. Me patiné un rollo y la que me salió más linda la amplié en el pueblo y se la di al mayor, que se puso tan contento, y desde ese día soy el fotógrafo oficial del regimiento. Un cacho que te muestro, este a caballo es el mayor, no, el de arriba, y estos son los grasas paleando nieve, uno dieciséis por el reflejo, y esa es la burra Domitila, un quinientos de segundo, pateando a un grasa, y estos son indios. Te cobran diez mangos cada pose, veinte si es una mina, mirá qué tetas, mirále al indio los poros en la cara, y no se dejan sacar más de tres o cuatro porque piensan que se gastan y que si los escrachás demasiado terminan en fantasmas. Mirá, pero mirá que venir a encontrarte acá, Negro, así que vas a ver a los viejos, yo estuve de licencia por allá, acompáñame hasta el andén que el mío sale antes, sí, para Zapala. 24 Estela: Qué suerte, pero yo sabía que te ibas a sacar sobresaliente, y por las dudas le hice una promesa a la Virgen. Vos no creés en esas cosas, pero mirá cómo ayudó. Papá dice que Privado es lo más difícil y que ahora tenés el camino abierto y que vas a ser el abogado más joven de la familia. Yo lo mismo de siempre, casi no salgo, este mes fui a un baile en el club, pero ahí no se puede entrar desde que cambiaron la Comisión. Va demasiada “gente”, sabés. ¿Sabés quién se casó? Tu maestra de quinto, la gorda Reforzo, se casó con el carnicero. Me ofrecieron el puesto, pero Papá no quiso, dice que él me paga el sueldo. Claro, no se trataba de eso, pero él no quiere transar con nada desde las últimas elecciones. Con el intendente no se saluda, cruzan de vereda cuando se ven. Hace meses que tendría que ir a Buenos Aires para comprar una esquiladora y un carterpilar, pero siempre lo posterga; no quiere leer los diarios ni prender la radio para no escuchar al que te dije. Eso sí, ahora viene mucha gente de allá a consultarlo, y se pasan horas hablando en el escritorio, a las mujeres no nos dejan meter baza. Tu amigo M. volvió hace una semana y en seguida tuvo una trifulca con Ordóñez. Fuimos al cine una noche, y no hizo más que hablarme del servicio militar; después quiso llevarme al estudio y mostrarme las fotos que sacó, pero yo no fui porque era tarde. P. D. Mamá insiste en que te hagas una escapada para su cumpleaños. Otra: quemá esta carta, por las dudas. 25 Paulina que incendia el pueblo. Por la mañana cuando pasa rumbo al colegio con ese modo de caminar que aquí nunca se ha visto los tenderos se asoman a las puertas y las señoras que van al mercado la azotan con los ojos. Por la tarde cruza la plaza en diagonal como un rápido cuchillo cortando un aire lastimado de espesas miradas y de intenciones que se quiebran en el cancel de la viuda de Grijera donde tiene pensión y refugio inabordable. Así cunde en la iconografía de los baños del Roma y el Australia. Un viajante dijo conocerla en Pehuajó, y los otros se rieron. Los domingos santifican la misa: por ella crece la feligresía. Los chicos más audaces de quinto aceptan monedas para llevarle inútiles mensajes. Las madres no se explican que hayan ido a buscarla en otra parte: –Habiendo tantas chicas preparadas en el pueblo, que ahora vigilan a sus novios y el hijo del intendente Bonomi ya no sabe si ama a la hija del doctor Pascuzi, pero el Chevrolet de la intendencia suele aparecer como por casualidad, mañana y tarde, frente a las puertas del colegio. –No es para tanto –dice Mauricio–, lindas piernas, lindo culito y un perfil con mucho porvenir, pero no tiene nada acá dentro. El otro día la saqué a bailar, no hablamos de nada, a lo mejor es tímida. ¿A vos qué te parece? No me animé a meterle mano, como no es de acá. 26 Mamá: Estela no se decide a escribirte, muy desganada, no sé qué le pasa. Tal vez debió aceptar el grado que le ofrecieron en la escuela, pero tu padre no quiso. Yo creo que una temporada en Buenos Aires le haría bien. A lo mejor vos podés convencerla. En el pueblo hay noticias, ¿no sé si conociste esa chica que tomó el grado en vez de Estela? Bueno, “dicen” que anda con M. ¿Qué me contás? En mayo o junio iremos para allá, tu padre quiere cambiar el auto. Vendió bien los últimos Hereford, ahora no quedan más que mochos en todo el campo, que va bien, lástima que no se consigue quien trabaje. Le quisieron meter el sindicato y los sacó carpiendo, pero hay días que no come, de tan furioso que está. ¿Hasta cuándo, no? Todos muy contentos con tus exámenes, ojalá que sigas así. P. D. Escribile a Estela, está triste esa chica. 27 –La locura,  viejo, no creía que me iba a agarrar así. Sabés lo que me pasa, que la miro y todo se me vuelve de ese color turquesa, esa porcelana viva que tiene en los ojos. Después fijate esa nariz y la línea del cuello, imaginate ese perfil a contraluz mirando al horizonte. No te rías, salame. Ahora tengo que agarrar la máquina otra vez, pero en serio, porque esto es justo lo que yo buscaba, con esto me curo de tanto loro que uno tiene que sacar. Es como hacerla de nuevo, te das cuenta, línea por línea, siempre igual pero distinta. Quiero sacarle de todas partes, de arriba, de abajo y de adentro. Y qué cuerpo, Negro, vos sabés lo que, no quiero ni pensarlo. No, al principio yo pensaba que era pavota, pero después que hablás un tiempo con ella, te das cuenta. Sabe de todo, hasta francés, pero mirá qué suerte, y para colmo tiene guita. –A vos nunca te interesó la plata. –¿Plata? –masculla esa noche mi padre en el comedor–. La familia tiene casco de estancia por el lado de Lobos, hipotecado hasta las raíces del último sauce. ¿Por qué te creés que la mandan a trabajar? La mirada de mi madre se derrama en sucesivas, protectoras ondas sobre la cabeza gacha de Estela, concentrada en la sopa. 28 Detrás una arboleda y a la izquierda el laguito artificial que tuvieron que hacerle a la Diana bizca de mármol para que no la mancharan con alquitrán y en todas partes la luz derramada como un polen. Mauricio tiene la cara levemente echada para atrás, con una sonrisa pensada, entre viril y tierna, dominante y protectora, mientras pasa el brazo por la cintura de Paulina, separada treinta centímetros por lo menos, aunque inclina la cabeza hacia el hombro de él, y así parece más cercana. Los dedos de esa mano la ciñen con fuerza, pero se adivina que están confinados a ese estricto paralelo de horizonte único, y que para arriba y para abajo hay una zona por ahora inexpugnable, donde se estrella cualquier ímpetu, momentáneo o calculado, mientras Mauricio no se haga sacar por el boticario Ordóñez esa otra gran foto donde aparecerá un poco más rígido y mucho más decidido, vestido de azul o de negro, y a su lado una gran mariposa blanca que entre tules sonríe una definitiva sonrisa de amor y perplejidad. 29 …el doctor Jacinto Tolosa (h), hijo del caracterizado vecino y hacendado, quien esta noche será agasajado en la sede del Club Social con el doble y venturoso motivo de la culminación de sus estudios universitarios y la publicación de su primer libro de poemas. (Foto Mauricio.) 30 –No, querido, ponete ahí. Eso, justo a tu vi… tu padre, Gracias. No, esperame, otra brindando. Un cacho, un cacho, te saco con Paulina. Bailando, sí, salen todos duros. Agarrala bien, melón, no me la despreciés. Ojo, no tanto, jajajá, eso es, mi hermano. No sabés lo contento que estoy. Negro, lo contento. 31 Estaba esperando este día. A veces pensé que me iba a morir sin verlo. Ahora habrá que poner un poco de orden. Ese hombre echó a perder a la gente, ya no hay moral, ni respeto ni nada. Yo soy viejo, pero vos tenés un lugar que ocupar, una línea que seguir. Vas a cambiar de partido porque el nuestro se murió. Muchos años de refriega, de desgastes. Eso te va a dar una aureola de entrada, a la gente le gusta que los hijos enfrenten a los padres, siempre que sea con respeto, es claro. Cuando hables de los valores caducos, van a pensar que te referís a mí, poné un poco de sentimiento en eso. En dos años te puedo sacar diputado provincial, sin apuro, porque los apurados se van a quemar. Acordate que la pelota se patea en Buenos Aires, pero el pie se apoya aquí. Tenés que conocer a la gente, los chacareros, los acopiadores, los comisionistas, resolverles problemas y pleitos, sacar presos. No te fijés de qué partido son los presos. Vamos a abrirte un estudio en el pueblo, ya lo tengo conversado. Ah, decile al mayor Feriño que ahí le mando los máuseres, por aquí no hubo que usarlos. Anticipale que no voy a ser comisionado, pero que le recomiendo al doctor Gomara. Es radical y va a ser tu socio en el estudio. Eso no se lo digas. Que lo espero a cenar mañana, decile. Otra cosa, empezá a fijarte en esos contratos de arrendamiento que les dio el tipo, yo no he querido mirarlos en todos estos años, pero me vendría bien desocupar esos cuadros. 32 De golpe te pusiste raro otra vez, parecía que no ibas a poder descansar más, la mirada se te iba para adentro, tenías como un asma, un jadeo, andabas a contrapelo del tiempo, querías llegar antes, dar un salto y estar vos solo en el lunes que viene o dentro de un año. Mirabas el sol con rabia, el orden, los mostradores, los formularios, sudabas en invierno, tenías como un tajo blanco en la frente, donde te fajaron en Bahía, una cuña, volviste a buscar roña, le pegaste a un borracho, “La mano ahí” le dijiste a un hacendado y lo sacaste conteniéndose los huevos. Las novias y los cadetes se volvieron amarillos en la vidriera, el neón se desangró, las placas se velaban, las lentes se pudrían como ojos enfermos, el gusano del mundo nadaba en las cubetas, cada línea recta se corrompía y vos te tocabas la cabeza. –No duermo, Negro, no sé qué me pasa, no duermo, ni como, ni cago. Una mañana te esperaron dos viejas y una comulgante, pero vos no abriste, tenías un peludo padre y a esa hora la vieja Carmen te curaba con salmuera las patadas que te dieron entre todos. Ordóñez hizo un letrerito que decía: VACACIONES Ahora es ella que está frente a mí y dice: –Usted, que lo conoce tanto. Y en la luz de la media mañana, que entra exacta y oblicua por la ventana de mi estudio, una lágrima micrométrica tiembla sin caer en cada hilera de pestañas, como puesta a pincel sobre la ordenada, conmovedora desolación de la cara que nunca estuvo tan hermosa, Paulina, y usted qué quiere que yo haga. …participan a usted el enlace de su hija Estela con el doctor Pedro Gomara en la iglesia parroquial y recibirán a usted… –Besame fuerte –dice Estela– y deseame suerte. Besame fuerte y deseame suerte. Fuerte, suerte –llora. El sombrero de mi madre cubre el mundo. 34 Volvió diciendo. Hay que quemar todas las naves, vos has visto, las vecortas zumbaban como abejas. Pero Mauricio, qué naves vas a quemar acá, para eso hace falta un escenario, un mar. –No me cargués, Negro –dijo remoto y sombrío como la noche–. No me cargués, fuimos amigos desde pibes, fijate bien que estoy jodido. Hice mal en volver, no ahora, entendeme, aquella vez cuando puse el negocio. Antes la gente pensaba que estaba tocado, me veían correr de un lado para otro, es que tendría que seguir corriendo, tengo un julepe que me muero. A lo mejor todo viene de aquella vez que me caí cuando era un pendejo y me golpié la nuca y nadie vio lo que pasaba adentro. Vos viste cómo era que no podía estarme quieto, pero no sabés por qué. Es que de golpe me agarraban esas ganas de gritar y correr, sentía un ácido en los pulmones, por mí hubiera seguido corriendo hasta La Quiaca. Hasta que saqué esa foto y me calmé, pensé que ahí a lo mejor había salida, que yo tenía una mirada, sabes, y que esa era mi mirada, y el viejo me puso el negocio. Yo quería devolverles algo, mostrar, no sé lo que te digo, pero mostrar el mundo en cuadritos de papel, que se pararan a mirarlo como yo y vieran que no era tan sencillo, que eso tenía su vuelta  nadie la estaba viendo. Entonces viniste vos y me convenciste que no, pero no me convenciste del todo porque vino ella y me agarró la cosa otra vez, o a lo mejor fue cuando hacía la colimba y saqué a la pibita del mayor, no sé si te acordás. Pero Paulina piensa igual que vos, igual que Ordóñez, igual que el viejo, pero lo que pasa, Negro, lo que pasa, es que yo no me puedo quedar quieto frente a lo que veo, tengo que hacer algo, y todos me dicen que no, de golpe me siento como atado, y hasta las cosas se te ponen en contra, los negativos se rayan la luz no funciona, no te rías, yo te digo que la luz no funciona como antes, no camina en línea recta, se vuelca de las cosas como un líquido pegajoso, está cansada  de andar y nada la contiene, el mundo está podrido y en sueños me deshago a pedacitos y doy mal olor como si estuviera muerto. Me han jodido entre todos, eso es lo que pasa. Vos, el viejo y Paulina. Lo arrastré hasta lo de Ordóñez, que le quiso dar bromuro. Mauricio pensó que era chiste. 35 Paulina: a] Ahora ya no hacemos más que pelear, a veces creo que me odia. b] Al principio era tan distinto, daba gusto mirarlo porque estaba lleno de alegría. c] La desgracia es que lo quiero. En marzo íbamos a comprar los muebles. d] Hay cosas que una mujer no puede tolerar. Una cosa es ser liberal, yo creo que no soy ninguna mojigata. e] Quería fotografiarme desnuda. f] No sé por qué le cuento estas cosas. Estoy sola en el pueblo, usted es el único amigo que tengo. 36 Abre una lente de noche y las estrellas impresionan en la placa sus órbitas perfectas, iguales a las de otros millones de placas, ni la nova, ni el cometa, ni el derrumbe de constelaciones, ¿qué hacés ahí, muriéndote de frío?, Dejame, Negro, no te metas conmigo. Anda al acecho tras los bancos de la plaza, en el ojo de las cerraduras, en la penumbra de los boliches, se prolonga en las paralelas de los trenes las verticales del junco, se agazapa en el campanario, buscando el momento en que la noche se convierte en día, el adoquín en luciérnaga, el deseo en odio interminable, como si quisiera parar el mundo y numerarlo, restañar la gran herida del tiempo por donde sangran los hombres, frenar la corrupción que gotea de cada mirada, que nadie se mueva, va a salir el Pajarito. Mauricio, que era el rey de la joda. Ahora lo llaman: el Loco. 37 Asimismo deberá tener en cuenta Su Señoría que al vencimiento de los contratos inconstitucional y arbitrariamente prorrogados ufa qué calor esos campos estaban en óptimas condiciones de explotación, situación que ya no existe pues la incuria de los arrendatarios tendría que abrir la ventana en diez años de ilegítima ocupación dejó caer las mejoras introducidas limitándose al cómodo usufructo de la tierra sin rotas los cultivos ni usar qué cosa ni usar plaguicidas ni fertilizantes linda noche para estar trabajando aquí el viejo podría ponerme aire acondicionado ahora tengo que poner además el lucro cesante la función social de la tierra no eso lo decía el otro qué bochinche están armando ahí afuera. El febril taconeo se detiene, ahora golpean la puerta, una voz gime que le abra por favor y cuando corro el pestillo es Paulina, aterrada y deshecha, con el vestido roto, que cae en mis brazos. –Cierre –dice en un murmullo–. Me quiere matar. La llevo al sofá y como no puedo verla llorar la beso en los ojos, y luego en la boca, mientras Mauricio patea la puerta en la noche gritándome que salga hasta que al fin se cansa y se sienta en la vereda donde de a ratos ríe y de a ratos entona una incomprensible cantinela de borracho. 38 Fue el matrimonio Bibiloni el que al salir del Select punteó por la Colón y vio primero que nadie el humo que salía del negocio de Mauricio y las llamas que lamían la vidriera. La película había sido mala y el público gozó en secreto con aquel espectáculo supernumerario. En seguida se vio que era un fuego robusto, seguro de sus intenciones, con decenas de brazos que asomaban en imprevistos saludos por las claraboyas o lanzaban al cielo de la terraza grandes puñados de esplendor naranja. El comisario Barraza vino a estudiar la situación y alguien le armó el brazo con un hacha. Eso permitió voltear la puerta, pero no entrar; ver algo de lo que pasaba adentro, pero no impedirlo. Cámaras y trípodes se licuaban, rollos de películas estallaban en ardientes impromptus, flagrantes rostros terminaban de negarse en los negativos y, como dijo al día siguiente La Tribuna, allí se perdieron siete años de la historia gráfica del pueblo al que Mauricio mató simbólicamente (explicación del doctor Pascuzi). Cuando pasé en el auto con Paulina, los bomberos voluntarios exprimían tres mangueras de jardín que lanzaban tres arcos de pipí sobre el proliferante demonio mitológico que jugaba entre vigas derrumbadas un incontenible juego de subibaja, de arranques y ensimismamientos, de repentinas corridas hacia la calle que alejaban a los curiosos. No se podía hacer nada. Abracé a Paulina que miraba fascinada y la llevé a la estancia. Mi madre le dio un té de valeriana y la acostó en el cuarto de Estela. 39 Ahora la voz de mi padre que suena en la temprana galería, tranquila pero más alta, más cortante que de costumbre, hablando con el hombre de a caballo que grita y gesticula. Me levanto, me visto casi a ciegas y cuando salgo y veo la cara cetrina y ahora pálida de Roque que con el rebenque señala a su espalda, lejos, creo que ya sé todo lo que ha pasado. Mi padre pone la camioneta en marcha, deja una portezuela abierta por donde subo a la carrera y en el camino nos separa un silencio más grande que el campo tendido. Media hora después estamos en el Cerro, y a la orilla de la laguna los hijos y la mujer de Roque rodean algo caído, que es Mauricio con un agujero en la cabeza y un revólver en la mano. Atenta y fija sobre sus tres patas de metal clavadas en la arena la Rollei brilla en el sol de la mañana y en su ojo azul se resume la laguna. –Podría haber elegido otro lugar –dice mi padre. 40 Es la misma laguna en la que habíamos pescado y cazado donde nos habíamos bañado y vos te perdiste en un bote, el mismo lugar donde íbamos a linternear con los peones y vos encontraste un gliptodonte. Solo que ahora viene amaneciendo y todo está liso y manso, el agua quieta y las estrías del sol entre las nubes. Lo que no sé, Mauricio, es por qué te estás riendo y qué hacés con el revólver; por qué le has puesto un hilo atado al gatillo que viene hasta el disparador de la cámara donde trato de meterme para ver qué estás haciendo y qué es eso que te borra un costado de la sien. El laboratorio dice que el negativo es defectuoso y que no se pudo mejorar la copia. Pero yo pienso vos buscaste ese efecto y que por algo te tomaste ese trabajo del piolín que da la vuelta a un poste y dispara al mismo tiempo las dos cosas. Un truco vulgar, aunque a vos te cause gracia. Yo te dije adónde llevaba ese camino pero vos no quisiste hacerme caso. Creo que hice por vos todo lo que pude y que esta decisión que vos tomaste no es la manera mejor de agradecerme. Pero vos sabrás por qué lo hiciste. 41 …la señorita Paulina Rivas y el doctor Jacinto Tolosa (h) cuyo enlace fue bendecito ayer en la parroquia local. La feliz pareja se alejará de nuestro medio, al que la ligan tantos gratos recuerdos, para radicarse en el partido de Lobos, donde el joven jurisconsulto seguirá poniendo al servicio de la política y de la producción agropecuaria, bases de la grandeza del país, las dotes de energía y patriotismo que caracterizan a su padre. (Foto Ordóñez.) FIN
Walsh, Rodolfo
Argentina
1927-1977
Tres portugueses bajo un paraguas
Cuento
Renato oyó los tiros. Volaron patos y garzas, y en la lejanía una nubecilla de humo azul se desguedejó lentamente en la quietud infinita de la tarde. Al filo de la noche volvió Chino Pérez, ceñudo y silencioso. Traía a remolque un bote pintado de rojo, con las letras blancas en el costado de babor: “San Felipe” -Lo encontré -explicó, sin mirar a Renato-. Creo que es de la estancia. Y añadió al cabo de una pausa: -Se habrá cortado el amarre. Renato se incorporó lentamente, fumando su pipa, y acercose a la orilla. Renato era bajo y escuálido. Sus ojos azules tenían una fijeza de alucinado, que desmentía el diseño casi pueril de la boca. La cadena del bote era nueva, Renato vio que estaba intacta, pero no dijo nada. En el fondo había flamantes aparejos de pesca y un rifle calibre 22; en uno de los bancos, un “sweater” de lana a rayas multicolores. -¿Cazaste algo? -preguntó Renato en voz baja. -No -replicó su compañero. Y agregó con una sonrisa torva-: Gallaretas. -Oí los tiros -dijo Renato. Chino Pérez no contestó. Ensimismado y remoto sentose en la orilla de la isleta; se sacó las alpargatas y hundió los pies en el agua fría con la mirada clavada en la distancia. Aquella noche hubo desvelo de perros en la costa de la laguna; pisadas y linternas; voces apagadas, que el viento traía y llevaba. Renato dormía. Chino Pérez estuvo fumando, absorto y lejano, hasta que el cielo empezó a clarear. Chino Pérez terminó de cuerear las nutrias y estaqueó los cueros. Renato lo observaba con sus ojos azules e impávidos. Chino Pérez tapó con tierra el fogón, y luego tendió la mirada a lo lejos. El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal, entre las últimas barreras de juncos, flotaban a ras del agua nubecillas de vapor. -Está bien, hermanito; esta noche es la vencida -dijo Chino Pérez sin volverse. Los dos botes balanceábanse en la orilla de la isleta. Las líneas de pesca se sacudían a intervalos con breves convulsiones eléctricas. “Dientudos”, pensó Chino Pérez de mal humor. Todavía no era la hora de las tarariras. Las tarariras se llevaban la línea de un golpe, dejándola tensa y vibrante como una cuerda de violín. -Ya sé que querés irte -dijo Chino Pérez. Renato no contestó. Dejó que el silencio flotara entre ellos, separándolos, restituyéndolos a sus mundos distintos, suavemente, sin violencias. Chino Pérez era de baja estatura, fornido, cetrina la faz, tallado a cuchillo el entrecejo, hirsuto el pelambre, pétrea y estólida la expresión. A lo lejos, en el campo, encendiose una luz. Ladraron perros. Gorgoteaba el agua. “Ya sé que querés irte -pensó Chino Pérez-. Yo también quiero irme”-meditó mirando el bote de la estancia. Las rayas coloridas del “sweater” se destacaban en la oscuridad. Chino Pérez no había querido tocar nada. Un temor recóndito le impedía poner la mano sobre cualquiera de esas cosas. “Ya te vendrán a buscar”, pensó con saña. Luna llena: pila de monedas amarillas y temblonas sobre el paño gris del agua. En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano. Chino Pérez se levantó el cuello del saco, como si tuviera frío. -Ya puse las trampas -dijo. Renato pensó que no hacía falta decirlo. Lo había visto salir temprano, en el bote, con las trampas, preparadas para ponerlas en los nidos y comederos. Chino Pérez acercose al fogón y se acuclilló, frotándose las manos. Entonces advirtió que él mismo había apagado el fuego y lamentó haberlo hecho. “Mañana nos vamos -pensó-. Para siempre”. Tres meses durmiendo en cualquier parte, sobre la tierra húmeda y podrida, sin encender fuego de noche, sin mostrar el bulto de día. Tenía el gusto del pescado pegado a la garganta. Escupió con asco. -¿Y qué vas a hacer, gringo, con la plata? -¿La plata? -Renato parpadeó-. Volveré a la chacra -dijo a la vuelta de un largo rato. Su padre había querido tener un tractor. Toda su vida había querido eso. Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. En la estancia vecina a la chacra de su padre había visto una vez un tractor de oruga, un Caterpillar pintado de rojo… Renato, acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos. Salió de su ensoñación con algo parecido a un escalofrío. -Si la cobramos… -agregó en voz baja. Chino Pérez, cabizbajo, pateó el suelo húmedo. Oyose un chapoteo en el agua, y una de las líneas quedó bruscamente tirante. Empezó a retirarla, despacio, con acompasados movimientos de ambas manos. Cabresteaba la tararira, veloz y frenética al extremo de la línea, mordiendo el hilo reforzado con alambre. Con un último tirón la sacó a la orilla. Brillaban en la boca del pescado los dientes amarillos y fuertes, y sus ojos tenían una fijeza azulina y viscosa. Chino Pérez la sujetó con el pulgar y el índice por las agallas y la golpeó dos veces en la cabeza con el mango de un rebenque. Después le sacó el anzuelo. Silbó en el aire la plomada de tuercas y hundióse en el agua. Renato apagó la pipa y se puso en pie. -Voy a recorrer las trampas -dijo. -Dejá; voy yo -replicó Chino Pérez. Su acento se dulcificó-. Mejor que duermas un poco, hermano. Mañana hay que caminar mucho. Renato obedeció. Acostóse sobre unas lonas, con la ropa puesta; y antes de quedarse dormido, vio por última vez la silueta de su compañero, erguido sobre el bote, remando a la luz de la luna. Chino Pérez hundía el remo silencioso y el bote quebraba el espejo terso y pulido del agua. Dormía la laguna profunda de ecos y rumores. Las cejas de los juncales se destacaban nítidas y oscuras. Chino Pérez no siguió el camino de costumbre. Un miedo supersticioso y agudo le aleteaba en la sangre. No estaba acostumbrado al miedo. Pugnaba por sacudírselo, como un perro a un tábano. Al llegar frente a la isleta de espadañas, dejó de remar. En el recodo de la isleta, la tarde anterior se le había aparecido el hijo del mayordomo en el bote de la estancia. Chino Pérez lo había visto una sola vez, de lejos, recorriendo el campo, pero lo reconoció en seguida. Al ver al nutriero, un gesto de hombría le había curvado los dedos en torno al rifle. No mediaron palabras, ni hacían falta. Con ese mismo gesto viril en el rostro adolescente se había doblado y había caído por la borda -un tiro en la garganta-, entre las ásperas ortigas de agua. Chino Pérez no quiso pasar por allí. En la isleta dejaba dos buenas trampas. “Que se quede con ellas el mayordomo”, pensó torvamente. El viento soplaba de la costa, peinando los juncos. Un cencerro trasudaba gotas de sonido en las manos heladas del aire. Y se hizo de pronto, a lo lejos, la noche de los perros, de los tiros, del odio desatado como una llamarada. Chino Pérez oyó las voces sordas que el encono aceraba. Se las traía el viento, acres y feroces como mordeduras. Después fue el silencio, más súbito, más grande y terrible que antes. El silencio de la laguna, preñado de misterio. De lejos lo ventearon los perros. Chino Pérez arrastrábase por el pajonal, sigiloso como un gato, en dirección al Molino Grande, en desuso desde que las aguas del cuadro se tornaron salobres. Al pie del molino los peones de la estancia habían encendido una fogata. A su cárdeno resplandor se destacaba en silueta la figura del mayordomo, sombrío como la noche, los brazos cruzados, separadas las piernas, desafiando a la noche a que le quitara su venganza. A la luz de la luna giraba la rueda del Molino Grande, como una enorme flor blanca. Giraba lentamente, deteniéndose a ratos; y amarrado a las aspas chorreando sangre, con los ojos vidriados de dolor y espanto, giraba el cuerpo torturado de Renato. El viento traía y llevaba sus gemidos, y la rueda giraba lentamente bajo el cielo tachonado de estrellas. A doscientos pasos del molino se detuvo Chino Pérez para tomar aliento. Quemábanle en las manos las pinchaduras de los abrojos. Los perros se revolvieron, inquietos, recrudeciendo el coro exasperado de ladridos. Siguió avanzando. A intervalos le llegaba el quejido estertoroso de Renato. -Paciencia, hermanito. Paciencia. Se detuvo a cien pasos del molino. Chino Pérez no erraba nunca un tiro. A veinte metros de distancia mataba una nutria con un tiro en el ojo, para no perforar el cuero. -Paciencia, hermano. Alzó el winchester, despacio, muy despacio. Las miras se clavaron en el semblante taciturno del mayordomo, vacilaron un instante, después siguieron subiendo por el bruñido esqueleto del molino. La rueda dio media vuelta más y se detuvo chirriando, dejando a Renato vertical, de pie en lo alto, suspendido y solo, con los ojos azules extraviados. Chino Pérez apretó el gatillo.
Waugh, Evelyn
Inglaterra
1903-1966
La pequeña salida del señor Loveday
Cuento
1) El primer portugués era alto y flaco. El segundo portugués era bajo y gordo. El tercer portugués era mediano. El cuarto portugués estaba muerto. 2) -¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez. a. Yo no -dijo el primer portugués. b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués. c. Ni yo -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba muerto. 3) Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio. El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado. 4) -¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez. a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués. b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués. c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo. 5) -¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués. b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués. c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste. 6) -¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez. a. Yo tampoco -dijo el primer portugués. b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués. c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca. 7) -¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués. b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués. c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba borracho de muerte. 8) -¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez. a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués. b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués. c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués. Cuando acabó de morir. 9) -¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués. b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués. c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués. Los cuatro sombreros sobre la mesa. 10) a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez. b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués. c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués. d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués. El muerto estaba muerto. 11) a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández. b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués. c. No, señor -dijo Daniel Hernández. d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués. e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández. 12) -Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández. Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa. “El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.” “El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.” “El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.” El primer portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto. FIN
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El bacilo robado
Cuento
1) El primer portugués era alto y flaco. El segundo portugués era bajo y gordo. El tercer portugués era mediano. El cuarto portugués estaba muerto. 2) -¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez. a. Yo no -dijo el primer portugués. b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués. c. Ni yo -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba muerto. 3) Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio. El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio. El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante. El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado. 4) -¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez. a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués. b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués. c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo. 5) -¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués. b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués. c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste. 6) -¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez. a. Yo tampoco -dijo el primer portugués. b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués. c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca. 7) -¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués. b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués. c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués. El cuarto portugués estaba borracho de muerte. 8) -¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez. a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués. b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués. c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués. Cuando acabó de morir. 9) -¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández. a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués. b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués. c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués. Los cuatro sombreros sobre la mesa. 10) a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez. b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués. c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués. d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués. El muerto estaba muerto. 11) a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández. b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués. c. No, señor -dijo Daniel Hernández. d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués. e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández. 12) -Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández. Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa. “El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.” “El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo.” “El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.” El primer portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto. FIN
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El caso Plattner
Cuento
I —No encontrarás muy cambiado a tu padre —dijo lady Moping mientras el coche franqueaba la verja del sanatorio del condado. —¿Llevará uniforme? —preguntó Ángela. —No, querida, desde luego que no. Aquí lo atienden mejor que en ninguna parte. Era la primera visita de Ángela y había sido a propuesta de ella misma. Habían pasado diez años desde aquel lluvioso día de finales de verano en que se llevaron a lord Moping, un día de confusos, pero amargos recuerdos para ella; el día de la fiesta anual al aire libre de lady Moping, un día siempre amargo y confuso debido al capricho del tiempo, que, después de mantenerse sereno y prometedor hasta que llegaron los primeros invitados, había degenerado, de súbito, en un aguacero. Todos intentaron ponerse a cubierto; el entoldado se vino abajo; un frenético desfile de gente con cojines y sillas; un mantel atado a las ramas de la araucaria, ondeando bajo la lluvia; un lapso de sol y los invitados saliendo con cautela al césped empapado; otro chaparrón; otros veinte minutos de sol. Una tarde atroz que había culminado pasadas las seis con el intento de suicidio de su padre. Lord Moping solía amenazar con suicidarse el día de la fiesta al aire libre. Aquel año lo habían encontrado con la cara negra, colgando de sus propios tirantes en el invernadero de los cítricos; unos vecinos que se habían resguardado allí de la lluvia lo bajaron y, antes de cenar, ya estaba allí el furgón que venía a buscarlo. A partir de entonces lady Moping había visitado periódicamente el sanatorio, regresando siempre a la hora del té y un tanto reacia a hablar de la experiencia. Muchos de sus vecinos criticaban en mayor o menor medida la reclusión de lord Moping. No se trataba, desde luego, de un paciente cualquiera. Vivía en un ala aparte del centro, especialmente pensada para los dementes acomodados, a los que se tenía toda la consideración que sus fobias permitían. Podían elegir la ropa que vestían (muchos tenían gustos muy extravagantes), fumar los cigarros más caros del mercado y, en los aniversarios de su certificación, invitar a cenas privadas a otros internos por quienes sintieran apego. Pese a todo ello, el manicomio distaba mucho de ser una institución de las más caras; el ambiguo membrete —«HOGAR PARA DEFICIENTES MENTALES»—, estampado en el papel de carta, lucido por los empleados en los uniformes, pintado incluso en una valla muy visible sobre la entrada principal, suscitaba asociaciones muy poco halagüeñas. De vez en cuando, con mayor o menor tacto, las amigas de lady Moping intentaban comentarle detalles sobre casas de reposo al borde del mar, «médicos cualificados y grandes recintos privados ideales para el tratamiento de casos difíciles», pero ella se lo tomaba todo a la ligera. Cuando su hijo fuera mayor de edad ya haría los cambios que juzgara oportunos; mientras tanto ella no se sentía inclinada a relajar su régimen económico; su marido la había engañado vilmente justo el día del año en que ella recababa apoyo y fidelidad, y lo estaba pasando mucho mejor de lo que se merecía. Varias figuras solitarias con sobretodo paseaban por el jardín arrastrando los pies. —Esos son los locos de clase baja —observó lady Moping—. Para la gente como tu padre hay un jardincito precioso con muchas flores. Yo les envié unos esquejes el año pasado. Dejaron atrás la aburrida fachada de ladrillo amarillo y llegaron a la entrada particular del doctor, quien las recibió en la «sala de visitantes», dispuesta expresamente para entrevistas de esta índole. La ventana estaba protegida en su parte interior por barrotes y tela metálica; no había hogar, y cuando Ángela trató de apartar discretamente su silla del radiador, comprobó que estaba atornillada al suelo. —Lord Moping está en buenas condiciones de verla —dijo el doctor. —¿Qué tal se encuentra hoy? —Oh, bien, muy bien, no se preocupe. Tuvo un fuerte catarro hace semanas, pero aparte de eso su estado es excelente. Se pasa el tiempo escribiendo… Oyeron un ruido como de pasos arrastrándose por el suelo de losas del pasillo. Al otro lado de la puerta, una voz aguda y desagradable que Ángela reconoció enseguida dijo: —No tengo tiempo. Ya se lo he dicho. Que vuelvan luego. Otra voz, en un tono más suave y con un ligero acento rural, contestó: —Vamos, vamos. Es una visita puramente formal. No hace falta que se quede mucho rato. La puerta se abrió (no tenía cerradura ni pestillo) y lord Moping entró en la salita. Iba acompañado de un hombrecillo entrado en años con el cabello blanco y una expresión de gran bondad en el rostro. —Les presento al señor Loveday, que hace las veces de asistente de lord Moping. —De secretario —corrigió lord Moping. Acto seguido avanzó como a saltitos y estrechó la mano de su esposa. —Esta es Ángela. Te acuerdas de Ángela, ¿verdad? —No, la verdad es que no. ¿Y qué quiere? —Solo hemos venido a verte. —Ah, pues vienen en un momento muy inoportuno. Estoy tremendamente ocupado. ¿Ha pasado ya a máquina esa carta al papa, Loveday? —No, milord. ¿Se acuerda usted de que me dijo que antes comprobara las cifras de las pesquerías de Terranova? —Cierto. Bueno, es una suerte, porque me temo que habrá que redactar la carta de cabo a rabo. Después de comer ha ido saliendo a la luz gran cantidad de datos nuevos. Muchísima información… Ya ves, querida, estoy ocupadísimo —desvió sus inquietos e inquisitivos ojos hacia Ángela—. Supongo que habrás venido por lo del Danubio. Bien, pues tendrás que volver un poco más tarde. Diles que no habrá ningún problema, todo va bien, pero que no he podido dedicarle la atención necesaria. Diles eso. —Muy bien, papá. —En realidad —dijo lord Moping, enfurruñado—, es un asunto de interés secundario. Primero están el Elba, el Amazonas y el Tigris, ¿eh, Loveday?… Oh, y el Danubio, claro está. Un riachuelo infecto. Yo no lo llamaría más que arroyo. Bien, eso es todo, gracias por haber venido. Haría más si pudiera, pero ya ven que no doy abasto. Cuéntenmelo por escrito. Sí, eso es: pónganmelo en letras de molde. Dicho esto, se marchó. —Ya lo ven —dijo el doctor—, se encuentra perfectamente. Ha ganado peso, come y duerme la mar de bien. De hecho, el tono general de su organismo es irreprochable. Se abrió la puerta de nuevo; era Loveday. —Disculpe la interrupción, señor, pero he pensado que a la joven quizá le habrá sentado mal que milord no la haya conocido. No se lo tenga en cuenta, señorita. La próxima vez seguro que estará encantado de verla. Es que hoy está molesto: se ha retrasado un poco en su trabajo. Verá, señor, esta semana he estado ayudando en la biblioteca y no me ha sido posible pasar a máquina todos los informes de milord. Y él se ha hecho un poco de lío con el índice de fichas. No pasa nada. Milord no desea ningún mal a nadie. —Qué hombre tan agradable —dijo Ángela cuando Loveday se hubo marchado de nuevo. —Sí, no sé qué haríamos sin el bueno del señor Loveday. Todo el mundo lo adora, tanto el personal como los pacientes. —Me acuerdo bien de él. Es un consuelo saber que puede usted contar con tan buenos celadores —dijo lady Moping—; la gente que no lo sabe dice muchas tonterías sobre los manicomios. —Oh, pero Loveday no es ningún celador. —No me diga que él también está chiflado —intervino Ángela. —Bueno, tiene ese aire, desde luego —dijo el doctor—, y en estos últimos veinte años lo hemos tratado como si fuera un demente. Loveday es el alma de esta institución. Ni que decir tiene que no es uno de nuestros pacientes privados, pero permitimos que departa libremente con ellos. Es un excelente jugador de billar, hace trucos de magia el día del festival, les arregla los gramófonos, les hace de ayuda de cámara, les ayuda con los crucigramas y también echa una mano en sus, digamos, aficiones. Los pacientes le dan una propinita por los servicios prestados, y a estas alturas es probable que haya amasado una pequeña fortuna. Loveday tiene mucha mano izquierda, puede incluso con los más conflictivos. Es una suerte tenerlo aquí. —Entiendo, pero ¿por qué está internado? —Es una historia bastante triste. Siendo muy joven mató a una persona, una mujer a la que apenas conocía, la hizo caer de la bicicleta y después la estranguló. Loveday se entregó de inmediato y desde entonces no se ha movido de aquí. —Pero si ya no puede hacer el menor daño a nadie, ¿por qué no lo dejan salir? —Bien, imagino que si a alguien le interesara, saldría. No tiene más parientes que una hermanastra que vive en Plymouth. Hace años solía venir a verlo, pero dejó de hacerlo. Él es muy feliz aquí, y les aseguro que no seremos nosotros quienes demos el primer paso para que se marche. Nos es demasiado valioso. —Pero no me parece justo —dijo Ángela. —Fíjese en su padre —dijo el doctor—. Estaría bastante perdido sin tener a Loveday como secretario. —No me parece justo. II Ángela abandonó el sanatorio con una opresiva sensación de injusticia. Su madre se mostró poco comprensiva. —Imagínate: pasarse toda la vida encerrado en un manicomio. —Intentó ahorcarse en el invernadero —replicó lady Moping—, delante de los Chester-Martin nada menos. —No me refiero a papá, sino al señor Loveday. —Creo que no le conozco. —Sí, mamá, el loco que han asignado para que cuide de papá. —¿El secretario de tu padre? Una persona muy decente, me ha parecido a mí, y sumamente idóneo para ese cometido. Ángela no volvió a insistir durante un rato, pero al día siguiente sacó el tema a relucir durante la comida. —Mamá, ¿qué hay que hacer para sacar a alguien del manicomio? —¿Del manicomio? Santo cielo, hija, espero que no estés pensando en que tu padre vuelva a esta casa. —No, no, quiero decir el señor Loveday. —Me parece, Ángela, que estás muy desconcertada. Ya veo que no fue buena idea llevarte ayer de visita. Terminado el almuerzo, Ángela se metió en la biblioteca y, al poco rato, ya estaba inmersa en la entrada de la enciclopedia sobre legislación referida a casos de demencia. No volvió a hablar de ello con su madre, pero, quince días después, ante la posibilidad de llevar unos faisanes a su padre con motivo de su undécima fiesta de certificación, se mostró insólitamente dispuesta a hacer de recadero. Su madre tenía otras cosas en la cabeza y no advirtió nada sospechoso. Ángela fue en su pequeño automóvil hasta el sanatorio y, después de hacer entrega de los faisanes, preguntó por el señor Loveday. Estaba, en ese momento, preparando una corona para uno de sus compañeros, un hombre que esperaba ser ungido de un momento a otro emperador del Brasil, pero Loveday dejó lo que estaba haciendo para charlar unos minutos con Ángela. Hablaron de la salud de su padre y de su estado de ánimo. Finalmente, Ángela dijo: —¿Usted nunca tiene ganas de marcharse? El señor Loveday la miró con sus afables ojos azul gris. —Me he acostumbrado a esta vida, señorita. Les tengo cariño a las personas que residen aquí y diría que algunas de ellas también sienten cariño por mí. Como mínimo, creo que me echarían de menos si me marchara. —Pero ¿nunca piensa en ser libre otra vez? —Desde luego que sí, pienso en ello casi cada momento. —¿Qué haría si saliera de aquí? —preguntó Ángela—. Seguro que hay algo que preferiría hacer antes que quedarse en este sanatorio. El hombre se rebulló un tanto inquieto. —Mire, señorita, no quisiera parecer desagradecido, pero no puedo negar que me vendría muy bien hacer una pequeña salida, antes de que sea demasiado viejo para disfrutar de ello. Imagino que todo el mundo tiene alguna ambición secreta; en mi caso hay algo que muchas veces he deseado poder hacer. Prefiero que no me pregunte de qué se trata… No sería una cosa de mucho rato. Pero estoy convencido de que si pudiera hacerlo, aunque fuera solamente una tarde, ya podría morir tranquilo. Me sería más fácil volver a esta vida y dedicarme a los pobres dementes con mayor entusiasmo. Sí, estoy convencido. Aquella tarde, volviendo en su coche, Ángela no pudo contener las lágrimas. —Ese hombre es un santo; es preciso que disfrute de su pequeña salida —dijo. III A partir de aquel día y durante muchas semanas Ángela tuvo una nueva meta en la vida. Hacía las tareas cotidianas con aire abstraído y una reservada cortesía poco habitual, cosa que tenía muy desconcertada a lady Moping. —Me parece que la niña se ha enamorado. Solo espero que no sea de ese chico tan ordinario, el hijo de los Egbertson. Leía a todas horas en la biblioteca, interrogaba a todo aquel invitado a la casa que pretendiera ser una autoridad en materia legal o médica, mostró una extremada buena voluntad para con el viejo sir Roderick Lane-Foscote, el diputado de la familia. Los términos «alienista», «abogado» o «funcionario del gobierno» habían adquirido para ella la fascinación que otrora rodeaba a actores de cine y luchadores profesionales. Se había convertido en una mujer con una causa, y, antes de que la temporada de caza tocara a su fin, había logrado sus objetivos: el señor Loveday consiguió su libertad. El doctor, pese a cierta reticencia inicial, no puso grandes reparos. Sir Roderick escribió una carta al Ministerio del Interior. Una vez firmados los documentos necesarios, llegó para el señor Loveday el día de abandonar la que había sido su casa durante tan largos y fructíferos años. Hubo un poco de ceremonia en su partida. Ángela y sir Roderick Lane-Foscote se sentaron con los doctores en el escenario del gimnasio. Todos aquellos internos considerados lo suficientemente equilibrados como para aguantar las emociones se encontraban presentes. Lord Moping, no sin algunos gestos de pesar, entregó al señor Loveday en nombre de los locos acaudalados una pitillera de oro; los que se consideraban a sí mismos emperadores lo cubrieron de condecoraciones y títulos de honor. Los celadores le regalaron un reloj de plata, y muchos de los internos que no eran de pago lloraron aquel día. El principal discurso de la tarde corrió a cargo del doctor. —Recuerde —señaló— que deja usted a su paso nada más que nuestros mejores deseos. El tiempo no hará sino acrecentar la deuda que todos creemos tener con usted. Si en el futuro llegara a cansarse de la vida en el exterior, aquí siempre será bienvenido. Su puesto seguirá vacante. Una docena de internos más o menos afligidos le siguieron cojeando o dando saltitos por el camino de grava hasta que se abrió la verja y el señor Loveday penetró en su libertad. El pequeño baúl que poseía estaba ya en la estación; él decidió ir a pie. Había tenido sus reservas con respecto a abandonar el sanatorio, pero iba bien provisto de dinero y la impresión general era que, antes de visitar a su hermanastra en Plymouth, iría a Londres a divertirse un poco. De ahí que la sorpresa fuera general al verlo regresar dos horas después de su liberación. Apareció enigmáticamente risueño, con una sonrisa afable y un tanto engreída de remembranza. —He vuelto —le comunicó al doctor—. Creo que ahora me quedaré aquí definitivamente. —Pero, Loveday, qué vacaciones tan cortas. Mucho me temo que no se habrá divertido apenas nada. —Oh, al contrario, señor, gracias, señor. Me he divertido muchísimo. Todos estos años he venido prometiéndome que me daría un pequeño gusto. Han sido cortas, pero muy provechosas. Ahora podré dedicarme de nuevo a mi trabajo sin el menor remordimiento. Unos quinientos metros más allá del sanatorio, descubrieron más tarde una bicicleta abandonada. Era de mujer y bastante antigua. Cerca de ella, en la cuneta, yacía el cuerpo estrangulado de una mujer joven que, volviendo en bici a su casa para tomar el té, había adelantado al señor Loveday mientras este caminaba enérgicamente meditando sobre sus oportunidades. FIN
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El cono
Cuento
-Esta, también, es otra preparación del famoso bacilo del cólera -explicó el bacteriólogo colocando el portaobjetos en el microscopio. El hombre de rostro pálido miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a hacerlo, y con una mano blanca y débil tapaba el ojo libre. -Veo muy poco -observó. Ajuste este tornillo -indicó el bacteriólogo-, quizás el microscopio esté desenfocado para usted. Los ojos varían tanto… Sólo una fracción de vuelta para este lado o para el otro. -¡Ah! Ya veo -dijo el visitante-. No hay tanto que ver después de todo. Pequeñas rayas y fragmentos rosa. De todas formas, ¡esas diminutas partículas, esos meros corpúsculos, podrían multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Es maravilloso! Se levantó, y, retirando la preparación del microscopio, la sujetó en dirección a la ventana. -Apenas visible -comentó mientras observaba minuciosamente la preparación. Dudó. -¿Están vivos? ¿Son peligrosos? -Los han matado y teñido -aseguró el bacteriólogo-. Por mi parte me gustaría que pudiéramos matar y teñir a todos los del universo. -Me imagino -observó el hombre pálido sonriendo levemente- que usted no estará especialmente interesado en tener aquí a su alrededor microbios semejantes en vivo, en estado activo. -Al contrario, estamos obligados a tenerlos -declaró el bacteriólogo-. Aquí, por ejemplo. Cruzó la habitación y cogió un tubo entre unos cuantos que estaban sellados. -Aquí está el microbio vivo. Éste es un cultivo de las auténticas bacterias de la enfermedad vivas -dudó-. Cólera embotellado, por decirlo así. Un destello de satisfacción iluminó momentáneamente el rostro del hombre pálido. -¡Vaya una sustancia mortal para tener en las manos! -exclamó devorando el tubito con los ojos. El bacteriólogo observó el placer morboso en la expresión de su visitante. Este hombre que había venido a verle esa tarde con una nota de presentación de un viejo amigo le interesaba por el mismísimo contraste de su manera de ser. El pelo negro, largo y lacio; los ojos grises y profundos; el aspecto macilento y el aire nervioso; el vacilante pero genuino interés de su visitante constituían un novedoso cambio frente a las flemáticas deliberaciones de los científicos corrientes con los que se relacionaba principalmente el bacteriólogo. Quizás era natural que, con un oyente evidentemente tan impresionable respecto de la naturaleza letal de su materia, él abordara el lado más efectivo del tema. Continuó con el tubo en la mano pensativamente: -Sí, aquí está la peste aprisionada. Basta con romper un tubo tan pequeño como éste en un abastecimiento de agua potable y decir a estas partículas de vida tan diminutas que no se pueden oler ni gustar, e incluso para verlas hay que teñirlas y examinarlas con la mayor potencia del microscopio: Adelante, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa, sin rastro, rápida, terrible, llena de dolor y de oprobio se precipitaría sobre la ciudad buscando sus víctimas de un lado para otro. Aquí apartaría al marido de su esposa y al hijo de la madre, allá al gobernante de sus deberes y al trabajador de sus quehaceres. Correría por las principales cañerías, deslizándose por las calles y escogiendo acá y allá para su castigo las casas en las que no hervían el agua. Se arrastraría hasta los pozos de los fabricantes de agua mineral, llegaría, bien lavada, a las ensaladas, y yacería dormida en los cubitos de hielo. Estaría esperando dispuesta para que la bebieran los animales en los abrevaderos y los niños imprudentes en las fuentes públicas. Se sumergiría bajo tierra para reaparecer inesperadamente en los manantiales y pozos de mil lugares. Una vez puesto en el abastecimiento de agua, y antes de que pudiéramos reducirlo y cogerlo de nuevo, el bacilo habría diezmado la ciudad. Se detuvo bruscamente. Ya le habían dicho que la retórica era su debilidad. -Pero aquí está completamente seguro, ¿sabe usted?, completamente seguro. El hombre de rostro pálido movió la cabeza afirmativamente. Le brillaron los ojos. Se aclaró la garganta. -Estos anarquistas, los muy granujas -opinó-, son imbéciles, totalmente imbéciles. Utilizar bombas cuando se pueden conseguir cosas como ésta. Vamos, me parece a mí. Se oyó en la puerta un golpe suave, un ligerísimo toque con las uñas. El bacteriólogo la abrió. -Un minuto, cariño -susurró su mujer. Cuando volvió a entrar en el laboratorio, su visitante estaba mirando el reloj. -No tenía ni idea de que le he hecho perder una hora de su tiempo -se excusó-. Son las cuatro menos veinte. Debería haber salido de aquí a las tres y media. Pero sus explicaciones eran realmente interesantísimas. No, ciertamente no puedo quedarme un minuto más. Tengo una cita a las cuatro. Salió de la habitación dando de nuevo las gracias. El bacteriólogo le acompañó hasta la puerta y luego, pensativo, regresó por el corredor hasta el laboratorio. Reflexionaba sobre la raza de su visitante. Desde luego no era de tipo teutónico, pero tampoco latino corriente. -En cualquier caso un producto morboso, me temo -dijo para sí el bacteriólogo. ¡Cómo disfrutaba con esos cultivos de gérmenes patógenos! De repente se le ocurrió una idea inquietante. Se volvió hacia el portatubos que estaba junto al vaporizador e inmediatamente hacia la mesa del despacho. Luego se registró apresuradamente los bolsillos y a continuación se lanzó hacia la puerta. -Quizá lo haya dejado en la mesa del vestíbulo -se dijo. -¡Minnie! -gritó roncamente desde el vestíbulo. -Sí, cariño -respondió una voz lejana. -¿Tenía algo en la mano cuando hablé contigo hace un momento, cariño? Pausa. -Nada, cariño, me acuerdo muy bien. -¡Maldita sea! -gritó el bacteriólogo abalanzándose hacia la puerta y bajando a la carrera las escaleras de la casa hasta la calle. Al oír el portazo, Minnie corrió alarmada hacia la ventana. Calle abajo, un hombre delgado subía a un coche. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, corría hacia ellos gesticulando alborotadamente. Se le salió una zapatilla, pero no esperó por ella. -¡Se ha vuelto loco! -dijo Minnie-. Es esa horrible ciencia suya. Y, abriendo la ventana, le habría llamado, pero en ese momento el hombre delgado miró repentinamente de soslayo y pareció también volverse loco. Señaló precipitadamente al bacteriólogo, dijo algo al cochero, cerró de un portazo, restalló el látigo, sonaron los cascos del caballo y en unos instantes el coche, ardorosamente perseguido por el bacteriólogo, se alejaba calle arriba y desaparecía por la esquina. Minnie, preocupada, se quedó un momento asomada a la ventana. Luego se volvió hacia la habitación. Estaba desconcertada. Por supuesto que es un excéntrico, pensó. Pero correr por Londres, en plena temporada, además, ¡en calcetines! Tuvo una idea feliz. Se puso deprisa el sombrero, cogió los zapatos de su marido, descolgó su sombrero y gabardina de los percheros del vestíbulo, salió al portal e hizo señas a un coche que morosa y oportunamente pasaba por allí. -Lléveme calle arriba y por Havelock Crescent a ver si encontramos a un caballero corriendo por ahí en chaqueta de pana y sin sombrero. -Chaqueta de pana y sin sombrero. Muy bien, señora. Y el cochero hizo restallar el látigo inmediatamente de la manera más normal y cotidiana, como si llevara a los clientes a esa dirección todos los días. Unos minutos más tarde, el pequeño grupo de cocheros y holgazanes que se reúne en torno a la parada de coches de Haverstock Hill quedaba atónito ante el paso de un coche conducido furiosamente por un caballo color jengibre disparado como una bala. Permanecieron en silencio mientras pasaba, pero cuando desaparecía empezaron los comentarios: -Ése era Harry Hicks. ¿Qué le habrá picado? -se preguntó el grueso caballero conocido por El Trompetas. -Está dándole bien al látigo, sí, le está pegando a fondo -intervino el mozo de cuadra. -¡Vaya! -exclamó el bueno de Tommy Byles-, aquí tenemos a otro perfecto lunático. Sonado como ninguno. -Es el viejo George -explicóEl Trompetas-, y lleva a un lunático como decís muy bien. ¿No va gesticulando fuera del coche? Me pregunto si no irá tras Harry Hicks. El grupo de la parada se animó y gritaba a coro: -¡A ellos, George! ¡Es una carrera! ¡Los cogerás! ¡Dale al látigo! -Es toda una corredora esa yegua -dijo el mozo de cuadra. -¡Que me parta un rayo! -exclamóEl Trompetas-.Ahí viene otro. ¿No se han vuelto locos esta mañana todos los coches de Hampstead? -Esta vez es una señora -dijo el mozo de cuadra. -Está siguiéndolo -añadió El Trompetas. -¿Qué tiene en la mano? -Parece una chistera. -¡Qué jaleo tan fantástico! ¡Tres a uno por el viejo George! -gritó el mozo de cuadra-. ¡El siguiente! Minnie pasó entre todo un estrépito de aplausos. No le gustó, pero pensaba que estaba cumpliendo con su deber, y siguió rodando por Haverstock Hill y la calle mayor de Camden Town con los ojos siempre fijos en la vivaz espalda del viejo George, que de forma tan incomprensible la separaba del haragán de su marido. El hombre que viajaba en el primer coche iba agazapado en una esquina, con los brazos cruzados bien apretados y agarrando entre las manos el tubito que contenía tan vastas posibilidades de destrucción. Su estado de ánimo era una singular mezcla de temor y de exaltación. Sobre todo temía que lo cogieran antes de poder llevar a cabo su propósito, aunque bajo este temor se ocultaba un miedo más vago, pero mayor ante lo horroroso de su crimen. En todo caso, su alborozo excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él había tenido esta idea suya. Ravachol, Vaillant, todas aquellas personas distinguidas cuya fama había envidiado, se hundían en la insignificancia comparadas con él. Sólo tenía que asegurarse del abastecimiento de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Con qué brillantez lo había planeado, había falsificado la carta de presentación y había conseguido entrar en el laboratorio! ¡Y qué bien había aprovechado la oportunidad! El mundo tendría por fin noticias suyas. Todas aquellas gentes que se habían mofado de él, que le habían menospreciado, preterido o encontrado su compañía indeseable por fin tendrían que tenerle en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre lo habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo se había confabulado para mantenerlo en la oscuridad. Ahora les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era ésta que le resultaba tan familiar? ¡La calle de San Andrés, por supuesto! ¿Cómo iba la persecución? Estiró el cuello por encima del coche. El bacteriólogo les seguía a unas cincuenta yardas escasas. Eso estaba mal. Todavía podían alcanzarle y detenerle. Rebuscó dinero en el bolsillo y encontró medio soberano. Sacó la moneda por la trampilla del techo del coche y se la puso al cochero delante de la cara. -Más -gritó- si conseguimos escapar. -De acuerdo -respondió el cochero arrebatándole el dinero de la mano. La trampilla se cerró de golpe, y el látigo golpeó el lustroso costado del caballo. El coche se tambaleó, y el anarquista, que estaba medio de pie debajo de la trampilla, para mantener el equilibrio apoyó en la puerta la mano con la que sujetaba el tubo de cristal. Oyó el crujido del frágil tubo y el chasquido de la mitad rota sobre el piso del coche. Cayó de espaldas sobre el asiento, maldiciendo, y miró fija y desmayadamente las dos o tres gotas de la poción que quedaban en la puerta. Se estremeció. -¡Bien! Supongo que seré el primero. ¡Bah! En cualquier caso seré un mártir. Eso es algo. Pero es una muerte asquerosa a pesar de todo. ¿Será tan dolorosa como dicen? En aquel instante tuvo una idea. Buscó a tientas entre los pies. Todavía quedaba una gotita en el extremo roto del tubo y se la bebió para asegurarse. De todos modos no fracasaría. Entonces se le ocurrió que ya no necesitaba escapar del bacteriólogo. En la calle Wellington le dijo al cochero que parara y se apeó. Se resbaló en el peldaño, la cabeza le daba vueltas. Este veneno del cólera parecía una sustancia muy rápida. Despidió al cochero de su existencia, por decirlo así, y se quedó de pie en la acera con los brazos cruzados sobre el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su actitud. El sentido de la muerte inminente le confería cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una risa desafiante. -¡Vive l’Anarchie! Llega demasiado tarde, amigo mío. Me lo he bebido. ¡El cólera está en la calle! El bacteriólogo le miró desde su coche con curiosidad a través de las gafas. -¡Se lo ha bebido usted! ¡Un anarquista! Ahora comprendo. Estuvo a punto de decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se dibujó en sus labios. Cuando abrió la puerta del coche, como para apearse, el anarquista le rindió una dramática despedida y se dirigió apresuradamente hacia London Bridge procurando rozar su cuerpo infectado contra el mayor número de gente. El bacteriólogo estaba tan preocupado viéndole que apenas si se sorprendió con la aparición de Minnie sobre la acera, cargada con el sombrero, los zapatos y el abrigo. -Has tenido una buena idea trayéndome mis cosas -dijo, y continuó abstraído contemplando cómo desaparecía la figura del anarquista. -Sería mejor que subieras al coche -indicó, todavía mirando. Minnie estaba ahora totalmente convencida de su locura y, bajo su responsabilidad, ordenó al cochero volver a casa. -¿Que me ponga los zapatos? Ciertamente, cariño -respondió él al tiempo que el coche comenzaba a girar y hacía desaparecer de su vista la arrogante figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces se le ocurrió de repente algo grotesco y se echó a reír. Luego observó: -No obstante es muy serio. ¿Sabes?, ese hombre vino a casa a verme. Es anarquista. No, no te desmayes o no te podré contar el resto. Yo quería asombrarle, y, sin saber que era anarquista, cogí un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que te he hablado, esa que propaga y creo que produce las manchas azules en varios monos, y a lo tonto le dije que era el cólera asiático. Entonces él escapó con ella para envenenar el agua de Londres, y desde luego podía haber hecho la vida muy triste a los civilizados londinenses. Y ahora se la ha tragado. Por supuesto no sé lo que ocurrirá, pero ya sabes que volvió azul al gato, y a los tres perritos azules a trozos, y al gorrión de un azul vivo. Pero lo que me fastidia es que tendré que repetir las molestias y los gastos para conseguirla otra vez. »¡Que me ponga el abrigo en un día tan caluroso! ¿Por qué? ¿Porque podríamos encontrarnos a la señora Jabber? Cariño, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Y por qué tengo que ponerme el abrigo en un día de calor por culpa de la señora…? ¡Oh!, muy bien… FIN
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El corazón de Miss Winchelsea
Cuento
Si se debe dar o no crédito a la historia de Gottfried Plattner, es una buena cuestión por lo que respecta al valor de la evidencia. Por una parte, contamos con siete testigos —para ser del todo exactos, contamos con seis pares y medio de ojos y un hecho innegable— y por la otra contamos con —¿cómo diríamos?— prejuicios, sentido común e inercia de opinión. Jamás hubo siete testigos con una apariencia más sincera, y jamás hubo un hecho más innegable que la inversión de la estructura anatómica de Gottfried Plattner y jamás existió una historia más absurda que la que tuvieron que contar. Y la parte más descabellada de la historia de la digna contribución de Gottfried (pues él mismo es uno de los siete). ¡No quiera Dios que yo, impulsado por mi pasión hacia la imparcialidad, me vea inducido a alentar la superstición llegando a compartir así el sino de los patrones de Eusapia! Francamente, estoy convencido de que hay algo distorsionado en este asunto de Gottfried Plattner, pero debo reconocer con la misma franqueza, que ignoro cuál es el elemento distorsionador. Me ha sorprendido el crédito concedido a esta historia en los ambientes más inesperados y autorizados. Lo mejor para el lector, en cualquier caso, será que yo la cuente sin más comentarios. A pesar de su nombre, Gottfried Plattner es un libre ciudadano inglés. Su padre era un alsaciano que vino a Inglaterra en los años sesenta, casó con una respetable muchacha inglesa de antepasados nada excepcionales, y murió, tras una vida saludable y sin peripecias (dedicada principalmente, según tengo entendido, a la colocación de pavimentos de parquet), en 1887. Gottfried tiene veintisiete años de edad. En virtud de su herencia trilingüe, es profesor de Lenguas Modernas en una pequeña escuela privada del sur de Inglaterra. Ante el observador casual, él es singularmente similar a cualquier otro profesor de Lenguas Modernas de cualquier otra pequeña escuela privada. Su indumentaria no es ni especialmente costosa ni demasiado a la moda, pero por otra parte tampoco es demasiado barata ni usada; su complexión resulta insignificante tanto por su estatura como por su porte. Quizá uno pudiera reparar en que, como en la mayoría de la gente, su cara no es absolutamente simétrica, siendo su ojo derecho un poco mayor que el izquierdo y su mandíbula una pizca más fuerte en el lado derecho. Si usted, como cualquier persona descuidada, tuviera que desnudarle el pecho para sentir latir su corazón, lo encontraría más o menos similar al corazón de cualquier otro. Pero en este punto usted y el observador experimentado acabarían por tomar diferentes derroteros. Si usted no hallara nada raro en ese corazón, el observador experimentado lo hallaría de muy distinta manera. Y una vez que le fuera señalada, usted también percibiría la peculiaridad fácilmente. Y es que el corazón de Gottfried Plattner late en el lado derecho de su cuerpo. Ahora bien, no es que ésta sea la única singularidad de la estructura de Gottfried, si bien es la única que llamaría la atención de una mente no experimentada. Un detenido sondeo de la ubicación interna de los órganos de Plattner, por parte de un conocido cirujano, parece apuntar hacia el hecho de que todas las demás partes asimétricas de su cuerpo se hallan análogamente desplazadas. El lóbulo derecho de su hígado está en el lado izquierdo y el izquierdo en el derecho; en tanto que sus pulmones también están análogamente contrapuestos. Y lo que es aún más singular: a menos que Gottfried sea un actor consumado, deberíamos creer que su mano derecha se ha vuelto recientemente izquierda. Desde los acontecimientos que estamos a punto de considerar (tan imparcialmente como sea posible), él ha experimentado la mayor dificultad en escribir, excepto de derecha a izquierda, a través del papel, con la mano izquierda. Es incapaz de lanzar nada con la mano derecha, y a la hora de las comidas se queda perplejo entre el cuchillo y el tenedor y sus ideas sobre las normas de la carretera (es ciclista) se hallan aún sumidas en una peligrosa confusión. Y no existe ni la más leve prueba que nos indique que Gottfried hubiera sido zurdo antes de estos sucesos. Hay, no obstante, otro hecho extraordinario en esta absurda cuestión. Gottfried exhibe tres fotografías suyas. Lo tenemos a la edad de cinco o seis años mientras acerca unas piernas regordetas en dirección nuestra, por debajo de una levita escocesa, frunciendo el ceño. En esa fotografía su ojo izquierdo es un poco mayor que el derecho y su mandíbula una pizca más marcada en el lado izquierdo. Justo lo contrario que en sus actuales condiciones de vida. La fotografía de Gottfried a los catorce años parece estar en contradicción con estos hechos, pero esto ocurre porque se trata de una de aquellas fotografías baratas ‘Gem’ que estaban entonces en boga, tomadas directamente sobre metal y que, por consiguiente, invertían las cosas exactamente igual que lo hubiera hecho un espejo. La tercera fotografía le representa a la edad de veintiún años y confirma el testimonio de las anteriores. Parece existir aquí una evidencia, del más alto valor confirmatorio, de que Gottfried ha intercambiado su lado izquierdo con el derecho. Sin embargo, cómo un ser humano pueda ser cambiado de ese modo, de no ser por un fantástico e inútil milagro, resulta extremadamente difícil de sugerir. Es indudable que, en cierto sentido, estos hechos podrían resultar explicables bajo la suposición de que Plattner hubiera emprendido una elaborada mistificación fundándose en el desplazamiento de su corazón. Las fotografías pueden ser retocadas y la zurdería, imitada. Pero el carácter de este hombre no se presta a ninguna de dichas teorías. Es tranquilo, práctico, discreto y cabalmente sano según los cánones de Nordau. Le gusta la cerveza y fuma con moderación, da su paseo cotidiano para hacer ejercicio y posee un saludable y alto concepto del valor de su enseñanza. Tiene una buena, aunque no educada voz de tenor, y disfruta cantando arias de carácter festivo y popular. Es amante de la lectura, aunque no de forma morbosa (principalmente ficción impregnada de un optimismo vagamente piadoso), duerme bien y sueña raras veces. Es, efectivamente, la última persona que podría desarrollar Una fábula fantástica. En verdad, lejos de imponerle al mundo esta historia, se ha mostrado singularmente reticente en la materia. Responde a las indagaciones con cierto cautivador… retraimiento, por así decirlo, que desarma a los más suspicaces. Parece sinceramente avergonzado de que algo tan insólito le haya ocurrido a él. Hay que lamentar que la aversión de Plattner a la idea de la disección post-mortem pueda posponer, tal vez para siempre, la prueba definitiva de que el lado izquierdo y el derecho de la totalidad de su cuerpo han sido transpuestos. De ese hecho depende principalmente la credibilidad de su historia. No hay forma de coger a un hombre y removerlo en el espacio, tal y como la gente corriente entiende el espacio, que dé por resultado el intercambio de sus lados. Hagáis lo que hagáis, el derecho sigue siendo el derecho y el izquierdo, el izquierdo. Eso se puede hacer con una cosa perfectamente fina y plana, por supuesto. Si tuvierais que recortar una figura de papel, cualquier figura con un lado derecho y uno izquierdo, podríais intercambiar los lados simplemente levantándola y dándole la vuelta. Pero con un sólido es diferente. Los teóricos matemáticos nos dicen que la única manera de intercambiar el lado derecho y el izquierdo de un cuerpo sólido es quitándolo limpiamente del espacio tal y como lo conocemos (es decir, quitándolo de una existencia ordinaria) y dándole la vuelta en alguna parte fuera del espacio. Esto es un poco abstruso, no hay duda, pero cualquiera que tenga los más mínimos conocimientos de la teoría matemática, puede garantizar al lector que es verdad. Por ponerlo en lenguaje técnico, la curiosa inversión de los lados derecho e izquierdo de Plattner es la prueba de que él se trasladó de nuestro espacio a lo que se denomina Cuarta Dimensión y regresó de nuevo a nuestro mundo. A menos que optemos por considerarnos víctimas de una elaborada e inmotivada maquinación, casi nos vemos obligados a creer que ha ocurrido esto. Eso en cuanto a los hechos tangibles. Vamos ahora con el relato de los fenómenos que concurrieron en su desaparición temporal del mundo. Plattner, al parecer, en la Sussexville Proprietary School, no solo desempeñaba el cargo de profesor de Lenguas Modernas, sino también de química, geografía mercantil, teneduría de libros, taquigrafía, dibujo y cualquier otra asignatura adicional que suscitara directamente la atención de los caprichos de los volubles padres de los muchachos. Sabía poco o nada de estas variadas asignaturas, pero en la secundaria, a diferencia de la escuela pública o primaria, los conocimientos en el profesor no son, muy acertadamente, de ningún modo tan necesarios con un elevado talante moral y un tono caballeroso. En química era especialmente deficiente, no conociendo, decía él, nada a excepción de los Tres Gases (sean lo que fueran estos Tres Gases). Como, no obstante, sus alumnos empezaban por no saber nada y recababan de él toda su información, esto no le causó, ni a él ni a nadie, el más mínimo inconveniente durante varios trimestres. Y entonces llegó a la escuela un chiquillo de nombre Whibble que, al parecer, había sido educado por algún malévolo pariente en la costumbre de hacer preguntas. Este chiquillo atendía a las clases de Plattner con marcado y sostenido interés y, a fin de mostrar su fervor por la materia, en varias ocasiones llevó a Plattner unas sustancias para analizar. Plattner, halagado por esta prueba de su capacidad de despertar interés y confiando en la ignorancia del muchacho, las analizó y llegó incluso a emitir algunos juicios generales sobre su composición. Más aún, se sintió tan estimulado por su alumno que llegó a hacerse con un tratado de química analítica y a estudiarlo durante su turno de guardia en las horas de estudio vespertinas. Y se sorprendió al descubrir que la química era una materia realmente interesante. Hasta aquí la historia es absolutamente tópica. Pero ahora aparece en escena el polvo verdoso. La fuente de ese polvo verdoso, lamentablemente, parece haberse perdido. El señorito Whibble cuenta la historia tortuosa de haberlo encontrado dentro de un paquete en una calera abandonada junto a las colinas. Si se hubiera podido acercar enseguida una cerilla a ese polvo, habría sido una cosa excelente para Plattner y, posiblemente, para la familia del señorito Whibble. Lo que sí es cierto es que el joven caballero no lo llevó a la escuela en un paquete, sino en un frasco corriente de ocho onzas, graduado, para medicinas, y taponado con papel de periódico masticado. Se lo dio a Plattner al término de las clases de la tarde. Cuatro muchachos habían sido retenidos en la escuela después de las oraciones con el fin de completar unos deberes descuidados, y Plattner los vigilaba en la pequeña aula donde se daban las clases de química. El equipo para la enseñanza práctica de la química en la Sussexville Proprietary School, al igual que en la mayoría de las escuelas privadas de este país, se caracterizaba por una severa simplicidad. Se conservaba en un armario situado en un entrante de la pared y que tenía aproximadamente la misma capacidad que un baúl corriente de viaje. Plattner, aburrido de su pasiva tarea de vigilancia, parecía haber acogido la intervención de Whibble con su polvo verde, como una agradable diversión y, abriendo el armario, procedió inmediatamente a sus experimentos analíticos. Whibble se sentó a mirarle, afortunadamente para él, a una distancia prudencial. Los cuatro bribones, fingiendo estar profundamente absortos en su trabajo, le miraban furtivamente con el más vivo interés. Porque incluso dentro del límite de los Tres Gases, las prácticas de química de Plattner, resultaban, según tengo entendido, temerarias. Todos se muestran prácticamente unánimes en sus relatos sobre la actuación de Plattner. Vertió un poco de polvo verde en una probeta y trató la substancia con agua, ácido clorhídrico, ácido nítrico y ácido sulfúrico sucesivamente. Al no obtener ningún resultado, vació otro poco (casi medio frasco en realidad) sobre una plancha de pizarra y acercó una cerilla. Sujetó el frasco de medicinas con la mano izquierda. La substancia empezó a despedir humo y a licuarse y luego… explotó con una violencia ensordecedora y un relámpago cegador. Los cinco muchachos, al ver el relámpago y presagiando la catástrofe, se arrojaron bajo los pupitres, y ninguno de ellos resultó seriamente herido. La ventana salió despedida hasta el campo de juegos y la pizarra fue derribada de su caballete. La pizarra quedó pulverizada. Del techo cayó un poco de enlucido. Ni el edificio de la escuela ni los accesorios sufrieron ningún otro daño y los muchachos, al principio, al no ver a Plattner por ninguna parte, se imaginaron que había caído al suelo y que yacía fuera de su vista bajo los pupitres. De un salto, salieron de sus sitios para acudir en su ayuda y se quedaron estupefactos al no encontrar más que un espacio vacío. Aún confundidos por la súbita violencia de la explosión, se precipitaron hacia la puerta abierta bajo la impresión de que él debía haber quedado herido y que debía haber salido corriendo del aula. Pero Carson, que era el primero, casi tropezó en el umbral con el director, el señor Lidgett. El señor Lidgett es un hombre corpulento, colérico, con un solo ojo. Los muchachos le describen entrando a trompicones en el aula y vociferando alguna de esas interjecciones mitigadas que los maestros de escuela irritables acostumbran a utilizar, por miedo de no caer en lo peor. “¡Córcholis!” dijo. “¿Dónde está el señor Plattner?” Los muchachos concuerdan en que éstas fueron sus palabras exactas. (“Haragán”, “Pisaverde” y “Córcholis” se encuentran, al parecer, entre la pequeña moneda corriente del comercio escolar del señor Lidgett.) ¿Dónde está el señor Plattner? Esa era una pregunta que iba a repetirse muchas veces en los días inmediatos. Parecía realmente como si esa desmedida hipérbole, ‘pulverizado por la explosión’, se hubiera cumplido por una vez. De Plattner no quedaba ni una sola partícula visible; ni una sola gota de sangre y ni un jirón de ropa. Al parecer su existencia había sido apagada de un soplo, limpiamente, sin dejar ningún rastro. ¡No quedaban de él ni sus cenizas!, por citar una expresión proverbial. La evidencia de su absoluta desaparición, como consecuencia de aquella explosión, es un hecho indudable. No es necesario extendernos aquí sobre la conmoción suscitada en la Sussexville Proprietary School, en Sussexville y en otras partes, por este acontecimiento. Es muy posible, en verdad, que los lectores de estas páginas puedan recordar haber oído alguna versión remota y atenuada de esa conmoción durante las últimas vacaciones de verano. Por lo que parece, Lidgett hizo todo cuanto estuvo en su mano para sofocar y minimizar la historia. Instituyó una penalización de veinte líneas para quien hiciera alguna mención del nombre de Plattner entre los muchachos, y declaró en el aula que estaba perfectamente al tanto del paradero de su ayudante. Temía que la posibilidad de que tuviera lugar una explosión, explicó, a pesar de las elaboradas precauciones tomadas para minimizar la enseñanza práctica de la química, pudiera dañar la reputación de la escuela, como también podría dañarla toda misteriosa propiedad en la desaparición de Plattner. Y efectivamente, hizo todo cuanto pudo para que la concurrencia pareciera lo más corriente posible. Concretamente, sometió a los cinco testigos oculares del lance a un interrogatorio tan minucioso, que empezaron a dudar de la simple evidencia de sus sentidos. Pero, a pesar de estos esfuerzos, el relato, en una versión magnificada y distorsionada, causó tal sensación en el distrito que numerosos padres retiraron a sus hijos con plausibles pretextos. No menos notable en la cuestión es el hecho de que un gran número de personas del vecindario soñaron con Plattner en unos sueños vividos durante el período de agitación que precedió a su regreso, y que estos sueños poseían una curiosa uniformidad. En casi todos Plattner fue visto, a veces solo, a veces en compañía, vagando por una fulgurante iridiscencia. En todos los casos su rostro estaba pálido y fatigado y, en algunos, gesticulaba hacia el soñador. Uno o dos de los muchachos, evidentemente bajo el influjo de una pesadilla, imaginaron que Plattner se acercaba a ellos a una notable velocidad y parecía mirarles fijamente a los mismísimos ojos. Otros huyeron, junto con Plattner, de la persecución de vagas y extraordinarias criaturas de forma globular. Pero todas estas fantasías quedaron olvidadas en interrogantes y especulaciones cuando, el miércoles de la semana posterior al lunes de la explosión, Plattner regresó. Las circunstancias de su regreso fueron tan singulares como las de su partida. Tratando de integrar, en la medida de lo posible, el esbozo algo colérico del señor Lidgett con las vacilantes manifestaciones de Plattner, resultaría que en la tarde del miércoles, hacia la hora del crepúsculo, el primero de estos caballeros, tras dar por finalizado el estudio vespertino, se hallaba atareado en su jardín, recogiendo y comiendo fresas, una fruta a la que es desmedidamente aficionado. Es un jardín grande de los de antaño y, afortunadamente, al abrigo de las miradas indiscretas, gracias a una alta tapia de ladrillo rojo recubierta de hiedra. Precisamente mientras se hallaba inclinado sobre una planta especialmente prolífica, hubo un relámpago en el aire y un batacazo sordo; y antes de que pudiera mirar a su alrededor, un cuerpo pesado chocó contra él violentamente desde atrás. Fue arrojado hacia adelante aplastando las fresas que tenía en la mano y con tanta fuerza que su sombrero de copa (el señor Lidgett sigue apegado a los más viejos cánones de los uniformes escolares) se encasquetó violentamente sobre su frente y casi sobre un ojo. Este pesado misil que pasó rozando su costado desplomándose en posición sedente entre las plantas de las fresas resultó ser nuestro señor Plattner, largo tiempo perdido, en un estado extremadamente desmañado. Estaba sin cuello y sin sombrero, con la ropa blanca sucia, y había sangre en sus manos. El señor Lidgett estaba tan indignado y sorprendido que se quedó a cuatro patas y con el sombrero encasquetado sobre su ojo, mientras reconvenía a Plattner con vehemencia por su irrespetuosa e inexplicable conducta. Esta escena tan poco idílica completa lo que yo llamaría la versión exterior de la historia de Plattner —su aspecto esotérico—. Huelga entrar aquí en todos los detalles de su despedida por parte del señor Lidgett. Dichos detalles, con todos los nombres y fechas y referencias, podrán encontrarse en el informe más pormenorizado de estos sucesos que fue depositado en la Sociedad para la Investigación de Fenómenos Anormales. La singular transposición de los lados derecho e izquierdo de Plattner apenas fue observada durante el primer día, o poco más, y luego se apreció, por primera vez, en relación con su inclinación a escribir de derecha a izquierda en la pizarra. Más que ostentarla, él ocultó esta curiosa circunstancia confirmatoria, pues consideraba que afectaría desfavorablemente a sus esperanzas de encontrar un nuevo empleo. La descolocación de su corazón fue descubierta algunos meses después, cuando tuvo que sacarse una muela bajo anestesia. Él, entonces, de muy mala gana, permitió que le hicieran un precipitado reconocimiento quirúrgico con vistas a un breve informe publicado en el Journal of Anatomy. Aquí se agota la exposición de los hechos materiales y podemos pasar a considerar ahora el relato de Plattner sobre esta cuestión. Pero antes debemos diferenciar claramente entre la porción de la historia que precede y la que viene después. Todo cuanto he narrado hasta aquí se basa en tales pruebas que incluso un abogado criminalista las aprobaría. Todos los testigos aún están vivos; el lector, si así le place, puede salir mañana mismo a cazar a los chicos, e incluso a desafiar los terrores del temible Lidgett y proceder a interrogar, tender trampas y efectuar comprobaciones a su antojo; Gottfried Plattner, en persona, con su corazón descolocado y sus tres fotografías, están a su disposición. Puede considerarse probado que él desapareció durante nueve días como consecuencia de una explosión; que regresó casi con la misma violencia, en circunstancias cuya naturaleza encocora al señor Lidgett, cualesquiera que sean los detalles de aquellas circunstancias; y que regresó invertido, del mismo modo que un reflejo es devuelto por un espejo. La consecuencia de este último hecho, como ya hice notar, es que Plattner debió encontrarse, con toda seguridad, durante aquellos nueve días, en un estado de existencia más allá del espacio. La evidencia de estas aseveraciones es, en verdad, mucho más sólida que aquella con la que se ahorca a muchos asesinos. Pero por su propio relato acerca de dónde había estado, aun con sus confusas explicaciones y detalles poco menos que antinómicos, solo contamos con la palabra del señor Gottfried Plattner. Yo no deseo desacreditarla, pero debo señalar (cosa que tantos escritores de oscuros fenómenos psíquicos dejan de hacer) que aquí estamos pasando de lo que es prácticamente innegable, a ese campo en el que todo hombre razonable tiene derecho a creer o rechazar, según le convenga. Las manifestaciones anteriores lo hacen plausible; su discordancia con la experiencia común lo inclina hacia lo increíble. Preferiría no influir en el juicio del lector ni en un sentido ni en otro, sino simplemente contar la historia tal y como Plattner me la contó a mí. Me hizo este relato, puedo asegurarlo, en mi casa de Chislehurst; y en cuanto me hubo dejado aquella tarde, me fui a mi estudio y lo puse todo por escrito tal y como lo recordaba. Más tarde, tuvo la amabilidad de leer una copia mecanografiada de modo que su exactitud sustancial resulta innegable. Él afirma que en el momento de la explosión pensó claramente que había resultado muerto. Notó que sus pies eran arrancados del suelo siendo lanzado hacia atrás con violencia. Es un hecho curioso para los psicólogos que él pensara con claridad durante su vuelo hacia atrás y se preguntara si iría a chocar contra el armario de química o contra el caballete de la pizarra. Sus talones golpearon la tierra y él se tambaleó yendo a caer pesadamente en posición de sentado sobre algo blando y consistente. Por un momento la sacudida le dejó aturdido. Al instante percibió un intenso olor a cabellos chamuscados y le pareció oír la voz de Lidgett preguntando por él. Comprenderéis que durante cierto tiempo su mente permaneciera muy confusa. Al principio tuvo la clara impresión de que aún se encontraba en el aula. Advirtió con toda claridad la sorpresa de los muchachos y la entrada del señor Lidgett. Se muestra totalmente seguro a este respecto. No oyó sus comentarios pero lo atribuyó al efecto ensordecedor del experimento. Las cosas que le rodeaban parecían curiosamente oscuras y desvaídas, pero su mente lo explicó por la obvia aunque errónea idea de que la explosión había engendrado un ingente volumen de humo oscuro. Las figuras de Lidgett y de los muchachos se movían por la oscuridad tan tenues y silenciosas como fantasmas. Plattner aún sentía en el rostro el calor punzante de la llamarada. Se sentía ‘totalmente atontado’, por decirlo con sus mismas palabras. Parece que sus primeros pensamientos definidos fueron para su incolumidad personal. Pensó que tal vez había quedado ciego o sordo. Se palpó los miembros y la cara con cautela. Luego sus percepciones se hicieron más claras y se quedó asombrado al echar de menos los viejos pupitres familiares y demás muebles del aula a su alrededor. En su lugar solo había formas oscuras, inciertas y grises. Luego ocurrió algo que le hizo gritar fuertemente y despertar a una actividad instantánea sus aturdidas facultades. ¡Dos de los muchachos, gesticulando, habían pasado limpiamente a través de su cuerpo, uno tras otro! Ninguno de los dos había manifestado tener la más mínima conciencia de su presencia. Es difícil imaginar la sensación que experimentó. Habían avanzado contra él, afirma, con una fuerza no mayor que la de una ráfaga de niebla. Lo primero que pensó Plattner después de aquello fue que estaba muerto. Sin embargo, al haber sido criado de acuerdo con unos principios cabalmente sólidos en estas materias, estaba un poco sorprendido de encontrarse aun dentro de su cuerpo. Su segunda conclusión fue que él no estaba muerto sino que lo estaban los demás: que la explosión había destruido la Sussexville Proprietary School y a todos sus ocupantes excepto a él. Pero eso también resultaba escasamente satisfactorio. No tuvo más remedio que regresara su atónita observación. Todo cuanto le rodeaba estaba extraordinariamente oscuro: al principio le pareció que todo era totalmente negro como el ébano. En lo alto, sobre su cabeza, había un firmamento negro. El único toque de luz en la escena era una débil luminosidad verdosa en el límite del cielo, en una dirección en la que sobresalía un horizonte de negras colinas onduladas. Ésta, he dicho, fue su impresión al principio. A medida que sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad, empezó a distinguir en el ambiente nocturno circundante una débil calidad de diferentes coloraciones verdosas. Sobre este fondo, el mobiliario y los ocupantes del aula parecían delinearse como espectros fosforescentes, lánguidos e impalpables. Alargó la mano y la hundió sin esfuerzo en la pared del aula junto a la chimenea. Se describe a sí mismo haciendo denodados esfuerzos para llamar la atención. Gritando a Lidgett e intentando asir a los muchachos mientras iban de acá para allá. Solo desistió de sus intentos cuando entró en el aula la señora Lidgett por quien él, en calidad de Director Adjunto, sentía natural aversión. Dice que la sensación de estar en el mundo sin ser, no obstante, parte de él, resultaba extraordinariamente desagradable. Comparó sus sentimientos, no sin razón, con los de un gato que contempla a un ratón a través de una ventana. Cada vez que hacía un movimiento para comunicarse con el mundo borroso y familiar que le rodeaba, encontraba una invisible e incomprensible barrera que le impedía el contacto. Dirigió entonces su atención a su entorno sólido. Encontró el frasco de medicina aún intacto que contenía el resto de polvo verde en su mano. Se lo metió en el bolsillo y empezó a palpar a su alrededor. Al parecer, estaba sentado sobre un peñasco rocoso recubierto de musgo aterciopelado. Era incapaz de ver el oscuro paisaje que le rodeaba porque la imagen desvaída y nebulosa del aula lo emborronaba, y sin embargo, tenía la sensación (debida tal vez al viento frío) de que se encontraba cerca de la cresta de una colina y que bajo sus pies se abría un escarpado valle. El fulgor verde en el límite del cielo pareció crecer en amplitud e intensidad. Se puso de pie, frotándose los ojos. Parece que dio algunos pasos, bajando por la escarpada pendiente y luego tropezó, se cayó casi y volvió a sentarse sobre un peñasco a contemplar el alba. Se dio cuenta de que el mundo que le rodeaba estaba absolutamente silencioso. Estaba tan inmóvil como oscuro y aunque había un viento frío que soplaba hacia lo alto de la colina, el crujir de la hierba, los suspiros de las ramas que habrían debido acompañarlo, estaban ausentes. Por consiguiente, pudo oír, aunque no pudiera ver, que la ladera sobre la que se encontraba, era rocosa y desolada. El verde se volvía cada vez más luminoso y mientras tanto un rojo-sangre desvaído, transparente, se mezclaba aunque sin mitigarlas, con la negrura del alto cielo y la desolación de las rocas circundantes. Teniendo en cuenta lo que sigue, me inclino a pensar que aquella luz rojiza pudo haber sido un efecto óptico debido al contraste. Algo negro fluctuó momentáneamente contra el lívido amarillo-verdoso de la parte baja del cielo y entonces la fina y penetrante voz de una campana surgió del negro abismo que tenía ante sí. Una expectativa abrumadora iba creciendo con el crecer de la luz. Es probable que transcurriera una hora o más mientras él estuvo allí sentado y esa extraña luz verde se volvía cada vez más luminosa y se difundía lentamente, con flameantes apéndices, hacia lo alto, en dirección al cenit. A medida que crecía, la visión espectral de nuestro mundo se hizo, relativa o absolutamente, más lánguida. Probablemente las dos cosas, porque la hora debió ser aproximadamente la de nuestro atardecer terreno. A medida que desaparecía su visión de nuestro mundo, Plattner, con unos pocos pasos cuesta abajo, había atravesado el suelo del aula y parecía encontrarse ahora sentado en el aire, a media altura, en el aula más grande de la planta baja. Vio claramente a los internos, pero mucho más débilmente de lo que había visto a Lidgett. Estaban haciendo sus deberes vespertinos y reparó con interés en que varios estaban haciendo trampas con sus problemas de geometría porque consultaban un formulario cuya existencia él jamás había sospechado hasta entonces. A medida que pasaba el tiempo se fueron desvaneciendo progresivamente, con la misma progresión con la que iba creciendo la verde luz del alba. Mirando hacia el fondo del valle, vio que la luz se había deslizado a lo largo de sus laderas rocosas y que la profunda negrura del abismo estaba ahora quebrada por un diminuto resplandor verde, como la luz de una luciérnaga. Y casi inmediatamente el perfil de un inmenso cuerpo celeste, de un verde llameante, surgió sobre el fondo de las ondulaciones basálticas de las colinas lejanas, y las monstruosas masas rocosas a su alrededor aparecieron demacradas y desoladas, envueltas en luz verde y en profundas sombras rojizas. Empezó a distinguir un vasto número de objetos esféricos que flotaban en el aire como flota el escardillo del cardo sobre la tierra alta. Ninguno de ellos se encontraba más cerca de él que el lado opuesto del valle. Abajo, la campana vibraba cada vez más rápida, con una especie de impaciente insistencia y varias luces se movían aquí y allá. Los muchachos, atareados en sus pupitres, ahora eran casi unas siluetas imperceptibles. Esta extinción de nuestro mundo, al levantarse el sol verde de este otro universo, es un punto curioso sobre el que Plattner insiste. Durante la noche del Otro Mundo resulta difícil moverse debido a la intensidad con la que son visibles las cosas de este mundo. Si este es el motivo, se convierte en un enigma explicar por qué, en este mundo, nosotros no alcanzamos a vislumbrar nada del Otro Mundo. Quizás se deba a la relativamente intensa iluminación de este mundo nuestro. Plattner refiere que la luminosidad máxima del mediodía del Otro Mundo no llega a alcanzar ni con mucho la claridad de una noche de luna llena de este mundo, mientras que su noche es de un negro profundo. En consecuencia, la cantidad de luz, incluso de una habitación oscura corriente, es suficiente para hacer invisibles las cosas del Otro Mundo, y por el mismo principio, esa débil fosforescencia solo es visible en la oscuridad más profunda. Después de contarme su historia, he intentado ver algo del Otro Mundo sentándome de noche, y durante largo tiempo, en la cámara oscura de un fotógrafo. He visto efectivamente las formas confusas de pendientes y rocas verdosas, pero debo reconocer que las vi solo de una manera muy confusa. Puede que el lector sea, posiblemente, más afortunado. Plattner me ha dicho que desde que volvió, ha visto y reconocido lugares del Otro Mundo en sus sueños, pero esto se debe, seguramente, a su recuerdo de estas escenas. Parece muy posible que personas dotadas de una insólita sensibilidad visual puedan vislumbrar, de vez en cuando, algo de este extraño Otro Mundo que hay a nuestro alrededor. Sin embargo, esta es una digresión. Cuando salió el sol verde, se hizo perceptible en el valle una larga calle de negros edificios, si bien solo de un modo oscuro e indistinto; y tras cierta vacilación, Plattner empezó a bajar gateando por la escarpada pendiente en dirección a ellos. La bajada fue larga y extremadamente fastidiosa, no solo por ser extraordinariamente abrupta sino también por la inestabilidad de los cantos que estaban esparcidos por toda la superficie de la colina. El ruido de su descenso, de vez en cuando sus tacones levantaban chispas de las rocas, parecía ahora el único sonido del universo porque la campana había dejado de tañer. Mientras se acercaba, percibió que los diferentes edificios poseían una extraña semejanza con tumbas, mausoleos y monumentos, con la única salvedad de que todos eran uniformemente negros en vez de ser blancos como la mayoría de los sepulcros. Y luego vio, agolpadas fuera del edificio más grande, una serie de figuras descoloridas, redondeadas, de color verde pálido, muy al estilo de la gente que sale de la iglesia. Éstas se dispersaron en distintas direcciones alrededor de la calle ancha del lugar, algunas tomando por callejones laterales y reapareciendo sobre la escarpada pendiente de la colina, otras entrando en algunos de los pequeños edificios que flanqueaban el camino. Al ver estas cosas que flotaban hacia arriba en dirección suya, Plattner se detuvo, con los ojos abiertos. No iban andando y carecían realmente de miembros; y tenían la apariencia de cabezas humanas bajo las cuales se bamboleaba un cuerpo de renacuajo. Estaba demasiado asombrado por su extrañeza, demasiado lleno de extrañeza, para sentirse realmente alarmado por ellas. Fueron a su encuentro delante del viento frío que soplaba cuesta arriba, como pompas de jabón empujadas por la corriente. Y al mirar a la más próxima de las que se le estaban acercando, vio que se trataba realmente de una cabeza humana, si bien con ojos singularmente grandes y exhibiendo tal expresión de angustia y de zozobra, como jamás había visto antes en un semblante mortal. Advirtió con sorpresa que no se volvió a mirarle, sino que parecía estar contemplando y siguiendo algo invisible que se movía. Por un momento se quedó perplejo y luego se le ocurrió que esta criatura estaba contemplando con sus enormes ojos algo que estaba sucediendo en el mundo que acababa de dejar. Se acercó a él cada vez más, pero estaba demasiado anonadado para gritar. Cuando estuvo junto a él emitió un sonido muy débil y quejumbroso. Luego le dio en el rostro un golpecito suave —su tacto era muy frío— y pasó delante de él subiendo hacia la cresta de la colina. Por la mente de Plattner cruzó como un relámpago la extraordinaria convicción de que esta cabeza poseía un fuerte parecido con Lidgett. Luego volvió su atención hacia las otras cabezas que ahora trepaban por la ladera como un tupido enjambre. Ninguna mostró la más mínima señal de reconocerle. Es más, una o dos se acercaron a su cabeza y a punto estuvieron de seguir el ejemplo de la primera, pero él se escabulló de su camino con una convulsión. En la mayoría de ellas vio la misma expresión de vano pesar que había visto en la primera y oyó los mismos débiles sonidos de desdicha. Una o dos lloraron y otra, que rodaba velozmente cuesta arriba, tenía una expresión de furia diabólica. Pero otras estaban frías y varias tenían en los ojos una mirada de complacido interés. Una, al menos, se hallaba casi en un éxtasis de felicidad. Plattner no recuerda haber encontrado otras semejanzas en todas las que vio en ese momento. Durante varias horas quizás, Plattner contempló esas extrañas cosas mientras se dispersaban por las colinas y solo mucho tiempo después de que hubieran dejado de salir de los negros edificios apiñados en la garganta, reanudó su escalada hacia abajo. La oscuridad a su alrededor aumentó, hasta tal punto, que tuvo dificultades para pisar firme. En lo alto, el cielo tenía ahora un color verde pálido brillante. No sentía ni hambre ni sed. Más tarde, cuando las sintió, descubrió un frío riachuelo que fluía en el centro de la garganta y encontró que el extraño musgo que cubría los cantos, cuando la desesperación le impulsó a probarlo, era comestible. Anduvo a tientas por entre las tumbas que bajaban a lo largo de la garganta, buscando vagamente algún indicio que explicara estas inexplicables cosas. Al cabo de mucho tiempo, llegó a la entrada del gran edificio (de donde habían salido las cabezas), el cual parecía un mausoleo. En su interior encontró un grupo de luces verdes que ardían sobre una especie de altar de basalto y una cuerda de campana que colgaba desde lo alto de un campanario en el centro del lugar. Una inscripción de fuego, con letras que le eran desconocidas, corría alrededor de la pared. Mientras se estaba preguntando todavía el significado de estas cosas, oyó el ruido de fuertes pisadas cuyo eco se iba alejando calle abajo. Volvió a salir corriendo a la oscuridad, pero no pudo ver nada. Se le ocurrió tirar de la cuerda de la campana y finalmente decidió perseguir a aquellos pasos. Pero aunque corrió lejos, jamás logró alcanzarlos y de nada sirvieron sus gritos. La garganta parecía extenderse a lo largo de una distancia interminable. Todo su recorrido era tan oscuro como una noche de estrellas terrenal, mientras la horrible luz verde del día se recostaba a lo largo del borde superior de sus precipicios. Ahora ya no estaba ninguna de esas cabezas abajo. Al parecer, se hallaban solícitamente ocupadas a lo largo de las pendientes superiores. Levantando la vista, las vio deslizarse de acá para allá, algunas se balanceaban sin moverse de su sitio, otras volaban velozmente por el aire. Dijo que le recordaban a ‘grandes copos de nieve’; solo que estos eran negros y verdes pálidos. Plattner declara haber pasado la mayor parte de siete u ocho días persiguiendo a aquellos recios pasos uniformes a los que jamás alcanzó, caminando a tientas en nuevas regiones de esta interminable zanja del diablo, gateando hacia arriba y hacia abajo por esas despiadadas alturas, vagando entre las cumbres y contemplando aquellas caras a la deriva. No había llevado la cuenta, dice. Si bien en una o dos ocasiones había reparado en unos ojos que le observaban, no había cruzado palabra con ningún ser vivo. Dormía entre las rocas de la pendiente. En la garganta las cosas terrenales eran invisibles porque, desde el punto de vista terrenal, se encontraba demasiado enterrado. En las alturas, tan pronto como hubo empezado el día terrenal, el mundo le resultaba visible. Algunas veces se encontraba tropezando en las oscuras rocas verdes o deteniéndose al borde de un precipicio, mientras a su alrededor se tambaleaban los verdes ramales de las veredas de Sussexville; o, de nuevo, le parecía estar andando por las calles de Sussexville u observando, sin ser visto, los asuntos privados de alguna familia. Y así fue como descubrió que a casi todos los seres humanos de nuestro mundo, les pertenecían algunas de estas cabezas flotantes y que todas las personas del mundo son observadas intermitentemente por estos seres desencamados y desvalidos. ¿Qué es lo que son… estos Observadores de los Vivos? Plattner jamás lo comprendió. Pero dos de ellos, que pronto le habían encontrado y seguido, se asemejaban al recuerdo que tenía de su padre y de su madre en la infancia. De vez en cuando otras caras volvían sus ojos hacia él; unos ojos como los de las personas muertas que habían influido en él o le habían perjudicado o ayudado en su juventud y madurez. Cada vez que le miraban, Plattner se sentía subyugado por un extraño sentido de la responsabilidad. Se aventuró a hablar a su madre; pero ella no le respondió. Le miró a los ojos con tristeza, resolución y ternura, y también con cierto reproche. Él se limita a contar su historia: no se esfuerza en explicarla. A nosotros no nos queda más que hacer conjeturas sobre quiénes puedan ser estos Observadores de los Vivos o, si son realmente los Muertos, por qué deberían observar tan de cerca y tan apasionadamente un mundo que han abandonado para siempre. Podría ser —y a mí me parecería justo— que cuando nuestra vida ha concluido, cuando el bien o el mal ha dejado de ser una alternativa para nosotros, tuviéramos que presenciar aún el desarrollo de la serie de consecuencias de nuestras obras. Si las almas humanas continúan existiendo después de la muerte, entonces no hay duda de que también persisten los intereses humanos después de la muerte. Pero eso no es más que una mera suposición mía sobre el significado de lo que hemos visto. Plattner no ofrece ninguna interpretación porque a él nadie le dio ninguna. Es bueno que el lector lo comprenda con claridad. Día tras día, con la cabeza dándole vueltas, vagó por ese mundo iluminado de verde fuera del mundo, fatigado, y, hacia el final, débil y hambriento. De día —es decir, nuestro día terrenal— la visión espectral del viejo decorado familiar de Sussexville, que se extendía a su alrededor, le fastidiaba y le preocupaba. No podía ver dónde ponía los pies, y de tanto en tanto, con un toque gélido, una de estas Almas Observadoras iba a dar contra su cara. Y después de oscurecido, las multitudes de estos Observadores que le rodeaban, y su resuelta aflicción, confundían su mente de forma indecible. Le consumía un gran anhelo de regresar a la vida terrenal que estaba tan cerca y, sin embargo, tan remota. La naturaleza no terrenal de todo cuanto le rodeaba le producía una zozobra mental decididamente dolorosa. Sus propios seguidores particulares le preocupaban lo indecible. Por mucho que les gritara para que desistieran de mirarle fijamente, que les increpara, que se alejara precipitadamente de ellos, permanecían siempre mudos y resueltos. Por mucho que corriera sobre ese accidentado terreno, ellos seguían su destino. Al noveno día, hacia el atardecer, Plattner oyó acercarse los pasos invisibles, lejos, en el fondo de la garganta. En ese momento se encontraba vagando por la ancha cresta de la misma colina sobre la que había caído al entrar en este su extraño Otro Mundo. Se volvió para refugiarse corriendo en la garganta, tanteando apresuradamente su camino, pero le detuvo la visión de lo que estaba ocurriendo en una habitación de una calle secundaria, junto a la escuela. Conocía de vista a las dos personas que se hallaban dentro. Las ventanas estaban abiertas, las persianas subidas y la puesta de sol resplandecía claramente dentro del cuarto, de modo que trascendió, con gran nitidez al principio, una habitación vívidamente oblonga que resaltaba como la imagen de una linterna mágica sobre el fondo del paisaje negro y del alba verde e intensa. La habitación estaba iluminada, además de por la luz del sol, por una vela recién encendida. Sobre la cama yacía un hombre flaco, apoyando la horrible lividez de su pálida cara sobre la revuelta almohada. Sus manos apretadas estaban levantadas por encima de su cabeza. Una mesilla junto a la cama sostenía unos frascos de medicinas, unas tostadas y agua, y un vaso vacío. De vez en cuando los labios del hombre flaco se entreabrían para sugerir una palabra que no podía articular. Pero la mujer no se daba cuenta de que él quería algo, porque estaba en el rincón opuesto de la habitación, ocupada sacando papeles de una anticuada cómoda. Al principio la escena era realmente vivida, pero a medida que el verde amanecer iba creciendo en luminosidad, se volvía más tenue y cada vez más transparente. Mientras el eco de los pasos se iba acercando más y más, esos pasos que resuenan tan fuerte en aquel Otro Mundo y tan silenciosamente en éste, Plattner percibió a su alrededor una gran multitud de rostros borrosos que se iban reuniendo, saliendo de la oscuridad y observando a las personas de la habitación. Jamás había visto antes a tantos Observadores de los Vivos. Una multitud solo tenía ojos para el doliente, otra multitud, con infinita angustia, observaba a la mujer, mientras buscaba, con mirada codiciosa, algo que no podía encontrar. Se agolparon alrededor de Plattner, atravesaron su campo visual y le golpearon en la cara mientras el ruido de sus vanas lamentaciones le envolvía aturdiéndole. Ya solo veía con claridad de vez en cuando. Otras veces las imágenes palpitaban oscuras, a través del velo de verdes reflejos que cubría sus movimientos. En la habitación debía estar todo muy quieto y Plattner dice que la llama de la vela exhalaba una línea de humo perfectamente vertical, pero en sus oídos cada pisada y sus ecos resonaban como el golpear de un trueno. ¡Y las caras! Especialmente dos, junto a la de la mujer; también una de otra mujer, blanca y de rasgos transparentes, una cara que podría haber sido una vez fría y dura pero que ahora aparecía suavizada por una pincelada de sabiduría extraña a la tierra. La otra podía haber sido la cara del padre de la mujer. Parecía que ambos estaban, sin lugar a dudas, absortos en la contemplación de algún acto de aborrecible bajeza, que ya no podían impedir, tampoco poner en guardia contra él. Detrás había otros, maestros quizá, que habían enseñado mal, amigos cuya influencia había fracasado. ¡Y encima de este hombre también había una multitud, pero nadie que diera la impresión de ser pariente o maestro! ¡Caras que podían haber sido antes vulgares pero que ahora estaban purificadas por la fuerza del dolor! Y en primera fila una cara, la cara de una muchacha, ni enojada ni compungida sino simplemente paciente y fatigada y, por lo que le pareció a Plattner, a la espera de consuelo. Su capacidad de descripción le había fallado al recordar a esta multitud de lívidos semblantes. Al sonar la campana se reunieron. Los vio a todos en el espacio de un segundo. Al parecer, había caído en tal estado de excitación, que sus dedos inquietos sacaron involuntariamente de su bolsillo el frasco del polvo verde, sosteniéndolo delante de él. Pero de eso él no se acuerda. Bruscamente los pasos cesaron. Esperó el siguiente y hubo silencio y luego, repentinamente, surcando la inesperada quietud como una hoja afilada y fina, había llegado el primer tañido de la campana. Ante eso, las caras de la multitud habían ondeado de acá para allá y a su alrededor se había levantado un lamento más fuerte. La mujer no oyó; ahora estaba quemando algo en la llama de la vela. Al segundo tañido, todo se oscureció y un hálito de viento, frío como el hielo, sopló a través de la hueste de observadores. Se arremolinaron a su alrededor como un torbellino de hojas secas en primavera, y al tercer tañido algo se extendió a través de ellos hasta la cama. Sabéis lo que es un rayo de luz. Esto era como un rayo de tinieblas y, volviendo a mirarlo, Plattner vio que se trataba de la sombra de un brazo y de una mano. El sol verde ya estaba alto en el horizonte de aquellas desolaciones y la visión de la habitación era muy débil. Plattner pudo ver que el blanco de la cama forcejeaba presa de convulsiones; y que la mujer miró a su alrededor volviéndose asustada. La nube de observadores se levantó en el aire como una humareda de polvo verde delante del viento, y se deslizó rápidamente hacia el templo al fondo de la garganta. Entonces, súbitamente, Plattner comprendió el significado de la sombra negra del brazo extendido sobre su hombro y cerrado sobre su presa. No tuvo el valor de volver la cabeza para ver a la Sombra detrás del brazo. Con un esfuerzo violento y tapándose los ojos, se puso a correr, dio tal vez veinte zancadas, luego resbaló en una piedra y cayó. Cayó hacia adelante sobre sus manos y el frasco se hizo pedazos y estalló en el momento en que él tocaba el suelo. Al cabo de un momento se encontró, aturdido y sangrando, sentado cara a cara con Lidgett, en el viejo jardín cercado de detrás de la escuela. Aquí termina la narración de las experiencias de Plattner. Me he resistido, creo que con éxito, a la predisposición natural de un escritor de ficción a adornar esta clase de incidentes. En la medida de lo posible, he contado las cosas en el mismo orden en que Plattner me las contó a mí. He evitado cuidadosamente todo intento de estilo, efecto o construcción. Hubiera sido fácil, por ejemplo, elaborar la escena del lecho de muerte con alguna clase de trama que hubiera podido involucrar a Plattner. Pero aparte de lo censurable que resultaría falsificar una historia de tan extraordinaria autenticidad, unos artificios tan trillados habrían estropeado, en mi opinión, el peculiar efecto de este mundo oscuro, con sus lívidas iluminaciones verdes y sus Observadores flotantes de los Vivos, el cual, aunque invisible e inaccesible para nosotros, subyace sin embargo a nuestro alrededor. Queda añadir que hubo efectivamente una muerte en Vincent Terrace, justo detrás del jardín de la escuela y, por lo que se pudo probar, en el mismo momento del regreso de Plattner. El difunto era un recaudador y agente de seguros. Su viuda, mucho más joven que él, se casó el mes pasado con cierto señor Whymper, un cirujano veterinario de Allbleeding. Dado que una parte de la historia relatada aquí ha circulado oralmente en varias versiones por Sussexville, ella ha consentido en que yo utilizara su nombre, con la condición de que yo diera a conocer con claridad que ella desmiente, resueltamente, hasta el último detalle del relato de Plattner acerca de los últimos momentos de su marido. Que ella no quemó ningún testamento, dice, aunque Plattner jamás la acusó de hacerlo; que su marido solo había hecho un testamento, y eso justo después de su boda. Claro que, para un hombre que jamás lo había visto, la descripción que hizo Plattner del mobiliario de la habitación resultaba curiosamente detallada. Debo insistir sobre una cosa, aun a riesgo de resultar tedioso por repetido, para que no pueda parecer que favorezco el punto de vista crédulo y supersticioso. La ausencia del mundo durante nueve días de Plattner es, en mi opinión, un hecho probado. Pero eso no prueba su historia. No resulta nada inconcebible que incluso en el espacio exterior puedan ser posibles las alucinaciones. Que el lector tenga eso, al menos, claramente presente. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El cuerpo robado
Cuento
La noche era calurosa y oscura, el cielo ribeteado de rojo por la prolongada puesta del sol del verano. Ellos se sentaron ante la ventana abierta, tratando de imaginarse que el aire estaba más fresco allí. Los árboles del jardín se mantenían tiesos y sombríos: más lejos, en el camino, ardía un farol a gas, desparramando una luz anaranjada sobre el brumoso azul de la noche. Más allá se veían las tres luces de la señal ferroviaria contra el horizonte. El hombre y la mujer hablaban en voz baja. —¿No sospechará nada? —preguntó el hombre, algo inquieto. —¡No! —dijo ella bruscamente, como si eso la irritara—. No piensa en otra cosa que en las obras y en los precios del combustible. No tiene imaginación, ni sensibilidad. —Ninguno de esos hombres de acero las tienen —dijo él, sentenciosamente—. No tienen corazón. —Él no lo tiene —contestó ella, volviendo su rostro descontento hacia la ventana. Un distante y ronco sonido se fue acercando, cada vez más fuerte; la casa entera se conmovió. Ya se oía el metálico zumbar de la máquina. Cuando el tren pasó, se produjo un resplandor en el paisaje y luego lo siguió un espeso penacho de humo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho rectángulos negros —ocho vagones— pasaron a través del profundo gris del terraplén y fueron desapareciendo, uno tras otro, en la garganta del túnel que, una vez que pasó el último, parecía haber tragado tren, humo y sonido de un ansioso bocado. —Este país fue una vez todo frescura y belleza —dijo el hombre—. Y ahora, es Gehena. Camino abajo, no se encuentra más que calderas y chimeneas lanzando fuego y hollín a la faz del cielo… Pero ¿qué importa? Ya se aproxima el fin… el fin de toda esta crueldad. Mañana —pronunció la última palabra en un murmullo. —Mañana —repitió ella en el mismo tono, sin apartar la vista de la ventana. —¡Querida! —dijo él tomándole las manos. Ella se volvió con un sobresalto y los ojos de ambos se buscaron. Los de ella se dulcificaron ante la mirada de él. —¡Amor mío! —murmuró; y luego—: Parece tan extraño que tú hayas penetrado en mi vida para descubrir… —¿Para descubrir?… —Todo este mundo maravilloso —agregó ella, vacilando—. Este mundo de amor ante mí. De repente la puerta chirrió, cerrándose. Volvieron la cabeza, él en forma violenta. En la penumbra de la habitación surgió una gran figura silenciosa. Ellos vieron el rostro en la media luz, un rostro con inexpresivas cejas oscuras. Todos los músculos del cuerpo de Raut se pusieron tensos: ¿Cuándo se había abierto la puerta? ¿Qué habría oído él? ¿Todo? ¿Qué habría visto? Un aluvión de preguntas. La voz del recién llegado se dejó oír al fin, después de una pausa que parecía interminable. —¿Y bien? —dijo. —Tenía miedo de no encontrarlo, Harrocks —dijo el hombre de la ventana. Su voz era insegura. La pesada figura de Harrocks salió de la sombra. No respondió a la observación de Raut. Permaneció un momento contemplándolos. El corazón de la mujer estaba helado. —Le dije a Mr. Raut que era muy posible que volvieras —dijo con voz firme. Harrocks, aún silencioso, se dejó caer en una silla y cruzó sus grandes manos. Se podía ver el fuego de sus ojos bajo la espesura de las cejas. Estaba tratando de reponerse. Sus ojos iban de la mujer en quien había confiado, al amigo en quien había confiado y luego otra vez a la mujer. Los tres casi se habían comprendido ya: sin embargo, ninguno osaba pronunciar una palabra que atenuara la incomodidad de la situación. Fue la voz del marido la que rompió, por fin, el silencio. —¿Usted quería verme? —dijo, dirigiéndose a Raut. Este se sobresaltó. —Vine a verlo —dijo, resuelto a mentir hasta el fin. —Sí —murmuró Harrocks. —Usted me prometió —continuó Raut— mostrarme algunos de los hermosos efectos producidos por la luz de la luna y el humo. —Yo prometí mostrarle algunos efectos producidos por la luz de la luna y el humo —repitió Harrocks con voz incolora. —Y yo pensé que tal vez podría encontrarlo a usted esta noche, antes de que volviera a las obras —prosiguió Raut— e ir con usted. Hubo otra pausa. ¿Pensaría tomar la cosa fríamente el hombre? ¿Sabía, después de todo? ¿Cuánto tiempo haría que estaba en la habitación? Sin embargo, cuando oyeron la puerta, sus actitudes… Harrocks miró el perfil de la mujer, pálido en la penumbra. Luego miró a Raut y pareció recobrarse súbitamente. —¡Pero es claro! —dijo—. Yo prometí mostrarle el obraje bajo sus propias condiciones dramáticas. Es raro que lo hubiera olvidado… —Si lo molesto… —comentó Raut. Harrocks se sobresaltó otra vez. Una nueva luz se divisaba ahora en la oscuridad de sus ojos. —No, en absoluto —dijo. —¿Le has estado describiendo a Mr. Raut todos esos contrastes de llamas y sombras que consideras tan bonitos? —preguntó la mujer volviéndose hacia su marido por primera vez, sintiendo renacer su confianza. Su voz estaba solamente medio tono más alta—. ¡Esa horrible teoría suya de que no existe nada más hermoso que las maquinarias!… Ya verá usted, Mr. Raut. Es su gran teoría, su único descubrimiento artístico. —Soy muy lento para hacer descubrimientos —dijo Harrocks en forma horrible, dejando aterrada a la mujer—. Pero lo que descubro… —Se detuvo. —¿Bien? —dijo ella. —Nada —contestó Harrocks levantándose—. Le prometí a usted mostrarle las obras —agregó, dirigiéndose a Raut y colocando su manaza en su hombro—. ¿Está dispuesto a ir? —Enteramente —contestó Raut poniéndose de pie. Se produjo otro silencio. Cada cual trataba de espiarse en la oscuridad. La mano de Harrocks descansaba aún sobre el hombro del amigo. Raut casi creía que el incidente había sido trivial, después de todo. Pero Mrs. Harrocks conocía mejor a su marido y comprendió el significado de la horrible calma de su voz. La confusión que reinaba en su mente asumió una vaga forma de locura. —Muy bien —dijo Harrocks, dejando caer su mano y dirigiéndose hacia la puerta. —¿Mi sombrero? —Raut miró en torno de la habitación. —Está en mi costurero —dijo ella, con risa histérica. Sus manos se unieron por detrás de la silla. —¡Aquí está! —dijo él. La mujer experimentó el impulso de prevenirlo, en voz baja, pero no pudo pronunciar palabra. «¡No vayas!» y «¡Cuídate de él!» lucharon en su mente y el minuto pasó. —¿Lo encontró? —preguntó Harrocks, manteniendo la puerta semiabierta. Raut fue hacia él. —Es mejor que le diga adiós a la señora —dijo el marido con una calma todavía más terrible. Raut se estremeció y luego se volvió. —Buenas noches, Mrs. Harrocks —dijo y sus manos se tocaron. Harrocks sostuvo la puerta abierta con una cortesía poco usual en él con los hombres. El otro salió y entonces, después de una silenciosa mirada a su esposa, Harrocks lo siguió. Ella se mantuvo inmóvil, mientras el paso ligero de Raut y el pesado de su marido se oían en el pasillo. La puerta de calle se cerró lentamente. Ella fue hacia la ventana y esperó, ansiosa. Los dos hombres aparecieron fugazmente en el camino, pasaron bajo el farol y fueron ocultados por las masas negras de los árboles. La luz iluminó momentáneamente sus rostros, revelando solamente manchas pálidas que no le dijeron nada de lo que aún tenía y se atormentaba nuevamente por saber. Entonces se sentó, abatida, en el gran sillón, los ojos abiertos, fijos en las luces rojas de los hornos, que se reflejaban en el cielo. Una hora después estaba todavía allí, su actitud escasamente cambiada. La agresiva quietud de la noche gravitaba sobre Raut, que caminaba junto a Harrocks, en silencio. Una niebla azul, mitad humo, mitad hollín, grandes moles grises y negras, delineadas débilmente por las raras manchas doradas de los faroles. Aquí y allá, una ventana iluminada, el amarillo resplandor de alguna fábrica mantenida en actividad hasta tarde, o algún despacho de bebidas. Fuera de las masas claras y esbeltas contra el cielo, se elevaban las altas chimeneas, casi todas humeantes. Algunas sombras fantásticas mostraban la posición de una hornalla gigantesca o una rueda, grande y negra contra el horizonte rojo. Más cerca estaba la ancha vía del ferrocarril, por donde huían trenes casi invisibles arrojando columnas de humo hacia el cielo. Y a la izquierda, entre la vía férrea y la gran mole del cerro, dominando el paisaje entero, colosales, negrísimos, coronados de humo y caprichosas llamas, se levantaban los enormes cilindros de la Jeddah Company y Blat Furnaces, los edificios centrales de las grandes fundiciones de acero, en donde Harrocks era gerente. Aparecían amenazadores, vomitando llamas, mientras en sus interiores hervía el acero derretido. A sus pies se oía el zumbido de los molinos y el pesado batir del martillo a vapor, que desparramaba al golpear, blancas chispas de acero. Un vagón lleno de combustible fue descargado al interior de uno de los colosos, produciendo una llamarada vivísima y una confusión de humo y hollín que ascendió rápidamente. —Realmente se pueden obtener magníficos efectos de color con esos hornos —dijo Raut, rompiendo un silencio que se había tornado incómodo. Harrocks contestó con un gruñido. Estaba parado con las manos en los bolsillos, contemplando, con el entrecejo arrugado, a la vía férrea y a las obras, como tratando de solucionar un problema intrincado. Raut lo miró y luego desvió la vista hacia la lejanía. —Todavía no se puede obtener el efecto de la luna —continuó—, está aún empalidecida por los vestigios del día. Harroks lo miró con la expresión de un hombre que ha despertado de pronto. —¿Vestigios del día?… Ah, claro, claro. —A su vez miró a la luna descolorida aún en el cielo de verano.— Venga —dijo de repente, y oprimiendo el brazo de Raut, comenzó a caminar a grandes pasos por el sendero que conducía a la vía. Raut forcejeó por retroceder. Los ojos de ambos se encontraron y en un segundo se comunicaron un montón de cosas que los labios se resistían a pronunciar. La mano de Harrocks se cerró aún más y luego aflojó la presión, dejando libre a Raut. Antes de que este se apercibiera de ello, caminaban, tomados del brazo, uno de ellos muy en contra de su voluntad, por el sendero. —Vea el hermoso efecto de las señales ferroviarias allá hacia Burslem —comenzó Harrocks, tornándose locuaz súbitamente y apretando el codo de Raut—. Pequeñas luces verdes, rojas y blancas, contra la bruma. Usted tiene golpe de vista para estas cosas, Raut. Y mire esos hornos míos cómo se elevan sobre nosotros a medida que bajamos el cerro. Allí, a la derecha, está mi preferido: setenta pies de altura. Lo he cargado yo mismo y por cinco largos años ha hervido alegremente el acero en sus entrañas. Sintiendo una particular predilección por él. Allá, a la izquierda, ¿ve usted las chispas que produce el martillo?, están los molinos. Oiga cómo repercuten en la tierra los golpes de martillo. ¡Venga! Tuvo que dejar de hablar para respirar. Su brazo oprimía el de Raut, estrechamente, y descendía el cerro a trancos presurosos y desordenados, como si estuviera poseído. Raut no había pronunciado una palabra: solamente se limitaba a resistir, con todas sus fuerzas, a los tirones de Harrocks. —¡Dígame! —exclamó al fin, riendo nerviosamente—. ¿Por qué diablos me arrastra en esta forma? ¿Y por qué me oprime tan fuertemente el brazo? Harrocks lo soltó. Sus maneras cambiaron nuevamente. —¿Le oprimía el brazo? —dijo—. Lo siento. Pero fue usted quien me enseñó a caminar en esa manera amistosa. —Todavía no ha aprendido esos refinamientos, entonces —contestó Raut, riendo forzadamente otra vez—. ¡Demonios! Estoy todo negro y azul. —Harrocks no se disculpó. Se detuvieron ahora a los pies del cerro, cerca de la empalizada que rodeaba la vía. Delante de ellos, al lado de la barrera, surgía un letrero que ostentaba la inscripción aún visible de: «Cuidado con los trenes». —Bellísimos efectos —dijo Harrocks—. Allí viene un tren. Los penachos de humo, el resplandor, el redondo ojo de luz al frente, el melodioso ronquido. ¡Muy lindo efecto! Pero esos hornos míos eran mucho mejores antes de que arrojáramos conos en sus gargantas, para aprovechar el gas. —¿Cómo? —preguntó Raut—. ¿Conos? —Conos, mi amigo, conos. Ya le mostraré uno. Antes, las llamas lanzaban fuera de las gargantas abiertas grandes columnas de humo, durante el día, y nubes de fuego y humo negro y rojo, por la noche. Ahora lo recogemos en tubos y los hacemos arder para calentar los hornos, cerrando sus bocas con un cono. Yo sé que le interesará ese cono. —Sin embargo, a veces se contemplan, allá arriba, verdaderas explosiones de fuego y humo. —Es que el cono no está fijo: está sujeto a una palanca por medio de una cadena, y se balancea gracias a un contrapeso. Ya lo verá de cerca. De otra manera, sería imposible arrojar combustible al interior del horno. De vez en cuando, el cono se introduce allí y recoge el vapor y las llamas. —Ya comprendo —dijo Raut, mirando sobre el hombro—. La luna ya está más brillante —agregó. —Venga —exclamó Harrocks abruptamente, oprimiendo de nuevo el hombro de Raut y conduciéndolo bruscamente hacia el cruce de la vía. Entonces se produjo uno de esos incidentes, vívidos, pero tan rápidos, que lo dejan a uno lleno de dudas. En la mitad del camino, Harrocks, volviéndose de súbito, empujó a Raut con fuerza, haciendo que este girara sobre sí mismo y quedara de frente a la vía. En eso, una larga cadena luminosa, formada por las ventanillas de los vagones, reverberó ligeramente al avanzar, y las luces rojas y amarillas de la locomotora se agrandaban cada vez más, abalanzándose hacia él. Al comprender lo que esto significaba se volvió hacia Harrocks y empujó con toda su fuerza el brazo que lo sostenía en medio de los rieles. La lucha no alcanzó a durar un segundo. Así como fue cierto que Harrocks lo sostuviera allí, no lo fue menos el que él mismo lo arrancara violentamente del peligro. —¡Ya salimos del paso! —dijo Harrocks, respirando aliviado, mientras veía pasar el tren. —No lo vi venir —contestó con calma Raut, tratando de aparentar una tranquilidad que no sentía—. Por un momento mis nervios flaquearon. —Harrocks se mantuvo inmóvil por un momento y luego, con brusquedad, se volvió hacia las fundiciones de acero. —¡Vea qué hermosos parecen en la oscuridad esos grandes baluartes formados de ladrillos amontonados! ¡Aquel vagón, más lejos, arriba nuestro! Por aquí se va hacia los hornos, pero quiero mostrarle antes el canal. —Así diciendo tomó de nuevo el brazo de Raut y caminaron juntos. Raut contestaba con vaguedad a las observaciones del otro. Se preguntaba qué sería lo que verdaderamente había sucedido en la vía férrea. ¿Se estaría atormentando con vanos temores o era que realmente Harrocks había querido arrojarlo al paso del tren? ¿Habría estado a punto de ser asesinado? ¿Y si ese monstruo supiera algo? Por un instante Raut temió seriamente por su vida; pero ese temor pasó cuando comenzó a razonar. Después de todo, Harrocks podía no haber oído nada. De cualquier manera, lo arrancó a tiempo de la vía. Su proceder extraño se debía, quizás, a los vagos celos que había demostrado una vez. Ahora hablaba del canal. —¿No es cierto? —decía. —¿El qué? —preguntó Raut—. ¡Ah!… ¡Qué hermoso! La luna entre la niebla. —Nuestro canal —dijo Harrocks deteniéndose de pronto—. Nuestro canal a la luz de la luna y del fuego produce un hermoso efecto. ¿Nunca lo había visto? ¡Claro que no! ¡Tantas noches que ha perdido vagando por Newcastle! Ya le digo: para efectos bellos… Pero ya verá usted. Agua hirviendo… A medida que se alejaban de los montones de carbón, ladrillos y minerales, los ruidos del molino resonaban sobre ellos, fuertes, cercanos y distintos. Tres trabajadores pasaron y se llevaron la mano a la gorra al ver a Harrocks. Sus rostros no se distinguían en la oscuridad. Raut experimentó el súbito impulso de dirigirse a ellos, pero antes de que pudiera formular una palabra, se alejaron entre la sombra. Harrocks señalaba ahora que se levantaban hasta cerca de cincuenta yardas, producían una constante sucesión de fantasmas negros y rojos, surgidos de los remolinos, en un incesante movimiento que hacía vacilar la cabeza. Raut se mantenía alejado del borde del canal y observaba a Harrocks. —Aquí es rojo —decía este—, vapor rojo sangre, tan rojo y ardiente como el pecado; pero más lejos, bajo los rayos de la luna, es tan blanco como la muerte. Raut volvió la cabeza y luego se apresuró a reanudar su vigilancia sobre Harrocks. —Vamos a los molinos —dijo este. Las intenciones que Raut creía notar en él no fueron tan evidentes esta vez y se sintió algo reanimado. Pero, de cualquier modo, ¿qué diablos habría querido significar al decir «blanco como la muerte» y «rojo como el pecado»? ¿Coincidencia, quizás? Llegaron a los molinos, donde, en medio de un incesante estrépito, el martillo automático extraía el jugo del suculento acero, y ennegrecidos y medio desnudos, titanes deslizaban las barras, plásticas como cera, entre las ruedas. —Venga —murmuró Harrocks al oído de Raut, conduciéndolo hasta uno de los hornos. Espiando por uno de los pequeños agujeros de vidrio de la parte baja, pudieron contemplar el fuego que crepitaba en el interior. El intenso resplandor los cegó momentáneamente. Luego fueron hacia el ascensor que servía para transportar los vagones cargados de combustible hacia la cima del gran cilindro. Una vez sobre la estrecha barandilla que se cernía sobre el horno, el temor volvió a asaltar a Raut. ¿Era prudente permanecer allí? ¿Y si Harrocks supiera todo? No pudo impedir un violento temblor. Justo debajo de ellos había una profundidad de setenta pies. Era un sitio peligroso. Tuvieron que empujar un vagón lleno de carbón, para llegar a la baranda que coronaba el lugar. El humo del horno parecía hacer ondular los distantes cerros de Hanley. El canal corría debajo de un puente que no se distinguía y desaparecía en la espesa niebla de Burslem. —Ese es el cono de que le hablaba —gritó Harrocks—. Y debajo, sesenta pies de metal derretido. Raut, sosteniéndose fuertemente del pasamanos, miró al cono. El calor era intenso y el hervor del acero acompañaba fragorosamente a la voz de Harrocks. Pero, «aquello» debía haber pasado ahora. Quizás, después de todo… —En el centro —gritaba Harrocks— hay una temperatura cercana a los mil grados. Si usted fuera arrojado allí… crepitaría entre las llamas como una pizca de pólvora en la llama de una vela. Y ese cono, allá… La superficie tiene una temperatura de trescientos grados. —¡Trescientos grados! —exclamó Raut. —Trescientos centígrados, quise decir. Eso haría hervir su sangre en un segundo. —¿Eh? —gritó Raut, volviéndose. —Hervir su sangre en menos de… ¡No! ¡Usted no se irá! —¡Déjeme! —gritaba Raut—. ¡Suelte mi brazo! Se asió desesperadamente a la baranda, con una mano y después con las dos. Por un momento los dos hombres estuvieron balanceándose. Luego Harrocks, con un violento empellón, desprendió a Raut de su sostén. Este pegó un manotón, tratando de apoyarse en Harrocks, pero falló y sus pies encontraron el vacío. Cayó retorciéndose en el aire y entonces, mejillas, hombros y rodillas golpearon conjuntamente la candente superficie del cono. Se prendió desesperadamente a la cadena que sujetaba el cono y al hacerlo, este se hundió imperceptiblemente. Un círculo rojo apareció a su alrededor y una llamarada libertada de entre el caos que reinaba en el interior ascendió hasta él. Comenzó a sentir un espantoso dolor en las rodillas y pudo percibir el olor a chamuscado que despedían sus manos. Penosamente se puso de pie, tratando de escalar la cadena, y algo le golpeó en la cabeza. Harrocks permanecía en la barandilla, al lado del vagón de combustible, gesticulando y gritando: —¡Hierve, loco! ¡Hierve, cazador de mujeres! ¡Hierve! ¡Hierve! De pronto sacó un puñado de carbones del camión y los fue arrojando deliberadamente, uno por uno, a la cabeza de Raut. —¡Harrocks! —gemía este—. ¡Harrocks! Sollozando, se asía a la cadena con ambas manos, tratando de escapar al terrible calor del cono. Sus ropas comenzaron a inflamarse y mientras forcejeaba, el cono cayó: una sofocante ola de calor comenzó a rodearlo y tremendas lenguas de fuego se abalanzaron hacia él. Todo vestigio de apariencia humana había desaparecido de Raut. Cuando el resplandor momentáneo pasó, Harrocks vio una figura ennegrecida y achicharrada, con la cabeza cubierta de sangre, aún luchando en medio de su agonía. Un animal reducido casi a cenizas, una inhumana y monstruosa criatura que comenzó a exhalar un sollozante e interminable chillido. A la vista de semejante espectáculo, el odio de Harrocks se fue apaciguando. Un horrible malestar comenzó a invadirlo. El olor de la carne quemada llegaba, penetrante, hasta él y su locura desapareció. —¡Dios tenga piedad de mí! —gritó—. ¡Oh, Dios! ¿Qué he hecho? —Sabía que «la cosa» que aún estaba debajo, aunque se movía y sentía, era ya un hombre muerto, y que toda la sangre estaría hirviendo en las venas. Una inmensa piedad hacia la agonía horrible del desgraciado comenzó a desalojar de su mente cualquier otro sentimiento. Se detuvo, algo indeciso y luego, volviéndose hacia el vagón, volcó presuroso su contenido sobre lo que una vez había sido un hombre. El chillido cesó y una hirviente confusión de humo, polvo y llamas se levantó hacia él. Cuando pasó, pudo ver el cono, despejado otra vez. Luego, bamboleándose, volvió a tomarse fuertemente del pasamanos. Sus labios se movieron, pero no pudieron formular una palabra. Abajo, se oía un rumor de voces y de pasos rápidos. El fragor del molino cesó bruscamente. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El dios de las dinamos
Cuento
Miss Winchelsea iba a Roma. Hacía más de un mes que no pensaba en otra cosa y el viaje salía en su conversación con tanta frecuencia que mucha gente que no iba a Roma y que probablemente no iría nunca, consideraba su insistencia una descortesía por su parte. Algunos habían intentado convencerla, sin éxito alguno, de que Roma no era un lugar tan atractivo como se decía, y había incluso quien, a sus espaldas, llegó a sugerir que se estaba poniendo terriblemente «pesada» con «su querida Roma». La pequeña Lily Hardhurst había dicho a su amigo Mr. Binns que, por lo que a ella se refería, Miss Winchelsea podía «irse a su antigua Roma y quedarse allí para siempre; le daba exactamente igual». La extraordinaria ternura que Miss Winchelsea mostraba al hablar de Horacio y Benbenuto Cellini, de Rafael, Shelley y Keats —de haber sido la esposa de éste no habría profesado mayor interés en su tumba— era motivo de asombro general. Su vestido suponía un triunfo de la discreción; era práctico, pero no demasiado «turista» —Miss Winchelsea tenía verdadero pánico a parecer «turista»— y su Baedeker había sido forrada de gris para ocultar el rojo chillón de la encuadernación. Cuando por fin llegó el día de la partida, y a pesar de su petulancia, su figura resultaba delicada y agradable sobre el andén de Charing Cross. Hacía un día espléndido, la travesía del Canal prometía ser agradable y todos los presagios anunciaban lo mejor. Había un alegre sabor de aventura en aquella partida sin precedentes. Le acompañaban dos amigas que habían sido compañeras en la escuela normal, dos chicas agradables y honestas, aunque no tan puestas en Historia y Literatura como Miss Winchelsea. Ambas tenían un elevado concepto de su compañera, pero para dirigirse a ella tenían que bajar la cabeza. Miss Winchelsea esperaba pasar buenos ratos animándolas a ponerse al nivel de su entusiasmo estético e histórico. Sus amigas ya habían cogido los asientos y le dieron una efusiva bienvenida en la portezuela del compartimento. Miss Winchelsea hizo un rápido análisis del encuentro y advirtió que Fanny llevaba un cinturón de cuero algo «turista», y que Helen había cedido a la tentación de ponerse una chaqueta de sarga con bolsillos en los que tenía metidas las manos. Pero estaban demasiado contentas consigo mismas y con el viaje como para que su amiga intentara hacerles alguna sugerencia sobre aquellas cuestiones. Pasados los primeros momentos de euforia —el entusiasmo de Fanny era un poco ruidoso y apasionado, y consistía sobre todo en repeticiones enfáticas de «¡Imagínate querida! ¡Vamos a Roma! ¡A Roma!»— comenzaron a prestar atención a sus compañeros de viaje. Helen estaba decidida a tener un compartimento para ellas solas y, con el fin de alejar a los intrusos, salió y se plantó con firmeza en el estribo. Miss Winchelsea miró por encima del hombro hacia el exterior e hizo unos comentarios jocosos sobre la gente que atestaba el andén, lo que provocó la risa escandalosa de Fanny. Viajaban con uno de los grupos de Mr. Thomas Gunn —catorce días en Roma por catorce libras—. No pertenecían al grupo dirigido personalmente por el guía, desde luego —ya se había encargado Miss Winchelsea de eso—, pero hacían el viaje con ellos por las ventajas que se desprendían de la combinación. La gente que integraba el grupo formaba una mezcla rarísima y muy divertida. Había un guía políglota de cara colorada, muy chillón, que llevaba un traje de color sal y pimienta, cuyas largas mangas y piernas no cesaban de moverse. Daba las informaciones a gritos. Cuando quería hablar con alguien, extendía el brazo y le sujetaba hasta que conseguía su propósito. En una mano llevaba un montón de papeles, billetes y recibos. Los viajeros parecían ser de dos tipos: unos a los que el guía buscaba y no encontraba, y otros, que sin que él los llamara, no dejaban de seguirle por todo el andén. Estos últimos debían de creer que la única forma segura de llegar a Roma era no despegarse del guía. Tres viejecitas resultaban tan especialmente enérgicas en su persecución que terminaron por sacar de quicio al guía hasta un grado tal, que éste las puso en un compartimento y les prohibió salir de él. Durante el resto del viaje, cada vez que el guía pasaba cerca, surgían de la ventana una, dos, tres cabezas que hacían lastimeras preguntas acerca de una «cajita de mimbre». También había un hombre muy fornido con una señora vestida de negro brillante, igualmente corpulenta, y un anciano que parecía un viejo mozo de cuadra. —¿Qué puede buscar esta gente en Roma? —preguntó Miss Winchelsea—. ¿Qué significará Roma para ellos? Vieron un cura alto con un pequeño sombrero de paja, y otro muy bajo cargado con un gran trípode fotográfico. El contraste hizo mucha gracia a Fanny. Después oyeron que alguien llamaba a un tal «Snooks».* —Siempre creí que ese nombre era un invento de los novelistas —dijo Miss Winchelsea—. ¡Imaginaos! ¡Snooks! Me pregunto cuál será ese Mr. Snooks. Finalmente escogieron a un individuo bajo y regordete, con aspecto decidido, que llevaba un amplio traje a cuadros. —Si ése no es Snooks, debería serlo —dijo Miss Winchelsea. En ese momento el guía descubrió la intención de Helen de apropiarse del compartimento. —Sitio para cinco —voceó al mismo tiempo que hacía una traducción paralela con los dedos. Un grupo de cuatro personas —padre, madre y dos hijas— todos muy nerviosos, entraron dando tropezones. —Vale, mamaíta, déjame a mí —dijo una de las chicas mientras aplastaba el sombrero de su madre con un bolso que intentaba colocar en la rejilla. Miss Winchelsea detestaba a la gente que daba empujones y llamaba a su madre «mamaíta». Después entró un joven que viajaba solo. Según pudo comprobar Miss Winchelsea, su vestimenta no era en absoluto «turista»; su maleta Gladstone era de cuero de calidad, con etiquetas que recordaban sus estancias en Luxemburgo y Ostende, y sus botas, marrones, no eran de las corrientes. Llevaba un abrigo sobre el brazo. Antes de que todos se hubieran acomodado en sus asientos, llegó el revisor y, tras unos cuantos portazos, partieron al fin de la estación de Charing Cross con dirección a Roma. —¡Imagínate! —gritó Fanny—. ¡Vamos hacia Roma, querida! ¡A Roma! ¡Todavía me parece mentira! Miss Winchelsea puso fin a la emoción de Fanny con una ligera sonrisa y la señora a quien llamaban «mamaíta» explicó a la gente allí reunida por qué habían estado a punto de perder el tren. Sus dos hijas, tras llamarla de nuevo «mamaíta» varias veces, le hicieron bajar el tono de voz, de un modo poco amable, y la convencieron para que revisara el contenido de su neceser de viaje. Enseguida alzó la vista y exclamó: —¡Dios mío! ¡No los he traído! Las dos chicas exclamaron: —¡Oh, mamaíta! Pero nadie supo a qué se refería con aquel los. Al cabo de un rato Fanny sacó los Paseos por Roma de Hare, una especie de guía amena, muy popular entre los visitantes de la ciudad; el padre de las dos jóvenes empezó a examinar los billetes minuciosamente, en busca, al parecer, de palabras inglesas. Después de mirarlos por un lado, les dio la vuelta, sacó su pluma y escribió la fecha con sumo cuidado. El joven, tras un discreto examen de los compañeros de viaje, sacó un libro y se puso a leer. Mientras Helen y Fanny se dedicaban a mirar por la ventana para ver Chiselhurst —lugar en el que Fanny tenía interés, pues había sido residencia de la pobre emperatriz de Francia—, Miss Winchelsea aprovechó la oportunidad para observar el libro que el joven sostenía en sus manos. No era una guía, sino un volumen delgado de poesía, encuadernado. Miss Winchelsea le miró a la cara y su rápida mirada descubrió un rostro agradable y distinguido. Llevaba unos pequeños lentes de oro. —¿Crees que todavía vivirá ahí? —preguntó Fanny, y con esa pregunta la observación de Miss Winchelsea llegó a su fin. Durante el resto del trayecto Miss Winchelsea habló poco e intentó que sus escasas palabras sonaran refinadas y agradables. Su tono siempre había sido bajo, claro y distinguido, y procuró que en esa ocasión también lo fuera. Mientras pasaban bajo los blancos acantilados, el joven dejó de leer y, cuando por fin el tren se detuvo junto al barco, se preocupó cortésmente por el equipaje de Miss Winchelsea y sus amigas. Miss Winchelsea «detestaba las pamplinas», pero le agradó ver que el joven había captado enseguida que eran damas y las ayudaba sin ninguna afabilidad exagerada; con qué finura dejaba ver que su cortesía no era un pretexto para intromisiones posteriores. Ninguna de las tres había salido de Inglaterra con anterioridad y estaban muy excitadas y algo nerviosas por la travesía del Canal. Formaron un pequeño grupo en el centro del barco —donde el joven había llevado el bolso de viaje de Miss Winchelsea diciéndole que era un buen lugar— y contemplaron cómo las blancas costas de Albión se alejaban. Citaron a Shakespeare y se burlaron de los compañeros de viaje con el tradicional sentido del humor británico. Se divirtieron particularmente con las precauciones que las personas gruesas tomaban contra las pequeñas olas —predominaban las rodajas de limón y los frascos con brebajes—; una señora se había echado sobre una tumbona, con un pañuelo sobre el rostro, y un hombre robusto y decidido, que llevaba un flamante traje marrón, muy «turista», estuvo paseándose por la cubierta durante toda la travesía, con las piernas tan separadas como la Providencia le permitía. Todas estas precauciones dieron un resultado excelente, pues nadie se mareó. El grupo de turistas acosaba de tal modo al guía con preguntas por toda la cubierta que a Helen le sugirió la imagen un tanto vulgar de gallinas peleándose por un trozo de corteza de tocino. Finalmente, el guía acabó por esconderse en su camarote. Entretanto, el joven del libro de poesía se encontraba en popa viendo cómo Inglaterra se alejaba, con un aspecto que a Miss Winchelsea le pareció solitario y triste. Después vino Calais con sus tumultuosas novedades y el joven no olvidó recoger el bolso de Miss Winchelsea y el resto del equipaje. Las tres chicas habían pasado exámenes oficiales de francés en su país, pero como se sentían avergonzadas de su mala pronunciación, el joven les resultó de bastante utilidad, sin extralimitarse en su ayuda. Las instaló en un confortable vagón, se despidió quitándose el sombrero y se marchó. Miss Winchelsea le dio las gracias con su mejor educación y Fanny comentó que era «muy atractivo» cuando aún estaba a solo unos pasos de distancia. —Me pregunto quién será —dijo Helen—. Debe de ir también a Italia porque he visto unos billetes de color verde en su cartera. Miss Winchelsea estuvo a punto de hablarles del libro de poesía, pero decidió no hacerlo. Poco después el paisaje que se veía por las ventanas atrajo su atención y se olvidaron del joven. Viajar por un país cuyos anuncios más comunes estaban escritos en francés les parecía una actividad muy culta, y Miss Winchelsea hizo unas cuantas comparaciones no muy patrióticas entre los pequeños carteles que estaban contemplando junto a la vía y las enormes vallas publicitarias que afean el paisaje inglés. Pero el norte de Francia es realmente una zona poco interesante y, después de un rato, Fanny volvió a los Paseos de Hare y Helen comenzó a comer. Miss Winchelsea despertó de un ensueño feliz; había estado intentando ser consciente, dijo, de que realmente iba hacia Roma, pero tras una sugerencia de Helen se dio cuenta de que tenía hambre y las tres se dedicaron a consumir las viandas que llevaban en las cestas, con gran alegría. Después de la comida se sintieron cansadas y permanecieron en silencio hasta que Helen preparó el té. Miss Winchelsea habría descabezado un sueño, pero como sabía que Fanny dormía con la boca abierta, y con ellas viajaban dos señoras de edad indeterminada y aspecto criticón que conocían la lengua francesa suficientemente bien como para hablarla, Miss Winchelsea se entregó a la tarea de mantener despierta a Fanny. El movimiento del tren se fue haciendo monótono y el paisaje exterior que desfilaba a través de las ventanas acabó por resultar doloroso para la vista. Antes de la parada nocturna, ya estaban tremendamente cansadas. Cuando esa parada llegó, fue animada por la aparición del joven, cuyos modales resultaron todo lo correctos que se podía desear y cuyo francés fue de nuevo muy útil. Tenía reserva para el mismo hotel que ellas y, por casualidad, al parecer, se sentó a la mesa al lado de Miss Winchelsea. A pesar de su entusiasmo por Roma, ella había pensado muy profundamente en una eventualidad semejante, y cuando el joven se decidió a hacer un comentario sobre el aburrimiento del viaje —para entonces ya había dejado pasar la sopa y el pescado— ella no solo se mostró de acuerdo con su observación, sino que le contestó con otra. Pronto empezaron a comparar sus respectivos viajes y Helen y Fanny resultaron cruelmente apartadas de la conversación. Descubrieron que iba a ser un viaje muy parecido: un día de visita a las galerías de Florencia —«según he oído —comentó el joven—, apenas es suficiente»— y el resto en. Roma. Habló de esta ciudad de un modo muy agradable; evidentemente era un hombre culto, pues citó a Horacio al hablar del Soracte. Miss Winchelsea había hecho un trabajo sobre ese libro de Horacio para su ingreso en la universidad y se sintió encantada de poder terminar la cita. Este incidente dio cierto tono a la situación, un toque de refinamiento que lo distinguía de la mera charla. Fanny expresó algunas de sus emociones y Helen intervino con una serie de comentarios sensatos, pero el grueso de la conversación por parte de las chicas recaía naturalmente en Miss Winchelsea. Antes de que llegaran a Roma, el joven ya pertenecía tácitamente a su grupo. No conocían su nombre ni cuál era su profesión, pero parecía que se dedicaba a la enseñanza y Miss Winchelsea tuvo la sensación de que era catedrático de universidad. De cualquier modo, algo así debería de ser, un personaje culto y refinado, ni exagerado ni inaccesible. Miss Winchelsea intentó descubrir un par de veces si provenía de Oxford o Cambridge, pero él eludió sus tímidos comentarios. Entonces ella buscó la forma de hacerle hablar de dichos lugares para ver si decía «subir» a ellos en vez de «bajar». Sabía que era la forma de reconocer a un hombre de universidad —él empleaba la construcción «de universidad» en vez de «universitario»— en la forma apropiada. De la Florencia de Ruskin vieron todo lo que el tiempo les permitió; el joven las encontró en la Galería Pitti y la visitó con ellas, con animada charla y, evidentemente, muy agradecido por el reconocimiento que le mostraban. Sus conocimientos sobre arte eran muy vastos, y los cuatro disfrutaron mucho aquella mañana. Visitar las salas y reconocer viejas obras favoritas, o descubrir otras nuevas, resultaba fascinante, especialmente cuando había tanta gente a su alrededor que pasaba las hojas de su Baedeker desesperadamente. Para Miss Winchelsea, que detestaba la pedantería, el joven no tenía nada de pedante. Su claro sentido del humor, sin ser vulgar, era divertido, a costa, por ejemplo, de la obra singular de Beato Angélico. Debajo de eso había una grave seriedad que captaba rápidamente la lección moral de cada cuadro. Fanny se paseaba en silencio entre las obras maestras; reconocía que «sabía tan poco sobre ellas» y confesaba que para ella «todas eran bellas». Miss Winchelsea consideraba los comentarios de Fanny un poco monótonos. Había sentido un gran alivio cuando la última cumbre soleada de los Alpes había desaparecido y con ella los exagerados gritos de admiración de Fanny. Helen hablaba poco aunque Miss Winchelsea ya sabía, desde que estudiaron juntas, que en ella había una cierta falta de sentido estético y no le sorprendía su silencio. Unas veces se reía de las delicadas bromas gastadas por el joven, otras veces no, y en ocasiones parecía perdida para el arte que les rodeaba y prefería sumirse en la contemplación de las ropas de los otros visitantes. En Roma, el joven las acompañó solo en algunas ocasiones. Un amigo suyo, bastante «turista», se lo llevaba a veces. El joven se quejaba cómicamente ante Miss Winchelsea. —Dispongo solo de dos semanas en Roma —decía—, y mi amigo Leonardo quiere que pase un día completo en Tívoli viendo una cascada. —¿Qué es su amigo Leonardo? —preguntó Miss Winchelsea bruscamente. —El trotamundos más entusiasta que nunca he conocido —contestó el joven de un modo simpático, pero insatisfactorio para Miss Winchelsea. Pasaron unos momentos deliciosos, y Fanny no podía imaginar qué habrían hecho sin él. El interés de Miss Winchelsea y la enorme capacidad de admiración de Fanny eran insaciables. No flaquearon nunca; vieron galerías de pintura y escultura, iglesias llenas de gente, ruinas y museos, árboles de judas y chumberas, carros de vino y palacios: todo, con la mayor resolución. No encontraron ni un pino, ni un eucalipto, pero los nombraban y los admiraban. Nunca dirigieron la vista hacia el monte Soracte, pero prorrumpían en exclamaciones sobre él. Su actitud imaginativa hacía maravillosas las cosas más normales. —Puede que César haya caminado por aquí —decían—. Rafael debe de haber contemplado el Soracte desde aquí mismo. Fueron a la tumba de Bíbulo. —El viejo Bíbulo —dijo el joven. —El monumento más antiguo de la Roma republicana —añadió Miss Winchelsea. —Lamento ser tan estúpida —dijo Fanny—, pero ¿quién fue Bíbulo? Hubo una curiosa y breve pausa. —¿No fue el que construyó la muralla? —dijo Helen. El joven le lanzó una mirada rápida y se echó a reír. —Ese fue Balbo —comentó. Helen se ruborizó, pero ni él ni Miss Winchelsea hicieron nada por acabar con la ignorancia de Fanny sobre Bíbulo. Helen se mostraba más taciturna que los demás, pero ella siempre había sido así; solía encargarse de los billetes de tranvía y esas cosas, y de no perderlos de vista si el joven los cogía para decirle luego dónde estaban cuando él los buscaba. Pasaron ratos estupendos en aquella ciudad rojiza, llena de recuerdos, que fue una vez el centro del mundo. Lo único que lamentaban era la falta de tiempo. Decían que los tranvías eléctricos y los edificios de los setenta, junto con el criminal anuncio que resplandecía sobre el foro, ultrajaban sus sentimientos estéticos, pero eso también era parte de la diversión. Y en verdad Roma es un lugar tan maravilloso que Miss Winchelsea llegaba a olvidarse de algunos de sus entusiasmos mejor preparados, y Helen, cogida de improviso, admitía rápidamente la belleza de cosas inesperadas. A Fanny y Helen les habría gustado ver algún escaparate en el barrio inglés, pero la inflexible hostilidad que Miss Winchelsea profesaba contra el resto de los visitantes ingleses hizo imposible visitar tal lugar. La camaradería intelectual y estética entre Miss Winchelsea y el joven erudito se fue transformando poco a poco en un sentimiento más profundo. La exuberante Fanny hizo todo lo posible por mantenerse a tono con su profunda admiración, expresando sus exclamaciones vigorosamente y diciendo «¡Venga, vamos!» con gran ilusión cada vez que se nombraba un nuevo lugar de interés. Helen, por el contrario, manifestaba una cierta falta de entusiasmo que incomodaba un poco a Miss Winchelsea. Se negó a ver «algo especial» en la fisonomía de Beatrice Cenci —¡la Beatrice Cenci de Shelley!— en la galería Barberini; un día, mientras los demás lamentaban la existencia de los tranvías, ella empezó a decir con bastante brusquedad que «la gente tenía que desplazarse de algún modo y que utilizar los tranvías era mejor que torturar a los caballos por aquellos horribles cerros». ¡Esos «horribles cerros» eran las Siete Colinas de Roma! El día que fueron al Palatino, aunque Miss Winchelsea no se enteró de sus comentarios, dijo de pronto a Fanny: —¡No corras tanto, querida! ¡No les gusta que les alcancemos! —No intentaba alcanzarles —replicó Fanny aflojando el paso—. De verdad que no —añadió, y estuvo jadeando un minuto. Pero Miss Winchelsea había encontrado la felicidad. Solo se daría cuenta de lo feliz que había sido paseando entre aquellas ruinas a la sombra de los cipreses e intercambiando los pensamientos más elevados que el ser humano posee y las impresiones más distinguidas que puedan transmitirse, cuando evocara la tragedia que ocurriría después. Sin que se dieran cuenta, el sentimiento se iba introduciendo en su relación y llegaba a resplandecer claramente y de un modo agradable cuando Helen y su modernidad no estaban demasiado cerca. Su interés pasaba imperceptiblemente de las cosas maravillosas que les rodeaban a los sentimientos más íntimos y personales. La información sobre sus vidas iba surgiendo tímidamente; ella hizo alusión a su escuela, a su éxito en los exámenes, y expresó su alegría porque ya hubiera pasado la época de los «atracones» en los estudios. El joven dejó claro que él también se dedicaba a la enseñanza. Hablaron de la grandeza de su tarea, de la necesidad de vocación para afrontar los detalles molestos, de la soledad que a veces sentían… Esto ocurrió en el Coliseo, pero no les dio tiempo a más aquel día porque Helen volvió enseguida con Fanny, a la que había llevado a ver las galerías superiores del anfiteatro. Sin embargo, los sueños de Miss Winchelsea, bastante claros y concretos ya, se hicieron realistas en grado extremo. Se imaginaba a aquel atractivo joven instruyendo a sus alumnos del modo más edificante, con ella como modesta compañera y colaboradora intelectual. Se imaginaba un pequeño pero distinguido hogar, con dos escritorios y estantes blancos para unos libros excelentes, y con reproducciones de obras de Rossetti y Burne Jones sobre paredes empapeladas con diseños de Morris y flores en calderos de cobre trabajado. En realidad se imaginaba muchas cosas. En el Pincio pasaron unos ratos deliciosos juntos, mientras Helen se llevaba a Fanny a ver el «muro Torto». El joven le habló con sinceridad. Le dijo que esperaba que su amistad estuviera solo empezando y que su compañía era para él algo muy preciado, incluso más que eso. Se puso muy nervioso y se sujetó los lentes con dedos temblorosos, como si temiera que la emoción los fuera a hacer caer. —Desde luego —dijo—, debería hablarle de mí. Sé que no es normal que me dirija a usted así. Pero como nuestro encuentro ha sido tan accidental, o providencial, tengo que aprovechar la situación. Vine a Roma a hacer un viaje solitario… y he sido tan, tan feliz. Hace muy poco que he conseguido cierta posición… y me he atrevido a pensar… que… Echó una mirada por encima del hombro y dejó de hablar. —¡Demonios! —exclamó con claridad, pero Miss Winchelsea no le censuró ese varonil descuido. Volvió la vista y vio que su amigo Leonardo se aproximaba. Llegó hasta donde ellos se encontraban, se quitó el sombrero para saludar a Miss Winchelsea y sonrió un tanto burlonamente. —Te he estado buscando por todas partes, Snooks —dijo—. Dijiste que estarías en los escalones de la Piazza hace media hora. ¡Snooks! El nombre fue como un puñetazo en la cara. Ni siquiera oyó su contestación. Más tarde pensó que Leonardo debió de sacar la impresión de que ella era una persona de lo más distraída. La verdad es que ni aún hoy está segura de si fue presentada a Leonardo o no, ni recuerda lo que le dijo. Había sufrido una especie de parálisis mental. De todos los apellidos horribles tenía que ser… ¡Snooks! Helen y Fanny acababan de llegar; hubo los consiguientes saludos y los jóvenes se marcharon. Con un gran esfuerzo Miss Winchelsea consiguió dominarse y hacer frente a las miradas inquisitivas de sus amigas. Durante toda aquella tarde vivió una vida de heroína bajo el indescriptible ultraje de aquel nombre, teniendo que soportar charlas y comentarios mientras «Snooks» le roía el corazón. Desde el momento en que el nombre resonó en sus oídos, el sueño de su felicidad se había desmoronado. Toda la distinción que había imaginado desapareció y quedó deformada por la vulgaridad inevitable de aquel apellido. ¿De qué le servía ahora un hogar distinguido, con reproducciones de cuadros, el empapelado de Morris y los escriptorios? Sobre todo aquello había ahora una increíble inscripción escrita con letras de fuego: «Mrs. Snooks». Esto puede que al lector le parezca una insignificancia, pero hay que tener en cuenta la delicadeza de espíritu de Miss Winchelsea. Imaginad que sois de lo más refinado y después pensad que tenéis que firmar «Snooks». Miss Winchelsea se imaginaba a todas las personas que más detestaba llamándola Mrs. Snooks y sentía el apellido pronunciado con un cierto tono insultante. Veía una tarjeta de visita gris en la que el apellido Winchelsea escrito con letras de plata había sido triunfalmente borrado por una flecha, la de Cupido, en favor de «Snooks». ¡Degradante confesión de debilidad femenina! Se imaginaba el terrible alborozo de ciertas amigas, de aquellos primos tenderos de los que su creciente exquisitez le había apartado. ¡Con qué grandes letras escribirían el apellido en el sobre que enviarían con sus sarcásticas felicitaciones! —¡Es imposible! —murmuró—. ¡Es imposible! ¡Snooks! Lo lamentaba por él, pero no tanto como por ella misma. De repente sintió una cierta indignación hacia el joven. Ser tan agradable, tan refinado, y no dejar de llamarse «Snooks» ni un momento. Esconder bajo una pretenciosa gentileza de trato el emblema siniestro de su apellido era una especie de traición. Expresado en el lenguaje de la ciencia sentimental, sentía que se había burlado de ella. Pasó, por supuesto, por algunos momentos de terrible incertidumbre; incluso en una ocasión, un sentimiento semejante a la pasión estuvo a punto de hacer que perdiera su distinción. Había algo en su interior, un incorruptible vestigio de vulgaridad que hacía persistentes tentativas por probar que Snooks no era después de todo un apellido tan feo. Pero toda vacilación desapareció ante el comportamiento de Fanny cuando ésta llegó y le dijo, con aire catastrófico, que ella también conocía la desgracia. La voz de Fanny se redujo a un susurro mientras pronunciaba «Snooks». Miss Winchelsea no quiso dar ninguna contestación al joven cuando por fin, en la villa Borghese, pudo charlar un minuto con él; pero prometió que le contestaría por escrito. Le entregó la carta dentro del pequeño libro de poesía que le había prestado, aquel librito que les había unido al principio. Su rechazo era ambiguo, lleno de alusiones. No podía explicarle por qué le rechazaba, del mismo modo que no se puede hablar a un jorobado de su joroba. Él ya debía de tener una idea sobre el innominable carácter de su apellido. En verdad —ahora se daba cuenta Miss Winchel— se había evitado pronunciarlo en una docena de ocasiones. Ella le habló de «obstáculos que no podía salvar» y «razones por las que resultaba imposible lo que le pedía». Al escribir el nombre en el sobre sintió un escalofrío: «E. K. Snooks». Las cosas empezaron a ponerse peor de lo que esperaba; el joven le pidió una explicación. ¿Cómo podía ella explicarse? Aquellos dos últimos días en Roma habían sido horribles. El aire de perplejidad y asombro del joven le rondaba continuamente en la cabeza. Sabía que le había dado ciertas esperanzas y no tenía el valor suficiente de examinar su mente para ver hasta dónde había llegado. Suponía que el joven debía de considerarla un ser tremendamente voluble. Ahora que se batía en retirada no quiso escuchar sus sugerencias acerca de una pretendida correspondencia cuando dejaran de verse. En este asunto Snooks hizo algo que a Miss Winchelsea enseguida le pareció delicado y romántico: utilizó a Fanny como intermediario. Fanny no supo guardar el secreto y aquella misma noche corrió a contárselo a su amiga con el transparente pretexto de pedirle consejo. —Mr. Snooks —dijo Fanny—, quiere escribirme. ¡Imagínate! Ni me había dado cuenta. Pero ¿tú crees que debo permitírselo? Hablaron sobre ello largo y tendido y Miss Winchelsea tuvo cuidado para no retirar el velo que cubría el corazón de su amiga. Empezaba a arrepentirse de haber dejado pasar las sugerencias de carteo que el joven le había hecho. ¿Por qué no iba ella a saber de él de vez en cuando, por muy desagradable que le resultara su apellido? Miss Winchelsea decidió que podía permitírselo y Fanny le dio un beso de buenas noches con una emoción inusual. Cuando su amiga se hubo marchado, Miss Winchelsea se sentó junto a la ventana de su habitación durante un largo rato. Había luna llena y en la calle un hombre cantaba «Santa Lucía» con una ternura que le partía el corazón… La joven se quedó inmóvil. Susurró una palabra con suavidad: «Snooks». Después se puso en pie y, tras un profundo suspiro, se fue a la cama. A la mañana siguiente el joven le dijo con decisión: —Espero noticias suyas a través de su amiga. Mr. Snooks las vio marchar de Roma con aquella patética perplejidad interrogante aún sobre su rostro, y de no haber sido por Helen se habría quedado con el bolso de Miss Winchelsea a modo de recuerdo enciclopédico. Durante el viaje de vuelta a Inglaterra, Miss Winchelsea hizo prometer a Fanny, en seis ocasiones distintas, que le escribiría unas cartas larguísimas. Fanny, al parecer, iba a vivir bastante cerca de Mr. Snooks. Su nueva escuela —siempre estaba cambiando de escuela— distaba solo cinco millas de Steely Bank, y era precisamente en la universidad politécnica de esa ciudad y en otro par de universidades de primer orden donde Mr. Snooks ejercía su profesión. Incluso podría verle en ocasiones. Las dos amigas no pudieron hablar mucho de él —siempre le llamaban «él», nunca «Mr. Snooks»—, pues Helen estaba siempre dispuesta a decir cosas desagradables sobre ese tema. Desde los tiempos de la vieja escuela normal, el carácter de esa joven se había agriado considerablemente, pensó Miss Winchelsea; se había vuelto dura y cínica. Decía que el joven tenía un rostro débil, confundiendo debilidad y delicadeza, como suele hacer la gente de su especie, y cuando se enteró de que su apellido era Snooks, dijo que ya se esperaba ella algo parecido. Después de eso, Miss Winchelsea se mostró muy cuidadosa a la hora de expresar sus sentimientos, aunque Fanny fue menos discreta. Las chicas se separaron en Londres y Miss Winchelsea volvió, con renovada vitalidad, al colegio femenino de segunda enseñanza en el que había prestado sus servicios como profesor ayudante durante los tres años anteriores. Su nuevo interés en la vida radicaba en la correspondencia con Fanny a quien, para darle ejemplo, le escribió una larga y descriptiva carta a los quince días de su regreso. Fanny contestó de una manera decepcionante. La verdad es que no tenía dotes literarias, pero lo que a Miss Winchelsea le resultaba asombroso era verse deplorando la falta de aptitudes de una amiga. Incluso llegó a criticar la carta en voz alta, en la segura soledad de su estudio, y su crítica, expresada con gran amargura fue: «¡Sandeces!». En la carta Fanny contaba lo mismo que Miss Winchelsea le había contado en la suya: detalles del colegio. Y de Mr. Snooks, solo esto: «He recibido una carta de Mr. Snooks y se ha pasado a verme los dos últimos sábados por la tarde. Habló de ti y de Roma; los dos hablamos de ti. Cómo te deben de haber silbado los oídos, querida…». Miss Winchelsea reprimió su deseo de solicitar una explicación más precisa y volvió a escribir una dulce y larga carta. «Háblame de ti, querida. Aquel viaje renovó nuestra antigua amistad y quiero, de verdad, seguir en contacto contigo». En la quinta página citaba simplemente a Mr. Snooks para decir que le alegraba que le hubiera visto y que si alguna vez preguntaba por ella le diera afectuosos recuerdos (subrayado). Fanny contestó de la manera más estúpida sobre el tema de su «antigua amistad», recordando a Miss Winchelsea una docena de estupideces sobre los días de la escuela normal y sin decir una sola palabra de Mr. Snooks. Miss Winchelsea estuvo casi una semana tan enfadada por el fracaso de Fanny como intermediario que no quería escribirle. Por fin redactó una carta con menos efusión en la que le preguntaba directamente: «¿Has visto a Mr. Snooks?». La respuesta de Fanny fue inesperadamente satisfactoria. «Sí, he visto a Mr. Snooks», contestó, y después de nombrarle continuó hablando de él; todo era Snooks: Snooks esto, Snooks lo otro. Iba a dar una conferencia, decía Fanny entre otras cosas. Sin embargo, después del primer momento de alegría, esta carta tampoco le satisfacía del todo. Fanny no hacía alusión a un posible comentario de Mr. Snooks sobre Miss Winchelsea, ni citaba que tuviera aspecto pálido y abatido como debería de estar ocurriendo. Pero he aquí que antes de que le hubiera contestado, llegó una segunda carta de Fanny sobre el mismo tema; un verdadero chorro de palabras que ocupaban seis hojas escritas con su dilatada letra femenina. En esa segunda carta había algo bastante extraño que Miss Winchelsea solo advirtió cuando releyó la carta por tercera vez. La natural femineidad de Fanny había prevalecido incluso frente a las claras y rotundas tradiciones de la escuela normal; era una de esas débiles criaturas que hacían todas las m, las n y las u, y las r y las e, iguales y que dejaban las o y las a abiertas y las i sin punto. De ese modo, solo después de una trabajosa comparación entre varias palabras Miss Winchelsea quedó convencida de que Mr. Snooks no era en absoluto Mr. «Snooks». En la primera carta de Fanny sí era Mr. «Snooks», pero en la segunda su amiga había modificando la ortografía y era Mr. «Senoks». A Miss Winchelsea le tembló claramente la mano cuando dio la vuelta a la hoja: ¡significaba tanto para ella! Le había empezado a parecer que un apellido como Snooks solo podría evitarse a un precio demasiado alto y, de pronto, ¡esta solución! Repasó las seis hojas, todas salpicadas con ese nombre comprometido y, en todos los casos, la primera letra después de la S tenía la forma de una e. Durante un rato se paseó por la habitación con la mano en el corazón. Pasó todo un día reflexionando sobre el cambio mientras elaboraba mentalmente una carta que debía ser a la vez discreta y efectiva, y pensando en lo que iba a hacer una vez que recibiera la respuesta. Si la alteración de la ortografía era algo más que una extraña rareza de Fanny, estaba decidida a escribir directamente a Mr. Snooks. Había llegado al punto en que la discreción en el comportamiento resulta inútil. Aún no había inventado la excusa, pero el tema de la carta estaba claro en su mente, incluyendo la insinuación de que «las circunstancias de mi vida han cambiado enormemente desde que nos conocimos». Pero nunca llegó a expresar tal insinuación por escrito. Llegó una tercera carta de aquella caprichosa corresponsal que era Fanny. En la primera línea se proclamaba «la chica más feliz del mundo». Miss Winchelsea estrujó la carta en la mano sin leer el resto y, con la cara repentinamente rígida, se sentó. Había recibido la carta justo antes de ir a clase y la había abierto cuando los alumnos de tercero de matemáticas estaban trabajando. Después reanudó su lectura dando apariencia de gran serenidad. Pero tras la primera hoja, pasó a leer la tercera sin darse cuenta del error: «… le dije francamente que no me gustaba su nombre», era el comienzo de la tercera hoja. «Me contestó que a él tampoco, ya conoces esa especie de repentina franqueza que tiene». Miss Winchelsea la conocía. «Entonces le dije: ¿No podría cambiarlo? Al principio dijo que no sabía cómo. Después, bueno, me dijo lo que significa su nombre. Significa “Sevenoaks”, pero ha llegado a convertirse en Snooks; tanto los Snooks como los Noaks, apellidos terriblemente vulgares, son en realidad deformaciones de “Sevenoaks”. Así que le dije —a veces tengo ideas brillantes— si de Sevenoaks derivó a Snooks, ¿por qué no volver de Snooks a Sevenoaks? Y el resultado es, querida, que no ha podido negármelo y ha cambiado su apellido de Snooks a Senoks en los anuncios de su nueva conferencia. Y después, cuando estemos casados, le pondremos un apóstrofe y lo convertiremos en “Se’noks”. ¿No te parece encantador por su parte el que haya tomado en consideración una sugerencia mía por la que muchos otros hombres se hubieran ofendido? Pero él es así, tan encantador como inteligente. Sabía tan bien como yo que le habría aceptado a pesar de su apellido, aunque se hubiera llamado diez veces Snooks. Pero aún así me ha dado el gusto». Los alumnos se sobresaltaron al oír el ruido de papeles desgarrados con rabia y, al levantar la vista, vieron a Miss Winchelsea que, con cara pálida, estrujaba en la mano unos cuantos trozos de papel. Durante unos segundos sus fijas miradas se cruzaron y después su expresión se tornó más familiar. —¿Ha hecho alguien ya el problema número tres? —preguntó en tono sosegado. Después de aquello continuó serena, pero tuvo que hacer esfuerzos por imponerse durante el resto del día. Pasó dos laboriosas tardes escribiendo diversos tipos de carta antes de encontrar una forma decorosa de felicitar a Fanny. Su razón luchaba desesperadamente contra la convicción de que su amiga se había comportado de un modo extraordinariamente desleal. Uno puede ser extremadamente distinguido y sentirse emocionalmente deshecho. Ciertamente, ese era el estado de Miss Winchelsea. Tenía ataques de hostilidad hacia el sexo masculino, que extendía sin compasión al resto de la humanidad. «Conmigo no se atrevió —se decía—. Pero Fanny es linda y sonrosada, dulce y necia: un partido excelente para un hombre». A modo de regalo de boda le envió un volumen de poesía de George Meredith, cuidadosamente encuadernado, y Fanny le contestó con una carta groseramente feliz en la que le decía que el volumen era «preciosísimo». Miss Winchelsea tenía la esperanza de que algún día Mr. Senoks tomaría aquel libro entre sus manos y pensaría en quién lo había regalado. Fanny le escribió varias veces antes de su boda, (continuaba con su leyenda favorita de la «antigua amistad»), para describirle su felicidad con todo detalle. Miss Winchelsea escribió a Helen por primera vez desde el viaje a Roma, sin decirle nada de la boda, pero expresándole sus más cordiales sentimientos. Habían estado en Roma en Semana Santa y Fanny se casó durante las vacaciones de agosto. Escribió a Miss Winchelsea una extensa carta en la que describía su llegada al hogar y la estupenda disposición de su casita, «tan chiquitina.» Mr. Senoks estaba empezando a adquirir en el recuerdo de Miss Winchelsea una distinción que no tenía nada que ver con la realidad y en vano intentaba imaginarse su grandeza cultural dentro de aquella casa «tan chiquitina». «Estoy muy ocupada pintando un rinconcito —escribía Fanny con su amplia letra hacia el final de la tercera hoja—, así que perdona que no te cuente más». Miss Winchelsea le contestó con su mejor estilo, burlándose con gracia de las tareas de Fanny y deseando con vehemencia que Mr. Se’noks viera la carta. Era únicamente esa esperanza lo que le daba fuerzas para escribir y contestar no solo aquella carta sino otra en noviembre y otra en Navidad. Las dos últimas contenían insistentes invitaciones para que fuera a Steely Bank durante las vacaciones de Navidad. Intentó convencerse de que él le había dicho a Fanny que la invitara, pero aquello tenía todo el aspecto de ser algo que partía de la desbordante afabilidad de Fanny. Miss Winchelsea no hacía más que pensar que él ya debería de estar arrepentido de su error; y tenía más que esperanzas de que en breve recibiría una carta de él que comenzara: «Querida amiga». Había algo sutilmente trágico en su separación que era de gran valor para ella: un triste equívoco. Haber sido rechazada hubiera sido intolerable. Pero él nunca escribiría una carta que comenzara: «Querida amiga». Durante dos años Miss Winchelsea no encontró el momento de ir a visitar a sus amigos, a pesar de las reiteradas invitaciones de Mrs. Sevenoaks: ya era así, con todas las letras, a partir del segundo año. Un día, hacia Semana Santa, se sintió sola y sin nadie en el mundo que la comprendiera y su mente recurrió una vez más a lo que se conoce como «amistad platónica». Fanny era, claramente, una persona feliz y dedicada a sus nuevas tareas domésticas, pero él, sin lugar a dudas, debía de tener sus horas de soledad. ¿No se habría acordado alguna vez de aquellos días en Roma, perdidos ahora para siempre? Nadie le había entendido como él, nadie en el mundo. Volver a hablar con él sería un gran placer lleno de melancolía; y ¿qué mal podría haber en ello? ¿Por qué debería negarse a sí misma ese deseo? Aquella noche escribió un soneto al que solo le faltaron los dos últimos versos del segundo cuarteto, que no le salieron, y al día siguiente escribió una deliciosa nota en la que anunciaba a Fanny su llegada. Y así volvió a verle. Desde el primer encuentro fue evidente que no era el mismo; parecía más fuerte y menos nervioso. Miss Winchelsea pudo apreciar rápidamente que su conversación había perdido su antigua delicadeza. Incluso encontró una justificación para el comentario de Helen acerca de la debilidad de su rostro: realmente ciertos rasgos eran débiles. Parecía ocupado y volcado en sus asuntos, e incluso debía de creer que Miss Winchelsea había ido a ver a Fanny. Se pasó la cena hablando con su mujer de un modo muy inteligente y con Miss Winchelsea solo mantuvo una corta conversación que no condujo a nada. No hizo referencia alguna a Roma y estuvo todo el rato atacando a un individuo que le había robado una idea para hacer un libro de texto, idea que a Miss Winchelsea no le pareció tan maravillosa. Descubrió que había olvidado más de la mitad de los nombres de los pintores cuyas obras habían disfrutado en Florencia. Fue una semana tristemente decepcionante y Miss Winchelsea se alegró cuando llegó a su fin. Eludió posteriores visitas con varias excusas. Unos años después, el cuarto de los invitados fue ocupado por dos niños y las invitaciones cesaron. La intimidad de sus cartas había desaparecido mucho tiempo antes. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El extraordinario caso de los ojos de Davidson
Cuento
Mr. Bessel era el socio más antiguo de la empresa Bessel, Hart y Brown, de St. Paul’s Churchyard, y durante muchos años fue muy conocido entre los que se interesan por las investigaciones psíquicas como investigador abierto y concienzudo. No estaba casado, y en lugar de vivir en las afueras, como estaba de moda entre la gente de su clase, ocupaba unas habitaciones en el Albany, cerca de Piccadilly. Estaba particularmente interesado en cuestiones de transmisión de pensamiento y de aparición de personas vivas, y en noviembre de 1896, inició una serie de experimentos junto con Mr. Vincey, que vivía en Staple Inn, para verificar la supuesta posibilidad de proyectar, a través del espacio, la aparición de uno mismo por la fuerza de la voluntad. Sus experimentos fueron llevados a cabo de la siguiente manera: a una hora previamente acordada, Mr. Bessel se encerró en una de sus habitaciones del Albany y Mr. Vincey en su cuarto de estar de Staple Inn; y cada uno concentró su mente, con la mayor fuerza posible, en el otro. Mr. Bessel había adquirido el arte del autohipnotismo, y, en la medida de lo posible, intentó en primer lugar hipnotizarse a sí mismo y luego proyectarse como el «fantasma de un ser vivo» a través del espacio de cerca de tres kilómetros que había entre ellos, hasta el aposento de Mr. Vincey. Durante varias noches, lo intentaron sin ningún resultado satisfactorio, pero en la quinta o sexta ocasión, Mr. Vincey vio o imaginó ver realmente una aparición de Mr. Bessel en su habitación. Afirma que la aparición, aunque breve, fue muy vívida y real. Notó que la cara de Mr. Bessel estaba blanca, que su expresión era de ansiedad y, además, que su pelo estaba desordenado. Por un momento, Mr. Vincey, a pesar de estar esperándolo, se llevó tal sorpresa que no pudo hablar ni moverse, y en ese momento le pareció como si la figura mirara por encima del hombro y desapareciera inmediatamente. Habían acordado que se intentaría fotografiar cualquier fantasma que fuera visto, pero Mr. Vincey no tuvo la suficiente presencia de ánimo para disparar la cámara que se encontraba en una mesa situada junto a él, y cuando lo hizo, era demasiado tarde. Muy contento, sin embargo, por este éxito parcial, apuntó la hora exacta y en seguida cogió un coche y se dirigió hacia el Albany para informar a Mr. Bessel de este resultado. Se quedó sorprendido al encontrar la puerta de Mr. Bessel abierta a la oscuridad de la noche y los aposentos interiores iluminados y en extraordinario desorden. Había una botella de champán hecha pedazos en el suelo; el cuello roto de la botella se encontraba junto al tintero del escritorio, Una pequeña mesa octogonal, en la que había una estatua de bronce y unos cuantos libros escogidos, había sido volcada con violencia, y en la parte inferior del papel amarillo de la pared, se veía la marca de unos dedos manchados de tinta, como si lo hubieran hecho por el mero placer de manchar. Una de las delicadas cortinas de quimón había sido arrancada violentamente de las anillas y arrojada al fuego, de modo que el olor de su lenta combustión invadía la habitación. Todo el lugar, en efecto, estaba desordenado de la forma más extraña. Durante unos minutos Mr. Vincey, que había entrado con la seguridad de ver a Mr. Bessel esperándole en su cómodo sillón, apenas podía dar crédito a sus ojos y se quedó contemplando, vacilante, estas cosas inesperadas. Luego, invadido por una sensación de calamidad, llamó al portero. —¿Dónde está Mr. Bessel? —preguntó—. ¿Sabe que todos los muebles de su habitación están destrozados? El portero no dijo nada, pero siguiendo sus indicaciones, fue en seguida al aposento de Mr. Bessel para ver lo que había sucedido. —Ahora se explica todo —dijo, contemplando el demente desorden—. No sabía nada de esto. Mr. Bessel se ha ido. ¡Está loco! Después procedió a contar a Mr. Vincey que una media hora antes, aproximadamente cuando se apareció Mr. Bessel en las habitaciones de Mr. Vincey, el caballero desaparecido había salido a toda velocidad por las puertas del Albany hacia Vigo Street, sin sombrero y con el pelo desordenado, y había desaparecido finalmente en dirección a Bond Street. —Y cuando pasó por delante de mí —dijo el portero—, se rió a carcajadas (era una risa entrecortada) con la boca abierta y una mirada feroz. ¡Le aseguro, señor, que me pegó un buen susto! Se reía así… Tal y como la imitaba, la risa no dejaba de ser agradable. —Agitó las manos con los dedos encorvados y arañando… así. Y dijo susurrando ferozmente: «¡Vida!». Solo esa palabra: «¡Vida!». —¡Ay! —dijo Mr. Vincey—. ¡Qué horror! ¡Ay! No se le ocurría otra cosa que decir. Estaba, como es natural, muy sorprendido. Iba de la habitación al portero y del portero a la habitación, gravemente preocupado y perplejo. Aparte de su sugerencia de que Mr. Bessel volvería dentro de poco y explicaría lo que había sucedido, la conversación que mantenían no llevaba a ninguna parte. —Puede haber sido un dolor de muelas repentino —dijo el portero—, un dolor de muelas repentino y violento que le ha dado de golpe y le ha vuelto loco. Yo mismo he roto cosas en situaciones semejantes… —reflexionó—. Si fuera así, ¿por qué tenía que decirme «vida» cuando pasó delante de mí? Mr. Vincey no lo sabía. Mr. Bessel no volvía y, finalmente, Mr. Vincey, después de haber echado otra ojeada inútil y haber escrito una nota donde preguntaba por lo ocurrido y que dejó en un lugar visible del escritorio, volvió en un estado de ánimo sumamente perplejo a sus habitaciones de Staple Inn. El caso le había conmocionado. No acertaba a explicarse la conducta de Mr. Bessel de acuerdo con alguna hipótesis sensata. Intentó leer, pero no pudo hacerlo; salió a dar un pequeño paseo, pero iba tan preocupado que casi le atropella un coche al final de Chancery Lane; y, finalmente, una hora antes de lo habitual, se fue a la cama. Durante mucho tiempo, fue incapaz de dormir a causa del recuerdo del desorden silencioso de los aposentos de Mr. Bessel, y, cuando por fin se sumergió en un sueño intranquilo, fue perturbado inmediatamente por un sueño vívido y doloroso sobre Mr. Bessel. Vio a Mr. Bessel gesticulando de un modo violento, con la cara pálida y retorcida. Se mezclaban inexplicablemente con su aspecto un temor intenso y una súplica apremiante, sugeridos quizá por sus gestos. Incluso cree que oyó la voz de su compañero de experimento que le llamaba angustiosamente, aunque entonces consideró que esto era una ilusión. La vívida impresión permaneció, aunque Mr. Vincey se despertase. Durante un tiempo estuvo despierto y temblando en la oscuridad, poseído por ese terror vago e inexplicable hacia las posibilidades desconocidas que se revela hasta en los sueños de los hombres más valientes. Pero se animó, se dio la vuelta y se durmió de nuevo, solo para que el sueño volviese con vividez más intensa. Se despertó tan convencido de que Mr. Bessel se hallaba en un peligro agobiante y de que necesitaba ayuda, que no pudo dormir más. Estaba persuadido de que su amigo se había arrojado a alguna horrenda calamidad. Durante un tiempo, estuvo razonando vanamente contra esta creencia, pero al final cedió ante ella. Se levantó, desobedeciendo toda norma de prudencia, encendió la lámpara de gas, se vistió y se lanzó a través de las calles desiertas —desiertas salvo por la presencia de un policía silencioso y las carretas de los periódicos— hacia Vigo Street para preguntar si Mr. Bessel había vuelto. Pero no llegó allí. Cuando bajaba por Long Acre, un impulso inexplicable le desvió hacia Covent Garden, que empezaba a despertar a sus actividades nocturnas. Vio el mercado delante de él: una extraña impresión de luces amarillas incandescentes y negras figuras atareadas. Percibió un grito y vio una figura que daba la vuelta a la esquina del hotel y corría velozmente hacia él. Supo en seguida que se trataba de Mr. Bessel, pero estaba transfigurado. Iba sin sombrero y despeinado, con el cuello de la camisa, desabrochado; tenía la boca retorcida y llevaba, cogido cerca de la contera, un bastón con puño de hueso. Corría a gran velocidad, dando ágiles zancadas. El encuentro fue cosa de un instante. —¡Bessel! —gritó Vincey. El hombre que iba corriendo no dio muestras de reconocer a Mr. Vincey, ni su propio nombre. En cambio, le produjo una herida con el bastón al golpearle salvajemente en la cara, muy cerca del ojo. Mr. Vincey, aturdido y pasmado, se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre la acera. Le pareció que Mr. Bessel saltó por encima de él cuando cayó al suelo. Cuando volvió a mirar, Mr. Bessel ya había desaparecido y un policía y unos cuantos mozos de cuerda y vendedores corrían precipitadamente hacia Long Aire, en impetuosa persecucion. Con la ayuda de varios transeúntes —toda la calle se llenó de gente que corría—, Mr. Vincey intentó levantarse. En seguida se convirtió en el centro de una muchedumbre ávida por ver su herida. Una multitud de voces compitió por tranquilizarle diciéndole que estaba a salvo, y luego por contarle la conducta del loco, como consideraban a Mr. Bessel. Había aparecido de repente en medio del mercado gritando: «¡Vida! ¡Vida!», golpeando a diestro y siniestro con el bastón manchado de sangre, saltando y riendo a carcajadas cada vez que acertaba un golpe. Un muchacho y dos mujeres tenían la cabeza abierta; había destrozado la muñeca de un hombre y había golpeado a un niño dejándole sin conocimiento. Durante un tiempo mantuvo alejados a todos de él, tan furioso y decidido era su comportamiento. Hizo una incursión en un puesto de café, lanzó la lámpara por la ventana de la oficina de correos y huyó riéndose después de dejar sin sentido al primero de los dos policías que habían tenido el valor de atacarle. Naturalmente, el primer impulso de Mr. Vincey fue unirse a la persecución de su amigo para evitar, en lo posible, que fuera presa de la violencia de la gente indignada. Pero se movía con lentitud, el golpe le había dejado semiincosciente y, cuando su impulso seguía siendo solo un propósito, oyó, mezclado entre la multitud, que Mr. Bessel había eludido a sus perseguidores. En un primer momento, Mr. Vincey apenas podía dar crédito a esto, pero la unanimidad de la noticia y el grave regreso al poco rato, de los policías burlados acabaron por convencerle. Después de hacer algunas preguntas sin objeto, volvió a Staple Inn introduciéndose un pañuelo en la nariz, que ahora le dolía mucho. Estaba enojado, preocupado y perplejo. Le parecía indiscutible que Mr. Bessel tenía que haberse vuelto loco de repente en el transcurso del experimento de transmisión de pensamiento, pero por qué se aparecía en sueños a Mr. Vincey con la cara triste y pálida era un problema de solución inalcanzable. En vano se devanó los sesos buscando una explicación. Finalmente, pensó que no solo Mr. Bessel debía de estar loco, sino que también había enloquecido el orden de las cosas. Pero no se le ocurría nada que pudiera hacer. Se encerró prudentemente en su habitación, encendió la estufa —una estufa de gas con ladrillos de asbesto— y, como temía nuevos sueños si se metía en la cama, se quedó lavándose la cara herida y después intentó inútilmente leer algún libro hasta el amanecer. Durante toda aquella vigilia, tuvo la curiosa persuasión de que Mr. Bessel intentaba hablar con él, pero se negó a prestar atención a semejante creencia. Al amanecer, el cansancio físico le venció, y al fin, se acostó y durmió a pesar de los sueños. Se levantó tarde, angustiado y desasosegado, con la cara muy dolorida. Los periódicos de la mañana no traían noticia alguna de la aberración de Mr. Bessel; había ocurrido demasiado tarde para que la pudieran incluir. La perplejidad de Mr. Vincey, a quien la fiebre producida por sus contusiones añadía una nueva irritación, se hizo finalmente insoportable, y, después de hacer una infructuosa visita al Albany, se dirigió a St. Paul’s Churchyard para ver a Mr. Hart, socio de Mr. Bessel, y, por lo que sabía Mr. Vincey, su mejor amigo. Se sorprendió al enterarse de que Mr. Hart, aunque no sabía nada del escándalo, había sido perturbado por una visión, la misma que Mr. Vincey había visto: Mr. Bessel, pálido y despeinado, pidiendo ayuda de todo corazón por medio de gestos. Este es el sentido que Mr. Hart creyó ver en esas señas. —Iba al Albany a verle justo cuando usted llegó —dijo Mr. Hart—. Estaba seguro de que algo malo le había pasado. Como resultado de esta consulta, los dos caballeros decidieron preguntar en Scotland Yard por su amigo desaparecido. —Seguro que le echan el guante —dijo Mr. Hart—. No podrá seguir mucho tiempo a este paso. Pero la policía no había echado el guante a Mr. Bessel. Confirmaron los sucesos nocturnos a los que Mr. Vincey había asistido y aportaron nuevos datos, algunos de ellos de un carácter aún más grave que los que él ya conocía: una serie de cristales rotos en la parte alta de Tottenham Court Road, una agresión a un policía en Hampstead Road, un asalto atroz a una mujer. Todos estos desmanes fueron cometidos entre las doce y media y las dos menos cuarto de la madrugada, y en este tiempo —en realidad, desde el mismo momento en que Mr. Bessel salió corriendo de sus habitaciones a las nueve y media de la noche la policía pudo seguir el rastro de la violencia, que iba en aumento, de su fantástica carrera. Durante la última hora, esto es, desde antes de la una hasta las dos menos cuarto, corrió enloquecido por las calles de Londres, escapando con asombrosa agilidad de cualquier intento de detenerle o capturarle. Pero a partir de las dos menos cuarto había desaparecido. Hasta esa hora los testigos habían sido muy numerosos. Docenas de personas le habían visto, habían huido de él o le habían perseguido, y entonces todo terminó súbitamente. A las dos menos cuarto le habían visto corriendo por Euston Road hacia Baker Street, agitando una lata de aceite de colza combustible y rociando el aceite en llamas por las ventanas de las casas por donde pasaba. Pero ninguno de los policías de Euston Road que están más allá del Museo de Cera, ni ninguno de los que están en las bocacalles por donde tenía que haber pasado de haber dejado Euston Road le habían visto. Desapareció repentinamente. Nada se supo de lo que hizo después, a pesar de las intensas investigaciones que se realizaron. Esto constituyó una nueva sorpresa para Mr. Vincey. Había encontrado un gran consuelo en la convicción de Mr. Hart: «Seguro que no tardan mucho en echarle el guante», y con esta certeza había sido capaz de suspender su perplejidad. Pero cualquier novedad parecía destinada a añadir nuevas dificultades a un montón que ya pesaba más de lo que él podía soportar. Comenzó a preguntarse si su memoria no le había jugado una mala pasada y si era posible que todo esto hubiera sucedido; y por la tarde, fue a ver otra vez a Mr. Hart para compartir el peso insoportable que abrumaba su mente. Encontró a Mr. Hart conversando con un detective muy conocido, pero como este caballero no logró nada en este caso, no tenemos por qué tratar con más extensión su modo de proceder. Durante todo el día y toda la noche, se investigó activa e incesantemente sin lograr dar con el paradero de Mr. Bessel. Y durante todo ese día, Mr. Vincey tuvo, en el fondo de su espíritu, la convicción de que Mr. Bessel, con la cara cubierta de lágrimas por la angustia, le persiguió a través de sus sueños. Y siempre que veía a Mr. Bessel en sus sueños, también veía otras cosas, confusas, pero malignas, que daban la impresión de perseguir a Mr. Bessel. Fue al día siguiente, el domingo, cuando Mr. Vincey recordó ciertas historias extraordinarias de Mrs. Bullock, la médium, que por aquella época llamaba la atención por primera vez en Londres. Decidió consultarla. Se alojaba en casa del famoso investigador, el doctor Wilson Paget, y Mr. Vincey, aunque no conocía a este caballero, se dirigió a él sin dilación con el propósito de implorar su ayuda. Pero apenas había mencionado el nombre de Bessel, cuando el doctor Paget le interrumpió. —Anoche, justo al final —dijo—, tuvimos una comunicación. Abandonó la habitación y volvió con una pizarra sobre la que había ciertas palabras escritas con una letra poco firme, en efecto, pero que era sin discusión ¡la de Mr. Bessel! —¿Cómo ha conseguido esto? —dijo Mr. Vincey¿Quiere decir…? —Lo recibimos anoche —dijo el doctor Paget. Con numerosas interrupciones por parte de Mr. Vincey, procedió a explicar cómo habían obtenido el escrito. Parece ser que en sus séances, Mrs. Bullock entra en trance, sus ojos giran de un modo extraño bajo los párpados y su cuerpo se queda rígido. Entonces empieza a hablar muy rápido, normalmente con una voz diferente a la suya. Al mismo tiempo, una de sus manos o ambas empiezan a moverse, y si hay pizarras y lápices preparados, escriben a la vez e independientemente del torrente de palabras que brota de su boca. Muchos la consideran una médium todavía más extraordinaria que la célebre Mrs. Piper. Era uno de esos mensajes, el que escribió la mano derecha de Mrs. Bullock, el que tenía ahora Mr. Vincey delante. Consistía en ocho palabras escritas de un modo deslavazado: «George Bessel… excavación prueba… Baker Street… socorro… inanición». Aunque parezca mentira, ni el doctor Paget ni los otros dos investigadores que estaban presentes habían oído hablar de la desaparición de Mr. Bessel —las noticias sobre ella solo salieron en los periódicos de la tarde del sábado— y habían puesto el mensaje aparte, junto a muchos otros de carácter vago y enigmático que Mrs. Bullock recibe con frecuencia. Cuando el doctor Paget oyó la narración de Mr. Vincey, concentró todas sus fuerzas en seguir el rastro que permitiera encontrar a Mr. Bessel. Sería inútil describir aquí sus investigaciones y las de Mr. Vincey; baste decir que la pista era auténtica y que Mr Bessel fue descubierto, en efecto, gracias a ella. Lo encontraron en el fondo de un pozo solitario que habían excavado y abandonado cuando se iniciaron las obras del nuevo ferrocarril eléctrico, cerca de la estación de Baker Street. Tenía rotos un brazo, una pierna y dos costillas. El pozo está protegido por una valla de cerca de siete metros y, por increíble que parezca, Mr. Bessel —hombre gordo y de edad madura— tuvo que escalarla para caer en el pozo. Estaba empapado de aceite de colza y la lata, que estaba hecha pedazos, se encontraba junto a él; pero, por fortuna, la llama se había extinguido al caer. Su locura había desaparecido por completo. Pero estaba, como es natural, terriblemente debilitado, y, al ver a sus salvadores, se echó a llorar de forma histérica. En vista del deplorable estado de sus habitaciones, le llevaron a casa del doctor Hatton, en Baker Street. Fue sometido a un tratamiento sedativo y se evitó cualquier cosa que pudiera recordarle la crisis violenta que había atravesado. Pero al segundo día se ofreció a relatar los hechos. Desde entonces, Mr. Bessel ha repetido varias veces su relato —a mí entre otras personas— variando los detalles, como sucede siempre que se narran experiencias reales, pero sin contradecirse nunca en ningún punto. Y el relato que hace es, en esencia, como sigue. Para comprenderlo con claridad es necesario remontarse a sus experimentos con Mr. Vincey, antes de que sufriera el extraordinario ataque. Los primeros intentos que hizo Mr. Bessel, con la colaboración de Mr. Vincey, fueron, como el lector recordará, un fracaso. Pero a lo largo de todos ellos, fue concentrando todo su poder y voluntad en salir del cuerpo: «queriéndolo con todas mis fuerzas», dice él. Al fin, casi en contra de lo que esperaba, tuvo éxito. Y Mr. Bessel afirma que él, estando vivo, abandonó realmente su cuerpo, gracias a un esfuerzo de la voluntad, y entró en un lugar o estado situado más allá de este mundo. La liberación, afirma, fue instantánea: «en un determinado momento, estaba sentado en mi sillón, con los ojos totalmente cerrados y las manos agarradas a los brazos del sillón, haciendo todo lo que podía para concentrar mi mente en Vincey, y luego me percibí a mí mismo fuera del cuerpo. Vi mi cuerpo cerca de mí, pero ya no me contenía; las manos se relajaban y la cabeza se inclinaba sobre el pecho». Nada puede conmover su creencia en esta liberación. Describe la nueva sensación que experimentó de un modo tranquilo y realista. Sintió que se había vuelto impalpable, esto se lo esperaba; pero lo que ya no se esperaba era sentirse enormemente grande. Parece ser, sin embargo, que ésta fue la forma que adquirió. «Era una gran nube —si puedo expresarlo así— anclada en mi cuerpo. Tuve la impresión, al principio, de haber descubierto un yo mayor del cual el ser consciente de mi cerebro era solo una pequeña parte. Vi el Albany, Piccadilly, Regent Street y todas las habitaciones y lugares de las casas muy diminutos, brillantes y definidos, esparcidos debajo de mí como una ciudad vista desde un globo. De vez en cuando, vagas figuras, como espirales de humo a la deriva, hacían que la visión fuese un poco borrosa, pero al principio apenas les presté atención. La cosa que más me asombró, y que aún sigue asombrándome, fue que veía muy nítidamente los interiores de las casas, así como las calles; veía gente pequeña cenando y hablando en sus casas, hombres y mujeres cenando, jugando al billar y bebiendo en restaurantes y hoteles, y varios lugares de diversión repletos de gente. Era como observar los acontecimientos de una colmena de cristal». Éstas eran las palabras exactas de Mr. Bessel, tal como las apunté cuando me contó la historia. Durante un rato, observó estas cosas sin acordarse de Mr. Vincey. Impulsado por la curiosidad, según dice, se inclinó, y con el quimérico brazo informe que descubrió que poseía intentó tocar a un hombre que paseaba por Vigo Street. Pero no lo consiguió, aunque parecía que su dedo atravesaba al hombre. Algo le impidió hacerlo, pero es difícil saber lo que encontró. Compara el obstáculo con una lámina de cristal. «Sentí lo mismo que un gatito puede sentir —dijo cuando va por primera vez a acariciar su imagen en un espejo». Cuando le oigo contar esta historia, Mr. Bessel vuelve una y otra vez a esta comparación de la lámina de cristal para explicar este punto. No es, sin embargo, una comparación totalmente precisa porque, como el lector verá en seguida, había lagunas en esa resistencia generalmente impenetrable, medios de volver a atravesar la barrera del mundo material. Pero, naturalmente, existe una gran dificultad para expresar estas impresiones insólitas con el lenguaje de la experiencia cotidiana. Algo que le impresionó al instante, y que le inquietó hasta el final de la experiencia, fue el silencio de aquel lugar: estaba en un mundo sin sonido. Al principio, el estado mental de Mr. Bessel consistía en un asombro desprovisto de emoción. Su pensamiento estaba principalmente ocupado en averiguar en qué lugar podría hallarse. Estaba fuera de su cuerpo —fuera del cuerpo material, en cualquier caso—, pero eso no era todo. Cree —y yo, por lo menos, también lo creo— que estaba en un lugar situado completamente fuera del espacio, tal como lo entendemos. Gracias a un esfuerzo intenso de la voluntad, había salido del cuerpo y se había introducido en un mundo situado más allá de éste, un mundo nunca soñado, que, sin embargo, se encuentra tan cerca y tan extrañamente situado con relación a éste, que todas las cosas de la tierra son claramente visibles, tanto por dentro como por fuera, desde ese otro mundo que nos rodea. Durante mucho tiempo, así le pareció, esta observación ocupó su mente, excluyendo cualquier otra cuestión, y luego se acordó de la cita que tenía con Mr. Vincey, de la cual esta asombrosa experiencia era, después de todo, solo un preludio. Dirigió su atención hacia la locomoción de este nuevo cuerpo en el que se encontraba. Durante un tiempo, fue incapaz de separarse del lazo que le unía al cuerpo terrestre. Durante un tiempo este nuevo cuerpo extraño y nebuloso simplemente oscilaba, se contraía, se dilataba, se enrollaba y se retorcía por los esfuerzos que hacía para liberarse, y luego, de pronto, el vínculo que le unía se rompió. Por un momento todo quedó oculto por lo que a él le parecían esferas giratorias de vapor oscuro, y luego, a través de un resquicio efímero, vio su cuerpo inerte que se derrumbaba con languidez, su cabeza sin vida que se desplomaba hacia un lado, y se vio arrastrado como una inmensa nube por un extraño lugar de nubes misteriosas, a través de las cuales se vislumbraba la complejidad de Londres, que se extendía como una maqueta. Pero ahora se dio cuenta de que el vapor que fluctuaba alrededor de él era algo más que vapor, y el entusiasmo temerario de su primer ensayo se convirtió en temor. Porque percibió, al principio borrosamente, pero después muy claramente y de una forma súbita, que estaba rodeado de caras, que cada rollo y espiral de lo que parecía una materia hecha de nubes era una cara. ¡Y qué caras! Caras de sombras transparentes, caras de temeridad gaseosa. Caras como las que miran con furia, de una forma insoportable y extraña, al durmiente en las horas aciagas de sus sueños. Ojos diabólicos y codiciosos llenos de codiciosa curiosidad, cosas con las cejas fruncidas y enredadas, y labios que insinuaban sonrisas. Sus manos informes se agarraban a Mr. Bessel cuando pasaba, y el resto de sus cuerpos no era más que una estela esquiva de tinieblas que se arrastraban. Nunca dijeron una palabra, nunca salió un sonido de las bocas que daban la impresión de farfullar. Se estrujaban a su alrededor en ese silencio de pesadilla, atravesando libremente la débil bruma que era su cuerpo, reuniéndose cada vez más numerosos a su alrededor. Y el informe Mr. Bessel, presa ahora de un súbito miedo, paseaba a través de la silenciosa y activa multitud de ojos y manos violentas. Tan inhumanas eran estas caras, tan malvados sus ojos saltones y sus gestos misteriosos y amenazadores que no se le ocurrió a Mr. Bessel tratar de establecer ninguna relación con estas criaturas flotantes. Fantasmas imbéciles, hijos del vano deseo, seres nonatos y privados del don de la existencia, cuyas únicas expresiones y gestos manifestaban el deseo y el anhelo de vivir, que era su solitario vínculo con la existencia. Dice mucho en favor de su audacia que, en medio de toda la nube hormigueante de estos espíritus mudos del mal, pudiera todavía pensar en Mr. Vincey. Hizo un violento esfuerzo de voluntad y se vio, sin saber cómo, bajando hacia Staple Inn, y vio a Mr. Vincey sentado en su sillón, atento y alerta, junto al fuego. Y reunida en torno a él, como siempre lo hacen en torno a todo lo que vive y respira, se hallaba otra multitud de estas vanas y calladas sombras, anhelando, deseando, buscando una grieta que los llevara a la vida. Durante un rato, quiso llamar la atención de su amigo, pero no lo consiguió. Intentó ponerse delante de sus ojos, mover los objetos de la habitación, tocarle. Pero Mr. Vincey permanecía imperturbable, ignorando el ser que estaba tan cerca del suyo. La cosa extraña que Mr. Bessel había comparado con una lámina de cristal los separaba de una forma inexorable. Finalmente, Mr. Bessel hizo algo desesperado. Ya he dicho que, de algún modo extraño, podía ver no solo el exterior de un hombre, como lo vemos nosotros, sino también el interior. Extendió su misteriosa mano y metió sus vagos dedos negros a través del cerebro desatento. Entonces, súbitamente, Mr. Vincey se sobresaltó, como alguien que emerge de pensamientos errantes, y a Mr. Bessel le pareció que un pequeño cuerpo rojo oscuro, situado en el centro del cerebro de Mr. Vincey, se inflaba y brillaba. Después de esta experiencia, han mostrado a Mr. Bessel láminas anatómicas del cerebro, y ahora sabe que aquel cuerpo oscuro es esa estructura inútil que los doctores llaman el ojo pineal. Pues, por extraño que parezca a muchos, tenemos, en las profundidades del cerebro —donde posiblemente ninguna luz terrenal puede acceder— ¡un ojo! En aquellos días este dato, como el resto de la anatomía interna del cerebro, era totalmente nuevo para él. Sin embargo, al ver que modificaba su aspecto, impulsó el dedo y, más bien temeroso de las consecuencias, tocó este pequeño punto. Mr. Vincey se sobresaltó al instante y Mr. Bessel supo que Vincey le estaba viendo. Y en ese mismo instante, Mr. Bessel sintió que algo malo le había ocurrido a su cuerpo; de repente, una gran ráfaga de viento dispersó ese mundo de sombras y lo arrebató. Tan fuerte era esta persuasión que no pensó más en Mr. Vincey, sino que se dio media vuelta en seguida y todas las innumerables caras retrocedieron con él como hojas arrastradas por un vendaval. Pero volvió demasiado tarde. En un instante vio que el cuerpo que había dejado inerte y desplomado —que yacía en realidad como el cuerpo de un hombre que acaba de morir— se había levantado; se había levantado en virtud de una fuerza y voluntad que no eran las suyas. Se mantenía de pie con los ojos saltones, estirando los miembros torpemente. Durante un momento lo observó con una consternación frenética y luego se inclinó hacia él. Pero la lámina de cristal se había vuelto a cerrar y le impidió llegar a su cuerpo. Se estrelló furiosamente contra ella y, a su alrededor, los espíritus del mal se reían, le señalaban y se mofaban de él. Se puso colérico y furioso. Mr. Bessel se compara a sí mismo con un pájaro que, sin advertirlo, entra revoloteando en una habitación y golpea los cristales que le niegan el camino de la libertad. Y he aquí que el pequeño cuerpo que una vez había sido suyo está saltando de alegría. Le vio gritar, aunque no podía oír sus gritos y observó que sus movimientos eran cada vez más violentos. Contempló cómo arrojaba sus queridos muebles, ebrio del loco placer de la existencia; también le vio destrozar sus libros preferidos, romper botellas, beber descuidadamente de los trozos de vidrio, saltar y dar golpes a modo de aceptación apasionada de vivir. Mr. Bessel observó estas acciones paralizado por el asombro. Luego se lanzó una vez más contra la barrera infranqueable, y después, rodeado de toda esa multitud de fantasmas burlones, volvió rápidamente, en medio de una horrible confusión, a casa de Vincey para contarle el atropello de que había sido objeto. Pero el cerebro de Mr. Vincey estaba ahora cerrado a las apariciones, y el Mr. Bessel incorpóreo le persiguió en vano cuando salió apresuradamente a Holborn para llamar un coche. Frustrado y aterrorizado, Mr. Bessel volvió rápidamente a su casa para encontrarse con su cuerpo profanado, que iba gritando, presa de un enorme frenesí, por el Arco de Burlington. Y ahora el lector atento empezará a comprender la interpretación de Mr. Bessel de la primera parte de esta extraña historia. El ser cuyo loco ajetreo por las calles de Londres había causado tantos daños y desastres tenía, en efecto, el cuerpo de Mr. Bessel, pero no era Mr. Bessel. Era un espíritu perverso que se había escapado de ese extraño mundo situado más allá de la existencia, y en el que Mr. Bessel se había aventurado independientemente. Durante veinte horas poseyó su cuerpo, y durante todas esas horas el espíritu desposeído de Mr. Bessel vagó de un lado para otro por ese desconocido mundo de sombras, buscando ayuda en vano. Pasó muchas horas golpeando las mentes de Mr. Vincey y de su amigo Mr. Hart. Como ya sabemos, despertó a ambos gracias a sus esfuerzos. Pero desconocía el lenguaje que pudiera transmitir su situación a estos salvadores a través del abismo; sus débiles dedos buscaban a tientas en sus cerebros vana e impotentemente. Una vez, en efecto, como ya hemos dicho, fue capaz de desviar a Mr. Vincey de su camino para que tropezara con el cuerpo robado en su carrera, pero no pudo hacerle entender lo que había pasado: fue incapaz de obtener ayuda alguna de este encuentro… A lo largo de estas horas, el espíritu de Mr. Bessel se sintió abrumado por la persuasión de que en poco tiempo su furioso inquilino acabaría con la vida de su cuerpo y de que él tendría que permanecer en aquel país de sombras para siempre. De modo que aquellas largas horas fueron una creciente agonía de terror. Y mientras corría de un lado para otro agitándose inútilmente, incontables espíritus de ese mundo que le rodeaba, le acosaban y le desconcertaban. Y una multitud envidiosa corría aplaudiendo detrás de su compañero afortunado mientras proseguía su gran carrera. Así debe de ser, al parecer, la vida de estas cosas sin cuerpo de ese mundo que es la sombra del nuestro. Siempre están al acecho, codiciando un camino que los introduzca en un cuerpo mortal, para poder descender, como furias y frenesíes, como apetitos violentos e insensatos, extraños impulsos que se regocijan en el cuerpo que han conquistado. Pues Mr. Bessel no era la única alma humana que había en ese lugar. Lo prueba el hecho de que primero encontró una, y después varias sombras de hombres, hombres como él mismo, al parecer, que habían perdido sus cuerpos, tal vez como él había perdido el suyo, y erraban desesperadamente por ese mundo perdido que no es la vida ni la muerte. No podían hablar porque ese mundo es mudo; supo, sin embargo, que eran hombres por sus tenues figuras humanas y por la tristeza de sus caras. Pero cómo habían entrado en ese mundo, no lo podía decir, ni dónde podrían estar los cuerpos que habían perdido, si siguen anhelando la tierra o si habían caído en la muerte sin retorno. Que fueran los espíritus de los muertos no lo creemos ni él ni yo. Pero el doctor Wilson Paget piensa que son las almas racionales de los hombres que se han extraviado en la locura, aquí en la tierra. Al fin, Mr. Bessel fue a dar con un lugar donde estaba reunido un pequeño grupo de estas criaturas silenciosas e incorpóreas, y, abriéndose paso entre ellas, vio abajo una habitación muy iluminada, cuatro o cinco caballeros y una mujer; una mujer corpulenta vestida de bombasí negro y sentada en una silla de forma incómoda con la cabeza echada para atrás. Por los retratos que había visto de ella, supo que era Mrs. Bullock, la médium. Y percibió que las regiones y estructuras de su cerebro brillaban y se agitaban como lo hacía el ojo pineal del cerebro de Mr. Vincey que ya había visto. La luz era muy desigual; a veces era una amplia iluminación y otras solo un débil punto crepuscular que se trasladaba lentamente por su cerebro. No dejaba de hablar ni de escribir con una mano. Y Mr. Bessel vio que las sombras de hombres que se agolpaban a su alrededor y gran multitud de espíritus tenebrosos del país de las sombras se esforzaban y se empujaban para tocar las regiones iluminadas de la médium. Cuando uno alcanzaba su cerebro u otro era expulsado, la voz y la escritura de la mano cambiaba, de modo que lo que decía era algo desordenado y confuso en su mayor parte; ya escribía un fragmento del mensaje de un alma, ya un fragmento del de otra, ya farfullaba las fantasías descabelladas de los espíritus del vano deseo. Entonces Mr. Bessel comprendió que hablaba por el espíritu que la había tocado y empezó a luchar furiosamente por llegar hasta ella. Pero estaba alejado del centro de la multitud y en ese momento no pudo alcanzarla; finalmente, cada vez más angustiado, se fue a ver lo que le había sucedido a su cuerpo. Durante mucho tiempo fue de un lado para otro buscándolo en vano, con el temor de que estuviera sin vida, hasta que lo encontró en el fondo de un pozo de Baker Street, maldiciendo y retorciéndose de dolor. Tenía rotos una pierna, un brazo y dos costillas a causa de la caída. Además, el malvado espíritu estaba colérico por haber poseído tan poco tiempo ese cuerpo y, a causa del dolor, hacía movimientos bruscos y agitaba con violencia su cuerpo. Entonces Mr. Bessel volvió con redoblado celo a la habitación donde tenía lugar la séance. En cuanto logró alcanzar la vista la habitación, vio que uno de los hombres que estaban alrededor de la médium miraba el reloj, como si diera a entender que la séance terminaría dentro de poco. Entonces, muchas de las sombras que habían estado luchando se marcharon con gestos de desesperación. Pero la idea de que la séance estuviera a punto de terminar solo hizo aumentar el celo de Mr. Bessel, y luchó tan tenazmente contra los otros que al poco tiempo alcanzó el cerebro de la mujer. Resultó que en ese preciso instante brillaba con mucha intensidad, y en ese instante escribió el mensaje que el doctor Wilson Paget conservó. Y luego las otras sombras y la nube de espíritus malvados que le rodeaban le empujaron y le alejaron de ella, y durante todo el resto de la séance ya no pudo volver a alcanzarla. Por lo tanto, volvió a Baker Street y contempló, durante largas horas, el fondo del pozo donde el espíritu malvado yacía en el interior del cuerpo robado que había dañado, retorciéndose y maldiciendo, llorando y gimiendo, y aprendiendo la lección del dolor. Y hacia el amanecer ocurrió lo que estaba esperando, el cerebro brilló con intensidad y el espíritu del mal salió, y Mr. Bessel entró en el cuerpo donde había temido que nunca más volvería a entrar. Cuando lo hizo, el silencio —el melancólico silencio— cesó; y oyó el tumulto del tráfico y las voces de la gente que llegaban desde arriba, y ese extraño mundo que es la sombra del nuestro —las sombras oscuras y calladas del fútil deseo y las sombras de los hombres perdidos— desapareció por completo. Allí yació por espacio de unas tres horas antes de que lo encontraran. Y a pesar del dolor y el tormento de sus heridas, y del lugar húmedo y sombrío donde yacía; a pesar de las lágrimas que brotaban como consecuencia de su agotamiento físico, su corazón se llenó de alegría al ver que había vuelto de nuevo, a pesar de todo, al mundo benévolo de los hombres. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El fabricante de diamantes
Cuento
El encargado jefe de las tres dinamos que zumbaban y rechinaban en Camberwell para mantener en marcha el ferrocarril eléctrico procedía del condado de York, y se llamaba James Holroyd. Era un electricista práctico, pero aficionado al whisky, un bruto pelirrojo y pesado con una dentadura irregular. Dudaba de la existencia de Dios, pero aceptaba el ciclo de Carnot y había leído a Shakespeare, encontrándolo flojo en química. Su ayudante procedía del misterioso Este y se llamaba Azuma-zi. Pero Holroyd le llamaba Pooh-bah. A Holroyd le gustaban los ayudantes negros porque soportaban las patadas —una costumbre de Holroyd—, y no fisgaban en la maquinaria ni trataban de aprender su funcionamiento. Holroyd nunca fue plenamente consciente de algunas raras potencialidades de la mente negra al entrar en contacto con la quintaesencia de nuestra civilización, aunque justo al final de su vida alcanzara a atisbarlas. Describir a Azuma-zi sobrepasaba cualquier etnología. Era, quizá, más negroide que otra cosa, aunque tenía el pelo rizado más que apelmazado, y su nariz disponía de caballete. Además tenía la piel más morena que negra y el blanco de sus ojos era de color amarillo. Los anchos pómulos y el estrecho mentón daban a su rostro la forma de una V viperina. También tenía la cabeza ancha en la parte posterior y baja y angosta en la frente, como si le hubieran embutido el cerebro a la inversa que a un europeo. Bajo de estatura, su inglés era todavía más reducido que su altura. Al hablar producía numerosos ruidos extraños sin valor comercial conocido, y sus escasas palabras estaban esculpidas y vaciadas en grotescos gestos heráldicos. Holroyd intentó aclarar sus creencias religiosas y, especialmente después del whisky, le sermoneaba contra la superstición y los misioneros. Azuma-zi, sin embargo, evadía la discusión sobre sus dioses aunque por ello recibiera buenos puntapiés. Azuma-zi, vestido con blanca pero insuficiente indumentaria, había venido a Londres en la bodega del Lord Clive procedente de los Estrechos y aun de más allá. Ya en su juventud había oído hablar de la grandeza y las riquezas de Londres, donde todas las mujeres son blancas y rubias, y hasta los mendigos callejeros son blancos. Así que había llegado, con unas monedas de oro recién ganadas en los bolsillos, para adorar en el santuario de la civilización. El día de su llegada era sombrío: el cielo estaba cubierto y una llovizna movida por el viento se filtraba hasta las calles grasientas, pero él se sumergió temerariamente en los deleites de Shadwell. Civilizado solo en el vestido, con la salud destrozada, sin dinero y prácticamente una bestia si exceptuamos lo más elemental, pronto se vio obligado a trabajar para James Holroyd y a soportar sus malos tratos en el cobertizo de las dinamos de Camberwell. Y para James Holroyd los malos tratos eran una muestra de cariño. En Camberwell había tres dinamos con sus motores. Las dos que estaban desde el principio eran máquinas pequeñas. La mayor era nueva. Las máquinas pequeñas hacían un ruido razonable, sus correas zumbaban sobre los tambores, de vez en cuando las escobillas ronroneaban sordamente y el aire rugía constante entre los polos, uhuu, uhuu, uhuu. Una tenía las sujeciones sueltas y hacía vibrar el cobertizo. Pero la dinamo grande ahogaba todos estos pequeños ruidos con el continuo zumbido de su cilindro de hierro que, de alguna manera, hacía zumbar parte de la estructura metálica. El lugar hacía tambalear las cabezas de los visitantes con el sordo, monótono y constante latido de las máquinas, la rotación de las grandes ruedas, los giros de la válvula de bola, las ocasionales expulsiones del vapor, y, sobre todo, la nota profunda, incesante, como de rompeolas, de la gran dinamo. Este último ruido era un defecto desde el punto de vista de la ingeniería, pero Azuma-zi lo atribuía al poder y orgullo del monstruo. Si fuera posible, haríamos que el lector estuviera escuchando los ruidos de ese cobertizo en cada una de estas páginas, contaríamos toda nuestra historia al compás de semejante acompañamiento. Era como una corriente constante de estrépito en la que el oído distinguía primero un ruido y después otro; se podía oír el intermitente resoplar, jadear y bullir de las máquinas de vapor, la succión y el golpe seco de los pistones, el sordo zumbido del aire entre los radios de las grandes ruedas motrices, el restallar de las correas de cuero al tensarse y aflojarse, el irritante bullicio de las dinamos, y, sobre todos los demás, inaudible a veces, como si el oído se cansara de ella para volver de nuevo furtivamente a los sentidos, estaba la nota de trombón de la gran máquina. Al pisar, el suelo nunca parecía firme y seguro, sino que temblaba y trepidaba. El lugar desorientaba y aturdía lo suficiente como para reducir los pensamientos de cualquiera a extraños zigzags. Y en los tres meses que duraba la gran huelga de los mecánicos ni Holroyd, que era un esquirol, ni Azuma-zi, que era un simple negro, habían salido de aquel agitado remolino, sino que dormían y comían en la pequeña garita de madera situada entre el cobertizo y los portones de entrada. Holroyd hizo una disertación teológica sobre la gran máquina poco después de llegar Azuma-zi. Tenía que gritar para hacerse oír: —Mira eso —decía Holroyd—. ¿Dónde está tu ídolo pagano que pueda igualársele? Y Azuma-zi miraba. Durante unos momentos la voz de Holroyd fue inaudible, luego Azuma-zi oyó: —Mata cien hombres. Doce por ciento mejores que los corrientes —dijo Holroyd—, y eso es algo muy parecido a un dios. Holroyd estaba orgulloso de su gran dinamo, y habló tanto a Azuma-zi de su tamaño y potencia que Dios sabe qué extrañas representaciones mentales desataron dentro del negro y rizoso cráneo su conversación y el estruendo incesante. Explicó del modo más gráfico la aproximadamente docena de maneras con las que la máquina podía matar a un hombre, y una vez le dio un buen susto como muestra. Desde entonces, en los descansos del trabajo —un trabajo pesado puesto que no solo hacia el suyo, sino la mayor parte del de Holroyd—, Azuma-zi se sentaba a observar la gran máquina. De vez en cuando las escobillas chispeaban y lanzaban destellos azulados, lo que hacía proferir maldiciones a Holroyd, pero todo lo demás era tan suave y rítmico como la respiración. La rueda de transmisión corría zumbando sobre el eje, y siempre a las espaldas del que miraba se oía el complaciente golpe sordo del pistón. Así es que la máquina pasaba todo el día en ese ligero y amplio cobertizo, siendo atendida por él y por Holroyd. No se hallaba aprisionada ni esclavizada para mover un barco como las otras máquinas que conocía —simples demonios cautivos del salomón británico—, sino que ésta estaba entronizada. Azuma-zi despreciaba por la pura fuerza del contraste las dos dinamos más pequeñas, y a la grande la bautizó secretamente con el título de Dios de las dinamos. Las pequeñas eran inquietas e irregulares, pero la grande era segura. ¡Qué grande era! ¡Qué fácil y sereno su funcionamiento! Mayor y más sosegada incluso que los budas que había visto en Rangún, y además no inmóvil, sino ¡viva! Las grandes bobinas negras giraban, giraban, giraban, los anillos daban vueltas bajo las escobillas y la profunda nota de su muelle fortalecía el conjunto. Esto afectó misteriosamente a Azuma-zi. Azuma-zi no amaba el trabajo. Cuando Holroyd se marchaba a convencer al mozo del patio para que le trajera whisky, se sentaba por allí a observar al Dios de las dinamos, aunque su puesto no estaba en el cobertizo de la dinamo, sino detrás de las máquinas, y, además, si Holroyd le pillaba remoloneando le golpeaba con una vara de grueso alambre de cobre. Se acercaba al coloso y se quedaba allí de pie mirando la gran correa de cuero que corría por encima. La correa tenía un parche negro y a él, por alguna razón, le gustaba contemplar en medio de todo aquel estruendo cómo volvía el parche una y otra vez. Extraños pensamientos bailaban al compás de aquella rotación. Los científicos nos cuentan que los salvajes atribuyen almas a las rocas y a los árboles, y una máquina es algo mil veces más vivo que una roca o un árbol. Azuma-zi era todavía prácticamente un salvaje, la civilización no había calado más allá de las baratas vestimentas, las magulladuras y las manos y la cara tiznadas de carbón. Su padre antes que él había adorado a un meteorito y quizá la sangre de sus parientes había salpicado las grandes ruedas del carro de Krishna. Aprovechaba todas las oportunidades que le daba Holroyd para tocar y manejar la gran dinamo que le fascinaba. La pulía y limpiaba hasta que las partes metálicas deslumbraban con el sol, y, al hacerlo, experimentaba una misteriosa sensación de servicio. Solía acercarse a la máquina para tocar las bobinas suavemente. Los dioses que había adorado estaban todos muy lejos. Las gentes de Londres escondían a sus dioses. Al fin sus oscuros sentimientos se fueron aclarando, convirtiéndose en ideas primero y en actos después. Una mañana, al entrar en el rugiente cobertizo, saludó reverentemente al Dios de las dinamos y después, cuando Holroyd estaba fuera, se acercó a la atronadora máquina para susurrarle que él era su servidor, y pedirle que tuviera piedad de él y lo librara de Holroyd. En ese momento un raro rayo de luz entró por el arco del trepidante cobertizo y el Dios de las dinamos, que giraba y rugía, parecía radiante con el dorado resplandor. Azuma-zi supo entonces que sus servicios eran del agrado de su Señor. Desde aquel momento ya no se sintió tan solo, porque verdaderamente había estado muy solo en Londres hasta entonces. Incluso después de terminado su trabajo, lo que no sucedía a menudo, vagaba por el cobertizo. La próxima vez que Holroyd lo maltrató, Azuma-zi se fue inmediatamente a rezar al Dios de las dinamos: —Contempla a tu siervo maltratado, ¡oh Dios mío! Y el airado zumbido de la maquinaria pareció responderle. Después dio en creer que cada vez que Holroyd entraba en el cobertizo una nota diferente se incorporaba al sonido de la dinamo. —Mi Señor aguarda el momento oportuno —se decía—. La iniquidad del necio no es todavía completa. Y vigilaba a la espera del ajuste final. Un día había muestras de cortocircuito y Holroyd, al hacer una revisión imprudente —era por la tarde—, recibió una sacudida bastante fuerte. Azuma-zi, que estaba detrás de la máquina, le vio saltar y maldecir a la pecadora bobina. —Ya está avisado —se dijo Azuma-zi—. Ciertamente mi Señor es muy paciente. Al principio Holroyd había iniciado a su negro en aquellos aspectos elementales del funcionamiento de la dinamo que le permitieran hacerse cargo del cobertizo temporalmente durante su ausencia. Pero cuando observó el comportamiento de Azuma-zi con el monstruo empezó a sospechar. Se dio cuenta veladamente de que su ayudante tramaba algo, y relacionándole con la utilización de aceite en las bobinas que había dañado al barniz protector en una parte, dictó la siguiente orden voceada sobre el ruido de la maquinaria: —¡No te acerques más a la dinamo grande, Pooh-bah, o te desuello vivo! Además, precisamente porque a Azuma-zi le gustaba estar junto a la gran máquina, era de puro sentido común el mantenerlo alejado de ella. Azuma-zi obedeció entonces, pero más tarde Holroyd le sorprendió haciendo reverencias al Dios de las dinamos, así que le dobló el brazo y lo pateó cuando se volvió para marcharse. Tan pronto como Azuma-zi estuvo detrás de la máquina con la mirada fija en la espalda del odiado Holroyd, los ruidos de la maquinaria adoptaron nuevos ritmos y sonaban como cuatro palabras de su idioma nativo. Es difícil decir con cierta exactitud qué es la locura, pero me imagino que Azuma-zi estaba loco. Los ruidos y las rotaciones incesantes del cobertizo de las dinamos quizás habían revuelto completamente sus pocos conocimientos y sus muchas supersticiones produciendo finalmente una especie de delirio. En cualquier caso, cuando en medio de ese frenesí vislumbró la idea de hacer con Holroyd un sacrificio humano a la dinamo-ídolo, le invadió un tumultuoso y extraño regocijo. Esa noche los dos hombres con sus negras sombras estaban solos en el cobertizo que, iluminado con una gran lámpara, centelleaba trémulos destellos rojizos. Las sombras oscurecían la parte posterior de las dinamos, así que las bolas reguladoras de las máquinas iban de la luz a las tinieblas y los pistones golpeaban estrepitosa y regularmente. El mundo exterior, visto desde el extremo abierto del cobertizo, parecía increíblemente incierto y remoto. Parecía, también, absolutamente silencioso, puesto que el estruendo de la maquinaria ahogaba todo sonido exterior. A lo lejos quedaba la negra valla del patio, y tras ella las casas grises y borrosas, y encima el profundo cielo azul y las diminutas y pálidas estrellas. De repente Azuma-zi cruzó el centro del cobertizo sobre el que se desplazaban las correas de cuero y se metió en la sombra de la gran dinamo. Holroyd oyó un chasquido, y el giro del inducido cambió. —¿Qué diablos estás haciendo con ese interruptor? —gritó sorprendido—. ¿No te había dicho…? Luego vio la resuelta expresión en la mirada de Azuma-zi cuando el asiático salió de la sombra y avanzó hacia él. A continuación los dos hombres peleaban ferozmente delante de la gran dinamo. —¡Tú, idiota, cabeza de café! —jadeó Holroyd con la mano del negro en la garganta—. ¡Aparta esos anillos de contacto! Al instante una zancadilla le tambaleaba de espaldas sobre el Dios de las dinamos. Instintivamente retiró las manos de su antagonista para protegerse de la máquina. El mensajero enviado a toda prisa desde la planta para averiguar lo que había sucedido en el cobertizo de las dinamos se encontró a Azuma-zi en la caseta del portero junto a la entrada. Azuma-zi intentaba explicar algo, pero el mensajero no lograba sacar nada en claro del incoherente inglés del negro y continuó apresuradamente hasta el cobertizo. Las máquinas estaban todas funcionando ruidosamente y nada parecía desajustado. Se apreciaba, no obstante, un peculiar olor a pelo chamuscado. Luego vio una gran masa arrugada, de aspecto extraño, que colgaba de la parte delantera de la gran dinamo, y, al acercarse, reconoció los deformados restos de Holroyd. El hombre miró fijamente y dudó un momento. Luego vio la cara y cerró los ojos convulsivamente, dándose la vuelta antes de abrirlos de nuevo para no volver a ver a Holroyd, y salió del cobertizo en busca de asesoramiento y ayuda. Cuando Azuma-zi vio morir a Holroyd atrapado por la gran dinamo, las consecuencias de su acto le alarmaron algo. Sin embargo sentía un gozo extraño y sabía que el Dios de las dinamos tenía puesta en él su predilección. Cuando encontró al hombre que venía de la planta ya tenía el plan decidido, y el director técnico, que llegó rápidamente al lugar de los hechos, sacó precipitadamente la conclusión obvia de suicidio. Este experto apenas si reparó en Azuma-zi excepto para hacerle unas preguntas. —¿Vio a Holroyd suicidarse? Azuma-zi explicó que había estado fuera de allí, en el fogón de la máquina, hasta que notó un ruido diferente en las dinamos. No fue un examen difícil al no estar influido por la sospecha. Los deformados restos de Holroyd, que el electricista retiró de la máquina, fueron rápidamente cubiertos por el portero con un mantel manchado de café. Alguien tuvo la feliz ocurrencia de ir a buscar un médico. Lo que realmente preocupaba al experto era poner de nuevo en funcionamiento la máquina, pues siete u ocho trenes estaban parados en medio de los sofocantes túneles del ferrocarril eléctrico. Así que hizo volver rápidamente al fogón a Azuma-zi, que estaba respondiendo o equivocando las preguntas de la gente que por autoridad o atrevimiento había entrado en el cobertizo. Por supuesto una muchedumbre se congregó a las puertas del patio —en Londres, por razones desconocidas, siempre hay una multitud rondando durante un día o dos junto al escenario de una muerte repentina—, dos o tres reporteros se colaron de alguna forma en el cobertizo, y uno llegó hasta Azuma-zi, pero el experto, que era también periodista aficionado, los sacó de allí. Luego se llevaron el cadáver, y el interés de la gente desapareció con él. Azuma-zi permaneció inmóvil y silencioso junto a su fogón viendo una y otra vez entre los carbones una figura que se retorcía violentamente y luego se quedaba quieta. Una hora después del asesinato cualquiera que entrara en el cobertizo tendría la impresión de que allí nunca había pasado nada extraordinario. Poco después, fisgando desde su rincón, el negro veía al Dios de las dinamos girar y rotar junto a sus hermanos menores, y las ruedas motoras se movían con fuerza y los pistones de vapor golpeaban con su ruido acostumbrado, exactamente igual que al comienzo de la noche. Después de todo, desde el punto de vista mecánico había sido un incidente de lo más insignificante, la simple desviación de una corriente. Pero ahora la sólida corpulencia de Holroyd estaba reemplazada por la delgada figura y la escasa sombra del director técnico que iba y venía por la línea de luz sobre el suelo trepidante debajo de las correas entre los motores y las dinamos. —¿No he servido a mi Señor? —susurró Azuma-zi desde la oscuridad, y la nota de la gran dinamo sonó plena y clara. Mientras contemplaba el gran mecanismo rotatorio, la extraña fascinación que ejercía sobre él, un tanto paralizada desde la muerte de Holroyd, volvía a adquirir toda su fuerza. Jamás había visto Azuma-zi a un hombre asesinado tan rápida y despiadadamente. La gran máquina rugiente había aniquilado a su víctima sin vacilar un segundo en su golpear incesante. Ciertamente era un gran dios. El director técnico, ajeno a los pensamientos de Azuma-zi, estaba de pie dándole la espalda. Su sombra se proyectaba sobre los pies del monstruo. ¿Estaba el Dios de las dinamos todavía hambriento? Su servidor estaba dispuesto. Azuma-zi dio un cauteloso paso hacia adelante, luego se detuvo. El director técnico de repente dejó de escribir, caminó por el cobertizo hasta el final de las dinamos y comenzó a examinar las escobillas. Azuma-zi dudó un momento y luego se deslizó silenciosamente hasta la sombra junto al interruptor. Allí esperó. Al poco tiempo se podían oír los pasos del director técnico que volvía. Se detuvo en el mismo sitio que antes sin advertir al fogonero, agazapado a tres metros de distancia. Entonces la gran dinamo silbó de repente, y al instante, Azuma-zi se abalanzaba sobre él desde la oscuridad. El director técnico se vio agarrado y empujado hacia la gran dinamo. Pateando con las rodillas y forzando con las manos la cabeza de su antagonista, logró liberar la cintura y evitar la máquina con un balanceo. Luego el negro lo cogió de nuevo, poniéndole la cabeza rizada contra el pecho, y estuvieron tambaleándose y jadeando durante lo que pareció un siglo. A continuación el director técnico se sintió impelido a colocar una oreja negra entre sus dientes y morder furiosamente. El negro dio un grito espantoso. Rodaron por el suelo, y el negro, que aparentemente se había zafado de la maldad de los dientes o desprendido de una oreja —el director técnico no sabía en aquel momento cuál de las dos—, intentó estrangularlo. El director técnico estaba haciendo vanos esfuerzos para coger algo con las manos y dar puntapiés, cuando se oyó el grato sonido de rápidos pasos sobre el suelo. Al momento Azuma-zi lo dejó y se precipitó hacia la gran dinamo. Hubo un chisporroteo en medio del ruido. El empleado de la empresa que había entrado se quedó mirando cómo Azuma-zi cogía con sus manos los terminales al descubierto, sufría una horrible convulsión y luego colgaba inmóvil de la máquina con la cara violentamente deformada. —Me alegro muchísimo de que llegaras cuando lo hiciste —dijo el director técnico todavía sentado en el suelo. Miró a la figura aún palpitante. —No es una muerte agradable, aparentemente, pero es rápida. El empleado todavía miraba fijamente el cadáver. Era un hombre de comprensión lenta. Hubo una pausa. El director técnico se puso en pie torpemente. Se pasó los dedos por el cuello con cuidado y movió la cabeza varias veces. —¡Pobre Holroyd! Ahora comprendo. Luego, casi mecánicamente, se dirigió al interruptor que estaba en la oscuridad y volvió de nuevo la corriente al circuito del ferrocarril. Al hacerlo, el cuerpo chamuscado se soltó de la máquina y cayó de cara hacia adelante. El cilindro de la dinamo rugió alto y claro, y el inducido batió el aire. Así terminó prematuramente el culto al Dios de las dinamos, quizá la más efímera de todas las religiones. A pesar de su brevedad también pudo vanagloriarse de al menos un martirio y un sacrificio humano. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El fantasma inexperto
Cuento
El transitorio extravío mental de Sidney Davidson, notable ya de por sí, es todavía más extraordinario si hemos de dar crédito a la explicación de Wade. Ésta nos hace soñar con las más raras posibilidades de intercomunicación del futuro, con pasar cinco minutos intercalares al otro lado del mundo, con ser observados hasta en nuestros actos más secretos por insospechados ojos. Por casualidad yo fui el testigo inmediato del acceso de Davidson, por tanto, naturalmente me corresponde a mí poner la historia por escrito. Cuando digo que fui el testigo inmediato de su acceso quiero decir que fui el primero en aparecer en escena. El caso ocurrió en la Escuela Técnica de Harlow, que está nada más pasar el arco de Highgate. Davidson estaba solo en el laboratorio grande cuando sucedió. Yo me encontraba en una habitación más pequeña, donde están las balanzas, terminando de escribir unas notas. La tormenta, desde luego, había alterado completamente mi trabajo. Fue precisamente después de uno de los truenos más estrepitosos cuando creí oír una rotura de cristales en la otra habitación. Dejé de escribir y me volví para escuchar. Durante un rato no oí nada. El granizo repicaba estruendosamente sobre el tejado de zinc ondulado. Luego sonó otro ruido, la rotura de algo… esta vez no había duda. Habían tirado de los estantes algo pesado. Me incorporé al instante y fui a abrir la puerta que daba al laboratorio grande. Me sorprendió oír un tipo de risa muy peculiar, y vi a Davidson tambaleándose en medio de la habitación, con el rostro como deslumbrado. Mi primera impresión fue que estaba borracho. No advirtió mi presencia. Trató de agarrar algo invisible que estaba a una yarda delante de él. Alargó despacio la mano, dubitativamente, y después la cerró sin haber cogido nada. —¿Qué ha pasado? —se preguntó—. ¡Por el gran Scott! —gritó. La historia sucedió hace tres o cuatro años, cuando todo el mundo juraba por ese personaje. Luego empezó a levantar los pies torpemente, como si pensara que los tenía pegados al suelo. —¡Davidson! —grité—. ¿Qué te pasa? Se volvió hacia mí y miró alrededor para localizarme. Me miró, me miró de arriba abajo y a ambos lados, pero sin la menor señal de verme. —Olas —dijo—, y una goleta extraordinariamente nítida. juraría que era la voz de Bellows. ¡Hola! —gritó de repente con todas sus fuerzas. Pensé que estaba tramando alguna broma. Entonces vi, esparcidos a sus pies, los destrozados restos de nuestro mejor electrómetro. —¿Qué pasa? —exclamé—. ¡Has hecho pedazos el electrómetro! —¡Otra vez Bellows! —dijo—. Los amigos marcharon, si mis manos han desaparecido. Algo sobre electrómetros. ¿Por dónde andas, Bellows? De repente vino hacia mí tambaleándose. —Condenado material, se corta como la mantequilla —comentó. Avanzó directamente contra el banco y retrocedió. —¡Qué golpe! No tiene nada que ver con la mantequilla —explicó mientras se tambaleaba. Yo estaba mosqueado. —Davidson —le pregunté—, ¿qué diablos te pasa? Miró a su alrededor por todas partes. —Juraría que era Bellows. ¿Por qué no das la cara como un hombre, Bellows? Se me ocurrió que debía de haberse quedado ciego de repente. Di la vuelta a la mesa y le puse la mano en el brazo. Jamás en toda mi vida vi un hombre tan alarmado. Se separó de mí bruscamente, adoptando una actitud defensiva, con la cara descompuesta por el terror. —¡Dios mío! —gritó—. ¿Qué ha sido eso? —Soy yo, Bellows. ¡Maldita sea, Davidson! Dio un salto cuando le respondí y miró fijamente, ¿cómo lo diría?, a través de mí. Comenzó a hablar, no a mí, sino consigo mismo. —Aquí, a plena luz del día en una playa abierta. Ni un sitio donde esconderse —miró a su alrededor desesperadamente—. ¡Aquí! Ya no se me ve. De repente se volvió y fue a darse de bruces contra el electroimán grande, con tanta fuerza que, como descubrimos después, se hizo serias magulladuras en los hombros y la mandíbula. Al hacerlo retrocedió un paso y gritó casi sollozando: —¡Santo cielo! ¿Qué me ha pasado? Estaba de pie, pálido de terror y temblando violentamente, con el brazo derecho apretando el izquierdo en la parte golpeada contra el imán. Por entonces yo estaba excitado y bastante asustado. —Davidson —le dije—, no temas. Mi voz le sorprendió, pero no tan exageradamente como antes. Repetí las palabras en el tono más claro y firme que pude. —Bellows —preguntó—, ¿eres tú? —¿No ves que soy yo? Se rió. —No puedo verme ni siquiera a mí mismo. ¿Dónde diablos estamos? —Aquí —le respondí—, en el laboratorio. —¡El laboratorio! —exclamó en tono perplejo llevándose la mano a la frente—. Estaba en el laboratorio hasta que brilló aquel relámpago, pero que me cuelguen si estoy allí ahora. ¿Qué barco es ése? —No hay ningún barco —le dije—, sé razonable, amigo. —¡Ningún barco! —repitió, y pareció olvidarse sin más de mi negativa. —Supongo —dijo despacio— que estamos los dos muertos. Pero lo extraño es que me siento exactamente igual que si tuviera un cuerpo. Uno no se acostumbra de inmediato, me imagino. El viejo barco fue alcanzado por el rayo, supongo. Algo muy rápido, ¿eh, Bellows? —No digas tonterías. Estás tan vivo como el que más. Estás en el laboratorio diciendo disparates. Acabas de hacer pedazos un electrómetro nuevo. No te envidio cuando llegue Boyce. Apartó de mí la mirada y la fijó en los diagramas de criohidratos. —Debo de estar sordo —dijo—; han disparado un cañón, porque ahí va la nubecilla de humo y yo no he oído ni un ruido. Le puse de nuevo la mano en el hombro y esta vez se alarmó menos. —Parece que tenemos una especie de cuerpos invisibles —comentó—. ¡Por Júpiter! Hay un bote que viene por detrás del promontorio. Esto es casi como la vida anterior, después de todo, aunque en un clima diferente. Le sacudí el brazo. —¡Davidson —grité—, despierta! Fue entonces cuando entró Boyce. Tan pronto como habló, Davidson exclamó: —El viejo Boyce, ¡muerto también! ¡Qué divertido! Me apresuré a explicar que Davidson estaba en una especie de trance sonámbulo y Boyce se interesó al instante. Los dos hicimos lo que pudimos para sacarle de aquel estado singular. Él respondía a nuestras preguntas y, a su vez, nos hacía otras, pero su atención parecía dominada por la alucinación sobre una playa y un barco. Seguía interpolando observaciones referentes a un bote y a los pescantes, y a las velas henchidas por el viento. Oírle decir cosas semejantes en aquel oscuro laboratorio le hacía a uno sentirse raro. Estaba ciego y desvalido. Tuvimos que caminar con él por el pasillo, sujetándolo a cada lado hasta el despacho de Boyce, y mientras Boyce charlaba allí con él, bromeando sobre la idea del barco, yo fui por el corredor a pedir al viejo Wade que viniera a verlo. La voz de nuestro decano le serenó un poco, pero no mucho. Le preguntó dónde tenía las manos, y por qué tenía que caminar con tierra hasta la cintura. Wade reflexionó sobre él durante un buen rato —ya sabéis cómo frunce el ceño—, y luego le hizo tocar el sofá llevándole las manos. —Es un sofá —dijo Wade—. El sofá del despacho del profesor Boyce. Relleno con crines de caballo. Davidson lo palpó, se extrañó, y a continuación respondió que podía sentirlo perfectamente, pero que no podía verlo. —¿Qué ves? —preguntó Wade. Davidson dijo que no podía ver más que cantidad de arena y conchas rotas. Wade le dio a tocar otras cosas, diciéndole lo que eran y observándolo atentamente. —El barco tiene el casco casi hundido —dijo al poco Davidson sin venir a cuento. —No te preocupes por el barco —le dijo Wade—. Escúchame, Davidson, ¿sabes lo que significa alucinación? —Más bien —respondió Davidson. —Bueno, pues todo lo que ves son alucinaciones. —Teorías del obispo Berkeley —observó Davidson. —No me malinterpretes —explicó Wade—. Estás vivo y en el despacho de Boyce. Pero algo les ha sucedido a tus ojos. No puedes ver, puedes sentir y oír, pero no ver. ¿Me sigues? —A mí me parece que veo demasiado —Davidson se frotó los ojos con los nudillos de la mano—. ¿Y bien? —preguntó. —Eso es todo. No dejes que te aturda. Aquí Bellows y yo te llevaremos a casa en un taxi. —Un momento —dijo Davidson pensativo—. Ayúdeme a sentarme —continuó de inmediato—; y ahora, siento molestarle, pero ¿quiere repetírmelo todo otra vez? Wade se lo repitió con mucha paciencia. Davidson cerró los ojos y apretó las manos contra la frente. —Sí —dijo—. Es verdad. Ahora, con los ojos cerrados, sé que tiene razón. Éste eres tú, Bellows, que estás sentado junto a mí en el sofá. Estoy en Inglaterra de nuevo. Y estamos a oscuras. Luego abrió los ojos. —Y ahí —continuó— está justo saliendo el sol, y las vergas del barco, y un mar ondulante y un par de pájaros volando. Nunca vi algo tan real. Y estoy sentado en un banco de arena cubierto hasta el cuello. Se inclinó hacia adelante tapándose la cara con las manos. Después abrió los ojos de nuevo. —¡Tenebroso mar y salida del sol! ¡Y sin embargo estoy sentado en un sofá en el despacho del viejo Boyce! ¡Que Dios me ayude! Ése fue solo el comienzo, pues la extraña afección de los ojos de Davidson continuó sin remitir durante tres semanas. Era mucho peor que estar ciego. Se encontraba absolutamente desvalido: había que darle de comer como a un pájaro recién salido del cascarón, ayudarle a caminar y desvestirlo. Si intentaba moverse tropezaba contra las cosas o se daba contra las paredes o las puertas. Pasado un día más o menos se acostumbró a oír nuestras voces sin vernos, y de buena gana admitía que estaba en casa y que Wade tenía razón en lo que le había dicho. Mi hermana, con la que estaba prometido, insistía en venir a verlo, y todos los días se pasaba horas sentada mientras el hablaba de aquella playa suya. Estrechar su mano parecía darle un gran consuelo. Contaba que cuando salimos de la escuela en dirección a su casa —él vivía en Hampstead—, le pareció como si lo estuviéramos llevando por una montaña de arena —todo estaba completamente oscuro hasta que emergió de nuevo—, y atravesando rocas, árboles y obstáculos sólidos, y cuando le subieron a su habitación estaba aturdido y casi frenético de miedo a caerse, porque subir al piso de arriba era como levantarlo treinta o cuarenta pies por encima de las rocas de su isla imaginaria. Repetía una y otra vez que rompería todos los huevos. Al final hubo que bajarlo a la sala de consulta de su padre y acostarlo en un sofá que había allí. Describía la isla como un lugar desértico en su conjunto, con muy poca vegetación, excepto algo de turba, y llena de rocas desnudas. Había multitud de pingüinos, lo que hacía las rocas más blancas y desagradables a la vista. El mar estaba encrespado a menudo, y una vez hubo una tormenta y él se resguardó y gritaba a los relámpagos silenciosos. Una o dos veces las focas se detuvieron en la playa, pero solo durante los dos o tres primeros días. Dijo que resultaba muy divertida la manera en que los pingüinos solían moverse atravesándolo, y cómo él parecía estar entre ellos sin molestarlos. Recuerdo algo raro que sucedió cuando le entraron unas ganas desesperadas de fumar. Le pusimos una pipa en las manos, casi se saca un ojo con ella, y la encendió. Pero no le sabía a nada. Desde entonces he descubierto que a mí me ocurre lo mismo, no sé si se trata de un caso habitual, y es que no disfruto del tabaco en absoluto si no veo el humo. Pero el aspecto más curioso de su alucinación se presentó cuando Wade mandó sacarle en una silla de ruedas para que respirase aire puro. Los Davidson alquilaron una silla y consiguieron que aquel criado suyo, sordo y obstinado, Widgery, se hiciera cargo de ella. Widgery tenía ideas muy particulares sobre las expediciones saludables. Mi hermana, que había estado en casa de los Dog, se los encontró en Camden Town, en dirección a King’s Cross; Widgery trotando complacientemente y Davidson visiblemente angustiado, intentando, a su manera ciega y débil, atraer la atención de Widgery. Se echó realmente a llorar cuando mi hermana le habló. —¡Oh, sácame de esta oscuridad horrible! —gritó buscando a tientas su mano—. Tengo que librarme de ella o moriré. Fue completamente incapaz de explicar lo que pasaba, pero mi hermana decidió que debía volver a casa, y al poco tiempo, según subían la cuesta hacia Hampstead, parecía que la sensación de horror le iba desapareciendo. Dijo que era bueno ver las estrellas de nuevo, aunque entonces era casi mediodía y el cielo deslumbraba. —Parecía —me contó después— como si me estuvieran llevando irresistiblemente hacia el agua. Al principio no estaba muy alarmado. Por supuesto que allí era de noche, una noche maravillosa. —¿Por supuesto? —le pregunté, porque me sorprendió una afirmación tan rara. —Por supuesto —contestó—. Siempre es de noche allí cuando aquí es de día… Bueno, nos metimos directamente en el agua que estaba en calma y brillaba a la luz de la luna, solo una ligera ondulación que parecía hacerse más débil y más plana cuando entramos. La superficie brillaba como la piel, debajo podría estar el espacio vacío por más que sabía que no era verdad. Muy despacio, puesto que entraba al través, el agua me llegó a los ojos. Luego me sumergí y la piel pareció romperse y cicatrizar de nuevo en torno a los ojos. La luna dio un quiebro allá en el cielo y se volvió verde y borrosa, y los peces, que brillaban débilmente, se precipitaban a mi alrededor, y también cosas que parecían estar hechas de cristal luminoso, y atravesé una maraña de algas marinas que resplandecían con un brillo graso. De esta forma me fui adentrando en el mar, y las estrellas desaparecieron una a una, y la luna se tornó más verde y oscura, y las algas marinas cambiaron a un luminoso color rojo púrpura. Todo era tenue y misterioso, y parecía que todas las cosas temblaban. Y mientras tanto podía oír los chirridos de la silla de ruedas, y las pisadas de la gente que pasaba y a un vendedor de periódicos voceando a lo lejos el especial de la revista Pall Mall. Continué sumergiéndome más y más en las profundidades marinas. A mi alrededor la oscuridad se volvió negra como la tinta, ni un rayo de luz celeste penetraba aquellas tinieblas, y las cosas fosforescentes brillaban cada vez más. Las serpentinas ramas de las algas más profundas flameaban como las llamas de lámparas de alcohol. Los peces venían hacia mí con la mirada fija y la boca abierta, y se metían dentro de mí y me atravesaban. Jamás había imaginado peces semejantes. Tenían líneas de fuego a lo largo de los costados como si los hubieran marcado con un lápiz luminoso. Y había una cosa horrible que nadaba hacia atrás con muchos brazos que se enroscaban. Y luego, dirigiéndose hacia mí muy despacio a través de la oscuridad, vi una brumosa masa de luz que al acercarse resultó ser una multitud de peces que forcejeaban y se lanzaban sobre algo que flotaba. Me dirigí directamente hacia ello y pronto vi, en medio del tumulto y a la luz de los peces, un trozo de mástil astillado flotando ominoso sobre mí, un oscuro casco de barco ladeándose, y unas formas con luz fosforescente que se agitaban y contorsionaban cuando los peces las mordían. Fue entonces cuando comencé a intentar atraer la atención de Widgery. El horror me sobrecogió. ¡Uf? ¡Me habría metido directamente en esas cosas medio comidas de no llegar tu hermana! Les habían hecho grandes agujeros, Bellows, y mejor no pensarlo. ¡Pero fue horrible! Durante tres semanas permaneció Davidson en este singular estado, viendo lo que entonces nosotros imaginábamos un mundo totalmente fantasmagórico, y completamente ciego para el mundo que le rodeaba. Luego, un martes, cuando fui a verlo, me encontré en el pasillo al viejo Davidson. —¡Puede ver su pulgar! —me dijo en pleno arrebato el buen señor que forcejeaba para ponerse el abrigo—. ¡Puede ver su pulgar, Bellows! —repitió con lágrimas en los ojos—. El muchacho se pondrá bien. Me apresuré a ver a Davidson. Tenía un librito delante de la cara y estaba mirándolo y riéndose levemente. —Es sorprendente —dijo—. Hay como un parche puesto allí —apuntó con el dedo—. Estoy como de costumbre sobre las rocas, y los pingüinos están tambaleándose y aleteando como siempre, y ha estado apareciendo una ballena de vez en cuando, pero se ha puesto demasiado oscuro para divisarla. Sin embargo pon algo allí, y lo veo, de veras que lo veo. Está muy borroso y con fisuras en algunas partes, pero a pesar de todo lo veo, como un tenue espectro de sí mismo. Lo descubrí esta tarde cuando me estaban vistiendo. Es como un agujero en este mundo fantástico. Pon tu mano junto a la mía. No, ahí no. ¡Ah, sí, la veo! ¡La base del pulgar y un poco del puño de la camisa! Parece el fantasma de un trozo de tu mano asomándose en el oscuro cielo. Justo a su lado está saliendo un grupo de estrellas como una cruz. Desde este momento Davidson comenzó a sanar. Su relato del cambio, como la descripción de su alucinación, era extrañamente convincente. Por los parches de su campo de visión el mundo fantástico se fue debilitando y transparentándose, por decirlo así, y a través de estas brechas traslúcidas comenzó a ver borrosamente el mundo real en torno suyo. Los parches aumentaron en cantidad y tamaño, se juntaron y extendieron hasta que solo quedaron acá y allá algunos puntos ciegos en su vista. Podía levantarse y moverse, comer sin ayuda otra vez, leer, fumar y comportarse de nuevo como un ciudadano normal. Al principio le resultaba muy confuso tener estos dos cuadros sobreponiéndose el uno al otro como las vistas cambiantes de un foco, pero muy pronto comenzó a distinguir lo real de lo ilusorio. Cuando empezó a sanar estaba contento de verdad y no parecía más que impaciente por completar su curación haciendo ejercicio y tomando tónicos. Pero al tiempo que aquella extraña isla suya empezó a desvanecerse él se volvió extrañamente interesado en ella. Especialmente deseaba bajar de nuevo a las profundidades marinas y se pasaba la mitad del tiempo deambulando por las partes bajas de Londres, intentando encontrar el barco naufragado que había visto a la deriva. El resplandor de la auténtica luz del día muy pronto le impresionó tan vivamente que borró todos los rastros de su mundo visionario, aunque, por la noche, en su habitación a oscuras, todavía podía ver las blancas rocas de la isla batidas por el agua y a los torpes pingüinos tambaleándose de acá para allá. Pero incluso estas imágenes se debilitaron cada vez más, y, por fin, poco después de casarse con mi hermana, las vio por última vez. Y ahora tengo que contar lo más extraño de todo. Unos dos años después de la curación cené con los Davidson, y, terminada la cena, se presentó un hombre llamado Atkins. Es teniente de la marina y una persona agradable y habladora. Tenía una relación de amistad con mi cuñado y pronto la tuvo conmigo. Resultó que estaba prometido con la prima de Davidson y casualmente sacó una especie de cartera con fotografías para enseñarnos un retrato nuevo de su novia. —Y por cierto —dijo— aquí está el viejo Fulmar. Davidson lo miró de pasada. Luego, de repente, se le iluminó la cara: —¡Cielos! —exclamó—, casi podría jurar… —¿Qué? —preguntó Atkins. —Que había visto ese barco antes. —No sé cómo lo has podido ver. No ha salido de los mares del sur en seis años y antes… —Pero… —comenzó Davidson y siguió—. Sí, ése es el barco con el que soñé. Estoy seguro de que es el barco con el que soñé. Estaba junto a una isla de pingüinos y disparó un cañón. —¡Dios mío! —exclamó Atkins, que ya estaba enterado de los detalles de la alucinación—, ¿cómo diantres podías soñar con eso? Luego, poco a poco, nos fuimos enterando de que el mismísimo día del acceso de Davidson el Fulmar había estado frente a un islote al sur de la Isla de las Antípodas. Un bote había desembarcado durante la noche para conseguir huevos de pingüino, se había retrasado y, habiendo estallado una tormenta, la tripulación del bote había decidido esperar hasta la mañana para retornar al barco. Atkins había sido uno de ellos y corroboró, palabra por palabra, las descripciones que Davidson había hecho de la isla y del bote. No nos cabe la menor duda de que Davidson ha visto realmente el lugar. De alguna forma indescriptible, mientras iba de acá para allá en Londres, su vista se movía paralelamente de acá para allá en esa isla distante. El cómo es absolutamente un misterio. Esto completa la extraordinaria historia de los ojos de Davidson. Quizás es el caso mejor autentificado que existe de verdadera visión a distancia. No sé de ninguna explicación excepto la que ha lanzado el profesor Wade. Pero su teoría implica la cuarta dimensión, y una disertación sobre tipos teóricos de espacio. Hablar de una torsión en el espacio me parece una tontería, quizá se deba a que no soy matemático. Cuando dije que nada alteraría el hecho de que el lugar está a ocho mil millas, respondió que dos puntos pueden estar a una yarda de distancia en una hoja de papel y, sin embargo, se los puede juntar doblando el papel. El lector quizá comprenda este argumento, yo ciertamente no. Su idea parece consistir en que Davidson, al inclinarse entre los polos del gran electroimán, recibió una sacudida extraordinaria en sus elementos retinales a través del repentino cambio en el campo de fuerza debido al rayo. En consecuencia, piensa que quizá sea posible vivir visualmente en una parte del mundo, mientras se vive corporalmente en otra. Hasta ha realizado algunos experimentos para apoyar sus puntos de vista, pero hasta ahora solo ha conseguido dejar ciegos a unos cuantos perros. Creo que ése es el único resultado de su trabajo, aunque hace algunas semanas que no lo veo. Últimamente he estado tan ocupado con el trabajo relacionado con la instalación de Saint Pancras que no he tenido oportunidad de visitarlo. Pero toda su teoría me parece fantástica. Los hechos concernientes a Davidson van por otros derroteros completamente diferentes, y personalmente puedo atestiguar la exactitud de cada uno de los detalles que he referido. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El hombre que podía hacer milagros
Cuento
Ciertos asuntos me habían retenido en la calle Chancery hasta las nueve de la noche, y después, un incipiente dolor de cabeza me quitó las ganas tanto de divertirme como de seguir trabajando. Todo el escaso cielo que los altos acantilados de ese estrecho desfiladero de tráfico dejaban visible hablaba de una noche serena, así que me decidí a caminar hasta el Embankment a descansar la vista y refrescar la cabeza contemplando las abigarradas luces del río. La noche es, sin comparación, el momento más esplendoroso de este lugar. Una piadosa oscuridad oculta la suciedad de las aguas, y las luces de este momento de transición —rojo, naranja brillante, amarillo de gas, blanco eléctrico— se despliegan en vagos contornos con todos los matices posibles entre el gris y el púrpura intenso. Por los arcos del puente de Waterloo cien puntos de luz señalan la curva del Embankment, y sobre su parapeto se levantan las torres de Westminster, cálido gris contra la fría luz de las estrellas. El negro río discurre prácticamente sin un rizo que rompa su silencio y altere las reflexiones de las luces que flotan en su superficie. —Una noche calurosa —dijo una voz a mi lado. Volví la cabeza y vi el perfil de un hombre apoyado sobre el parapeto junto a mí. Tenía un rostro fino, no carente de atractivo, aunque bastante delgado y pálido; y el cuello del abrigo, levantado y ajustado alrededor de la garganta, definía su posición social con la precisión de un uniforme. Pensé que si le contestaba me vería en el compromiso de pagarle la cama y el desayuno. Lo miré con curiosidad. ¿Tendría algo que contarme que valiera el dinero, o sería el vulgar incapaz… incapaz de contar su propia historia? Cierto aire de inteligencia en la mirada y en la frente, y un labio inferior algo tembloroso me decidieron a responderle. —Muy calurosa —respondí yo—, pero no demasiado aquí donde estamos. —No —dijo todavía mirando al agua—, se está bastante bien aquí… ahora mismo. —Es agradable —continuó tras una pausa— encontrar un lugar tan tranquilo como éste en Londres. Después de estar todo el día bregando en los negocios, tratando de salir adelante, enfrentándose a las obligaciones y esquivando los peligros, no sé qué haría uno si no fuera por estos pacíficos rincones. Separaba las frases con prolongadas pausas. —Usted debe de conocer un poco el pesado quehacer mundano, o no estaría aquí. Pero dudo que tenga la cabeza y los pies tan doloridos como yo… ¡Bah! A veces dudo que tanto esfuerzo merezca la pena. Siento impulsos de tirarlo todo por la ventana —nombre, riqueza y posición— y dedicarme a un oficio modesto. Pero sé que si abandonara mi ambición, a pesar de lo mal que me trata, no me quedarían más que remordimientos para el resto de mi vida. Se calló. Yo lo miraba asombrado. Si alguna vez había visto a un hombre desesperadamente apurado de dinero ése era precisamente el que tenía delante de mí. Andrajoso y sucio, sin afeitar y despeinado, parecía como si hubiera estado abandonado una semana en un basurero. Y me hablaba a mí de las enojosas preocupaciones de un gran negocio. Casi suelto una carcajada. O estaba loco o bromeaba ridículamente con su propia pobreza. —Aunque los objetivos y los puestos elevados —respondí— tengan los inconvenientes y la ansiedad del trabajo duro, también tienen sus compensaciones. La influencia, el poder para hacer el bien y ayudar a los más débiles y pobres que nosotros, y hasta se siente cierta gratificación en lucir… Dadas las circunstancias, mi insinuación era de muy mal gusto. Hablé espoleado por el contraste entre su aspecto y su lenguaje. Me pesó incluso cuando lo estaba diciendo. Volvió hacia mí un rostro ojeroso, pero sereno, y comentó: —Me he olvidado de mí mismo. Por supuesto que usted no lo entendería. Me estuvo calibrando durante unos instantes. —Sin duda es muy absurdo. Aunque se lo cuente usted no me creerá, así que no corro muchos riesgos haciéndolo. Y será un alivio contárselo a alguien. Realmente tengo entre manos un gran negocio, un negocio muy grande. Pero hay problemas ahora mismo. El hecho es que fabrico diamantes. —Me imagino —intervine yo— que está en el paro en este momento. —Estoy harto de que no me crean —respondió impaciente, y de repente, desabotonando el miserable abrigo, sacó una pequeña bolsa de lona que le colgaba de un cordón alrededor del cuello. Extrajo de la bolsa una piedra de color marrón. —No sé si tiene los conocimientos suficientes como para saber lo que es. Me lo pasó. Pues bien, hacía más o menos un año había dedicado mi tiempo libre a conseguir un diploma de ciencias en Londres, así que tengo algunas nociones de física y mineralogía. Aquello semejaba un diamante sin cortar, del tipo más oscuro, aunque demasiado grande, porque tenía casi el mismo tamaño que el extremo de mi pulgar. Lo cogí y vi que tenía la forma de un octaedro regular, con las caras talladas características del más precioso de los minerales. Saqué mi navaja e intenté rayarlo, pero fue en vano. Inclinándome hacia adelante en dirección a la farola de gas, lo probé sobre el cristal de mi reloj y logré hacer una raya blanca con la mayor facilidad. Miré a mi interlocutor con creciente curiosidad. —Ciertamente es bastante parecido a un diamante. Pero, de serlo de verdad, es un diamante gigante. ¿Dónde lo consiguió? —Le digo que lo fabriqué —contestó—. Devuélvamelo. Volvió a ponerlo en la bolsa rápidamente y abotonó la chaqueta. —Se lo venderé por cien libras —murmuró de repente con impaciencia. Eso me hizo volver a sospechar. Después de todo, aquello podía ser simplemente un trozo de esa sustancia casi igual de dura, el corindón, que accidentalmente tiene una forma similar a la del diamante. O si realmente era un diamante, ¿cómo se había hecho con él y por qué lo vendía por cien libras? Nos miramos a los ojos. Parecía impaciente, pero con una impaciencia honrada. En aquel momento creí de verdad que lo que trataba de vender era un diamante. Sin embargo, yo soy pobre. Cien libras dejarían un visible agujero en mi economía y nadie en su sano juicio compraría un diamante a la luz de una farola a un vagabundo andrajoso fiándose únicamente de su garantía personal. De todas formas, un diamante de aquel tamaño evocaba una visión de muchos miles de libras. Luego pensé que una piedra semejante a duras penas podía existir sin que fuera mencionada en todos los libros de gemas, y de nuevo recordé las historias de contrabando y robo de los mineros de El Cabo. Dejé a un lado la cuestión de la compra. —¿Cómo lo consiguió? —pregunté. —Lo fabriqué. Yo había oído hablar de Moissan, pero sabía que sus diamantes artificiales eran muy pequeños. Negué con la cabeza. —Usted parece que sabe algo de esto. Le contaré algo sobre mí. Quizá después mejore su opinión sobre la compra. Se volvió dando la espalda al río y metió las manos en los bolsillos. Suspiró. —Se que no me creerá… Los diamantes —comenzó, y al hablar su voz iba perdiendo el desmayado tono del vagabundo y adquiriendo la dicción fácil del hombre educado— se fabrican echando una mezcla de carbón en un fundente adecuado y a la presión conveniente; el carbón cristaliza entonces no en grafito o polvo de carbón, sino en pequeños diamantes. Todo eso lo saben los químicos desde hace años, pero ninguno ha dado todavía exactamente con el fundente correcto en el que fundir el carbón, o con la presión adecuada para obtener los mejores resultados. Por consiguiente los diamantes fabricados por químicos son pequeños y oscuros, y sin valor como joyas. Pues bien, yo, sabe usted, he dedicado toda mi vida a este problema… le he sacrificado toda mi vida. »Comencé a trabajar en todo lo referente a la fabricación de diamantes cuando tenía diecisiete años, y ahora tengo treinta y dos. Me pareció que la tarea podría absorber el pensamiento y las energías de un hombre durante diez o incluso veinte años, pero, aun así, el esfuerzo todavía habría valido la pena. Suponga que alguien diera por fin con el procedimiento correcto, antes de que se conociera el secreto y de que los diamantes fueran tan corrientes como el cartón: habría hecho millones. ¡Millones! Hizo una pausa y buscó mi comprensión. Le brillaron los ojos con avidez. —Y pensar —dijo— que estoy a punto de conseguirlo, y aquí me tiene usted. »A los veintiún años —prosiguió— tenía mil libras y pensé que esa cantidad completada con algunas clases sería suficiente para mantener mis investigaciones. Pasé un año o dos estudiando, principalmente en Berlín, y luego continué por mi cuenta. El problema estaba en el secreto. Ya sabe, si alguna vez hubiera dado a conocer lo que estaba haciendo, mi creencia en la viabilidad de la idea podría haber espoleado a otros hombres, y no me considero un genio de tanta categoría como para estar seguro de llegar el primero en caso de una carrera por el descubrimiento. Y ya sabe lo importante que era, si de verdad quería amasar una gran cantidad de dinero, que la gente no supiera que se trataba de un proceso artificial y capaz de producir diamantes por toneladas. Así que tuve que trabajar completamente solo. Al principio tenía un pequeño laboratorio, pero cuando empecé a quedarme sin recursos tuve que realizar mis experimentos en una miserable habitación sin amueblar en Kentish Town, donde terminé durmiendo en un colchón de paja sobre el suelo entre todos mis aparatos. El dinero se evaporó sin más. Yo me lo escatimaba todo excepto los instrumentos científicos. Intenté mantener la situación con algunas clases, pero no soy un profesor muy bueno, no tengo diploma universitario, ni muchos conocimientos excepto en química, y me encontré con que tenía que dedicar mucho trabajo y mucho tiempo a cambio de muy poco dinero. Pero conseguí acercarme cada vez más a la solución. Hace tres años que resolví el problema de la composición del fundente, y me aproximé mucho al de la presión poniendo este fundente mío y cierta mezcla de carbón dentro de un cañón completamente cerrado, lo llené de agua, lo sellé bien y lo calenté. Se detuvo. —Bastante arriesgado —le dije. —Sí. Estalló, hizo pedazos todas las ventanas y gran parte de mis aparatos, pero conseguí una especie de polvo de diamantes a pesar de todo. Estudiando el problema de cómo conseguir una fuerte presión sobre la mezcla fundida que había de cristalizar en diamantes, me encontré con unas investigaciones de Daubre en el Laboratoire des Poudres et Salpétres de París. Hacía estallar dinamita en un cilindro de acero bien atornillado y demasiado fuerte para reventar, y me enteré de que de este modo podía pulverizar rocas convirtiéndolas en un limo no muy distinto al de los yacimientos sudafricanos en los que se encuentran los diamantes. Constituyó un golpe tremendo para mis recursos, pero logré que, siguiendo su modelo, me hicieran un cilindro de acero para mis objetivos. Puse dentro del cilindro todo el material y los explosivos, encendí un buen fuego en el fogón, coloqué dentro el cilindro y… me fui a dar un paseo. No pude por menos de reírme de su forma realista y desconsiderada de actuar. —¿No pensó que podía volar la casa? ¿Había más gente en el edificio? —Era una cuestión de interés científico —dijo finalmente—. En el piso de abajo vivía la familia de un vendedor ambulante, en la habitación de detrás de la mía un escritor que pedía dinero por carta y dos vendedoras de flores en el piso de arriba. Quizá fue un poco descuidado. Pero posiblemente algunos estaban fuera. —Cuando volví el cilindro estaba exactamente donde lo había dejado, entre carbones ardiendo al rojo blanco. El explosivo no lo había reventado. Por consiguiente tenía que enfrentarme a otro problema. Como usted sabe, el tiempo es un elemento importante en la cristalización. Si se precipita el proceso los cristales son pequeños, solo mediante una acción prolongada se consigue cierto tamaño. Decidí dejar enfriar el aparato durante dos años, disminuyendo lentamente la temperatura durante ese tiempo. Por entonces mi dinero se había agotado ya, y teniendo que atender un gran fuego, la renta de mi habitación y mi propia hambre apenas si me quedaba un penique. »Difícilmente podría contarle todas las chapuzas a las que he tenido que dedicarme mientras fabricaba los diamantes. He vendido periódicos, cuidado de caballos, abierto las puertas de los coches. Estuve muchas semanas poniendo direcciones en sobres. Fui ayudante de un hombre que tenía una carreta, y yo hacía un lado de la calle mientras él hacía el otro. En una ocasión no me salió nada durante toda la semana y mendigué. ¡Qué semana aquélla! Un día el fuego se estaba apagando y yo no había comido nada en todo el día, y un hombrecillo que sacaba a pasear a su pequeña me dio seis peniques… para lucirse. ¡Gracias a Dios por la vanidad! ¡Cómo olían los puestos de pescado frito! Pero fui y me lo gasté todo en carbón, y puse el fogón al rojo vivo de nuevo, y luego… bueno, el hambre nos atonta. »Por fin, hace tres semanas, dejé que el fuego se apagara. Cogí el cilindro y lo desatornillé cuando estaba todavía tan caliente que me quemó las manos, saqué la desmenuzada masa semejante a la lava raspando con un cincel y la pulvericé a martillazos sobre una placa de hierro. Encontré tres diamantes grandes y cinco pequeños. Mientras martilleaba en el suelo se abrió la puerta y entró mi vecino, el escritor de cartas pidiendo dinero. Estaba borracho como de costumbre. »—¡Narquista! —farfulló. »—Estás borracho —le dije. »—Sinvergüenza destructor —exclamó. »—Vete con tu padre —le respondí, queriendo decir al diablo. »—No importa —contestó. »Me hizo un guiño socarrón y soltó un hipo. Apoyado sobre la puerta, con el otro ojo contra el marco, comenzó a farfullar que había estado fisgando en mi habitación y que había ido a la policía aquella mañana, y que ellos habían anotado todas sus palabras, como si fueran perlas, dijo. »Entonces me di cuenta de repente de que estaba en un aprieto. O contaba a los policías mi secreto y todo se sabría, o pasaría por anarquista. Así que me acerqué a mi vecino, lo cogí por el cuello y lo zarandeé un poco; luego recogí mis diamantes y me largué. Los periódicos de la tarde llamaban a mi cuchitril la fábrica de bombas de Kentish Town. Y ahora no puedo desprenderme de los diamantes ni por amor ni por dinero. »Cuando voy a los joyeros respetables me dicen que espere, y en voz baja mandan al dependiente a buscar a la policía; yo entonces digo que no puedo esperar. Descubrí a uno que recogía cosas robadas, y sencillamente agarró el que le di y me dijo que si lo quería tendría que llevarle a juicio. Ahora voy por ahí con varios cientos de miles de libras en diamantes alrededor del cuello y sin cobijo ni comida. Usted es la primera persona a la que he contado mi secreto. Pero me gusta su cara y estoy muy apurado. Me miró a los ojos. —Sería una locura —le dije— comprarle un diamante en estas circunstancias. Además yo no voy por ahí con cientos de libras en el bolsillo. Sin embargo, me inclino más bien a creer en su historia. Si le parece bien, haré lo siguiente: venga mañana a mi oficina… —¡Usted cree que soy un ladrón! —dijo con viveza—. Usted se lo dirá a la policía. No voy a meterme en una trampa. —De alguna forma estoy seguro de que usted no es un ladrón. Aquí tiene mi tarjeta. Cójala de todas formas. No tiene que presentarse a una cita. Venga cuando quiera. Cogió la tarjeta con mis mejores promesas de buena voluntad. —Piénselo mejor y venga —le dije. Movió dubitativamente la cabeza. —Algún día le devolveré la media corona con intereses, unos intereses tales que le dejarán boquiabierto —me dijo. —De todas formas, ¿guardará el secreto?… No me siga. Cruzó la calle y se dirigió en la oscuridad hacia los pequeños peldaños que, bajo el arco, llevan a la calle de Essex. Dejé que se fuera. Y fue la última vez que lo vi. Posteriormente recibí dos cartas suyas pidiéndome que le enviara billetes de banco, nada de cheques, a ciertas direcciones. Yo sopesé el asunto e hice lo que consideré más prudente. Una vez vino a casa cuando estaba fuera. Mi hijo lo describió como un hombre delgado, sucio, harapiento y con una tos horrible. No dejó ningún mensaje. En lo que a mi historia concierne, ése fue el punto final. Nunca más volví a tener noticias suyas. A veces me pregunto qué habrá sido de él. ¿Era un monomaniaco ingenioso, un fraudulento comerciante de bisutería, o había fabricado realmente los diamantes como aseguraba? Esto último es lo suficientemente creíble como para hacerme pensar a veces que he perdido la oportunidad más brillante de mi vida. Quizás esté muerto y sus diamantes tirados por ahí… Uno, repito, era casi tan grande como mi pulgar. Quizás aún esté intentando vender los diamantes. También es posible que vuelva todavía triunfante a la sociedad y, al pasar por mi casa con la serena altivez sagrada de los ricos y famosos, me reproche en silencio mi falta de valor. A veces pienso que al menos podía haber arriesgado cinco libras. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El hombre que volaba
Cuento
La escena en que Clayton narró su última historia vuelve vívidamente a mi memoria. Estuvo sentado casi todo el tiempo en el extremo del confortable sofá que está junto a la espaciosa chimenea, y Sanderson, que se sentaba a su lado, fumaba una de esas pipas de arcilla Broseley que llevan su nombre. También estaban Evans y Wish, actor maravilloso y hombre modesto al mismo tiempo. Todos habíamos llegado al Mermaid Club aquel sábado por la mañana, excepto Clayton, que durmió allí la noche anterior, acontecimiento que propició su historia. Habíamos estado jugando al golf hasta que la bola se hizo invisible; tras la cena, nos encontrábamos en ese estado de bondad apacible en que los hombres pueden soportar una historia. Cuando Clayton empezó a contar una, supusimos naturalmente que la estaba inventando. Tal vez la inventaba de hecho, y el lector podrá juzgarlo en seguida tan bien como yo. Empezó, es verdad, como si relatara una anécdota real, pero pensamos que solo era el artificio incorregible del hombre. —¡Oídme! —comentó después de haber observado largamente la lluvia de chispas que ascendía desde el tronco que Sanderson había atizado—. ¿Sabéis que he estado solo aquí esta noche? A excepción del servicio —dijo Wish. —Que duermen en el otro ala —dijo Clayton—. Bien, pues… Dio unas caladas a su cigarrillo durante un rato, como si todavía dudara de su confidencia. Entonces dijo en voz muy baja: —He atrapado un fantasma. —¿Que has atrapado un fantasma? ¿En serio? —dijo Sanderson—. ¿Dónde está? Y Evans, que admiraba a Clayton de una forma inconmensurable y que había estado cuatro semanas en América, exclamó: —¿En serio que has atrapado un fantasma, Clayton? ¡Me alegro! ¡Cuéntanoslo ahora mismo! Clayton dijo que lo haría en seguida y le pidió que cerrara la puerta. Me miró excusándose. —Por supuesto que no hay chismosos, pero no quiero perturbar a nuestro excelente servicio con rumores de que hay fantasmas en el club. Ya hay suficientes tinieblas y paneles de roble como para andar jugando con estas cosas. Y además, este no era un fantasma cualquiera. No creo que vuelva nunca más. —¿Quieres decir que no lo retuviste? —dijo Sanderson. —No tuve corazón para ello —dijo Clayton. Y Sanderson dijo a su vez que estaba sorprendido. Nos reímos, y Clayton pareció ofenderse. —Ya —dijo con una sonrisa trémula—, pero el caso es que era un fantasma de verdad, y estoy tan seguro de ello como de que estoy hablando ahora con vosotros. No bromeo. Sé lo que digo. Sanderson aspiró profundamente de su pipa mientras dirigía una mirada rojiza hacia Clayton; luego expulsó un hilo delgado de humo más elocuente que muchas palabras. Clayton ignoró el gesto. —Es la cosa más extraña que me ha sucedido en la vida. Ya sabéis que yo no había creído nunca en cosas de ese estilo; y entonces, mira por dónde, cazo uno en un rincón y me encuentro con todo el asunto en mis manos. Meditó todavía más profundamente y, tras haber sacado un segundo cigarro, comenzó a perforarlo con un curioso punzón por el que sentía afecto. —¿Hablaste con él? —preguntó Wish. —Alrededor de una hora. —¿Animadamente? —dije, uniéndome al círculo de escépticos. —El pobre diablo estaba en un apuro —dijo Clayton, inclinado sobre el extremo del cigarro y con un leve tono de reprobación. —¿Sollozaba? —preguntó alguien. Clayton exhaló un auténtico suspiro cuando esto le vino a la memoria. —¡Santo Dios! —dijo—. ¡Pobre hombre! Sí, claro que sí. —¿Dónde lo descubriste? —preguntó Evans con su mejor acento americano. —Nunca llegué a concebir —dijo Clayton sin hacerle caso— qué cosa tan penosa puede ser un fantasma —y mientras buscaba las cerillas en el bolsillo y prendía su cigarro, nos volvió a dejar en suspenso. —Lo sorprendí —contestó al fin. Ninguno de nosotros tenía prisa. —Un carácter —dijo— permanece exactamente igual, aun cuando haya sido privado de su cuerpo. Es algo que olvidamos con demasiada frecuencia. La gente dotada con cierta fuerza o firmeza de voluntad tiene un espectro con igual fuerza y firmeza de voluntad; la mayor parte de los fantasmas que se aparecen deben de estar dominados por una idea fija, como los monomaníacos, y ser tan obstinados como burros para regresar hasta la saciedad. Esta pobre criatura no era así. De repente levantó los ojos y recorrió la habitación con la mirada. —Lo digo —prosiguió— sin mala intención, pero es la pura verdad. Incluso a primera vista me pareció débil. Hizo una pausa llevándose el cigarro a la boca. —Lo encontré en el corredor. Estaba de espaldas a mí y yo le vi primero. En seguida me di cuenta de que se trataba de un fantasma. Era transparente y blanquecino; a través de su pecho pude ver con nitidez la luz tenue de la pequeña ventana del fondo. Y no solo su físico, también su actitud me dio una impresión de debilidad. Parecía como si no supiera en absoluto qué hacer. Una mano se apoyaba en el panel y la otra se agitaba sobre su boca. ¡Así…! —¿Cómo era? —preguntó Sanderson. —Flaco. Ya sabéis cómo es ese cuello que tienen algunos jóvenes, y que forma una especie de surcos cuando se une con la espalda, aquí y aquí… ¡Así era el suyo! La cabeza pequeña e innoble, con pelo tieso y escaso, y orejas más bien deformes. Los hombros contrahechos, más estrechos que las caderas. Llevaba un cuello vuelto, una chaqueta corta y unos pantalones con rodilleras y algo deshilachados por abajo. Así fue como apareció ante mí. Subí en silencio las escaleras. Yo tenía puestas mis zapatillas a rayas, y no llevaba ninguna luz —ya sabéis que las velas están en la mesa del rellano, y allí solo hay una lámpara—; entonces vi cómo subía. Me detuve de repente para observarle. No sentía ningún miedo. Creo que en la mayoría de estas situaciones uno no se asusta, ni se excita tanto como podría haber imaginado. Yo estaba sorprendido e intrigado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Por fin un fantasma! Y yo que no había creído en ellos ni un solo instante en los últimos veinticinco años». —Humm —dijo Wish. —Me parece que justo antes de llegar al rellano, descubrió mi presencia. Volvió la cabeza con brusquedad y pude ver la cara de un joven inmaduro de nariz fofa, bigotito esmirriado y barbilla escuálida. Así nos mantuvimos un instante, uno frente a otro, y él mirándome por encima del hombro. Entonces pareció recordar su alta vocación. Se volvió por completo, se elevó sobre sí mismo, adelantó la cara, levantó los brazos, desplegó las manos al modo clásico de los fantasmas y avanzó hacia mí. Mientras se mantenía en esta postura, dejó caer su pequeña mandíbula y emitió un «Uhh» débil y prolongado. No, aquello no infundía terror en absoluto. Yo ya había cenado; había bebido una botella de champán y, cuando me quedé solo, tal vez dos o tres —tal vez cuatro o cinco— whiskies, de modo que estaba tan firme como una roca y no más asustado que si me hubiera atacado una rana. »—Uhh —dije—. ¡Qué disparate! Tú no perteneces a este club. ¿Qué haces aquí? »Pude ver cómo se estremecía». —Uhh… uhh —dijo él. »—Uhh… ¡Que te cuelguen! ¿Eres miembro del club? —dije, y para demostrarle que no me inspiraba ni una pizca de miedo caminé a través de uno de sus costados para encender mi vela. »—¿Eres miembro del club? —repetí mirándole de lado. »Se movió un poco para distanciarse de mí y mostró un gesto de abatimiento. »—No —dijo respondiendo a la pregunta persistente de mi mirada—; no soy miembro del club… Soy un fantasma. »—Bueno, eso no te da derecho a entrar en el Mermaid Club. ¿Quieres ver a alguien, o algo parecido? »Y encendí la vela con la mayor calma posible por temor a que confundiera la torpeza producida por el whisky con la perturbación del miedo. Me volví hacia él con la vela en la mano. »—¿Qué haces aquí? —dije. »Dejó caer sus manos y cesó de decir «Uhh». Y allí se erguía, torpe y avergonzado, el fantasma de un joven débil, simple e indeciso. »—Estoy de ronda —dijo. »—No tienes nada que hacer aquí —dije en tono tranquilo. »—Soy un fantasma —dijo a modo de justificación. »—Puede ser, pero no tienes por qué rondar por aquí. Este es un club privado, respetable; aquí vienen con frecuencia personas con niñeras y niños, y como andas con tanto descuido, algún pobre niño te puede encontrar y asustarse horriblemente. Supongo que no has reparado en ello. »—No, señor —dijo. »—Pues deberías haberlo hecho. ¿No tendrás alguna justificación para venir aquí, verdad? Haber sido asesinado en el club o algo parecido. »—No, señor; pero pensé que como era un edificio viejo y tenía paredes de roble… »—Eso es una excusa —dije, mirándole fijamente—. Es un error haber venido aquí —continué en un tono de superioridad amistosa. Hice como que buscaba mis cerillas y luego lo miré con franqueza—. Si yo fuera tú, no esperaría al canto del gallo… me desvanecería al instante. »Pareció aturdirse. »—Es que, señor… —comenzó. »—Me desvanecería —repetí, dándole a entender que regresara a su mundo. »—Es que, señor, por alguna razón, no puedo. »—¿Que no puedes? »—No, señor. Hay algo que he olvidado. He estado vagando por aquí desde medianoche, ocultándome en los armarios de los dormitorios vacíos y en lugares parecidos. Estoy confundido. Nunca antes había salido a rondar y esta situación me desconcierta. »—¿Te desconcierta? »—Sí, señor. He intentado hacerlo varias veces, pero no lo he conseguido. Hay algo que se me ha ido de la memoria y no puedo volver. »Esto me impresionó profundamente. Me miraba con tanta humildad que por nada del mundo habría mantenido yo el tono tan agresivo que había adoptado. »—Es extraño —dije, y mientras hablaba imaginé oír a alguien que se movía por abajo—. Ven a mi cuarto y cuéntame algo más sobre el asunto —yo, por supuesto, no entendía nada. »Intenté cogerle del brazo, pero, evidentemente, era como intentar coger un soplo de humo. Había olvidado mi número, me parece. De cualquier forma, recuerdo haber entrado en varios dormitorios —fue una suerte que yo fuera el único que se encontraba en ese ala— hasta que al fin vi mis cosas. »—Ya estamos —dije, y me senté en el sillón—. Siéntate y cuéntamelo todo. Me parece que te has metido en un buen lío, amigo. »Bueno, el fantasma dijo que no quería sentarse y que prefería ir y venir por la habitación, si a mí no me importaba. Así lo hizo y en un instante nos vimos sumidos en una conversación larga y seria. En ese momento, los efluvios de los whiskies y del soda se desvanecieron y empecé a tomar conciencia del extraordinario y fantástico asunto en que estaba metido. Allí estaba, semitransparente, el fantasma convencional, silencioso excepto cuando emitía su voz fantasmal, revoloteando de aquí para allá, en aquel dormitorio viejo, limpio, agradable y tapizado de quimón. Se podía ver, a través de él, la tenue luz de las palmatorias de cobre, el resplandor de los guardafuegos de bronce y las esquinas de los grabados enmarcados en la pared; y allí estaba él, contándome su desdichada y corta vida, que acababa de concluir en la tierra. No tenía una cara especialmente honesta, pero, al ser transparente, no podía eludir decir la verdad. —¿Eh? —dijo Wish, levantándose repentinamente de la silla. —¿Cómo? —dijo Clayton. —Por ser transparente… no podía evitar decir la verdad… No lo entiendo —dijo Wish. —Yo tampoco —dijo Clayton, con una seguridad inimitable—; pero es así. Puedo asegurarlo. No creo que se haya desviado un ápice de la verdad. Me contó cómo había muerto —bajó con una vela a un sótano de Londres para descubrir el lugar donde se producía un escape de gas— y que era profesor de inglés en una escuela privada de Londres cuando sucedió el escape. —Pobre desdichado —dije. —Lo mismo pensaba yo, y a medida que me hablaba, más lo pensaba. Allí estaba, sin meta en la vida, sin meta fuera de ella. Habló de su padre, de su madre, de su profesor y de todos aquellos con quienes había tenido trato, con desprecio. Había sido demasiado sensible, demasiado nervioso; nadie le había valorado en su justa medida, ni entendido, dijo. Nunca había tenido en el mundo un amigo de verdad, sospecho. Nunca había tenido éxito. Había rehuido las diversiones y suspendido los exámenes. »—Hay mucha gente así —me dijo—; cuando entraba en el aula del examen, parecía que todo se esfumaba. »Se había prometido con otra persona extremadamente impresionable, supongo, cuando la imprudencia con el escape de gas puso fin a su aventura amorosa. »—¿Y dónde estás ahora? —pregunté—. ¿No estarás en…? »No fue nada claro en su respuesta. Me dio la impresión de que se trataba de un estado vago, intermedio, un lugar reservado especialmente a las almas con muy poca existencia para cosas tan positivas como el pecado o la virtud. No lo sé. Era demasiado egoísta y distraído para darme una idea clara sobre la clase de lugar, de región que se extiende al Otro Lado de las Cosas. Estuviera donde estuviera, parece que había caído entre un grupo de espíritus afines: fantasmas de jóvenes débiles de los barrios bajos de Londres, que tenían el mismo nombre y que hablaban a menudo de «ir de ronda» y cosas parecidas. Al parecer, pensaban que «ir de ronda» era una aventura tremenda y la mayoría de ellos se rajaban siempre. Y así, apremiado por los otros, había llegado al club. —¡Increíble! —dijo Wish, absorto frente al fuego. —En todo caso, eso es lo que me dio a entender —dijo Clayton con modestia—. Es posible que yo no me encontrara en el estado más apropiado para juzgar, pero ese es el panorama que describió. Continuó revoloteando de un lado para otro, sin dejar de hablar con su delgada voz, de su yo desdichado, pero sin decir una palabra clara ni una frase coherente en todo el tiempo. Era más delgado, más simple y más inútil que cuando estaba vivo; en ese caso, si hubiera estado vivo, no habría permanecido en mi dormitorio, le habría echado a patadas. —Sin duda —dijo Evans—, hay pobres mortales de esa naturaleza. —Y tienen tantas posibilidades de convertirse en fantasmas como cualquiera de nosotros —admití yo. —Lo que tenía cierta importancia para él era que, dentro de unos límites, parecía descubrirse así mismo. El desorden producido por la ronda le había deprimido terriblemente. Le habían dicho que sería una «juerga»; él había venido esperando que fuera una juerga y solo había conseguido un nuevo fracaso que añadir a su larga lista. Se definía a sí mismo como un fracasado completo y consumado. Decía, y le creo totalmente, que nunca había intentado hacer algo en la vida que no le hubiera salido fatal y que le seguiría ocurriendo a través de la inmensidad de la eternidad. Si hubiera recibido más comprensión, tal vez… Se interrumpió y se quedó mirándome. Observó que, por extraño que pudiera parecerme, nadie, absolutamente nadie le había dado la comprensión que yo le estaba dando en ese momento. En seguida me di cuenta de lo que quería y decidí librarme de él de una vez por todas. Puedo ser un bestia, pero ser el Único Amigo Verdadero, el receptáculo de las confidencias de uno de esos egoístas enfermizos, ya sea hombre o fantasma, es algo que está más allá de mi resistencia física. Me levanté bruscamente. »—No te obsesiones demasiado con estas cosas —dije—. Lo que tienes que hacer es irte, irte ya… Serénate e inténtalo. »—No puedo —dijo. »—Inténtalo —dije, y lo intentó. —¡Intentarlo! —dijo Sanderson—. ¿Cómo? —Con pases —dijo Clayton. —¿Pases? —Series complicadas de gestos y pases hechos con las manos. Así vino y así tenía que irse. ¡Señor! ¡El trabajo que me costó! —Pero ¿cómo una serie de pases puede…? —comencé a decir. —Amigo mío —dijo Clayton, volviéndose hacia mí y poniendo mucho énfasis en ciertas palabras—, quieres tenerlo todo claro. No sé cómo. Sé lo que tú: al final lo hizo, pero no sé cómo. Después de un rato espantoso, consiguió hacer bien sus pases y desapareció súbitamente. —¿Te fijaste en esos pases? —dijo Sanderson con lentitud. —Sí —dijo Clayton, y pareció meditar unos instantes—. Era tremendamente extraño. Allí estábamos los dos, yo y ese fantasma impreciso y delgado, en esa habitación silenciosa, en esta casa silenciosa y vacía, en esta pequeña ciudad silenciosa el viernes por la noche. Ningún sonido, salvo nuestras voces y el jadeo casi imperceptible que el fantasma producía cuando gesticulaba. La vela de la habitación y la que había encima del tocador estaban encendidas, eso era todo; a veces, una de las dos lanzaba una llama alta, delgada y temblorosa durante un corto espacio de tiempo. Y sucedieron cosas extrañas. »—No puedo —decía el fantasma—, ¡nunca podré…! »Y de repente se sentó en una silla junto al pie de la cama y empezó a sollozar. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible y quejumbrosa parecía! »—Domínate —le decía yo, y trataba de darle palmaditas en la espalda… ¡y mi condenada mano pasaba a través de él! »En ese momento no me sentía tan… entero como cuando estaba en el rellano. Sentía plenamente la singularidad de la situación. Recuerdo que alejé mi mano de él con un leve temblor y que fui hacia el tocador. »—Sobreponte —le dije— e inténtalo. »Y para animarle y ayudarle, me puse a intentarlo yo también. —¡Qué! —dijo Sanderson—. ¿Los pases? —Sí, los pases. —Pero… —dije yo, movido por una idea que se me escapaba. —Esto es interesante —dijo Sanderson, con un dedo metido en el hornillo de la pipa—. ¿Quieres decir que ese fantasma tuyo reveló…? —¿Que si hizo todo lo que pudo para revelar el secreto de la maldita barrera? Sí. —No —dijo Wish—, no pudo hacerlo. De otro modo, te hubieras ido tú también. —Eso es precisamente… —dije, al ver mi esquiva idea expresada con palabras. —Eso es precisamente —repitió Clayton, mirando el fuego con ojos pensativos. Se produjo un breve silencio. —¿Y al final lo consiguió? —dijo Sanderson. —Al fin lo consiguió. Tuve que emplearme a fondo para mantenerle a flote, pero al fin lo consiguió… y de forma inesperada. Se desesperaba, discutimos violentamente, y entonces se levantó de un salto y me pidió que ejecutara despacio todos los movimientos para que él pudiera fijarse. »—Creo —dijo— que si pudiera verlo, descubriría en seguida lo que va mal. »Y lo descubrió. »—Ya lo sé —dijo. »—¿Qué sabes? —pregunté. »—Ya lo sé —repitió. Después añadió malhumorado—: Si me mira, no puedo hacerlo… de verdad que no puedo; eso ha sido, en parte, lo que me lo ha impedido hasta ahora. Soy tan nervioso que usted me desconcierta. »Bueno, discutimos un poco. Yo quería verlo, naturalmente, pero él era tan terco como una mula; y, de pronto, me sentí extenuado… me había dejado sin fuerzas. »—Está bien, no te miraré —dije, y me volví hacia el espejo del armario que está junto a la cama. »Empezó muy rápido. Yo traté de seguir mirándole en el espejo para ver lo que había omitido. Sus brazos y manos giraban así y así, y entonces, de golpe, llegó al movimiento final —el cuerpo erguido y los brazos abiertos—, y así se quedó. Y después, ¡ya no estaba! ¡No estaba! ¡Desapareció! Giré sobre mis talones, desde el espejo hacia el lugar donde él se encontraba. ¡No había nada! Estaba solo entre velas llameantes y un espíritu fluctuante. ¿Qué había pasado? ¿Había pasado algo realmente? ¿Había estado soñando…? Y entonces, con un timbre absurdo de finalidad, el reloj del rellano descubrió que era el momento adecuado para dar la una. Así: ¡Ping! Y yo estaba tan grave y sobrio como un juez, con todo mi champán y todo mi whisky que se habían ido a tomar el fresco. Y con una sensación extraña, ¿sabéis…? ¡Condenadamente extraña! ¡Dios mío! Contempló la ceniza de su cigarro un instante. —Esto es todo lo que pasó. —¿Te fuiste a la cama después? —¿Qué otra cosa podía hacer? Miré a Wish a los ojos. Queríamos reírnos, pero había algo, tal vez algo, en la voz y en la actitud de Clayton que impedía nuestro deseo. —¿Y los pases? —dijo Sanderson. —Creo que los podría hacer ahora. —¡Oh! —dijo Sanderson, y sacó una navaja y se puso a limpiar de restos de tabaco el hornillo de su pipa de arcilla. —¿Por qué no los haces ahora? —continuó Sanderson, cerrando su navaja con un chasquido. —Es lo que voy a hacer —dijo Clayton. —No funcionará —dijo Evans. —Y si… —sugerí. —Prefiero que no lo hagas —dijo Wish, estirando las piernas. —¿Por qué? —preguntó Evans. —Prefiero que no lo haga —dijo Wish. —Pero si no los sabe hacer bien —dijo Sanderson, cargando su pipa con un montón de tabaco. —Me da igual, preferiría que no lo hiciera —dijo Wish. Discutimos con Wish. Decía que si Clayton ejecutaba esos gestos, sería burlarse de una cosa muy seria. —¿Pero tú no habrás creído…? —dije. Wish miró a Clayton, quien, mirando fijamente al fuego, sopesaba algo en su mente. —Lo creo… al menos más de la mitad, sí —dijo Wish. —Clayton —dije—, eres demasiado bueno para engañarnos. La mayor parte estaba bien. Pero esa desaparición… tendría que ser más convincente. Confiesa que se trataba de un cuento fantástico. Se levantó sin haberme prestado atención, se situó en el centro de la alfombra y se volvió hacia mí. Durante un rato contempló sus pies con aire pensativo, después sus ojos se clavaron en la pared opuesta y los mantuvo con expresión abstraída durante el resto del tiempo. Levantó las manos lentamente hasta la altura de los ojos y así empezó… Ahora bien, Sanderson es un francmasón, miembro de la logia de los Cuatro Reyes, la cual se dedica con acierto al estudio y elucidación de todos los misterios de la masonería del pasado y del presente, y entre los estudiosos de esta logia, Sanderson no es en absoluto el menos importante. Siguió, con sus ojos enrojecidos, los movimientos de Clayton con singular interés. —No está mal —dijo cuando Clayton terminó—. Realmente ejecutas los movimientos de una manera asombrosa: pero falta un pequeño detalle. —Ya lo sé —dijo Clayton—, creo que podría decirte cuál es. —¿Cuál? —Este —dijo Clayton, y giró extrañamente la mano, la retorció y la impulsó hacia delante. —Exacto. —Esto, sabes, es lo que él no conseguía hacer bien —dijo Clayton—. Pero ¿cómo tú…? —No comprendo casi nada de este asunto, y especialmente cómo has podido inventártelo —dijo Sanderson—, pero esto último… —reflexionó— me resulta familiar. Tienen que ser series de gestos conectados con cierta rama de la Masonería esotérica… Supongo que lo sabes. De otra forma… ¿cómo? Reflexionó de nuevo. —No creo que pueda hacerte ningún daño si te digo cuál es el giro adecuado. Al fin y al cabo da lo mismo que lo sepas o no. —Solo sé —dijo Clayton— lo que el pobre diablo me reveló anoche. —De acuerdo, no importa —dijo Sanderson, y colocó su pipa en la repisa de la chimenea con sumo cuidado. Entonces gesticuló con las manos vertiginosamente. —¿Así? —dijo Clayton, repitiendo los movimientos. —Así —dijo Sanderson, y volvió a coger su pipa. —¡Ah! Ahora —dijo Clayton— puedo hacerlo todo… bien. Se irguió frente al fuego mortecino y nos sonrió. Pero creo que había cierta vacilación en su sonrisa. —Y si empiezo —dijo. —Yo no empezaría —dijo Wish. —¡No hay motivo de preocupación! —dijo Evans—. La materia es indestructible. No irás a pensar que una patraña de ese tipo va a arrojar a Clayton al mundo de las sombras. ¡Ni mucho menos! Por mí, Clayton, puedes intentarlo hasta que los brazos se te desprendan de las muñecas. —Yo no pienso lo mismo —dijo Wish, levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de Clayton—; has conseguido que me crea esa historia y no quiero que lo hagas. —¡Dios mío! —dije—. ¡Mirar qué asustado está Wish! —Lo estoy —dijo Wish, con una intensidad real o fingida admirablemente—. Creo que si ejecuta esos movimientos, desaparecerá. —No le ocurrirá nada parecido —exclamé—. Los hombres solo tienen un camino para salir de este mundo y a Clayton le quedan treinta años para llegar a él. Además… ¡Vaya fantasma! ¿Piensas que…? Wish me interrumpió al moverse. Salió del círculo de los sillones y se paró junto a la mesa. —Clayton —dijo—, ¡estás loco! Clayton se volvió y le sonrió con una mirada alegre y luminosa. —Wish —dijo—, tienes razón, y los demás estáis equivocados. Desapareceré. Ejecutaré hasta el último de estos pases y, cuando el último silbido cruce el aire… ¡allez hop! Esta alfombra estará vacía, la habitación rebosará de profundo asombro y un caballero respetablemente vestido, de noventa y cinco kilos de peso, se precipitará en el mundo de las sombras. Estoy tan seguro como vosotros lo estaréis. Me niego a seguir discutiendo. ¡Probemos! —No —dijo Wish, y dio un paso y se paró. Clayton levantó una vez más las manos para repetir los pases del fantasma. En ese momento todos nos hallábamos en un estado de tensión, a causa, en gran parte, del comportamiento de Wish. Estábamos sentados con los ojos fijos en Clayton, y yo, al menos, me sentía rígido y tirante, como si mi cuerpo, desde la nuca hasta la mitad de los muslos, se hubiera convertido en acero. Y allí, con una gravedad imperturbablemente serena, Clayton se inclinaba, se balanceaba y agitaba las manos frente a nosotros. Cuando estaba a punto de finalizar, nos apretujamos unos contra otros y sentimos un hormigueo entre los dientes. El último gesto, como ya he dicho, consistía en girar los brazos y abrirlos por completo con la cara hacia arriba; y, cuando por fin inició ese gesto definitivo, dejé incluso de respirar. Era ridículo, sin duda, pero ya conocen ustedes el sentimiento que producen los relatos de fantasmas. Era después de cenar, en una casa poco común, vieja y oscura. ¿Podría, después de todo…? Durante un periodo de tiempo asombroso permaneció con los brazos abiertos y la cara hacia arriba, sereno y resplandeciente bajo la luz deslumbrante de la lámpara. Nos mantuvimos inmóviles durante un momento que se nos hizo un siglo, y entonces nació de todos nosotros un suspiro que expresaba un alivio infinito y un ¡no! tranquilizador. Porque, evidentemente, no había desaparecido. Todo era una invención. Nos había contado una historia infundada y casi había conseguido que le creyésemos, ¡eso era todo…! Y entonces, en ese preciso momento, la cara de Clayton cambió. Cambió. Cambió como cambia una casa con las luces encendidas cuando las apagan de golpe. Sus ojos se quedaron inmóviles bruscamente, su sonrisa se heló en sus labios y se mantenía de pie. Se mantenía balanceándose muy suavemente. También aquel momento se nos hizo eterno. Y entonces las sillas chocaron entre sí, cayeron cosas y todos nos movimos. Sus rodillas parecieron doblarse, se desplomó, y Evans se levantó y lo cogió entre sus brazos… Nos quedamos pasmados. Me parece que nadie dijo nada coherente durante un minuto. Lo veíamos, y sin embargo, no podíamos creerlo… Yo salí de una estupefacción desordenada para encontrarme arrodillado junto a él; su chaqueta y su camisa estaban desgarradas y la mano de Sanderson descansaba sobre su corazón. Bueno… el simple hecho al que nos enfrentábamos en ese momento podía esperar nuestra interpretación; no teníamos prisa por comprenderlo. Allí yació durante una hora. Hoy sigue yaciendo, negro y espantoso, a través de mi memoria. Clayton había pasado, en efecto, al mundo que está tan cerca y tan lejos del nuestro, y había ido por el único camino que pueden tomar los mortales. Pero si entró allí a causa del conjuro del pobre fantasma, o si sufrió un ataque repentino de apoplejía en el transcurso de la narración de un cuento inventado —como nos hizo creer el juez— es algo que está fuera del alcance de mi juicio; es uno de esos misterios inexplicables que deben quedar sin resolver hasta que llegue la solución final de todo. Lo único que puedo asegurar es que en el mismo momento, en el mismo instante en que Clayton concluía aquellos pases, se demudó, se tambaleó y cayó delante de nosotros… ¡muerto! *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El huevo de cristal
Cuento
Un pantum malayo en prosa Es dudoso que el don fuera innato. Por mi parte, pienso que le vino de repente. Es más, hasta los treinta años fue escéptico y no creía en poderes milagrosos. Tengo que mencionar aquí que era un hombre bajito, de encendidos ojos castaños, pelo rojizo muy erizado, un bigote cuyas puntas doblaba hacia arriba, y con pecas. Se llamaba George McWhirter Fotheringay —un nombre que de ninguna manera inducía a esperar milagros— y era oficinista en Gomshott. Muy dado a los razonamientos contundentes, fue mientras aseguraba la imposibilidad de los milagros cuando tuvo la primera premonición de sus extraordinarios poderes. Sostenía este particular argumento en el bar del Dragón Largo, y Toddy Beamish se encargaba de llevarle la contraria con un monótono pero eficaz Eso dice usted, que llevó al señor Fotheringay a los mismísimos límites de la paciencia. Estaban presentes, además de estos dos, un ciclista muy polvoriento, Cox —el dueño del bar— y la señorita Maybridge, la respetable y bastante corpulenta camarera del Dragón. La señorita Maybridge estaba de espaldas al señor Fotheringay lavando vasos. Los otros le observaban, más o menos entretenidos por la ineficacia del método contundente en aquel momento. Aguijoneado por la estrategia de Torres Vedras empleada por el señor Beamish, el señor Fotheringay decidió hacer un esfuerzo retórico inusitado: —Escuche, señor Beamish —dijo Fotheringay—, entendamos claramente lo que es un milagro. Es algo que va contra el curso de la naturaleza hecho por el poder de la voluntad, algo que no podría suceder sin ser expresamente querido. —Eso dice usted —dijo Beamish oponiéndose. El señor Fotheringay apeló al ciclista, que hasta entonces había sido un oyente mudo, y recibió su asentimiento, transmitido con una tos dubitativa y una mirada al señor Beamish. El dueño no expresaba opiniones y el señor Fotheringay, volviendo al señor Beamish, recibió la inesperada concesión de un asentimiento cualificado a su definición de milagro. —Por ejemplo —dijo Fotheringay muy envalentonado—, esto sería un milagro. Esa lámpara siguiendo el curso natural de la naturaleza no podría arder de esa manera si estuviera boca abajo, ¿verdad, señor Beamish? —Según usted no podría —dijo el señor Beamish. —Y usted —dijo Fotheringay— …¿No querrá usted decir?… ¿eh? —No —dijo el señor Beamish a regañadientes—. No, no podría. —Muy bien —continuó el señor Fotheringay—. Pues he aquí que viene por aquí alguien, que pudiera ser yo mismo, y se pone, pudiera ser aquí mismo, y dice a la lámpara, como podría hacerlo yo concentrando toda mi voluntad: «Vuélvete boca abajo sin romperte y continúa ardiendo regularmente y…» ¡Sopla! Aquello bastaba para hacer a cualquiera exclamar: ¡Sopla! Lo imposible, lo increíble estaba a la vista de todos ellos. La lámpara colgaba invertida en el aire, ardiendo tranquilamente con la llama hacia abajo. Era tan sólida, tan incuestionable como lo fuera jamás lámpara alguna, la prosaica y vulgar lámpara del bar del Dragón Largo. El señor Fotheringay estaba con el dedo índice extendido y el entrecejo fruncido del que prevé un choque catastrófico. El ciclista, que estaba sentado junto a la lámpara, se agachó y cruzó de un salto el bar. Todos saltaron más o menos. La señorita Maybridge se volvió y chilló. Durante casi tres segundos la lámpara permaneció quieta. Un débil grito de angustia mental salió del señor Fotheringay. —No puedo mantenerlo por más tiempo —dijo. Se tambaleó hacia atrás y la lámpara invertida de repente llameó, cayó contra el rincón del bar, rebotó lateralmente, se hizo pedazos en el suelo y se apagó. Fue una suerte que tuviera un recipiente metálico, si no todo el lugar habría estallado en llamas. El señor Cox fue quien habló primero, y su observación, despojada de excrecencias innecesarias, venía a decir que Fotheringay era imbécil. ¡Fotheringay no estaba para discutir ni siquiera una proposición tan fundamental como ésa! Se encontraba completamente pasmado ante lo sucedido. La conversación que siguió no arrojó absolutamente ninguna luz sobre el asunto por lo que a Fotheringay se refería. La opinión general no solo siguió muy de cerca a la del señor Cox, sino que lo hizo con mucha vehemencia. Todos acusaron a Fotheringay de un truco estúpido y le hicieron verse a sí mismo como un insensato destructor de la comodidad y la seguridad. Su cabeza era un tornado de perplejidad, hasta él mismo se inclinaba a estar de acuerdo con ellos y presentó una oposición notablemente ineficaz a la propuesta de que se marchara. Se fue a casa rojo y acalorado, con el cuello del abrigo aplastado, los ojos ardiendo y las orejas coloradas. Al pasar observó nerviosamente cada una de las diez farolas. Únicamente cuando se encontró solo en su pequeño dormitorio de Church Row fue capaz de enfrentarse seriamente a los recuerdos de lo ocurrido y preguntarse qué demonios había pasado. Se había quitado el abrigo y las botas y estaba sentado en la cama con las manos en los bolsillos repitiendo el texto de su defensa por decimoséptima vez. Yo no quería que la maldita lámpara volcara… cuando se le ocurrió que en el preciso momento de decir las palabras clave, sin darse cuenta, había querido lo que decía, y que cuando había visto la lámpara en el aire había tenido la sensación de que dependía de él mantenerla allí sin saber claramente cómo había de hacerlo. No tenía una mente especialmente compleja o se habría detenido durante un tiempo en ese sin darse cuenta había querido, que engloba, realmente, los problemas más abstrusos de las acciones voluntarias, pero de hecho, la idea le vino envuelta en una bruma bastante aceptable. Y, no siguiéndose de ese punto, como he de admitir, ninguna conclusión lógica clara, llegó a la comprobación experimental. Apuntó resueltamente a su vela y concentró la mente, aunque tuvo la sensación de que hacía una estupidez. —Levántate —dijo. Pero en un segundo esa sensación había desaparecido. La vela se elevó, quedó suspendida en el aire un vertiginoso momento y, por lo que el señor Fotheringay coligió, cayó con estrépito en el tocador, dejándole a oscuras salvo por el mortecino resplandor de la mecha. Durante un rato el señor Fotheringay estuvo sentado a oscuras, completamente quieto. —Realmente ha sucedido, después de todo —dijo—. Lo que no sé es cómo voy a explicarlo. Suspiró profundamente y empezó a palparse los bolsillos en busca de una cerilla. No pudo encontrar ninguna y se levantó y buscó a tientas por la mesa. —Ojalá tuviera una cerilla —dijo. Recurrió al abrigo. Allí tampoco había ninguna, y entonces se le ocurrió que los milagros eran posibles incluso con cerillas. Extendió una mano y la miró con el ceño fruncido en la oscuridad. —Que haya una cerilla en esa mano —dijo. Notó que un objeto ligero caía por la palma y los dedos se cerraron sobre una cerilla. Tras varios intentos inútiles de encenderla descubrió que era una cerilla de seguridad. La tiró y luego se le ocurrió que podía haberla querido encendida. Así lo hizo, y la vio ardiendo en medio del felpudo del tocador. La cogió a toda prisa y se apagó. Percibió que sus posibilidades se ensanchaban. Cogió a tientas la vela y volvió a colocarla en su palmatoria. —Ahora, ¡enciéndete! —dijo el señor Fotheringay. En el acto la vela estaba llameando mientras descubría un pequeño agujero negro en el paño que cubría el tocador con un mechón de humo elevándose de él. Durante un rato pasó la mirada del agujero a la llamita y de nuevo al agujero, luego levantó la vista y vio su propia mirada en el espejo. Con esta ayuda se comunicó consigo mismo en silencio durante un tiempo. —¿Qué pasa ahora con los milagros? —dijo finalmente el señor Fotheringay dirigiéndose a su imagen reflejada en el espejo. Las subsiguientes meditaciones del señor Fotheringay fueron de una descripción rigurosa, pero confusa. Todo lo que podía comprender era que por lo que a él se refería se trataba de un caso de pura voluntad. La naturaleza de las primeras experiencias le desanimó a hacer más experimentos excepto los de tipo más cauteloso. Pero levantó una cuartilla de papel, y volvió rosa y luego azul el agua de un vaso, y creó un caracol que aniquiló milagrosamente y se proporcionó un milagroso cepillo de dientes nuevo. En algún momento, ya a altas horas, había comprendido que el poder de su voluntad debía de tener alguna cualidad especialmente rara y cáustica, un hecho del que había tenido indicios antes, pero sin certeza corroborada. El susto y la perplejidad de su primer descubrimiento estaba ahora matizado de orgullo ante las pruebas de su singularidad y por vagos presentimientos de ventaja. Se dio cuenta de que el reloj de la iglesia estaba dando la una, y como no se le ocurrió que podía librarse milagrosamente de sus deberes cotidianos en Gomshott, volvió a la tarea de desvestirse para meterse en la cama sin más dilaciones. Cuando luchaba para sacarse la camisa por la cabeza se le ocurrió una idea brillante. —Que esté en la cama —dijo, y así fue. —Desvestido —precisó, y encontrando frías las sábanas, añadió apresuradamente—: y en mi camisón. No, en un bonito y suave camisón de lana. ¡Ah! —suspiró con inmenso deleite. —Y ahora que me quede cómodamente dormido… Se despertó a la hora usual y estuvo pensativo durante todo el desayuno, preguntándose si la experiencia de la noche anterior no sería un sueño especialmente intenso. Finalmente volvió a pensar en experimentos cautos. Por ejemplo, tenía tres huevos para desayunar, dos se los había suministrado la patrona, buenos, pero de tienda, el otro era un delicioso huevo de ganso, puesto, cocinado y servido por su voluntad extraordinaria. Se fue a Gomshott deprisa en un estado de profunda excitación, aunque cuidadosamente disimulada, y solo se acordó de la cáscara del tercer huevo cuando la patrona habló de ella por la noche. No pudo hacer nada durante todo el día por culpa del asombrosamente nuevo conocimiento de sí mismo, pero eso no le produjo ningún inconveniente, porque lo compensó milagrosamente en los últimos diez minutos. Según avanzaba el día su estado mental pasó del asombro a la euforia, si bien las circunstancias de su expulsión del Dragón Largo eran todavía desagradables de recordar y una embrollada relación del asunto que había llegado a oídos de sus colegas originó algunas chanzas. Era evidente que había de tener cuidado al levantar objetos frágiles, pero por otra parte su don prometía cada vez más según le daba vueltas en la cabeza. Pretendía entre otras cosas aumentar su riqueza personal mediante actos de creación poco ostentosos. Dio la existencia a un par de espléndidos gemelos de diamantes y los aniquiló de nuevo precipitadamente cuando el joven Gomshott cruzó la contaduría hasta su mesa. Temía que el joven Gomshott se preguntara cómo los había obtenido. Vio con toda claridad que el don requería cautela y atención para ejercitarlo, pero, hasta donde podía discernir, las dificultades que acompañaban a su dominio no serían mayores que las que ya había hecho frente en la práctica del ciclismo. Fue quizás esa analogía tanto como la sensación de que no sería bienvenido en el Dragón Largo, la que le llevó después de cenar al callejón de detrás de la fábrica del gas, a ensayar algunos milagros en privado. Sus intentos adolecían posiblemente de cierta falta de originalidad, pues, aparte del poder de su voluntad, el señor Fotheringay no era un hombre muy excepcional. Le vino a la cabeza el milagro de la vara de Moisés, pero la noche era oscura y poco propicia para el control adecuado de grandes serpientes milagrosas. Luego recordó el cuento de Tannháuser que había leído en la parte posterior del programa de la Filarmónica. Eso le pareció singularmente atractivo e inofensivo. Clavó su bastón —un bastón muy bonito hecho de tronco de palmera enana— en el césped que bordeaba el sendero y ordenó a la madera seca que floreciera. El aire se llenó inmediatamente de perfume de rosas, y mediante una cerilla, él mismo vio que este maravilloso milagro se había realizado, desde luego, a la perfección. Unas pisadas que se aproximaban pusieron fin a su satisfacción. Asustado por un descubrimiento prematuro de sus poderes se dirigió apresuradamente al floreciente bastón: —Vuelve atrás. Lo que quería decir era: Vuelve a ser como antes, pero desde luego estaba confuso. El bastón retrocedió a velocidad considerable, y llegó, irreprimible, un grito airado y una palabrota procedentes de la persona que se acercaba. —¿A quién tira zarzas, estúpido? —gritó la voz—. Me ha dado en la espinilla. —Lo siento, viejo —dijo el señor Fotheringay, y entonces, dándose cuenta de lo embarazoso de su explicación, se atusó nerviosamente el bigote. Vio avanzar a Winch, uno de los tres policías municipales de Immering. —¿Qué significa esto? —preguntó el policía—. ¡Anda! Es usted, ¿no? ¡El tipo que rompió la lámpara del Dragón Largo! —No significa nada —respondió el señor Fotheringay—. Nada en absoluto. —¿Entonces por qué lo hace? —¡Oh, aburrimiento! —dijo el señor Fotheringay. —Aburrimiento, ¡ya! ¿Sabe que ese palo hace daño? ¿Para qué lo hace, entonces? De momento al señor Fotheringay no se le ocurrió ninguna razón por la que lo había hecho. Su silencio pareció irritar al señor Winch. —Esta vez, joven, ha estado agrediendo a la policía. Eso es lo que ha hecho. —Escuche, señor Winch —dijo el señor Fotheringay, enojado y confuso—, lo siento mucho. El hecho es que… —¿Sí? No pudo pensar en otra cosa que la verdad. —Estaba ensayando un milagro. Trató de decirlo de una forma casual, pero por más que lo intentó no lo consiguió. —¡Haciendo un …! Vamos, no diga tonterías. ¡Haciendo un milagro, nada menos! ¡Un milagro! ¡Bueno, esto sí que es divertido! Vaya, ¿no era usted el tipo que no creía en milagros…? El hecho es que éste es otro de sus estúpidos trucos de magia… eso es lo que es. Pues bien, le digo… Pero el señor Fotheringay nunca oyó lo que el señor Winch iba a decirle. Se dio cuenta de que se había delatado, de que había arrojado su secreto a todos los vientos del cielo. Una violenta racha de irritación le impulsó a la acción. Se enfrentó al policía rápida y furiosamente. —Vale —dijo—, ya he aguantado bastante. Yo te enseñaré un estúpido truco de magia, ¡claro que lo haré! ¡Vete al Hades! ¡Vete ya! ¡Estaba solo! El señor Fotheringay no llevó a cabo más milagros esa noche, ni tampoco se molestó en ver lo que había sido de su floreciente bastón. Volvió a la ciudad, asustado y muy tranquilo, y se fue a su dormitorio. —¡Cielos! —dijo—, es un don poderoso, extremadamente poderoso. Apenas quería decir ni la mitad de lo que dije. ¡Me pregunto cómo será el Hades! Se sentó en la cama y se quitó las botas. Iluminado por una feliz idea, transfirió el policía a San Francisco, y, sin ninguna interferencia más con la causalidad normal, se fue sensatamente a la cama. Por la noche soñó con la ira de Winch. Al día siguiente el señor Fotheringay oyó dos interesantes noticias. Alguien había plantado un bellísimo rosal trepador contra la casa privada del señor Gumshott padre en Lullaborough Road, y el río iba a ser dragado hasta el molino de Rawling en busca del policía Winch. El señor Fotheringay estuvo abstraído y meditabundo todo el día, y no realizó ningún milagro excepto ciertas disposiciones para Winch, y el milagro de completar el trabajo del día con escrupulosa perfección a pesar del enjambre de pensamientos que le zumbaba por la cabeza. La extraordinaria abstracción y humildad de su actitud fue destacada por varios y constituyó un motivo de bromas. La mayor parte del tiempo estuvo pensando en Winch. El domingo por la tarde fue a los oficios religiosos, y cosa bastante curiosa, el señor Maydig, que tenía cierto interés en temas de ocultismo, predicó sobre cosas que no son legítimas. El señor Fotheringay no asistía regularmente a los oficios, pero el sistema de escepticismo contundente al que ya he aludido, se encontraba ahora muy debilitado. El tono del sermón arrojó una luz completamente nueva sobre estos novedosos dones y de repente decidió consultar al señor Maydig inmediatamente después del servicio. Tan pronto como lo tuvo decidido se estuvo preguntando por qué no lo había hecho antes. Al señor Maydig, hombre flaco y excitable, de muñecas y cuello notablemente largos, le produjo una gran satisfacción la petición de una conversación privada por parte de un joven cuya despreocupación por los asuntos religiosos era tema de general observación en la ciudad. Después de algunos imprescindibles retrasos le llevó al despacho de la residencia eclesiástica, contiguo a la iglesia, le sentó cómodamente y, en pie delante de un animado fuego —sus piernas proyectaban un arco de sombra a lo Cecil Rhodes sobre la pared opuesta—, pidió al señor Fotheringay que expusiera su negocio. Al principio el señor Fotheringay estaba un poco avergonzado y encontró alguna dificultad en presentar el asunto. —Mucho me temo que va a ser difícil que me crea… —y cosas así durante algún tiempo. Finalmente probó con una pregunta y solicitó la opinión del señor Maydig sobre los milagros. El señor Maydig estaba todavía diciendo: —Bueno… —en un tono extremadamente judicial, cuando el señor Fotheringay le interrumpió de nuevo: —Supongo que no creerá que una persona corriente, como yo mismo por ejemplo, que pudiera estar sentada aquí mismo ahora, pudiera disponer de algún tipo de don en su interior que le capacitara para hacer cosas por medio de su voluntad. —Es posible —dijo el señor Maydig—. Algo de eso, quizás, es posible. —Si pudiera utilizar con toda libertad algo de lo que hay aquí creo que le podría explicar mediante una especie de experimento —dijo el señor Fotheringay—. Bueno, fíjese, por ejemplo, en esa tabaquera que está sobre la mesa. Lo que yo quiero saber es si lo que voy a hacer con ella es un milagro o no. Solo medio minuto, por favor, señor Maydig. Frunció el ceño, apuntó a la tabaquera y dijo: —Conviértete en un florero con violetas. La tabaquera hizo lo que se le ordenó. El señor Maydig se sobresaltó violentamente con el cambio y se quedó mirando del taumaturgo al florero. No dijo nada. Pronto se aventuró a inclinarse sobre la mesa y oler las violetas. Eran recién cortadas y muy finas. Luego miró fijamente al señor Fotheringay de nuevo. —¿Cómo lo hizo? —preguntó. El señor Fotheringay se tiró del bigote. —Solo lo dije, y ahí tiene. ¿Es eso un milagro, o magia negra, o qué es? Y ¿qué cree que me pasa? Eso es lo que quería preguntar. —Es un suceso de lo más extraordinario. —Y tal día como hoy la semana pasada no tenía más idea que usted de que pudiera hacer cosas como ésa. Me sobrevino totalmente de repente. Es algo raro en mi voluntad, supongo, y eso es todo cuanto puedo decir. —Es eso… lo único. ¿Podría hacer otras cosas como ésa? —¡Cielos, claro que sí! —respondió el señor Fotheringay—, exactamente cualquier cosa. Pensó y, de repente, recordó un truco de prestidigitación que había visto. —¡Ahora! —apuntó—. Transfórmate en un jarrón de peces. No, eso no, transfórmate en un jarrón de cristal lleno de agua con peces de colores nadando en su interior. ¡Así está mejor! ¿Lo ve, señor Maydig? —Es asombroso. Es increíble. Usted es o el más extraordinario… Pero no… —Podría cambiarlo en cualquier cosa —dijo el señor Fotheringay—. Realmente cualquier cosa. ¡Ahora! Conviértete en una paloma, ¿quieres? Al otro momento una paloma azul estaba aleteando por la habitación y haciendo que el señor Maydig se agachara cada vez que se le acercaba. —Párate ahí, quieres —dijo el señor Fotheringay, y la paloma colgó inmóvil en el aire. —Podría cambiarla de nuevo en florero —dijo, y después de colocar a la paloma en la mesa hizo ese milagro. —Supongo que dentro de poco querrá su pipa —dijo, y restableció la tabaquera. El señor Maydig había seguido todos estos últimos cambios en una especie de silencio exclamativo. Miró fijamente al señor Fotheringay y, con mucho cuidado, cogió la tabaquera, la examinó y la volvió a colocar en la mesa. —¡Bien! —fue la única expresión de sus sentimientos. —Ahora, después de eso, es más fácil de explicar a lo que vine —dijo el señor Fotheringay, y procedió a una relación larga y enrevesada de sus extrañas experiencias, comenzando con el asunto de la lámpara del Dragón Largo y complicada con persistentes alusiones a Winch. Según avanzaba en el relato, el pasajero orgullo que había producido la consternación del señor Maydig desapareció, y se convirtió de nuevo en el señor Fotheringay corriente del trato cotidiano. El señor Maydig escuchó atentamente, la tabaquera en la mano, y su porte cambió también con el curso de la narración. Pronto, mientras el señor Fotheringay abordaba el milagro del tercer huevo, el ministro le interrumpió con una ondeante mano extendida… —Es posible —dijo—. Es creíble. Es sorprendente, pero reconcilia algunas dificultades. El poder de hacer milagros es un don, una cualidad especial como la genialidad o la clarividencia… hasta ahora le ha sucedido a gente excepcional en muy raras ocasiones. Pero en este caso… Siempre he dudado de los milagros de Mahoma, de Buda y de Madame Blavatsky. Pero, ¡por supuesto! ¡Sí, es simplemente un don! Ejemplifica tan bellamente los argumentos de ese gran pensador —el tono de voz del señor Maydig bajó—, su Excelencia el Duque de Argyl. Aquí topamos con leyes más fundamentales, más profundas que las leyes ordinarias de la naturaleza. Sí, sí. ¡Continúe, continúe! El señor Fotheringay pasó a contar su percance con Winch, y el señor Maydig, ya no sobrecogido ni asustado, comenzó a estirar los miembros y a añadir asombros. —Esto es lo que más me ha preocupado —siguió el señor Fotheringay—. Esto era sobre lo que más necesitaba que me aconsejaran. Por supuesto, está en San Francisco, donde quiera que esté San Francisco, pero desde luego es embarazoso para los dos, como comprenderá, señor Maydig. No veo cómo puede comprender lo que ha sucedido y me atrevería a decir que está asustado y exasperado de forma tremenda y tratando de echarme el guante. Y diría que sigue poniéndose en camino para venir aquí. Yo lo devuelvo mediante un milagro cada pocas horas cuando pienso en ello. Y desde luego eso es algo que no podrá entender y necesariamente le enojará, y además si cada vez compra un billete le costará mucho dinero. He hecho lo más que he podido por él, pero desde luego es difícil para él ponerse en mi lugar. Posteriormente pensé que sus vestidos podían haberse chamuscado, ya sabe, si el Hades es lo que se supone que es, antes de que lo trasladara. En ese caso supongo que en San Francisco lo hubieran encerrado. Por supuesto que le ordené un traje nuevo y puesto encima tan pronto como pensé en ello. Pero, como ve, estoy ya metido en un endiablado enredo… El señor Maydig puso aspecto serio. —Comprendo que esté metido en un lío. Sí, es una posición difícil. Cómo ha de solucionarlo… —se volvió difuso e indeciso—. Sin embargo, vamos a dejar a Winch por un rato y a discutir el problema más general. Creo que no se trata de un caso de magia negra o algo así. Creo que no hay el menor matiz de delincuencia en todo ello, señor Fotheringay, ninguna de ningún género, a no ser que haya suprimido hechos materiales. No, son milagros, puros milagros, milagros, si puedo decirlo, de la más alta categoría. Empezó a dar pasos por la alfombra de la chimenea y a gesticular, mientras el señor Fotheringay estaba sentado con el brazo sobre la mesa y la cabeza en el brazo con aspecto preocupado. —No sé cómo voy a solucionar lo de Winch —dijo. —El don de hacer milagros, obviamente es un don muy poderoso —dijo el señor Maydig—; encontraremos una solución para Winch, no se preocupe. Mi querido señor, es usted un hombre de lo más importante, con las posibilidades más sorprendentes. ¡Aportando pruebas, por ejemplo! Y en otros aspectos, las cosas que puede hacer… —Sí, he pensado en una cosa o dos —dijo el señor Fotheringay—. Pero algunas de ellas salieron un poco torcidas. ¿Vio usted aquel pez del principio? El tipo de jarrón equivocado y el tipo de pez incorrecto. Y pensé en preguntar a alguien. —Un comportamiento apropiado —dijo el señor Maydig—, un comportamiento muy apropiado, el comportamiento más apropiado. Se detuvo y miró al señor Fotheringay. —Es prácticamente un don ilimitado. Comprobemos sus poderes, por ejemplo. A ver si realmente… Si realmente son todo lo que parecen ser. Y de esa manera, por increíble que pueda parecer, en el estudio de la casita de detrás de la iglesia congregacionalista, la tarde del domingo 10 de noviembre de 1896 el señor Fotheringay, incitado e inspirado por el señor Maydig, empezó a hacer milagros. Se recaba la atención del lector respecto de la fecha de forma especial y definitiva. El lector objetará, probablemente ha objetado ya, que ciertos puntos de esta historia son improbables, que si cualquiera de las cosas de este tipo ya descritas hubieran ocurrido realmente habrían aparecido en todos los periódicos hace un año. Encontrará especialmente difíciles de aceptar los detalles que siguen a continuación, porque entre otras cosas implican que él o ella, el lector en cuestión, tuvo que haber muerto de forma violenta y sin precedentes hace más de un año. Ahora bien, un milagro no es nada si no es improbable, y de hecho el lector fue muerto de forma violenta y sin precedentes hace un año. En el subsiguiente curso de esta historia eso quedará completamente claro y creíble, como lo admitirá todo lector sensato y razonable. Pero éste no es lugar para el fin de la historia, estando como estamos a poco más de la mitad. Al principio los milagros realizados por el señor Fotheringay eran pequeños y tímidos, menudencias con copas y mobiliario de salón, tan débiles como los milagros de los teósofos y, aun débiles como eran, eran recibidos con estupor por su colaborador. Él hubiera preferido dejar solucionado el asunto de Winch, pero el señor Maydig no se lo permitía. No obstante, después de haber hecho una docena de estas trivialidades domésticas, su sensación de poder aumentó, su imaginación comenzó a dar señales de estimulación y su ambición creció. Su primera empresa de mayores dimensiones se debió al hambre y a la negligencia de la señora Minchin, el ama de llaves del señor Maydig. La comida a la que el ministro condujo al señor Fotheringay estaba mal puesta y era poco atractiva como refrigerio para dos laboriosos hacedores de milagros, pero estaban sentados, y el señor Maydig lamentaba con dolor más que con ira las deficiencias de su ama de llaves, cuando al señor Fotheringay se le ocurrió que tenía una oportunidad por delante. —No cree, señor Maydig —dijo—, si no es tomarse libertades… que yo… —¡Mi querido señor Fotheringay! ¡Por supuesto! ¡No faltaba más! El señor Fotheringay ondeó la mano. —¿Qué tomamos? —preguntó con generosa liberalidad, y, a petición del señor Maydig modificó la cena muy a fondo. —En cuanto a mí —dijo echando un ojo a lo seleccionado por el señor Maydig—, soy siempre especialmente aficionado a la jarra de cerveza y a una buena rebanada de pan con queso fundido al estilo de Gales, y eso es lo que pediré. No soy muy dado al borgoña —y de inmediato la cerveza y el queso galés aparecieron puntualmente a sus órdenes. Estuvieron mucho tiempo sentados cenando, hablando de igual a igual, como pronto percibió el señor Fotheringay con una sensación de sorpresa y satisfacción, de todos los milagros que harían próximamente. —Y por cierto, señor Maydig —dijo el señor Fotheringay—, quizá pudiera ayudarlo… en plan casero. —No entiendo bien —dijo el señor Maydig llenándose un vaso de viejo borgoña milagroso. El señor Fotheringay se sirvió un segundo queso galés que quedaba y dio un bocado. —Estaba pensando —dijo— que podría (ñam, ñam) hacer (ñam, ñam) un milagro con la señora Minchin (ñam, ñam), hacerla mejor. El señor Maydig bajó el vaso y miró dubitativo. —Ella… se opone fuertemente a las interferencias, ya sabe, señor Fotheringay. Y de hecho son más de las once y media y probablemente esté en la cama y dormida. Cree usted que en general… El señor Fotheringay consideró estas objeciones. —No veo que no se deba hacer mientras duerme. Durante un tiempo el señor Maydig se opuso a la idea y luego cedió. El señor Fotheringay emitió las órdenes y un poco menos cómodos, quizá, los dos caballeros continuaron con su comida. El señor Maydig se estaba explayando sobre los cambios que podría esperar al día siguiente en su ama de llaves con un optimismo que pareció incluso al sentido del yantar del señor Fotheringay un poco forzado y agotador cuando desde arriba empezó a llegar una serie de confusos ruidos. Se intercambiaron miradas interrogativas y el señor Maydig abandonó apresuradamente la habitación. El señor Fotheringay le oyó llamando a su ama de llaves y luego oyó sus pisadas subiendo suavemente hasta ella. En un minuto o así el ministro volvió, el paso leve y la cara radiante. —Maravilloso —dijo—, ¡y conmovedor! ¡De lo más conmovedor! Empezó a dar pasos por la alfombra de la chimenea. —Un arrepentimiento, un arrepentimiento de lo más conmovedor… por la rendija de la puerta. ¡Pobre mujer! ¡Un cambio de lo más maravilloso! Se había levantado. Se debió de haber levantado inmediatamente. Se había despertado para romper una botella privada de brandy que tenía en su baúl. ¡Y para confesarlo además!… Pero esto nos da, nos abre, el panorama más sorprendente de posibilidades. Si hemos podido obrar este milagroso cambio en ella… Al parecer la cosa es ilimitada —dijo el señor Fotheringay—. Y en cuanto a Winch… —Completamente ilimitada. Y desde la alfombra de la chimenea el señor Maydig, dejando a un lado la dificultad de Winch, desplegó una serie de maravillosas propuestas, propuestas que inventaba sobre la marcha. Ahora bien, cuáles fueron esas propuestas no concierne a lo esencial de esta historia. Baste decir que estaban pensadas en un espíritu de infinita benevolencia, la clase de benevolencia que solía calificarse de panza llena. Baste decir también que el problema de Winch siguió sin resolver. Ni siquiera es necesario describir hasta qué punto esa serie llegó a realizarse. Hubo cambios sorprendentes. A altas horas los señores Maydig y Fotheringay se encontraban cruzando a toda velocidad la fría plaza del mercado bajo la quietud de la luna en una especie de éxtasis de taumaturgia, el señor Maydig, todo agitación y gesto, el señor Fotheringay, conciso e hirsuto y ya nada avergonzado de su grandeza. Habían reformado a todos los borrachos del distrito parlamentario, cambiado toda la cerveza y alcohol en agua —el señor Maydig se había impuesto al señor Fotheringay en este punto—, además habían mejorado considerablemente las comunicaciones ferroviarias del lugar, drenado la ciénaga de Flinder, mejorado el suelo del monte de Un Árbol y curado la verruga del vicario, e iban a ver qué se podía hacer con el dañado muelle del Puente Sur. —La ciudad —jadeó el señor Maydig— no será la misma mañana. ¡Qué sorprendidos y agradecidos estarán todos! Y justo en ese momento el reloj de la iglesia dio las tres. —Oiga —dijo el señor Fotheringay—, son las tres. Tengo que volver a casa. He de estar en el trabajo a las ocho. Y además la señora Wimms… —Estamos solo empezando —dijo el señor Maydig rebosante de la dulzura del poder ilimitado—. Estamos solo empezando. Piense en todo el bien que estamos haciendo. Cuando la gente se despierte… —Pero… —objetó el señor Fotheringay. El señor Maydig le cogió de repente por el brazo. Tenía los ojos brillantes y desorbitados. —Mi querido amigo —dijo—, no hay prisa. Mira —apuntó a la Luna en el cenit—, ¡Josué! —¿Josué? —dijo el señor Fotheringay. —Josué —dijo el señor Maydig—. ¿Por qué no? Párala. El señor Fotheringay miró a la Luna. —Está un poco alta —dijo después de una pausa. —¿Por qué no? —repitió el señor Maydig—. Por supuesto que no se para. Detienes la rotación de la Tierra, ya sabes. El tiempo se para. No es que estemos haciendo daño a nadie. —¡Hum! —dijo el señor Fotheringay—. Bueno —suspiró—. Lo intentaré. —Ahora. Se abotonó la chaqueta, y se dirigió al globo habitable, con tanta seguridad como tenía en sus poderes. —Ya, para de rotar, ¿quieres? —dijo el señor Fotheringay. Atropelladamente estaba volando de pies a cabeza en el aire a una velocidad de docenas de millas por minuto. A pesar de los innumerables círculos que estaba describiendo por segundo, pensó, porque el pensamiento es maravilloso —a veces tan lento como la brea fluyendo, a veces tan instantáneo como la luz. Pensó en un segundo y quiso: —Que baje sano y salvo. Pase lo que pase, que baje sano y salvo. Lo quiso justo en el preciso momento, porque sus vestidos calentados por su rápido vuelo por el aire estaban ya empezando a chamuscarse. Bajó con una enérgica, aunque de ningún modo peligrosa, sacudida a lo que pareció ser un montículo de tierra recién removida. Una gran masa de metal y cascotes, extraordinariamente parecida a la torre del reloj del medio de la plaza del mercado, se estrelló contra la tierra cerca de él, revotó sobre él y voló hecha piedras, ladrillos y cascotes como una bomba que estalla. Una vaca volando por el aire golpeó uno de los bloques y se aplastó como un huevo. Hubo un estrépito que hizo que todos los más violentos estrépitos de su vida anterior no parecieran sino el sonido de polvo cayendo y fue seguido por una serie descendente de estrépitos menores. Un fortísimo viento rugió por toda la tierra y el cielo de forma que apenas si pudo levantar la cabeza para mirar. Durante un rato estuvo demasiado atónito y sin aliento incluso para ver dónde estaba o qué había pasado. Y su primer movimiento fue para palparse la cabeza y cerciorarse de que el pelo que flotaba al viento era todavía el suyo. —¡Cielos! —jadeó el señor Fotheringay, apenas capaz de hablar a causa del vendaval—. ¡Me he librado por un pelo! ¿Qué ha salido mal? Tormentas y truenos. Y hace solo un minuto una noche apacible. Es Maydig el que me ha metido en este tinglado. ¡Qué viento! Si sigo haciendo estas estupideces tendré un accidente estúpido… —¿Dónde está, Maydig? ¡En qué maldito lío está todo! Miró a su alrededor hasta donde los aleteos de su chaqueta le permitían. El aspecto de las cosas era realmente extraño en extremo. —El cielo está bien, de todas formas —dijo el señor Fotheringay—. Y eso es casi todo lo que está bien. Y hasta parece que se aproxima un terrorífico vendaval. Pero allá arriba está la Luna. Exactamente igual que estaba en este momento. Brillante como el mediodía. En cuanto al resto… ¿Dónde está el pueblo? ¿Dónde… dónde está todo? ¿Y qué diablos puso este viento a soplar? Yo no ordené ningún viento. El señor Fotheringay luchó en vano por ponerse en pie, y después de un fracaso permaneció a cuatro patas, aguantando. Revisó el mundo iluminado por la luna en dirección a sotavento, con las puntas de la chaqueta ondeando sobre su cabeza. —Hay algo que está realmente mal —dijo el señor Fotheringay—. Pero qué es… solo Dios sabe. A lo largo y a lo ancho no se veía nada en el blanco resplandor a través de la bruma de polvo que iba por delante del rugiente vendaval más que revueltas masas de tierra e incipientes montones de ruinas, nada de árboles, ni casas, ni formas familiares, solo un páramo de desorden desvaneciéndose por fin en la oscuridad bajo las columnas y serpentinas de los remolinos, los rayos y truenos de una tormenta que se levantaba rápidamente. Cerca de él, en el lívido resplandor, había algo que podía haber sido alguna vez un olmo, una aplastada masa de astillas, temblaba de las ramas a la base, y más lejos una retorcida masa de vigas de hierro —obviamente el viaducto sobresalía de una apilada confusión. Ya sabe, cuando el señor Fotheringay detuvo la rotación del sólido globo terráqueo, no había hecho ninguna estipulación concerniente a las trivialidades que se mueven por su superficie. Y la tierra gira tan deprisa que su superficie en el ecuador viaja a bastante más de mil millas por hora y en estas latitudes a más de la mitad de esa velocidad. Así que el pueblo, y el señor Maydig, y el señor Fotheringay, y todos y todo habían sido lanzados violentamente hacia adelante a unas nueve millas por segundo —es decir, de forma mucho más violenta que si hubieran sido disparados por un cañón. Y todos los seres humanos, todas las criaturas vivas, todas las casas y todos los árboles —todo el mundo tal y como lo conocemos— habían sido lanzados de esa manera, y machacados y destruidos completamente. Eso era todo. Desde luego el señor Fotheringay no comprendió plenamente estas cosas. Pero se percató de que su milagro había fracasado, por lo que le sobrevino un gran asco hacia los milagros. Ahora estaba a oscuras porque las nubes se habían arremolinado y tapaban el momentáneo vislumbre de la luna y el aire estaba lleno de irregulares copos de granizo, torturados y luchadores. Un gran rugido del viento y las aguas llenaban el cielo y la tierra, y, escudriñando con la mano de visera a través del polvo y el aguanieve en dirección al viento, vio, a la luz de los rayos, una vasta pared de agua cayendo a cántaros que venía hacia él. —¡Maydig! —gritó la débil voz del señor Fotheringay entre el estrépito de los elementos—. ¡Aquí! ¡Maydig! —¡Detente! —gritó el señor Fotheringay al agua que avanzaba—. ¡Oh, por amor de Dios, detente! —Solo un momento —dijo el señor Fotheringay a los rayos y truenos—. Deteneos un momento mientras recopilo mis pensamientos… ¿Y ahora qué hago? —se preguntó—. ¿Qué hago? ¡Cielos! Ojalá estuviera aquí el señor Maydig. —Ya sé —dijo el señor Fotheringay—. Y por amor de Dios, que esta vez salga bien. —¡Ah! —exclamó—, que nada de lo que voy a ordenar suceda hasta que diga ¡ya!… ¡Cielos! Ojalá lo hubiera pensado antes. Elevó la vocecita contra el vendaval gritando más y más alto en el vano deseo de oír su propia voz. —¡Ahora!.. ¡allá va! Ten cuidado con lo que acabo de decir. En primer lugar cuando se haya realizado todo lo que tengo que decir, que pierda mis poderes milagrosos, que mi voluntad sea como la de cualquier otro y que terminen todos estos peligrosos milagros. No me gustan. Preferiría no haberlos hecho. Nunca. Eso es lo primero. Y lo segundo es que vuelva al momento de antes de empezar los milagros, que todo sea exactamente igual que era antes de que aquella bendita lámpara se volcara. Es mucho trabajo, pero es el último. ¿Lo has cogido? Ningún milagro más. Todo como estaba. Yo de vuelta en el Dragón Largo justo antes de beber mi media pinta. ¡Eso es! Sí. Metió los dedos en el montículo, cerró los ojos y dijo: —¡Ya! Todo se volvió completamente inmóvil. Se dio cuenta de que estaba firme, de pie. —Eso dice usted —dijo una voz. Abrió los ojos. Estaba en el bar del Dragón Largo discutiendo de milagros con Toddy Beamish. Tuvo una vaga sensación de algo grande olvidado que pasó instantáneamente. Ya sabe, excepto por la pérdida de los poderes milagrosos, todo volvía a estar como había estado, su inteligencia y memoria, por tanto, eran ahora exactamente lo que habían sido al comienzo de esta historia, de forma que no supo absolutamente nada de todo lo contado aquí, no sabe nada de todo lo contado aquí hasta el día de hoy. Y entre otras cosas, desde luego, todavía no cree en los milagros. —Le digo que los milagros, hablando con precisión, no pueden existir —dijo—, mantenga lo que mantenga. Y estoy preparado para demostrárselo pase lo que pase. —Eso es lo que usted piensa —dijo Toddy Beamish—, demuéstrelo si puede. —Escuche, señor Beamish —dijo Fotheringay—. Entendamos claramente lo que es un milagro. Es algo contrario al curso de la naturaleza hecho por el poder de la Voluntad… *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El nuevo acelerador
Cuento
El etnólogo miró pensativo a la pluma de bhimaj. —Parecía que no les gustaba nada separarse de ella —dijo. —Es sagrada para los jefes —explicó el teniente—, lo mismo que la seda amarilla, ya sabe, lo es para el Emperador de China. El etnólogo no respondió. Dudó. Luego, abordando bruscamente el tema, preguntó: —¿Qué diablos es ese cuento increíble que cuentan de un hombre que vuela? El teniente sonrió levemente. —¿Qué le contaron? —Veo —indicó el etnólogo— que está al tanto de su fama. El teniente lió un cigarrillo. —No me importa oírla una vez más. ¿Cómo anda en la actualidad? —Es tan condenadamente infantil —exclamó el etnólogo ya irritado—. ¿Cómo hizo que se la tragaran? El teniente no respondió sino que se repantigó en su silla plegable, todavía sonriendo. Aquí me tiene, recorro cuatrocientas millas lejos de mis asuntos para recoger lo que queda del folklore de esta gente antes de que sean completamente desmoralizados por los misioneros y los militares, y todo lo que encuentro son montones de leyendas imposibles sobre un esmirriado y pelirrojo teniente de infantería. Cómo es invulnerable, cómo salta por encima de los elefantes, cómo vuela. Ésta es la más penosa de todas. Un viejo caballero describía sus alas, decía que tenían un plumaje negro y que no eran tan largas como una mula. Dijo que le veía a usted a menudo a la luz de la luna flotando sobre los picos de las montañas en dirección al país de Shendu, ¡maldita sea, hombre! El teniente se rió alegremente. —Continúe —dijo—, continúe. El etnólogo lo hizo. Al final se enfadó. —Manipular de esa manera a estas sencillas criaturas de las montañas. ¿Cómo pudo decidirse a hacerlo, hombre? —Lo siento —explicó el teniente—, pero en realidad me lo impusieron. Le puedo asegurar que me vi obligado a hacerlo. Y entonces yo no tenía la más remota idea de cómo se lo tomaría la imaginación de los Chin. O la curiosidad. Solo puedo alegar que fue indiscreción y no maldad lo que me hizo reemplazar el folklore por una nueva leyenda. Pero como usted parece ofendido intentaré explicarle el asunto. Fue en la época de la penúltima expedición a Lushai. Walter pensó que esa gente a la que ha estado usted visitando era amistosa. Así que con una ligera confianza en mi capacidad para cuidar de mí mismo me envió desfiladero arriba, catorce millas de desfiladero, con tres de los hombres del condado de Derby y media docena de cipayos, dos mulas y su bendición para ver cuál era el sentir popular en esa aldea que usted visitó. Una fuerza de diez, sin contar las mulas, catorce millas, ¡y en medio de una guerra! ¿Vio usted la carretera? —¡Carretera! —exclamó el etnólogo. —Ahora está mejor que entonces. Cuando subimos tuvimos que vadear el río una milla donde el valle se estrecha, con una buena corriente espumando en torno a nuestras rodillas y las piedras resbaladizas como el hielo. Fue allí donde se me cayó el rifle. Posteriormente los zapadores volaron el acantilado con dinamita e hicieron el cómodo camino por el que vino usted. Luego, abajo, donde aparecen esos altos acantilados, tuvimos que andar esquivando por el río, yo diría que lo cruzamos una docena de veces en un par de millas. »Llegamos a la vista del lugar a la mañana siguiente temprano. Ya sabe cómo está situada sobre un espolón a mitad de camino entre dos montañas, y cuando empezamos a comprender la maldad de la aparente tranquilidad con la que la aldea yacía a la luz del sol nos paramos a pensar. »Entonces nos dispararon un pedazo de ídolo de latón limado justo para darnos la bienvenida. Bajó bufando por la ladera a nuestra derecha, donde están los cantos; no me alcanzó el hombro por una pulgada o así, y aplastó a la mula que llevaba todas las provisiones y utensilios. Nunca jamás oí tan mortal estruendo. A consecuencia de eso nos percatamos de la presencia de unos cuantos caballeros que llevaban mosquetes, vestidos con algo parecido a guardapolvos a cuadros, que se movían disimuladamente por el desfiladero entre la aldea y la cresta de la montaña por el este. »—¡De frente! —ordené—. No demasiado juntos. »Y con esa expresión de ánimo mi expedición de diez hombres se recuperó y se puso en marcha a buen trote para bajar por el valle de nuevo en esta dirección. No esperamos a rescatar nada de lo que transportaba la mula muerta, pero mantuvimos con nosotros a la segunda mula —transportaba mi tienda y otras tonterías— por un sentimiento de camaradería. »Así terminó la batalla: ignominiosamente. Mirando hacia atrás vi el valle salpicado de vencedores que gritaban y disparaban hacia nosotros. Pero nadie resultó herido. Estos Chins y sus escopetas no son nada buenos excepto cuando disparan sentados. Se sientan, colocan y vuelven a colocar sobre una piedra, apuntando durante horas, y cuando disparan corriendo lo hacen principalmente por efectos teatrales. Hooker, uno de los hombres del condado de Derby, se encaprichó bastante con el rifle y se quedó detrás medio minuto para probar su suerte cuando volvíamos el recodo. Pero no logró nada. »No soy Jenofonte para montar una historia increíble sobre mi ejército en retirada. Tuvimos que contener al enemigo dos veces a lo largo de las dos millas siguientes cuando se puso a hostigarnos un poco, intercambiando disparos con él, pero fue un asunto bastante monótono —principalmente fuertes jadeos—, hasta que llegamos cerca del sitio donde las montañas se juntan en dirección al río y aplastan el valle convirtiéndolo en desfiladero. Y allí tuvimos mucha suerte en vislumbrar media docena de cabezas redondas que venían sesgadamente por la montaña a nuestra izquierda —es decir, el este— y casi en paralelo con nosotros. Al verlos mandé hacer alto. »—Escuchad —dije a Hooker y a los otros ingleses—, ¿qué hacemos ahora? —y apunté a las cabezas. »—Como que no soy negro que nos decapitarán —dijo uno de los hombres. »—Lo harán —corroboró otro—. ¿Conoces la costumbre de los Chin, Jorge? »—Allí donde se estrecha el río —interviene Hooker— pueden dispararnos a cada uno de nosotros a cincuenta yardas. Seguir bajando es un suicidio. »Miré a la montaña a nuestra derecha. Se volvía más inclinada valle abajo, pero todavía parecía escalable. Y todos los Chin que habíamos visto hasta entonces estaban del otro lado de la corriente. »—Escalar o pararse, no hay más —dice uno de los cipayos. »Así que comenzamos a ascender montaña arriba serpenteando. Algo que muy débilmente sugería un camino subía oblicuamente hasta la cara de la montaña y eso fue lo que seguimos. Pronto aparecieron a la vista algunos Chin valle arriba y oí algunos disparos. Después vi que uno de los cipayos estaba sentado a unas treinta yardas por debajo de nosotros. Simplemente se había sentado sin decir palabra, aparentemente con el deseo de no darnos ninguna molestia. Entonces ordené hacer alto de nuevo. Le dije a Hooker que intentara otro disparo y volví atrás, encontrando al hombre herido en una pierna. Cargué con él y lo llevé hasta ponerlo sobre la mula ya muy bien cargada con la tienda y otras cosas que no tuvimos tiempo de retirar. Cuando alcancé a los otros, Hooker tenía en la mano su Martini vacío, sonreía y apuntaba a un punto negro e inmóvil valle arriba. Todos los demás Chins estaban tras las piedras o habían vuelto junto al recodo. »—Quinientas yardas —dice Hooker—, como me llamo Hooker, y juraría que le he dado en la cabeza. »Le dije que fuera a repetirlo otra vez, y con eso continuamos de nuevo. Ahora la ladera se iba poniendo cada vez más empinada y, según subíamos, el camino que seguíamos se convertía cada vez más en un saliente. Finalmente no había más que acantilado por encima y por debajo de nosotros. »A pesar de todo es la mejor carretera que he visto en el país de Chin Lushai —dije para animar a los hombres, aunque estaba temiendo lo que se nos venía encima. »Y en pocos minutos el camino dobló en torno a una esquina del acantilado. Entonces, punto final. El saliente llegaba a su fin. »Tan pronto como comprendió la situación, uno de los hombres del condado de Derby empezó a jurar por la trampa en la que habíamos caído. Los cipayos se detuvieron tranquilamente. Hooker gruñó, recargó el rifle y volvió al recodo. Luego dos de los cipayos ayudaron a su camarada a bajar y empezaron a descargar la mula. »Ahora bien, cuando di en mirar a mi alrededor empecé a pensar que después de todo no habíamos tenido tan mala suerte. Estábamos en un saliente de quizás unas diez yardas en lo más ancho. Por encima el acantilado sobresalía de forma que no nos podían disparar desde arriba, y por debajo había un precipicio cortado a pico de quizá dos o trescientos pies. Tumbados éramos invisibles para cualquiera a lo largo del desfiladero. La única entrada era por el saliente y en él un solo hombre valía tanto como una multitud. Estábamos en un fuerte natural con una sola desventaja, la de que nuestra única provisión contra el hambre y la sed consistía en una mula viva. De todas formas nos hallábamos, como máximo, a ocho o nueve millas de la expedición principal, y sin duda pasados uno o dos días enviarían por nosotros si no volvíamos. —Después de un día o así… El teniente hizo una pausa. —¿Ha tenido sed alguna vez? —No de esa clase —respondió el etnólogo. —Ejem… Nos pasamos todo el día, la noche y el día siguiente solo con una nada de rocío que escurrimos de nuestras ropas y de la tienda. Y por debajo de nosotros el río ríe que te ríe alrededor de una roca en medio de la corriente. Nunca conocí tamaña ausencia de incidentes y tanta cantidad de sensaciones. A juzgar por el movimiento que veíamos el sol podía estar todavía cumpliendo la orden de Josué y ardía como un horno cercano. Por la tarde del primer día uno de los hombres de Derby dijo algo —nadie oyó qué— y marchó por el recodo del acantilado. Oímos disparos, y cuando Hooker miró por la esquina había desaparecido. Y por la mañana el cipayo con la pierna herida deliraba y saltó o cayó por el acantilado. Luego cogimos la mula y le disparamos. Dando sus últimos forcejeos tuvo necesariamente que ir por el acantilado también, con lo que quedamos ocho de nosotros. »Podíamos ver el cuerpo del cipayo allá abajo con la cabeza en el agua. Yacía con la cara boca abajo y por lo que pude colegir apenas si tenía alguna fractura. Por mucho que los Chin codiciaran su cabeza, tuvieron la sensatez de dejarlo solo hasta que llegara la oscuridad. »Al principio hablábamos de las posibilidades que había de que el cuerpo principal de la expedición oyera los disparos y especulábamos sobre cuándo empezarían a echarnos de menos y todo eso, pero al llegar la tarde habíamos agotado el tema. Los cipayos jugaban entre ellos a juegos con piedrecitas y después contaban historias. La noche fue bastante fría. El segundo día nadie hablaba. Teníamos los labios negros y las gargantas ardientes, y estábamos tumbados por el saliente mirándonos fijamente unos a otros. Quizá daba lo mismo que nos guardáramos nuestros pensamientos. Uno de los soldados británicos, sirviéndose de un trozo de caliza, empezó a escribir en la roca alguna tontería blasfema sobre sus últimas voluntades, hasta que lo paré. Cuando miré por el borde al valle y vi el río haciendo rizos casi estuve tentado de seguir al cipayo. Parecía algo agradable y deseable lanzarse abajo por el aire con algo de beber al fondo, o en todo caso no más sed. No obstante recordé a tiempo que yo era el oficial al mando y mi deber de dar ejemplo y todo eso me apartó de semejante locura. »Sin embargo, pensar en eso me trajo una idea a la cabeza. Me levanté y miré la tienda y sus cuerdas, y me pregunté por qué no se me había ocurrido antes. Luego me acerqué a ver de nuevo el acantilado. Esta vez la altura parecía mayor y la postura del cipayo bastante más dolorosa. Pero era eso o nada. Y, resumiendo, descendí en paracaídas. »Hice con la tienda un gran círculo de lona, de unas tres veces el tamaño de ese mantel, abrí un agujero en el centro y até ocho cuerdas a su alrededor convergiendo en el medio para montar un paracaídas. Los demás, que estaban tumbados por allí, me miraban como si se tratara de una nueva clase de delirio. Luego expliqué mi idea a los dos soldados británicos y cómo pensaba hacerlo, y tan pronto como el breve crepúsculo se oscureció dando paso a la noche, me arriesgué. Ellos lo sostuvieron en alto y yo di una carrera por todo el ancho del saliente. El artilugio se llenó de aire como una vela, pero he de confesar que en el borde tuve miedo y me detuve. Tan pronto como me detuve, me avergoncé de mí mismo —como si estuviera delante de soldados rasos— y volví a intentarlo de nuevo. Allá salté esta vez —recuerdo que con una especie de sollozo—, completamente en el aire con la gran vela blanca llena de viento por encima de mí. Debo de haber pensado a un ritmo terrible. Me pareció que pasaba mucho tiempo hasta que estuve seguro de que el artefacto tenía la intención de mantener la estabilidad. Al principio se escoró lateralmente. Luego observé la cara de la roca, que parecía como si me pasara flotando y yo estuviera inmóvil. Entonces miré abajo y vi en la oscuridad el río y el cipayo muerto precipitándose hacia mí. Pero en la confusa luz vi también a tres Chin aparentemente pasmados al verme, y que al cipayo le habían decapitado. Ante eso deseé volverme de nuevo. »Luego mi bota estaba en la boca de uno de ellos, y en un instante él y yo éramos un montón con la lona que caía aleteando encima de nosotros. Me imagino que le machaqué el cerebro con el pie. No esperaba otra cosa de los demás sino que me rompieran a mí la crisma, pero los pobres infieles no habían oído hablar nunca de Baldwin y huyeron sin que nadie les pudiera contener. »Forcejeando, salí de la maraña del Chin muerto y de la lona, y miré a mi alrededor. A unos diez pasos yacía la cabeza del cipayo mirando fijamente a la luz de la luna. Entonces vi el agua y fui a beber. No había ni un ruido en el mundo salvo por las pisadas de los Chins que huían, un débil grito desde arriba y el gluglú del agua. Tan pronto como hube bebido todo lo que me cabía me puse en marcha río abajo. »Eso prácticamente termina la explicación de la historia del hombre que volaba. No encontré un alma en las ocho millas de camino. Llegué al campamento de Walter a las diez, y el tonto de nacimiento del centinela tuvo la cara de dispararme cuando aparecí saliendo de la oscuridad a la carrera. Tan pronto como logré meter en el duro cráneo de Winter mi historia, unos cincuenta hombres se pusieron en camino valle arriba para ahuyentar a los Chin y bajar a nuestros hombres. En cuanto a mí, tenía demasiada sed como para provocarla yéndome con ellos. »Usted ha oído las historias increíbles que los Chin han hecho con esto. Alas tan grandes como una mula, ¿eh? ¡Y plumas negras! ¡El alegre teniente pájaro! Bueno, bueno… El teniente meditó alegremente un momento. Luego añadió: —Difícilmente lo creería usted, pero cuando llegaron por fin a la cresta se encontraron con que dos cipayos más habían saltado al vacío. —¿Los demás estaban bien? —preguntó el etnólogo. —Sí —respondió el teniente—, los demás estaban bien, aunque un poco sedientos, ya sabe. Y al recordarlo se sirvió otro whisky con soda. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El país de los ciegos
Cuento
Hasta hace un año, había una tiendecilla de aspecto mugriento cerca de ‘Los Siete Cuadrantes’, sobre la que campeaba un letrero amarillo deteriorado por la intemperie, con el nombre de ‘C. Cave, Naturalista y Anticuario’. El escaparate estaba lleno de mercancías curiosamente abigarradas. Comprendía colmillos de elefante y un juego incompleto de piezas de ajedrez, abalorios y armas, un estuche con ojos, dos calaveras de tigre y una humana, dos monos disecados (uno de ellos sostenía una lámpara), una vitrina anticuada, un huevo de avestruz podrido por los huevos de las moscas, aparejos de pesca y una pecera vacía extraordinariamente sucia. Había también, en el momento de empezar esta historia, un bloque de cristal labrado en forma de huevo y brillantemente pulimentado. Aquello era lo que estaban mirando dos personas al pie del escaparate, una de ellas un clérigo alto y delgado, la otra un joven de barba negra, tez morena y ropa modesta. El joven de tez morena hablaba gesticulando con vehemencia y parecía estar ansioso de que su compañero adquiriera aquel artículo. Mientras ellos estaban allí, el señor Cave entró en su tienda sacudiéndose todavía la barba del pan y la mantequilla de su té. Al ver a estos hombres y el objeto de su atención, su semblante se demudó. Miró furtivamente por encima del hombro y, lentamente, cerró la puerta de la trastienda. Era un anciano menudo, de cara pálida y extraños ojos azul vidrioso. Tenía el pelo canoso y sucio y llevaba una levita azul raída, un vetusto sombrero de copa y unas zapatillas con el talón muy gastado. Se quedó mirando a los dos hombres mientras éstos hablaban. El clérigo hundió la mano en el bolsillo de su pantalón, examinó un fajo de billetes y enseñó los dientes con sonrisa de satisfacción. El señor Cave pareció deprimirse aún más cuando entraron en la tienda. El clérigo, sin ningún preámbulo, preguntó el precio del huevo de cristal. El señor Cave lanzó una mirada nerviosa hacia la puerta que daba a la trastienda y dijo que cinco libras. El clérigo protestó porque el precio era alto, dirigiéndose tanto a su compañero como al señor Cave —y era, en efecto, mucho más de lo que el señor Cave tenía intención de pedir cuando había almacenado el artículo—, a lo que siguió un intento de regateo. El señor Cave avanzó hacia la puerta de la tienda, la abrió y dijo: ‘Cinco libras es mi precio’, como si deseara ahorrarse las molestias de una inútil discusión. Mientras lo hacía, la parte superior del rostro de una mujer apareció por encima del panel superior de la mampara de cristal de la puerta que daba a la trastienda, y contempló curiosamente a los dos clientes. —Cinco libras es mi precio —dijo el señor Cave con voz temblorosa. Hasta entonces el atezado joven había permanecido como espectador, observando detenidamente al señor Cave. Pero ahora habló. —Dale las cinco libras —dijo. El clérigo le lanzó una mirada para ver si lo decía en serio y cuando volvió a mirar al señor Cave, vio que la cara de éste estaba pálida. —Es mucho dinero —dijo el clérigo y, rebuscando en su bolsillo, empezó a contar sus posibles. Tenía poco más de treinta chelines y apeló a su compañero con quien parecía mantener una relación de considerable confianza. Esto le dio al señor Cave la oportunidad de ordenar sus ideas y empezó a explicar de forma agitada que, a decir verdad, él cristal no estaba totalmente en venta. Naturalmente, sus dos clientes se quedaron muy sorprendidos ante estas manifestaciones e inquirieron por qué no había pensado en ello antes de empezar a regatear. El señor Cave se mostró confundido, pero persistió en su actitud, diciendo que no podía darle salida al cristal aquella tarde, porque ya había aparecido un probable comprador. Los dos clientes interpretando su actitud como un intento de aumentar más el precio, hicieron ademán de abandonar la tienda. Pero en aquel preciso instante, se abrió la puerta de la trastienda y apareció la propietaria del flequillo oscuro y de los ojos pequeños. Era una mujer corpulenta, de facciones vulgares, más joven y mucho más gruesa que el señor Cave; andaba con pesadez y tenía la cara sonrojada. —Ese cristal sí está en venta —dijo—. Y cinco libras es bastante buen precio para él. ¡Vaya ocurrencia la tuya, Cave, no aceptar la oferta de este caballero! El señor Cave, enormemente turbado por esta interrupción, la miró colérico por encima de las lentes y, sin excesiva convicción, hizo valer su derecho a tratar sus negocios a su manera. Esto dio paso a un altercado. Los dos clientes contemplaban la escena con interés y cierta diversión, poniéndose, en ocasiones, de parte de la señora Cave, con alguna sugerencia. El señor Cave, acorralado, persistió en una historia confusa e imposible sobre un cliente que había preguntado por el cristal aquella mañana, y su agitación resultó penosa. Pero, con extraordinaria determinación, se mostró inamovible. Fue el joven oriental quien puso fin a esta curiosa controversia. Propuso que volverían al cabo de dos días para darle una legítima oportunidad a aquel pretendido cliente. —Y entonces, volveremos a insistir —dijo el clérigo— con nuestras cinco libras. La señora Cave se sintió obligada a pedir disculpas en nombre de su marido, explicando que él, a veces ‘Era un poco raro’, y al marcharse los dos clientes, la pareja se dispuso a reanudar libremente la discusión del incidente con todos sus argumentos. La señora Cave habló a su marido de un modo extraordinariamente directo. El pobre hombrecillo, temblando de emoción, enredado en la maraña de sus historias, sostuvo, por una parte, que tenía otro cliente a la vista y por otra, que el cristal valía por lo menos diez guineas. —¿Pues por qué pediste cinco libras? —dijo su esposa. —¡Haz el favor de dejarme llevar mis asuntos a mi manera! —dijo el señor Cave. Vivían con el señor Cave una hijastra y un hijastro y, aquella noche, en la cena, la transacción volvió a salir a colación. Ninguno de ellos tenía muy buena opinión de los métodos comerciales del señor Cave y este comportamiento les pareció el colmo de la insensatez. —En mi opinión, no es la primera vez que se niega a vender ese cristal —dijo el hijastro, un zafio jovenzuelo de dieciocho años y ancha complexión. —¡Pero es que cinco libras! —dijo la hijastra, una joven de veintiséis años amiga de discutir. Las contestaciones del señor Cave eran quejumbrosas y solo podía farfullar débiles afirmaciones de que él conocía sus negocios mejor que nadie. Y con sus insultos lo empujaron a cerrar la tienda, porque ya era de noche, con las orejas ardiendo y unas lágrimas de vejación detrás de sus lentes, dejando su cena a medio comer. ¿Por qué había tenido tanto tiempo el cristal en el escaparate? ¡Había sido una insensatez! Esa era la congoja que le atormentaba el cerebro. Durante un momento, no pudo ver la forma de evitar la venta. Después de cenar, su hijastra y su hijastro se arreglaron y salieron, y su esposa subió a su cuarto a reflexionar sobre los aspectos comerciales del cristal, tonificándose con un poco de azúcar y limón diluidos en agua caliente. El señor Cave entró en la tienda y permaneció allí hasta tarde, con el pretexto de hacer unas ornamentaciones para unas peceras, pero en realidad con una finalidad íntima que se explicará mejor más adelante. Al día siguiente, la señora Cave comprobó que el cristal ya no estaba en el escaparate y que se encontraba detrás de unos libros sobre pesca usados. Ella volvió a situarlo en una posición prominente. Pero no volvió a discutir sobre él puesto que, alterada por una jaqueca, no se sentía inclinada a la polémica. El señor Cave nunca estaba inclinado a ella. El día transcurrió desapaciblemente. El señor Cave, entre otras cosas, estaba más abstraído de lo normal y, al mismo tiempo, desacostumbradamente irritable. Por la tarde, cuando su esposa estaba durmiendo su siesta habitual, volvió a quitar el cristal del escaparate. Al día siguiente, el señor Cave tenía que ir a entregar una partida de tiburones pequeños a una de las secciones de un hospital donde los necesitaban para la clase de disección. En su ausencia, los pensamientos de la señora Cave retomaron al asunto del cristal y a la forma más adecuada de gastar aquella ganancia inesperada de cinco libras. Ya había ideado unos medios muy agradables —entre otros, un vestido de seda verde para ella y un viaje a Richmond— cuando el sonido discordante de la campanilla de la puerta principal requirió su presencia en la tienda. El cliente era un profesor de Ciencias Naturales que venía a quejarse de la falta de entrega de ciertas ranas que había solicitado para el día anterior. La señora Cave no aprobaba esta rama específica del negocio del señor Cave y el caballero, que había entrado de un talante más bien agresivo, se retiró tras un breve intercambio de palabras, totalmente civilizadas en lo que a él le concernía. La mirada de la señora Cave se volvió entonces con naturalidad hacia el escaparate ya que la visión del cristal suponía la garantía de las cinco libras y de sus sueños. ¡Cuál no sería su sorpresa al advertir que había desaparecido! Se acercó al lugar detrás del cajón del mostrador donde lo había descubierto el día anterior. No estaba allí e inmediatamente empezó a buscar con ansiedad por toda la tienda. Cuando regresó el señor Cave de sus asuntos con el tiburón pequeño, a eso de las dos menos cuarto de la tarde, halló la tienda sumida en cierta confusión y a su esposa extremadamente exasperada y de rodillas detrás del mostrador, registrando entre su material de taxidermista. Su cara surgió por encima del mostrador inflamada y colérica, mientras la discordante campanilla anunciaba el regreso de su marido a quien acusó inmediatamente de ‘haberlo escondido’. —¿Escondido qué? —preguntó el señor Cave. —¡El cristal! Ante eso, el señor Cave, aparentemente muy sorprendido, se precipitó hacia el escaparate. —¿No está aquí? —dijo—. ¡Santo cielo! ¿Qué ha sido de él? Justo entonces el hijastro del señor Cave hizo su ingreso en la tienda procedente de la habitación interior (había vuelto a casa uno o dos minutos antes que el señor Cave), blasfemando con entera libertad. Trabajaba como aprendiz con un comerciante de muebles de segunda mano al final de la calle, pero efectuaba sus comidas en casa y estaba naturalmente irritado por no haber encontrado la comida preparada. Pero cuando se enteró de la pérdida del cristal, olvidó su comida, y su rabia se dirigió de su madre a su padrastro. Su primera impresión, por supuesto, fue que él lo había escondido. Pero el señor Cave negó resueltamente todo conocimiento en cuanto a su destino, ofreciendo espontáneamente su declaración jurada en la materia y arreglándoselas para llegar al punto, de acusar, primero a su esposa y luego a su hijastro, de haberlo sustraído en vistas a una venta privada. Así dio comienzo una discusión sumamente mordaz y tempestuosa que terminó con la señora Cave en un estado de nervios muy singular, entre histérico y frenético, y con que el hijastro acudió por la tarde con media hora de retraso al establecimiento de muebles. El señor Cave buscó refugio en la tienda para alejarse de las emociones de su esposa. Por la noche se reanudó el tema con menos pasión y con espíritu judicial bajo la presidencia de la hijastra. La cena transcurrió desdichadamente y culminó en una escena penosa. El señor Cave fue por fin presa de una enorme desesperación y salió de la tienda dando un violento portazo. El resto de la familia, tras comentar su comportamiento con la libertad que garantizaba su ausencia, registró la casa desde el desván hasta el sótano, con la esperanza de encontrar el cristal. Al día siguiente volvieron a presentarse los dos clientes, y fueron recibidos por la señora Cave casi con lágrimas. Lo que traslució fue que nadie podía imaginarse todo lo que ella había tenido que soportar por culpa de Cave en distintas épocas de su peregrinación matrimonial. También les ofreció un informe mutilado de la desaparición. El clérigo y el oriental rieron silenciosamente entre sí y dijeron que era absolutamente extraordinario. Como la señora Cave parecía dispuesta a regalarles la historia completa de su vida, hicieron ademán de irse de la tienda. Por consiguiente, la señora Cave, persistiendo aún en su esperanza, solicitó la dirección del clérigo para poder comunicárselo, caso de lograr arrancarle algo a Cave. La dirección le fue puntualmente comunicada, pero al parecer, fue extraviada después y la señora Cave no puede recordar nada al respecto. Al anochecer de aquel día, los Cave parecían haber consumido todas sus emociones y el señor Cave, que había estado fuera por la tarde, cenó en un sombrío aislamiento que contrastaba agradablemente con la apasionada controversia de los días anteriores. Durante algún tiempo las relaciones entre la familia Cave fueron muy tirantes, pero ni el cristal ni el cliente volvieron a aparecer. Ahora bien, sin entrar en pormenores, debemos reconocer que el señor Cave era un embustero, porque sabía perfectamente dónde se encontraba el cristal. Estaba en el aposento del señor Jacoby Wace, Profesor Ayudante del Hospital de St. Catherine, Westbourne Street. Se encontraba sobre el aparador, cubierto parcialmente por un terciopelo negro y junto a una garrafa de whisky americano. Y los detalles sobre los que se basa esta narración se han recabado precisamente del señor Wace. Cave había llevado el objeto al hospital oculto en el saco de los tiburones pequeños, y una vez allí había presionado al joven investigador para que se lo guardara. El señor Wace se mostró un tanto indeciso, porque su relación con el señor Cave era un poco especial. Gustaba de los sujetos extraños y había invitado en más de una ocasión al anciano a fumar y a beber en sus habitaciones, para que desarrollara su divertida visión de la vida en general y de su esposa en particular. También el señor Wace se había encontrado con la señora Cave en ocasiones, cuando el señor Cave no estaba en casa para atenderle. Estaba enterado de las constantes interferencias a las que Cave estaba sometido y, después de sopesar la historia judicialmente, decidió dar refugio al cristal. El señor Cave prometió explicarle más extensamente las razones de su extraordinaria afición por el cristal en una ocasión posterior, pero le dijo claramente que veía visiones dentro de él. Aquella misma noche volvió a visitar al señor Wace. Relató una historia complicada. Dijo que el cristal había llegado a su poder junto con otras extravagancias en la venta forzosa de los efectos de otro comerciante de curiosidades y, al desconocer cuál podría ser su valor, lo había marcado en diez chelines. Había permanecido en sus manos con ese precio durante algunos meses y cuando pensaba en ‘reducir la cifra’, hizo un descubrimiento extraordinario. En aquella época gozaba de muy mala salud (y hay que tener presente que, a lo largo de toda esta experiencia, su condición física estaba muy decaída) y estaba considerablemente angustiado en razón de la negligencia, de los explícitos malos tratos incluso, que recibía de su esposa y de sus hijastros. Su esposa era vanidosa, extravagante e insensible y tenía una afición creciente a la bebida cuando estaba a solas; su hijastra era vil y astuta y su hijastro había concebido una violenta aversión hacia él y no perdía ocasión para demostrársela. Las exigencias de su negocio eran sumamente pesadas para él, y el señor Wace no cree que él estuviera totalmente libre de algún exceso ocasional en la bebida. Había empezado su vida en una posición desahogada, era un hombre razonablemente instruido y padeció durante semanas, sin interrupción, de melancolía y de insomnio. Temeroso de molestar a su familia, cuando sus reflexiones se tornaban intolerables, se deslizaba silenciosamente fuera de la cama para no despertar a su esposa, y vagaba por la casa. Y a eso de las tres de la madrugada, un día, a últimos de agosto, el azar dirigió sus pasos hacia la tienda. La sucia tiendecilla estaba sumida en unas tinieblas impenetrables excepto en un lugar donde percibió un insólito resplandor. Al acercarse a él, descubrió que se trataba del huevo de cristal que se hallaba en el rincón del mostrador hacia la ventana. Un tenue rayo de luz, que penetraba por una rendija de la persiana, chocaba contra el objeto y parecía como si fuera a rellenar todo su interior. Al señor Cave le vino a la memoria que esto no concordaba con las leyes de la óptica, tal y como él las había entendido en su juventud. Podía comprender la refracción de los rayos por el cristal hacia un foco en su interior, pero esta difusión discordaba con sus conocimientos de física. Se acercó más al cristal escudriñándolo por dentro y por fuera, sintiendo renacer transitoriamente la curiosidad científica que había determinado en su juventud la elección de su profesión. Se sorprendió al comprobar que la luz no era constante, sino que oscilaba dentro de la substancia del huevo, como si aquel objeto fuera una esfera hueca llena de algún vapor luminoso. Al desplazarse para obtener diferentes puntos de vista, súbitamente comprobó que se había interpuesto entre el rayo y el cristal y que éste, no obstante, seguía siendo luminoso. Sumamente asombrado, lo alejó de la luz y lo trasladó a la parte más oscura de la tienda. Continuó brillando durante cuatro o cinco minutos al cabo de los cuales se fue debilitando hasta apagarse. Volvió a someterlo a la acción de la débil luz del día y recobró su luminosidad casi inmediatamente. Hasta este punto, por lo menos, el señor Wace pudo comprobar la notable historia del señor Cave. Él mismo había sostenido repetidamente el cristal contra un rayo de luz (cuyo diámetro debía ser inferior a un milímetro). Y dentro de la posible oscuridad que puede proporcionar una envoltura de terciopelo, el cristal parecía, sin lugar a dudas, débilmente fosforescente. Sin embargo, parecía tratarse de una clase de luminosidad excepcional que no resultaba visible ante los ojos de cualquiera, puesto que el señor Harbinger, cuyo nombre le resultará familiar al lector científico en relación con el Instituto Pasteur, era totalmente incapaz de ver ninguna luz. Y la capacidad del propio señor Wace para distinguirla era muy inferior en comparación con la del señor Cave. Incluso con el señor Cave su intensidad variaba muy considerablemente y su visión cobraba más fuerza durante los estados de extrema debilidad y cansancio. Desde el primer momento, esta luz en el cristal ejerció una curiosa fascinación sobre el señor Cave. Y dice más de su alma solitaria que un volumen de escritos patéticos, el hecho de que no le contó a ningún ser humano sus curiosas observaciones. Parecía estar viviendo en una atmósfera de tan mezquino despecho que al admitir la existencia de un goce hubiera corrido el riesgo de perderlo. Averiguó que, a medida que avanzaba el alba y aumentaba el volumen de difusión de la luz, el cristal dejaba de ser luminoso a todos los efectos. Y durante algún tiempo fue incapaz de ver nada dentro, excepto al llegar la noche, en los rincones oscuros de la tienda. Pero se le ocurrió servirse de un terciopelo negro que utilizaba como fondo para una colección de minerales y, doblando el paño y tapándose con él la cabeza y las manos, podía contemplar el movimiento luminoso en el interior del cristal incluso a la luz del día. Tomaba muchas precauciones, no fuera a ser descubierto por su esposa, y practicaba esta ocupación solo por las tardes, mientras ella dormía en su cuarto, y además de forma muy circunspecta, en un hueco que había debajo del mostrador. Y un día, dándole vueltas al cristal entre las manos, vio algo. Apareció y desapareció como un destello, pero le dio la impresión de que el objeto, por un momento, le había desvelado la visión de un país inmenso y extraño, y al girarlo otra vez, justo mientras se desvanecía la luz, volvió a tener la misma visión. Ahora bien, resultaría tedioso e innecesario detallar todas las fases del descubrimiento del señor Cave a partir de este momento. Baste con decir que el efecto fue el siguiente: inclinando el cristal en un ángulo de 137 grados en dirección al rayo luminoso, se obtenía una clara y uniforme imagen de un inmenso paisaje muy peculiar. Nada tenía que ver con un sueño: inspiraba una definida impresión de realidad y cuanto mejor era la luz más real y sólido parecía. Era una imagen en movimiento: es decir, que ciertos objetos se movían dentro de él, pero despacio y de forma ordenada como las cosas reales y, según iba cambiando la dirección de la iluminación y de la visión, también cambiaba la imagen. Debió ser, decididamente, como mirar una escena a través de un cristal ovalado, haciéndolo girar para contemplar con detalle diferentes facetas. El señor Wace me ha asegurado que las manifestaciones del señor Cave eran extremadamente minuciosas y totalmente exentas del tono emotivo que caracteriza a las impresiones que son fruto de una alucinación. Pero hay que recordar que todos los esfuerzos del señor Wace para ver una claridad similar en la lánguida opalescencia del cristal resultaron absolutamente infructuosos, a pesar de sus muchos intentos. La diferencia en la intensidad de las impresiones recibidas por los dos hombres era muy grande, y es muy plausible que lo que para el señor Cave era una visión para el señor Wace no fuera más que una mera nebulosidad borrosa. La escena, tal y como la describía el señor Cave, era invariablemente la de una extensa llanura y siempre le parecía estar contemplándola desde una altura considerable, como desde una torre o un mástil. Al este y al oeste la llanura limitaba a una distancia remota con unas vastas colinas rojizas que le recordaban a aquellas que había visto en alguna estampa: pero el señor Wace fue incapaz de averiguar de qué estampa se trataba. Estos riscos iban de norte a sur, lo sabía por las agujas de la brújula que indicaban las estrellas que eran visibles durante la noche, y se alejaban en una perspectiva casi ilimitada, desvaneciéndose en las brumas de la distancia antes de reunirse. Él se hallaba más cerca de los riscos orientales y con ocasión de su primera visión el sol se levantaba sobre ellos y, negras en contraste con la luz del sol y pálidas en contraste con sus sombras, se distinguían una multitud de formas remontándose en el aire, que el señor Cave consideró como pájaros. Y una larga hilera de edificios se desplegaban bajo su mirada, como si él estuviese contemplando desde lo alto, y a medida que se acercaban al margen de la imagen borrosa y refractada perdían su nitidez. También había árboles de forma curiosa de color verde oscuro como el musgo y un gris exquisito, junto a un ancho canal resplandeciente. Y algo de gran tamaño y color brillante atravesó volando la imagen. Pero la primera vez que el señor Cave vio estas imágenes fue solo como si fueran relámpagos, sus manos temblaban, su cabeza se movía, la visión iba y venía hasta que las brumas la privaron de su nitidez. Y al principio tuvo enormes dificultades para volver a encontrar la imagen una vez perdida su dirección. La siguiente visión que tuvo con claridad se le presentó cerca de una semana después de la primera, no habiéndole otorgado este intervalo de tiempo más que unas ojeadas fugaces y atormentadas y cierta experiencia útil, en la que pudo ver el valle en toda su extensión. La perspectiva era diferente, pero él tenía la curiosa convicción, que sus observaciones posteriores confirmaron plenamente, de que estaba mirando aquel extraño mundo exactamente desde el mismo lugar, a pesar de estar mirando en una dirección diferente. La larga fachada del gran edificio, cuyo tejado había visto antes desde lo alto, estaba más alejada en la perspectiva. Reconoció el tejado. En el centro de la fachada había una terraza de sólidas proporciones y extraordinaria longitud, y en el medio de ésta, a determinadas distancias, surgían unos enormes aunque muy agraciados mástiles, que sostenían pequeños objetos brillantes que reflejaban la luz del atardecer. La importancia de estos pequeños objetos no se le ocurrió al señor Cave hasta algún tiempo después, mientras le describía la escena al señor Wace. La terraza sobresalía horizontalmente por encima de un soto poblado por la más exuberante y agraciada vegetación, que lindaba con un extenso prado sobre el cual reposaban ciertas anchas criaturas de forma parecida a la de los escarabajos pero muchísimo mayores. Más allá todavía había una calzada de piedras rosáceas ricamente decorada, y más allá de ésta, bordeada de malezas rojizas y recorriendo el valle, paralela exactamente a los lejanos riscos, había una extensión de agua que se asemejaba a un espejo. El aire parecía estar poblado de escuadrillas de pájaros grandes que maniobraban en curvas majestuosas, y al otro lado del río había un sinfín de espléndidos edificios multicolores que brillaban por sus facetas y ornamentaciones arquitectónicas metálicas, en medio de un bosque de árboles que evocaban el musgo y el liquen. Y súbitamente, algo cruzó repetidamente la visión, como el ondular de un abanico o el batir de un ala, y una cara, o más bien la parte superior de una cara con ojos muy grandes apareció, así como quien dice, muy cerca de la suya propia, como si se encontrara al otro lado del cristal. El señor Cave se quedó tan asombrado y tan impresionado por la absoluta realidad de estos ojos, que retiró la cabeza del cristal para examinarlo por detrás. La contemplación del cristal le había absorbido de tal manera que se quedó muy sorprendido al encontrarse entre las frías tinieblas de su tiendecilla, con su familiar olor a alcohol metílico, a moho y a putrefacción. Y mientras miraba a su alrededor guiñando los ojos, el resplandor del cristal se fue desvaneciendo hasta apagarse. Tales fueron las primeras impresiones generales del señor Cave. La historia es curiosamente directa y minuciosa. Desde el primer momento en que el valle había aparecido ante sus sentidos solo unos instantes, su imaginación quedó extrañamente afectada y a medida que empezaba a apreciar los detalles de la escena que contemplaba, su maravillado asombro fue aumentando hasta convertirse en una pasión. Se ocupaba de su negocio distraído e indiferente, pensando solo en el momento en que podría reanudar su contemplación. Y entonces, unas semanas después de su primera visión del valle fue cuando aparecieron los dos clientes por cuya oferta se produjo una gran tensión y excitación y el cristal se libró por muy poco de ser vendido, tal y como ya había relatado. Ahora bien, mientras el objeto fue solo el secreto del señor Cave, no era más que una simple maravilla, algo que escudriñar a hurtadillas, igual que un niño podría escudriñar un jardín prohibido. Pero el señor Wace, para ser un joven investigador científico, posee un hábito mental especialmente lúcido y consecuente. En cuanto el cristal y el relato llegaron hasta él y se persuadió, viendo con sus propios ojos la fosforescencia, de que existían realmente ciertas pruebas que confirmaban las aseveraciones del señor Cave, procedió a analizar la cuestión sistemáticamente. El señor Cave estaba deseando acudir a deleitar sus ojos con el mundo fantástico que veía, y venía todas las noches desde las ocho y media hasta las diez y media y, algunas veces, también durante el día en ausencia del señor Wace. También acudía los domingos por la tarde. Desde el primer momento el señor Wace tomó copiosas notas y fue gracias a su método científico como se pudo demostrar la relación entre la dirección por la que entraba el rayo inicial en el cristal y la orientación de la imagen. Y tapando el cristal con una caja perforada solamente con una pequeña abertura para recibir el rayo incitador y sustituyendo las cortinas mate de la ventana con una tela de holanda negra, mejoró extraordinariamente las condiciones de las observaciones, de modo que, al cabo de poco tiempo, pudieron examinar el valle en todas las direcciones que desearon. Tras despejar así el camino, podemos dar una breve reseña de este mundo visionario oculto en el interior del cristal. En todos los casos, estas cosas eran vistas por el señor Cave; el método de trabajo consistía invariablemente en que él contemplara el cristal e informara de cuanto veía, mientras el señor Wace (que como estudiante de ciencias había aprendido el ardid de escribir a oscuras) escribía una breve anotación de su descripción. Cuando el cristal se apagaba lo colocaban en su caja en posición apropiada y daban la luz eléctrica. El señor Wace hacía preguntas y sugería observaciones para aclarar puntos difíciles. Nada, en realidad, podía resultar menos visionario y más concreto. La atención del señor Cave había sido velozmente atraída por las criaturas con aspecto de pájaro que había visto con tal abundancia presentes en sus primeras visiones. Su primera impresión pronto fue corregida y él consideró durante un tiempo que bien podrían representar una especie de murciélago diurno. Luego pensó, lo que no pudo resultar más grotesco, que podrían ser querubines. Sus cabezas eran redondas y curiosamente humanas y fueron los ojos de uno de ellos los que le habían dejado tan sobrecogido en su segunda observación. Tenían anchas alas plateadas desprovistas de plumas, pero que centelleaban casi con la misma brillantez que un pez recién pescado y con la misma sutil gama de colores, y estas alas, aprendió el señor Wace, no parecían apoyarse en el plano de un ala de pájaro o de un murciélago, sino en unas costillas curvadas que irradiaban del cuerpo. (Una especie de ala de mariposa con costillas curvadas parece expresar mejor la peculiaridad de su apariencia.) El cuerpo era pequeño pero dotado de dos racimos de órganos prensiles como largos tentáculos, inmediatamente debajo de la boca. Por muy increíble que le pareciera al señor Cave, al final se persuadió irremisiblemente de que estas criaturas eran las propietarias de los grandes edificios quasi-humanos y del magnífico jardín que hacía que este valle fuera tan espléndido. Y el señor Cave percibió que los edificios, entre otras peculiaridades, no tenían puertas sino que era por las grandes ventanas circulares, que se abrían libremente, por donde entraban y salían las criaturas. Se posaban sobre sus tentáculos, plegaban sus alas reduciéndolas casi al tamaño de una caña de pescar, y de un brinco, penetraban en el interior. Pero entre ellas había una multitud de criaturas de alas más pequeñas, como libélulas y polillas y escarabajos voladores, y por el césped de brillante colorido se arrastraban perezosamente de un lado a otro unos escarabajos de tierra. Más aún, en las calzadas y en las terrazas, resultaban visibles unas criaturas de gran cabeza, similares a las moscas voladoras de mayor tamaño, pero sin alas, que brincaban atareadas sobre su maraña de tentáculos en forma de mano. Ya se ha hecho alusión a los brillantes objetos sobre los mástiles que se erguían por encima de la terraza del edificio más cercano. Cayó en la cuenta el señor Cave, tras mirar muy fijamente a uno de estos mástiles en un día especialmente nítido, que el objeto brillante que allí se encontraba era un cristal exactamente igual que el que él estaba escudriñando. Y una inspección más minuciosa le convenció de que cada uno de estos mástiles, aproximadamente veinte en perspectiva, sostenía un objeto similar. De tanto en tanto una de las grandes criaturas voladoras revoloteaba hasta uno de ellos y, tras plegar sus alas y enrollar una parte de los tentáculos en el mástil, miraba fijamente el cristal durante un tiempo, a veces, incluso, durante quince minutos. Y una serie de observaciones, realizadas por sugerencia del señor Wace, persuadieron a los dos investigadores de que, en lo que concernía a este mundo visionario, el cristal que ellos estaban escudriñando se encontraba efectivamente en la cúspide del último mástil situado en la terraza y que, en una ocasión por lo menos, uno de estos habitantes de aquel otro mundo había mirado al señor Cave a la cara mientras efectuaba estas observaciones. Eso en cuanto a los hechos esenciales de esta historia realmente singular. A menos que lo descartemos todo como una ingeniosa fábula del señor Wace, debemos admitir una de estas dos hipótesis: o bien el cristal del señor Cave se encontraba en dos mundos a la vez y mientras se le movía en uno permanecía estacionario en el otro, lo cual parece totalmente absurdo, o bien poseía una peculiar relación de afinidades con otro cristal exactamente igual en este otro mundo, de modo que lo que se veía en el interior del que se hallaba en este mundo resultaba visible, en las condiciones apropiadas, para un observador en el correspondiente cristal del otro mundo. Y viceversa. Por ahora, ignoramos enteramente de qué forma dos cristales pueden entrar en comunicación, pero hoy en día sabemos lo suficiente como para comprender que el hecho no es del todo imposible. Esta comunicación entre los dos cristales fue la suposición realizada por el señor Wace y, a mí, al menos, me parece extremadamente posible… ¿Y dónde estaba este otro mundo? Sobre esto también, la activa inteligencia del señor Wace arrojó luz con celeridad. Después del atardecer, el cielo se oscureció con rapidez, el crepúsculo no fue más que un breve intervalo, y las estrellas exhibieron su brillo. Eran ostensiblemente las mismas que nosotros vemos, agrupadas en las mismas constelaciones. El señor Cave reconoció la Osa, las Pléyades, Aldebarán y Sirio, de modo que el otro mundo debía encontrarse en algún lugar del sistema solar y, como máximo, solo a unos cuantos centenares de millones de kilómetros del nuestro. Siguiendo este indicio, el señor Wace aprendió que el cielo de medianoche era de un azul más intenso que el de nuestro cielo invernal, y que el sol parecía un poco más pequeño… ¡Y que había dos lunas pequeñas! ‘iguales que nuestra luna, pero más pequeñas, con muy distintas señales’, una de las cuales se movía con tanta rapidez que su movimiento resultaba claramente visible a simple vista. Estas lunas nunca se elevaban en el cielo sino que se ponían a medida que iban surgiendo: es decir, que cada vez que daban vueltas se eclipsaban porque estaban muy cerca de su planeta primario. Y todo esto responde plenamente, aunque el señor Cave no lo supiera, a las condiciones que deben darse en Marte. Por tanto, parece una conclusión sumamente plausible que al escudriñar en este cristal, lo que vio realmente el señor Cave fue el planeta Marte y sus habitantes. Y caso de que así fuera, entonces la estrella vespertina que resplandecía con tanta brillantez en el cielo de aquella distante visión no era ni más ni menos que nuestra familiar Tierra. Durante algún tiempo, los marcianos, si es que lo eran, no parecieron ser conscientes de la inspección del señor Cave. Una o dos veces se acercaron a atisbar y se marcharon poco después a algún otro mástil como si la visión no fuera de su agrado. Durante este tiempo, el señor Cave pudo contemplar el proceder de este pueblo alado sin ser molestado por su atención, y aunque el informe es necesariamente vago y fragmentario, no por ello resulta menos sugestivo. Imaginad qué impresión de la humanidad obtendría un observador marciano que, tras un difícil proceso de preparación y con considerable fatiga de los ojos, lograra escudriñar Londres desde la aguja de la Iglesia de St. Martin durante un lapso de tiempo, como mucho, de tres o cuatro minutos. El señor Cave no pudo averiguar si los marcianos alados eran los mismos que brincaban por las calzadas y las terrazas y si estos últimos podían echar a volar a voluntad. Vio varias veces unos bípedos torpes, que recordaban vagamente a los monos, blancos y parcialmente translúcidos, alimentándose entre algunos de los árboles de liquen, y en una ocasión un grupo de éstos huía ante el acoso de uno de los marcianos saltadores de cabeza redonda. Este último atrapó a uno con sus tentáculos y entonces la imagen se desvaneció repentinamente dejando al señor Cave absolutamente desesperado en la oscuridad. En otra ocasión, una cosa enorme, de la que el señor Cave pensó al principio que se trataba de un insecto gigantesco, apareció avanzando por la calzada junto al canal con extraordinaria rapidez. Mientras se acercaba, el señor Cave percibió que era un mecanismo de metales brillantes y de extraordinaria complejidad. Y luego, cuando volvió a mirar, ya estaba fuera del alcance de su vista. Al cabo de un tiempo, el señor Wace aspiró a atraer la atención de los marcianos y la siguiente vez que los extraños ojos de uno de ellos aparecieron muy cerca del cristal, el señor Cave gritó y saltó a un lado e inmediatamente dieron la luz y empezaron a gesticular de forma sugestiva, como para hacer señales. Pero cuando por fin el señor Cave volvió a examinar el cristal, el marciano se había marchado. Hasta aquí habían progresado estas observaciones a principios de noviembre, y entonces el señor Cave, notando que las sospechas de su familia sobre el cristal se habían mitigado, empezó a llevarlo con él de una parte a otra con el fin de poder solazarse de día o de noche, como en ocasiones anteriores, con lo que se había convertido velozmente en el auténtico acontecimiento de su existencia. En diciembre el señor Wace estuvo muy cargado de trabajo debido a la inminencia de un examen y las sesiones fueron suspendidas a regañadientes durante una semana y, durante diez u once días, no está muy seguro de cuántos, no volvió a ver a Cave. Entonces, sintiéndose ansioso por reanudar las investigaciones y una vez aminorada la tensión de sus quehaceres estacionales, se dirigió a los Siete Cuadrantes. En la esquina notó un postigo entornado ante el escaparate de un pajarero y luego otro ante el escaparate de un zapatero remendón. La tienda del señor Cave estaba cerrada. Llamó y le abrió la puerta el hijastro vestido de negro. Este llamó enseguida a la señora Cave y el señor Wace no pudo dejar de observar que vestía unas gasas de luto baratas pero amplias, del modelo más solemne. Sin demasiada sorpresa por su parte, el señor Wace supo que el señor Cave había muerto y ya había sido enterrado. Ella estaba llorando y tenía la voz un poco gruesa. Acababa de regresar de Highgate, y su ánimo parecía estar ocupado con su propia situación y los honorables detalles de las exequias, pero el señor Wace pudo al fin recabar los pormenores de la muerte de Cave. Le habían encontrado muerto en la tienda por la mañana temprano, al día siguiente de su última visita al señor Wace y el cristal había quedado atrapado entre sus manos frías como la piedra. Tenía una sonrisa en la cara, dijo la señora Cave, y el paño de terciopelo negro de los minerales yacía a sus pies en el suelo. Debía llevar cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron. Esto le produjo un fuerte shock al señor Wace que empezó a reprocharse a sí mismo amargamente por haber descuidado los evidentes síntomas de la mala salud del anciano. Pero el paradero del cristal era lo que más le preocupaba. Abordó el tema cautelosamente, porque estaba al tanto de las peculiaridades de la señora Cave y se quedó sin habla al saber que había sido vendido. Tras subir el cuerpo de Cave al dormitorio, el primer impulso de la señora Cave había sido el de escribir al clérigo chiflado que había ofrecido cinco libras por el cristal para informarle de su recuperación, pero tras una violenta búsqueda, a la que se había sumado su hija, se persuadieron de que habían perdido su dirección. Como carecían de los medios requeridos para llorar y enterrar a Cave con el esmerado estilo que exige la dignidad de un antiguo habitante de los Siete Cuadrantes, habían recurrido a un anticuario amigo de Great Portland Street. Y éste había accedido amablemente a hacerse cargo de una parte de la mercancía almacenada según tasación. Él mismo valoró los objetos y el huevo de cristal fue incluido en uno de los lotes. El señor Wace, tras manifestar las condolencias apropiadas, un tanto improvisadas tal vez, corrió de inmediato a la Great Portland Street. Pero allí fue informado de que el huevo de cristal ya había sido vendido a un hombre alto, moreno y vestido de gris. Y aquí terminan bruscamente los hechos materiales de esta curiosa historia que para mí, al menos, resulta muy sugestiva. El anticuario de The Great Portland Street no sabía quién era el hombre alto y vestido de gris ni tampoco le había observado con la suficiente atención como para describirle minuciosamente. Ni siquiera sabía qué dirección había tomado esta persona tras abandonar la tienda. Durante algún tiempo el señor Wace permaneció en la tienda, poniendo a prueba la paciencia del anticuario con preguntas desesperadas para desahogar su propia exasperación. Y por fin, dándose cuenta bruscamente de que todo el asunto se le había escapado de las manos y que se había desvanecido como la visión de la noche, regresó a sus habitaciones, un poco estupefacto de encontrar las notas que había tomado, aún tangibles y visibles sobre su desordenada mesa. Su disgusto y su decepción fueron naturalmente muy grandes. Realizó una segunda visita (igualmente infructuosa) al anticuario de Great Portland Street, y recurrió a los anuncios en aquellas publicaciones que tenían la probabilidad de caer en manos de un coleccionista de objetos insólitos. También escribió cartas a The Daily Chronicle y a Nature, pero ambas publicaciones, sospechando un engaño, le pidieron que reconsiderara su acción antes de hacer la tirada, y le aconsejaron además que una historia tan extraña, lamentablemente tan carente de pruebas que la sustentaran, podría poner en peligro su reputación como investigador. Por otra parte, las exigencias de su propio trabajo eran perentorias y así, después de un mes más o menos, exceptuando algún recordatorio ocasional a determinados anticuarios, tuvo que abandonar de mala gana la búsqueda del huevo de cristal que a partir de ese día continúa en paradero desconocido. Me ha dicho, sin embargo, y yo le creo a pies juntillas, que de vez en cuando tiene arrebatos de celo en los que abandona sus más urgentes ocupaciones para reanudar las pesquisas. Que permanezca o no perdido para siempre, con su material y su origen, son cosas sobre las que se puede especular de igual manera en estos momentos. Si el actual comprador es un coleccionista, cabría esperar que las indagaciones del señor Wace hubieran llegado a sus oídos a través de los anticuarios, ya que había logrado descubrir al clérigo y al ‘oriental’ del señor Cave, que no eran más que el Rev. James Parker y el joven príncipe de Bossokuni, en Java. Les estoy muy agradecido por determinados pormenores. El propósito del príncipe no se debía más que a simple curiosidad y extravagancia. Se había mostrado tan ansioso de comprar porque Cave era extrañamente reacio a vender. También es muy posible que el comprador en segunda instancia no fuera más que un simple comprador ocasional y no un coleccionista en absoluto, y que el huevo de cristal se encuentre en estos momentos, posiblemente, a menos de una milla de distancia de mí, decorando un salón o sirviendo de pisapapeles sin que se conozcan sus extraordinarias propiedades. Y por cierto, se debe en parte a la idea de dicha posibilidad el que yo haya conferido a esta narración una forma que le dará la oportunidad de ser leída por el consumidor común de ficción. Mis propias ideas en esta materia son prácticamente idénticas a las del señor Wace. Estoy convencido de que el cristal en lo alto del mástil en Marte y el huevo de cristal del señor Cave se hallan en alguna clase de comunicación física, pero que de momento resulta totalmente inexplicable, y los dos creemos, además, que el cristal terrestre debió ser enviado aquí desde allí, posiblemente en fecha remota, con el fin de ofrecer a los marcianos una visión muy próxima de nuestras costumbres. Es muy posible que las personas que aparecen en los cristales de otros mástiles también se encuentren en nuestro globo. Ninguna teoría de las alucinaciones es suficiente para explicar los hechos. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El robo en el parque de Hammerpond
Cuento
Ciertamente, si alguna vez un hombre encontró una guinea cuando estaba buscando un alfiler, ése fue mi buen amigo, el profesor Gibberne. Yo ya había tenido noticias de investigadores que se pasan de la raya, pero jamás hasta el punto al que él ha llegado. Realmente ha descubierto, al menos esta vez y sin la más leve pincelada de exageración en la frase, algo que revolucionará la vida humana. Y lo ha conseguido cuando estaba buscando simplemente un estimulante general del sistema nervioso para levantar el ánimo de las personas abatidas por las tensiones de estos tiempos agresivos. Yo he probado ya la droga varias veces, y no se me ocurre nada mejor que describir el efecto que dicha sustancia ha provocado en mí. Resulta cada vez más evidente que nos esperan experiencias sorprendentes en la investigación de nuevas sensaciones. El profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto. Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas independientes de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero en utilizar. Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso. En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado, inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes nerviosos, con los que había cosechado éxitos importantes antes del descubrimiento del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos. En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como «Jarabe B de Gibberne» ha salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa. —Pero ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía —me dijo hace casi un año—. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios, o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa; y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras, pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que, si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema, que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es el efecto que persigo. —Ese efecto fatigaría a un hombre —dije. —Sin duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste —cogió una frasquito de cristal verde y remarcó sus palabras con él—, y que en este precioso frasquito se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías de forma normal. —Pero ¿es posible una cosa semejante? —Creo que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior a la normal. —Sería posible —dije. —Si fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no? —Podría administrar una dosis al secretario privado —dije. —Y ganar el doble de tiempo. Y supónte, por ejemplo, que quieres terminar un libro. —Generalmente —dije— deseo no haberlos empezado nunca. —O un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen. —Valdría una guinea la gota —dije—, o más… para hombres como esos. —Y en un duelo también —dijo Gibberne—, donde todo depende de tu velocidad en apretar el gatillo. —O en la esgrima —sugerí. —Mira —dijo Gibberne—, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás… —Supongo —reflexioné— que en un duelo… ¿Sería honesto? —Esa es una pregunta para los padrinos —dijo Gibberne. Volví al tema del que nos habíamos alejado. —¿Y crees realmente que una cosa semejante es posible? —dije. —Tan posible —dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando— como un ómnibus. De hecho… Hizo una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa con el frasquito verde. —Creo que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores. La nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación. Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera muy cerca del fin. —Y puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble, incluso. —Sería algo realmente grande —aventuré. —Sería, creo, algo realmente grande. Pero no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final. Recuerdo que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el «Nuevo Acelerador», y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula un enfoque comercial. —Es una cosa muy buena —decía Gibberne—, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones. Mi interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular de la cuestión. Fue el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos. —¡Está hecho! —gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad—. Más que hecho. Ven a mi casa y lo verás. —¿De verdad? —¡De verdad! —gritó—. ¡Increíble! Ven y lo verás. —¿Y el efecto es… el doble? —Más, mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga más asombrosa del mundo. Se agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote, subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo clemencia. —¿No estaré caminando muy deprisa, verdad? —exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta dejarlo en una marcha rápida. —Has tomado una dosis de la droga —resoplé. —No —dijo—. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche, lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia. —¿Y duplica la actividad? —dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a la puerta de entrada de su casa. —¡La multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! —gritó Gibberne, haciendo un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo inglés. —¡Puf! —dije, y le seguí hacia la puerta. —No sé cuántas veces multiplica la actividad —dijo con la llave en la mano. —Y tú… —Este descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar la droga. —¿Probar la droga? —dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo. —Claro que sí —dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho—. ¡Está en aquel frasquito verde! A no ser que estés asustado… Soy un hombre prudente por naturaleza, y solo intrépido en teoría. Estaba asustado. Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo. —Bueno —argumenté—, ¿no has dicho que la has probado? —La he probado —dijo—, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado de color, y me encuentro… Me senté. —Dame la poción —dije—. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje? —Con agua —dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa. Estaba de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista de Harley Street. —Es una droga extraña, ¿sabes? —dijo. Hice un gesto con la mano. —Debo advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla; espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible y vertiginosa confusión. Manténlos cerrados. —Cerrados —dije—. ¡Bien! —Y la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones, los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo. No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Solo que todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña. —¡Señor! —dije—. ¿Quieres decir que…? —Ya lo verás —dijo, y cogió una pequeña probeta graduada. Echó una mirada al material que estaba encima de la mesa. —Vasos, agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo. El frasquito dejó caer su precioso contenido. —No olvides lo que te he dicho —dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso, a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky—. Quédate sentado, con los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos. Después me oirás hablar. Añadió uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso. —Por cierto —dijo—, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sosténlo en la mano y déjala apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora… Levantó su vaso. —Por el Nuevo Acelerador —dijo. —Por el Nuevo Acelerador —respondí. Chocamos nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente. Ustedes ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar «gas». Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara. Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes, con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia. —¿Y bien? —dije. —¿No siente nada anormal? —Nada. Una ligera sensación de alegría… quizá. Nada más. —¿Ruidos? —Todo está silencioso —dije—. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos. ¿Qué es? —Sonidos analizados —creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia la ventana—. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición que se ha quedado ésta? Seguí la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si se hubiera quedado congelada —si me permiten la expresión en el preciso instante de ser agitada por el viento. —No —dije—. ¡Qué raro! —¿Y esto? —dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso. Como es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió; ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil. —Hablando en términos generales —dijo Gibberne—, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad de dieciséis pies por segundo. Solo que para ti todavía no ha caído más que una centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador. Pasó la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta. Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa. —¿Eh? —me dijo, y se rió. —Esto es estupendo —dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón. Me sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda, corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope. Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble. —¡Gibberne! —grité—. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga? —¡Dios sabe! —respondió—. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona. Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo. Yo me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al hecho de que éramos dos. —¿Por qué no salimos al exterior? —pregunté. —¿Por qué no? —La gente nos verá. —No nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos? ¿Por la ventana o por la puerta? Salimos por la ventana. Sin duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor —que en ese preciso instante iniciaba un bostezo— estaban en perceptible movimiento, pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y, sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera, y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas, hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos por delante del ciclista, hacia el parque. —¡Cielos! —exclamó Gibberne de repente—. ¡Mira allí! Señaló con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido, había una abeja. Y así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo, que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de un reloj monstruoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso, como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso, mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para caer a tierra. —¡Señor! ¡Mira allí! —gritó Gibberne. Y nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de colores alegres, que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular y una pequeña línea blanca. —Si el cielo me concede memoria —dije—, jamás volveré a guiñar un ojo. —Ni a sonreír —dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de las señoritas. —Hace un calor infernal —dije—. Vamos más despacio. —¡Oh, vamos! —dijo Gibberne. Nos abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador. Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones. Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible. Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido —por lo que se refiere a esa gente y al mundo en general—, en un abrir y cerrar de ojos. —El Nuevo Acelerador… —empecé, pero Gibberne me interrumpió. —¡Allí está esa vieja infernal! —dijo. —¿Qué vieja? —Vive al lado de mi casa —dijo Gibberne—. Tiene un perro faldero que no para de ladrar. ¡Cielos! La tentación es irresistible. Hay algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera. —¡Gibberne! —grité—. ¡Suéltelo! En seguida añadí algo más. —¡Gibberne! ¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones de lino se están chamuscando! Se llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente. —¡Gibberne! —grité, acercándome a él—. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire! —¿Qué? —dijo él, mirando al perro. —¡El rozamiento del aire! —grité—. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad. Como meteoritos. Demasiado calor. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligera-mente. ¡Creo que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro. —¿Eh? —dijo. —Se está disipando —repetí—. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando! Estoy mojado hasta los huesos. Me miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces, describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró por el codo. —¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. Pero nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas! Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba una infinita alarma. —Siéntate —dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente; y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo. Todavía hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté. Pero mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse; la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las personas que estaban sentadas se movieron y hablaron. El mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros, o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama! Eso fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos —y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando, creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros—, dudo que una sola persona se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf? ¡Debió de ser de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes —incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de tono por primera vez en su historia— estaba concentrada en el asombroso acontecimiento, y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho de que un respetable y sobrealimentado perro faldero —un tanto chamuscado debido a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire— que dormía tranquilamente en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos —demasiado absurdos quizá— en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como para emprender investigaciones más precisas. Tan pronto como estuvimos suficientemente fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en sus gorras la palabra «Inspector». —Si usted no ha tirado el perro —decía—, ¿quién ha sido? El súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una lógica preocupación por nosotros mismos —nuestras ropas estaban todavía terriblemente calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una quemadura de color marrón amarillento—, me impidieron llevar a cabo las minuciosas observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad, no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente, se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán, sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a la altura de la iglesia. Observamos, no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos vivido media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección. Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada contundentemente, más allá de cualquier crítica. Desde aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control, y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco, y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno de obligaciones no puede pasarse por alto. Gibberne está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación, y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador. Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses. Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades. Se llamará «Acelerador Nervioso de Gibberne», y el profesor espera ser capaz de suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente. No hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque, evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia. Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias… ya veremos. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El sueño de Armaggedon
Cuento
A más de trescientas millas del Chimborazo y a cien de las nieves del Cotopaxi, en el territorio más inhóspito de los Andes ecuatoriales, se encuentra un misterioso valle de montaña, el País de los Ciegos, aislado del resto de los hombres. Hace muchos años ese valle estaba tan abierto al mundo que los hombres podían alcanzar por fin sus uniformes praderas atravesando pavorosos barrancos y un helado desfiladero; y unos hombres lograron alcanzarlo de verdad, una o dos familias de mestizos peruanos que huían de la codicia y de la tiranía de un malvado gobernante español. Luego sobrevino la asombrosa erupción del Mindobamba, que sumió en las tinieblas durante diecisiete días a la ciudad de Quito y el agua hirvió en Yaguachi y todos los peces muertos llegaron flotando hasta el mismo Guayaquil; por doquier, a lo largo de las pendientes del Pacífico, hubo derrumbamientos y deshielos veloces e inundaciones repentinas, y una ladera completa de la antigua cumbre del Arauca se desprendió, desplomándose con gran estruendo, aislando para siempre el País de los Ciegos de las pisadas exploradoras de los hombres. Pero uno de estos primeros pobladores se hallaba por azar al otro lado de los barrancos cuando el mundo se estremeció de un modo tan terrible, y se vio forzosamente obligado a olvidar a su esposa y a su hijo y a todos los amigos y pertenencias que; había dejado allá arriba, y a empezar una nueva vida en el mundo inferior. Volvió a empezarla, pero enfermo; le sobrevino una ceguera y murió en las minas a causa de los malos tratos. Pero la historia que él contó engendró una leyenda que ha perdurado a lo largo de la Cordillera de los Andes hasta nuestros días. Contó la razón que le había impulsado a aventurarse a abandonar aquel guájar adonde había sido transportado por primera vez atado al lomo de una llama, junto con un enorme bulto de enseres, cuando era niño. El valle, decía, poseía todo cuanto pudiera desear el corazón del hombre: agua dulce, pastos y un clima benigno, laderas de tierra fértil y rica con marañas de arbustos que producían un fruto excelente, y de uno de los costados colgaban vastos pinares que frenaban las avalanchas en lo alto. Mucho más arriba, por tres costados, inmensos riscos de rocas de color gris verdoso estaban coronados de casquetes de hielo; pero la corriente del glaciar no caía sobre ellos, sino que se precipitaba por las pendientes más alejadas y solo de vez en cuando, las enormes masas de hielo rodaban por la ladera del valle. En este valle ni llovía ni nevaba, pero los abundantes manantiales proporcionaban ricos pastos verdes que la irrigación esparcía en toda la extensión del valle. Los colonizadores habían hecho realmente una buena labor en aquel lugar. Sus animales se criaron bien y se multiplicaron y no había más que una cosa que ensombreciera su dicha. Y sin embargo bastaba para ensombrecerla sobremanera. Una extraña enfermedad se había abatido sobre ellos haciendo que no solo todos los niños nacidos allí, sino también muchos de los otros niños mayores, fueran atacados por la ceguera. Para buscar algún amuleto o antídoto contra esta plaga fue precisamente por lo que él, enfrentándose con la fatiga, los peligros y las dificultades, había bajado nuevamente por la garganta. En aquellos tiempos, en semejantes casos, los hombres no pensaban en gérmenes e infecciones, sino en pecados, y a él le parecía que la razón de esta calamidad debía estar motivada por la negligencia de estos inmigrantes sin sacerdote de no levantar un altar tan pronto como habían entrado en el valle. Él quería un altar, un altar bonito, barato y eficaz, para levantarlo en el valle; quería reliquias y todos aquellos poderosos símbolos de la fe, como objetos bendecidos, medallas misteriosas y oraciones. En su mochila llevaba una barra de plata cuyo lugar de procedencia no quiso explicar, insistiendo que en el valle no había plata, con la reiteración propia de un mentiroso inexperto. Dijo que habían fundido todas sus monedas y adornos en una sola pieza para comprar el sagrado remedio contra su enfermedad, ya que allá arriba para poco o nada necesitaban aquel tesoro. Me imagino a este joven montañés de ojos turbios, requemado por el sol, flaco y ansioso, sujetando febrilmente el ala del sombrero, un hombre totalmente ignorante de las costumbres del mundo inferior, contándole esta historia, antes de la gran convulsión, a algún atento sacerdote de mirada astuta. Parece que le estoy viendo ahora mismo intentando regresar con remedios piadosos e infalibles contra aquel mal y la infinita congoja con la que debió contemplar la magnitud de la catástrofe que había obstruido la garganta de la que un día había salido. Pero nada sé del resto de la historia de sus infortunios, excepto que murió varios años después en trágicas circunstancias. ¡Pobre oveja descarriada de aquella lejanía! La corriente que antaño había formado la garganta prorrumpe ahora desde la boca de una cueva rocosa, y la leyenda a que había dado paso su desdichada historia mal contada se convirtió en la leyenda de una raza de hombres ciegos que existía en alguna parte ‘más allá de las montañas’, la leyenda que aún hoy se puede escuchar. Y en medio de la escasa población de aquel valle ahora aislado y olvidado, la enfermedad siguió su curso. Los ancianos se volvieron cegatos y andaban a tientas, los jóvenes veían pero confusamente, y los niños que les nacieron no vieron jamás. Pero la vida era fácil en aquel remanso, perdido para todo el mundo, donde no había ni zarzas ni espinas, ni insectos dañinos ni bestias, excepto las apacibles llamas que habían arrastrado, empujado y seguido al remontar los cauces de los mermados ríos en las gargantas por las que ascendieron. El ofuscamiento de la vista había sido tan gradual que apenas se dieron cuenta de su pérdida. Guiaban a los niños ciegos de acá para allá hasta que llegaban a conocer el valle maravillosamente bien; y cuando por fin la vista se agotó entre ellos, la raza sobrevivió. Tuvieron incluso tiempo de adaptarse a controlar a ciegas el fuego, que encendían con cuidado en hornillos de piedra. Al principio fueron una raza simple, analfabeta, solo ligeramente tocada por la civilización española, pero con restos de tradición artística del antiguo Perú y de su perdida filosofía. A una generación le siguió otra. Olvidaron muchas cosas, inventaron otras muchas. Su tradición del mundo mayor del que procedían adquirió un tinte mítico e incierto. En todas las cosas, excepto en la vista, eran recios y capaces, y al poco, por los azares del nacimiento y de la herencia, surgió entre ellos alguien que poseía una mente original, que sabía hablarles y persuadirles de las cosas; y luego surgió otro. Estos dos murieron, dejando sus efectos, y la pequeña comunidad creció en número y en entendimiento, y enfrentó y resolvió los problemas; económicos y sociales que se presentaban. A una generación le siguió otra. Y a ésta otra más. Vino un tiempo en que nació un niño, quince; generaciones después de aquel antepasado que había salido del valle con una barra de plata en busca de la ayuda de Dios y que jamás volvió. Aproximadamente entonces fue cuando, por azar, apareció en esta comunidad un hombre procedente del mundo exterior. Y esta es la historia de aquel hombre. Era un montañero de la región cercana a Quito, un hombre que había bajado hasta el mar y había visto el mundo, un lector de libros de un modo original, un hombre avispado y emprendedor que fue contratado por un grupo de ingleses que había venido a Ecuador para escalar montañas, en sustitución de uno de sus tres guías suizos que había caído enfermo. Él escaló y escaló allá, y después vino el intento de escalar el Parascotopetl, el Matterhorn de los Andes, en el que se perdió para el mundo exterior. La historia del accidente ha sido escrita una docena de veces. La narración de Pointer es la mejor. Cuenta cómo el grupo fue venciendo su difícil y casi vertical camino hasta los mismos pies del último y mayor de los precipicios y cómo construyeron un refugio nocturno entre la nieve, sobre el pequeño saliente de una roca, y con un toque de auténtico dramatismo, cómo se dieron cuenta al poco tiempo de que Núñez ya no estaba entre ellos. Gritaron y no hubo respuesta. Gritaron y silbaron y, durante el resto de la noche, ya no pudieron conciliar el sueño. A la clara luz de la mañana hallaron las huellas de su caída. Parece imposible que él no pudiera articular ni un sonido. Había resbalado hacia el este, en dirección a la ladera desconocida de la montaña; mucho más abajo se había golpeado contra un escarpado helero y había seguido bajando abriendo un surco en medio de una avalancha de nieve. Su rastro iba a parar directamente al borde de un pavoroso precipicio, y más allá de éste todo quedaba sumido en el misterio. Abajo, mucho más abajo, a una distancia indeterminada a causa de la bruma, pudieron ver unos árboles que se erguían en un valle angosto y confinado… el perdido País de los Ciegos. Pero ellos no sabían que se trataba del País de los Ciegos, ni tampoco podían distinguirlo en modo alguno de cualquier otro retazo de valle angosto de tierras altas. Desalentados por el desastre, abandonaron su intento aquella misma tarde y Pointer fue llamado a filas antes de que pudiera llevar a cabo otro ataque. Hasta hoy, el Parascotopetl continúa exhibiendo su cumbre virgen, y el refugio de Pointer se desmorona entre las nieves sin que nadie haya vuelto a visitarlo. Pero el hombre caído sobrevivió. Al final del declive se precipitó durante mil pies y se desplomó envuelto en una nube de nieve sobre un helero aún más escarpado que el anterior. Al llegar a éste estaba mareado, aturdido e insensible, pero sin un solo hueso roto en su cuerpo. Y entonces, por fin, fue a parar a unos declives más suaves, y por fin dejó de rodar y se quedó inmóvil, sepultado en medio de un montón de masas blancas que le habían acompañado salvándole. Volvió en sí con la oscura sensación de que se encontraba enfermo en la cama; luego se dio cuenta de su situación con la inteligencia de un montañero y, tras descansar un poco, se fue liberando de su envoltura hasta que alcanzó a ver las estrellas. Durante un tiempo descansó tumbado boca abajo, preguntándose dónde estaba y qué era lo que le había ocurrido. Exploró sus miembros y descubrió que varios de sus botones habían desaparecido y que su chaqueta se le había subido por encima de la cabeza; que su cuchillo se le había caído del bolsillo y que había perdido su sombrero a pesar de haberlo atado con una cuerda por debajo de la barbilla. Recordó que había estado buscando piedras sueltas para levantar la parte que le correspondía del muro del refugio. También su hacha para el hielo había desaparecido. Decidió que debía haber caído y levantó la vista para ver, exagerado por la luz espectral de la luna creciente, el tremendo vuelo que había emprendido. Durante un rato se quedó inmóvil, contemplando anonadado el imponente barranco que se erguía en lo alto como una torre pálida que fuese surgiendo por momentos de la apacible marea de las tinieblas. Su belleza fantasmagórica y misteriosa le dejó sin aliento un instante y luego se apoderó de él un paroxismo convulso de risas y sollozos… Después de un largo rato, tuvo conciencia de que se encontraba cerca del borde inferior de la nieve. Abajo, al fondo de lo que ahora era un declive practicable e iluminado por la luna, vio la forma oscura y áspera de la turba salpicada de peñas. Luchó para ponerse en pie, con todas las articulaciones y miembros doloridos, se liberó trabajosamente del cúmulo de nieve suelta que le rodeaba, y fue bajando hasta llegar a la turba y una vez allí, más que tumbarse se dejó caer junto a una peña, bebió un largo trago de la cantimplora que llevaba en su bolsillo interior y se durmió instantáneamente… Le despertó el canto de los pájaros sobre los árboles en la lejanía. Se incorporó y advirtió que se hallaba sobre un pequeño montículo a los pies de un inmenso precipicio que estaba surcado por la barranca por la que había caído rodeado de nieve. Ante él, otro muro de rocas se levantaba contra el cielo. La garganta entre estos precipicios iba de este a oeste y estaba bañada por el sol de la mañana, que iluminaba hacia el oeste la masa de la montaña caída que obstruía la garganta descendiente. A sus pies parecía abrirse un precipicio igualmente escarpado, pero detrás de la nieve, en la hondonada, encontró una especie de hendidura en forma de chimenea que chorreaba agua de nieve y por la que un hombre desesperado podía aventurarse a bajar. Lo encontró más fácil de lo que parecía y llegó por fin a otro montículo desolado, y luego, tras trepar por unas rocas que no revestían una dificultad especial, alcanzó una escarpada pendiente de árboles. Se orientó y volvió la cara hacia lo alto de la garganta, ya que vio que desembocaba sobre unos prados verdes, entre los cuales ahora podía vislumbrar con mucha nitidez un grupo de cabañas de piedra de construcción insólita. A veces su avance resultaba tan lento que era como intentar trepar por la superficie de un muro, pero después de un cierto tiempo, el sol, al elevarse, dejó de batir a lo largo de la garganta, los trinos de los pájaros se apagaron y el aire que le rodeaba se volvió frío y oscuro. Pero debido a esto, el valle distante adquirió mayor luminosidad. Al poco llegó a un talud, y entre las rocas, ya que era un hombre observador, reparó en un insólito helecho que parecía estar intensamente agarrado fuera de las hendiduras con grandes manos verdes. Tomó una o dos de sus frondas y mordió su tallo y lo encontró agradable. Hacia mediodía salió por fin de la garganta del desfiladero y se encontró en el llano que bañaba la luz del sol. Estaba entorpecido y fatigado: se sentó a la sombra de una roca, rellenó su cantimplora en un manantial, bebiendo hasta vaciarla, y permaneció un tiempo descansando antes de dirigirse hacia las casas. Le resultaban muy extrañas a sus ojos y, a medida que lo miraba, toda la apariencia de aquel valle le parecía cada vez más misteriosa e insólita. La mayor parte de su superficie estaba formada por un exuberante prado verde de manifiesto cultivo sistemático pieza por pieza. En lo alto del valle y rodeándolo había un muro y lo que parecía ser un canal de agua circunferencial, del que partían pequeños hilos de agua que alimentaban el prado, y en las laderas más altas, unos rebaños de llamas pacían en los escasos pastos. Y unos cobertizos, al parecer establos o lugares de forraje para las llamas, se levantaban aquí y allá adosados al muro colindante. Los canalillos de irrigación iban a dar todos a un canal principal situado en el centro del valle, que orillaba a ambos lados un muro que se elevaba hasta el pecho. Esto le daba un singular carácter urbano a este recluido lugar, un carácter fuertemente acrecentado por el hecho de que un gran número de caminos pavimentados con piedras blancas y negras y cada uno de ellos con una curiosa acerita a los lados, partía en todas direcciones de forma metódica y ordenada. Las casas de la parte central de la aldea eran muy diferentes de las aglomeraciones casuales y fortuitas de las aldeas de montaña que él conocía; se erguían en hileras continuas a ambos lados de una calle central de asombrosa limpieza; aquí y allá sus fachadas estaban horadadas por una puerta, y ni siquiera una ventana rompía la uniformidad de su frente. Estaban parcialmente coloreadas con extraordinaria irregularidad, embarradas con una especie de enlucido a veces gris, a veces pardo, a veces de color pizarra o marrón oscuro. Y fue a la vista de este excéntrico enlucido cuando apareció por primera vez la palabra ‘ciego’ en los pensamientos del explorador. ‘El buen hombre que ha hecho eso’, pensó, ‘debía estar más ciego que un murciélago’. Descendió por un escarpado repecho y llegó al muro y al canal que recorría el valle, y al acercarse, este último expulsó su exceso de contenido en las profundidades de la garganta formando una cascada fina y trémula. Podía ver ahora, en la parte más remota del prado, a un buen número de hombres y mujeres descansando sobre apilados montones de hierba, como si estuvieran durmiendo la siesta, y más cerca de la aldea, a un número de niños recostados, y luego, más cerca todavía, a tres hombres que acarreaban cubos en horquillas por un caminito que partía hacia las casas desde el muro que rodeaba el valle. Estos últimos iban vestidos con ropajes hechos de lana de llama y con botas y cinturones de cuero, y llevaban gorras de paño que les cubrían la nuca y las orejas. Marchaban uno tras otro, en fila india andando despacio y bostezando al andar, como si hubieran estado levantados toda la noche. Había algo tan tranquilizador, próspero y respetable en su porte que, tras un momento de vacilación, Núñez se adelantó visiblemente todo cuanto pudo sobre la roca, y lanzó un grito poderoso cuyo eco resonó en todo el valle. Los tres hombres se detuvieron y movieron sus cabezas como si estuvieran mirando a su alrededor. Volvieron las caras de un lado a otro y Núñez gesticuló. Pero no parecieron verle a pesar de todos sus gestos, y al cabo de un rato, dirigiéndose hacia las lejanas montañas de la derecha, gritaron a su vez como respuesta. Núñez voceó otra vez y entonces, una vez más, mientras gesticulaba sin resultado, la palabra ‘ciego’ se abrió paso entre sus pensamientos. ‘Estos estúpidos deben estar ciegos’, dijo. Cuando por fin, tras muchos gritos e irritación, Núñez cruzó el riachuelo por un puentecillo, entró por una puerta que había en el muro y se acercó a ellos, tuvo la certeza de que estaban ciegos. Tenía la certeza de que éste era el País de los Ciegos del que hablaban las leyendas. Había surgido ante él la convicción y una sensación de gran aventura decididamente envidiable. Los tres se quedaron el uno junto al otro sin mirarle, pero con los oídos colocados en dirección suya, juzgándole por sus pasos no familiares. Se quedaron muy juntos el uno del otro, como hombres un poco temerosos, y él pudo ver sus párpados cerrados y hundidos, como si el mismo globo ocular se hubiera contraído. Había una expresión casi de pavor en sus rostros. —Un hombre —dijo uno, en un español casi irreconocible—, es un hombre… un hombre o un espíritu… que baja por las rocas. Pero Núñez avanzaba con el paso confiado de un joven que avanza por la vida. Todas las viejas historias del valle perdido y del País de los Ciegos se agolpaban de nuevo en su mente y entre sus pensamientos destacó este antiguo refrán, como un estribillo: “En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.” “En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey.” Y con mucha cortesía procedió a saludarles. Les dirigió la palabra utilizando sus ojos. —¿De dónde viene, hermano Pedro? —preguntó uno. —Ha bajado de las rocas. —Vengo del otro lado de las montañas —dijo Núñez—, del país que está más allá… donde los hombres pueden ver. De un lugar cercano a Bogotá, donde hay centenares de miles de personas y donde la ciudad no puede abarcarse con la vista. —¿Vista? —refunfuñó Pedro—. ¿Vista? —Viene de las rocas —dijo el segundo ciego. Núñez vio que el paño de sus abrigos estaba confeccionado de un modo curioso, cada uno de ellos con costuras diferentes. Le sobrecogieron realizando un movimiento simultáneo hacia él, alargando los tres una mano. Retrocedió para alejarse del avance de aquellos dedos extendidos. —Ven acá —dijo el tercer ciego, siguiendo su ademán y asiéndole diestramente. Y sujetaron a Núñez y le palparon por todas partes, sin decir ni una palabra hasta que hubieron terminado. —¡Cuidado! —gritó él con un dedo en el ojo, notando que ellos pensaban que aquel órgano con la agitación de sus tapaderas, resultaba una cosa extraña en él. Y volvieron a tocarlo. —Extraña criatura, Correa —dijo aquel que se llamaba Pedro—. ¿Habéis notado lo áspero que tiene el pelo? Es igual que el pelo de la llama. —Es tan áspero como las rocas que lo engendraron —dijo Correa, investigando la barbilla no rasurada de Núñez con mano suave y ligeramente húmeda—. Tal vez se refine. —Núñez luchó un poco para zafarse de aquel examen, pero le sujetaron con firmeza. —Cuidado —volvió a decir. —Habla —dijo el tercer hombre—. No cabe duda de que es un hombre. —¡Ugh! —dijo Pedro, ante la tosquedad de su chaqueta. —¿Y has venido al mundo? —preguntó Pedro. —He salido de él. Cruzando montañas y glaciares, justo por encima de esas alturas, a medio camino del sol. De un inmenso mundo que baja hasta el mar tras doce días de camino. Apenas parecían escucharle. —Nuestros padres nos contaron que los hombres podían ser criados por las fuerzas de la Naturaleza —dijo Correa—. Por el calor de las cosas, la humedad y la podredumbre… la podredumbre. —Conduzcámosle ante los ancianos —dijo Pedro. —Grita primero —dijo Correa— no sea que los niños se asusten. Éste es un acontecimiento extraordinario. Y así gritaron y Pedro se encaminó el primero tomando a Núñez de la mano para conducirle hacia las casas. Él retiró la mano diciendo: —Puedo ver. —¿Ver? —dijo Correa. —Sí, ver —dijo Núñez, volviéndose hacia él y tropezando en el cubo de Pedro. —Sus sentidos aún son imperfectos —dijo el tercer ciego—. Tropieza y habla con palabras sin significado. Llévale de la mano. —Como queráis —dijo Núñez dejándose llevar mientras reía. Parecían no tener ni la menor noción de la vista. Bien, a su debido tiempo, ya les enseñaría él. Oyó los gritos de la gente y vio a una serie de figuras que se reunían en la calle principal de la aldea. Comprobó que ese primer encuentro con la población del País de los Ciegos ponía a prueba sus nervios y su paciencia más de lo que había previsto. El lugar le pareció más grande a medida que se iba acercando, y los enlucidos embarrados más extravagantes, y una multitud de niños, de hombres y de mujeres (reparó complacido en que algunas de aquellas mujeres y muchachas poseían rostros muy agradables a pesar de que todas ellas tenían ojos cerrados y hundidos) comenzó a rodearle, a agarrarle, a tocarle con manos suaves y sensibles, oliéndole y escuchando cada una de las palabras que él decía. No obstante, algunas de las muchachas y de los niños se mantuvieron alejados como si sintieran miedo, y la verdad es que su voz parecía áspera y brusca en comparación con sus delicadas voces. Formaron un tumulto a su alrededor. Sus tres guías permanecieron muy cerca de él con un esfuerzo digno de unos propietarios mientras decían una y otra vez: —Un hombre salvaje venido de las rocas. —De Bogotá —dijo él—. Bogotá. Al otro lado de las cumbres de las montañas. —Un hombre salvaje… que utiliza palabras salvajes —dijo Pedro—. ¿Habéis oído eso… Bogotá? Su mente apenas está formada. No posee más que los rudimentos del lenguaje. Un niño pequeño le pellizcó una mano. —¡Bogotá! —dijo burlonamente. —¡Ay! Una ciudad distinta de vuestra aldea. Vengo de un vasto mundo… donde los hombres tienen ojos y ven. —Su nombre es Bogotá —dijeron ellos. —Ha tropezado —dijo Correa—, ha tropezado dos veces mientras veníamos aquí. —Conducidle ante los ancianos. Y le empujaron de repente a través de una puerta que daba a una habitación tan negra como la brea, excepto en el fondo, donde brillaba débilmente un fuego. La muchedumbre se agolpó tras él y ocultó hasta el último resplandor de la luz del día, y antes de que pudiera detenerse había caído de cabeza al tropezar con los pies de un hombre sentado. Su brazo, incontrolado, golpeó la cara de alguna persona mientras caía; sintió el blando impacto de unas facciones y oyó un grito de ira y, por un momento, luchó contra una multitud de manos que se habían apresurado a agarrarle. Era una lucha desigual. Le sobrevino una vaga noción de la situación y se quedó quieto. —Me he caído —dijo—. No veía nada con esta intensa oscuridad. Hubo una pausa, como si las personas invisibles que le rodeaban intentasen comprender sus palabras. Luego, oyó la voz de Correa que decía: —Solo está recién formado. Tropieza al andar y mezcla en su lenguaje palabras que no tienen ningún sentido. Otros también dijeron cosas sobre él que él no oyó o no comprendió perfectamente. —¿Puedo sentarme? —preguntó en una pausa—. No volveré a luchar contra vosotros. Deliberaron y le dejaron levantarse. La voz de un hombre más anciano comenzó a interrogarle, y Núñez se encontró intentando explicar el vasto mundo de donde había caído, y el cielo y las montañas, y la vista y maravillas parecidas, a estos ancianos sentados en la oscuridad en el País de los Ciegos. Y ellos no quisieron ni creer ni comprender nada de todo cuanto pudiera contarles, un hecho que no entraba en absoluto dentro de sus expectativas. Estas personas hacía catorce generaciones que eran ciegas y que estaban aisladas de todo el mundo visible. La historia del mundo exterior se había borrado convirtiéndose en un cuento de niños, y habían dejado de preocuparse de cualquier cosa que estuviera más allá de las pendientes rocosas cuyas alturas dominaba su muro de protección. Habían surgido entre ellos hombres ciegos de genio que cuestionaron los retazos de creencias y de tradiciones que habían llevado consigo en sus días de visión, y habían desechado todas estas cosas como vanas fantasías, reemplazándolas con nuevas y más sensatas explicaciones. La mayor parte de su imaginación se había marchitado con sus ojos, y se habían creado por sí solos unas nuevas imaginaciones mediante sus, cada vez más sensibles, oídos y yemas de los dedos. Lentamente, Núñez empezó a darse cuenta de esto: que sus expectativas de asombro y reverencia ante su origen y sus dotes no iban a confirmarse y, tras este malogrado intento de explicarles la vista, que había sido descartado como la confusa versión de un ser recién formado que describía las maravillas de sus incoherentes sensaciones, accedió, un poco desanimado, a escuchar su instrucción. Y el más anciano de los ciegos le explicó la vida, la filosofía y la religión, y cómo el mundo (refiriéndose a su valle) había sido al principio un hueco vacío en las rocas, y que después había sido poblado primero por cosas inanimadas sin el don del tacto, y por llamas y por unas cuantas criaturas que tenían muy poco sentido, y luego por hombres, y finalmente por ángeles, cuyos cantos y revoloteos podían oírse, pero que nadie podía tocar de ningún modo, cosa que dejó muy perplejo a Núñez hasta que se le ocurrió pensar en los pájaros. Prosiguió contándole a Núñez la forma en que este tiempo había sido dividido en frío y calor, que para los ciegos son los equivalente del día y de la noche, y cómo lo juicioso era dormir durante el calor y trabajar durante el frío, de modo que, si no hubiera sido por su llegada, todo el pueblo de los ciegos hubiera estado dormido. Dijo que Núñez debía haber sido creado especialmente para aprender y ponerse al servicio de la sabiduría que ellos habían adquirido y que debido a toda su incoherencia mental y a sus tropiezos debía tener valor y procurar hacer todo lo posible para aprender, ante lo cual todas las personas que se encontraban en el umbral prorrumpieron en murmullos de aliento. Dijo que la noche, pues los ciegos llamaban al día noche, ya estaba muy avanzada y que convenía que todo el mundo volviera a dormir. Le preguntó a Núñez si sabía dormir y Núñez dijo que sí, pero que antes de dormir quería comida. Le trajeron comida, leche de llama en un cuenco, y un pan tosco salado, y le condujeron a un lugar solitario para que comiera sin que le oyeran, y después a dormir hasta que el frío vespertino de la montaña les despertara para volver a empezar su día. Pero Núñez no durmió en absoluto. En vez de eso, se incorporó en el mismo lugar donde le habían dejado, descansando sus miembros y dándole vueltas en la cabeza, una y otra vez, a las imprevistas circunstancias que habían rodeado su llegada. De tanto en tanto se reía, a veces divertido y a veces indignado. —¡Una inteligencia sin formar! —decía. —¡Aún no tiene sentidos! Qué poco saben que han estado insultando a su amo y señor enviado por el cielo. Veo que debo hacerles entrar en razón. Tengo que pensar… tengo que pensar. Aún estaba pensando cuando se puso el sol. Núñez sabía captar la belleza de las cosas y le pareció que el brillo de las pendientes nevadas y de los glaciares que despedía cada lado del valle era la cosa más hermosa que había visto jamás. Su vista se paseó desde aquel inaccesible deleite hasta la aldea y los campos irrigados, hundiéndose velozmente en el atardecer, y súbitamente se apoderó de él una oleada de emoción y dio gracias a Dios desde el fondo de su corazón por haberle regalado el poder de la vista. Oyó una voz que le llamaba desde fuera de la aldea. —¡Eh, Bogotá! ¡Ven aquí! Al oír esto dejo de sonreír. Ya le enseñaría a esta gente de una vez por todas lo que significaba tener vista para un hombre. Le buscarían pero no le encontrarían. —No te muevas, Bogotá —dijo la voz. Rió sin hacer ruido y se apartó del camino con dos pasos furtivos. —No pises la hierba, Bogotá, eso no está permitido. Núñez apenas había oído el ruido que había hecho y se detuvo asombrado. El dueño de la voz subió corriendo hacia él por el sendero jaspeado. Volvió a entrar en el camino. —Aquí estoy —dijo. —¿Por qué no acudiste cuando te llamé? —dijo el ciego—. ¿Es que tienen que llevarte igual que a un niño? ¿No oyes el camino al andar? Núñez rió. —Lo puedo ver —dijo. —No existe ninguna palabra como ver —dijo el ciego, tras una pausa—. Basta de insensateces y sigue el ruido de mis pasos. Núñez le siguió un poco irritado. —Ya llegará mi momento —dijo. —Aprenderás —respondió el ciego—. En el mundo hay mucho que aprender. —¿No te ha dicho nadie que «En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey»? —¿Qué es ciego? —preguntó el ciego descuidadamente por encima del hombro. Pasaron cuatro días, y al quinto el Rey de los Ciegos aún seguía de incógnito, como un extraño torpe e inútil entre sus súbditos. Comprobó que le resultaba mucho más difícil proclamarse rey de lo que se había imaginado y entretanto, mientras meditaba su golpe de estado, hizo lo que le decían y aprendió las formas y las costumbres del País de los Ciegos. Trabajar y vagar de noche le pareció una cosa especialmente fastidiosa y decidió que sería lo primero que modificaría. Aquella gente llevaba una vida simple y laboriosa, con todos los elementos de virtud y de felicidad tal y como estas cosas pueden ser entendidas por los hombres. Se afanaban pero no de un modo opresivo, tenían ropas y alimentos suficientes para sus necesidades, tenían días y temporadas de descanso, hacían música y cantaban mucho, y había entre ellos amor y niños pequeños. Era maravilloso ver con qué confianza y precisión se movían por su ordenado mundo. Todo había sido hecho en función de sus necesidades; cada uno de los caminos radiales de la zona del valle formaba un ángulo constante con los demás, y se distinguía por una muesca especial en su acera; todos los obstáculos e irregularidades de los caminos o del prado habían sido suprimidos desde hacía mucho tiempo y todos sus métodos y procedimientos habían surgido de modo natural de la peculiaridad de sus necesidades. Sus sentidos se habían agudizado maravillosamente; oían y juzgaban el gesto más leve de un hombre a una docena de pasos de distancia, oían incluso el mismo latido de su corazón. La entonación había reemplazado a la expresión desde muy antiguo entre ellos, y el tacto al gesto, y su trabajo con la azada, la pala y la horca se desarrollaba con tanta confianza y libertad como el de cualquier jardinero. Su sentido del olfato era extraordinariamente sutil; podían distinguir las diferencias de cada individuo con la misma facilidad que un perro y cuidaban de las llamas, que vivían entre las rocas altas y bajaban hasta el muro en busca de comida y refugio, con comodidad y confianza. Solo cuando Núñez decidió por fin hacer valer sus derechos se dio cuenta de lo ágiles y seguros que podían ser sus movimientos. Se rebeló solamente después de haber intentado persuadirlos. Primero intentó hablarles en numerosas ocasiones de la vista. —Escuchadme un momento —decía—. Hay cosas en mí que vosotros no comprendéis. Una o dos veces uno o dos de ellos le prestaron atención; se sentaron con los rostros inclinados hacia abajo y los oídos inteligentemente vueltos hacia él, y él se esmeró para contarles lo que significaba ver. Entre sus oyentes se encontraba una muchacha, con párpados menos enrojecidos y hundidos que los de los demás, de manera que casi podía imaginarse que estaba ocultando unos ojos, a quien él esperaba convencer especialmente. Habló de las bellezas de la vista, de la contemplación de las montañas, del cielo y del amanecer, y ellos le escucharon con divertida incredulidad que pronto se trocó en condena. Le dijeron que no existían montañas algunas, sino que el final de la rocas, donde pastaban las llamas era definitivamente el final del mundo; a partir de ahí se erguía el cavernoso techo del universo, desde donde caían el rocío y las avalanchas; y cuando él sostuvo resueltamente que el mundo no tenía ni final ni techo como ellos suponían, le dijeron que sus pensamientos eran malvados. Mientras les describía el cielo y las nubes y las estrellas aquello les parecía un espantoso vacío, una nada terrible en el lugar de la bóveda uniforme que protegía las cosas en las que creían, porque para ellos era un artículo de fe que el techo de la caverna fuera exquisitamente suave al tacto. Él veía que en cierto modo los estaba sobresaltando y entonces renunció totalmente a abordar este aspecto, tratando de mostrarles las ventajas prácticas de la vista. Una mañana vio a Pedro en el llamado camino Diecisiete que venía hacia las casas centrales, pero aún demasiado alejado como para ser oído u olfateado, y se lo dijo a ellos. —Dentro de poco —profetizó—, estará aquí Pedro. —Un anciano observó que Pedro no tenía nada que hacer en el camino Diecisiete y, como para confirmarlo, aquel individuo, mientras se acercaba, giró transversalmente tomando por el camino Diez, dirigiéndose con pasos ágiles hacia el muro exterior. Al no llegar Pedro se burlaron de él y luego, cuando él interrogó a Pedro para salvaguardar su reputación, éste le desmintió y se enfrentó con él y desde aquel día le fue hostil. A continuación les indujo a dejarle recorrer un largo camino por los prados en declive hacia el muro acompañado de un individuo complaciente a quien prometió describirle todo cuanto ocurriera entre las casas. Notó ciertas idas y venidas, pero las cosas que parecían significar algo para esta gente sucedieron en el interior o detrás de las casas sin ventanas, las únicas cosas de las que ellos tomaron nota para ponerle a prueba, pero de éstas, nada pudo ver ni contar; y fue después del fracaso de su tentativa y de las mofas que ellos no pudieron reprimir, cuando él recurrió a la fuerza. Pensó en agarrar una pala y derribar súbitamente con ella a uno o dos al suelo para poder así, en un combate leal, demostrar las ventajas de la vista. Impulsado por aquella resolución no llegó más que a asir la pala porque luego descubrió algo nuevo en él: que le resultaba imposible golpear a un ciego a sangre fría. Vaciló y comprobó que todos ellos eran conscientes de que él había agarrado la pala. Permanecieron alerta, con las cabezas ladeadas y las orejas dobladas hacia él a la espera de lo que se propusiera hacer. —Tira esa pala —dijo uno, y sintió una especie de terror impotente, que casi le hizo obedecer. Entonces acometió contra uno lanzándolo contra la pared de una casa y salió corriendo hasta encontrarse fuera de la aldea. Entró de través por uno de sus prados, dejando rastros de hierba pisoteada detrás de sus pies y al poco se sentó junto al borde de uno de sus caminos. Sintió un poco de la excitación que invade a todos los hombres al comienzo de una pelea, pero una perplejidad mayor. Empezó a darse cuenta de que ni siquiera se podía luchar a gusto con criaturas que parten de una base mental diferente. En la lejanía vio a una multitud de hombres con palas y garrotes que salían de la calle de las casas y avanzaban desplegados en línea hacia él por los numerosos caminos. Avanzaban lentamente, hablando con frecuencia entre sí y, de tanto en tanto, todo el cordón se detenía a olisquear el aire y a escuchar. Núñez rió la primera vez que les vio hacer esto. Pero después, ya no volvió a reír. Uno de ellos descubrió su rastro en la hierba del prado y se agachó para tantear la dirección que debía seguir. Durante cinco minutos contempló la lenta maniobra de cordón y entonces, su remota intención de hacer algo, se hizo apremiante. Se levantó, dio uno o dos pasos hacia el muro circunferencial, se volvió y desanduvo un poco el camino. Y allí estaban todos, como una luna creciente, inmóviles y a la escucha. También se quedó inmóvil, sujetando la pala con fuerza con las dos manos. ¿Debía cargar contra ellos? Sus oídos le latían al ritmo de «En el País de los Ciegos el tuerto es el Rey». ¿Debía cargar contra ellos? Lanzó una mirada tras él hacia el alto muro inaccesible… inaccesible a causa de la uniformidad de su enlucido, pero atravesado además por muchas puertecitas, y luego miró a la cercana línea de perseguidores. Tras ellos, otros salían ahora de la calle de las casas. ¿Debía cargar contra ellos? —¡Bogotá! —llamó uno de ellos—. ¡Bogotá! ¿Dónde estás? Apretó su pala con mucha más fuerza y avanzó por los prados bajando hacia el lugar de las viviendas y, en cuanto se movió, ellos convergieron hacia él. —Como me toquen los mato —juró—. Sabe Dios que lo haré. Los golpearé. —Voceó con fuerza: —Oídme, voy a hacer lo que quiera en este valle. ¿Me habéis oído? ¡Voy a hacer lo que quiera e iré adonde quiera! Se cernían sobre él con rapidez, a tientas, pero moviéndose con agilidad. Era igual que jugar a la gallinita ciega, con todos, menos uno, con los ojos vendados. —¡Apresadle! —gritó uno. Y se encontró en el arco de una curva de perseguidores en movimiento. Sintió repentinamente la necesidad de ser activo y resuelto. —No lo comprendéis —gritó con una voz que pretendía ser estentórea y resuelta pero que se le quebró en la garganta—. Vosotros sois ciegos y yo veo. ¡Dejadme en paz! —¡Bogotá! ¡Tira esa pala y sal de la hierba! La última orden, grotesca dentro de una familiaridad civilizada, resonó con un eco de cólera. —Os lastimaré —dijo entre sollozos de emoción—. Sabe Dios que os lastimaré. ¡Dejadme en paz! Empezó a correr, sin saber claramente hacia dónde. Corrió desde el ciego más próximo, porque le horrorizaba golpearle. Se paró y luego tuvo un arranque para escapar de las filas que se cerraban sobre él. Se dirigió hacia donde el hueco era mayor, pero los hombres situados a ambos lados, con rápida percepción de la aproximación de sus pasos, se precipitaron el uno contra el otro. Dio un brinco hacia delante, y entonces vio que estaba atrapado y asestó un golpe con la pala. Notó el ruido sordo de un brazo y de una mano, y el hombre cayó en tierra con un grito de dolor. Estaba libre. ¡Libre! Y a continuación se encontró de nuevo cerca de la calle de las casas, donde los ciegos, enarbolando palas y estacas, corrían de un lado a otro con una presteza que parecía razonada. Oyó pasos detrás de él justo a tiempo, y se encontró frente a un hombre alto que se precipitaba contra él asestando golpes, guiado por el ruido que emitía. Perdió el control, le asestó un mandoble a su antagonista, giró sobre sí mismo y huyó, casi chillando mientras le hacía un quiebro a otro. Estaba presa del pánico. Corrió furiosamente de un lado a otro, haciendo quiebros cuando no había ninguna necesidad de hacerlos y tropezando, angustiado por querer ver al instante todo cuanto le rodeaba. Por un momento cayó y ellos oyeron su caída. Muy lejos, en el muro de circunvalación, una puertecita le pareció un refugio celestial, y se dirigió hacia ella en una carrera desenfrenada. Ni siquiera se volvió para mirar a sus perseguidores hasta que la alcanzó, y eso que había tropezado al cruzar el puente, trepado un trecho entre las rocas con sorpresa de una llama joven que de un brinco se perdió de vista, y se había tumbado para recuperar el resuello entre sollozos. Y así concluyó su golpe de estado. Se quedó fuera del muro del valle de los Ciegos durante dos noches y dos días, sin comida ni techo, y meditó sobre lo inesperado de los acontecimientos. Durante estas meditaciones repitió con mucha frecuencia y cada vez con un tono de mayor escarnio: —En el País de los Ciegos el Tuerto es el Rey—. Estuvo pensando principalmente en las formas de luchar y de conquistar a este pueblo, pero se fue abriendo paso en él la idea de que no había ninguna posibilidad que fuera viable. No disponía de armas y ahora le resultaría difícil conseguir una. El cáncer de la civilización le había alcanzado incluso en Bogotá y le resultaba inconcebible el hecho de bajar a asesinar a un ciego. Claro que si lo hacía, podría entonces dictar condiciones bajo la amenaza de asesinarlos a todos. Pero ¡antes o después tendría que dormir! También intentó encontrar comida entre los pinos y un abrigo bajo sus ramas para protegerse de las heladas de la noche y, con menos: convencimiento, capturar a una llama por medio de un ardid para tratar de matarla, tal vez golpeándola con una piedra, para poder así, finalmente, comerse una parte. Pero las llamas recelaban de él y le miraban con sus desconfiados ojos marrones y escupían cuando se acercaba. El miedo y el estremecimiento se apoderaron de él durante el segundo día. Finalmente bajó gateando hasta el muro del País de los Ciegos e intentó hacer un pacto. Bajó arrastrándose por el torrente, gritando, hasta que dos ciegos salieron por la puerta y hablaron con él. —Estaba loco —dijo él—. Pero es porque estaba recién formado. Le dijeron que aquello estaba mejor. Les dijo que ahora estaba más cuerdo y arrepentido de todo lo que había hecho. Luego lloró sin querer, porque ahora se sentía muy débil y enfermo y ellos lo tomaron como una señal favorable. Le preguntaron si aún pensaba que podía ver. No —dijo él—. Eso era una insensatez. ¡Esa palabra no significa nada… menos que nada! Le preguntaron qué había sobre sus cabezas. —A una altura aproximada de cien hombres hay un techo encima del mundo… de roca… y muy, muy suave… —Volvió a estallar en histéricos sollozos—. Antes de que me sigáis preguntando, dadme algo de comer o me moriré. Se esperaba unos castigos horribles, pero estos ciegos poseían la capacidad de ser tolerantes. Consideraron su rebelión como una prueba más de su idiotez e inferioridad general y, tras azotarle, le encomendaron las tareas más simples y más pesadas que podían encomendarle a nadie, y él, al no ver otra forma de vivir, hizo sumisamente lo que le decían. Enfermó durante algunos días y lo cuidaron afablemente. Eso afinó su sumisión, pero insistieron en que guardara cama en la oscuridad, lo que acrecentó su desdicha. Y vinieron a verle filósofos ciegos y le hablaron de la perversa ligereza de su mente, reprochándole de forma tan solemne sus dudas acerca de la tapadera que cubría su cacerola cósmica, que casi empezó a dudar de si no sería realmente víctima de una alucinación por no verla encima de su cabeza. De este modo Núñez se convirtió en ciudadano del País de los Ciegos y éstos dejaron de ser un pueblo generalizado y se convirtieron en individuos familiares para él, mientras que el mundo más allá de las montañas se volvía cada vez más remoto e irreal. Estaba Yacob, su amo, un hombre afable cuando no estaba irritado; estaba Pedro, el sobrino de Yacob, y estaba Medina-saroté, que era la hija menor de Yacob. Era poco apreciada en el mundo de los ciegos, porque poseía un rostro bien definido y carecía de esa tersura satisfactoria y satinada que es el ideal de la belleza femenina de un ciego; pero Núñez pensó que era bella al principio y, poco, a poco, el ser más bello de toda la creación. Sus párpados cerrados no estaban hundidos y enrojecidos según la norma que imperaba en el valle, sino que por su forma parecía como si pudieran volver a abrirse en cualquier momento; y además tenía largas pestañas, lo que se consideraba como una grave deformidad. Y su voz era fuerte, y no satisfacía los delicados oídos de los cortejadores del valle, de tal modo que no tenía ningún pretendiente. Entonces llegó un momento en que Núñez pensó que, si lograba conquistarla, se resignaría a vivir en el valle el resto de sus días. La espiaba. Buscó las ocasiones de prestarle pequeños servicios y al poco reparó en que ella le observaba. Una vez, en la reunión de un día de fiesta se sentaron el uno junto al otro en la penumbra de una noche estrellada, acompañados por una melodía acariciadora, su mano se posó sobre la de ella y se atrevió a apretarla. Entonces, con mucha ternura, ella le devolvió su presión. Y un día, mientras comían en la oscuridad, él notó que su mano le buscaba suavemente y, como por azar se levantó una llamarada del fuego en aquel momento, pudo ver la ternura reflejada en su rostro. Trató entonces de hablar con ella. Fue a verla un día mientras ella hilaba sentada a la luz de la luna de verano. La luz la convertía en un objeto plateado y misterioso. Se sentó a sus pies y le dijo que la amaba y le dijo también cuán hermosa le parecía. Él poseía la voz de un enamorado y le habló con tierna reverencia que casi parecía temor y, ella, que jamás había sido interpelada con adoración, no le dio ninguna respuesta concreta, pero resultaba patente que sus palabras habían sido oídas con agrado. Después de aquello habló con ella cada vez que se le presentaba la ocasión. El valle se convirtió en el mundo para él y el mundo más allá de las montañas, donde los hombres vivían a la luz del sol, no le parecía más que un cuento de hadas que algún día derramaría en los oídos de ella. Tras muchos titubeos y muy tímidamente, él le habló de la vista. La vista le parecía a ella la más poética de las fantasías y escuchaba su descripción de las estrellas y de las montañas y de la palidez y dulzura de su belleza como si se tratara de una indulgente complicidad. Ella no creía, solo podía comprender a medias, pero se sentía misteriosamente complacida y a él le parecía que le comprendía totalmente. Su amor le hizo perder el miedo y adquirir confianza. Y pronto le propuso pedirla en matrimonio a Yacob y a los ancianos, pero ella se mostró temerosa y aplazó su propuesta. Y fue una de sus hermanas mayores quien primero le contó a Yacob que Medina-saroté y Núñez estaban enamorados. Desde el primer momento hubo una gran oposición al matrimonio de Núñez con Medina-saroté, no tanto porque la tuvieran en gran estima, sino porque a él le consideraban como a un ser aparte, un idiota incompetente muy por debajo del nivel permitido a un hombre. Sus hermanas se opusieron agriamente arguyendo que el descrédito caería sobre todos ellos, y el viejo Yacob, si bien había acabado por tomarle cariño a su obediente y torpe siervo, meneó la cabeza diciendo que no podía ser. Los jóvenes se mostraron todos irritados ante la idea de corromper la raza y uno de ellos fue tan lejos que llegó a vilipendiar y a golpear a Núñez. Este le devolvió el golpe. Entonces, por primera vez, apreció las ventajas de poder ver, incluso a la luz del atardecer, y después de que se acabara aquella pelea nadie se mostró dispuesto a levantarle la mano. Pero su matrimonio les siguió pareciendo imposible. El viejo Yacob sentía ternura por su hija pequeña y se afligía cuando ella venía a llorar sobre su hombro. —Verás, hija mía, es que él es un idiota, padece alucinaciones y no sabe hacer nada a derechas. —Lo sé —lloraba Medina-saroté—. Pero ahora es mejor que antes. Está mejorando. Y es fuerte, padre querido, y gentil… más fuerte y más gentil que ningún hombre en el mundo. Y me ama y… yo también le amo, padre. El viejo Yacob se sintió muy angustiado por no poder consolar a su hija y además, lo que le angustiaba aún más, a él le gustaba Núñez por muchos conceptos. Así que acudió a sentarse a la tétrica cámara de consejos con los otros ancianos y, prestando atención al rumbo de la conversación, dijo en el momento oportuno: —Es mejor de lo que era. Y es muy probable que algún día nos parezca tan cuerdo como nosotros. Al cabo de un rato, a uno de los ancianos, que reflexionó profundamente, se le ocurrió una idea. Era el gran doctor de este pueblo, el que curaba todos los males y poseía una mente muy filosófica y llena de inventiva: su idea consistía en curar a Núñez de sus peculiaridades. —He reconocido a Bogotá —dijo— y su caso a mí me parece muy claro. Mi diagnóstico es que podría curarse con toda probabilidad. —En eso es en lo que yo siempre he confiado —replicó el viejo Yacob. —Tiene una afección en el cerebro —dijo el doctor ciego. Los ancianos murmuraron asintiendo. —¿Y cuál es esa afección? —¡Ah! —dijo el viejo Yacob. —Esto —dijo el doctor contestando a su pregunta—. Esas extravagantes cosas que se llaman ojos y que existen solo para dotar a la cara de una suave y agradable depresión, están tan enfermas, en el caso de Bogotá, que han afectado a su cerebro. Están enormemente distendidas, tiene pestañas y sus párpados se mueven y por consiguiente su cerebro se encuentra en constante estado de irritación y destrucción. —¿Ah, sí? —dijo el viejo Yacob—. ¿Ah, sí? —Y creo que puedo decir con un grado de certeza razonable que, a fin de curarle completamente, solo necesitamos una simple y fácil operación quirúrgica, es decir, extraerle estos cuerpos tan irritantes. —¿Y entonces se volverá cuerdo? —Adquirirá una cordura absoluta y se convertirá en un ciudadano admirable. —¡Doy gracias al cielo por la ciencia! —dijo el viejo Yacob y regresó inmediatamente a contarle a Núñez la buena noticia. Pero la forma en que Núñez recibió la buena noticia le pareció fría y decepcionante. Y entonces le dijo: —Por el tono que adoptas, se podría pensar que mi hija no te importa. Fue Medina-saroté quien persuadió a Núñez para que aceptara la intervención de los cirujanos ciegos. —¿Tú no querrás que pierda el don de mi vista? —dijo él. Ella meneó la cabeza. —Mi mundo es la vista. La cabeza de ella se inclinó un poco más. —Existen las cosas bellas, la belleza de las cosas pequeñas… las flores, los líquenes entre las rocas, la ligereza y la suavidad de unas pieles, el lejano cielo con sus nubes a la deriva, los atardeceres y las estrellas. Y existes tú. Solo por ti es maravilloso tener ojos, para ver tu cara dulce y serena, tus labios bondadosos, tus amadas y hermosas manos entrecruzadas… Son mis ojos los que tú has conquistado, estos ojos son los que me atan a ti, y lo que estos idiotas buscan. En vez de eso, debería tocarte, oírte y no volver a verte jamás. Debería acomodarme bajo ese techo de rocas, de piedras y de tinieblas, ese horrible techo bajo el cual tu imaginación se aplasta… No. ¿Tú no querrás que yo haga eso, verdad? Una duda terrible había surgido en él. Se detuvo y dejó la pregunta en el aire. —A veces —dijo ella— me gustaría… —Y se detuvo. —¿Sí? —dijo él un poco aprensivo. —A veces me gustaría… que no hablaras de esa manera. —¿De qué manera? —Sé que es bonito… es tu imaginación. Y me encanta, pero ahora… Él sintió un escalofrío. —¿Ahora? —dijo débilmente. Ella permaneció inmóvil. —Quieres decir… piensas… que tal vez estaría mejor si… Estaba captando las cosas con mucha prontitud. Sintió cólera, una verdadera cólera ante el absurdo rumbo del destino, pero también compasión por su falta de comprensión… una compasión muy cercana a la piedad. —Amada mía —dijo y pudo ver por su palidez cuán intensa presión ejercía su espíritu contra las cosas que ella no podía decir. La rodeó con sus brazos, la besó en la oreja y permanecieron un rato sentados en silencio. —¿Y si yo consintiera? —dijo por fin con una voz muy dulce. Ella le lanzó los brazos al cuello, llorando desesperadamente. —Oh, si consintieras —sollozó —¡si consintieras de verdad! Durante la semana que precedió a la operación que iba a elevarle desde su condición de servidumbre e inferioridad hasta el nivel de un ciudadano ciego, Núñez no supo lo que significaba dormir, y todas las horas iluminadas por la cálida luz del sol, mientras los demás dormitaban felices, las pasó sentado cavilando o vagando sin rumbo, tratando de resolver en su mente este dilema. Había dado su respuesta, había dado su consentimiento, y sin embargo, no estaba seguro. Y por fin se agotó el tiempo de labor, el sol surgió con esplendor sobre las doradas crestas y comenzó para el su último día de visión. Pasó algunos minutos con Medina-saroté antes de que ella se fuera a dormir. —Mañana —dijo él— dejaré de ver. —¡Corazón mío! —respondió ella apretándole las manos con todas sus fuerzas. —Te harán daño, pero poco —dijo ella— y si sufres… y si sufres, amor mío, será por mí… Cariño, si el corazón y la vida de una mujer pueden recompensarte, yo te recompensaré. Mi bien, mi bien querido, el de la dulce voz, yo te recompensaré. Y él se sintió inundado de piedad por sí mismo y por ella. Le abrazó y apretó sus labios contra los suyos y contempló su dulce rostro por última vez. —¡Adiós! —susurró a su amada visión—. ¡Adiós! Y luego en silencio se apartó de ella. Ella pudo oírle alejarse con pasos lentos y hubo algo en sus pisadas rítmicas que la sumieron en un llanto apasionado. Había decidido firmemente ir hasta un lugar solitario donde los prados estaban embellecidos por los narcisos blancos y permanecer allí hasta que llegara la hora de su sacrificio; pero mientras se dirigía hacia allí sus ojos contemplaron la mañana, la mañana que como un ángel de armadura dorada, se deslizaba por los barrancos… Y ante este esplendor tuvo la sensación de que él y este mundo ciego del valle, y su amor, no eran, después de todo, más que un pozo de pecado. No se desvió tal y como se había propuesto hacer, sino que prosiguió y atravesó el muro de la circunferencia y empezó a trepar por las rocas mientras sus ojos permanecían siempre fijos sobre el hielo y la nieve bañada por el sol. Vio su infinita belleza y su imaginación los sobrevoló hasta llegar más allá de las cosas a las que iba a renunciar para siempre. Pensó en el gran mundo libre del que se hallaba apartado, su propio mundo, y tuvo la visión de aquellas remotas pendientes más allá de la distancia, con Bogotá, un lugar de belleza multitudinaria y agitada, una gloria de día y un luminoso misterio de noche, un lugar de palacios, fuentes y estatuas y casas blancas, hermosamente emplazadas en la media distancia. Pensó que por un día o dos uno podía muy bien bajar atravesando pasos, para acercarse más y más a sus calles bulliciosas y a sus costumbres. Pensó en el viaje por río, día tras día, desde el gran Bogotá hasta el mundo más vasto de más allá, atravesando ciudades y aldeas, bosques y desiertos, en la imparable corriente del río día tras día, hasta que sus riberas se retiraran y los grandes barcos de vapor se acercaran salpicándole de espuma, y así uno alcanzaba el mar… el mar infinito, con sus miles y miles de islas, y sus barcos avistados en la nebulosa lejanía en sus incesantes periplos alrededor del mundo más grande. Y allí, sin estar acorralado por las montañas, se podía ver el cielo… sí, el cielo, no el disco que se veía desde aquí, sino un arco de azul inconmensurable, en cuyos abismos más profundos flotaban dando vueltas las estrellas… Sus ojos escrutaron la gran cortina de montañas investigándolas ansiosamente. Por ejemplo, si subía por esa garganta y hasta esa chimenea, podría salir en lo alto de aquellos pinos achaparrados que se extendían en una especie de saliente y seguían subiendo más y más hasta pasar por encima del desfiladero. ¿Y luego? Ese talud podría sortearlo. Desde allí tal vez pudiera encontrar una ruta para trepar hasta el precipicio que se hallaba debajo de la nieve y si le fallaba esa chimenea, entonces quizá otra más alejada, hacia el este, pudiera servir a sus propósitos. ¿Y luego? Entonces se encontraría sobre la nieve de color ámbar y a medio camino de la cresta de aquellas magníficas desolaciones. Se volvió para mirar la aldea, y la contempló con resolución. Pensó en Medina-saroté que se había convertido en un punto pequeño y remoto. Se volvió de nuevo hacia la pared montañosa, junto a cuyas pendientes le había sorprendido el día. Entonces, muy circunspecto, empezó a trepar. Al ponerse el sol había dejado de trepar, pero se encontraba lejos y muy alto. Había estado más alto, pero aun así seguía estando muy alto. Su ropa estaba desgarrada, sus miembros, manchados de sangre, tenía magulladuras en muchos sitios, pero estaba tumbado como si se encontrara a sus anchas y en su cara lucía una sonrisa. Desde su lugar de reposo parecía que el valle se encontraba en el fondo de un pozo a casi una milla de distancia. Había oscurecido ya y había bruma y sombras, aunque las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego. Las cumbres de las montañas que le rodeaban eran objetos de luz y fuego y los pequeños pormenores de las rocas que tenía a mano estaban impregnados de una sutil belleza… una veta de mineral verde que traspasaba la masa gris, los destellos de las facies de cristal aquí y allá, un diminuto liquen anaranjado de minuciosa belleza muy cerca de su rostro. Había sombras profundas y misteriosas en la garganta, de un azul intenso que se tomaba púrpura, y el púrpura en una oscuridad luminosa, y en lo alto se hallaba la ilimitada inmensidad del cielo. Pero dejó de prestarle atención a estas cosas y permaneció allí tumbado, casi inactivo, sonriendo como si estuviera satisfecho por el mero hecho de haber escapado del valle de los ciegos, donde había pensado convertirse en rey. Se apagó el resplandor del atardecer y cuando llegó la noche aún permanecía tumbado y apaciblemente contento bajo la fría luz de las estrellas. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El tesoro de Mr. Brisher
Cuento
Es un punto controvertido si el robo en domicilios ha de considerarse un deporte, un oficio o un arte. Para oficio la técnica es muy poco rigurosa, y sus pretensiones de que se lo considere un arte están viciadas por el elemento mercenario que determina sus triunfos. En general lo más apropiado parece ser clasificarlo como deporte, un deporte para el que en la actualidad todavía no se han formulado las reglas y cuyos premios se distribuyen de una manera extremadamente informal. Fue esta informalidad del robo domiciliario lo que llevó a la lamentable extinción de dos prometedores novatos en el parque de Hammerpond. Los premios ofrecidos en este asunto consistían principalmente en diamantes y otros diversos objetos personales propiedad de la recién casada Lady Aveling. Dicha señora, como recordará el lector, era la hija única de la señora Montague Pangs, la famosa anfitriona. Su enlace matrimonial con Lord Aveling fue extensamente anunciado en los periódicos, así como la cantidad y calidad de los regalos de boda, y el hecho de que la luna de miel la iban a pasar en Hammerpond. El anuncio de estos valiosos premios creó una gran sensación en el pequeño círculo cuyo líder indiscutible era el señor Teddy Watkins y se decidió que, acompañado por un ayudante debidamente cualificado, visitaría la aldea de Hammerpond en plan profesional. Siendo como era hombre de natural retraído y modesto, el señor Watkins decidió realizar la visita de incógnito y, tras considerar debidamente las condiciones de la empresa, escogió el papel de pintor de paisajes y el nada comprometido apellido de Smith. Precedió a su ayudante, quien, según se decidió, no se le uniría hasta la última tarde de su estancia en Hammerpond. Ahora bien, el pueblecito de Hammerpond es uno de los rincones más bellos de Sussex. Todavía sobreviven muchas casas con tejado de paja; la iglesia, construida en pedernal y con la alta aguja de la torre anidando bajo la colina es una de las más finas y menos restauradas del país, y los bosques de hayas y junglas de helecho por los que discurre la carretera hasta la gran mansión son especialmente ricos en lo que los artistas y fotógrafos vulgares llaman estampitas. De forma que cuando llegó el señor Watkins con dos lienzos vírgenes, un caballete flamante, una caja de pintura, baúl de viaje, una ingeniosa escalerilla construida por secciones —siguiendo el modelo del difunto y llorado maestro Charles Peace—, palanca y rollos de alambre se encontró con que le daban la bienvenida con efusión y cierta curiosidad media docena de otros hermanos del pincel. Esto convirtió en inesperadamente plausible el disfraz que había escogido, pero le obligó a soportar una cantidad considerable de conversación estética para la que estaba muy mal preparado. —¿Ha hecho muchas exposiciones? —preguntó el joven Porson en el bar Coches y Caballos, donde el señor Watkins acumulaba hábilmente información local la noche de su llegada. —Muy pocas —respondió Watkins—, solo alguna que otra. —¿En la Academia? —En su momento. Y en el Palacio de Cristal. —¿Le colgaron bien? —preguntó Porson. —No diga tonterías —dijo el señor Watkins—. Eso no me gusta. —Quería decir si le pusieron los cuadros en un buen sitio. —¿Qué insinúa? —preguntó suspicaz el señor Watkins—. Se diría que estaba tratando de averiguar si me habían puesto a la sombra. Porson había sido criado por unas tías y, a pesar de ser artista, era un joven educado. No sabía lo que significaba ser puesto a la sombra, pero pensó que lo mejor era indicar que no pretendía nada de eso. Como la cuestión de colgar parecía un punto doloroso para el señor Watkins, trató de desviar un poco la conversación. —¿Hace usted pintura figurativa? —No, nunca se me dieron los números —respondió el señor Watkins—. Mi señora, la señora Smith, quiero decir, se encarga de todo eso. —¡Ella pinta también! —exclamó Porson—. Eso es bastante divertido. —Mucho —opinó el señor Watkins, aunque realmente no lo pensaba, y, sintiendo que la conversación se le estaba yendo un poco de las manos, añadió—: He venido aquí para pintar la mansión de Hammerpond a la luz de la luna. —¡Hombre! —exclamó Porson—, es una idea bastante novedosa. —Sí —aseguró el señor Watkins—. Me pareció una idea bastante buena cuando se me ocurrió. Espero empezar mañana por la noche. —¿Qué? No pretenderá pintar al aire libre de noche. —Sí, eso es lo que pretendo no obstante. —Pero ¿cómo verá el lienzo? —Con una maldita linterna de policía… —comenzó el señor Watkins respondiendo demasiado rápidamente a la pregunta, y luego, dándose cuenta de ello, le pidió a voces otro vaso de cerveza a la señorita Durgan. —Voy a utilizar algo llamado linterna oscura —le dijo a Porson. —Pero ahora estamos a punto de luna nueva —objetó Porson—. No habrá luna. —En cualquier caso la mansión estará allí. Yo voy, ya sabe, a pintar primero la casa y después la luna. —¡Oh! —exclamó Porson demasiado sorprendido para continuar la conversación. —Aseguran —intervino el viejo Durgan, el dueño del bar, que había mantenido un respetuoso silencio durante la conversación técnica— que hay no menos de tres policías procedentes de Hazelworth de servicio en la mansión a causa de las joyas de la tal Lady Aveling. Uno de ellos le ganó cuatro chelines y seis peniques al segundo mayordomo a cara o cruz. Al día siguiente hacia el crepúsculo el señor Watkins, lienzo virgen, caballete y una caja muy considerable con otros utensilios en la mano, caminó por el agradable sendero a través de los bosques de hayas hacia el parque de Hammerpond y clavó su aparato en una posición que dominaba la mansión. Allí fue observado por el señor Raphael Sant, que volvía de un estudio de las canteras de creta cruzando el parque. Habiéndole picado la curiosidad lo que Porson relataba del recién llegado, se dio la vuelta con la idea de discutir el arte nocturno. El señor Watkins aparentemente no se dio cuenta de su llegada. Acababa de terminar una conversación amistosa con el mayordomo de Lady Hammerpond y aquel sujeto se alejaba rodeado de los tres perros favoritos una vez cumplida la obligación que tenía de pasearlos después de la cena. El señor Watkins estaba mezclando colores con aire de gran concentración. Sant, acercándose más, quedó sorprendido al ver que el color en cuestión era un verde esmeralda tan fuerte y brillante como es posible imaginar. Habiendo cultivado una extrema sensibilidad al color desde su más temprana edad, expulsó el aire bruscamente entre los dientes tan pronto como vislumbró esa mezcla. El señor Watkins se volvió. Parecía molesto. —¿Qué diablos va a hacer usted con ese verde brutal? —preguntó Sant. El señor Watkins comprendió que su celo en aparecer ocupado a los ojos del mayordomo evidentemente le había traicionado haciéndole cometer algún error técnico. Miró a Sant y dudó. —Perdone mi rudeza —dijo Sant—, pero realmente ese verde es demasiado sorprendente. Me conmocionó. ¿Qué pretende hacer con él? El señor Watkins hacía acopio de fuerzas. Solo una actitud decidida podía salvar la situación. —Si viene aquí a interrumpir mi trabajo —dijo—, le voy a pintar la cara con él. Sant se retiró, pues tenía sentido del humor y era hombre pacífico. Bajando el monte se encontró con Porson y Wainwright. —Una de dos, ese hombre es un genio o un lunático peligroso —explicó—, subid aunque solo sea a ver su color verde. Y continuó su camino, el semblante iluminado por la agradable premonición de una animada refriega en torno a un caballete al anochecer y el derramamiento de mucha pintura verde. Pero con Porson y Wainwright el señor Watkins fue menos agresivo y les explicó que el verde estaba pensado para ser la primera capa del cuadro. Se trataba, según admitió en respuesta a una observación, de un método absolutamente nuevo, inventado por el mismo. Pero a continuación se hizo más reticente, explicó que no iba a contar a todo el que pasara el secreto de su propio y particular estilo y añadió algunos comentarios sobre la bajeza de alguna gente que remoloneaba por allí para enterarse de los trucos que podía de los maestros, lo que inmediatamente le alivió de su compañía. El anochecer se hizo más oscuro, primero apareció una estrella y después otra. Las cornejas de los altos árboles a la izquierda de la mansión hacía tiempo que habían caído en soporífero silencio, la mansión misma había perdido todos los detalles de su arquitectura convirtiéndose en un contorno gris oscuro, y entonces las ventanas del salón lucieron brillantes, se iluminó la galería de las plantas y aquí y allá amarilleó alguna que otra ventana de dormitorio. Si alguien se hubiera acercado al caballete en el parque lo habría encontrado abandonado. Una palabra breve y grosera en un verde brillante manchaba la pureza del lienzo. El señor Watkins estaba ocupado en los arbustos con su ayudante, que se le había unido directamente desde la carretera. El señor Watkins tendía a autofelicitarse por el ingenioso ardid que había empleado para transportar su aparato descaradamente a la vista de todos justo hasta el teatro de operaciones. —Ése es el vestidor —explicó a su ayudante—, y tan pronto como la doncella se lleve la vela y baje a cenar haremos una visita. ¡Caramba! ¡Qué bonita está la mansión a la luz de las estrellas y con todas las ventanas y luces! Que me aspen, Jim, si ahora no me gustaría ser un pintor de ésos. Encárgate de poner el alambre cruzando el sendero desde la lavandería. Se acercó cautelosamente a la mansión hasta que estuvo bajo la ventana del vestidor y comenzó a ensamblar la escalera plegable. Era un profesional demasiado experimentado para sentir ninguna excitación desacostumbrada. Jim estaba explorando el salón de fumar. De repente, muy cerca del señor Watkins, en los arbustos, hubo un choque violento y una maldición sofocada. Alguien había tropezado con el alambre que su ayudante acababa de poner. Oyó pies que corrían por el sendero de grava de más allá. El señor Watkins, como todo buen artista, era particularmente tímido, y sin poder contenerse dejó caer la escalera plegable y empezó a correr prudentemente por los arbustos. Era confusamente consciente de que dos personas venían pisándole los talones y creyó que distinguía el contorno de su ayudante delante de él. En otro instante había saltado el bajo muro de piedra que deslindaba los arbustos y estaba en parque abierto. Dos golpes secos sobre el césped siguieron a su propio salto. Se trataba de una ceñida persecución en la oscuridad a través de los árboles. El señor Watkins, de constitución ágil y bien entrenado, ganó, golpe a golpe, a la figura que jadeaba trabajosamente por delante. Ninguno habló, pero como el señor Watkins se puso deprisa a su lado, le sobrevino un escrúpulo de duda terrible. El otro hombre volvió la cabeza al mismo tiempo y profirió una exclamación de sorpresa. —No es Jim —pensó el señor Watkins, y simultáneamente el extraño se lanzó, como si dijéramos, a las rodillas de Watkins y directamente estaban luchando a brazo partido los dos juntos en el suelo. —Échame una mano, Bill —gritó el extraño cuando llegó el tercer hombre. Y Bill lo hizo, de hecho, con las dos manos y recalcando con algunos pies. El cuarto hombre, presumiblemente Jim, al parecer se había dado la vuelta y dirigido en una dirección diferente. En cualquier caso no se unió al trío. La memoria del señor Watkins sobre los incidentes ocurridos en los dos minutos siguientes es extremadamente vaga. Se acuerda oscuramente de tener el pulgar en la comisura de la boca del primer hombre y de que, sintiendo ansiedad por su seguridad y durante unos segundos al menos, mantuvo contra el suelo la cabeza del caballero que respondía al nombre de Bill agarrándole por el cuello. También fue pateado en gran número de sitios diferentes aparentemente por una ingente multitud. Después el caballero que no era Bill logró poner la rodilla bajo el diafragma de Watkins y trató de doblarle sobre ella. Cuando sus sensaciones se hicieron menos confusas estaba sentado sobre el césped y ocho o diez hombres —la noche era oscura y estaba demasiado confuso para contar— estaban de pie a su alrededor, aparentemente esperando a que se recuperara. Tristemente llegó a la conclusión de que había sido capturado y probablemente habría hecho algunas reflexiones filosóficas sobre la veleidad de la fortuna si sus sensaciones internas no le hubieran quitado las ganas de hablar. Rápidamente observó que no tenía las manos esposadas y luego le pusieron en ellas un frasco de brandy. Esto le emocionó un poco —era una amabilidad tan inesperada. —Está volviendo en sí —dijo una voz que se imaginó pertenecía al segundo lacayo de Hammerpond. —Los tenemos, señor, a los dos —dijo el mayordomo de Hammerpond, el hombre que le había ofrecido el frasco—. Gracias a usted. Nadie respondió a esta observación. Sin embargo no llegó a comprender cómo se la aplicaban a él. —Está bastante aturdido —dijo una voz extraña—, el bribón casi lo mata. El señor Teddy Watkins decidió seguir bastante aturdido hasta comprender mejor la situación. Se percató de que dos de las negras figuras que le rodeaban estaban en pie una junto a la otra con aire abatido y había algo en la posición de los hombros que sugirió a sus experimentados ojos que tenían las manos atadas. ¡Dos! Se irguió con la rapidez del rayo. Vació el pequeño frasco y se tambaleó hasta ponerse en pie con la ayuda de unas manos serviciales. Hubo un murmullo de simpatía. —Deme la mano, señor, deme la mano —dijo una de las figuras junto a él—. Permítame que me presente. Tengo una gran deuda con usted. Eran las joyas de mi mujer, Lady Aveling, las que atrajeron a estos dos bribones a la mansión. —Encantado de conocer a su excelencia —dijo Teddy Watkins. —Supongo que vio a los bribones dirigiéndose a los arbustos y cayó sobre ellos. —Eso es exactamente lo que pasó —dijo el señor Watkins. —Debería usted haber esperado a que entraran por la ventana —explicó Lord Aveling—. Lo habrían tenido mucho peor si de hecho hubieran cometido el robo. Y tuvo suerte de que dos policías estuvieran fuera junto a la verja y les siguieran a ustedes tres. Dudo que usted solo hubiera podido apresar a los dos, aunque fue condenadamente valiente por su parte de todas formas. —Sí, debí haber pensado en todo eso —dijo el señor Watkins—, pero no se puede pensar en todo. —Desde luego que no —asintió Lord Aveling—. Siento que le hayan magullado un poco —añadió. La partida se dirigía ahora hacia la mansión. —Cojea bastante. ¿Puedo ofrecerle mi brazo? Y en lugar de acceder a la mansión de Hammerpond por la ventana del vestidor, el señor Watkins entró en ella —ligeramente intoxicado y ahora propenso de nuevo a la alegría— del brazo de un auténtico par del reino de carne y hueso y por la puerta principal. —¡Esto —pensó el señor Watkins— es robar con estilo! Los bribones, vistos a la luz de gas, demostraron ser puros aficionados locales, desconocidos para el señor Watkins. Les bajaron a la despensa, siendo allí vigilados por tres policías, dos guardas con las escopetas cargadas, el mayordomo, un mozo de cuadra y un carretero, hasta que el amanecer permitió su traslado a la comisaría de policía de Hazelworth. Al señor Watkins le obsequiaron en el salón. Le dedicaron todo un sofá y no quisieron ni oír hablar de su vuelta al pueblo esa noche. Lady Aveling estaba segura de que era brillantemente original y expuso su idea de que Turner era otro tipo semejante, tosco, medio borracho, de mirada profunda e ingenioso. Alguien trajo una notable escalerilla plegable que había sido recogida en los arbustos y le mostró cómo se ensamblaba. También le describieron cómo se habían encontrado alambres en los arbustos, evidentemente colocados allí para hacer caer a perseguidores incautos. Había tenido suerte de haberse librado de esas trampas. Y le enseñaron las joyas. El señor Watkins tuvo el sentido común de no hablar demasiado y ante cualquier dificultad en la conversación se refugiaba en sus dolores internos. Al final la rigidez de espalda y el bostezo se apoderaron de él. De repente todo el mundo cayó en la cuenta de que era una vergüenza tenerle allí hablando después de la refriega, así que se retiró temprano a su habitación, la habitacioncita roja contigua a la suite de Lord Aveling. La aurora encontró un caballete abandonado que soportaba un lienzo con una inscripción verde en el parque de Hammerpond y encontró la mansión de Hammerpond alborotada. Pero si encontró al señor Watkins y a los diamantes de Lady Aveling no comunicó la información a la policía. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El tesoro en el bosque
Cuento
El hombre de cara pálida subió al vagón en Rugby. A pesar de las prisas del mozo que le llevaba el equipaje, se movía con lentitud; advertí, cuando aún se encontraba en el andén, que parecía encontrarse muy enfermo. Tras lanzar un suspiro, se dejó caer en el asiento situado frente al mío, hizo un intento por arreglar su manta de viaje y después se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un rato pareció darse cuenta de que le observaba. Me miró y estiró una mano extremadamente débil en dirección a su periódico. Luego volvió de nuevo la vista hacia mí. Fingí leer. Temí haberle molestado involuntariamente, pero al momento me sorprendió encontrarle dirigiéndose a mí. —Perdón —dije—, ¿decía usted? —Ese libro —repitió mientras señalaba con un dedo huesudo—, es sobre sueños ¿verdad? —Desde luego —le contesté, pues se trataba de los Estados del Sueño de Fortnum-Roscoe y el título aparecía en la cubierta. Permaneció en silencio durante un rato, como si estuviera buscando las palabras. —Sí —dijo por fin—, pero no le dicen a usted nada. Al principio no entendí lo que quería decir. —No saben —añadió. Le miré a la cara con un poco más de atención. —Hay sueños —dijo—, y sueños. Nunca suelo discutir ese tipo de enunciados. —Supongo… —dijo titubeando—. ¿Sueña usted alguna vez? Quiero decir —añadió—, algo que se le quede fuertemente grabado en la memoria. —Sueño muy poco —contesté—. Dudo que tenga más de tres sueños al año que pueda recordar. —¡Ah! —exclamó, y por un momento pareció dedicarse a rememorar sus pensamientos. —¿Y a usted no se le mezclan sueños y recuerdos? —preguntó directamente—. ¿No se ha encontrado alguna vez ante la duda de decir: «habrá ocurrido esto o no»? —Casi nunca —contesté—. Solo de vez en cuando, y apenas me dura. Supongo que lo que usted dice le pasa a muy poca gente. —¿Habla él…? —dijo señalando el libro. —Sí, dice que a veces ocurre —contesté—, y da la explicación usual, referente a la intensidad de la impresión y todo eso, para demostrar que, como regla general, no suele suceder. Supongo que usted sabrá algo de estas teorías… —añadí. —Un poco —contestó—, fundamentalmente que todas son erróneas. Sus dedos afilados jugaron con la correa de la ventanilla durante un rato. Me dispuse a proseguir con mi lectura, lo que pareció precipitar un nuevo comentario por su parte; se inclinó hacia mí, como si fuera a tocarme y dijo: —¿No hay algo que se llama sueño consecutivo, es decir, que se repite noche tras noche? —Creo que sí —contesté—. Se citan casos de ese tipo en la mayoría de los tratados sobre trastornos mentales. —¡Trastornos mentales! —exclamó—. Bueno, puede que lo sean; al menos es el lugar que les corresponde. Pero a lo que me refiero —añadió mirando sus nudillos descarnados—, es a si se trata siempre de un sueño. ¿Es un sueño o es algo más? ¿No podría ser algo distinto? De no haber sido por la preocupación ojerosa que mostraba su rostro, habría rechazado su monótona conversación. Aún recuerdo su mirada mortecina y sus párpados enrojecidos; tal vez conozcáis ese tipo de mirada. —No se trata solamente de un tema de conversación —dijo—. Es un asunto que me está destrozando. —¿Se refiere a los sueños? —pregunté. —Si usted quiere llamarlo así… —repuso—. Noche tras noche… y de un modo tan real. Esto —dijo señalando el paisaje que desfilaba tras la ventanilla parece irreal en comparación. Apenas puedo recordar quién soy, a qué me dedico… Se detuvo. —Incluso ahora… —Usted quiere decir que el sueño es siempre el mismo ¿no? —pregunté. —Ya ha terminado —repuso. —¿Cómo? —He muerto. —¿Muerto? —Destrozado y muerto. Todo lo que había en mi sueño ha muerto para siempre. Soñé que era otro hombre, que vivía en otra parte del mundo y en una época diferente. Soñé con ello noche tras noche, y noche tras noche me desperté en aquella otra vida. Nuevas escenas y acontecimientos… hasta que llegó el último. —¿En el que usted murió? —Eso es. En el que morí. —Y a partir de entonces… —No —dijo—. Ya nada, gracias a Dios; aquello fue el final del sueño. Era evidente que yo quería que me contara el sueño. Después de todo, tenía una hora por delante, la luz iba disminuyendo con rapidez y Fortnum Roscoe resultaba un poco aburrido. —Vivía usted en una época diferente —dije—, ¿quiere eso decir en otro siglo? —Sí. —¿Pasado? —No, no. Futuro. —¿El año tres mil, por ejemplo? —No sé qué año era. Lo sabía cuando estaba dormido, cuando soñaba quiero decir, pero ahora que estoy despierto no lo sé. Hay muchas cosas que he olvidado desde que desperté de esos sueños, aunque las sabía cuando estaba, supongo, soñando. Ellos llamaban al año de una forma distinta a la nuestra… ¿Cómo lo llamaban? —dijo llevándose la mano a la frente—. No, lo he olvidado. Sonrió débilmente. Durante un rato temí que no tuviera la intención de contarme su sueño. Como regla general, detesto a la gente que cuenta sus sueños, pero éste me impresionaba de un modo especial. Incluso quise ayudarle. —Comenzaba… —le sugerí. —Desde el principio fue muy real. Me daba la impresión de que despertaba en él de repente. Resulta curioso que en estos sueños nunca me acordara de la vida que ahora vivo. Era como si la vida onírica fuera suficiente mientras duraba. Tal vez… Pero ya le contaré cómo me encuentro cuando haya hecho lo posible por recordarlo todo. No me acuerdo absolutamente de nada hasta el momento en que me veo sentado en una especie de terraza que da al mar. Me había quedado adormilado y de pronto me desperté, fresco y despejado, sin la menor apariencia de estar soñando, porque la chica había dejado de abanicarme. —¿La chica? —Sí, la chica. No me interrumpa o perderé el hilo del relato. Se detuvo bruscamente. —¿No creerá que estoy loco, verdad? —No —contesté—; ha estado soñando, eso es todo. Pero siga contándome su sueño. —Como decía, me desperté porque la chica había dejado de abanicarme. No me sorprendió encontrarme allí, ni nada de eso, usted ya me entiende. No sentía que mi aparición hubiera sido repentina. Sencillamente acepté la situación tal y como era. Todo recuerdo que pudiera tener sobre esta vida, esta vida decimonónica, se desvaneció al despertarme, desapareció como un sueño. Sabía todo acerca de mi persona, sabía que mi nombre ya no era Cooper, sino Hedon, y conocía mi posición en el mundo. He olvidado muchas cosas desde que desperté —hay una gran falta de cohesión—, pero entonces todo parecía bastante claro y evidente. Volvió a dudar y, tras agarrar la correa de la ventanilla de nuevo, acercó su rostro al mío y con mirada suplicante me dijo: —Todo esto le parecerán tonterías ¿no? —En absoluto —exclamé—. Continúe. Dígame cómo era la terraza. —No era verdaderamente una terraza, pero no sé qué otro nombre darle. Era pequeña y daba al sur. Estaba toda en sombra menos el semicírculo sobre el balcón desde el que se veía el cielo y el mar y el rincón en el que estaba la chica. Me encontraba echado en un sofá, un sofá de metal con cojines a rayas, y la chica estaba asomada al balcón, de espaldas a mí. La luz del amanecer le rozaba los oídos y las mejillas. Su precioso cuello blanco, decorado con unos pequeños rizos, y sus pálidos hombros recibían la luz del sol mientras toda la elegancia del resto de su cuerpo quedaba disimulada por una fría sombra azulada. Su vestido —¿cómo podría describirlo?— era holgado y ligero. Al verla allí, delante de mí, pensé en lo bella y atractiva que era, como si nunca antes la hubiera visto. Cuando por fin suspiré y me puse en pie, apoyándome en un brazo, volvió su rostro hacia mí… El hombre se detuvo. —Llevo viviendo cincuenta y tres años en este mundo. He tenido madre, hermanas, amigas, esposa e hijas de las que conozco todos sus rostros y gestos. Pero el semblante de esta chica es para mí mucho más real. Puedo evocarlo y verlo de nuevo. Podría dibujarlo o pintarlo. Y después de todo… Se detuvo de nuevo, pero yo no dije nada. —Es el rostro de un sueño, el rostro de un sueño. Era bella, pero no con esa belleza que es terrible, fría y venerable, como la de una santa. Tampoco era la belleza que provoca fieras pasiones. Se trataba de una especie de resplandor, de unos labios dulces que se ablandaban en sonrisas y de unos ojos grises y solemnes. Se movía con elegancia; parecía participar de todas las cosas agradables y dulces… Se volvió a detener y esta vez agachó la cabeza y ocultó el rostro. Después, alzó la vista y continuó, sin hacer ningún otro intento por disimular su fe absoluta en la realidad del relato. —Verá —continuó—. Yo había renunciado a mis planes y ambiciones y había abandonado todo aquello que había ansiado y por lo que había trabajado, a cambio de su amor. En el norte, lejos de allí, yo era un hombre poderoso, con influencia y riqueza, y con una gran reputación, pero nada de todo esto era digno de compararse con ella. Y con ella había llegado a ese lugar, a esa ciudad de placer y de sol, y había acabado con todo lo anterior definitivamente para salvar al menos lo que quedaba de mi vida. Mientras estuve enamorado de ella antes de saber si me correspondía, antes de imaginar que ella se arriesgaría, que nos arriesgaríamos los dos, toda mi vida me pareció vana y absurda, polvo y cenizas. Y así era. Noche tras noche, y durante largos días, la había ansiado y deseado… ¡Mi alma se había estado debatiendo contra lo prohibido! »Pero resulta imposible para un hombre contar estas cosas con exactitud. Es una emoción, un matiz, un resplandor que va y viene. Solo mientras dura, todo cambia, absolutamente todo. El hecho es que me marché y les dejé en medio de su Crisis para que se las arreglaran como pudieran. —Dejó, ¿a quién? —pregunté con confusión. —A la gente del norte. En el sueño yo era un hombre importante, de esos en los que la gente confía y se agrupa a su alrededor. Millones de personas que nunca me habían visto antes estaban dispuestas a hacer cosas y a arriesgarse por la confianza que tenían depositada en mí. Llevaba años jugando ese juego importante y laborioso, ese monstruoso juego político, rodeado de intrigas y traiciones, discursos y agitación. Aquel era un mundo vasto y confuso, y por fin yo era el jefe de los que se habían rebelado contra la camarilla —ya sabe, se llamaba así a esa especie de mezcla de proyectos ruines y bajas ambiciones con estupideces emocionales ampliamente extendidas y algunos tópicos—, contra esa camarilla que mantenía al mundo en la ceguera y el desorden año tras año y que seguía dirigiéndolo hacia un desastre sin fin. Pero sé que es imposible que usted comprenda las sombras y complicaciones de aquel año —sea cual fuese— u otro posterior. Todo estaba, hasta los más mínimos detalles, en mi sueño. Supongo que había estado soñando con aquello antes de despertarme y el recuerdo borroso de alguna extraña innovación que yo había imaginado todavía me rondaba mientras me frotaba los ojos. Era un asunto sórdido, y le di gracias a Dios por la luz del sol que recibía. Me incorporé y me quedé sentado sobre el sofá contemplando a la joven y alegrándome de haber escapado de aquel tumulto de locura y violencia antes de que fuera demasiado tarde. Después de todo, pensé, así es la vida; el amor y la belleza, el deseo y el deleite, ¿acaso no valen más que todas aquellas disputas siniestras por alcanzar unas metas imprecisas y gigantescas? Me culpaba a mí mismo por haber querido ser un líder cuando podía haber entregado mis días al amor. Pero luego me di cuenta de que, de no haber pasado mi juventud de un modo austero, habría derrochado mis energías con mujeres viles y despreciables, y, solo de pensarlo, todo mi ser se estremeció de amor y ternura hacia mi amada, la adorada mujer que por fin había aparecido y me había impulsado con su en-canto irresistible a abandonar aquella vida. »—Te mereces todo —dije sin intención alguna de ser oído—; te lo mereces, querida. Te mereces orgullo, alabanza y todo lo demás. ¡Mi amor! Tenerte vale más que todo eso junto. »Al oír el murmullo de mi voz, ella se volvió. »—Ven —exclamó; aún puedo oír su voz—. Ven a ver salir el sol por el monte Solaro. »Recuerdo que me puse en pie de un salto y me reuní con ella en el balcón. Posó su mano blanca sobre mi hombro y con la otra señaló hacia unas grandes masas de piedra caliza que enrojecían como si cobraran vida. Miré, después de observar cómo acariciaba el sol sus mejillas y su garganta. ¿Cómo podría describirle a usted la escena que teníamos ante nosotros? Estábamos en Capri… —Lo conozco —dije—. He escalado el monte Solaro y he bebido en su cima el vero Capri, un licor turbio como la sidra. —¡Ah! —exclamó el tipo de la cara pálida—; entonces tal vez pueda usted decirme, es decir, usted sabrá si realmente era Capri. Porque yo no he estado allí en mi vida. Déjeme que se lo describa. Estábamos en una pequeña habitación, una de las muchas que había, muy fresca y soleada, excavada en la piedra de una especie de promontorio que se elevaba sobre el mar. Toda la isla era un hotel enorme, cuya complejidad resulta difícil de explicar, y al otro lado había kilómetros de hoteles flotantes y gigantescas plataformas sobre el mar en las que las máquinas voladoras tomaban tierra. Llamaban a aquello una ciudad del placer. Desde luego no había nada de eso en su época, o mejor dicho, no hay nada de eso ahora. ¡Ahora! ¡Por supuesto! »Bien. Nuestra habitación estaba en el extremo del promontorio, de modo que podíamos mirar al este y al oeste. Hacia el este había un gran acantilado, de unos mil pies de altura, de un color gris frío con una brillante franja dorada, y más allá estaba la Isla de las Sirenas y una costa baja que se fundía con el esplendoroso amanecer. Al volverse hacia el oeste se divisaba, cercana y nítida, una pequeña bahía con una playita aún en sombra. Y fuera de ésta se alzaba el monte Solaro, alto y rígido, con su cima rosa y dorada, como una belleza entronizada, mientras la luna blanca flotaba tras él en el cielo. Ante nuestra vista se extendía un mar multicolor salpicado con pequeñas barcas de vela. »Hacia el este, evidentemente, esas barcas eran grises y diminutas, pero hacia el oeste mostraban un color dorado, brillante, casi como el de llamas encendidas. Y a nuestros pies se alzaba una roca en la que se había labrado un arco que la atravesaba. El azul de las olas se convertía en verde espumoso cuando rompían contra las rocas. Un barco de remos pasó deslizándose por debajo del arco. —Conozco esas rocas —exclamé—. Casi me ahogo allí. Se llaman los Faraglioni. —¿I Faraglioni? Sí, así las llamó ella —contestó el hombre del semblante pálido—. Había una historia sobre eso… pero… Volvió a llevarse la mano hacia la frente. —No —dijo—, la he olvidado. Bueno, esto es lo primero que recuerdo, el primer sueño que tuve; aquella habitación en sombra y la hermosura del cielo y el aire, mi amada con sus brazos relucientes y su elegante vestido, y cómo nos sentamos y charlamos quedamente. Hablábamos así, no porque alguien pudiera oírnos, sino porque existía todavía tal serenidad de espíritu entre nosotros que nuestros pensamientos se asustaban un poco, creo yo, de verse por fin expresados en palabras. Por eso salían con suavidad. »Más tarde sentimos hambre y salimos de la habitación por un extraño corredor cuyo suelo era móvil, hasta llegar a un gran salón comedor en el que había una fuente y música. Era un lugar alegre y atractivo, muy fresco y soleado, envuelto por el murmullo de instrumentos de cuerda. Nos sentamos y comimos intercambiando sonrisas, sin prestar atención al tipo que me miraba desde una mesa cercana. »Luego fuimos a la sala de baile; pero me resulta imposible describirla. El lugar era enorme, mayor que cualquier edificio que usted pueda haber visto, y a un lado estaba la vieja puerta de Capri, incrustada en el muro de una galería superior. Unas vigas ligeras y unos tallos e hilos de oro brotaban de sus columnas como chorros de una fuente, ondeaban por el techo y se entrelazaban, como en una aurora, en difíciles juegos malabares. Alrededor del gran círculo reservado a los bailarines había hermosas figuras, dragones extraños y siluetas de aspecto grotesco, maravillosas e indescriptibles, que sostenían unos candelabros. El lugar estaba inundado de una luz artificial que suponía un ultraje para el día que comenzaba. Mientras avanzábamos entre la multitud, la gente se volvía a mirarnos, pues todo el mundo conocía mi nombre y mi rostro, así como mi decisión de abandonar orgullo y disputas para ir a aquel lugar. Y también miraban a la dama que me acompañaba, aunque se desconocía o falseaba el relato de cómo había llegado a mi lado. Yo era consciente de que algunos de los hombres que allí se encontraban, a pesar de la vergüenza y deshonor que habían caído sobre mi nombre, me consideraban un hombre feliz. »La atmósfera estaba llena de música, de perfumes delicados, del ritmo de armoniosos movimientos. Millones de personas atractivas pululaban por la sala, llenaban las galerías y descansaban en otros tantos rincones; llevaban ropas de colores espléndidos y coronaban sus cabezas con flores. Miles de ellos bailaban en el gran círculo, bajo las imágenes blancas de los dioses antiguos, mientras unos cortejos gloriosos de mozos y doncellas iban y venían. Nosotros dos también bailamos, pero no los bailes aburridos de su época, de ésta quiero decir, sino bailes que eran fastuosos, embriagadores. Todavía recuerdo a mi amada bailando con gran alegría. Su rostro era serio, con una gran dignidad, y sin embargo me sonreía y acariciaba… me sonreía y acariciaba con la mirada. »La música era distinta —murmuró—. Era… no sé cómo describirla; pero era infinitamente más rica y variada que cualquier otra música que haya escuchado despierto. »Después, una vez que dejamos de bailar, un hombre se acercó a hablarme. Era un individuo delgado, con aspecto decidido y vestido de un modo demasiado sobrio para un lugar como aquél. Me había fijado en él mientras me observaba en el salón y había evitado su mirada cuando pasamos por el comedor. »Pero ahora que nos habíamos sentado en un rincón y sonreíamos con placer a todos los que iban de un lado para otro sobre aquel suelo reluciente, el tipo se acercó, me dio en el hombro y se dirigió a mí de tal modo que no me quedó otro remedio que escucharle. Me preguntó si podía hablarme un momento a solas. »—No —le dije—. No tengo secretos para esta dama. ¿Qué quiere usted decirme? »Añadió que era un asunto trivial o por lo menos algo aburrido para los oídos de una señora. »—O tal vez para los míos —repuse yo. »El hombre echó una mirada a mi amada, como si quisiera recurrir a ella. De repente me preguntó si había oído hablar de una declaración extensa y vengativa que Evesham había hecho. El tal Evesham siempre había sido mi hombre de confianza en la jefatura de aquel gran partido del norte. Era un individuo agresivo, duro e imprudente, y yo era el único que había podido contenerle y calmarle. Creo que era más por él que por mí por lo que el resto de mis compañeros se habían mostrado consternados con mi retirada. Esta pregunta sobre su declaración despertó por un instante mi viejo interés por la vida que había abandonado. »—No he prestado atención a las noticias desde hace varios días —dije—. ¿Qué es lo que ha dicho Evesham? »Entonces el hombre empezó a hablar con ganas, y debo confesar que incluso me sentí impresionado por la audaz sinrazón de las palabras violentas y amenazadoras que Evesham había empleado. El mensajero que me habían enviado no solo me habló del discurso de Evesham sino que pasó a pedirme consejo y a indicarme cuánto me necesitaban. Mientras el individuo hablaba, mi amada permaneció sentada, ligeramente inclinada hacia adelante, dedicada a contemplar su rostro y el mío. »Mis viejos hábitos de organización y planificación se reafirmaron. Pude incluso verme regresando rápidamente al norte y el efecto dramático que tal hecho produciría. Todo lo que ese hombre dijo daba fe del desorden en el que se encontraba el partido, pero no de su destrucción. Yo regresaría más fuerte de lo que había venido. Entonces pensé en mi amada. Pero… ¿cómo podría explicárselo a usted? Había ciertas peculiaridades en nuestra relación, ciertas cosas que no hace falta que le relate, que harían imposible que viniera conmigo. Tendría que dejarla, tendría que renunciar a ella clara y abiertamente si quería hacer todo cuanto fuera preciso en el norte. Y aquel hombre lo sabía. Mientras nos hablaba, sabía tan bien como ella que mis pasos hacia el deber eran la separación, en primer lugar, y después el abandono. Al contacto con esa idea mi sueño sobre un posible retorno se hizo añicos. De repente me puse agresivo con el individuo, que creía que su elocuencia iba ganando terreno. »—¿Qué tengo que ver yo con todo eso ahora? —dije—. Para mí se acabó. ¿O cree usted que he venido aquí para provocar la reacción de sus amigos? »—No —contestó—, pero… »—¿Por qué no me dejan en paz? Todo aquello acabó para mí. No soy más que un simple ciudadano. »—Sí —dijo—, pero ¿ha pensado usted en esas palabras de guerra, en esos desafíos temerarios, en esas salvajes agresiones…? »Me puse en pie. »—No —exclamé—. No le escucharé más. Ya tuve en cuenta todo eso, lo sopesé y decidí marcharme. »Pareció considerar la posibilidad de insistir. Dejó de mirarme para dirigir la vista hacia el lugar desde el que la dama, sentada, nos observaba. »—La guerra —dijo el hombre como si hablara consigo mismo. »Después, dio media vuelta lentamente y se alejó. »Permanecí inmóvil, atrapado en el torbellino de ideas que su petición había originado». Oí la voz de mi amada. »—Querido —dijo—, si ellos te necesitan… »No acabó la frase, sino que la dejó reposar así, inconclusa. Me volví hacia su dulce rostro y mi estado de ánimo comenzó a desequilibrarse. »—Solo me quieren para que haga aquello que no se atreven a hacer por sí solos —dije—. Si desconfían de Evesham, que se las arreglen con él. Ella me miró con cierta indecisión. »—Pero la guerra… —dijo. »Vi en su semblante una duda que ya había visto anteriormente; una duda sobre ella misma y sobre mí, la primera sombra de la revelación que, considerada a fondo y con firmeza, debía separarnos para siempre. »Pero mi espíritu estaba más formado que el suyo y podía hacerle creer esto o aquello. »—Querida —le dije—, no debes preocuparte por esas cosas. No habrá guerra, en serio. La época de las guerras ya pasó. Confía en mí para entender la justicia de esta causa. No tienen ningún derecho sobre mí, querida. Ni ellos ni nadie. Soy libre de escoger mi vida y ésta es la que he escogido. »—Pero la guerra… —repuso de nuevo. »Me senté a su lado. La rodeé con mi brazo y le cogí la mano. Me propuse acabar con esa duda y me dediqué a llenar de nuevo su espíritu de cosas agradables. Le mentí y, al hacerlo, me mentí a mí mismo. Ella estaba totalmente dispuesta a creerme, totalmente dispuesta a olvidar. »En poco tiempo la preocupación había desaparecido y nos dirigimos rápidamente a la Grotta del Bovo Marino donde solíamos tomar un baño todos los días. Nadamos y nos salpicamos agua mutuamente; en aquel agua reconfortante creí convertirme en algo más ligero y fuerte que un hombre. Al final salimos del agua chorreando y corrimos alegremente por las rocas. Después me puse un traje de baño seco y nos sentamos a tomar el sol; descansé mi cabeza sobre sus rodillas y, mientras ella acariciaba suavemente mi cabello, me quedé dormido. De pronto, como si saltara la cuerda de un violín, me desperté en mi propia cama, en Liverpool, en la vida real. »No podía creer que todos esos momentos tan vívidos habían sido únicamente la materia de un sueño. »A decir verdad no podía creer que aquello solo fuera un sueño porque la realidad de lo que en él había era patente. Me bañé y me vestí como de costumbre y, mientras me afeitaba, me pregunté por qué tenía que ser yo, de todos los hombres, el que abandonara a la mujer amada y volviera a dedicarse a la política caprichosa en el arduo y agitado norte. Incluso, ¿qué me importaba si Evesham obligaba al mundo a comenzar una nueva guerra? Yo era un hombre con corazón humano. ¿Por qué iba yo a sentir la responsabilidad de un dios debido al cariz que tomaran los acontecimientos en el mundo? »Esa no suele ser mi forma de considerar las cosas, cuando éstas son reales. Soy abogado, sabe usted, y, como tal, tengo mi propio punto de vista. »La visión era tan real, tan completamente distinta a un sueño, entiéndame, que seguí recordando detalles sin importancia durante mucho tiempo; incluso el diseño de la cubierta de un libro que había sobre la máquina de coser de mi esposa me recordaba, con la más absoluta exactitud, la línea dorada que decoraba el sillón en el que había charlado con el emisario del partido que había abandonado. ¿Ha conocido usted alguna vez un sueño con una naturaleza como ésa? —¿Cómo cuál? —Como la que le permite recordar pequeños detalles que había olvidado. Me detuve a pensar. Nunca antes había reparado en esa cuestión, pero llevaba razón. —Jamás —contesté—. Eso parece que no tiene nada que ver con los sueños. —Cierto —contestó—, pero eso es precisamente lo que me ocurrió. Ejerzo como abogado, debe usted entender esto, en Liverpool y no podía evitar preguntarme lo que los clientes con los que trataba en mi despacho pensarían si les dijera de repente que estaba enamorado de una chica que iba a nacer unos doscientos años más tarde y que estaba preocupado por la situación política de los hijos de mis tataranietos. Aquel día estaba negociando el arriendo de un edificio por noventa y nueve años. Se trataba del caso de un constructor particular y queríamos tenerle cogido por todos lados. Tuve una entrevista con él en la que mostró tal falta de disposición que cuando me fui a la cama aún me sentía algo irritado. Aquella noche no hubo sueño. Ni tampoco la siguiente, al menos que yo recuerde. »La intensa realidad de mi convicción desapareció en cierta medida. Empecé a sentirme seguro de que todo había sido un sueño. Y entonces fue cuando volvió otra vez. »Cuando eso ocurrió, unos cuatro días más tarde, fue muy distinto. Creo que también habían pasado cuatro días en el sueño. Habían sucedido muchas cosas en el norte y la sombra de esos hechos, esta vez más difícil de disipar, estaba de nuevo entre nosotros. Comenzaba con reflexiones apesadumbradas. ¿Por qué razón, a pesar de todo, tenía que volver durante el resto de mis días a las penalidades y fatigas, a los insultos y a la insatisfacción perpetua, simplemente para salvar de las angustias de la guerra y del desgobierno a cientos de millones de gente vulgar, a la que no amaba y por la que frecuentemente no sentía otra cosa que desprecio? Y además, podría fracasar. Ellos perseguían sus propios fines egoístas, ¿por qué yo no? ¿Por qué no iba yo a vivir también como un hombre? Su voz me sacó de estas reflexiones y, al alzar la vista, la vi. »Me encontré despierto y paseando. Habíamos salido de la Ciudad del Placer y estábamos cerca de la cumbre del monte Solaro, mirando hacia la bahía sobre la que caía la tarde luminosa. Lejos, a la izquierda, se veía Ischia suspendida en una niebla dorada entre el cielo y el mar. Nápoles aparecía con su fría blancura contra las colinas, y ante nosotros se alzaba el Vesubio, con su alto y delgado penacho de humo que se dirigía hacia el sur, y las ruinas de la Torre dell’Annunziata y de Castellammare resplandecían en las proximidades. —¿Usted ha estado en Capri, verdad? —le interrumpí con brusquedad. —Solo en este sueño —contestó—, solo en él. Por toda la bahía, más allá de Sorrento, se encontraban los palacios flotantes de la Ciudad del Placer, amarrados y anclados. Hacia el norte se extendían las amplias plataformas en las que aterrizaban los aviones. Cada tarde llegaban desde el cielo aviones que traían hasta Capri y sus bellos alrededores miles de buscadores de placer procedentes de los lugares más recónditos de la tierra. Todo esto, como digo, se extendía a nuestros pies. »Pero solo lo observábamos en parte, a causa de la insólita vista que aquella tarde nos ofrecía. Cinco aviones de guerra que habían permanecido inactivos durante largo tiempo en los lejanos arsenales de las bocas del Rin, maniobraban ahora en el cielo, hacia el este. Evesham había asombrado al mundo al producir esos y otros aviones semejantes y enviarlos a dar vueltas aquí y allá. Era la amenaza material en el gran juego de intimidación que desarrollaba y nos había cogido a todos, incluso a mí, por sorpresa. Evesham era unos de esos tipos enérgicos e increíblemente estúpidos que parecen enviados por el cielo para producir desastres. A primera vista, su energía se parecía de un modo asombroso a su capacidad. Pero en verdad no tenía imaginación ni inventiva, solamente una fuerza de voluntad enorme y absurda y una fe ciega en la estupidez de su suerte para salir de apuros. Recuerdo cómo contemplamos desde el promontorio los giros de la escuadrilla y cómo comprendí el significado completo de tal visión y el cariz que iban a tomar los acontecimientos. Aún entonces, no era demasiado tarde. Podría haber regresado y salvado al mundo. Sabía que la gente del norte me seguiría con tal de que respetara sus normas morales. El este y el sur confiarían en mí como en ningún otro hombre del norte. No tenía más que decírselo a ella y me dejaría marchar… ¡Y no porque no me quisiera! »Pero yo no quería irme; mi deseo era totalmente opuesto a esa idea. ¡Me había deshecho hacía tan poco tiempo del espíritu de responsabilidad! Había renegado del sentimiento del deber y la evidente claridad de lo que debía hacer no tenía ninguna influencia sobre mi voluntad. Mi único deseo era vivir, gozar de los placeres y hacer feliz a mi amada. Pero aunque el sentimiento de grandes deberes relegados no tenía fuerza alguna para arrastrarme, me convirtió en una persona silenciosa y preocupada, despojó a los días que había vivido de la mitad de su encanto y me hundió en sombrías meditaciones en el silencio de la noche. Mientras contemplaba los aeroplanos de Evesham —pájaros de mal agüero— ir de un lado a otro, ella permanecía a mi lado observándome y captando la situación con claridad; sus ojos examinaban mi rostro y su expresión ensombrecía de perplejidad. Sus facciones mostraban un tono grisáceo porque el sol poniente se estaba ocultando en el horizonte. —No era culpa de ella que yo me encontrara a su lado. Me había pedido que la abandonara y por la noche me lo repitió con lágrimas en los ojos. »Por fin, el sentimiento de su presencia me sacó de mi estado. Me volví hacia ella con rapidez y la desafié a bajar corriendo por la montaña. “No”, dijo, como si aquello chocara con su seriedad; pero estaba decidido a acabar con esa formalidad y la hice correr, pues nadie que esté sin aliento puede sentirse triste y melancólico. Dio un traspiés, la agarré por la cintura, y así descendimos pasando por delante de dos individuos que se volvieron a mirarnos sorprendidos por mi comportamiento. Debieron reconocerme. Cuando habíamos recorrido la mitad del trayecto, oímos un ruido metálico en el aire y nos detuvimos. Poco después, sobre la cima de la colina, aparecieron esos pájaros de guerra volando uno detrás de otro. El hombre pareció dudar al borde de la descripción. —¿Cómo eran? —le pregunté. —Nunca habían entrado en combate —contestó—. Eran igual que nuestros actuales acorazados; nunca habían combatido. Nadie sabía de lo que eran capaces si los tripulaban hombres exaltados; incluso poca gente se preocupaba en imaginarlo. Eran grandes máquinas pilotadas, con forma de punta de lanza, pero con una hélice en el lugar en que debía ir la empuñadura. —¿Eran de acero? —No. —¿De aluminio? —No, no, nada de eso. Eran de una aleación muy corriente, tan corriente como ahora es el bronce, por ejemplo. Se llamaba, espere… —dijo mientras se apretaba la frente con los dedos de una mano—. Se me está olvidando todo —añadió. —¿Y llevaban armas? —Cañones pequeños que lanzaban proyectiles de gran fuerza explosiva. Disparaban hacia atrás, por la base, como si dijéramos, y se cargaban por delante. Esa era la teoría, pues nunca habían entrado en combate. Nadie podía decir lo que ocurriría. Mientras tanto, supongo que era muy agradable revolotear por el aire como una bandada de golondrinas, ligeras y veloces. Creo que los pilotos evitaban pensar demasiado en cómo sería un verdadero ataque. Esas máquinas de guerra no eran más que unos de los innumerables aparatos que habían sido inventados y habían caído en desuso durante el largo periodo de paz. Había montones de esos artilugios con gente dedicada a sacarlos a la luz y ponerlos a punto. Máquinas infernales y estúpidas; máquinas que nunca habían sido probadas. Motores grandes, explosivos terribles, cañones enormes. Usted ya conoce el necio sistema de esos individuos ingeniosos que construyen estas máquinas; las producen como los castores hacen sus diques, sin tener en cuenta los ríos que van a desviar ni las tierras que van a inundar. »Durante el crepúsculo, mientras bajábamos por la sinuosa senda hacia nuestro hotel, lo preví todo. Vi con qué claridad e inevitabilidad los acontecimientos, en las manos estúpidas y violentas de Evesham, conducían a la guerra y me imaginé lo que ésta iba a ser en las nuevas condiciones. Incluso entonces, aunque sabía que el final de mi oportunidad se estaba acercando, no encontré ningún deseo de volver. Suspiró. —Esa fue mi última posibilidad. No entramos en la ciudad hasta que el cielo estaba lleno de estrellas. Paseamos por la terraza, de un lado para otro, y ella me aconsejó que regresara. »—Amor mío —me dijo mirándome con su dulce rostro—, esto es la Muerte. La vida que llevas conduce a la Muerte. Vuelve con ellos, vuelve a tus obligaciones… »Comenzó a llorar mientras, entre sollozos y agarrada a mi brazo, decía: «vuelve… vuelve…». »De repente enmudeció y, al mirarle a la cara, descubrí en un instante lo que había pensado hacer. Fue uno de esos momentos en los que uno ve. »—¡No! —exclamé. »—¿No? —preguntó sorprendida y creo que algo asustada por la respuesta a su pensamiento. »—Nada me hará volver —dije—. ¡Nada! He escogido, cariño, he hecho mi elección y el mundo debe seguir su curso. Pase lo que pase viviré mi vida, ¡viviré para ti! Nada me apartará de mi camino; nada, mi amor. Aunque murieras, aunque murieras… »—¿Sí? —murmuró. »—Entonces… yo también moriría. »Y antes de que pudiera contestar comencé a hablar con elocuencia, como yo sabía hacerlo en aquella vida, para exaltar al amor y hacer que la vida que estábamos viviendo tuviera un aspecto heroico y glorioso, y que la que yo abandonaba apareciera como algo tan innoble y tremendamente difícil que desdeñarla era lo mejor. Utilicé toda mi imaginación para conseguir esa sensación de atractivo con el fin de convencer no solo a ella, sino también a mí. Charlamos y ella se me acercó más, indecisa entre lo que consideraba noble y lo que sabía dulce. Finalmente, hablé en tono sublime, presentando todo el tremendo desastre del universo como un escenario glorioso para nuestro amor inigualable, y nuestras dos pobres almas ingenuas se pavonearon por fin, envueltas, o mejor dicho, embriagadas en aquel delirio espléndido y glorioso bajo las estrellas inmóviles. »Y así pasó mi oportunidad. Fue la última. Mientras paseábamos de acá para allá, los líderes aunaron sus propósitos y la calurosa contestación que acabaría con las bravatas de Evesham para siempre tomaba forma y aguardaba. Por toda Asia, por el océano y por el sur, el aire y los cables telegráficos vibraban con llamadas a prepararse. »Ningún ser vivo sabía lo que era la guerra; nadie podía imaginar qué horrores podrían traer todos aquellos nuevos inventos. Creo que la mayoría pensaba aún que era un asunto de uniformes brillantes y cargas ruidosas, con triunfos, banderas y bandas de música, en una época en que la mitad de la humanidad conseguía sus recursos alimenticios en regiones que distaban decenas de miles de kilómetros. El hombre del semblante pálido hizo una pausa. Le miré y observé que su mirada se había quedado absorta en el suelo del vagón. Por la ventanilla pasaron una pequeña estación, una serie de vagones de mercancías, una garita de señales y la parte trasera de una casita de campo. Un puente resonó estrepitosamente devolviendo en el eco el estruendo del tren. —Después de aquello —dijo—, volví a soñar a menudo. Aquel sueño fue mi vida durante las noches de tres semanas. Y lo peor es que hubo noches que no podía soñar, que yacía dando vueltas sobre la cama en esta maldita vida; y allá, en algún lugar inaccesible para mí, ocurrían cosas terribles y trascendentales. Vivía por la noche. Los días, los días de vigilia, esta vida que ahora vivo, se convirtieron en un sueño borroso y lejano, en un escenario monótono, la simple cubierta de un libro. Se detuvo a pensar. —Podría contarle todo, relatarle hasta el último detalle del sueño, pero no podría hacer lo mismo con lo que pasaba durante el día. No lo recuerdo. Mi memoria de esos hechos ha desaparecido. Las cosas de la vida se me escapan. Se inclinó hacia delante y se frotó los ojos. Permaneció en silencio durante un rato. —¿Y después? —pregunté. —La guerra estalló como un huracán. Se quedó abstraído, como si contemplara cosas indescriptibles. —¿Y entonces? —insistí. —Un toque de irrealidad —dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo—, y habrían sido pesadillas. Pero no, ¡no lo eran! Guardó silencio durante tanto tiempo que me dio la impresión de que iba a quedarme sin el resto del relato. Pero entonces retomó el discurso en el mismo tono de íntima interpelación. —¿Qué otra cosa podía hacer sino huir? Había pensado que la guerra no llegaría hasta Capri. Me había parecido que Capri quedaba fuera, como si hubiera sido la antítesis de todo aquello, pero dos noches después toda la isla gritaba y vociferaba. Casi todas las mujeres y algún que otro hombre llevaban una insignia, la de Evesham, y ya no había música sino un discordante canto de guerra que se repetía una y otra vez mientras por todas partes los hombres se alistaban y hacían instrucción en los salones de baile. Toda el lugar hervía de rumores; se repetía, incesantemente, que la guerra había comenzado. No era lo que yo esperaba. Había conocido tan poco la vida placentera que no había contado con la violencia de los amateurs. Por lo que a mí se refería, me encontraba fuera de todo aquello. Era un hombre que podía haber evitado la explosión de un polvorín. Pero ese momento había pasado: ya no era nadie. El mozalbete más insignificante con una insignia era más importante que yo. La multitud nos daba empujones y vociferaba en nuestros oídos; el maldito canto guerrero resultaba ensordecedor. Una mujer increpó a mi amada porque no llevaba insignia, e injuriados y ofendidos regresamos a nuestras habitaciones; mi amada pálida y callada, yo temblando de rabia. Estaba tan furioso que habría discutido con ella si hubiera encontrado una sombra de acusación en sus ojos. »Todo mi esplendor había desaparecido. Me paseé por nuestra rocosa habitación de arriba abajo mientras en el exterior el mar se oscurecía y, hacia el sur, una luz aparecía y desaparecía una y otra vez. »—Debemos salir de aquí —repetía sin cesar—. He hecho mi elección y no quiero saber nada de estos problemas. No tomaré parte en esta guerra. Hemos puesto nuestras vidas al margen de todo esto. Este no es refugio para nosotros. Vámonos. »Al día siguiente huíamos de la guerra que invadía el mundo. »Y todo lo demás fue huir y huir —musitó en tono triste. —¿Cuánto tiempo duró eso? No contestó. —¿Cuántos días? Su rostro estaba cansado y pálido y tenía las manos crispadas. No prestó atención alguna a mi curiosidad. Intenté hacerle volver al relato con preguntas. —¿Dónde fue…? ¿Cuándo? ¿Cuando abandonó Capri…? —Al sudoeste —dijo mirándome por un breve instante—. Nos fuimos en una barca. —Yo habría pensado en un aeroplano. —Todos habían sido incautados. No le hice más preguntas. Después me pareció que iba a comenzar de nuevo. Rompió a hablar con una monótona argumentación. —Pero ¿por qué debía ser así? Si verdaderamente toda esa carnicería, toda esa tensión, es realmente la vida, ¿por qué tenemos ese deseo de placer y belleza? Si no existe refugio alguno, si no hay ningún lugar de paz y si todos nuestros sueños sobre rincones tranquilos son una locura y un engaño, ¿por qué los tenemos? Con toda seguridad no eran los deseos innobles ni las bajas intenciones los que nos habían llevado a aquella situación. Era el amor lo que nos había aislado. El amor me había llegado en sus ojos, envuelto en su belleza; más glorioso que el resto de las cosas y con la forma y el color de la vida, me había hecho partir. Yo había acallado todas las voces, había contestado a todas las preguntas y me había entregado a ella. ¡Y de repente no había más que Guerra y Muerte! Tuve una idea. —Después de todo —dije—, podía haber sido solo un sueño. —¡Un sueño! —exclamó de un modo colérico— un sueño cuando incluso ahora… Por primera vez parecía animado. Un ligero rubor llenó sus mejillas. Elevó su mano abierta y, tras cerrarla con fuerza, la dejó caer sobre su rodilla. Habló, y durante todo el rato no volvió a mirarme. —No somos más que fantasmas —dijo—, fantasmas de fantasmas, deseos como sombras de nubes y briznas de paja que el viento amontona; los días pasan y el uso y la costumbre nos sustentan como un tren sustenta el espectro de sus luces. ¡Sea! Pero hay algo real y cierto que no es onírico, sino eterno e imperecedero. Es el centro de mi vida y todas las demás cosas que lo rodean son subordinadas y completamente vanas. Amaba a aquella mujer del sueño. ¡Y ella y yo hemos muerto juntos! »¡Un sueño! ¿Cómo puede ser un sueño, cuando impregnó una vida humana de una tristeza sin consuelo, cuando convierte todo aquello por lo que he vivido y me he preocupado en algo vacío y sin sentido? »Hasta el mismo instante en que ella murió, creí que todavía teníamos posibilidades de huir. A lo largo de aquella noche y aquel día en que navegamos desde Capri a Salerno, hablamos de huir. Estábamos llenos de una esperanza que nos acompañó hasta el fin, esperanza por la vida que llevaríamos juntos, lejos de todo, lejos de la batalla y del combate, de las salvajes y vanas pasiones y del arbitrario y vacío «debes» y «no debes» del mundo. Nos sentíamos inspirados, como si nuestra búsqueda fuera algo sagrado, como si nuestro amor mutuo fuera una misión… »Incluso cuando contemplamos desde nuestra barca la serena apariencia de la gran roca de Capri, llena ya de cicatrices y hendiduras por los emplazamientos de los cañones y por los escondrijos que iban a convertirla en fortaleza, no preveíamos todavía la inminente matanza, aunque la furia de los preparativos se expresaba ya en humaredas y nubes de polvo en cientos de puntos. Pero, en verdad, hice de todo ello un simple tema de conversación. Allí estaba la roca, aún bella, a pesar de sus cicatrices, con sus ventanas innumerables, sus arcos y caminos, nivel sobre nivel, hasta mil pies de altura; una talla enorme de color gris, fracturada por terrazas llenas de viñas y por huertos de naranjos y limoneros, con macizos de pitas y chumberas y grupos de almendros en flor. Bajo el arco que hay sobre la Piccola Marina pasaban otras barcas y, al doblar el cabo cerca del continente, vimos otra hilera de ellas que, con el viento en popa, se dirigían hacia el sudoeste. En un instante se convirtieron en una multitud, las más remotas apenas eran unas motas azules en la sombra proyectada por el acantilado oriental. »—Es el amor y la razón —dije— que huyen de toda esta locura de la guerra. »Y aunque después vimos un escuadrón de aviones que surcaban el cielo hacia el sur, no le prestamos atención. Ahí estaba, una línea de pequeños puntos en el cielo, y luego más, que llenaba el horizonte por el sudeste, y después aún muchos más hasta que aquel cuadrante del cielo apareció moteado de puntos azules. Unas veces eran pequeñas pinceladas de ese color, otras, al inclinarse, recibían la luz del sol y se transformaban en breves destellos. Llegaban, se elevaban y descendían, cada vez mayores, como una enorme bandada de gaviotas o cuervos que avanzaba con una uniformidad maravillosa y, al acercarse, cubría una enorme extensión de cielo. El ala sur se lanzó en forma de punta de flecha a través del sol y de repente viró hacia el este. Tras tomar esa dirección, los aparatos se hacían cada vez más pequeños y de nuevo más nítidos, hasta que desaparecían del cielo. Después, advertimos que por el norte, y a gran altura, las máquinas de guerra de Evesham amenazaban Nápoles como una nube de mosquitos al atardecer. »Todo aquello parecía importarnos lo mismo que una simple bandada de pájaros. »Incluso el estruendo de los cañones lejanos en el sudeste significaba poco para nosotros. »Cada día, en los sueños que siguieron, todavía nos sentíamos exaltados, todavía buscábamos un refugio en el que vivir y amar. Sobre nosotros se cernía la fatiga, el dolor y las calamidades. Aunque estábamos llenos de polvo y suciedad por nuestra penosa huida, muertos de hambre y horrorizados de los cadáveres que habíamos visto y de la huida de los campesinos —pues pronto una ráfaga de guerra barrió la península—; a pesar de todas esas cosas que obsesionaban nuestras mentes, la decisión de escapar era cada vez mayor. ¡Oh! ¡Qué valiente y sufrida era ella! Ella, que nunca se había enfrentado al infortunio y al peligro, tuvo valor por ella y por mí. Íbamos de un lado para otro buscando una salida, a través de una zona dominada y saqueada por las huestes de la guerra que se iban agrupando. Siempre fuimos a pie. Al principio encontramos otros fugitivos, pero no nos mezclamos con ellos. Unos huían hacia el norte, otros eran arrastrados por el torrente de campesinos que barría las carreteras principales; muchos se entregaban a la soldadesca y eran enviados al norte. La mayor parte de los hombres eran reclutados a la fuerza. Pero nosotros nos mantuvimos apartados de todo esto; no teníamos dinero para conseguir por medio de soborno un pasaje hacia el norte y temía que mi amada cayera en manos de aquella multitud guerrera. Habíamos desembarcado en Salerno, nos habían hecho retroceder desde Cava, y habíamos intentado cruzar a Taranto por un paso sobre el monte Alburno, pero tuvimos que volver atrás por falta de provisiones y nos vimos en las marismas de Pesto donde se alzan unos grandes templos solitarios. Tenía la idea de que en Pesto podríamos encontrar un barco para volver al mar. Y allí nos sorprendió la batalla. »Una especie de ceguera espiritual me poseía. Pude ver con claridad que estábamos rodeados, que la gran malla del conflicto armado nos tenía atrapados en sus redes. Habíamos visto muchas veces las levas de soldados que descendían del norte e iban de un lado a otro, y les habíamos contemplado a lo lejos, entre las montañas, abriendo caminos para las municiones y preparando las baterías. Una vez nos pareció que nos tomaban por espías y disparaban contra nosotros; en cualquier caso, lo cierto es que un cañonazo pasó silbando por encima de nuestras cabezas. Varias veces nos ocultamos en los bosques de los aeroplanos que pasaban sobre nosotros. »Pero todo esto, todas esas noches de huida y dolor, no importa ahora. Estábamos por fin en un espacio abierto cerca de aquellos grandes templos de Pesto, en un paraje rocoso y solitario salpicado de arbustos espinosos, vacío y desolado, y tan llano que un grupo de eucaliptos que había a lo lejos mostraba sus tallos hasta la raíz. ¡Aún puedo verlo! Mi amada se había sentado bajo un arbolito para descansar un rato porque estaba agotada y era débil, y yo me encontraba de pie, intentando calcular la distancia a la que estaban los proyectiles que iban y venían. Los contendientes combatían muy separados unos de otros con aquellas terribles armas modernas que nunca antes habían sido utilizadas: cañones que llegaban más allá de donde alcanzaba la vista y aeroplanos que podían… lo que podían hacer nadie sabía predecirlo. »Sabía que estábamos entre los dos ejércitos y que estos se iban aproximando. Comprendí que nos encontrábamos en peligro y que no nos podíamos detener allí a descansar. »Aunque todo esto estaba en mi mente, quedaba en segundo plano. Me parecían cosas que no nos incumbían. Pensaba en mi amada principalmente y me invadía una pena angustiosa. Por primera vez se había declarado vencida y había comenzado a sollozar. Pude oír su llanto a mis espaldas, pero no quise volverme porque sabía que tenía necesidad de llorar y se había contenido durante mucho tiempo por mí. Estaba bien, pensé, que llorara y se desahogara. Luego continuaríamos nuestra penosa huida porque no tenía la menor idea de lo que nos amenazaba. Aún puedo verla allí, con su hermoso cabello sobre los hombros, aún puedo advertir los profundos hoyuelos de sus mejillas… »—Si nos hubiéramos separado —dijo—, si te hubiera dejado marchar… »—No —repliqué—. Ni siquiera ahora me arrepiento. Nunca me arrepentiré; hice mi elección y la mantendré hasta el fin. »Y entonces… »Algo relampagueó sobre nuestras cabezas y estalló. Oí que las balas resonaban a nuestro alrededor, como si nos hubieran arrojado un puñado de guisantes. Desconchaban las piedras a nuestro alrededor, arrancaban fragmentos de los ladrillos y pasaban… Se llevó la mano a la boca y humedeció los labios. —Al ver el destello, yo me había vuelto… »Ella se puso en pie… se puso en pie… y dio un paso hacia mí… como si quisiera acercarse… Una bala le había alcanzado el corazón. Se detuvo y me miró fijamente. Sentí aquella incapacidad estúpida que siente un inglés en ocasiones semejantes. Le miré a los ojos por un instante y después volví la vista hacia la ventanilla. Nos mantuvimos en silencio durante largo rato. Cuando al fin volví a mirarle estaba sentado de nuevo en su asiento, con los brazos cruzados y se mordía los nudillos. De repente se mordió una uña y la miró. —La llevé hacia los templos —dijo—, en brazos —añadió como si aquello importara—. No sé por qué. Eran como una especie de santuario… habían durado tanto tiempo, supongo. »Debió de morir casi en el acto. Pero… yo le fui hablando… durante todo el rato. De nuevo el silencio. —Conozco esos templos —dije con brusquedad. Verdaderamente me había hecho recordar con claridad aquellas arcadas tranquilas y soleadas de gastada piedra arenisca. —Fue en el oscuro, en el grande y oscuro. Me senté en una columna caída con mi amada en los brazos… Después del primer balbuceo me quedé en silencio. Al rato las lagartijas salieron y volvieron a corretear como si nada extraño hubiera ocurrido, como si nada hubiera cambiado. Reinaba una quietud espantosa, el sol estaba en lo alto y las sombras no se movían; hasta las sombras de las hierbas sobre los entablamentos estaban inmóviles, a pesar del estruendo y las detonaciones que surcaban el aire. »Creo recordar que los aviones subían desde el sur y que la batalla se trasladó hacia el oeste. Un aeroplano fue alcanzado, dio una vuelta y cayó. Lo recuerdo, aunque no me interesó lo más mínimo. No parecía tener importancia. Era como una gaviota herida, ya sabe, con su aleteo momentáneo sobre el agua. Pude verlo caer, un objeto negro sobre el azul brillante del agua, desde un lateral del templo. »Tres o cuatro proyectiles estallaron en la playa y luego todo cesó. Cada vez que ocurría, las lagartijas huían y se escondían bajo las piedras durante un rato. Ese fue todo el daño, exceptuando una bala perdida que desgarró una piedra cercana dejando una superficie pura y brillante. »Mientras las sombras crecían, la quietud parecía mayor. »Lo curioso —señaló con el tono de quien mantiene una conversación trivial— es que no pensaba, no pensaba en absoluto. Me senté entre las piedras, con ella en mis brazos, paralizado, en una especie de letargo. »Y no recuerdo haber despertado. No recuerdo haberme vestido aquel día. Sé que me encontré en mi despacho, con todas las cartas abiertas delante de mí, y recuerdo cómo me impresionó lo absurdo de mi estancia allí, puesto que en realidad yo estaba sentado, aturdido, en aquel templo de Pesto con una mujer muerta en mis brazos. Leí las cartas mecánicamente. He olvidado de qué trataban. Se detuvo y hubo un largo silencio. De repente me di cuenta de que íbamos bajando la pendiente de Chalk Farm. Me asombré del paso del tiempo. Me volví a dirigir a él con otra pregunta brusca, con el tono de «ahora o nunca». —¿Y volvió a soñar? —Sí. Pareció esforzarse por terminar. Su tono de voz era muy bajo. —Una vez más, y solo duró unos instantes. Me pareció que despertaba de repente de una gran apatía, que había cambiado de postura y que su cuerpo yacía a mi lado, sobre las piedras. Era un cuerpo desfigurado. Ya no era ella, ¿me entiende? Tan pronto, y ya no era ella… »Puede que oyera voces. No sé. Sabía con seguridad que unos hombres se acercaban a aquel lugar solitario y que aquello suponía un último ultraje. »Me puse en pie y atravesé el templo. Entonces aparecieron. El primer hombre, de rostro amarillento, llevaba un uniforme blanco, muy sucio, guarnecido con una cinta azul, y detrás iban varios más que treparon hasta lo alto de la antigua muralla de la ciudad desaparecida y se quedaron allí, agazapados. Eran pequeñas figuras que brillaban a la luz del sol y escudriñaban desde allí, con las armas en la mano, lo que tenían delante. »Y más lejos vi a otros y luego a muchos más en otro punto de la muralla. Formaban una larga línea desordenada de hombres en orden abierto. »Luego, el hombre que había visto primero se puso en pie y dio una orden. Sus hombres se arrojaron de la muralla y se dirigieron, por entre las hierbas altas, hacia el templo. Se dejó caer con ellos y les dirigió. Avanzó hacia mí y, cuando me vio, se detuvo. »Al principio había observado a esos hombres con simple curiosidad, pero cuando me di cuenta de que intentaban acercarse al templo, intenté impedírselo. »—No deben entrar aquí —grité al oficial—. Aquí estoy yo. Estoy aquí con mi amada muerta. »Me miró fijamente y después me gritó una pregunta en una lengua desconocida». Repetí lo que había dicho. »Él volvió a gritar. Me crucé de brazos y permanecí inmóvil. Luego, se dirigió a sus hombres y se aproximó. Desenvainó la espada. »Le hice señas para que se alejara, pero siguió avanzando. Me dirigí a él de nuevo en un tono paciente y claro. »—No debe entrar aquí. Estos son templos antiguos y yo estoy aquí con mi amada muerta. »Al rato estaba tan cerca que pude ver su rostro con claridad. Era delgado, con apagados ojos grises y un bigote negro. Tenía una cicatriz sobre el labio superior y su aspecto era sucio y sin afeitar. Continuó gritando palabras ininteligibles, tal vez preguntas, hacia mí. »Ahora soy consciente de que me tenía miedo, pero en aquel momento no se me ocurrió pensarlo. Mientras intentaba explicarme, me interrumpió con tono imperioso, ordenándome, supongo, que me apartara. »Hizo ademán de pasar por delante de mí y le agarré. »Entonces vi que su rostro cambió. »—¿Está loco? —grité—. ¿No ve que está muerta? »El oficial retrocedió y me lanzó una mirada llena de crueldad. Vi una especie de resolución exultante en sus ojos… Era deleite. Después, y de repente, frunció el ceño, echó su espada hacia atrás —así— y la clavó. Se detuvo bruscamente. Advertí un cambio en el ritmo del tren. Los frenos alzaron sus voces y el vagón chirrió y dio una sacudida. El mundo actual se hacía notar por medio del ruido. A través de la ventanilla empañada distinguí enormes anuncios luminosos que brillaban en los altos postes sobre la niebla, y vi pasar hileras de inmóviles vagones vacíos; después, una garita de señales, que alzaba su constelación de verde y rojo en el lóbrego crepúsculo londinense, pasó tras ellos. Miré de nuevo las facciones ojerosas de aquel hombre. —Me atravesó el corazón. Sentí una especie de asombro, no dolor ni miedo, sino solo sorpresa cuando me vi atravesado, cuando noté que la espada se hundía en mi cuerpo. Pero no me dolió, no me dolió en absoluto. Las luces amarillas del andén surgieron en nuestro campo de visión y pasaron, primero con rapidez, luego lentamente, hasta que se detuvieron con una sacudida. Borrosas siluetas humanas iban de un lado para otro en el exterior. —¡Euston! —gritó una voz. —¿Quiere usted decir…? —No sentí ningún dolor, ningún pinchazo ni escozor. Solo asombro y una oscuridad que lo invadía todo. El rostro furioso y brutal que tenía ante mí, el rostro del hombre que me había matado parecía alejarse. Desapareció de la existencia… —¡Euston! —clamaban las voces en el exterior—. ¡Euston! La portezuela del vagón se abrió dando paso a una oleada de ruido y un mozo apareció ante nosotros. Los golpes de las puertas al cerrarse, el ruido de los cascos de los carruajes, y tras ellos el lejano y confuso rumor de los adoquines londinenses, llegaron hasta mis oídos. Bultos y farolas encendidas resplandecían a lo largo del andén. —Una oscuridad, un torrente de oscuridad que se abrió, se extendió y borró todas las cosas. —¿Equipaje, señor? —dijo el mozo. —¿Y ése fue el final? —pregunté. Pareció dudar. Después, en un tono casi inaudible, contestó: —No. —¿Cómo? —No pude llegar hasta ella. Estaba allí, al otro lado del templo… y entonces… —¿Y entonces? —insistí—. ¿Entonces? —¡Pesadillas! —exclamó—. ¡Auténticas pesadillas! ¡Dios mío! ¡Aves enormes que combatían y destruían… *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
El valle de las arañas
Cuento
—Nunca se es demasiado prudente a la hora de escoger la mujer con la que te vas a casar —dijo Mr. Brisher, y se estiró con una mano de muñeca gorda el bigote lacio que disimulaba su falta de mentón. —Es por lo que… —intenté decir. —Sí —dijo Mr. Brisher con un resplandor solemne en sus ojos azules y legañosos, moviendo la cabeza expresivamente y echándome un profundo aliento de alcohol—. Hay un montón que lo han intentado conmigo… podría nombrar muchas de esta ciudad, pero ninguna lo ha conseguido… ninguna. Contemplé la cara enrojecida, la dilatada línea ecuatorial de su cuerpo, el genial desaliño de su atuendo, y suspiré al pensar que a causa del poco mérito de las mujeres, él tenía que ser necesariamente el último de su estirpe. —Cuando era joven, yo era un tipo elegante —dijo Mr. Brisher—. Hice lo que pude, pero fui muy prudente… mucho. Y logré escapar… Se inclinó sobre la mesa de la taberna y se notó que pensó si podía confiar en mí. Me relajé cuando comenzó a hacerme sus confidencias. —En una ocasión estuve prometido —dijo por fin, dirigiendo una mirada evocadora sobre el tablero de la mesa. —¿Tan cerca estuvo? Me miró y dijo: —Tan cerca. El hecho es que… —miró a su alrededor, acercó su cara a la mía, bajó el tono de la voz y apartó un mundo adverso con su mano tiznada—. Si no ha muerto o se ha casado con algún otro… sigo estando prometido. Todavía. Confirmó su afirmación moviendo la cabeza hacia delante y retorciendo la cara. —Todavía —dijo terminando la pantomima, y se puso a sonreír sin venir a cuento, lo cual no dejó de sorprenderme—. ¡Yo!… —Me escapé —explicó más tarde frunciendo las cejas—. Me volví a casa… Pero no acaba aquí la cosa. Le costará trabajo creerlo, pero encontré un tesoro. Un auténtico tesoro. Imaginé que era una ironía y no lo acogí con la debida sorpresa. —Sí —dijo—, encontré un tesoro y me fui a casa. Le digo que podría asombrarle con las cosas que me han pasado. Durante un tiempo se contentó con repetir que había encontrado un tesoro y que lo había abandonado. No cometí la indiscreción de pedirle que me contara la historia, pero atendí con amabilidad sus deseos corporales y poco después le incité a que volviese sobre la dama abandonada. —Era una chica encantadora —dijo, creo que con cierta tristeza—. Y respetable. Arqueó las cejas y apretó los labios para expresar una respetabilidad extrema, incomprensible para nosotros, gente de más edad. —Sucedió lejos de aquí. Exactamente en Essex, cerca de Colchester. Fue cuando estaba en Londres, trabajando en la construcción. Entonces era un tipo elegante, puedo asegurárselo. Esbelto. Vestía la mejor ropa. Un sombrero… un sombrero de seda, figúrese —y la mano de Mr. Ledbetter se lanzó por encima de su cabeza hacia el infinito para indicar un sombrero de seda altísimo—. Un paraguas… un paraguas precioso con un puño de cuerno. Tenía ahorros. Era muy ahorrativo… Se quedó un rato pensativo, reflexionando, como acabamos todos por hacer tarde o temprano, sobre el esplendor desvanecido de la juventud. Pero, como estaba en una taberna, se abstuvo de expresar la obvia moraleja. —La conocí por medio de un tipo que estaba prometido a su hermana. Ella estaba pasando unos días en Londres, y se alojaba en casa de una tía que tenía una carnicería. Esta tía era muy singular —todos eran gente muy singular, toda su gente lo era— y no permitía a su sobrina que saliese con este compañero, excepto si su otra sobrina, esto es, mi chica, fuese también con ellos. Así que me introdujo en el asunto para estar a solas con su chica. Solíamos pasear por el parque de Battersea los domingos por la tarde. Yo con mi chistera y él con la suya, y las chicas muy elegantes. No había muchos en el parque que fueran tan distinguidos como nosotros. No era lo que se dice guapa, pero nunca he encontrado una chica tan encantadora. Me gustó desde el principio y, bueno —aunque no sea yo quien deba decirlo—, yo le gusté a ella. Ya se hace una idea de todo esto. Yo fingí que sí. —Y cuando ese tipo se casó con su hermana —él y yo éramos grandes amigos—, no pudo hacer otra cosa que llevarme a Colchester, muy cerca de donde ella vivía. Naturalmente me presentaron a su gente, y bueno, nos prometimos en seguida. Repitió «nos prometimos». —Ella vivía con sus padres, como una auténtica señorita, en una bonita casa con jardín; era gente muy respetable. Casi se podía decir que eran ricos. Eran los propietarios de la casa donde vivían; la adquirieron muy barata a la Sociedad de Construcciones porque al antiguo dueño le metieron en la cárcel por ladrón. También tenían algunas tierras, casas de campo y dinero invertido. Todos eran muy tacaños, lo que se dice una familia acomodada. Le aseguro que estaba bien. También tenían muebles. ¡Guau! Tenían un piano. Jane, ella se llamaba Jane, solía tocarlo los domingos, y además muy bien. Apenas había un himno en el libro que no lo pudiera tocar. Muchas tardes nos reuníamos allí y cantábamos himnos. Su familia, ella y yo. Su padre era un miembro destacado en la iglesia. Tenía que haberle visto cómo interrumpía al pastor los sábados, cuando se ponía a entonar himnos. Recuerdo que llevaba unas gafas de oro y solía mirar por encima de ellas cuando cantaba con fuerza —siempre se destacaba cuando cantaba al señor—, y siempre que desentonaba la gente le seguía. Era de esa clase de hombres. Cuando andaba detrás de él y veía su magnífico traje negro y su sombrero con alas, me sentía orgulloso de tener un futuro suegro semejante. Y cuando llegó el verano fui a su casa, donde pasé quince días. Ahora bien, existía una especie de prurito —dijo Mr. Brisher—. Jane y yo queríamos casarnos e instalarnos. Pero el padre decía que yo debía conseguir antes una buena posición. En consecuencia había un prurito. En consecuencia, cuando llegué allí, ardía en deseos de mostrar que era un tipo muy competente y que podía hacer bien casi todo, ¿entiende? Hice un ruido de asentimiento. —En el fondo del jardín había una parte que estaba silvestre, así que le dije: «¿Por qué no hace aquí un jardín rocoso? Quedaría bonito». «Demasiado caro», dijo él. «Ni un penique —dije yo—, tengo buena mano para esto. Déjeme que se lo haga». Mire usted, yo había ayudado a mi hermano a hacer uno en el pequeño jardín de detrás de su casa, así que sabía cómo hacerlo. «Déjeme hacérselo —dije—. Estoy de vacaciones, pero soy de esa clase de tipos que no soportan estar sin hacer nada. Le haré uno en condiciones». Y, en resumidas cuentas, me dijo que podía hacerlo. Y así fue como encontré el tesoro. —¿Qué tesoro? —pregunté. —¡Cómo! —dijo Mr. Brisher—. El tesoro del que le estoy hablando y que ha sido el motivo por el que no me he casado. —¡Qué! ¿Un tesoro desenterrado? —Sí, una fortuna enterrada, un tesoro. Lo saqué del suelo. Es lo que sigo llamando un auténtico tesoro… —dijo, mirándome con una falta de respeto insólita. —La parte superior no estaba a más de un metro de profundidad —dijo—. Apenas había empezado a tener sed cuando encontré la esquina. —Siga —dije—. No había entendido. —¡Ah, bueno! En cuanto golpeé la caja supe que era un tesoro. Me lo dijo una especie de instinto. Sentí que algo gritaba dentro de mí: «Esta es tu oportunidad… escóndelo». Fue una suerte que conociera las leyes sobre los tesoros encontrados, porque si no, habría gritado en ese mismo momento. Supongo que usted conoce… —La corona se embolsa casi todo —dije—, excepto un uno por ciento. Siga. Es una vergüenza. ¿Qué hizo? —Quité la tapa de la caja. No había nadie en el jardín ni en los alrededores. Jane estaba ayudando a su madre a hacer la casa. Estaba excitado, se lo aseguro. Intenté abrir la cerradura y luego di un golpe en las bisagras. La caja se abrió. ¡Estaba llena de monedas de plata! Relucientes. Temblé al verlas. Y en ese preciso momento… ¡Que me maten si el barrendero no dio la vuelta por detrás de la casa! Casi me dio un síncope al pensar en la estupidez que estaba cometiendo al dejar el dinero a la vista. En seguida oí al tipo de la casa de al lado, que también estaba de vacaciones, regar sus judías. ¡Con solo haber mirado por encima de la valla…! —¿Qué hizo usted? —Di una patada a la tapa y la oculté en un abrir y cerrar de ojos; después seguí cavando a un metro del tesoro, como un loco. Y mi cara, por decirlo así, reía por su cuenta hasta que lo escondí. Le digo que estaba realmente asustado de mi suerte. Solo pensé que había que dejarlo escondido, eso era todo. «¡Un tesoro! —susurraba sin cesar para mí mismo—. ¡Un tesoro! ¡Y cientos de libras, cientos y cientos de libras!». Susurraba y cavaba con todas mis fuerzas. Me dio la impresión de que la caja se marcaba como unas piernas debajo de las sábanas, y empecé a echar toda la tierra que sacaba del agujero que estaba cavando para hacer el jardín rocoso sobre el tesoro. Estaba sudando. Y en medio de todo esto, aparece su padre. No me dijo nada, se limitó a quedarse detrás de mí y a mirarme; pero luego me contó Jane que cuando entró le dijo: «Ese mequetrefe tuyo —siempre me llamaba así, no sé por qué— sabe trabajar duro, después de todo». Parecía muy impresionado por mi esfuerzo. —¿Cómo era de larga la caja? —pregunté de repente. —¿Larga? —dijo Mr. Brisher. —Sí, ¿qué longitud tenía? —¡Oh! Algo así como esto… y esto —dijo Mr. Brisher, indicando el tamaño de un barril mediano. —¿Lleno? —dije. —De monedas de plata… de media corona, creo. —¡Cómo! —exclamé—. Significaría cientos de libras. —Miles —dijo Mr. Brisher con una tranquilidad llena de tristeza—. Ya lo calculé. —Pero ¿cómo llegaron hasta allí? —Todo lo que sé es que lo encontré. Lo que pensé entonces fue esto: «El tipo que había poseído la casa antes que su padre era un ladrón de mucho cuidado. Lo que se dice un criminal de clase alta. Solía conducir su coche como lo hacía Peace». Mr. Brisher reflexionó sobre las dificultades de la narración y se embarcó en un paréntesis complicado. —No sé si le he dicho que era la casa de un ladrón antes de que fuera la del padre de mi chica, y me enteré que el dueño había robado un tren correo. Sabía esto e imaginé… —Es muy probable —dije—, pero ¿qué hizo? —Estaba —dijo— sudando realmente la gota gorda. Estuve toda la mañana en ello, fingiendo que hacía el jardincito y preguntándome qué debía hacer. Tal vez se lo hubiera dicho a su padre, solo que dudaba de su honestidad —temía que me lo quitara y se lo diera a las autoridades— y además, teniendo en cuenta que iba a emparentar con la familia, pensé que sería mejor que el tesoro les llegara a través de mí. Entraría en la familia con mejor pie, por decirlo así. Bueno, me quedaban todavía tres días de vacaciones, así que no había prisa; la enterré y seguí cavando al tiempo que me rompía la cabeza pensando cómo encontrar el momento de dejarla en lugar seguro; pero era inútil. Pensaba y pensaba. Una vez dudé de si había visto realmente el tesoro o no; fui allí y lo volví a desenterrar en el preciso momento en que su madre salía a tender la ropa que había lavado. ¡Otro susto! Después, cuando estaba pensando en intentarlo de nuevo, vino Jane a decirme que la comida estaba lista. «Buena falta te hará —dijo—, después de haber cavado ese hoyo». Estuve toda la comida aturdido, preguntándome si el tipo de la casa de al lado no habría saltado la valla y estaría llenándose los bolsillos. Pero por la tarde me tranquilicé —pensé que la caja debía de llevar allí mucho tiempo y que no le pasaría nada por estar un poco más— e intenté hablar un poco con el viejo para tirarle de la lengua y ver lo que pensaba de los tesoros encontrados. Mr. Brisher hizo una pausa y dio la impresión de que le divertía recordarlo. —El viejo era un tipo sarcástico —dijo—, un tipo realmente sarcástico. —¡Cómo! —dije—. ¿Es que él…? —La cosa fue así —explicó Mr. Brisher, posando una mano amistosa sobre mi brazo y echándome el aliento en la cara para tranquilizarme—. Solo para sonsacarle algo, le conté una historia inventada; le dije que conocía a un tipo que había encontrado un soberano en un abrigo que le habían prestado. Le dije que se quedó con él, pero que yo no estaba seguro si eso estaba bien o no. Entonces el viejo empezó. ¡Dios mío! ¡Menudo sermón me echó! Mr. Brisher mostró una alegría poco sincera. —Era, bueno… lo que se dice un tipo poco común en sus burlas. Dijo que esa era la clase de amigos que esperaba que yo tuviera; que esperaba eso del amigo de un gandul sin trabajo que se relaciona con chicas que no le corresponden. Bueno, no podría contarle ni la mitad de lo que dijo. Siguió hablando de un modo indignante; le soportaba solo para sonsacarle algo. «¿No se quedaría —dije— con medio soberano, si lo encuentra en la calle?». «¡Desde luego que no —dijo—, desde luego que no lo haría!». «¡Cómo! ¿Incluso si lo encontrara como un tesoro?». «¡Joven! —dijo—. Hay una autoridad mayor que la mía: Da al César…». ¿Cómo es esta frase? Sí, bueno, él la soltó. El viejo era un tipo poco común golpeándote la cabeza con la Biblia. Y así continuó. Me lanzó tales burlas que ya no pude aguantar más. Había prometido a Jane no replicarle, pero se puso demasiado pesado. Yo… yo le contesté que… Mr Brisher, por medio de gestos enigmáticos, intentó darme a entender que había salido ganando en la discusión. Pero yo pensaba de otra forma. —Al final salí indignado, pero no antes de estar seguro de que tenía que coger el tesoro yo solo. La única cosa que me quitaba el sueño era pensar en el modo de vengarme de él cuando tuviera el dinero. Hubo una larga pausa. —Ahora bien, apenas lo podrá creer, pero en los tres días nunca tuve ocasión de tocar el dichoso tesoro, ni siquiera saqué media corona. Siempre ocurría algo… siempre. Es sorprendente que no se piense más en ello. Encontrar un tesoro no es extraordinario, conseguirlo sí lo es. Creo que no pegué ojo ninguna de esas noches, pensando dónde iba a llevarlo, qué iba a hacer con él, cómo lo explicaría todo. Me puse malo de verdad. Y por el día estaba torpe, y esto le ponía de mal humor a Jane. «No eres el mismo de Londres», me dijo varias veces. Yo trataba de atribuirlo a su padre y a sus burlas, pero ¡vaya!, ella no lo creía así. ¿A qué había que atribuirlo sino a que yo tenía otra mujer en la cabeza? Le dije que no era verdad. Bueno, reñimos un poco. Pero estaba tan absorto con el tesoro que no hice caso de lo que decía. Bueno, por fin hice una especie de plan. Yo siempre he sido bueno haciendo planes, aunque no tanto llevándolos a cabo. Lo pensé todo con detenimiento y desarrollé un plan. En primer lugar, me llenaría todos los bolsillos de esas medias coronas, ¿entiende? Y después… ahora lo cuento. Bueno, había llegado al convencimiento de que no podía volver a llevarme el tesoro durante el día, así que esperé hasta la noche anterior al día que tenía que irme y, entonces, cuando todo estaba en silencio, me levanto y me deslizo por la puerta trasera con la intención de llenarme los bolsillos. Y en la cocina, no me ocurre otra cosa que caerme sobre un cubo. Se levanta el padre con una escopeta —tenía el sueño ligero y era muy receloso— y viene hacia mí: tuve que explicarle que había bajado a la fuente a beber agua, porque el agua de mi botella estaba mala. No dejó de lanzarme un par de sarcasmos por aquello. —Usted quiere decir… —empecé. —Espere un momento —dijo Mr. Brisher—. Le digo que tenía hecho mi plan. Esto solo fue un pequeño contratiempo, pero no ponía en peligro mi esquema general en absoluto. Decidí terminar el jardincito al día siguiente, como si no existiera una burla en el mundo; cubrí de cemento las piedras, las embadurné de verde y todo eso. Hice una señal con la brocha para indicar dónde estaba la caja. Todos vinieron a verlo y dijeron que había quedado muy bonito; incluso el padre se suavizó un poco al verlo y todo lo que dijo fue: «Es una pena que no pueda trabajar siempre así, podría tener algo concreto que hacer». «Sí —dije sin poder evitarlo—, tengo mucho que hacer en el jardincito». ¿Entiende? «Tengo mucho que hacer en el jardincito», queriendo decir… —Entiendo… —dije, pues Mr. Brisher tiende a contar sus chistes con excesivos detalles. —Él no lo entendió —dijo Mr. Brisher—, al menos en aquel momento. Sin embargo, cuando todo esto terminó, me preparé para ir a Londres… me preparé para ir a Londres… —se interrumpió—, solo que no iba a Londres —dijo con súbita vivacidad y acercando su cabeza a la mía—. ¡Ni hablar! ¿Qué piensa de esto? No fui más lejos de Colchester, ni un metro más. Había dejado la azada en un lugar donde pudiera encontrarla. Lo había planeado todo bien. Alquilé un coche en Colchester y fingí que quería ir a Ipwich, pasar allí la noche y volver al día siguiente. El tipo a quien se lo alquilé me hizo dejar dos soberanos al instante, y partí. Tampoco fui a Ipwich. A medianoche el caballo y el coche estaban atados junto al camino que va a la casa donde vivía él —no estaban a más de sesenta metros— y me puse a trabajar con ahínco. Era una noche apropiada para tales juegos. Estaba cubierto, pero hacía un poco de calor; alrededor del cielo había relámpagos, y al poco rato se desató una tormenta. Al principio cayeron gotas gordas, como las de un líquido efervescente, y luego granizo. Yo continué. Golpeaba ruidosamente, no pensaba que el viejo pudiera oírme. Ni siquiera me molesté en cavar en silencio, y los truenos, los relámpagos y el granizo me excitaban. No me habría asombrado si me hubiera puesto a cantar. Trabajaba con tanto ahínco que me olvidé por completo de los truenos, del caballo y del coche. Muy pronto dejé la caja a la vista y empecé a levantarla… —¿Era pesada? —dije. —Me era tan imposible levantarla como volar. Me, puse malo. ¡Nunca había pensado en eso! Me puse furioso, se lo aseguro, y empecé a maldecir. Me indigné bastante. No pensé en dividirlo en partes pequeñas, y aún así no habría podido llevar el dinero suelto al coche. La levanté furiosamente por un extremo y todas las monedas saltaron haciendo un ruido tremendo. Un auténtico estruendo de plata. Y en ese mismo instante… ¡un relámpago! ¡Había tanta claridad como por el día! Y la puerta trasera que se abre… y el viejo que baja al jardín con la condenada escopeta. ¡No estaba a más de cien metros! Le aseguro que me hallaba tan desconcertado que no sabía lo que hacía. No me paré un segundo, ni siquiera para llenarme los bolsillos. Salté la valla como una bala y salí disparado hacia el coche, maldiciendo y jurando, con los bolsillos vacíos, tal como fui. Estaba en un estado… Y, ¿puede usted creer que cuando llegué al sitio donde había dejado el caballo y el coche, estos habían desaparecido? ¡Se habían marchado! Cuando lo vi ya no me quedaban más maldiciones. Me limité a patalear sobre la hierba y cuando me harté, me dirigí hacia Londres… Estaba hecho polvo. Mr. Brisher se quedó pensativo durante un rato. —Estaba hecho polvo —repitió con gran amargura. —¿Y luego? —dije. —Esto es todo —dijo Mr. Brisher. —¿No volvió? —¡Ni hablar! Estaba harto de ese maldito tesoro, al menos por una temporada. Además, no sabía lo que les hacen a los tipos que intentan quedarse con los tesoros encontrados. Me dirigí hacia Londres en ese mismo momento… —¿Y nunca volvió? —Nunca. —Pero ¿qué pasó con Jane? ¿Le escribió usted? —Tres veces, a ver qué pasaba. Y no respondió. Nos habíamos despedido un poco enfadados a causa de sus celos. De modo que no pude saber a ciencia cierta lo que ese silencio significaba. No sabía qué hacer. Ni siquiera sabía si el viejo me había reconocido. Estuve bastante pendiente de los periódicos para ver cuándo entregaba el tesoro a la corona, pues no tenía ninguna duda de que lo haría, considerando lo honrado que había sido siempre. —¿Y lo hizo? Mr. Brisher frunció los labios y movió lentamente la cabeza de un lado a otro. —Él no —dijo—. Jane era una chica encantadora, totalmente encantadora, a pesar de sus celos, y es imposible saber si no hubiera vuelto con ella después de un tiempo. Pensaba que si su padre no entregaba el tesoro, yo tendría por dónde cogerle. Bueno, un día, como era habitual, leo la sección de noticias sobre Colchester… y allí vi su nombre. ¿Por qué cree usted que estaba allí? No pude adivinarlo. La voz de Mr. Brisher se debilitó hasta convertirse en un susurro, y una vez más habló tapándose la boca con la mano. Una auténtica alegría le inundó súbitamente. —Por emitir monedas falsas —dijo—. ¡Falsas! —¿Quiere decir que…? —En efecto. Falsas. Hubo un proceso muy largo. Pero le cazaron, aunque él se defendió lo suyo. Probaron que había pasado… ¡oh!… cerca de una docena de medias coronas falsas. —¿Y usted no…? —¡Ni hablar! A él tampoco le ayudó mucho decir que era un tesoro encontrado. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
En el abismo
Cuento
La canoa estaba acercándose ahora a tierra firme. La bahía se abría, y un intervalo en el blanco oleaje del arrecife indicaba el lugar por donde el pequeño río desembocaba en el mar. La zona de verde más espesa y profunda del bosque virgen delataba su curso bajando desde la distante ladera montañosa. Aquí el bosque casi llegaba hasta la playa. A lo lejos se levantaban las montañas de textura oscura y semejantes a nubes, como si fueran olas repentinamente heladas. El mar estaba en calma salvo por un oleaje casi imperceptible. El cielo resplandecía. El hombre del pequeño remo tallado a mano se detuvo. —Debe de estar en algún sitio por aquí. Puso el remo en la embarcación y estiró los brazos directamente delante de él. El otro hombre había estado en la parte delantera de la canoa escudriñando minuciosamente el terreno. Tenía en su rodilla una cuartilla de papel amarillento. —Ven a ver esto, Evans. Los dos hablaban bajo y tenían los labios duros y secos. El que se llamaba Evans vino tambaleándose por la canoa hasta que pudo mirar por encima del hombro de su compañero. El papel tenía el aspecto de un tosco mapa. De tanto doblarlo estaba tan arrugado y gastado que se rompió, y el otro hombre sostuvo los descoloridos fragmentos por donde se habían roto. Solo se podía descifrar de forma borrosa, a lápiz casi borrado, el contorno de la bahía. Aquí —dijo Evans— está el arrecife, y aquí está el hueco —deslizó la uña del pulgar por el dibujo—. Esta línea curva y torcida es el río. ¡Qué bien me vendría un trago ahora! Y esta estrella es el sitio. —¿Ves esta línea de puntos? —dijo el que tenía el mapa—. Es una línea recta y va desde la abertura en el arrecife hasta un grupo de palmeras. La estrella está justo donde corta al río. Tenemos que señalar el sitio cuando entremos en la laguna. —Es extraño —comentó Evans tras una pausa—. ¿Para qué están estas pequeñas marcas aquí abajo? Parece el plano de una casa o algo así, pero no tengo ni idea de qué puedan significar todas esas rayitas por aquí y por ahí. ¿En qué está escrito? —En chino —dijo el hombre con el mapa. —Por supuesto. Era chino —recordó Evans. —Todos eran chinos —subrayó el del mapa. Los dos se sentaron durante unos minutos clavando la vista en tierra mientras la canoa se movía suavemente a la deriva. Luego Evans miró hacia el remo. —Es tu turno con el remo, Hooker —le dijo. Su compañero plegó tranquilamente el mapa, lo puso en el bolsillo, pasó a Evans con cuidado y comenzó a remar. Sus movimientos eran lánguidos, como los de alguien casi sin fuerzas. Evans estaba sentado con los ojos medio cerrados observando el espumoso rompeolas de coral que se aproximaba cada vez más. El cielo estaba ahora como un horno porque el sol se hallaba cerca del cenit. Aunque estaban tan cerca del tesoro no sentía la exaltación que habían previsto. La intensa excitación de la lucha por el plano y el largo viaje nocturno desde el continente en la canoa sin provisiones —para usar su propia expresión— le habían quitado toda la emoción. Había intentado levantar la moral pensando en los lingotes de los que habían hablado los chinos, pero su mente no se concentraba en ello y volvía tercamente a la idea de agua dulce haciendo rizos en la superficie del río y a la casi insoportable sequedad de los labios y la garganta. El rítmico batir del mar sobre el arrecife se hacía ahora audible y le proporcionaba un sonido agradable en los oídos; el agua batía el costado de la canoa y el remo goteaba entre cada golpe. Al poco empezó a quedarse adormilado. Era todavía borrosamente consciente de la isla, pero una extraña textura onírica se entremezclaba con sus sensaciones. Una vez más volvía a la noche en que él y Hooker habían descubierto el secreto del chino. Vio los árboles iluminados por la luna, la pequeña hoguera ardiendo y las negras figuras de los tres chinos, plateados de un lado por la luz de la luna y dorados por el otro con el resplandor de la hoguera, y les oyó hablar en el inglés chapurreado en China, pues venían de distintas provincias. Hooker fue el primero en captar la marcha de la conversación y le había hecho escuchar. Algunos fragmentos de la conversación eran inaudibles y otros incomprensibles. Un galeón español procedente de las Filipinas desesperadamente encallado y su tesoro enterrado hasta que pudieran volver por él era el trasfondo de la historia; la tripulación del naufragio diezmada por la enfermedad, una pelea o así y la necesidad de disciplina y finalmente la vuelta a los barcos sin que nunca más se volviera a oír hablar de ellos. Después Chang-hi, hacía de eso solo un año, vagando por la playa se había topado por casualidad con los lingotes escondidos durante doscientos años, había desertado de su junco, y los había vuelto a enterrar con infinito esfuerzo él solo, pero con mucha seguridad. Puso mucho énfasis en lo de la seguridad, era un secreto exclusivamente suyo. Ahora lo que quería era ayuda para volver y exhumar los lingotes. Pronto apareció el pequeño mapa y las voces se apagaron. Una buena historia para que la oyeran dos desocupados calaveras británicos. El sueño de Evans pasó al momento en que tenía la coleta de Chang-hi entre las manos. La vida de un chino apenas si es sagrada como la de un europeo. La astuta carita de Chang-hi, primero penetrante y furiosa como una serpiente espantada, y después terrible, traicionera y miserable, se destacó abrumadoramente en el sueño. Al final Chang-hi había puesto una sonrisa burlona, la mueca más incomprensible y sobrecogedora. Bruscamente las cosas se pusieron muy desagradables, como sucede a veces en los sueños. Chang-hi farfulló y lo amenazó. Vio en el sueño montones y montones de oro y a Chang-hi interponiéndose y luchando por retenerlo en su poder. Cogió a Chang-hi por la coleta, ¡qué grande era el bruto amarillo! ¡Y cómo luchaba y se reía! ¡Y además seguía creciendo y creciendo! Luego los relucientes montones de oro se convirtieron en un horno rugiente, y un enorme diablo de un sorprendente parecido con Chang-hi pero con un inmenso rabo negro comenzó a echar carbón. Le quemaron la boca horriblemente. Otro diablo gritaba su nombre: ¡Evans! ¡Evans!, dormilón; o ¿era Hooker? Se despertó. Estaban en la boca de la laguna. Ahí están las tres palmeras. Tiene que estar en línea con esa mata de arbustos —dijo su compañero—. Fíjate bien. Si vamos hasta esos arbustos y luego nos metemos en el bosque en línea recta desde aquí daremos con ello cuando lleguemos al río. Ya podían ver dónde se abría la boca del río. Al verla, Evans revivió. —¡Date prisa, hombre! —exclamó—, o por los cielos que tendré que beber agua del mar. Se mordió la mano y miró al destello de plata entre las rocas y la verde espesura. Pronto se volvió casi furioso hacia Hooker. —Dame el remo —le dijo. Y de ese modo alcanzaron la boca del río. Un poco más arriba Hooker cogió un poco de agua en el hueco de la mano, la probó y la escupió. Algo más arriba aún lo intentó de nuevo. —Ésta servirá. Y empezaron a beber con ansia. —Maldita sea —dijo Evans bruscamente—. Esto es demasiado lento. —Se inclinó peligrosamente por la parte delantera de la canoa y comenzó a sorber el agua directamente con los labios. Pronto terminaron de beber, y, acercando la canoa a una pequeña cala, estuvieron a punto de desembarcar entre la maraña de plantas que daba a la orilla. —Tendremos dificultad en abrirnos paso a través de la maleza hasta la playa para encontrar nuestros arbustos y seguir la línea hasta el sitio —observó Evans. —Sería mejor que rodeáramos remando. Así que volvieron a meterse en el río y remaron de nuevo hasta el mar, y por la costa hasta el lugar donde crecía la mata de arbustos. Aquí desembarcaron, arrastraron la ligera canoa hasta lo alto de la playa y luego subieron hacia el borde de la jungla hasta que pudieron ver la apertura en el arrecife y los arbustos en línea recta. Evans había sacado de la canoa una herramienta de los nativos. Tenía forma de L, y la pieza transversal estaba armada con una piedra pulida. Hooker llevaba el remo. —Ahora es todo recto en esta dirección —dijo—. Tenemos que abrirnos camino por aquí hasta que demos con el río. Luego tendremos que explorar el terreno. Se abrieron camino por una tupida maraña de cañas, anchas frondas, árboles jóvenes. Al principio el camino era muy pesado, pero rápidamente los árboles se hicieron más grandes y, bajo ellos, el suelo se aclaró. La sombra fresca sustituyó gradual e insensiblemente al ardor del sol. Por fin los árboles se convirtieron en enormes pilares que, muy por encima de sus cabezas, sostenían un verdoso dosel. Flores blancas y apagadas colgaban de sus tallos y enredaderas como sogas se deslizaban de árbol a árbol. La sombra se hizo más tupida. En el suelo hongos llenos de manchas y de incrustaciones de color marrón rojizo se hicieron frecuentes. A Evans le dio un escalofrío. —Después del fuego de fuera esto parece hasta frío. —Espero que estemos manteniendo la línea recta —dijo Hooker. Pronto vieron muy por delante un hueco en la sombría oscuridad por donde blancos haces de calurosa luz solar penetraban en el bosque. Había también hierba de un verde vivo y flores de colores. Luego oyeron el ruido del agua. Aquí está el río. Debemos de estar ya cerca —dijo Hooker. La vegetación era espesa junto a la orilla del río. Grandes plantas, todavía sin clasificar, crecían entre las raíces de los gigantescos árboles y extendían rosetas de enormes abanicos verdes hacia las franjas de cielo. Muchas flores y una enredadera de reluciente follaje se agarraban a los expuestos tallos. Sobre las aguas de la amplia y tranquila laguna que los buscadores de tesoros estaban ahora contemplando flotaban grandes hojas ovales y una flor como de cera de color blanco rosado no muy distinta a un nenúfar. Más allá, a medida que el río daba una curva alejándose de ellos el agua de repente espumeaba y se volvía ruidosa en un rápido. —¿Qué pasa? —dijo Evans. —Nos hemos desviado algo de la línea recta —dijo Hooker—. Era de esperar. Se volvió a mirar las frescas sombras oscuras del silencioso bosque que yacía tras ellos. —Si andamos un poco por el río, arriba y abajo, deberíamos encontrar algo. —Tú dijiste… —empezó Evans. —Él dijo que había un montón de piedras —dijo Hooker. Los dos hombres se miraron un momento. —Intentémoslo primero corriente abajo —dijo Evans. Avanzaron despacio mirando con avidez a su alrededor. De repente Evans se detuvo. —¿Qué diablos es eso? Hooker siguió su dedo con la vista. —Algo azul. Se había hecho visible cuando coronaron la cima de una suave protuberancia del terreno. Luego comenzó a distinguir qué era. Avanzó bruscamente con apresurados pasos hasta que pudo ver el cuerpo al que pertenecía aquella lánguida mano y el brazo. Apretó la herramienta con el puño. Era la figura de un chino que yacía boca abajo. El abandono de la postura era inconfundible. Los dos hombres se juntaron más el uno al otro y se quedaron mirando en silencio al ominoso cuerpo muerto. Yacía en un claro entre los árboles. Al lado estaba una pala del tipo chino y más lejos había un diseminado montón de piedras junto a un hoyo recientemente excavado. —Alguien ha estado aquí antes —dijo Hooker aclarando la garganta. Luego Evans empezó a jurar, a despotricar y a dar patadas contra el suelo. Hooker se puso blanco, pero no dijo nada. Avanzó hacia el cuerpo postrado. Vio que tenía el cuello hinchado y de color púrpura, y las manos y los tobillos tumefactos. —¡Puaf! —exclamó. Se volvió bruscamente y fue hacia la excavación. Dio un grito de sorpresa. Voceó a Evans que le seguía despacio. —¡Tonto! No pasa nada. Todavía está aquí. Luego se volvió de nuevo a mirar al chino muerto y otra vez al hoyo. Evans se apresuró hacia el hoyo. Ya medio desenterradas por el condenado infeliz yacían junto a ellos unas cuantas deslustradas barras amarillas. Se agachó sobre el hoyo y, limpiando el suelo con las manos desnudas, precipitadamente sacó una de las pesadas masas. Al hacerlo un pequeño espino se le clavó en la mano. Sacó el delicado pincho con los dedos y levantó el lingote. —Solo el oro o el plomo pueden pesar así —dijo exultante. Hooker estaba todavía pasmado mirando al chino muerto. —Se adelantó a sus amigos —dijo por fin—. Vino aquí solo y alguna serpiente venenosa lo picó. Me pregunto cómo encontró el sitio. Evans estaba de pie con el lingote en las manos. ¿Qué importaba un chino muerto? —Tendremos que llevar esto al continente poco a poco y enterrarlo allí durante un tiempo. ¿Cómo lo trasportaremos hasta la canoa? Se quitó la chaqueta, la extendió en el suelo y echó en ella dos o tres lingotes. Pronto dio con otro pequeño espino que le había perforado la piel. —Esto es todo lo que podemos llevar —dijo, y luego, con un extraño ataque de irritación, preguntó—: ¿Qué miras? Hooker se volvió hacia él. —No soporto… el cadáver —hizo un asentimiento con la cabeza hacia el cuerpo muerto—. Se parece tanto a… —¡Tonterías! —respondió Evans—. Todos los chinos son iguales. Hooker le miró a la cara. —En todo caso voy a enterrarlo antes de echarte una mano con… —No seas tonto, Hooker. Deja que esa masa corrupta siga su curso. Hooker dudó y luego miró minuciosamente al pardo suelo a su alrededor. —No se por qué, pero me da miedo. —La cuestión es qué hacemos con estos lingotes. ¿Los volvemos a enterrar por aquí o nos los llevamos en la canoa al otro lado del estrecho? Hooker pensó. Su pasmada mirada vagó por los altos troncos arbóreos ascendiendo hasta el remoto dosel verde iluminado por el sol sobre sus cabezas. De nuevo le dieron escalofríos cuando volvió los ojos a la figura del chino. Miró inquisitivamente a las profundidades grises entre los árboles. —¿Qué te pasa, Hooker? —exclamó Evans—. ¿Has perdido el juicio? —En todo caso saquemos el oro de aquí —respondió Hooker. Cogió la chaqueta por la parte del cuello, Evans sujetó el lado opuesto y levantaron el peso. —¿Por dónde? —preguntó Evans—. ¿A la canoa? —Es extraño —observó Evans cuando apenas habían avanzado unos cuantos pasos—, pero todavía me duelen los brazos de remar. ¡Maldita sea! ¡Cómo me duelen! Tengo que descansar. Bajaron la chaqueta hasta el suelo. Evans tenía la cara blanca y gotitas de sudor le afloraban en la frente. —Es sofocante, de todas formas, aquí en el bosque —y a continuación, cambiando bruscamente a una ira irracional, exclamó—: ¿Para qué vamos a esperar aquí todo el día? ¡Echa una mano, hombre! Desde que viste al chino no has hecho más que perder el tiempo. Hooker estaba mirando atentamente al rostro de su compañero. Ayudó a levantar la chaqueta sobre la que iban los lingotes y avanzaron en silencio unas cien yardas quizá. Evans empezó a respirar con dificultad. —¿Te ha comido la lengua el gato? —¿Qué te pasa? —replicó Hooker. Evans tropezó y luego con una brusca maldición tiró la chaqueta. Estuvo un momento de pie mirando a Hooker, y después dando un gemido se llevó las manos a la garganta. —No te acerques a mí —dijo, yendo a apoyarse contra un árbol. Luego con voz más segura—: Estaré mejor en un minuto. Pronto la fuerza con la que asía el tronco le falló y se deslizó lentamente tronco abajo hasta que no fue más que un montón informe a los pies del árbol. Tenía los puños apretados convulsivamente. El rostro se le desfiguraba con el dolor. Hooker se le acercó. —No me toques. No me toques —dijo Evans con voz ahogada—. Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta. —¿No puedo ayudarte? —preguntó Hooker. —Vuelve a poner el oro encima de la chaqueta. Cuando Hooker cogió los lingotes sintió una pequeña picadura en el pulpejo del pulgar. Se miró la mano y vio un espino delgado de quizá unas dos pulgadas de largo. Evans dio un grito desarticulado y se volvió del otro lado. Hooker se quedó con la boca abierta. Miró al espino un momento con los ojos como platos. Luego miró a Evans que ahora estaba hecho un ovillo sobre el suelo con la espalda contrayéndose y extendiéndose espasmódicamente. Después miró por los troncos de los árboles y el entramado de los tallos de las enredaderas hasta donde todavía se podía ver claramente en la penumbra oscura y gris el cuerpo del chino vestido de azul. Pensó en las rayitas en la esquina del mapa y en un momento comprendió. —¡Dios me ayude! —exclamó. Los espinos eran similares a esos que los Dyak envenenan y utilizan en sus cerbatanas. Ahora comprendía lo que significaba el convencimiento de Chang-hi respecto de la seguridad de su tesoro. Ahora comprendía la mueca de su rostro. —¡Evans! —gritó. Pero Evans estaba ahora mudo e inmóvil salvo por las horribles contracturas espasmódicas de sus miembros. Un profundo silencio se cernió sobre el bosque. Luego Hooker empezó a chupar furiosamente la pequeña mancha amarilla en el pulpejo del pulgar. ¡A chupar por su vida! Pronto sintió un dolor extraño como de agujetas en los hombros y los brazos, y doblaba los dedos con dificultad. Entonces se dio cuenta de que chupar no serviría de nada. Bruscamente se detuvo, y, sentándose junto al montón de lingotes con las manos en la barbilla y los codos en las rodillas, miró al cuerpo de su compañero, deformado, pero que todavía se movía. Le vino de nuevo a la mente la mueca de Chang-hi. El dolor sordo se extendió hacia la garganta y lentamente se hizo más intenso. Muy por encima de él una débil brisa agitó el verde dosel y los pétalos blancos de alguna flor desconocida bajaron flotando por la penumbra. *FIN*
Wells, H.G.
Inglaterra
1866-1946
En el observatorio astronómico de Avu
Cuento
Hacia el mediodía los tres perseguidores salieron de un recodo del lecho del torrente y se encontraron, de pronto, ante la vista de un valle muy ancho y extenso. El difícil y tortuoso cauce pedregoso por el que habían seguido las huellas de los fugitivos durante tanto tiempo se convertía en una pendiente ancha. Movidos por un impulso común, los tres hombres abandonaron el rastro y cabalgaron hacia una pequeña elevación cubierta de árboles pardos; allí, dos de ellos se detuvieron, como les correspondía, un poco detrás del hombre de la brida tachonada de plata. Durante algún tiempo escudriñaron la gran extensión que se abría a sus pies con mirada impaciente. Esta se desplegaba hasta el infinito; solo unos cuantos espinos secos y desperdigados y la vaga insinuación de un árido barranco rompían la desolación de la hierba amarilla. Sus distancias purpúreas se desvanecían entre las azuladas faldas de las colinas más lejanas, que daban la impresión de ser verdes; y sobre éstas, invisiblemente sostenidas —de hecho parecían colgar del azul del cielo—, aparecían las cimas nevadas de las montañas, que se hacían más imponentes y escarpadas hacia el noroeste, donde se cerraba el valle. Hacia el oeste, el valle se extendía bajo el cielo, hasta una oscuridad remota en la que comenzaban los bosques. Pero los tres hombres no miraron al este ni al oeste, sino fijamente a lo largo del valle. El hombre delgado de la cicatriz en el labio fue el primero en hablar. —No se les ve por ninguna parte —dijo, susurrando con decepción—. Pero, después de todo, llevaban un día entero de ventaja. —No saben que vamos tras ellos —dijo el hombre pequeño del caballo blanco. —Ella debe de saberlo —dijo el jefe con amargura, como si hablara consigo mismo. —Incluso así, no pueden ir muy rápido. Solo tienen una mula para cabalgar, y el pie de la chica ha estado sangrando todo el día. El hombre de la brida tachonada de plata le lanzó una mirada breve e intensa, llena de rabia. —¿Crees que no lo he visto? —dijo gruñendo. —Eso nos conviene, de todas formas —susurró el hombre pequeño para sí. El hombre delgado de la cicatriz en el labio observaba impasible. —No pueden estar fuera del valle —dijo—. Si cabalgásemos rápido… Lanzó una mirada hacia el caballo blanco y se calló. —Malditos sean todos los caballos blancos —dijo el hombre de la brida de plata, y se volvió a examinar la bestia incluida en su maldición. El hombre pequeño miró entre las tristes orejas de su montura. —Hice lo que pude —dijo. Los otros dos volvieron a mirar a través del valle durante un rato. El hombre delgado pasó el dorso de la mano por su labio cicatrizado. —¡Vamos! —dijo de pronto el dueño de la brida de plata. El hombre pequeño se asustó y tiró de las riendas, y las pezuñas de los caballos golpearon apagada y repetidamente la hierba seca cuando dieron la vuelta para seguir el rastro. Bajaron con cautela la larga pendiente que tenían ante ellos; así, llegaron, a través de un yermo de arbustos espinosos y retorcidos y de extrañas figuras de ramas tiesas que crecían entre las rocas, a la parte baja. Allí el rastro se debilitó, pues la tierra era escasa y la única vegetación que había era esa hierba abrasada y muerta que yacía sobre el suelo. Con todo, gracias a que escudriñaron con tenacidad, inclinándose junto al cuello de los caballos y parándose de vez en cuando, lograron estos hombres blancos seguir detrás de su presa. Había sitios que habían sido hollados, briznas de hierba gruesa dobladas y rotas y, de vez en cuando, la insinuación suficiente de una huella. Una vez vio el jefe una mancha oscura de sangre en el lugar donde debía de haber pisado la mestiza. Acto seguido la maldijo en voz baja por loca. El hombre delgado examinaba el rastreo que hacía su jefe y el hombre pequeño del caballo blanco cabalgaba detrás, perdido en un sueño. Cabalgaban en fila; el hombre de la brida blanca marcaba el camino y no decía una palabra. Después de un rato, el hombre pequeño del caballo blanco tuvo la sensación de que el mundo no se movía. Salió de su sueño sobresaltado. Fuera de los ruidos de los caballos y de la carga, todo el vasto valle guardaba el melancólico silencio de una escena pintada. Delante de él iban su amo y su compañero; ambos se inclinaban hacia la izquierda mirando con atención las huellas, ambos se movían impasibles al paso de los caballos; sus sombras se proyectaban delante de ellos: acompañantes inmóviles, silenciosas, sutiles. Y la suya, más cercana, era una figura fría y encogida. Miró a su alrededor. Algo había desaparecido. Entonces recordó el rugido de la garganta y el acompañamiento continuo de los guijarros que se movían y chocaban entre sí. ¿Y, además…? Ya no había brisa. ¡Eso era! ¡Qué inmenso! ¡Qué inmóvil lugar! ¡Qué monótono letargo en el atardecer! Y el cielo infinito y despejado, excepto un velo sombrío de neblina que se había formado en lo alto del valle. Irguió la espalda, se impacientó con la brida, frunció los labios para silbar, pero solo suspiró. Se volvió en la silla un rato para mirar la garganta de la montaña por donde habían descendido. ¡Todo yermo! Yermas las vertientes a ambos lados, sin señal alguna de un animal o de un árbol decente…, y menos aún de un hombre. ¡Qué tierra! ¡Qué tierra baldía! Volvió a su posición anterior. Le proporcionó un efímero placer ver un palo torcido de un color negro purpúreo que se deslizó sinuosamente bajo la forma de una culebra y desapareció entre la hierba parda. Después de todo, el valle infernal estaba vivo. Luego, para mayor regocijo, un leve soplo se posó sobre su cara, un susurro que iba y venía, una inclinación casi imperceptible de un arbusto duro de cuernos negros en una cima pequeña: los primeros signos de una posible tormenta. Humedeció un dedo con indolencia y lo sostuvo. Se paró bruscamente para no chocar con el hombre delgado, que se había detenido al no ser capaz de seguir la pista. En ese momento de confusión captó la mirada del amo que se dirigía hacia él. Durante un rato se interesó desganadamente por el rastreo. Luego, cuando cabalgaban de nuevo, escrutó la sombra, el sombrero y los hombros de su amo, que aparecían y desaparecían delante de la silueta del hombre delgado, que estaba más cerca. Llevaban cabalgando cuatro días fuera de los límites del mundo por este lugar desolado, escasos de agua, con solo una tira de carne seca bajo las sillas, entre piedras y montañas, donde seguramente nadie, salvo esos fugitivos, había estado antes… ¡Y todo por aquello! ¡Todo por una muchacha, una simple chica traviesa! Un hombre que tenía ciudades enteras llenas de gente prestas a cumplir sus órdenes más infames… ¡Chicas, mujeres! ¿Por qué, en nombre de una locura apasionada, tenía que ser ésta en concreto?, se preguntó el hombre pequeño, y frunció el ceño y se lamió los labios resecos con una lengua ennegrecida. Era el deseo del amo, eso era todo lo que sabía. Solo porque la muchacha quería escaparse de él… Su mirada abarcó una fila entera de cañas altas que se inclinaban al unísono; luego, los flecos de seda que colgaban de su cuello se agitaron y cayeron. La brisa soplaba más fuerte. De algún modo se llevaría la inmovilidad inflexible de las cosas… y eso estaba bien. —¡Demonio! —dijo el hombre delgado. Los tres se detuvieron en seco. —¿Qué? —preguntó el amo. —Allí —dijo el hombre delgado señalando algo en el valle. —¿Qué? —Algo viene hacia nosotros. Y mientras hablaba, un animal amarillo coronó una elevación y bajó amenazadoramente hacia ellos. Era un gran perro salvaje que corría en la dirección del viento, con la lengua fuera, a paso firme, y con tanta decisión que no pareció ver a los jinetes a los que se acercaba. Corría con el hocico levantado sin seguir, estaba claro, rastro ni presa. Cuando estuvo más cerca, el hombre pequeño agarró su espada. —Está loco —dijo el jinete delgado. —¡Gritemos! —dijo el hombre pequeño, y gritó. El perro seguía su carrera y, cuando la espada del hombre pequeño estaba ya desenvainada, se echó a un lado y pasó jadeando velozmente. El hombre pequeño siguió con la mirada su carrera. —No tenía espuma —dijo. Durante un rato el hombre de la brida de plata examinó el valle. —¡Vamos! —gritó finalmente—. ¿Qué importancia tiene esto? —y sacudió el caballo para reanudar la marcha. El hombre pequeño dejó de pensar en el misterio insoluble de un perro que no huía más que del viento y se hundió en profundas meditaciones sobre la condición humana. «¡Vamos! —susurró para sí—. ¿Por qué le es dada a un hombre la facultad de decir; ¡Vamos! con esa fuerza asombrosa de efecto? Siempre, a lo largo de su vida, el hombre de la brida de plata lo ha estado diciendo. ¡Si yo lo dijera…! —pensó el hombre pequeño». Pero la gente se asombra cuando no se obedece al amo incluso en las cosas más insensatas. Esta mestiza le parecía a él, y a todo el mundo, una loca… casi blasfema. Comparando, al hombre pequeño le pareció que el jinete delgado de la cicatriz era tan robusto como su dueño, tan valiente o quizá más, y, sin embargo tenía que obedecer, solo obedecer ciegamente y sin vacilación… Algunas molestias en las manos y rodillas atrajeron la atención del hombre pequeño hacia cosas más inmediatas. Se dio cuenta de algo y se puso a cabalgar junto a su compañero, el hombre delgado. —¿Notas algo en los caballos? —dijo en voz baja. La cara delgada miró con un gesto de interrogación. —No les gusta este viento —dijo el hombre pequeño, y se colocó detrás al ver que el hombre de la brida de plata se volvía hacia él. —No veo nada raro —dijo el hombre de la cara delgada. Siguieron cabalgando un rato en silencio. Los dos primeros cabalgaban echados sobre el rastro, el último contemplaba la neblina que descendía arrastrándose poco a poco por la inmensidad del valle, y advirtió cómo el viento soplaba cada vez más fuerte. Lejos, a la izquierda, una línea de masas oscuras, jabalíes quizá, bajaban galopando por el valle; pero no dijo nada, y tampoco hizo ningún comentario sobre el desasosiego de los caballos. Entonces vio primero una gran bola blanca, y luego otra, grandes, blancas y brillantes como vilanos de cardos que eran empujadas por el viento a través del camino. Estas bolas se elevaban a bastante altura en el aire, caían y se volvían a elevar, se detenían un instante, se aceleraban y pasaban por delante de ellos; al verlas, la inquietud de los caballos aumentó. Al poco rato vio que más esferas de aquellas, empujadas por el viento —y a continuación muchas más—, se precipitaban por el valle hacia ellos. Escucharon un grito agudo. A través del camino irrumpió un enorme jabalí, que volvió la cabeza solo un instante para mirarlos y luego se precipitó de nuevo a través del valle. Acto seguido, los tres se detuvieron y, sentados en las sillas, contemplaron la niebla espesa que se abatía sobre ellos. —Si no fuera por estos vilanos… —empezó a decir el jefe. Pero en ese momento un gran globo, empujado por el viento, se puso por delante de ellos, a unos veinte metros. En realidad no era una esfera uniforme en absoluto, sino una cosa inmensa, blanda, desigual y transparente, como una sábana atada por las puntas, como una medusa aérea que fuera dando vueltas y vueltas mientras avanzaba arrastrando hilos de telaraña y serpentinas que flotaban en su estela. —Esto no es un vilano —dijo el hombre pequeño. —No me gusta nada —dijo el hombre delgado. Y se miraron entre ellos. —¡Maldita sea! —gritó el jefe—. El aire está lleno de esta porquería. Si siguen pasando así durante mucho tiempo, nos impedirán el paso por completo. Un sentimiento instintivo —como el que hace agruparse a una manada de ciervos ante la proximidad de algo desconocido— les impulsó a volver sus caballos contra el viento; cabalgaron unos pasos y contemplaron la multitud de masas flotantes que avanzaban. Venían empujadas por el viento con una velocidad uniforme, se elevaban y caían en silencio, tocaban la tierra, rebotaban y se elevaban muy alto; todas en perfecta sincronización, con una seguridad firme y consciente. A ambos lados de los jinetes pasaba la avanzadilla de este insólito ejército. Cuando uno de estos globos, que venía dando vueltas por el suelo, se rompió en trozos informes arrastrando perezosamente largas cintas y tiras viscosas, los tres caballos se espantaron y se encabritaron. Una impaciencia repentina y desmedida se apoderó del amo. Maldijo los globos que volaban dando vueltas. —¡Sigamos! —gritó—. ¡Sigamos! ¿Qué nos importan estas cosas? ¿Cómo pueden importarnos? ¡Volvamos a retomar el rastro! Empezó a echar pestes de su caballo y apretó el freno contra su boca. —Seguiré ese rastro, os lo aseguro —gritó con rabia—. ¿Dónde está ese rastro? Agarró la brida de su caballo encabritado y buscó entre la hierba. Un hilo largo y pegajoso cayó sobre su cara, una flámula gris se enredó en el brazo que sostenía la brida, y una cosa grande, hormigueante, con muchas patas, descendió rápidamente por su nuca. Miró hacia arriba y descubrió una de esas masas grises, que parecía anclada encima de él por medio de esos hilos y cabos que se agitaban como la vela de un barco cuando cambia el rumbo… aunque silenciosamente. Tuvo la impresión de que había muchos ojos, una tripulación numerosa de cuerpos rechonchos con miembros largos y muy articulados, que tiraban de los cabos que amarraban esa cosa para dejarla caer sobre él. Durante un rato miró hacia arriba al mismo tiempo que contenía al caballo desbocado, gracias al instinto que nace de cabalgar muchos años. Después, el plano de una espada y el filo de una hoja brilló sobre su cabeza y separó el globo volante de la telaraña; entonces la masa se elevó suavemente y se alejó sin dejar rastro alguno. —¡Arañas! —gritó el hombre delgado—. ¡Esas cosas están llenas de arañas gigantes! ¡Mire, señor! El hombre de la brida de plata, inmóvil, contempló cómo se alejaba la masa. —¡Mire, señor! El amo se sorprendió al ver una cosa roja aplastada contra el suelo que, a pesar de estar destruida parcialmente, aún podía menear sus patas inútiles. Luego, cuando el hombre delgado señaló otra masa que avanzaba amenazadora hacia ellos, desenvainó precipitadamente la espada. El cielo del valle parecía un banco de niebla rasgado en jirones. El amo intentó controlar la situación. —¡Cabalguemos! —gritaba el hombre pequeño—. ¡Cabalguemos hacia abajo! Lo que pasó luego fue algo parecido a la confusión de una batalla. El hombre de la brida de plata vio cómo el hombre pequeño le adelantaba acuchillando con furia imaginarias telarañas, le vio chocar con violencia contra el caballo del hombre delgado y arrojarlo junto con su jinete al suelo. Su propio caballo dio una docena de pasos antes de que pudiera dominarlo. Entonces levantó la mirada para evitar peligros imaginarios, retrocedió unos pasos y vio un caballo que se revolcaba por el suelo y al hombre delgado que estaba sobre él acuchillando a una masa gris rasgada y convulsa que se deslizaba sobre ambos y los envolvía. Densas y veloces, como vilanos sobre una tierra baldía en un día ventoso de julio, seguían pasando las masas de telarañas. El hombre pequeño se bajó del caballo, pero no se atrevió a soltarlo. Se esforzaba por hacer retroceder con un brazo a la bestia enfurecida, mientras que con el otro golpeaba a ciegas con su espada. Los tentáculos de una segunda masa gris se enredaron en la lucha y las amarras de ésta se rompieron y se hundieron lentamente. El jefe apretó los dientes, agarró la brida, bajó la cabeza y espoleó al caballo. El caballo que se revolcaba en el suelo tenía sangre y formas que se agitaban sobre los costados; el hombre delgado lo abandonó súbitamente y avanzó corriendo unos diez pasos hacia su amo. Sus piernas estaban envueltas y llenas de esa sustancia gris; mientras corría, hacía movimientos inútiles con la espada. Las flámulas grises ondeaban sobre él; un delgado velo gris cubría su cara. Con la mano izquierda golpeó algo que estaba sobre su cuerpo y, de pronto, tropezó y cayó. Se esforzó por levantarse, pero cayó otra vez. Entonces comenzó a dar unos alaridos horribles: ¡Ahh! ¡Ahh! ¡Ahh! El amo pudo ver las arañas que lo cubrían y otras que andaban por el suelo. Cuando luchaba por obligar a su caballo a acercarse a ese objeto gris que gritaba, gesticulaba, se elevaba y descendía penosamente, se produjo un ruido de cascos y el hombre pequeño, en actitud de montar, sin espada, atravesado sobre el caballo blanco y agarrado a sus crines, pasó por delante de él como un torbellino. De nuevo un hilo viscoso de esta gasa gris pasó por delante de la cara del jefe. A su alrededor, y por encima de él, daba la impresión de que esta telaraña silenciosa y flotante daba vueltas acercándose cada vez más… Hasta el día de su muerte ignoró lo que sucedió exactamente en ese momento. ¿Fue él quien hizo dar la vuelta a su caballo, o fue éste quien huyó espontáneamente detrás de su compañero? Basta decir que un segundo después bajaba galopando a toda velocidad por el valle y blandiendo la espada frenéticamente sobre su cabeza. Tenía la impresión de que alrededor de él, a través de la brisa que soplaba más fuerte, las naves, los fardos y las escotas aéreas de las arañas le perseguían veloz y conscientemente. El hombre de la brida de plata cabalgaba produciendo una serie de ruidos apagados, sin saber bien adónde iba, elevando la mirada hacia uno y otro lado con el rostro desencajado de miedo y el brazo dispuesto a hundir la espada. Unos cuantos metros por delante de él, arrastrando un jirón de telaraña, cabalgaba el hombre pequeño del caballo blanco, tranquilo, aunque mal montado en la silla. Las cañas se inclinaban ante ellos, el viento soplaba con fuerza; por encima del hombro, el amo pudo ver las telarañas que se apresuraban para alcanzarlos… Estaba tan absorto en la huida, que no se dio cuenta del barranco que tenía delante hasta que su caballo se preparó para saltar. Entonces se equivocó en el movimiento y lo único que consiguió fue estorbar al caballo. Iba inclinado sobre el cuello del animal, se incorporó y se echó hacia atrás demasiado tarde. Pero si con la excitación había errado el salto, al menos no había olvidado cómo se debe caer. Cuando estaba en el aire, volvió a comportarse como un verdadero jinete. No salió mal parado, pues solo sufrió una contusión en un hombro y su caballo rodó dando coces convulsivamente hasta que se quedó inmóvil. Pero la espada del jefe se hincó de punta en la dura tierra, saltó hecha pedazos —como si la Fortuna ya no le aceptase como Caballero— y la punta rota pasó a un centímetro de su cara. Se puso de pie en seguida y contempló jadeante las telarañas que pasaban impetuosas. Se dispuso a correr, pero pensó en el barranco y retrocedió. En una ocasión se echó hacia un lado para esquivar uno de esos horrores flotantes; luego bajó rápidamente por las paredes escarpadas y se puso a salvo del vendaval. Allí, resguardado por los abruptos terraplenes del torrente seco, podía observar sin peligro cómo pasaban esas extrañas masas grises hasta que el viento cesara y fuera posible escapar. Durante mucho tiempo estuvo contemplando, agachado, cómo las extrañas y rasgadas masas grises arrastraban sus flámulas a través de la estrecha franja de cielo. Mientras esperaba, una araña extraviada cayó junto a él en el barranco; de pata a pata medía más de un pie y su cuerpo era como media mano humana. Después de haber observado durante un instante con qué monstruosa celeridad se movía y escapaba, la atrajo usando como cebo la espada rota; entonces levantó su bota y la aplastó con el tacón de hierro. Mientras lo hacía profirió una blasfemia, y durante un rato estuvo buscando arriba y abajo más arañas. Poco después, cuando estuvo más seguro de que estas manadas de arañas ya no podían caer en el barranco, encontró un sitio donde sentarse; allí se hundió en profundas meditaciones y empezó a morderse los nudillos y a comerse las uñas tal y como solía hacer. La llegada del hombre del caballo blanco interrumpió sus reflexiones. Oyó ruido de cascos, pisadas que tropezaban desiguales y una voz tranquilizadora mucho antes de verle. El hombre pequeño apareció: era una triste figura que arrastraba todavía un trozo de telaraña por detrás. Se acercaron mutuamente sin hablar, sin un saludo siquiera. El hombre pequeño estaba cansado y avergonzado, y lleno de amargura y desesperación; finalmente se paró frente a su amo, que seguía sentado. Este se estremeció levemente bajo la mirada de su subordinado. —¿Y bien? —dijo por fin, en tono no autoritario. —¿Le ha abandonado? —Mi caballo se desbocó. —Ya. También el mío. Se burló de su amo con tristeza. —Te digo que mi caballo se desbocó —dijo el hombre que una vez tuvo una brida tachonada de plata. —Los dos somos unos cobardes —dijo el hombre pequeño. El otro se mordía las uñas mientras reflexionaba y miraba a su subordinado. —No me llames cobarde —dijo finalmente. —Usted es un cobarde, como yo. —Probablemente. Hay un límite más allá del cual todo hombre no puede sino sentir miedo. Es lo que al final he aprendido. Pero no soy un cobarde como tú. Esa es la diferencia. —Nunca hubiera podido imaginar que usted le abandonaría. Le había salvado la vida dos minutos antes… ¿Por qué es usted nuestro dueño? El amo volvió a morderse los nudillos y su rostro se ensombreció. —Nadie me llama a mí cobarde —dijo—. No… Una espada rota es mejor que nada… No se puede esperar que a un caballo blanco con cojera le sea posible llevar a dos hombres durante un viaje de cuatro días. Odio los caballos blancos, pero esta vez no queda más remedio. ¿Empiezas a entenderme…? Me doy cuenta de que estás dispuesto a manchar mi reputación con lo que has visto e imaginado. Hombres como tú destronan reyes. Aparte de eso… nunca me has gustado. —¡Señor! —dijo el hombre pequeño. —¡No! —dijo el amo—. ¡No! Se levantó de un golpe cuando el hombre pequeño se movió. Durante un minuto permanecieron frente a frente. Por encima de sus cabezas pasaban los globos de arañas empujados por el viento. Entre los guijarros hubo un rápido movimiento; unos pies que corrían, un grito de desesperación, un gemido y un golpe… Cuando anochecía, el viento dejó de soplar. El sol se puso en medio de una apacible serenidad, y el hombre que en otro tiempo poseyó la brida de plata salió por fin del barranco con mucha cautela, avanzando por una sencilla pendiente; pero ahora llevaba el caballo blanco que pertenecía al hombre pequeño. Quería volver al lugar donde estaba su caballo para recobrar la brida de plata, pero tuvo miedo de que la noche y la brisa le sorprendieran en el valle; además le disgustaba mucho la idea de que pudiera encontrar su caballo totalmente envuelto en telarañas y tal vez horriblemente devorado. Cuando pensaba en aquellas telarañas, en todos los peligros por los que había pasado y en cómo se había salvado ese día, su mano buscó un pequeño relicario que colgaba de su cuello y lo estrechó con sincera gratitud. Cuando lo hizo, su mirada recorrió el valle. —La pasión me hizo perder la razón —dijo—, pero ahora ella ha encontrado su merecido. Sin duda, ellos también… Y he aquí que lejos de las laderas arboladas, al otro lado del valle, pero bajo la nítida luz del crepúsculo, vio una pequeña columna de humo. Entonces, la serena resignación de su cara se transformó en ira y estupefacción. ¿Humo? Hizo volver la cabeza del caballo blanco y dudó. Un soplo de aire atravesó la hierba que estaba a su alrededor. Lejos, sobre algunas cañas, se balanceaban los jirones de una sábana gris. Contempló las telarañas; contempló el humo. —Después de todo, puede que no sean ellos —dijo finalmente. Pero tuvo otra idea. Después de haber contemplado el humo durante un rato, montó en el caballo blanco. Cabalgaba abriéndose camino entre las masas de telarañas encalladas. Por alguna razón había muchas arañas muertas en el suelo, y las que estaban vivas se regalaban con sus compañeras en un banquete siniestro. Al oír el ruido de los cascos de su caballo, huyeron. Había pasado su hora. Desde el suelo, sin viento que las empujase, sin una tortuosa sábana disponible, esas cosas no podían hacer mucho daño, a pesar de su veneno. Golpeaba con el cinturón las que, según él, se acercaban demasiado. Una vez, estuvo a punto de desmontar en un lugar raso donde corrían varias arañas juntas y pisotearlas con las botas, pero controló su impulso. Varias veces se volvió en la silla y observó el humo. —Arañas —murmuraba sin parar—. ¡Arañas! Bueno, bueno… La próxima vez tendré que tejer una tela. *FIN*